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La amenaza de los animales sombra Ilustraciones de Xoul ANA ALONSO y JAVIER PELEGRÍN

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La amenaza de los animales sombra

I l u s t ra c i on e s d e X o u l

A N A A L O N S O y J A V I E R P E L E G R Í N

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Primera edición: mayo de 2012

Diseño de cubierta: Book & Look

Diseño interior y maquetación: Adriana Martínez

Edición: Marcelo E. Mazzanti

Coordinación editorial: Anna Pérez i Mir

Dirección editorial: Iolanda Batallé Prats

© 2012, Ana Alonso y Javier Pelegrín, por el texto

© 2012, Xöul, por las ilustraciones

© 2012, la Galera SAU Editorial,

por la edición en lengua castellana

La Galera, SAU Editorial

Josep Pla, 95 - 08019 Barcelona

www.editorial-lagalera.com

[email protected]

Impreso en Egedsa

Roís de Corella, 16

08025 Sabadell

Dipòsit legal: B-4.911-2012

Imprès a la UE

ISBN: 978-84-246-3626-5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra queda rigurosamente prohibida y estará sometida a las sanciones estable-

cidas por la ley. El editor faculta a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,

www.cedro.org) para que pueda autorizar la fotocopia o el escaneado de algún fragmen-

to a las personas que estén interesadas en ello.

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Capítulo I

¿O tra pesadilla?Viviana oyó la pregunta de Ariel antes de abrir los

ojos. Tenía la sensación de que la cama se estaba hundiendo más y más en la tierra, como si todavía se encontrase en el ascensor con el que acababa de soñar.

Tragó saliva y se obligó a despegar los párpados. Ariel es-taba sentado a los pies de la cama, mirándola con preocupa-ción.

—¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás conduciendo? —le preguntó ella. La voz le salió débil y pastosa.

—He puesto el «piloto automático» —contestó Ariel son-riendo—. Un poco de magia de automoción, para no perder la práctica... No te preocupes; la carretera está desierta, no hay ningún peligro.

Viviana meneó la cabeza en señal de desaprobación.—Solo nos faltaría ir a parar a la cuneta —murmuró mi-

rando con inquietud la lámpara de cristales multicolores que

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se bamboleaba en el techo—. Ya estoy viendo los titulares de la prensa local: «Caravana mágica sufre un accidente en la comarcal 584». Justo lo que necesitamos...

—Un poco de publicidad gratuita nunca viene mal. —Al ver la expresión asesina de Viviana, Ariel sonrió—. No seas tonta, solo estaba bromeando. No iremos a parar a ninguna cuneta, te lo prometo. Tengo experiencia con esta clase de trastos.

Viviana dejó vagar la mirada sobre su pequeña habitación dentro de la caravana y tuvo que admitir que Ariel tenía ra-zón. Aquel «trasto», como él lo llamaba, era una verdadera obra de arte mágica. Gracias a un hechizo dimensional que Ariel había encontrado en un viejo libro del Brujo de la Co-lina, la caravana parecía de tamaño normal por fuera, pero por dentro era lo bastante espaciosa como para contener tres habitaciones, un despacho, un cuarto de baño, una sala de estar y una cocina... Además de un espléndido jardín en mi-niatura que crecía en el techo, protegido por un invernadero invisible.

Aquel prodigio de la tecnología mágica era capaz de via-jar por cualquier terreno, ya fuera llano o empinado, liso o pedregoso. Disponía de tracción en las cuatro ruedas, de un sistema especial de flotación para convertirse en un barco si hacía falta y hasta de un una hélice desplegable para salir vo-lando como si fuese un helicóptero, en caso de emergencia. Pero todo eso no hacía que Viviana se sintiese más segura... Estaba habituada a vivir en tierra firme, rodeada de toda clase de comodidades. No le gustaba vivir continuamente con la sensación de que el suelo se deslizaba bajo sus pies, y tampo-

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co se había acostumbrado todavía a compartir su espacio con un chico, aunque ese chico fuese, desde hacía unos cuantos meses, su colaborador y su inseparable compañero de aven-turas.

Sentándose en la cama, Viviana descorrió la cortina de la ventanilla y miró hacia fuera. El paisaje que estaban reco-rriendo era un páramo arenoso salpicado de juncos verdes que silbaban al inclinarse en la dirección del viento. Más allá de la arena, el mar azul grisáceo formaba una banda oscura que se prolongaba hasta el horizonte. No se veía ni una sola casa, ni un faro, ni la más mínima señal de actividad huma-na. Era como si nadie hubiese pasado por allí en los últimos cincuenta años.

—No sabía que la ciudad de Candem estuviese en un lu-gar tan apartado —murmuró pensativa.

—Precisamente por eso es tan próspera —reflexionó Ariel—. Es el puerto más importante de todo el noroeste. Y tienen una autopista directa a la corte que pasa por las cante-ras de Laike... ¿Qué más necesitan?

Viviana asintió, aunque no parecía demasiado conven-cida.

—Quizá no deberíamos haber evitado la autopista —di-jo—. Habríamos llegado a la ciudad hace ya unas cuantas ho-ras. La carta de la gobernadora sonaba bastante urgente.

—Dos horas más o menos no van a cambiar nada —re-plicó Ariel con una mueca—. Además, eres tú la que insiste en que nos mantengamos apartados de las rutas principales...

—Si nos cruzamos con algún convoy de la corte, alguien podría reconocerme. Recuerda que, oficialmente, ahora soy

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Diana Lynn, directora de una agencia de detectives mágicos. La idea es que nadie averigüe que Diana y Viviana son la mis-ma persona. Rex se ha tomado muchas molestias para pro-tegerme, así que lo menos que puedo hacer es ser un poco precavida.

Al oír el nombre de Rex, el rostro de Ariel se ensombreció.—Otra vez tenía que salir a relucir ese idiota —gruñó—.

Cualquiera que te oiga creerá que esto de la agencia ha sido cosa suya...

En los ojos se Viviana apareció una expresión de reproche.—Vamos, no seas injusto. Deberías estarle agradecido —di-

jo, muy seria—. Al fin y al cabo, no te denunció por suplantar al Brujo de la Colina. Si él hubiera querido, ahora mismo esta-rías en la cárcel.

—Creo que si hubiese sabido lo de la agencia, me habría denunciado. Dime la verdad, Viviana... ¿El tipo sabe que tú y yo andamos viajando juntos por todo el país, resolviendo casos? Él te considera su novia, no debe de hacerle ninguna gracia... ¡Eh! ¿Qué haces?

Viviana le acababa de lanzar a la cara una de las almo-hadas de su cama, lo que explicaba el tono indignado de la última pregunta del joven mago. Ella, por su parte, también parecía indignada. De rodillas sobre las sábanas, lo miraba con un extraño fuego verde en sus ojos, un fuego que solo aparecía cuando estaba realmente furiosa.

—Si vuelves a decir que soy la novia de Rex, te echo de mi negocio. Por mí, puedes irte a buscar otro mago decrépito al que servir de ayudante y engañarle como hiciste con el pri-mero. Coge tu asqueroso basilisco y lárgate...

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—¿Me llevo también mi caravana? —preguntó Ariel en tono burlón.

Sin embargo, su expresión se suavizó al ver la cara de susto de Viviana.

—Vamos, no te pongas así —murmuró—. No he dicho que fueras la novia de Rex, solo que él te considera su novia. Lo único que intento es saber cuál es la situación. Si Rex se entera de que formo parte de la agencia y se pone celoso, pue-do tener problemas. No me gustaría tener al mago real por enemigo, eso es todo.

La expresión alarmada de Viviana se había transformado en una mueca de disgusto.

—Solo te preocupas de ti mismo —le recriminó a su com-pañero con el ceño fruncido—. Eres increíble. Deberías es-tarme agradecido por haberte dado esta oportunidad, y en cambio parece que tienes miedo...

—Cuando no se tienen grandes protectores en la corte, como tú, conviene ser precavido —replicó Ariel, molesto—. Intento cuidar de mí mismo como lo he hecho siempre, nada más. Y, de paso, también intento cuidar un poco de ti. Estás un poco verde en esto de la vida nómada... No te ofendas, pero, sin mí, no creo que tu negocio prosperase demasiado. Ni siquiera sabrías cómo llegar a tus clientes. Así que no me trates como si fuese tu protegido o algo así. Me necesitas tan-to como yo a ti. Somos socios, ¿vale? Que no se te olvide...

Viviana saltó de la cama, se calzó las zapatillas de raso rojo y caminó resueltamente hacia el armario. Abrió de un tirón el cajón superior, rebuscó entre sus pijamas y sacó una tableta de chocolate sin empezar. Ignorando a Ariel, cerró los ojos y

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aspiró con deleite el aroma del chocolate. Ese olor la tranqui-lizaba...

Luego, abriendo los ojos de nuevo, partió una onza de la tableta y la mordisqueó con aire distraído.

—Este es nuestro primer encargo importante —dijo cuan-do terminó de masticar. Tenía la vista clavada en el cajón de los pijamas, y Ariel se dio cuenta de que estaba intentando evitar su mirada—. No lo habríamos conseguido de no ser por Rex. La carta de la gobernadora lo decía muy claro. Alguien de las altas esferas de la corte le recomendó nuestra agencia... Rex intenta ayudarme, a ver cuándo se te mete en la cabeza.

—Vale; si tú lo dices, será verdad —contestó Ariel, cansa-do de discutir—. Siento haberme puesto desagradable, es que tantas novedades me ponen nervioso...

—A mí también —Viviana se volvió a mirarle—. La ver-dad es que no estoy del todo segura de que esto vaya a fun-cionar.

—¿Por qué no? Hemos resuelto ya un par de casos, ade-más del de la epidemia de Seyr.

—La desaparición de un cerdo y el robo de un queso por un duende de mercadillo —precisó Viviana con amargura—. Hasta un troll habría podido resolverlos. Y con lo que nos han pagado el granjero y el vendedor de quesos, no cubrimos ni los gastos de gasolina. Menudo historial...

—Este caso será distinto. Si la gobernadora no ha querido contarnos nada por carta, es que se trata de algo importante, ya lo verás...

—Puede que sí; pero también puede tratarse de cualquier tontería. ¿No has oído hablar nunca de la gobernadora Me-

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linda? Es una excéntrica. En la corte la consideran una espe-cie de lunática. Dicen que por sus venas corre sangre de hada.

Ariel arqueó las cejas.—¿En serio? Entonces, el caso debe de ser realmente difí-

cil. Un hada no recurriría a una agencia de detectives mágicos si se tratase de algo que pudiese resolver ella misma.

—Melinda no es un hada, aunque tenga parientes en el mundo feérico. De todas formas, estoy preocupada. Tengo la corazonada de que el caso tiene que ver con las canteras de Laike. Bueno, es más que una corazonada. Antes, cuando me desperté... Estabas en lo cierto, acababa de tener una pesadilla.

Ariel, sentado en la cama, cogió la tableta de chocolate que le tendía Viviana, pero la dejó sobre la colcha sin arrancar un pedazo.

—¿Un sueño mágico? —preguntó sombríamente.Sabía por experiencia lo desagradables que pueden ser ese

tipo de sueños. Uno sentía que había un significado oculto en los disparates que ocurrían a su alrededor, y que debía descu-brirlo... Pero no siempre resultaba fácil.

—No estoy segura de que fuera un sueño mágico, pero algo me dice que tiene que ver con el caso de Candem. Había una mujer... Solo podía ver su silueta, pero parecía joven, y llevaba un pañuelo anudado en la cabeza. Y había un mucha-cho muy elegante que le tendía un pañuelo lleno de piedras mágicas. Ya sabes, como las que se extraen de las canteras de Laike...

—Hay otras canteras mágicas en el reino —le recordó Ariel.

—Sí, pero ninguna tan importante como Laike. En el pa-

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ñuelo había ópalos para filtrar la luz de la luna, rubíes sa-nadores, perlas azules, hasta un diamante del tamaño de un huevo de paloma...

—¿Decía algo el tipo de las piedras?Viviana tardó un momento en contestar.—Decía que ese era el pago. Y que ahora le tocaba a ella,

que estaba cansado de esperar. «La quiero aquí mañana mis-mo», repetía. «Su cabeza. La cabeza de Viviana»...

La luz de la lámpara del techo parpadeó, y una violenta sacudida de la caravana lanzó a la joven maga contra la pa-red. Sus ojos se encontraron con los de Ariel, graves y pen-sativos. Por un momento, la intensidad de sus emociones debía de haber interferido en el hechizo mágico que impul-saba la caravana.

—Será mejor que ponga otra vez en marcha el motor de gasolina —dijo el muchacho, reaccionando—. Tenías razón, estas carreteras no son de fiar.

Viviana lo siguió hasta la cabina delantera y lo vio sentarse al volante. Ella ocupó el asiento que había a su derecha.

—¿Crees que es una premonición, Ariel? —murmuró—. ¿Crees que alguien está intentando comprar mi muerte con piedras mágicas?

Durante unos segundos, solo se oyó el ronroneo metálico del motor de gasolina al ponerse en marcha. Ariel miraba al frente, hacia la carretera que serpenteaba entre la arena y los ondulantes juncos.

—Los sueños mágicos no siempre son premoniciones —di-jo al cabo de un rato—. Pero siempre hay algo de verdad en ellos, aunque a veces cuesta encontrarla.

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La respuesta de Ariel, sensata y comedida, hizo que Vivia-na le mirara con atención.

—No tendría que habértelo contado —murmuró—. Aho-ra, tú también estás preocupado...

Ariel le devolvió una rápida mirada. Luego volvió a con-centrarse en la carretera.

—Bueno, de eso se trata, ¿no? —dijo—. Después de todo, ahora estamos en el mismo barco. Tu problema es mi proble-ma, ¿recuerdas? Es lo normal entre socios...

Viviana se recostó en su asiento y, dándole la espalda a Ariel, apoyó la frente en la ventanilla. No quería que él notase que se había ruborizado... Por lo que pudiera pensar.

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Capítulo II

Dos portazos casi seguidos resonaron en las profundi-dades de la residencia oficial de la gobernadora de

Candem. A la luz de los candelabros de la sala de música, donde les habían pedido que esperasen, Viviana y Ariel cru-zaron una mirada. Mientras Aquarius se removía inquieto en el barreño donde se había instalado provisionalmente, Vivia-na saltó de la cama y corrió a la ventana para cerciorarse de que los nubarrones que había visto al abrir los ojos eran lo bastante negros y pesados para provocar una tormenta.

—El segundo ha sonado más cerca que el primero —dijo Ariel—. Espero que no tenga nada que ver con nosotros...

Viviana iba a responder cuando se oyó un tercer portazo, este a escasos metros de la puerta de la estancia. Un martilleo de tacones altos repicó sobre el suelo de mármol del vestíbu-lo, y unos segundos más tarde la puerta se abrió con violencia y un huracán en forma de mujer irrumpió en la sala.

—Bienvenidos —dijo la recién llegada, que de pronto se

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había quedado tan inmóvil como una estatua—. Siento ha-beros hecho esperar.

Los dos magos observaron incrédulos el suntuoso vesti-do marrón que llevaba la mujer, y que ofrecía un extraño contraste con su piel nacarada. Viviana habría jurado que el vestido no solo tenía el color lustroso del chocolate fundido, sino que también olía a chocolate.

—Soy Melinda —se presentó la gobernadora. Sus tren-zas brillantes y oscuras, enrolladas sobre sus orejas, la hacían parecer muy joven. En su delicada piel, si uno se fijaba con atención, podían distinguirse innumerables dibujos de flores, zarcillos y hojas, como un grabado de plata centelleando bajo la superficie—. Detectives, os agradezco mucho que hayáis venido tan pronto... Estoy empezando a perder la paciencia con las exigencias de ese cretino.

Justo en ese momento se abrió la puerta y apareció en el umbral un caballero alto de aspecto distinguido. Llevaba puesta una chaqueta de terciopelo verde con puños de encaje, y su largo cabello castaño estaba anudado en una coleta su-jeta por un lazo negro. Viviana no había visto a nadie vestido así desde que abandonó la corte.

La expresión de Melinda al volverse hacia la puerta era tan poco amistosa, que Ariel se preguntó si no sería aquel el cre-tino del que había hablado un momento antes.

El caballero, por su parte, no parecía impresionado por la mirada asesina de la gobernadora. Con una sonrisa, se incli-nó cortésmente ante Viviana y le besó la mano. Luego dirigió una breve reverencia a Ariel.

—Querida, creo que deberías hacer tú las presentaciones

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—dijo, dirigiéndose a Melinda sin mirarla—. Nuestros jóve-nes invitados se merecen un poco de cortesía...

Melinda apretó los labios, frunció las cejas y puso los bra-zos en jarras.

—Este es lord Bereld, mi esposo —dijo con una nota de acritud en su agradable voz—. Le he dicho que se mantenga al margen, pero, como siempre, no me ha hecho ningún caso. A veces parece olvidar que los asuntos oficiales de Candem son solo cosa mía, y no suya...

—Mi adorada esposa, no se me olvida en ningún momen-to —contestó lord Bereld sin dejar de sonreír a sus invita-dos—. Tú te encargas de recordármelo continuamente.

Viviana se alisó la falda multicolor, tensa, y Ariel, para di-simular su incomodidad, retrocedió un paso e intentó apoyar el codo en la repisa de la chimenea, con tan mala suerte que calculó mal y estuvo a punto de irse al suelo.

El traspiés de Ariel hizo que Melinda soltase una carca-jada. Era obvio que los modales de la gobernadora dejaban mucho que desear.

—La torpeza de los humanos siempre me ha hecho gracia —se disculpó, empeorando aún más las cosas—. Nosotras, las hadas, no tenemos esos problemas. En realidad, soy solo medio hada, pero por fortuna he heredado de mis antepasa-dos feéricos la gracia de mis movimientos. En fin, como iba diciendo, ese cretino me está empezando a sacar de quicio...

Involuntariamente, las miradas de Viviana y Ariel se diri-gieron a lord Bereld.

—No se refiere a mí —aclaró él tranquilamente—. Se re-fiere al joven Lark, el propietario de las canteras mágicas de

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Laike. Querida, quizá sería buena idea que les explicases a estos detectives todo el caso empezando por el principio. La lógica de las hadas no es la de los pobres humanos de carne y hueso, ¿recuerdas?

Melinda asintió, pensativa.—Supongo que tienes razón —dijo—. He intentado man-

tener a mi marido apartado de este asunto, pero él insiste en inmiscuirse —añadió, buscando comprensión en la mirada de Viviana—. Por lo visto, no confía en mi manera de enfocar las cosas. Me trata como si estuviera loca... No podéis imagi-nar cuánto ha insistido para que no os contratara.

Viviana se mordió el labio inferior y desvió la mirada ha-cia el paisaje crepuscular que se veía a través de la ventana. Empezaba a preguntarse si el marido de Melinda no tendría razón al tratarla como si estuviera chiflada. Se comportaba como si lo estuviera, mientras él intentaba apaciguarla sin perder en ningún momento la compostura.

Intentó observar la expresión de Ariel, que permanecía en pie delante de la chimenea con las manos enlazadas a la espalda y la mirada fija en los complicados dibujos geomé-tricos de la alfombra. Lo único que pudo sacar en claro fue que todavía se sentía avergonzado por su ridículo tropezón con la repisa.

—Creo que Melinda se está equivocando al contratar a unos detectives mágicos sin contar con la opinión del dueño de la cantera —explicó lord Bereld—. A fin de cuentas, ten-dría que ser él quien os contratara... ¿Sabéis ya lo del barco?

—¿Qué barco? —preguntó Ariel.—El barco es el motivo por el que os he hecho venir —in-

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tervino Melinda—. Apareció una noche en medio de la ba-hía, como por arte de magia. Lleva allí anclado más de quince días, cargado hasta los topes con piedras mágicas de las can-teras de Laike. No se ha visto entrar ni salir de él a ningún tripulante. Es como un buque fantasma...

—Qué raro —murmuró Viviana—. No puede haber lle-gado a la bahía él solo... ¿Alguien ha subido a bordo?

—Los patrulleros del puerto subieron la primera noche. —Melinda miró hacia la ventana, donde la hermosa bahía de Candem brillaba bajo la luz rosada del atardecer—. Ellos fueron los que descubrieron las piedras. Pero tuvieron que salir pitando. Por lo visto, fueron atacados por unas extrañas sombras con forma de animales. Uno de ellos todavía está en el hospital. Dice que la sombra de un águila le desgarró el hombro derecho, y que también había un cocodrilo, y un tigre...

—Desde entonces, nadie se atreve a hacer nada —mur-muró lord Bereld, mirando también hacia el puerto—. Se rumorea que unos ladrones intentaron asaltar el barco y que también fueron atacados por esas sombras, aunque hasta la fecha no hemos podido comprobarlo. Solo sabemos que, una mañana, apareció un cadáver flotando cerca de uno de los muelles de descarga. Tenía varias mordeduras en el cuello, como si lo hubiera atacado un depredador de gran tamaño.

—¿Y cómo saben que las piedras son mágicas, y que pro-ceden de las canteras de Laike? —preguntó Viviana.

—Hace poco más de tres meses hubo un robo en las can-teras —continuó lord Bereld—. Desaparecieron casi cin-cuenta toneladas de piedras mágicas. Un golpe mortal para

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el negocio. Por la descripción que hicieron los patrulleros del cargamento que había en las bodegas, el joven Lark está casi seguro de que son las piedras que le robaron.

—¿Cómo pudo alguien robar cincuenta toneladas de pie-dras mágicas de las canteras de Laike? —preguntó Ariel ex-trañado—. Según tengo entendido, las galerías están prote-gidas por conjuros mágicos extraordinariamente poderosos. Mi antiguo maestro me habló de ellos. Decía que ningún ser humano podía atravesar las barreras mágicas de Laike sin morir al instante.

—Quizá los ladrones no fueran humanos —aventuró lord Bereld—. Recordad lo que os hemos contado acerca de esas sombras...

—Sombras de animales —murmuró Viviana—. Existen viejas leyendas sobre ese tema, pero siempre he creído que no eran más que eso, leyendas...

—Quizá alguien esté intentando aprovecharse de esas vie-jas leyendas para mantener a la gente alejada del barco —ra-zonó Ariel—. Aunque, la verdad, no entiendo muy bien por qué. Habría sido más fácil mantenerlo escondido, en lugar de traerlo a un puerto tan importante como Candem.

—A lo mejor los ladrones están intentando llamar la aten-ción por algún motivo —sugirió Viviana—. No sé; es como si estuviesen buscando que alguien los investigue, que alguien descubra el misterio que se oculta detrás de esas piedras.

—Pues, si eso es lo que quieren, lo van a conseguir, aun-que para ello tenga que terminar metiendo en una mazmo-rra a ese niñato de Lark —sentenció Melinda, cruzando los brazos sobre el pecho—. Ese crío está empeñado en que le

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entreguemos las piedras inmediatamente, sin hacer ninguna comprobación. Y tiene muchos amigos poderosos que le res-paldan... Pero está muy equivocado si cree que puede ame-drentar a alguien como yo.

Su marido suspiró, mirando con elocuencia a Ariel, y des-pués a Viviana.

—Ahora comprenderéis por qué pienso que mi esposa no está siendo sensata —explicó, casi en tono de disculpa—. Lark es un engreído, es verdad, pero tiene un montón de ami-gos y protectores en la corte. Y, al fin y al cabo, las piedras son suyas... Creo que lo más conveniente para la ciudad de Candem sería entregarle el barco y que haga con él lo que le dé la gana.

—¿Pasando por encima de mi voluntad? —chilló Melin-da—. Eso ni pensarlo. A mí me han elegido los ciudadanos de Candem, y no pienso rehuir mis responsabilidades para darle gusto a un niño bonito de la corte. Lo siento si eso te asusta, querido. Cuando te casaste conmigo, sabías que era un hada, y que las hadas no le tememos absolutamente a nada.

—Medio hada, querida —la corrigió su esposo—. Úni-camente medio hada. Aunque no lo parezca, tiene su lado humano, solo que últimamente se le está empezando a oxidar —añadió, mirando alternativamente a los dos magos.

Melinda sonrió, como si lo que acababa de decir su mari-do fuese todo un cumplido y no un reproche, que era de lo que en realidad se trataba. Estaba claro que aquella pareja te-nía serios problemas de comunicación... y que la lógica de los seres humanos no encajaba demasiado bien en los esquemas mentales de la gobernadora.

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—¿Qué quiere que hagamos exactamente? —preguntó Viviana.

Melinda se lo pensó un momento antes de contestar.—Quiero... quiero que le deis una lección a ese idiota de

Lark —contestó por fin con una sonrisa de astucia. Caminó con energía hacia la ventana, haciendo flotar a su alrededor los volantes del vaporoso vestido de color chocolate. Su de-licada mano señaló un barco que se mecía a cierta distancia de los demás, anclado en el centro de la bahía—. Quiero que encontréis al responsable de todo esto. Alguien tuvo que me-ter ese barco en nuestro puerto, y seguro que lo ha hecho por algún buen motivo. No me extrañaría que todo fuese una artimaña del propio Lark para deshacerse de Fiona...

—Un momento, ¿quién es Fiona? —preguntó Ariel.—La administradora general de las canteras de Laike —di-

jo lord Bereld en tono cansado—. Lark le echa la culpa de la desaparición de las piedras. Insiste en que la arresten de inme-diato. Al fin y al cabo, su labor era protegerlas, y es evidente que no lo hizo.

—¿Estás insinuando que Lark tiene razón? —preguntó Melinda en tono amenazador—. Desde el principio has es-tado de su parte...

—No estoy de parte de nadie, querida —repuso lord Be-reld sin perder la paciencia—. Intento que no cometas un error, eso es todo. Si Lark sospecha de Fiona, tendrá sus mo-tivos. Al fin y al cabo, él la conoce mucho mejor que nosotros.

—Me da igual cuáles puedan ser sus motivos. —Los dibu-jos plateados de la piel de Melinda empezaron a brillar con una extraña intensidad—. Si, al final, la culpable resulta ser

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Fiona, tendrá el castigo que se merece. Pero no voy a meterla en la cárcel solo porque lo diga el imbécil de su jefe. Estoy segura de que aquí pasa algo más; y eso es justo lo que quiero que descubráis.

Agotado su discurso, la gobernadora de Candem dio me-dia vuelta con brusquedad y atravesó la habitación con pasos rápidos y decididos, sin mirar a derecha ni izquierda. Un mo-mento después, había abandonado la estancia, no sin antes ensordecer a sus invitados con un sonoro portazo. Por lo vis-to, era su manera habitual de despedirse.

—Debéis disculparla —dijo lord Bereld, y sonrió con in-dulgencia—. Es una buena gobernadora, a pesar de lo que pueda parecer. El pueblo la adora... Por suerte para ellos, no tienen que soportar sus cambios de humor. Pero, qué queréis, al fin y al cabo es verdad lo que dice. No tiene la culpa de ser un hada.

—Medio hada —precisó Viviana distraída. Luego, buscó la mirada de lord Bereld—. Debe de ser duro convivir con ella...

—Lo es; pero también tiene sus cosas buenas. Ella es tan... bueno, tan especial... Desde el principio supe que no resulta-ría fácil, pero siempre me han gustado los retos.

—¿Dónde vivía antes de casarse con ella? —preguntó Vi-viana—. Espero que no le moleste la pregunta; es que, por su acento, me ha parecido que venía de la corte...

—Así es. Mi familia es una de las más antiguas del reino, aunque por desgracia muchos parecen haberlo olvidado. —En el agradable rostro de lord Bereld apareció un rictus de amargura—. En fin, todo eso es agua pasada. Ahora mi

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vida está en Candem, junto a Melinda. Intento ayudarla a cumplir su labor lo mejor que puedo, aunque ella no siem-pre aprecia mis esfuerzos.

—¿Usted qué cree? —se atrevió a preguntar Ariel, que has-ta entonces había permanecido muy callado—. ¿Deberíamos quitarnos de en medio antes de que todo esto se complique? Tengo la impresión de que no le parece muy buena idea que aceptemos el caso.

Lord Bereld se encogió levemente de hombros.—Creo que la investigación no servirá para mucho, pero,

si vosotros rechazáis el caso, Melinda se lo encargará a otros —contestó en tono reflexivo—. No se quedará tranquila hasta tener un informe detallado de todo este asunto del barco so-bre su mesa, y nadie conseguirá hacer que cambie de opinión. En lo que a mí respecta, prefiero que lo hagáis vosotros. A fin de cuentas, ya estáis aquí. Llamar a otros supondría un nuevo retraso, y eso solo conseguiría enfurecer aún más a Lark. A Melinda eso no le preocupa, pero a mí sí, lo confieso. Lark es todo un personaje, y tiene muchos amigos influyentes. No quisiera que nos causaran problemas...

—No se preocupe —dijo Viviana—. Haremos nuestro trabajo lo mejor que podamos y procuraremos solucionar el problema lo antes posible.

—Si queréis un consejo, terminad con el caso cuanto an-tes —añadió lord Bereld, bajando la voz mientras su mirada se dirigía con cierta aprensión hacia la puerta por la que ha-bía salido su mujer, como si temiera que aún pudiese escu-charle—. Buscad una buena teoría para explicar los hechos, escribid un informe y entregádselo a Melinda. Eso la dejará

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satisfecha. Y vosotros os embolsaréis un buen dinero. Sobre todo, que parezca que actuáis como verdaderos profesiona-les...

—¡Es que somos verdaderos profesionales! —exclamó Vi-viana, molesta.

—Por supuesto; por supuesto. —Lord Bereld sonrió con amabilidad—. Lo siento, no pretendía ofenderos. Únicamen-te intentaba allanaros un poco el camino. A fin de cuentas, vosotros y yo tenemos el mismo objetivo: que mi mujer se tranquilice, que os pague y que deje de obsesionarse con Lark y con ese desgraciado asunto del barco... ¡Animales sombra! ¿A quién se le ocurre? ¡Es increíble lo arraigadas que están esas viejas supersticiones en provincias! En la corte, nadie se tragaría una historia así.

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