identidad y vocación laical

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IDENTIDAD Y VOCACIÓN LAICAL INTRODUCCIÓN Cuando en el año 1959, Juan XXIII anunció a los cardenales su propósito de convocar un Concilio Ecuménico, se ponía en marcha un movimiento que, no sin tensiones, provocaría cambios enormes en la Iglesia, en su modo de entenderse a sí misma y de relacionarse con el mundo. Esta decisión del Papa era fruto de una convicción personal: en la Iglesia hemos de buscar la verdad entre todos. Con ello, Juan XXIII no hacía otra cosa sino volver a la inspiración y dinámica de las primeras comunidades cristianas, caracterizadas por una búsqueda comunitaria y discernida del querer de Dios. El Concilio Vaticano II es, en realidad, una gran “vuelta a los orígenes”. Los textos evangélicos y la tradición de la primitiva Iglesia constituyen la fuente principal de inspiración. Junto a ello, se experimenta la necesidad de responder a un mundo cambiante. Durante el Concilio, se popularizó la expresión “aggiornamento” para referirse a una Iglesia que desea adaptar su mensaje a un mundo nuevo. Para ello, Juan XXIII invita a mirar la realidad con esperanza: “Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres, pero más aún, por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquella lo dispone para mayor bien de la Iglesia”. (Discurso de apertura del Concilio Vaticano II, 11 de octubre de 1962). En el marco de esta nueva eclesiología del Concilio Vaticano II, situaremos nuestra reflexión sobre el laicado. Una de las grandes novedades que aporta el Concilio es el reconocimiento de la vocación laical. A lo largo del presente documento, iremos viendo que los laicos son cristianos con una vocación específica y no menos radical 1

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IDENTIDAD Y VOCACIÓN LAICAL

INTRODUCCIÓN

Cuando en el año 1959, Juan XXIII anunció a los cardenales su propósito de convocar un Concilio Ecuménico, se ponía en marcha un movimiento que, no sin tensiones, provocaría cambios enormes en la Iglesia, en su modo de entenderse a sí misma y de relacionarse con el mundo. Esta decisión del Papa era fruto de una convicción personal: en la Iglesia hemos de buscar la verdad entre todos. Con ello, Juan XXIII no hacía otra cosa sino volver a la inspiración y dinámica de las primeras comunidades cristianas, caracterizadas por una búsqueda comunitaria y discernida del querer de Dios.

El Concilio Vaticano II es, en realidad, una gran “vuelta a los orígenes”. Los textos evangélicos y la tradición de la primitiva Iglesia constituyen la fuente principal de inspiración. Junto a ello, se experimenta la necesidad de responder a un mundo cambiante. Durante el Concilio, se popularizó la expresión “aggiornamento” para referirse a una Iglesia que desea adaptar su mensaje a un mundo nuevo. Para ello, Juan XXIII invita a mirar la realidad con esperanza:

“Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres, pero más aún, por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquella lo dispone para mayor bien de la Iglesia”. (Discurso de apertura del Concilio Vaticano II, 11 de octubre de 1962).

En el marco de esta nueva eclesiología del Concilio Vaticano II, situaremos nuestra reflexión sobre el laicado. Una de las grandes novedades que aporta el Concilio es el reconocimiento de la vocación laical. A lo largo del presente documento, iremos viendo que los laicos son cristianos con una vocación específica y no menos radical que otras vocaciones en la Iglesia. Esta aportación del Vaticano II que, en realidad, recupera lo más genuino de la primitiva comunidad cristiana, necesita ser hoy ampliamente recordada y subrayada.

Junto a ello, propondremos varios fragmentos de documentos eclesiales posteriores, así como algunas aportaciones recientes del Papa Francisco. Todo ello, nos ayudará a avanzar de manera progresiva, como en una especie de espiral, acogiendo primero la experiencia de Iglesia-Pueblo de Dios y enfocando, luego, lo específico de la vocación laical.

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PARA EMPEZAR EL CAMINO, nos preguntamos y compartimos:

¿Qué esperas de este trabajo de formación? ¿Con qué actitud te acercas?

Nos disponemos también orando Mc 3, 31-35:

Imagina la escena y los distintos personajes. Mira lo que hacen, escucha lo que dicen, trata de entrar en su mundo interior, en sus sentimientos… Fíjate en el lugar o la postura de los distintos personajes. ¿Quién se queda “fuera”? ¿Quién está “dentro” o alrededor de Jesús? Si entraras en la escena… ¿dónde y en qué actitud te imaginas a ti mismo? Escucha las palabras de Jesús. Son palabras inclusivas. Se dirige a “todos” los que están sentados a su alrededor. ¿Te sientes parte de ese “Pueblo de Dios” convocado en torno a Jesús?

Tú estás ahí, escuchando la Palabra, deseando cumplir la voluntad de Dios sobre tu vida. Dios cuenta contigo. Te necesita. Eres imprescindible para Él. Eso es vocación. Y vale la pena dedicar tiempo, afecto, relación con Él y comunicación con tus hermanos de comunidad o de grupo… para cuidar y crecer en tu vocación.

Escuchamos y oramos el canto: “Esto que soy, esto te doy”, de Eduardo Meana.

I. EL SACERDOCIO DE JESÚS, ALGO NUEVO Y DISTINTO

“Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados, por medio de los profetas; ahora en este momento final nos ha hablado por medio del Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo” (Hb 1, 1-2).

Un cristiano, siempre que desea profundizar en un tema, ha de volver su mirada a Jesús. ¿Qué vivió Jesús? ¿Cómo lo vivió Jesús? ¿Cómo interpretó y asumió esta experiencia de Jesús la primera comunidad cristiana? Jesús es “todo” lo que el Padre nos ha dicho. Él es el camino.

Por eso, volvemos a Él la mirada cuando pretendemos profundizar en nuestra vocación cristiana, cualquiera que sea la opción de vida elegida.

Si recorremos la carta a los Hebreos, veremos numerosas referencias a Cristo Sacerdote. Sin embargo, históricamente Jesús fue un laico nacido de una familia laica… ¿En qué sentido debemos comprender, entonces, el sacerdocio de Jesús? ¿Qué tiene que ver con nuestra vida y vocación religiosa o laical?

1. El sacerdocio en el Antiguo Testamento

Israel se experimenta como pueblo elegido, constituido por Dios como “un reino de sacerdotes y una nación consagrada” (Ex 19,6; cf Is 61,6). Dentro de ese pueblo, una de las tribus, la de Leví, es la única habilitada para encargarse del servicio litúrgico (cf. Nm 1,48-53); y de entre los levitas, sólo los descendientes de Aarón eran sacerdotes propiamente dichos.

Este fenómeno no es muy diferente de lo que ocurría en otros pueblos de la antigüedad. Las religiones tienden a dividir la realidad entre lo sagrado y lo profano. Por ello, aparecen mediadores especializados en interpretar la voluntad de Dios. Este dualismo es un tanto peligroso, ya que no sólo divide la realidad, sino que también a las personas, otorgando a algunos un poder especial que se justifica por un contacto supuestamente “mayor” con la divinidad.

En Israel, los sacerdotes eran segregados del pueblo, como expresión de la transcendencia de lo divino. Tenían diversas funciones: la mediación ritual entre Dios y el pueblo, el culto y sacrificio de animales para canalizar el perdón de los pecados y el actuar como puentes entre lo sagrado y lo profano.

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2. El sacerdocio en el Nuevo Testamento

Esta trayectoria del Antiguo Testamento contrasta enormemente con la experiencia vivida por Jesús de Nazaret. Jesús no nace en una familia sacerdotal, sino en una familia laica. Respeta a los sacerdotes de su tiempo. Por ello pide a los leprosos que se presenten a los sacerdotes para que confirmen su curación (cf. Lc 17,11-19) y asiste con asiduidad al Templo (cf. Lc 2,41; Jn 2,13-14). Sin embargo, mantiene una actitud crítica y de denuncia, al estilo de los profetas, cuando el sacerdocio y el culto olvidan la justicia y la misericordia. La parábola del buen samaritano (Lc 10, 30-37) expresa esta preocupación de Jesús. Como buen judío, no cuestiona la fidelidad a la Ley. Expresa, incluso, la necesidad de darle plenitud (Mt 5,17-19). Pero considera que esto último consiste en anteponer la compasión y el bien de las personas al estricto cumplimiento del sábado, el ayuno y otras normas (Lc 14,1-6).

Dicho de otro modo, Jesús es un laico que habla de Dios de una manera distinta . Jesús anuncia un camino nuevo de encuentro con Dios que pasa necesariamente por el hermano; una manera nueva de vivir la religión en la que el culto es la vida. Por ello, la primitiva Iglesia, nacida de la experiencia vivida junto a Jesús, se convertirá en una religión muy distinta de otras, porque inicialmente no se centró en templos, sacerdotes y ritos, sino en una manera de vivir y entregar la vida.

Los primeros cristianos descubrieron que el sacerdocio de la Antigua Alianza encontraba su cumplimiento en Cristo Jesús, “único mediador entre Dios y los hombres” (1 Tm 2,5). Es Cristo, en su Persona, el único y definitivo “sacerdote” (Heb 10,20) que garantiza el acceso a Dios. Esta visión está fuertemente desarrollada en la Carta a los Hebreos, donde se subraya que el sacerdocio de Jesucristo no se realizó en una ceremonia o rito, sino en la total ofrenda de su propia vida por amor a los hermanos. La Pascua es el momento culminante de una vida vivida en clave de entrega y de servicio. En la última cena, en un ambiente dramático de cierta clandestinidad, cuando Jesús parte el pan entre sus amigos, lo que quiere decir es algo así como “este pan soy yo, así ha sido mi vida; tomad y comed, introducid mi vida en vosotros y vivid como yo he vivido”. Los signos del pan y el vino expresan la vida que Jesús genera para sus discípulos. Así, como pan partido y vino repartido, ha de ser la comunidad que quiere vivir, en medio del mundo, como Jesús vivió. En este sentido, la Eucaristía es la celebración de una esperanza que ha de transformar la vida cotidiana.

Éste es el sacerdocio de Cristo que comparte con todos sus discípulos, con todos los bautizados. Ya no hay división entre sagrado y profano. Jesús ha abierto el acceso directo a Dios. Con Jesús, todo el pueblo queda consagrado como pueblo sacerdotal. Por ello, los escritos neotestamentarios aplican la categoría sacerdotal a la comunidad, nunca a personas individuales: “Ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap 20,6).

Jesús ofrece su existencia, su vida. Esto significa que el auténtico culto cristiano es el que cada persona vive en lo cotidiano: en la familia, en el trabajo, en las fábricas, en las oficinas, en las escuelas, en las minas, en la asociación, en el barrio… Ese es el “sacrificio agradable” a Dios: la vida entregada al servicio de los demás.

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3. El laicado en la historia de la Iglesia

¿Qué ocurrió después? ¿Cómo evolucionó esta comprensión del sacerdocio de Jesús? ¿Cómo se ha entendido la Iglesia a sí misma, a lo largo de la historia, y qué consecuencias ha tenido todo esto en la comprensión de la vocación laica?

1. Las comunidades del Nuevo Testamento. La idea que se perfila claramente en el Nuevo Testamento es que los bautizados sin distinción forman el nuevo Pueblo de Dios; un Pueblo convocado por el Espíritu para la “evangelización”. En la Primera carta de Pedro, escrita en la época apostólica, leemos: “Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pe 2, 9).

2. La Iglesia de los mártires: prevalencia de la dimensión comunitaria. En este periodo, la Iglesia se preocupa más de vivir la novedad cristiana que de distinguir o contraponer sus facetas dentro de ella. La tensión es hacia fuera, frente al paganismo. Al interior de la Iglesia se acentúa lo comunitario y participativo en todos los campos: en la liturgia, en el culto, en la elección de los ministros, en la resolución de los problemas o en la administración de los bienes. Pero es una comunidad articulada. Se reafirma la variedad organizada de miembros, dones y carismas, que se entienden siempre como voluntad del Señor y frutos de la acción del Espíritu Santo, en la más profunda y radical unidad de la comunidad.

3. La Iglesia de la cristiandad: prevalencia de la dimensión jerárquica. En esta larga etapa, que media entre la conversión de Constantino (313) y el comienzo de la edad moderna, cesa la relación de conflicto con el Imperio, para ceder a una simbiosis con la sociedad civil. La fe cristiana, que había sido perseguida, se convierte en religión oficial, lo que hace de la Iglesia una institución que goza de gran valoración y reconocimiento público.

Se considera a la Iglesia como una sociedad visible y perfectamente institucionalizada, con dos clases de miembros: clero y laicos. Se inicia un proceso de clericalización: los ministros ordenados acaparan todo el culto, mientras que los demás sólo asisten a los actos. Los clérigos tienen todo el saber y el poder, mientras que los laicos se convierten en súbditos pasivos. La riqueza de ministerios y carismas laicales de etapas anteriores queda absorbida e institucionalizada por el clero. Durante varios siglos el laico estará excluido de la teología, de la plena participación litúrgica y de la lectura de la Biblia.

Además de esta tendencia a la clericalización, se generaliza otra idea errónea que afecta a la vida religiosa, que pasa a ser entendida como estado de mayor “perfección”, que exige necesariamente “dejar el mundo”.

En esta larga etapa, la Iglesia se divide en niveles o estratos y la vocación laica queda claramente desvalorizada.

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4.La Iglesia en la edad moderna y contemporánea: progresiva recuperación de la dimensión comunitaria. En la edad moderna, con la Ilustración, llega la secularización, el laicismo, el nacionalismo, las revoluciones políticas… Estos movimientos ayudan a despertar la conciencia laical y comienza un intento de restituir la plena dignidad de la vocación laica: crecen las hermandades, congregaciones terceras, oratorios, compañías, montes de piedad, asociaciones de piedad, de caridad... hasta llegar a la Acción Católica, creada por el Papa Pío XI en el año 1922, destinada a desempeñar un papel decisivo en la formación y en el compromiso de los laicos, y ayudar a madurar la responsabilidad del laico en la Iglesia y en el mundo. De este modo, se estaba preparando el camino de reconocimiento de la identidad laical que culminará en el Concilio Vaticano II.

Dedicaremos el capítulo siguiente a profundizar ampliamente en esta cuarta etapa, en la que hoy estamos inmersos.

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PARA REFLEXIONAR Y COMPARTIR:

¿Te habías detenido a pensar en la experiencia de Jesús y de las primeras comunidades cristianas con relación al sacerdocio? ¿Qué te ha llamado la atención? ¿En qué sentido?

¿Crees que la historia de la Iglesia, tal como se ha descrito en estos párrafos, explica algunas situaciones actuales?

¿Qué experiencia tenemos de la Eucaristía? ¿Es un rito? ¿Es una obligación? ¿Es una manera de plantearse la vida? ¿Es un impulso hacia lo cotidiano?

Podemos concluir orando con el canto “Amando hasta el extremo”, de Maite López.

II. LA ECLESIOLOGÍA DEL CONCILIO VATICANO II

“Entonces Juan les dijo “Yo os bautizo con agua, pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no soy digno de desatar la correa de las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. (Lc 3, 16)

“En efecto, por el Bautismo hemos sido sepultados con Cristo, quedando vinculados a su muerte, para que así como Cristo ha resucitado de entre los muertos por el poder del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en Cristo a través de una muerte semejante a la suya, también compartiremos su resurrección”. (Rom 6, 4)

En un contexto en que la pobreza y la enfermedad se interpretaban como castigo de Dios, Jesús de Nazaret transmite inclusión, gratuidad, solidaridad… Anuncia que todos somos Hijos queridos y deseados. El bautismo expresa ese amor gratuito de Dios. En la primitiva Iglesia, era una decisión arriesgada. Quien se animaba a comprometer su existencia con Jesús y como Jesús, con todas sus consecuencias, podía fácilmente sufrir la incomprensión, marginación y persecución. Hoy, sigue siendo la consagración más importante que podemos recibir, porque nos hace hijos en el Hijo y hermanos de todos.

Hace unos meses, el Papa Francisco invitaba a recordar la fecha del propio Bautismo. “El riesgo de no saberlo es perder la memoria de aquello que el Señor ha hecho en nosotros, la memoria del don que hemos recibido”.

1. Iglesia – Pueblo de Dios

El concilio Vaticano II introdujo una gran novedad en el modo de entender la Iglesia cuando antes de presentar los diversos ministerios (Papa, Obispos, Sacerdotes, Religiosos, Laicos, en el Capítulo III), habla de la Iglesia “Pueblo de Dios” (Capítulo II), resaltando así que la comunidad fraterna de los creyentes ocupa el primer plano.

La Iglesia es «el Pueblo de Dios» que ha de ser «germen de esperanza y de salvación para todo el género humano» (L.G. 9). Junto a esta dimensión comunitaria, el Concilio subraya la igual dignidad de todos los bautizados, la vinculación fraterna y la misión común.

La relación con Cristo es la fuente constitutiva del ser y obrar del cristiano. Esta relación se expresa a través del Bautismo, sacramento fundamental que identifica a todo cristiano con Cristo, le hace miembro del Pueblo de Dios y partícipe de la única misión de toda la Iglesia. Es el Bautismo el origen de su responsabilidad en la transformación del mundo y de su corresponsabilidad en la construcción de la comunidad.

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La Iglesia, Pueblo de Dios, es esencialmente comunión y misión. Es fraternidad de hombres y mujeres que han recibido el mismo Bautismo y viven animados por el Espíritu del mismo Señor. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia es misión. La comunidad de Jesús no existe para sí misma, sino que está llamada a encarnarse en el mundo. Ha de sentirse enviada a testimoniar el Evangelio y hacer presente la fuerza salvadora de Cristo entre los hombres.

Comunión y misión son dos aspectos inseparables y dos claves fundamentales que permiten comprender la vocación laical, tanto en el interior de la comunidad eclesial como en medio del mundo.

“En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28, 19). Cada uno de los bautizados, cualquier que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de de sus acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en un llamado dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús. Ya no decimos que somos “discípulos” y “misioneros”, sino que somos siempre “discípulos-misioneros”. Si no nos convencemos, miremos a los primeros discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús, salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). La samaritana, apenas salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39). También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿A qué esperamos nosotros? (Evangelii Gaudium, 120)

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PARA REFLEXIONAR Y COMPARTIR:

¿Qué te sugiere la expresión Iglesia-Pueblo de Dios?

¿Cómo vives tu pertenencia eclesial?

¿Conoces la fecha de tu Bautismo? ¿Alguna vez te has detenido a pensar que eres un hombre, una mujer consagrado o consagrada por el Bautismo? ¿Qué significa para ti esta consagración bautismal?

2. Iglesia – Misión

La comunidad eclesial está llamada a abrirse a la misión. La fuerza de la comunión eclesial se manifiesta, sobre todo, en el vigor evangelizador, en la capacidad de ser fermento liberador y transformador de la vida en medio del mundo.

La Iglesia entera es misionera. Está al servicio del Reino de Dios. Pablo VI recoge este aspecto en una frase citada con frecuencia:

“La tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia...Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (E.N. 14).

El Espíritu que está en la Iglesia creando comunión es el mismo que la impulsa hacia la misión. Así dice E. Schweizer: «Una comunidad que no actúa en forma misionera no es una comunidad dirigida por el Espíritu»1.

Pero no olvidemos que el Espíritu está en toda la Iglesia. Por eso, la misión evangelizadora no es deber o responsabilidad exclusiva de un grupo reducido. Atañe a todos.

«La Iglesia entera es misionera y la obra de la evangelización es un deber fundamental del Pueblo de Dios» (A.G. 35).

La Iglesia en medio del mundo al servicio del Reino de Dios

Si la Iglesia quiere cumplir su misión ha de estar en medio del mundo. Es su condición normal: estar en el mundo sin ser del mundo. No se entiende una Iglesia ajena a los problemas e inquietudes de la gente, sino inserta en los sufrimientos de los pueblos, compartiendo la vida de todos:

«Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son, a la vez, gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón... La Iglesia se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (G.S. 1).

El Vaticano II recuerda tres actitudes fundamentales de la Iglesia con relación al mundo:

- Ha de reconocer y respetar el valor propio y autónomo que tiene la actividad temporal en los diferentes ámbitos de la vida. Por eso, la Iglesia no se puede identificar con ningún sistema político económico o social concreto ni puede exigirlo a sus fieles en nombre del Evangelio (G.S. 42).

- Ha de adoptar una actitud de servicio incondicional y no de poder dominante o instrumentalizador. El único título que la Iglesia ha de reivindicar es el de estar siempre al servicio del ser humano y del dinamismo liberador de la humanidad.

1 E. SCHWEIZER, El Espíritu Santo, Ed. Sígueme (Salamanca 1964).

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- Ha de colaborar, sin temor alguno, con todos los hombres y mujeres de buena voluntad que promuevan el bien de la humanidad y la liberación progresiva de todo aquello que esclaviza y deshumaniza al ser humano.

La Iglesia no es el Reino de Dios. Es la comunidad que tiene como misión anunciarlo, promoverlo y extenderlo en medio del mundo. El Reino de Dios consiste en una sociedad más humana, fraterna, solidaria y justa. No tendría sentido una Iglesia que se preocupase sólo de sus estructuras y de su futuro, sino que “su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios” (G.S. 40).

3. Iglesia - Comunión

Durante siglos, la Iglesia se ha desarrollado como una estructura jerárquica, organizada en estratos, que podía ser representada con la imagen de una «pirámide». En la cúspide estaba el Papa, Vicario de Cristo en la tierra; bajo él, el cuerpo de los obispos; más abajo, el clero presbiteral; a continuación, los religiosos y las religiosas; por último los laicos y, por fin, las laicas. Se consideraba como si la acción del Espíritu actuara en cascada. El primer depositario de la revelación y de la gracia sería el Papa, luego los obispos y el clero, a continuación, los religiosos y, por último, los laicos.

El Concilio Vaticano II supera esta visión piramidal de la Iglesia y con diversas expresiones subraya que la Iglesia es una comunidad fraterna de creyentes, fundamentada en la recepción de un mismo Bautismo y de un mismo Espíritu. Se puede decir que la comunión es la idea central y fundamental de la eclesiología del Vaticano II. La Iglesia no debe ser ya imaginada como una pirámide sino como un círculo, una comunidad, una familia. El Espíritu actúa en todos. La dignidad de todo creyente arranca de su Bautismo y su comunión con Cristo y, por ello, es la misma tanto si se trata del Papa como de cualquier laico.

Esta comunión eclesial no es de orden sociológico. No es fruto de un consenso, no es de orden jurídico, ni se logra por decreto. Tampoco es obra de la autoridad jerárquica. La comunión eclesial la crea el Espíritu de Cristo, presente en toda la Iglesia y en cada uno de sus miembros. Vamos a detenernos en esta comunión de orden espiritual.

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PARA REFLEXIONAR Y COMPARTIR:

¿Qué sentimientos hace brotar en ti esta urgencia misionera confiada a la Iglesia entera?

¿Cómo crees que participas o puedes participar en la misión evangelizadora de la Iglesia?

El Espíritu no es privilegio de un grupo, sino que se da a toda la comunidad eclesial. «En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12, 13). Él crea la Iglesia, le da fuerza, le infunde dinamismo, la unifica y la vivifica permanentemente. Es el Espíritu el que crea la comunión eclesial («koinonia»). No hay en la Iglesia sectores que gozan de la garantía del Espíritu y otros privados de Él. Todo el Pueblo de Dios posee el Espíritu. El Espíritu es para todos y actúa en todos.

El Espíritu no deshace nunca la comunión, no disgrega al Pueblo de Dios. Los diversos dones o carismas que se dan en la Iglesia han de ser entendidos y vividos como manifestación y concreción de la única gracia del Espíritu que alienta a toda la Iglesia. Por eso, «la manifestación del Espíritu se le da a cada uno para el bien común» (1 Co 12, 7). El Espíritu no separa a nadie de los demás ni lo sitúa por encima de otros. Ni siquiera la jerarquía ha de ser entendida como si fuera la primera depositaria del Espíritu y sólo desde ella se transmitiera a los demás. El servicio de la jerarquía consiste en presidir la comunidad, pero nos necesitamos todos.

Por ello, nadie puede pretender acaparar al Espíritu y menospreciar o ignorar la acción del Espíritu en los demás. Al contrario, la comunión exige complementariedad, diálogo, colaboración, corrección mutua: «No puede decir el ojo a la mano: no te necesito; ni la cabeza a los pies: no os necesito» (1 Co 12, 21).

“El Espíritu Santo enriquece a toda la Iglesia con distintos carismas. Son dones para renovar y edificar la Iglesia. No son un patrimonio cerrado, entregado a un grupo para que lo custodie; más bien son regalos del Espíritu integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo, desde donde se encauzan en un impulso evangelizador. Un signo claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para bien de todos. Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita arrojar sombras sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a sí misma. En la medida en que un carisma dirija mejor su mirada al corazón del Evangelio, más eclesial será su ejercicio. En la comunión, aunque duela, es donde un carisma se vuelve auténtica y misteriosamente fecundo. Si vive este desafío, la Iglesia puede ser un modelo para la paz en el mundo” (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, núm. 130)

La corresponsabilidad

Esta comunión exige una Iglesia corresponsable. Todos somos Iglesia y todos hacemos la Iglesia. Esta corresponsabilidad significa que todos los miembros son necesarios y, por ello, han de ser activos. Nadie ha de considerarse sólo y exclusivamente pasivo. Todos estamos llamados a construir la Iglesia y a participar activamente en su misión evangelizadora.

La corresponsabilidad no significa que todos en la Iglesia debamos hacer lo mismo. Hay diversidad de carismas y, por tanto, diversidad de vocaciones y funciones. Cada uno recibe su carisma para el bien de toda la comunidad, cumple su misión propia y lo hace en colaboración y complementariedad con otros fieles, portadores de otros carismas y funciones. Se trata, en definitiva, de una corresponsabilidad orgánica y diferenciada, propia

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de un organismo vivo, tal como se presenta en la imagen paulina del cuerpo con diversos miembros (1 Co 12, 4-30).

Esta corresponsabilidad exige ir avanzando hacia una distribución adecuada de las tareas y responsabilidades en un clima de comunicación y complementariedad. Todos, laicos, religiosos y presbíteros, hemos de ir encontrando nuestro sitio en la comunidad eclesial. Corresponsabilidad no significa dejación ni traspaso de responsabilidades, sino la adecuada animación de todos los carismas y distribución de tareas. La corresponsabilidad exige, por tanto, que todos en la Iglesia (laicos, religiosos y presbíteros) asuman su propia responsabilidad y realicen su servicio con generosidad. Nadie debería inhibirse, caer en la pasividad, desentenderse o actuar como mero espectador. Esto exige, por parte de todos, no extralimitarse, respetar el carisma de los demás, confiar en los otros, colaborar, no invadir campos, no acaparar otros carismas y funciones, ejercer el sentido de la complementariedad.

Para ello, es necesario desarrollar mucho más una pedagogía de la responsabilidad y la participación: confiar en las personas, encomendar responsabilidades, promover experiencias protagonizadas por laicos, ofrecerles campos de actuación, desarrollar las posibilidades de las personas, acompañar su crecimiento, capacitar, formar...

Para que todo esto no quede sólo en buena voluntad es necesario asegurar cauces de participación (asambleas, comisiones…) De lo contrario, la corresponsabilidad queda bloqueada.

“El clericalismo es también una tentación muy actual. Curiosamente, en la mayoría de los casos, se trata de una complicidad pecadora: el cura clericaliza y el laico le pide por favor que lo clericalice, porque en el fondo le resulta más cómodo. El fenómeno del clericalismo explica, en gran parte, la falta de adultez y de cristiana libertad en parte del laicado… La propuesta de los grupos comunidades eclesiales y de los Consejos pastorales va en la línea de la superación del clericalismo y de un crecimiento de la responsabilidad laical” (Discurso del Papa Francisco a los obispos del Celam)

Diversidad de carismas y servicios en una Iglesia-comunión

¿Cómo entender en la Iglesia-comunión la diversidad de carismas y servicios? En primer lugar, es preciso subrayar que tal diferencia no debe entenderse en términos de actividad y pasividad, como si a los presbíteros les compitiera la construcción activa de la Iglesia y a los laicos el ser destinatarios pasivos.

Tampoco debe entenderse en términos de superioridad e inferioridad, como si el sacerdote fuera de rango superior, estuviera más cerca de Dios, o el sacramento del orden le convirtiera en una especie de «superbautizado». Como dice Rahner, «al lado, antes y por encima de la jerarquía ministerial, hay una jerarquía del Espíritu, si bien oculta en el misterio de Dios, una jerarquía de la gracia, de la unión con Dios y de la santidad, que no se identifica ni corre paralela a la jerarquía del ministerio»2. La proximidad a Dios no es un privilegio de clase que se disfruta en razón de un cargo.

2 K. RAHNER, Siervos de Cristo, Ed. Herder (Barcelona 1970), p. 35.

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La diferencia no está en la categoría de la mediación, como si el sacerdote fuera un mediador privilegiado entre Dios y los hombres, mientras que los laicos sólo fueran receptores pasivos de tal mediación. En realidad, el único mediador es Cristo y todos los cristianos, en la medida en que reciben la gracia de Cristo, se convierten en Cristo y por Cristo, en fuente de gracia para los demás.

En realidad, el presbítero es un cristiano al que se le imponen las manos para que pueda actuar en la comunidad «en nombre de Cristo cabeza». Así habla el Vaticano II: “Por el sacramento del orden se configuran los presbíteros con Cristo sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la Iglesia” (P.O.12). Esto significa que a los presbíteros se les pide que ofrezcan a la comunidad el servicio de hacer presente a Cristo como cabeza, es decir, como principio de vida que anima y vivifica a toda la comunidad y como principio de comunión y de unidad de todo el cuerpo. De aquí derivarán unas tareas propias, diferentes a las del laico. Éste sería el sacerdocio ministerial, que está ordenado al servicio del sacerdocio común de todos los bautizados.

III. LA VOCACIÓN LAICAL EN LA IGLESIA

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PARA REFLEXIONAR Y COMPARTIR:

¿Cómo entendemos y vivimos en el grupo esta corresponsabilidad eclesial?¿Qué medios utilizamos para crecer en la pedagogía de la participación? Si soy laico, ¿qué misión asumo? Si soy religiosa ¿qué misión reconozco o acepto en el laico? ¿Te sientes partícipe activo en el apostolado, en la parroquia, en la capilla…? ¿Crees que eres escuchado en tus propuestas? ¿Crees que eres valorado en tus tareas y compromisos?

Se puede terminar esta parte orando con el texto 1 Co 12, 4-30. Como símbolo, sobre una silueta o representación del cuerpo de Jesús, cada cual puede identificarse con una parte (la mano, el pecho, los pies, los brazos…). Con algún gesto o con palabras sencillas expresamos el deseo de permanecer como miembros activos y corresponsables de ese Cuerpo, agradeciendo los valores que hemos recibido para construcción del bien común.

“Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo…Que así resplandezca vuestra luz ante la gente, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre del cielo” (Mt 5, 12-16)

“El Reino de los cielos es semejante a la levadura que la mujer mezcla en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta” (Lc 13, 33).

Sal, luz, levadura… Imágenes que hablan de una transformación desde dentro.

Tal vez, en la vida cotidiana, no caemos en la cuenta de este potencial de vida. Hemos sido llamados a ser sal, a ser luz, a ser fermento… Dios cuenta contigo. Eres imprescindible en su “proyecto”, no sólo por lo que haces, sino también por lo que eres. Eso es vocación. Y es importante dedicar tiempo, afecto, relación con Él y diálogo con los hermanos… para poder cuidar y crecer en la conciencia de tu vocación.

1. El laico en el mundo

“Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que están en estado religioso reconocido por la Iglesia; es decir, los fieles que, por estar incorporados a Cristo por el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les corresponde” (L.G. 31, cfr. Ch. L. 9).

“Los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen la vocación y misión de ser anunciadores del Evangelio: son habilitados y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la iniciación cristiana y por los dones del Espíritu Santo”. (Ch. L. 33)

“El Pueblo de Dios está constituido en su mayoría por fieles cristianos laicos. Ellos son llamados por Cristo como Iglesia, agentes y destinatarios de la Buena Noticia de Salvación, a ejercer en el mundo, viña de Dios, una tarea evangelizadora indispensable. A ellos se dirigen hoy las palabras del Señor: "Id también vosotros a mi viña" (Mt 20,3-4) y estas otras: "Id por todo el mundo y proclamad la Buena Noticia a toda la creación" (Mc 16,15; cf. Ch.L. 33). Como consecuencia del bautismo los fieles son insertados en Cristo y son llamados a vivir el triple oficio sacerdotal, profético y real. Esta vocación debe ser fomentada constantemente por los pastores en las Iglesias particulares”. (Santo Domingo, núm. 94)

Los laicos conforman una parte fundamental de la Iglesia y, por ello, asumen su misión, es decir la evangelización, la transformación de la realidad según el Reino de Dios. Son, además, los más propiamente llamados a la tarea de la transformación del mundo. La evangelización protagonizada por ellos adquiere una peculiar eficacia por el hecho de realizarse en las condiciones comunes de la vida en el mundo, “para que la virtud del Evangelio brille en la vida diaria, familiar y social” (L.G.35). Este compromiso es muy necesario en la Iglesia de hoy.

El ámbito temporal, lugar propio del seglar

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El carácter secular le compete a toda la Iglesia. Porque seguimos a Jesús que se encarna en el mundo y en la historia, todos los bautizados hemos de preocuparnos de los asuntos temporales, aunque en la práctica esto se concrete de modos diferentes, según las distintas vocaciones.

Los laicos pueden colaborar de muchas maneras en la vida y desarrollo de la comunidad cristiana, pero su campo más propio de acción es el mundo. «A los laicos pertenece, por propia vocación, buscar el Reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales» (L.G. 31).

Este aspecto ha sido recordado en diversas ocasiones:

“Poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo. El campo propio de su actividad evangelizadora, es el mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación de masas, así como otras realidades abiertas a la evangelización como el amor, la familia, la educación de los niños y jóvenes, el trabajo profesional, el sufrimiento, etc.” (E.N. 70, Pablo VI)

“La vocación de los fieles laicos a la santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas. De nuevo el apóstol nos amonesta diciendo: «Todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre» (Col 3, 17). (Ch.L. 17)

“En un mundo secular, los laicos – hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos - son los nuevos samaritanos, protagonistas de la nueva evangelización, con el Espíritu Santo que se les ha dado… La nueva evangelización se hará sobre todo por los laicos, o no se hará” (C.L.I.M. 148, Conferencia episcopal española).

“Las urgencias de la hora presente… reclaman que todos los laicos sean protagonistas de la Nueva Evangelización, la Promoción Humana y la Cultura Cristiana. Es necesaria la constante promoción del laicado, libre de todo clericalismo y sin reducción a lo intraeclesial. Que los bautizados no evangelizados sean los principales destinatarios de la Nueva Evangelización. Ésta sólo se llevará a cabo efectivamente si los laicos conscientes de su bautismo responden al llamado de Cristo a convertirse en protagonistas de la Nueva Evangelización. Es urgente un esfuerzo para favorecer, en el marco de la comunión eclesial, la búsqueda de santidad de los laicos y el ejercicio de su misión”. (Santo Domingo, 97)

El mundo, en toda su amplitud y complejidad, es el lugar en que el laicado ha de hacerse presente y actuar, según las posibilidades de cada cual: «Ahí están llamados por Dios para que, desempeñando su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento» (L.G.31).

Los laicos ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el Pueblo de Dios en la parte que a ellos les corresponde. En virtud del bautismo y de la confirmación, el laico está

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destinado al apostolado, haciendo presente a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que ellos sólo pueden llegar a ser sal y luz de la tierra.

Según el Concilio, «el carácter secular es lo propio y peculiar de los laicos» (L.G.31), lo que caracteriza su vivencia de la fe y su acción evangelizadora. La acción de los seglares «adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de vida en el mundo» (G.S. 43). Ellos viven su vocación cristiana en un hogar, haciendo vida de pareja, cuidando de una familia, comprometidos con un trabajo, con unas responsabilidades cívicas… No tienen que abandonar su entorno secular, sino que ése es el lugar de su misión. Su testimonio adquiere una «peculiar eficacia» precisamente por el hecho de provenir, no de un sacerdote o religioso, sino de un seglar.

La vida cotidiana, primer ámbito de evangelización

En este sentido, el primer entorno donde llevar a cabo su tarea evangelizadora es la vida cotidiana. Por ello, la primera tarea de los laicos consiste en «cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico» (G.S. 43). Ser un buen padre, un profesional competente, un ciudadano honesto y responsable, un vecino solidario, un estudiante responsable, un deportista ejemplar. Los laicos están llamados a «contribuir desde dentro a la santificación del mundo… Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad» (L.G.31).

El Vaticano II pide, además, que «no se creen oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa, por otra» (G.S. 43). No es bueno que los laicos descuiden sus tareas y compromisos familiares, sociales o cívicos para reducirse al mundo eclesial. Juan Pablo II alerta ante «la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural o político» (Ch.L. 2).

Compromiso transformador

La presencia de los laicos en el mundo ha de ser transformadora. Su compromiso está dirigido a humanizar ambientes, mejorar costumbres, corregir estructuras, evangelizar criterios de actuación, estados de opinión, planteamientos colectivos, etc. situándose siempre a favor de los que sufren por la injusticia y la insolidaridad. Así decía Pablo VI: «Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Noticia a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro y renovar a la misma humanidad... convertir la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que están comprometidos, su vida y ambiente concretos» (E.N.18).

Los laicos están llamados como nadie a ser sal, luz, y levadura. Estas imágenes evangélicas, que se refieren a todos los discípulos de Jesús, tienen una aplicación muy específica en los fieles laicos. Dice el Concilio: «Los laicos... están llamados particularmente a hacer presente y

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operante a la Iglesia en los lugares y condiciones donde ella no puede ser sal de la tierra si no es a través de ellos. Así, pues, todo laico, por los mismos dones que le han sido conferidos, se convierte en testigo e instrumento vivo, a la vez, de la misión de la misma Iglesia en la medida del don de Cristo (Ef 4, 7)» (L.G.33)

Hacer presente a la Iglesia en medio del mundo

Los laicos colaboran en la edificación y renovación constante de la Iglesia, siempre que la sacan de puertas hacia fuera para evangelizar los ambientes donde las personas viven, trabajan, se organizan sindical o políticamente, se divierten... (E.N. 70). Esta presencia evangélica de los laicos en medio del mundo tiene mucha importancia. Una Iglesia reducida a su vida interna, centrada en el culto y la catequesis, limitándose a proclamar el Evangelio en el interior de los templos, privada de laicos que, encarnados en el mundo, hagan presente el Reino de Dios, es una Iglesia sin fuerza evangelizadora, sin vigor salvador.

Por ello, cuando el laico no tiene la oportunidad de descubrir su vocación y su implicación misionera, la evangelización queda sensiblemente afectada:

“Sin embargo se comprueba que la mayor parte de los bautizados no han tomado aún conciencia plena de su pertenencia a la Iglesia. Se sienten católicos, pero no Iglesia. Pocos asumen los valores cristianos como un elemento de su identidad cultural y por lo tanto no sienten la necesidad de un compromiso eclesial y evangelizador. Como consecuencia, el mundo del trabajo, de la política, de la economía, de la ciencia, del arte, de la literatura y de los medios de comunicación social no son guiados por criterios evangélicos. Así se explica la incoherencia que se da entre la fe que dicen profesar y el compromiso real en la vida”. (Santo Domingo, núm. 96)

Traer la experiencia del mundo al interior de la Iglesia

Los laicos están llamados a traer a la Iglesia la vida, los problemas, las preocupaciones, los interrogantes del hombre o la mujer de hoy. Desde su propia experiencia en medio del mundo, han de «secularizar» a la Iglesia, hacerla más cercana a la vida, más humana:

«Acostúmbrense los seglares a trabajar en la parroquia íntimamente unidos con sus sacerdotes; a presentar a la comunidad de la Iglesia los problemas propios y del mundo, los asuntos que se refieren a la salvación de los hombres, para examinarlos y solucionarlos por medio de una discusión racional; y ayudar, según sus fuerzas, a toda empresa apostólica y misionera de su familia eclesial» (A.A 10).

La voz de los laicos, expertos en los asuntos temporales, recuerda a la Iglesia los signos de los tiempos en cambio permanente. El compromiso de los laicos representa dentro de la Iglesia el recuerdo permanente de aquellos hechos, acontecimientos, situaciones que ella está llamada a leer e interpretar para transformar el mundo en Reino de Dios (cf. G.S. 4), respetando siempre la autonomía del orden temporal (cf. G.S. 36).

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El apostolado asociado

La Iglesia insiste en la necesidad de promover un apostolado asociado de laicos, desarrollando grupos, movimientos, comunidades, etc. Aunque el compromiso de la mayoría de los laicos se lleve a cabo de manera personal, en el ámbito donde vive cada uno (familia, trabajo, vecindad, etc.), es importante impulsar esta dimensión comunitaria. Las razones son muchas:

- Favorece la formación integral y sistemática.- Permite la comunicación de experiencias, la revisión de vida, la síntesis fe-vida.- Ayuda a madurar la conciencia de pertenencia a la Iglesia.- Anima a asumir responsabilidades como grupo y revisar los compromisos adquiridos. - Posibilita el testimonio comunitario e incide con mayor eficacia en un ámbito concreto.

2. El laico en la Iglesia

Junto a la dimensión misionera de la Iglesia, el Concilio Vaticano II destaca su vertiente comunitaria y, del mismo modo, insiste en la necesaria e imprescindible contribución de los

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PARA REFLEXIONAR Y COMPARTIR:

¿Cómo experimentas tú la llamada a ser luz, sal y fermento?

¿Cómo despertar la conciencia evangelizadora y misionera del laico?

Teniendo presente la realidad actual, con sus múltiples desafíos (crisis económica y de valores, individualismo, corrupción…) ¿cuál es el papel del laico comprometido con la verdad del Evangelio?

¿Descubres tu vida cotidiana como instrumento de evangelización y transformación del entorno?

laicos a la comunión eclesial. Por esto, el Concilio encarga a los obispos que “reconozcan y promuevan la dignidad y la responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Hagan uso gustosamente de sus prudentes consejos, encargándoles, con confianza, tareas en servicio de la Iglesia, y déjenles libertad y espacio para actuar, e incluso denles ánimo para que ellos, espontáneamente, asuman tareas propias” (L.G. 37).

La diversidad de vocaciones y carismas constituye una fuente inagotable de enriquecimiento y renovación para la comunidad eclesial. Los laicos pueden hacerse presentes en todos los campos y asumir una gran diversidad de servicios, siempre articulándose con los demás carismas de la comunidad y siempre al servicio del bien común.

La tarea profética de los laicos

Todo el Pueblo de Dios es responsable de la misión profética y evangelizadora. Todos los fieles están llamados a anunciar la Palabra de muchas y diversas maneras.

¿Cuál es la tarea propia del presbítero? En cuanto representante de Cristo como principio de vida, a él se le encomienda el servicio de recordar a todos que la Palabra salvadora viene de Dios, no es fruto de nuestro esfuerzo y reflexión. Sólo Cristo es el Señor del Evangelio. El presbítero ha de preocuparse de que la palabra que se está anunciando sea realmente la Palabra de Cristo, no la arbitrariedad de una persona o de un grupo. Por otra parte, en cuanto representante de Cristo como principio de unidad, el presbítero es el responsable de que, en el anuncio del Evangelio, no haya enfrentamientos ni disensiones, sino diálogo, complementación, colaboración ordenada.

Supuesto este servicio, los laicos y laicas son llamados a unir testimonio personal y anuncio del Evangelio en una diversidad de servicios y funciones. Ellos pueden predicar, catequizar a niños, jóvenes y adultos, dirigir espiritualmente, dar Ejercicios, enseñar teología, hablar a los enfermos, exponer el mensaje cristiano, preparar para los sacramentos, denunciar situaciones injustas, educar a sus hijos en la fe, dar testimonio del Evangelio en cualquier situación y dialogar con las personas alejadas de la Iglesia.

“Hoy, como signo de los tiempos, vemos un gran número de laicos comprometidos en la Iglesia: ejercen diversos ministerios, servicios y funciones en las comunidades eclesiales de base o actividades en los movimientos eclesiales. Crece siempre más la conciencia de su responsabilidad en el mundo y en la misión "ad gentes". Aumenta así el sentido evangelizador de los fieles cristianos. Los jóvenes evangelizan a los jóvenes. Los pobres evangelizan a los pobres. Los fieles laicos comprometidos manifiestan una sentida necesidad de formación y de espiritualidad”. (Santo Domingo, núm. 95)

La tarea cultual de los laicos

El culto verdadero a Dios, según la fe cristiana, es «el culto espiritual», es decir, la vida misma vivida desde el Espíritu de Cristo. «Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que

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ofrezcáis vuestros cuerpos como víctima viva, santa, agradable a Dios; ése será vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1). Todo el Pueblo de Dios está llamado a ofrecer ese «culto espiritual» en la vida diaria, y todos están también llamados a reunirse en asamblea para expresarlo litúrgicamente y unirlo al Sacrificio de Cristo en la Eucaristía.

Los laicos no son miembros pasivos ni al ofrecer el culto en la vida, ni al expresarlo litúrgicamente en la celebración.

«La santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano» (S.C. n. 14).

La tarea específica del presbítero consiste en hacer presente a Cristo, en medio de la asamblea litúrgica, como principio de vida, de unión y comunión. Por eso, preside la celebración de la Eucaristía, centro y culmen de la liturgia cristiana. Pero quien celebra es la comunidad. En toda liturgia, debería expresarse con claridad que es todo el Pueblo de Dios el que toma parte activa, interviene y realiza la celebración. Para ello, ayudaría el que los laicos asuman servicios como monitores, acólitos, lectores, distribuidores de la comunión…

La tarea pastoral de los laicos

La comunidad crece, se desarrolla y vive con la aportación variada de todos los miembros del Pueblo de Dios, según sus diversas vocaciones y carismas. Precisamente, la tarea del presbítero, como representante de Cristo, consiste en animar, suscitar, promover vocaciones, estimular la participación y fomentar la corresponsabilidad. También ha de preocuparse de que se trabaje de forma coordinada y convergente, que no haya disensiones o enfrentamientos, que haya diálogo y crezca el sentido de pertenencia a la comunidad.

Por ello, gran parte de la actividad de la Iglesia puede ser asumida por laicos (administración económica, desarrollo de la acción caritativa, visita a enfermos, acogida a parejas y padres, pastoral y catequesis...) El desarrollo de un laicado comprometido y activo, es expresión de una Iglesia participativa, comunitaria y abierta, inspirada en las primeras comunidades donde había una gran diversidad de ministerios (cf. 1 Cor 12)

IV. ESPIRITUALIDAD DEL LAICO CRISTIANO

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PARA REFLEXIONAR Y COMPARTIR:

¿Cómo animar al laico para que se sienta agente de la Buena Nueva y no sólo destinatario?

Quien ha conocido a Jesús, quien se ha sentido llamado por Él y se ha dejado seducir por este Hombre, que verdaderamente es Hijo de Dios (Mc 15, 39), ya no podrá vivir de cualquier manera, sino sólo en el Espíritu de Jesús. El Espíritu de Jesús será como la atmósfera en la que se desenvuelva toda su vida.

La vida cristiana es “una vida en el Espíritu”. Cristiano es “el que se deja llevar por el Espíritu” (Rm 8,14), “el que sigue los pasos del Espíritu” (Ga 5,25), “el que vive según el Espíritu” (Rm 8,4-5), “el que procede guiado por el Espíritu” (Ga 5,16).

La espiritualidad es la forma concreta de vivir como respuesta al amor de Dios, manifestado en Cristo, gracias a la acción del Espíritu (cf. Ef 2,18). La espiritualidad abarca toda la vida de la persona: familia, trabajo, relaciones, política, economía, cultura.... que tiende a unificarse según los criterios del Espíritu.

Proponemos, a continuación, algunos rasgos que configuran la espiritualidad laical. Desde la propia experiencia, cada cual podrá apuntar además otros rasgos y matices.

Seguidor de Cristo

El primer rasgo que define al laico es la adhesión a Cristo, como respuesta a una llamada. Esta es la fuente de toda vocación cristiana y, por tanto, del ser y obrar laical.

Esto exige una espiritualidad de seguimiento y discipulado. El laico se siente llamado a encarnar los mismos sentimientos y actitudes que tuvo Cristo. Seguir a Cristo es identificarse con Él, dejarse configurar por Él, mirar la vida como Él, tratar a la gente como lo hacía Él, poner la esperanza donde la ponía Él, defender su causa... Es una vida inspirada y sostenida por el Espíritu de Jesús Resucitado, liberador de todas las personas y de toda la persona.

Por ser cristiana, la espiritualidad laical es una espiritualidad “encarnada”, es decir, hace presente y prolonga en el hoy el Misterio del Verbo encarnado.

Consagrado por el Bautismo

El hecho fundamental del Bautismo invita al laico cristiano a participar del Misterio de Cristo en su triple dimensión de sacerdote, profeta y rey (cf. Ch.L. 51; II Asamblea especial de África del Sínodo de los Obispos, proposición 37).

- Ser, como Cristo, sacerdotes. Los laicos incorporados a Cristo están unidos a Él en el ofrecimiento de sí mismos y de todas sus actividades (cf. Rm 12,1-2). Lo específico del sacerdocio en los laicos viene necesariamente determinado por la secularidad, que reclama el ejercicio de este sacerdocio en la entraña del mundo. El culto del laico es él mismo y su vida cotidiana: sus actividades, su familia, su trabajo, sus compromisos sociales, su presencia en estructuras económicas o políticas, el esfuerzo por la

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solidaridad y la justicia, el acompañamiento en la soledad del anciano, la asistencia al enfermo o la visita al preso, la educación de los hijos, la conversación con un compañero de trabajo, el amor gozoso de los esposos… Todo es culto al Señor, cuando se hace según Él. De este modo, los laicos consagran el mundo a Dios (cf. L.G. 34). Este sacerdocio común de los laicos se manifiesta en el altar de la historia, en la existencia personal y social de cada día, y esa vida gastada por los demás, como ofrenda a Dios, se celebra en la Eucaristía, donde encuentra la plenitud, el impulso y el reposo por Cristo, con Él y en Él.

- Ser, como Cristo, profetas. Los laicos ejercen como profetas en la familia, en el trabajo, en la sociedad, en la cultura, en el trabajo… testimoniando la forma cristiana de vivir y de enfrentarse a los problemas, denunciando cuanto oprime al ser humano y anunciando, como Jesús, lo que favorece la vida. Además, lo hacen anunciando explícitamente a Jesús, transmitiendo la fe en la catequesis y en otras muchas ocasiones de la vida cotidiana.

- Ser, como Cristo, reyes. La identificación con Jesús y su causa del Reino lleva a los laicos a vivir como Él en clave de entrega, servicio, justicia y amor, especialmente a los más pobres (cf. Mt. 25, 40); tratando de ordenar los asuntos temporales según Dios.

Al servicio del Reino de Dios

Seguir a Jesús es ponerse al servicio del Reino de Dios, la causa por la que vivió y entregó la vida. Esto tiene diversas exigencias. En primer lugar, renunciar a toda clase de ídolos (dinero, bienestar, poder…) para reconocer sólo al Dios de Jesús, Padre de todos. Exige, además, trabajar por una sociedad donde reine Dios. Si reina Dios, no pueden reinar los fuertes sobre los débiles, los ricos sobre los pobres, los varones sobre las mujeres... Donde reina Dios como Padre, ha de reinar la fraternidad, la justicia, la libertad, la paz, la verdad … El laico cristiano tiene muy claro hacia dónde ha de dirigir sus esfuerzos y trabajos, hacia dónde ha de orientar su vocación, dónde ha de poner su mirada, sus objetivos y aspiraciones.

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PARA REFLEXIONAR Y COMPARTIR:

¿Te sientes personalmente llamado/a por Jesús a vivir según su Espíritu?

¿Cómo entiendes tu sacerdocio laical? ¿Cómo lo relacionas con tu vocación?

Miembro activo y responsable del Pueblo de Dios

El laico ha de sentirse sujeto de pleno derecho en la comunidad eclesial, ya que está animado por el Espíritu que alienta a toda la Iglesia. Tiene derecho y obligación de tomar parte activa en la vida y en la marcha de la comunidad según su vocación, sus cualidades y posibilidades. Por la misma razón, tiene derecho y obligación de manifestar sus necesidades, sugerencias y opiniones por el bien de la Iglesia. Para que esto realmente pueda darse, es fundamental discernir la propia vocación, así como concretar el servicio que cada cual puede realizar, individualmente, con su pareja, en un grupo o movimiento...

Enviado al mundo

Seguidor convencido de Cristo, animado por el Espíritu para el servicio del Reino de Dios, constituido en sujeto integrante del Pueblo de Dios, el laico se siente enviado al mundo donde ha de desarrollar su misión a través del testimonio y del compromiso transformador. Esto es ser «practicante». Habría que ampliar el contenido de la palabra “practicante”, que habitualmente usamos para referirnos a la participación en la Eucaristía dominical y hacer que abarque la praxis, el comportamiento en la vida y en la sociedad.

La espiritualidad laical vive y asume la “mundanidad” desde la propia condición bautismal. Sin asumir el “mundo”, aunque sea críticamente, es imposible construir una personalidad adulta, ni en el plano cristiano ni en el humano. El laico vive la unión con Cristo en la vida ordinaria, comprometido en la transformación del entorno, dando testimonio de vida, cultivando virtudes humanas como la profesionalidad, responsabilidad familiar y cívica, honradez, justicia, sinceridad, delicadeza, fortaleza de espíritu; irradiando en el mundo fe, esperanza y amor…

El laico vive una espiritualidad “misionera”. No es una espiritualidad intimista, replegada sobre sí misma, ajena a los gozos, esperanzas, tristezas y angustias de nuestro tiempo. Es una espiritualidad proyectada esencialmente al Anuncio de la Buena Noticia a todas las personas, particularmente a los pobres (Lc 4, 14-21).

“Hoy que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una forma de predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un hogar. Se discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino”. (Evangelii Gaudium 127)

Enraizado en la Palabra de Dios y en la Eucaristía

La vida del laico se alimentan en dos fuentes: la Palabra de Dios y la Eucaristía. Es de gran importancia la lectura habitual del Evangelio, la oración personal, la participación activa y gozosa en la Eucaristía dominical, comulgando con Cristo y con la comunidad, alimentando la

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propia fe y la vocación cristiana. Sólo así se puede luego leer el libro de la vida, escuchar a Dios en los acontecimientos, ver a Cristo en los pobres, hacer una lectura creyente de la realidad, crecer en el servicio al Reino de Dios y sentirse en comunión con los demás.

Formación

Una formación adecuada y sistemática ayuda a adquirir seguridad e iniciativa dentro del Pueblo de Dios. Por ello, es importante promover actividades y, sobre todo, procesos que ayuden a profundizar en la vocación laical. Junto a esto, es necesaria la capacitación especializada para cada campo pastoral en que el laico se encuentre implicado.

“La importancia de la presencia de los laicos en la tarea de la Nueva Evangelización, que conduce a la promoción humana y llega a informar todo el ámbito de la cultura con la fuerza del Resucitado, nos permite afirmar que una línea prioritaria de nuestra pastoral ha de ser la de una Iglesia en la que los fieles cristianos laicos sean protagonistas. Un laicado, bien estructurado con una formación permanente, maduro y comprometido, es el signo de Iglesias particulares que han tomado muy en serio el compromiso de Nueva Evangelización” (Santo Domingo, n. 103).

“Todos estamos llamados a crecer como evangelizadores. Procuramos al mismo tiempo una mejor formación, una profundización de nuestro amor y un testimonio más claro del Evangelio. En este sentido, todos tenemos que dejar que los demás nos evangelicen constantemente, pero eso no significa que debamos postergar la misión evangelizadora, sino que encontremos el modo de comunicar a Jesús que corresponda a la situación en que nos hallemos… Tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él; entonces, eso que has descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una esperanza, eso es lo que necesitas comunicar a los otros” (Evangelii Gaudium, núm. 121)

Radicalidad evangélica

El Vaticano II proclama que «todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (L.G. 40). La espiritualidad del laico no es menos exigente que otras formas de vida, pues está marcada por la radicalidad evangélica del seguimiento. Es falsa aquella división clásica que separaba a los cristianos en dos sectores: el llamado a una vida de perfección por la profesión de los tres

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PREGUNTAS PARA REFLEXIONAR Y COMPARTIR:

¿Qué formación recibimos como laicos?

¿Qué sugerencias podrías hacer con relación a la formación que se procura en el grupo de Talleres?

votos (pobreza, castidad y obediencia), y la mayoría de los cristianos, llamados solamente al cumplimiento de los mandamientos de Dios, como si fueran cristianos de segunda categoría.

Todos estamos llamados a seguir a Cristo según el espíritu de las Bienaventuranzas, todos hemos de vivir con el corazón entregado a Dios como único Señor, todos hemos de usar los bienes materiales desde y para el amor, todos hemos de buscar la obediencia a la voluntad del Padre. No hay estados de vida más o menos perfectos, sino formas diversas de escuchar y vivir la llamada al seguimiento. Por ello, los laicos han de saberse llamados a la santidad. La santidad como horizonte de toda espiritualidad en la Iglesia, constituye también el horizonte de la espiritualidad laical.

“Una santidad que se expresa de maneras multiformes... cada uno debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad, según los dones y funciones que le son propios” (LG 41).

“La vocación de los fieles laicos a la santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas. De nuevo el apóstol nos amonesta diciendo: «Todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre» (Col 3, 17).(Ch.L 17)

“Tal espiritualidad deberá ser capaz de dar a la Iglesia y al mundo «Cristianos con vocación de santidad, sólidos en su fe, seguros en la doctrina propuesta por el Magisterio auténtico, firmes y activos en la Iglesia, cimentados en una densa vida espiritual... perseverantes en el testimonio y acción evangélica, coherentes y valientes en sus compromisos temporales, constantes promotores de paz y justicia contra violencia u opresión, agudos en el discernimiento crítico de las situaciones e ideologías a la luz de las enseñanzas sociales de la Iglesia, confiados en la esperanza en el Señor” (Puebla, Conclusiones 798).

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PARA REFLEXIONAR Y COMPARTIR:

Lee Mt 5, 48. Saborea esta llamada a la santidad, inspirada en el Evangelio, recordada por la Iglesia. Considera esta invitación como especialmente dirigida a ti. ¿Qué sentimientos y mociones te produce esta invitación a la santidad?

¿Cómo vivimos la llamada a la santidad en la vida cotidiana?

Escuchamos y oramos con la canción: “El rumbo de la vida”

LA LUZ DEL MENESTRAL: UNA ESPECIAL INVITACIÓN A LA SANTIDAD

Francisco Butiñá nació en el siglo XIX. Todavía no se había celebrado el Concilio Vaticano II y, lógicamente, no pudo hablar de la vocación laical con la claridad que hoy tenemos sobre este tema. Pero hay que destacar una constante en los escritos de Butiñá y es su insistencia en el “podéis ser santos”, contando, además, con que el camino para alcanzar la santidad no es algo distinto de la vida diaria. Es precisamente el trabajo, lo cotidiano de cada día, el lugar donde se forja esa santificación.

Pasarán muchos años antes de que la Iglesia reconozca la universal llamada a la santidad de todos los bautizados. Pero Butiñá, ya cuenta con ella desde el momento en que se preocupa por recoger vidas de santos obreros y obreras, laicos todos ellos. Asimismo, pasarán muchos años antes de que la teología de la vocación reconozca al laico como instrumento fundamental en la sinfonía de la Iglesia. Pero ya Butiñá vislumbra que el camino de la santificación no pasa por sucesos extraordinarios ni por prácticas alejadas del mundo, sino por lo cotidiano, donde el hombre y la mujer laicos, enamorados de Dios, trabajan sin saberlo, como fermento en la masa.

Con esto, reconocemos a Butiñá como un profeta que se adelanta a su tiempo, un creyente que sabe leer la hondura del corazón del hombre y la mujer laicos y descubrir signos vocacionales auténticos. Mira a los obreros y obreras de su tiempo y descubre en ellos hombres y mujeres llamados, vocacionados, consagrados por Dios desde su Bautismo y llamados a vivir en plenitud su identidad cristiana. Butiñá desde siempre contó con un laicado “santo”, es decir, invitado a vivir hondamente su vocación, desde su misma condición de vida cotidiana, desde sus compromisos laborales y familiares.

Desde esta perspectiva podemos situarnos ante el prólogo de LA LUZ DEL MENESTRAL y otros textos de Butiñá, para descubrir que, tras el ropaje algo recargado del lenguaje del siglo XIX, se esconden estas convicciones profundas y alentadoras.

“Labrador, albañil, panadero, soguero o quien quiera que seas, que obligado a ganar el pan con el sudor de tu frente, buscas un rato de solaz y de descanso en la lectura de estas páginas, no creo seas del número de aquellos que ven en sus tareas ordinarias un obstáculo para subir a la cumbre de la santidad cristiana. Si, por desgracia, fueras presa de tan pernicioso error, desengáñate por Dios, porque tu estado, por humilde que parezca a los ojos del mundo, es bien diferente de cómo te lo pinta el enemigo mortal de nuestras almas. El Señor, en sus inefables designios, guiado por su amorosa y paternal providencia, te lo tenía prevenido desde toda la eternidad como un medio para ti, el más a propósito para subir al grado de santidad a que desea sublimarte.

Este mundo, para que presente a nuestros ojos toda la belleza que el divino Artífice se propuso para su gloria (…), no necesita menos del oficio que en él desempeñas, que del cetro que empuñan los monarcas. La gloria, pues, de cada uno está no tanto en el lustre del cargo que ejerce, cuanto en ponerlo por obra según los benéficos planes del Criador…

Aliéntate, pues, obrero cristiano, porque puedes ser un santo, y un gran santo, si cooperas a las gracias que el Señor derramará sobre tu alma a medida de tu correspondencia. Sólo así podrás

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algún día formar parte de aquel pueblo rey, porque en la gloria todos reinan con Jesucristo (….)

Ama, pues, con santo orgullo la profesión a que Dios te ha destinado; trabaja por desempeñarla como de ti espera el Todopoderoso, y con esto llegarás a un grado de santidad superior al que te imaginas.

Para convencerte, no con razones, sino por experiencia, voy a poner a tu consideración los ejemplos de ilustres cristianos que en medio de ocupaciones análogas a las que tú ejerces, y tal vez entregados a oficios más bajos y penosos, enamoraron el Corazón de Dios y conquistaron en el cielo un reino y una gloria superior a la que rodea a monarcas que murieron también adornados de la divina gracia.

Francisco Butiñá s.j.

CONCLUSIÓN:

Para concluir este proceso de reflexión sobre la vocación laical, que hemos compartido, proponemos dedicar un tiempo amplio a orar la propia experiencia vocacional con el texto Jn 1, 35-40.

Ayudaría mucho tener un tiempo para la oración personal y, a continuación, un tiempo comunitario para compartir los sentimientos y mociones sentidas.

Proponemos unas pistas para orar, pero fundamentalmente nos conducirá el Espíritu, como lo ha hecho durante este tiempo, como lo seguirá haciendo…

- Imagina la escena y los distintos personajes. Mira lo que hacen, escucha lo que dicen, trata de entrar en su mundo interior, en sus sentimientos…

- Escucha la pregunta de Jesús “¿Qué buscáis?”, observa la experiencia que provoca en los discípulos… Entra en la escena. Imagina que Jesús se dirige a ti con esta misma pregunta. Escucha su llamada. ¿Qué sentimientos te produce? ¿Qué respuesta surge en tu interior?

- Al cabo de los años, el autor del relato conserva nítido el recuerdo de aquella jornada en que se sintió llamado por Jesús. “Eran las cuatro de la tarde”.

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PARA REFLEXIONAR Y COMPARTIR:

¿Qué aspectos de tu vida cotidiana crees tú que pueden estar “enamorando el corazón de Dios”?

Recuerda tu llamada… Dedica unos minutos a recordar tu vocación… Si te ayuda, escribe todo lo que recuerdes: personas que te ayudaron, acontecimientos que te iluminaron, dificultades que viviste, experiencias de confirmación…

Sería muy bueno compartir esta experiencia vocacional con tu grupo. Prepara esta comunicación con sencillez. Agradece tu vocación y la vocación de las demás personas de tu grupo.

El secreto de Nazaret está en la presencia de Cristo bajos signos pobres, bajo el signo de “uno de tantos”, de un carpintero.

Nazaret es misión. Si Dios te ha concedido el don de entrar y de estar en Nazaret

comprenderás que la capacidad de vivir el Evangelio y de transmitirlo a los pobres del trabajo

depende de la inserción radical en tu Nazaret.

(Nazaret camino)

SIGLAS UTILIZADAS

L.G. Lumen Gentium (Doc. Concilio Vaticano II)

G.S. Gaudium et Spes (Doc. Concilio Vaticano II)

A.G. Ad Gentes (Doc. Concilio Vaticano II)

G.S Gaudium et Spes (Doc. Concilio Vaticano II)

P.O. Presbyterorum Ordinis (Doc. Concilio Vaticano II)

A.A. Apostolicam Actuositatem (Doc. Concilio Vaticano II)

S.C. Sacrosanctum Concilium (Doc. Concilio Vaticano II)

E.N. Evangelii Nuntiandi (Pablo VI)

Ch. L. Christifideles Laici (Juan Pablo II)

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