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IDENTIFICACIÓN DE CICLOS HISTÓRICOS LARGOS EN LA HISTORIA DEL TIEMPO PRESENTE DE MÉXICO (1940-2006) Aníbal Ayala Cortés INTRODUCCIÓN Empleando algunas herramientas de la llamada “Teoría de los Ciclos Históricos”, partiendo de que es posible identificar ciertas constantes sociohistóricas que siguen un patrón ordenado y periódico regular a través del tiempo, es posible identificar algunos ciclos importantes en la historia mexicana reciente: Un ciclo económico largo entre 1940 y 2006 (identificado plenamente por Erquizio), íntimamente relacionado con el cuarto ciclo económico largo global Kondrátiev (1946-2009), cuyas fases ascendente y descendente se ubicarían en los periodos 1940-1981 y 1982-2006, respectivamente. Dos ciclos políticos largos que siguen el modelo propuesto por Pierre, Petras y Morley: uno que podríamos denominar “populista” (1929-1982), marcado por el predominio hegemónico de una élite política burocrático-militar a través de una estructura social corporativa y un partido político oficial de Estado; y otro, que podríamos denominar “neoliberal” (1982-hoy), marcado por el sometimiento de la élite política ante la élite empresarial, la concreción de reformas económicas y políticas que desmantelaron la estructura social corporativa previa, y la paulatina integración de México al proyecto hemisférico estadounidense. Dos agrupaciones de ciclos de protesta social: una ubicada en el periodo 1956-1984 [compuesta por tres ciclos de protesta obrera (1956-1958, 1976-1978 y 1982-1984), uno de protesta pequeñoburguesa (1961-1968) y otro de protesta campesina (1964-1984), simultáneamente a un ciclo de protesta armada (1965-1978)]; y otra, aún abierta, iniciada desde 1994 [compuesta, en el periodo estudiado, por un ciclo de protesta armada (1994-hoy) y un ciclo de protesta pequeñoburguesa (1998-2000)]. Se pueden establecer varias observaciones, a reserva de una confirmación más precisa: a) No parece existir una relación directa entre el ciclo económico largo y los ciclos de protesta social. b) Los ciclos políticos largos parecen ser determinados por las fases ascendente y descendente del ciclo económico largo. c) Los ciclos de protesta parecen estar relacionados con la degradación de la dinámica sociopolítica establecida durante los ciclos políticos largos y presentarse durante sus fases de decadencia.

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Aníbal Ayala Cortés

INTRODUCCIÓN

Empleando algunas herramientas de la llamada “Teoría de los Ciclos Históricos”, partiendo de que es posible identificar ciertas constantes sociohistóricas que siguen un patrón ordenado y periódico regular a través del tiempo, es posible identificar algunos ciclos importantes en la historia mexicana reciente:

→ Un ciclo económico largo entre 1940 y 2006 (identificado plenamente por Erquizio), íntimamente relacionado con el cuarto ciclo económico largo global Kondrátiev (1946-2009), cuyas fases ascendente y descendente se ubicarían en los periodos 1940-1981 y 1982-2006, respectivamente.

→ Dos ciclos políticos largos que siguen el modelo propuesto por Pierre, Petras y Morley: uno que podríamos denominar “populista” (1929-1982), marcado por el predominio hegemónico de una élite política burocrático-militar a través de una estructura social corporativa y un partido político oficial de Estado; y otro, que podríamos denominar “neoliberal” (1982-hoy), marcado por el sometimiento de la élite política ante la élite empresarial, la concreción de reformas económicas y políticas que desmantelaron la estructura social corporativa previa, y la paulatina integración de México al proyecto hemisférico estadounidense.

→ Dos agrupaciones de ciclos de protesta social: una ubicada en el periodo 1956-1984 [compuesta por tres ciclos de protesta obrera (1956-1958, 1976-1978 y 1982-1984), uno de protesta pequeñoburguesa (1961-1968) y otro de protesta campesina (1964-1984), simultáneamente a un ciclo de protesta armada (1965-1978)]; y otra, aún abierta, iniciada desde 1994 [compuesta, en el periodo estudiado, por un ciclo de protesta armada (1994-hoy) y un ciclo de protesta pequeñoburguesa (1998-2000)].

Se pueden establecer varias observaciones, a reserva de una confirmación más precisa:

a) No parece existir una relación directa entre el ciclo económico largo y los ciclos de protesta social.

b) Los ciclos políticos largos parecen ser determinados por las fases ascendente y descendente del ciclo económico largo.

c) Los ciclos de protesta parecen estar relacionados con la degradación de la dinámica sociopolítica establecida durante los ciclos políticos largos y presentarse durante sus fases de decadencia.

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d) Así pues, la relación entre ciclos económicos y ciclos de protesta parece ser indirecta, mediada por los ciclos políticos.

LA TEORÍA DE LOS CICLOS HISTÓRICOS

Entre las varias herramientas útiles para la interpretación de periodos históricos más o menos extensos se encuentra la llamada “Teoría de los Ciclos Históricos”. Se puede definir un ciclo histórico como una serie de hechos o fenómenos históricos que siguen un patrón ordenado y periódico regular. Esta teoría pone énfasis en la regularidad de ciertas constantes sociohistóricas a través del tiempo. Este tipo de enfoque ha sido particularmente exitoso en la historiografía económica. Un gran número de economistas han dedicado considerables esfuerzos a su estudio. El más prestigioso de todos ellos fue Joseph Schumpeter quien recopiló la labor de todos sus predecesores en el libro “Ciclos económicos. Análisis teórico, histórico y estadístico del proceso capitalista” (1939). Schumpeter clasificó los ciclos según su duración en tres tipos: largo, medio y corto, a los que dio los nombres de los economistas que más se habían distinguido en su estudio: Kondrátiev para los ciclos largos de 40-60 años, Juglar para los ciclos medios de 7-11 años y Kitchin para los ciclos cortos de 40-51 meses (3.33-4.25 años). Schumpeter señala que los ciclos largos de Kondrátiev contienen a todos los demás: 3 ciclos Kitchin forman un ciclo Juglar y 5 ciclos Juglar forman un ciclo Kondrátiev. Actualmente ha llegado a ser posible modelar estos ciclos matemáticamente de una manera eficaz.

Luis Sandoval (2004) explica que cada ciclo Kondrátiev está constituido por dos fases (fase ascendente o expansiva y fase descendente o contractiva) y cuatro etapas (auge, recesión, depresión y recuperación). En las fases ascendentes crece la producción, el mercado interno se amplía, el uso de innovaciones técnicas se generaliza, se presentan procesos inflacionarios y se agudiza la lucha de clases. En las fases descendentes, en cambio, la producción se estanca, la tasa de ganancia decae, los precios decaen, los salarios se reducen, se presentan quiebras generalizadas, aumenta el desempleo y se desata la migración. Para reconstruir la tasa de crecimiento económico, se desatan represiones contra los movimientos sociales, aparecen innovaciones tecnológicas, ocurren guerras internacionales y se da una mayor intervención del Estado en la economía. Con respecto a las etapas, es posible hacer las siguientes puntualizaciones: a) Auge: Es el momento más elevado del ciclo económico. En este punto se producen una serie de parálisis que interrumpen el crecimiento de la economía, propiciando el comienzo de una fase de recesión; b) Recesión: Corresponde a la fase descendente del ciclo. En la recesión se produce una caída importante de la inversión, la producción y el empleo. Una crisis es una recesión particularmente abrupta. Si además durante la recesión la economía cae por debajo del nivel mínimo de la recesión anterior estamos frente a una contracción; c) Depresión: el punto más bajo del ciclo. Se caracteriza por un alto nivel de desempleo y una baja demanda de los consumidores en relación con la capacidad productiva de bienes de consumo. Durante esta fase los precios bajan o permanecen estables; d) Recuperación o reactivación: Es la fase ascendente del ciclo. Se produce una renovación del capital que tiene efectos multiplicadores sobre la actividad económica generando una fase de crecimiento económico y por tanto de superación de la crisis. La economía

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está en expansión cuando la actividad general en la fase de recuperación supera el auge del ciclo económico inmediatamente anterior.

Hay muchas razones que tratan de explicar la existencia de estos ciclos. Se aducen razones tanto externas como internas al sistema económico. Entre las razones externas suelen manejarse las del ciclo tecnológico y las del ciclo político. Esta última explicación resulta útil para explorar una posible relación entre los ciclos económicos largos y los eventos sociohistóricos más significativos.

La teoría del ciclo político argumenta que la periodicidad de las elecciones en los sistemas democráticos unida al poder de los gobiernos para estimular la economía, provocan ciclos

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económicos de duración ajustada a la de los períodos gubernamentales. Antes de las elecciones, el gobierno aprobará medidas expansivas, que promuevan la inversión y la creación de empleos para que, al momento de acudir a las urnas, la mayoría de los votantes esté satisfecha y apoye al partido en el poder. Esa expansión artificial provocará un exceso de demanda y tensiones inflacionistas que deberán ser corregidos mediante medidas impopulares que serán adoptadas poco después de las elecciones, cuando pueda dejarse pasar mucho tiempo antes de someterse de nuevo a la aprobación popular. Estos ciclos de expansión y recesión continuados van desgastando al sistema hasta generar una crisis que provoca el reemplazo de un grupo gobernante o élite por otra. En este sentido, Petras y Morley (1999) hacen notar un hecho peculiar: en América Latina, pese al creciente y profundo descontento popular hacia las políticas socioeconómicas de las élites políticas, especialmente a raíz de la implementación de las políticas neoliberales, paradójicamente, este descontento no se ha expresado en los procesos electorales ni ha impedido la repetida elección de regímenes comprometidos con el mismo tipo de políticas, ya sea “populistas” o neoliberales. Esto se explica porque las élites políticas siempre se presentan como contrarias a los intereses de las élites empresariales, para después aplicar programas de “ajuste” y “estabilización” acordes con dichos intereses. Por otra parte, el poder político de las élites empresariales siempre se organiza “fuera” de los procesos electorales, es decir, las principales determinantes de las decisiones políticas no son las preferencias del electorado sino las estructuras socieconómicas elitistas en que se encuentran inmersas. Los políticos electos siempre se “ajustan” a los intereses de las élites empresariales. Guy Pierre (2004) relaciona la dinámica sociopolítica latinoamericana con las fases de los ciclos Kondrátiev a lo largo del siglo XX e identifica dos ciclos políticos largos desde 1918 hasta 1992. Cada uno de estos ciclos políticos largos presenta dos etapas: una de crecimiento y otra de decadencia de los actores y los liderazgos políticos. Así, establece que el primer ciclo político largo (1918-1945) transcurrió durante la fase descendente de un ciclo Kondrátiev y se caracterizó por la aplicación de la “Doctrina Monroe” (las naciones latinoamericanas se convierten en proveedoras de materias primas para la industria estadounidense a precios muy bajos), el endurecimiento de los regímenes políticos y el empuje de las luchas sociales encabezadas por jóvenes partidos de izquierda. El segundo ciclo político largo (1946-1992) coincidió con una fase ascendente del ciclo Kondrátiev y se caracterizó por el establecimiento de regímenes autoritarios bajo apariencia democrática (“populismo”), prácticas corporativas, “derechización” del Estado tradicional y grandes avances-retrocesos democráticos. A partir de 1993, Pierre identifica el inicio de un nuevo ciclo caracterizado por la crisis del presidencialismo autoritario, la crisis del modelo electoral representativo y el agotamiento de los mecanismos tradicionales de control sociopolítico.

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Ernest Mandel (1986) introdujo el concepto de la “lucha de clases” al tema. Postula que el secreto de los ciclos Kondrátiev está en la evolución de la tasa de ganancia de largo plazo. Mandel afirma que cuando la clase capitalista logra estabilizar su dominio mediante derrotas significativas de la clase trabajadora; solo entonces reaparece la “confianza” y se crea el marco adecuado para el inicio de un largo período de crecimiento económico. Posteriormente, Mandel introdujo el concepto “ciclo de la lucha de clases” (entendido como fases autónomas de intensificación y decrecimiento de las luchas sociales y de la acción revolucionaria de las masas) para ilustrar cual es la relación histórica que existe entre las etapas de evolución económica y los ascensos-reflujos de la lucha social. Destacó la interacción entre ambos procesos, pero subrayando que la lucha de clases tiene una dinámica autónoma más relacionada con la tradición político-sindical de la clase trabajadora, que con el rumbo de la actividad económica. Afirma que sólo grandes desenlaces en la lucha de clases favorables a la burguesía pueden impulsar la economía capitalista a procesos de crecimiento de largo plazo, mientras que la maduración de los desequilibrios de la acumulación de capital y la reducción consecuente de las tasas de ganancia agotan internamente estas etapas. Asocia la fase de ascenso de cada ciclo a un desenlace de rivalidades entre potencias y el descenso al ocaso de un liderazgo internacional e indica que este desenlace de las rivalidades interimperialistas está conectado con la lucha de clases entre oprimidos y opresores a escala internacional. La lucha de clases opera como una “variable parcialmente autónoma” y dependiente del nivel de militancia y tradición político-sindical de la clase obrera gestado en la fase precedente. Señala que este proceso da lugar a ciclos que se desenvuelven de manera desincronizada con el movimiento de la economía, aunque codeterminando los puntos de inflexión de los ciclos económicos. Esta tesis tiene puntos de contacto con la teoría de los “ciclos de insurgencia”, que describe cómo los procesos de rebelión popular actúan en los puntos de inflexión de los ciclos Kondrátiev.

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La teoría de los “ciclos de insurgencia o de protesta social” ha sido estudiada por André Gunder y Marta Fuentes (1990), quienes señalan que los movimientos sociales, en general, se presentan, históricamente, en ciclos. A pesar de su oposición a Mandel, estos autores también señalan la alta posibilidad de que exista una interacción entre estos ciclos de protesta social y los ciclos económicos largos, así como con los ciclos políticos largos, aunque la relación temporal y causal entre ambos ciclos se halla aún en disputa y resulta poco clara; incluso plantean la posibilidad de encontrar una mayor cantidad de movimientos sociales durante la fase descendente de los ciclos Kondrátiev. Fuentes propone una alternativa: que distintos tipos de movimientos sociales se presentan en distintas etapas de los ciclos Kondrátiev. Los movimientos por reivindicaciones laborales, de género y pacifistas se presentan en las fases ascendentes; los movimientos campesinos, nacionalistas, por reivindicaciones raciales y redencionistas-religiosos se presentan en las fases descendentes.

LOS CICLOS HISTÓRICOS EN MÉXICO

Se han realizado pocos trabajos referentes a la identificación de ciclos históricos en México. Los pocos autores que han abordado el tema presentan discrepancias en sus conclusiones. Especialmente al datar los ciclos económicos largos.

Óscar A. Erquizio E., en su libro “Ciclos Económicos en México” (2006), reporta que los trabajos de Mauro Rodríguez encuentran evidencias de dos ciclos Kondrátiev entre 1895 y 1992, y que José Fernández consigna la presencia de un ciclo y medio entre 1921 y 1985. Ambos autores marcan las fases de estos ciclos de la siguiente manera:

En un artículo posterior, “Identificación de los ciclos económicos en México, 1949-2006” (2007), el mismo Erquizio incluye los trabajos de Jorge A. Núñez, que coincide básicamente con el criterio de Fernández y ubica un ciclo Kondrátiev en la economía mexicana entre 1934 y 2003, y de Sergio Cámara, que delimita dicho ciclo entre 1950 y 2003, cuyas fases marca en los periodos 1950-1982 (fase de ascenso) y 1983-2003 (fase descendente). Por su parte, el propio Erquizio ubica la presencia bien definida de este ciclo entre 1940 y 2006, y relaciona las fases de dicho ciclo con las etapas de desarrollo económico en la historia reciente de México:

Anibal Ayala C
Cross-Out
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En términos generales, podemos decir que existen evidencias fuertes de la presencia de un ciclo económico largo Kondrátiev en la economía mexicana desde finales de la década de 1930 (alrededor de 1938) hasta mediados de la primera década del siglo XXI (alrededor de 2006).

Puesto que México es un país perteneciente al grupo de naciones periféricas, resultan importantes las afirmaciones hechas por Gilberto Argüello (1989): las fases ascendentes de los ciclos Kondrátiev provocan una influencia económica interna estimulante (aunque sectorial), profundos desequilibrios políticos y procesos revolucionarios en las colonias y en los países dependientes o periféricos; en tanto que, para esos mismos países y colonias, las fases descendentes generan un efecto económico paralizante, una constante invasión de mercancías extranjeras a bajo precio, una permanente amenaza de intervención militar externa, el cierre de los mercados centrales internacionales a sus productos, un crónico déficit comercial, una economía frágil y dislocada, y una apatía social generalizada. En consonancia con esto, Erquizio cita las reflexiones de Mauro Rodríguez acerca de los fenómenos ocurridos en la historia social de México que son asociables a los dos ciclos Kondrátiev que identifica: en la fase de ascenso ocurren conmociones sociales y cambios profundos en la vida de la sociedad. En la fase de descenso ocurre una marcada y prolongada depresión en la producción agrícola. En este sentido, Argüello señala que, históricamente, los procesos revolucionarios en México se han presentado siempre al final de la fase ascendente de los ciclos Kondrátiev. Así, el proceso de Independencia (1808-1821) habría ocurrido al final de la fase expansiva del primer ciclo Kondrátiev, el proceso de la Reforma liberal (1854-1876) se habría presentado al final de la fase ascendente del segundo ciclo Kondrátiev y el proceso de la Revolución Mexicana (1910-1921) habría transcurrido al final de la fase de ascenso del tercer ciclo Kondrátiev. Aparentemente se habría presentado una especie de regla general sociohistórica.

Sin embargo, al final de la fase ascendente del cuarto ciclo Kondrátiev no se aprecia ningún proceso revolucionario en México. Al constatar esta discontinuidad histórica, resulta pertinente preguntarse las razones de esta ausencia de movimientos sociales revolucionarios de gran envergadura durante el periodo mencionado. Una posible explicación se centra en la interpretación del periodo denominado “guerra sucia” en México (conjunto de medidas de represión militar y política encaminadas a disolver a los movimientos de oposición política y

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armada contra el Estado mexicano durante el periodo 1962-1982) como un intento de proceso revolucionario abortado que se ubicaría, efectivamente, al final de la fase de ascenso del cuarto ciclo Kondrátiev. En esta perspectiva, durante el siglo XX mexicano, sólo habría dos coyunturas en las que la lucha de clases habría alcanzado una dimensión nacional: en la Revolución Mexicana y durante la llamada “guerra sucia”, cuando la izquierda revolucionaria intentó acabar con la dictadura hegemónica del PRI empleando la estrategia de la guerra de guerrillas.

ACTORES SOCIO-ECONÓMICO-POLÍTICOS EN EL MÉXICO POSTREVOLUCIONARIO

En un exhaustivo análisis, Miguel Basáñez (1985) define a los actores sociopolíticos involucrados en la dinámica política mexicana, tanto dentro de la élite política, como dentro de la élite empresarial. Identifica además a los grupos de disidentes en ambas élites.

a) La élite política o burocrática. Dentro de la élite política (a la que Basáñez denomina “sector público”) se identifican dos corrientes. Por un lado, los “estructuralistas”: comprometidos con las políticas del “nacionalismo revolucionario”, seguidores del keynesianismo, escépticos acerca de la eficacia del libre mercado como fuerza reguladora de la sociedad, partidarios de la intervención del Estado en la economía a través de planes nacionales y de la industrialización orientada prioritariamente al mercado interno. Por otro lado, los “monetaristas”: comprometidos con el neoliberalismo económico, partidarios del funcionamiento del libre mercado como medio ideal para distribuir los recursos productivos, opositores a la intervención estatal y promotores de la industrialización orientada estratégicamente a la exportación. Ambas corrientes habrían iniciado su formación desde la creación del Banco de México en 1925, aunque la distinción entre ellas se estableció internacionalmente hasta la creación del sistema Breton Woods (creación del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial) en 1944 y su debate inició desde la fundación de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) en 1948. La mayoría de los acontecimientos desde 1968 parecen estar estrechamente relacionados con el debate entre estas corrientes al interior de la élite política. Los “estructuralistas” encuentran más importante la distribución del ingreso y proponen una mayor inversión pública financiada con impuestos sobre las tasas de ganancia privada. Los “monetaristas”, en cambio, dan más atención a la estabilidad financiera y proponen una mayor dependencia de la inversión privada libre de cualquier tipo de tasa impositiva estatal. Hasta 1954, la economía mexicana fue controlada por el grupo “estructuralista”; posteriormente, de manera gradual, fue pasando a manos del grupo “monetarista”.

b) La élite empresarial Dentro de la élite empresarial (a la que Basáñez denomina “sector privado”), es posible distinguir tres grupos bien definidos: empresarios, inversionistas extranjeros y financieros, cuyas actividades, propiedades e intereses se entrecruzan sin formar un bloque homogéneo. Una especie de controversia similar a la que se presenta dentro de la élite política pareció haberse desarrollado dentro de la élite empresarial hasta 1973. Los grandes empresarios asociados a capitales extranjeros y los inversionistas extranjeros afirmaban la necesidad de reducir la intervención económica estatal dentro de límites estrechos para evitar la concentración del poder económico

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en manos del Estado. Por el contrario, los pequeños y medianos empresarios parecían más proclives a apoyar las políticas económicas intervencionistas estatales si les favorecía frente a sus competidores extranjeros. Sin embargo, tras el asesinato del líder indiscutible de esta élite, Eugenio Garza Sada, en septiembre de 1973, la controversia se resolvió a favor del sector “promonetarista”, sin que por ello el debate haya concluido. En el más alto nivel aparece un grupo de 30 hombres de negocios que se reúnen en el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios (CMHN). Inmediatamente debajo se encuentra una red de cámaras, asociaciones y uniones de empresas, agrupadas por ramo de actividad económica: sector financiero (Asociación de Banqueros de México y Asociación Mexicana de Instituciones Aseguradoras), sector industrial (Confederación de Cámaras Industriales y Confederación Patronal de la República Mexicana), sector comercial (Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio) y sector rural (Confederación Nacional de la Pequeña Propiedad y Confederación Nacional Ganadera). Toda esta red está formalmente encabezada por el Consejo Coordinador Empresarial (CCE). Desde finales de la década de 1970 hasta la fecha, esta élite parece tener su fuerza operativa más importante en el llamado “grupo Monterrey” y su fuente ideológica en el grupo Televisa. Mantiene estrechas relaciones con las empresas extranjeras a través de la Cámara Americana de Comercio (CAMCO), especialmente a raíz de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).

c) Sectores disidentes Basáñez identifica, además, una serie de corrientes opositoras y críticas al Estado y al sistema mexicanos, generadas por diversos grupos de intelectuales. A este conjunto heterogéneo lo denomina “sector disidente”. Distingue tres fracciones: disidencia “popular”, disidencia “proletaria” y disidencia “marginal”. La disidencia “popular” subraya la existencia de un conflicto histórico entre las élites y las masas populares (ricos vs. pobres) y supone que los problemas del país se resolverían mejorando y depurando al sistema político, es decir, estableciendo una verdadera democracia. La disidencia “proletaria” subraya la división de la sociedad mexicana en varias clases sociales cuyos intereses se contraponen y supone que la solución a los problemas nacionales es la modificación del sistema económico. Esta disidencia se bifurca en dos ramas: los moderados, que proponen reforzar a la élite política para someter a la élite empresarial y lograr cambios económicos, y los radicales, que proponen reforzar las organizaciones obreras para subordinar tanto a la élite política como a la élite empresarial y lograr cambios económicos y políticos. La disidencia “marginal” no contradice los postulados de la disidencia “proletaria”, pero centra su atención en los sectores sociales excluidos y marginados bajo la afirmación de que son fuerzas sociales potencialmente revolucionarias. Suponen que es necesario dejar de tratar de transformar al Estado mexicano y proponen realizar cambios sustanciales en los niveles más básicos de la sociedad, esto es, el ejercicio de la autonomía económica y política a escala comunitaria.

d) Oposición armada Héctor A. Ibarra (2006) reconoce aún otra corriente opositora relativamente independiente del “sector disidente”: el “movimiento armado socialista” mexicano. Tampoco se trata aquí de un sector homogéneo. Dentro de él, es posible identificar dos tipos de agrupaciones guerrilleras: las

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guerrillas rurales generadas por la radicalización de movimientos campesinos (“agrarismo armado” las llama Ibarra) y guerrillas urbanas generadas por la radicalización de movimientos democráticos de clases medias universitarias y burocráticas (“militancia armada” las llama Ibarra). Las primeras buscan defender la tenencia de las tierras, frenar los abusos de los caciques y mantener una cierta autonomía política, son resultado de la autodefensa comunitaria, sus demandas tienen un carácter más local o regional y solo coyunturalmente hacen referencia a demandas de carácter nacional. Las segundas derivan de la inconformidad de sectores de la población urbana militante en organizaciones de corte socialista, comunista o anarquista, son una respuesta a condiciones de represión y a la cancelación de las vías democráticas de participación sociopolítica, buscan obtener el poder de manera revolucionaria por la vía de las armas y realizar transformaciones económicas y políticas radicales. Sus demandas procuran tener un marcado carácter nacional e ideológico.

e) Los “cárteles” Podemos incluso rastrear la presencia de otro sector cuya importancia al inicio del ciclo era muy relativa, pero que hacia el final del ciclo cobró capital importancia por su creciente influencia económica, política y social: los narcotraficantes. Fernández Menéndez (1999), Boville Luca de Tena (2000), Camacho (2002) y Paoli Bolio (2008), muestran que hacia la década de 1920 se había operado un cambio radical con respecto al comercio de sustancias estupefacientes. Productos como la marihuana, la coca, el opio, etc., siempre se habían consumido y comercializado libremente sin ningún problema. Hacia el siglo XVIII, la marihuana era uno de los cultivos más rentables de las colonias inglesas del actual sur de los Estados Unidos. México, de manera particular, participaba activamente en este comercio con la exportación de marihuana (introducida originalmente por los conquistadores europeos en el siglo XVI) procedente de las extensas zonas de cultivo de las planicies costeras noroccidentales y los valles vecinos (Sinaloa y regiones de Sonora, Chihuahua y Durango), especialmente a partir de la Guerra de Secesión estadounidense (1861-1865). Este circuito comercial establecido a través del Río Bravo y, por las rutas del Atlántico, hacia Europa, trajo importantes ingresos tanto a los insurrectos confederados del sur de los Estados Unidos, como a los liberales mexicanos en lucha contra la Segunda Intervención Francesa y el Segundo Imperio Mexicano de Maximiliano (1862-1867). Sería hasta finales del siglo XIX y principios del XX que, junto a los obreros chinos (“coolies”) de las empresas ferrocarrileras estadounidenses, llegó a Sinaloa la siembra de la amapola y la técnica de elaboración de opio, morfina y heroína, aunque su comercialización se mantuvo muy limitada: hacia 1910, se importaban alrededor de 12 toneladas de opio anuales. Pronto, el cultivo de amapola se extendió por toda la región norte de la Sierra Madre Occidental (Chihuahua, Sinaloa y Durango). La cocaína no llegaría a México hasta la década de 1960 en el contexto de las “operaciones negras” de la CIA, cuando ya operaba la legislación prohibicionista, y nunca se le ha cultivado en el país.

Las políticas prohibicionistas contra las drogas, implantadas durante el siglo XX, respondieron a las críticas internacionales contra el libre comercio de drogas que ocasionaban la decadencia social y económica de los pueblos, bajo una óptica puritana y conservadora, no exenta de prejuicios raciales y clasistas. Se arguyó que el consumo de estas sustancias fomentaba conductas

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antisociales, generaba problemas de salud pública y actuaba como factor coadyuvante de la criminalidad, poniendo en riesgo la estabilidad del capitalismo industrial y comercial. Hacia 1912 se suscribieron los primeros acuerdos internacionales sobre control de drogas al prohibirse el libre comercio del opio. Hacia 1919 la coca sufrió el mismo destino y en 1937 la marihuana siguió idéntico camino. En el transcurso de 22 años, productos vegetales que siempre habían sido considerados medicinales, terapéuticas y comercialmente rentables, se transformaron en sustancias proscritas y demonizadas. No obstante, de manera clandestina continuó su tráfico internacional. Dentro de los Estados Unidos, la corriente ultraconservadora puritana y moralista lograría incluso la prohibición del alcohol en 1920, lo cual posibilitó la consolidación definitiva de la mafia italoamericana en territorio estadounidense y alentó la formación de bandas de contrabandistas fronterizos en México: la tercera de las élites mexicanas, los futuros “cárteles” mexicanos del narcotráfico, había nacido.

Fernández Menéndez, Andrade Bojorges (1999) y Hernández (2010), narran y explican el desarrollo histórico de esta tercera élite, que sigue siendo considerada ilegítima, advenediza y arribista. Hacia la segunda mitad de la década de 1920, el comercio de drogas era ya un boyante negocio transfronterizo controlado por un grupo de caciques y políticos del Bajío y el Noroccidente (Michoacán, Jalisco, Nayarit, Sinaloa, Durango, Chihuahua y Sonora), organizado a través de la Confederación de Partidos Revolucionarios de Guanajuato (el Partido “Verde”) y ligado a la Iglesia Católica a través de su sector más militante y ‘empresarial’: los jesuitas de la organización Acción Católica. En este contexto, en 1926, después de una serie de provocaciones de la Iglesia (descontenta con la legislación constitucional de 1917) y de la respuesta agresiva del gobierno federal, estalló la Guerra Cristera (1926-1929), precisamente en los territorios políticamente controlados por el Partido “Verde”. Durante el conflicto, los ingresos obtenidos por el tráfico de drogas financiaron a las tropas insurrectas de cristeros. Por esta razón, el gobierno callista prohibiría el cultivo, el transporte, la venta y el consumo de drogas en 1927, en consonancia con la legislación internacional en la materia. El Estado mexicano monopolizaba el consumo legal a través de los hospitales para toxicómanos y los tratamientos controlados, al tiempo que permitía, fuera del marco legal, el cultivo de amapola y marihuana a los “amigos” del gobierno y se lo prohibía, con la ley en la mano, a los opositores. Al finalizar el conflicto, el tráfico ilegal de drogas hacia Estados Unidos y Europa continuó y de manera creciente. Con los recursos obtenidos por este medio, se creó la Unión Nacional Sinarquista en 1937: movimiento social derivado de la ‘cristiada’, con ciertas aproximaciones al fascismo y totalmente opuesto a las políticas gubernamentales de los grupos de poder emanados tras la Revolución, especialmente al cardenismo. Por otra parte, el Partido “Verde” y la Acción Católica, detentadores del control del tráfico ilegal de drogas, desempeñarían un papel fundamental en la creación del Partido Acción Nacional en 1939, como una organización política de centro-derecha opositora al partido hegemónico de Estado y aglutinadora de los intereses y aspiraciones de la élite empresarial y de la jerarquía católica, especialmente ante el cardenismo.

Paradójicamente, sería Lázaro Cárdenas quien reestructuraría el esquema del tráfico ilegal de drogas. La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) provocó un incremento exponencial en el

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consumo mundial, legal e ilegal, de drogas, tanto en el ámbito civil como en el militar. En 1941, en este contexto, se creó la Zona Militar del Pacífico, cuyo primer comandante fue Cárdenas. La región estratégica para el cultivo de amapola y marihuana era, precisamente, el noroeste mexicano y dos grupos se disputaban su control: los cardenistas y los obregonistas. Los cardenistas se habían aliado al antiguo Partido “Verde” y querían usar las ganancias del tráfico ilegal de drogas en infraestructura productiva, petrolera y petroquímica y, a su vez, como motor de financiamiento para el esquema corporativo social. Los obregonistas estaban ligados a los intereses locales y deseaban que el dinero se empleara en la creación y el fortalecimiento de sectores de riego y de ganado que dieran prosperidad a los propietarios rurales. Cárdenas logró imponer su visión, transformó al tráfico de drogas en un movimiento social instrumentado por el Estado, de manera similar al sindicalismo, y emplear sus crecientes ganancias para el modelo de industrialización por sustitución de importaciones, convirtiendo al narcotráfico prácticamente en una empresa paraestatal análoga a PEMEX.

NATURALEZA DEL ESTADO MEXICANO

Basáñez indica que han sido tres las interpretaciones acerca de la naturaleza del Estado mexicano a partir de sus relaciones con los diferentes sectores sociales: Estado Socialmente Neutral (supone que el Estado es un árbitro neutral entre las clases sociales), Estado Socialmente Comprometido (supone que el Estado defiende los intereses de una clase social en particular) o Estado Socialmente Contradictorio. Esta última interpretación parece ser más exacta al referirnos al México postrevolucionario, al menos hasta el año 2000. Basáñez afirma que el Estado mexicano había mantenido una actitud contradictoria frente a las clases sociales debido a la debilidad de dichas clases en México, y que esto hacía imposible que el Estado se subordinara a alguna de ellas, ya fuera una élite empresarial o las masas. Así, el Estado mexicano no era un instrumento del sector privado, a pesar del hecho de que la política había estado favoreciendo los intereses de los negocios por lo menos desde 1940. El Estado mexicano representaba un caso de liderazgo hegemónico: predominaba la dirección ideológica de la sociedad sobre la dominación económica o política de la misma. A partir de esta hegemonía social estatal y de la relativa autonomía de las clases sociales, el Estado mexicano estableció un compromiso altamente contradictorio: origen popular revolucionario y desarrollo capitalista. Esta contradicción se manifestó tanto en el control corporativo de las masas como en la confrontación con la élite empresarial. En este sentido, Alberto Arroyo (1992) profundiza en las relaciones entre el Estado mexicano y la élite empresarial, y afirma que, si bien el Estado mexicano tiene un carácter burgués, ello no implica que sea un simple títere de la burguesía o del sector dominante de la burguesía. Una de las funciones de un Estado burgués es garantizar que la contradicción fundamental entre capital y trabajo no llegue a agudizarse al grado de poner en peligro su estabilidad. Al mismo tiempo, debe armonizar o compatibilizar los intereses de los distintos sectores de la burguesía para evitar que sus confrontaciones desintegren al sistema. La identificación del Estado con alguno de los sectores de la burguesía le impediría cumplir dichas funciones, es decir, la autonomía relativa del Estado le permite servir mejor a la élite empresarialmente dominante. El Estado mexicano había logrado una gran estabilidad sociopolítica porque logró impulsar la economía sin agudizar demasiado las

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confrontaciones interburguesas, con un amplio margen de autonomía que a su vez ampliaba sus posibilidades de aparecer como árbitro neutral, otorgándole legitimidad y consenso amplio, y haciendo viable un sofisticado sistema de control-subordinación-conducción de los sectores populares.

La causa de esta anómala situación es explicada por Rhina Roux (2005). La Revolución Mexicana confirmó que el capitalismo en México debía adaptarse a reglas políticas de socialidad heredadas de la Colonia Novohispana: una relación de mando-obediencia recíprocamente negociada, cuyos términos serían el reconocimiento de derechos a las clases subalternas a cambio de su lealtad a las élites. Este pacto incluyó a campesinos y trabajadores en la comunidad estatal. Del cumplimiento de este pacto dependería la legitimación estatal, la estabilidad sociopolítica y la conservación del mando nacional en manos de la nueva élite política postrevolucionaria. En la década de 1920, el obregonismo fortaleció este esquema al reproducir antiguos vínculos de protección oficial de los sectores sociales subalternos a cambio de su lealtad al régimen. Basáñez observa que esta hegemonía se construyó sobre cuatro interpelaciones ideológicas generadas por las aspiraciones de las masas y fundamentadas en aspectos heredados del siglo XIX: redistribución de la tierra, derechos obreros, educación masiva y no reelección. De aquí que la Constitución de 1917 recogiera estas aspiraciones, tanto liberales como revolucionarias, para explicitar el pacto entre las masas y el Estado. No deja de ser significativo que, entre 1917 y 1918, comerciantes y empresarios industriales crearan confederaciones nacionales (CONCANACO y CONCAMIN) en respuesta al “radicalismo” de la nueva legislación constitucional. Aunque Severo Iglesias (1970) señala que el nuevo marco legal garantizaba a las masas populares solo la libertad de luchar económicamente, proscribiéndoles el derecho a la lucha política, ya que ésta podría conducirlas a tomar conciencia de clase.

EL CICLO ECONÓMICO LARGO MEXICANO 1940-2006

Basáñez señala que en la economía mexicana siempre ha sido importante la acción del sector público (la élite política) en el proceso de acumulación de capital. Es posible reconocer cuatro etapas en el desarrollo económico durante las cuales fue cambiando la participación del Estado en la economía, lo cual se ajusta a la “secuencia lógica estilizada” para el crecimiento de una economía capitalista dependiente propuesta por Valpy Fitzgerald en 1974. Estas etapas son: a) exportación de materias primas; b) primera fase de industrialización por sustitución de importaciones; c) segunda fase de industrialización por sustitución de importaciones, y d) contradicciones y ajustes internos. Antes de 1929, la orientación económica del país era la exportación de productos primarios (agrícolas y mineros) basada en la transformación de la tierra en mercancía y en la libre explotación de la fuerza de trabajo, ambos aspectos garantizados legalmente por la élite política gobernante, cuya única misión era suministrar la infraestructura específica, mientras dependía de los impuestos de exportación. Zorrilla Salgado (2005) explica que un hecho muy importante de la historia económica mundial, y que afectó a las exportaciones de América Latina, fue la crisis económica (Gran Depresión) de 1929. Producida por el proteccionismo comercial que dificultó las exportaciones y con un fuerte aumento de la producción de bienes de

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consumo, automóviles y bienes raíces. El mercado se saturó y se produjo la caída de las ventas, el endeudamiento bancario, la disminución y la parálisis de las actividades industriales, el desempleo, la disminución de las compras y la saturación casi completa del mercado, en una espiral de recesión. En octubre de 1929 quebró la Bolsa de Valores de Nueva York, y esto produjo la parálisis de las exportaciones y la caída de los precios de las materias primas. Para frenar el desplome de los precios, miles de toneladas de productos agrícolas fueron destruidos en Estados Unidos, Europa y América Latina. Basáñez afirma que, a partir de 1929 y hasta 1939, la economía mexicana respondió a los efectos de esta crisis con un periodo de transición de crecimiento lento, en el que transitó lentamente hacia una economía industrial dirigida esencialmente por inversionistas extranjeros, ante la falta de una burguesía empresarial nacional. La incipiente élite empresarial mexicana (sector privado) era demasiado débil y requería del apoyo y de la protección del gobierno para subsistir. En el caso mexicano, la primera fase de la industrialización comenzó más tarde que en el resto de América Latina debido a los disturbios generados por la Revolución Mexicana. Sería hasta 1940 que el modelo de industrialización por sustitución de importaciones fue promovido activamente. Más aún, fue hasta 1946 que los objetivos del modelo se definieron claramente. La primera fase de industrialización por sustitución de importaciones transcurrió en el periodo 1939-1956; en tanto que la segunda etapa de dicho proceso de industrialización ocurrió en el periodo 1956-1970. Posteriormente se presentó una etapa de transición en el periodo 1970-1982, que dio paso a la fase de globalización-desindustrialización en el periodo 1982-2006.

En una primera etapa (1936-1956), México entró en una etapa de crecimiento acelerado impulsado por la expansión agrícola originada por la inversión pública en transportes e irrigación, así como por la reforma agraria postrevolucionaria. Esta etapa estaba totalmente orientada hacia los mercados externos. El financiamiento de las importaciones estaba suministrado por las exportaciones agrícolas, incluido el tráfico ilegal de drogas hacia Estados Unidos y Europa, de acuerdo al esquema ideado por el cardenismo, tal como es expuesto por Andrade Bojorges. El Estado se convirtió en el principal agente económico, promotor del cambio y del desarrollo, con la finalidad de beneficiar a la iniciativa privada del país. El crecimiento se dio por inflación y se presentaron tres devaluaciones (1938, 1948 y 1954), la última de las cuales debilitó el apoyo del sector obrero al régimen. Zorrilla Salgado expone que en el periodo de 1946-1952, se siguió impulsando a las empresas privadas, tanto nacionales como extranjeras y se utilizaron ciertos mecanismos políticos para impulsar la inversión privada: a) exenciones y disminuciones de impuestos; b) aumento y facilidades al crédito privado; c) promoción de actividades industriales; d) apoyo a la inversión privada en el campo; e) incremento de los créditos públicos; f) aumento de aranceles y otorgamiento de subsidios; g) control de organizaciones obreras y campesinas; h) control de salarios, y i) reformas al Artículo 27 Constitucional con la finalidad de aumentar los límites de la pequeña propiedad privada, incrementar las tierras inafectables y conceder amparos agrarios, todo esto para promover las explotaciones agrícolas capitalistas, es decir, los neolatifundios. Todo esto propició una industrialización firme y continua durante la década de 1950, surgiendo una fuerte actividad industrial de pequeñas y medianas empresas. Aunque también originó ciertos saldos negativos para la economía nacional: fluctuaciones en el tipo de cambio, inflación y déficit tanto en las finanzas públicas como en la cuenta corriente, creando

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desequilibrios internos y externos. Andrade Bojorges explica que, hacia 1953, la necesidad estratégica de producir drogas para exportación había quedado atrás. Se habían diluido los proyectos de darle una racionalidad al dinero de la venta de enervantes, pero seguía habiendo demanda del producto y necesidad de conseguir recursos, por lo que las bandas de traficantes ilegales siguieron operando. En una segunda etapa (1956-1970), el crecimiento de México continuó aceleradamente, pero ya impulsado por la industria propiamente. En esta etapa se cambió el énfasis hacia el marcado interno. El periodo está caracterizado por un creciente endeudamiento con el exterior para poder financiar al gasto público. Las importaciones eran financiadas por el turismo y la inversión extranjera, tanto directa como de crédito público. También es el momento en que se presentó una creciente penetración extranjera en la economía nacional. En esta etapa, el crecimiento se dio sin inflación (Desarrollo Estabilizador). Zorrilla Salgado menciona que las políticas de protección arancelaria, de subsidios, de exenciones de impuestos, de control oficial de las organizaciones obreras, de control salarial, de liberalización de precios, etc., permitieron el crecimiento sostenido, con una inflación inferior a 5% y estabilidad cambiaria del peso frente al dólar (no se presentaron devaluaciones).

El llamado “Milagro Mexicano” transcurrió entre 1939 y 1966: la agricultura creció 5% al año y la industria al 7%, haciendo un promedio de 6% de crecimiento anual en el Producto Nacional Bruto. El objeto y resultado de la acumulación estatal de capital desde 1940, fue apoyar un proceso de industrialización principalmente encargado al sector privado, formado por empresarios nacionales e inversionistas extranjeros. La tasa real de salarios se mantuvo baja para generar grandes utilidades y mantener una tasa sostenida de ganancia a través de un progresivo favorecimiento de la distribución del ingreso hacia las utilidades a costa de los salarios. Esto favoreció el incremento masivo del ahorro privado. La balanza de pagos permaneció estable y las importaciones declinaron. El modesto déficit resultante se cubría con crédito interno y fondos de capital extranjero. La tasa de inversión, tanto pública como privada, aumentó sostenidamente en el periodo 1939-1976. La inversión pública, en particular, dejó de dirigirse al campo para desplazarse hacia la industria entre 1940 y 1960. El apoyo de largo plazo a la agricultura y a las exportaciones declinó a favor de proyectos de corto plazo dirigidos a actividades económicamente redituables. En este contexto comenzó a despuntar una crisis fiscal del Estado. A pesar de la alta tasa de acumulación de capital, el modelo era incapaz de dar empleo al 40% de la población económicamente activa debido a que la inversión extranjera se orientó hacia modelos industriales basados en patrones tecnológicos y de consumo propios de Estados Unidos.

En una tercera etapa (1970-1982), el crecimiento se mantuvo, pero a una velocidad mucho menor. Zorrilla Salgado apunta que se presentó una notable debilidad estructural ocasionada por las irregularidades económicas que se venían arrastrando: un fuerte gasto público, financiado con una excesiva oferta monetaria y endeudamiento externo, y un fuerte déficit en la balanza comercial, creando una situación adversa para la economía. Basáñez continúa estableciendo que el mercado interno siguió representando la prioridad del régimen. El turismo y la inversión extranjera continuaron como sostenes de las importaciones. En esta etapa, se dio un intento por reducir la llamada “brecha social” y reestructurar la economía, al mismo tiempo que se buscaba cierto grado

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de independencia económica frente a Estados Unidos (Desarrollo Compartido). El intento finalmente fracasó al estallar una seria confrontación entre la élite política (sector público) y la élite empresarial (sector privado) por el ejercicio de la hegemonía política e ideológica sobre la población y por el control del aparato estatal para diseñar una nueva estrategia económica de desarrollo capitalista. Zorrilla Salgado agrega que este conflicto desembocó en un crecimiento notable en la inflación, devaluación del peso frente al dólar (1976), aumento de las importaciones de alimentos, crecimiento de la deuda externa y fuga de capitales. A pesar del auge petrolero que benefició las expectativas económicas del país hacia 1977, se agudizaron las políticas de expansión fiscal y monetaria (mayor gasto público y mayor creación de dinero), creando un nivel de inflación con tendencias alcistas, produciendo una pérdida de competitividad comercial con el exterior, lo cual generó un estancamiento en las exportaciones, aunado a una etapa de recesión económica mundial (los países del mundo adoptan políticas restrictivas y proteccionistas) que produjo un aumento en el déficit de la balanza comercial, acompañada de una nueva fuga de capitales. Finalmente, estalló una nueva espiral inflacionaria, peor que la anterior, otra devaluación del peso (de alrededor del 400%, en 1982) y la declaración de moratoria de pagos al exterior (el Estado mexicano se declaró en bancarrota).

Después de 1966, las contradicciones del modelo comenzaron a mostrarse. Cuando el Estado tuvo que realizar progresivamente mayores inversiones después de 1967, el sistema establecido de financiamiento condujo a un desequilibrio, tanto interno como externo, porque la expansión de las reservas bancarias privadas hizo crecer el crédito y las consecuencias inflacionarias fueron inevitables. La tasa de crecimiento del ingreso nacional se desaceleró a aproximadamente la mitad de su promedio anterior. La producción manufacturera se desaceleró a dos tercios de su crecimiento previo y la agricultura cayó a cerca de la mitad de su tasa de expansión. Los alimentos disponibles cayeron por debajo de las necesidades de la población. La proporción de las importaciones se elevó por las necesidades de insumos industriales (la industrialización había creado la necesidad de adquirir insumos y refacciones para las instalaciones industriales) y por la importación de alimentos, contribuyendo así a desequilibrar la balanza comercial. Este deterioro fue también agravado por la recesión en los Estados Unidos. La crisis fiscal surgió del hecho de que el Estado no incrementó su tasa de ahorro. Los intentos de reforma fiscal de 1964 y 1972 resultaron frustrados. El gobierno debió recurrir a los préstamos extranjeros masivos. La inflación se elevó drásticamente y la desigualdad económica se amplió aún más. La migración interna del campo a las ciudades se incrementó y la inquietud obrera se propagó. Los problemas económicos que frenaban la inversión privada obligaron al Estado a intervenir activamente en la economía, y esto a su vez permitió al sector privado incrementar enormemente su tasa de ahorro entre 1972 y 1976. En este contexto ocurrió la devaluación de 1976, que mostró claramente la falta de autonomía de las políticas monetaria y presupuestal. Este periodo (1966-1976) se explica por seis razones: a) el abandono del apoyo agrícola desde 1955; b) el fin de la etapa de bienes de consumo de la industrialización, puesto que el mercado interno estaba saturado; c) el dominio de empresas extranjeras en las ramas más dinámicas de la industria; d) el deterioro progresivo de las finanzas petroleras; e) el cambio de la acumulación privada hacia los bienes raíces y el turismo, y d) la migración interna generada por el desbalance económico. A partir de 1970 se abrió un periodo de

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transición en la economía mexicana. Este periodo puede subdividirse en tres fases: 1) fase de “atonía” económica en 1971; 2) fase de reactivación y “sobrecalentamiento” económico en 1972-1975, y 3) fase de crisis económica en 1976-1982.

La primera fase (“atonía”) se caracterizó por la austeridad interna que terminó en estancamiento económico. En este contexto, el peor efecto que recibió la economía mexicana fue el impuesto del 10% a las exportaciones mexicanas hacia Estados Unidos en agosto de 1971. Aunque la inflación y el déficit externo se redujeron, el ingreso per cápita se estancó y se disparó el desempleo, en tanto que la tasa de ahorro privado se incrementó considerablemente hasta reunir fondos de reserva excesivos. Durante la segunda fase (de reactivación), hubo una sobreestimulación de la economía al tiempo que se elevaba la liquidez internacional y se hundían las restricciones monetarias del FMI. La nueva administración estadounidense eliminó los impuestos sobre las exportaciones mexicanas y puso a disposición del gobierno mexicano créditos internacionales para proyectos de desarrollo a una escala sin precedentes. Surgió en este ambiente el debate entre expansión económica estatal y un control más eficaz de las trasnacionales, o la expansión del sector privado y confiar en la eficiencia del mercado para producir exportaciones competitivas no tradicionales para el mercado internacional “abierto”. El resultado de la confrontación de estas dos estrategias favorecía al sector privado. A pesar de ello, la expansión estatal estaba en su mejor momento debido a las nuevas condiciones económicas internas y a la reactivación y “liquidez” de la economía internacional en 1972. Hacia 1973 la producción manufacturera se había revitalizado, la inversión privada se mantenía estable y el sector privado había incrementado sus ahorros a través del Estado. A pesar de ello, las relaciones entre empresarios y gobierno se deterioraron debido a la oposición del sector privado a la estrategia económica de expansionismo estatal. La nueva reforma fiscal fue bloqueada y las empresas trasnacionales estadounidenses, por iniciativa de la Cámara Americana de Comercio en México, empezaron a desempeñar un papel muy activo en la política de la élite empresarial. Ante este panorama, la producción agrícola y manufacturera se fue desacelerando. Simultáneamente, el sector privado orquestó la primera fuga de capitales en mayo de 1973. En este contexto, la posibilidad de que México se integrara a la OPEP, en el momento más álgido de la crisis de energéticos, fue rápidamente cancelada mediante el Acta de Comercio estadounidense en 1974 al amenazar con excluir al país del sistema generalizado de preferencia comercial. Ante la falta de ingresos fiscales, el gobierno recurrió al aumento de impuestos en el sector público, lo cual generó una nueva espiral inflacionaria. Molina Hernández (2007) señala que el sistema tributario se cargó sobre las clases medias y bajas urbanas. La inflación consecuente hizo que los salarios reales cayeran drásticamente, lo cual desató el malestar social que se expresó en una etapa de agitación obrera (huelgas) y, de forma más violenta, en las guerrillas urbanas que proliferaron durante esta fase. Basáñez continúa explicando que los requerimientos de crédito para el sector público crecieron hasta un 10% en 1975. Esto se debía a que, desde 1973, la demanda de importaciones seguía creciendo y la producción nacional estaba a su máxima capacidad, lo cual desequilibró definitivamente la balanza económica nacional: el Estado empezó a gastar mucho más de lo que podía obtener. La única solución fue el endeudamiento externo. La euforia internacional de préstamos bancarios permitió a la élite política disfrutar de créditos externos ilimitados para llenar el déficit económico y apoyar al peso frente al dólar. Esto fue fatal:

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los créditos obtenidos terminaron por financiar la fuga del capital privado hacia el dólar.

Durante la tercera fase (de crisis), era claro que la balanza de pagos presentaba un severo desequilibrio. Aún así, el gasto público no dejó de aumentar con la intención de completar los programas públicos antes de las próximas elecciones presidenciales. Pero las tasas de crecimiento de la producción agrícola y manufacturera habían declinado seriamente. El sector privado seguía su línea de confrontación con el gobierno, propagando campañas de rumores entre la población en torno a un paquete de reformas rurales y urbanas, a la nacionalización de trasnacionales y al congelamiento de depósitos bancarios. Las campañas lograron su cometido de agitación social y desestabilización política. Simultáneamente, acentuaron aún más la fuga de capitales, generando un serio disturbio económico que era sorteado por los empresarios con los ahorros excesivos que habían logrado a costa de las inversiones del Estado, al tiempo que la producción nacional no dejaba de frenarse. Todos estos factores alcanzaron proporciones desastrosas. La situación empeoró con el boicot judío al turismo estadounidense en México a principios de 1976. En agosto de ese año, el Banco de México dejó de apoyar al peso, sobrevino la natural devaluación y el gobierno debió recurrir al apoyo financiero del FMI, aceptando una serie de onerosas condiciones que abrían parcialmente la economía mexicana a los capitales internacionales. Molina Hernández narra que ante esta difícil situación, el estallido del conflicto parecía inminente, pero ello no ocurrió por un hecho coyuntural que retrasaría las medidas necesarias para afrontar la crisis: el descubrimiento de importantes yacimientos petroleros en el sureste. El auge petrolero internacional proporcionó al Estado suficientes recursos para retardar la explosión crítica de la economía mexicana. Los recursos derivados de las ventas petroleras se canalizaron al gasto público con fines de apoyo social al régimen en su confrontación con los empresarios. Además, México se convirtió en sujeto de crédito internacional, elevándose el endeudamiento con el exterior. Por todo esto, no se planteó la reforma estructural de la economía. Para 1977 la creciente demanda de productos elaborados ya había sobrepasado las capacidades de la ya poco flexible planta productiva, lo que originó una capacidad sin precedentes para importar manteniendo los precios “congelados” gracias a los subsidios públicos (mayor consumo con menos inflación). Al desplomarse las ventas petroleras en 1981, sobrevino la debacle generalizada de la economía: la deuda externa creció, la inflación llegó al 99% en 1982, el peso se devaluó en un 400% ese mismo año y para agosto, la fuga de capitales había vaciado las reservas nacionales. El gobierno no tuvo más opción que declarar la moratoria de pagos al exterior; además, nacionalizó la banca privada, controló la paridad peso-dólar e intervino la Bolsa de Valores, para contener la fuga de capitales. Luego, recurrió nuevamente al FMI y los bancos acreedores para negociar nuevos préstamos. La petición mexicana se aprobó bajo dos condiciones: destinar los recursos transferidos a pagar a los bancos privados y aplicar medidas extremas de estabilización y ajuste económico, lo cual significaba en los hechos, que el Estado mexicano abría completamente su economía a los capitales internacionales, renunciaba a su tradicional papel interventor en economía y vendía todas las empresas estatales al sector privado. Al quedarse sin recursos económicos ni políticos, la élite política mexicana se subordinó a la élite empresarial. La primera fase de la lucha por la hegemonía había terminado.

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Zorrilla Salgado explica que en la cuarta etapa (1982-2006) se inició una era de privatización de empresas públicas y una política económica apegada al modelo Neoliberal basado en el libre mercado interno y externo, donde se redujeron los aranceles a las importaciones y se eliminaron las barreras arancelarias. Molina Hernández precisa que el cambio en las políticas públicas empezó con una reducción sin precedentes del gasto público, reorientando el aparato productivo hacia la reinserción eficiente de la industria nacional dentro de las corrientes del comercio internacional, fortaleciendo la vinculación del país con la economía mundial. En este contexto ocurrió la adhesión de México al GATT en 1986, así como la firma de varios acuerdos con el FMI. Zorrilla Salgado expone que el nuevo régimen vio la orientación económica hacia el mercado internacional como la única salida a la recesión y estancamiento de la actividad productiva del país. Molina Hernández agrega que la aplicación de políticas de ajuste estructural “de choque” estaba dirigida a desmantelar el modelo de Estado construido desde 1936-1938 por el cardenismo: un Estado planificador e intervencionista que apoyaba la producción hacia el mercado interno y generaba las condiciones idóneas para la industrialización del país en alianza con la élite empresarial, mientras mantenía controlados a los sectores populares a través de estructuras corporativas fundamentadas en un pacto social sancionado legalmente. Ahora se trataba de pasar a la apertura comercial, libre fijación de la paridad peso-dólar, contracción del gasto público (eliminación de subsidios a las capas sociales bajas), venta y liquidación de empresas estatales, flexibilidad en los salarios y en la organización laboral (libre mercado laboral y eliminación de la legislación en la materia), y mayores estímulos a la inversión extranjera y privada.

Molina Hernández señala que se dio así una primera “generación” de reformas económicas estructurales entre 1982 y 1995: liberalización del comercio, liberalización financiera interna (reprivatización de la banca), apertura de la cuenta de capitales (eliminación de restricciones a la inversión extranjera directa), privatización de empresas públicas, reforma fiscal basada en la disminución de impuestos a grandes empresarios y “desregulación” (eliminación de las restricciones legales) de la participación privada en actividades económicas (transportes y comunicaciones, en primera instancia), limitando la participación del Estado en las mismas. Los grandes beneficiados con estas primeras reformas fueron los grupos líderes de la élite empresarial, nacidos bajo la protección del modelo de industrialización anterior, que conformaron grandes emporios económicos con la compra de empresas públicas rentables. Sin embargo, la implementación de este nuevo patrón de acumulación se encontró con obstáculos importantes: la herencia de los modelos de desarrollo estabilizador y compartido, con una industria nacional protegida e incapacitada para competir internacionalmente, y con un régimen sociopolítico corporativo de alianzas entre el Estado y las clases subalternas. Las actividades y empresas dependientes de la demanda interna (típicamente, las medianas y pequeñas empresas) fueron abandonadas a su suerte. Además existían fuertes tendencias recesivas en la economía global que propiciaban medidas proteccionistas en las naciones industrializadas. Por esta razón, explica Zorrilla Salgado, el cambio no resolvió ningún problema en México: el excesivo proteccionismo vigente en el país propició la creación de fuertes monopolios que no eran ni competitivos, ni productivos y menos eficientes ante el comercio exterior, es decir, no contaban con una oferta suficiente para exportar; además, su planta productiva era obsoleta, y la competitividad estaba

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basada en las modificaciones que se dieran en el tipo de cambio peso-dólar. Molina Hernández observa otros resultados obtenidos: a) si bien el crecimiento económico fue modesto, se logró el aumento de las exportaciones no petroleras (maquiladoras); b) se logró controlar la inflación, aunque de manera muy raquítica; c) pese todos los esfuerzos, la inflación siguió generando un déficit en la balanza económica nacional y profundizó la dependencia económica hacia el exterior; d) el moderado crecimiento económico descendió hacia 1992; e) los salarios se mantuvieron bajos, la demanda comercial interna disminuyó y el desempleo creció de manera marcada, y f) todos las factores anteriores alentaron más privatizaciones, mayores “desregulaciones” de la economía y mayor apertura comercial y financiera del país. Para 1990, la aplicación de las políticas neoliberales había roto las cadenas productivas nacionales, por lo que la industria nacional se fragmentó, facilitando su integración subordinada y dependiente a las cadenas productivas trasnacionales.

Molina Hernández explica que, frente a estas limitaciones, el modelo que se adoptó se basó en la oferta de fuerza de trabajo barata y en la promoción del ingreso de empresas internacionales maquiladoras (estas empresas no generan productos, solo “ensamblan” sus partes, las cuales son fabricadas en otras regiones del mundo) que aprovecharan los bajos costos salariales, la cercanía con los Estados Unidos y las facilidades de inversión para el capital externo. Zorrilla Salgado afirma que fue en este contexto que, en diciembre de 1992, se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) con Estados Unidos y Canadá, en donde se invitaba a la inversión extranjera a invertir en el país, para usarlo como plataforma de exportación hacia los vecinos del norte. Teóricamente, el histórico acuerdo comercial de libre comercio sería un catalizador del crecimiento económico del hemisferio, promovido por el aumento en la inversión, el comercio y el empleo. El TLCAN entró en operación en enero de 1994, teniendo como objetivos generales: a) la eliminación de las barreras al comercio; b) el fomento a la inversión; c) la promoción de la competencia, y d) la protección de la propiedad intelectual. Contra todo lo que se ha afirmado, Molina Hernández sostiene que el TLCAN no es producto de la globalización, sino una creación de las élites dominantes de Estados Unidos y de las élites subordinadas de México y Canadá (en esto coincide plenamente con las afirmaciones y análisis de John Saxe-Fernández y un equipo de investigadores-académicos de la UNAM). El acuerdo excluye cualquier medida o mecanismo para mitigar las asimetrías económicas y sociales entre México y sus “socios”. Zorrilla Salgado señala que no deja de ser sintomático que la entrada del TLCAN en vigor se relacione con la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), grupo armado campesino de Chiapas, desatándose un conflicto sociopolítico no resuelto hasta ahora. A partir de este conflicto, varios aspectos políticos, posteriores al TLCAN, fueron factores determinantes para crear una atmósfera de inestabilidad político-económica en el país, dejando como respuesta la peor crisis económica que haya vivido México: a) en marzo de 1994 es asesinado en Tijuana el candidato del PRI a la presidencia, Luis Donaldo Colosio; b) en septiembre, es asesinado José Francisco Ruiz Massieu, Secretario General de ese partido. La suma de todos estos sucesos políticos, aunado a un alto déficit en cuenta corriente y una baja capacidad para hacer frente a los compromisos de la deuda externa, junto con aumentos sucesivos a las tasas de interés estadounidenses, obligaron a México a devaluar hasta un 40% el peso en los primeros días de 1995, creando una reacción en cadena en

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América Latina caracterizada por la fuga de capitales y que ha sido conocida como “efecto Tequila”. Pasaría un año entero antes de que la economía mexicana diera señales de recuperación económica y lograra una raquítica estabilización económica en 1997, que se mantuvo hasta 2006.

El régimen panista que tomó el poder en 2000 (la élite empresarial desplazó al grupo “monetarista tecnoburócrata” del que era aliado, para administrar directamente al país), dio continuidad al modelo establecido desde 1982 y reforzó, al mismo tiempo, a la iniciativa privada como un motor de desarrollo y crecimiento económico, promoviendo las exportaciones, la competitividad, la productividad y la eficiencia en la industria nacional, dirigida ya totalmente por los inversionistas extranjeros, las empresas trasnacionales y sus asociados nacionales. Aunado a la continuidad de una política restrictiva y de control a la inflación. Bajo este esquema, el crecimiento económico declinó gradualmente, arrastrada por la inercia de la crisis global de los setentas y de las consecutivas recesiones posteriores. El mercado interno fue prácticamente abandonado y se priorizó la apertura de la economía nacional a las inversiones extranjeras directas e indirectas. El debate sobre el futuro económico de México se había decidido ya a favor de las propuestas “monetaristas”: reforzar el enfoque ortodoxo de eficiencia del mercado para producir exportaciones competitivas no tradicionales destinadas al mercado internacional “abierto”. Solo quedaba decidir cómo se haría ese cambio económico trascendental. La producción agraria quedó supeditada a las grandes empresas agroindustriales trasnacionales, generando una masiva emigración campesina hacia las ciudades y, sobre todo, hacia los Estados Unidos como “braceros ilegales”. La industria nacional fue desmantelada y/o entregada a los inversionistas extranjeros. Toda la economía nacional se volcó hacia los servicios y hacia la economía informal o “subterránea” emanada del contrabando internacional.

LOS CICLOS POLÍTICOS MEXICANOS 1940-2006

Siguiendo la propuesta de Petras y Morley, entre 1940 y 2006 es posible establecer la presencia de dos ciclos políticos bien diferenciados. El primero transcurre entre 1929 y 1982, con una duración de 53 años, marcado por el dominio hegemónico de la élite política (el sector público) sobre el aparato estatal mexicano (a pesar de la primera fractura que sufrió en 1952). Esta hegemonía del sector público entró en crisis a raíz del Movimiento Estudiantil de 1968 y la subsiguiente “guerra sucia” contra la oposición popular activa durante la década de 1970. A partir de 1982, inicia un segundo ciclo político caracterizado por el predominio ideológico y político de la élite empresarial (el sector privado) y su grupo de aliados dentro del sector público (los “monetaristas” o “tecnoburócratas”) sobre el aparato estatal. Desde ese año, la correlación de fuerzas se inclinaba decididamente a favor del sector privado, pero la élite política, gracias al ascenso de los “tecnoburócratas monetaristas”, aún gozaba de suficiente apoyo interno y externo como para conservar el control del Estado (a pesar de la segunda fractura, mucho más grave, que dividió a la élite política en 1988). Finalmente, el sector público perdería gradualmente sus apoyos internos y externos desde 1994 hasta que le resultaría imposible seguir conservando el control del aparato estatal, el cual pasaría plenamente a manos del sector privado en 2000. Sin embargo, desde esa fecha en adelante, la élite empresarial detentora del control del Estado ha mantenido intacta la

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naturaleza estatal mexicana edificada entre 1917 y 1938, solo ha pretendido optimizar la administración del mismo empleando herramientas propias de la administración empresarial. Esta pretensión ha profundizado aún más la contradicción propia del Estado mexicano postrevolucionario, al grado de exacerbar la confrontación interelitista hacia 2006, cuando la nueva élite gobernante se fracturó, y abrir espacios que posibilitan la intromisión política de las clases subalternas en el conflicto.

1. Ciclo Político “Populista” (1929-1982)

Basáñez establece que el régimen cardenista (1934-1940) realizaría una serie de cambios para consolidar la hegemonía mexicana: 1) refuncionalizar el aparato político, eliminando el caudillismo y poniendo al partido oficial bajo el mando presidencial, 2) generar un amplio apoyo popular al régimen reconstituyendo el pacto entre las masas y el Estado, y 3) poner en marcha un nuevo proyecto de desarrollo consistente en reparto agrario (integrar a los campesinos al mercado interno), control estatal de sectores clave de la economía (nacionalización de ferrocarriles y petróleo), desarrollo del mercado interno e industrialización por sustitución de importaciones. Basáñez indica que, a través de la reconstitución del pacto entre los sectores sociales y el Estado, se abrieron canales de movilidad social y participación política, las expectativas de las masas populares se elevaron, así como su respaldo y confianza hacia el régimen. Líderes obreros, campesinos y de las clases medias urbanas fueron promovidos a niveles más amplios de participación política y decisoria a través del partido político oficial. A partir de la dicotomía entre confrontación y negociación, la hegemonía estatal mexicana se consolidó bajo el cardenismo y alcanzó su clímax cima hacia 1938. Mientras se practicaba una política económica nacionalista e intervencionista, el partido de Estado estableció un férreo y estricto control sobre los sectores sociales. No obstante, en 1939 se creó el Partido Acción Nacional (PAN), brazo político de la élite empresarial, para confrontar la política cardenista. Hacia 1940, el PAN supervisó el mantenimiento de la línea moderada del nuevo gobierno; esta línea había sido acordada entre los empresarios y la burocracia político-militar a raíz del apoyo financiero empresarial a la rebelión militar del Gral. Saturnino Cedillo contra el cardenismo y a la candidatura opositora del Gral. Juan Andrew Almazán.

Basáñez explica que, en la década de 1940, el sistema mexicano comenzó a experimentar un efecto de desequilibrio debido al progresivo énfasis que se le fue dando al desarrollo capitalista por encima del pacto social. Los aspectos hegemónicos del Estado mexicano empezaron a perder dinamismo y, de manera inversa, el corporativismo autoritario empezó a ganarlo. Conforme esta tendencia fue creciendo, comenzaron a aparecer grupos que no lograban encontrar lugar para sí mismos bajo este nuevo orden de cosas. De manera notable, indica Andrade Bojorges, las bandas de traficantes de drogas no se encontraban en esta situación, puesto que se había establecido un pacto con el gobierno federal que los transformaba en un sector paraestatal de la economía y en un instrumento de movilización social similar al sindicalismo oficial, en momentos en que el mercado internacional de las drogas se expandía a consecuencia de la guerra mundial. En contraste, la prioridad del régimen hacia el “desarrollo económico” requirió de la subordinación de los aspectos “populistas” del sistema. Esto derivó, lógicamente, en crecientes conflictos sociales.

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Miguel Ángel Gallo et al. (1998) explican que para 1950 se habían impuesto paulatinamente una serie de limitaciones a la participación política abierta y plural de la sociedad, solo las élites disfrutaban de tales libertades. En esta ocasión, las bandas de narcotraficantes sí compartieron la misma suerte que otros sectores sociales subalternos. Andrade Bojorges narra que hacia 1953, cuando ya la alta demanda internacionales de enervantes había refluido, se instauró una política de doble rasero con respecto al narcotráfico: la élite política intentó deslindarse de su asociación con las bandas de traficantes del noroccidente y el Bajío, pero existían ya fuertes vínculos e intereses comunes, por lo que se decidió permitir el trafico a las bandas supeditadas a la élite política y prohibirlo a las bandas insumisas ante el Estado o aliadas de grupos políticos opositores. Las reformas sociales se fueron deteniendo y en algunos casos (como el reparto agrario) se revirtieron, en tanto que crecía la dependencia económica y política hacia los Estados Unidos. En las elecciones de 1952, la élite política se fracturó y una facción disidente promovió la candidatura opositora de Miguel Henríquez. El régimen recurrió al fraude electoral y a la represión masiva (masacre de la Alameda Central). Esta fractura generó por primera vez una respuesta armada popular en Morelos: la guerrilla rural agrarista de Rubén Jaramillo. Carlos Ramírez (1998) afirma que a finales de la década de 1950 comenzó una de las etapas de mayor enfrentamiento entre las facciones de la élite y de mayor represión al malestar social. Entre 1956 y 1968, estalló la disputa política entre el partido de Estado y fuerzas políticas de oposición, especialmente de izquierda. Eran síntomas de una agitación social importante ante un gradual estrechamiento del espacio político y una sistemática violación del pacto original entre el Estado y las masas populares. Por otra parte, Basáñez narra que la élite empresarial creó en 1962 el máximo órgano decisorio empresarial (Consejo Mexicano de Hombres de Negocios) como respuesta al apoyo político otorgado por el gobierno mexicano al proceso revolucionario cubano, al uso de libros de texto gratuitos con tendencias progresistas en las primarias, a la tolerancia hacia la disidencia izquierdista clasemediera (MLN) y a la nacionalización de la industria eléctrica, entre otros. La élite política afrontaba conflictos en dos frentes sociales. Arroyo indica que pese a todo, el modelo maduró durante la década de 1950 con el llamado “Milagro Mexicano” y solo mostró signos de agotamiento hasta la segunda mitad de la década de 1960.

Ramírez establece que la situación económica y política, aunada a las cíclicas crisis propias a la economía capitalista, generó amplios movimientos sociales contestatarios y reivindicativos en ascenso desde finales de la década de 1950, aunque el periodo culminante de estas movilizaciones ocurrió entre la segunda mitad de la década de 1960 y la primera de la década de 1970. Basáñez afirma en este sentido que el Movimiento Estudiantil de 1968 fue la coronación de una tendencia sociopolítica que empezó a gestarse en la década de 1940. Este movimiento apuntó y subrayó los efectos negativos del modelo establecido por la élite burocrática gobernante al mismo tiempo que cuestionaba el papel de la élite empresarial burguesa como pieza central del desarrollo nacional. Este movimiento contestatario desencadenó la faceta autoritaria y represiva de los dos aparatos políticos paralelos: gobierno y empresarios se unificaron frente al Movimiento Estudiantil. Pero al mismo tiempo, el Movimiento habría generado una severa crisis de legitimidad política y habría abierto un periodo de lucha por la dirección ideológica de la sociedad mexicana entre la élite burocrática gobernante y la élite empresarial burguesa. Ante la amenaza planteada por el

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Movimiento Estudiantil al desafiar tanto al “desarrollismo” público como al sector empresarial, las dos grandes élites mexicanas (la gobernante y la empresarial) se vieron obligadas a reforzar sus características o aspectos positivos: la hegemonía. Así, después de 1968 aumentaron constantemente las exhortaciones de cada élite a sus respectivas bases sociales. De esta manera, empezó la lucha por la hegemonía entre ambas élites. Sin embargo, los llamamientos ideológicos de gobierno y empresarios resultaron incompatibles entre sí y la lucha por la hegemonía ideológica social se extendió a una lucha política por subordinar una élite a la otra y controlar el aparato estatal. Durante esta confrontación, la élite política cooptó a las dirigencias opositoras y disidentes mediante la apertura política (el PCM volvió a la legalidad) y la adopción de un discurso radical “populista”. La élite empresarial, por su parte, se centró en controlar el manejo y la orientación de los medios masivos de comunicación (especialmente la televisión) para atraerse a las clases medias urbanas, propagando y reforzando su dirección ideológica potencial; y, al mismo tiempo, inició un proceso de gradual penetración del aparato del Estado, a través de su brazo político opositor (PAN), para asegurar sus intereses en los niveles de toma de decisiones públicas. Igualmente, en 1975 creó un organismo coordinador empresarial como reacción a las políticas gubernamentales. Así, los principales instrumentos en la lucha por la hegemonía mexicana después de 1968, habrían sido el aparato estatal, la televisión y las universidades. La fuerza más temible de la élite política era su capacidad de convocatoria popular y la legislación constitucional que le permitía realizar nacionalizaciones sobre sectores económicamente estratégicos. Por su parte, la élite empresarial empleaba frecuentemente la amenaza de frenar la inversión privada y enviar sus capitales fuera del país, así mismo, el control de los medios masivos (especialmente la televisión) se hizo cada vez más importante como herramienta de control social.

Arroyo continúa exponiendo que a principios de la década de 1970 sobrevino una etapa de crisis estructural o de productividad que originó la caída de la tasa de ganancia burguesa. Sin embargo no se confrontó plenamente esta crisis debido a la euforia provocada por el descubrimiento de reservas petroleras. Basáñez propone que la política mexicana entre 1968 y 1982 se divida en cuatro periodos: a) De 1968 a 1973 (de la represión del Movimiento Estudiantil al asesinato de Eugenio Garza Sada). Esta etapa estuvo dominada por el intento del gobierno de revitalizar su alianza con el sector empresarial a través del máximo líder de la élite empresarial: Eugenio Garza Sada; al tiempo que se producía un cambio en el apoyo popular, de obreros a campesinos, para relegitimar el liderazgo de la élite política. El descontento y la movilización campesinos crecieron, haciéndose cada vez más funcionales en apoyo al gobierno. Simultáneamente, durante el periodo de 1971-1973, el gobierno intentó fortalecer el apoyo obrero al régimen mediante la aceptación del surgimiento de agrupaciones obreras independientes del control oficial. Por otra parte, luego de la represión brutal contra el Movimiento Estudiantil, el gobierno trató de reconciliarse con las clases medias urbanas a través de crecientes apoyos a las universidades y la apertura de canales de participación social y política (especialmente en áreas relacionadas con el campo) a grupos de académicos e intelectuales disidentes, lo cual trajo diversos conflictos dentro del sector público. En este contexto, Garza Sada garantizaba al gobierno la disciplina de los empresarios frente a las

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nuevas políticas públicas. El programa de reformas económicas del echeverrismo condujo a ciertos grupos empresariales a pensar que el gobierno estaba yendo demasiado lejos. La posibilidad de serios desacuerdos internos y presiones subsecuentes sobre el sector público produjo una moderación en la posición gubernamental respecto al sector empresarial. A pesar de ello, el gobierno llevó adelante reformas legales que no eran del agrado del sector privado. El liderazgo de la oposición empresarial fue asumido por los inversionistas extranjeros quienes impulsaron la organización para defender la “libre empresa”. Bajo estas circunstancias ocurrió el asesinato de Garza Sada, y la confrontación entre empresarios y gobierno subió de tono, involucrándose activa y directamente tanto los empresarios nacionales como los extranjeros. Una acción política y económica trascendental fue la presión económica empleada por Estados Unidos para evitar el ingreso de México en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) por medio de una carta de comercio en la que se excluía a todos los miembros de esa organización del sistema de preferencia estadounidense para comerciar. En consecuencia, México no pudo colocar libremente su petróleo en el mercado mundial y solucionar así sus problemas económicos y financieros. b) De 1973 a 1976 (del asesinato de Garza Sada a la expropiación de tierras en Sonora). Esta etapa estuvo dominada por la activa participación del sector empresarial en la política nacional y la competencia por el control político interno de los empresarios, al tiempo que el gobierno volvía a requerir del apoyo tanto de obreros como de campesinos. La élite empresarial se fracturó luego del asesinato de Garza Sada: los empresarios extranjeros y sus asociados nacionales se pronunciaron por la implantación de las estrategias “monetaristas o no intervencionistas” en política económica; en tanto que los empresarios nacionales medianos y pequeños se inclinaban por la continuación del modelo “estructuralista o intervencionista”. Mientras la élite empresarial sufría reacomodos y se imponía la “línea dura monetarista” dentro del liderazgo empresarial; el gobierno notificó a militares y obreros la integración de una “alianza popular nacional” (excluyendo a toda clase de empresarios) en preparación de acciones mayores. Las movilizaciones campesinas subieron de tono y las invasiones de tierras en Sonora amenazaban con degenerar en un choque violento con los grandes terratenientes locales. Hacia 1974, ante el ascenso del conflicto con la élite empresarial, el gobierno se apoyó fuertemente en el sindicalismo corporativo oficial y el sindicalismo independiente encontró condiciones menos propicias para su acción. Los sindicatos independientes no eran capaces de proveer apoyo efectivo al gobierno ni estaban dispuestos a subordinársele. La confrontación llegó a tal nivel que la élite empresarial hizo saber a la élite política que estaría dispuesta a levantarse en armas, que sus sectores líderes eran lo suficientemente fuertes para prescindir del apoyo estatal y que el gobierno era ahora quien dependía económicamente de los empresarios. Las principales razones de su descontento eran: la tolerancia oficial al sindicalismo independiente, las demandas obreras de incrementos salariales, el proyecto de control de precios, la ley de protección al consumidor y la ley para regular la inversión extranjera. Los empresarios no entraron en conflicto directo con el gobierno, pero sí iniciaron tres acciones de desestabilización a largo plazo: la contracción de la inversión y la fuga de capitales, el diseño de un mensaje ideológico masivo para “mejorar la imagen empresarial” ante la población, y la unificación y coordinación de las acciones políticas del sector privado con la creación del

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Consejo Coordinador Empresarial. En noviembre de 1975, ante los conflictos agrarios en Sinaloa y Sonora, el sector privado realizó una “huelga de agroempresarios” en Sinaloa. En este contexto, en septiembre de 1976 estalló la crisis económica: el gobierno se vio obligado a devaluar el peso frente al dólar (con lo que comenzó una caída continua del valor del peso) y a aceptar las condiciones de los organismos financieros internacionales a los que acudió buscando ayuda para no caer en la moratoria de pagos de la deuda externa. La situación era tan crítica que la caída del régimen de partido político oficial de Estado parecía inminente. Pero aparecería un elemento “perturbador”: desde 1975 se habían localizado varios riquísimos yacimientos en algunas zonas del sureste del país (Chiapas, Tabasco y la Sonda de Campeche). Confiada en este potencial económico, la élite política no dudó en expropiar 110,000 hectáreas de tierras de grandes latifundistas del Valle del Yaqui, Sonora, y entregarlas a ejidatarios en octubre de 1976. c) De 1976 a 1980 (de la expropiación de tierras en Sonora al rechazo de entrar al GATT). Esta etapa estuvo dominada por la apertura política otorgada por el gobierno para desactivar la disidencia, así como la desactivación de las amenazas potenciales provenientes del sector empresarial, a través de otorgar un respaldo explícito a las empresas. Ante la endeble situación económica nacional, el gobierno debió recurrir a la intermediación de los empresarios para sostener los sectores económicos básicos, además de recurrir al FMI para recibir apoyo financiero a cambio de liberalizar parcialmente la economía mexicana. La élite empresarial cesó todos sus ataques contra el gobierno y se centró en tres líneas: a) mantener el control del aparato político empresarial; b) edificar un liderazgo empresarial fuerte, y c) incrementar la penetración empresarial en las dependencias de gobierno. El nuevo gobierno abandonó todo intento de apoyarse en la movilización campesina y se centró en torno al sindicalismo obrero oficial. Hacia 1978 canceló el reparto agrario y despertó el descontento de grupos campesinos marginales que podrían clasificarse como fuera de la hegemonía y/o el control gubernamental. Sin embargo, el apoyo requerido por la élite política por parte de los trabajadores ya no se relacionaba con el enfrentamiento con el sector privado sino, inversamente, para el sostenimiento de la “alianza para la producción”; esto es, la desmovilización de los obreros y la reducción de sus demandas, especialmente las referentes a incrementos salariales. La oposición a tales medidas provino, lógicamente, del sindicalismo independiente, sobreviniendo una ola de huelgas entre 1977 y 1979 que fueron reprimidas de manera firme por el gobierno con el apoyo de los empresarios. Esta línea dura en política laboral se acompañó con la apertura de una expectativa política que canalizó la inconformidad de un buen número de grupos independientes: la Reforma Política de 1977. El gobierno tuvo la habilidad de lograr el consentimiento de los obreros a través del vehículo electoral. Los sindicatos independientes disfrutaron de un clima favorable entre 1977 y 1979, justo mientras se restringían las demandas laborales. Esta restricción se originaba en los compromisos asumidos con la élite empresarial, en el acuerdo signado con el FMI en 1976 y en las adversas condiciones económicas internas. Al mismo tiempo, la apertura en la participación política captó a los grupos disidentes dispersos en partidos políticos opositores a los que se permitió ocupar lugares en el Congreso. La difícil situación económica se contuvo temporalmente con la decisión gubernamental de aumentar la exportación petrolera aprovechando el auge de su precio. En medio de la euforia por esta solución, la élite política confrontó los propósitos del FMI y del Banco

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Mundial para lograr tres objetivos: a) la integración de un mercado común norteamericano; b) abrir la economía mexicano incorporándola a Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), y c) dar a México el papel de productor petrolero para los Estados Unidos; así, en marzo de 1980, el gobierno se negó a incrementar su producción petrolera acorde con las necesidades estadounidenses y a ingresar al GATT. En medio de este ambiente, en 1979 México apoyó activamente el proceso revolucionario nicaragüense, dio reconocimiento a la guerrilla salvadoreña y estrechó sus relaciones con Cuba. Nada de esto fue del agrado de la élite empresarial ni de los inversionistas extranjeros.

d) De 1980 a 1982 (del rechazo de entrar al GATT a la declaración de moratoria en el pago de la deuda externa). Arroyo apunta que la caída de los precios del petróleo en 1981 terminó con las expectativas de la élite política por recuperar su legitimidad desafiada y reforzar su hegemonía social por sobre la élite empresarial. Gallo et al. explican que los altos ingresos nacionales derivados de la venta de petróleo habían sido utilizados para revitalizar la misma política económica que se venía practicando desde 1940: subsidios a la industria y el campo, carencia de medidas para superar el déficit fiscal y el desequilibrio comercial, “faraónicas” obras de infraestructura pública y corrupción desmedida en las empresas públicas. Además del agravante del endeudamiento externo para explotar los nuevos yacimientos petroleros. La caída de los ingresos petroleros precipitó una violenta salida de capitales fuera del país. La élite empresarial recurrió a su viejo método de desestabilizar al régimen cortándole todas las vías de financiamiento. Las reservas nacionales decrecieron alarmantemente. El peso fue tardíamente devaluado en alrededor de un 400%, desatándose un proceso inflacionario sin precedentes. Lógicamente, el malestar popular creció de manera importante. Sin embargo, el régimen tendría aún la habilidad de desviar este malestar hacia la élite empresarial: culpó a los banqueros del saqueo del Tesoro nacional. En febrero de 1982 la élite política se vio forzada a declarar la moratoria de pagos de la duda externa. En los meses subsiguientes, el régimen estableció un rígido control de cambios e invocó el apoyo popular para nacionalizar los bancos privados en septiembre de 1982 con la finalidad de frenar la salida de capitales y reorganizar las finanzas mexicanas. Tales medidas molestaron aún más a la élite empresarial y a sus asociados extranjeros. La confrontación entre las dos élites mexicanas volvió a encenderse. Para entonces, el sector privado había ya logrado penetrar algunas dependencias de gobierno y, aliados al grupo “monetarista” del sector público, los empresarios lograron manipular la designación del siguiente gobernante: un destacado abogado formado en el Banco de México, con estudios de posgrado realizados en prestigiadas universidades estadounidenses, con experiencia en materia económica y el primero de una lista de gobernantes con una visión orientada al mercado, en consonancia con los dictados de las instituciones financieras internacionales, tendientes al neoliberalismo y la globalización, y marcados por líderes defensores del aperturismo y la desregulación como Margaret Thatcher o Ronald Reagan.

2. Ciclo Político “Neoliberal” (1982-2006)

Arroyo explica que el estallido de la crisis de la deuda externa en 1982 permitió el ascenso del sector de la élite política más comprometido con los intereses de la élite empresarial: la

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tecnoburocracia (el grupo de los “monetaristas” del sector público). Este nuevo sector político cambió el modelo de Estado vigente desde 1920. La bandera y los ideales de la Revolución Mexicana empezaron a perder vigencia y dejaron de ser mencionados en los discursos oficiales de la nueva élite gobernante. El discurso oficial incorporó los términos: globalización, comercio internacional, integración de mercados. La clase política mexicana que impulsó este cambio era una clase de políticos jóvenes, la mayoría economistas educados en Estados Unidos o Gran Bretaña. La principal característica de esta nueva élite ha sido el impulso de la economía de libre mercado. García Martínez et al. (2002) explican que este proceso inició con la entrada de México al GATT en julio de 1986 y alcanzó su apogeo con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en noviembre de 1993. Molina Hernández explica que el TLCAN se erigió en una especie de constitución “supranacional” que vela por los intereses de hombres de negocios, inversionistas, dueños de capitales y gerentes de empresas trasnacionales, además de las élites subordinadas locales que encabezan la parte operativa. También debe ser entendido en relación a intereses de “seguridad nacional” y motivaciones geoestratégicas de los Estados Unidos. Las evaluaciones sobre el TLCAN revelan que ha sido un desastre económico para la mayoría de los sectores económicos mexicanos y un gran negocio para la élite empresarial ligada a los grandes negocios del sector externo orientados al mercado estadounidense. No es extraño, dicen García Martínez et al., que, apenas un año después de la firma del acuerdo, estallara el levantamiento armado campesino en Chiapas contra la nueva política y el nuevo modelo económico. Esta tendencia se hizo aún más evidente después de la grave crisis financiera de 1995 que provocó una nueva devaluación del peso mexicano frente al dólar (Molina Hernández recuerda que, desde la década de 1970, México perdió la estabilidad que le caracterizaba y que las crisis económicas recurrentes, en 1976, 1982, 1986 y 1995, siempre han sido “cargadas” sobre las clases medias y bajas). Frente a este continúo desgaste, el modelo del partido oficial de gobierno se agotó y el PRI empezó a perder las presidencias municipales de importantes ciudades y su primer gubernatura en 1989 a manos del PAN. Los empresarios comenzaban a desplazar a la vieja élite política y a dominar hegemónicamente a la sociedad mexicana. Esto se confirmó claramente en 1997 al integrar ya un bloque legislativo opositor importante dentro del Congreso. Después de décadas, la élite política aglutinada en torno al PRI había perdido su hegemonía y quedaba supeditada a la élite empresarial. Aunado a esto, dentro del mismo partido surgieron serios desacuerdos entre los “estructuralistas” que deseaban conservar el antiguo modelo económico y los llamados “monetaristas o tecnócratas”, aliados políticos del sector privado, quienes finalmente ganarían la lucha al interior del partido en 1988; esta pugna dentro del PRI provocó una fractura irremediable en las filas de la élite política postrevolucionaria al abandonar sus filas el hijo del Gral. Lázaro Cárdenas, Cuauhtémoc Cárdenas, que a la postre fundaría un nuevo partido político, el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que aglutinaría a los distintos sectores de la disidencia política e intelectual.

Molina Hernández (2007) narra que, debido a diversos factores como los efectos de la devaluación del dólar y la consecuente crisis económica, el aumento de la delincuencia y el malestar generalizado de la población, el PAN ganó las elecciones presidenciales en julio de 2000 y, por primera vez en la historia moderna de México, un partido diferente al PRI asume la Presidencia de

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la República. La élite empresarial había asumido directamente el control del aparato estatal, desplazando a la élite política, e incluso a sus aliados “monetaristas o tecnoburócratas”. El nuevo régimen sería “un gobierno de empresarios y para empresarios”, como acertadamente manifestó el nuevo presidente. Sin embargo, en la Ciudad de México la preferencia electoral fue completamente diferente desde 1997, con la elección de líderes de la disidencia política, agrupados en torno al PRD, como Jefes de Gobierno del DF. Arroyo afirma que, al privilegiar la restructuración de la economía, la readecuación de la integración de México en las relaciones capitalistas internacionales y el tránsito hacia una economía capitalista fincada en el sector externo, la nueva élite gobernante desde 1982, tanto a través de los políticos “monetaristas” como de los empresarios propiamente, ha descuidado las condiciones políticas que hacían viable la estabilidad del sistema mexicano. Aún más: la “tecnoburocracia monetarista” ha privilegiado la identificación del Estado con los intereses de un sector muy pequeño y delimitado de la burguesía (financiero, turístico y exportador), abandonando a otros sectores burgueses y, sobre todo, incumpliendo el pacto social histórico entre el Estado y las clases subalternas, lo cual se ha traducido en el enorme deterioro de las condiciones de vida de la población mexicana. Es decir, agudiza ambos niveles o ámbitos de la contradicción que deberían ser mantenidos en los límites del orden. El Estado se ha polarizado y con ello ha perdido márgenes históricos de autonomía, con lo que disminuye su capacidad de manejo de las confrontaciones interburguesas, limita su papel hegemónico, pierde legitimidad y se debilita todo el sistema de control sobre las clases populares.

Sin embargo, Roux afirma que este cambio de modelo no se explica por la llegada de los tecnoburócratas a la dirección del aparato estatal, sino por la reorganización mundial del capital iniciada en la década de 1980. Roux explica que los efectos de este cambio de modelo estatal se manifestaron como una profunda crisis política con la ruptura de la élite política en 1988 a raíz de la cuestionada elección presidencial de ese año. La reestructuración del modelo estatal mexicano se profundizó en la década de 1990 en torno a seis grandes ejes: a) reorganización de los procesos productivos y de las relaciones laborales; b) modificación del régimen de propiedad agraria; c) transferencia de bienes y servicios estatales a manos privadas; d) reestructuración del sistema educativo y redefinición del trabajo intelectual; e) redefinición de las relaciones Iglesia-Estado; f) integración subordinada del país al proyecto hemisférico estadounidense (aspecto que Carlos Fazio (1996) define como la “Triple Vinculación” entre México y Estados Unidos: política, económica y militar. La tendencia se habría acentuado a raíz de la firma del Acuerdo para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte, ASPAN, en 2005, en el cual se incluyó la “cooperación” militar conjunta). Esta serie de modificaciones apuntan hacia las siguientes consecuencias inmediatas: 1) erosión de la soberanía, debilitamiento de las instituciones y cesión del mando estatal en asunto estratégicos internos; 2) mutación de las fuerzas estatales de seguridad en apéndices de las fuerzas de seguridad regionales para afrontar conflictos internos; 3) remplazo de la burocracia estatal (la élite política) por un complejo de grupos empresariales (la élite empresarial); 4) “feudalización” del país en poderes regionales y constitución de “señoríos” territoriales; 5) reconfiguración de las relaciones entre el sector público y el sector privado a favor de este último.

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Molina Hernández continúa exponiendo que, bajo estas circunstancias, en las elecciones presidenciales del 2006 el PRD obtuvo el mayor porcentaje de votos en su historia, sin embargo, a través de los tradicionales mecanismos de fraude electoral y coacción del voto, el triunfo le fue escamoteado y se impuso nuevamente al candidato del PAN como Presidente de México. El 1 de diciembre de 2006 sería investido el nuevo presidente, en medio de una importante crisis política de legitimidad emanada de las sospechas de un fraude electoral. Inmerso en un tenso ambiente político, se realizó la toma de protesta presidencial más corta de la historia de México: 5 minutos aproximadamente. El primer acto de gobierno del nuevo presidente sería pronunciar un discurso oficial ante los militares en su calidad de Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas. Este acto simbólico mostró la proximidad del fin de un ciclo político y del inicio de otro ciclo nuevo aparentemente marcado por la creciente y activa importancia de los militares en la política mexicana.

LOS CICLOS MEXICANOS DE PROTESTA SOCIAL 1940-2006

Tilly (1995) apunta que todo movimiento social de protesta opera haciendo referencia a tres sectores de la población: a) los que detentan el poder, objeto de las reclamaciones, quienes toleran las movilizaciones solo si sus reclamos son mínimos; b) los activistas, desde colaboradores menores hasta líderes, que no necesariamente pertenecen a las poblaciones desfavorecidas, y suelen interconectarse en una compleja y extensa red de movimientos sociales, y c) la población desfavorecida, en nombre de la cual los activistas plantean y/o respaldan las reclamaciones. Teniendo en mente estas precisiones, encontramos que, aún bajo el esquema corporativo social y la reafirmación del pacto entre el Estado y las clases subalternas, heredados del cardenismo entre 1936 y 1938, los conflictos sociales iniciaron desde los primeros años del ciclo económico largo estudiado.

1. Movimientos obreros-sindicales

Iglesias reporta que ya entre 1940 y 1946, de 2320 huelgas obreras, 39 se declararon “inexistentes” y 211 “ilícitas”, las cuales fueron reprimidas empleando grupos gangsteriles o fuerzas de seguridad del Estado. Basáñez puntualiza que en 1947 las agrupaciones obreras reunidas en la Confederación de Trabajadores de México (CTM, máximo órgano del sector obrero oficial) protagonizaron un cisma que desgajó el monolitismo corporativo estatal. Iglesias narra que, a raíz de la imposición oficial de líderes en el sindicato ferrocarrilero, en 1948, el sindicalismo mexicano entró en una etapa de corrupción, despojando de todo valor a la movilización obrera. Gallo et al. explican que, a partir de 1956, los ingresos del gobierno decrecieron, el endeudamiento se incrementó y se presentaron las primeras devaluaciones e inflaciones, al tiempo que los obreros comenzaban a mostrar signos de descontento. Entre 1956 y 1968, estalló la disputa política entre el partido de Estado y fuerzas políticas de oposición, especialmente de izquierda. Ramírez narra que esta disputa inició en 1956 con el conflicto dentro del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, cuyos integrantes, encabezados por líderes izquierdistas, iniciaron un movimiento disidente exigiendo la democratización del mismo y el fin del corporativismo controlado desde el Estado. Tras este movimiento, sobrevino una avalancha de movilizaciones sindicales con las mismas demandas. A lo largo de la siguiente década, la estructura

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sindical controlada por el Estado fue sacudida por movimientos de independencia sindical: maestros, ferrocarrileros, telegrafistas, petroleros, electricistas y telefonistas, además de la creación de uniones obreras no oficiales. Basáñez indica que los movimientos de los ferrocarrileros y maestros en 1958 eran una respuesta al estrechamiento del espacio político y a una sistemática violación del pacto original entre el Estado y las masas populares. No eran movimientos de simple oposición o de disidencia interna, sino de auténtica ruptura violenta con el Estado. De esta manera, narran Scherer y Monsiváis (2004), hacia 1958 se abrió en México un nuevo periodo de luchas populares: la vida política nacional daba la apariencia de paz y tranquilidad. De esa paz surgió la lucha obrera por democratizar a las instituciones del país. En 1957, los ferrocarrileros organizaron una huelga que terminaría por reconquistar la dirección de su sindicato. A ellos se unieron petroleros, telefonistas, telegrafistas, maestros, estudiantes, etc. Había agitación, mítines, paros, huelgas. La insurgencia cívica crecía, colmaba las calles y rebasaba los mecanismos de control social. Para hacer frente a esta crisis social, el gobierno inició una fuerte escalada represiva a partir de 1959. La intervención de las fuerzas políticas de “izquierda” en todo este proceso fue totalmente equivocada y desafortunada, no solo no apoyaron a los movimientos sociales que se manifestaban, sino que incluso los acusaron de extremistas, provocadores, ingenuos e impacientes. Para 1960, las movilizaciones obreras habían cesado.

Moguel (1987) explica que el siguiente ciclo largo del movimiento sindical va de 1968 a 1987 y tiene cuatro etapas fundamentales:

La primera etapa, de refundación (1968-1976), está enmarcada por el surgimiento de luchas urbano-populares no obreras (el llamado Movimiento Urbano Popular) y de un renovado movimiento campesino nacional e independiente. En este contexto se da la llamada “Insurgencia Sindical” gestada en torno a la Tendencia Democrática del sindicato de electricistas. Múltiples secciones del Sindicato Minero Metalúrgico, entre ellas las de Fundidora Monterrey, de Cananea y del complejo Lázaro Cárdenas, lograron sacudirse la dominación de los líderes oficiales. En el sindicalismo automotriz también se propagó la insurgencia sindical y también entre los trabajadores de las empresas refresqueras y cerveceras. El Frente Nacional de Acción Popular (FNAP) constituiría la expresión formal organizativa de esta movilización. El gobierno respondió con la represión extendida sobre todo movimiento emergente o en desarrollo, pero particularmente se concentró en el hostigamiento y la aniquilación de la Tendencia Democrática electricista con la ocupación militar de las instalaciones de la industria eléctrica nacional a finales de 1976. La segunda etapa, de defensa y rearticulación orgánica de fuerzas (1976-1982), se caracteriza por la actitud defensiva y de repliegue del sindicalismo, lo cual le imposibilitó afectar el proceso de desgaste de la élite política frente a los ataques de la élite empresarial, al tiempo que perdió niveles históricos de remuneración salarial y de los niveles de vida de los trabajadores. Las clases medias urbanas (a través del sindicalismo universitario y de los trabajadores de la industria nuclear) intentarán tomar el liderazgo, pero la atomización social lo impedirá. Al mismo tiempo, otros sectores populares (campesinos, posesionarios y maestros) crearán nuevos organismos sectoriales de coordinación nacional (Coordinadora Nacional Plan de Ayala, Coordinadora Nacional del Movimiento Urbano Popular y Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación).

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Durante la tercera etapa, de despliegue ofensivo izquierdista (1982-1983), las coordinadoras, frentes, sindicatos y partidos de izquierda, acicateados por la crisis y la coyuntura política abierta por la nacionalización de la banca, intentarán realizar acciones organizadas a nivel nacional. En mayo de 1983 se realizó un paro nacional de 24 horas en el que participaron cerca de 200 mil trabajadores. Un mes después estalla la ola de huelgas más importante desde la etapa de la “Insurgencia Sindical”. Esto fue posible por la fractura de la “unidad burocrática” desatada por el choque entre los grupos “monetarista” y “estructuralista” dentro de la élite política, fractura que alcanzó al sindicalismo oficial corporativo. En total, estallaron más de 2000 huelgas en solo 15 días y se realizaron masivas manifestaciones en el D.F., Puebla, Guadalajara, San Luis Potosí, Tamaulipas, Baja California y Estado de México. El gobierno respondió otorgando un aumento general del 16% al salario, pero no le otorgó el carácter de obligatorio y obligó a que cada sindicato lo negociara por separado con cada empresa. Esto rompió la unidad del movimiento. El sindicalismo oficial se retiró de las movilizaciones y en agosto pactó con el gobierno y los empresarios el “Pacto de Solidaridad Nacional”. Los pocos sindicatos que permanecieron en huelga fueron golpeados legalmente. Esto coincidió con la represión generalizada contra los campesinos y los posesionarios urbanos, cuyas organizaciones también fueron aplastadas legalmente. La cuarta etapa, de crisis de la izquierda (1984-1988), se caracteriza por un nuevo periodo defensivo. Todo nuevo intento de articular el descontento obrero y popular se agotó rápidamente. Aún cuando en junio de 1984 se realizó exitosamente otro paro nacional de 24 horas, la debilidad y el desgaste de las organizaciones populares y los sindicatos eran evidentes. En estas condiciones, el terreno electoral pareció más adecuado, pero las luchas electorales solo reflejaron en un nuevo plano la misma condición de debilidad, estancamiento y división interna.

El capítulo más reciente del movimiento obrero-sindical fue la ruptura del sindicalismo oficial. En noviembre de 1998, ante la total debilidad del sindicalismo oficial, se creó la Unión Nacional de Trabajadores (UNT), que integra a más de 150 sindicatos y en torno a un millón trescientos mil afiliados. Sin duda es un punto de inflexión en el movimiento sindical mexicano. El surgimiento de la UNT fue producto de las presiones de los restos de los sindicatos independientes y de la agitación social en la base de los sindicatos oficiales. Fue así como algunos sectores del sindicalismo oficial decidieron que era el momento de adaptarse a los nuevos tiempos, con el fin de no perder sus posiciones privilegiadas en el seno de la burocracia sindical, cuya dirigencia máxima, conforme se agudizaban las contradicciones, perdía poder de negociación con el régimen. El principal punto de convergencia es el cuestionamiento al sindicalismo oficial corporativo como vocero de la clase obrera mexicana ante el gobierno. Aunque la defensa de la democracia sindical no es uno de los atributos de la UNT, cuando así lo han considerado necesario, no han dudado en emplear grupos de choque para reprimir otras corrientes sindicales en su seno, implementar fraudes para mantenerse en el poder o meter en la cárcel a aquellos que les estorbaban.

2. Movimientos campesinos

En cuanto al descontento campesino, entre 1940 y 1946, el gobierno mexicano pactó el envío de trabajadores agrícolas (“braceros”) a los campos de Estados Unidos, mientras se restringía gradualmente el reparto de tierras. Sería hasta 1952, ante la “derechización” del sistema, la

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pérdida de dinamismo económico, los retrocesos en el respeto a los derechos de las masas populares y la ruptura de la élite política con motivo de la sucesión presidencial, que iniciarían los primeros brotes de protesta agraria. Ramírez narra que la imposición de Miguel Alemán en la presidencia por la vía del fraude y la represión masiva de los simpatizantes de la oposición política (masacre de la Alameda Central) en 1952, marca el inicio de la etapa de mayor enfrentamiento entre la élite política y la disidencia, así como de mayor represión al malestar social. Esta imposición desataría la actividad de la primera guerrilla rural agrarista en Morelos (1952-1959), liderada por Rubén Jaramillo y vinculada al opositor Partido Agrario y Obrero Morelense (PAOM). Gallo et al. explican que hacia 1956, la situación empeoró: la economía de Estados Unidos entró en una recesión que provocó una caída en las exportaciones agrícolas mexicanas, factor clave dentro del modelo económico; a esto debe sumarse el inicio del desarrollo del sector turístico y la penetración de empresas agroindustriales extranjeras. Todo esto generó una importante crisis en el sector agrario al ser completamente sacrificado a favor del sector industrial. Ramírez explica que la inconformidad campesina fue creciendo hasta generar estallidos aislados en algunas regiones especialmente golpeadas por la crisis. El sector agrícola estaba al borde del desmantelamiento debido al acaparamiento de tierras en manos de empresas extranjeras madereras, agroindustriales, de bienes raíces y de desarrollo de complejos turísticos (es la época en que comienza el desarrollo de polos turísticos como Acapulco o Cuernavaca). Las luchas campesinas de la Unión General de Obreros y Campesinos (UGOCM) en el noroeste del país como respuesta a la política agraria oficial a finales de la década de 1940, la irritación agrarista tras el asesinato del líder Rubén Jaramillo en 1962, la creación de la Central Campesina Independiente (CCI) en 1963, en el contexto del Movimiento de Liberación Nacional (MLN), y la aparición de los primeros brotes guerrilleros socialistas rurales en Chihuahua en 1965, eran síntomas de una agitación social importante que respondía al gradual estrechamiento del espacio político y a una sistemática violación del pacto original entre el Estado y las masas populares. Scherer y Monsiváis narran que, mientras se desarrollaban los movimientos ferrocarrilero y magisterial, de forma paralela, se desarrollaba en el campo un nuevo ascenso de luchas por la tenencia de la tierra que llevaría a numerosos grupos campesinos a abandonar las peticiones legales y a invadir las tierras haciéndose justicia por sí mismos, sobre todo en Guerrero, Oaxaca, Morelos y Chihuahua. Una parte de las organizaciones campesinas optaron por la vía armada entre 1965 y 1972, especialmente en Chihuahua y Guerrero.

Gallo et al. afirman que la década de 1970 conoció importantes movimientos campesinos independientes, integrados por organizaciones de pequeños grupos de solicitantes o comunidades que demandaban la restitución de tierras en manos de caciques y terratenientes. Hubo ocupaciones de latifundios, tomas de oficinas públicas, caravanas, huelgas de hambre, bloqueos de carreteras, etc., en Chiapas, Michoacán, Oaxaca, Durango, Chihuahua, Puebla, Veracruz, Hidalgo, San Luis Potosí, Zacatecas, Sonora, Sinaloa, Tlaxcala y el sur del D.F. Paré Ouellet (1992) afirma que en este periodo, las movilizaciones campesinas convergieron con la “Insurgencia Sindical”. Gallo et al. continúan exponiendo que las acciones de protesta dieron paso gestiones de negociación por parte del gobierno para intentar recuperar legitimidad y autoridad moral. En el periodo de 1976-1982, el nuevo gobierno declaró terminado el reparto agrario. La relación entre

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campesinos y gobierno se ubicó específicamente en el ámbito de la producción. Los excedentes petroleros permitieron a la élite política revitalizar a la burguesía rural latifundista. Ante esta situación, el descontento campesino volvió a encenderse y varios grupos agrarios en lucha se pronunciaron contra las políticas del gobierno. En este contexto fue creada la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (CNPA) en 1979, agrupando al campesinado pobre, a solicitantes de tierras y a ejidatarios y comuneros despojados de sus tierras o que defendían las que tenían. Paré Ouellet explica que ante las respuestas negativas del gobierno a sus demandas y el endurecimiento de la política agraria y el aumento de la represión, las demandas campesinas empezaron a politizarse. En mayo de 1981, se organizó la primera gran marcha nacional campesina hacia el D.F. Después de esta acción, se rompió la estructura corporativa estatal sobre los campesinos. Para 1983-1984, la coordinadora campesina se unió a la Asamblea Nacional Obrero-Campesina y Popular (ANOCP) y participó en los paros nacionales de mayo de 1983 y junio de 1984 en protesta contra las políticas de austeridad. Fue este un periodo anómalo. A partir de 1982, serían los campesinos medios quienes tendrían un papel más activo y movilizado en aquellas regiones en que la agricultura estaba más desarrollada, o donde los sectores por líneas de producción estaban más articulados. En cuanto a sus demandas, eran muy diversas y heterogéneas: tierras, servicios, crédito, alto a la represión y defensa de recursos naturales, lo cual dificultó su coordinación. Durante la década de 1980, sus acciones plantearon objetivos más concretos: negociaciones con autoridades, afectaciones de tierras en áreas precisas, aumento de precios de garantía, intervención de las organizaciones campesinas en el gabinete agropecuario, etc.

Gallo et al. señalan que el gobierno tecnócrata realizó la reforma al Artículo 27 Constitucional en junio de 1992. Esta reforma puso fin legal al reparto agrario y establece el derecho del pequeño propietario a promover el juicio de amparo contra las resoluciones de restitución de tierras y aguas, sin exigirse para ello certificados de inafectabilidad. Esta legislación lanza a los campesinos ejidatarios y pequeños propietarios a la dinámica del libre mercado, siendo presa fácil de las empresas agroindustriales trasnacionales. Esta reforma, así como la creación de un mercado privado de tierras y aguas por parte del gobierno, fueron posibles gracias al apoyo, la sumisión o la falta de fuerza política del movimiento campesino. El régimen salinista logró controlar al movimiento campesino con apoyos económicos selectivos. La mayor parte de los dirigentes oficiales e independientes firmaron (algunos bajo protesta) el apoyo a la reforma del Artículo 27. Las organizaciones que se opusieron apenas lograron efectuar algunas movilizaciones, pero éstas fueron insuficientes para revertirla. El gobierno quebró la resistencia campesina y doblegó a las organizaciones agrarias. Tras la reforma al Artículo 27, la mayoría de ellas recibió apoyos para sus proyectos, pero no como parte de una política de transformación del campo, sino con una lógica de contención del descontento social y de cooptación de las organizaciones. A partir de ese momento cambiaron las relaciones de las organizaciones de productores con el gobierno, el cual cerró los canales de negociación y redujo los recursos públicos y apoyos a los productores pequeños y más pobres.

Paré Ouellet señala que el fin del reparto agrario, la reforma al Artículo 27 (que vulneró la propiedad social de la tierra) y la entrada en vigor del TLCAN, obligaron a las organizaciones

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campesinas, tanto a las oficiales como a las llamadas independientes, a incluir una visión productiva. Estas transformaciones cambiaron las relaciones de las organizaciones agrarias con el gobierno y con sus bases. De la lucha por la tierra pasaron a la lucha por el mercado y a la construcción de estructuras en las cadenas productivas. Se crearon infinidad de empresas sociales que han diversificado la representación política y social de la población rural. Para enfrentar los desafíos de la apertura comercial, la privatización de la economía y el retiro de la intervención gubernamental en los mercados agropecuarios, numerosas agrupaciones de productores, sobre todo de granos, decidieron emprender el camino de la participación directa en la comercialización de sus cosechas. Con el propósito de defender su existencia como productores, evolucionaron de organizaciones que luchaban por la tierra a organizaciones para la producción y la comercialización. Así, los campesinos empezaron a luchar por no desaparecer ante la competencia de las grandes empresas agrícolas, nacionales e internacionales, y para quienes la industria nacional en plena recesión no ofrecía ninguna alternativa de empleo. Sin embargo, estos intentos fracasaron en su mayoría por la falta de apoyos reales del Estado, las condiciones adversas del mercado y las asimetrías con los socios comerciales, principalmente con Estados Unidos. La nueva concepción campesina de apropiarse de las distintas fases de producción y comercialización, la apuesta para promover una cultura productiva, a pesar de esfuerzos importantes en diversas regiones del país, ha dejado a la producción agrícola al borde o en la ruina ante las diferencias abismales con los competidores de Estados Unidos y Canadá. La sustitución de los cultivos tradicionales de exportación como el algodón, el café y la caña por nuevos cultivos vinculados a la producción de carne (sorgo, soya, cártamo) y el mercado de exportación, disminuyó las fuentes de empleo agrícolas. Ante esta situación, inició un proceso de migración masiva de campesinos hacia las ciudades o, más importante aún, hacia Estados Unidos de forma ilegal, dejando al campo mexicano semidespoblado.

Frente a este panorama, el mapa de las organizaciones campesinas, dispersas a principios del siglo XX y luego centralizadas en una organización corporativa nacional, la Confederación Nacional Campesina (CNC), se ha vuelto a multiplicar en cientos de organizaciones y experiencias locales y regionales con escasas ligas a nivel nacional. Las reformas legales y la apertura comercial produjeron una crisis en las principales organizaciones campesinas, que sufrieron una crisis de representatividad. De las tradicionales organizaciones creadas alrededor de la lucha por la tierra, a partir de fines de la década de 1980 y durante la década de 1990, surgieron redes y estructuras campesinas de pequeños y medianos productores para adaptarse a las nuevas condiciones de la competencia económica. Surgieron uniones de ejidos, uniones de crédito, uniones agrícolas, sociedades cooperativas, sociedades de producción, de comercialización, cajas de ahorro popular y bancos campesinos. Estas estructuras transformaron la organización de los campesinos en su esfuerzo por abarcar cadenas productivas completas. Las nuevas demandas eran propias de pequeños y medianos productores: por mejores precios para sus cosechas, por subsidios a los insumos agrícolas, por disminución de las tasas de interés al solicitar créditos, por democracia en sus organizaciones y por participación en las instancias decisorias de las políticas agrarias. Bajo este nuevo esquema, e influida por la aparición del EZLN en 1994, la lucha campesina se ha ido identificando con la lucha por el poder político municipal bajo la figura del ayuntamiento popular y

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el municipio autónomo, incluyendo la creación de “guardias” y “policías” comunitarias autónomas, en Michoacán, Guerrero, Oaxaca, Chiapas y Morelos.

3. Movimientos de las clases medias urbanas

Los movimientos estudiantiles y universitarios representan el mejor reflejo de las movilizaciones de las clases medias urbanas en México. Pérez Durán y Magaña Vargas (2004) dividen a estos movimientos en tres fases: a) fase de democratización (1956-1970); b) fase de radicalización (1971-1974), y c) fase de reflujo (1975-2000).

a) En la primera fase (1956-1970), los movimientos estudiantiles se deslindaron de los organismos de control del Estado como el Frente Nacional de Estudiantes Técnicos (FNET) y la Confederación de Jóvenes Mexicanos (CJM). La fase inició en 1956 con la huelga estudiantil del Instituto Politécnico Nacional (IPN). El movimiento se amplió hacia otras escuelas como algunas Normales Rurales, la Escuela Nacional de Maestros y la Escuela Normal Superior. A partir de ese momento, estudiantes izquierdistas iniciaron un proceso por democratizar las estructuras de gobierno y las organizaciones estudiantiles en las instituciones a las que pertenecían. Basáñez indica que el movimiento intelectual de la clase media izquierdista (Movimiento de Liberación Nacional) en 1961 apuntaba al gradual estrechamiento del espacio político y a una sistemática violación del pacto original entre el Estado y las masas populares. Pero fue hasta 1961, en la Universidad de San Nicolás de Hidalgo en Morelia donde se fundaron las bases de un movimiento estudiantil de dimensiones nacionales, ahí se conjugaron las acciones del MLN (Movimiento de Liberación Nacional) y los partidos de izquierda para detonar los procesos de democratización, gestándose un enfrentamiento abierto de la clase media urbana en contra del Estado y de sus mecanismos de control. En una línea semejante, en 1961 estallan los conflictos de la Universidad de Guerrero y de la Universidad Autónoma de Puebla. Ramírez explica que, apenas iniciado el régimen diazordacista, estallaron los movimientos huelguísticos de los telegrafistas y los médicos en 1965, iniciando una etapa de rebelión en amplios sectores de la clase media, marcando la creciente politización de la población y su voluntad de independencia frente al Estado. El nuevo gobierno acabó con estos conflictos laborales mediante la represión abierta. La respuesta opositora fue una gran agitación social y política entre los sectores campesinos y estudiantiles de Guerrero, Chihuahua, Sonora, Tabasco y el Distrito Federal, además de intensos debates en una franja importante de grupos radicales que comenzaban a optar por la lucha armada.

Para 1966 en Guerrero se inició lo que sería una gran oleada de movimientos estudiantiles con un mismo eje: la democratización y una mayor participación de los estudiantes en sus escuelas, a partir de ahí transciende en lo civil y lo social que es propiamente una participación en la vida política del país. En ese año estallan nuevas huelgas en la Escuela Nacional de Maestros, el Tecnológico de Coahuila y la Universidad de San Nicolás de Hidalgo en Morelia, hay grandes mítines de apoyo en las otras universidades del país, pero aún no logran tener un movimiento nacional. En la UNAM el movimiento estudiantil da inicio en 1964. Entre 1964 y 1965 la universidad vivía una tensión que en 1966 estalla en la Escuela de Derecho. Para 1967 el movimiento estudiantil democrático seguía creciendo en el país y la represión se hizo presente. En

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1968 los estudiantes de las Universidades Autónoma de Nuevo León y Benito Juárez de Tabasco detonaron otra huelga. Casi inmediatamente estalló el Movimiento Estudiantil Nacional. Ramírez afirma que la actitud represiva del Estado hacia las demandas de democratización por parte de las clases medias urbanas, fue una de las causas fundamentales de la revuelta estudiantil de 1968 y de la radicalización de amplios sectores de la sociedad. En agosto de 1968, la UNAM, el IPN, la Escuela Nacional de Maestros, la ENAH y la Universidad de Chapingo conformaron el Consejo Nacional de Huelga y consiguieron el apoyo de las universidades de Yucatán, Coahuila, Michoacán, Guerrero, Nuevo León, Chihuahua, Veracruz, Puebla, Sinaloa e Hidalgo. El Movimiento hizo planteamientos sociopolíticos peligrosos para el sistema, como el de la “autogestión académica” (propuesta por José Revueltas) para establecer el concepto y la práctica de la democracia cognoscitiva dentro de las Universidades. Partiendo de la hipótesis de la “Universidad-fábrica” (en la universidad se reproducen las ideas capitalistas y se crean los cuadros administrativos de la burguesía en el poder, por lo tanto, hay que transformar el proceso de enseñanza-aprendizaje), se trataba de desarrollar el automanejo y la autodirección de las actividades académicas para construir un cogobierno universitario entre estudiantes y profesores, a fin de nutrir y desarrollar cuadros profesionales, abolir las especializaciones y evitar que las universidades estuvieran al servicio de la clase dominante. La perspectiva de la autogestión se proyectaría a las actividades productivas y a la vida social como un todo, por medio de comités y consejos populares.

El Movimiento Estudiantil sería brutalmente reprimido por el ejército en octubre de 1968 (masacre de Tlatelolco). Como ya se ha mencionado, Basáñez apunta que el Movimiento Estudiantil de 1968 originó la lucha política e ideológica por la hegemonía mexicana durante las décadas de 1970 y 1980. Por otra parte, Pedro Castillo (1988) afirma que las contribuciones del Movimiento Estudiantil, desde la perspectiva ideológica y organizativa de los movimientos sociales, fueron: a) la toma de conciencia colectiva acerca de la necesidad de un cambio político y socioeconómico, así como de la existencia de un enemigo histórico en el poder; b) asumió, como actividad fundamental, la lucha por la democracia y el cambio social, pero ejercida directamente en las bases sociales y no “solicitándola” al sistema de poder a través de corruptos “representantes”, y c) la comprobada efectividad de las tácticas organizativas celulares autónomas desarrolladas para enfrentar al sistema y para construir un poder popular independiente y paralelo. Se demostró en los hechos que es posible formar redes civiles y sociales funcionales fuera del sistema de control político y socioeconómico ejercido desde el poder. En los estados se fueron consolidando los movimientos universitarios que durante 1969 y 1971 pasaron a una fase de radicalismo y escisiones.

b) El inicio de la segunda fase (1971-1974) se da con la huelga de la Universidad Autónoma de Nuevo León. El Comité Coordinador de Comités de Lucha (CoCo) planteó una marcha de apoyo al D.F. Esto originó la manifestación de junio de 1971 que desencadenó otra brutal acción represiva del gobierno, esta vez empleando a grupos paramilitares llamados “Halcones” (masacre de San Cosme). En un intento de reorganización de los comités de lucha de la UNAM y el IPN se dio inicio la radicalización de grupos y comités. Ante esta nueva amenaza, el gobierno usó a sus agentes para organizar un “magno festival de rock” en Avándaro, Estado de México, que se realizó en

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septiembre de 1971 y al cual asistió gran parte de la juventud inconforme. Los periodistas del régimen documentaron el uso de drogas, el abuso en el consumo de alcohol, el desenfreno sexual, los excesos y los destrozos de los jóvenes. Se justificó así la prohibición de las reuniones juveniles en el D.F. y su área metropolitana, desacreditando definitivamente al Movimiento Estudiantil. De paso, la contracultura anticonservadora juvenil imperante en aquellos años, expresada sobre todo a través del rock, se vio forzada a pasar a la clandestinidad, para beneplácito de la Iglesia y de la alta burguesía conservadora mexicana. Para 1972 en el primer Foro Nacional de Estudiantes, el movimiento estudiantil empezó la fase de polarización. La herencia del CNH se hizo presente en la Universidad de Sinaloa y la radicalización se manifestó en un conflicto campesino por tierras donde los estudiantes decidieron apoyar; después del asesinato de varios campesinos, estudiantes denominados como “los enfermos” quemaron sedes priístas. En 1973 y 1974 “los enfermos” lograron tener una base estudiantil y decidieron pasar a la lucha armada. La represión se hizo presente hasta que a finales de 1974 empezaron a decaer, se ligaron al narcotráfico y perdieron su base estudiantil. En la UNAM, después de los sucesos de 1971 y la ruptura de la Juventud Comunista en células en 1972, el divisionismo y la represión provocaron la gradual declinación del movimiento de la UNAM entre 1973 y 1974; lo mismo sucedió en la Universidad de Oaxaca y muchas otras del país. Así se dio inicio la fase de reflujo del movimiento estudiantil.

c) Durante la tercera fase (1975-2006), para 1975 se había logrado la pacificación de los estudiantes y por lo tanto su control, en Puebla entre 1975 y 1976 la lucha estaba fuera de la universidad, en el apoyo a los movimientos de campesinos; en Sinaloa, se pasó de la lucha estudiantil a la lucha de los empleados y del sindicalismo, dejando mermados a los estudiantes, así comenzó a la etapa del sindicalismo universitario. Para la década de 1980, la crisis económica se complicó; en 1982 el peso mexicano se devalúo en un 400% frente al dólar. Los movimientos estudiantiles más fuertes se fueron extendiendo a los espacios rurales, básicamente en las Normales, aún cuando las Universidades de Chapingo, Guerrero y Puebla mantenían de alguna manera al movimiento estudiantil. Bajo este contexto, en 1986, en la UNAM se intentó dar inicio a una serie de reformas que respondían a las nuevas políticas económicas. La UNAM estalló en huelga impulsando una reforma democrática e integral de la UNAM. Se desarrolló así, en la Ciudad de México, una impetuosa e intempestiva movilización estudiantil encabezada por el Consejo Estudiantil Universitario (CEU) y secundado por el Consejo Estudiantil Politécnico (CEP), como un último intento de rescatar al Movimiento Estudiantil; pero ya era tarde: no había dirigencia real ni honesta. La huelga duró 21 días (del 29 de enero al 18 de febrero), se logró la derogación de las reformas y se pactó un congreso que finalmente se realizó cuatro años después, en 1990, bajo control del gobierno. El resultado fue desastroso: nada se pudo modificar y la ley orgánica, que data de 1945, se mantuvo sin cambios. El congreso universitario se perdió y una vez más el movimiento estudiantil sufrió un grave revés. La lucha estudiantil fue derrotada y traicionada por sus propios líderes. Para 1988, algunos exdirigentes estudiantiles universitarios se unieron a la lucha electoral de Cuauhtémoc Cárdenas. En las universidades del resto del país se empezaron a llevar a cabo diversas reformas que en la UNAM no habían pasado. Las universidades de Guerrero, Chapingo, Puebla y Sonora fueron de las pocas que presentaron resistencia, en tanto que las Normales Rurales desaparecieron para el año 2000. El movimiento magisterial dio vitalidad al

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movimiento estudiantil para la década de 1990 en su lucha por democratización sindical; sin embargo, todas las luchas estudiantiles desde Chapingo, Puebla, Guerrero y Coahuila, entre otras, fueron movimientos aislados. En 1994 con el ingreso al plano nacional del EZLN, el movimiento estudiantil se recuperó. Se crearon comités de apoyo y de lucha afines al EZLN, mientras que grupos de las Juventudes Comunistas se ligaron a la Federación de Estudiantes Socialistas de Guerrero que enfrentaba en la sierra al ejército bajo la dirección del ERPI (masacre de El Charco).

En 1994, por iniciativa de los comités de apoyo al EZLN se organizó en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo el primer Encuentro Nacional de Estudiantes, que fracasó ante la intransigencia de los colectivos de la UNAM. En 1995 los Colegios de Ciencias y Humanidades (CCH) se lanzaron a una huelga pidiendo la abrogación del Reglamento General de Inscripciones y de Ingreso, que fueron finalmente aprobadas en 1997. Para 1999, las universidades del país iniciaron distintas reformas; en la UNAM se inició nuevamente el proceso de reforma que se pretendió implementar en 1986. Después de una consulta estudiantil, el Consejo General de Representantes estalló la huelga abril y se formó el Consejo General de Huelga (CGH) con cinco puntos en su pliego petitorio: 1) abrogación de la Reforma; 2) desvinculación de la UNAM con el Centro Nacional de Evaluación; 3) derogación de las reformas de 1997; 4) desarticulación de los aparatos represivos de la UNAM y 5) realización de un Congreso democrático. La huelga del CGH no logró aglutinar a universidades de la zona metropolitana. Para julio, el movimiento se radicalizó al no haber respuestas de las autoridades. El CGH no negoció la entrega de las instalaciones universitarias y bajo la amenaza de la toma de la UNAM se quedó en las instalaciones. Al final, debido a la corrupción, la claudicación y la inexperiencia de la dirigencia, la militarizada Policía Federal Preventiva (PFP) tomó, en febrero de 2000, las instalaciones de Ciudad Universitaria y aplastó la huelga. Ese mismo año, la movilización más radical se presentó en Hidalgo: estudiantes de la Normal del Mexe, aprovechando la coyuntura abierta por el CGH, estallaron la huelga en enero, las instalaciones fueron tomadas en febrero por la policía y la población tomó prisioneros para canjearlos por los presos políticos de la Normal.

4. Movimientos armados

Entre 1964 y 1968, aparecieron los primeros movimientos armados de ideología socialista, reivindicando los reclamos agraristas, laborales y populares que no habían sido atendidos por los regímenes postrevolucionarios. Parte de los sectores sociales clasemedieros urbanos y campesinos rurales (es notable la ausencia de los obreros) se rebelaron contra el orden social existente mediante formas de autodefensa y resistencia armada que terminaron declarándole la guerra al Estado. Gallo et al. explican que fue la clausura de los canales de lucha política democrática, el agotamiento de las vías legales de expresión y la represión sistemática, lo que orilló a varios grupos campesinos y urbanos a optar por la vía armada. Podríamos distinguir dos principales tipos de movimientos armados: los que se originaron y se asentaron en zonas primordialmente campesinas (guerrillas rurales) y aquellos que se asentaron y originaron en ciudades importantes y capitales de estados (guerrillas urbanas). La dinámica de estos movimientos fue distinta: las guerrillas urbanas se nutrieron de cuadros juveniles con una sólida formación ideológica, de tendencias sectarias que impidieron la formación de un frente nacional y sin bases sociales de

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sustentación consistentes. Las guerrillas rurales, en cambio, se conformaban con cuadros provenientes de comunidades campesinas, donde los lazos familiares actuaron como un poderoso factor cohesivo que suplió la falta de preparación ideológica y proveyó de una sólida base de sustentación social que los encubrió, protegió y sostuvo. Este proceso de radicalización llevó a toda una generación de jóvenes estudiantes y campesinos a buscar cambios en el país mediante la lucha armada. De esta manera, siguiendo las crónicas realizadas por Glockner (2007) y Castellanos (2007), podemos establecer que entre 1964 y 1974 surgieron grupos guerrilleros en Chihuahua, Distrito Federal, Morelos, Hidalgo, Oaxaca, Chiapas, San Luis Potosí, Tamaulipas, Sonora, Guerrero, Veracruz, Sinaloa y Durango.

Ibarra Chávez propone dividir la historia del movimiento armado opositor mexicano en tres oleadas: a) la primera oleada habría transcurrido entre 1965 y 1977; b) la segunda oleada se habría presentado entre 1978 y 1982, y c) la tercera oleada iniciaría en 1994 y aún no habría concluido.

La primera oleada (1965-1977) puede dividirse en cuatro etapas bien definidas: la primera etapa (1965-1968) surge de la radicalización de los movimientos de la clase media (comandos urbanos) y campesinos (agrarismo armado). A las invasiones de tierras en Chihuahua y Durango, y a la represión contra las Normales Rurales, siguió la radicalización de campesinos y de brigadas estudiantiles ante el autoritarismo y la falta de espacios democráticos, lo que finalmente determinó el surgimiento de la guerrilla rural en esos estados y perfiló la formación de guerrillas urbanas en el centro del país. Estos primeros movimientos armados contaban con dirigentes estudiantiles y luchadores sociales experimentados que habían construido previamente una importante base social de apoyo campesino. En la segunda etapa (1968-1972), bajo el influjo de la represión gubernamental hacia el Movimiento Estudiantil, los grupos guerrilleros se multiplicaron y actuaron en diversos escenarios de combate urbanos y rurales. En el transcurso, los comandos urbanos operaban en más de 20 estados del país y buscaban una coordinación nacional con las guerrillas rurales que operaban en la Sierra Madre Oriental y en la Sierra Madre del Sur. En el otoño de 1972 se iniciaron los acercamientos entre las diversas dirigencias guerrilleras, pero resultó imposible unificar las guerrillas urbanas con la guerrilla rural: los objetivos, la táctica, la estrategia y la ideología entre ambos tipos de organizaciones político-militares estaban demasiado alejadas entre sí. Mientras, se abrieron frentes de guerra y áreas de operaciones militares en algunas regiones del país. En la tercera etapa (1972-1974), las universidades habían sido permeadas por la fiebre socialista y guerrillera. Los movimientos democráticos estudiantiles se radicalizaron y optaron por la vía armada. En algunas universidades de provincia surgieron los primeros núcleos guerrilleros a partir de grupo de autodefensa y de resistencia armada, aglutinándose en una coordinadora nacional (la Liga Comunista “23 de Septiembre”). Las agrupaciones guerrilleras entraron en abierto enfrentamiento contra el Estado. Proliferan las acciones de propaganda armada, recuperaciones económicas y de armas, secuestros políticos, etc., mientras que los aparatos de represión combaten a las organizaciones guerrilleras en todas las ciudades del país y en los frentes de guerra rurales. Las dirigencias de los nuevos núcleos armados clandestinos carecían de experiencia política y militar, razón por la cual contaron con un

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apoyo social muy limitado. En la cuarta etapa (1974-1977), el país se declaró virtualmente en estado de guerra: las organizaciones guerrilleras entraron en una fase de militarización de sus estructuras y de “guerra a muerte” contra el Estado, el cual fortaleció de forma desmedida los aparatos policíaco-militares, especializándolos en contrainsurgencia y “guerra de baja intensidad”, en la cual es determinante el componente militar, mientras que los componentes económico y social son solo el complemento. Bajo esta táctica, para finales de la década de 1970, prácticamente todos los grupos guerrilleros habían sido aniquilados o desmantelados.

La segunda oleada (1978-1982) se inició con el movimiento armado opositor completamente fragmentado y desarticulado. Algunas agrupaciones habían entrado en un proceso de rectificación de la línea militar. Buena parte de su militancia se encontraba encarcelada, había sido ejecutada o exiliada, o era prófuga de las fuerzas de seguridad del Estado. Algunos guerrilleros presos y exiliados se acogieron a la amnistía política ofrecida por el gobierno en 1978. Solo una minoría de los activistas y organizaciones guerrilleras continuaron sus acciones militares, aunque de manera esporádica y meramente simbólica. Hacia 1981, esos grupos aún activos culminaron un proceso de refundación y coordinación nacional (el Partido Obrero Clandestino “Unión del Pueblo”-Partido de los Pobres) bajo el lineamiento de la “guerra popular prolongada”. La tercera oleada (1994-hoy) inició como una herencia de la primera oleada: los sobrevivientes de una de las agrupaciones urbano-rurales, las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN), se ocultaron en la selva lacandona, en Chiapas, y realizaron trabajo político y social con las comunidades indígenas de la zona, mezclando su ideología con el indigenismo y la teología de la liberación centroamericana. Hacia 1994, justo cuando entraba en vigor el TLCAN, surgió bajo la denominación de “Ejército Zapatista de Liberación Nacional” (EZLN) y declaró públicamente la guerra al Estado mexicano. Obligados a negociar por la presión social e internacional, gobierno y guerrilla pactaron un armisticio y establecieron mecanismos de acuerdo que la élite gobernante se ha negado a reconocer. El EZLN apareció como una fuerza político-militar agrarista e indigenista, fundamentalmente posicionada en Las Cañadas y con bases sociales no armadas pero susceptibles de ir facilitando progresivamente la expansión del movimiento por otras regiones como Los Altos y el Norte de Chiapas. Debemos entender que varias medidas militares han frenado la posibilidad de esa expansión. Apenas dos años después, en 1996, a raíz de la represión violenta contra los movimientos campesinos de Guerrero (masacre de Aguas Blancas), surgió el Ejército Popular Revolucionario (EPR), extensión de la coordinadora nacional edificada en la segunda oleada. Pronto, esta estructura guerrillera nacional se fracturó y sus escisiones originaron al Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), que ha sido duramente golpeado por el Estado (masacre de El Charco), y a la Tendencia Democrática-Ejército del Pueblo (TD-EP). En el caso del EPR y sus escisiones (ERPI y TD-EP) podemos colegir, por las regiones donde aparecieron sus cuadros básicos, que se integran como coordinaciones de movimientos armados regionales y que su presencia en varios estados del sur no significa, por tanto, el avance territorial de un movimiento armado que es más amplio, sino que permanece arraigado, contenido, en las regiones iniciales de sus alzamientos.

LAS INTERACCIONES ENTRE LOS CICLOS 1940-2006

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La ubicación cronológica de los ciclos económico, políticos y de protesta social en México, entre 1940 y 2006, se muestra en el siguiente esquema:

Puede observarse que no existe ninguna relación directa aparente entre el ciclo económico y los ciclos de protesta social. En tanto que podría encontrarse una relación mucho más estrecha entre los ciclos de protesta social y los ciclos políticos largos. ¿Cómo explicar este hecho? Por una parte, Aguilar Sánchez (2009) afirma que, al estudiar los movimientos sociales contemporáneos, resulta demasiado limitado tratar de establecer una relación directa entre ciclos económicos y ciclos de protesta. Para entender los procesos históricos hay que considerar que los movimientos sociales no son sólo respuestas a cambios económicos, lo que restringiría el campo para comprenderlos en toda su dimensión. Por otra, Sánchez Parga (2005) explica que, en América Latina, más que en otras regiones del mundo, la protesta, como forma reactiva de lucha, ha estado presente en los mismos conflictos sociales, lo cual se ha expresado en formas políticas variables que tienen siempre al Estado como su adversario. Esto explicaría que en América Latina las luchas hayan sido por lo general más políticas que sociales. Por estas razones, los ciclos de protesta social estarían más directamente relacionados con los ciclos políticos que con el ciclo económico. Ciertamente, las condiciones económicas son muy importantes por sus efectos sobre toda la estructura social y

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política, pero estos efectos se traducen predominantemente en formas políticas antes que económicas. Hechas estas aclaraciones, podemos interpretar las interacciones entre los ciclos planteados y descritos.

El ciclo económico largo Kondrátiev de 1940 a 2006, corresponde al cuarto ciclo Kondrátiev global, cuya fase ascendente transcurrió entre 1946 y 1975, en tanto que su fase descendente se dio entre 1976 y 2008. En 1946, terminada la 2ª Guerra Mundial, Estados Unidos era el hegemón. El rearme habría propiciado el auge económico y el pleno empleo. En 1973 estalló la “guerra del petróleo” y cambiaron las reglas. Estados Unidos perdió su vitalidad económica deslocalizando industrias y desangrándose financieramente en guerras exteriores. Simultáneamente, inició la 3ª Revolución Industrial (Informática, telemática, biotecnología). Cuando se inició la fase descendente, hacia 1973, las tendencias estaban cambiando. El desenvolvimiento de los países industriales quedó determinado por tres temas estructurales:

1) La declinación del crecimiento (económico e industrial), cuya tasa bajó dos tercios respecto de las décadas de 1950 y 1960 (que fueron etapas de reconstrucción después de la 2a. Guerra Mundial).

2) La declinación del coeficiente de inversión respecto del PBI. 3) Alza del desempleo.

La tendencia del crecimiento económico a largo plazo se quebró en la década de 1970 debido a cinco razones:

1) Las crisis petroleras (cuadruplicación del precio en 1973, nuevo aumento en 1979). 2) El fin del auge de la reconstrucción de postguerra. Allí Estados Unidos inyectó una gran masa de

dólares (base de la aparición, luego, del mercado de los eurodólares en Europa). 3) El cambio estructural en las relaciones comerciales globales: dada la creciente movilidad del

capital (particularmente el manufacturero), se produjo la re-localización de industrias en países emergentes, cuya mano de obra barata mejoraba la ecuación de costo-rentabilidad (particularmente en la cuenca del Pacífico).

4) Los cambios en el ámbito financiero internacional (liberalización de los mercados financieros y gran innovación en productos y procesos).

5) El ascenso ininterrumpido de la inflación, que llegó a ser de dos dígitos, hasta que la Reserva Federal de Estados Unidos la redujo drásticamente, transformándola en recesión.

Si bien se ha calculado que la fase descendente llegó a su fin en 1996, 1991-1992 es una fecha que indica mejor el cambio e inflexión: en 1991 ocurrió la implosión de la URSS, desgastada por la guerra en Afganistán, se disgregó su Imperio, y Estados Unidos quedó como único hegemón. Se terminó la Guerra Fría y Estados Unidos quedó con las manos libres para iniciar el control político y militar del Medio Oriente y sus vastos recursos petroleros (guerra del Golfo Pérsico). En 1992, se presentó un fuerte proceso de especulación contra la libra esterlina británica y ocurrió el derrumbe económico de Japón. Se inició una década de grandes crisis financieras en el mundo.

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En este contexto se presentó el ciclo económico largo mexicano: mientras la fase ascendente era impulsada por la economía de reconstrucción de la postguerra, México inició, por detrás del resto de Latinoamérica, su proceso de industrialización por sustitución de importaciones, dirigido por una élite política cuyo modelo sociopolítico estaba fundamentado en el establecimiento de un pacto de mando-obediencia en el que la legitimidad, la estabilidad y la hegemonía interna dependían del reconocimiento de los derechos de las clases subalternas (reforma agraria, legislación laboral, educación masiva y rotación política) a través de prácticas sociales corporativas [sector campesino, sector obrero y sector “popular” (profesionistas y burócratas)], coordinadas a través de un partido político oficial de gobierno (PRI).

Tal como indica Pierre de manera general para toda América Latina, este ciclo político (1929-1982) coincidió con la fase ascendente del ciclo Kondrátiev y se caracterizó por el establecimiento de un régimen autoritario, bajo apariencia democrática, que hacía continuas referencias discursivas al nacionalismo, al proceso revolucionario que le dio origen y a la estrecha relación entre Estado y clases populares (“populismo”), simultáneamente su fue gestando un proceso de gradual “derechización” del Estado tradicional, así como graduales retrocesos en las prácticas democráticas. Durante 16 años, esta dinámica funcionó correctamente. Sin embargo, hacia 1956 la élite política inició un prematuro proceso de desgaste político debido al gradual abandono del pacto establecido entre el Estado y las clases subalternas: primero se incumplió el pacto con los obreros; luego, el pacto con las clases medias urbanas y, finalmente, el pacto con los campesinos. A consecuencia de ello, estallaron tres ciclos de protesta obrera (1956-1958, 1976-1978 y 1982-1984), uno de protesta pequeñoburguesa (1961-1968) y otro de protesta campesina (1964-1984), que a su vez originaron un ciclo de protesta armada, especialmente de matriz campesina y clasemediera (1965-1977, extensible hasta 1982). Es claro que estos ciclos de protesta se presentaron en la última mitad del ciclo político, luego de su momento cumbre durante la década de 1950, cuando la efectividad de la estructura sociopolítica creada desde el cardenismo entró en decadencia bajo el influjo del declive del ciclo económico largo global (1973-1975) y de la fase descendente del ciclo económico largo mexicano (1976-1979), y al mismo tiempo que iniciaba la lucha por la hegemonía mexicana entre la élite política (el sector público) y la élite empresarial (el sector privado).

Hacia 1982, finalizó el enfrentamiento entre las dos élites mexicanas cuando el régimen se vio obligado a anunciar la moratoria en el pago de la deuda externa. A partir de ese momento la élite empresarial se impuso sobre la élite política, primero a través del grupo “tecnoburócrata monetarista” de la propia élite política y más tarde (en 2000) asumiendo el control estatal directamente. Gradualmente, entre 1982 y 1993 se fueron concretando una serie de reformas económicas como la liberalización del comercio, la liberalización financiera interna, la eliminación de restricciones a la inversión extranjera, la privatización de empresas públicas, la reforma fiscal favorable a los grandes empresarios, la eliminación de las restricciones legales a la participación privada en actividades económicas, la limitación de la participación del Estado en economía y la firma del TLC; en torno a seis grandes ejes: a) reorganización de los procesos productivos y de las relaciones laborales; b) modificación del régimen de propiedad agraria; c) transferencia de bienes

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y servicios estatales a manos privadas; d) reestructuración del sistema educativo y redefinición del trabajo intelectual; e) redefinición de las relaciones Iglesia-Estado; f) integración subordinada del país al proyecto hemisférico estadounidense (vinculación política, económica y militar). Todas estas reformas desmantelaron la estructura sociopolítica construida durante la primera fase del ciclo Kondrátiev en aras de la recuperación de la tasa de ganancia capitalista, cancelando de facto el pacto social establecido desde 1917 entre el Estado mexicano y las clases populares subalternas. Lógicamente, estallaron nuevos ciclos de protesta social. Esta vez inició un ciclo aún abierto de protesta armada de matriz mayoritariamente campesina (1994-hoy) seguido de un ciclo de protesta pequeñoburguesa urbana (1998-2000). Si bien aún no ha concluido este nuevo ciclo político, pareciera legítimo suponer que su “época dorada” se presentó de la segunda mitad de la década de 1990 a 2006, cuando las potencialidades del ciclo económico largo mexicano se agotaron y las del ciclo económico largo global estaban por colapsar. Bajo esta hipótesis, podría afirmarse que se observa una vez más la presencia de ciclos de protesta social en la segunda mitad del ciclo político.

A reserva de una confirmación más precisa, podríamos postular la hipótesis siguiente:

Si bien no parece existir una relación directa entre los ciclos económicos largos Kondrátiev y los ciclos de protesta social, sí se observa una relación estrecha entre los ciclos políticos largos y los ciclos económicos largos, así como entre los ciclos políticos largos y los ciclos de protesta social; de tal manera que los ciclos políticos largos parecen “mediar” entre los ciclos económicos largos y los ciclos de protesta. Los ciclos económicos largos determinan el transcurso de los ciclos políticos largos, al parecer bajo la influencia de sus fases ascendente y descendente; de la misma forma, la decadencia de los ciclos políticos largos determina la presencia de ciclos de protesta de diversa índole.

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