ii de tiempo · vez había más circulación rodada en madrid. al pasar, mi raba con el rabo del...

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Antonio Balanza Ferres \iI de tiempo "Y únicamente podemos pedir a cada uno que cubra puestos. No puedo, ni podemos pedirle que sueñe despierto, q.ue sepa donde están las corrientes; que sepa --<:omo bIen dIce el compañero Luis- que sabemos donde están las corrientes y que volveremos a ellas, pese a la calma chicha, pese a la calma que sigue al temblor y a la fiebre del miedo." Era 10 que había escrito Fernando, y lo que leyó cuando le llegó su riguroso tumo. Hablaban sin interrumpirse unos a otr<?s. Des- de hacía algún tiempo se reunían con mayor frecuencIa, pero volvieron a cansarse a los pocos meses. Salía Fernando de la pensión y pasaba delante de la panadería donde estaban los bollos cagados de moscas; y delante del letrero de dirección única para los automóviles; y de la y la estampa del niño que tenía en brazos un gatito siamés. Se subía a la estrecha acera cuando sonaban las ruedas de un taxi. Cada vez había más circulación rodada en Madrid. Al pasar, mi- raba con el rabo del ojo las largas series de números como loormigas en la lista de la Lotería Nacional. Cuando hacía sol los comerciantes bajaban los toldos de lona terrosos de las tiendas, y los vecinos echaban las persianas verdes sobre los antepechos de los balcones. En la parte nueva de la calle ha- bía algunos edificios de aspecto más vulgar, y filas uniformes de ventanas. Atravesaba Fernando una calle y otra y otra, para llegar, al fin, a la reunión, nuevamente en casa de Luis. Por aquella época también iba la maestra a la reunión. Pue- de decirse que no faltabll desde que se vieron aquel día de la tragedia. Aguardaba Asunción su tumo, como todos, sin ner- viosismo ninguno, mientras Fernando seguía moviendo los pies en el suelo, sobre los baldosines rojos y blancos. Desde su silla miraba Fernando de vez en vez, disimuladamente, al cielo. Ha- bía muchos tejados iguales. Las voces de la calle y de los patios interiores subían llenando el espacio, el paisaje vacío de los tejados. Ya al atardecer se notaban reflejos duros en los cristales de las bohardillas y en las ventanas de los pisos áti- cos; reflejos como si estuvieran fundiendo metal. Continuaba él un rato escuchando a medias, con los ojos fijos en los vi- drios brillantes, como ciego para otra cosa. Transcurría tiem- po y aquel mundo de tejados aparecía ya del todo desgarrado y comido de pájaros. Las sillas eran incómodas, con un larguero de madera que se clavaba en la espalda. No obstante, algunos amigos toma- ban breves notas en un papel, apoyándose en un libro o pe- riódico que ponían sobre sus rodillas, mientras hablaba el de tumo. Les valía para replicar en el momento oportuno o, casi siempre, para afirmar todavía con más énfasis lo que había dicho Luis. Y cada uno tenía por obligación destruir el papel escrito, partirlo en insignificantes trozos cuando había termi- nado la reunión. La mujer de Luis los quemaba, finalmente, en un cenicero grande de loza, que ponía en el suelo. Los com- pañeros salían de la casa de uno en uno o, a lo sumo, de dos en dos, para no armar tanto escándalo al bajar las escaleras todos juntos. Un día la maestra dijo que iba a llevar a una amiga suya. ... Imaginaba los ojos hundidos de Federico mirando des- de la fotografía guardada por la maestra. Un grupo de hom- bres diminutos, centenares de ellos: los primeros sentados en el suelo, y los restantes de pie, o arrodillados, o encogidos for- mando escalera, rodeando al pianista Iturbe que había ido a visitarles. Y habían conseguido permiso para aquella fotogra- fía. Era un grupo como los que forman para retratarse los chicos de un colegio o de un hospicio. Caras casi excesivamen- te bondadosas, ingenuas o inteligentes. "¿Cuál es?" Ése, ése" "Está el tercero de la izquierda." Y señalaba Asunción con el dedo. Era así como lo recordaba entre aquella pequeña mul- titud, entre tantos hombres agrupados y con los rostros tan pequeños que tenías que mirar con lupa, uno a uno, para re- conocerlos. "¿Cuál dices?" "Ése." Y se agrandaban bajo el cristal las caras y los sorprendidos ojos. Luego, el tiempo le parecía más lento, aunque seguían hablando de los que queda- ban, y de los hombres que llegaban a engrosar el grupo cada semana cada mes, cada año después que salió Fede. Le pa- recía a' Maruja que el tiempo caminaba más despacio, y que mucha gente no quería preocuparse por nada. Nadie, excepto ellos. Y le daba tristeza. Antes quizá las cosas fueran más tristes y terribles, pero no le daban tristeza. No había otra cosa que no fueran los hechos: las palabras dichas en voz baja, la espera, el zumbido de las interferencias, la llegada de los amigos que volvían ilusionados, el calabozo y el rancho. Tam- bién Asunción en el tiempo presente decía: "Yo de ti seguiría saliendo con ese chico estudiante." Federico estaría tendido en la butaca, dándole en la cara el resol de la ventana, hablan- do --<:omo desde aquella fotografía que agrupaba a tanta gen- te- con otra cara y manos, hablando siempre de los primeros días que había pasado por una rendija al oscuro pasillo. (Cuesta, desde luego, imaginarse cosas así; si no fuera por el miedo que te queda. Cuesta trabajo aunque te dé por co- mulgar con toda la ciudad.) Desde cada celda se asomaban rostros de hombres y mujeres. "Ni Dios sabía cuándo ibas a salir de allí." Les contó Federico que había conocido a mu- chos carteristas. Estaban casi a oscuras. Pasaban los rayos de luz a través de los barrotes, por las ventanillas abiertas en la puerta de las celdas. "Oiga, por favor, quiero salir a orinar." "Oiga, guardia, abra un momento" decía alguien. Y se oían los pasos. Fue así, como oyó la charla del policía con lÓs tres muchachos. En el silencio estaba la voz del policía hablando con los carteristas. -A ver ... ¿Cómo me llamo yo? ¿Cómo llamáis? -Le llamamos por su nombre, don Antomo. -Mentiroso. (Le dio seguramente un golpe en el estómago o en plena cara.) -A mí me llamáis Antón el Orejas. que no lo sé? (Luego, debió ponerse a fumar y se volvena a U41

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Page 1: iI de tiempo · vez había más circulación rodada en Madrid. Al pasar, mi raba con el rabo del ojo las largas series de números como loormigas en la lista de la Lotería Nacional

Antonio~ BalanzaFerres \iI de tiempo

"Y únicamente podemos pedir a cada uno que cubra puestos.No puedo, ni podemos pedirle que sueñe despierto, ~ino q.uesepa donde están las corrientes; que sepa --<:omo bIen dIceel compañero Luis- que sabemos donde están las corrientesy que volveremos a ellas, pese a la calma chicha, pese a lacalma que sigue al temblor y a la fiebre del miedo." Era 10que había escrito Fernando, y lo que leyó cuando le llegó suriguroso tumo. Hablaban sin interrumpirse unos a otr<?s. Des­de hacía algún tiempo se reunían con mayor frecuencIa, perovolvieron a cansarse a los pocos meses. Salía Fernando de lapensión y pasaba delante de la panadería donde estaban losbollos cagados de moscas; y delante del letrero de direcciónúnica para los automóviles; y de la drogue~ía y la estampadel niño que tenía en brazos un gatito siamés. Se subía a laestrecha acera cuando sonaban las ruedas de un taxi. Cadavez había más circulación rodada en Madrid. Al pasar, mi­raba con el rabo del ojo las largas series de números comoloormigas en la lista de la Lotería Nacional. Cuando hacía sollos comerciantes bajaban los toldos de lona terrosos de lastiendas, y los vecinos echaban las persianas verdes sobre losantepechos de los balcones. En la parte nueva de la calle ha­bía algunos edificios de aspecto más vulgar, y filas uniformesde ventanas. Atravesaba Fernando una calle y otra y otra,para llegar, al fin, a la reunión, nuevamente en casa de Luis.

Por aquella época también iba la maestra a la reunión. Pue­de decirse que no faltabll desde que se vieron aquel día de latragedia. Aguardaba Asunción su tumo, como todos, sin ner­viosismo ninguno, mientras Fernando seguía moviendo los piesen el suelo, sobre los baldosines rojos y blancos. Desde su sillamiraba Fernando de vez en vez, disimuladamente, al cielo. Ha­bía muchos tejados iguales. Las voces de la calle y de lospatios interiores subían llenando el espacio, el paisaje vacío delos tejados. Ya al atardecer se notaban reflejos duros en loscristales de las bohardillas y en las ventanas de los pisos áti­cos; reflejos como si estuvieran fundiendo metal. Continuabaél un rato escuchando a medias, con los ojos fijos en los vi­drios brillantes, como ciego para otra cosa. Transcurría tiem­po y aquel mundo de tejados aparecía ya del todo desgarradoy comido de pájaros.

Las sillas eran incómodas, con un larguero de madera quese clavaba en la espalda. No obstante, algunos amigos toma­ban breves notas en un papel, apoyándose en un libro o pe­riódico que ponían sobre sus rodillas, mientras hablaba el detumo. Les valía para replicar en el momento oportuno o, casisiempre, para afirmar todavía con más énfasis lo que habíadicho Luis. Y cada uno tenía por obligación destruir el papelescrito, partirlo en insignificantes trozos cuando había termi­nado la reunión. La mujer de Luis los quemaba, finalmente,en un cenicero grande de loza, que ponía en el suelo. Los com­pañeros salían de la casa de uno en uno o, a lo sumo, de dosen dos, para no armar tanto escándalo al bajar las escaleras

todos juntos. Un día la maestra dijo que iba a llevar a unaamiga suya.

... Imaginaba los ojos hundidos de Federico mirando des­de la fotografía guardada por la maestra. Un grupo de hom­bres diminutos, centenares de ellos: los primeros sentados enel suelo, y los restantes de pie, o arrodillados, o encogidos for­mando escalera, rodeando al pianista Iturbe que había ido avisitarles. Y habían conseguido permiso para aquella fotogra­fía. Era un grupo como los que forman para retratarse loschicos de un colegio o de un hospicio. Caras casi excesivamen­te bondadosas, ingenuas o inteligentes. "¿Cuál es?" Ése, ése""Está el tercero de la izquierda." Y señalaba Asunción con eldedo. Era así como lo recordaba entre aquella pequeña mul­titud, entre tantos hombres agrupados y con los rostros tanpequeños que tenías que mirar con lupa, uno a uno, para re­conocerlos. "¿Cuál dices?" "Ése." Y se agrandaban bajo elcristal las caras y los sorprendidos ojos. Luego, el tiempo leparecía más lento, aunque seguían hablando de los que queda­ban, y de los hombres que llegaban a engrosar el grupo cadasemana cada mes, cada año después que salió Fede. Le pa­recía a' Maruja que el tiempo caminaba más despacio, y quemucha gente no quería preocuparse por nada. Nadie, exceptoellos. Y le daba tristeza. Antes quizá las cosas fueran mástristes y terribles, pero no le daban tristeza. No había otracosa que no fueran los hechos: las palabras dichas en voz baja,la espera, el zumbido de las interferencias, la llegada de losamigos que volvían ilusionados, el calabozo y el rancho. Tam­bién Asunción en el tiempo presente decía: "Yo de ti seguiríasaliendo con ese chico estudiante." Federico estaría tendidoen la butaca, dándole en la cara el resol de la ventana, hablan­do --<:omo desde aquella fotografía que agrupaba a tanta gen­te- con otra cara y manos, hablando siempre de los primerosdías que había pasado por una rendija al oscuro pasillo.

(Cuesta, desde luego, imaginarse cosas así; si no fuera porel miedo que te queda. Cuesta trabajo aunque te dé por co­mulgar con toda la ciudad.) Desde cada celda se asomabanrostros de hombres y mujeres. "Ni Dios sabía cuándo ibas asalir de allí." Les contó Federico que había conocido a mu­chos carteristas. Estaban casi a oscuras. Pasaban los rayos deluz a través de los barrotes, por las ventanillas abiertas en lapuerta de las celdas. "Oiga, por favor, quiero salir a orinar.""Oiga, guardia, abra un momento" decía alguien. Y se oíanlos pasos. Fue así, como oyó la charla del policía con lÓs tresmuchachos. En el silencio estaba la voz del policía hablandocon los carteristas.

-A ver ... ¿Cómo me llamo yo? ¿Cómo ~e llamáis?-Le llamamos por su nombre, don Antomo.-Mentiroso. (Le dio seguramente un golpe en el estómago

o en plena cara.) -A mí me llamáis Antón el Orejas. ¿C~ees

que no lo sé? (Luego, debió ponerse a fumar y se volvena a

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mirar descaradamente al otro carterista, o al otro que teníala voz aflautada.)

-A ver, tú, Manias ¿Cómo me llamas? ¿Cómo me llamáispor ahí?

(Y el chico titubeando, y mirando a su compañero do-blado por el estómago y que temblaría de puro miedo.)

-Venga.-Le llamamos Antón el Orejas. Usté dispense.-¿El Orejas? ¿qué falta de respeto es ésa, chalao? ¿El Ore·

jas? (Los golpes sonando a hueco. Los golpes contra el cuerposonando sordamente a hueco, y el jadear del muchacho. Ylarisa. "Me llamo don Antonio Femández. ¿Entiendes?" Luegose haría el silencio. Sólo quedaría la blancura de la cal en lasparedes, y los letreros pequeños, que en el fondo era comoquerer escribirse uno mismo en la frente y en la sangre:"Aguantar." "Blasfemar." "Reír." "Cantar." "Sufrir." "Amar.""Gozar." "Soportar." "Vivir." "Seguir." "Continuar." "Lu_char." ---o masturbarse- y dedicarse a poner fechas -tam­bién diminutas como las caras de la fotografía- fechas a losletreros; 2-4-40; 9-5-41; 8-5-42; 1943; 1944; 1945; 1946;1947; 1948; 1949; 1950; 1951; 1952; 1953; 1954; 1955;1956; 1957; 1958 ... Y continuar poniendo fechas aun des­pués de salir de la celda, y aun hoy mismo -mientras otrosseguían allí, oyendo cantar los cupones de los ciegos, lo cual 'quería decir que era de día y hacía sol- mientras los altavocesrecitaban los enunciados de los problemas, y algunos chicos,que pretendían ingresar en la Escuela de Caminos, ponían es­tampitas de Santos y de Vírgenes sobre los tableros de dibujoel día del examen eliminatorio - 1959; 1960; 1961.)

... Recuerdo que subimos las escaleras de la casa de Luis,Maruja tocó el timbre tres veces, y entramos a una habitaciónque era casi exactamente igual a como yo me la había ima~­

nado. En el suelo había una estufa eléctrica con la resistenciaal rojo, y estaban empañados los vidrios de las ventanas, conchurretes de agua condensada. Los demás invitados iban lle­gando de uno en uno, sin apenas hacer ruido, y parecía queevitaran dar los nombres: "Aquí un amigo", decía Fernandocada vez que me presentaba. Sonreían, quizá demasiado efusi·vamente, aunque me pareció que tenían las caras casi imper­sonales, y un gesto repetido, como si todos desearan creerfirmemente en cualquier cosa alentadora. Los hombres fuma­ban de prisa, consumiendo los cigarrillos durante la espera.Y cuando sonaba el timbre y Luis o su mujer salían a abrir,quedaban en silencio, con las cabezas levantadas. Aguardabanhasta aguantándose la tos y la respiración. Y carraspeabancuando, al fin, abrían la puerta. "¿Es tu novio?" preguntó unhombre viejo, dirigiéndose a Maruja. "Sí" dijo ella. Y noté queel hombre la miraba como felicitándola. Fernando seguía depie, paseando, y Luis se puso a su lado. Charlaban en vozbaja, pero con naturalidad, y miraban de vez en cuando a lapuerta. Asunción se acercó para saludarme. "¿Qué hay?", dijo

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yme estrechó ]a mano calurosamente. Maruja ]e tocó en lamano sarmentosa, como si fuera a besársela. El calor de laestufa me quemaba las piernas, y cambié de postura. Algunoshombres llegaban, abóan las manos y arrimaban las palmas alcono rojo de calor. Se agachaban y quedaban un instante encuclillas, con ]a cara enrojecida por los rayos de ]a estufaeléctrica. Oía e] ruido de las sillas y el bisbiseo incesante delas conversaciones. Pusieron ]a radio, sintonizando con unaemisora local: música y anuncios, tapando las conversaciones."No falta nadie", dijo Luis en voz alta. Su mujer trajo unabandeja grande de madera en la que había una cafetera expres~

humeante y muchas tazas distintas, algunas desportilladas ysin asa. Puso todo en el suelo, sobre los baldosines cuadrados,rojos y blancos, que recordaban un tablero de ajedrez. Toda­vía no estaba encendida la luz, y entraba una claridad difusaa través de los cristales empañados y cruzados de múltiplescanalitos de agua, semejantes a los que se ven en las venta­nillas del avión de Canarias cuando llueve dentro de las mis­mas nubes. Sólo atravesaba el pavonado cristal el telón de unacasa blanca, .alta, con bohardillas y una chimenea echandohumo. Tengo los ojos cerrados, pero no puedo dormir. Aprie­to más y más los ojos, los párpados. Llevo una noche enteratejiendo y destejiendo mi pensamiento, y ya falta poco paraque amanezca y surjan a la superficie acontecimientos de otrodía más: lo que ha de ocurrir mañana sumado sobre el pasado,pero también sobre las horas de esta misma noche, que se haido amontonando sobre mi vida. Estoy haciendo un gran es­fuerzo para dormir, cuando suena el teléfono a una hora tanrara. Parece que yo estuviera esperándolo. Tengo que dejarlo

Esculturas .de Chillida

sonar mucho rato. Es lo previsto. Ahora se corta' la comuni­cación y, al rato, vuelve a sonar. Cuatro llamadas del timbre,y descuelgo. Noto los violentos latidos de todo mi cuerpo.Tengo la boca demasiado seca para hablar y arranco la salivacon la lengua.

-Hola. Te llamo desde un locutorio de la telefónica -dicela voz de Fernando.

-¿Qué pasa?-Ana (sé que Ana es Maruja. "Ana") enferma ¿sabes? Se

la han llevado a la clínica hace unas horas. Sigue allí. ¿En­tiendes?

-¿Ana?-Sí, Ana, Ana. .. (Sé que Ana es Maruja. "Ana" entre

esa multitud de pequeños rostros como en aquella fotografíaque según me dijo ella misma, había que mirar con lupa) ...¿Me oyes? Soy Manolo.

(Sé que Manolo es Fernando. Además he conocido su voztemblorosa, desde el primer momento.)

-Ella sabe bien tu domicilio. Conviene que lleves esa no­vela en casa de Pepe, ahora mismo, sin perder tiempo -dice.

(También sé quién es Pepe, y Joaquín, y Andrés, y todosellos, todos nosotros.)

-¿Me comprendes?-Sí.-Está claro ¿no? -insiste la voz de Fernando. Y no te

preocupes.-Sí, de acuerdo -digo.Estoy descalzo en medio de la habitación, desconcertado por

la noticia, que, sin embargo, debía parecerme lógica y hastainevitable. Estoy inmóvil, agobiado por el peso de tantas si­tuaciones recordadas y sentidas, que parecen venirse abajo.Sigo así, cabeceando, a punto de perder la estabilidad, ~omo

en el fiel mismo, en el punto de apoyo de una balanza. SIentoel frío de los baldosines en la planta de los pies, y echo a an­dar hacia la camisa que continúa sobre la silla desde anoche.Me abrocho los botones, con dificultad, porque me tiemblanlos dedos. Mientras tanto, veo el parpadeo de la luz roja yde la luz verde en las alas de un avión que planea casi silen­ciosamente. Pienso que me he equivocado antes, y que éste síserá el último vuelo de la noche. O es un avión que no tienehorario señalado, un vuelo imprevisto y del que no he ~abido

nunca. Cae sobre las casas oscuras, y desaparece cammo delas pistas del aeropuerto. Continúo vistiéndome, poniéndomelos pantalones. Y calzándome -agachado y a~diéndome lasorejas- haciéndome las mismas lazadas que sIempre en loscordones de los zapatos. Ya me pongo a andar, a movermecada vez más de prisa, dando rápidas zancadas sobre el suelo.Renace en mí el movimiento. Me doy cuenta de que puedomover las piernas, flexionarlas, y empinarme alzando. los talo­nes. y sigo andando hasta tomar ]a carpeta entre mIs manos,y bajo las escaleras.

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