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HORACIO CABEZAS CARCACHE Agricultura El desarrollo agropecuario en la Guatemala colonial fue intenso en comparación con los reinos del Perú y otros en América. Los españoles que se avecindaron en estas regiones, obligados por la escasez y la pobreza de los yacimientos de minerales preciosos, tuvieron que recurrir a la comercialización de productos agropecuarios, como cacao, añil, cueros y, en cantidades menores, plantas medicinales, trigo y azúcar. Con la Conquista se dieron algunos cambios en los hábitos alimenticios, tanto de la población indígena como entre los colonos españoles, ya que al maíz y al frijol mesoamericanos se agregaron el trigo, la caña de azúcar, el ganado vacuno y gran variedad de frutas y hortalizas. Producción de Maíz, Frijol y Verduras Al conquistar y poblar Guatemala, los españoles tuvieron que aceptar como parte fundamental de su dieta el maíz preparado de distintas maneras (tamales, tortillas, atol, pan de maíz, etcétera) y el frijol. Ambos productos se cultivaban en grandes cantidades, pues constituían desde antaño la base de la alimentación de los indios. Durante la década que siguió a la Conquista, parece ser que los españoles no tuvieron mayores dificultades en cuanto a recibir suficiente abastecimiento, excepto los problemas derivados de la gran rebelión cakchiquel (kaqchikel) que comenzó a finales de 1524. Sin embargo, a medida que se esclavizó un mayor número de indios, éstos no sólo disminuyeron la entrega de alimentos, sino planearon vencer a los españoles por el hambre. Este propósito lo expresa Francisco de Fuentes y Guzmán de la siguiente manera: `Porque viéndose dominados de nuestros españoles y sin poderlos expeler ni rechazar, probaron a echar de los países a los castellanos, dejando de sembrar sus sementeras de maíz, para que así con el hambre y las desdichas se fuesen para otras partes'. Esto llevó a las autoridades coloniales a crear, en 1539, el cargo de Juez de Milpas, a fin de obligar a los indígenas a sembrar frijol y maíz para el sustento de los españoles. Cuando la Corona prohibió la esclavitud de los indios, a mediados del siglo XVI, las autoridades coloniales locales procuraron que con la nueva situación no disminuyeran los alimentos. Por tal razón establecieron, como primera obligación tributaria de las comunidades indígenas, la entrega de maíz, frijol y gallinas. Según las tasaciones de Alonso López de Cerrato, los indios de Guatemala estaban obligados a dar anualmente 16,050.5 fanegas de maíz y 342.96 fanegas de frijol. 1

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HORACIO CABEZAS CARCACHE

Agricultura

El desarrollo agropecuario en la Guatemala colonial fue intenso en comparación con los reinos del Perú y otros en América. Los españoles que se avecindaron en estas regiones, obligados por la escasez y la pobreza de los yacimientos de minerales preciosos, tuvieron que recurrir a la comercialización de productos agropecuarios, como cacao, añil, cueros y, en cantidades menores, plantas medicinales, trigo y azúcar.

Con la Conquista se dieron algunos cambios en los hábitos alimenticios, tanto de la población indígena como entre los colonos españoles, ya que al maíz y al frijol mesoamericanos se agregaron el trigo, la caña de azúcar, el ganado vacuno y gran variedad de frutas y hortalizas.

Producción de Maíz, Frijol y Verduras

Al conquistar y poblar Guatemala, los españoles tuvieron que aceptar como parte fundamental de su dieta el maíz preparado de distintas maneras (tamales, tortillas, atol, pan de maíz, etcétera) y el frijol. Ambos productos se cultivaban en grandes cantidades, pues constituían desde antaño la base de la alimentación de los indios.

Durante la década que siguió a la Conquista, parece ser que los españoles no tuvieron mayores dificultades en cuanto a recibir suficiente abastecimiento, excepto los problemas derivados de la gran rebelión cakchiquel (kaqchikel) que comenzó a finales de 1524. Sin embargo, a medida que se esclavizó un mayor número de indios, éstos no sólo disminuyeron la entrega de alimentos, sino planearon vencer a los españoles por el hambre. Este propósito lo expresa Francisco de Fuentes y Guzmán de la siguiente manera: `Porque viéndose dominados de nuestros españoles y sin poderlos expeler ni rechazar, probaron a echar de los países a los castellanos, dejando de sembrar sus sementeras de maíz, para que así con el hambre y las desdichas se fuesen para otras partes'. Esto llevó a las autoridades coloniales a crear, en 1539, el cargo de Juez de Milpas, a fin de obligar a los indígenas a sembrar frijol y maíz para el sustento de los españoles.

Cuando la Corona prohibió la esclavitud de los indios, a mediados del siglo XVI, las autoridades coloniales locales procuraron que con la nueva situación no disminuyeran los alimentos. Por tal razón establecieron, como primera obligación tributaria de las comunidades indígenas, la entrega de maíz, frijol y gallinas. Según las tasaciones de Alonso López de Cerrato, los indios de Guatemala estaban obligados a dar anualmente 16,050.5 fanegas de maíz y 342.96 fanegas de frijol.

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La ciudad de Santiago de Guatemala de ordinario se abastecía de maíz y frijol mediante el tributo que cada año pagaban las comunidades indígenas alrededor de las fechas de San Juan y Navidad. La mayor parte de lo que daban las comunidades de los pueblos realengos se sacaba a pública subasta y se remataba por lo general en favor de alguna autoridad del Ayuntamiento, la que luego lo negociaba en el mercado. El resto se distribuía entre las autoridades de la Audiencia y la jerarquía eclesiástica. Sin embargo, gran parte de la población (españoles pobres, castas libres, etcétera) obtenía el maíz y el frijol en el mercado, también aprovisionado por comerciantes indígenas que llegaban de distintos pueblos. El dominico Thomas Gage describe dicha actividad tal como se efectuaba a principios del siglo XVII en San Miguel Petapa:

Hay también aquí un `tiánguez' (como lo llaman ellos) o pequeño mercado donde algunos indios venden durante todo el día sus frutos, especias y cacao, pero a las cuatro de la tarde este mercado se llena por espacio de una hora de mujeres indias que se concentran allí para vender sus productos caseros (que los criollos consideran una exquisitez) como atol, pinol, plátanos escaldados, manteca de cacao, pasteles hechos de maíz indio, con un poco de carne fresca de ave o de cerdo, rociada con mucho chile, al que ellos llaman `anacatamales'.

La información se amplió por Fuentes y Guzmán, quien indicó que a Santiago de Guatemala la verdura y la fruta llegaban de San Juan del Obispo, San Cristóbal El Alto, San Pedro Las Huertas, Almolonga, Jilotepeque, Petapa y San Juan Sacatepéquez; las tortillas, de Santa Ana y Almolonga; las flores, para surtir en especial a las cinco boticas, desde Almolonga, San Cristóbal El Bajo y El Alto y San Juan del Obispo.

Los indígenas siguieron sembrando sus milpas al estilo tradicional, excepto por algunas innovaciones tecnológicas, como el uso del machete y el azadón. Por lo común hacían dos siembras: la primera al inicio de las lluvias, y la segunda, conocida también como `postrera', cuyo producto cosechaban en diciembre. En ambos casos realizaban sus antiguos ritos, con comidas ceremoniales, ofrendas en sus santuarios ancestrales, y abstinencia sexual. El cultivo de la milpa no afectó, durante la época colonial, las formas tradicionales de tenencia de la tierra. En efecto, el reconocimiento que los españoles hicieron de las tierras comunales tuvo como principal objetivo el de asegurar que los indígenas tuvieran donde sembrar sus milpas. Este propósito fue más asequible porque, como parte del proceso de institucionalización política, se conservó, en parte, la estructura prehispánica de poder, para garantizar así que los indígenas sembraran milpas no sólo para el pago del tributo sino también para el mantenimiento de sus principales (gobernador y alcaldes indígenas), de su caja comunal y para su propia alimentación.

La escasez de maíz empezó a sentirse alrededor de 1570, como resultado de las epidemias y el descenso de la población. Ello impidió a los indígenas pagar completamente los tributos tasados, a pesar de las presiones que encomenderos y autoridades coloniales ejercían sobre ellos. La crisis se agudizó y tuvo su expresión más dramática en la década de 1660 (ver Cuadro 35). Se considera como la causa principal de tal situación el hecho de que muchos pueblos indígenas dedicaron sus tierras al cultivo de trigo y caña de azúcar. El Obispo Juan Ramírez de Arellano planteó, en carta dirigida a la Corona a principios del siglo XVII, otras consideraciones que ayudan a comprender mejor el fenómeno:

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La violencia más intolerable causadora de la hambre y por consiguiente de la pestilencia que va consumiendo y acabando los indios, es que al tiempo que ellos han de hacer sus sementeras y cuando las están haciendo (en lo cual consiste toda la hartura y bien de la tierra y no en las sementeras de los españoles) les fuerzan a que los indios las dejen comenzadas, por diez y por doce días, y después cuando vuelven hallan perdido lo que habían hecho y destruido, y pierden la esperanza de tornarlo a reparar o de proseguir y cultivar y de aquí viene después el hambre, porque el que no siembra no come.

El repartimiento, por lo tanto, contribuyó igualmente a la escasez de alimentos. A ello se debe añadir que los españoles que recibían a finales del siglo XVII alrededor de 11,000 fanegas de maíz, tenían la costumbre de `entrojarlo' (acapararlo) y provocaban con ello una escasez artificial para beneficiarse después con precios más altos. La crisis llegó a tal punto en algunos casos, que una familia acostumbrada a sostenerse con un real diario de tortillas, tenía que gastar cuatro reales en la década de 1690.

Durante el siglo XVII, el cargo de Juez de Milpas cobró mayor importancia. En 1620, el Cabildo informó a la Corona que, con base en la experiencia, `cuando se proveían jueces de milpas, la fanega de maíz estaba a 4 y 5 reales, mas si faltaban, se ponía a dos e tres y cuatro tostones'. Comentarios como el anterior abundaron durante el siglo XVII. Sin embargo, la Corona no siempre les dio el crédito necesario, y periódicamente repetía órdenes para que se suprimiera dicho cargo. Las autoridades coloniales, no obstante, lo seguían manteniendo contra derecho, aferradas al expediente, tan común en el período colonial, de que la ley `se acata, pero no se cumple'. Las prohibiciones repetían constantemente el argumento sobre los Jueces de Milpas:

...[hacen] más agravios a los indios que cuarenta ni cincuenta españoles que viven entre ellos, porque estos jueces españoles con la vara se atreven más osadamente a agraviar a los indios azotándolos, despojándoles sus comunidades, llevándoles por día de derecho y salarios sus haciendas y siendo disimuladamente ladrones autorizados con la vara de vuestra majestad.

El cargo resultaba perjudicial, en efecto, pues en 1628 había 20 Jueces de Milpas, que cobraban 14,600 tostones en concepto de salarios y además obtenían de las comunidades indígenas el doble o triple de lo que les estaba asignado en nómina.

El maíz y el frijol, base de la alimentación de los naturales antes de la Conquista, lo fueron después para la sociedad colonial guatemalteca. La dieta básica, sin embargo, se complementó con un buen número de verduras, algunas de reciente incorporación, como la lechuga, el repollo, la remolacha, la zanahoria, el rábano. Entre las tradicionales figuraban el chipilín, chile, macuy, bledo, güisquil, ayote, etcétera. Lo mismo puede decirse de las frutas. A las originarias de la tierra, como jocote, zapote, jícama, nance, anona, mamey y otras, se sumaron la naranja, manzana, pera, durazno y otras que trajeron los españoles. Los frailes desempeñaron una ingente labor, enseñando a los naturales las nuevas técnicas de cultivo de los granos, hortalizas y frutales. Los productos aludidos, con excepción del chile, no estaban incluidos en las obligaciones tributarias de los naturales y podían venderse, por lo tanto, en el mercado.

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Trigo

Francisco Castellanos introdujo el trigo en Guatemala en 1529. Este mismo año, el Ayuntamiento concedió un salto de agua del río de la ciudad al Adelantado Pedro de Alvarado, a fin de que éste lo utilizara en un molino de trigo. El cultivo se expandió rápidamente porque el pan era parte fundamental en la alimentación de los españoles. A pesar de su rápida propagación, al menos durante las primeras tres décadas, no implicó cambios sustanciales en las formas de propiedad territorial de las comunidades indígenas, excepto en los pueblos `situados', donde se construyó la ciudad. En estos pueblos los españoles obligaron a los indios a cultivar trigo en las tierras comunales o en los sitios que se les habían adjudicado, en cuyo caso los españoles proveían los animales para las faenas de arado y trillado. Según las tasaciones de Cerrato, de 1549, los indígenas estaban obligados a cultivar 1,749 fanegas de trigo a favor de los españoles.

Áreas de producción

Por la sensible baja de la población nativa en la Gobernación de Guatemala durante la segunda mitad del siglo XVI y por la consiguiente disminución de los tributos, buen número de vecinos españoles, principalmente alcaldes, regidores y oficiales del Ayuntamiento, que habían tenido una merma en sus ingresos provenientes de la actividad cacaotera, tuvieron que buscar otros medios de enriquecimiento. Uno de éstos fue el cultivo del trigo. En las últimas tres décadas del siglo XVI surgieron numerosas chácaras, labores y haciendas de `pan llevar', en los valles de Jilotepeque, Canales, Sacatepéquez, Mixco y Las Mesas (Petapa y Amatitlán), con el consecuente despojo de muchas de las tierras comunales. Registros incompletos del Archivo General de Centro América indican que en 1568 se concedieron 44 títulos a los españoles para el cultivo de trigo. Las autoridades del Ayuntamiento apañaron el despojo y acaparamiento de las tierras de las comunidades de los indígenas, y éstos, en vez de unirse para recuperar y defender sus propiedades ya fueran ejidales o comunales, iniciaron prolongadas y violentas luchas entre ellos mismos, como aconteció entre los habitantes de San Juan Sacatepéquez, San Martín Jilotepeque, Santa María Joyabaj y Comalapa. En el despojo participaron también las órdenes religiosas, las cuales en 1670 poseían las más grandes labores de trigo: los agustinos tenían una, los jesuitas, otra y los dominicos, cuatro.

Los españoles trataron de monopolizar la producción de trigo y de impedir que los indígenas comercializaran en Santiago el que producían en sus tierras comunales. El despojo de las tierras comunales y la mano de obra de repartimiento fueron factores que aprovecharon los españoles para conseguir que los indios se dedicaran al cultivo del trigo, y en parte lograron su propósito. Sin embargo, en las regiones en que predominaban los pueblos realengos, es decir, aquellos lugares en que la presencia y presión de los españoles fueron menores, como Quezaltenango, Totonicapán y Huehuetenango, los indígenas pudieron intensificar su propia producción de trigo, aunque aquí también hubo presiones provocadas por las órdenes religiosas, especialmente las de los frailes dominicos, las cuales

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se beneficiaban en gran parte con los tributos que ellos pagaban. En 1694, estos pueblos pagaban todo su tributo en trigo.

Cultivo y procesamiento

A principios del siglo XVII, Gage se refiere con bastante detalle a las variedades de trigo que se cultivaban y a las técnicas agrícolas correspondientes. Dice que en los valles de Mixco y Las Mesas se recogían dos cosechas: una de un grano pequeño, llamado tremesino, que se sembraba a fines de agosto y se cosechaba a finales de noviembre; y otras dos variedades, llamadas rubio y blanquillo, que se recogían después de Navidad. La trilla se hacía con yeguas. Con el incremento del cultivo del trigo, según el mismo Gage, se deforestaron muchos bosques de buenas maderas que no se utilizaron, ya que se dejaban secar sobre el terreno los árboles derribados y antes de las primeras lluvias se les prendía fuego para que las cenizas abonaran la tierra. Lo mismo se hacía, una vez recogido el grano, con la paja y la cascarilla, que se dejaban en el campo hasta podrirse y para quemarlas poco antes de las primeras lluvias. Las cenizas eran humedecidas en agua, y esta mezcla se tenía como `el mejor modo de abonar los campos'. A fines del mismo siglo se obtenían 40 fanegas de trigo por cada una que se sembraba.

Las relaciones laborales variaban profundamente según se tratara del cultivo del trigo en una propiedad indígena, o en una de español. En efecto, en la primera los indígenas beneficiaban el trigo `con sus personas y las de su calpul, al corto gasto de una fanega de maíz y diez o doce reales de carne de vaca para sus convidados de aquel tequio o trabajo...' En la de españoles, en forma muy distinta, el mismo trabajo se hacía mediante la institución laboral conocida como repartimiento de indios.

El interés de los españoles por el cultivo del trigo y la simultánea escasez de mano de obra provocaron las condiciones para que la Corona, en 1574, legalizara las medidas de hecho emprendidas por los dueños de las labores y por las autoridades coloniales, en cuanto a obtener semanalmente los indios de repartimiento, sacándolos de los pueblos de la periferia de la ciudad de Santiago de Guatemala. Aunque la legislación sobre la materia normó en detalle esta nueva forma de relación laboral, en la práctica los indígenas trabajaban de sol a sol, y en el valle de Guatemala los vejámenes a que se les sometió fueron mucho mayores que en México. En 1670, los pueblos situados en los alrededores de Santiago entregaban semanalmente 1,728 indios de repartimiento, que sembraban para 94 propietarios 6,280 fanegas de trigo. Diez años más tarde, el número de indios repartidos era de 2,382, todos los cuales laboraban para 116 propietarios españoles, en 774 caballerías, y producían 6,638 fanegas de trigo (ver Cuadro 36).

Ciertamente, los españoles introdujeron nuevas técnicas e instrumentos de cultivo, como arados, azadones, hachas, machetes, hoces, molinos de agua, carretas, etcétera. Los frailes, sin embargo, fueron quienes desarrollaron las mejores técnicas para el cultivo y procesamiento del trigo. En Sacapulas lograron que los indígenas trillaran el trigo en patios enladrillados con argamasa fina, muy bruñida y lustrosa, y obtenían también una cosecha por medio de riego. Contaban, además, con un buen molino y una panadería, los cuales utilizaban todos para moler y amasar, pero toda la comunidad contribuía al mantenimiento

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y reparación de dichas instalaciones, cuando los principales (gobernador y alcaldes de indios) se los pedían.

Durante el período colonial la agricultura, tanto de subsistencia como comercial, sufrió con frecuencia grandes devastaciones ocasionadas por plagas de langostas, y en estos casos los dueños de las sementeras recurrían a las rogativas y a las promesas religiosas. Los que se dedicaban a la siembra tenían una especial devoción por San Nicolás de Tolentino. Thomas Gage se refiere a una de aquellas penosas circunstancias:

Todos los labradores y hacendados españoles del valle vinieron a Mixco para traer sus ofrendas a este santo, hicieron decir misas y bendecir de estos panecillos que llevaron a sus casas; los unos los arrojaron entre sus trigos, y los otros los encerraron en sus cercas y matorrales, con la creencia que tenían a San Nicolás, que estos panes benditos en su nombre impedirían que viniesen las langostas a sus campos.

El trigo permitió que algunos españoles se convirtieran en ricos propietarios, y entre éstos sobresalieron las órdenes religiosas, con excepción de los franciscanos. Gage dice al respecto:

Hay en este camino [a Santiago] tres molinos de agua para el trigo de la ciudad, de los cuales el más importante y rico pertenece a los frailes dominicos de Guatemala, que tienen allí a un fraile constantemente con tres o cuatro negros para hacer y controlar el trabajo... ¿Qué es lo que esos frailes no hagan para satisfacer sus codiciosas mentes? Incluso de polvorientos granjeros.

Comercialización

En 1554, el Ayuntamiento promulgó las Ordenanzas de Molinos y Molineros de la ciudad y del Corregimiento del Valle, con las cuales se perseguía evitar los fraudes en la medida, y se imponía la pena de un año de destierro en los casos procedentes. Un mayor número de españoles se dedicó al cultivo del trigo, a finales del mismo siglo, y entonces procuraron monopolizar dicha actividad. De esta manera, pretendieron evitar que los indígenas trajeran su trigo al mercado de Santiago, y trataron inclusive de impedir que lo sembraran para asegurarse el control del mercado. En tales empeños, sin embargo, tuvieron que enfrentarse a las órdenes religiosas, que no sólo lo producían en grandes cantidades, sino controlaban a la vez los mejores molinos y no pagaban diezmos.

La comercialización del trigo estuvo envuelta en toda clase de artimañas, pues los grandes comerciantes hicieron de San Lucas Sacatepéquez un sitio para almacenar el cereal hasta por dos y tres años, a fin de provocar escasez y especular con el precio. En 1603, el Obispo Juan Ramírez denunció ante la Corona tal anomalía:

...porque el español, que coja poco o que coja mucho, siempre es avariento y guarda su trigo hasta que valga mucho y hasta que se sienta mucho la hambre, de manera que el pobre nunca siente cuando es abundante el año ni cuando estéril, porque los indios luego sacan su hacienda a la plaza.

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El negocio de las panaderías de Santiago de Guatemala fue controlado durante mucho tiempo por las mujeres de españoles, principalmente esposas de alcaldes y regidores, que se servían de esclavas negras, mulatas y criadas indígenas para la elaboración del pan. Christopher Lutz indica que entre 1589 y 1598 `cinco distintos alcaldes ordinarios, no obstante las leyes contrarias, tenían panaderías en sus casas, y sus criados y esclavos vendían el pan en las plazas públicas de Santiago'. Sin embargo, a mediados del siglo XVII el negocio pasó paulatinamente a manos de mulatos, negros libres y de algún español pobre, aunque siempre continuó el monopolio de la venta del trigo.

Parte del trigo se utilizó también para elaborar bizcochos, que se vendían principalmente en los distintos puertos para el abastecimiento de los navegantes. Esto repercutía en la mala calidad del pan y, por lo tanto, el Ayuntamiento mandó en 1690 que los panaderos señalaran `con marca distinta cada uno su pan para conocer quién lo vicia' y ordenó, asimismo, que se vendiera en la plaza pública, específicamente en el Portal de los Panaderos, para poder verificar su peso y para que nadie fuera `osado a vender biscocho para fuera de la ciudad sin licencia del fiel ejecutor'.

Caña de Azúcar

La caña de azúcar fue introducida por los españoles al Reino de Guatemala en la década posterior a la Conquista. La misma habría de llenar una de las principales exigencias alimenticias de los colonizadores y vecinos de distintas ciudades, ya que los 1,427 litros de miel silvestre que recibían de los indígenas como tributo en ese mismo período resultaban insuficientes para endulzar sus bebidas y elaborar sus variados y abundantes dulces y bocadillos. El producto de la caña de azúcar (azúcar, panela, aguardiente), al menos durante el siglo XVI, fue dirigido principalmente al mercado interno, muy diferente de lo que aconteció en las Antillas, donde se organizó la producción azucarera con el fin de proveer la creciente demanda de dicho producto en Europa. En Chiapas, la caña de azúcar cobró cierta importancia en las primeras décadas, pues existían unas ocho plantaciones.

Área de producción

La principal área de producción azucarera (ver Ilustración 117) fue Amatitlán, donde en 1536 se habían distribuido ya las primeras tierras para cañaverales. La caña se sembró también en Jilotepeque, Escuintla, Guazacapán y Verapaz.

El cultivo fue atendido durante los primeros años por españoles seglares, pero a fines del siglo XVI las órdenes religiosas incursionaron en dicha actividad en forma tal que a principios del siglo siguiente poseían ya grandes plantaciones, y a fines del mismo casi habían logrado establecer un monopolio mediante el control de los principales ingenios. El vizcaíno Sebastián de Zavaletta representaba una excepción notable, pues tenía una plantación con cerca de 300 esclavos. En efecto, de los seis ingenios que había en 1680 en el Corregimiento del Valle, cinco eran propiedad de religiosos: uno de los jesuitas, otro de los mercedarios, tres de los dominicos y un trapiche de los agustinos (ver Cuadro 37).

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Además existía un ingenio de los dominicos en San Jerónimo (Verapaz). La mayor parte de los 14 trapiches restantes, cuatro de los cuales se encontraban en Escuintla, eran propiedad de españoles seglares.

El cultivo de la caña de azúcar durante la época colonial no fue una actividad exclusiva de los españoles, ya que los indígenas lo incorporaron en sus tierras comunales, especialmente en el área de Jilotepeque y Comalapa. Esto fue motivo de preocupación, a fines del siglo XVII, para los dueños de ingenios y trapiches, tal como lo asienta Fuentes y Guzmán, propietario de un trapiche: `...siendo muy numerosos estos trapichuelos y cortísimos sus gastos de producción, han bajado los precios, y con ello le han creado problemas a los grandes ingenios de azúcar'.

Proceso de producción

Entre las actividades agrícolas introducidas por los españoles en Guatemala, el cultivo y procesamiento de la caña de azúcar fue el que exigió mayor tecnología, pues obligó a la construcción de canales de riego, puentes, caminos, carretas para el transporte, y sobre todo instalaciones para el procesamiento. Estas últimas fueron el trapiche y el ingenio, el primero movido por fuerza animal (machos, mulas y bueyes), y el segundo por fuerza hidráulica. La tecnificación se llevó a cabo en las propiedades de los religiosos principalmente, pues ellos pudieron acumular la riqueza necesaria para las grandes inversiones en maquinaria, edificaciones e instrumentos de trabajo.

El procesamiento de la caña requería mano de obra calificada, como `punteros', albañiles, carpinteros, herreros, hojalateros, etcétera, que en su mayor parte fueron trabajadores libres. La actividad en los campos, en cambio, se realizó fundamentalmente con mano de obra indígena, obtenida de modo ilegal por medio del repartimiento, y también con esclavos negros. La fuerza laboral estaba bien organizada y controlada por `mandones' (capataces), y atendía faenas como cortar y acarrear leña, sembrar, limpiar, regar y cortar la caña. Los esclavos negros por lo general hacían el trabajo en los hornos, en las calderas y el arreo de las mulas.

Se sabe que entre los frailes dominicos de la Nueva España, a mediados del siglo XVII, la actividad en el ingenio se iniciaba al amanecer, momento en el cual los esclavos e indios, bajo las órdenes de un fraile, trasladaban el azúcar de la casa de calderas a la de purgar o al asoleadero, y juntaban la leña para los hornos. Seguidamente, organizados en cuadrillas controladas por un `mandón' o capataz, unos trabajadores se dirigían al campo a cortar, escardar y sembrar caña, y otros, principalmente mujeres y niños esclavos, se dedicaban a cargar las carretas en que se acarreaba la caña para ser molida. Un grupo de negros, además, iba al monte a cortar leña, la que se acarreaba en mulas. Todos, al retornar por la tarde, tenían que traer zacate para las mulas y venir cantando las oraciones. A los esclavos se les hacía trabajar hasta una parte del día domingo, después de asistir a misa:

...porque se escusarían muchas ofensas a Dios que con la ociosidad unos se emborrachan, otros de mal natural salen a los caminos y roban a los indios, se van a otros ingenios y

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En los ingenios de azúcar de la Provincia de Guatemala el número de esclavos y trabajadores libres (69.69%) era mayor que el de los indios de repartimiento (30.31%), mientras en los trapiches se empleaba una mayoría de indios de repartimiento (61.48%) (ver Cuadro 38). El uso de indios de repartimiento estuvo prohibido por la Corona para la actividad azucarera y la prohibición se reiteraba a medida que llegaban informes como los siguientes: `...los trabajos que los indios han padecido y padecen en estos ingenios de azúcar son muy graves, y causa de que se hayan consumido y acabado en él muchos'; `...que los mandones negros los suelen maltratar y particularmente en el ingenio de Don Juan Arrivillaga'; `...que en el ingenio de la compañía [de Jesús] les dan mucha tarea'; que `...un negro los azota' en el ingenio de Santo Domingo; que van contra su voluntad en `particular al trapiche de Francisco Antonio Fuentes y Guzmán porque detiene la paga hasta el domingo por la tarde'. De tales informes se deduce que las normas que se dictaron para corregir las irregularidades por lo general fueron incumplidas.

Los miembros de la Audiencia, presionados por la Corona, ordenaron en 1680 una inspección a ingenios y trapiches y, al constatar los múltiples abusos, se impusieron multas en casi la totalidad de los casos: 200 pesos al ingenio de los dominicos y al de los herederos de Juan Arrivillaga; 100 al ingenio del Colegio de la Compañía de Jesús y al trapiche Santa Ana de los herederos de Joseph del Castillo; 75 pesos a los ingenios del Rosario y de la Provincia y Religión de Santo Domingo (Escuintla) y al trapiche de Pedro de Arochegui. Además se impusieron multas de 50 pesos a los siguientes propietarios de trapiches: Francisco de Fuentes y Guzmán, Sebastián de Aguilar, Francisco de Agüero, Juan García de Salas, herederos de Joseph del Castillo (trapiche San Joseph), Luis Catalán y herederos de Agustín Bernal del Caño. Asimismo, se multó con 25 pesos a los trapiches de San Nicolás (agustinos) y al del Presbítero Tomás de Melgar.

No obstante, a pesar de las quejas, prohibiciones y multas, el repartimiento de indios se mantuvo casi sin modificación, como lo confirma el propio Fuentes y Guzmán: `Mas sin embargo, esto, como todo lo demás, se gobierna por el favor y los indios se reparten a quienes se quiere, y en primer lugar para los ingenios y trapiches de azúcar'.

Además del guarapo que se obtenía al moler el jugo de la caña, se aprovechaba la melaza en la fabricación del azúcar en los ingenios y de la panela en los trapiches. El guarapo se utilizaba también para hacer aguardiente, actividad `estancada' en favor de la Corona, pero que en su mayor parte se hacía de manera clandestina. Con el fin de desplazar a los indígenas de la actividad azucarera, los españoles plantearon a fines del siglo XVII una serie de argumentos morales enderezados a persuadir a las autoridades coloniales para que se prohibiera a los indígenas cultivar caña de azúcar. Éstos, según se decía, con las mieles `fabrican chicha y aguardiente, se embriagan, enferman, se hieren unos a otros, caen en excesos libidinosos, cohabitan incestuosamente con sus hijas, sus madres, hermanas, cuñadas, nueras y niñas de corta edad, y Dios es ofendido y el rey pierde vasallos que se le mueren'. Sin embargo, los mismos dueños de obrajes y trapiches pagaron en algunas ocasiones parte del jornal de los indios de repartimiento en guarapo, por lo que el Rey

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ordenó en 1585 que no se continuara con esta costumbre, y que, de violarse esta prohibición, se impondría una multa de 10 pesos.

Comercialización del azúcar

Fuera de las que se referían al pago de la alcabala, antes de 1597 no existían normas escritas que regularan la comercialización del azúcar. A partir de dicho año, sin embargo, el Ayuntamiento estableció el cargo de veedor de trapiches para regular la actividad de los productores de azúcar. Entre las obligaciones del titular de dicho cargo estaba la de fijar precios, medidas y los jornales pagados en los trapiches.

A medida que aumentó la producción también se comenzó a comercializar el azúcar en Europa, pero las exportaciones no alcanzaron un gran volumen. Sin embargo, a principios del siglo XVII el azúcar se producía en cantidades apreciables hasta el punto que su comercio había permitido fortunas como la de Sebastián Zavaletta, la cual se estimaba en más de 500,000 ducados. A fines del mismo siglo, la producción era de unas 18,000 arrobas anuales, sin incluir la de los pequeños trapiches de los indígenas. Ello dio como resultado el abaratamiento de la panela, lo cual, como ya se dijo antes, fue motivo de preocupación para los dueños de ingenios y trapiches.

Producción Agropecuaria para la Exportación

Los españoles aprovecharon muchos productos locales para el desarrollo del comercio ultramarino, entre ellos el cacao, tintes como el añil y la grana, y determinadas plantas medicinales. Se sirvieron igualmente del ganado vacuno, introducido por ellos mismos, para fomentar la exportación de cueros y sebos.

El cacao

El cacao (theobroma cacao), o `alimento de los dioses' como alguna vez se le llamó, se cultivó en Mesoamérica desde aproximadamente 1500 AC y se utilizó como alimento y principal medio de intercambio. Se empleó como alimento y bebida ceremonial por los sectores de poder, en la forma preparada conocida como chocolate, mientras la mayoría de la población lo consumía mezclado con maíz. Como medida de intercambio, los pueblos mesoamericanos contabilizaron el cacao bajo las denominaciones monetarias siguientes: el zontle, equivalente a 400 granos; el jiquipil, a 200 zontles; y la `carga' a tres jiquipiles.

Los españoles tardaron en acostumbrarse y aficionarse al consumo del chocolate, pero pronto se percataron del alto beneficio económico que se podía obtener de la comercialización de los granos de cacao y las tabletas de chocolate. De esta guisa, Pedro de Alvarado, su hermano Jorge y otros conquistadores, como Sancho de Barahona, Hernando de Cheves y Juan Pérez Dardón se apoderaron de las principales regiones cacaoteras

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(Atitlán, Suchitepéquez y Guazacapán), y lo mismo hicieron a mediados del siglo XVI los primeros presidentes de la Audiencia.

A la llegada de los españoles, en el actual territorio de Centro América había regiones cacaoteras como la del valle de Ulúa, sobre el litoral atlántico de Honduras, aunque las más importantes estaban en el área del Pacífico, desde Tehuantepec y Soconusco hasta Nicoya. Las rutas terrestres prehispánicas, de las que se tienen noticias referidas al Período Clásico (Kaminaljuyú-Copán-Quiriguá-Tikal-Uaxactún), o bien las utilizadas por los españoles durante la Conquista, desde el altiplano mexicano hasta Nicaragua y sobre el litoral del Pacífico, atravesaban ciertamente las zonas cacaoteras. Se conocen los antecedentes de algunos centros de comercio prehispánico, como el propio santuario del `Cristo de Esquipulas', donde al parecer el culto católico desplazó al dios mesoamericano del comercio. El Memorial de Sololá señala la importancia del cacao en la economía prehispánica, el cual se pagaba por las poblaciones sometidas como tributo a sus señores. Anne M. Chapman sugiere, asimismo, que los aztecas recibían tributo en cacao desde lugares tan lejanos como Nito (Honduras) y Nicaragua.

A mediados del siglo XVI, por el drástico decrecimiento de la población indígena en Soconusco, el incremento de la actividad cacaotera se hizo notorio en los Izalcos, región que comprende las laderas de la Sierra Madre en los alrededores de los volcanes Izalco y Santa Ana (El Salvador), donde se mantuvo una fuerte densidad de población nativa. Asimismo, cobraron importancia las sementeras de Suchitepéquez, Guazacapán y Chiquimula (ver Ilustración 118). Fuentes y Guzmán, en la época en que escribió su obra a fines del siglo XVII, indicó que la mayor parte de los pueblos de Chiquimula producían buena cantidad de cacao. Acota, sin embargo, que eran más rentables y producían grano de mayor peso los cocaotales de las zonas del Pacífico, ya que allí cada carga pesaba 75 libras, mientras las de Chiquimula apenas llegaban a 64 libras.

El cacao es una planta delicada y su cultivo requiere de atención permanente. Los cuidados se prodigan desde el momento de la siembra, como lo indica Diego García de Palacio en su informe de la visita que realizó en 1578 a varias provincias de la Audiencia. Se señala en dicho informe que los indios realizaban ciertas ceremonias en el momento de la siembra y sahumaban las semillas seleccionadas, que dejaban al sereno durante cuatro noches en la época de plenilunio. En este mismo período observaban una estricta abstinencia sexual. Juan de Pineda, quizás por sus nexos con los encomenderos, menospreció la actividad que en 1594 desplegaban los indígenas en las zonas cacaoteras y dice que `el único trabajo que los indios tienen que hacer para mantener estas plantaciones es quitar las malas hierbas de debajo de los árboles, irrigarlos en verano y recoger el fruto; y así pasan mucho tiempo descansando en sus casas'. Fuentes y Guzmán, por el contrario, consideraba que el trabajo en las cacaoteras era exigente, especialmente en verano, cuando debían construirse numerosos canales de riego desde ríos y quebradas hasta las siembras. López de Velasco indicaba a fines del siglo XVI que las penosas labores realizadas en la producción cacaotera de Soconusco eran las que habían exterminado la población indígena. La realidad es que esta actividad no era tan dura ni tan perjudicial a la salud como la requerida en los obrajes añileros, mas no dejaba de ser pesada. En efecto, implicaba por lo menos dos limpias de la maleza durante la época de lluvias, siembra de los árboles de madrecacao para la sombra, sustitución de los árboles enfermos, recolección de la cosecha dos veces al año (la mayor

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alrededor del día de San Juan y la menor en Navidad), la faena de secado y el acarreo a hombros a largas distancias, esto último cuando menos durante las primeras cinco décadas del siglo XVI, época en que el servicio de recuas todavía no se había generalizado.

El cacao fue el primer producto agrícola que facilitó el enriquecimiento de algunos conquistadores, de los descendientes de éstos y de algunos de los primeros colonizadores del Reino de Guatemala.

Debe observarse que en relación con este cultivo, los españoles no cambiaron desde el principio las relaciones de propiedad territorial y de producción que encontraron en las comunidades indígenas que poseían cacaotales. Dejaron que los pueblos de indios y los señores conservaran sus tierras y que las cultivaran como antes. Ello explica que muchos pueblos del Altiplano contaran, a lo largo del período colonial, con milpas anexas en la Costa Sur, en las que vivía parte de la población tributaria. Los indígenas poseían estas milpas desde antes de la Conquista, época en la cual, según se dice:

...pagaban su tributo de esclavos, mantas, cacao, miel, quetzales, e hacían sus sementeras de maíz, ají, frijoles y las demás legumbres y le acudían con todos los demás servicios personales como a tal su señor natural, haciéndole sus casas y reparándosela según y como él lo mandaba.

Pineda indica que en 1595 los pueblos de Tecpán Atitlán y Quezaltenango tenían dos estancias cada uno, y Atitlán tenía cuatro. Consta, igualmente, que en algunos casos se propició la migración, como sucedió a mediados del siglo XVI cuando indígenas de Santiago Atitlán fueron llevados a Santa Bárbara, en la Bocacosta, con el propósito de sembrar cacao y residir allí de modo permanente.

La continuidad de las relaciones laborales y el régimen de propiedad prehispánica no implicó que los indígenas pudieran beneficiarse de las cosechas. El tributo fue el mecanismo que sirvió tanto a los encomenderos como a la Corona para adueñarse de numerosos productos de la tierra, en especial el cacao. Los indígenas principales (gobernadores y alcaldes) fueron incorporados en la nueva estructura política y sirvieron de intermediarios para la recolección del tributo desde mediados del siglo XVI. En ese entonces, los pueblos de indios empezaron a pagar como tributo 10,097 jiquipiles de cacao.

Desde el mismo siglo XVI se han discutido las relaciones entre la explotación cacaotera y el decrecimiento violento de la población indígena. Las Relaciones que los visitadores enviaron a la Corona señalaban el fenómeno demográfico, pero sin aludir a las causas del mismo. En dichas Relaciones consta que zonas como Soconusco, que tenía 30,000 tributarios en el momento de la Conquista, sólo contaba con 2,000 después de 50 años. San Andrés y San Francisco, estancias de Atitlán de 800 y 1,000 tributarios, quedaron con 101 y 189, respectivamente. Pineda dice que en 1594 Iztapa era un pueblo `muy fértil de cacao porque tiene muchas milpas y tantas que no las pueden beneficiar los indios porque solía ser gran pueblo y ha venido en disminución por haberse muerto mucha gente y haber muchas milpas sin que haya quien las beneficie'. En diferentes reales cédulas se inquiría, asimismo, sobre las causas de la disminución de tributarios en las regiones cacaoteras. Fueron los mismos indios los que aportaron la mejor explicación del descenso demográfico.

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Naturales de las estancias de Atitlán señalaron al respecto: `Y después de venidos los españoles les han sobrevivido muchas enfermedades y pestilencias en diferentes veces... Y otros fallescieron de enfermedad de viruela y sarampión y tabardete y sangre que le salía de las narices y otras pestilencias y trabajos que les sucedieron'. El maltrato a los indios, prácticamente autorizado por la misma Corona, fue otra de las causas de la declinación demográfica, según consta en real cédula de 1630:

...y porque la ociosidad de los indios y su pereza en acudir al beneficio y cultura de sus milpas de cacao es notorio... y los daños de ella grandes al aumento y conservación de los indios y de sus haciendas, y a la paga de los tributos, para que los dichos daños cesen ordeno y mando que todos los indios acudan todos los días que no son de guardar para ellos al beneficio y cultura de las dichas milpas de cacao. Y que al indio principal o macehual que los alcaldes hallaren, o supieren, que ha estado en su casa ocioso y dejado de acudir al beneficio de las dichas milpas les den por la primera vez 25 azotes en el palo de la picota del dicho pueblo, y por la segunda vez 50. Agravándole la pena corporal por cada vez que faltare: para que con esto acudan todos al beneficio que tanto importa de sus haciendas.

Con la reforma institucional que se hizo a mediados del siglo XVI, por medio de la cual se prohibió la esclavitud y se precisó que los indígenas sólo estaban obligados al tributo, los primeros presidentes de la Audiencia, Alonso de Maldonado y Alonso López de Cerrato, violando disposiciones reales, encomendaron pueblos cacaoteros a parientes suyos o casaron a algunos de éstos con hijas de los principales encomenderos, para así aprovechar el cacao pagado en tributo. Así lo refirió Francisco de Morales a la Corona en 1562:

Si para los negocios que se ofrezcan de tomar vuestra majestad la posesión de esta tierra e riqueza que es suya, fueren menester algunos pleitos e autos no conviene que en la audiencia de los confines se conozca de ello porque el presidente e gobernador y oidores que allí hay y residen ya son como vecinos encomenderos e de secreto pondrán estorbos en la ejecución porque casi se trata de sus intereses por estar emparentados en la tierra de esta manera: el licenciado Loaysa oidor casó una hija con un Sancho de Barahona encomendero de Atitlán e otra hija con un Molina encomendero de Xicalapa provincias grandes; y Barahona es cuñado del licenciado Caballón, fiscal casado con su hermana y Alonso Hidalgo padrastro de los sobrinos de Cerrato encomendero de Xalapa y Francisco López su cuñado del Hidalgo es encomendero de Naolingo y un hermano de Barahona está casado con hermana de Juan Guerrero nieto del licenciado Cerrato que es cuñado del doctor Barrios, oidor al cual dieron unos indios en esta comarca porque el casamiento se hiciese a costa de los naturales.

Por otro lado, hubo casos de encomenderos que no tenían pueblos cacaoteros y que, violando lo establecido en las tasaciones de las últimas décadas del siglo XVI, empezaron a exigir a sus indígenas que se les entregara cacao en pago del tributo. Para conseguir tal propósito sobornaban a las autoridades coloniales correspondientes. Los indios de pueblos del Altiplano que no tenían estancias cacaoteras, empezaron a viajar entonces a las zonas cálidas para trabajar y ganar los granos de cacao destinados al pago del tributo. Los indios de Chiapas, Quiché y Huehuetenango tenían que bajar a Soconusco y Suchitepéquez. Lo mismo hacían los de Verapaz, que se dirigían a la región de Chiquimula, Izalcos y Guazacapán, para ganar el cacao de los tributos. Ciertamente, los cambios climáticos

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violentos que implicaba el traslado de zonas frías a cálidas y viceversa, contribuyeron a la propagación de enfermedades infecto-contagiosas (paludismo, sarampión, viruela, fiebre amarilla) y a que disminuyera aún más la población nativa. Gage indica que la peste de tabardillo sólo afectaba a los nativos. Pineda, se refiere también a este fenómeno de la siguiente manera:

...y muchos indios se mueren porque como están hechos a su temple y van a otras diferentes y tierras calientes, enferman y se mueren; y otros indios se alquilan en las tierras de cacao y se casan, que no saben dónde están; y de quinientos indios que salen no vuelven cuatrocientos.

Elías Zamora piensa que la cifra anterior es exagerada y considera, como relación más confiable, que de cada cinco que bajaban a las cacaoteras solían regresar menos de cuatro.

Durante las primeras décadas del siglo XVI, la comercialización del cacao se hizo principalmente con México y Perú. En el primer caso había dos rutas (ver Ilustración 119): la marítima, que salía de los puertos de Acajutla e Iztapa y terminaba en Huatulco, Zihuatanejo y Acapulco, para continuar por tierra hasta México. La otra era una vía terrestre que utilizaba las tradicionales veredas prehispánicas. El transporte hacia Perú se hacía desde los puertos de Acajutla (El Salvador) y El Realejo (Nicaragua).

En la época citada, la adquisición de cacao estuvo ligada principalmente a la encomienda, pero al cabo de poco tiempo las regiones cacaoteras se vieron inundadas por tratantes (comerciantes) españoles que compraban a funcionarios corruptos el cacao de los pueblos realengos o realizaban directamente operaciones de trueque con los mismos indígenas. Juan de Estrada se refirió, en 1579, al frecuente comercio que algunos españoles realizaban con cacao llevado de Suchitepéquez a Nueva España. Allí vendían el producto y al regreso traían lienzos, paños, tafetanes, vestidos de la tierra para los indios y mantas de algodón, que cambiaban nuevamente por cacao. En la región de los Izalcos, los mercaderes se convirtieron asimismo en un sector político y económico significativamente importante, y en 1555 tenían ya su propio centro de control político en Sonsonate. En este lugar recolectaban el cacao de la región, que después embarcaban en Acajutla hacia Acapulco, Panamá o Perú.

En el trato y comercio del cacao también intervinieron las autoridades civiles (presidentes, oidores, alcaldes mayores, corregidores) y eclesiásticas (principalmente el clero secular), que actuaban en connivencia con encomenderos y comerciantes. Fuentes y Guzmán refiere las diferencias que surgieron entre las órdenes religiosas y el obispado, por haber quitado a las primeras numerosos pueblos cacaoteros de la Costa Sur (Nahualapa, San Antonio Suchitepéquez, Zapotitlán, Mazatenango, Cuyotenango, Zambo, San Martín, San Felipe, San Luis), los cuales se dieron después a clérigos inhabilitados por conductas delictivas, a prófugos y a forajidos del Perú.

A fines del siglo XVI, el consumo de cacao había ingresado ampliamente en los hábitos alimenticios de los sectores adinerados de las principales naciones europeas. Ello no obstante, la comercialización no se desarrolló con facilidad. Por ejemplo, la creciente presencia de piratas en el Mar Caribe impidió el establecimiento de rutas fijas y la Corona

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terminó por despreocuparse de la región centroamericana y aun limitar la llegada de la flota a sus costas. Tal marginación sólo permitía el arribo esporádico de embarcaciones. En dichas circunstancias, la ruta por Nicaragua adquirió mucha importancia ya que las mercancías se podían sacar por el Río San Juan para llevarlas a Cartagena y desde allí a España. Las otras rutas fueron la de Veracruz, en México, y ocasionalmente la de Trujillo en Honduras (ver Ilustración 119).

En el período de la recesión económica (1630-1684) y no obstante la buena acogida que tuvo el cacao en Europa, el comercio cacaotero se vio disminuido de modo considerable, principalmente por las dificultades en el transporte, a lo cual se sumaba la escasez de mano de obra y sobre todo la competencia de la producción cacaotera de Guayaquil (Ecuador). Por medio de numerosas cédulas se trató de prohibir que el cacao de Guayaquil se trajera a Guatemala, pero los mecanismos del contrabando fueron mucho más poderosos que las leyes. A fines del siglo XVII, mientras el comercio del cacao guatemalteco había disminuido, el de Guayaquil había aumentado porque el precio era menor. Tal situación obligó a que el precio de ese producto guatemalteco bajara de 30 a 15 pesos.

Resulta difícil calcular la cantidad de cacao que se exportaba anualmente en la época que aquí se trata, sobre todo por la multiplicidad de vías comerciales y por el contrabando. En 1560 parece que la exportación alcanzaba una cantidad aproximada de 20,000 cargas, con un valor de 60,000 pesos. Este dinero, sin embargo, no se traía en efectivo por los comerciantes sino en mercadería, y ello indujo al Presidente Núñez de Landecho a ordenar que por lo menos el 50% debía ingresar en moneda. García de Palacio, con referencia a 1576, menciona una exportación de 50,000 cargas. Antonio Vásquez de Espinosa indica que a principios del siglo XVII Sonsonate producía 50,000 cargas. García Peláez por su parte señaló que alrededor de 1638 la exportación era de 25,000 cargas, con un valor de 750,000 pesos. El Arzobispo, asimismo, apunta que los pueblos de los Izalcos, a mediados del siglo XVI, producían 50,000 cargas.

El análisis de las cantidades de cacao recibido como tributo en Soconusco, por ejemplo (ver Cuadro 39), muestra un incremento en la cantidad tributada a fines del siglo XVI, lo cual coincide con un marcado ascenso en los precios del producto mientras, por otra parte, la población disminuía notablemente. La Corona, a su vez, alrededor de ese mismo año (1577) cobró el 7.5% del valor del cacao en concepto de almojarifazgo.

En 1612 los encomenderos y funcionarios influyeron para que se obligara a los indígenas dueños de cacaoteras a pagar un tributo de cuatro granos por cada árbol adicional a los tasados. Pero el Obispo Juan Ramírez condenó duramente la medida:

No hay razón alguna para que el indio que tiene milpa de cacao pague más tributo del personal... porque muchos pagan una carga de cacao y otros media, y valiendo la carga cincuenta tostones viene a pagar el indio doscientos reales de tributo, uno más y otros menos... siendo los árboles naturalmente corruptibles y no accediendo todos los años, los encomenderos los compelen a que les den el cacao conforme a la tasación, y muchas veces en los pueblos donde no hay cacao ni se ha criado obligan a los indios que los vayan a buscar a otras partes con sus reales.

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Pineda analizó en 1594 las profundas diferencias en el pago del tributo que se notaban entre los pueblos realengos y los de encomienda y apunta entre las causas principales la defensa que los frailes hacían de los primeros, mientras en los segundos los encomenderos y autoridades se aliaban para subir las tasaciones.

Durante la mayor parte de la época colonial, el cacao contribuyó a solventar parcialmente la carencia de moneda y facilitó las compras en los mercados en todo el Reino de Guatemala. En 1546, el mismo Cabildo de la ciudad de Santiago de Guatemala ordenó que el cacao se utilizara como moneda corriente en los tiánguez. Ciertamente, el valor del cacao fue muy variable, pues en 1524 la carga valía 8 pesos; en 1560 valía 21 pesos 2 reales; en 1619 su valor era de 35 pesos; en 1652 valía 30 pesos 2 reales; y en 1682 su precio había descendido nuevamente a 15 pesos 2 reales (ver Cuadro 40). Estas variaciones indican que hubo una gran inestabilidad económica durante dicho período.

El añil

Los nativos utilizaron diferentes colorantes en sus actividades artesanales durante la época prehispánica. Los más importantes eran la grana o cochinilla y el jiquilite o añil. El Chilam Balam indica que el jiquilite se empleaba en los rituales de los indios. Fray Diego de Landa señala, asimismo, que dicho tinte servía a los indígenas en su escritura, para el teñido de sus telas y para pintar sus monumentos.

Durante las tres primeras décadas del período colonial no se produjo un mayor desarrollo en las actividades agroexportadoras de Guatemala. El oro era el principal foco de atracción en la vida cotidiana y en la escala de valores materiales de los españoles que se habían avecindado en las nacientes ciudades surgidas de la Conquista, pero no adquirió una importancia comercial realmente considerable. Entre las actividades agrícolas prehispánicas, sólo la cacaotera tuvo cierta incidencia en el comercio intrarregional, especialmente con México y Perú. Los españoles tardaron en darse cuenta del beneficio que podía derivarse de la comercialización de los colorantes. Hasta mediados del siglo XVI comenzaron a obligar a los indígenas a pagar con telas una parte del tributo. Los corregidores, por su parte, en abuso del cargo, introdujeron el repartimiento de algodón, en el cual se generalizó el uso del añil. En estas circunstancias, se dieron cuenta de lo útil que podría ser dicho tinte en los obrajes textileros europeos y del gran beneficio que podría derivarse de su comercialización.

En Europa, ciertamente, se conocían diferentes tipos de añil desde antes del descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo. La palabra se derivó del árabe alnil, que significa azul, y se empleó igualmente para referirse a una especie parecida que se producía en el Lejano Oriente. A principios del siglo XVI el comercio de dicho producto estaba aún controlado por los portugueses, pero Holanda e Inglaterra lo monopolizaron después, a mediados del mismo siglo. En la Corte de España se tuvo conocimiento del tinte empleado por los indígenas, y se solicitó entonces, en 1558, la correspondiente información a las autoridades coloniales. Se hizo ver que España compraba a Francia y Portugal un tinte denominado `pastel' para dar el color azul a los paños y a los textiles de todo tipo. Se pidió expresamente confirmar si era cierto que en ese continente había `una hierba o tierra que hace el mismo

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efecto que el pastel, porque con ello se tiñe y da color azul a los paños de lana y algodón que en esas partes se hacen y labran por los indios'. La información enviada de vuelta tuvo sus efectos, pues en 1571 la exportación del añil guatemalteco a España era ya una realidad.

El jiquilite (Indigofera sufructicosa e Indigofera tinctoria) es una planta silvestre que crece en las sabanas y en las márgenes de los ríos, en las regiones tropicales. En Mesoamérica, antes de la venida de los españoles, no fue propiamente objeto de cultivo. Los indígenas simplemente cortaban la hierba y la procesaban cuando necesitaban el tinte azul en sus tejidos.

Las exportaciones de añil comenzaron a cobrar importancia en el último cuarto del siglo XVI, y ello indujo a los colonos españoles de estas tierras a cultivarlo, pues el jiquilite silvestre no resultaba suficiente ante la creciente demanda. La nueva actividad agropecuaria se desarrolló principalmente en la zona costera del Pacífico, entre Escuintla y las tierras bajas del occidente de Nicaragua. Dichas tierras eran aptas para el cultivo y además estaban densamente pobladas, lo cual era muy importante para garantizar la mano de obra.

A medida que la actividad añilera se expandía, se comenzaron a dar profundas transformaciones en las relaciones de propiedad y de trabajo que habían sido institucionalizadas por medio de las Leyes Nuevas a mediados del siglo XVI. En efecto, el jiquilite, a diferencia del cacao, involucró en forma directa al colono español. Los vecinos de las distintas ciudades del área prácticamente crearon ellos mismos las nuevas relaciones de propiedad y de trabajo. El proceso comenzó en el momento en que se asentaron en tierras baldías o realengas para después optar por el desembozado arrebato de las tierras comunales de los indios. La Corona aprovechó, a su vez, el naciente interés de los vecinos del Reino de Guatemala por la actividad añilera y la desmesurada ambición por la tierra que la misma había suscitado, y obligó a los nuevos `propietarios' a legalizar las tierras que habían usurpado, lo cual permitiría la consolidación de la política fiscal y el incremento de la Real Hacienda. La situación descrita permitió que en el período comprendido entre 1590 y 1620 los españoles se apropiaran de la mayor parte de las tierras útiles para el cultivo del añil. Se presentaron entonces numerosas solicitudes de tierras para este cultivo, y en las mismas se aducía que dichas tierras no estaban ocupadas por indígenas. En tales circunstancias, se efectuaron muchas `composiciones' sobre tierras de Guazacapán, Escuintla, Chiquimula, Suchitepéquez, etcétera. La Corona, sin embargo, no se dio por satisfecha con las primeras composiciones, y en 1689 obligó nuevamente a los dueños de los obrajes de añil a legalizar la propiedad de las tierras.

La producción y procesamiento del jiquilite pronto requirió una atención especial de parte de los dueños de los obrajes, ya que de ello dependía la calidad del tinte. La técnica más generalizada para la siembra consistía en `rozar' durante enero y febrero, arar en marzo, y después regar la semilla en abril, por lo general al boleo. Al principio del invierno se hacía el deshierbe, para lo cual casi siempre se soltaba ganado en los campos. Este, que era vacuno en su mayor parte, se comía el monte y dejaba el jiquilite, pero seguramente causaba daños a las milpas de maíz y frijol de los indios, ya que los predios no estaban cercados. El corte de jiquilite se hacía por lo regular cuando la planta tenía dos o tres años, entre los meses de julio y septiembre, ya que las plantaciones de un año no producían buen tinte. Al terminar el corte de la planta cultivada se continuaba con la silvestre. A este último

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lo llamaban `sacamile', y la faena de su recolección se extendía hasta diciembre. La actividad añilera en su conjunto exigía un alto grado de concentración y utilización de mucha mano de obra a principios y a mediados de año, lo cual tenía efectos negativos en la producción de granos básicos, pues coincidía con la siembra y la cosecha de maíz y frijol.

La langosta, conocida también con el nombre de `chapulín', era uno de los peores enemigos de los cultivadores de jiquilite. Gage refiere que durante su estancia en Guatemala, a principios del siglo XVII, hubo una invasión de estos insectos que volaban `en enjambres tan densos e infinitos que en verdad cubrían el rostro del sol'. Y acota el cronista que `los granjeros de la zona de la costa sur se lamentaban porque su índigo, que estaba creciendo entonces, estaba expuesto a ser devorado'.

Después del corte, el jiquilite se trasladaba, ora en hombros, ora en carretas tiradas por bueyes, a los obrajes añileros donde habría de emprenderse el procesamiento. Los obrajes estaban instalados cerca de quebradas, lagunas o fuentes de agua, que se requería en gran cantidad. Los pequeños cultivadores de jiquilite (`poquiteros') no tenían obrajes. Buena parte de ellos era de pardos y blancos pobres. A principios del siglo XVII había un poco más de 40 obrajes en el Corregimiento de Escuintla y 60 en el de Guazacapán. La actividad en los obrajes era muy especializada y dirigida por personas de mucha experiencia en la extracción del tinte, a quienes se conocía con el nombre de `punteros'. El `zacate', es decir, las plantas, se depositaba en canoas de madera, que más adelante fueron sustituidas por pilas de calicanto. En ambos casos el tratamiento a que se sometía el jiquilite era semejante: fermentación, coagulación y secado. La primera consistía en dejar el jiquilite en remojo, por un tiempo que oscilaba entre seis y 20 horas, hasta que el agua se ponía azul y comenzaba a burbujear. Ello dependía de la calidad del zacate y por el experto. La etapa de coagulación consistía en batir el zacate durante tres o cinco horas, hasta que se disolvía y empezaba a asentarse. Finalmente, el secado consistía en botar el agua de la superficie y colocar en cajas el material sólido del fondo para ponerlo a secar al sol. Después de varios días, los grandes bloques de tinta se cortaban en barras de aproximadamente 214 libras, que se envolvían en tela para su almacenamiento y posterior embarque. El añil de la Provincia de Guatemala se exportaba en cajas hechas en los aserraderos de Patzún o en bolsones de cuero llamados `zurrones'. De un promedio de 100 cargas de tres haces de hierba se obtenían 100 libras de tinta.

En los obrajes de añil se adulteraba con frecuencia el producto final, ya que en la etapa de secado se añadía tierra o ceniza para aumentar la cantidad. Ello obligó a los compradores a adoptar un proceso de control de calidad y se estableció que, según la edad del zacate y el tratamiento a que el mismo se sometía, se podían obtener tres variedades:

...la primera llamada corte, que era la calidad más corriente, tendía a ser opaca y no flotaba en el agua; la llamada sobresaliente, menos compacta y al flotar solamente salía del agua una mínima parte; y la calidad superior, llamada flor, famosa por su color azul menos intenso que podía reducirse a polvo fino fácilmente, sólo con frotarlo entre los dedos.

La actividad en el obraje absorbía más recursos humanos directos que mecánicos. En efecto, la tarea más dura e insalubre era la de coagulación, realizada por hombres metidos en las pilas. Sólo en algunos obrajes se utilizaban ruedas, impulsadas por caballos, bueyes o

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agua, para mover los palos batientes. En los tanques de remojo del jiquilite se acumulaba una masa fétida de tallos y hojas que amenazaban permanentemente la salud de hombres y animales. Rafael Landívar alude a ello en su Rusticatio Mexicana:

De allí se reproduce una mosca acometiva que, armada de trompa, se atreve a atacar las manos de los hombres y el lomo de las bestias, chupándoles el fluido purpúreo con la brava probóscide. Por esto verás a menudo las manos destilar sangre, y las piernas agobiadas de terribles pústulas.

El fenómeno aquel de la insalubridad, sin embargo, no fue objeto sólo de la observación sensitiva de poetas. Anteriormente, en 1610, la Corona se había mostrado preocupada por la disminución en la cantidad de los tributarios de los pueblos realengos y había tratado de establecer si era cierto lo que se decía:

...que en este beneficio enferma y muere mucha gente por ser tan fuerte esta hierba que de solo entrar las manos o los pies en el agua donde está la hoja cuando se ha de sacar los palos o piedras con que está debajo del agua y la misma hierba se les comen y canceran las carnes; y después estando golpeando el agua se levanta un humo tan malo que penetra los sesos y causan otros daños con que se han consumido muchos indios en las partes donde se beneficia el añil.

Ciertamente, la Corona se interesó en repetidas ocasiones por la suerte de los indios que trabajaban en aquellas deplorables condiciones y emitió diferentes cédulas (1545, 1563, 1581, 1636, 1643) por las cuales se prohibía su empleo en los obrajes añileros. Empero, la ley se cumplió sólo por excepción, ya que los dueños de obrajes utilizaron toda clase de subterfugios para obligar a los indios a trabajar en el procesamiento del añil. La Audiencia se ocupó en 1583 de tales anomalías, e indicó específicamente que a pesar de la prohibición de emplear a los indígenas en la elaboración de añil, los dueños de obrajes encontraban medios para burlar las normas. Uno de tales medios consistía en no emplearlos directamente y, en cambio, `se concertan con ellos y les compran cada quintal de hoja de la dicha tinta por un tanto y en pago de ello les dan ropa a tan subidos precios que lo que vale uno les cargan por diez'.

Las autoridades coloniales del Reino de Guatemala presionadas por la Corona, se vieron obligadas a designar jueces visitadores para verificar si las leyes correspondientes se cumplían en los obrajes. Dichos jueces, sin embargo, no impidieron los abusos y se convirtieron en un medio más para propiciar el enriquecimiento de los funcionarios coloniales y sus familiares. En consecuencia, muchos pueblos de indios desaparecieron por los efectos negativos de la actividad añilera, y no se conservó de ellos sino los nombres. Los propietarios de las haciendas inmediatas, en tanto, ocupaban las tierras baldías, sin medirlas ni entrar en composición con la Corona. Un sacerdote dejó el siguiente relato de principios del siglo XVII:

He visto grandes poblaciones indígenas casi destruidas después de que se instalaron cerca de ellas molinos de añil, porque la mayoría de los indios que entran a trabajar en los molinos enferman pronto, como resultado de los trabajos forzados y del efecto de las pilas de añil en descomposición que ellos amontonan. Hablo por experiencia pues varias veces

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he confesado a gran número de indios con fiebre y he estado allí cuando se los llevaban de los molinos para enterrarlos.

Las relaciones de trabajo en los obrajes fueron distintas a las que predominaron durante la época colonial en otras actividades agrícolas, como la cacaotera, la de los ingenios de azúcar o la correspondiente a las siembras de trigo. Murdo MacLeod describe aquéllas de la siguiente manera:

...el propietario les proporcionaba [a los indios] alimentos, vestido y casa y algunas veces también un pequeño jornal. El pagaba además su tributo a las autoridades y los protegía de otras fuerzas intrusas. A cambio, los laborantes se enganchaban a la hacienda convirtiéndose en parte de sus propiedades tangibles. Tales gentes, algunas veces conocidos como adscritos o peones, podían ser comprados y vendidos con la hacienda donde vivían.

Las nuevas relaciones laborales, que Murdo MacLeod denomina indistintamente peonaje por deuda, aparcería y adscripción ad glebam, representaron, a juicio de dicho autor, un mejoramiento en las condiciones de vida y de trabajo de algunos indígenas. Los documentos coloniales, empero, parecen indicar lo contrario. En uno de éstos se lee literalmente:

...la experiencia demuestra en estas provincias el gran daño que se les ha infligido a los indios embaucándoles o forzándoles a trabajar en los molinos de añil. Habiendo comenzado la producción de este colorante en las tierras baldías de la costa y en otras partes, la codicia de los españoles por el producto es tan grande que no sólo se apoderan de las tierras de los naturales, sino también de sus personas; de tal forma que, hablando en términos generales, los actuales molinos de añil marcan la localización de los pueblos indios que han sido destruidos... pueblos que tenían miles de habitantes han sobrevivido sólo como nombres de lugares desiertos, y las tierras que les pertenecían han sido absorbidas por los terratenientes vecinos.

García Peláez, por su parte, explica que el artificio empleado por los españoles para retener a los indígenas consistía en adelantarles dinero, ropas y otras cosas, haciendo escritura del recibo y del compromiso de servirles durante el tiempo a que equivalía dicha cantidad, y antes que cumplieran el término por el que se habían concertado les adelantaban más, con lo cual `los hacían servir como perpetuos esclavos'.

Los dueños de obrajes se auxiliaron de negros, mulatos y pardos, a quienes por lo general utilizaban en calidad de calpixques o capataces, a fin de garantizarse la mano de obra necesaria. Tal práctica era prohibida por las leyes, mas ella fue un medio importante con que se contó en los obrajes añileros para conseguir y conservar los trabajadores que necesitaban los propietarios.

Las condiciones generales que padecían los indios en algunos obrajes se describen en un documento de 1582:

...y los tratan peor que a esclavos... algunos muertos a azotes y mujeres que mueren y revientan con las pesadas cargas y a otras y a sus hijos los hacen servir en sus granjerías y

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duermen en los campos y allí paren y crían mordidas de zabandijas ponzoñosas, y muchos se ahorcan, y otros toman hierbas venenosas, y que hay madres que matan a sus hijos en pariéndoles, diciendo que lo hacen por librarlos de trabajos que ellos padecen.

A mediados del siglo XVI, la comercialización del añil se hacía para satisfacer la demanda local de tintes usados en paños y mantas. Posteriormente, el mercado se expandió a México y en mayor medida al Perú, lugares en los cuales los obrajes de paño se habían multiplicado. A cambio del añil, del Perú se traía vino, aceite y plata, pero la mayor parte de este comercio se hacía de contrabando, y por ello no se conocen los registros cuantitativos del intercambio.

En 1570, el comercio añilero comenzó a cruzar el Atlántico y a negociarse regularmente por Puerto Caballos y Trujillo, por el Río San Juan, vía Cartagena, o por Veracruz. La primera etapa floreciente de esta actividad se extendió de 1570 a 1630. La expansión del comercio transoceánico indujo al Gobernador Alonso Criado de Castilla a buscar una ruta más corta por el Golfo de Honduras, y a mejorar las condiciones portuarias y la defensa contra los piratas en el Atlántico.

El tráfico del añil era intenso, pero se desconocen las cantidades precisas que se exportaban a Europa. Algunas cifras muestran altos índices de producción alcanzados en 1630 (ver Cuadro 41), pero a partir de este año se marca también el descenso en los niveles productivos. La causa de esto último, como lo señaló el Ayuntamiento en 1659, fue el cese del tráfico marítimo, por el incremento de la piratería: `...esto casi más ha de veinte años por la infestación de enemigos... y a esta causa y a otras ha llegado este reino a suma pobreza por no tener saca ni salida de sus frutos, en particular el de la tinta añil'. Sin embargo, y paradójicamente, la Armada de Barlovento, creada en 1636 con el fin de defender a la flota española, se sostuvo en parte gracias al impuesto adicional de cuatro reales por cada cajón de tinta exportado. Si bien el comercio trasatlántico decayó ostensiblemente, se sostuvo en cambio el establecido con México y principalmente con Perú. A este último país se le autorizó negociar anualmente en estas partes hasta 200,000 pesos, que se invertían en su mayor parte en la compra de añil y brea. Pese a todo, a fines del siglo XVII, la actividad añilera se había recuperado casi por completo.

Durante el período de crisis, el comercio de la tinta se hizo preferentemente por el Río San Juan (Nicaragua) hacia Cartagena de Indias. Allí se cargaba en los galeones que llegaban de Portobelo con los tesoros del Perú. Thomas Gage habla de numerosas recuas de mulas con cargamentos de índigo, cochinilla y azúcar, que luego se transportaban a Cartagena y de allí a Sevilla, para enviarse finalmente a Inglaterra y Holanda. Gran parte de las exportaciones de añil formaban parte de una extensa actividad de contrabando, de la que participaban hasta los mismos presidentes de la Audiencia. Tal fue el caso de Martín Carlos de Mencos, que en 1663 sacó de contrabando 800 cajas de añil.

El cultivo del añil fue en su mayor parte una actividad de pequeños propietarios, llamados `poquiteros'. Jesús García Añoveros calcula que ellos cubrían, a finales del siglo XVIII, dos terceras partes del total de la producción. Sin embargo, la actividad añilera generó el enriquecimiento de una minoría que controlaba el comercio, en algunos casos con capitales de 50,000, 100,000 y hasta 500,000 ducados. Entre ellos cabe citar, a principios del siglo

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XVII, los nombres de Antonio Justiniano, Regidor de Santiago, que compró para un sobrino la Alcaldía de San Salvador; de Tomás de Siliézar (vizcaíno), Pedro de Lira, Antonio Fernández y Bartolomé Núñez, los dos últimos de origen portugués.

Los conflictos entre los productores y las autoridades coloniales fueron constantes, pues éstas provocaban el soborno como una forma fácil de enriquecimiento. En efecto, fueron los funcionarios los principales culpables de que las leyes en favor de los indígenas no se cumplieran, pues en cada visita a un obraje obtenían un quintal de añil, a cambio de no informar sobre las anomalías que encontraban. Los añileros no por ello vacilaron en desenmascararlos y ofrecieron a la Corona 20,000 libras anuales de añil si se suprimían las visitas oficiales a los obrajes. Los añileros denunciaron que si bien los informes señalaban que no había trabajadores indígenas en los obrajes, la verdad, decían, `es que no hay hacienda donde no sirvan y se vayan a alquilar para pagar sus tributos y vestir sus mujeres e hijos'. Las anomalías mencionadas se prolongaron porque las regiones añileras estaban administradas principalmente por el clero secular, y este sector de la sociedad colonial también estaba interesado en su propio enriquecimiento, ya que el añil generaba muchos beneficios. Los productores, en efecto, tenían que pagar un quintal de diezmo por cada 20 cosechados.

Desarrollo Pecuario

La actividad pecuaria en la Mesoamérica prehispánica apenas tuvo un desarrollo incipiente con la crianza domética del `chompipe' o guajolote y el engorde del `perro mudo'. Sin embargo, se consumía carne silvestre obtenida mediante la caza. Los españoles, en cambio, estaban acostumbrados a una dieta de carnes y productos lácteos en una apreciable variedad. También usaban animales como medio de locomoción y de tracción, y como fuente de materia prima para artículos de lana y para otros artículos. A ello obedeció la necesidad de traer diferentes especies pecuarias.

Ganado equino

El caballo fue un elemento fundamental en el proceso de conquista. Su posesión marcaba diferencias sociales entre los españoles e implicaba un mayor derecho en la repartición de privilegios y riquezas. Se utilizó como un recurso bélico importante, para crear el pánico entre los indígenas y obtener más fáciles victorias en los campos de batalla. El valor que alcanzó el caballo entre los españoles se puede medir por hechos como el siguiente: Pedro de Alvarado, en la ocasión de su correría por el señorío de Cuscatlán, mandó herrar a muchos nativos caídos como prisioneros, con la excusa de recobrar el valor de 11 caballos que había perdido en el combate.

Hernán Cortés contribuyó particularmente al desarrollo de la ganadería equina, ya que en 1529 hizo traer a Trujillo (Honduras), desde Cuba y Jamaica, una buena cantidad de ganado, principalmente yeguas y caballos, para lo cual se usaron cuatro navíos. El ganado

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equino se reprodujo con rapidez, y el Ayuntamiento se vio precisado a ordenar, en 1531, que la crianza se realizara lejos de las tierras ejidales, entre Escuintla y Masagua.

Durante las primeras décadas de vida colonial se emplearon caballos y yeguas, especialmente para montar. Sin embargo, poco a poco se hizo necesario introducir bestias de carga o promover su propia reproducción. Esto último se observó particularmente en la segunda mitad del siglo, cuando la población indígena había disminuido drásticamente y no se conseguían los cargadores, o tamemes, con la misma facilidad de antes. Entonces se empezaron a formar en el Reino de Guatemala las primeras recuas y patachos de mulas para transportar el cacao desde los centros de cultivo y producción en Soconusco, Suchitepéquez e Izalco hacia los puertos de embarque y los lugares de comercialización.

A principios del siglo XVII, el número de bestias mulares era considerable y muchos de dichos animales se criaban en estancias del Corregimiento de Chiquimula de la Sierra. Los dueños de recuas prestaban el servicio de transporte de carga en distintas direcciones, y llegaban hasta el Golfo Dulce, Trujillo, México, Veracruz, San Salvador, León, Granada, Cartago y Panamá. A lo largo de los caminos tenían postas cada cinco leguas a fin de relevar a las bestias cansadas, y allí mismo funcionaban ventas bien abastecidas al servicio de los viajantes. Thomas Gage escribió en 1630 que pobladores de Mixco se especializaban en el transporte de carga y tenían alrededor de 1,000 mulas. La empresa comercial de Juan Palomeque era la más importante en Guatemala, pues sólo en ella se disponía de 300 mulas para llevar y traer carga al Golfo Dulce. Indica asimismo Gage que en Granada vio pasar hacia Panamá recuas de hasta 300 bestias de carga provenientes de las ciudades de Guatemala, Comayagua y San Salvador. Iban conducidas por negros y cargadas de añil, grana, cueros, azúcar y dinero, todo en calidad de rentas del Rey.

Después de la Conquista, el caballo quedó más bien como signo de distinción y se empleaba como animal de silla o para jalar los coches (carruajes). La distinción y privilegio de montar a caballo se extendió a muchos caciques indígenas, por el apoyo que brindaron en la Conquista y el que entonces prestaban para el control de los pueblos de indios. Bernal Díaz del Castillo se refirió a ello en los siguientes términos:

Demás desto, todos los caciques tienen caballos, y son ricos, traen jaeces con buenas sillas, y se pasean por las ciudades y villas, y lugares donde se van a holgar, o son naturales, y llevan sus indios por pajes que les acompañan; y aun en algunos pueblos juegan cañas, y corren toros, y corren sortijas, especial si es día de Corpus Cristi, o del señor San Juan, o señor Santiago, o de nuestra señora de agosto, o la advocación de la iglesia del santo de su pueblo; y hay muchos que aguardan los toros, y aunque sean bravos, y muchos de ellos son jinetes, en especial en un pueblo que se dice Chiapa de los indios, y los que son caciques, todos los más tienen caballos, y algunos hatos de yeguas, y mulas se ayudan con ello a traer leña y maíz y cal, y otras cosas deste arte, y lo venden por las plazas, y son muchos de ellos arrieros, y de la manera que en nuestra Castilla se usa.

Ganado vacuno

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La introducción de ganado vacuno en Guatemala parece ser que se debió a Héctor de la Barreda, quien trajo desde Cuba 30 terneras y un toro semental y formó un hato en un sitio que se conoció desde entonces como Valle de Las Vacas, en el actual asiento de la ciudad de Guatemala. Ello debe haber ocurrido antes de 1530. En esa fecha el Ayuntamiento fijó el precio de un toro en 25 pesos de oro, y dos años después ya se lidiaban toros en las fiestas de Santiago.

Al principio el ganado vacuno se utilizó principalmente como alimento, pero en la medida que el mismo se multiplicaba se le aprovechaba también con fines industriales. El cuero y el sebo se utilizaban para fabricar jabones y velas. Estas últimas servían para procurarse iluminación en las casas y también se usaban en el culto religioso, negocio este último que fue muy fomentado con fines lucrativos por los curas doctrineros.

El ganado vacuno se crió primero en los alrededores de la ciudad de Santiago, pero dado el daño que el mismo producía en las siembras de trigo y de maíz, en 1532 se ordenó sacarlo del valle a los extremos de los ejidos. La rápida multiplicación del ganado fue favorecida por la abundancia de pastos y también se consiguió a expensas de las milpas de los indígenas, quienes tenían que soportar tal situación por temor a las represalias de los dueños de las vacas. Después de poco tiempo empezaron a surgir estancias de ganado en el camino hacia el Golfo Dulce y sobre todo en la Costa Sur, en las márgenes del Río Michatoya, desaguadero del Lago de Amatitlán. En este lugar Pedro de Alvarado tuvo un hato de 700 cabezas. El ganado creció en las mencionadas regiones cálidas casi en la misma medida que el número de indígenas decrecía. La destrucción que éstos sufrían en sus milpas y el descenso demográfico provocado especialmente por las enfermedades endémicas explican esta situación.

A fines del siglo XVI, con el incremento de la actividad añilera en las zonas cálidas, la ganadería cobró renovados impulsos en esas regiones. En primer lugar, el ganado se usaba en el deshierbe de los sembrados y, en segundo lugar, del mismo se obtenían los cueros utilizados para empacar el añil, así como el sebo usado como lubricante en las carretas. En las regiones de Chiquimula de la Sierra y la Costa Sur surgieron muchas estancias de ganado mayor y algunos estancieros llegaron a tener, en las primeras décadas del siglo XVII, hasta 40,000 cabezas. Thomas Gage lo indica de este modo:

La mayor parte de éstos vienen de los grandes terrenos que están en la costa del mar del sur, en donde en mi tiempo había un hombre que comerciaba en engordar ganado mayor y que sin salir de sus posesiones contaba más de cuarenta mil cabezas suyas entre grandes y chicas, sin contar las que llaman cimarrones o salvajes que están siempre en los bosques y en las montañas, y que los negros cazan como a los jabalíes a fin de que no se multipliquen tanto, y de que no hagan perjuicios.

Refiere asimismo dicho autor, que en Cerro Redondo estaba una de las mayores estancias de ganado vacuno y ovino y que allí se hacía uno de los mejores quesos del país. En 1604, en Santiago de Guatemala había 33 criadores de ganado. En la Provincia de Nicaragua la crianza de vacunos tuvo un extraordinario impulso, principalmente en las numerosas haciendas situadas en las márgenes de los grandes lagos de Nicaragua y Managua.

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En las décadas que siguieron a su fundación, Santiago de Guatemala fue autosuficiente en cuanto al abastecimiento de carne de res. Sin embargo, en 1570 parte del ganado provenía de Honduras, y en la década de 1630 una buena cantidad de reses venía de Comayagua, San Salvador y Nicaragua. Tanto la crianza de ganado como el destace y la venta legal de carne de res, fueron actividades controladas exclusivamente por españoles, aunque en ellas se empleaba a mulatos y pardos, específicamente en el trabajo rústico en las haciendas y los mataderos.

El abastecimiento de carne de res era un negocio que el Ayuntamiento subastaba anualmente. Sin embargo, el destace y el comercio clandestinos habían crecido considerablemente a fines del siglo XVI, y ello, más los impuestos que debían pagar (alcabala, `prometido para propios', sisa, limosnas) fue un factor determinante para que en muchas ocasiones no hubiera postor alguno en la subasta. Para obviar tal dificultad el Ayuntamiento de Santiago ofrecía préstamos hasta de 5,000 tostones a los potenciales empresarios, pero ante el fracaso de dicha política se distribuían las responsabilidades empresariales en forma obligatoria entre los criadores y dueños de ganado. En realidad el destace clandestino tenía muchas ventajas sobre el autorizado legalmente, pues de tal manera se evadía el pago de impuestos, principalmente el de `prometido para propios', el cual se destinaba en parte, por mandato de la Corona de finales del siglo XVI, a la fortificación y defensa de los puertos.

El destace clandestino no se realizaba exclusivamente para el abastecimiento de carne a la ciudad sino, en buena medida, para procesar los cueros, que tenían mucha demanda interna y externa. En efecto, éstos se usaban para fabricar los zurrones en que se empacaba el añil, o se comercializaban directamente en el exterior. Tal se infiere de las ordenanzas sobre el funcionamiento de las estancias de ganado vacuno emitidas en 1607:

Por cuanto en esta ciudad de Santiago de Guatemala y las demás del distrito de esta real audiencia se carece de carne de vaca por la notable falta de ganado vacuno que de diez años a esta parte ha habido y a causa de la exhorbitancia y exceso que han tenido en matar y consumir sólo los dueños de estancias, mayordomos de ellas y personas que lo han comprado para dejarretarlo y hacer cueros para enviar a los reinos de España y otras partes, e indios que están en comarca de las dichas estancias, obrajes de tinta, mestizos, mulatos y negros han hecho lo mismo para aprovecharse del sebo; sin embargo de los autos proveídos por gobierno diversas veces que lo prohiben y que por esto las estancias que tenían hasta diez mil cabezas no tengan al presente doscientas y este daño no sólo ha resultado contra el bien común, pero también contra los mismos dueños porque sucede que un dueño de estancia vende a otro mil cabezas y le da permiso para dejarretarlas, el comprador mata otras mil ajenas por andar revuelto el ganado de muchos dueños.

Ciertamente, no toda la carne obtenida en el destace clandestino se perdía. Una parte se salaba para hacer tasajo, y éste representaba un enriquecimiento más fácil para los dueños de haciendas que la venta de la carne en la ciudad, pues a cambio del tasajo y en forma muy ventajosa se conseguían otras mercancías en las zonas cacaoteras, en los obrajes añileros y en las minas. En estos lugares, como lo indica Gage, `las más veces dan lo que vale un ochavo de carne por más de cinco sueldos de cacao'.

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En el siglo XVII las revendedoras de carne de res contribuyeron también al surgimiento del `mercado negro' de dicho producto. El Ayuntamiento se propuso reiteradamente combatir tal actividad, pero todos los intentos terminaron en fracasos. Las revendedoras se abastecían por lo general del destace clandestino, y en su defensa decían lo siguiente:

...ellas regularmente compraban dos reales de carne en el matadero o en las carnicerías, y luego la vendían en trozos o adobada en la plaza. Agregaban en su defensa que al vender la carne en porciones pequeñas, ayudaban a los pobres que no podían pagar el precio de medio real, ni consumir tanta carne a la vez, como era vendida en las carnicerías.

Durante el siglo XVI el precio de la carne fue bajo, y en las décadas de los setentas y ochentas se podían obtener hasta 30 y 40 libras por un real. En las últimas dos décadas, empero, el precio fue aumentando. En 1604 se compraban 14 libras por un real, en tanto que en 1654, 12; en 1686 y 1696, por el mismo precio se compraban ocho y seis, respectivamente (ver Cuadro 42). MacLeod supone que tal encarecimiento fue resultado de una disminución del número de reses, fenómeno causado a su vez por el empobrecimiento de los suelos y la matanza en gran escala.

Ganado ovino

El pastoreo de rebaños de ovejas era una actividad familiar para muchos españoles de cuantos vinieron en la Conquista, pues procedían de familias de pastores y pequeños agricultores de Castilla y Extremadura. Al fracasar los planes de enriquecimiento rápido mediante la explotación minera, los miembros de las primeras expediciones tuvieron que resignarse y aceptar uno más lento, y por los mismo se dedicaron a diversas actividades agropecuarias.

El contador Francisco de Zorrilla, quien llegó en 1530 con Pedro de Alvarado cuando éste retornaba de España, trajo los primeros especímenes de ganado ovino y con ellos formó el primer rebaño en un sitio que se le otorgó en las cercanías de la ciudad. El pastoreo de ovejas, sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió con la crianza de ganado bovino, pasó casi de inmediato a ser una actividad de los indígenas. En efecto, la encomienda-repartimiento, la institución que canalizó en las primeras tres décadas el trabajo de los indígenas, se utilizó de modo preponderante para conseguir que éstos se dedicaran obligadamente a la crianza de ovejas. El mismo Pedro de Alvarado, por ejemplo, reconoció en 1540 que tenía un hato de 4,000 ovejas en el término de los pueblos de Quezaltenango y Totonicapán. Por otra parte, la crianza de ovejas permitió una de las primeras modalidades de apropiación de las tierras de las comunidades indígenas. Sobre este tema dice MacLeod:

Muchos encomenderos criaron ganado y ovejas cerca de la población o poblaciones que habían recibido en encomienda. Esto tuvo algunas consecuencias importantes en los altiplanos de Chiapas, Huehuetenango y Quezaltenango, donde las posibilidades empresariales eran muy escasas para los españoles. Ello significó que comenzó a fraguarse un vínculo muy estrecho entre la encomienda y la hacienda... Un individuo, Juan de León, se hizo un negocio de éstos al noroeste de Santiago, en Totonicapán y Quezaltenango. Era

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dueño de miles de ovejas, las que obligaba a los indígenas a cuidar para él y después a comprar la lana que producían. La carne era vendida en la ciudad.

No fue sino hasta las primeras décadas del siglo XVII, como lo indica Gage, cuando la crianza de ganado ovino se desarrolló ampliamente en los valles de Mixco, Pinula, Petapa y Amatitlán. Allí conoció dicho autor a un propietario que tenía 4,000 ovejas. El cronista indica, por otro lado, que los indígenas del priorato de Sacapulas contaban con buenos rebaños de ovejas. Oportunamente, sin embargo, el Ayuntamiento prohibió que la crianza de esos animales se hiciera en las proximidades de Santiago. Ello puede haber sido consecuencia del incremento en la producción de caña de azúcar y de trigo en la región del Valle de Guatemala, o bien resultado del daño que provocaban los rebaños en las laderas aledañas a la ciudad. La crianza de ovejas se fue trasladando paulatinamente a las regiones más altas, como Los Cuchumatanes.

Las órdenes religiosas, en especial la de los franciscanos, contribuyeron a que los indígenas aprendieran a trabajar la lana y pudieran así hacer los sayales que los frailes necesitaban. En la segunda mitad del siglo XVI, la lana se incorporó también en la indumentaria indígena y reemplazó eventualmente al tejido tradicional de algodón en muchas partes de Guatemala. La tradición ha perdurado hasta nuestros días, no sólo en la vestimenta personal sino en las `chamarras' o frazadas y en otras prendas.

Además de proveer la lana necesaria, el ganado ovino sirvió para mejorar la alimentación de españoles e indígenas. Y aún más, el Ayuntamiento autorizó la exportación de 6,000 cabezas hacia otras provincias, porque el número de ovejas era suficientemente grande en 1587.

El ganado porcino y la industria avícola

Hernán Cortés, en la expedición que realizó de México a Honduras en 1525, llevaba una manada de cerdos. Además, de ese mismo año data una constancia de la existencia en Guatemala de ganado porcino. Se trata de un acta del seis de mayo, por la cual se prohibía vender cerdos a un precio mayor de 20 pesos cada uno.

La crianza y comercialización del cerdo fue delegada por los españoles a los indígenas, mientras ellos se reservaron las concernientes al ganado vacuno. Los naturales residentes en el barrio de Candelaria y en el pueblo de Jocotenango anexo a la ciudad de Guatemala, viajaban en todas direcciones con el propósito de comprar marranos para abastecer el mercado con carne, chicharrones, tamales y manteca. Esta última se convirtió, durante todo el período colonial, en el gran sustituto del aceite de oliva, cuya escasez y alto precio fueron constantes, ya que se traía de España.

Las gallinas también fueron introducidas por los españoles y su crianza se impuso asimismo a los indígenas, porque se convirtieron en uno de los productos preferidos cuando el tributo se cobraba en especie. A mediados del siglo XVI, los indígenas tributaban anualmente 7,795 gallinas. Éstas también eran apetecidas por los visitadores civiles y eclesiásticos, entre ellos los curas doctrineros, que las usaban en cuanto podían como medio

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de enriquecimiento. Thomas Gage refiere que a lo largo del año cada pueblo tenía numerosas festividades religiosas (Semana Santa, Día de los Santos, Navidad, fiesta del santo patrono, etcétera) y además muchas fiestas de cofradía. En todas ellas los indígenas estaban obligados a ofrendar gallinas, huevos, maíz y cacao. Relata también que un fraile de Petapa se jactaba ante él así:

...que el día de todos los difuntos había recibido ofrendas de cien reales, doscientos pollos y gallinas, media docena de pavos, ocho fanegas de maíz, trescientos huevos, cuatro sacos de cacao de cuatrocientos granos cada uno, veinte racimos de plátanos, alrededor de cien velas...

Otros Productos Agroindustriales

Junto con el añil o jiquilite, en el Reino de Guatemala también se explotó otro colorante, la grana o cochinilla, y raíces y plantas medicinales, como la zarzaparrilla, la cañafístula y el bálsamo.

La grana o cochinilla

Como consecuencia de la baja sensible de la producción cacaotera en las últimas décadas del siglo XVI, los españoles trataron de resolver su difícil situación económica mediante el incremento de la producción de grana o cochinilla, uno de los colorantes empleados desde antaño por los indígenas. La cochinilla es un insecto (Coccus cacti) que crece y se reproduce como parásito en las nopaleras (Opuntia cocconellifera). Del insecto se extraía un tinte color púrpura que se empleaba en el teñido de telas. El proceso de extracción exigía cierto grado de habilidad y cuando menos unos 70,000 insectos secos para obtener una libra de tinte.

Los indígenas recolectaban el insecto en nopaleras silvestres, sólo en las ocasiones en que necesitaban el tinte. Pero Pedro de Villalobos, Presidente de la Audiencia en 1573, propuso al Rey que, con el objeto de incrementar los tributos de los indígenas, éstos se dedicaran al cultivo de nopaleras y cría de cochinilla para la explotación de la grana en forma intensiva. La respuesta fue afirmativa:

En lo que decís que en la comarca de esa ciudad hay tunas que crían y llevan grana y los indios se aprovechan de ella para teñir sus mantas, y como no tienen más aprovechamiento que el cacao y éste les ha faltado de dos a tres años a esta parte, y podríanse sembrar cantidad de tunas de modo que se cogiesen muchas y conmutar a los indios parte del tributo en grana... porque están pobres y podrán mejor pagar los tributos, vos como quien tiene la cosa presente lo gobernaréis como mejor os pareciere.

Se sabe que en 1575 ya se exportaba grana del Reino de Guatemala por Puerto Caballos, Granada y Veracruz, proveniente la última de la Alcaldía Mayor de Chiapas. Durante el

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gobierno del Conde de La Gomera, a principios del siglo XVII, se buscó impulsar nuevamente la crianza de cochinilla en gran parte del territorio guatemalteco, especialmente en lugares de Totonicapán, Suchitepéquez, Guazacapán, Atitlán, y en ciertas regiones de Nicaragua. Cuando Fray Antonio Vázquez de Espinosa estuvo en Santiago de Guatemala, dijo lo siguiente de la producción de grana: `...ha ido y va en grande aumento por ser la tierra muy a propósito y darse bien en ella los árboles tunales en que se cría'.

En la explotación de la grana también surgieron numerosos intermediarios conocidos como `quebrantahuesos' o `mercachifles'. Éstos acostumbraban engañar y coaccionar a los indígenas para apoderarse del producto, y en tales circunstancias las nopaleras eran ocultadas en zonas apartadas por los propios indígenas, quienes trataban así de evadir la obligación `al beneficio y a su repartimiento'. Esta fue una de las razones de la declinación de la grana que, por lo demás, nunca llegó a ser un producto de gran importancia económica durante el período colonial, a pesar de la constante demanda de tintes naturales en Europa.

Plantas medicinales

Los españoles buscaron por diversos medios cómo resarcirse económicamente ante la baja sensible del tributo cobrado en cacao. De esa guisa, empezaron a comercializar en el exterior algunas plantas medicinales empleadas por los indígenas y consiguieron que dichos productos se incorporaran en el procedimiento de las tasaciones en especie o bien como medio de pago en el repartimiento de mercancías (véase el ensayo sobre organización laboral, en esta misma sección). Entre las plantas aludidas figuraban de modo preferente la zarzaparrilla (Aralia nudicaulis), la cañafístula (Cassia nigra) y el bálsamo (Miroxylon pereirae). A principios del siglo XVII se exportaban alrededor de 800 arrobas de zarzaparrilla, la cual, con cantidades adicionales de cañafístula, se cargaba en navíos que llegaban a Puerto Caballos. A fines del mismo siglo, empero, la exportación había declinado. Parece ser que fueron los dominicos quienes se beneficiaron más con dicha actividad, pues obligaban a los indígenas a recoger, montaña adentro, grandes cantidades de zarzaparrilla.

El bálsamo y el cacao fueron los principales productos de exportación durante el siglo XVI. El primero se difundió ampliamente por sus propiedades medicinales, aunque también se utilizó como materia prima para hacer cosméticos. La Iglesia Católica, por otra parte, emitió una bula papal por la cual se autorizaba su uso en la administración de los sacramentos de la extremaunción y confirmación, así como en la lámpara del Santísimo.

La región comprendida entre Acajutla y La Libertad, en el litoral del Pacífico, fue una de las que se destinó preponderantemente al cultivo del bálsamo. Los comerciantes abusaban y aun maltrataban a los indígenas para obtener el producto en grandes cantidades. A la forma de extracción normal, que consistía en hacer canales en la corteza del árbol para que por allí brotara la savia, se añadieron otras modalidades, como la de `hacer sudar' al árbol, que consistía en quemar zacate debajo del mismo, o bien hervir en las cortezas. Lo primero se hacía durante la época de verano y produjo la total destrucción de muchos bosques. Alrededor de 1574, el valor de una `botija perulera' era de 240 reales. La mayor parte del

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bálsamo se embarcaba en Acajutla hacia el Perú, y el resto se enviaba a España, vía Puerto Caballos y Veracruz.

Los españoles también exportaron achiote (Bixa orellana), que se empleaba como colorante, y que en Guatemala se producía en grandes cantidades en las regiones de Verapaz y Chiapas. El procesamiento, uso y comercialización fueron descritos por Vázquez de Espinosa:

...cuando están maduros y de sazón los cogen, estregan y refriegan en agua hasta que se deshacen, saltando las cascarillas y aquella agua la cuecen en ollas grandes o conforme es la cantidad, y como va hirviendo, aquella grasa que va subiendo como espuma, la sacan y echan en otra vasija, y la cuelan con unos lienzos o coladores, y en enfriándose, queda como masa, de que hacen bollos o panecillos, y los curan y secan al sol; es bueno el achiote para la orina, para alegrar el corazón y otras enfermedades, por lo cual y para que dé color lo echan en el chocolate; llévase mucho de esta provincia y de la Nueva España a la China, donde se vende muy bien para teñir sedas y otros ministerios.

En Guatemala también se cultivaba el maguey, el cual se destinaba al mercado interno. Del mismo los indios hacían pita para diversos artículos de jarcia, cables para los barcos y la savia se aprovechaba en la fabricación de un tipo de aguardiente conocido como pulque.

Durante el siglo XVII se comercializó con el Perú gran cantidad de brea, la cual se extraía de coníferas. Además, se exportaban palo de brasil y tabaco. El tráfico de estos productos se hacía de modo legal o ilegal.

Conclusiones

Con excepción de las primeras dos décadas, en toda la época colonial la agricultura constituyó en el Reino de Guatemala la principal fuente de enriquecimiento de los españoles. En efecto, a partir de la aplicación de las Leyes Nuevas, a mediados del siglo XVI, se obligó a los indígenas a pagar el tributo con productos de la tierra, principalmente cacao, granos básicos y plantas medicinales. Años después, a finales del mismo siglo XVI, se inició el cultivo intensivo del jiquilite, por el buen mercado que tenía en los obrajes de paño europeos.

Conjuntamente con el cultivo del añil o jiquilite se incrementó la crianza de ganado vacuno, pues se necesitaba cuero para la elaboración de empaques que, durante el trayecto hacia Europa, resguardaran de la brisa marina la calidad del tinte.

El binomio añil-ganado fue el factor principal de la formación del latifundio colonial en el Reino de Guatemala y el mismo que hizo que las comunidades indígenas de las regiones donde se producían perdieran la mayoría de sus tierras comunales.

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