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ÍNDICE

1) Convocados a la fiesta 2) Celebrar la acción de Dios 3) La señal de la cruz 4) Acto Penitencial 5) Gloria y colecta 6) La liturgia de la palabra (1) 7) La liturgia de la palabra (2) 8) La Profesión de fe 9) La Oración Universal 10) El Ofertorio 11) El Ofertorio (2) 12) Prefacio Sanctus 13) Invocación al Padre 14) Las palabras de la consagración 15) Haced esto en conmemoración mía 16) Ofrenda y nueva epíclesis 17) Intercesión por los vivos y difuntos 18) La Glorificación de la Trinidad 19) El padrenuestro y el signo de la paz 20) La Comunión 21) Bendición y despedida 22) La Eucaristía en la vida

1 Convocados a la fiesta

Dios nos convoca domingo tras domingo a la fiesta. En el banquete sagrado de la Eucaristía nos ali-menta con la Palabra y con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo. ¡Respondamos con alegría, pronti-tud y puntualidad a la invitación del Señor! En la fiesta, el Señor se hace presente real y eficazmente entre nosotros: es un momento privile-giado para unir-nos a él, para tomar conciencia de quienes somos como personas y como pueblo de Dios. En la Euca-ristía celebramos nuestra identi-dad, vocación y misión. Somos fruto de la Pascua del Señor. Nues-tra vocación es ser pan partido para la vida del mundo. Como Iglesia nuestra misión es anunciar la muer-te y resurrección de Cristo hasta que vuelva, para transformar de esta forma el mundo entero en una mesa compartida, en una verdadera fraternidad. Una fiesta no se improvisa. Es pre-ciso disponerse para ella tanto en su interior como en lo exterior. El Señor quiere que vengamos a la Eucaristía con el vestido de fiesta,

esto es, con un corazón abierto a la verdad, al amor de Dios y a la solida-ridad con el hermano. La fiesta de la Eucaristía es una verdadera escuela, pues en ella aprendemos el amor y la fraternidad. El Padre nos amó hasta el punto de darnos a su Hijo como

nuestro alimento; y con el Hijo aprendemos a darnos a los her-manos con quie-nes compartimos la existencia coti-diana. Al invitarnos al banquete de la

alianza, Dios nos hace un gran honor, totalmente inmerecido. Nece-sitamos renovarnos en la vivencia de la Eucaristía dominical. No podemos ya vivirla como el mero cumplimiento de un precepto. Si somos conscientes de la invitación del Señor, correremos con prontitud al encuentro de Él y de los hermanos. Con ellos compartimos el pan de la vida, la alabanza y la ac-ción de gracias a nuestro Dios; y uni-dos a todos los hombres nos compro-meteremos en la transformación de nuestro mundo. Tal es el camino para que toda nuestra vida llegue a ser en cierto modo «eucarística.».

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2 Celebrar la acción de Dios

La Iglesia, los cristianos, somos convocados por el Señor: nos re-unimos el domingo en asamblea festiva. Celebramos la acción sal-vadora de Dios a lo largo de la historia y, sobre todo, en la perso-na de Jesús, «que fue entregado por nuestros pecados y fue resuci-tado para nuestra justificación.» Celebramos cómo «del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento ad-mirable de la Iglesia ente-ra.» Dicho con otras pala-bras: celebramos nuestro propio nacimiento y fu-turo, tal como tuvo y tiene lugar en la Pascua del Hijo. En la liturgia «se celebra la obra de nuestra salvación.» La Iglesia «nunca ha dejado de reunir-se para celebrar el misterio pascual: leyendo cuanto a él se refiere en toda la Escritura, celebrando la Eucaristía, en la cual se hacen de nuevo presentes la victoria y el triunfo de su muerte», la de Cristo. Celebrar la acción salvadora de Dios en la historia y persona de Jesucristo es motivo de gozosa esperanza. Acudimos a la Euca-ristía para dar gracias a Dios y para acoger su derroche de amor. Quien se siente amado de verdad, no duda en darle a Dios su más plena confianza, su vida entera.

«En el “culto” mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amado y el amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un ejer-cicio práctico del amor es fragmenta-ria en sí misma», esto es, una cele-bración imperfecta e incompleta. La Eucaristía tiene una proyección prácti-

ca, moral, pero esto no quiere decir que debamos interpre-tarla, como recuerda Bene-dicto XVI «en clave moralis-ta.» En la Eucaristía, el cre-yente hace «el gozoso descu-brimiento del dinamismo del amor en el corazón que acoge

el don del Señor, se abandona a él y encuentra la verdadera libertad.» Así «el impulso moral, que nace de acoger a Jesús en nuestra vida, brota de la gratitud por haber experimentado la inmerecida cercanía del Señor.» Pues-to que la Misa celebra la acción de Dios, debemos evitar un doble esco-llo: la separación entre la vida y la Eucaristía; y que ésta pierda su carác-ter de alabanza y acción de gracias, quedando reducida a un simple esti-mulo para el compromiso ético. Fes-tejemos a Dios con nuestras palabras y vidas, por lo que ha hecho con noso-tros y por nosotros en Jesucristo.

22 La Eucaristía en la vida

La Eucaristía es fuente y culmen. Es comienzo y meta del pueblo peregrino de Dios en la historia. La misión, la acción de reunir a los hijos dispersos, culmina en la cele-bración eucarística; pero al mismo tiempo ella nos reenvía a los ca-minos y encrucijadas de la vida. Necesitamos se-guir cultivando la tierra y transfor-mando las rela-ciones de las per-sonas y de los pueblos para que un día podamos sentarnos todos juntos en el ban-quete definitivo del Reino de Dios. El «podéis ir en paz» marca el punto de llegada y de partida. Equipados con el don de la paz mesiánica, hecha de gozosa espe-ranza, la comunidad de los discí-pulos sale al mundo para hacer de él una mesa en la que todos se puedan sentar en unidad e igual-dad, donde los pobres sean reco-nocidos en su dignidad y condi-ción privilegiada en el corazón del Padre. La santa Misa nos ense-ña que para globalizar la solidari-dad, los cristianos debemos unirnos al Hijo en el don de su propia vida. La Eucaristía se presenta como la

mesa de la unidad, de la comunión y de la igualdad. Todos participan del mismo pan y del mismo vino. Nadie recibe más que los otros. Todos reci-ben de acuerdo con su capacidad y apertura de fe, esperanza y amor. To-dos están invitados al servicio y al don mutuo. Toda discriminación

entre pobres y ricos, entre judíos y griegos, entre hombres y mujeres, sabios e ignorante, queda abolida.

Para poner punto final a estas pe-queñas y someras introducciones a

las diferentes partes de la misa, puede ser oportuno releer estas palabras de Juan Pablo II: «Anunciar la muerte del Señor « hasta que venga », com-porta para los que participan en la Eucaristía, el compromiso de trans-formar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo « eucarís-tica ».. Precisamente este fruto de transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio, hacen resplande-cer la tensión escatológica de la cele-bración eucarística y de toda la vida cristiana: « ¡Ven, Señor Jesús! ».

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La celebración eucarística con-cluye como comenzó: con un nue-vo signo de la cruz e invocación trinitaria. El sacerdote bendice a la comunidad en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo mien-tras traza el signo de la cruz. De esta forma la comunidad es enviada en la paz de Dios al mundo. La Eucaristía debe prolongarse en el mundo. Lo veremos en la próxima catequesis. Como ya indicamos, «cuando el hombre bendice a Dios, reconoce y agradece; cuando Dios bendice al hombre, pronuncia una palabra eficaz, otorga bienes.» Dios nos bendijo con los frutos de la tierra. Nosotros bendecimos a Dios ofre-ciéndole esos mismos frutos. Aho-ra nos bendice de nuevo Dios para que seamos fecundos en la historia. Así se cierra el diálogo de la alianza de Dios con la humani-dad, tal como se ha sellado en la sangre de su Hijo. La bendición aquí es propiamen-te acción de Dios, que se extiende a la vida entera del hombre: fami-lia, trabajo, salud, bienes materia-les…, pero ella no se dirige única ni principalmente al bienestar terre-no; es, ante todo, bendición del Espíritu, para la vida cristiana, para que trabajemos eficazmente

en el advenimiento del Reino de Dios. Mucho menos se orienta la ben-dición a intereses individuales o parti-distas. Sería contradecir el sentido de la «comunión», del compartir. Nuestra bendición recuerda y trasciende la bendición de Israel: «Así bendeciréis a los israelitas: “El Señor te bendiga y te guarde, el Señor te muestre su ros-tro radiante y tenga piedad de ti, el Señor te muestre su rostro y te conce-da la paz.” Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bende-ciré.» La bendición en nombre de la Trini-dad tiene forma de cruz: recuerda que el sacrificio por amor es fecundo; por eso el sacrificio de Cristo se convirtió para nosotros en causa de liberación y salvación. La fecundidad que brota de la Eucaristía pasa por renunciar a todo egoísmo y ponerse al servicio de los demás desde el último lugar. Jesús habiendo amado, amó hasta el extremo y así nos dio la vida en abundancia.

21 Bendición y despedida 3 La señal de la cruz

Al inicio de la misa, hacemos el signo de la cruz mientras decimos: «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.» Nos sumer-gimos así de entrada en el inson-dable misterio de la Trinidad y de la Pascua. Pero no siempre caemos en la cuenta de la grandeza del signo, lo hacemos con una cierta rutina. Trate-mos de com-prender para vivir. Celebramos la Eucaristía en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu. En la misa, como lo recalca el saludo ini-cial, celebramos el amor del Pa-dre, la gracia de Jesucristo y la comunión del Espíritu. Por otra parte, celebrar en el nombre de la Trinidad nos recuerda que debemos hacerlo de acuerdo con lo que el Señor ha establecido. La Iglesia no es dueña de la Eucaristía, sino que ha de dejarse hacer por ella. Los hombres hemos organizado el con-texto ritual de la misa, pero la Eu-caristía, en su realidad y dinamis-mo profundos, es un don y un mandato instituido por el Señor.

Al trazar la señal de la cruz, la comu-nidad reconoce que su origen se en-cuentra en la cruz del Hijo y no en la voluntad del hombre. La Eucaristía, como el Evangelio, no tiene su ori-gen en el hombre, sino en la Tradi-ción proveniente de Dios. En ella recordamos la Pascua de Jesucristo hasta que vuelva como Señor y Juez

de vivos y muertos. En el bautis-mo fuimos consagrados, dedicados, inmersos en la vida de la Trinidad santa; en la Eucaristía celebramos

en su nombre la entrega del Hijo para la salvación del mundo. Lo hacemos con aire festivo, pero también con la conciencia de entrar en comunión con el don que Jesús hace de sí para la salvación de la humanidad. La cruz nos libera del egoísmo para el servicio del amor. La Eucaristía es don y compromiso.

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4 Acto penitencial

Después del saludo inicial, el que preside la Eucaristía exhorta a los convidados con estas u otras pala-bras: «Hermanos: Para celebrar dignamente estos misterios, reconoz-camos nuestros pecados.» El sacer-dote forma también parte de la comuni-dad de pecadores. Dios nos invita a reconciliarnos con él y entre nosotros. Él nos ofrece el perdón antes incluso de que se lo pidamos. La comunidad eucarística no es una comunidad de puros y perfectos, sino de hombres y muje-res que acogen alegres el don de la salvación. En el acto penitencial se dan tres momentos: la toma de conciencia de los propios pecados, la confe-sión de ellos y la recepción gozosa del perdón. Así nos disponemos para la escucha de la Palabra y la comunión con el cuerpo y sangre de Cristo. En los breves momentos de silen-cio, además de tomar conciencia de pecado propio, conviene hacerlo también del pecado que lastra el mundo y nuestras relaciones fami-liares, laborales y de vecindad.

La confesión de nuestros pecados la hacemos desde la confianza que nos da el saber que el Señor nos ofrece su perdón, a fin de hacernos partícipes de

su propia vida. Confe-samos juntos nuestra condición de pecadores y así nos sentimos her-manados por la gracia de Dios que nos recon-cilió con la sangre de su Hijo. Finalmente, el sacerdo-

te en nombre de la comunidad peca-dora suplica el perdón: «Dios todopo-deroso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna.» El perdón viene de Dios y la Iglesia aparece como la comunidad de los rescatados. Cons-ciente del don, la comunidad se dispo-ne para la alabanza de Dios. En los domingos del tiempo pascual, el cele-brante invita al acto penitencial con estas palabras: «En el día en que cele-bramos la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, reconozca-mos que estamos necesitados de la misericordia del Padre para morir al pecado y resucitar a la vida nueva.» La celebración comienza así por un acto de humildad y de confianza.

20 La comunión

La «comunión» es el culmen de la participación en el banquete sagrado de la Eucaristía. Una de las finalidades de la reforma litúr-gica fue favorecer la participa-ción. Celebrar misa y no sólo oír-la. Comulgar y no sólo asistir. El compartir culmina en la comu-nión con el cuerpo del Señor re-sucitado de entre los muertos. Ya hablamos de la doble mesa que el Señor nos prepara en la celebra-ción eucarística. En «la liturgia de la palabra» compartimos la única Palabra de Dios. Ella «suena en la boca de uno, se reparte sin partir-se, llega a todos por igual… To-dos comparten el pan de la pala-bra, cada uno según su capaci-dad y necesidad; ni a uno le sobra ni a otro le falta. Y compartiéndo-lo, estrechan su unidad. La palabra no es monopo-lio de unos elegidos.» Pero no sólo se comparte la palabra, también se comparte el perdón y la mise-ricordia de Dios al confesarnos juntamente pecadores. Juntos hicimos la ofrenda del pan y del vino. Juntos nos comprometimos a trabajar en la transformación

del mundo. El compartir el mismo pan eucarístico hace de la comunidad un solo pan y un solo cuerpo. San Pablo proclama: «La copa de bendición que bendeci-mos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que parti-mos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan.» La comunión hace comunidad, nos hace el cuerpo de Cristo resucita-do en la historia. San Agustín, comen-tando este texto paulino insistió en la

necesidad de darnos y recibirnos mutuamente en la Eucaristía. No podemos ver el cuerpo de Cristo desligado de cuantos son incorpora-dos a él por su Pascua. San León Magno invi-taba a ser lo que reci-

bimos. Ser pan partido para la vida del mundo es la vocación y la mi-sión de cuantos se reúnen para cele-brar el mandato del Señor: «Haced esto en memoria mía.» El cuerpo glo-rioso de Cristo no puede separarse del cuerpo eclesial. La Iglesia es comu-nión.

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19 El Padrenuestro y el signo de la paz

Concluida la plegaria eucarística y antes de la comunión, la comu-nidad reza la oración que ha re-cibido del Señor. La oración del Padrenuestro es confesión de fe, programa de vida y de acción misionera. La comunidad confiesa a Dios como el Padre común; se compromete a buscar en todo la gloria de Dios, la llegada del Reino, a poner en práctica su voluntad. Pide el pan para todos de forma solidaria, se decide a desarrollar la dinámica del perdón mutuo y a ayudarse en el camino de la vida, superando la tentación y luchando contra el mal. He ahí el programa de vida y el camino de la misión que deseamos desarrollar unidos a Cristo, que se entrega como comida y bebida para el camino. Oramos como hijos para caminar como hermanos al servicio del designio de Dios sobre la humanidad. Oramos con alegría, pero también con responsabilidad. Para participar dignamente del cuerpo y sangre de Cristo es pre-ciso vivir reconciliado con Dios y los hermanos. La comunión con el Señor entraña y postula la comu-nión con el hermano. La oración del Padrenuestro se prolonga suplicando al Señor que no tenga en cuenta nuestros pecados y nos dé el don mesiánico de la paz.

Esta súplica conlleva el compromiso de cultivar el don de Dios, de ser ver-daderos servidores de esa paz en el mundo. Porque la paz del Señor es un don maravilloso, estamos llamados a desarrollarla dentro y fuera de la co-munidad eucarística. El signo de darnos la paz, el beso de la paz, no podemos reducirlo a una rutina más. Es la expresión de una voluntad decidida de reconciliarnos con los hermanos, de tomar la ini-ciativa para que la paz de Cristo reine en el mundo. Jesús ha dicho: «Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un her-mano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu herma-no; luego vuelves y presentas tu ofrenda.»

5 Gloria y colecta

La santa Misa consta de dos par-tes principales: la liturgia de la Palabra y la celebración del sacra-mento. Los ritos iníciales tienen como objetivo hacernos tomar con-ciencia que somos una comunidad de fe, reunida en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu, esto es, una comunidad de discípulos congregada en torno a Cristo. Él nos une y preside. Él se ofrece por el ministerio de los sacerdotes co-mo se ofreció en la cruz. Con el canto del «Gloria», que los ángeles entonaron un día para anunciar la buena nueva a los pas-tores, la comunidad expresa su voluntad de alabar, bendecir, ado-rar, glorificar y dar gracias a Dios por lo que él es y ha hecho por nosotros. Es un himno de alegría, al tiempo que una súplica. Procla-mamos en él la grandeza y santidad de Dios, que vino a nosotros pobre en un pesebre, e imploramos de él la transparencia necesaria para aco-ger juntos su Palabra y sellar la paz con él y entre nosotros. Si se omite el «Gloria» en los domingos de los tiempos de Adviento y Cuaresma, es para mejor señalar cómo el pue-blo fiel se encamina hacia una cima de la historia de la salvación: Navi-dad, Pascua de resurrección.

Los ritos iníciales concluyen con el «amén» del pueblo a la oración (llamada colecta), que el sacerdote en nombre de la comunidad dirige al Padre por Cristo en el Espíritu San-to. La finalidad de esta oración es doble: poner de relieve un motivo fundamental de la celebración y dis-poner a la comunidad para la escucha de la Palabra de Dios. La oración va precedida del saludo del sacerdote, que desea que el Señor esté y ore en la comunidad reunida. Después de la invitación a orar (oremos), se hace un breve silencio: la finalidad de este silencio es avivar la atención de la comunidad y permitir a cada uno ex-poner al Señor aquello que lleva en su corazón. Una vez proclamada la ora-ción por el sacerdote, la asamblea responde «amén». Es la rúbrica de la fe.

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6 La liturgia de la Palabra (1)

La Eucaristía es, ante todo, un en-cuentro con la persona viva del Señor, tal como se ha dado a cono-cer en esa formidable historia de amor, la historia de la salvación. Ahora bien, todo encuentro entre personas está como mediado y animado desde dentro por la palabra. En la litur-gia de la Palabra, Dios sale a nuestro encuentro para hablarnos y recre-arnos por su Pala-bra viva y enérgica. Cristo «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla.» Dicho de otra forma: «En los libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos.» Las Escrituras no son libros de filosofía o de moral; son el testimo-nio del pueblo creyente que, ani-mado por el Espíritu, nos transmite cómo Dios se comunica con los suyos en la historia. «Muchas ve-ces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo.» Las lecturas del Antiguo Testamento, de los evan-

gelios y demás escritos del Nuevo Testamento nos introducen en ese diálogo de amor. En las Escrituras, Dios se revela y se da. La Palabra divina, a diferencia de nuestras palabras, con frecuencia tan

vacías e inoperantes, siempre es eficaz en quien la acoge con fe, alegría y perseve-rancia. Es Palabra de mandato: si el hom-bre la cumple, vivirá. Es «Palabra que re-vela al hombre lo que es, desenmasca-rando sus engaños;

palabra que denuncia y exhorta, que amenaza y promete; palabras en las que Dios se comunica y comunica vida suya.» «¿Señor, a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida eter-na.» En la Eucaristía hay dos mesas y un mismo pan: Cristo, Palabra eterna de Dios, se da en las Escrituras y en su Cuerpo. «La Iglesia siempre ha vene-rado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia, nun-ca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo.»

18 La glorificación de la Trinidad

La plegaria eucarística desemboca en la doxología final, esto es, en la glorificación de Dios: El sacerdote tomando la patena con el pan con-sagrado y el cáliz, y sosteniéndolos elevados, dice: «Por Cristo, con él y en él, a ti Dios Padre omnipoten-te, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.» El «Amén» del pueblo es una verdadera acla-mación y no sólo una respuesta como tiende a presentarse. La co-munidad celebrante expresa de este modo su fe y adhesión vital al don del Hijo que el Padre nos ha dado en el Espíritu Santo. Es el «Amén» gozoso de un pueblo que no cesa de dar gloria a quien lo engendra sin cesar en el amor. Cristo es, en última instancia, el que sustenta el «Amén» con que nosotros glorifi-camos a Dios. La liturgia toma así la forma de un diálogo. La doxología nos da la clave y la auténtica perspectiva de toda ora-ción cristiana. Está dirigida al Pa-dre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. No caigamos en la rutina de una fórmula vaciada de su dinamismo y contenido profundo. Por Cristo, con él y en él, la ora-ción de los hijos se dirige al Pa-dre, esto es, a la fuente y término de la vida. Cristo es la cabeza de la Iglesia y ésta no puede orar más

que por él, con él y en él. Los discí-pulos oramos unidos vitalmente a Cristo. Pero si podemos orar unidos a Cristo es porque el Espíritu Santo no cesa de unirnos a él y hacer de los reunidos una verdadera comu-nión fraterna, tal como la plegaria ha pedido. La oración se convierte de este modo en una proclamación gozosa de la verdad de un Dios que ama al hombre hasta el don de su propio Hijo. Glori-ficar al Padre por Cristo en el Espí-ritu es el marco, de ahora en ade-lante, de toda oración que se precie de ser cristiana. La comunidad eu-carística ora con la conciencia de estar incrustada en la relación y comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo.

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17 Intercesión por los vivos y difuntos

La comunidad reunida para cele-brar la Eucaristía tiene conciencia de trascender el espacio y el tiempo. Es consciente, por una parte, de orar en unión con María, la Virgen Madre de Dios, los após-toles, mártires y santos. La comu-nidad pide paz y salvación para ella y para el mundo entero. La plega-ria eucarística recalca el carác-ter universal del pueblo congrega-do en torno a Cristo, que dio la vida por la humanidad entera. Después de orar por la Iglesia que peregrina en la tierra, se intercede por los difuntos para que Dios los acoja en su gloria. La oración por los vivos subraya que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia, (de ahí que se nombre al Papa, al Obispo del lugar y demás miembros del pueblo de Dios) al mismo tiempo que se ofrece por todos sus miembros, actuales y venideros, pues los hombres y mu-jeres de todos los tiempos y lugares han sido llamados a participar de la

salvación. La plegaria por los difuntos es el signo de una solidaridad más allá de la muerte. Todos nos sentimos de la suerte y futuro de todos. Dios cuen-

ta con nuestra plegaria, para hacerles partici-pes del triunfo de Jesucristo muerto y resucitado. Esta intercesión (memento de vi-vos y difuntos), en el seno de la plegaria eucarísti-ca, nos ayuda, por otra parte, a vivir con mayor con-ciencia esta ver-dad: «En todo

tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justi-cia. Sin embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hom-bres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino consti-tuyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente.» La comunidad eucarística represen-ta el pueblo del pasado, del presente y del futuro. La liturgia, conviene notarlo una vez más, nos introduce en el hoy sin ocaso de Dios, en el que pasado, presente y futuro se aúnan en Cristo.

7 La liturgia de la Palabra (2)

Dios habla en la historia y para la historia. Los grandes relatos de la historia de Dios con la humanidad, tal como culminó en la Pascua de Jesucristo, la Palabra hecha carne, nos invitan a recibir activamente esa Palabra en lo concreto de nues-tras vidas. La comunidad de los discípulos, por tanto, ha de escu-char lo que Dios quiere comunicar-le de él y de su pro-yecto salvador aquí y ahora. Todo esto exige una profunda conversión tanto de los oyentes como de aquellos que procla-man la Palabra en nombre del Señor. No podemos escu-char la Palabra co-mo un relato del pasado. Es preciso descubrir qué quiere decirnos Dios a cada uno de nosotros. Para ello se precisa una actitud de silencio interior y de docilidad al Espíritu de la verdad, el verdadero interprete de las pala-bras que el Señor nos dirige a través del testimonio de los profe-tas y apóstoles. Necesitamos rom-per con la rutina, con los esquemas hechos, para recibir con prontitud y perseverancia la palabra que viene de Dios. Sólo así seremos capaces de descubrir la novedad y las rique-

zas inagotables de la Palabra que sale a nuestro encuentro. La homilía tiene como finalidad faci-litar la actualización de la Palabra en lo concreto de la vida, que cada uno en particular y todos juntos esta-mos llamados a llevar a cabo. No es propio de la homilía dictar lo que se

debe hacer, sino expo-ner la verdad y nove-dad perennes de la Palabra de Dios para que cada uno descubra a qué conversión y actuación le llama el Señor para transfor-mar su vida y la histo-ria del mundo. Desde esta perspectiva, lo más significativo de la

homilía será abrir las inteligencias para comprender lo que hay sobre Jesús en las Escrituras, para descubrir la novedad, para animar la esperanza de la comunidad eclesial y llevarla a vivir como testigo del amor, justicia y paz que se nos han dado en Cristo. «Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escritu-ras… Vosotros sois testigos de estas cosas.»

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8 La profesión de fe

Después de la proclamación de las lecturas y de la homilía, conviene hacer un momento de silencio. En él damos gracias por la luz recibida y nos decidimos a responder con prontitud y alegría a la llamada del Señor. Luego viene la profesión de fe de la comunidad de los discípu-los nacida de la Palabra. La Iglesia es, ante todo, una comu-nidad que profesa la misma y única fe. Dios a lo largo de la historia se revela como el Padre creador del cielo y de la tierra, como el Hijo, que nacido de María es nuestra salvación, y como el Espíritu San-to, Señor y dador de vida. Esta fe en el Dios uno y trino, la confesa-mos en la Iglesia y como Iglesia una, santa, católica y apostólica. Renacidos del agua y del Espíritu nos encaminamos con confianza y esperanza hacia el triunfo y la vic-toria. La fe es la garantía de lo que esperamos. El «Credo» nos enseña a caminar en la dependencia de Dios, pues somos criaturas de su Palabra; tam-bién nos revela nuestra condición filial y nuestro destino: participar de la vida misma de Dios, en nues-tra condición de personas libres e irrepetibles. Podemos recorrer el camino con firmeza y seguridad. El Espíritu, «Señor y dador de vida»,

viene en nuestra ayuda para que ore-mos y vivamos en la comunión de los santos. Él nos injerta en Cristo. Él clama en nosotros: ¡Abba, Padre! Él

nos hace libres y nos constituye en testigos de Jesucristo muerto y resuci-tado entre los hermanos. Él tiene el poder de hacer de nosotros una verda-dera comunión de hermanos. La profesión de fe se presenta, en última instancia, como la respuesta de la comunidad a la Palabra de Dios, esto es, a la revelación y comunica-ción que Dios nos hace de él mismo. La comunidad de los discípulos se compromete a fiarse de la única Pala-bra de Dios, a apoyarse en ella duran-te el camino y a ponerse en camino con decisión hacia el Señor. La fe no se reduce a unas creencias, es un com-promiso vital con el Señor y ante el mundo.

16 Ofrenda y nueva epiclesis

Las plegarias eucarísticas, después de la aclamación del pueblo: «anunciamos tu muerte, proclama-mos tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús!», prosiguen con estas o si-milares palabras: «Así, pues, Pa-dre, al celebrar el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo te ofrecemos el pan de vida y el cáliz de salvación, y te da-mos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presen-cia.» El sacerdote, en nombre de la comuni-dad, ofrece al Padre «el sacrificio vivo y santo». Lo hace en un contexto de acción de gracias y con la súpli-ca ardiente de que la Iglesia se mantenga unida forman-do en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Esta oblación va acompañada en las nuevas plegarias eucarísticas de una nueva invocación del Espíritu Santo (epiclesis). Sólo el Espíritu puede transformar a los congre-gados para la celebración en el cuerpo de Cristo en la historia. Sólo el Espíritu puede guardar a la comunidad en la unidad. Sólo él puede injertar a la comunidad

en la ofrenda que el Hijo hace de sí al Padre. «Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo». «Que el Espíritu nos transforme en ofrenda

permanente, para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos». «Que, congregados en un solo cuerpo por el Espíri-tu Santo, seamos en Cris-to víctima viva para ala-banza de tu gloria.» No sólo hemos de ofrecer la víctima inmaculada, sino que hemos de ofre-cernos a nosotros mis-mos. No podemos olvidar lo que ya santo Tomás de Aquino expreso de for-

ma clara y seductora: el fruto de la Eucaristía es la comunidad. Como pedimos que Dios enviase su Espíritu para que transformase el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, aho-ra lo invocamos de nuevo para que nos transforme a los reunidos en torno al altar en el Cuerpo de Cristo en la historia. Cristo es la cabeza y la Igle-sia su cuerpo. Pedimos, pues, que el Espíritu haga realidad en nosotros lo que celebramos.

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15 «Haced esto en memoria mía»

La memoria (ANAMNESIS en grie-go) es una dimensión esencial de la persona en el tiempo. El ser huma-no vive del recuerdo del pasado. Gracias a la memoria mantiene su identidad personal a través de los avatares de la vida, encaminándose hacia el futuro. Si falta la memoria, la con-ciencia de pueblo, socie-dad, comunidad y familia se quiebra. Sin un recuerdo compartido, sin una me-moria comunitaria del pa-sado, se diluye la identidad de un grupo humano. Hay «recuerdos de familia» y «recuerdos colectivos». Las fiestas mantienen viva la memoria co-lectiva. Para Israel la memoria tenía un valor capital: le permitía permanecer como el pueblo de Dios en medio de las naciones. «La memoria de Israel es la historia de un pueblo irrealizable sin la inter-vención de Dios, incomprensible sin su confesión» de fe. Para la comunidad celebrar es recordar, hacerse presente a los aconteci-mientos que le dan origen en la historia. «Su profesión de fe es una profesión de hechos, no de doctri-nas.» Confiesa que Dios le liberó de la esclavitud de Egipto y lo re-creó continuamente en la historia

como pueblo de su propiedad. La Iglesia es también un pueblo de memoria. La Eucaristía, además de acción de gracias, es memoria festiva, comunitaria. Es recuerdo agradecido

del que nos salvó del pecado y de la muerte, del que nos amó hasta el extremo, hasta el don de su propia vida. Es el cumplimiento del manda-to de Jesús a sus discípulos: «Haced esto en memoria mía». Celebrando la Eucaristía, la Iglesia cumple el encargo del Señor, realiza el memo-

rial de Cristo, recordando principal-mente su pasión, resurrección y ascensión. Este recuerdo explicito nos identifica hacia dentro y hacia fuera como comunidad que arranca de Cristo, y no sólo de algunos valores. El «precepto dominical», el manda-to del Señor, tiene una doble finali-dad: evitar un ataque colectivo de amnesia e impulsarnos a vivir vuel-tos hacia el futuro. Así renueva a la comunidad en la acción y el compro-miso para transformar la existencia a la luz de la resurrección. «Anunciamos tu muerte, proclama-mos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!»

9 La oración universal

La comunidad reunida en torno a Cristo resucitado, por pequeña e insignificante que aparezca, repre-senta a toda la humanidad. Está llamada a vivir la compasión y solidaridad de su Cabeza, que sigue entregándose en el sacrificio de la Euca-ristía para la salvación de todos. Porque la Iglesia se une a la in-tercesión del Resucita-do por los hombres y mujeres de todos los pueblos de la tierra, nadie puede quedar excluido de su inter-cesión, ni siquiera los que la persiguen, pues el Crucificado dio también la vida por los que lo ejecutaban. La oración universal nos invita a salir de nuestras propias preocu-paciones, para abrirnos «a los go-zos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren.» La comunidad intercede, ante todo, por las necesidades de la Iglesia universal, por los gobernantes y por la salvación del mundo entero, por aquellos que se encuentran en necesidades particulares, por las situaciones dolorosas de la humani-dad y por la comunidad local. El

corazón del creyente aprende así a ser realmente católico, universal. Jesús ha dicho: «Venid a mí todos los que est-áis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.» «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá.» La

oración universal nos abre así a la universali-dad y nos enraíza en el corazón manso y humil-de de Cristo, en sus en-trañas compasivas. Poderse asociar a la in-tercesión de Cristo resu-citado por los hombres y mujeres de nuestro tiem-po, es un gran privilegio. Conviene, pues, tomar conciencia que nuestra

oración, hecha en el Espíritu, es, en última instancia, la misma oración de Cristo. Él es quien ora en nosotros. Por otra parte, debemos recordar esta verdad maravillosa: nuestra oración tiene su fundamento en la bondad de Dios. Oramos como hijos, como niños pequeños, pues el Padre se complace en la oración que le dirigimos por su Hijo en el Espíritu Santo. Así ensan-chamos nuestro corazón y avivamos el deseo de un mundo más fraterno y humano de acuerdo con el plan de Dios.

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10 El Ofertorio

Terminada la liturgia de la Palabra, tiene lugar «el ofertorio», esto es, la presentación del pan y del vino, de las ofrendas. Es como transi-ción a la Plegaria eucarística y la comunión. Para comprender el sentido de este momento de la cele-bración, reflexionemos sobre las palabras que el sacerdote dice al presentar la ofrenda: «Bendito seas, Se-ñor, Dios del univer-so, por este pan (por este vino), fruto de la tierra (de la vid) y del trabajo del hom-bre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presenta-mos. Él será para nosotros pan de vida (bebida de salva-ción)». El texto es una bella sínte-sis de la celebración que llamamos en griego EUKHARISTEIA, en es-pañol ACCIÓN DE GRACIAS, en hebreo BERAKA. Comentamos la primera parte de la oración. La comunidad se sitúa ante el dador de todo don. A los beneficios recibidos de su genero-sidad responde la comunidad bendiciendo, felicitando y dando gracias al Dios del universo. El pan y el vino son la expresión de la generosidad de Dios que ha dado la

tierra al hombre para que habite en ella. Los frutos de la tierra y de la vid son la expresión para la fe bíblica de la bendición de Dios, así como del agua y del sol que él no cesa de enviar a la tierra. Dios es la fuente de la vida. La ofrenda del pan y del vino quie-re ser el reconocimiento agradecido de Aquél que nos ha bendecido en

primer lugar con sus dones. «Lo recibimos de tu generosidad y ahora te lo presenta-mos.» Pero Dios bendijo al hombre y le dio la tierra para que la cul-tivase. Sin el trabajo y la colaboración de muchos no habría pan

ni vino. Dios nos ha dado «las fuerzas para trabajar, la inteligencia para inventar, la prudencia para organi-zar, el cariño para justificar el esfuer-zo.» De esta forma en el pan y en el vino, la humanidad se hace presente y se ofrece con ellos a Dios para ala-barlo, bendecirlo y expresarle su grati-tud. La comunidad le dice al Señor: «Recibe nuestro pan: es nuestra Euca-ristía, nuestra BERAKA (bendición). “Lo recibimos de tu generosidad y ahora te lo presentamos”.»

14 Las palabras de la consagración

La consagración del pan y del vino se sitúa en el centro de la acción litúrgica, pero no debe desconec-tarse del resto de la celebración. La plegaria se hace ahora narración de la institución y consagración. «En ella, con las palabras y gestos de Cristo, se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última Cena, cuando bajo las espe-cies de pan y vino ofreció su Cuer-po y su Sangre y se dio a los Após-toles en forma de comida y bebida, y les encargó perpetuar ese mismo misterio.» Las palabras de la consagración no sólo realizan la transforma-ción radical del pan y del vino, son también una invitación-mandato: «tomad y comed», «tomad y bebed», «haced esto en memoria mía». Jesús había dicho. «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo voy a dar es mi carne entregada para que el mundo tenga vida.» La comunidad eucarística no puede limitarse a un acto de adoración; debe implicarse: comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo resucitado para vivir de él, para ofrecerse con él al Padre y servir a los hermanos. Las palabras y gestos de Cristo no pueden dejarnos indiferentes.

Por otra parte, la referencia a la alianza nos obliga a tomar concien-cia de la razón última del banquete sacrificial de la Eucaristía: partici-par de la misma vida del Resucita-do, entrar en la comunión perfecta del Hijo con el Padre en la comunión del Espíritu. La Eucaristía no puede ser vivida como espectadores. La Eucaristía es testimonio, garantía y anticipo de nuestra transformación en Cristo Jesús. En ella se cumple la pa-labra del apóstol: «nos vamos trans-formando en su imagen con resplan-dor creciente.» También la comuni-dad se va transformando progresiva-mente en el pueblo de la alianza, en el cuerpo de Cristo, en una comunidad de hermanos, de hijos de Dios. La Palabra y el Espíritu obran esta maravilla en quien se abre a su ac-ción.

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13 Invocación al Padre

Cantado el Sanctus, el sacerdote prosigue la plegaria eucarística invocando a Dios Padre para que envíe el Espíritu. Esta invocación se llama «epiclesis». Pedimos que el Padre por medio de su Espíritu realice una obra que supera las posibilidades del hom-bre: la transformación del pan y el vino se transformen en el cuer-po y sangre de Jesucris-to. Cuando decimos que «el sacerdote consagra», estamos afirmando que el Espíritu de Dios actúa a través de él. Una interpretación ingenua podría conducir a una con-cepción mágica tanto de la acción sacramental como de la persona del sacerdote. La segunda plegaria eucarística expresa así esta invocación del Espíritu: «Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad; por eso te pedimos que santifiques es-tos dones con la efusión de tu Espí-ritu, de manera que sean para no-sotros Cuerpo y Sangre de Jesu-cristo, nuestro Señor.» El sacerdo-te dirige la súplica al Padre en nombre de la comunidad reunida para que el Espíritu actúe.

«Santificar» equivale a consagrar. Pedimos que los dones del pan y del vino comiencen a ser una realidad

santa, el cuerpo y la sangre del Señor glorifi-cado. Conviene notar la con-centración trinitaria de la invocación. Pedi-mos al Padre que envíe el Espíritu de santidad, para que con su fuerza el pan y el vino queden

transformados en el cuerpo y sangre del Hijo glorificado a través de su muerte y resurrección. El Espíritu, que formó en María el cuerpo del Hijo, actúa de nuevo para hacer del pan y el vino su cuerpo y sangre. La plegaria tercera, la que se suele rezar los domingos, después de proclamar que con la fuerza del Espíritu Santo, el Padre vivifica y santifica todo, con-cluye: «Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y San-gre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que nos mandó celebrar estos misterios.» En la Eucaristía se hace presente la acción del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

11 El Ofertorio (2)

La presentación de las ofrendas termina con estas palabras: «Él será para nosotros pan de vida». «Él será para nosotros bebida de salvación.» Ellas nos vuelven hacia una realidad más profunda. Si el pan ofrecido significa el alimento indispensable para la existencia y si el vino aporta la nota de alegría en el amor y el sacrificio, la comuni-dad proclama que recibirá de Dios esos alimen-tos transforma-dos por la fuerza del Espíritu en el cuerpo y sangre de Cristo. El Señor nos pre-para el banquete con nuestra ofren-da tan sencilla y precaria. El que alimentó al pueblo en el desierto con el maná, el que dio de comer a una muchedumbre ingente con unos pocos panes y peces, ahora acoge nuestras pobres ofrendas y las convierte para noso-tros en alimento y bebida de salva-ción. Jesús, a través del pan y del vino, quiere darnos su vida in-destructible. Al comer el alimento, éste se con-sume, y nosotros seguimos vivien-do y obrando. «Jesús se deshizo

antes, triturado en la pasión y consu-mado en la muerte. Ya glorificado, no necesita deshacerse para comunicar-se»; se da en el pan y en el vino. Así nos comunica una vida que supera la muerte biológica. Su sangre derra-mada nos la da a beber en el vino para calmar nuestra sed de vida sin ocaso, para hacernos pregustar la plena alegría del Reino de Dios.

Compartir el mismo pan y el mismo vino hace de los invita-dos una familia, un solo cuerpo. A dife-rencia del alimento ordinario, el pan y el cuerpo eucarísticos nos incorporan al único cuerpo de Cris-to. Cuando el hom-

bre come pan y bebe vino, se los asi-mila. Cuando recibe el cuerpo y la sangre de Cristo glorificado, el hom-bre queda incorporado a él. Por ello, el que come el pan eucarístico ha de hacerse pan partido para los demás; y quien bebe su sangre, «ebrio del Espíritu de Cristo», ha de aprender el valor del amor, del servicio y del sacrificio para alumbrar esperanza y vida en torno suyo.

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12 Prefacio-Sanctus

Con el prefacio, la comunidad en pie, comienza la plegaria eucarísti-ca, centro y culmen de la celebra-ción. Es una plegaria de acción de gracias y de consagración. El sacerdote invita al pueblo a levan-tar el corazón hacia Dios, para dar-le gracias y alabarlo. Toda la co-munidad está llama-da a unirse con Cris-to en el reconoci-miento de las grande-zas de Dios y en la ofrenda del sacrifi-cio. En el prefacio, «el sacerdote, en nombre de todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da las gracias por toda la obra de la salva-ción o por alguno de sus aspectos particulares, según las variantes del día, fiesta o tiem-po litúrgico.» Es justo y necesario reconocer los dones de Dios para darle gracias. Los oyentes de la Palabra pasan a ser ahora la comu-nidad de la alabanza. Así se unen a la ofrenda que el Hijo hace de su propia vida al Padre para la salva-ción del mundo. El pueblo congre-gado da gracias a Dios por sus in-tervenciones inauditas, que lo hacen existir como tal pueblo en la

historia. El prefacio desemboca en el canto del «Santo». El pueblo peregrino se une a los santos de todos los tiempos y a los coros angélicos para cantar la santidad de Dios, esto es, para can-tar la obra del Dios fiel y compasi-

vo. En la liturgia se dan cita el cielo y la tierra para bendecir al Señor. El profeta Isa-ías escuchó cómo los serafines se gritaban uno a otro: «Santo, santo, santo, el Señor del universo: la tierra toda rebosa de su glo-ria.» El libro del Apo-calipsis narra cómo los seres celestes cantan sin descanso día y noche: «Santo, santo, santo, Señor Dios,

dueño de todo, el que era, el que es y el que está a punto de llegar.» Proclamando a Dios como el tres veces santo, confesamos su grande-za y su diferencia radical con noso-tros, pero también sus entrañas de amor y de perdón. Él viene a nuestro encuentro para que nosotros seamos uno con él, para hacernos partícipes de su vida.

12 Prefacio-Sanctus