homilias de pagola 2008 a
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HOMILIAS DE PAGOLA 2008
Lunes, 14. Enero 2008 - 15:24 Hora
Domingo 2º del Tiempo Ordinario
VIVIR CONTRA LA MUERTE
Ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo
La gente no quiere oír hablar de espiritualidad porque no sabe lo que encierra esta
palabra; ignora que significa más que religiosidad y que no se identifica con lo que
tradicionalmente se entiende por piedad.
«Espiritualidad» quiere decir vivir una «relación vital» con el Espíritu de Dios, y esto
sólo es posible cuando se le experimenta a Dios como «fuente de vida» (fons vitae) en
cada experiencia humana.
Como ha expuesto J. Moltmann, vivir en contacto con el Espíritu de Dios «no conduce
a una espiritualidad que prescinda de los sentidos, vuelta hacia dentro, enemiga del
cuerpo, apartada del mundo, sino a una nueva vitalidad del amor a la vida».
Frente a lo muerto, lo petrificado o lo insensible, el Espíritu despierta siempre el amor
a la vida. Por eso, vivir «espiritualmente» es «vivir contra la muerte», afirmar la vida a
pesar de la debilidad, el miedo, la enfermedad o la culpa. Quien vive abierto al Espíritu
de Dios vibra con todo lo que hace crecer la vida y se rebela contra lo que hace daño y
la mata.
Este amor a la vida genera una alegría diferente, enseña a «vivir sin armas», de
manera amistosa y abierta, en paz con todos, dándonos vida unos a otros,
acompañándonos en la tarea de hacernos la vida más digna y dichosa. A esta energía
vital que el Espíritu infunde en la persona J. Moltmann se atreve a llamar «energía
erotizante» pues hace vivir de manera gozosa, atractiva y seductora.
Esta experiencia espiritual dilata el corazón: comenzamos a sentir que nuestras
expectativas y anhelos más hondos se mezclan con las promesas de Dios; nuestra
vida finita y limitada se abre a lo infinito; estamos acertando en lo esencial. Entonces
descubrimos también que «santificar la vida» no es moralizarla sino vivirla desde el
Espíritu Santo, es decir, verla y amarla como Dios la ve y la ama: buena, digna y bella,
abierta a la felicidad eterna.
Ésta es, según el Bautista, la gran misión de Cristo: «bautizarnos con Espíritu Santo»,
enseñarnos a vivir en contacto con el Espíritu. Sólo esto nos puede liberar de una
manera triste y raquítica de entender y vivir la fe en Dios.
DIOSES PARA NO CREER
Sabemos que las gentes que conocieron a Jesús quedaron impresionadas porque
enseñaba con una autoridad nueva. Pero, tal vez, más de uno se pregunte: «¿qué
puede enseñarnos Jesús a los hombres de este siglo? ¿Qué nos puede decir que ya
no sepamos?
Sin duda, lo primero que Jesús enseña es a creer en el Dios verdadero. De ordinario,
los hombres nos ponemos ante Dios con la misma actitud de egoísmo, engaño y
autodefensa con que nos ponemos ante los demás. No acabamos de fiarnos de El.
Nos tememos que venga a estorbar nuestros planes, deseos y ambiciones. Y, así, sin
apenas darnos cuenta, nos vamos construyendo esos falsos dioses que el teólogo
catalán Josep Vives llama «dioses para no creer».
Está, en primer lugar, «el Dios tapagujeros». Son muchos los que acuden a El, como
si Dios tuviera que emplear todo su poder en favorecerles a ellos y en arreglar el
mundo según sus gustos. Luego se quejan de que Dios no hace tal o cual cosa, no
remedia los problemas como ellos entienden que debiera hacer.
Jesús nos enseña, por el contrario, que Dios no está ahí para complacer nuestros
gustos o suplir nuestra falta de responsabilidad, sino justamente para hacernos más
responsables ante nuestra propia vida.
Entonces se puede pensar fácilmente en un «Dios apático», un Dios lejano y frío,
insensible a nuestras penas y necesidades.
Jesús nos revela, por el contrario, a un Dios cercano, enemigo de todo lo que
esclaviza y hace sufrir al hombre, interesado en conducir la historia y la conducta de
las personas hacia el bien y la felicidad de todos. Otros siguen creyendo en un «Dios
sádico», convencidos de que a Dios le agrada más el sacrificio y sufrimiento de los
hombres que su vida gozosa y feliz. Incluso piensan que Dios sólo ha quedado
satisfecho gracias a la sangre de su Hijo, cuando todo el Nuevo Testamento nos está
diciendo que Dios nos perdona y nos ama de manera absolutamente gratuita, y la
muerte de Jesús es precisamente el testimonio más evidente de que Dios nos sigue
amando, incluso aunque los hombres crucifiquemos al Hijo que más quiere.
Otros se imaginan a un «Dios interesado». Estamos tan acostumbrados a que entre
nosotros casi nada se dé gratuitamente, que no podemos pensar que Dios sea
absoluta gratuidad. Sin embargo, Jesús nos revela que Dios es amor gratuito, puro
gozo de dar. Que Dios nos ama porque sí, porque ser Dios es precisamente amar,
darse, comunicarse, dar la felicidad total al ser humano.
Está también «el Dios policía, juez y verdugo» que nos acecha por todas partes para
pillarnos en pecado y descargar sobre nosotros el peso implacable de su Ley, «el Dios
del orden y la seguridad», que defiende los intereses de aquellos a los que les va
bien... Verdaderamente los hombres somos capaces de imaginar cualquier cosa de
Dios.
Estoy convencido de que muchos que se dicen hoy ateos o increyentes volverían a
hacer un sitio a Dios en sus vidas si alguien les ayudara a intuir y conocer al Dios
verdadero que se nos revela en Jesucristo.
Jesús no es un teólogo, ni siquiera un profeta más. Como dice el Bautista, «éste es el
Hijo de Dios». Puede hablarnos de El.
UN GRAVE MALENTENDIDO
El que quita el pecado Jn 1, 29-34
Son bastantes los cristianos que llevan en el fondo de su alma la caricatura de un Dios
desfigurado que tiene muy poco que ver con el verdadero rostro del Dios que se nos
ha revelado en Jesús.
Dios sigue siendo para ellos el tirano que impone su voluntad caprichosa, nos
complica la vida con toda clase de prohibiciones y nos impide ser todo lo felices que
nuestro corazón anhela.
Todavía no han comprendido que Dios no es un dictador, celoso de la felicidad del
hombre, controlador implacable de nuestros pecados, sino una mano tendida con
ternura, empeñada en "quitar el pecado del mundo".
Son bastantes los cristianos que necesitan liberarse de un grave malentendido. Las
cosas no son malas porque Dios ha querido que sean pecado. Es, exactamente, al
revés. Precisamente porque son malas y destruyen nuestra felicidad, son pecado que
Dios quiere quitar del corazón del mundo.
Se nos olvida, con frecuencia, que, al pecar, no somos sólo culpables sino también
víctimas.
Cuando pecamos, nos hacemos daño a nosotros mismos, nos preparamos una trampa
trágica pues agudizamos la tristeza de nuestra vida, cuando, precisamente, creíamos
hacerla más feliz.
No olvidemos la experiencia amarga del pecado. Pecar es renunciar a ser humanos,
dar la espalda a la verdad, llenar nuestra vida de oscuridad.
Pecar es matar la esperanza, apagar nuestra alegría interior, dar muerte a la vida.
Pecar es aislarnos de los demás, hundirnos en la soledad, negar el afecto y la
comprensión.
Pecar es contaminar la vida, hacer un mundo injusto e inhumano, destruir la fiesta y la
fraternidad.
Por eso, cuando Juan nos presenta a Jesús como «el que quita el pecado del mundo»,
no está pensando en una acción moralizante, una especie de «saneamiento de las
costumbres».
Está anunciándonos que Dios está de nuestro lado frente al mal. Que Dios nos ofrece
la posibilidad de liberarnos de nuestra tristeza, infelicidad e injusticia. Que, en Jesús,
Dios nos ofrece su amor, su apoyo, su alegría, para liberarnos del mal.
El cristianismo sólo puede ser vivido sin ser traicionado, cuando se experimenta a
Jesucristo como liberación gozosa que cambia nuestra existencia, perdón que nos
purifica de nuestro pecado, respiro ancho que renueva nuestro vivir diario.
TESTIGOS
Juan dio testimonio
Hay un proverbio judío que expresa bien la importancia que tiene el testimonio de los
creyentes: «Si no dais testimonio de mí, dice el Señor, yo no existo».
Lo mismo se puede decir hoy del testimonio de los cristianos. Si no sabemos ser
testigos, el Dios de Jesucristo permanece oculto e inaccesible a la sociedad.
La única razón de ser de una comunidad cristiana es dar testimonio de Jesucristo.
Actualizar hoy en la sociedad el misterio del amor salvador de Dios manifestado en
Cristo. La Iglesia no tiene otra justificación.
En su último libro «Un Dios para hoy», M. Neusch nos ha recordado que este
testimonio de los creyentes se ha de dar hoy en un contexto sociológico en el que Dios
sufre un proceso condenatorio.
En la sociedad actual se está llevando a cabo, de muchas maneras, un juicio sobre
Dios y, con frecuencia, los testigos que hablan contra El reciben más audiencia que los
que se pronuncian a su favor.
Hemos de recordar que, en este contencioso sobre Dios, no todo lo que viven los
creyentes testimonia a su favor ni todo de la misma manera. La Iglesia puede atraer
hacia Dios, pero puede también alejar de El.
Lo verdaderamente importante no es el número de testigos, pues la verdad no se
decide por el criterio de las cifras. Lo decisivo no es tampoco el mensaje verbal que se
pronuncia, aunque hemos de seguir hablando de Dios.
Lo que ha de crecer no es tanto el número de bautizados, sino su fe y su amor. Lo que
ha de cambiar no es tanto el mensaje verbal de la Iglesia cuanto la vida de las
comunidades cristianas.
Difícilmente ayudará hoy la Iglesia a creer en Dios desarrollando información religiosa
y doctrinal, si no es, al mismo tiempo, en sí misma, manifestación del amor salvador
de Dios.
Dios no se impone en una sociedad por la autoridad de los argumentos, sino por la
verdad que emana de la vida de aquellos creyentes que saben amar de manera
efectiva e incondicional.
No hemos de olvidar que «el único testimonio creíble es el de un amor efectivo a los
hombres, pues sólo el amor puede testimoniar del Dios Amor».
Tal vez una de las tragedias del mundo actual tan radicalizado en muchos aspectos,
es el no contar hoy con experiencias de «fe radical» y de «testigos vivos» de Dios.
La figura del Bautista, verdadero testigo de Jesucristo, nos obliga a hacernos una
pregunta: Mi vida, ¿ayuda a alguien a creer en Dios o más bien aleja de El?
Amor a la vida
La gente no quiere oír hablar de espiritualidad porque no sabe lo que encierra esta
palabra; ignora que significa más que religiosidad y que no se identifica con lo que
tradicionalmente se entiende por piedad. “Espiritualidad” quiere decir vivir una “relación
vital” con el Espíritu de Dios, y esto sólo es posible cuando se le experimenta a Dios
como “fuente de vida” en cada experiencia humana.
Como ha expuesto J. Moltmann, vivir en contacto con el Espíritu de Dios “no conduce
a una espiritualidad que prescinda de los sentidos, vuelta hacia dentro, enemiga del
cuerpo, apartada del mundo, sino a una nueva vitalidad del amor a la vida”.
Frente a lo muerto, lo petrificado o lo insensible, el Espíritu despierta siempre el amor
a la vida. Por eso, vivir “espiritualmente” es “vivir contra la muerte”, afirmar la vida a
pesar de la debilidad, el miedo, la enfermedad o la culpa. Quien vive abierto al Espíritu
de Dios vibra con todo lo que hace crecer la vida y se rebela contra lo que hace daño y
la mata.
Este amor a la vida genera una alegría diferente, enseña a “vivir sin armas”, de
manera amistosa y abierta, en paz con todos, dándonos vida unos a otros,
acompañándonos en la tarea de hacernos la vida más digna y dichosa.
A esta energía vital que el Espíritu infunde en la persona J. Moltmann se atreve a
llamar “energía erotizante” pues hace vivir de manera gozosa, atractiva y seductora.
Esta experiencia espiritual dilata el corazón: comenzamos a sentir que nuestras
expectativas y anhelos más hondos se mezclan con las promesas de Dios; nuestra
vida finita y limitada se abre a lo infinito; estamos acertando en lo esencial.
Entonces descubrimos también que “santificar la vida” no es moralizarla sino vivirla
desde el Espíritu Santo, es decir, verla y amarla como Dios la ve y la ama: buena,
digna y bella, abierta a la felicidad eterna. Ésta es, según el Bautista, la gran misión de
Cristo: “bautizarnos con Espíritu Santo”, enseñarnos a vivir en contacto con el Espíritu.
Sólo esto nos puede liberar de una manera triste y raquítica de entender y vivir la fe en
Dios.
Lunes, 21. Enero 2008 - 18:06 Hora
Domingo 3º del Tiempo Ordinario
AGUAR EL EVANGELIO
…curando las enfermedades y dolencias del pueblo
Quienes han bebido de otras aguas podrán gustar en Cristo un «vino nuevo», una
experiencia buena de Dios. Algo de esto quiere decir el relato de las bodas de Caná.
Desgraciadamente siempre es fácil «aguar» el evangelio y olvidar su sabor original.
Basta perder la perspectiva de Jesús.
El profeta de Galilea no pensó en otra cosa sino en llamar a las gentes a vivir
acogiendo «el reino de Dios y su justicia». Para él, todo lo demás era secundario.
Veinte siglos después, nosotros vivimos ocupados en cuestiones doctrinales y morales
que pueden ser legítimas para organizar bien una religión, pero que más de una vez
nos distraen de lo primero que interesa a Dios: que los pobres, los hambrientos y los
que lloran, puedan ser más felices.
Propiamente, Jesús no enseñó una doctrina para ser aprendida por sus seguidores,
sino que anunció un acontecimiento que pide ser buscado y acogido. Según él, Dios
está ya actuando en este mundo invitando a todos a buscar un orden de cosas más
humano y más justo. A nosotros nos parece muy importante saber qué pensamos de
Dios. Jesús, por el contrario, soñaba en que hubiera en la tierra hombres y mujeres
que comenzaran a actuar como actúa Dios. Era su obsesión: ¿cómo sería la vida si la
gente se pareciera más a Dios?
Jesús gritaba: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Era su
llamada primera y más importante. Por eso enseñaba a todos a mirar a las personas
de manera diferente: los pecadores eran sus amigos, las prostitutas le parecían más
dignas que muchos piadosos, los últimos eran para él los primeros, los enfermos
constituían su debilidad... ¿Qué ha sido de la mirada compasiva de Jesús? Para
nosotros, las prostitutas son prostitutas, los pecadores son pecadores mientras no se
conviertan, y los últimos son los últimos.
Uno de los peligros que nos amenaza hoy a los cristianos es vivir correctamente
dentro de una religión organizada, sin atender ni entender en su verdad original el
evangelio de Jesús. Lo que saboreamos no es muchas veces el «vino nuevo»
aportado por él, sino el cristianismo «aguado» por nosotros mismos.
El evangelio nos recordará siempre la vida de Jesús: recorría Galilea «proclamando la
Buena Noticia de Dios... y curando las enfermedades y dolencias del pueblo».
ENTRE EL RECHAZO Y LA NECESIDAD
Vivimos tiempos de crisis religiosa. Parece que la fe va quedando como ahogada en la
conciencia de no pocas personas, reprimida por la cultura moderna y por el estilo de
vida del hombre de hoy. Pero, al mismo tiempo, es fácil observar que de nuevo se
despierta en bastantes la búsqueda de sentido, el anhelo de una vida diferente, la
necesidad de un Dios Amigo.
Es cierto que se ha extendido entre nosotros un escepticismo generalizado ante los
grandes proyectos y las grandes palabras. Ya no tienen eco los discursos religiosos
que ofrecen «salvación» o «redención». Ha disminuido, hasta casi desaparecer, la
esperanza misma de que pueda realmente oírse una Buena Noticia para la
humanidad.
Pero, al mismo tiempo, crece en no pocos la sensación de que hemos perdido la
dirección acertada. Algo se hunde bajo nuestros pies. Nos estamos quedando sin
metas ni puntos de referencia. Nos damos cuenta de que podemos solucionar
«problemas», pero que somos cada vez menos capaces de resolver «el problema» de
la vida. ¿No estamos más necesitados que nunca de salvación?
Vivimos también «tiempos de fragmentación». La vida se ha atomizado. Cada uno vive
en su compartimiento. Queda muy lejos aquel humanismo que buscaba la verdad y el
sentido de totalidad. Hoy no se escucha al sabio humanista, sino al experto
especialista que sabe mucho de una parcela, pero lo ignora todo sobre el sentido de la
vida.
Pero, al mismo tiempo, no pocas personas comienzan a sentirse mal en este mundo
vertiginoso de datos, informaciones y cifras. No pueden evitar los interrogantes eternos
del hombre. ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿No hay dónde encontrar un
sentido último a la vida?
Son también tiempos de pragmatismo científico. El hombre moderno ha decidido (no
se sabe por qué que sólo existe lo que puede comprobar la ciencia. No hay más. Lo
que a ella se le escapa, sencillamente no existe.
Naturalmente, en este planteamiento tan simple como poco científico, Dios no tiene
cabida y la fe religiosa queda relegada al mundo desfasado de los no progresistas.
Sin embargo, son muchos los que van tomando conciencia de que este planteamiento
se queda muy corto, pues no responde a la realidad. La vida no es un «gran mecano»,
ni el hombre sólo «una pieza» de un mundo que pueda ser desentrañado por la
ciencia. Por todas partes se presiente el misterio: en el interior del ser humano, en la
inmensidad del cosmos, en la historia de la humanidad.
Por eso, surge de nuevo la sospecha: ¿No serán justamente las «cuestiones» sobre
las que la ciencia guarda silencio, las que constituyen el sentido de la vida? ¿No será
una grave equivocación perder la respuesta al misterio de la existencia? ¿No es una
tragedia prescindir tan «ingenuamente» de Dios?
Mientras tanto, siguen ahí las palabras de Jesús: «Convertíos, porque está cerca el
Reino de Dios.»
LA SEGUNDA LLAMADA
Jesús los llamó
De ordinario, casi siempre que se habla de la vocación o de la llamada de Dios, se
considera que es un asunto de jóvenes que todavía apenas han estrenado la vida.
Y, ciertamente, para un creyente es muy importante la escucha de Dios en esa
decisión o dirección inicial que uno da a su existencia, al elegir un determinado
proyecto de vida.
Pero Dios no se queda mudo al pasar los años, y su llamada, discreta pero
persistente, nos puede interpelar cuando hemos caminado ya un buen trecho de vida.
Esta «segunda llamada» puede ser, en ocasiones, tan importante o más que la
primera.
Es normal, en plena juventud, seguir la propia vocación con temor pero también con
ilusión y generosidad. La pareja que se casa, el sacerdote que sube al altar, la
religiosa que se compromete ante Dios, saben que inician «una aventura», pero lo
hacen con entusiasmo y fe.
Luego, los roces de la vida y nuestra propia mediocridad nos van desgastando. Aquel
ideal que veíamos con tanta claridad parece oscurecerse. Se puede apoderar de
nosotros el cansancio y la insensibilidad.
Tal vez seguimos caminando, pero la vida se hace cada vez más dura y pesada. Ya
sólo nos agarramos a nuestro pequeño bienestar. Seguimos «tirando», pero, en el
fondo, sabemos que algo ha muerto en nosotros. La vocación primera parece
apagarse.
Es precisamente en ese momento cuando hemos de escuchar esa «segunda llamada»
que puede devolver el sentido y el gozo a nuestra vida. Dios comienza siempre de
nuevo. Es posible reaccionar.
Liberar la vida
CONVERTÍOS porque está cerca el Reino de Dios». ¿Qué pueden decirle estas
palabras a un hombre o una mujer de nuestros días? A nadie nos atrae oír una
llamada a la conversión. Pensamos enseguida en algo costoso y poco agradable: una
ruptura que nos llevaría a una vida poco atractiva y deseable, llena sólo de sacrificios y
renuncia. ¿Es realmente así?
Para comenzar, el verbo griego que se traduce por «convertirse» significa en realidad
«ponerse a pensar», «revisar el enfoque de nuestra vida», «reajustar la perspectiva».
Las palabras de Jesús se podrían escuchar así: «Mirad si no tenéis que revisar y
reajustar algo en vuestra manera de pensar y de actuar para que se cumplan en
vosotros los sueños de Dios».
Si esto es así, lo primero que hay que revisar es aquello que bloquea nuestra vida.
Convertirse es «liberar la vida» eliminando miedos, egoísmos, tensiones y
esclavitudes que nos impiden crecer de manera sana y armoniosa. La conversión que
no produce paz y alegría no es auténtica. No nos está acercando a Dios.
Hemos de revisar luego si cuidamos bien las raíces. Las grandes decisiones no sirven
de nada si no alimentamos las fuentes. No se nos pide una fe sublime ni una vida
perfecta; sólo que vivamos confiando en la grandeza del amor que Dios nos tiene.
Convertirse no es empeñarse en ser santo sino aprender a vivir distendido y en paz
con Dios. Sólo entonces puede comenzar en nosotros una verdadera transformación.
La vida nunca es plenitud ni éxito total. Hemos de aceptar lo «inacabado», lo que nos
humilla, lo que no acertamos a corregir. Lo importante es mantener el deseo, no ceder
al desaliento, no decir: «no merece la pena», «siempre lo estropeo todo». Convertirse
no es vivir sin pecado sino aprender a vivir del perdón, sin orgullo ni tristeza, sin
alimentar la insatisfacción por lo que deberíamos ser y nos somos. Así dice el Señor
en el libro de Isaías: «Por la conversión y la calma seréis liberados» (Is. 30, 15).
La escucha de la «segunda llamada» es ahora más humilde y realista. Conocemos
nuestras posibilidades y nuestras limitaciones. No nos podemos engañar. Tenemos
que aceptarnos tal como somos.
Es una llamada que nos obliga a desasimos de nosotros mismos para confiar más en
Dios. Conocemos ya el desaliento, el miedo, la tentación de la huida. No podemos
contar sólo con nuestras fuerzas. Puede ser el momento de iniciar una vida más
enraizada en Dios.
Esta «segunda llamada» nos invita, por otra parte, a no echar a perder por más tiempo
nuestra vida. Es el momento de acertar en lo esencial y responder a lo que pueda dar
verdadero sentido a nuestro vivir diario.
La «segunda llamada» exige conversión y renovación. Dice L. Boros que «sólo el
pecador es viejo, pues conoce el hastío de la vida, y el hastío es una señal de vejez».
Dios sigue en silencio nuestro caminar, pero nos está llamando. Su voz la podemos
escuchar en cualquier fase de nuestra vida, como aquellos discípulos de Galilea que,
siendo ya adultos, siguieron la llamada de Jesús.
PUNTOS CLAVE
Es fácil resumir el mensaje de Jesús: Dios no es un ser indiferente y lejano, que se
mueve en su mundo desconocido, interesado sólo por su honor y sus derechos. Es
alguien que busca para todos lo mejor. Su fuerza salvadora está actuando en lo más
hondo de la vida. Sólo quiere la colaboración de sus criaturas para conducir el mundo
a su plenitud: «El reino de Dios está cerca. Cambiad».
Pero, ¿qué es colaborar en el proyecto de Dios?, ¿en qué hay que cambiar? La
llamada de Jesús no se dirige sólo a los «pecadores» para que abandonen su
conducta y se parezcan un poco más a los que ya observan la Ley de Dios. No es lo
que le preocupa. Jesús se dirige a todos, pues todos tienen que aprender a mirar la
vida y a actuar de manera diferente. Su objetivo no es que en Israel se viva una
religión más fiel a Dios, sino que sus seguidores introduzcan en el mundo una nueva
dinámica: la que responde al proyecto de Dios. Señalaré los puntos clave.
Primero. La compasión ha de ser siempre el principio de actuación. Hay que introducir
en el mundo compasión hacia los que sufren: «Sed compasivos como es vuestro
Padre». Sobran las grandes palabras que hablan de justicia, igualdad o democracia.
Sin compasión hacia los últimos no son nada. Sin ayuda práctica a los desgraciados
de la tierra no hay progreso humano.
Segundo. La dignidad de los últimos ha de ser la primera meta. «Los últimos serán los
primeros». Hay que imprimir a la historia una nueva dirección. Hay que poner a la
cultura, a la economía, a las democracias y a las iglesias mirando hacia los que no
pueden vivir de manera digna.
Tercero. Hay que impulsar un proceso de curación que libere a la humanidad de todo
lo que la destruye y degrada. «Id y curad». Jesús no encontró un lenguaje mejor. Lo
decisivo es curar, aliviar el sufrimiento, sanear la vida, construir una convivencia
orientada hacia el máximo de felicidad para todos.
Esta es la herencia de Jesús. Nunca en ninguna parte se construirá la vida tal como la
quiere Dios, si no es liberando a los últimos de su humillación y sufrimiento. Nunca
será bendecida por Dios ninguna religión si no busca justicia para ellos.
Lunes, 28. Enero 2008 - 17:45 Hora
Doming 4º del Tiempo Ordinario
Dichosos los pobres
Mt, 5, 1-12
Dios y la felicidad
POR lo general no se asocia la idea de Dios con la idea de felicidad. Más bien, es al
revés. Para mucha gente, Dios es alguien que no nos deja vivir felices: nos prohíbe
cosas que nos gustan y nos obliga a hacer otras que nos resultan duras y
desagradables. Por eso, su recuerdo genera tantas veces sentimientos de culpa,
inseguridad y miedo. ¿Cómo ser feliz con ese Dios?
Naturalmente, si las cosas son así, por más que nos digan que Dios es bueno y nos
quiere, es fácil que lo dejemos de lado a la hora de organizarnos la vida. Llevamos tan
dentro de nosotros el deseo de felicidad que, si Dios nos resulta un problema o
conflicto para ser felices, se convierte en inaceptable y hasta detestable.
Se comprende que haya tanta gente que no quiera saber nada de él.
Sin embargo, hay que afirmar con toda claridad algo que es básico en la fe cristiana.
La aspiración suprema del ser humano es vivir feliz.
Ahora bien, si Dios se ha encarnado y se ha «fundido» con la condición humana, está
claro que Dios no puede estar en contra de la felicidad de vivir. Al contrario, su
aspiración suprema coincide con la nuestra. Lo primero que Dios quiere es vernos vivir
dichosos y felices.
Esto no lleva a buscar la felicidad de cualquier manera y a cualquier precio, según mis
conveniencias, intereses y egoísmos, atropellando la felicidad y la dignidad de los
demás.
Esa sería la mejor manera de destruir en el mundo la felicidad que Dios quiere para
todos.
Las bienaventuranzas de Jesús no son un programa diseñado para personas piadosas
y sacrificadas sino que plantean de manera provocativa el estilo de vida de quien
busca de verdad la felicidad de todos.
¿Qué sucedería si acertáramos a vivir con un corazón más sencillo y transparente, sin
tanto afán de posesión, más atentos a los que sufren, con hambre y sed de justicia,
trabajando siempre por la paz, soportando el peso de la vida con mansedumbre?
Sencillamente, estaríamos construyendo un mundo más digno y feliz para todos.
DICHOSAS
Probablemente, Jesús sólo pronunció tres bienaventuranzas: las que declaran
dichosos a los pobres, a los hambrientos y los afligidos. Las demás fueron añadidas
más tarde extendiendo a otras áreas su mensaje y dándoles un contenido más moral.
¿Será excesivo atrevimiento hacer hoy algo semejante ante la violencia doméstica?
Dichosas vosotras que sufrís en silencio la amenaza constante de vuestros esposos,
sin que nadie sospeche vuestra angustia, vuestro miedo, insomnios y depresión.
Aunque os cueste creerlo, Dios no se olvida de vosotras.
Ay de nosotros los varones, que no tenemos inteligencia ni corazón para reconocer el
sufrimiento que generamos en la mujer desde nuestras posiciones machistas y
dominantes. Dios confundirá un día nuestra ceguera y prepotencia.
Dichosas vosotras que vivís aterrorizadas por los insultos, golpes y agresiones de
vuestra pareja, sin saber cómo defenderos a vosotras mismas y a vuestros hijos e
hijas de su acoso y violencia diaria. Dios está sufriendo con vosotras.
Ay de nosotros que seleccionamos las víctimas que merecen nuestra atención e
interés, y olvidamos a las mujeres que sufren el «terrorismo doméstico», dejando sin
protección a quienes más lo necesitan. Dios desprecia nuestra indiferencia e
hipocresía.
Dichosas vosotras que os sentís ridiculizadas y humilladas por vuestra pareja ante
vuestros propios hijos y ante amigos y conocidos, hasta ver destruida vuestra
personalidad. Dios es el primer defensor de vuestra dignidad.
Ay de nosotros, los creyentes, que vivimos tranquilos pidiendo a Dios por el bienestar
de nuestras familias, sin recordar en nuestras Eucaristías a las víctimas de esta
tragedia doméstica. ¿Cómo va a escuchar Dios nuestra plegaria?
Dichosas vosotras que vivís en la impotencia, la inseguridad y el desprecio, sometidas
al servilismo o perversamente culpabilizadas por vuestra pareja. Tenéis un lugar
especial en el corazón de Dios.
Ay de nosotros, los eclesiásticos, que lo ignoramos casi todo de la violencia doméstica
y no gritamos a los varones la necesidad urgente de conversión. ¿Quién reconocerá
en nuestra predicación al Dios de Jesús?
MAL PROGRAMADOS
Dichosos...
Todos experimentamos que la vida está sembrada de problemas y conflictos que en
cualquier momento nos pueden hacer sufrir. Pero, a pesar de todo, podemos decir que
la «felicidad interior» es uno de los mejores indicadores para saber si una persona
está acertando en el difícil arte de vivir. Se podría incluso afirmar que la verdadera
felicidad no es sino la vida misma cuando está siendo vivida con acierto y plenitud.
Nuestro problema consiste en que la sociedad actual nos programa para buscar la
felicidad por caminos equivocados que casi inevitablemente nos conducirán a vivir de
manera desdichada.
Una de las instrucciones erróneas dice así: «Si no tienes éxito, no vales». Para
conseguir la aprobación de los demás e, incluso, la propia estima hay que triunfar.
La persona así programada difícilmente será dichosa. Necesitará tener éxito en todas
sus pequeñas o grandes empresas. Cuando fracase en algo, sufrirá de manera
indebida. Fácilmente crecerá su agresividad contra la sociedad y contra la misma vida.
Esa persona quedará, en gran parte, incapacitada para descubrir que ella vale por sí
misma, por lo que es, aun antes de que se le añadan éxitos o logros personales.
La segunda equivocación es ésta: «Si quieres tener éxito, has de valer más que los
demás». Hay que ser siempre más que los otros, sobresalir, dominar.
La persona así programada está llamada a sufrir. Vivirá siempre envidiando a los que
han logrado más éxito, los que tienen mejor nivel de vida, los de posición más brillante.
En su corazón crecerá fácilmente la insatisfacción, la envidia oculta, el resentimiento.
No sabrá disfrutar de lo que es y de lo que tiene. Vivirá siempre mirando de reojo a los
demás. Así, difícilmente se puede ser feliz.
Otra consigna equivocada: «Si no respondes a las expectativas, no puedes ser feliz».
Has de responder a lo que espera de ti la sociedad, ajustarte a los esquemas. Si no
entras por donde van todos, puedes perderte.
La persona así programada se estropea casi inevitablemente. Termina por no
conocerse a sí misma ni vivir su propia vida. Sólo busca lo que buscan todos, aunque
no sepa exactamente por qué ni para qué.
Las Bienaventuranzas nos invitan a preguntarnos si tenemos la vida bien planteada o
no, y nos urgen a eliminar programaciones equivocadas. ¿Qué sucedería en mi vida si
yo acertara a vivir con un corazón más sencillo, sin tanto afán de posesión, con más
limpieza interior, más atento a los que sufren, con una confianza grande en un Dios
que me ama de manera incondicional? Por ahí va el programa de vida que nos trazan
las Bienaventuranzas de Jesús.
APATIA
Felices los que lloran.
Si algo aparece claro en las bienaventuranzas es que Dios es el Dios de los pobres,
los oprimidos, los que lloran y sufren.
Dios no es insensible al sufrimiento de los hombres. Dios no es apático. Dios «sufre
donde sufre el amor». Por eso, el futuro proyectado y querido por Dios pertenece a
esos hombres que sufren porque apenas hay un lugar para ellos ni en la sociedad ni
en el corazón de los hermanos.
Son bastantes los pensadores que creen observar un aumento creciente de la apatía
en la sociedad moderna. Parece estar creciendo la incapacidad del hombre para
percibir el sufrimiento ajeno.
Apatía significa «no-sufrir», incapacidad para sufrir. Es la actitud del hombre ciego que
ya no percibe el dolor. El embotamiento de quien permanece insensible ante el
sufrimiento.
De mil maneras vamos evitando la relaci6n y el contacto con los que sufren.
Levantamos muros que nos separan de la experiencia y la realidad del sufrimiento
ajeno.
Uno intenta mantenerse lo más lejos posible del dolor, sin ser tocado ni afectado por el
sufrimiento de los demás. Se preocupa sólo de sus asuntos, vive «asépticamente» en
su mundo privado, después de colocar el correspondiente «Not disturb».
Y la organización de la vida moderna parece ayudar a encubrir la miseria y soledad de
las gentes, y a ocultar el sufrimiento hondo de las personas.
Raramente experimentamos de forma sensible e inmediata el sufrimiento y la muerte
de los otros. No es frecuente encontrarse de cerca con el rostro perdido de un hombre
marginado. No tocamos la soledad y la desesperación del que vive junto a nosotros.
Hemos reducido los problemas humanos a números y datos. Contemplamos el
sufrimiento ajeno de forma indirecta, a través de la pantalla televisiva. Corremos cada
uno a nuestras ocupaciones sin tiempo para detenernos ante quien sufre.
En medio de esta apatía social, se hace todavía más significativa la fe cristiana en un
«Dios amigo de los pobres», un Dios crucificado, que ha querido sufrir junto a los
abandonados de este mundo.
«Podemos cambiar las condiciones sociales bajo las cuales sufren los hombres...
Podemos hacer retroceder y suprimir incluso el sufrimiento, que aún hoy se produce
para provecho de unos pocos. Pero, en todos esos caminos tropezamos con fronteras
que no se dejan traspasar. No sólo la muerte... También el embrutecimiento y falta de
sensibilidad. El único medio de traspasar estas fronteras consiste en compartir el dolor
con los que sufren, no dejarlos solos y hacer más fuerte su grito».
VIVIR BIEN
Dichosos...
A menudo se piensa que la fe, en todo caso, es algo que tiene que ver con la
salvación eterna del ser humano, pero no con la felicidad concreta de cada día, que es
lo que ahora mismo nos interesa. Más aún. Hay quienes sospechan que sin Dios y sin
religión seríamos más dichosos. Por eso es saludable recordar algunas convicciones
cristianas que han podido quedar olvidadas o encubiertas por una presentación
desacertada o insuficiente de la fe. He aquí algunas.
· Dios nos ha creado sólo por amor, no para su propio provecho o pensando en su
interés, sino buscando nuestra dicha. A Dios lo único que le interesa es nuestro bien.
· Dios quiere nuestra felicidad, no sólo a partir de la muerte, en eso que llamamos
«vida eterna», sino ahora mismo, en esta vida. Por eso está presente en nuestra
existencia potenciando nuestro bien, nunca nuestro daño.
· Dios respeta las leyes de la naturaleza y la libertad del ser humano. No fuerza ni la
libertad humana ni la creación.
Pero está junto a los hombres apoyando su lucha por una vida más humana y
atrayendo su libertad hacia el bien. Por eso, en cada momento contamos con la gracia
de Dios para ser lo más dichosos posible.
· La moral no consiste en cumplir unas leyes impuestas arbitrariamente por Dios. Si él
quiere que escuchemos las exigencias morales que llevamos dentro del corazón por el
hecho de ser humanos es porque su cumplimiento es bueno para nosotros. Dios no
prohíbe lo que es bueno para la humanidad ni obliga a lo que puede ser dañoso. Sólo
quiere nuestro bien.
· Convertirse a Dios no significa decidirse por una vida más infeliz y fastidiosa, sino
orientar la propia libertad hacia una existencia más humana, más sana y, en definitiva,
más dichosa, aunque ello exija sacrificios y renuncia. Ser feliz siempre tiene sus
exigencias.
· Ser cristiano es aprender a «vivir bien» siguiendo el camino apuntado por Jesucristo,
y las bienaventuranzas son el núcleo más significativo y «escandaloso» de ese
camino. Hacia la felicidad se camina con corazón sencillo y transparente, con hambre
y sed de justicia, trabajando por la paz con entrañas de misericordia, soportando el
peso del camino con mansedumbre. Este camino diseñado en las bienaventuranzas
lleva a conocer ya en esta tierra la felicidad vivida y experimentada por el mismo
Jesús.
Lunes, 4. Febrero 2008 - 10:58 Hora
Domingo 1º de Cuaresma
Al Señor tu Dios adorarás... »
Mt 4, 1-11
Ayuno Escapar de Dios
¿Hay que seguir así?
Estropear la vida
No todo es consumo
No todo es consumo
VIVIMOS en plena cultura del consumo. Por lo general, lo primero que ocupa y
preocupa hoy a la mayoría de las personas es ganar dinero y adquirir cosas con las
que ir satisfaciendo las diversas necesidades. ¿Cómo vivir de manera sana e
inteligente en esta sociedad consumista?
Lo primero, tal vez, es ver qué compramos y qué dejamos de comprar.
No es lo mismo gastar en cenas y restaurantes que en libros, música o arte. Detrás de
nuestras opciones de consumo hay siempre un proyecto de vida. Nuestra manera de
gastar o de organizarnos el fin de semana puede indicar qué es lo importante para
nosotros.
Es indispensable, después, no someterse a la dictadura de la publicidad.
Aprender a comprar no de manera impulsiva o por seguir la moda, sino con sensatez,
distinguiendo lo superfluo de lo que nos puede ayudar a vivir con más calidad humana
y de manera más digna y creativa. Es un buen ejercicio desenmascarar la falsedad de
las promesas publicitarias.
Es necesario, además, no caer ingenuamente en el inmediatismo pensando que la
mejor manera de vivir bien es buscar en cada instante lo que más placer produce. En
realidad, quien hace en cada momento lo que más le apetece, sin alimentar proyecto
alguno, no crece como persona ni se capacita para disfrutar de lo más hondo que
encierra la vida.
Si uno vive motivado por algo digno y valioso, pronto se da cuenta de que es mejor
vivir de manera más moderada. ¡Qué respiro se siente al recorrer un hipermercado y
descubrir la enorme cantidad de productos y objetos que se ofrecen y que uno no
necesita para vivir feliz!
En cualquier caso, lo más importante es caer en la cuenta de que las cosas pueden
satisfacer muchas necesidades pero no sacian los deseos más hondos del corazón.
Para vivir bien no basta tener de todo. Hay algo que no se compra en El Corte Inglés y
que el ser humano busca para ser feliz: amor, amistad, paz interior, belleza, verdad,
encuentro con Dios.
Lo decía Jesús: «No sólo de pan vive el hombre...».
AYUNO
Son muchas las costumbres y prácticas sociales que, en pocos años, han quedado
superadas por el ritmo de la vida moderna. Hoy sólo sirven para el recuerdo divertido y
el comentario jocoso. Algo de esto sucede con el ayuno y la abstinencia. ¿Quién se
atreve a proponer seriamente algo tan anacrónico?
Sin embargo, el ayuno sigue teniendo una curiosa vigencia en la actual sociedad.
Pocas veces se han observado dietas tan severas para eliminar la obesidad, cuidar la
silueta o prevenir problemas de salud. Por otra parte, ¿quién se burla de los que hacen
«huelga de hambre» como signo de protesta o gesto de presión en favor de causas
justas?
Lo importante en estas cosas es no olvidar el valor original y la sabiduría que
encierran. Estoy convencido de que introducir ayuno y austeridad en nuestra vida
individual y colectiva no es ninguna necedad. Al contrario, puede ser remedio eficaz
para más de una enfermedad.
Naturalmente, lo primero es aclarar que no se trata de «mortificar» el cuerpo porque sí,
ni de matar en nosotros el gusto por la vida y el disfrute agradecido de las cosas. Es lo
contrario.
Liberarnos de aquello que nos impide ser dueños de nosotros mismos para disfrutar
de una vida sana y humana.
Quien vive de forma sobria, mantiene una libertad crítica frente a los reclamos insanos
de la cultura consumista. Se hace más sensible hacia quienes sufren necesidad, y
más disponible para la ayuda solidaria. Le resulta más fácil cultivar la vida del espíritu
y abrirse a la dimensión trascendente de la existencia.
Cada uno sabrá cómo introducir en su vida más ayuno y austeridad. Algunos
necesitan urgentemente moderar sus comidas y no caer en el exceso de alcohol y
tabaco. A otros les haría bien ser menos esclavos de la publicidad y liberarse de cosas
superfluas que asfixian su vida. Algunos necesitarían «ayunar» de tanta televisión y
romper su dependencia del mando a distancia. Otros, renunciar a un estilo de «fin de
semana» agotador y frustrante.
Pero lo importante no es ayunar, sino acertar a alimentarse bien. De ahí la máxima
evangélica: «No sólo de pan vive el hombre. » Es necesario también el silencio, la
reflexión, la apertura a la naturaleza, el arte, la oración. Para el creyente, es vital la
escucha de la Palabra de Dios.
Los cristianos comenzamos estos días un tiempo litúrgico que se llama «cuaresma».
Es un tiempo en el que nos esforzamos por cuidar más nuestra comunicación con
Dios, la escucha del Evangelio y la conversión a Cristo. No tiene por qué ser un tiempo
triste y sombrío. Al contrario, es un tiempo de renovación que nos llevará a vivir la
Pascua «resucitando» a una vida nueva.
ESCAPAR DE DIOS
Escapar de Dios ha sido siempre la gran tentación de muchos hombres. Paul Tillich
llega a decir que «el hombre que jamás ha intentado huir de Dios, es el que jamás tuvo
experiencia del Dios que es realmente Dios».
Pero, en la sociedad moderna, son muchos los que reprimen, incluso, la pregunta
misma sobre Dios y ahogan, de diversas maneras, todo planteamiento religioso.
Bastantes se han creado «pequeños dioses» que llenan sus vidas y con quienes
conviven con cierta tranquilidad, aun sin poder ahuyentar del todo una vaga sensación
de insatisfacción y tristeza.
Otros viven siempre «ocupados», siempre forjando planes, siempre metidos en
preparativos, siempre huyendo de lo más profundo de sí mismos, evitando con
cuidado cualquier posible encuentro con Dios.
En el fondo, nos resistimos a que Alguien conozca lo que somos y lo que hacemos.
Intentamos ocultar las profundidades de nuestra alma a nuestros propios ojos. No
podemos soportar un Dios que sea realmente Dios y nos sondee hasta los rincones
más oscuros de nuestro ser.
Por eso, son bastantes los que protestan silenciosamente contra ese Dios, desean que
no exista, lo rebajan hasta el nivel de las cosas dudosas y huyen hacia el ateismo.
Pero, ¿existe algún refugio último que nos aísle y «defienda» de Dios? ¿No estamos
sostenidos y contenidos por algo que es mayor que nosotros mismos, que abarca
nuestra vida y nuestra muerte y que está exigiendo nuestra respuesta?
Por un tiempo, podremos arrojarlo de nuestra conciencia, rechazarlo de mil maneras,
refutarlo, buscar razones para convencernos de que no existe, vivir confortablemente
sin él. Pero, ¿escapa uno de Dios sólo porque trata de olvidarlo?
Sin atrevernos a confesarlo públicamente, ¿no seremos los hombres y mujeres de hoy
unos «reprimidos religiosos»?
El relato de las tentaciones de Jesús nos invita a hacernos una pregunta decisiva:
¿Cuál es la manera más humana de enfrentarse a la pregunta sobre Dios? ¿Huir de él
o buscarlo?
Según Jesús, no se trata de huir de Dios sino de descubrir su presencia amistosa y el
rostro de infinita bondad de un Dios que no es nuestro rival, sino el fondo mismo de
nuestra fuente creadora de nuestro existir, el destino último al que tendemos
misteriosamente.
Muchos de nuestros contemporáneos saben en lo secreto de su corazón que
necesitan «reconciliarse» con Dios.
¿HAY QUE SEGUIR ASÍ?
No sólo de pan vive el hombre
Lo propio de nuestra «sociedad consumista» es que no sólo consumimos lo necesario
para la vida, sino que consumimos sobre todo y fundamentalmente bienes superfluos.
Éste es el hecho esencial que mueve básicamente la política y la economía. Lo
importante es «aumentar el crecimiento» y «subir el nivel de consumo». Es lo que
esperan unánimemente todos los ciudadanos.
Todo gira en torno a este consumo de bienes superfluos. Los individuos han aprendido
a cifrar su éxito, su felicidad y hasta su personalidad en poseer tal modelo de coche o
vestir con tal marca. Es el modo natural de vivir. En este consumo «vivimos, nos
movemos y existimos».
Pero, ¿sabemos lo que estamos haciendo?, ¿queremos seguir consumiendo de esta
manera?, ¿es éste el mejor estilo de vida en una sociedad progresista?, ¿no nos
interesa cambiar y humanizar un poco más nuestra vida?
Tal vez, lo primero es tomar conciencia de lo que estamos haciendo. Es un primer
paso, pero importante. ¿Por qué compro tantas cosas?, ¿es para estar a la altura de
los amigos y conocidos?, ¿para demostrarme a mi mismo y a los demás que soy
«alguien»?, ¿para que se vea que he triunfado?
Podemos preguntarnos también si somos libres o esclavos. ¿Soy dueño de mis
decisiones o compro lo que me dicta la publicidad?, ¿adquiero lo que me ayuda a vivir
de manera digna y dichosa o estoy llenando mi vida de cosas inútiles?, ¿sé boicotear
anuncios que tratan de manipularme de manera torpe y degradante o soy uno de esos
«esclavos satisfechos» que presumen de tal o cual marca?
Nos hemos de preguntar, sobre todo, si este consumismo tan irresponsable nos
parece justo. Ya nada es bastante para vivir bien. Seguimos creando y creando
necesidades siempre nuevas, y nunca nos sentimos satisfechos. Mientras tanto,
millones de seres humanos no tienen lo necesario para sobrevivir. ¿Qué pensar de
todo esto? ¿No es injusto y estúpido?
«No sólo de pan vive el hombre». Estas palabras de Jesús no son una exhortación
piadosa para creyentes. Encierran una verdad que necesitamos escuchar todos.
ESTROPEAR LA VIDA
Es lamentable ver con qué facilidad nos dejamos arrastrar por costumbres y modos de
vivir que se implantan poco a poco en nuestra sociedad, vaciando de su verdadero
contenido las experiencias más nobles y gozosas del ser humano.
Pensemos, por ejemplo, en lo que ha venido en llamarse la cultura del «tírese después
de usado», que tiende a imponer entre nosotros todo un estilo de vida. Una vez de
usar un producto, hay que buscar rápidamente otro nuevo que lo sustituya.
Esta cultura puede estar configurando nuestra manera de vivir las relaciones
interpersonales. De alguna manera, se introduce la tentación de «usar» a las personas
para desecharlas cuando ya no interesan.
Lo podemos constatar diariamente: amistades que se hacen y deshacen según la
utilidad; amores que duran lo que dura el interés y la atracción física; esposas y
esposos abandonados para ser sustituidos por una relación más excitante.
No siempre somos conscientes de cómo podemos estropear nuestra vida cuando
damos culto a modas y estilos de vivir que terminan por deshumanizarnos.
Es una equivocación vivir esclavos del dinero, del éxito profesional, del prestigio social
o de cualquier otro ídolo, sacrificándoles todo: el descanso, la amistad, la familia, la
vida entera.
Cuántas personas, al pasar los años, lo constatan secretamente en su interior. Ganan
cada vez más dinero, tienen prestigio, han logrado lo que perseguían, pero se sienten
cada vez más solas y frustradas.
Su vida se ha llenado de cosas, pero ha quedado vacía de amistades verdaderas.
Saben competir y luchar, pero no saben dar ni recibir amor. Dominan las situaciones
más difíciles, pero no aciertan a crecer como personas.
La advertencia de Jesús siempre será de actualidad: «No sólo de pan vive el hombre,
sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». No basta alimentar la vida de
dinero, prestigio, poder o sexo. Lo sepa o no, el hombre necesita amar y ser amado,
perdonar y ser perdonado, acoger y ser acogido.
No le basta al ser humano escucharse a sí mismo y alimentar egocéntricamente sus
propios intereses. Necesita abrirse a Dios y escuchar las exigencias y las promesas
del amor.
La conversión no es una práctica ya en desuso que hay que recordar en tiempos de
cuaresma. Es la orientación nueva de toda nuestra vida, el cambio de rumbo que
necesitamos para vivir de manera más sana sin estropear todavía más nuestra
persona.
Martes, 12. Febrero 2008 - 00:04 Hora
Domingo 2º de Cuaresma-A
Éste es mi Hijo... escuchadle Mt 17,1-9
En lo secreto Encontrarse con Dios
Humanizar los conflictos Nueva identidad
NUEVA IDENTIDAD
Para ser cristiano, lo importante no es qué cosas cree una persona sino qué relación
vive con Jesús. Las creencias, por lo general, no cambian nuestra vida. Uno puede
creer que existe Dios, que Jesús ha resucitado y muchas cosas más, pero no ser un
buen cristiano. Es la adhesión a Jesús y el contacto con él lo que nos puede
transformar.
En las fuentes cristianas se puede leer una escena que, tradicionalmente, se ha
venido en llamar la «transfiguración» de Jesús. Ya no es posible hoy reconstruir la
experiencia histórica que dio origen al relato. Sólo sabemos que era un texto muy
querido entre los primeros cristianos pues, entre otras cosas, les animaba a creer sólo
en Jesús.
La escena se sitúa poéticamente en una «montaña alta». Jesús está acompañado de
dos personajes legendarios en la historia judía: Moisés, representante de la Ley, y
Elías, el profeta más querido en Galilea. Sólo Jesús aparece con el rostro
transfigurado. Desde el interior de una nube se escucha una voz: «Éste es mi hijo
querido. Escuchadle a él».
Lo importante no es creer en Moisés ni en Elías, sino escuchar a Jesús y oír su voz, la
del Hijo amado. Lo decisivo no es creer en la tradición ni en las instituciones sino
centrar nuestra vida en Jesús. Vivir una relación consciente y cada vez más vital y
honda con Jesucristo. Sólo entonces se puede escuchar su voz en medio de la vida,
en la tradición cristiana y en la misma Iglesia.
Sólo esta comunión creciente con Jesús va transformando nuestra identidad y
nuestros criterios, va cambiando nuestra manera de ver la vida, nos va liberando de
las imposiciones de la cultura, va haciendo crecer nuestra responsabilidad.
Desde Jesús podemos vivir de manera diferente. Ya las personas no son simplemente
atractivas o desagradables, interesantes o sin interés. Los problemas no son asunto
de cada cual. El mundo no es un campo de batalla donde cada uno se defiende como
puede. Nos empieza a doler el sufrimiento de los más indefensos. Podemos vivir cada
día haciendo un mundo un poco más humano. Nos podemos parecer a Jesús.
EN LO SECRETO
Los hechos más importantes de nuestra vida acontecen dentro de nosotros. En lo
secreto del corazón, ante la mirada insondable de Dios. Ahí se recompone nuestro ser,
tal vez roto y maltratado por la vida. Ahí se decide la orientación que queremos dar a
nuestra existencia en un momento determinado. Ahí se despierta de nuevo la luz y el
aliento para seguir caminando.
Tarde o temprano, todos nos podemos ver sacudidos por la crisis. No sabemos
exactamente lo que nos sucede, pero nos sentimos mal. La paz ha desaparecido de
nuestro corazón. Nada logra iluminarnos por dentro. Nadie consigue alentarnos desde
fuera. ¿Quién nos puede arrancar de «las tinieblas»?
Hay algo de importancia suma dentro de toda crisis: nuestro deseo de encontrar paz,
luz y vida. Todo nos está llamando a vivir. Lo que necesitamos es ir a lo esencial,
dejando a un lado lo que tiene menos importancia o no nos hace bien.
Necesitamos algo más: sentirnos «acogidos» de manera incondicional. Saber que, en
el fondo de todo y a pesar de todo, Dios está protegiendo nuestra vida. Él nos acepta
tal como estamos: con nuestra fragilidad, frustraciones, errores y heridas. Podemos
confiar en él sin temor a ser juzgados o avergonzados. Dios no quiere vernos sufrir.
Necesitamos, además, luz. Una luz que puede emerger precisamente con más
hondura en esos momentos de sufrimiento interior. En la confusión o la huída de sí
mismo no es posible gustar la paz. Sabernos acogidos por Dios nos puede ayudar a
aceptarnos con nuestras sombras y heridas.
Consolados por la misericordia de Dios, podemos dejarnos iluminar hasta el fondo,
reorientar nuestra vida e iniciar humildemente un camino más auténtico.
Sin duda, hay personas que nos pueden ayudar mucho desde fuera con su acogida y
su luz, pero nadie como ese Amigo y Maestro interior de vida, que es Jesús.
El relato evangélico nos habla de unos discípulos que se sobrecogen y asustan al
verse «envueltos en una nube» que lo oscurece todo. Pero, desde el interior mismo de
la nube, escuchan una voz que los orienta hacia Jesús: «Éste es mi Hijo... escuchadle
a él».
HUMANIZAR LOS CONFLICTOS
«escuchadle....
Para el cristiano la actitud de «escucha» es algo esencial. Sólo el que sabe escuchar y
prestar atención a la voz de la verdad que sale de Jesús, puede crecer como creyente.
Así se nos invita hoy en el relato evangélico. «Este es mi Hijo... escuchadle».
Esta escucha no es sólo una disponibilidad general ante las palabras de Jesús. Es una
voluntad eficaz de configurar nuestro estilo de vida siguiendo las huellas del Maestro.
Por eso, es importante aprender a ver en Jesús el modelo de actuación concreta que
puede guiar nuestra conducta en medio de una sociedad tan conflictiva como la
nuestra.
Jesús ha vivido en una sociedad profundamente conflictiva e inestable. ¿Cuál ha sido
su actitud fundamental?
Jesús no ignora los conflictos ni los elude cómodamente. Pero, los conflictos, en
cuanto oposición y enfrentamiento de hombres que todavía no se aceptan en
fraternidad, justicia y verdad, han de ser humanizados.
Por eso, Jesús se hace presente en la conflictividad de su tiempo como creador de
fraternidad y justicia, haciendo del amor real a todo hombre la norma decisiva de
conducta, incluso ante los enemigos.
Por eso su actuación no es la de quien busca «prudentemente» la neutralidad y el
equilibrio, sino la de quien se pone de parte de los que más sufren las consecuencias
de los conflictos.
Jesús no conocerá la vida tranquila del que adopta una postura de indiferencia,
mutismo o inhibición ante las injusticias. Precisamente porque busca una verdadera
reconciliación y no una falsa «pacificación», el creador de fraternidad se convertirá en
fuente de conflictos.
Su búsqueda de una sociedad más reconciliada en la justicia, provocará
inevitablemente la reacción violenta de quienes sienten amenazados sus propios
intereses.
Pero, aun entonces, la reacción personal de Jesús ante la agresión de sus adversarios
será siempre de amor incondicional.
Jesús, creador incansable de convivencia y fraternidad, morirá en la cruz solo,
aparentemente fracasado, víctima del conflicto y rechazo de los hombres, pero
ofreciendo su perdón generoso en un gesto último y decisivo de reconciliación,
amistad y fe en el hombre.
¿No es urgente entre nosotros la presencia de hombres y mujeres capaces de
humanizar nuestros conflictos aun a costa de sufrir alguna crucifixión?
ENCONTRARSE CON DIOS
Para encontrarse con Dios, lo importante no es darle muchas vueltas a la cabeza.
Tampoco se trata de hacer esfuerzos sobrehumanos para llegar hasta lo impenetrable,
ni de proferir fuertes gritos para hacernos oír por El.
Lo primero es hacer silencio, por fuera y por dentro, y escuchar su presencia en
nosotros. Sosegar nuestra casa interior para acoger al que habita en nosotros. Como
dice J. Martín Velasco, «afinar el oído para captar el murmullo, casi siempre suave
como la brisa, de su paso».
El encuentro con Dios es siempre personal. Intransferible. Podemos interceder unos
por otros, pero nadie puede orar en lugar de otra persona. No es posible comunicarse
con Dios por procurador. Cada uno ha de abrirse confiadamente a su presencia.
Es cierto que podemos utilizar fórmulas heredadas de generaciones anteriores, para
orar a Dios. Puedo repetir los salmos y plegarias que otros creyentes han utilizado en
otros tiempos. Pero, al final, soy yo el que tengo que recorrer mi propio camino y
encontrar a Dios en mi vida.
Lo decía León Felipe en los conocidos versos de su poema: «Nadie fue ayer, / ni va
hoy, / ni irá mañana / hacia Dios / por este mismo camino / que yo voy. / Para cada
hombre guarda / un rayo nuevo de luz el sol... / y un camino virgen / Dios.»
Cada uno camina hacia Dios desde sus propias peripecias, sus problemas y estados
de ánimo.
Por eso, una oración despersonalizada es una contradicción. Sólo tiene de oración el
nombre y la apariencia. Cuando se da verdadera comunicación con Dios, allí hay una
persona viva, un hombre o una mujer que interroga, que busca, que suplica, que goza
o se queja, que alaba o confía.
Esta comunicación viva y personal con Dios es capaz de transformar a la persona y
reorientar de manera nueva su vida. Cuando uno escucha con paz a Dios en el fondo
de su corazón, se le iluminan zonas oscuras que antes escapaban a su mirada;
aprende a diferenciar lo real de lo meramente aparente y engañoso; descubre en su
interior fuerzas que parecían haber desaparecido para siempre. La vida se transforma.
Uno cuenta con una luz nueva, una fuerza que conforta, un espíritu que libera del
desaliento. Y, sobre todo, se siente amado y con fuerzas para amar.
En el relato evangélico, cargado de hondas resonancias bíblicas, una nube cubre a los
discípulos que se echan a temblar. De la nube surge una voz: «Este es mi Hijo...
escuchadle. »
La vida del creyente cambia y pasa del miedo a la paz cuando sabe escuchar el
misterio de Dios revelado en su Hijo Jesús
Lunes, 18. Febrero 2008 - 18:27 Hora
Domingo 3ª de cuaresma
Si conocieras el don de Dios Jn 4, 5-4
Dios y moral Encontrarse a gusto con Dios
Conflicto cultural Si conocieras el don de Dios
El don de Dios
LOS cristianos han oído decir desde siempre que «Dios es Amor» (1 Jn 4,8), pero
muchos ni siquiera sospechan lo que se quiere decir con esta afirmación central y
decisiva del cristianismo. Si un día cayeran en cuenta, nacería en ellos una fe en Dios
absolutamente diferente y nueva.
En realidad, no nos atrevemos a creer que Dios es amor, es decir, que no sólo nos
tiene amor y nos quiere, sino que, en su ser más íntimo, es amor y que, por lo tanto,
de él no puede brotar más que amor, incluso cuando nosotros no merecemos ser
amados. Dios es así; amor sin condiciones ni restricciones.
A nosotros nos resulta «increíble» que podamos ser amados sin condiciones. Por eso,
enseguida proyectamos sobre Dios nuestros fantasmas y miedos recortando y
deformando su amor.
En el fondo pensamos que Dios es muy bueno y nos quiere, pero sólo si sabemos
corresponderle: es decir, Dios ama como amamos nosotros, con condiciones, incluso
exigiendo más que nosotros.
Este Dios no resulta muy agradable. Bastantes lo sienten como un ser peligroso, una
amenaza, una censura constante, un juez implacable que no hace sino generar
sentimientos de culpa, inseguridad y miedo. No es extraño que haya tanta gente que
no quiera saber nada de él.
Junto al pozo de Jacob, Jesús conversa con una mujer doblemente despreciable para
un judío, por mujer y por samaritana. Jesús que mira siempre el corazón de las
personas, le dice estas palabras inolvidables: «Si conocieras el don de Dios y quién es
el que te pide de beber, le pedirías tú y él te daría agua viva».
Muchos cristianos no conocen el «don de Dios» y no pueden sentirse a gusto con él
porque sólo conocen sus exigencias, no su amor incondicional y gratuito. No pueden ni
sospechar que Dios podría ser para ellos «agua viva» que les haría vivir de manera
más digna y dichosa.
En la Iglesia, como en tiempos de Jesús, hay jerarcas, doctores, sacerdotes y
escribas, pero, ¿hay testigos capaces de contagiar y sugerir con su palabra y su vida
el verdadero rostro de Dios? Y si no hacemos esto, ¿para qué hacemos todo lo
demás?
DIOS Y MORAL
Hay un dicho que se recuerda entre los moralistas y encierra no poca sabiduría:
«Dime qué imagen de Dios tienes y te diré qué tipo de moral practicas», y
viceversa: «dime qué moral vives y te diré qué idea de Dios tienes». Es así. Hay
una relación estrecha entre nuestra imagen de Dios y nuestra manera de entender y
vivir la dimensión moral de lalvida. Una imagen de Dios, descomprometido de la
historia de los hombres e interesado sólo por su honor, su gloria y sus derechos,
conduce a un divorcio entre fe y compromiso moral. Si a Dios no le importa nuestra
felicidad, ya nos preocuparemos nosotros de conseguirla. Cuando a Dios se le percibe
alejado de nuestra realidad, las personas se van olvidando de Dios y organizan la vida
a su manera. Cuando a Dios se le considera como el «legislador» universal que, al
crear el mundo, lo ha ordenado según unas leyes eternas que hemos de cumplir para
no terminar condenados, la moral se convierte en fuente de una vida infantil e
inmadura, que no ayuda a desarrollar la propia responsabilidad. Es fácil entonces caer
en el miedo al castigo o en la búsqueda del premio, sin aprender a amar la vida, el
mundo y las personas desde lo más hondo de nuestro ser.
Dios se puede convertir también en carga pesada para la conciencia moral. La imagen
de un Dios «justiciero», atento siempre a nuestros pecados, puede arruinar la paz de
las personas. Cuántos escrúpulos, angustias y falsos rigorismos han convertido la vida
de no pocos en un tormento.
Sólo la fe en un Dios, Padre de misericordia, que mira con amor nuestra vida y busca
con pasión nuestra felicidad, puede hacernos vivir una moral sana y responsable. Hay
quienes temen que un «Dios Amor» pueda conducir a una vida moral cómoda e
irresponsable. No es así. Cuando alguien se siente amado por Dios, se esfuerza como
nadie en responder de manera fiel y exigente.
Lo primero no es el esfuerzo moral sino la fe y la experiencia de Dios. Algo de esto le
sugería Jesús a la samaritana: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te
pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva».
ENCONTRARSE A GUSTO CON DIOS
Son bastantes las personas que, a lo largo de estos años, se han ido alejando de Dios,
casi sin advertir lo que realmente estaba ocurriendo en sus vidas.
Hoy Dios les resulta un «ser extraño». Cuando entran en una iglesia o asisten a una
celebración religiosa, todo les parece artificial y vacío. Lo que escuchan se les hace
lejano e incomprensible.
Tienen la impresión de que todo lo que está ligado con Dios es infantilismo e
inmadurez, un mundo ilusorio donde falta sentido de la realidad.
Y, sin embargo, esas mismas personas en cuya vida apenas hay experiencia religiosa
alguna, andan con frecuencia a la búsqueda de paz interior, de profundidad, de
sentido. Más aún. Aunque ya no creen en «el Dios de su infancia», acogerían de
nuevo a Dios si lo descubrieran como la Realidad gozosa que sostiene, alienta y llena
todo devida. Pero, ¿se puede encontrar de nuevo a Dios una vez que la persona se ha
alejado de toda religiosidad? ¿Es posible una experiencia nueva de Dios? ¿Por dónde
buscar?
Algunos buscan «pruebas». Exigen garantías para tener seguridad. Pretenden
controlar a Dios, verificarlo, analizarlo, como si se tratara de un objeto de laboratorio.
Pero Dios se encuentra en otro plano más profundo. A Dios no se le puede aprisionar
en la mente. Quien lo busca sólo por la vía estrecha de la razón corre el riesgo de no
encontrarse nunca con El. Dios es «el Misterio del mundo». Para descubrirlo, hemos
de ahondar más.
Precisamente por esto, algunos piensan que Dios no está a su alcance. Tal vez esté
en algún lugar lejano de la existencia, pero habría que hacer tal esfuerzo para
encontrarse con El, que no se sienten con fuerzas.
Sin embargo, Dios está mucho más cerca de lo que sospechamos. Está dentro de
nosotros mismos. O lo encontramos en el fondo de nuestro ser o difícilmente lo
encontraremos en ninguna parte.
Si yo me abro, El no se cierra. Si yo escucho, El no se calla. Si yo me confío, El me
acoge. Si yo me entrego, El me sostiene. Si yo me dejo amar, El me salva.
Tal vez la experiencia más importante para encontrar de nuevo a Dios es sentirse a
gusto con El, percibirlo como presencia amorosa que me acepta como soy. Cuando
una persona sabe lo que es sentirse a gusto con Dios a pesar de su mediocridad y
pecado, difícilmente lo abandona. Recordemos las palabras de Jesús a la samaritana:
«Si conocieras el don de Dios... le pedirías de beber y él te daría agua viva».
Muchas personas están abandonando hoy la fe sin haber saboreado a Dios. Si
conocieran lo que es encontrarse a gusto con El, lo buscarían.
CONFLICTO CULTURAL
Los judíos no se trataban con los samaritanos...
Los judíos despreciaban a la comunidad samaritana porque su población, después de
la invasión asiria, había quedado mezclada con sangre de colonos extranjeros. Por su
parte, los samaritanos habían reaccionado construyendo su propio templo en el monte
Garizín, como rival del que se levantaba en Jerusalén.
El enfrentamiento llegó a alcanzar caracteres dramáticos. El año 128 a.C., los judíos
destruyeron el templo samaritano. A su vez, en tiempos del procurador Coponio,
siendo Jesús todavía un adolescente, los samaritanos consiguieron profanar el templo
de Jerusalén esparciendo en él huesos humanos durante las fiestas de pascua.
Jesús sufrió en su propia carne el enfrentamiento, mutuo desprecio y odio existentes
entre las dos comunidades.
En cierta ocasión, los habitantes de una aldea samaritana lo rechazan, sencillamente,
porque ven en él un peregrino judío que se dirige al odiado templo de Jerusalén. Por
otra parte, sus mismos compatriotas judíos lo insultan y llaman «samaritano» porque
se atreve a criticar a los suyos y trata de crear un nuevo clima entre las dos
comunidades.
Sin embargo, la actitud de Jesús es siempre la misma: derribar las barreras de
enemistad que separa a aquellos dos pueblos hermanos, apelando a la fe en un
mismo Padre de todos.
Por eso, Jesús en el diálogo con la mujer samaritana, no admite una liturgia que
separe a los hombres y los enfrente entre sí. Los que dan «culto verdadero» han de
hacerlo movidos por un espíritu de fraternidad y de verdad.
Dos grandes tradiciones culturales conviven desde hace siglos en nuestra tierra. Dos
culturas diferentes que han ido configurando dos modos de ser y dos sensibilidades
colectivas diferentes.
Con frecuencia, lo que podría ser mutuo enriquecimiento y complementación se
convierte en fuente de conflictos, motivo de mutuo desprecio y enfrentamiento
pernicioso para todos.
Concepciones puristas de la propia cultura, actitudes despectivas ante la cultura ajena,
opciones políticas vividas con apasionamiento, están desgarrando la convivencia de
«euskaldunes» y no «euskaldunes».
La reconciliación en nuestro pueblo pasa hoy por una mutua valoración y apertura de
ambas culturas, un esfuerzo de mutuo enriquecimiento, evitando el dominio
hegemónico de una cultura sobre otra, atendiendo de manera más cuidada la que está
más amenazada. ¿Seremos capaces de construir un único pueblo desde tradiciones
culturales diferentes o caeremos una vez más en el enfrentamiento y la mutua
agresión?
SI CONOCIERAS EL DON DE DIOS
Son bastantes las personas que, al abandonar las prácticas y ritos prescritos por la
Iglesia, han eliminado también de su vida toda experiencia religiosa. Ya no se
comunican con Dios. Ha quedado rota toda relación con El.
Esta incomunicación con Dios no es buena. No hace a la persona más humana, ni da
más fuerza para vivir. No ayuda a caminar por la vida de manera más sana. Por otra
parte, es bueno recordar que hay muchos caminos para comunicarse con Dios, y no
todos pasan necesariamente por la Iglesia. Yo diría que hay tantos caminos como
personas. Cada vida puede ser un camino para encontrarse con ese Dios Bueno que
está en el fondo de todo ser humano.
Dios es invisible. «Nadie lo ha visto», dice la Biblia. Es un Dios escondido. Pero, según
Jesús, ese Dios oculto se revela. No a los hombres grandes e inteligentes, sino a los
«pequeños y sencillos», estén dentro o fuera de la Iglesia.
Dios es inefable. No es posible definirlo ni explicarlo con precisión. No podemos hablar
de El con conceptos adecuados. Pero podemos hablarle a El y, lo que es más
importante, El nos habla, incluso aunque no abramos nunca las páginas de la Biblia.
Dios es trascendente y gratuito. No está obligado a nada. Nadie lo puede condicionar.
Es Amor libre e insondable. Ningún hombre o mujer queda lejos de su ternura, viva
dentro o fuera de una comunidad creyente.
A veces, podemos captar su cercanía en nuestra propia soledad. En el fondo, todos
estamos profundamente solos ante la existencia. Esa soledad última sólo puede ser
visitada por Dios. Si escuchamos hasta el fondo nuestro propio desamparo, tal vez
percibamos la presencia del Amigo fiel que acompaña siempre. ¿Por qué no abrirnos a
El?
Otras veces, lo podemos encontrar en nuestra mediocridad. Cuando nos vemos
cogidos por el miedo o amenazados por la depresión y el fracaso, El está ahí. Su
presencia es respeto, amor y comprensión. ¿Por qué no invocarle?
Podemos intuirlo incluso en nuestras dudas y confusión. Cuando todo parece
tambalearse y no acertamos ya a creer en nada ni en nadie, queda Dios. En medio de
la oscuridad puede brotar la claridad interior. Dios entiende, ama, lo conduce todo
hacia el bien. ¿Por qué no confiar en El?
Dios está también en las mil experiencias positivas de la vida. En el hijo que nace, en
la fiesta compartida, en el trabajo bien hecho, en el acercamiento íntimo de la pareja,
en el paseo que relaja, en el encuentro amistoso que renueva. ¿Por qué no elevar el
corazón hasta Dios y agradecerle el don de la vida?
Hemos de recordar aquella verdad que decía el viejo catecismo: «Dios está en todas
partes. » Está siempre, está en todo. Nadie está olvidado por su amor de Padre, todos
tienen acceso a El por medio de su Hijo, en todos habita su Espíritu. Dios es un regalo
para quien lo descubre. «Si conocieras el don de Dios... El te daría agua viva. »
Martes, 26. Febrero 2008 - 10:30 Hora
Domingo 4º de Cuaresma-A
PARA QUE LOS QUE NO VEN, VEAN JN, 9. 1-41
Testigo de la verdad Mentirse a sí mismo
El ateismo de la insinceridad Abrir los ojos
Quedarse ciego
QUEDARSE CIEGO
HAY muchas maneras de quedarse ciego en la vida, sin verdad interior que ilumine
nuestros pasos. Formas diversas de caminar en tinieblas sin saber exactamente qué
queremos o hacia dónde vamos.
No es superfluo señalar algunas.
Es muy fácil pasarse la vida entera ocupado sólo por las cuestiones más inmediatas y,
aparentemente, más urgentes y prácticas, sin preguntarme nunca «qué voy a hacer de
mí». Nos instalamos en la vida y vamos viviendo aunque no sepamos ni por qué ni
para qué.
Es también corriente vivir programado desde fuera. La sociedad de consumo, la
publicidad y las modas van a ir decidiendo qué me ha de interesar, hacia dónde he de
dirigir mis gustos, cómo tengo que pensar o cómo voy a vivir.
Son otros los que deciden y fabrican mi vida. Yo me dejo llevar ciegamente.
Hay otra manera muy posmoderna de caminar en tinieblas: vivir haciendo «lo que me
apetece», sin adentrarme nunca en la propia conciencia. Al contrario, eludiendo
siempre esa voz interior que me recuerda mi dignidad de persona responsable.
Probablemente el mejor modo de vivir ciegos es mentirnos a nosotros mismos.
Construirnos una «mentira-raíz», fabricarnos una personalidad falsa, instalarnos en
ella y vivir el resto de nuestra vida de manera falsa y engañosa.
Es también tentador ignorar aquello que nos obligaría a cambiar. Cerrar los ojos y
«autocegarnos» para no ver lo que nos interpelaría.
Ver sólo lo que queremos ver, utilizar una medida diferente para juzgar a otros y para
juzgarnos a nosotros mismos, no enfrentarnos a la luz.
Según el relato del ciego de Siloé, Jesús puede «abrir los ojos» a la persona pero hay
que dejarse trabajar por él.
Por eso, el relato termina con estas palabras: «Si estuvierais ciegos, no tendríais
pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado permanece».
Son palabras que hacen pensar.
TESTIGO DE LA VERDAD
Hay un rasgo que define el ser de Jesús y configura toda su actuación: su voluntad de
vivir en la verdad. Es sorprendente su decisión de vivir en la realidad, sin engañarse ni
engañar a nadie. No es frecuente en la historia encontrarse con un hombre así. Jesús
no sólo dice la verdad. Cree en la verdad y la busca. Está convencido de que la verdad
humaniza a todos.
Es por eso que no tolera la mentira o el encubrimiento. No soporta la tergiversación o
las manipulaciones. No hay en él atisbos de disimular la verdad o de convertirla en
propaganda. Su honradez con la realidad lo hace libre para decir toda la verdad. Jesús
se convertirá en «voz de los sin voz y voz contra los que tienen demasiada voz» (J.
Sobrino).
Jesús va siempre al fondo de las cosas. Habla con autoridad porque habla desde la
verdad. No necesita falsos autoritarismos. Habla con convicción pero sin
dogmatismos. No necesita presionar a nadie. Basta su verdad. No grita contra los
ignorantes sino contra los que oprimen interesadamente la verdad para actuar de
manera injusta.
Jesús invita a buscar la verdad. No habla como los fanáticos que la imponen ni como
los funcionarios que la «defienden» por obligación. Dice las cosas con absoluta
sencillez y soberanía. Lo que dice y hace es diáfano y fácil de entender. La gente lo
percibe enseguida. En contacto con Jesús, cada uno se encuentra consigo mismo y
con lo mejor que hay en él. Jesús nos lleva a nuestra propia verdad.
Cuando este hombre habla de un Dios que quiere una vida digna para los más
desgraciados e indefensos, se hace creíble. Su palabra no es la de un farsante
interesado por su propia causa. Tampoco la de un religioso piadoso en busca de su
bienestar espiritual. Es la palabra de quien trae la verdad de Dios para quienes la
quieran acoger.
Según el cuarto evangelio, Jesús dice: «Yo he venido a este mundo para que los
que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos». Es así. Cuando reconocemos
nuestra ceguera y acogemos su evangelio, comenzamos a ver la verdad.
MENTIRSE A SI MISMO C
omo decís que veis, vuestro pecado persiste
Siempre me ha sorprendido cuánto se habla y se escribe condenando abusos e
injusticias de todo género, y qué poco se analiza la mentira e hipocresía que se
encierra detrás de no pocos comportamientos.
Sin embargo, la experiencia nos dice que, para hacer el mal, el ser humano necesita
casi siempre mentir y, sobre todo, mentirse a sí mismo. Raras veces el hombre hace el
mal llamándolo «mal». Necesita enmascararlo o maquillarlo de alguna manera, pues,
de lo contrario, no se soportaría a sí mismo.
Pocas veces se estudia el mecanismo de la mentira y la gravedad que encierra. Antes
de mentir y engañar a otros, el hombre comienza por mentirse y engañarse a sí
mismo. Casi sin darse cuenta, la persona se construye una «mentira-raíz», se implanta
en ella y desde ahí orienta toda su vida de manera falsa y engañosa.
Llama la atención con qué fuerza ha destacado J.L. Segundo en su último estudio
cristológico, «La historia perdida y recuperada de Jesús», la actuación de Cristo como
«desenmascarador» de esa mentira sobre la que se asienta la conducta equivocada
de no pocos hombres.
Jesús no condena «las mentiras», sino ese mecanismo de la mentira implantado en el
corazón de la persona, capaz de viciar de raíz toda su existencia. Lo que le preocupa
no es la mentira ocasional de quien, para salir del paso, trata de ocultar avergonzado
su actuación equivocada, sino la postura de hipocresía y ceguera del que vive
engañándose a sí mismo.
Jesús desenmascara, en primer lugar, la mentira religiosa. Esa hipocresía de quien
vive una relación puramente exterior con Dios, que no cambia en nada lo profundo de
su persona. Su crítica se resume en aquella frase de Isaías que Jesús repite:
«Hipócritas... Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de
mí. »
Reprueba, asimismo, la hipocresía condenatoria. Esa postura de quien tiene una
medida diferente para medirse a sí mismo y para medir a los demás. La crítica de
Jesús se resume en estas palabras: «Hipócrita, ¿cómo es que miras la brizna que
hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu ojo?»
Jesús condena también el engaño de quien sólo ve lo que quiere ver y desconoce lo
que no quiere conocer. No se trata de ignorancia o desinterés, sino de un positivo
interés de la persona por desconocer aquello que la obligaría a cambiar. Su
pensamiento se recoge en esta frase: «Todo aquel que obra el mal detesta la luz, y no
se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. »
Lo más grave que le puede suceder a un hombre es acostumbrarse a caminar en la
mentira creyendo que camina en la verdad. El Evangelio nos recuerda las duras
palabras de Jesús: «Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que
veis, vuestro pecado persiste. » Quien se miente a sí mismo se cierra a la verdad. Esa
es su gran desgracia, pues sólo la verdad renueva y trae alegría a la vida.
EL ATEISMO DE LA INSINCERIDAD
para que los que no ven, vean. A
lguien ha dicho que el ateísmo que nos amenaza realmente en estos tiempos es «el
ateísmo de la insinceridad».
No nos atrevemos ya a plantearnos con seriedad las preguntas fundamentales en las
que Dios nos puede salir al encuentro.
Por lo general, el hombre actual no tiene coraje para preguntarse de dónde viene y a
dónde va, quién es y qué debe hacer en el breve tiempo que va entre el nacimiento y
la muerte.
Estas preguntas no encuentran ya respuesta alguna. Más aún. La inmensa mayoría ni
se las plantea.
Son muchos los que dicen no encontrar un sentido a la vida. ¿No sería más exacto
decir que han perdido la capacidad de buscar sentido a la vida?
Debajo de muchas actitudes de autosuficiencia, superficialidad o pasotismo, se
esconde, con mucha frecuencia, un hombre que no tiene valor para bajar con
sinceridad a lo más hondo de su ser.
Es más fácil buscar satisfacciones inmediatas que enfrentarse responsablemente a la
vida. Más fácil instalarse cómodamente en la seguridad que aspirar a vivir
sinceramente como hombre hasta las últimas consecuencias.
¿No encuentra aquí una de sus raíces más profundas el ateísmo de muchos de
nuestros contemporáneos? «Ser religioso significa preguntar apasionadamente por el
sentido de la vida y estar abierto a una respuesta, aún cuando nos haga vacilar
profundamente». Cuando falta esta búsqueda honrada, comienza uno a deslizarse
hacia el ateísmo.
Según el célebre neurólogo V. Frankl, fundador de la logoterapia, «un hombre que ha
perdido el sentido de la vida, la razón de existir, aunque sea sano psíquicamente, está
espiritualmente enfermo». Quizás, una de nuestras primeras tareas sea la de
reconocer que muchas de nuestras incoherencias, contradicciones y conflictos
internos tienen su origen en nuestra incapacidad de buscar sinceramente la luz.
Podríamos decir más. Hay cegueras profundas en nosotros que sólo pueden ser
curadas si sabemos abrirnos con humilde sinceridad a ese Jesús que es luz venida al
mundo «para que los que no ven, vean, y los que ven, no vean».
Jesucristo siempre será para los hombres una llamada al deber y al coraje de ser
veraces y sinceros en la existencia. Hay una luz capaz de iluminarnos. El hombre
puede rehuirla, pero al hacerlo, reduce el mundo a su propia oscuridad.
ABRIR LOS OJOS
Empecé a ver
Posiblemente, bastantes juzgarán excesivamente negativa la afirmación del pensador
húngaro Ladislaus Boros cuando dice que «nuestra vida es en gran parte una
mentira».
Es cierto que hay en nosotros momentos de honradez, lealtad y franqueza, y, sin
embargo, ¿no es también cierto que, de alguna manera, nos mentimos a nosotros
mismos a lo largo de toda la vida?
Con esto no queremos decir que nos pasemos la vida falseando los hechos o tratando
de engañar a los que nos rodean. Se trata de algo más sutil y profundo. Lo podríamos
llamar «inautenticidad de nuestra existencia».
Nuestra vida consiste, en gran parte, en eludir. No queremos enfrentarnos a lo que nos
obligaría a cambiar. No queremos reconocer nuestras equivocaciones y nuestro
pecado. Quizás no obramos con mala intención. Sencillamente eludimos lo que nos
urgiría a vivir con más verdad.
No escuchamos las llamadas que nacen desde nuestra conciencia, invitándonos a ser
mejores. Pasamos de largo ante todo aquello que cuestiona nuestra vida. No
mentimos con nuestra boca, pero mentimos con nuestra vida.
Preferimos seguir cerrando los ojos y el corazón. Tal vez, proclamamos los grandes
ideales de «verdad», «justicia» y «paz» para otros. Pero nosotros no damos ningún
paso para transformar nuestra vida.
Entonces corremos el riesgo de limitarnos a «vegetar». Casi sin advertirlo, nuestra
vida se va haciendo monótona e insulsa. Tratamos de reavivarla con mil distracciones
y proyectos, pero la monotonía va envolviendo lentamente toda nuestra existencia de
tedio y vaciedad.
El que no vive su vida desde su verdad más honda, puede conocer el éxito y el
bienestar, pero no sabrá nunca lo que es la felicidad interior. Y la razón de este
descontento es muy simple, aunque hoy casi todos lo olviden: el ser humano es
incapaz de ser totalmente superficial.
De ahí la necesidad de reaccionar y dejar brotar en nosotros esa «verdad interior»
que, una y otra vez, pugna por abrirse camino en nuestra vida.
Lo que necesitamos es mayor lealtad ante nosotros mismos y ante Dios. Una actitud
más sincera y transparente que nos permita vernos tal como somos y abrirnos más
humildemente a la verdad.
No encerrarnos tercamente en nuestra ceguera. No obstinarnos en defender lo que es
indefendible en nuestra vida. No seguir engañándonos por más tiempo. Abrir los ojos.
El episodio de la curación del ciego de Siloé nos recuerda que cuando un hombre se
deja iluminar y trabajar por Cristo, se le abren los ojos y comienza a verlo todo con luz
nueva.
Lunes, 3. Marzo 2008 - 16:29 Hora
Domingo 5º de Cuaresma-A
¿SOLO ESTA VIDA?
Estamos demasiado cogidos por el «más acá» para preocuparnos del «más allá».
Sometidos a un ritmo de vida que nos aturde y esclaviza, abrumados por una
información asfixiante de noticias y acontecimientos diarios, fascinados por mil
atractivos objetos que el desarrollo técnico ha puesto en nuestras manos, no parece
que necesitemos un horizonte más amplio que «esta vida» en que nos movemos.
¿Para qué pensar en «otra vida»? ¿No seria mejor encauzar todas nuestras fuerzas a
organizar lo mejor posible nuestra existencia en este mundo? ¿No deberíamos
esforzarnos al máximo en llevar la vida que se nos ha dado ahora lo más
humanamente posible y callarnos respecto a todo lo demás? ¿No es mejor aceptar la
vida con su oscuridad y sus enigmas y dejar «el más allá» como un misterio del que
nada sabemos?
Sin embargo, el hombre contemporáneo, como el de todas las épocas, sabe que en el
fondo de su ser está latente siempre la pregunta más seria y difícil de responder: ¿qué
va a ser de todos y cada uno de nosotros?
Cualquiera que sea nuestra ideología, nuestra fe o postura ante la vida, el verdadero
problema al que estamos enfrentados todos es nuestro futuro. ¿Qué final nos espera?
P.L. Berger nos ha recordado con profundo realismo que «toda sociedad humana es,
en última instancia, una congregación de hombres frente a la muerte».
Por ello, es ante la muerte precisamente donde aparece con más claridad «la verdad»
de la civilización contemporánea que, curiosamente, no sabe qué hacer con ella si no
es ocultarla asépticamente y eludir al máximo su trágico desafío.
Más honrada nos parece la postura de hombres como nuestro Eduardo Chillida que,
en alguna ocasión, se ha expresado en estos términos: «De la muerte, la razón me
dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada».
Es aquí donde hemos de situar la postura del creyente que sabe enfrentarse con
realismo y modestia al hecho ineludible de la muerte, pero lo hace desde una
confianza radical en Cristo resucitado.
Una confianza que, difícilmente, puede ser entendida «desde fuera» y que sólo puede
ser vivida por quien ha escuchado, alguna vez, en el fondo de su ser las palabras de
Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida».
MÁS QUERIDOS QUE NUNCA
Por lo general, no sabemos cómo relacionarnos con los seres queridos que se nos han
muerto. Durante un tiempo vivimos con el corazón apenado llorando el vacío que han
dejado en nuestra vida. Luego los vamos olvidando poco a poco. Llega un día en que
apenas significan algo en nuestra existencia.
Está muy extendida la idea de que los difuntos son seres etéreos, despersonalizados,
con una identidad vaga y difusa, aislados en su mundo misterioso, ajenos a nuestro
cariño. A veces se diría que pensamos como los antiguos judíos cuando hablaban de
la existencia de los muertos en el «sheol», separados del Dios de la vida.
Sin embargo, para un cristiano morir no es perderse en el vacío, lejos del Creador. Es
precisamente entrar en la salvación de Dios, compartir su vida eterna, vivir
transformados por su amor insondable. Nuestros difuntos no están muertos. Viven la
plenitud de Dios que lo llena todo.
Al morir, nos hemos quedado privados de su presencia física, pero, al vivir
actualmente en Dios, han penetrado de forma más real en nuestra existencia. No
podemos disfrutar de su mirada, escuchar su voz, ni sentir su abrazo. Pero podemos
vivir sabiendo que nos aman más que nunca pues nos aman desde Dios.
Su vida es incomparablemente más intensa que la nuestra. Su gozo no tiene fin. Su
capacidad de amar no conoce límites ni fronteras. No viven separados de nosotros
sino más dentro que nunca de nuestro ser. Su presencia transfigurada y su cariño nos
acompañan siempre.
No es una ficción piadosa vivir una relación personal con nuestros seres queridos que
viven ya en Dios. Podemos caminar envueltos por su presencia, sentirnos
acompañados por su amor, gozar con su felicidad, contar con su cariño y apoyo, e,
incluso, comunicarnos con ellos en silencio o con palabras, en ese lenguaje no
siempre fácil pero hondo y entrañable que es el lenguaje de la fe.
Somos muchos los que estos días recordaremos a seres queridos que ya no viven
entre nosotros. No los hemos perdido. No han desaparecido en la nada. Viven en
Dios. Los tenemos cerca. Los podemos querer más que nunca. Para siempre.
No los hemos perdido. No han desaparecido en la nada. Los podemos querer más que
nunca pues viven en Dios. Es Jesús el que sostiene nuestra fe: "Yo soy la resurrección
y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá"
EN MEDIO DE LA CONFUSION
Los estudios sobre las creencias del hombre contemporáneo llevan a una conclusión
paradójica: una eran parte de europeos consideran que la muerte es el final de todo; y,
sin embargo, el interés por las cuestiones sobre «el más allá» sigue creciendo de
manera inusitada.
Un ejemplo es el sondeo llevado a cabo por una revista francesa. Según datos
recogidos, un 42 por cien de los franceses opinan que con la muerte se termina todo.
Sólo un 45 por cien afirma que la muerte es el paso hacia «otra cosa».
Lo más sorprendente es la confusión existente en la sociedad moderna. Un 38 por
cien de personas que se dicen «católicas» creen que no hay nada después de la
muerte. Por el contrario, un 29 por cien de ateos creen en alguna forma de vida más
allá de la muerte. Al parecer, la actitud de las personas ante «el más allá» ya no
depende necesariamente de su condición de creyente o increyente.
La confusión es todavía mayor cuando se pregunta directamente por esa «vida
después de la muerte». Unos creen en la resurrección, otros en la reencarnación; un
42 por cien piensa que podemos comunicarnos con los muertos; un 46 por cien estima
que hay que tomar en serio lo que nos dicen quienes «han vuelto» de la muerte.
Mientras tanto, es cada vez mayor el éxito de los libros que abordan estas cuestiones.
En ambientes más científicos se considera la muerte come «un proceso normal de
degradación biológica»; pero, cuando se interroga a cada científico personalmente,
son muchos los que se resisten a reducir al ser humano a una simple máquina
bioquímica perfeccionada pero destinada a la nada. Como decía André Malraux «el
problema no es que el hombre tenga que morir; sino que yo me voy a morir». Esa es la
cuestión.
Creyente o ateo, racionalista o místico, el hombre del siglo XXI sigue planteándose la
eterna cuestión que el ser humano lleva en su corazón: «¿Qué hay después de la
muerte? ¿Qué va a ser de todos y de cada uno de nosotros?» Todos los vivientes
mueren, pero sólo el hombre sabe que debe morir. Ahí está su grandeza y también su
problema.
Cuando los cristianos hablamos de «resurrección» no pretendemos saberlo todo ni
comprenderlo todo. No nos dedicamos tampoco a especular con nuestra imaginación.
Sabemos muy bien que «el más allá» escapa a los esfuerzos que puede hacer la
mente humana.
La actitud básica de quien cree en la resurrección de Cristo es una actitud de
confianza en un Dios que nos mira con amor. No estamos solos ante la muerte. Hay
un Dios que no defraudará los anhelos y esperanzas que habitan al ser humano. En el
interior mismo de la muerte nos espera el amor infinito de Dios.
A lo largo de la historia, los hombres han formulado de muchas maneras su anhelo de
vida más allá de la muerte. Nosotros encontramos en Cristo resucitado el camino más
humano, realista y esperanzado para adentrarnos en el misterio de la muerte. Lo
expresaba hace muchos años san Pablo con estas palabras: «No ponemos nuestra
confianza en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos.»
En medio de la confusión actual, cada uno hemos de responder a la pregunta de
Cristo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto
vivirá... ¿Crees tú esto?»
CREER PARA TENER VIDA
Una de las ideas más insidiosas que se han extendido en la sociedad moderna en
torno a la religión es la sospecha de que hay que eliminar a Dios para poder salvar la
dignidad y felicidad de los hombres.
De hecho, son bastantes los que poco a poco van abandonando su «mundo de
creencias y prácticas» porque piensan que es un estorbo que les impide vivir. No
entienden que Cristo pueda decir que ha venido, no para que los hombres perezcan»,
sino para que «tengan vida definitiva».
La religión que ellos conocen no les ayuda a vivir. Hace tiempo que no pueden
experimentar a Cristo como fuente de vida, y se sorprenden al saber que hay hombres
y mujeres que creen en él precisamente porque desean vivir de manera más plena.
Y, sin embargo, es así. El verdadero creyente es una persona que no se contenta con
vivir de cualquier manera. Desea dar un sentido acertado a su vida. Responder a esas
preguntas que nacen dentro de nosotros: ¿De dónde le puede llegar a mi vida un
sentido más pleno? ¿Como puedo ser yo más humano? ¿En qué dirección he de
buscar?
Si hay tantas personas que hoy, no solo no abandonan la fe, sino que se preocupan
más que nunca de cuidarla y purificarla, es porque sienten que Cristo les ayuda a
enfrentarse a la vida de un modo más sano y positivo.
No quieren vivir a medias. No se contentan con «ir tirando». Tampoco les satisface
"ser un vividor". Lo que buscan desde Cristo es estar en la vida de una manera más
convincente, humana y gratificante.
Lo lamentable no es que algunas personas se desprendan de una «religión muerta»
que no les ayuda en modo alguno a vivir. Eso es bueno y purificador. Lo triste es que
no lleguen a descubrir una «manera nueva de creer» que daría un contenido
totalmente diferente a su fe.
Para esto, lo primero es entender la fe de otra manera. Intuir que ser cristiano es,
antes que nada, buscar con Cristo y desde Cristo cuál es la manera más acertada de
vivir. Como ha dicho J. Cardonnel, «ser cristiano es tener la audacia de ser hombre
hasta el final».
Alentado por el mismo Espíritu de Cristo, el cristiano va descubriendo nuevas
posibilidades a su vida y va aprendiendo maneras nuevas y más humanas de amar, de
disfrutar, de trabajar, de sufrir, de confiar en Dios.
Entonces la religión va apareciendo a sus ojos como algo que antes no sospechaba: la
fuerza más estimulante y poderosa para vivir de manera plena. Ahora se da cuenta de
que abandonar la fe en Cristo no sería solo «perder algo», sino «sentirse perdido» en
medio de un mundo que no tendría ya un futuro y una esperanza definitivos.
Poco a poco, el creyente va descubriendo que esas palabras de Jesús «Yo soy la
resurrección y la vida» no son sólo una promesa que abre nuestra existencia a una
esperanza de vida eterna; al mismo tiempo va comprobando que, ya desde ahora,
Jesucristo es alguien que resucita lo que en nosotros estaba muerto, y nos despierta a
una vida nueva.
Martes, 11. Marzo 2008 - 10:48 Hora
Domingo de Ramos
Dios no es sádico
NO son pocos los cristianos que entienden la muerte de Jesús en la cruz como una
especie de «negociación» entre Dios Padre y su Hijo. Según una determinada manera
de entender la crucifixión, el Padre, justamente ofendido por el pecado de los
hombres, exige para salvarlos una reparación que el Hijo le ofrece entregando su vida
por nosotros.
Si esto fuera así, las consecuencias serían gravísimas. La imagen de Dios Padre
quedaría radicalmente pervertida, pues Dios sería un ser justiciero, incapaz de
perdonar gratuitamente; una especie de acreedor implacable que no puede salvarnos
si no se salda previamente la deuda que se ha contraído con él. Sería difícil evitar la
idea de un Dios «sádico» que encuentra en el sufrimiento y la sangre un «placer
especial», algo que le agrada de manera particular y le hace cambiar de actitud ante
sus criaturas.
Este modo de presentar la cruz de Cristo exige una profunda revisión. En la fe de los
primeros cristianos, Dios Padre no aparece como alguien que exige previamente
sufrimiento y sangre para que su honor quede satisfecho y pueda así perdonar. Al
contrario, Dios envía a su Hijo sólo por amor y ofrece la salvación siendo nosotros
pecadores. Jesús, por su parte, no aparece nunca tratando de influir en el Padre con
su sufrimiento para compensarle y obtener así de él una actitud más benévola para la
Humanidad.
Entonces, ¿quién ha querido la cruz y por qué? Ciertamente, no el Padre que no
quiere que se cometa crimen alguno y menos contra su Hijo amado, sino los hombres
que rechazan a Jesús y no aceptan que introduzca en el mundo un reinado de justicia,
de verdad y fraternidad. Lo que el Padre quiere no es que le maten a su Hijo, sino que
su Hijo lleve su amor a los hombres hasta las últimas consecuencias. Dios no puede
evitar la crucifixión pues para ello debería destruir la libertad de los hombres y negarse
a sí mismo como Amor. Dios no quiere sufrimiento y sangre, pero no se detiene ni
siquiera ante la tragedia de la cruz y acepta el sacrificio de su Hijo querido solo por su
amor insondable a los hombres. Es lo que celebramos los cristianos esta Semana
llamada Santa.
UNA SEMANA DIFERENTE
Todavía se sigue llamando «Semana Santa», pero ya ha desaparecido casi del todo
aquel clima tan «especial» que se respiraba estos días entre nosotros con la supresión
de cines y espectáculos, la celebración de procesiones o la programación religiosa de
radios y T.V.
Hoy son muchos los que aprovechan estas fechas para desplazarse fuera de su hogar
y disfrutar de un pequeño descanso en algún rincón tranquilo. De alguna manera, la
semana santa viene a ser para bastantes esas «vacaciones de primavera» que
permiten seguir trabajando hasta que llegue el descanso veraniego.
Este nuevo clima social de vacación y descanso no tiene por qué impedir a los
creyentes una celebración digna de los misterios centrales de su fe. Lo importante es
aprender a vivir la Semana Santa conjugando de manera responsable e inteligente ese
descanso tan necesario con la celebración viva de la liturgia. He aquí algunas
sugerencias.
Lo primero es programarnos de tal manera que podamos tomar parte en las
celebraciones de cada día. No es difícil acercarnos a una iglesia del entorno,
informarnos de los horarios, detener nuestra excursión en el lugar adecuado. Siempre
es una experiencia enriquecedora compartir la propia fe con gentes de otros pueblos.
Participaremos en celebraciones sencillas, pero transidas de honda piedad popular o
viviremos la liturgia cuidada de un monasterio. Lo importante será nuestra
participación personal. De ahí la conveniencia de llegar a tiempo a la celebración,
ocupar un lugar adecuado en el templo, escuchar con atención interior la Palabra de
Dios, vivir los gestos litúrgicos, cantar con el corazón.
Tal vez podamos también encontrar un hueco para el silencio, la oración y el
encuentro con Dios. Nos ayudará a descansar de manera más armoniosa y completa.
Las posibilidades son múltiples: la oración silenciosa ante el sagrario al anochecer del
jueves, la lectura reposada de la Pasión del Señor en un lugar recogido de la casa, la
mirada agradecida al crucifijo, el concierto sacro o la música religiosa que eleva
nuestro corazón hacia Dios.
La semana santa ha de culminar siempre en esa celebración pascual de la noche del
sábado. Es una pena ver que bastantes cristianos que celebran los días anteriores la
muerte del Señor, desconocen esta celebración de su resurrección, la más importante
y central de toda la liturgia cristiana. Redescubrir su hondo contenido puede ser para
muchos una experiencia renovadora.
El cirio pascual encendido en medio de la noche, la solemne invitación a vivir la alegría
pascual, la proclamación gozosa de la resurrección de Cristo, el canto jubiloso del
aleluya, la celebración agradecida de la Eucaristía, son la mejor invitación a resucitar a
una vida nueva.
NO TE BAJES DE LA CRUZ
Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado se burlaban de él
y, riéndose de su sufrimiento, le hacían dos sugerencias sarcásticas: Si eres Hijo de
Dios, «sálvate a ti mismo» y «bájate de la cruz».
Ésa es exactamente nuestra reacción ante el sufrimiento: salvarnos a nosotros
mismos, pensar sólo en nuestro bienestar y, por consiguiente, evitar la cruz, pasarnos
la vida sorteando todo lo que nos puede hacer sufrir. ¿Será Dios así? ¿Alguien que
sólo piensa en sí mismo y en su felicidad?
Jesús no responde a la provocación de los que se burlan de él. No pronuncia palabra
alguna. No es el momento de dar explicaciones. Su respuesta es el silencio. Un
silencio que es respeto a quienes lo desprecian, comprensión de su ceguera y, sobre
todo, compasión y amor.
Jesús sólo rompe su silencio para dirigirse a Dios con un grito desgarrador: «Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me hasabandonado?» No le pide que lo salve bajándolo de
la cruz. Sólo que no se oculte, ni lo abandone en este momento de muerte y
sufrimiento extremo. Y Dios, su Padre, permanece, en silencio.
Sólo escuchando hasta el fondo ese silencio de Dios, descubrimos algo de su misterio.
Dios no es un ser poderoso y triunfante, tranquilo y feliz, ajeno al sufrimiento humano,
sino un Dios callado, impotente y humillado, que sufre con nosotros el dolor, la
oscuridad y hasta la misma muerte.
Por eso, al contemplar al crucificado, nuestra reacción no es de burla o desprecio, sino
de oración confiada y agradecida:
«No te bajes de la cruz. No nos dejes solos en nuestra aflicción.
¿Para qué nos serviría un Dios que no conociera nuestra cruz? ¿Quién nos
podría entender?»
¿En quién podrían esperar los torturados de tantas cárceles secretas?
¿Dónde podrían poner su esperanza tantas mujeres humilladas y violentadas sin
defensa alguna?
¿A qué se agarrarían los enfermos crónicos y los moribundos?
¿Quién podría ofrecer consuelo a las víctimas de tantas guerras, terrorismos,
hambres y miserias?
No. No te bajes de la cruz pues si no te sentimos «crucificado» junto a nosotros,
nos veremos más «perdidos».
DEGRADACION DE LA CRUZ
Los hombres somos capaces de envilecer y degradar los símbolos más venerables.
Así ha sucedido a lo largo de los siglos con el signo más cargado de significado para
los cristianos: la Cruz de Cristo.
Todavía hoy la podemos ver convertida en joya compuesta de zafiros, esmeraldas y
rubíes, o fabricada de oro, platino o cualquier metal precioso. La Cruz de Cristo, que
evoca una vida austera, de entrega incondicional y abnegada, termina siendo adorno
frívolo o símbolo de ostentación en medio de una sociedad que sacrifica a los menos
favorecidos para asegurar el bienestar de los privilegiados.
La «cruz-espada» es otra de las caricaturas con que se ha degradado el signo de la
Cruz a lo largo de la historia. Siempre hay quienes se sienten obligados a
«desenvainar la espada» para hacer de la cruz y de la religión un arma para destruir a
los adversarios.
Sin embargo, la Cruz siempre será el recuerdo de la actitud radicalmente contraria del
Maestro que pidió a Pedro
«meter su espada en la vaina» y prefirió ser crucificado antes de crucificar a nadie.
La cruz ha servido también para adornar las coronas de los reyes, legitimar «imperios
sagrados» y poner en marcha «cruzadas» de todas clases. Una «cruz imperial» que
desfigura y falsea la Cruz de aquel que murió por instaurar en el mundo «un reino de
paz, de justicia y de fraternidad».
Está también la «cruz-condecoración», que sirve para poder lucirla con orgullo en las
grandes ocasiones, o la «cruz-amuleto» que puede traer suerte y liberar de males.
Cruces «degradadas» que impiden captar el verdadero contenido de la Cruz de Cristo.
Nos hemos acostumbrado demasiado a la Cruz. La hemos adornado y desfigurado de
tantas maneras que ya no nos resulta incómoda ni peligrosa. Sin embargo, la Cruz de
Cristo siempre estará ahí desvelando la verdad o la mentira de nuestro cristianismo.
Ese Cristo crucificado por su fidelidad al Padre, su amor a la verdad y su identificación
con los más humillados es el que mejor desenmascara nuestras mentiras, cobardías y
mediocridad. El juez más implacable de nuestra falsa acomodación al espíritu de los
tiempos, del aburguesamiento de la fe y de nuestra despreocupación por los
crucificados.
La Cruz de Cristo puede ser celebrada y admirada. Puede suscitar compasión y debe
despertar el agradecimiento inmenso del creyente al amor insondable de Dios. Pero, al
mismo tiempo, la Cruz invita a la conversión. Hace pensar. Nos obliga a preguntarnos
qué hay en nuestra vida de verdadera fidelidad al Padre y de amor incondicional a los
que sufren.
COMPROMETER LA VIDA
Estamos tan familiarizados con la cruz del Calvario que ya no nos causa impresión
alguna. La costumbre lo domestica y lo «rebaja» todo. Quizás, esta semana de tan
hondo significado para los creyentes, sea una buena ocasión para recordar aspectos
demasiado olvidados del Crucificado.
Empecemos por decir que Jesús no ha muerto de muerte natural. Su muerte no ha
sido la extinción esperada de su vida biológica. A Jesús lo han matado violentamente.
Peto no ha muerto tampoco víctima de un accidente casual ni fortuito, sino ajusticiado,
después de un proceso solemne llevado a cabo por las fuerzas religiosas y civiles más
influyentes de aquella sociedad.
Su muerte ha sido consecuencia de la reacción que provocó con su actuación libre,
fraterna y solidaria con los más pobres y abandonados de aquella sociedad.
Esto quiere decir que no se puede vivir el evangelio impunemente. No se puede
construir el reino de Dios que es reino de fraternidad, libertad y justicia, sin provocar el
rechazo y la persecución de aquéllos a los que no interesa cambio alguno. Imposible
la solidaridad con los indefensos sin sufrir la reacción de los poderosos.
Jesús se comprometió a vivir el amor al hombre hasta el final. Y precisamente por eso,
vio comprometida su vida. Su compromiso por crear una sociedad más justa y humana
fue tan concreto y serio que hasta su misma vida quedó comprometida.
Y, sin embargo, Jesús no fue un guerrillero ni un líder político ni un fanático religioso.
Sino un hombre en el que se encarnó y se hizo realidad el amor ilimitado de Dios a los
hombres.
Por eso, ahora sabemos cuáles son las fuerzas que se sienten amenazadas cuando el
amor verdadero penetra en una sociedad, y cómo reaccionan violentamente tratando
de suprimir y ahogar la actuación de quienes buscan una fraternidad más justa y libre.
El evangelio siempre será perseguido por quienes ponen la seguridad y el orden legal
por encima de la fraternidad y la justicia (fariseísmo).
El reino de Dios siempre se verá obstaculizado por toda fuerza política que se
entienda a sí misma como poder absoluto (Pilato). El mensaje del amor será
rechazado en su raíz por toda religión en la que Dios no sea Padre de todos
(sacerdotes judíos).
El seguimiento a Jesús conduce siempre a la cruz. Implica disponibilidad a sufrir el
conflicto, la polémica, la persecución y hasta la muerte.
Pero la resurrección de Jesús nos descubrirá que éste es el camino de salvación y nos
recordará algo que tampoco hoy debemos olvidar: no se salva al hombre matándolo
sino muriendo por él.
Martes, 18. Marzo 2008 - 17:40 Hora
Domingo de Resurrección
LAS CICATRICES DEL RESUCITADO
«Vosotros lo matasteis, pero Dios lo resucitó». Esto es lo que predican con fe los
discípulos de Jesús por las calles de Jerusalén a los pocos días de su ejecución. Para
ellos, la resurrección es la respuesta de Dios a la acción injusta y criminal de quienes
han querido callar para siempre su voz y anular de raíz su proyecto de un mundo más
justo.
No lo hemos de olvidar jamás. En el corazón de nuestra fe hay un crucificado al que
Dios le ha dado la razón. En el centro mismo de la Iglesia hay una víctima a la que
Dios ha hecho justicia. Una vida «crucificada», pero motivada y vivida con el espíritu
de Jesús, no terminará en fracaso sino en resurrección.
Esto cambia totalmente el sentido de nuestros esfuerzos, penas, trabajos y
sufrimientos por un mundo más humano y una vida más dichosa para todos. Vivir
pensando en los que sufren, estar cerca de los más desvalidos, echar una mano a los
indefensos… seguir los pasos de Jesús no es algo absurdo. Es caminar hacia el
Misterio de un Dios que resucitará para siempre nuestras vidas.
Los pequeños abusos que podamos padecer, las injusticias, rechazos o
incomprensiones que podamos sufrir, son heridas que un día cicatrizarán para
siempre. Hemos de aprender a mirar con más fe las cicatrices del resucitado. Así
serán un día nuestras heridas de hoy. Cicatrices curadas por Dios para siempre.
Esta fe nos sostiene por dentro y nos hace más fuertes para seguir corriendo riesgos.
Poco a poco hemos de ir aprendiendo a no quejarnos tanto, a no vivir siempre
lamentándonos del mal que hay en el mundo y en la Iglesia, a no sentirnos siempre
víctimas de los demás. ¿Por qué no podemos vivir como Jesús diciendo: «Nadie me
quita la vida, sino que soy yo quien la doy»?
Seguir al crucificado hasta compartir con él la resurrección es, en definitiva, aprender a
«dar la vida», el tiempo, nuestras fuerzas y tal vez nuestra salud por amor. No nos
faltarán heridas, cansancio y fatigas.
Una esperanza nos sostiene: Un día «Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos, y
no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas porque todo este mundo viejo
habrá pasado».
Lunes, 24. Marzo 2008 - 18:24 Hora
Domingo 2º de Pascua-A
CONFIANZA
LA confianza es una palabra humilde, sencilla, natural, pero es al mismo tiempo una
de las más esenciales para vivir. Sin confianza no hay amor, no hay fe, esperanza,
vida. Sin confianza caminamos solos, aislados en una especie de túnel construido con
nuestros problemas, nuestras preocupaciones y nuestras inquietudes» (O. Clement).
A veces se olvida que Pascua es, antes que nada, la fiesta de la confianza. Ahora
sabemos en manos de quién estamos. Nuestra vida, creada por Dios con amor infinito,
no se pierde en la muerte. Todos estamos englobados en el misterio de la resurrección
de Cristo. No hay nadie que no esté incluido en ese destino último de vida plena.
En el fondo, todos nuestros miedos y angustias brotan de la angustia ante la muerte.
Tenemos miedo al dolor, a la vejez, la desgracia, la incertidumbre, la soledad. Nos
agarramos a todo lo que nos pueda dar algo de seguridad, consistencia o felicidad.
Proyectamos sobre los otros nuestra angustia tratando de sobresalir y dominar,
luchando por tener algo o ser alguien.
La fiesta de Pascua nos invita a reemplazar la angustia de la muerte por la certeza de
la resurrección. Si Cristo ha resucitado, la muerte no tiene la última palabra. Podemos
vivir con confianza. Podemos esperar más allá de la muerte. Podemos avanzar sin
caer en la tristeza de la vejez, sin hundirnos en la soledad y el pesimismo, sin
agarrarnos al consumismo, a la droga, al erotismo y a tantas formas de olvido y
evasión.
Vivir desde esta confianza no es dejar de ser lúcido. Sentimos en nuestra propia carne
la fragilidad, el sufrimiento y la enfermedad. La muerte parece amenazarnos por todas
partes. El hambre y el horror de la guerra destruyen a poblaciones enteras. Siguen la
tortura, el exterminio y la crueldad. La confianza en la victoria final de la vida no nos
vuelve insensibles. Al contrario, nos hace sufrir y compartir con más profundidad las
desgracias y sufrimientos de la gente. Llevamos dentro de nuestro corazón la alegría
de la resurrección, pero, por eso precisamente nos enfrentamos a tanta insensatez y
maldad que arranca a las personas la dignidad, la alegría y la vida.
ALIENTO NUEVO
Exhaló su aliento sobre ellos
Nadie sabe cómo ocurrió. Los primeros discípulos sólo nos dicen que, a partir de su
resurrección, las cosas no volvieron a ser como antes. Experimentaban a Jesús de
otra manera. Su presencia no era como en Galilea, pero era igualmente real y
transformadora. Su vida también se transformó. En adelante vivirían de su Espíritu.
Lo primero que Jesús Resucitado les transmitía era una paz nueva e inconfundible.
Una paz que curó su miedo y lo transformó en alegría. Tal vez, es lo primero que
necesitamos en la Iglesia. Una paz que nos libere de los miedos que nos paralizan.
Una paz que no la vamos a encontrar buscando poder y seguridad sino acogiendo el
espíritu de Jesús.
Jesús Resucitado los sacó, además, de su actitud cobarde, su desencanto y
desesperanza. Sus seguidores no podían permanecer recluidos en su «cenáculo» a la
defensiva de sus posibles adversarios. Ni entonces ni hoy. Una Iglesia encerrada en
sus propios problemas, sin otro horizonte que los posibles riesgos y peligros, no es
una Iglesia impulsada por el espíritu de Jesús.
Jesús Resucitado los arrancó del pasado y los puso mirando al futuro. No había que
seguir «soñando» en Galilea. Era el momento de introducir una esperanza nueva en el
mundo y de encender en los corazones el fuego que Jesús quería ver ardiendo. No se
puede acoger el espíritu de Jesús Resucitado con la mirada puesta en el pasado. El
evangelio de Jesús nos pone siempre mirando al futuro.
Jesús Resucitado movilizó a los primeros creyentes y los puso en marcha hacia la
misión evangelizadora. Con Jesús Resucitado presente en medio de la comunidad no
es posible la pasividad, la rutina tranquila, la comodidad de la inercia. Donde está vivo
el espíritu de Jesús Resucitado se despierta la creatividad y se abren caminos siempre
nuevos de evangelización.
Comunidades cristianas faltas de alegría, excesivamente replegadas sobre sí mismas,
con las «puertas cerradas» y sin apenas horizonte, ¿no necesitamos, antes que nada,
el aliento, la alegría y la paz de Jesús Resucitado? ¿No será esto lo primero que
hemos de cuidar?
¿SERÁ VERDAD?
No seas incrédulo, sino creyente
Pocos meses antes de morir, J. P. Sartre hacía esta confesión en una entrevista
concedida al diario Le Monde: «Ante ese amasijo miserable que forma nuestro
planeta, vuelve a atormentarme la desesperación; es la idea de que todo se acabará,
de que sólo existen fines particulares por los que luchar... no hay un objetivo
humano..., no hay más que desorden.»
Estas palabras no recogen sólo el testamento pesimista del célebre filósofo francés.
Expresan bien la sensación de no pocos hombres y mujeres de nuestros días. Yo
mismo las he escuchado en conversaciones confidenciales: «No sé si hay Dios o no,
pero tengo la sensación de que todo se acaba con la muerte. Es una pena. Quisiera
creer otra cosa, pero no puedo. No sé quién me podrá convencer de lo contrario.»
Qué fácil es comprender este género de confesiones. Todos llevamos muy dentro el
deseo de una vida eterna; el mismo Sartre se resistía a morir sin esperanza: «Me
resisto con toda justicia y sé que moriré con alguna esperanza que, sin embargo, sería
preciso fundamentar.»
Todos querríamos, tras la muerte, volver a ver a nuestros seres queridos, conocer una
vida nueva y dichosa, ser felices para siempre. Pero está la muerte con su oscuridad y
su misterio cerrándonos el paso a cualquier ilusión ingenua.
Tal vez por esto mismo, no es una insensatez interesarnos por lo que se dice de
Cristo. Hay algo que no se puede negar: nunca, en ningún lugar, y de nadie se ha
afirmado algo parecido a lo que la fe cristiana se atreve a confesar de Cristo cuando
dice que «ha sido resucitado de entre los muertos». ¿Está aquí el secreto último de la
vida?
Hoy todo sigue mezclado y confuso: vida y muerte, sentido y sinsentido, justicia e
injusticia; todo aparece en desorden y a medias; dentro de nosotros mismos luchan
entre sí el deseo de vida eterna y la desesperanza.
¿Será verdad que no todo acaba con la muerte?, ¿será cierto que al final está Dios
rescatando al ser humano para una vida nueva y feliz? Desde Cristo resucitado nos
llega una invitación humilde. Las palabras de Jesús a Tomás están dirigidas también a
nosotros: «No seas incrédulo, sino creyente.»
SIN HABER VISTO
Dichosos los que crean sin haber visto.
Las experiencias de Pascua terminaron un día. Ninguno de nosotros se ha vuelto a
encontrar con Jesús, el resucitado. Al parecer, ya no tenemos, hoy día, experiencias
semejantes.
Pero, si las experiencias que se esconden tras esos relatos no son ya accesibles a
nosotros, y si no pueden ser revividas, de alguna manera, en nuestra propia
experiencia, ¿no quedarán todos estos relatos maravillosos en algo muerto que ni la
mejor de las exégesis logrará devolver a la vida?
Sin duda, ha habido a lo largo de la historia, hombres que han vivido experiencias
extraordinarias. No se puede leer sin emoción el fragmento que encontraron en una
prenda de vestir de Blas Pascal.
Con toda exactitud nos indica el gran científico y pensador francés el momento preciso
en que vivió una experiencia estremecedora que dejó huella imborrable en su alma.
No parece tener palabras adecuadas para describirla: «Seguridad plena, seguridad
plena... Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría... Jesucristo. Yo me he separado
de El; he huido de El; le he negado y crucificado. Que no me aparte de El jamás. El
está únicamente en los caminos que se nos enseñan en el Evangelio».
No se trata de vivir experiencias tan profundas y singulares como la vivida por Pascal.
Mucho menos, todavía, pretender encontrarnos con Jesús resucitado de manera
idéntica a como se encontraron con él los primeros discípulos sobre cuyo testimonio
único descansan todas nuestras experiencias de fe.
Pero, ¿hemos de renunciar a toda experiencia personal de encuentro con el que está
Vivo? Obsesionados sólo por la razón, ¿no nos estamos convirtiendo en seres
insensibles, incapaces de escapar de una red de razonamientos y raciocinios que nos
impiden captar llamadas importantes de la vida?
¿No tenemos ya nadie esas experiencias de encuentro reconciliador con Cristo en
donde uno encuentra esa paz que le recompone a uno el alma, le reorganiza de nuevo
la vida y le introduce en una existencia más clara y transparente?
¿No hemos tenido nunca la «certeza creyente» de que el que murió en la cruz vive y
está próximo a nosotros? ¿No hemos experimentado nunca que Cristo resucita hoy en
las raíces mismas de nuestra propia vida?
¿No hemos experimentado nunca que algo se conmovía interiormente en nosotros
ante Cristo, que se despertaba en nosotros la alegría, la seducción y la ternura y que
algo se ponía en nosotros en seguimiento de ese Jesús vivo?
El hombre crítico, atento sólo a la voz de la razón y sordo a cualquier otra llamada,
objetará que todo esto es especulación irreal a la que no responde realidad objetiva
alguna.
Pero el creyente comprobará humildemente la verdad de las palabras de Jesús:
«Dichosos los que creen sin haber visto».
EL REGALO DE LA ALEGRÍA
Todos hemos conocido alguna vez momentos de alegría intensa y clara. Tal vez, sólo
ha sido una experiencia breve y frágil, pero suficiente para vivir una sensación de
plenitud y cumplimiento. Nadie nos lo tiene que decir desde fuera. Cada uno sabemos
que en el fondo de nuestro ser está latente la necesidad de la alegría. Su presencia no
es algo secundario y de poca importancia. La necesitamos para vivir. La alegría
ilumina nuestro misterio interior y nos devuelve la vida. La tristeza lo apaga todo. Con
la alegría todo recobra un color nuevo; la vida tiene sentido; todo se puede vivir de otra
manera.
No es fácil decir en qué consiste la alegría, pero ciertamente hay que buscarla por
dentro. La sentimos en nuestro interior, no en lo externo de nuestra persona. Puede
iluminar nuestro rostro y hacer brillar nuestra mirada, pero nace en lo más íntimo de
nuestro ser. Nadie puede poner alegría en nosotros si nosotros no la dejamos nacer
en nuestro corazón.
Hay algo paradójico en la alegría. No está a nuestro alcance, no la podemos «fabricar»
cuando queremos, no la recuperamos a base de esfuerzo, es una especie de «regalo»
misterioso. Sin embargo, en buena parte, somos responsables de nuestra alegría,
pues nosotros mismos la podemos impedir o ahogar.
Desde una perspectiva cristiana, la raíz última del gozo está en Dios. La alegría no es
simplemente un estado de ánimo. Es la presencia viva de Cristo en nosotros, la
experiencia de la cercanía y de la amistad de Dios, el fruto primero de la acción del
Espíritu en nuestro corazón. El relato evangélico dice que «los discípulos se llenaron
de alegría al ver al Señor».
Es fácil estropear esta alegría interior. Basta con encerrarse en uno mismo, endurecer
el corazón, no ser fiel a la propia conciencia, alimentar nostalgias y deseos imposibles,
pretender acapararlo todo. Por el contrario, la mejor manera de alimentar la alegría es
vivir amando. Quien no conoce el amor cae fácilmente en la tristeza. Por eso, el
culmen de la alegría se alcanza cuando dos personas se miran desde un amor
recíproco desinteresado. Es fácil que entonces presientan la alegría que nace de ese
Dios que es sólo Amor.
RESUCITAR LO MUERTO
Exhaló su aliento sobre ellos.
La muerte no es sólo el final biológico del hombre. Antes de que llegue el término de
nuestros días, la muerte puede invadir diversas zonas de nuestra vida.
No es difícil constatar cómo, por diversos factores y circunstancias, se nos van
muriendo a veces, la confianza en las personas, la fe en el valor mismo de la vida, la
capacidad para todo aquello que exija esfuerzo generoso, el valor para correr
riesgos...
Quizá, casi inconscientemente, se va apoderando de nosotros la pasividad, la inercia y
la inhibición. Poco a poco vamos cayendo en el escepticismo, el desencanto y la
pereza total.
Quizás ya no esperamos gran cosa de la vida. No creemos ya demasiado ni en
nosotros mismos ni en los demás. El pesimismo, la amargura y el malhumor se
adueñan cada vez más fácilmente de nosotros.
Acaso descubrimos que en el fondo de nuestro ser la vida se nos encoge y se nos va
empequeñeciendo. Quizás el pecado se ha ido convirtiendo en costumbre que somos
incapaces de arrancar, y se nos ha muerto ya hace tiempo la fe en nuestra propia
conversión.
Tal vez sabemos, aunque no lo queramos confesar abiertamente, que nuestra fe es
demasiado convencional y vacía, costumbre religiosa sin vida, inercia tradicional,
formalismo externo sin compromiso alguno, «letra muerta» sin espíritu vivificador.
El encuentro con Jesús Resucitado fue para los primeros creyentes una llamada a
«resucitar» su fe y reanimar toda su vida.
El relato evangélico nos describe con tonos muy oscuros la situación de la primera
comunidad sin Jesús. Son un grupo humano replegado sobre sí mismo, sin horizontes,
«con las puertas cerradas», sin objetivos ni misión alguna, sin luz, llenos de miedo y a
la defensiva.
Es el encuentro con Jesús Resucitado el que transforma a estos hombres, los
reanima, los llena de alegría y paz verdadera, los libera del miedo y la cobardía, les
abre horizontes nuevos y los impulsa a una misión.
¿No deben ser nuestras comunidades cristianas un lugar en el que podamos
encontrarnos con este Jesús Resucitado y recibir su impulso resucitador? ¿No
necesitamos escuchar con más fidelidad su palabra y alimentarnos con más fe en su
Eucaristía, para sentir sobre nosotros su aliento recreador?
Martes, 1. Abril 2008 - 17:09 Hora
Domingo 3º de Pascua-A
Crisis
DESDE que nacemos, no hacemos otra cosa que buscar, anhelar, reclamar algo que
no poseemos pero que necesitamos para vivir con plenitud. Nuestro error está en
pensar que podemos saciar los anhelos más hondos del corazón satisfaciendo
nuestras pequeñas necesidades de cada día. Por eso, no es malo sentir la sacudida
de la crisis que nos advierte de nuestro error.
A veces, la crisis no es una ruptura desgarradora
. Sólo el «mal sabor» que va dejando en nosotros una existencia vivida de manera
frívola y mediocre. Tengo de todo, podría ser feliz. ¿De dónde me brota esa fastidiosa
sensación de vacío y falsedad? ¿Por qué esa nostalgia a veces tan fuerte de algo
diferente, más bello y auténtico que todo lo que me rodea?
Otras veces es el cansancio, la insatisfacción de vivir haciendo siempre lo mismo y del
mismo modo, la frustración de vivir de manera repetitiva y mecánica. ¿Eso es todo?
¿Me he de contentar con levantarme, trabajar, descansar el fin de semana y volver de
nuevo a repetir el mismo recorrido? ¿Qué es lo que anhela mi ser?
Tarde o temprano, llega también la crisis que rompe nuestra seguridad. Vivíamos
tranquilos, sin problemas ni preocupaciones. Todo parecía asegurado para siempre.
De pronto, la sombra de una enfermedad grave, la muerte de un ser querido, la crisis
de la pareja... ¿por qué no hay paz duradera? Una cosa es clara: mis deseos no tienen
límite pero yo soy frágil y limitado. En el fondo, ¿no estoy deseando algo que supera
todo lo que conozco?
Estoy convencido de que son muchas las personas que experimentan algo de esto
más de una vez en su vida, aunque luego no hablen de ello ni sepan cómo explicarlo a
otros.
Pero estas crisis se dan y son importantes porque crean un espacio para hacernos
preguntas, para liberarnos de engaños y para enraizar mejor nuestra vida en lo
esencial.
Así es la crisis de esperanza que viven los dos discípulos de Emaús: nada ha sido
como esperaban; sus ilusiones han quedado rotas; ya nada tiene sentido. Sin
embargo, la presencia cercana de Cristo resucitado les infunde una confianza nueva.
La crisis les ayudará a descubrir un sentido más hondo a su vida, aprenderán a
caminar en una nueva dirección.
CADA DOMINGO
Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan
La Eucaristía no es sólo el centro de la liturgia cristiana. Es, además y por eso mismo,
la experiencia que, vivida domingo tras domingo, puede alimentar las grandes
actitudes que configuran la vida de un cristiano. El que come y bebe en esa cena,
alimenta su vida de discípulo fiel de Cristo.
En primer lugar, la Eucaristía es acción de gracias a Dios por la vida y por la salvación
que nos ofrece en su Hijo Jesucristo. Las palabras de acción de gracias, la estructura
de todo el conjunto, el tono de toda la celebración contribuyen a vivir una experiencia
intensa de alabanza y agradecimiento a Dios que no debe reducirse a ese momento
cultual. La vida cotidiana de un cristiano ha de estar marcada por la acción de gracias.
La Eucaristía es, además, comunión con Cristo resucitado. Jesús no es una figura del
pasado, alguien cada vez más lejano en el tiempo, sino el Señor de todos los tiempos
que permanece vivo entre los suyos. No somos seguidores de ur gran líder del
pasado. La Eucaristía nos enseña a vivir en comunión con un Cristo actual, acogiendo
realmente hoy su Espíritu y fuerza renovadora.
La Eucaristía es también escucha de las palabras de Jesús que son «espíritu y vida».
Para un discípulo de Cristo, el evangelio no es un mero testamento literario o un texto
fundacional. En la Eucaristía nos reunimos para escuchar la palabra viva de Jesús que
ilumina nuestra experiencia humana de hoy. Esa acción dominical nos invita a no vivir
como ciegos, sin evangelio ni luz alguna. El cristiano vive alimentado por la Palabra de
Jesús.
La Eucaristía es un acto comunitario por excelencia. Todos los domingos, los
cristianos dejan sus hogares, se reúnen en una iglesia y forman comunidad visible de
seguidores de Jesús. Todas las oraciones de la Eucaristía se dicen en plural:
invocamos, pedimos perdón, ofrecemos, damos gracias... siempre juntos. Los textos
dicen que somos «familia», «pueblo» «Iglesia». No se nos debería olvidar. Los
cristianos no somos individuos aislados que, cada uno por su cuenta, tratan de vivir el
evangelio. Formamos una comunidad que quiere ser en el mundo testimonio e
invitación a vivir de manera fraterna y solidaria.
La cena de Jesús resucitado con sus discípulos en la aldea de Emaus es una
invitación a reavivar nuestras eucaristías dominicales.
¿QUE HA SIDO DE LA ALEGRIA?
¿No ardía nuestro corazón...
Los relatos pascuales nos hablan sin excepción de la alegría irreprimible que inunda el
corazón de los creyentes al encontrarse con el resucitado.
Los discípulos de Emaús en «el viaje de vuelta de la desesperanza» sienten que su
corazón arde y se ilumina con la presencia y compañía del Señor.
¿Dónde está hoy esa alegría pascual? ¿Qué ha sido de ella en esta Iglesia, a veces
tan cansada y temerosa, como sociedad que hubiera dado ya lo mejor de sí misma y,
exhausta de fuerzas, tratara de buscar apoyos diversos fuera de Aquel que la puede
llenar de vigor y alegría nueva?
¿Dónde está la alegría pascual en esa Iglesia, con frecuencia, tan seria, tan poco dada
a la sonrisa, con tan poco humor para reconocer sus propios errores y limitaciones, tan
ocupada en girar una y otra vez en torno a sus propios problemas, buscando su propia
defensa más que la de la humanidad entera?
¿Dónde está el gozo pascual en esos cristianos que siguen «practicando la religión»
tristes y aburridos, sin haber descubierto con emoción lo que es celebrar la vida
cristiana?
Se diría que los cristianos no somos capaces de vivir la alegría cristiana , y a la larga,
ni siquiera de aparentarla.
Porque esta alegría que se respira junto al resucitado no es el optimismo ingenuo de
quien no tiene problemas. No es tampoco la satisfacción que produce el haber saciado
nuestros deseos o el placer que se obtiene del confort, la comodidad y la posesión.
Esta alegría es fruto de una presencia del Señor en el fondo del alma y en medio de la
vida. Una presencia que llena de paz, disipa el temor, dilata nuestras fuerzas, nos
hace aceptar con serenidad nuestras limitaciones, nos hace vivir ante la presencia del
Dios de la vida. Esta alegría no se da sin amor y oración. Es alegría que se
experimenta como «nuevo comienzo» y resurrección. Es fruto del encuentro sincero y
agradecido con el Señor que pide calladamente albergue y acogida. J. M. Velasco
llega a decir que «tan central es esta experiencia para la vida cristiana que puede
decirse sin exageración que ser cristiano es haber hecho esta experiencia y
desgranarla en vivencias, actitudes, palabras y acciones a lo largo de la vida».
Esta alegría no se vive de espaldas al sufrimiento del mundo. Al contrario, sólo es
posible cuando uno ha percibido que este mundo de muerte, tan triste, maltrecho y
sombrío, es aceptado con amor y ternura infinitas por ese Dios que ha resucitado a
Jesús de la muerte. ¿No ha de ser hoy una de las tareas más importantes de la Iglesia
redescubrir esta alegría en su propio corazón que es Cristo resucitado e irradiarla y
difundirla en la sociedad?
LA TENTACION DE LA HUIDA
No son pocos los que miran hoy a la Iglesia con pesimismo y desencanto. No es la
que ellos desearían. Una Iglesia viva y dinámica, fiel a Jesucristo, comprometida
realmente en construir una sociedad más humana.
La ven inmóvil y desfasada, excesivamente ocupada en defender una moral obsoleta
que ya a pocos interesa, haciendo penosos esfuerzos por recuperar una credibilidad
que parece encontrarse «bajo mínimos».
La perciben como una institución que está ahí casi siempre para acusar y condenar,
pocas veces para ayudar e infundir esperanza en el corazón humano.
La sienten con frecuencia triste y aburrida y, de alguna manera, intuyen con G.
Bernanos que «lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste».
La tentación fácil es el abandono y la huida. Algunos hace tiempo que lo hicieron,
incluso de manera ostentosa. Hoy afirman casi con orgullo creer en Dios, pero no en la
Iglesia.
Otros, tal vez, se van distanciando de ella poco a poco, «de puntillas y sin hacer
ruido». Sin advertirlo apenas nadie, se va apagando en su corazón el afecto y la
adhesión de otros tiempos.
Ciertamente, sería una equivocación alimentar en estos momentos un optimismo
superficial e ingenuo, pensando que llegarán tiempos mejores. Más grave aún sería
cerrar los ojos e ignorar la mediocridad y el pecado de la Iglesia.
Pero nuestro mayor pecado sería «huir hacia Emaús», abandonar la comunidad y
dispersarnos cada uno por su camino, movidos sólo por la decepción y el desencanto.
Hemos de aprender «la lección de Emaús». La solución no está en abandonar la
Iglesia, sino en rehacer nuestra vinculación con algún grupo cristiano, comunidad,
movimiento o parroquia donde poder compartir y reavivar nuestra esperanza.
Donde unos hombres y mujeres caminan preguntándose por Jesús y ahondando en su
mensaje, allí se hace presente Jesús Resucitado. Es fácil que un día, al escuchar el
evangelio, sientan de nuevo «arder su corazón».
Donde unos creyentes se encuentran para celebrar juntos la Eucaristía, allí está Jesús
Resucitado alimentando sus vidas. Es fácil que un día «se abran sus ojos» y lo vean.
Por muy muerta que aparezca ante nuestros ojos, en la Iglesia habita Jesús
Resucitado. Por eso, también aquí tienen sentido los versos de A. Machado: «Creí mi
hogar apagado, revolví las cenizas..., me quemé la mano».
Martes, 8. Abril 2008 - 20:36 Hora
Domingo 4º de Pascua-A
LA VOZ
Las ovejas lo siguen porque conocen su voz
En algunos ámbitos de la Iglesia se insiste más que nunca en la necesidad de un
«magisterio eclesiástico» fuerte para dirigir a los fieles en medio de la crisis actual.
Estas llamadas no logran, sin embargo, detener su creciente «devaluación» entre
amplios sectores de cristianos.
De hecho, no pocas intervenciones de los obispos provocan reacciones encontradas.
Unos las alaban con fervor, otros las critican duramente y la mayoría las olvida a los
pocos días. Mientras tanto, en el evangelio se nos recuerdan unas palabras de Jesús
que nos interpelan a todos: «Las ovejas siguen al pastor porque conocen su voz».
Lo primero y decisivo también hoy es que, en la Iglesia, los creyentes escuchemos «la
voz» de Jesucristo en toda su originalidad y pureza, no el peso de las tradiciones ni la
novedad de las modas, no las «preocupaciones» de los eclesiásticos ni los «gustos»
de los teólogos, no nuestros intereses, miedos o acomodaciones.
Esto exige no confundir sin más la voz de Jesucristo con cualquier palabra que se
pronuncia en la Iglesia. No hemos de dar por supuesto que en toda intervención de los
obispos, en toda predicación de los curas, en todo escrito de los teólogos o en toda
exposición de los catequistas se está escuchando fielmente la voz de Jesús.
Siempre existe un riesgo. Que llenemos la Iglesia de escritos y cartas pastorales, de
documentos y libros de teología, de catequesis y predicaciones, sustituyendo con
nuestro «ruido» la voz inconfundible de Jesús, nuestro único maestro. Lo recordaba
una y otra vez el obispo san Agustín: «Tenemos un solo maestro. Y, bajo él, todos
somos condiscípulos. No nos constituimos en maestros por el hecho de hablar desde
el púlpito. El verdadero Maestro habla desde dentro».
Hemos de preguntarnos si la palabra que se escucha en la Iglesia proviene de Galilea
y nace del Espíritu del resucitado. Esto es lo decisivo pues el magisterio, la
predicación o la teología han de ser una invitación a que cada creyente escuchemos
de manera fiel y responsable la voz de Cristo. Sólo cuando uno «aprende» algo de
Jesús se convierte en su seguidor.
LIBRES PERO NO LIBERADOS
Pocas veces se habrá hablado de la libertad con tanta ambigüedad y confusión como
en nuestros días.
Hay una «liberación» impuesta por el nuevo contexto social que lejos de ser un camino
de crecimiento personal es represión y anulación de una verdadera personalidad
humana.
«¿Todavía no te has liberado?» Esta es la llamada que se nos hace hoy desde
diversos ámbitos de la sociedad, invitándonos a romper con tradiciones, costumbres o
fidelidades pasadas, para entrar en otra esclavitud impuesta por nuevas modas y
presiones sociales.
Hay quienes se creen más libres por el hecho de romper con todo lo prohibido
anulando toda conciencia de culpabilidad. Olvidan que éste es el camino mejor para
caer en la irresponsabilidad, el narcisismo autocomplaciente y la esterilidad.
Otros quieren ser «libres como pájaros» y rehuyen todo aquello que puede exigirles
compromiso y entrega. Olvidan que estamos hechos para ser libres no como pájaros
sino como hombres.
Ser libre es una ilusión si no nos conduce a ser más humanos. ¿Qué es la libertad si
no nos lleva a una mayor fidelidad a nosotros mismos, una coherencia mayor con
nuestras convicciones más profundas, una búsqueda sincera y sacrificada de lo que
puede dar un sentido más digno y noble a nuestra vida?
¿Puede decirse que un hombre «se ha liberado» por el simple hecho de haber
superado escrúpulos tradicionales en el campo religioso, moral y social, si vive
aburrido, sin proyecto ni horizonte alguno, incapaz de dar sentido a su vivir diario?
¿Puede decirse que «se ha liberado» quien actúa movido únicamente por espíritu de
competencia, eficacia y éxito, utilizando su poder para imponerse, lleno de horror ante
el fracaso, incapaz de nada que signifique entrega generosa y gratuita al otro?
Son muchos los contagiados por eso que alguien ha llamado «el mal de la libertad»,
es decir, la búsqueda obsesiva de una libertad vacía de contenido, que no quiere
saber nada de entrega, fidelidad, solidaridad, crecimiento personal y comunitario.
Ser creyente es vivir vinculado a Cristo. Pero precisamente, esa vinculación y
adhesión a Cristo es lo que permite al cristiano dar contenido humano a su libertad. El
es la puerta que da acceso a la auténtica liberación.
Esta es la promesa de Jesús: «yo soy la puerta. Quien entre por mi se salvará y podrá
entrar y salir, y encontrará pastos». Responder a su llamada, orientar la vida en la
dirección que señala su mensaje, comprometerse en construir «el reino de Dios», es lo
que puede ayudarnos a conocer la verdadera liberación.
EL MANDATO DE VIVIR
Yo he venido para que tengan vida
Nos quejamos tanto de los problemas, trabajos y penalidades de nuestro vivir diario,
que corremos el riesgo de olvidar que la vida es un regalo. El gran regalo que todos
hemos recibido de Dios.
Si no hubiéramos nacido, nadie nos habría echado en falta. Nadie habría notado
nuestra ausencia. Todo habría seguido su marcha y nosotros hubiéramos quedado
olvidados para siempre en la nada.
Y, sin embargo, vivimos. Se ha producido ese milagro único e irrepetible que es mi
vida. Como dice el genial pensador judío M. Buber, «cada uno de los hombres
representa algo nuevo, algo que nunca antes existió, algo original y único».
Nadie, antes de mí, ha sido igual que yo ni lo será nunca. Nadie verá jamás el mundo
con mis ojos. Nadie acariciará con mis manos. Nadie rezará a Dios con mis labios.
Nadie amará nunca con mi corazón.
Mi vida es insustituible. Es tarea mía y sólo yo la puedo vivir. Si yo no lo hago, quedará
para siempre sin hacer. Habrá en el mundo un vacío que nadie podrá llenar.
Por eso, aunque muchas veces lo olvidamos, el primer mandato que los hombres
recibimos de Dios es vivir. Mandato que no está escrito en tablas de piedra, sino
grabado en lo más hondo de nuestro ser.
Nuestro primer gesto de obediencia a Dios es vivir, amar la vida, acogerla con corazón
agradecido, cuidarla con solicitud, desplegar todas las posibilidades encerradas en
nosotros.
Pero vivir no significa sólo asegurar un buen funcionamiento de nuestro organismo
físico o lograr un desarrollo armonioso de nuestro psiquismo, sino crecer como seres
plenamente humanos.
El ideal de «mens sana in corpore sano» puede ser algo perfectamente inhumano y
empobrecedor, si no vivimos escuchando la llamada del Absoluto, abiertos al amor,
creando en nuestro entorno una vida siempre más humana.
Son bastantes los cristianos que no llegan siquiera a sospechar que la fe es
precisamente un principio de vida y vida sana. Les falta descubrir por experiencia
personal que Dios no es algo que, de todas maneras, debe existir y a quien conviene
tener en cuenta por si acaso, sino que Dios es precisamente y antes que nada
«alguien que hace vivir».
A pesar de todas las dudas e incertidumbres, el creyente va descubriendo a Dios
como alguien que sostiene la vida incluso en los momentos más adversos, alguien que
da fuerzas para comenzar siempre de nuevo, alguien que alimenta en nosotros una
esperanza indestructible cuando la vida parece apagarse para siempre.
Al escuchar las palabras de Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan
abundante», el creyente no necesita acudir a otros para que le expliquen su sentido. El
sabe que son verdad.
SABER ESCUCHAR
Mis ovejas escuchan mi voz.
El saber escuchar es uno de los rasgos que caracterizan al verdadero creyente. El
cristiano es un hombre que trata de comprender y vivir toda su existencia a partir de la
escucha sincera de Jesucristo y su mensaje. Las ovejas saben escuchar su voz.
Pero saber «escuchar» el evangelio no es tan sencillo como pudiéramos creer.
Cuando leemos el mensaje de Jesús, cada uno de nosotros va acentuando aquello
con lo que mejor sintoniza, y va subrayando lo que mejor y más directamente
responde a sus planteamientos y su visión personal de la vida.
De esta manera, cada uno hacemos nuestra propia lectura del evangelio y vamos
configurando el mensaje de Jesús y dándole vida desde nuestra propia comprensión.
Con frecuencia, no sospechamos los creyentes el riesgo que corremos de adulterar el
contenido de la fe. No somos conscientes de la influencia que ejerce en nuestra
lectura del mensaje cristiano, la mentalidad de la clase a la que pertenecemos, la
ideología que predomina en nuestra concepción de la vida, la posición ante los
problemas concretos de nuestra sociedad, las opciones que vamos tomando en la
vida...
El tomar conciencia más clara de la parte de subjetividad que se encierra en toda
escucha puede ser ya muy positivo. Precisamente, aquél que ingenuamente cree
acercarse al evangelio con objetividad, sin sospechar de sus prejuicios y
predisposiciones, es el que más riesgos corre de falsearlo.
Pero la escucha fiel del evangelio tiene además exigencias concretas que los
cristianos deberíamos recordar. Sólo señalamos alguna.
Es necesario abrirse a la verdad total del mensaje de Jesús, evitando una selección
ilegítima del evangelio y una polarización exclusivista sobre determinados aspectos del
mensaje cristiano. Quizás esta lectura parcial y reduccionista del evangelio sea una de
las tentaciones más graves que nos acechan siempre a los cristianos. Por otra parte,
nunca podemos tener la pretensión de que nuestra escucha del evangelio sea la única
auténtica, ni siquiera la más fiel. Nadie puede asegurar que lo que a él se le escapa no
sea relevante para la comprensión de la fe o que sea menos importante que lo que
otros descubren y viven.
Es necesario el diálogo, la confrontación, la complementariedad con otras lecturas del
evangelio hechas desde otros presupuestos distintos y por creyentes que viven quizás
otra experiencia cristiana diferente a la nuestra.
ESCUCHAR
Somos víctimas de una lluvia tan abrumadora de palabras, voces y ruidos que
corremos el riesgo de perder nuestra capacidad para escuchar la voz que necesitamos
oír para tener vida.
¿Cómo pueden resonar en esta sociedad las palabras de Jesús que leemos hoy en el
evangelio? «Mis ovejas escuchan mi voz... y yo les doy vida eterna».
Apenas sabemos ya callarnos, estar atentos y permanecer abiertos a esa Palabra viva
que está presente en lo más hondo de la vida y de nuestro ser.
Convertidos en tristes «teleadictos» nos pasamos horas y más horas sentados ante el
televisor, recibiendo pasivamente imágenes, palabras, anuncios y todo cuanto nos
quieran ofrecer para alimentar nuestra trivialidad.
Según estudios realizados, son mayoría los que ven de dos a tres horas diarias de
televisión, lo cual significa que cuando hayan cumplido 65 años habrán estado 9 años
consecutivos ante el televisor.
Envuelto en un mundo trivial, evasivo y deformante, el «teleadicto» sufre una
verdadera frustración cuando carece de su alimento televisivo.
Necesita esa pequeña pantalla llena de colores, que se convierte con frecuencia, en
una pantalla en sentido literal y estricto, entre el individuo y la realidad. Ya no vive
desde las raíces de la misma vida. Apenas escucha ya otro mensaje sino el que recibe
a través de las ondas.
El hombre contemporáneo necesita urgentemente recuperar de nuevo el silencio y la
capacidad de escucha, si no quiere ver su vida y su fe ahogarse progresivamente en la
trivialidad.
Necesitamos estar más atentos a la llamada de Dios, escuchar la voz de la verdad,
sintonizar con lo mejor que hay en nosotros, desarrollar esa sensibilidad interior que
percibe, más allá de lo visible y de lo audible, la presencia de Aquel que puede dar
vida a nuestra vida.
Según K. Rahner, «el cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que
ha experimentado algo, o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se
apoyará ya en una convicción unánime, evidente y pública, ni en un ambiente religioso
generalizado, sino en la experiencia y decisión personales».
Lo que cambia el corazón del hombre y lo convierte no son las palabras, las ideas y
las razones, sino la escucha sincera de la voz de Dios.
Esa escucha sincera de Dios que transforma nuestra soledad interior en comunión
vivificante y fuente de nueva vida.
Martes, 15. Abril 2008 - 17:42 Hora
Domingo 5º de Pascua-A
Hacerse más cristiano
ESTO que vivo yo es fe?, ¿cómo se hace uno más creyente?, ¿qué pasos hay que
dar? Son preguntas que escucho con frecuencia a personas que desean hacer un
recorrido interior hacia Jesucristo pero no saben qué camino seguir. Cada uno ha de
escuchar su propia llamada, pero a todos nos puede hacer bien recordar cosas
esenciales.
Creer en Jesucristo no es tener una opinión sobre él. Me han hablado muchas veces
de él; tal vez, he leído algo sobre su vida; me atrae su personalidad; tengo una idea de
su mensaje. No basta. Si quiero vivir una nueva experiencia de lo que es creer en
Cristo, tengo que movilizar todo mi mundo interior.
Es muy importante no pensar en Cristo como alguien ausente y lejano. No quedarnos
en «el niño de Belén», el «Maestro de Galilea» o «el crucificado del Calvario». No
reducirlo tampoco a una idea o un concepto. Cristo es una «presencia viva», alguien
que está en mi vida y con quien puedo comunicarme en la experiencia de cada día.
No pretendas imitarle rápidamente. Antes, es mejor penetrar en una comprensión más
intima de su persona. Dejarnos seducir por su misterio. Captar el espíritu que le hace
vivir de una manera tan humana. Intuir la fuerza de su amor al ser humano, su pasión
por la vida, su ternura hacia el débil, su confianza total en la salvación de Dios.
Un paso decisivo es leer los evangelios para buscar personalmente la verdad de
Jesús. No hace falta saber mucho para entender su mensaje. No es necesario
dominar las técnicas más modernas de interpretación. Lo decisivo es ir al fondo de esa
vida desde mi propia experiencia. Guardar sus palabras dentro del corazón. Alimentar
el gusto de la vida con su fuego.
Leer el evangelio no es exactamente encontrar «recetas» para vivir. Es otra cosa. Es
experimentar que, viviendo como él, se puede vivir de manera diferente, con libertad y
alegría interior. Los primeros cristianos vivían con esta idea: ser cristiano es «sentir
como sentía él» (Fil 2,5); «revestirse de Cristo» (Gal 3,27), reproducir en nosotros su
vida. Esto es lo esencial. Entonces entiende el creyente desde dentro las palabras de
Cristo y las hace suyas: «Tú eres para mi el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).
ENCONTRARSE CON CRISTO
Yo soy el camino, la verdad y la vida. Jn 14,1-12
Hay en la vida momentos de verdadera sinceridad en que, de pronto, surgen de
nuestro interior con lucidez y claridad desacostumbradas, las preguntas más decisivas:
En definitiva, ¿yo en qué creo? ¿qué es lo que espero? ¿en quién apoyo mi
existencia?
Ser cristiano es, antes que nada, creerle a Cristo. Tener la suerte de habernos
encontrado con él. Por encima de toda creencia, fórmula, rito, ideologización o
interpretación, lo verdaderamente decisivo en la experiencia cristiana es el encuentro
con Cristo.
Ir descubriendo por experiencia personal, sin que nadie nos lo tenga que decir desde
fuera, toda la fuerza, la luz, la alegría, la vida que podemos ir recibiendo de Cristo.
Poder decir desde la propia experiencia que Jesús es Camino, verdad y vida.
En primer lugar, descubrirlo como camino. Escuchar en él la invitación a andar, a
cambiar, avanzar siempre, no establecernos nunca, renovarnos constantemente,
sacudirnos de perezas y seguridades, crecer como hombres, ahondar en la vida,
construir siempre, hacer historia más evangélica. Apoyarnos en Cristo para andar día
a día el camino doloroso y al mismo tiempo gozoso que va desde la incredulidad a la
fe.
En segundo lugar, encontrar en Cristo la verdad. Descubrir desde él a Dios en la raíz y
en el término del amor que los hombres damos y acogemos. Darnos cuenta, por fin,
que él hombre sólo es hombre en el amor. Descubrir que la única verdad es el amor. Y
descubrirlo acercándonos al hombre concreto que sufre y es olvidado.
En tercer lugar, encontrar en Cristo la vida. En realidad, los hombres creemos a aquel
que nos da vida. Ser cristiano no es admirar a un líder ni formular una confesión sobre
Cristo. Es encontrarse con un Cristo vivo y capaz de hacernos vivir.
A Jesús siempre lo empequeñecemos y desfiguramos al vivirlo. Sólo lo reconocemos
al amar, al rezar, al compartir, al ofrecer amistad, al perdonar, al crear fraternidad.
A Jesús no lo poseemos. A Jesús lo encontramos cuando nos dejamos cambiar por él,
cuando nos atrevemos a amar como él, cuando crecemos como hombres y hacemos
crecer la humanidad.
Jesús es «camino, verdad y vida». Es otro modo de caminar por la vida. Otro modo
de ver y sentir la existencia. Otra dimensión más honda. Otra lucidez y otra
generosidad. Otro horizonte y otra comprensión. Otra luz. Otra energía. Otro modo de
ser. Otra libertad. Otra esperanza. Otro vivir y otro morir.
SEGUIR EL CAMINO DE JESÚS
Los catecismos suelen hablar de algunas «notas» o atributos que caracterizan a la
verdadera Iglesia de Cristo. Como confesamos en el credo, la Iglesia de Cristo es
«una, santa, católica y apostólica». Ciertamente, no podríamos reconocerla en una
Iglesia de comunidades enfrentadas, donde predominara la injusticia, se excluyera a
los demás y se abandonara la fe inicial predicada por los apóstoles.
Pero hay algo que es previo y no hemos de olvidar. Una Iglesia verdadera es, ante
todo, una Iglesia que «se parece» a Jesús. Si no tiene algún parecido con él, en esa
misma medida estamos dejando de ser su Iglesia, por mucho que sigamos repitiendo
que pertenecemos a una Iglesia santa, católica y apostólica.
Parecerse a Jesús significa reproducir hoy su estilo de vida y su manera de ser;
encarnarse en la vida real de la gente como se encarnaba él; despertar en el corazón
de las personas confianza en Dios y, sobre todo, amar como amaba él. Lo dice Jesús:
«Yo soy el camino, la verdad y la vida». La manera de caminar hacia el Padre es
seguir sus huellas.
A la Iglesia se le nota que es de Jesús si se preocupa de los que sufren, si se arriesga
a perder prestigio y seguridad por defender la causa de los últimos, si ama por encima
de todo a los desvalidos. Si queremos a la Iglesia hemos de preocuparnos de que en
ella y desde ella se ame a la gente como la amaba Jesús.
Una Iglesia donde se quiere a las personas y se busca una vida más digna y dichosa
para todos «se hace notar» en el mundo de hoy porque eso es precisamente lo que
más falta en el mundo: en las relaciones entre pueblos ricos y pobres, en la economía
controlada por los poderosos, en la sociedad dominada por los fuertes.
Por otra parte, sólo así se hace la Iglesia creíble. Si no sabemos reproducir hoy el
amor de Jesús, es inútil que tratemos de hacernos creíbles por otros medios. Se verá
que somos como todos: incapaces de regirnos sólo por el amor compasivo. No
seremos «Iglesia de Jesús» pues nos faltará el rasgo que mejor lo caracterizó a él.
Jesús habrá dejado de ser para nosotros «el camino, la verdad y la vida».
ETAPA DECISIVA
Llevo un cierto tiempo leyendo diversos trabajos sobre la llamada «tercera edad».
Trato de conocer mejor esa etapa tan decisiva para el ser humano, pues me parece
importante ver, cómo puede la fe cristiana, iluminar el atardecer de la vida de los
hombres y mujeres de nuestros días.
Es incontable el número de libros que ofrecen orientaciones para envejecer
sabiamente desarrollando de manera sana las diversas dimensiones de la vida. Quiero
señalar aquí, por su carácter sencillo y práctico, la colección "Para Mayores" de
Editorial Popular con títulos como «Envejecer es vivir». «La fuerza de la experiencia».
«Alimentarse con salud»..
Sin embargo, no siempre se atiende a la dimensión religiosa ni a la profunda crisis que
puede aflorar en ese momento de la vida, cuando, sin poder evitarlo, la persona
comienza a hacerse las grandes preguntas de la existencia: ¿Por qué he trabajado
tanto?, ¿para qué he vivido?, ¿esto era todo?, ¿qué me espera ahora?
Cada edad tiene su forma propia de expresión religiosa, y esta última etapa de la vida
puede ser un auténtico regalo de Dios si el creyente sabe reavivar su fe y descubrir
todas las posibilidades que se le ofrecen.
La jubilación es un tiempo propicio para encontrarse con uno mismo y llegar más al
fondo del corazón. Es el momento de escuchar «llamadas olvidadas» y de poner la
atención en lo importante. La persona ha recorrido ya un largo trecho de su existencia.
Conoce mejor su debilidad y limitaciones. Sabe «lo que da la vida». Ahora llega el
momento de la verdad.
La jubilación puede ser, sobre todo, un tiempo de encuentro sincero con un Dios
Amigo y Salvador. Dios está ahí, en medio de nuestra vida. Ha estado siempre aunque
nosotros hayamos caminado largos años olvidados de él. Es el momento de confiar en
su perdón y escuchar lo que quiere decirnos en el atardecer de nuestra vida.
Tal vez lo primero que se nos pide es aprender a abandonarnos en sus brazos. Estar
ante él en silencio, sin hablar mucho, sin pedirle muchas cosas. Sencillamente, estar
ante él con fe, esperando su gracia y su perdón, dándole gracias porque, al final de
todo, nos espera y nos ofrece su salvación.
Qué consolador puede ser para los creyentes escuchar al final de la vida las palabras
de Jesús: «No perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí... Cuando
vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo
estéis también vosotros.» Todos tenemos ya preparado un lugar en el corazón de
Dios.
Lunes, 21. Abril 2008 - 20:44 Hora
Domingo 6º de Pascua
En lo cotidiano
NUESTRA vida se decide en lo cotidiano. Por lo general, no son los momentos
extraordinarios y excepcionales los que marcan más nuestra existencia. Es más bien
esa vida ordinaria de todos los días, con las mismas tareas y obligaciones, en contacto
con las mismas personas, la que nos va configurando. En el fondo, somos lo que
somos en la vida cotidiana.
Esa vida no tiene muchas veces nada de excitante. Está hecha de repetición y rutina.
Pero es nuestra vida. Somos «seres cotidianos». La cotidianeidad es un rasgo
esencial de la persona humana. Somos al mismo tiempo responsables y víctimas de
esa vida aparentemente pequeña de cada día.
En esa vida de lo normal y ordinario podemos crecer como personas y podemos
también echarnos a perder. En esa vida crece nuestra responsabilidad o aumenta
nuestra desidia y abandono; cuidamos nuestra dignidad o nos perdemos en la
mediocridad; nos inspira y alienta el amor o actuamos desde el resentimiento o la
indiferencia; nos dejamos arrastrar por la superficialidad o enraizamos nuestra vida en
lo esencial; se va disolviendo nuestra fe o se va reafirmando nuestra confianza en
Dios.
La vida cotidiana no es algo que hay que soportar para luego vivir no sé qué. Es en la
normalidad de cada día donde se decide nuestra calidad humana y cristiana. Ahí se
fortalece la autenticidad de nuestras decisiones; ahí se purifica nuestro amor a las
personas; ahí se configura nuestra manera de pensar y de creer. K. Rahner llega a
decir que «para el hombre interior y espiritual no hay mejor maestro que la vida
cotidiana».
Según la teología del cuarto evangelio, los seguidores de Jesús no caminan por la vida
solos y desamparados. Los acompaña y defiende día a día «el Espíritu de la verdad»,
es decir, la presencia viva de Cristo que los ilumina y alienta poniendo verdad en su
vida cotidiana. Se ponen en boca de Cristo estas palabras: «Vosotros viviréis
porque yo sigo viviendo».
Lo importante es recordar la consigna: «No busquéis entre los muertos al que está
vivo». En el día a día de la vida cotidiana hemos de buscar al Resucitado en el amor,
no en la letra muerta; en la autenticidad, no en las apariencias; en la verdad, no en los
tópicos; en la creatividad, no en la pasividad y la inercia; en la luz, no en la oscuridad
de las segundas intenciones; en el silencio interior, no en la agitación superficial.
OTRO DEFENSOR
...que os dé otro Defensor Jn 14,15-21
La verdad es que los humanos somos bastante complejos. Cada individuo es un
mundo de deseos y frustraciones, ambiciones y miedos, dudas e interrogantes. Con
frecuencia no sabemos quiénes somos ni qué queremos. Desconocemos hacia dónde
se está moviendo nuestra vida. ¿Quién nos puede enseñar a vivir de manera
acertada?
Aquí no sirven los planteamientos abstractos ni las teorías. No basta aclarar las cosas
de manera racional. Es insuficiente tener ante nuestros ojos normas y directrices
correctas. Lo decisivo es el arte de actuar día a día de manera positiva, sana y
creadora.
Para un cristiano, Jesús es siempre su gran Maestro de vida, pero ya no le tenemos a
nuestro lado. Por eso, cobran tanta importancia estas palabras del evangelio: «Yo le
pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el
Espíritu de la verdad».
Necesitamos que alguien nos recuerde la verdad de Jesús. Si la olvidamos, no
sabremos quiénes somos ni qué estamos llamados a ser. Nos desviaremos del
evangelio una y otra vez. Defenderemos en su nombre causas e intereses que tienen
poco que ver con Jesús. Nos creeremos en posesión de la verdad al mismo tiempo
que la desfiguramos.
Necesitamos que el Espíritu Santo active en nosotros la memoria de Jesús, su
presencia viva, su imaginación creadora. No se trata de despertar un recuerdo del
pasado: sublime, conmovedor, entrañable, pero recuerdo. Lo que el Espíritu del
resucitado hace con nosotros es abrir nuestro corazón al encuentro personal con
Jesús como alguien vivo. Sólo esta relación afectiva y cordial con Jesucristo es capaz
de transformarnos y generar en nosotros una manera nueva de ser y de vivir.
Al Espíritu se le llama en el cuarto evangelio «defensor» o «paráclito» porque nos
defiende de lo que nos puede destruir. Hay muchas cosas en la vida de las que no
sabemos defendernos por nosotros mismos. Necesitamos luz, fortaleza, aliento
sostenido. Por eso, invocamos al Espíritu. Es la mejor manera de ponernos en
contacto con Jesús y vivir defendidos de cuanto nos puede desviar de él.
EL ARTE DE VIVIR
Nunca los cristianos se han sentido huérfanos. El vacío dejado por la muerte de Jesús
ha sido llenado por la presencia viva del Espíritu del resucitado.
Este Espíritu del Señor llena la vida del creyente. El Espíritu de la verdad que vive con
nosotros, está en nosotros y nos enseña el arte de vivir en la verdad.
Lo que configura la vida de un verdadero creyente no es el ansia de placer ni la lucha
por el éxito ni siquiera la obediencia estricta a una ley, sino la búsqueda gozosa de la
verdad de Dios bajo el impulso del Espíritu.
El verdadero creyente no cae ni en el legalismo ni en la anarquía, sino que busca con
el corazón limpio la verdad. Su vida no está programada por prohibiciones sino que
viene animada e impulsada positivamente por el Espíritu.
Cuando vive esta experiencia del Espíritu, el creyente descubre que ser cristiano no es
un peso que oprime y atormenta la conciencia, sino que es dejarse guiar por el amor
creador del Espíritu que vive en nosotros y nos hace vivir con una espontaneidad que
nace no de nuestro egoísmo sino del amor.
Una espontaneidad en la que uno renuncia a sus intereses egoístas y se confía al
gozo del Espíritu. Una espontaneidad que exige regeneración, renacimiento y
reorientación continua hacia la verdad de Dios.
Esta vida nueva en el Espíritu no significa únicamente vida interior de piedad y
oración. Es la verdad de Dios que genera en nosotros un estilo de vida nuevo
enfrentado al estilo de vida que surge de la mentira y el egoísmo.
Vivimos en una sociedad donde a la mentira se la llama diplomacia, a la explotación
negocio, a la irresponsabilidad tolerancia, a la injusticia orden establecido, a la
sensualidad amor, a la arbitrariedad libertad, a la falta de respeto sinceridad.
Esta sociedad difícilmente puede entender o aceptar una vida acuñada por el Espíritu.
Pero es este Espíritu el que defiende al creyente y le hace caminar hacia la verdad,
liberándose de la mentira social, la farsa de nuestra convivencia y la intolerancia de
nuestros egoísmos diarios.
Se ha dicho que el cristiano es un soldado sometido a la ley cristiana. Es más exacto
decir que el cristiano es un «artista». Un hombre que bajo el impulso creador y gozoso
del Espíritu aprende el arte de vivir con Dios y para Dios.
¿HAY QUE DECIRLE LA VERDAD?
No os dejaré desamparados
¿Hay que decirle la verdad al enfermo terminal? ¿Hay que ocultarle la proximidad de
su muerte? He aquí una cuestión siempre difícil para los profesionales que atienden al
enfermo y para todos los que acompañan de cerca a un ser querido en su última
enfermedad.
La célebre doctora E. Kübler-Ross llega a la conclusión de que los enfermos prefieren
conocer la verdad y organizarse. Por otra parte, según sus estudios, no pocos
enfermos llegan a saber su estado, sobre todo, por el especial comportamiento de sus
familiares y del personal sanitario.
Sin embargo, la actuación más generalizada hoy entre nosotros es la de tener
informada a la familia mientras se priva al enfermo de cualquier dato realmente grave.
Se crea así en torno al enfermo una «conspiración de silencio», que él aceptará
«dejándose engañar» o ante la cual se rebelará mostrando su resentimiento. ¿Qué se
puede decir?
Parece que hay que partir del derecho del enfermo a conocer la verdad. El hecho de
morir es algo personal e íntimo, que pertenece al enfermo. El es el primero que tiene
derecho a la información adecuada para tomar sus decisiones y ser protagonista de su
propio morir.
Por otra parte, parece que cada caso requiere su planteamiento particular. Hay que
considerar bien qué verdad hay que comunicar, cuánta verdad, cuándo y quién ha de
comunicar esa verdad. Por eso, las primeras preguntas han de ser ésas: ¿Quiere el
enfermo más información? ¿Qué es lo que desea saber? ¿Está preparado para recibir
toda la información? ¿Cómo puede reaccionar?
En cualquier caso, hay que recordar que la comunicación de la verdad no ha de ser
algo puntual, sino un proceso continuado que respete el ritmo y las condiciones
personales del enfermo. Por otra parte, aunque se dé mucha información, es
importante no quitar nunca al enfermo toda esperanza.
Todos los expertos advierten que hay que seguir acompañándole de cerca y
respondiendo a sus necesidades:
¿Qué es lo que más le preocupa? ¿Desea algo más? ¿Cómo se siente? ¿Cómo
quiere que se le ayude? El enfermo ha de estar seguro de que no se le abandonará.
Que se harán todos los esfuerzos por cuidarlo, por aliviar su dolor, por ayudarle a
sentirse bien.
Qué importante puede ser entonces para el enfermo creyente sentir de cerca la
presencia de personas que le ayudan a vivir esos momentos tan difíciles desde la fe.
El pasado, con sus errores y pecados, pertenece a la misericordia de Dios; el presente
puede ser vivido desde la confianza total en El; el futuro queda en sus manos.
Hoy, Día del Enfermo, el relato evangélico nos recuerda un fragmento de las últimas
conversaciones de Jesús con los suyos, próxima ya su muerte. Con qué paz escucha
el enfermo creyente las palabras de Jesús: «No os dejaré desamparados, volveré...
Vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo
estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. »
Lunes, 28. Abril 2008 - 20:44 Hora
Fiesta de la Ascensión-A
EL GRAN SECRETO
Jesús no es un difunto. Es alguien vivo que ahora mismo está presente en el corazón
de la historia y en nuestras propias vidas. No hemos de olvidar que ser cristiano no es
admirar a un personaje del pasado que con su doctrina puede aportarnos todavía
alguna luz sobre el momento presente. Ser cristiano es encontrarse ahora con un
Cristo lleno de vida cuyo Espíritu nos hace vivir.
Por eso Mateo no nos ha dejado relato alguno sobre la ascensión de Jesús. Ha
preferido que queden grabadas en el corazón de los creyentes estas últimas palabras
del resucitado: "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».
Este es el gran secreto que alimenta y sostiene al verdadero creyente: el poder contar
con Jesús resucitado como compañero único de existencia.
Día a día, él está con nosotros disipando las angustias de nuestro corazón y
recordándonos que Dios es alguien próximo y cercano a cada uno de nosotros.
El está ahí para que no nos dejemos dominar nunca por el mal, la desesperación o la
tristeza. El infunde en lo más íntimo de nuestro ser la certeza de que no es la violencia
o la crueldad sino el amor, la energía suprema que hace vivir al hombre más allá de la
muerte.
El nos contagia la seguridad de que ningún dolor es irrevocable, ningún fracaso es
absoluto, ningún pecado imperdonable, ninguna frustración decisiva.
El nos ofrece una esperanza inconmovible en un mundo cuyo horizonte parece
cerrarse a todo optimismo ingenuo. El nos descubre el sentido que puede orientar
nuestras vidas en medio de una sociedad capaz de ofrecernos medios prodigiosos de
vida, sin poder decirnos para qué hemos de vivir.
El nos ayuda a descubrir la verdadera alegría en medio de una civilización que nos
proporciona tantas cosas sin poder indicarnos qué es lo que nos puede hacer
verdaderamente felices.
En él tenemos la gran seguridad de que el amor triunfará. No nos está permitido el
desaliento. No puede haber lugar para la desesperanza. Esta fe no nos dispensa del
sufrimiento ni hace que las cosas resulten más fáciles.
Pero es el gran secreto que nos hace caminar día a día llenos de vida, de ternura y
esperanza. Jesús está con nosotros.
SALVACIÓN
Yo estoy con vosotros
Hay dos hechos que todos podemos comprobar cada uno a nuestra manera. Por una
parte, está creciendo en la sociedad moderna la expectativa y el deseo de un futuro
mejor. No nos contentamos con cualquier cosa. Queremos algo diferente. El mundo
debería ser más digno, más justo, más humano y feliz para todos.
Al mismo tiempo, está creciendo el desencanto, el escepticismo y hasta el miedo ante
el futuro. Vamos viendo a lo largo de la vida tantos sufrimientos absurdos en las
personas y en los pueblos, tanta injusticia y abuso, tantas guerras y miserias que no
es fácil mantener la esperanza.
El ser humano ha logrado resolver muchos males y sufrimientos valiéndose de la
ciencia y de la técnica. En el futuro logrará éxitos todavía más espectaculares. Aún no
somos capaces de intuir la capacidad que se encierra en la mente humana para
desarrollar el bienestar físico, psíquico y social.
Sin embargo, este desarrollo nos va «salvando» sólo de algunos males y de manera
muy limitada. Ahora que disfrutamos más de los avances de la ciencia, empezamos a
ver con más claridad que el ser humano no puede darse a sí mismo todo lo que anda
buscando. Hay cosas que nunca logrará resolver la técnica, y los científicos lo saben
mejor que nadie: tener que envejecer, no poder escapar de la muerte, el poder extraño
del mal. La historia es muy obstinada y sigue generando una y otra vez sufrimiento,
intolerancia, guerras y muerte.
Después de una conferencia que he tenido recientemente en una ciudad española
sobre «El sentido de la fe hoy», alguien manifestó que el hombre actual no necesita ya
de ningún Dios «salvador». Otro me indicó que hablar de la «salvación de Dios»,
además de falso y anacrónico, es hoy una ideología ofensiva para el hombre moderno.
Comprendo estas posiciones pero no me pueden convencer. Son muchos los que
reclaman «algo» que no es técnica, ni ciencia, ni doctrina ideológica. Algo o alguien
donde poder poner su esperanza última. El cristiano puede vivir lleno de dudas e
incertidumbres, pero vislumbra dónde está la salvación final. Es lo que hoy nos
recuerda la fiesta de la Ascensión de Jesús a la vida eterna del Padre.
AMOR Y FIESTA
A lo largo de los siglos se han divulgado formas muy diversas de «imaginar» el cielo. A
veces se ha considerado el paraíso como una especie de «país de las maravillas»,
situado más allá de las estrellas, el «happy end» de la película terrestre, olvidando
prácticamente a Dios como fuente del cumplimiento definitivo del ser humano.
Otras veces, por el contrario, se ha insistido casi exclusivamente en la «visión beatífica
de Dios», como si la contemplación de la esencia divina excluyera o hiciera superflua
toda otra felicidad o experiencia placentera que no fuera la comunicación de Dios con
las almas.
Se habla también con frecuencia de la «paz eterna» que expresa bien el fin de las
fatigas de esta vida, pero que puede reducir indebidamente el rico contenido de la
plenitud final a una experiencia inerte, monótona y poco atractiva.
La teología contemporánea es muy sobria al hablar del cielo. Los teólogos se cuidan
mucho de describirlo con representaciones ingenuas. Nuestra plenitud final está más
allá de cualquier experiencia terrestre aunque la podemos evocar, esperar y anhelar
como el fascinante cumplimiento en Dios de esta vida que hoy alienta en nosotros. Los
teólogos acuden, sobre todo, al lenguaje del amor y de la fiesta.
El amor es la experiencia más honda y plenificante del ser humano. Poder amar y
poder ser amado de manera íntima, plena, libre y total: ésa es la aspiración más
radical que espera cumplimiento pleno. Si el cielo es algo, ha de ser experiencia plena
del amor: amar y ser amados, conocer la comunión gozosa con Dios y con las
criaturas, experimentar el gusto de la amistad y el éxtasis del amor en todas sus
dimensiones.
Pero, «donde se goza el amor nace la fiesta». Sólo en el cielo se cumplirán
plenamente estas palabras de san Ambrosio de Milán. Allí será «la fiesta del amor
reconciliador de Dios». La fiesta de una creación sin muerte, rupturas ni dolor; la fiesta
de la amistad entre todos los pueblos, razas, religiones y culturas; la fiesta de las
almas y de los cuerpos; la plenitud de la creatividad y de la belleza; el gozo de la
libertad total.
Los cristianos de hoy miramos poco al cielo. No sabemos levantar nuestra mirada más
allá de lo inmediato de cada día. No nos atrevemos a esperar mucho de nada ni de
nadie, ni siquiera de ese Dios revelado como Amor infinito y salvador en Cristo
resucitado. Lo decía Teilhard de Chardin hace unos años: «Cristianos, a sólo veinte
siglos de la Ascensión, ¿qué habéis hecho de la esperanza cristiana?»
Pregustar El Cielo
EL cielo no se puede describir pero lo podemos pregustar. No lo podemos alcanzar
con nuestra mente pero es imposible no desearlo. Si hablamos del cielo no es para
satisfacer nuestra curiosidad sino para reavivar nuestra alegría y nuestra atracción por
Dios. Si lo recordamos es para no olvidar el anhelo último que llevamos en el corazón.
Ir al cielo no es llegar a un lugar sino entrar para siempre en el Misterio del amor de
Dios. Por fin, Dios ya no será alguien oculto e inaccesible.
Aunque nos parezca increíble, podremos conocer, tocar, gustar y disfrutar de su ser
más íntimo, de su verdad más honda, de su bondad y belleza infinitas. Dios nos
enamorará para siempre.
Pero esta comunión con Dios no será una experiencia individual y solitaria de cada
uno con su Dios.
Nadie va al Padre si no es por medio de Cristo. «En él habita toda la plenitud de la
divinidad corporalmente» (Col 2,9). Sólo conociendo y disfrutando del misterio
encerrado en este hombre único e incomparable, penetraremos en el misterio
insondable de Dios. Cristo será nuestro «cielo». Viéndole a él «veremos» a Dios.
Pero no será Cristo el único mediador de nuestra felicidad eterna. Encendidos por el
amor de Dios, todos y cada uno de nosotros nos convertiremos a nuestra manera en
«cielo» para los demás.
Desde nuestra limitación y finitud, tocaremos el Misterio infinito de Dios saboreándolo
en sus criaturas. Gozaremos de su amor insondable gustándolo en el amor humano.
El gozo de Dios se nos regalará encarnado en el placer humano.
El teólogo húngaro L. Boros trata de sugerir esta experiencia indescriptible:
«Sentiremos el calor, experimentaremos el esplendor, la vitalidad, la riqueza
desbordante de la persona que hoy amamos, con la que disfrutamos y por la que
agradecemos a Dios.
Todo su ser, la hondura de su alma, la grandeza de su corazón, la creatividad, la
amplitud, la excitación de su reacción amorosa nos serán regalados».
Qué plenitud alcanzará en Dios la ternura, la comunión y el gozo del amor y la amistad
que hemos conocido aquí. Con qué intensidad nos amaremos entonces quienes nos
amamos ya tanto en la tierra.
Pocas experiencias nos permiten pregustar mejor el destino último al que somos
atraídos por Dios.
Martes, 6. Mayo 2008 - 10:58 Hora
Domingo de Pentecostés
Acoger la vida
HABLAR del Espíritu Santo es hablar de lo que los seres humanos podemos
experimentar de Dios en nosotros. El Espíritu es Dios actuando en nuestra vida: la
fuerza, la luz, el aliento, la paz, el consuelo, el fuego que podemos experimentar en
nosotros y cuyo origen último está en Dios, fuente de toda vida.
Esta acción de Dios en nosotros se produce casi siempre de forma escondida,
silenciosa y callada; el mismo creyente sólo intuye una presencia casi imperceptible.
A veces, sin embargo, nos invade la certeza, la alegría desbordante y la confianza
total: Dios existe, nos ama, todo es posible, incluso la vida eterna.
El signo más claro de la acción del Espíritu es la vida. Dios está allí donde la vida se
despierta y crece, donde se comunica y expande.
El Espíritu Santo siempre es «dador de vida»: dilata el corazón, resucita lo que está
muerto en nosotros, despierta lo dormido, pone en movimiento lo que había quedado
bloqueado. De Dios siempre estamos recibiendo «nueva energía para la vida» (J.
Moltmann).
Esta acción recreadora de Dios no se reduce sólo a «experiencias íntimas del alma».
Penetra en todos los estratos de la persona. Despierta nuestros sentidos, vivifica el
cuerpo y reaviva la capacidad de amar. Por decirlo brevemente, el Espíritu conduce a
la persona a vivirlo todo de forma diferente: desde una verdad más honda, desde una
confianza más grande, desde un amor más desinteresado.
Para bastantes, la experiencia fundamental es el amor de Dios y lo dicen con una
frase tan sencilla como «Dios me ama». Esa experiencia les devuelve su dignidad
indestructible, les da fuerza para levantarse de la humillación o el desaliento, les ayuda
a encontrarse con lo mejor de sí mismos.
Otros no pronuncian la palabra Dios pero experimentan una «confianza fundamental»
que les hace amar la vida a pesar de todo, enfrentarse a los problemas con ánimo,
buscar siempre lo bueno para todos.
Nadie vive privado del Espíritu de Dios. En todos está él atrayendo nuestro ser hacia la
vida. Acogemos al Espíritu Santo cuando acogemos la vida. Éste es uno de los
mensajes más básicos de la fiesta cristiana de Pentecostés.
CUIDAR EL CORAZÓN
En la cultura actual el «corazón» es la sede del amor. No ha sido siempre así. Según
una tradición que hunde sus raíces en la fe bíblica y que fue cultivada por grandes
místicos de los primeros siglos, el «corazón» es lo más íntimo de la persona, el lugar
desde donde el individuo puede integrar y armonizar todas las dimensiones de su ser.
La visión de estos padres y madres del desierto es grandiosa. El ser humano no es
sólo un compuesto biológico: un alma aprisionada en la carne, un «pobre animal»
zarandeado por toda clase de fuerzas y pulsiones. En lo más íntimo de su «corazón»
hay un espacio donde puede acoger al Espíritu de Dios que es fuente de vida,
integración y armonía de toda la persona.
En la soledad del desierto, estos hombres y mujeres llegaron a conocerse
interiormente de una manera difícil de superar. Para ellos, el pecado no es un «asunto
moral», sino la fuerza que descentra al individuo, lo disgrega y le hace perder su
armonía destruyendo la alegría interior.
Lo peor que le puede suceder a una persona es vivir con un corazón de piedra, reseco
y endurecido, incapaz de abrirse al Espíritu Santo; un corazón cerrado al amor y la
ternura, dividido y disperso, sin fuerza para unificar su ser y alimentar su vida.
Los hombres y mujeres de hoy creemos saber mucho de todo y no sabemos siquiera
cuidar nuestro corazón. Víctimas de nuestra frivolidad, no conocemos una vida
armoniosa e integrada: vivimos aburridos a fuerza de buscar diversión; siempre
cambiando y siempre perseguidos por la monotonía; siempre en busca de bienestar y
siempre decepcionados. Nos falta un corazón abierto al Espíritu de Dios que nos haga
conocer dónde está la fuente de vida.
Por eso, invocar al Espíritu de Dios no es una oración más. Gritar desde el fondo de
nuestro ser: «Ven, Espíritu Santo», es desear vida nueva. Nuestro corazón de piedra
se puede convertir en corazón de carne; nuestro vacío interior se puede llenar de
Espíritu. La fiesta cristiana de Pentecostés vivida en esta actitud de invocación debería
ser punto de partida de una vida renovada por el Espíritu.
DADOR DE VIDA
Según estimaciones de sicólogos norteamericanos, la mayoría de las personas sólo
viven al diez por cien de sus posibilidades.
Ven el diez por cien de la belleza del mundo que los rodea. Escuchan el diez por cien
de la música, la poesía y la vida que hay a su alrededor. Sólo están abiertos al diez
por cien de sus emociones, su ternura y su pensamiento. Su corazón vibra sólo al diez
por cien de su capacidad de amar. Son personas que morirán sin haber vivido
realmente.
Algo semejante se podría decir de muchos cristianos. Morirán sin haber conocido
nunca por experiencia personal lo que podía haber sido para ellos la vida creyente.
En esta mañana de Pentecostés muchos volverán a confesar aburridamente su fe en
el Espíritu Santo "Señor y dador de vida», sin sospechar toda la energía, el impulso y
la vida que pueden recibir de él.
Y sin embargo, ese Espíritu, dinamismo misterioso de la vida íntima de Dios, es el
regalo que el Padre nos hace en Jesús a los creyentes, para llenarnos de vida.
Es ese Espíritu el que nos enseña a saborear la vida en toda su hondura, a no
malgastarla de cualquier manera, a no pasar superficialmente junto a lo esencial.
Es ese Espíritu el que nos infunde un gusto nuevo por la existencia y nos ayuda a
encontrar una armonía nueva con el ritmo más profundo de nuestra vida.
Es ese Espíritu el que nos abre a una comunicación nueva y más profunda con Dios,
con nosotros mismos y con los demás.
Es ese Espíritu el que nos invade con una alegría secreta, dándonos una
transparencia interior, una confianza en nosotros mismos y una amistad nueva con las
cosas.
Es ese Espíritu el que nos libra del vacío interior y la difícil soledad, devolviéndonos la
capacidad de dar y recibir, de amar y ser amados.
Es ese Espíritu el que nos enseña a estar atentos a todo lo bueno y sencillo, con una
atención especialmente fraterna a quien sufre porque le falta la alegría de vivir.
Es ese Espíritu el que nos hace renacer cada día y nos permite un nuevo comienzo a
pesar del desgaste, el pecado y el deterioro del vivir diario.
Este Espíritu es la vida misma de Dios que se nos ofrece como don. El hombre más
rico, poderoso y satisfecho, es un desgraciado si le falta esta vida del Espíritu.
Este Espíritu no se compra, no se adquiere, no se inventa ni se fabrica. Es un regalo
de Dios. Lo único que podemos hacer es preparar nuestro corazón para acogerlo con
fe sencilla y atención interior.
ORACION DE UN HOMBRE MEDIOCRE
Señor, hoy celebramos ese gran regalo que Tú nos haces a todos y a cada uno de los
seres humanos y que es tu Espíritu Santo. Hoy es Pentecostés.
¿Por qué siento esta mañana con fuerza tan especial mi vacío interior y la mediocridad
de mi corazón? Mis horas, mis días, mi vida está llena de todo, menos de Ti. Cogido
por las ocupaciones, trabajos e impresiones, vivo disperso y vacío, olvidado casi
siempre de tu cercanía. Mi interior está habitado por el ruido y el trajín de cada día. Mi
pobre alma es como «un inmenso almacén» donde se va metiendo de todo. Todo
tiene cabida en mí, menos Tú.
Y luego, esa experiencia que se repite una y otra vez. Llega un momento en que ese
ruido interior y ese trajín agitado me resultan más dulces y confortables que el silencio
sosegado junto a Ti.
Dios de mi vida, ten misericordia de mí. Tú sabes que cuando huyo de la oración y el
silencio, no quiero huir de Ti. Huyo de mí mismo, de mi vacío y superficialidad. ¿Dónde
podría yo refugiarme con mi rutina, mis ambigüedades y mi pecado?
¿Quién podría entender, al mismo tiempo, mi mediocridad interior y mi deseo de Dios?
Dios de mi alegría, yo sé que Tú me entiendes. Siempre has sido y serás lo mejor que
yo tengo. Tú eres el Dios de los pecadores. También de los pecadores corrientes,
ordinarios y mediocres como yo. Señor, ¿no hay algún camino en medio de la rutina,
que me pueda llevar hasta Ti? ¿No hay algún resquicio en medio del ruido y la
agitación, donde yo me pueda encontrar contigo?
Tú eres «el eterno misterio de mi vida». Me atraes como nadie, desde el fondo de mi
ser. Pero, una y otra vez, me alejo de Ti calladamente hacia cosas y personas que me
parecen más acogedoras que tu silencio.
Penetra en mí con la fuerza consoladora de tu Espíritu. Tú tienes poder para actuar en
esa profundidad mía donde a mí se me escapa casi todo. Renueva mi corazón
cansado. Despierta en mí el deseo. Dame fuerza para comenzar siempre de nuevo;
aliento para esperar contra toda esperanza; confianza en mis derrotas; consuelo en las
tristezas.
Dios de mi salvación, sacude mi indiferencia. Límpiame de tanto egoísmo. Llena mi
vacío. Enséñame tus caminos. Tú conoces mi debilidad e inconstancia. No te puedo
prometer grandes cosas. Yo viviré de tu perdón y misericordia. Mi oración de
Pentecostés es hoy humilde como la del salmista: «Tu Espíritu que es bueno, me guíe
por tierra llana» (Sal 142, 10).
Lunes, 12. Mayo 2008 - 20:28 Hora
Domingo de la Stma. TRinidad
Ternura
El misterio de Dios supera infinitamente lo que la mente humana puede captar. Pero
Dios ha creado nuestro corazón con un deseo infinito de buscarle de tal manera que
no encontrará descanso más que en él. Nuestro corazón con su deseo insaciable de
amar y ser amado nos abre un resquicio para intuir el misterio inefable de Dios.
En las páginas del delicioso relato de El Principito escrito por Antoine Saint-Exupéry se
hace esta admirable afirmación: «Sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es
invisible a los ojos».
Es una forma bella de exponer la intuición de los teólogos medievales que ya entonces
decían en sus escritos: «Ubi amor, ibi est oculus»: «donde reina el amor, allí hay ojos
que saben ver». San Agustín lo había dicho también de un modo más directo: «Si ves
el amor, ves la Trinidad».
Cuando el cristianismo habla de la Trinidad quiere decir que Dios, en su misterio más
íntimo, es amor compartido.
Dios no es una idea oscura y abstracta; no es una energía oculta, una fuerza
peligrosa; no es un ser solitario y sin rostro, apagado e indiferente; no es una
sustancia fría e impenetrable. Dios es Ternura desbordante de amor.
Ese Dios trinitario es fuente y cumbre de toda ternura. La ternura inscrita en el ser
humano tiene su origen y su meta en la Ternura que constituye el misterio de Dios. Por
eso, la ternura no es un sentimiento más; es signo de madurez y vitalidad interior;
brota en un corazón libre, capaz de ofrecer y de recibir amor, un corazón «parecido» al
de Dios.
La ternura es sin duda la huella más clara de Dios en la creación; lo mejor que ha
desarrollado la historia humana; lo que mide el grado de humanidad y comprensión de
una persona. Esta ternura se opone a dos actitudes muy difundidas en nuestra cultura:
la «dureza de corazón» entendida como barrera, como muro, como apatía e
indiferencia ante el otro; el «repliegue sobre uno mismo», el egocentrismo, la soberbia,
la ausencia de solicitud y cuidado del otro.
El mundo se encuentra ante una grave alternativa entre una cultura de la ternura y, por
tanto, del amor y de la vida, o una cultura del egoísmo, y por tanto, de la indiferencia,
la violencia y la muerte. Quienes creen en la Trinidad saben qué han de promover.
VIVIR A DIOS DESDE JESÚS
Los teólogos han escrito estudios profundos sobre la vida insondable de las personas
divinas en el seno de la Trinidad. Jesús, por el contrario, no se ocupa de ofrecer este
tipo de doctrina sobre Dios. Para él, Dios es una experiencia: se siente Hijo querido de
un Padre bueno que se está introduciendo en el mundo para humanizar la vida con su
Espíritu.
Para Jesús, Dios no es un Padre sin más. Él descubre en ese Padre unos rasgos que
no siempre recuerdan los teólogos. En su corazón ocupan un lugar privilegiado los
más pequeños e indefensos, los olvidados por la sociedad y las religiones: los que
nada bueno pueden esperar ya de la vida.
Este Padre no es propiedad de los buenos. «Hace salir su sol sobre buenos y malos».
A todos bendice, a todos ama. Para todos busca una vida más digna y dichosa. Por
eso se ocupa de manera especial por quienes viven «perdidos». A nadie olvida, a
nadie abandona. Nadie camina por la vida sin su protección.
Tampoco Jesús es el Hijo de Dios sin más. Es Hijo querido de ese Padre, pero, al
mismo tiempo, nuestro amigo y hermano. Es el gran regalo de Dios a la humanidad.
Siguiendo sus pasos, nos atrevemos a vivir con confianza plena en Dios. Imitando su
vida, aprendemos a ser compasivos como el Padre del cielo. Unidos a él, trabajamos
por construir ese mundo más justo y humano que quiere Dios.
Por último, desde Jesús experimentamos que el Espíritu Santo no es algo irreal e
ilusorio. Es sencillamente el amor de Dios que está en nosotros y entre nosotros
alentando siempre nuestra vida, atrayéndonos siempre hacia el bien. Ese Espíritu nos
está invitando a vivir como Jesús que, «ungido» por su fuerza, pasó toda su vida
haciendo el bien y luchando contra el mal.
Es bueno culminar nuestras plegarias diciendo «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo» para adorar con fe el misterio de Dios. Y es bueno santiguarnos en el nombre
de la Trinidad para comprometernos a vivir en el nombre del Padre, siguiendo
fielmente a Jesús, su Hijo, y dejándonos guiar por su Espíritu.
CON EL CORAZÓN APENADO
No quiero vivir la fiesta de la Trinidad apartando la mirada del mundo. No puedo estar
alegre y celebrar la «fiesta de Dios» olvidando a sus hijos e hijas, torturados,
aterrorizados, violados y degradados de mil maneras. Me resulta imposible escribir
algo sugerente sobre el misterio de Dios cuando llevo meses con el corazón encogido
por la fuerza destructora del mal.
Necesito creer en Dios «Padre» de todos los pueblos y religiones, fuerza creadora que
nos quiere bien a todos. Roca firme y sólida en quien podemos echar nuestras raíces
con confianza y sin temor en estos tiempos de inseguridad y brutalidad. El «único
bueno» como decía Jesús.
Necesito creer en Jesús, «Hijo de Dios» y hermano, a quien podemos agarrarnos para
no olvidar nuestra dignidad. En él descubro el rostro y el corazón de Dios. En él le
siento a Dios muy cerca, torturado y crucificado junto a tantos otros. A él me quiero
aferrar en estos tiempos de confusión en que se nos quiere engañar de tantas
maneras.
Necesito creer en el «Espíritu transformador» de Dios que no abandona nunca a
ningún ser humano. Dador de vida y defensor de todos los pobres en estos tiempos de
tanta indefensión y desvalimiento. Necesito dejarme alentar por él para no caer en la
desesperanza.
Quiero amar a Dios Padre amando la vida que nace de él y luchando siempre a favor
de sus criaturas. Es mejor construir que destruir, es mejor hacer el bien que dañar, es
mejor la paz que la guerra, es mejor acoger que rechazar, besar que no besar, ser que
no ser.
Quiero amar a Jesús, Hijo de Dios encarnado, defendiendo antes que nada y por
encima de todo su proyecto de vida. Jesús lo llamaba el «reino de Dios y su justicia».
Un proyecto tantas veces olvidado, traicionado, desfigurado y trivializado por quienes
nos decimos la «Iglesia de Jesús».
Quiero acoger al Espíritu Santo de Dios para mantener siempre mi resistencia firme
ante los «amos del mundo».
Quiero pensar, sentir y actuar contra sus proyectos de muerte y desprecio a los
pequeños.
No me puedo imaginar otra manera de vivir amando a Dios y alabando su misterio de
Amor.
LA INTIMIDAD DE DIOS
Si por un imposible, la Iglesia dijera un día que Dios no es Trinidad, ¿cambiaría en
algo la existencia de muchos creyentes? Probablemente, no.
Por eso queda uno sorprendido ante la confesión del P. Varillon: «Pienso que si Dios
no fuera Trinidad, yo sería probablemente ateo... En cualquier caso, si Dios no es
Trinidad, yo no comprendo ya absolutamente nada».
La inmensa mayoría de los cristianos no sabemos que al adorar a Dios como Trinidad,
estamos confesando que Dios, en su intimidad más profunda, es sólo amor, acogida,
ternura.
Es quizás la conversión que más necesitemos: el paso progresivo de un Dios
considerado como Poder a un Dios adorado gozosamente como Amor.
Dios no es un ser «omnipotente y sempiterno» cualquiera. Un ser poderoso puede ser
un déspota, un tirano destructor, un dictador arbitrario. Una amenaza para nuestra
pequeña y débil libertad.
¿Podríamos confiar en un Dios del que sólo supiéramos que es Omnipotente? Es muy
difícil abandonarse a alguien infinitamente poderoso. Es mejor desconfiar, ser cautos,
salvaguardar nuestra independencia.
Pero Dios es Trinidad. Dinamismo de amor. Y su omnipotencia es la omnipotencia de
quien sólo es amor, ternura insondable e infinita. Es el amor de Dios el que es
omnipotente.
Dios no lo puede todo. Dios no puede sino lo que puede el amor infinito. Y siempre
que lo olvidamos y nos salimos de la esfera del amor, nos fabricamos un Dios falso,
una especie de Júpiter extraño que no existe.
Cuando no hemos descubierto todavía que Dios es sólo Amor, fácilmente nos
relacionamos con él desde el interés o el miedo. Un interés que nos mueve a utilizar
su omnipotencia para nuestro provecho. O un miedo que nos lleva a buscar toda clase
de medios para defendernos de su poder amenazador.
Pero una religión hecha de interés y de miedos está más cerca de la magia que de la
verdadera fe cristiana.
Sólo cuando uno intuye desde la fe que Dios es sólo AMOR y descubre fascinado que
no puede ser otra cosa sino AMOR presente y palpitante en lo más hondo de nuestra
vida, comienza a crecer libre en nuestro corazón la confianza en un Dios Trinidad del
que lo único que sabemos en Cristo es que no puede no amarnos.
NUESTRO DIOS
El que cree en él, no será condenado. Jn 3, 16-18
Los hombres han tendido siempre a identificar a Dios con la imagen que de él se
crean. Voltaire lo decía ya con su acostumbrada ironía: «Dios creó al hombre a su
imagen y semejanza, y el hombre le ha pagado con la misma moneda».
Y sin embargo, nuestra «imagen» personal de Dios no se identifica nunca con su
realidad profunda, ni debe interponerse o impedir nuestra búsqueda sincera del Dios
vivo.
Los creyentes no somos siempre conscientes de que ninguna imagen tallada por
nosotros en madera, en conceptos o palabras puede expresar adecuadamente la
realidad última de Dios.
Nuestras «imágenes» hay que tomarlas siempre como camino y estímulo para seguir
caminando al encuentro de Dios como realidad fundamental desde donde cobra
sentido toda nuestra vida. Tenía razón Teilhard cuando decía que los místicos son los
más realistas de los hombres.
La postura de las primeras comunidades cristianas no fue tanto el indagar la esencia
de Dios cuanto el descubrir y vivir todo lo que Dios puede ser para el hombre.
Hace unos años el gran teólogo francés I. Congar hacia esta afirmación: «Tal vez la
mayor desgracia del catolicismo moderno es haberse convertido en teología y
catequesis sobre el «en sí» de Dios y la religión, sin insistir al mismo tiempo sobre la
dimensión que todo ello encierra para el hombre».
Y ciertamente se puede constatar en la historia última de la teología una tendencia, a
veces extrema, a intentar penetrar en el «misterio» de Dios, sin preocuparse
demasiado de lo que ese Dios puede y debe ser para el hombre.
Y, sin embargo, lo más importante no es investigar «el mundo intra-trinitario» de Dios
que «supera todo conocimiento», sino el descubrir lo que significa para nosotros el
creer en un Dios que es Trinidad.
Aprender a vivir en el horizonte de un Dios que es amor infinito de Padre, y descubrir
que «el hombre consiste en estar viniendo de Dios».
Aprender a vivir siguiendo a Jesús, el Hijo de Dios y descubrir que la verdadera
postura en la vida es la actitud filial ante Dios y la actitud fraterna ante los hombres.
Aprender a vivir guiados por el Espíritu de Dios que nos invita a caminar siempre por
caminos de verdad, amor, justicia y paz.
Lunes, 19. Mayo 2008 - 21:07 Hora
Domingo del Corpus Christi
El que como de este pan vivirá para siempre Jn 6/51-59
Abuso El nuevo domingo
La experiencia de la Misa Mesa abierta a todos
ABUSOS
Se ha publicado recientemente un documento romano que tiene como finalidad
«proteger» la celebración litúrgica de la Eucaristía frente a determinados «abusos» en
la observancia del ritual. Sin embargo, el mismo documento advierte en su
introducción que «la mera observancia externa de las normas, como resulta evidente,
es contraria a la esencia de la sagrada liturgia».
No basta observar correctamente los ritos. Nos puede preocupar que no se observe
estrictamente la normativa, pero lo que nos ha de inquietar es seguir celebrando
rutinariamente la Cena del Señor sin plantearnos una renovación más profunda de
nuestra vida. Lo dijo Jesús. Lo decisivo no es gritarle «Señor, Señor», sino hacer la
voluntad del Padre. Por eso, hemos de recordar otros posibles abusos.
Es un grave abuso terminar convirtiendo la misa en una especie de «coartada
religiosa» que tranquiliza nuestra conciencia, y nos dispensa de vivir día a día en el
seguimiento fiel a Jesús. El teólogo y biblista Von Alimen llega a decir: «La Cena hace
enfermar a las Iglesias cuando no es un lugar de un amor confesado y compartido, y
cuando no lanza a los creyentes al mundo para que den en él testimonio del
evangelio».
Es un abuso comulgar con Cristo ritualmente sin preocuparnos de comulgar con los
hermanos; compartir el pan eucarístico ignorando el hambre de millones de seres
humanos privados de pan, justicia y dignidad; celebrar «correctamente» el memorial
del Crucificado y seguir insensibles ante los crucificados que prolongan hoy su pasión.
Es un abuso celebrar semanalmente el sacramento del amor sin hacer algo más por
suprimir nuestros egoísmos y sin cultivar con más cuidado la amistad y la solidaridad.
Es una «comedia» darnos sonrientes la paz del Señor y no eliminar de nuestro
corazón resentimientos, odios y actitudes de exclusión.
Hoy celebramos los cristianos la fiesta del «Corpus Christi» ¿Qué diría hoy Jesús de
nuestras Eucaristías? ¿Qué le preocuparía? ¿Nos mandaría de nuevo interrumpir
nuestros ritos ante el altar, para ir antes a crear una sociedad más justa y
reconciliada?
EL NUEVO DOMINGO
El domingo ya no es lo que era hace unos años. En poco tiempo ha crecido y se ha
convertido en el «fin de semana», que comienza ya el viernes por la tarde y en el que
gran parte de la población puede vivir de manera diferente escapando de las
obligaciones del trabajo, de los horarios impuestos y de la rutina diaria.
No todos vivimos este «nuevo domingo» de la misma manera. Para algunos es una
verdadera suerte; tienen iniciativa, posibilidades y fantasía para disfrutar a su gusto de
estos días. Para otros es un tiempo cruel, pues sienten con más fuerza su soledad,
enfermedad o vejez; el domingo sólo despierta en ellos tedio y nostalgia.
Otros temen el domingo, no saben qué hacer con él, se aburren; si no hubiera fútbol
sería insoportable.
Teólogos y liturgistas se preguntan hoy cómo será en el futuro el domingo cristiano.
¿Se reducirá a una celebración de la misa, aislada y sin conexión alguna con el fin de
semana de la gente? Por el contrario, «¿no será posible una integración dinámica de
los valores humanos del fin de semana en la mística del domingo?»
El domingo cristiano puede ser el alma del fin de semana, que ayude a los creyentes a
experimentar mejor su libertad de hijos de Dios, sin imposiciones ni fines utilitaristas.
La Eucaristía podría ayudar a recuperar el sosiego y reavivar el aliento interior. El fin
de semana podemos ser un poco más «nosotros mismos».
Por otra parte, se podría recuperar el sábado como fiesta de la creación; de esta
manera se podría proseguir el domingo con la celebración de la salvación. Así piensan
algunos liturgistas. La fe ayudaría entonces a vivir el fin de semana como una
celebración al Creador y un encuentro con la naturaleza, no por medio del trabajo, sino
del disfrute y de la contemplación.
Por último, la celebración de la «asamblea eucarística» puede animar y dar un sentido
más hondo a esa otra dimensión del fin de semana que es la comunicación entrañable
y gratificante con amigos y familiares o el encuentro con otras personas y otros
pueblos. El fin de semana puede ser experiencia de encuentro y comunión de
hermanos.
¿Crecerá el domingo cristiano hasta ser «fermento y sal» del fin de semana de la
actual cultura? En cualquier caso, podemos hacernos una pregunta en esta fiesta de la
Eucaristía: ¿sabemos los cristianos extraer de la Eucaristía dominical aliento y alegría
para vivir el nuevo domingo?
LA EXPERIENCIA DE LA MISA
El que come este pan vivirá para siempre Jn 6, 51-59
El pueblo cristiano ya no es mero espectador en la celebración de la Eucaristía
dominical. Puede escuchar la Palabra de Dios en su propia lengua, toma parte activa
con sus cantos y oración, y son bastantes los que intervienen animando la acción
litúrgica, leyendo o distribuyendo la comunión. Todo ello constituye uno de los frutos
más positivos del último Concilio.
Bastantes, sin embargo, no conocen la estructura básica de la Eucaristía, ignoran el
sentido de los símbolos y las expresiones más habituales, nadie les ha enseñado de
manera práctica cómo vivir cada momento de la misa.
Una de las tareas más urgentes de nuestra Iglesia es, sin duda, ofrecer a los fieles una
catequesis que les ayude a vivir mejor la Eucaristía del domingo. Propongo en esta
fiesta del Corpus unas sugerencias elementales.
La misa comienza con un conjunto de ritos de introducción (canto de entrada, saludo,
rito penitencial, gloria y oración). No se trata de unos minutos sin importancia para dar
tiempo a que la gente se acomode. Es el momento de recoger nuestra vida concreta
de la semana con sus alegrías y sufrimientos, sus preocupaciones y pecados, para
prepararnos a vivir un encuentro con Dios. Él nos está esperando. Cantamos
meditando lo que decimos, pedimos perdón, nos sentimos unidos a los demás
creyentes y preparamos nuestro corazón.
Viene luego la escucha de la Palabra de Dios (lecturas bíblicas, homilía). Durante este
tiempo estamos sentados, en actitud de escucha a Dios. Lo importante no es oír lo que
dice el sacerdote, sino escuchar internamente a Jesucristo. Hemos oído toda clase de
palabras, voces y ruidos a lo largo de la semana. Ahora escuchamos algo diferente,
que puede iluminar nuestra vida y poner otra alegría en nuestro corazón. Es un
momento importante para alimentar nuestra fe.
Después del ofertorio, comienza la plegaria eucarística que se inicia con el prefacio y
concluye con una alabanza final. Es el momento de «levantar el corazón» hasta Dios y
agradecer su amor salvador manifestado en la muerte y resurrección de Cristo. Es
«justo y necesario», es «nuestro deber y salvación», es lo más grande que podemos
hacer. Para un creyente, el momento más gozoso e intenso de la semana.
Sigue después la comunión. Nos preparamos todos juntos, como hermanos. Por eso
recitamos o cantamos el «Padre nuestro» y nos damos la paz del Señor. Luego nos
acercamos con fe a recibir a Cristo. Lo acogemos con alegría, pues él alimenta y
sostiene nuestra vida. Nos sentimos más unidos que nunca a él. No sabríamos ya vivir
sin Cristo.
La misa termina con unos ritos de conclusión. Nos despedimos recibiendo la bendición
de Dios. Comenzamos así una nueva semana renovados interiormente. Dios nos
acompaña.
Mesa abierta a todos
Nosotros, hablamos de «misa» o de «Eucaristía». Pero los primeros cristianos la
llamaban «la cena del Señor» o incluso «la mesa del Señor». Tenían todavía muy
presente que celebrar la Eucaristía no es sino actualizar la cena que Jesús compartió
con sus discípulos la víspera de su ejecución. Pero, como advierten hoy los exegetas,
aquella «última cena» fue solamente la última de una larga cadena de comidas y
cenas que Jesús acostumbraba celebrar con toda clase de gentes.
Las comidas tenían entre los judíos un carácter sagrado que a nosotros hoy se nos
escapa. Para una mente judía el alimento viene de Dios. Por eso, la mejor manera de
tomarlo es sentarse a la mesa en actitud de acción de gracias y compartiendo el pan y
el vino como hermanos. La comida no era sólo para alimentarse sino el momento
mejor para sentirse todos unidos y en comunión con Dios, sobre todo el día sagrado
del sábado en que se comía, se cantaba, se escuchaba la Palabra de Dios y se
disfrutaba de una larga sobremesa.
Por eso, los judíos no se sentaban a la mesa con cualquiera. No se come con extraños
o desconocidos. Menos aún, con pecadores, impuros o gente despreciable. ¿Cómo
compartir el pan, la amistad y la oración con quienes viven lejos de la amistad de
Dios?
La actuación de Jesús resultó sorprendente y escandalosa. Jesús no seleccionaba a
sus comensales. Se sentaba a la mesa con publicanos, dejaba que se le acercaran las
prostitutas, comía con gente impura y marginada, excluida de la Alianza con Dios. Los
acogía no como moralista sino como amigo. Su mesa estaba abierta a todos, sin
excluir a nadie. Su mensaje era claro: todos tienen un lugar en el corazón de Dios.
Después de veinte siglos de cristianismo, la eucaristía puede parecer hoy una
celebración piadosa reservada sólo a personas ejemplares y virtuosas. Parece que se
han de acercar a comulgar con Cristo quienes se sientan dignos de recibirlo con alma
pura. Sin embargo, la «mesa del señor» está abierta a todos como siempre. La
Eucaristía es para personas abatidas y humilladas que anhelan paz y respiro; para
pecadores que buscan perdón y consuelo; para gentes que viven con el corazón roto
hambreando amor y amistad. Jesús no viene al altar para los justos sino para los
pecadores; no se ofrece a los sanos sino a los enfermos. Es bueno recordarlo en la
fiesta del Corpus.
Lunes, 26. Mayo 2008 - 20:39 Hora
Domingo IX del Tiempo Ordinario
Edificó su casa sobre roca Mt 7, 21-27
Vida lograda Las palabras de Jesús
El verdadero criterio El cielo son los otros
VIDA LOGRADA
Los moralistas y pedagogos apenas hablan hoy de virtudes. Prefieren exponer valores
concretos que atraigan la conducta de la persona. Probablemente se quiere evitar con
ello el sentimiento del deber que a muchos se les presenta como una exigencia poco
atrayente. Sin embargo, es evidente que, por muy atractivos que sean los valores —
pensemos en la solidaridad, la libertad o la justicia—, incorporarlos a la propia vida
siempre exigirá un esfuerzo que no podrá llevar a cabo quien carezca de energía
moral.
Por eso, hemos de acoger con gratitud ese pequeño libro que nos regala al final de su
vida B. Háring —uno de los teólogos que más ha aportado a la renovación de la moral
católica en los últimos tiempos— donde, con profunda sabiduría humana y cristiana,
clarifica el sentido y la importancia de las virtudes (Proyecto de vida lograda, PPC
1996).
Aunque el lector encontrará en el libro páginas deliciosas sobre la fortaleza, la gratitud,
el entusiasmo, la alegría, la magnanimidad, la honradez y tantas virtudes demasiado
olvidadas, no se trata evidentemente de «coleccionar virtudes». Lo importante es esa
decisión fundamental de orientar la propia vida hacia la verdad, el bien y la belleza.
Las virtudes son «el fruto» de esa opción que da sentido y orientación global a nuestro
pensamiento, nuestro sentir y nuestro hacer.
Necesitamos recuperar el gusto por ser buenos viviendo con una conciencia de
calidad, distinguiendo con más claridad lo que proviene de la verdadera libertad,
cultivando «una relación sana, santa y lograda» con uno mismo, con los demás y con
la creación entera. Según B. Häring, «sin virtud todo está podrido y desabrido... sin
virtud el hombre no sirve para nada, se convierte en un peligro público».
La primera virtud con fuerza (virtus) para dinamizar la vida es el amor. «Si no tengo
amor, nada soy», como dice san Pablo. El amor no tiene precio. El amor irradia alegría
y paz, infunde confianza, genera fortaleza. Del amor nace una visión más clara. El
amor despierta el entusiasmo y la creatividad. El amor alimenta la nobleza de espíritu
y toda forma de generosidad. El amor hace fecunda la vida.
El «discurso de la montaña» termina con una pequeña parábola que nos recuerda
cuándo logra la persona, según Jesús, realizar con acierto su vida. No basta decir:
«Señor, Señor.» Es necesario «escuchar» las palabras de Jesús y «ponerlas en
práctica». Sólo entonces «se edifica sobre roca».
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LAS PALABRAS DE JESÚS
El que escucha mis palabras
y las pone en práctica
Cuando los primeros discípulos de Jesús se convencieron de que Dios lo había
resucitado desautorizando a cuantos lo habían condenado, tomaron conciencia de que
en la vida y el mensaje de Jesús se encerraba algo único, confirmado por el mismo
Dios.
Entonces sucedió un hecho singular y desconocido en toda la literatura universal. Los
discípulos comenzaron a recoger las palabras que le habían escuchado a Jesús
durante su vida terrestre, pero no como se recoge el testamento de un maestro muerto
ya para siempre, sino como palabras de alguien que está vivo y sigue hablando ahora
mismo a los que creen en él. Nació así un género literario nuevo y desconocido: los
evangelios.
En las primeras comunidades cristianas se leía el evangelio no como palabras que dijo
Jesús en otros tiempos en Galilea, sino como palabras que ahora mismo nos está
diciendo el resucitado para iluminar nuestros problemas de hoy. Las escuchaban como
palabras que son «espíritu y vida», «palabras de vida eterna», un mensaje que nos
hace vivir en la verdad y nos da vida.
Un cristiano no confunde nunca el evangelio con ningún otro escrito. Cuando se
dispone a leer las palabras de Jesús, sabe que no va a leer un libro, sino que va a
escuchar a Cristo que le habla al corazón. El concilio Vaticano II quiso despertar de
nuevo esta fe de los primeros cristianos proclamando solemnemente que «Cristo está
presente en la Palabra pues es él mismo quien habla mientras se leen en la Iglesia las
sagradas escrituras».
Cuando los creyentes abrimos los evangelios, no estamos leyendo la biografía de un
personaje difunto. No nos acercamos a Jesús como a algo acabado. Su vida no ha
terminado con su muerte. Sus palabras no han quedado silenciadas para siempre.
Jesús sigue vivo. Quien sabe leer el Evangelio con fe, lo escucha en el fondo de su
corazón. Nunca se sentirá sólo.
Es el mismo Jesús quien nos invita a construir nuestra vida sobre sus palabras: «El
que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece al hombre prudente
que edificó su casa sobre roca».
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EL VERDADERO CRITERIO
El que cumple la voluntad de mi Padre
No es fácil valorar lo que representa la New Age en la historia de la religiosidad. Se
trata todavía de un fenómeno vago y difuso, y, por otra parte, nos falta perspectiva
para constatar sus resultados. En cualquier caso, cada vez será más necesario un
esfuerzo de discernimiento para saber si nos encontramos ante una mística
enriquecedora o una mistificación regresiva.
La New Age ha supuesto, entre otras cosas, la atención y el aprecio de las llamadas
«energías», un ámbito desconocido para la cultura cristiana y para la medicina o
psicología occidental. Entre nosotros no se ha contemplado el mundo de las «auras»,
los «chakras» o la irradiación de los cuerpos. La incorporación de este tipo de
conocimientos puede significar un avance en el conocimiento de lo real, pero no hay
que minusvalorar un grave riesgo: reducirlo todo a técnicas de equilibrio y bienestar
interior sin comprometerse en una transformación o conversión de la persona.
Otro rasgo de la nueva religiosidad es la sacralización de la experiencia personal: ella
es el criterio último para verificar lo auténtico y verdadero. La fuente de verdad está en
el interior de la persona, en la cualidad y la calidad de las experiencias llamadas
«espirituales». Se comprende esta reacción frente a ciertos dogmatismos y
racionalizaciones de las religiones tradicionales, pero, ¿qué será de una religión cuya
verdad no pueda ser verificada por las obras, la solidaridad, la entrega generosa, la
lucha por la justicia o el amor al débil?
En los nuevos planteamientos religiosos se busca la plenitud humana y divina; pero,
¿qué hay detrás de un lenguaje tan atractivo?, ¿hacia dónde conduce la religiosidad
de la New Age?, ¿hacia la entrega generosa o hacia el ensimismamiento egoísta?,
¿hacia la solidaridad fraterna o hacia una «espiritualidad anestesiada» que busca el
propio bienestar y se desentiende del sufrimiento de los demás?
Para Jesús el criterio de la verdadera religión no es la oración, el culto, las tradiciones,
tampoco la experiencia religiosa ni los milagros, sino algo mucho más real: el
cumplimiento de la voluntad del Padre. «No todo el que dice: "Señor, Señor" entrará
en el Reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre.» Se ha dicho
que la nueva religiosidad corre el riesgo de convertirse en «un consumismo de
novedades que no transforman a la persona, sino que simplemente la entretienen» (J.
Melloni). Algo parecido se puede decir de cualquier religión hecha de prácticas
tranquilizadoras, pero sin fuerza de conversión.
EL CIELO SON LOS OTROS
Nadie puede describir el cielo con representaciones ingenuas tomadas de esta vida,
pues es algo que supera cualquier experiencia terrestre. Jesús solamente nos dice
que en él entrarán quienes cumplan la voluntad del Padre.
Pero no por eso hemos de acallar nuestro corazón y permanecer mudos ante nuestra
felicidad última, como si fuera totalmente enigmática e impenetrable.
Al contrario, podemos evocar y presentir el cielo de muchas maneras, pues en él se
cumple de manera plena lo que todavía hoy no es sino aspiración, deseo, expectación.
El cielo no será sólo encuentro amoroso con Dios sino amistad, convivencia
desbordante, gozo compartido con los demás hombres y mujeres.
La comunión gozosa con Dios no excluye a los otros sino que fundamenta, alimenta y
lleva a plenitud nuestra relación amorosa con todos los que comparten "la nueva
Jerusalén" .
Transfigurados por Dios, cada uno de nosotros nos convertiremos en "cielo" para
aquellos que amamos. Unidos por un mismo amor que brota de Dios, nuestro abrazo
mutuo se convertirá en fuente de felicidad eterna.
Entonces nos conoceremos unos a otros por vez primera pues hoy, aun aquellos que
mejor se conocen y aman, son siempre el uno para el otro un profundo misterio.
Ya no nos tendremos miedo. Podremos querernos sin egoísmos ni engaños. Nos
comunicaremos de manera total y transparente, en perfecta comunión e intimidad.
Ya no existirá la tortura del tiempo que pasa, del encuentro amoroso que termina, la
fiesta jubilosa que se acaba. Ya no existirá la tortura del espacio que nos separa ni la
despedida que entristece.
El malogrado teólogo húngaro L. Boros evocaba esta dimensión fraterna del cielo en
estos términos: "Sentiremos el calor, experimentaremos el esplendor, la vitalidad, la
riqueza desbordante de la persona que amamos, con la que disfrutamos y por la que
damos gracias a Dios. Todo su ser, la hondura de su alma, la grandeza de su corazón,
la creatividad, la amplitud, la excitación de su reacción amorosa nos serán regalados".
Nada nos impide, por otra parte, pensar con S. Tomás de Aquino que el amor nos
unirá eternamente y de manera singular con aquellas personas a las que el afecto, la
solidaridad o la ternura nos ha ligado de manera especial en la tierra.
Dios irá a buscar en el fondo de cada uno de nosotros el lugar en el que podemos ser
más capaces de felicidad y este lugar es, sin duda, aquél en el que están grabados los
nombres de las personas que más queremos.
Entonces, como dice César Vallejo, "serán dados los besos que nunca pudisteis dar".
Lunes, 2. Junio 2008 - 17:47 Hora
Domingo X del Tiempo Ordinario-A
He venido a llamar a los pecadores
Mt 9, 9-13
Para pecadores Lo primero
Caminar No excluir a nadie Para inaceptables
Para inaceptables
Hay una frase que se pone repetidamente en boca de Jesús y que, sin duda, refleja
una convicción y un estilo de actuar que sorprendieron y escandalizaron a sus
contemporáneos: «No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos... Yo
no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores». El dato es histórico: Jesús no
se dirigió a los círculos piadosos sino a los indignos e indeseables.
La razón es sencilla. Jesús capta rápidamente que su mensaje es superfluo e
innecesario para quienes viven seguros y satisfechos en su propia religión. Los justos
apenas tienen sensación de estar necesitados de «salvación». Tienen suficiente con la
tranquilidad que proporciona el sentirse dignos ante Dios y ante la consideración de
los demás.
Lo dice gráficamente Jesús: A un individuo lleno de salud y fortaleza no se le ocurre
acudir al médico. ¿Para qué necesitan el perdón de Dios los que, en el fondo de su
ser, no se sienten pecadores? ¿Cómo van a agradecer su amor inmenso y su
comprensión inagotable quienes se sienten protegidos ante él por la observancia
escrupulosa de sus leyes?
El que se siente pecador vive una experiencia muy diferente. Tiene conciencia más
clara de su miseria. Sabe que no puede presentarse con suficiente dignidad ante los
ojos de nadie; tampoco ante Dios; ni siquiera ante sí mismo. ¿Qué puede hacer sino
esperarlo todo del perdón de Dios? ¿Dónde va a encontrar salvación si no es
abandonándose confiadamente a su amor infinito?
Yo no sé quién puede llegar a leer estas líneas. En estos momentos pienso en los que
os sentís incapaces de vivir de acuerdo con las normas que impone la sociedad; los
que no tenéis fuerzas para vivir el ideal moral que establece la religión; los que estáis
atrapados en una vida indigna; los que no os atrevéis a mirar a los ojos a vuestra
esposa ni a vuestros hijos; los que salís de la cárcel para volver de nuevo a ella; las
que no podéis escapar de la prostitución... No lo olvidéis nunca: Cristo ha venido para
vosotros.
Cuando os veáis juzgados por la ley, sentíos comprendidos por Dios; cuando os veáis
rechazados por la sociedad, sabed que Dios os acoge; cuando nadie os perdone
vuestra indignidad, sentid el perdón inagotable de Dios. No lo merecéis. No lo
merecemos nadie. Pero Dios es así: amor y perdón. Vosotros y vosotras lo podéis
disfrutar y agradecer.
PARA PECADORES
Sin duda, son muchos hoy los que «pasan» de Dios y viven en una actitud de total
indiferencia a cualquier llamada religiosa. Sus oídos se cerraron hace tiempo a toda
invitación de la gracia.
Pero también hay muchos hombre y mujeres en cuyo corazón el recuerdo de Dios
permanece vivo. Un Dios, quizás olvidado y arrinconado con frecuencia, pero que no
está ausente de sus conciencias.
Pero bastantes de ellos no viven en paz con El. Dios les recuerda inmediatamente su
vida pequeña, empobrecida por el egoísmo, la mediocridad y la búsqueda superficial
del placer. Son creyentes que sienten necesidad de Dios, pero no se atreven a
acercarse a El desde su conciencia de pecado.
Todos tenemos la tentación de pensar que el pecado es algo que aleja a Dios de
nosotros. Pocos creen en un Dios que se acerca a los hombres precisamente cuando
nos ve más desorientados y necesitados de vida y de paz.
Creemos en un Dios que mira complacido a quienes viven una existencia fiel pero
cuyo rostro se enfurece y llena de ira frente a los pecadores.
Hemos hecho de Dios una caricatura a nuestra imagen y semejanza. Lo imaginamos
tan pequeño como nosotros. Alguien que ama exclusivamente a quienes le aman y
que rechaza automáticamente a quienes le contrarían. Nos resulta difícil creer en un
Dios grande, que ama a los hombres sin fin, no porque nos lo merezcamos sino
porque lo necesitamos.
Los creyentes hemos de recordar una y otra vez la actuación y las palabras de Jesús:
«No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos. No he venido a llamar a
los justos sino a los pecadores».
Cometemos una grave equivocación cuando buscamos primeramente ocultar nuestro
pecado, pacificar nuestra conciencia o justificar nuestra vida, para poder, en un
segundo momento, presentarnos con una cierta dignidad ante Dios.
Nuestro pecado, por muy grave que sea, no ha de ser nunca un obstáculo para
acercarnos humildemente a Dios. Al contrario, pocas veces está el hombre tan cerca
de Dios como cuando se reconoce pecador y acoge agradecido el perdón de Dios y su
fuerza renovadora.
En el interior mismo de nuestro pecado, podemos siempre encontrarnos con el Dios de
Jesucristo que nos perdona, nos llama y nos invita a una vida mejor y a una felicidad
mayor.
LO PRIMERO
No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos
A Dios le duele el sufrimiento de la gente. Por eso, su primera reacción ante el ser
humano es la compasión. Dios no quiere ver sufrir a nadie. Tampoco Jesús. Lo
primero para él era eliminar o aliviar el sufrimiento. Si le duele el pecado, es
precisamente porque el pecado hace sufrir o permite que la gente siga sufriendo.
Por eso, la compasión no es una virtud más. Es la única manera de parecernos a Dios,
el único modo de ser como Jesús y de actuar como él. Lo primero que Jesús pide a
sus seguidores: «sed compasivos como vuestro Padre es compasivo».
La compasión ha de ser, por tanto, la actitud que inspire y configure toda la actuación
de la Iglesia. Si lo que hacemos desde la Iglesia no nace del amor compasivo, será
casi siempre irrelevante, e incluso peligroso, pues terminará desfigurando la misión de
la Iglesia y el verdadero rostro de Dios.
A la Iglesia, como a toda institución, no se le hace siempre fácil reaccionar con
compasión. Menos aún, mantener por encima de todo la supremacía de la compasión.
Nos cuesta ponernos en la carne de las personas concretas que sufren. Le cuesta a la
Iglesia llamada «institucional» y le cuesta a la Iglesia llamada «progresista».
Pero, ¿qué es una Iglesia sin compasión?, ¿quién la escuchará?, ¿en qué corazón
tendrá eco su mensaje? Sin duda, la sociedad necesita directrices morales y principios
de orientación, pero las personas concretas necesitan ser comprendidas con sus
problemas, sufrimientos y contradicciones. Una palabra que no esté transida de
compasión difícilmente será bien acogida.
No se trata sólo de que los cristianos hagamos «obras de misericordia», sino de que la
Iglesia entera sea signo de la misericordia y del amor compasivo de Dios al hombre y
la mujer de hoy.
Esta sociedad «enferma» necesita urgentemente una palabra de crítica y de aliento. Y
la Iglesia se la puede comunicar desde el evangelio. Pero, probablemente, para ser
escuchada, ha de provenir de una Iglesia cercana y compasiva (nunca permisiva) a la
que se le vea sufrir con las heridas físicas, morales y espirituales de las personas. Lo
dijo Jesús: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos».
CAMINAR
Se levantó y lo siguió Mt 9, 9-13
Nadie pone en discusión que ser cristiano significa seguir a Jesucristo. Ahí está la
clave para entender y vivir fielmente el cristianismo. Hay vida cristiana donde hay
seguimiento a Cristo. A lo largo de los siglos, se han dicho y se han escrito muchas
cosas sobre este seguimiento, pero, como sucede tantas veces, también aquí se corre
el riesgo de olvidar lo más sencillo y elemental.
Seguir a Jesús significa, antes que nada, caminar, moverse, dar pasos, vivir en
conversión constante. El que se queda quieto, el que se instala, el que no se renueva,
va quedándose cada vez más lejos. Cada vez entenderá menos qué es ser creyente.
Por eso, el primer obstáculo y el más grave para seguir a Jesús es ese inmovilismo
que se puede introducir de muchas maneras en la vida de los cristianos.
Algunos se paran porque se detienen en el pasado y viven su fe en dependencia casi
total de lo que vivieron en otros tiempos. No están dispuestos a seguir caminando. Su
cristianismo quedó ya fijo en una posición determinada de la que nadie los moverá.
Casi sin darse cuenta, se han instalado interiormente. Ya no se dejan enseñar por
nada ni por nadie. No buscan, no se renuevan, no crecen. Sin embargo, la vida sigue y
Jesús sigue llamando y el Espíritu sigue actuando también hoy. No es extraño que
estas personas sufran. Intuyen que van quedando desplazadas y se aferran, a veces
de manera fanática, a su propia seguridad. Sin embargo, en su vida falta esa
experiencia gozosa de seguir a Jesucristo en estos tiempos.
Es fácil también caer en un cristianismo hecho de inercia y rutina. Con los años la fe
resulta algo sabido. La religión puede ir quedando en fórmula vacía de vida. El pecado
se convierte en costumbre. Entonces, todo se reduce a «ir tirando», sin deseo alguno
de conversión, sin cambio ni creatividad alguna.
Otras veces caemos en una actitud de conformismo y seguridad. El miedo, la cobardía
o la pereza nos impiden aventurarnos a seguir a Cristo con más radicalidad.
Preferimos la tranquilidad a cualquier precio, «la gracia barata» de la que habla D.
Bonhóffer, la religión que da seguridad y no el Evangelio que inquieta y desinstala.
Tal vez los cristianos de hoy hemos de recordar de nuevo que no es posible seguir a
Cristo y, al mismo tiempo, no querer moverse de donde está cada uno. Los primeros
que se adhirieron a Jesús fueron hombres que dejándolo todo, lo siguieron, como
Mateo que abandona su oficio de publicano, se levanta y sigue a Jesús de manera
incondicional. La vida cristiana es camino, escucha de llamadas siempre nuevas,
disponibilidad para la conversión permanente.
NO EXCLUIR A NADIE
No hay ninguna duda. El gesto más escandaloso de Jesús fue su amistad con
pecadores y gentes indeseables. Nunca había ocurrido algo parecido en Israel. Lo de
Jesús era inaudito. Jamás se había visto a un profeta conviviendo con pecadores en
esa actitud de confianza y amistad.
¿Cómo un hombre de Dios los podía aceptar como amigos?, ¿cómo se atrevía a
comer con ellos sin guardar las debidas distancias? No se come con cualquiera. Cada
uno acoge en su mesa a los suyos. Hay que proteger la propia identidad y santidad sin
mezclarse con gente pecadora. Ésta era la norma entre los grupos más piadosos de
aquel pueblo que se sentía santo.
Jesús, por el contrario, se sentaba a comer con cualquiera. Su identidad consistía
precisamente en no excluir a nadie. Su mesa estaba abierta a todos. No hacía falta ser
santo. No era necesario ser una mujer honrada para sentarse junto a él. A nadie le
exigía previamente signo alguno de arrepentimiento. No se preocupaba de que su
mesa fuera santa sino acogedora.
Lo guiaba su experiencia de Dios. Nadie le pudo convencer de lo contrario: Dios no
discrimina a nadie. Lo llamaron «amigo de pecadores» y nunca lo desmintió, porque
era verdad: también Dios es amigo de pecadores e indeseables. Él vivía aquellas
comidas como un proceso de curación: «No necesitan de médico los sanos sino los
enfermos».
Era verdad. Aquellos recaudadores y prostitutas no lo veían como un maestro de
moral, lo sentían como un amigo que los curaba por dentro. Por vez primera podían
sentarse junto a un hombre de Dios. Jesús rompía toda discriminación. Poco a poco,
crecía en ellos la dignidad y se despertaba una confianza nueva en Dios. Junto a
Jesús todo era posible. Incluso, empezar a cambiar.
¿Dónde se reproduce hoy en nuestra Iglesia algo parecido? Nosotros confesamos
repetidamente que la Iglesia es santa, como si temiéramos que nadie lo note.
¿Cuándo nos llamarán «amigos de pecadores»? Parejas rotas que no han podido
mantener su fidelidad, jóvenes derrotados por la droga, delincuentes indeseables para
todos, esclavas de la prostitución, ¿nos ven como una Iglesia santa, como una Iglesia
acogedora?
Lunes, 9. Junio 2008 - 20:47 Hora
Domingo XI del Tiempo Ordinario
Id y proclamad...
Mt 9, 36-10, 8
Una mirada diferente Sanar y poner vida
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SANAR
Las primeras tradiciones cristianas describen a Jesús como alguien que pone en
marcha un profundo proceso de sanación tanto individual como social. Esa fue su
intención de fondo: curar, aliviar, restaurar la vida. Los evangelistas ponen en boca de
Jesús frases que lo dicen todo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en
abundancia» (Jn 10,10).
Por eso, las curaciones que Jesús lleva a cabo a nivel físico, sicológico o espiritual son
el símbolo que mejor condensa e ilumina el sentido de su vida. Jesús no realiza
curaciones de manera arbitraria o por puro sensacionalismo. Lo que busca es la salud
integral de las personas: que todos los que se sienten enfermos, abatidos, rotos o
humillados, puedan experimentar la salud como signo de un Dios amigo que quiere
para el ser humano vida y salvación.
No hemos de pensar sólo en las curaciones. Toda su actuación trata de encaminar a
las personas hacia una vida más sana: su rebeldía frente a tantos comportamientos
patológicos de raíz religiosa (legalismo, hipocresía, rigorismo vacío de amor...); su
lucha por crear una convivencia más humana y solidaria; su ofrecimiento de perdón a
gentes hundidas en la culpabilidad y la ruptura interior; su ternura hacia los
maltratados por la vida o por la sociedad; sus esfuerzos por liberar a todos del miedo y
la inseguridad para vivir desde la confianza absoluta en Dios.
No es extraño que, al confiar su misión a los discípulos, Jesús los imagine no como
doctores, jerarcas, liturgistas o teólogos, sino como grandes curadores: «Proclamad
que el Reinado de Dios está cerca: curad enfermos, resucitad muertos, limpiad
leprosos, arrojad demonios». La primera tarea de la Iglesia no es celebrar cultos,
elaborar teología, predicar moral, sino curar, liberar del mal, sacar del abatimiento,
sanear la vida, ayudar a vivir de manera saludable. Esa lucha por la salud integral es
camino de salvación.
Lo denunciaba hace algunos años B. Häring, uno de los más prestigiosos moralistas
del siglo veinte: la Iglesia ha de recuperar su misión sanadora si quiere enseñar el
camino de la salvación. Anunciar la salvación eterna de manera doctrinal, intervenir
sólo con llamamientos morales o promesas de salvación desprovistas de experiencia
sanadora en el presente, pretender despertar la esperanza sin que se pueda sentir
que la fe hace bien, es un error. Jesús no actuó así.
UNA MIRADA DIFERENTE
Jesús le daba una importancia grande a la manera de mirar a las personas. De ello
depende, en buena parte nuestra manera de actuar. Una de las fuentes más antiguas
recoge esta observación de Jesús: «La lámpara de tu cuerpo son tus ojos. Si tus ojos
están sanos, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tus ojos están enfermos, tu
cuerpo entero estará a oscuras». Una mirada clara permite que la luz entre dentro de
nosotros y podamos actuar con lucidez.
¿Cómo era la mirada de Jesús?, ¿cómo veía a la gente? Los evangelistas repiten una
y otra vez que su mirada era diferente. No era como la de los fariseos radicales que
sólo veían impiedad, ignorancia de la Ley e indiferencia religiosa. Tampoco miraba
como el Bautista que veía en el pueblo pecado, corrupción e inconsciencia ante la
llegada inminente de Dios.
La mirada de Jesús estaba llena de cariño, respeto y amor. «Al ver a las gentes, se
compadecía de ellas porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas sin
pastor». Sufría al ver tanta gente perdida y sin orientación. Le dolía el abandono en
que se encontraban tantas personas solas, cansadas y maltratadas por la vida.
Aquellas gentes eran víctimas más que culpables. No necesitaban oír más condenas
sino conocer una vida más sana. Por eso, inició un movimiento nuevo e inconfundible.
Llamó a sus discípulos y les dio «autoridad», no para condenar sino para «curar toda
enfermedad y dolencia».
En la Iglesia cambiaremos cuando empecemos a mirar a la gente de otra manera:
como la miraba Jesús. Cuando veamos a las personas más como víctimas que como
culpables, cuando nos fijemos más en sus sufrimientos que en su pecado, cuando
miremos a todos con menos miedo y más piedad.
Nadie hemos recibido de Jesús «autoridad» para condenar sino para curar. No nos
llama a juzgar el mundo sino a sanar la vida. Nunca quiso poner en marcha un
movimiento para combatir, condenar y derrotar a sus adversarios. Pensaba en
discípulos que miraran el mundo con ternura. Los quería ver dedicados a aliviar el
sufrimiento e infundir esperanza. Ésa es su herencia, no otra
PROGRAMA LIBERADOR
Muchos cristianos pensamos estar viviendo nuestra fe con responsabilidad porque nos
preocupamos de cumplir determinadas prácticas religiosas y tratamos de ajustar
nuestro comportamiento a unas normas morales y unas leyes eclesiásticas.
Asimismo, muchas comunidades cristianas piensan estar cumpliendo fielmente su
misión porque se afanan en ofrecer diversos servicios de catequesis y educación de la
fe y se esfuerzan por celebrar con dignidad el culto cristiano.
¿Es esto lo que Jesús quería poner en marcha al enviar a sus discípulos por el
mundo? ¿Es ésta la vida que quería infundir en medio de los hombres?
Necesitamos escuchar de nuevo las palabras de Jesús para redescubrir la verdadera
misión de los creyentes en medio de esta sociedad. Así recoge el evangelista Mateo
su mandato: «ld y proclamad que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos,
resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido. Dad
gratis».
Nuestra primera tarea también hoy es proclamar que Dios está cerca del hombre,
empeñado en salvar la felicidad de la humanidad. Pero este anuncio de un Dios
salvador no se hace a través de discursos y palabras sugestivas. No se proclama por
la radio ni se difunde desde la pantalla del televisor. No se asegura sólo con
catequesis ni clases de religión.
Sólo hay una manera de proclamar a Dios: Trabajar gratuitamente por infundir a los
hombres nueva vida.
Curar enfermos, es decir, liberar a las personas de todo lo que las paraliza, les roba
vida y hace sufrir. Sanar el alma y el cuerpo de todos los que se sienten destruidos por
el dolor y angustiados por la dureza despiadada de la vida diaria.
Resucitar muertos, es decir, liberar a las personas de todo aquello que bloquea sus
vidas y mata su esperanza.
Despertar de nuevo el amor a la vida, la confianza en Dios, la voluntad de lucha y el
deseo de libertad de tantos hombres y mujeres en los que la vida se ha ido muriendo.
Limpiar leprosos, es decir, limpiar esta sociedad de tanta mentira, hipocresía y
convencionalismo. Ayudar a las gentes a vivir con más verdad, sencillez y honradez.
Arrojar demonios, es decir, liberar a las personas de tantos ídolos que nos esclavizan,
nos poseen y pervierten nuestra convivencia. Allí donde se está liberando a las
personas allí se está anunciando a Dios.
SANAR Y PONER VIDA
Curad enfermos, resucitad muertos...
El reino de Dios no es sólo una salvación que comienza después de la muerte. Es una
irrupción de gracia y de vida ya en nuestra existencia actual. Más aún. El signo más
claro de que el reino está cerca es precisamente esta corriente de vida que comienza
a abrirse paso en la tierra. «Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad
enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios.» Hoy más que
nunca deberíamos escuchar los creyentes la invitación de Jesús a poner nueva vida
en la sociedad.
Se está abriendo un abismo inquietante entre el progreso técnico y nuestro desarrollo
espiritual. Se diría que el hombre no tiene fuerza espiritual para animar y dar sentido a
su incesante progreso. Los resultados son palpables. A bastantes se les ve
empobrecidos por su dinero y las cosas que creen poseer. El cansancio de la vida y el
aburrimiento se apoderan de muchos. La «contaminación interior» está ensuciando lo
mejor de no pocas personas. Hombres y mujeres en desarmonía consigo mismos, sin
una razón clara para vivir. Personas que viven corriendo, sumergidas en una nerviosa
e intensa actividad, vaciándose interiormente, privándose de descanso y paz interior,
sin saber exactamente lo que quieren.
¿No estamos de nuevo ante hombres «enfermos» que necesitan ser curados,
«muertos» que necesitan resurrección, «poseídos» que esperan ser liberados de
tantos demonios que les impiden vivir como seres humanos? Hay muchos hombres y
mujeres que, en el fondo, quieren volver a vivir. Quieren curarse, resucitar. Volver a
reír, disfrutar de la vida, enfrentarse a cada día con alegría.
Y sólo hay un camino: aprender a amar. Y aprender de nuevo a vivir cosas que exige
el amor y que no están muy de moda: sencillez, austeridad, acogida, amistad,
solidaridad, atención gratuita al otro, fidelidad... Entre nosotros sigue faltando el amor.
Alguien lo tiene que despertar.
A los hombres de hoy no los va a salvar ni el confort ni la electrónica, sino el amor. Si
en nosotros hay vida y capacidad de amar, la tenemos que contagiar. Se nos ha dado
gratis y gratis lo tenemos que regalar de muchas maneras a quienes encontremos en
nuestro caminar diario.
COMPARTIR
Gratis habéis recibido, dad gratis
Los encontramos cada vez con más frecuencia. El color de su piel, los rasgos de su
rostro, su forma de hablar o vestir están transformando el paisaje urbano de nuestras
ciudades. Son los inmigrantes. Hombres y mujeres que viven entre nosotros, muchas
veces sin documentación en regla, sin trabajo ni seguridad, con problemas de
vivienda, de lengua y de convivencia. ¿Cómo podemos reaccionar?
Podemos mirarlos desde la distancia, el desconocimiento y la superioridad. No son
como nosotros. No tienen derechos. Son «ilegales». Su presencia es una «invasión»
amenazadora, una «ola migratoria» que hay que detener. Sin darnos cuenta, podemos
levantar muros de desconfianza, prejuicios y hasta de rechazo total.
Podemos mirarlos desde una perspectiva utilitarista. Necesitamos mano de obra
extranjera. Ellos pueden cubrir los puestos de trabajo que nosotros ya no nos
dignamos ocupar.
Con su trabajo es más fácil garantizar las cotizaciones a la Seguridad Social y
asegurar nuestras pensiones. Eso sí, lo que nos interesa es su trabajo. Luego,
preferiríamos que desaparecieran de nuestras calles y de nuestros bares.
Los podemos mirar desde una actitud paternalista y tratarlos como si fueran
marginados. Sin embargo, quien viene hasta nosotros buscando trabajo no es un
marginado que pide asistencia caritativa. Es un ciudadano capaz de derechos y de
deberes, y con voluntad de organizarse su vida en nuestro país. Lo que pide es poder
realizar sus proyectos.
Tal vez, lo primero es conocerlos mejor, escucharlos, tratar con ellos, ponernos en su
piel. No nos resultará fácil superar miedos, desconfianzas y prejuicios. Pero puede ser
una gran oportunidad para tomar conciencia de nuestra responsabilidad en la tragedia
del Tercer Mundo y, sobre todo, para aprender a construir una sociedad más fraterna,
más abierta y más integrada. La acogida a los inmigrantes nos puede ayudar a los
cristianos europeos a vivir un poco más esa gratuidad que Jesús inculcaba a sus
discípulos: «Gratis habéis recibido, dad gratis».
Lunes, 16. Junio 2008 - 20:36 Hora
Domingo XII delTiempo Ordinario-A
No tengáis miedo
Mt 10, 26-33
Eliminar miedos Confiar
Nuestros miedos No al miedo
Eliminar miedos
A nadie sorprende que una persona sienta miedo ante un peligro real. La vida es una
aventura no exenta de riesgos y amenazas. Por eso el miedo es sano, nos pone en
estado de alerta y nos permite reaccionar para orientar nuestra vida con mayor sentido
y seguridad.
Lo que resulta extraño es que siga creciendo en la sociedad moderna el número de
personas que viven con sensación de miedo, pero sin motivo aparente. Individuos
atrapados por la inseguridad, amenazados por riesgos y peligros no formulados,
habitados por un miedo difuso, difícil de explicar.
Este miedo hace daño. Paraliza a la persona, detiene su crecimiento, impide vivir
amando. Es un miedo que anula nuestra energía interior, ahoga la creatividad, nos
hace vivir de manera rígida, en una actitud de continua autodefensa. Esa inquietud no
resuelta impide afrontar la vida con paz y, muchas veces, conduce a una vida
ajetreada y frívola para acallar la desazón interior.
Sin duda, el origen de este miedo insano puede ser diferente y requiere en cada caso
una atención específica adecuada. Pero no es exagerado decir que, en bastantes,
tiene mucho que ver con una existencia vacía, un individualismo empobrecedor, una
falta de abrumadora de sentido y una ausencia casi total de vida interior.
La exégesis actual está destacando, en la actuación histórica de Jesús, su empeño
por liberar a las gentes del miedo que puede anidar en el corazón humano. Los
evangelios repiten una y otra vez sus palabras: «No tengáis miedo a los hombres»,
«no tengáis miedo a los que matan el cuerpo», «no se turbe vuestro corazón», «no
seáis cobardes», «no tengáis miedo, vosotros valéis más que los gorriones». B.
Hanssler llega a decir que Jesús es «el único fundador religioso que ha eliminado de la
religión el elemento del temor».
La fe cristiana no es una receta sicológica para combatir los miedos, pero la confianza
radical en un Dios Padre y la experiencia de su amor incondicional y eterno, pueden
ofrecer al ser humano la mejor base espiritual para afrontar la vida con paz. Ya el
fundador del psicoanálisis afirmaba que «amar y ser amado es el principal remedio
contra todas las neurosis».
CONFIAR
No tengáis miedo a los que matan el cuerpo
En todas las épocas ha habido «profetas de desgracias» dedicados a anunciar toda
clase de males para el futuro. También hoy aparecen aquí o allá personas poco
equilibradas que profetizan catástrofes y desgracias, incluso el fin del mundo, tal vez
porque ellos mismos viven su vida como catástrofe y proyectan sobre el mundo sus
propios deseos destructivos.
Estos falsos profetas pueden tocar un punto sensible en el alma frágil de algunos, pero
no son los más peligrosos. Mayor daño hacen quienes constantemente van destilando
su pesimismo envenenando la vida cotidiana con su visión sombría y sus pronósticos
pesimistas.
El creyente no se hace ilusiones sobre la situación del mundo. No se engaña
«resolviendo» los problemas desde una fe ingenua. Conoce la fuerza del mal, pero su
fe en Dios le ayuda a no olvidar que el mundo no está abandonado a su desgracia.
Más allá de los titulares de la prensa y los datos de las estadísticas, el creyente ve la
realidad en su hondura última que es la salvación que viene de Dios.
Ésta es la confianza fundamental que Jesús quiere transmitir a sus discípulos: «No
tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma.» Es cierto
que la vida está llena de experiencias negativas y la fe no ofrece recetas mágicas para
resolver los problemas. Pero la existencia del ser humano está en manos de Dios.
Sólo en Él está nuestra salvación de la muerte y del fracaso final.
Esta fe robusta en Dios no lleva a la evasión o la pasividad. Se traduce, por el
contrario, en coraje para tomar decisiones y asumir responsabilidades. Conduce a
afrontar riesgos y aceptar sacrificios para ser fiel a sí mismo y a la propia dignidad. Lo
propio del verdadero creyente no es la cobardía y la resignación, sino la audacia y la
creatividad.
Otra consecuencia de la confianza en Dios es la paciencia, ese arte de asumir la
adversidad y resistir a la agresividad del mal sin perder la propia dignidad ni destruirse.
La palabra «paciencia» en el primitivo lenguaje griego de las primeras comunidades
cristianas se dice «hypomone», y significa literalmente «permanecer en pie»
soportando el mal de cada día. Ésa es la actitud secreta de quien pone su confianza
última en Dios.
NUESTROS MIEDOS
Cuando nuestro corazón no está habitado por un amor fuerte o una fe firme, fácilmente
queda nuestra vida a merced de diferentes miedos.
Muchas veces, el miedo a perder prestigio, seguridad, comodidad o bienestar, nos
detiene al tomar nuestras decisiones. No nos atrevemos a arriesgar nuestra posición
social, nuestro dinero o nuestra pequeña felicidad.
Otras veces, nos paraliza el miedo a no ser acogidos. Nos aterroriza la posibilidad de
quedarnos solos, sin la amistad o el amor de las personas. Tener que enfrentarnos a
la vida diaria sin la compañía cercana de nadie.
Con frecuencia, vivimos preocupados sólo de quedar bien. Nos da miedo hacer el
ridículo, confesar nuestras verdaderas convicciones, dar testimonio de nuestra fe.
Tememos las críticas, los comentarios y el rechazo de los demás. No queremos ser
clasificados.
A veces nos invade el temor al futuro. No vemos claro nuestro porvenir. No tenemos
seguridad en nada. No confiamos quizás en nadie. Nos da miedo enfrentarnos al
mañana.
Siempre ha sido una tentación para los creyentes buscar en la religión un refugio
seguro que los libere de sus miedos, incertidumbres y temores. Pero sería una
equivocación ver en la fe el agarradero fácil de los pusilánimes, los cobardes y
asustadizos.
La fe confiada en Dios, cuando es bien entendida, no conduce al creyente a eludir su
propia responsabilidad ante los problemas. No le lleva a huir de los conflictos para
encerrarse cómodamente en el aislamiento.
Al contrario, es la fe en Dios la que llena su corazón de fuerza para vivir con más
generosidad y de manera más arriesgada. Es la confianza viva en el Padre la que le
ayuda a superar cobardías y miedos para defender con más audacia y libertad a los
que son injustamente maltratados en esta sociedad.
La fe no crea hombres cobardes sino personas más resueltas y audaces. No encierra
a los creyentes en sí mismos sino que los abre más a la vida problemática y conflictiva
de cada día. No los envuelve en la pereza y la comodidad sino que los anima para el
compromiso. Cuando un creyente escucha de verdad en su corazón las palabras de
Jesús: «No tengas miedo», no se siente invitado a eludir sus compromisos sino
penetrado por la fuerza de Dios para enfrentarse a ellos.
NO AL MIEDO
No es pecar de dramatismo el constatar que crece entre nosotros el miedo social, la
sospecha de todo, la inseguridad y la necesidad de defenderse y buscar cada uno su
salida en la vida.
La vida está cada vez más difícil o, al menos, así lo percibe mucha gente que se siente
amenazada de muchas maneras y no ve claro el futuro.
En nuestra sociedad hay miedo. Y no se trata sólo de grupos terroristas que desde
intereses y posturas ideológicas muy distintas se esfuerzan por crear un clima de
miedo e inestabilidad que favorece a sus proyectos políticos.
El miedo social es algo más profundo. Es la impresión casi imperceptible, pero real, de
que las instituciones sociales políticas y económicas existentes no son capaces de
resolver los problemas actuales.
Este miedo no se manifiesta siempre de la misma manera ni tiene los mismos efectos
en todos.
Hay quienes sienten necesidad de consumir más para sentirse más protegidos, y de
lanzarse a una vida de divertimiento que les permita olvidar los problemas de cada día.
Hay quienes caen en la pasividad, la resignación y el desencanto, pues se sienten
dominados por una sensación de impotencia, al tener muy pocas posibilidades de
protagonismo en una sociedad tan compleja y tan sometida al interés de los
privilegiados.
No faltan quienes, acobardados ante el riesgo que supone una mayor libertad social,
desean volver a situaciones más dictatoriales y anhelan un Estado fuerte, defensor de
un orden rígido y seguro.
Es posible también que un número no pequeño de personas busquen en la religión la
seguridad que no encuentran en otra parte. Ahora bien, cuando lo que nos empuja a lo
religioso es el deseo de seguridad y no la búsqueda de sentido, la fe corre el riesgo de
ser mal entendida e incluso manipulada.
El miedo hace imposible la construcción de una sociedad más humana. Pero la
superación del miedo no es sólo ni principalmente cuestión de buena voluntad.
El hombre necesita descubrir una esperanza definitiva y una fuerza que dé sentido a
su luchar diario. Necesita encontrar un principio perenne de nuevas posibilidades, una
razón para vivir, una confianza para morir.
El que ha comprendido a Jesucristo, entiende sus palabras: «No tengáis miedo». Pues
la fe es quizás antes que nada, fuerza contra todo miedo y osadía para seguir
creyendo en el futuro del hombre desde un compromiso humilde y desde una
confianza ilimitada en el Padre de todos.
Lunes, 23. Junio 2008 - 19:44 Hora
Fiesta de S. Pedro y S. Pablo
Señor, ¿a quién iremos? Jesucristo y su evangelio
Nuestra Iglesia ¿Qué hago yo?
Señor, ¿a quién iremos?
La fiesta de San Pedro y San Pablo nos ofrece las figuras más fundamentales de la
predicación del mensaje cristiano y también su modo de entenderlo, de vivirlo y de
proclamarlo.
Se nos presenta los perfiles de los verdaderos apóstoles humanos y fielmente
coherentes con la verdad que proclaman.
¿Por qué Pedro fue la piedra, la roca, sobre la cual Jesús edificó su Iglesia? Lo hemos
escuchado en el evangelio: porque Pedro fue un hombre de fe. Es sobre esta fe
sencilla, generosa, convencida, firme de Pedro sobre la que se va construyendo la
comunidad de los seguidores de Jesús.
Hay una cosa curiosa en los evangelios. Y es que si Pedro nos es presentado como el
primer apóstol como el primer Papa, al mismo tiempo los evangelios no escamotean
hablarnos de sus defectos, de sus debilidades, de su pecado.
Los cuatro evangelios coinciden en narrarnos la cobarde negación de Pedro: él, el
primero que había afirmado que Jesús era "el Mesías, el Hijo de Dios vivo", él que
-cuando la gente empieza a abandonar a Jesús- tiene aquella admirable
manifestación: "Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna".
Ese Pedro es el mismo que en el momento crucial de la pasión, se acobarda y niega
que le conoce a Jesús. Esta referencia a los defectos de Pedro nos recuerda que no
nos encontramos en un libro de leyendas sino en la historia concreta y real, limitada de
los hombres y mujeres que siguen a Jesús. ¿Por qué esta insistencia de los
evangelios? Muy probablemente, para subrayar así que lo realmente importante en
Pedro es su fe. Su fe, su creer en Jesús radicalmente, sencillamente, desde lo más
íntimo de su corazón y su AMOR reencontrado con Jesús.
Y esto es precisamente lo que el ejemplo de Pedro nos puede ayudar a revisar hoy.
Afirmar nuestra fe como algo incondicional, radical. Vivir la fe y el amor que nos vienen
de Jesús, como lo único que define al creyente, a la Iglesia. La fe y el amor es lo que
nos une a los cristianos más allá de todas las diferencias, legítimas, que puede haber
entre nosotros.
Y junto a este ejemplo de fe de Pedro, también el ejemplo de Pablo. Sin la valentía y la
libertad de Pablo, la primitiva Iglesia se hubiera quedado encerrada en el pequeño
círculo del pueblo judío. Es la fe intrépida de Pablo la que abre a la primitiva
comunidad cristiana a otras culturas, a otros pueblos. Es la fe intrépida de Pablo la que
encuentra nuevas formas de comunicar esa fe, liberándola de la estrechez de las
normas y costumbres de sólo un pueblo, de sólo una tradición.
Por eso su ejemplo es también hoy necesario para nosotros. Nuestra fe cristiana debe
ser firme, convencida, pero al mismo tiempo nuestra fe cristiana debe ser valiente y
abierta, capaz de liberarse de formas y culturas que son de un tiempo determinado, de
una historia concreta, pero que quizás no son las de nuestro tiempo, las del milenio ya
iniciado.
Mirad, la fe convencida de Pedro y la fe libre de Pablo no son dos maneras distintas de
manifestar la fe. Es una misma fe, es la fe en Jesucristo muerto y resucitado, Señor de
la vida.. ESTA FE es lo más importante que tenemos y -por ello mismo- lo que no
podemos aprisionar identificándola con nuestros gustos o tradiciones.
Hermanos, lo que Pedro dice hoy en el Evangelio, en nombre de los Doce, es un
testimonio vivo en favor de Jesús. Y la respuesta de Jesús es la manifestación de un
compromiso: Jesús seguirá presente en la Iglesia a pesar de los vaivenes. Las puertas
del infierno no podrán prevalecer contra ella porque es Jesús quien sustenta su
Iglesia, la orienta y la defiende.
¿Es nuestra fe convencida, generosa, libre, abierta, intrépida, valiente?
No te olvides: Jesús sabe que puede haber una gran fidelidad, incluso allí donde hay
defectos, debilidades y mezquindad. ¿Es nuestro caso? ¿Nos lo pensamos un rato?
Jesucristo y su Evangelio
La crisis religiosa ha modificado profundamente la actitud de las gentes ante la Iglesia,
Hoy se pueden observar entre nosotros las posturas más diversas ante la institución
eclesial.
Algunos viven anclados en la nostalgia del pasado. La Iglesia, según ellos, ha
cambiado demasiado. Ya no es lo que era. Se ha roto la unidad. Falta valentía para
predicar la doctrina y la moral tradicional: La Iglesia se ha acomodado a las exigencias
del mundo olvidando su verdadera misión.
Otro grupo mucho, más numeroso y heterogéneo, vive de forma pacífica. No piden
mucho a la Iglesia ni a sus responsables: ni talante evangélico ni compromiso social.
Casi todo les parece bien.
Ellos se preocupan, sobre todo, de su relación con Dios. A la Iglesia sólo le piden que
organice bien los servicios religiosos.
Hay sectores que se sienten incómodos dentro de la Iglesia. Critican su mediocridad y
se distancian de ciertas actuaciones de la jerarquía. La Iglesia se les presenta como
poco sensible a los valores de la modernidad, sin espíritu democrático, incapaz de
asumir los derechos de la mujer, cerrada a la aportación de los teólogos más
renovadores. Todo les empuja a vivir su fe cristiana 'por libre'.
Otros se han distanciado mucho más. Sólo sienten por ella desapego y hasta
antipatía. No conocen demasiado la vida interna de la Iglesia ni les interesa. Ven en
ella una gran 'multinacional' que defiende sus propios intereses y que, pese a ciertos
retoques renovadores, siempre favorecerá el inmovilismo y una moral poco
progresista.
Hay, sin embargo, sectores importantes de cristianos que está viviendo en estos
momentos una experiencia nueva de la Iglesia. La sienten más suya. Han descubierto
que lo más importante que ella tiene es Jesucristo y su evangelio. Y esto es lo primero
que buscan en ella. Por eso, no la magnifican ingenuamente, tampoco la descalifican
con agresividad. Conocen de cerca sus problemas e infidelidades. Lo sufren como
propios y, por eso, la critican y tratan de purificarla desde dentro.
Para éstos, la Iglesia es, antes que nada, una comunidad donde celebran con gozo su
fe y donde escuchan, junto a otros creyentes, el evangelio de Cristo que alimenta su
esperanza.
Pero es también una comunidad llamada por Cristo a hacer un mundo más fraterno,
más justo y más humano. Por eso, se comprometen de forma activa.
Son estos creyentes los que, con su crítica lúcida, su adhesión cálida y su
participación responsable, pueden colaborar en la conversión y renovación de esa
Iglesia que Cristo quería ver construida sobre la 'roca' de Pedro.
Nuestra Iglesia
La Iglesia que conocemos hoy entre nosotros se nos ofrece como una organización
sociológica que abarca a todos los ciudadanos que son registrados como bautizados a
los pocos días de su nacimiento.
No es fácil ver en ella a la comunidad de los que han descubierto el evangelio, han
creído con gozo en Jesucristo salvador e intentan vivir desde las exigencias y la
esperanza del mensaje de Jesús.
La Iglesia ha venido a ser en nuestra sociedad una institución de la que no se puede
decir que sea el conjunto de hombres y mujeres que se esfuerzan por vivir de acuerdo
con el evangelio.
La pertenencia a la Iglesia no se debe a que una persona haya descubierto a
Jesucristo y se convierta a la fe, sino, sencillamente, a que ha nacido en una familia de
bautizados. En consecuencia, los miembros de la Iglesia no son necesariamente los
convertidos al evangelio, sino los nacidos en determinados países "cristianos" o en
determinados grupos sociológicos. De esta manera, la Iglesia deja de ser la
comunidad de convertidos a Jesús y se configura como la masa de bautizados que
piden con mayor o menor frecuencia unos servicios religiosos.
Necesitamos caminar desde una Iglesia entendida como un mero hecho sociológico,
hacia una Iglesia entendida como la comunidad de los que viven esforzándose por
seguir a Jesucristo.
Necesitamos comunidades cristianas en las que las exigencias del evangelio sean
bien conocidas y claramente propuestas. Comunidades de hombres y mujeres que
saben muy bien a qué se comprometen cuando deciden libremente entrar a formar
parte de la comunidad cristiana.
Comunidades en las que todos se sientan responsables y protagonistas de la misión
evangelizadora de la Iglesia. Comunidades no separadas ni disociadas las unas de las
otras, sino estrechamente relacionadas y unidas para hacer presente también hoy la
fuerza del evangelio en nuestra sociedad.
¿No son éstas algunas de nuestras necesidades más urgentes en estos momentos?
En este sentido es significativo el planteamiento sincero que nuestras Iglesias locales
hacen sobre su vida de seguimiento auténtico de Jesús.
Hoy en día, obispos, sacerdotes y seglares reflexionan juntos sobre el modelo de
Iglesia que debemos buscar y los pasos concretos que debemos de dar para que
todos manifestemos la Buena Noticia del amor de Dios a todos los seres humanos.
Es sólo un signo modesto de una Iglesia que busca renovarse y convertirse en la
comunidad que Jesús quiso construir sobre Pedro, portador fiel de su evangelio.
¿QUÉ HAGO YO?
La fiesta de San Pedro y San Pablo es una invitación a preguntarnos qué Iglesia
queremos para nuestros tiempos y qué es lo que hacemos cada uno para construir
una comunidad de discípulos y seguidores más fiel a Jesucristo. La Iglesia no necesita
tanto de nuestras confesiones de amor o nuestras críticas cuanto de nuestro
compromiso real.
¿Qué hago yo por crear un clima de conversión colectiva en el seno de esta Iglesia
siempre necesitada de renovación y transformación? ¿Cómo sería la Iglesia si todos
vivieran la adhesión a Cristo más o menos como la vivo yo? ¿Sería más o menos fiel a
Jesús?
¿Qué aporto yo de espíritu, verdad y autenticidad en esta Iglesia tan necesitada de
radicalidad evangélica para ofrecer un testimonio creíble de Jesús en medio de una
sociedad indiferente y descreída?
¿Cómo contribuyo con mi vida a edificar una Iglesia más cercana a los hombres y
mujeres de nuestro tiempo, que sepa no sólo enseñar, predicar y exhortar, sino, sobre
todo, acoger, escuchar y acompañar a quienes viven perdidos, sin conocer el amor ni
la amistad?
¿Qué aporto yo para construir una Iglesia samaritana, de corazón grande y
compasivo, capaz de olvidarse de sus propios intereses, para vivir volcada sobre los
grandes problemas de la humanidad?
¿Qué hago yo para que la Iglesia se libere de miedos y servidumbres que la paralizan
y atan al pasado, y se deje penetrar y vivificar por la frescura y la creatividad que nace
del evangelio de Jesús?
¿Qué aporto yo en estos momentos para que la Iglesia aprenda a «vivir en minoría»,
sin grandes pretensiones sociales, sino de manera humilde, como «levadura» oculta,
«sal» transformadora, pequeña «semilla de mostaza» dispuesta a morir para dar vida?
¿Qué hago yo por una Iglesia más alegre y esperanzada, más libre y comprensiva,
más transparente y fraterna, más creyente y más creíble, más de Dios y menos del
mundo, más de Jesús y menos de nuestros intereses y ambiciones? La Iglesia cambia
cuando cambiamos nosotros, se convierte cuando nosotros nos convertimos.
Martes, 1. Julio 2008 - 00:04 Hora
Domingo XIV del Tiempo Ordinario-A
No basta Encontrar descanso
Saber descansar Aprender de los sencillos
NO BASTA
Hay cansancios típicos en la sociedad actual que no se curan con las vacaciones. No
desaparecen por el mero hecho de irnos a descansar unos días. La razón es sencilla.
Las vacaciones pueden ayudar a rehacernos un poco, pero no pueden darnos el
descanso interior, la paz del corazón y la tranquilidad de espíritu que necesitamos.
Hay un primer cansancio que proviene de un activismo agotador. No respetamos los
ritmos naturales de la vida. Hacemos cada vez más cosas en menos tiempo. De un día
queremos sacar dos. Vivimos acelerados, en desgaste permanente, deshaciéndonos
cada día un poco más. Ya llegarán las vacaciones para «cargar pilas».
Es un error. Las vacaciones no sirven para resolver este cansancio. No basta
«desconectar» de todo. A la vuelta de vacaciones todo seguirá igual. Lo que
necesitamos es no acelerar más nuestra vida, imponernos un ritmo más humano, dejar
de hacer algunas cosas, vivir más despacio y de manera más descansada.
Hay otro tipo de cansancio que nace de la saturación. Vivimos un exceso de
actividades, relaciones, citas, encuentros, comidas. Por otra parte, el contestador
automático, el móvil, el ordenador, el correo electrónico facilitan nuestro trabajo, pero
introducen en nuestra vida una saturación. Estamos en todas partes, siempre
localizables, siempre «conectados». Ya llegarán las vacaciones para «desaparecer» y
«perdernos».
Es un error. Lo que necesitamos es aprender a «ordenar» nuestra vida: elegir lo
importante, relativizar lo accidental, dedicar más tiempo a lo que nos da paz interior y
sosiego.
Hay también un cansancio difuso, difícil de precisar. Vivimos cansados de nosotros
mismos, hartos de nuestra mediocridad, sin encontrar lo que desde el fondo anhela
nuestro corazón. ¿Cómo nos van a curar unas vacaciones? No es superfluo escuchar
las palabras de Jesús: «Venid aquí los que estáis cansados y agobiados y yo os
aliviaré». Hay una paz y un descanso que sólo se puede encontrar en el misterio de
Dios acogido en Jesús.
ENCONTRAR DESCANSO
Venid a mí todos los que estáis cansados...
Somos algo mucho más importante que nuestro trabajo, oficio, cargo o profesión.
Somos seres humanos hechos para vivir, amar, reír, ser.
Por eso, en contra de lo que muchos puedan pensar, «descansar no es tan fácil.
Porque no es divertirse dando rienda suelta al consumo, ni «hacer vacaciones» para
alardear o alimentar la propia vanidad.
Descansar es reconciliarse con la vida. Disfrutar de manera sencilla, cordial y
entrañable del regalo de la existencia. Hacer la paz en nuestro corazón. Limpiar
nuestra alma. Reencontrarnos con lo mejor de nosotros mismos.
Por eso, no hay que recorrer largas distancias para encontrar descanso. Basta
recorrer la que nos lleva a encontrar la paz en nuestro corazón. Si ahí no la hallamos,
inútil buscarla en ninguna parte del mundo.
Necesitamos salir al aire libre y encontrarnos con la naturaleza. Pero necesitamos
también salir de nuestros egoísmos y mezquindades, y abrirnos a la vida y a las
personas.
Descansar es descubrir que uno está vivo, que puede mirar con ojos más limpios y
desinteresados a la gente, que es capaz de enamorarse de las cosas sencillas y
buenas, que hasta se puede tomar uno tiempo para ser feliz.
Pero sólo descansamos cuando liberamos nuestro corazón de angustias egoístas y de
mil complicaciones insensatas que nos creamos mutuamente sin necesidad alguna.
No basta salvarnos de la asfixia que el nerviosismo, el ruido, la agitación o el trabajo
producen en nosotros. No se puede descansar cuando la insatisfacción, la tristeza, el
miedo, el remordimiento o la culpabilidad nos atenazan.
¿Cómo transformar todo esto en paz? ¿Cómo dejarnos iluminar en lo más hondo de
nuestro ser? ¿Cómo acoger de nuevo la energía de la vida?
Los creyentes sabemos que un Dios acogido en nuestra vida, no como un ser vago e
impersonal sino como amigo querido y cercano, es camino de pacificación, iluminación
interior, unificación de todo nuestro ser, perdón y liberación de nuestras
contradicciones, errores y pecados.
Acertar a abrirnos a Dios es encontrar descanso verdadero.
Ojalá, al organizar nuestras vacaciones, sepamos escuchar en las palabras de Jesús
la llamada de ese Dios amigo: «Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados y yo os aliviaré».
SABER DESCANSAR
Somos muchos los hombres y mujeres de nuestra sociedad que vivimos sometidos a
un ritmo duro de trabajo que nos va desgastando a lo largo de los meses.
Por eso, al llegar esta época veraniega, todos buscamos de una manera o de otra, un
tiempo de descanso que nos ayude a liberarnos de la tensión, el agobio, el desgaste y
la fatiga que hemos ido acumulando a lo largo de los días.
Pero, ¿qué es descansar? ¿Es suficiente recuperar nuestras fuerzas físicas, tomando
el sol durante horas y más horas junto a la orilla de cualquier mar? ¿Basta con olvidar
nuestros problemas y conflictos sumergiéndonos en el ruido de nuestras fiestas y
verbenas?
Al retorno de las vacaciones, más de uno siente en su interior la sensación de
haberlas perdido. Y es que también en vacaciones podemos caer en la tiranía de la
agitación, el ruido, la superficialidad y la ansiedad del disfrute fácil y agotador.
No todos saben descansar. Y quizás el hombre moderno necesita urgentemente
iniciarse en el arte del verdadero descanso.
Necesitamos, antes que nada, encontrarnos más profundamente con nosotros mismos
y buscar el silencio, la calma y la serenidad que, tantas veces nos faltan durante el
año, para escuchar lo mejor que hay dentro de nosotros y a nuestro alrededor.
Necesitamos recordar que una vida intensa no es una vida agitada. Queremos tenerlo
todo, acapararlo y disfrutarlo todo. Y nos hacemos rodear de mil cosas superfluas e
inútiles, que en definitiva ahogan nuestra libertad y espontaneidad.
Necesitamos redescubrir la naturaleza, contemplar la vida que brota cerca de
nosotros, detenernos ante las cosas pequeñas y las gentes sencillas y buenas.
Experimentar que la felicidad tiene poco que ver con la riqueza, los éxitos y el placer
fácil.
Necesitamos recordar que el sentido último de la vida no se agota en el esfuerzo, el
trabajo y la lucha. Por el contrario, se nos revela con más claridad en la fiesta, el gozo
compartido, la amistad y la convivencia fraterna.
Pero, sin duda, necesitamos enraizar más nuestra vida en ese Dios amigo de la vida,
fuente del verdadero y definitivo descanso para el hombre. ¿No necesitamos los
hombres un descanso interior para nuestras almas? ¿Puede descansar el corazón del
hombre sin reconciliarse con Dios?
Escuchemos con fe las palabras de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis
fatigados y agobiados y yo os haré descansar».
APRENDER DE LOS SENCILLOS
Jesús no tuvo problemas con las gentes sencillas del pueblo. Sabía que le entendían.
Lo que le preocupaba era si algún día llegarían a captar su mensaje los líderes
religiosos, los especialistas de la Ley, los grandes maestros de Israel. Cada día era
más evidente: lo que al pueblo sencillo le llenaba de alegría, a ellos los dejaba
indiferentes.
Aquellos campesinos que vivían defendiéndose del hambre y de los grandes
terratenientes le entendían muy bien: Dios los quería ver felices, sin hambre ni
opresores. Los enfermos se fiaban de él y, animados por su fe, volvían a creer en el
Dios de la vida. Las mujeres que se atrevían a salir de su casa para escucharle,
intuían que Dios tenía que amar como decía Jesús: con entrañas de madre. La gente
sencilla del pueblo sintonizaba con él. El Dios que les anunciaba era el que anhelaban
y necesitaban.
La actitud de los «entendidos» era diferente. Caifás y los sacerdotes de Jerusalén lo
veían como un peligro. Los maestros de la Ley no entendían que se preocupara tanto
del sufrimiento de la gente y se olvidara de las exigencias de la religión. Por eso, entre
los seguidores más cercanos de Jesús no hubo nunca sacerdotes, escribas o rabinos.
Un día, Jesús descubrió a todos lo que sentía en su corazón. Lleno de alegría, le rezó
así a Dios: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
escondido estas cosas a sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla».
Siempre es igual. La mirada de la gente sencilla es, de ordinario, más limpia. No hay
en su corazón tanto interés torcido. Van a lo esencial. Saben lo que es sufrir, sentirse
mal y vivir sin seguridad. Son los primeros que entienden el Evangelio.
Esta gente sencilla es lo mejor que tenemos en la Iglesia. De ellos tenemos que
aprender obispos, teólogos, moralistas y entendidos en religión. A ellos les descubre
Dios algo que a nosotros se nos escapa. Los eclesiásticos tenemos el riesgo de
racionalizar, teorizar y «complicar» demasiado la fe. Sólo dos preguntas: ¿Por qué hay
tanta distancia entre nuestra palabra y la vida de la gente? ¿Por qué nuestro mensaje
resulta más oscuro y más complicado que el de Jesús?
Lunes, 7. Julio 2008 - 21:37 Hora
Domingo XV del Tiempo Ordinario-A
Una fuerza oculta Sembrar con fe
Hedonismo Hombre light
Creatividad
UNA FUERZA OCULTA
La parábola del sembrador es una invitación a la esperanza.
La siembra del evangelio, muchas veces inútil por diversas contrariedades y
oposiciones, tiene una fuerza incontenible.
A pesar de todos los obstáculos y dificultades y aun con resultados muy diversos, la
siembra termina en cosecha fecunda que hace olvidar otros fracasos y es superior a
todas las expectativas.
Los creyentes no hemos de perder la alegría a causa de la aparente impotencia del
reino de Dios. Siempre parece que «la causa de Dios» está en decadencia y que el
evangelio es algo insignificante y sin futuro. Y sin embargo, no es así.
El evangelio no es una moral ni una política, ni siquiera una religión con mayor o
menor porvenir. El evangelio es la fuerza salvadora de Dios «sembrada» por Jesús en
el corazón del mundo y de la vida de los hombres.
Empujados por el sensacionalismo de los actuales medios de comunicación, parece
que sólo tenemos ojos para ver el mal. Y ya no sabemos adivinar esa fuerza de vida
que se halla oculta bajo las apariencias más apagadas o descorazonadoras.
Si pudiéramos observar el interior de las vidas, nos maravillaríamos ante tanta bondad,
entrega, sacrificio, generosidad y amor verdadero.
Hay violencia y sangre entre nosotros. Pero está creciendo en muchos hombres el
anhelo de una verdadera paz.
Se impone el consumismo egoísta en nuestra sociedad, pero cada vez son más los
que descubren el gozo de la vida sencilla y del compartir.
La indiferencia parece haber apagado la religión, pero son muchos los corazones
donde se despierta la nostalgia de Dios y la necesidad de la plegaria.
La energía transformadora del evangelio está ahí trabajando a la humanidad. La sed
de justicia y de amor seguirá creciendo. La siembra de Jesús no terminará en fracaso.
Lo que se nos pide es acoger la semilla. Dar la vuelta a nuestra vida como una dura y
difícil tierra que es preciso remover para que reciba y haga fructificar la siembra de
Dios.
¿No descubrimos en nosotros mismos esa fuerza que no proviene de nosotros y que
nos invita sin cesar a crecer, a ser más humanos, a transfigurar nuestra vida, a edificar
unas relaciones nuevas entre las personas, a vivir con más transparencia, a abrirnos
con más verdad a Dios?
SEMBRAR CON FE
Salió el sembrador a sembrar.
Mt 13, 1-23
En pocos años, estamos pasando de una sociedad profundamente religiosa donde el
cristianismo jugaba un papel decisivo en la vida de las personas y la regulación de la
sociedad, a otro estilo de vida más laico e increyente donde lo religioso va perdiendo
importancia. Acostumbrados a una «sociedad de cristiandad» donde lo religioso
estaba presente visiblemente en nuestras calles, plazas, escuelas y hogares, son
muchos los creyentes que sienten malestar y sufren ante la nueva situación.
Más aún. Casi sin darnos cuenta, podemos llegar a pensar que el evangelio ha
perdido su anterior virtualidad, y el mensaje de Jesús no tiene ya garra ni fuerza de
conviccción para el hombre moderno.
Por eso, se hace necesario escuchar con atención la parábola de Jesús. Los
creyentes no debemos olvidar que, aun en su aparente insignificancia y modestia, el
evangelio sigue encerrando una virtualidad poderosa para «salvar» al hombre de lo
que le deshumaniza.
Cuando se va penetrando en todo el contenido y la fuerza del mensaje de Jesús, uno
se va convenciendo de que difícilmente encontrará el hombre de hoy algo o alguien
que pueda dar un sentido más humano y liberador a su vida que el evangelio.
Sin duda, que para ejercer toda su fuerza liberadora, este evangelio debe ser
presentado con fidelidad, en toda su verdad, sus exigencias y su esperanza. Sin
deformaciones ni cobardías. Sin parcialismos intencionados ni manipulaciones
interesadas.
Sin duda, también, que el evangelio exige una acogida sincera y una disponibilidad
total. Y son muchos los factores que, como la riqueza, los intereses egoístas o la
cobardía, pueden ahogar y anular la eficacia de la palabra de Jesús.
Y, quizás, hay que insistir entre nosotros en la fidelidad al evangelio precisamente
cuando es mal recibido en la sociedad, y nos puede enfrentar a nuestros amigos,
nuestra familia y nuestro propio pueblo.
Pero el evangelio sigue teniendo hoy una energía humanizadora insospechada.
Olvidarlo sería un error lamentable para el hombre moderno. En cualquier caso, los
creyentes hemos de recodar que no es éste momento de «cosechar», sino hora de
sembrar, con una fe convencida en la fuerza renovadora que se encierra en el
evangelio.
HEDONISMO
Queda estéril
Mt 13, 1-23
Siempre ha buscado el hombre el placer. Nada hay de ilegítimo en ello. Querer gozar y
saber hacerlo es algo esencial en una vida sana y feliz.
Pero hay épocas en las que se exalta el placer hasta convertirlo prácticamente en el
único objetivo de la vida. A nadie se le oculta que hoy vivimos en una sociedad
hedonista, fuertemente polarizada por la búsqueda del placer.
Este hedonismo contemporáneo tiene sus rasgos propios y característicos. No es el
hedonismo del maestro Epicuro que, para disfrutar de la felicidad, exigía en ocasiones
renunciar al placer, rechazar lo superfluo y practicar una vida sobria.
No es tampoco el hedonismo de J. Stuart Mill, que aspiraba a una máxima felicidad
para el mayor número de hombres. Una felicidad «a la altura del hombre», que exige
justicia, igualdad y solidaridad.
En el hedonismo actual se busca la intensificación del propio placer.
Interesan muchos placeres, placeres intensos, abundancia de excitantes,
experimentación continua. Por otra parte, hay una tendencia a sofisticar el placer.
Atraen los placeres caros, los que cuestan dinero. Los placeres sencillos y gratuitos
interesan menos.
Este hedonismo es claramente descomprometido. El hedonista moderno no se
compromete a nada que sea arriesgarse de verdad. De ahí la crisis generalizada de
toda clase de militancias. Pero es además individualista y ególatra. Incapaz muchas
veces de crear relaciones interpersonales de carácter estable y creador. Interesa la
relación breve, novedosa, intensa y fugaz. Es el nuevo estilo. Todo se usa y se tira.
También las personas.
Este hedonismo se está convirtiendo en el verdadero «opio» de la sociedad moderna.
Por otra parte, está sin duda en la raíz de un alejamiento cada vez mayor del
evangelio como forma de vida fraterna y solidaria. No hemos de olvidar que para ser
hedonista y postmoderno hay que tener un determinado nivel económico y vivir en las
sociedades del bienestar.
La parábola de Jesús es significativa. La Palabra de Dios queda estéril en muchas
vidas porque la persona «no tiene raíces», o porque «los afanes de la vida y la
seducción de las riquezas la ahogan».
HOMBRE «LIGHT»
Sembrado en terreno pedregoso...
Mt 13,1-23
Así llama el catedrático de psiquiatría E. Rojas a cierto tipo de hombre, fruto típico de
la civilización contemporánea.
Todos conocemos esos productos modernos «rebajados» de su verdadero contenido:
café descafeinado, leche descremada, tabaco sin nicotina. Alimentos y bebidas en
forma «light», ligeros de calorías y atenuados en su fuerza natural.
Pues bien, según prestigiosos sociólogos y siquiatras, parece crecer entre nosotros un
tipo de hombre «rebajado» de su verdadero contenido humano. Un hombre «light».
Se trata de un hombre relativamente bien informado, pero con escasa formación
humanística. Muy atento a todo lo pragmático, pero con poca hondura. Interesado por
muchas cosas, pero sólo de manera epidérmica.
Un hombre trivial y ligero, cargado de tópicos, incapaz de hacer una síntesis personal
de cuanto va llegando hasta él. Un ser con poca consistencia interna, que camina por
la vida sin criterios básicos de conducta.
Un hombre que ha escuchado tantas doctrinas y teorías, y ha visto tantos cambios y
tan rápidos que ya no sabe a qué atenerse. Su actitud es la del «qué más da», «todo
es parecido», «para qué soñar».
Entonces se busca lo más fácil, lo más placentero, lo que se puede conseguir al
instante con sólo mostrar la tarjeta de crédito.
«Ahora dinero equivale a éxito. Ya no hay otras formas de triunfar socialmente.
Vivimos tiempos de hedonismo y consumismo».
No es difícil reconocer el perfil del hombre «light» en algunos rasgos de las personas
retratadas por Jesús en su parábola del sembrador. Hombres «sin raíces», en los que
el evangelio o no puede penetrar o queda rápidamente ahogado «por los afanes de la
vida y la seducción de las riquezas».
Pero este hombre comienza a sentirse víctima de su propio vacío. Es un ser a la
deriva, que está perdiendo hasta el gusto mismo de vivir.
«El hombre light no tiene referente, ha perdido el punto de mira y está cada vez más
perdido ante los grandes interrogantes de la existencia»
Este hombre comienza a sentir necesidad de una mayor autenticidad humana. No se
resigna a vivir como un autómata en una sociedad estandarizada. Intuye que hay otros
caminos para ser libre sin caer en la esclavitud del «becerro de oro». Algo le llama a
una vida más saludable y natural.
El evangelio tiene hoy de nuevo su oportunidad. El hombre contemporáneo lo necesita
para vivir de manera más intensa y más sana. Sembrado con convicción, puede
producir también hoy nuevos frutos.
CREATIVIDAD
El que escucha la Palabra... ése dará fruto
Durante muchos siglos, las sociedades premodernas, se han ido desarrollando
siguiendo la tradición. Las generaciones aprendían a vivir mirando al pasado. La
tradición ofrecía un código de saberes, valores y costumbres que se transmitía de
padres a hijos. La sabiduría del pasado servía para regir la vida de las personas y de
la sociedad entera.
Hoy no es así. La tradición ha entrado en crisis. La sociedad moderna cambia de
manera tan acelerada que el pasado apenas tiene autoridad alguna si no se ve con
claridad su interés para el futuro. Se vive mirando hacia adelante. No hay por qué
hacer las cosas como se han hecho siempre. Las soluciones del pasado no sirven
para resolver los problemas inéditos de estos tiempos. No basta mirar a la tradición.
Hay que aprender a vivir con creatividad.
No es ésta, de ordinario, la actitud en la Iglesia actual. La creatividad es un concepto
prácticamente ausente en el magisterio de la Iglesia. Por lo general, se tiende a
abordar las cuestiones inspirándose en la tradición. Sin embargo, una Iglesia sin
creatividad es una Iglesia condenada a estancarse. Si el cristianismo es percibido
como un «asunto del pasado», cada vez interesará menos.
La Iglesia actual tiene miedo a promover la creatividad. Este miedo tiene algo de
razonable pues hay quienes confunden «creatividad» con espontaneidad,
improvisación o arbitrariedad. Pero cortar la creatividad y oponerse sistemáticamente a
nuevos planteamientos ante problemas inéditos en el pasado puede conducir a la
Iglesia a un inmovilismo que está lejos del espíritu que animó a Jesús.
Sorprende la creatividad que desarrolló la Iglesia en los primeros siglos respondiendo
con audacia a las nuevas circunstancias a las que se fue enfrentando. Impresiona, por
ejemplo, su capacidad para abandonar el contexto cultural y religioso en el que nació
el movimiento de Jesús y enraizarse en la cultura griega o latina. ¿No tiene el
cristianismo actual un derecho a la creatividad semejante al cristianismo de otras
épocas?
La parábola del sembrador nos sigue interpelando también en nuestros tiempos: ¿Qué
frutos podría producir hoy la Palabra de Jesús acogida con fe en nuestros corazones?
Lunes, 14. Julio 2008 - 21:12 Hora
Domingo XVI del Tiempo Ordinario-A
Dejadlos crecer juntos...
Mt 13,24-43
Conviviendo con no creyentes Fermento de humanidad
Propietarios de la fe Más de lo que se ve
Dios conoce a los suyos
CONVIVIENDO CON NO CREYENTES
Pese a la advertencia de Jesús, una y otra vez caemos los cristianos en la vieja
tentación de pretender separar el trigo y la cizaña, creyéndonos naturalmente «trigo
limpio» cada uno.
Sorprende la dureza con que ciertas personas que se sienten «creyentes» se atreven
a condenar a quienes, por razones muy diversas, se han ido alejando de la fe y de la
Iglesia.
Pero creencia e increencia, lo mismo que el trigo y la cizaña de la parábola, están muy
entremezclados en nosotros, y lo más honrado sería descubrir al increyente que hay
en cada uno de nosotros y reconocer al creyente que late todavía en el fondo de
bastantes alejados.
Por otra parte, no es el escándalo o la turbación la única reacción posible ante los
increyentes. Su presencia puede, incluso, ayudarnos a entender y vivir mejor nuestra
propia fe.
En primer lugar, el hecho de que haya hombres y mujeres que pueden vivir sin creer
en Dios me descubre que soy libre al creer. Mi fe no es algo que me viene impuesto.
No me siento coaccionado por nada ni por nadie. Mi fe es un acto de libertad.
Por otra parte, los no creyentes me enseñan a estar más atento y ser más exigente al
confesar y vivir mi fe. Con frecuencia observo que los increyentes rechazan un Dios
ridículo y falso que no existe, pero que lo pueden deducir de la vida de los que nos
decimos creyentes.
No deberíamos olvidar las palabras del Vaticano II: «En esta proliferación del ateísmo
puede muy bien suceder que una parte no pequeña de la responsabilidad cargue
sobre los creyentes en cuanto que, por el descuido en educar su fe o por una
exposición deficiente de la doctrina... o también por los defectos de su vida religiosa,
moral o social, en vez de revelar el rostro auténtico de Dios y de la religión se ha de
decir que más bien lo velan».
Los increyentes me obligan, además, a recordar que en mí existe también un
incrédulo. Es cierto que podemos hablar hoy de creyentes y no creyentes. Pero esta
división es, a veces, demasiado cómoda. La frontera entre fe e increencia pasa por
dentro de cada uno. Entonces aprendo a no ser un creyente arrogante, engreído o
fanático, sino a seguir caminando humildemente tras las huellas del Dios oculto.
No me siento mal entre increyentes. Creo que Dios está en ellos y cuida su vida con
amor infinito. No puedo olvidar aquellas palabras tan consoladoras de Dios: «Yo me he
dejado encontrar de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes
no me buscaban. Dije: "Aquí estoy, aquí estoy" a gente que no invocaba mi nombre»
(Isaías 65,1).
FERMENTO DE HUMANIDAD
Se parece a la levadura...
Mt 13, 24-43
Sorprende ver con qué frecuencia se dirige Jesús a sus discípulos para ponerlos en
guardia contra una falsa "impaciencia mesiánica" que no sabe respetar el ritmo de la
acción discreta pero vigorosa de Dios.
A los que esperan de él la puesta en marcha de un movimiento contundente y
arrollador, capaz de expulsar del teatro de la vida otras corrientes y alternativas, Jesús
les habla de una acción de Dios más humilde y respetuosa.
El mundo es un campo de siembras opuestas. Y el Reino de Dios crece ahí, en la
densidad de esa vida a veces tan ambigua y compleja. Ahí está Dios salvando al
hombre. En esos comportamientos colectivos de la humanidad animados a veces por
grandes ideales y otras por oscuros egoísmos. En esos mil gestos que hacemos los
hombres cada día y donde se mezclan la generosidad con las mezquindades más
inconfesables.
A quienes esperan el despliegue de algo espectacular y poderoso, Jesús les habla de
un reinado de Dios más sencillo y discreto. Algo que no está hecho para
desencadenar movimientos grandiosos de masas.
El Reino de Dios está ya actuando pero como un grano de mostaza minúsculo y casi
irrisorio que empuja hacia la vida, como un trozo imperceptible de levadura que se
pierde en la masa fermentándola desde dentro.
Jesús no ha encontrado imágenes más apropiadas para evocar y explicar lo que él
quiere poner en marcha en el mundo. Pero los cristianos seguimos sin querer
entenderle.
La salvación no vendrá de tal institución, de tal movimiento, de tal nación, de tal
teología ni de tal iglesia, sólo porque nosotros pretendamos ver ahí el Reino de Dios.
Al Reino de Dios no le abriremos camino lanzando excomuniones sobre otros grupos,
partidos o ideologías ni condenando todo lo que no coincide con nuestro «dogma
particular».
El Reino de Dios no lo implantaremos en la sociedad concentrando grandes masas en
los estadios o logrando el aplauso pasajero de las muchedumbres.
El Reino de Dios es un «fermento de humanidad» y crece en cualquier rincón oscuro
del mundo donde se ama al hombre y donde se lucha por una humanidad más digna.
Al Reino de Dios le abriremos camino dejando que la fuerza del evangelio «fermente»
nuestro estilo de vivir, de amar, trabajar, disfrutar, luchar y ser.
PROPIETARIOS DE LA FE
Sembró buena semilla
Mt 13,24-43
Por lo general, no somos conscientes de la influencia que ejerce en nosotros "la
sociedad adquisitiva" en la que vivimos.
No nos damos cuenta hasta qué punto el tener, el adquirir, el poseer van configurando
toda nuestra persona, empobreciendo nuestro ser más rico y profundo.
En su penetrante análisis "¿Tener o Ser?', E. Fromm ha descrito con lucidez cómo el
"tener" va sustituyendo al "ser" en la experiencia cotidiana del hombre contemporáneo.
Para muchos niños, aprender no es abrirse a la vida e interesarse por un mundo
siempre nuevo, sino almacenar datos para guardarlos cuidadosamente en sus notas o
retenerlos en su memoria.
Para muchas personas, el saber se limita a "tener conocimientos". No viven creciendo
en sabiduría y experiencia humana. Simplemente "poseen" una cultura.
Son muchos también los que no saben ser amigos y acercarse amistosamente a los
demás. Lo único que les preocupa es "tener amigos", "adquirir" nuevos contactos,
"poseer" un círculo amplio de relaciones.
Otros muchos para crecer necesitan "poseer" un nivel económico más elevado,
hacerse con una posición social, tener algún puesto de relevancia.
Este modo de entender y vivir las cosas ha penetrado tan profundamente en nosotros
que está incluso deformando sustancialmente la vida de fe de muchos hombres y
mujeres de hoy.
Hay cristianos que entienden la fe como algo que se tiene. Unos la poseen y otros no.
Felizmente ellos están en posesión de la verdad.
Se someten a unas fórmulas creadas en su tiempo por otros creyentes, se hacen su
propia síntesis del cristianismo y ya no se dejan transformar. Se han instalado
interiormente. Ya no crecen. No se aventuran a dar pasos en seguimiento de
Jesucristo.
Precisamente el sentirse "felices propietarios de la fe verdadera" les dispensa de
buscar por sí mismos y de abrirse día a día al misterio de Dios.
Sin embargo, la fe no es algo que se posee, sino una vida que crece en nosotros.
Jesús nos habla en sus parábolas de "la semilla que crece" y de "la levadura que
fermenta la masa".
La fe es orientación de toda nuestra persona hacia Dios. Es búsqueda, renacimiento
constante, crecimiento interior, expansión en toda nuestra vida.
Quien ha entendido a Jesús sabe que no es lo mismo "poseer fe" que creer en El y
caminar tras sus pasos.
MÁS QUE LO QUE SE VE
Por lo general, tendemos a buscar a Dios en lo espectacular y prodigioso, no en lo
pequeño e insignificante. Por eso, les resultaba difícil a los galileos creerle a Jesús
cuando decía que Dios estaba ya actuando en el mundo. ¿Dónde se podía sentir su
poder? ¿Dónde estaban las “señales extraordinarias” de las que hablaban los
escritores apocalípticos?
Jesús tuvo que enseñarles a captar la presencia salvadora de Dios de otra manera.
Les descubrió su gran convicción: la vida es más que lo que se ve. Mientras vamos
viviendo de manera distraída sin captar nada especial, algo misterioso está
sucediendo en el interior de la vida.
Con esa fe vivía Jesús: no podemos experimentar nada extraordinario, pero Dios está
trabajando el mundo. Su fuerza es irresistible. Se necesita tiempo para ver el resultado
final. Se necesita, sobre todo, fe y paciencia para mirar la vida hasta el fondo e intuir la
acción secreta de Dios.
Tal vez, la parábola que más los sorprendió fue la de la semilla de mostaza. Es la más
pequeña de todas, como la cabeza de un alfiler, pero con el tiempo se convierte en un
hermoso arbusto. Por abril, todos pueden ver bandadas de jilgueros cobijándose en
sus ramas. Así es el “reino de Dios”.
El desconcierto tuvo que ser general. No hablaban así los profetas. Ezequiel lo
comparaba con un “cedro magnífico”, plantado en una “montaña elevada y excelsa”
que echaría un ramaje frondoso y serviría de cobijo a todos los pájaros y aves del
cielo. Para Jesús, la verdadera metáfora de Dios no es el “cedro” que hace pensar en
algo grandioso y poderoso, sino la “mostaza” que sugiere lo pequeño e insignificante.
Para seguir a Jesús no hay que soñar en cosas grandes. Es un error que sus
seguidores busquen una Iglesia poderosa y fuerte, que se imponga sobre los demás.
El ideal no es el cedro encumbrado sobre una montaña alta, sino el arbusto de
mostaza que crece junto a los caminos y acoge por abril a los jilgueros.
Dios no está en el éxito, el poder o la superioridad. Para descubrir su presencia
salvadora, hemos de estar atentos a lo pequeño, lo ordinario y cotidiano. La vida no es
sólo lo que se ve. Es mucho más. Así pensaba Jesús.
Dios conoce a los suyos
Vivimos en una sociedad caracterizada por lo que algunos autores llaman «la
diseminación religiosa». Podemos encontrarnos con creyentes piadosos y con ateos
convencidos, con personas indiferentes a lo religioso y con adeptos a nuevas
religiones y movimientos, con gente que cree vagamente en «algo» y con individuos
que se han hecho una «religión a la carta» para su uso particular, con personas que
no saben si creen o no creen y con personas que desean creer y no saben cómo
hacerlo.
Sin embargo, aunque vivimos juntos y mezclados, y nos encontramos diariamente en
el trabajo, el descanso y la convivencia, lo cierto es que sabemos muy poco de lo que
realmente piensa el otro acerca de Dios, de la fe o del sentido último de la vida. A
veces ni las parejas conocen el mundo interior del otro. Cada uno lleva en su corazón
cuestiones, dudas, incertidumbres y búsquedas que no conocemos.
Entre nosotros se llama «increyentes» a los que han abandonado la fe religiosa. No
parece un término muy adecuado. Es cierto que estas personas han abandonado
«algo» que un día vivieron, pero su vida no se asienta en ese rechazo o abandono.
Son personas que viven de otras convicciones, difíciles a veces de formular, pero que
a ellas les ayudan a vivir, luchar, sufrir y hasta morir con un determinado sentido. En el
fondo de cada vida hay unas convicciones, compromisos y fidelidades: la decisión de
vivir de una determinada manera.
No es fácil saber cómo Dios se abre hoy camino en la conciencia de cada persona. La
«parábola del trigo y la cizaña» nos invita a no precipitarnos. No nos toca a nosotros
identificar a cada uno. Menos aún excluir y excomulgar a quienes no se identifican en
el «ideal de cristiano» que nosotros nos fabricamos desde nuestra manera de
entender el cristianismo y que, probablemente, no es tan perfecta como nosotros
pensamos.
«Sólo Dios conoce a los suyos» decía san Agustín. Sólo él sabe quién vive con el
corazón abierto a su Misterio, quién responde a su deseo profundo de paz, amor y
solidaridad entre los hombres. Quienes nos llamamos «cristianos» hemos de estar
atentos a los que se sitúan fuera de la fe religiosa pues Dios está vivo y operante en
sus corazones. Descubriremos que hay en ellos mucho de bueno, noble y sincero.
Descubriremos, sobre todo, que Dios puede ser buscado siempre por todos.
Lunes, 21. Julio 2008 - 19:53 Hora
Domingo XVII del tiempo Ordinario-A
b]Un tesoro escondido en el campoMt 13, 44-52
El gozo de creer Para no envejecer
Un tesoro escondido Un tesoro sin descubrir
EL GOZO DE CREER
y lleno de alegría va a vender todo...
Mt 13, 44-52
Son muchos los hombres y mujeres que parecen condenados a no entender nunca el
evangelio como fuente de vida y alegría.
Dios se les presenta como alguien exigente que hace más incómoda la vida y más
pesada la existencia. En el fondo piensan que la religión es un peso que impide vivir la
vida en toda su espontaneidad y riqueza.
Sin embargo, Jesús en sus parábolas nos describe al creyente como un hombre
sorprendido por el hallazgo de un gran tesoro e invadido por un gozo arrollador que
determina en adelante toda su conducta.
¿Por qué escasean tanto hoy esos creyentes llenos de vida y de alegría? Lo ordinario
es encontrarse con cristianos «cuyas vidas no están marcadas por la alegría, el
asombro o la sorpresa ni lo estuvieron nunca». Cristianos que nunca han creído nada
con entusiasmo.
Hombres y mujeres que apoyan su fe en la doctrina o la organización de la Iglesia pero
en cuyas vidas no se nota ni gozo ni sorpresa, porque nunca han descubierto por
experiencia propia el evangelio como «el gran secreto de la vida».
A lo largo de los siglos, los cristianos hemos elaborado grandes sistemas teológicos,
hemos organizado una Iglesia universal, hemos llenado bibliotecas enteras con
comentarios muy eruditos al evangelio, pero son pocos los creyentes que sienten el
mismo gozo que el hombre que halló aquel tesoro oculto.
Y sin embargo, también hoy «puede suceder que un hombre se encuentre
repentinamente frente a la experiencia de Dios, y que de ahí resulte un gozo arrollador
capaz de determinar en adelante toda su vida».
Lo que se nos pide es «cavar» con confianza. Detenernos a meditar y saborear
despacio lo que con tanta ligereza e inconsciencia confiesan nuestros labios.
No quedarnos en fórmulas externas ni en cumplimiento de ritos, sino ahondar en
nuestras vivencias, descubrir las raíces más profundas de nuestra fe, abrirnos con paz
a Dios, tener el coraje de abandonarnos a él.
Entonces descubriremos quizás por vez primera y sin que nos lo digan otros desde
fuera, cómo Dios puede ser fuente de vida y gozo arrollador. Entonces sabremos que
la renuncia y el desprendimiento no son un medio para encontrarnos con Dios sino la
consecuencia de un hallazgo que se nos regala por sorpresa.
PARA NO ENVEJECER
Mt 13, 44-52
La vejez trae consigo limitaciones importantes que todos conocemos. Los sentidos se
entorpecen; comienza a fallar la memoria; se pierde la vitalidad de otros tiempos. Es lo
propio de la edad avanzada. Pero hay también otros signos, que pueden aparecer a
cualquier edad y que siempre revelan un proceso de envejecimiento espiritual.
Así sucede cuando la persona va recortando poco a poco el horizonte de su existencia
y se contenta con «ir tirando». Nada nuevo aparece ya en su vida. Siempre los
mismos hábitos, los mismos esquemas y costumbres. Ningún objetivo nuevo, ningún
ideal. Sólo la rutina de siempre.
En el fondo, la persona se ha cerrado, tal vez, a toda llamada nueva que pueda
transformar su existencia. No escucha esa voz interior que desde dentro, nos invita
siempre a una vida más elevada, más generosa, más noble y más creativa.
El individuo corre entonces el riesgo de encerrarse en su propio egoísmo. La vida se
reduce a buscar siempre las propias ventajas, lo que sirve al propio interés. No
cuentan los demás. Cerrado en su pequeño mundo, el individuo ya no vive los
acontecimientos que sacuden a la Humanidad, ni se conmueve ante las personas que
sufren junto a él.
Pero, cuando el amor se apaga, se apaga también la vida. La persona no se comunica
de verdad con nadie. No acierta a amar gratuitamente. La vida sigue, pero el individuo,
envuelto en su mediocridad, ya no vibra con nada. Pronto percibirá en su corazón algo
difícil de definir, pero que no está lejos del aburrimiento, la decepción, la soledad o el
resentimiento.
No es fácil reaccionar y romper esa trayectoria decadente. La persona necesita
encontrarse con algo que toque lo más hondo de su ser e infunda una luz y un sentido
nuevo a su existencia. Algo que despierte en ella la dignidad y el deseo de una vida
diferente. Algo que genere un estilo de vivir más generoso, más sano y más gozoso.
Para muchos, Dios es hoy una palabra gastada, un concepto vacío, algo así como un
personaje cada vez más nebuloso y lejano. Por eso, puede sorprender que, en la
pequeña «parábola del tesoro encontrado en el campo», Jesús presente el encuentro
con Dios como una experiencia gozosa, capaz de transformar a la persona
trastocando su vida entera.
Sin embargo, es así. El encuentro con Dios es siempre creador y transformador. No es
posible la experiencia de Dios sin vivir, al mismo tiempo, la experiencia de una luz que
ilumina todo de manera diferente, una alegría que abre horizontes nuevos a la vida,
una fuerza honda que permite enfrentarse a la vida con confianza. Naturalmente,
también en la vida del creyente hay momentos malos, de oscuridad y vacío, pero quien
se ha encontrado de verdad con Dios ya no lo olvida.
UN TESORO ESCONDIDO
Un tesoro escondido
Mt 13, 44-52
E. Fromm escribe así en una de sus obras: «Nuestra cultura lleva a una forma difusa y
descentrada de vivir, que casi no registra paralelo en la historia. Se hacen muchas
cosas a la vez... Somos consumidores con la boca siempre abierta, ansiosos y
dispuestos a tragarlo todo... Esta falta de concentración se manifiesta en nuestra
dificultad para estar a solas con nosotros mismos.»
Es precisamente en esta cultura donde hemos de escuchar la llamada de Jesús a
ahondar en la existencia para encontrar ese «tesoro escondido» que puede
transformar nuestra vida. Tal vez, lo que necesita urgentemente el hombre de hoy para
encontrarlo se puede resumir en tres cosas: huir de la dispersión, vivir desde dentro y
recuperar la paz.
Nuestro primer esfuerzo ha de ser luchar contra la dispersión. No dejarnos desbordar
por el diluvio de informaciones que cae cobre nosotros. Resistirnos a ser juguete de
tantos estímulos, imágenes e impresiones que pueden arrastrarnos de un lado para
otro, destruyendo nuestra armonía interior. Naturalmente, esto exige una ascesis
personal y un adiestramiento. La dispersión sólo se supera cuando uno vive enraizado
en las grandes convicciones que dan sentido a su vida. Es aquí donde el creyente
descubre el poder unificador de la fe en Dios y la importancia de la experiencia
religiosa para adquirir una consistencia interior.
Necesitamos también vivir las cosas desde dentro. Sólo entonces encontramos
nuestra propia verdad; cada pieza de nuestro «puzzle» interior se va colocando en su
sitio y aflora nuestro verdadero rostro. Sólo entonces nos relacionamos con las
personas desde nuestro verdadero ser, sin proyectar sobre ellas nuestras ilusiones,
frustraciones o tentaciones de dominio. Naturalmente, también esto exige disciplina.
Es necesario vivir de manera consciente cada una de nuestras actividades. Estar
«aquí y ahora» en cada momento del día. Es entonces cuando el creyente descubre y
experimenta la hondura que proporciona a la existencia el vivir la vida ante Dios.
El hombre de hoy necesita, además, sosiego interior. Pero como la paz del corazón no
se puede comprar con dinero, muchas personas que lo tienen casi todo, no saben
cómo adquirirla. La serenidad del corazón sólo llega cuando limpiamos nuestro interior
de miedos, culpabilidades y conflictos. Tal vez, uno de los mayores regalos de la vida,
a veces tan dura e inhóspita, es el poder experimentar a Dios como fuente de verdad
última, de paz interior y descanso verdadero. Quien sabe estar así ante Dios, aunque
sea de vez en cuando, «bebiendo sabiduría, amor y sabor» (S. Juan de la Cruz)
encuentra «un tesoro escondido».
UN TESORO SIN DESCUBRIR
No todos se entusiasmaban con el proyecto de Jesús. En bastantes surgían no pocas
dudas e interrogantes. ¿Era razonable seguirle? ¿No era una locura? Son las
preguntas de aquellos galileos y de todos los que se encuentran con Jesús a un nivel
un poco profundo.
Jesús contó dos pequeñas parábolas para «seducir» a quienes permanecían
indiferentes. Quería sembrar en todos un interrogante decisivo: ¿no habrá en la vida
un «secreto» que todavía no hemos descubierto?
Todos entendieron la parábola de aquel labrador pobre que, estando cavando en una
tierra que no era suya, encontró un tesoro escondido en un cofre. No se lo pensó dos
veces. Era la ocasión de su vida. No la podía desaprovechar. Vendió todo lo que tenía
y, lleno de alegría, se hizo con el tesoro.
Lo mismo hizo un rico traficante de perlas cuando descubrió una de valor incalculable.
Nunca había visto algo semejante. Vendió todo lo que poseía y se hizo con la perla.
Las palabras de Jesús eran seductoras. ¿Será Dios así?, ¿será esto encontrarse con
él?, ¿descubrir un «tesoro» más bello y atractivo, más sólido y verdadero que todo lo
que nosotros estamos viviendo y disfrutando?
Jesús estaba comunicando su experiencia de Dios: lo que había transformado por
entero su vida. ¿Tendrá razón? ¿Será esto seguirle?, ¿encontrar lo esencial, tener la
inmensa fortuna de hallar lo que el ser humano está anhelando desde siempre?
En los países del Primer Mundo mucha gente está abandonando la religión sin haber
saboreado a Dios. Les entiendo. Yo haría lo mismo. Si uno no ha descubierto un poco
la experiencia de Dios que vivía Jesús, la religión es un aburrimiento. No merece la
pena.
Lo triste es encontrar a tantos cristianos cuyas vidas no están marcadas por la alegría,
el asombro o la sorpresa de Dios. No lo han estado nunca. Viven encerrados en su
religión, sin haber encontrado ningún «tesoro». Entre los seguidores de Jesús, cuidar
la vida interior no es una cosa más. Es imprescindible para vivir abiertos a la sorpresa
de Dios.
Lunes, 28. Julio 2008 - 21:25 Hora
Domingo XVIII del Tiempo Ordinario
Partió los panes y se los dio.
Mt 14, 13-21
El otro hambre Compartir el pan
En torno a la mesa Solidarios
EL OTRO HAMBRE
Partió los panes y se los dio.
Mt 14, 13-21
Vivimos en una sociedad en la que se ha alcanzado un grado notable de desarrollo
industrial y un nivel de vida superior al de muchos países.
Pertenecemos al área privilegiada de la tierra en donde la pobreza no presenta, por lo
general, los rasgos extremos que la miseria adquiere en las naciones del tercer
mundo.
Las nuevas generaciones no conocen la experiencia del hambre. Y aunque vamos
sintiendo cada vez con más fuerza las consecuencias de una grave crisis económica,
nuestro principal problema no es buscar unos alimentos que llevarnos a la boca.
Paradójicamente, para muchos el problema está precisamente en ayunar y privarse de
un exceso de alimentación que pone en peligro su salud o desfigura su silueta física.
Y sin embargo, en esta sociedad aparentemente satisfecha y bien alimentada, no es
difícil descubrir mil clases de hambre profunda.
Quizá la más terrible de todas, la soledad moderna. Una soledad que no se cura
poniendo a las personas unas junto a otras. Hoy más que nunca las gentes se
amontonan en las ciudades, en los edificios de las nuevas barriadas, en los lugares de
diversión, en las playas de las costas.
Pero, quizás, es precisamente en medio de la gente o, incluso, en la camaradería de
una reunión ruidosa, donde muchos advierten con más lucidez su pavorosa soledad.
Esta soledad que hoy en día envuelve a tanta gente nace, con frecuencia, de un
profundo vacío espiritual, de una pobreza interior aterradora, de una falta de vitalidad
interna.
Los mismos siquiatras y sicólogos no pueden hacer gran cosa para curarla desde
fuera. Es la persona misma la que debe curarse.
Tenemos miedo al silencio, a la apertura a Dios, a la plegaria. No nos atrevemos a
amar con generosidad a los otros. Buscamos falsas soluciones a nuestra soledad,
hundiéndonos en la «anestesia» de mil caprichos superficiales. Pero seguimos
teniendo hambre de algo más profundo.
Quizá tan sólo el retorno a Dios como Padre que nos espera bondadoso, y el
seguimiento más generoso del evangelio de Jesucristo, pueda «hacer el milagro» de
alimentar nuestra hambre interior y llenar nuestro deseo profundo de una vida mejor y
diferente.
EN TORNO A LA MESA
Pronunció la bendición
Mt 14,13-21
Casi sin darnos cuenta y empujados por diversos factores hemos ido deshumanizando
poco a poco ese gesto tan entrañable y humano que es el sentarse a la mesa a comer
juntos.
La comida del mediodía se ha convertido para muchos en algo puramente funcional
que es necesario organizar de manera rápida y precisa dentro de la jornada laboral.
Cada vez es más raro ese momento privilegiado de encuentro familiar en torno a la
mesa. En muchos hogares, esa mesa hecha para ser rodeada ya no sirve para que
padres e hijos se encuentren, compartan sus vidas, rían y descansen juntos.
Bastantes se van habituando a «alimentar su organismo» en esas comidas
impersonales de los restaurantes o en el rincón del «self-service» de turno. No pocos
se ven obligados a participar en comidas protocolarias o de trabajo, donde el gesto
amistoso del comer juntos es sustituido por el interés, la funcionalidad o la ostentación.
El gesto de Jesús invitando a las gentes a recostarse para compartir juntos una
comida sencilla bendiciendo a Dios por el pan que recibimos, puede ser una llamada
para nosotros. "Comer es mucho más que «introducir una determinada ración de
calorías en el organismo".
La necesidad de alimentarnos de la tierra es, antes que nada, signo de nuestra
indigencia radical. Oscuramente los seres humanos percibimos que no nos
fundamentamos a nosotros mismos. En realidad, vivimos recibiendo, nutriéndonos de
una vida que atraviesa el cosmos y se nos regala día a día a cada uno. Por eso, es un
gesto profundamente humano el recogerse antes de comer para agradecer a Dios
esos alimentos, fruto del esfuerzo y trabajo del hombre, pero, al mismo tiempo, regalo
originario del Dios creador que sustenta la vida.
Pero, además, comer no es sólo un acto individualista de carácter biológico. El hombre
está hecho para comer con otros, compartiendo su mesa con familiares y amigos.
Comer juntos es confraternizar, dialogar, crecer en amistad, compartir el regalo de la
vida.
Por eso es tan difícil dar gracias a Dios cuando uno tiene más comida que la que
necesita, mientras otros sufren miseria y hambre. Nos sentimos acusados por aquellas
palabras de Gandhi: «Todo lo que comes sin necesidad lo estás robando al estómago
de los pobres.» Tal vez en el Primer Mundo debamos aprender a bendecir la mesa de
otra manera. Dando gracias a Dios, pero, al mismo tiempo, pidiendo perdón por
nuestra insolidaridad y tomando conciencia de nuestra responsabilidad ante los
hambrientos de la tierra.
COMPARTIR EL PAN
partió los panes...
Mt 14, 13-21
Un proverbio budista dice que «cuando el dedo señala la luna, el estúpido se queda
mirando al dedo.
Algo semejante se podría decir quizás de nosotros cuando nos quedamos
exclusivamente en el carácter portentoso de los milagros de Jesús, sin llegar hasta el
mensaje que encierran.
Porque Jesús no era un milagrero cualquiera realizador de prodigios propagandísticos.
Sus milagros son signos que abren brecha en este mundo de pecado y nos apuntan
ya hacia la realidad del Reino de Dios que ocupará un día su lugar.
De diversas maneras el relato de la multiplicación de los panes nos invita a descubrir
que el proyecto de Jesús es alimentar a los hombres y reunirlos en una fraternidad real
en la que sepan compartir su «pan y su pescado» y convivir como hermanos.
La fraternidad no es una exigencia junto a otras. Es la única manera de construir entre
los hombres el Reino del Padre. Y por lo tanto, la tarea fundamental del cristianismo.
Pero la fraternidad bien entendida es «algo peligroso». Con demasiada frecuencia la
confundimos con «un egoísmo vividor que sabe comportarse muy decentemente».
Pensamos amar al prójimo simplemente porque no le hacemos nada especialmente
malo, aunque luego vivamos con un horizonte mezquino y estrecho, despreocupados
de todos los demás, impulsa dos únicamente por la solicitud de nuestra propia vida y
la de los nuestros.
La Iglesia como Sacramento de fraternidad está llamada a descubrir incesantemente
nuevas exigencias y tareas de amor al prójimo y de creación de una fraternidad más
honda y viva entre los hombres.
Los creyentes hemos de aprender a vivir con un estilo más fraternal escuchando las
necesidades del hombre de hoy.
La lucha a favor del desarme, la protección del medio ambiente, la solidaridad con los
pueblos hambrientos, el compartir con los parados las graves consecuencias de la
crisis económica, la ayuda a los drogadictos, la preocupación por los ancianos solos y
olvidados.... son otras tantas exigencias para quien se siente hermano y quiere
«multiplicar» para todos el pan que necesitamos los hombres para vivir.
No podemos comer tranquilos nuestro pan y nuestros peces mientras junto a nosotros
haya hombres amenazados de tantas hambres.
solidarios
LA exégesis contemporánea descubre en el relato de la multiplicación de los panes un
texto muy trabajado teológicamente en el que es fácil detectar diversas llamadas para
entender a Cristo como fuente de vida, para comprender mejor la cena eucarística o
para vivir de manera más responsable la solidaridad con los necesitados. ¿Cómo leer
hoy este relato en el horizonte de ese tercio de la Humanidad que muere de hambre y
de miseria?
El relato habla de una muchedumbre necesitada de alimento, en medio de un desierto
donde no es posible satisfacer el hambre. Los discípulos presentan «cinco panes y
dos peces», símbolo expresivo de la penuria y escasez en aquel grupo que podría, sin
embargo, alimentarse en las aldeas cercanas. Así viven hoy millones de seres
humanos junto a países ricos donde hay medios suficientes para alimentar a la
Humanidad.
¿Qué hacer ante esta situación? El relato rechaza el fatalismo o las respuestas fáciles
de la insolidaridad. Los discípulos piensan enseguida la solución menos comprometida
para ellos: «que vayan a las aldeas y se compren de comer», es decir, que cada uno
resuelva sus problemas con sus propios medios. Jesús, por el contrario, los llama a la
responsabilidad: «Dadles vosotros de comer», no los dejéis abandonados a su suerte.
Más tarde, Jesús «levanta los ojos al cielo» para recordar a todos a ese Dios Padre
del que proviene la vida y todo lo que la alimenta. La vida es un don de Dios y no
podemos «levantar nuestros ojos» hacia él si privamos a alguien de lo que necesita
para vivir. El pan que comemos es verdaderamente humano cuando es compartido
entre todos los hijos de Dios.
El relato culmina con un gesto que llama a la solidaridad responsable. Los discípulos
cambian de actitud y ponen a disposición de Jesús todo lo que hay entre ellos. Jesús,
por su parte, bendice al Padre y pone toda su fuerza al servicio de aquella
muchedumbre hambrienta. Los panes van pasando de Jesús a sus discípulos. De
alguna manera, el texto insinúa que es entre las manos de los discípulos donde se va
a multiplicar el pan que saciará a todos.
Este «milagro» realizado por Jesús es signo del mundo querido por Dios. Un mundo
solidario y fraterno donde todos compartamos dignamente los bienes que recibimos de
Dios.
Martes, 5. Agosto 2008 - 11:04 Hora
Domingo XIX del Tiempo Ordinario
Señor, sálvame
Mt 14, 22-33
Sobre el agua Dudas de fe
Oración del que duda Las dudas del creyente
SOBRE EL AGUA
Echó a andar sobre el agua
Son muchos los creyentes que estos últimos años se han sentido a la intemperie y
como desamparados en medio de una crisis y confusión general. Los pilares en los
que tradicionalmente se apoyaba su fe se han visto sacudidos violentamente desde
sus raíces. La autoridad de la Iglesia, la infalibilidad del Papa, el magisterio de los
Obispos, ya no pueden sostenerlos en sus convicciones religiosas. Un lenguaje nuevo
y desconcertante ha llegado hasta sus oídos creando un malestar y una confusión
antes desconocidos. La «falta de acuerdo» en los mismos sacerdotes y hasta en los
Obispos les ha sumido en el desconcierto.
Con mayor o menor sinceridad, son bastantes los que se preguntan: ¿Qué debemos
creer? ¿A quién debemos escuchar? ¿Qué dogma hay que aceptar? ¿Qué moral hay
que seguir? Y son muchos los que, al no poder responder a estas preguntas con la
certeza de otros tiempos, tienen la sensación de estar «perdiendo la fe».
Sin embargo, no debemos confundir nunca la fe con la mera afirmación teórica de
unas verdades o principios. Ciertamente, la fe implica una visión de la vida y una
peculiar concepción del hombre, su tarea y su destino último. Pero ser creyente es
algo más profundo y radical. Y consiste, antes que nada, en una apertura confiada a
Jesucristo como sentido último de toda nuestra vida, criterio definitivo de nuestro amor
a los hermanos, y esperanza última de nuestro futuro.
Por eso, se puede ser verdadero creyente y no ser capaz de formular con certeza
determinados aspectos de la concepción cristiana de la vida. Y se puede también
afirmar con seguridad absoluta los diversos dogmas cristianos y no vivir entregados a
Dios en actitud de fe.
Mateo nos ha descrito la verdadera fe al presentar a Pedro que «caminaba sobre el
agua» acercándose a Jesús. Eso es creer. Caminar sobre el agua y no sobre tierra
firme. Apoyar nuestra existencia en Dios y no en nuestras propias razones,
argumentos y definiciones. Vivir sostenidos no por nuestra seguridad, sino por nuestra
confianza en él.
DUDAS DE FE
Hace todavía unos años, los cristianos hablaban de la incredulidad como de un asunto
propio de ateos y descreídos, algo que merodeaba a nuestro alrededor, pero que a
nosotros no nos rozaba de cerca.
Hoy no nos sentimos tan inmunizados. La increencia ya no es algo que afecta sólo a
«los otros», sino una cuestión que el creyente se ha de plantear sobre su propia fe.
Antes que nada, hemos de recordar que la fe nunca es algo seguro, de lo que
podemos disponer a capricho como de una posesión privada inamovible. La fe es un
don de Dios que hemos de acoger y cuidar con fidelidad. Por eso, el peligro de perder
la fe no viene tanto del exterior cuanto de nuestra actitud personal ante Dios.
Bastantes personas suelen hablar de sus «dudas de fe». Por lo general, se trata en
realidad de dificultades para comprender de manera coherente y razonable ciertas
ideas y concepciones sobre Dios y el misterio cristiano.
Estas «dudas de fe» no son tan peligrosas para el cristiano que vive una actitud de
confianza amorosa hacia Dios. Como decía el cardenal H. Newman «diez dificultades
no hacen una duda».
Para hablar de la fe, en la cultura hebrea se utiliza un término muy expresivo: «aman».
De ahí proviene la palabra «amén». Este verbo significa «apoyarse», «asentarse»,
«poner la confianza» en alguien más sólido que nosotros.
En eso consiste precisamente lo más nuclear de la fe. Creer es vivir apoyándonos en
Dios. Esperar confiadamente en El, en una actitud de entrega absoluta y de confianza
y fidelidad inquebrantables.
Esta es la experiencia que han vivido siempre los grandes creyentes en medio de sus
crisis. San Pablo lo expresa de manera muy gráfica: «Yo sé de quién me he fiado» (2
Tm 1,12).
Esta es también la actitud de Pedro que, al comenzar a hundirse, grita desde lo más
hondo: «Señor, sálvame», y siente la mano de Jesús que lo agarra y le dice: «¿Por
qué has dudado?».
Las dudas pueden ser una ocasión propicia para purificar más nuestra fe enraizándola
de manera más viva y real en el mismo Dios. Es el momento de apoyarnos con más
firmeza en El y orar con más verdad que nunca.
Cuando uno es «cristiano de nacimiento» siempre llega un momento en el que nos
hemos de preguntar si creemos realmente en Dios o simplemente seguimos creyendo
en aquellos que nos han hablado de él desde que éramos niños.
Inicio
ORACIÓN DEL QUE DUDA
Dios está en el fondo de todo ser humano. «El hombre es un ser con un misterio en su
corazón que es mayor que él mismo.» Si es así, ¿por qué no lo captamos?, ¿por qué
Dios se nos escapa y nos parece a veces tan lejano y desconocido? La mística
francesa, Madeleine Delbrel, mujer seglar por cierto, se dirigía a Dios de esta forma
tan curiosa: «Señor, si Tú estás en todas partes, ¿cómo es que yo me las arreglo para
estar en otro sitio?» Dicho de otra manera, ¿por qué no se produce el encuentro?
Algunos rechazan de entrada la presencia de Dios en su vida. No sienten necesidad
de nadie para resolver su existencia. Se bastan a sí mismos. No necesitan ninguna
otra luz ni esperanza. Tienen bastante con lo que ellos se pueden proporcionar a sí
mismos. Desde esta postura de autosuficiencia no es posible encontrarse con Dios.
Otros lo dejan todo muy pronto. Intuyen que Dios les puede traer complicaciones, y
ellos quieren tranquilidad. Nada de replantearse la vida. Es mejor olvidar estas cosas e
instalarse en la indiferencia. No parece la postura más valiosa, pero probablemente es
hoy la más frecuente.
El creyente vive una experiencia diferente. Sabe que el ser humano no se basta a sí
mismo. Al mismo tiempo, siente de diversas formas el anhelo de infinito. En su
corazón brota la confianza. Es otra manera de plantearse todo: en lugar de teorizar se
pone a escuchar, en vez de caminar solo por la vida se deja acompañar por una
presencia misteriosa, en vez de desesperar se abre confiadamente al amor de Dios.
Esta experiencia es personal. No se vive «de oídas» ni se conoce por procurador. No
basta creer lo que otros dicen. Cada uno ha de encontrar su camino hacia Dios. «Cada
hombre tiene una plegaria que le pertenece, igual que tiene un alma que le pertenece.
Del mismo modo que a un hombre le es difícil encontrar su alma, también le es difícil
encontrar su plegaria. La mayoría de la gente vive con almas y recita oraciones que no
son las suyas; hoy, has encontrado tu oración.»
Es justamente lo que necesitamos. Encontrar cada uno nuestro camino hacia Dios,
encontrar nuestra propia oración. Pero, ¿cómo hacerlo cuando uno está lleno de
dudas y no tiene tiempo ni fuerzas para buscar a Dios? Muchas veces he pensado que
para muchas personas que no aciertan a creer, la mejor oración tal vez sean esas
palabras cargadas de sinceridad que Pedro dirige a Jesús cuando comienza a
hundirse en el mar de Tiberíades: «Señor, sálvame.»
LAS DUDAS DEL CREYENTE
¿Por qué has dudado?
Mt 14, 22-23
No es fácil responder con sinceridad a esa pregunta que Jesús hace a Pedro en el
momento mismo en que lo salva de las aguas: "¿Por qué has dudado?".
A veces las más hondas convicciones se nos desvanecen y los ojos del alma se nos
turban sin saber exactamente por qué. Principios aceptados hasta entonces como
inconmovibles comienzan a tambalearse. Y se despierta en nosotros la tentación de
abandonarlo todo sin reconstruir nada nuevo.
Otras veces, el misterio de Dios se nos hace agobiante y abrumador. La última palabra
sobre mi vida se me escapa y es duro abandonarse al misterio. Mi razón sigue
buscando insatisfecha una luz clara y apodíctica que no encuentra ni podrá jamás
encontrar.
No pocas veces, la superficialidad y ligereza de nuestra vida cotidiana y el culto
secreto a tantos ídolos nos sumergen en largas crisis de indiferencia y escepticismo
interior, con la sensación de haber perdido realmente a Dios.
Con frecuencia, nuestro propio pecado quebranta nuestra fe, pues ésta decae y se
debilita cuando negamos a Dios el derecho a ser luz y principio de acción en nuestra
vida.
Si somos sinceros, hemos de confesar que hay una distancia enorme entre el creyente
que profesamos ser y el creyente que somos en realidad.
¿Qué hacer al constatar en nosotros una fe a veces tan frágil y vacilante?
Lo primero es no desesperar ni asustarse al descubrir en nosotros dudas y
vacilaciones. La búsqueda de Dios se vive casi siempre en la inseguridad, la oscuridad
y el riesgo. A Dios se le busca «a tientas». Y no hemos de olvidar que muchas veces
«la fe genuina sólo puede aparecer como duda superada».
Lo importante es aceptar el misterio de Dios con el corazón abierto. Nuestra fe
depende de la verdad de nuestra relación con Dios. Y no hay que esperar a que
nuestros interrogantes y dudas se encuentren resueltos, para vivir en verdad ante ese
Dios.
Por eso, lo importante es saber gritar como Pedro: «Señor, sálvame». Saber levantar
hacia Dios nuestras manos vacías, no sólo como gesto de súplica sino también de
entrega confiada de quien se sabe pequeño, ignorante y necesitado de salvación.
No olvidemos que la fe es «caminar sobre agua», pero con la posibilidad de encontrar
siempre esa mano que nos salva del hundimiento total.
Miércoles, 13. Agosto 2008 - 21:21 Hora
Fiesta de la Asunción y Domingo XX del Tiempo Ordinario
ASUNCION DE MARIA
Se puso en camino... Lc 1, 39-45
ACOMPAÑAR A VIVIR
En este día de la Asunción de María, vamos a intentar descubrir uno de los rasgos
más característicos del amor cristiano, se trata de saber acudir junto a quien puede
estar necesitando nuestra presencia.
Ese es el primer gesto de María después de acoger con fe la misión de ser madre del
Salvador. Ponerse en camino y marchar aprisa junto a otra mujer que necesita en
estos momentos su cercanía.
Hay una manera de amar que debemos recuperar en nuestros días y que consiste en
"acompañar a vivir" a quien se encuentra hundido en la soledad, bloqueado por la
depresión, atrapado por la enfermedad o sencillamente vacío de toda alegría y
esperanza de vida.
Estamos consolidando entre todos una sociedad hecha sólo para los fuertes, los
agraciados, los jóvenes, los sanos y los que son capaces de gozar y disfrutar de la
vida.
Estamos fomentando así lo que alguien ha llamado «el segregarismo social».
Reunimos a los niños en las guarderías, instalamos a los enfermos en las clínicas y
hospitales, guardamos a nuestros ancianos en asilos y residencias, encerramos a los
delincuentes en las cárceles y ponemos a los drogadictos bajo vigilancia...
Así, todo nos parece que está en orden. Cada uno recibirá allí la atención que
necesita, y los demás nos podremos dedicar con más tranquilidad a trabajar y disfrutar
de la vida sin ser molestados.
Entonces procuramos rodearnos de personas simpáticas y sin problemas que no
pongan en peligro nuestro bienestar, convertimos la amistad y el amor en un
intercambio mutuo de favores, y logramos vivir «bastante satisfechos».
Sólo que así no es posible experimentar la alegría de contagiar y dar vida. Se explica
que muchos, aun habiendo logrado un nivel elevado de bienestar y tranquilidad,
tengan la impresión de que viven sin vivir y que la vida se les escapa aburridamente
de entre las manos.
El que cree en la encarnación de un Dios que ha querido compartir nuestra vida y
acompañarnos en nuestra indigencia, se siente llamado a vivir de otra manera.
No se trata de hacer «cosas grandes». Quizás sencillamente ofrecer nuestra amistad a
ese vecino hundido en la soledad y la desconfianza, estar cerca de ese joven que
sufre depresión nerviosa, tener paciencia con ese anciano que busca ser escuchado
por alguien, estar junto a esos padres que tienen a su hijo en la cárcel, alegrar el rostro
de ese niño solitario marcado por la separación de sus padres.
Este amor que nos hace tomar parte en las cargas y el peso que tiene que soportar el
hermano es un amor «salvador», pues libera de la soledad e introduce una esperanza
y alegría nueva en quien sufre, pero se siente acompañado en su dolor
Domingo XX del Tiempo Ordinario
Mujer, ¡qué grande es tu fe...!
Mt 15, 21-28
Suplicar con fe Al ritmo de cada díaUna fe grande
SUPLICAR CON FE
Nos hemos acostumbrado a dirigir nuestras peticiones a Dios de manera tan
superficial e interesada que probablemente hemos de aprender de nuevo el sentido y
la grandeza de la súplica cristiana.
L. Boros señala algunas dificultades que hacen imposible la súplica y contra las que
tenemos que luchar decididamente.
A algunos les parece indigno rebajarse a pedir nada. El hombre es responsable de sí
mismo y de su historia. Pero, aun siendo esto verdad, también lo es el que los
hombres vivimos de la gracia. Y reconocerlo significa enraizarnos en nuestra propia
verdad.
Para otros, Dios es algo demasiado irreal. Un ser indiferente y lejano, que no se
preocupa del mundo. Por un lado, vivimos los hombres sumergidos «en el laberinto de
las cosas terrenas» y por otro, vive Dios en su mundo eterno.
Y sin embargo, orar a Dios es descubrir que está incondicionalmente de nuestro lado
contra el mal que nos amenaza. Suplicar es invocar a Dios como gracia, liberación,
alegría de vivir.
Pero es entonces precisamente cuando Dios aparece demasiado débil e impotente. Ya
no hay en el mundo un lugar para un Dios que actúa, interviene y ayuda a los
hombres.
Y es cierto que Dios no lo puede todo. Ha creado el mundo y lo respeta tal como es,
sin entrar en conflicto con él. Su amor al hombre está de hecho limitado hoy por la
imperfección del mundo y por nuestra libertad.
Pero los acontecimientos del mundo y nuestra propia vida no son algo cerrado en sí
mismos. Y la súplica es ya fecunda en sí misma porque nos abre a ese Dios que está
ya trabajando nuestra salvación definitiva por encima de todo mal.
Si nosotros oramos a Dios no es para lograr que nos ame más y se preocupe con más
atención de nosotros. Dios no puede amarnos más de lo que nos ama.
Somos nosotros los que, al orar, nos dejamos transformar por su gracia, descubrimos
la vida desde el horizonte de Dios y nos abrimos a su voluntad salvadora. No es Dios
el que tiene que cambiar sino nosotros.
La humilde mujer cananea, arrodillada con fe a los pies de Jesús, puede ser una
llamada y una invitación a recuperar en nuestra vida el sentido de la súplica confiada
al Señor.
AL RITMO DE CADA DÍA
Ten compasión de mí
Mt 15, 21-28
Son muchos los creyentes que han perdido casi totalmente la costumbre de orar.
Recuerdan, quizás, oraciones que hacían de niños, pero hoy no aciertan a dirigirse a
Dios. Desearían, tal vez, volver a comunicarse con él, pero no saben por dónde
empezar.
Seamos realistas. ¿Cómo puede orar un hombre o mujer sometido al ritmo ordinario
de la vida moderna? ¿Qué pasos puede dar? Yo sugiero comenzar por recuperar de
forma sencilla la oración de la mañana y de la noche.
Hay muchas maneras de levantarse, pero lo ordinario es iniciar el día de forma casi
autómata. La persona se va sacudiendo de encima el sueño de la noche mientras se
da prisa para no llegar tarde a sus ocupaciones. Sin embargo, el despertar no es algo
trivial, sino un acontecimiento importante: se nos está regalando un nuevo día para
vivir.
Algunos tienen posibilidades de pararse unos minutos y comenzar el día de manera
más consciente. Si lo hacemos, enseguida nos vendrán a la mente las preocupaciones
de la víspera y los problemas que nos aguardan. Puede ser el momento de recogernos
ante Dios para darle gracias por el nuevo día y pedir su fuerza y su luz. El nos
acompañará a lo largo del día. El rezo de una oración conocida -padrenuestro o
avemaría- nos pueden servir de ayuda.
Otras personas no tienen tiempo ni condiciones para empezar el día orando con
calma. Hay que darse prisa, los hijos pequeños no nos dejan en paz, nuestra cabeza
está ocupada por mil cosas. También entonces la persona creyente puede elevar su
corazón a Dios y pensar con gozo: «Dios me ama y me acompaña de cerca también
hoy.» Basta. Lo importante es reavivar cada día esta fe.
La oración de la noche es diferente. Por lo general, la persona cuenta con más tiempo
y posibilidades. Nos disponemos ya a descansar de las tensiones y trabajos del día.
Entregarse al sueño puede convertirse para el creyente en un acto de abandono
confiado en manos de Dios. Pedimos perdón y nos confiamos a su misericordia. El
signo de la cruz o el rezo de una oración sencilla nos pueden ayudar.
Estos gestos tan sencillos -a más de uno le pueden hacer sonreír- inscritos en el ritmo
diario de nuestra vida, hecha de días y de noches, nos permite vivir de modo más
consciente nuestro ser de «hijos de Dios» hablando con él «como un amigo con su
amigo» (san Ignacio de Loyola). Esta oración no es una obligación. Es una necesidad
gozosa para quien camina por la vida acompañado por un Dios Amigo.
El relato evangélico nos presenta a Jesús alabando la fe grande de una mujer
cananea que no hace sino gritarle con palabras sencillas, pero sinceras, su necesidad:
«Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David.»
UNA FE GRANDE
Qué tentador resulta en una época como la nuestra el medir la grandeza o pequeñez
de una vida desde el éxito o los logros conseguidos.
Condicionados por una cultura que casi sólo piensa en el rendimiento y la producción,
apenas somos capaces de emplear otros criterios para valorar a la persona si no es su
actividad y eficacia.
No es extraño que, a la hora de evaluar la calidad de la fe, busquemos
inmediatamente la eficacia transformadora y el compromiso práctico que esa fe es
capaz de generar en nuestra sociedad.
Y hacemos bien, pues el mismo Jesús nos enseñó a distinguir el árbol bueno del malo
a partir de sus frutos. Y la fe es «una savia» que corre por todo nuestro ser y debe
traducirse en compromiso y actuación cristianos.
Pero sería una equivocación el considerar «grandes creyentes» sólo a aquellos
hombres y mujeres que se esfuerzan generosamente en transformar nuestra sociedad
desde un compromiso social o político animado por la fe, menospreciando como a
«creyentes de segunda categoría» a aquellos que, por factores muy diversos, no
pueden comprometerse a ese mismo nivel, aunque vivan toda su vida desde una
postura creyente.
Jesús admira la grandeza de fe de una mujer sencilla que, por amor a su hija, no duda
en invocar al señor con insistencia, a pesar de todos los obstáculos y dificultades.
Cuántos hombres y mujeres sencillos de nuestros pueblos saben vivir su vida de
manera totalmente honrada y leal, animados por una fe profunda en Dios.
Cuántos son capaces de enfrentarse al sufrimiento, la desgracia y la adversidad, sin
deshumanizarse ni destruirse, apoyados en su confianza total en Dios.
Cuántos saben gastarse en un servicio sencillo y callado a los demás, sin recibir
homenajes solemnes ni pretender grandes aplausos, impulsados solamente por su
amor generoso y desinteresado a los hermanos y su fe en el Padre de todos.
Es una temeridad medir con nuestros criterios estrechos y parciales el misterio de la fe
de un creyente, pues, en último término, la fe debería ser medida por nuestra
capacidad de abrirnos al misterio insondable de Dios.
Sábado, 23. Agosto 2008 - 08:45 Hora
Domingo XXI del Tiempo Ordinario
¿Quién decís que soy yo?
Mt 16, 13-20
Dichoso Nuestra imagen de Cristo
¿Quién para nosotros? ¿Qué misterio se encierra en él?
El misterio de Jesús
DICHOSO
Con frecuencia pensamos que seremos más felices el día en que cambie el entorno
que nos rodea, cuando las personas nos traten mejor o cuando nos sucedan cosas
buenas. En el fondo buscamos que la vida se adapte a nuestros deseos. Creemos que
entonces seremos felices.
Sin embargo, hay una pregunta que no podemos ni debemos eludir. Para conocer la
felicidad, ¿tiene que suceder algo fuera de mí, o justamente dentro de mí mismo?,
¿tienen que cambiar los demás, o tengo que cambiar yo?, ¿ha de mejorar el mundo
que me rodea, o he de transformarme yo?
En el relato que nos ofrece el evangelista Mateo, Jesús le declara feliz a Pedro por
algo que ha ocurrido en su interior: el Padre del cielo le ha revelado que Jesús no es
un profeta más, sino «el Mesías, el Hijo de Dios vivo». No es difícil detectar dos
matices en las palabras de Cristo: «Qué suerte tienes, Simón, hijo de Jonás, porque el
Padre te ha desvelado una verdad tan decisiva.» Pero, al mismo tiempo: «Qué dichoso
eres por haberte abierto a esa luz que el Padre ha puesto en ti.»
A nosotros nos puede resultar un tanto extraño que una «revelación interior» pueda
convertirse en fuente de felicidad. Sin embargo, pocas cosas pueden desencadenar
una experiencia tan gozosa y estable como el descubrir con luz nueva las
convicciones fundamentales que sostienen la vida de la persona.
Los cristianos olvidamos con frecuencia un dato elemental. Lo que encontramos al
comienzo del cristianismo no es una doctrina, sino una experiencia vivida con fe por
los primeros discípulos. La fe cristiana nació cuando unos hombres y mujeres se
encontraron con Cristo y experimentaron en él la cercanía de Dios. Este encuentro dio
un sentido nuevo a sus vidas; descubrieron a Dios como Padre cercano y bueno;
pusieron en Cristo todas sus esperanzas de salvación.
Ahora bien, lo que para ellos fue una experiencia viva, a nosotros nos llega como una
tradición religiosa que ha sido formulada en un lenguaje concreto y ha cristalizado a lo
largo de los siglos en un determinado cuerpo doctrinal. Pero, evidentemente, ser
creyente es mucho más que aceptar dócilmente esa doctrina. Cada uno hemos de vivir
nuestra propia experiencia y hacer nuestra la fe primera de aquellos discípulos.
No basta afirmar teóricamente que Cristo es el Hijo de Dios encarnado o atribuirle
títulos tan solemnes como Salvador del Mundo o Redentor de la Humanidad. Es
necesario, además, creer en él, adherirnos a su persona, abrirnos a su acción
salvadora, acoger su palabra, dejarnos trabajar por su Espíritu. Por eso, también hoy
dichoso el creyente que, al confesar a Cristo como «Mesías, Hijo de Dios vivo», no
sólo afirma una verdad doctrinal del Credo, sino que se deja iluminar internamente por
el Padre.
NUESTRA IMAGEN DE CRISTO
¿Quién decís que soy yo?
Mt 16, 13-20
La pregunta de Jesús: «Quién decís que soy yo?» sigue pidiendo todavía una
respuesta entre los creyentes de nuestro tiempo. No todos tenemos la misma imagen
de Jesús. Y esto, no sólo por el carácter inagotable de su personalidad, sino, sobre
todo, porque cada uno de nosotros vamos elaborando nuestra imagen de Jesús a
partir de nuestros propios intereses y preocupaciones, condicionados por nuestra
sicología personal y el medio social al que pertenecemos, y marcados de manera
decisiva por la formación religiosa que hemos recibido.
Y sin embargo, la imagen de Cristo que podamos tener cada uno, tiene importancia
decisiva para nuestra vida creyente, pues, condiciona esencialmente nuestra manera
de entender y vivir la fe.
Una imagen empobrecida, unilateral, parcial o falsa de Jesús nos conducirá a una
vivencia empobrecida, unilateral, parcial o falsa de la fe.
De ahí la importancia de tomar conciencia de las posibles deformaciones de nuestra
visión de Jesús y de purificar nuestra adhesión a Jesucristo.
Por otra parte, es pura ilusión pensar que uno cree en Jesucristo porque «cree» en un
dogma o porque está dispuesto a creer «en lo que la santa Madre Iglesia cree».
En realidad, cada creyente cree en lo que cree él, es decir, en lo que personalmente
va descubriendo en su seguimiento a Jesucristo, aunque naturalmente, lo haga dentro
de la comunidad cristiana.
Por desgracia, son bastantes los cristianos que entienden y viven su religión de tal
manera que probablemente nunca podrán tener una experiencia un poco viva de lo
que es encontrarse personalmente con Cristo.
Ya en una época muy temprana de su vida, se han hecho una idea infantil de Jesús,
cuando quizás no se habían planteado todavía con suficiente lucidez las cuestiones y
preguntas a las que Cristo puede responder.
Más tarde, ya no han vuelto a repensar su fe en Jesucristo, bien porque la consideran
algo banal y sin importancia alguna para sus vidas, bien porque no se atreven a
examinarla con seriedad y rigor por temor a perderla, bien porque se contentan con
conservarla de manera indiferente y apática, sin eco alguno en su ser.
Desgraciadamente no sospechan lo que Jesús podría ser para su vida. M. Legaut
escribía esta frase dura pero quizás muy real: «Esos cristianos ignoran quién es Jesús
y están condenados por su misma religión a no descubrirlo jamás».
¿QUIEN ES PARA NOSOTROS?
Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Mt 16, 13-20
No es fácil intentar responder con sinceridad a la pregunta de Jesús: «¿quién decís
que soy yo?».
En realidad, ¿quién es Jesús para nosotros? Su persona nos llega a través de veinte
siglos de imágenes, fórmulas, ideologizaciones, experiencias, interpretaciones
culturales... que van desvelando y velando al mismo tiempo su riqueza insondable.
Pero, además, cada uno de nosotros vamos revistiendo a Jesús de lo que nosotros
somos. Y proyectamos en él nuestros deseos, aspiraciones, intereses y limitaciones. Y
casi sin darnos cuenta, lo empequeñecemos y desfiguramos incluso cuando tratamos
de exaltarlo.
Pero Jesús sigue vivo. Los cristianos no lo hemos podido disecar con nuestra
mediocridad. No permite que lo disfracemos. No se deja etiquetar ni reducir a unos
ritos, unas fórmulas, unas costumbres.
Jesús siempre desconcierta a quien se acerca a él con una postura abierta y sincera.
Siempre es distinto de lo que esperábamos. Siempre abre nuevas brechas en nuestra
vida, rompe nuestros esquemas y nos empuja a una vida nueva.
Cuanto más se le conoce, más sabe uno que todavía está empezando a descubrirlo.
Seguir a Jesús es avanzar siempre, no establecerse nunca, crear, construir, crecer.
Jesús es peligroso. Percibimos en él una entrega a los hombres que desenmascara
todo nuestro egoísmo. Una pasión por la justicia que sacude todas nuestras
seguridades, privilegios y comodidad. Una ternura y una búsqueda de reconciliación y
perdón que deja al descubierto nuestra mezquindad. Una libertad que rasga nuestras
mil esclavitudes y servidumbres.
Y sobre todo, intuimos en él un misterio de apertura, cercanía y proximidad a Dios que
nos atrae y nos invita a abrir nuestra existencia al Padre.
A Jesús lo iremos conociendo en la medida en que nos entreguemos a él. Sólo hay un
camino para ahondar en su misterio: seguirle. Seguir humildemente sus pasos,
abrirnos con él al Padre, actualizar sus gestos de amor y ternura, mirar la vida con sus
ojos, compartir su destino doloroso, esperar su resurrección.
Y sin duda, saber orar muchas veces desde el fondo de nuestro corazón: «Creo,
Señor, ayuda mi incredulidad».
¿QUÉ MISTERIO SE ENCIERRA EN ÉL?
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Cada uno ha de responder. No basta seguir
repitiendo fórmulas y tópicos sobre Jesús. Es necesario un esfuerzo por intuir cada
vez mejor qué misterio se encierra en este hombre en el que los creyentes
descubrimos como en ninguna otra parte el rostro vivo de Dios. Voy a señalar algunos
aspectos que destacan hoy investigadores y especialistas sobre Jesús.
Jesús fue un profeta que comunicó a las gentes una experiencia única y original de
Dios, sin desfigurarla con los miedos, ambiciones y fantasmas que las religiones
suelen proyectar de ordinario sobre la divinidad.
Para Jesús, Dios es amor compasivo. La compasión es la manera de ser de Dios, su
primera reacción ante el ser humano y ante la creación entera.
Toda religión auténtica ha de potenciar el amor compasivo a los que sufren.
Jesús sólo vivió para implantar en el mundo lo que él llamaba «el reino de Dios». Fue
su gran sueño. La pasión que alentó su vida entera. Quería ver realizado entre los
hombres el proyecto de Dios: una vida más digna y dichosa para todos, ahora y para
siempre.
Jesús no se dedicó a organizar una religión más perfecta desarrollando una teología
más precisa sobre Dios o una liturgia más digna. Lo que verdaderamente le preocupó
fue la felicidad de la gente. Por eso se entregó a eliminar el sufrimiento y a luchar
contra todo lo que hace daño o permite la humillación de las personas.
Jesús amó a los más pobres e indefensos de la sociedad. Otros muchos lo han hecho
también antes y después de él. Lo más sorprendente es que, por encima de los
pobres, nada ha amado más Jesús que a ellos, ni siquiera la religión, la ley o las
tradiciones más venerables.
¿Quién es este hombre que, además de vivir sólo para la felicidad de los demás, se ha
atrevido a sugerir que Dios se parece a él, pues sólo quiere y busca una vida más
digna y dichosa para todos? ¿Qué misterio se encierra en él? Para intuirlo, nada mejor
que seguir sus pasos.
el misterio de Jesús
EN cualquier lugar y en cualquier época, quienes deseen vivir fielmente la fe cristiana
tendrán que preguntarse una y otra vez: ¿Quién fue Jesús de Nazaret? ¿Quién es hoy
Cristo para nosotros? ¿Qué podemos esperar de él? Por eso, todos los años se
recuerda en la comunidad cristiana el diálogo de Cesarea de Filipo y se escucha esa
pregunta decisiva de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Con frecuencia, se trata de responder a esta pregunta en clave doctrinal recordando lo
que los grandes concilios han proclamado sobre él. Planteada así la cuestión, unos
afirman que Jesús es el Hijo de Dios consustancial al Padre, otros entienden que es
sólo un hombre extraordinario pero no de naturaleza divina, otros prefieren no
pronunciarse pues no llegan a entender qué es lo que se quiere decir exactamente con
este tipo de fórmulas.
Con ser decisiva, no es ésta, sin embargo, la única clave para acercarse a la
verdadera identidad de Cristo, sobre todo en una época de fuerte crisis metafísica en
la que muchos buscan orientación para su vida en medio de conflictos, interrogantes y
contradicciones. Hay otra manera de ahondar en la personalidad de Cristo y es
recorrer el camino iniciado por él.
A muchos hombres y mujeres de hoy no les ayuda mucho analizar lo que dicen los
concilios sobre la naturaleza divina y humana de Cristo o escuchar las explicaciones
de los teólogos sobre la posibilidad de que Dios se haga hombre. Es mejor conocer el
relato evangélico sobre Jesús, captar lo esencial de esa vida y ponernos a seguirle.
Quien sigue a Jesús se acerca cada vez más a su misterio. Se encuentra con un
hombre movido sólo por el amor, sintoniza con él, comienza a entender la existencia
desde otra perspectiva y se pregunta qué misterio se encierra en este ser humano que
no vive para sí mismo sino para los demás. Se sorprende ante su libertad inaudita,
trata de seguirle en su «camino de verdad» y se pregunta dónde está el origen último
de esa seguridad misteriosa que lo lleva a poner la ley, el culto y la religión al servicio
del ser humano.
Lo que más nos acerca al misterio de Cristo no es confesar rutinariamente las grandes
fórmulas cristológicas sino tratar de seguirle día a día abriéndonos a su Espíritu y
sintonizando con su estilo de vivir.
Martes, 26. Agosto 2008 - 21:20 Hora
Domingo XXII del Tiempo Ordinario
¿De qué le sirve ganar el mundo entero... ?
Mt 16, 21-27
Estropear la vida nte el sufrimiento
¿Fe congelada?Contra la muerte del espíritu
CONTRA LA MUERTE DEL ESPÍRITU
Es un Manifiesto diferente. Lo lanzaron hace unos años el escritor colombiano, Álvaro
Mutis, premio Cervantes y el editor Javier Ruiz Portella. No está redactado para
denunciar políticas, repudiar injusticias económicas o protestar contra actividades
sociales específicas. Su voz quiere alertar sobre algo más profundo y más grave: el
riesgo de que quede aniquilada la vida del espíritu.
Según el Manifiesto, una «profunda pérdida de sentido conmueve a la sociedad
contemporánea». Todo se ha reducido a «preservar y mejorar la vida material».
Muchos viven sólo para trabajar, producir, consumir y divertirse. El fondo del problema
está en que el hombre se ha proclamado no sólo «dueño de la naturaleza», sino
también «dueño y señor del sentido».
Para los autores del Manifiesto, lo que peligra hoy no son los beneficios materiales
alcanzados por la ciencia y la técnica, es la vida del espíritu la que se ve amenazada.
La pregunta de fondo es ésta: «para qué vivimos y morimos nosotros. los hombres que
creemos haber dominado el mundo..., el mundo material, se entiende?, ¿cuál es
nuestro sentido, nuestro proyecto, nuestros símbolos..., estos valores sin los que
ningún hombre ni ninguna colectividad existirían?, ¿cuál es nuestro destino?» Si ésta
es la pregunta que da sentido a cualquier civilización, hoy tendríamos que decir que
«nuestro destino es estar privados de destino, es carecer de todo destino que no sea
nuestro inmediato sobrevivir». Lo más angustioso es que, salvo algunas voces
aisladas, la muerte del espíritu «parece dejar a nuestros contemporáneos sumidos en
la más completa de las indiferencias».
Mientras leía el Manifiesto, resonaban en mí las palabras de Jesús: «¿De qué le sirve
al hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida? o ¿qué podrá dar para
recobrarla?»
Este texto, traducido de manera incorrecta, ha sido leído en estos términos: ¿de qué le
sirve al hombre ganar este mundo si al final pierde su alma y se queda sin la vida
eterna? Las palabras de Jesús tienen otro sentido: ¿De qué le sirve al ser humano
ganarlo todo si se pierde él? Hay algo de valor infinito en la persona, que, si se pierde,
no puede ser recuperado con nada.
El Manifiesto habla también de un sentido y un misterio que transciende al ser humano
y que hoy se está olvidando. Sin tomar una posición religiosa, los firmantes se
preguntan, sin embargo, si no hemos de plantearnos, sobre bases radicalmente
nuevas, «la cuestión que la modernidad había creído olvidar para siempre. la cuestión
de Dios».
ESTROPEAR LA VIDA
Casi sin darnos cuenta, hemos construido una sociedad donde lo importante es
«obtenerlo todo y ahora mismo».
Una educación excesivamente permisiva, una falta casi total de autodisciplina, un
ambiente social lleno de estímulos que nos empujan sólo a ganar, gozar, gastar y
disfrutar, el miedo a no vivir intensamente, el temor a aparecer como fracasados y
reprimidos... nos está llevando a un estilo de vida donde la renuncia no tiene ya lugar
alguno.
Pero comenzamos a constatar que no es ése el camino acertado para vivir en plenitud.
Cuando, sistemáticamente, vamos satisfaciendo nuestros deseos de manera
inmediata, no crecemos como hombres. No acertamos a saborear con gozo la
satisfacción obtenida. Nuestro espíritu no se aquieta. Siempre surge un nuevo deseo
más apremiante y excitante que el anterior.
Y comenzamos a vivir en tensión, sin saber ya cómo saciar nuestros deseos e
insatisfacciones cada vez más voraces. Y la existencia se nos convierte en una carrera
alocada donde lo único que nos llena es tener siempre más y disfrutar con mayor
intensidad.
Y tras la satisfacción lograda, de nuevo el vacío, el decaimiento, la tristeza y el hastío.
Y de nuevo, vuelta a empezar, atrapados en una trampa que no tiene salida hacia la
verdadera libertad.
Quizás esta experiencia nos puede ayudar a entender mejor las palabras de Jesús:
«¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida? ¿O qué
podrá dar para recobrarla?».
Lo queramos o no, el hombre madura y crece, cuando sabe renunciar a la satisfacción
inmediata y caprichosa de todos sus deseos en aras de una libertad, unos valores y
una plenitud de vida más noble, digna y enriquecedora.
Todavía más. Si uno quiere obtenerlo todo ahora, inmediatamente, a cualquier precio y
de cualquier manera, sin abrirse a una vida futura, eterna y definitiva, corre el riesgo
de perderse definitivamente.
¿No hemos de introducir en nuestras vidas una dosis mayor de renuncia, sana
austeridad y simplicidad en el vivir?
El que quiere seguir a Jesús hasta la plenitud de la resurrección ha de saber vivir de
manera crucificada.
¿FE CONGELADA?
...y me siga
Creer en Dios no es algo estático, una manera de pensar o de sentir que se conserva
congelada en algún rincón interior de la persona. La fe consiste en vivir confiando en
Dios, y la vida es la vida; no se congela en ningún momento; está llamada a crecer y
desarrollarse. Cuando se vive ante Dios, no es posible quedarse siempre en el mismo
punto. El creyente busca siempre vivir con más hondura. Repiensa las decisiones
pasadas y toma otras nuevas. Trata de vivir siempre con más coherencia y dignidad.
Lucha, cae, se arrepiente, vuelve a empezar... pero no permanece inerte.
Por eso, ser cristiano no consiste sólo en evitar el pecado. En nuestras vidas siempre
hay pecado porque hay arrogancia, egoísmo, orgullo, exclusión del otro,
acaparamiento y muchas cosas más. El creyente no es perfecto, pero es de corazón
inquieto. Su fe le lleva a reconocer su pecado para reaccionar, levantarse, reorientar
su vida, crecer.
Los primeros cristianos nunca entendieron su fe en Cristo de manera estática y
repetitiva. Pensaron más bien en un proceso de crecimiento constante. Para ellos, ser
cristiano consiste en «seguir» a Jesús, caminar tras sus huellas, aprender a vivir como
él, reproducir su estilo de vida sencillo, fraterno, cercano al sufrimiento ajeno, abierto a
la confianza en Dios.
Por eso, cuando se nos pregunta si somos cristianos, no deberíamos responder sin
más: «Sí, soy cristiano». Deberíamos decir: «Me voy haciendo cristiano», «estoy
tratando de seguir con más verdad a Cristo», «no quiero que se me escape la vida sin
aprender a vivir como Él». Con este lenguaje modesto y realista solía hablar K.
Rahner, uno de los teólogos más lúcidos del siglo veinte.
Ciertamente, es arriesgado y exigente seguir a Cristo: no se puede servir al Dios de
Jesús y dedicarse sólo a ganar dinero; no es posible enfrentarse al futuro como él y
volver la mirada atrás; se corre el riesgo de verse sin apoyo donde reclinar la cabeza.
Pero es una manera apasionante de entender y afrontar la vida. A pesar de su
mediocridad, el verdadero creyente se da cuenta de que nada ni nadie podría poner un
estímulo más vigoroso y una fuerza más apasionante en su vida que este
planteamiento de «seguí»» a Jesús. Un planteamiento que nunca se sabe
exactamente hasta dónde nos puede llevar.
ANTE EL SUFRIMIENTO
Que cargue su cruz y me siga
Pocos aspectos del mensaje evangélico han sido tan distorsionados y desfigurados
como la llamada de Jesús a «tomar la cruz». De ahí que no pocos cristianos tengan
ideas bastante confusas sobre la actitud cristiana a adoptar ante el sufrimiento.
Recordemos algunos datos que no hemos de ignorar si queremos seguir al Crucificado
con mayor fidelidad.
En Jesús no encontramos ese sufrimiento que hay tantas veces en nosotros, generado
por nuestro propio pecado o nuestra manera desacertada de vivir. Jesús no ha
conocido los sufrimientos que nacen de la envidia, el resentimiento, el vacío interior o
el apego egoísta a las cosas y a las personas.
Hay, por tanto, en nuestra vida un sufrimiento (según los expertos, puede llegar en
algunas personas al 90% de su sufrimiento) que hemos de ir suprimiendo de nosotros
precisamente si queremos seguir a Cristo.
Por otra parte, Jesús no ama ni busca arbitrariamente el sufrimiento ni para El ni para
los demás, como si el sufrimiento encerrara algo especialmente grato a Dios.
Es una equivocación creer que uno sigue más de cerca a Cristo porque busca sufrir
arbitrariamente y sin necesidad alguna. Lo que agrada a Dios no es el sufrimiento, sino
la actitud con que una persona asume el sufrimiento en seguimiento fiel a Cristo.
Jesús, además, se compromete con todas sus fuerzas para hacer desaparecer de
entre los hombres el sufrimiento. Toda su vida ha sido una lucha constante por
arrancar al ser humano de ese sufrimiento que se esconde en la enfermedad, el
hambre, la injusticia, los abusos, el pecado, la muerte.
El que quiera seguirle no podrá ignorar a los que sufren. Al contrario, su primera tarea
será quitar sufrimiento de la vida de los hombres. Como ha dicho un teólogo, «no hay
derecho a ser feliz sin los demás ni contra los demás».
Por último, cuando Jesús se encuentra con el sufrimiento provocado por quienes se
oponen a su misión, no lo rehúye, sino que lo asume en una actitud de fidelidad total al
Padre y de servicio incondicional a los hombres.
Antes que nada, «tomar la cruz» es seguir fielmente a Cristo y aceptar las
consecuencias dolorosas que se seguirán, sin duda, de este seguimiento.
Hay rechazos, padecimientos y daños que el cristiano ha de asumir siempre. Es el
sufrimiento que sólo podríamos hacer desaparecer de nuestra vida dejando de seguir
a Cristo. Ahí está para cada uno de nosotros la cruz que hemos de llevar detrás de él.
Martes, 26. Agosto 2008 - 21:20 Hora
Domingo XXII del Tiempo Ordinario
¿De qué le sirve ganar el mundo entero... ?
Mt 16, 21-27
Estropear la vida nte el sufrimiento
¿Fe congelada?Contra la muerte del espíritu
CONTRA LA MUERTE DEL ESPÍRITU
Es un Manifiesto diferente. Lo lanzaron hace unos años el escritor colombiano, Álvaro
Mutis, premio Cervantes y el editor Javier Ruiz Portella. No está redactado para
denunciar políticas, repudiar injusticias económicas o protestar contra actividades
sociales específicas. Su voz quiere alertar sobre algo más profundo y más grave: el
riesgo de que quede aniquilada la vida del espíritu.
Según el Manifiesto, una «profunda pérdida de sentido conmueve a la sociedad
contemporánea». Todo se ha reducido a «preservar y mejorar la vida material».
Muchos viven sólo para trabajar, producir, consumir y divertirse. El fondo del problema
está en que el hombre se ha proclamado no sólo «dueño de la naturaleza», sino
también «dueño y señor del sentido».
Para los autores del Manifiesto, lo que peligra hoy no son los beneficios materiales
alcanzados por la ciencia y la técnica, es la vida del espíritu la que se ve amenazada.
La pregunta de fondo es ésta: «para qué vivimos y morimos nosotros. los hombres que
creemos haber dominado el mundo..., el mundo material, se entiende?, ¿cuál es
nuestro sentido, nuestro proyecto, nuestros símbolos..., estos valores sin los que
ningún hombre ni ninguna colectividad existirían?, ¿cuál es nuestro destino?» Si ésta
es la pregunta que da sentido a cualquier civilización, hoy tendríamos que decir que
«nuestro destino es estar privados de destino, es carecer de todo destino que no sea
nuestro inmediato sobrevivir». Lo más angustioso es que, salvo algunas voces
aisladas, la muerte del espíritu «parece dejar a nuestros contemporáneos sumidos en
la más completa de las indiferencias».
Mientras leía el Manifiesto, resonaban en mí las palabras de Jesús: «¿De qué le sirve
al hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida? o ¿qué podrá dar para
recobrarla?»
Este texto, traducido de manera incorrecta, ha sido leído en estos términos: ¿de qué le
sirve al hombre ganar este mundo si al final pierde su alma y se queda sin la vida
eterna? Las palabras de Jesús tienen otro sentido: ¿De qué le sirve al ser humano
ganarlo todo si se pierde él? Hay algo de valor infinito en la persona, que, si se pierde,
no puede ser recuperado con nada.
El Manifiesto habla también de un sentido y un misterio que transciende al ser humano
y que hoy se está olvidando. Sin tomar una posición religiosa, los firmantes se
preguntan, sin embargo, si no hemos de plantearnos, sobre bases radicalmente
nuevas, «la cuestión que la modernidad había creído olvidar para siempre. la cuestión
de Dios».
ESTROPEAR LA VIDA
Casi sin darnos cuenta, hemos construido una sociedad donde lo importante es
«obtenerlo todo y ahora mismo».
Una educación excesivamente permisiva, una falta casi total de autodisciplina, un
ambiente social lleno de estímulos que nos empujan sólo a ganar, gozar, gastar y
disfrutar, el miedo a no vivir intensamente, el temor a aparecer como fracasados y
reprimidos... nos está llevando a un estilo de vida donde la renuncia no tiene ya lugar
alguno.
Pero comenzamos a constatar que no es ése el camino acertado para vivir en plenitud.
Cuando, sistemáticamente, vamos satisfaciendo nuestros deseos de manera
inmediata, no crecemos como hombres. No acertamos a saborear con gozo la
satisfacción obtenida. Nuestro espíritu no se aquieta. Siempre surge un nuevo deseo
más apremiante y excitante que el anterior.
Y comenzamos a vivir en tensión, sin saber ya cómo saciar nuestros deseos e
insatisfacciones cada vez más voraces. Y la existencia se nos convierte en una carrera
alocada donde lo único que nos llena es tener siempre más y disfrutar con mayor
intensidad.
Y tras la satisfacción lograda, de nuevo el vacío, el decaimiento, la tristeza y el hastío.
Y de nuevo, vuelta a empezar, atrapados en una trampa que no tiene salida hacia la
verdadera libertad.
Quizás esta experiencia nos puede ayudar a entender mejor las palabras de Jesús:
«¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida? ¿O qué
podrá dar para recobrarla?».
Lo queramos o no, el hombre madura y crece, cuando sabe renunciar a la satisfacción
inmediata y caprichosa de todos sus deseos en aras de una libertad, unos valores y
una plenitud de vida más noble, digna y enriquecedora.
Todavía más. Si uno quiere obtenerlo todo ahora, inmediatamente, a cualquier precio y
de cualquier manera, sin abrirse a una vida futura, eterna y definitiva, corre el riesgo
de perderse definitivamente.
¿No hemos de introducir en nuestras vidas una dosis mayor de renuncia, sana
austeridad y simplicidad en el vivir?
El que quiere seguir a Jesús hasta la plenitud de la resurrección ha de saber vivir de
manera crucificada.
¿FE CONGELADA?
...y me siga
Creer en Dios no es algo estático, una manera de pensar o de sentir que se conserva
congelada en algún rincón interior de la persona. La fe consiste en vivir confiando en
Dios, y la vida es la vida; no se congela en ningún momento; está llamada a crecer y
desarrollarse. Cuando se vive ante Dios, no es posible quedarse siempre en el mismo
punto. El creyente busca siempre vivir con más hondura. Repiensa las decisiones
pasadas y toma otras nuevas. Trata de vivir siempre con más coherencia y dignidad.
Lucha, cae, se arrepiente, vuelve a empezar... pero no permanece inerte.
Por eso, ser cristiano no consiste sólo en evitar el pecado. En nuestras vidas siempre
hay pecado porque hay arrogancia, egoísmo, orgullo, exclusión del otro,
acaparamiento y muchas cosas más. El creyente no es perfecto, pero es de corazón
inquieto. Su fe le lleva a reconocer su pecado para reaccionar, levantarse, reorientar
su vida, crecer.
Los primeros cristianos nunca entendieron su fe en Cristo de manera estática y
repetitiva. Pensaron más bien en un proceso de crecimiento constante. Para ellos, ser
cristiano consiste en «seguir» a Jesús, caminar tras sus huellas, aprender a vivir como
él, reproducir su estilo de vida sencillo, fraterno, cercano al sufrimiento ajeno, abierto a
la confianza en Dios.
Por eso, cuando se nos pregunta si somos cristianos, no deberíamos responder sin
más: «Sí, soy cristiano». Deberíamos decir: «Me voy haciendo cristiano», «estoy
tratando de seguir con más verdad a Cristo», «no quiero que se me escape la vida sin
aprender a vivir como Él». Con este lenguaje modesto y realista solía hablar K.
Rahner, uno de los teólogos más lúcidos del siglo veinte.
Ciertamente, es arriesgado y exigente seguir a Cristo: no se puede servir al Dios de
Jesús y dedicarse sólo a ganar dinero; no es posible enfrentarse al futuro como él y
volver la mirada atrás; se corre el riesgo de verse sin apoyo donde reclinar la cabeza.
Pero es una manera apasionante de entender y afrontar la vida. A pesar de su
mediocridad, el verdadero creyente se da cuenta de que nada ni nadie podría poner un
estímulo más vigoroso y una fuerza más apasionante en su vida que este
planteamiento de «seguí»» a Jesús. Un planteamiento que nunca se sabe
exactamente hasta dónde nos puede llevar.
ANTE EL SUFRIMIENTO
Que cargue su cruz y me siga
Pocos aspectos del mensaje evangélico han sido tan distorsionados y desfigurados
como la llamada de Jesús a «tomar la cruz». De ahí que no pocos cristianos tengan
ideas bastante confusas sobre la actitud cristiana a adoptar ante el sufrimiento.
Recordemos algunos datos que no hemos de ignorar si queremos seguir al Crucificado
con mayor fidelidad.
En Jesús no encontramos ese sufrimiento que hay tantas veces en nosotros, generado
por nuestro propio pecado o nuestra manera desacertada de vivir. Jesús no ha
conocido los sufrimientos que nacen de la envidia, el resentimiento, el vacío interior o
el apego egoísta a las cosas y a las personas.
Hay, por tanto, en nuestra vida un sufrimiento (según los expertos, puede llegar en
algunas personas al 90% de su sufrimiento) que hemos de ir suprimiendo de nosotros
precisamente si queremos seguir a Cristo.
Por otra parte, Jesús no ama ni busca arbitrariamente el sufrimiento ni para El ni para
los demás, como si el sufrimiento encerrara algo especialmente grato a Dios.
Es una equivocación creer que uno sigue más de cerca a Cristo porque busca sufrir
arbitrariamente y sin necesidad alguna. Lo que agrada a Dios no es el sufrimiento, sino
la actitud con que una persona asume el sufrimiento en seguimiento fiel a Cristo.
Jesús, además, se compromete con todas sus fuerzas para hacer desaparecer de
entre los hombres el sufrimiento. Toda su vida ha sido una lucha constante por
arrancar al ser humano de ese sufrimiento que se esconde en la enfermedad, el
hambre, la injusticia, los abusos, el pecado, la muerte.
El que quiera seguirle no podrá ignorar a los que sufren. Al contrario, su primera tarea
será quitar sufrimiento de la vida de los hombres. Como ha dicho un teólogo, «no hay
derecho a ser feliz sin los demás ni contra los demás».
Por último, cuando Jesús se encuentra con el sufrimiento provocado por quienes se
oponen a su misión, no lo rehúye, sino que lo asume en una actitud de fidelidad total al
Padre y de servicio incondicional a los hombres.
Antes que nada, «tomar la cruz» es seguir fielmente a Cristo y aceptar las
consecuencias dolorosas que se seguirán, sin duda, de este seguimiento.
Hay rechazos, padecimientos y daños que el cristiano ha de asumir siempre. Es el
sufrimiento que sólo podríamos hacer desaparecer de nuestra vida dejando de seguir
a Cristo. Ahí está para cada uno de nosotros la cruz que hemos de llevar detrás de él.
Lunes, 1. Septiembre 2008 - 21:23 Hora
Domingo XXIII del Tiempo Ordinario
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Mt 18, 15-20
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Lo primero es la vida
AYUDARNOS A SER MEJORES
Cansados por la experiencia diaria, nacen a veces en nosotros preguntas
inquietantes y sombrías. ¿Podemos ser los hombres mucho mejores?
¿Podemos cambiar nuestra vida de manera decisiva? ¿Podemos transformar
nuestras actitudes equivocadas y adoptar un comportamiento nuevo? Con
frecuencia, lo que vemos, lo que escuchamos, lo que respiramos en torno a
nosotros, no nos ayuda a ser mejores, no eleva nuestro espíritu ni nos anima a
ser más humanos.
Por otra parte, se diría que hemos perdido capacidad para adentrarnos en
nuestra propia conciencia, descubrir nuestro pecado y renovar nuestra
existencia. No queremos interrogarnos a nosotros mismos. El tradicional
«examen de conciencia» que nos ayudaba a hacer un poco de luz ha quedado
arrinconado como algo ridículo y sin utilidad alguna. No queremos inquietar
nuestra tranquilidad. Preferimos seguir ahí, «sin interioridad», sin abrirnos a
ninguna llamada, sin despertar responsabilidad alguna. Indiferentes a todo lo
que pueda interpelar nuestra vida, empeñados en asegurar nuestra pequeña
felicidad por los caminos egoístas de siempre.
¿Cómo despertar en nosotros la llamada al cambio? ¿Cómo sacudirnos de
encima la pereza? ¿Cómo recuperar el deseo de bondad, generosidad o
nobleza?
Los creyentes deberíamos escuchar hoy más que nunca la llamada de Jesús a
corregirnos y ayudarnos mutuamente a ser mejores. Jesús nos invita, sobre
todo, a actuar con paciencia y sin precipitación, acercándonos de manera
personal y amistosa a quien está actuando de manera equivocada. «Si tu
hermano peca, repréndelo a solas, entre los dos. Si te hace caso, habrás salvado
a tú hermano.»
Cuánto bien nos puede hacer a todos esa crítica amistosa y leal, esa
observación oportuna, ese apoyo sincero en el momento en que nos habíamos
desorientado. Todo hombre es capaz de salir de su pecado y volver a la razón y
a la bondad. Pero necesita con frecuencia encontrarse con alguien que lo ame
de verdad, le invite a interrogarse y le contagie un deseo nuevo de verdad y
generosidad.
Quizás lo que más cambia a muchas personas no son las grandes ideas ni los
pensamientos hermosos, sino el haberse encontrado en la vida con alguien que
ha sabido acercarse a ellas amistosamente y las ha ayudado a renovarse.
REUNIDOS EN SU NOMBRE
Allí estoy yo en medio de ellos
Mt 18, 15-20Está muy extendida entre nosotros la idea de que la fe es un asunto
puramente individual que cada uno ha de resolver en lo íntimo de su conciencia,
Por eso, no resulta nada extraña la actitud de quienes, sintiéndose cristianos,
creen poder alimentar su fe sin vincularse con ninguna comunidad creyente.
Hay también quienes van seleccionando su propia comunidad según sus
gustos, su sensibilidad religiosa o, sencillamente, la comodidad del momento.
Incluso, no es raro en núcleos urbanos algo densos, el encontrarse hoy con
cristianos que ignoran cuál es la comunidad parroquial a la que pertenecen y
desconocen el templo al que son invitados como miembros de la Iglesia.
Y, sin embargo, la fe no es sólo una experiencia que se vive individualmente ni
un proceso interior que se alimenta en la intimidad del propio corazón.
El verdadero creyente alimenta su fe en el seno de una comunidad compartiendo
con otros hombres y mujeres la misma esperanza en el Dios de Jesucristo.
Sin duda, las comunidades concretas que cada uno conocemos no son como
quisiéramos. Las celebraciones litúrgicas en que tomamos parte nos pueden
resultar a veces aburridas y hasta penosas. Es fácil entonces la tentación de
distanciarnos poco a poco.
Pero puede ser también el momento de creer y vivir con realismo y humildad la
presencia de Cristo en medio de los creyentes. Nuestra mediocridad no impide
que se cumplan sus palabras: "Donde dos o tres están reunidos en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos".
En medio de esa modesta asamblea de hombres y mujeres agitados por deseos,
conflictos y esperanzas tan diferentes, está El.
En esas oraciones pronunciadas distraídamente por unos y murmuradas con fe
sincera por otros, en esos cantos salidos a veces del exterior de los labios y
nacidos otras del hondo del corazón, está El.
En ese evangelio escuchado distraídamente o acogido con fe, en esa comunión
recibida rutinariamente o anhelada con verdadera hambre, está El.
Su presencia la pueden percibir aquellos que saben "reunirse en su nombre".
Los que buscan algo más que un clima grato o una liturgia acomodada a sus
gustos. Los que saben sentirse solidarios de las alegrías y las penas de los
hermanos. Los que saben invocarle no sólo desde su corazón sino desde el
corazón de esta humanidad necesitada del Dios de la vida.
Lo primero es la vida
SE ha dicho que las religiones han sido origen de lo mejor y también de lo peor
que se ha vivido a lo largo de la historia. No sé si es así. Lo cierto es que las
religiones han cometido y siguen cometiendo graves agresiones contra la vida,
la libertad y la dignidad de las personas.
Por eso es tan importante caer en la cuenta de que, para Jesús, lo primero no es
la religión sino la vida. Lo decisivo es ver si la religión da vida o produce muerte,
si potencia la libertad y dignidad de las personas o si conduce hacia la
mediocridad y el aburrimiento. Esa es la disyuntiva: ¿para qué es la religión?
¿para dar vida o para dar muerte?
Los exégetas señalan tres rasgos básicos en la actuación de Jesús, que
permiten captar el núcleo de su religión.
En la curación de enfermos se revela su interés por una vida sana, liberada del
sufrimiento y del mal. En la expulsión de demonios se desvela su lucha por una
vida rescatada de la humillación, la indignidad y la esclavitud. En el perdón a los
pecadores se manifiesta, su empeño por liberar de la culpabilidad, la
desconfianza y el miedo a Dios.
Para Jesús, Dios es «Amigo de la vida». Su actuación y su mensaje no dejan
lugar a dudas: La religión ha de servir para potenciar la vida y la dignidad de las
personas, no para adormecerlas o empequeñecerlas. Cualquier otra forma de
entender y vivir la religión queda lejos del proyecto salvador de Jesús.
Desde su nacimiento, el cristianismo cuidó con esmero el encuentro semanal de
los seguidores de Jesús. Esta reunión era vivida con tal hondura que Mateo
pone en boca de Jesús estas palabras: «Donde dos o tres están reunidos en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Hoy, después de veinte siglos, la misa
dominical sigue siendo el acto religioso más importante de los cristianos, pero
¿nos reunimos en el nombre de Jesús? ¿se hace él presente entre nosotros?
No son pocas las preguntas que hemos de hacernos los cristianos: ¿es Jesús
quien reaviva nuestros encuentros religiosos?, ¿dónde está su fuerza para
contagiar vitalidad y despertar nuestra dignidad?, ¿dónde ha quedado el fuego
que quiso encender en el corazón de los hombres?, ¿qué hemos hecho de sus
palabras llenas de vida?
Martes, 9. Septiembre 2008 - 18:40 Hora
La Exaltación de la Santa Cruz
Tanto amó Dios al mundo...
Jn 3, 13-17
Algo más que sobrevivir La Exaltación del Amor
ALGO MAS QUE SOBREVIVIR
Son muchos los observadores que, durante estos últimos años, vienen detectando en
nuestra sociedad contemporánea graves signos indicadores de «una pérdida de amor
a la vída».
Se ha hablado, por ejemplo, del síndrome de la pasividad como uno de los rasgos
patológicos más característicos de nuestra sociedad industrial. Son muchas las
personas que no se relacionan activamente con el mundo, sino que viven sometidas
pasivamente a los ídolos o exigencias del momento.
Individuos dispuestos a ser alimentados, pero sin capacidad alguna de creatividad
personal propia. Hombres y mujeres cuyo único recurso es el conformismo. Seres que
funcionan por inercia, movidos por «los tirones» de la sociedad que los empuja en una
dirección o en otra.
Otro síntoma grave es el aburrimiento creciente en las sociedades modernas. La
industria de la diversión y el ocio (TV, cine, sala de fiestas, conferencias, viajes...)
consigue que el aburrimiento sea menos consciente, pero no logra suprimirlo.
En muchos individuos sigue creciendo la indiferencia por la vida, el sentimiento de
infelicidad, el mal sabor de lo artificial, la incapacidad de entablar contactos vivos y
amistosos.
Otro signo es "el endurecimiento del corazón". Personas cuyo recurso es aislarse, no
necesitar de nadie, vivir «congelados afectivamente», desentenderse de todos y
defender así su pequeña felicidad cada vez más intocable y cada vez más triste.
Y, sin embargo, los hombres estamos hechos para vivir y vivir intensamente. Y en esta
misma sociedad se puede observar la reacción de muchos hombres y mujeres que
buscan en el contacto personal íntimo o en el encuentro con la naturaleza o en el
descubrimiento de nuevas experiencias, una salida para «sobrevivir».
Pero el hombre necesita algo más que «sobrevivir». Es triste que los creyentes de hoy
no seamos capaces de descubrir y experimentar nuestra fe como fuente de vida
auténtica.
No estamos convencidos de que creer en Jesucristo es tener vida eterna, es decir,
comenzar a vivir ya desde ahora algo nuevo y definitivo que no está sujeto a la
decadencia y a la muerte.
Hemos olvidado a ese Dios cercano a cada hombre concreto, que anima y sostiene
nuestra vida y que nos llama y nos urge desde ahora a una vida más plena y más
libre.
Y, sin embargo, ser creyente es sentirse llamado a vivir con mayor plenitud,
descubriendo desde nuestra adhesión a Cristo, nuevas posibilidades, nuevas fuerzas y
nuevo horizonte a nuestro vivir diario.
LA EXALTACIÓN DEL AMOR
Hoy celebramos los cristianos una fiesta extraña y desconcertante. ¿Qué sentido
puede tener hablar de la «exaltación de la Cruz» en medio de una sociedad que sólo
parece exaltar el placer y el bienestar? ¿No es esto ensalzar el dolor, glorificar el
sufrimiento y la humillación, fomentar una ascesis morbosa, ir contra la alegría de la
vida?
Sin embargo, cuando un creyente mira al Crucificado y penetra con los ojos de la fe en
el misterio que se encierra en la Cruz, sólo descubre amor inmenso, ternura
insondable de Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el
extremo. Lo dice el evangelio de Juan de manera admirable: «Tanto amó Dios al
mundo que entregó a su único Hijo para que todo el crea en él no perezca, sino que
tenga vida eterna». La Cruz nos revela el amor increíble de Dios. Ya nada ni nadie nos
podrán separar de él
Si Dios sufre en la cruz, no es porque ama el sufrimiento sino porque no lo quiere para
ninguno de nosotros. Si muere en la cruz, no es porque menosprecia la felicidad, sino
porque la quiere y la busca para todos, sobre todo para los más olvidados y
humillados. Si Dios agoniza en la cruz, no es porque desprecia la vida, sino porque la
ama tanto que sólo busca que todos la disfruten un día en plenitud.
Por eso, la Cruz de Cristo la entienden mejor que nadie los crucificados: los que sufren
impotentes la humillación, el desprecio y la injusticia, o los que viven necesitados de
amor, alegría y vida. Ellos celebrarán hoy la Exaltación de la Cruz no como una fiesta
de dolor y muerte, sino como un misterio de amor y vida.
¿A qué nos podríamos agarrar si Dios fuera simplemente un ser poderoso y
satisfecho, muy parecido a los poderosos de la tierra, sólo que más fuerte que ellos?
¿Quién nos podría consolar, si no supiéramos que Dios está sufriendo con las víctimas
y en las víctimas? ¿Cómo no vamos a exaltar la cruz de Jesús si en ella está Dios
sufriendo con nosotros y por nosotros?
Lunes, 15. Septiembre 2008 - 20:45 Hora
Domingo XXV del Tiempo Ordinario
¿Vas a tener envidia porque soy bueno?
Mt 20, 1-16
Dios rompe nuestros esquemas Escandalosamente bueno
Caricaturas Dios no es un ordenador
DIOS ROMPE NUESTROS ESQUEMAS
Los cristianos no terminamos de creer en el Dios increíblemente bueno del que habla
Jesús. Los predicadores no acertamos a presentarlo con convicción. Por eso, el
mensaje evangélico, sorprendente y provocativo, no produce hoy ninguna sorpresa.
Nosotros seguimos con nuestras ideas acerca de Dios.
Los exégetas consideran hoy la parábola de «los trabajadores de la viña» como una
de las más revolucionarias de Jesús. El relato es conocido. El dueño de una viña va
contratando obreros para que trabajen en su propiedad. Al primer grupo los contrata
muy de mañana por un denario que era la cantidad que se consideraba necesaria para
alimentarse cada día. A lo largo del día, va contratando a otros obreros que también
van a la viña, pero trabajan mucho menos y sin soportar el peso del día y del calor. Al
terminar la jornada y, aunque el trabajo ha sido desigual, sorprendentemente el dueño
paga a todos un denario. Y cuando los primeros se quejan, responde así: «¿no puedo
hacer lo que quiero con lo mío? ¿o vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?»
El mensaje de Jesús rompe todos nuestros esquemas. El dueño de la viña no se fija
en el esfuerzo y trabajo que han realizado los diversos grupos de obreros sino en lo
que necesitan para vivir. Así es Dios, dice Jesús. Aunque a nosotros nos sorprenda,
Dios no está mirando nuestros méritos sino nuestras necesidades. Por eso, Dios
increíblemente bueno, nos regala incluso lo que no nos merecemos. Si nos tratara
según nuestros méritos, no tendríamos salida.
Alguno podría pensar que esta manera de entender la bondad de Dios llevaría a una
vida irresponsable y arbitraria. Nada más contrario a la realidad pues, según Jesús,
esta bondad de Dios es la que ha de inspirar nuestras relaciones y nuestra
convivencia. Dicho de manera clara y sencilla: cuando nos encontramos con alguien,
no hemos de preguntarnos qué se merece de nosotros sino que necesita para vivir.
Sólo señalaré un ejemplo sangrante. Ante los inmigrantes que luchan por entrar a
convivir con nosotros, no hemos de preguntarnos qué derechos tienen, sino qué
necesitan para vivir dignamente.
ESCANDALOSAMENTE BUENO
A veces se habla mucho de la importancia de creer o no creer en Dios. Pero se olvida
que lo importante es saber en qué Dios cree cada uno. No es lo mismo creer en un
Dios incomprensiblemente bueno con todos, que «hace salir su sol sobre buenos y
malos», o creer en un Dios del orden y de la ley, con el que hay que hacer toda clase
de cálculos para saber a qué atenerse.
Creer en un Dios Amigo incondicional puede ser la experiencia más liberadora y
gozosa que se puede imaginar, la fuerza más vigorosa para vivir y morir. Creer en un
Dios justiciero y amenazador puede convertirse, por el contrario, en la neurosis más
peligrosa y destructora del ser humano.
La imagen de Dios que nos ha llegado hasta nosotros está inevitablemente
amalgamada de ideas y concepciones de otras épocas, a veces con aciertos
luminosos, otras, con ambigüedades peligrosas. ¿Cómo ir liberando nuestra
representación de Dios de tantas falsas adherencias que se han podido ir acumulando
en el fondo de nuestra conciencia?
Lo primero es dejarle a Dios ser Dios. No empequeñecerlo encerrándolo en nuestros
esquemas o reduciéndolo a nuestros cálculos. Dejar que sea más grande y más
humano que lo más grande y humano que hay en nosotros. No representarnos a Dios
a partir de nuestra mediocridad y nuestros resentimientos; buscar más bien su
verdadero rostro siguiendo a Jesús, aunque a veces esa imagen de Dios nos
sorprenda y hasta «escandalice».
Nunca olvidaré el impacto que me produjo, el descubrir que no fue el rigor o la
radicalidad de Jesús lo que provocó irritación y rechazo, sino su anuncio de un Dios
«escandalosamente bueno».
La parábola de los trabajadores de la viña es particularmente significativa. Su
contenido es tan revolucionario que todavía no nos atrevemos a asumirlo. Y, sin
embargo, el mensaje de Jesús es claro: lo mismo que «el Señor de la viña» da a todos
sus obreros su «denario», lo merezcan o no, sencillamente porque su corazón es
grande, así, Dios no hará injusticia a nadie, pero puede ofrecer su salvación, incluso a
los que, según nuestros cálculos, no se la han ganado.
Dios es bueno con todos los hombres, lo merezcan o no, sean creyentes o sean ateos.
Su bondad misteriosa desborda todos nuestros cálculos y está más allá de la fe de los
creyentes y del ateísmo de los incrédulos. Ante este Dios lo único que cabe es el gozo
agradecido. Olvidarnos de nuestros esquemas, hacer silencio dentro de nosotros y
abrirnos confiadamente a su bondad infinita.
CARICATURAS
Cada vez estoy más convencido de que muchos de los que, entre nosotros, se dicen
ateos, son hombres y mujeres que, cuando rechazan a Dios están rechazando en
realidad un "ídolo mental" que se fabricaron cuando eran niños.
La idea de Dios que llevaban en su interior y con la que han vivido durante algunos
años se les ha quedado pequeña. Llegado un momento, ese Dios les ha resultado un
ser extraño, incómodo y molesto y, naturalmente, se han desprendido de él.
No me cuesta nada comprender a estas personas. Dialogando con alguno de ellos, he
recordado más de una vez aquellas certeras palabras del patriarca Máximos IV
durante el Concilio: "Yo tampoco creo en el dios en que los ateos no creen".
En realidad, el dios que han suprimido de sus vidas era una caricatura que se habían
formado falsamente de él. Si han vaciado su alma de ese "dios falso", ¿no será para
dejar sitio algún día al Dios verdadero?
Pero, ¿cómo puede hoy un hombre honesto y que busca la verdad, encontrarse con
Dios?
Si se acerca a los que nos decimos creyentes es fácil que nos encuentre rezando no al
Dios verdadero sino a un pequeño ídolo sobre el que proyectamos nuestros intereses,
miedos y obsesiones.
Un Dios del que pretendemos apropiarnos y al que intentamos utilizar para nuestro
provecho olvidando su inmensa e incomprensible bondad con todos.
Cómo rompe Jesús todos nuestros esquemas cuando nos presenta en la parábola del
"señor de la viña" a ese Dios que "da a todos su denario", lo merezcan o no, y dice así
a los que protestan: "¿Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?".
Dios es bueno con todos los hombres, lo merezcamos o no, seamos creyentes o
ateos. Su bondad misteriosa está más allá de la fe de los creyentes y de la increencia
de los ateos.
La mejor manera de encontrarnos con él no es discutir entre nosotros, intercambiarnos
palabras y argumentos que quedan infinitamente lejos de lo que El es en realidad.
Tal vez, lo primero sea dejar a un lado nuestras ideas, olvidarnos de nuestros
esquemas, hacer silencio en nuestro interior, escuchar hasta el fondo la vida que
palpita en nosotros... y esperar, confiar, dejar abierto nuestro ser. Dios no se oculta
indefinidamente a quien lo busca con sincero corazón.
DIOS NO ES UN ORDENADOR
En los últimos años de su vida, el gran teólogo alemán K. Rahner utilizaba con
frecuencia una expresión un tanto rebuscada para designar a Dios. En vez de
nombrarlo directamente, prefería hablar del «Misterio que de ordinario llamamos
Dios».
De esta manera, según él, intentaba hacer notar que «no debemos poner bajo el
nombre de Dios cualquier cosa: un anciano de barbas, un moralista tirano que vigila
nuestra vida o algo semejante».
Decimos con razón que Dios es «misterio insondable», pero hemos de confesar que
muchas veces los creyentes, incluidos los sacerdotes, hablamos de El como si lo
hubiéramos visto y conociéramos perfectamente su modo de ver las cosas, de sentir y
de actuar.
Lo peor es que, al encerrarlo en nuestras visiones estrechas y ajustarlo a nuestros
esquemas, terminamos casi siempre por empequeñecerlo. El resultado es, con
frecuencia, un Dios tan poco humano como nosotros y, a veces, menos humano.
Son bastantes, por ejemplo, los que sólo creen en un Dios cuyo quehacer esencial
consiste en anotar los pecados y méritos de los hombres para retribuir exactamente a
cada uno según sus obras. ¿Podemos imaginar un ser humano dedicado a esto
durante toda su existencia?
Dios queda convertido entonces en una especie de «ordenador», de memoria
prodigiosa, que va almacenando todos los datos de nuestra vida para hacerlos
aparecer en pantalla en el momento de la muerte.
Este Dios no tiene corazón. Es tan pequeño y peligroso como nosotros. Lo más seguro
es «estar en regla» con El, cumplir escrupulosamente los deberes religiosos y
acumular méritos para asegurarnos la salvación eterna.
La parábola de «los obreros de la viña» introduce una verdadera revolución en la
manera de concebir a Dios. Según Jesús, la bondad de Dios es insondable y no se
ajusta a los cálculos que nosotros podamos hacer.
Dios no hará injusticia a nadie. Pero, lo mismo que el señor de la viña hace con su
dinero lo que quiere, sin que nadie tenga derecho a protestar envidiosamente, así
también Dios puede regalar su vida, incluso a los que no se la han ganado según
nuestros cálculos.
Hemos de aprender una y otra vez a no confundir a Dios con nuestros esquemas
religiosos y nuestros cálculos morales. Hemos de dejar a Dios ser más grande que
nosotros. Hemos de dejarle sencillamente ser Dios.
Tenemos el riesgo de creer que somos cristianos sin haber asumido todavía ese
mensaje que Jesús nos ofrece, de un Dios cuya bondad infinita llega misteriosamente
hasta todos los hombres.
Probablemente, más de un cristiano se escandalizaría todavía hoy al oír hablar de un
Dios a quien no obliga el derecho canónico, que puede regalar su gracia sin pasar por
ninguno de los siete sacramentos, y salvar, incluso fuera de la Iglesia, a hombres y
mujeres que nosotros consideramos perdidos.
Domingo, 21. Septiembre 2008 - 23:53 Hora
Domingo XXVI del Tiempo Ordinario
Pero no fue...
Mt 2, 28-32
Profesionales de la religión Las prostitutas por delante
Instalarse en la fe Miedo a la religión
PROFESIONALES DE LA RELIGIÓN
Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera Mt 21, 28-32
La parábola de Jesús es breve y clara. Un padre envía a sus hijos a trabajar en su
viña. El primero le responde: «No quiero», pero después se arrepiente y va. El
segundo le dice: «Ya voy», pero luego no marcha a trabajar. Jesús pregunta: ¿Quién
de los dos hizo la voluntad del padre?
La parábola, dirigida por Jesús a los sacerdotes y dirigentes religiosos de Israel, es
una fuerte crítica a los «profesionales» de la religión, que tienen continuamente en sus
labios el nombre de Dios pero, acostumbrados a la religión, terminan por olvidar o ser
insensibles a la verdadera voluntad del Padre del cielo. Según Jesús, lo único que
Dios quiere es que sus hijos e hijas vivan desde ahora una vida digna y dichosa. Ése
es siempre el criterio para actuar según su voluntad. Si alguien ayuda a las personas a
vivir, si trata a todos con respeto y comprensión, si contagia confianza y contribuye a
una vida más humana, está «haciendo» lo que desea el Padre.
Jesús advierte muchas veces a los escribas, sacerdotes y dirigentes religiosos de uno
de los peligros que amenazan a los «profesionales» de la religión: hablan mucho de
Dios, creen saberlo todo de él, predican en su nombre la ley, el orden y la moral.
Pueden ser personas celosas y diligentes, pero pueden terminar haciendo la vida de
las personas más dura y penosa de lo que ya es.
No es mala voluntad, pero hay un modo de entender lo religioso que no contribuye a
una vida más plena y digna. Hay personas muy «religiosas» que acusan, amenazan y
hasta condenan en nombre de Dios, sin despertar nunca en el corazón de nadie el
deseo de una vida más elevada. En esa forma de entender la religión, todo parece
estar en orden, todo es perfecto, todo se ajusta a la ley, pero al mismo tiempo, todo es
frío y rígido, nada invita a la vida.
Al terminar la parábola, Jesús añade estas palabras terribles: «Los publicanos y las
prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios». Los excluidos
oficialmente del ideal religioso, los que no saben cómo poner en orden su vida, los que
aparentemente tienen poco que ver con Dios, están más cerca de él que los teólogos y
sacerdotes, pues entienden y acogen mejor la comprensión y la bondad de Dios con
todos.
LAS PROSTITUTAS POR DELANTE
Jesús conoció una sociedad estratificada, llena de barreras de separación y
atravesada por complejas discriminaciones.
En ella encontramos judíos que pueden entrar en el templo y paganos excluidos del
culto. Personas "puras" con las que se puede tratar y personas "impuras" a las que
hay que eludir. "Prójimos" a los que se debe amar y "no prójimos" a los que se puede
abandonar.
Hombres "piadosos" observantes de la ley y "gentes malditas" que ni conocen ni
cumplen lo prescrito. Personas "sanas" bendecidas por Dios y "enfermos" malditos de
Yahvé. Personas "justas" y hombres y mujeres "pecadores", de profesión deshonrosa.
La actuación de Jesús en esta sociedad resulta tan sorprendente que todavía hoy nos
resistimos a aceptarla.
No adopta la postura de los grupos fariseos que evitan todo contacto con impuros y
pecadores. No sigue la actitud elitista de Qumrán donde se redactan listas precisas de
los que quedan excluidos de la comunidad.
Jesús se acerca precisamente a los más discriminados. Se sienta a comer con
publicanos. Se deja besar los pies por una pecadora. Toca con su mano a los
leprosos. Busca salvar lo que está perdido": La gente lo llama "amigo de pecadores".
Con una insistencia provocativa va repitiendo que "los últimos serán los primeros", que
"el hijo perdido' entrará en la fiesta y el observante quedará fuera, que los publicanos y
las prostitutas van por delante de los justos en el camino del Reino de Dios.
¿Quién sospecha hoy realmente que los alcohólicos, vagabundos, pordioseros, y
todos los que forman el desecho de la sociedad puedan ser un día los primeros?
¿Quién se atreve a pensar que las prostitutas, los heroinómanos o los afectados por el
SIDA pueden preceder a no pocos cristianos de "vida íntegra"?
Sin embargo, aunque ya casi nadie os lo diga, vosotros, los indeseables y
anatematizados, tenéis que saber que el Dios revelado en Jesucristo sigue siendo
realmente vuestro amigo.
Vosotros podéis "entender" y acoger el perdón de Dios mejor que muchos cristianos
que no sienten necesidad de arrepentirse de nada.
Cuando nosotros os evitamos, Dios se os acerca. Cuando nosotros os humillamos, El
os defiende. Cuando os despreciamos, os acoge.
En lo más oscuro de vuestra noche no estáis solos. En lo más profundo de vuestra
humillación, no estáis abandonados.
No hay sitio para vosotros en nuestra sociedad ni en nuestro corazón. Por eso
precisamente tenéis un lugar privilegiado en el corazón de Dios.
INSTALARSE EN LA FE
Pero no fue... Mt 2, 28-32
Son bastantes los cristianos que terminan por instalarse cómodamente en su fe sin
que su vida apenas se vea afectada lo más mínimo por su relación con Dios.
Se diría que su fe es un añadido, un complemento de lujo o una nostalgia que se
conserva todavía de los años de la infancia. Pero no algo nuclear que anima su vivir
diario.
Cuántas veces la vida de los cristianos queda cortada en dos. Actúan, se organizan y
viven como todos los demás a lo largo de los días, y el domingo dedican un cierto
tiempo a dirigirse a un Dios que está ausente de sus vidas el resto de la semana.
Cristianos que se desdoblan y cambian de personalidad según se arrodillen para orar
a Dios o se entreguen a sus ocupaciones diarias. Dios no penetra en su vida familiar,
en su trabajo, en sus relaciones sociales, en sus proyectos o intereses.
La fe queda convertida así en una costumbre, un reflejo, una «relajación semanal» y,
en cualquier caso, en una prudente medida de seguridad para ese futuro que tal vez
exista después de la muerte.
Todos hemos de preguntarnos con sinceridad qué significa realmente Dios en nuestro
diario vivir. Lo que se opone a la verdadera fe no es, muchas veces, la increencia sino
la falta de vida.
¿Qué importa el credo que pronuncian nuestros labios, si falta luego en nuestra vida
un mínimo esfuerzo de seguimiento sincero a Jesucristo?
¿Qué importa -nos dice Jesús en su parábola- que un hijo diga a su padre que va a
trabajar en la viña, si luego en realidad no lo hace? Las palabras, por muy hermosas y
conmovedoras que sean, no dejan de ser palabras.
¿No hemos reducido, con frecuencia, nuestra fe a palabras, ideas o sentimientos?
¿No hemos olvidado demasiado que la fe es una actitud ante Dios que da un
significado nuevo y una orientación diferente a todo el comportamiento del hombre?
Los cristianos no deberíamos ignorar que, en realidad, no creemos lo que decimos con
los labios sino lo que expresamos con nuestra vida entera.
Los creyentes hemos llenado de palabras muy hermosas la historia de estos veinte
siglos, hemos construido sistemas doctrinales monumentales que recogen el
pensamiento cristiano con hondura, pero la verdadera fe hoy y siempre la viven
aquellos hombres y mujeres que saben traducir en hechos el evangelio.
MIEDO A LA RELIGION
Mt 21,28-32
Dorothee Sólle, tal vez la mujer teólogo de mayor prestigio en nuestros días, habla en
uno de sus libros de un fenómeno social claramente observable en occidente: «el
miedo a tener religión».
No está bien visto ocuparse de religión o interesarse por el hecho religioso. La misma
palabra «religión» despierta en bastantes una actitud de defensa. Basta plantear la
cuestión religiosa en un grupo para provocar malestar, silencios tensos o un discreto
desvío de la conversación.
Practicar una religión, orar o celebrar la propia fe es visto a menudo como un
comportamiento desfasado e, incluso, impropio de un hombre progresista.
La religión pertenece, en opinión de muchos, a un estadio infantil de la humanidad ya
superado, y no se comprende bien qué función pueda tener en una sociedad más
adulta y emancipada.
Este «miedo a tener religión» puede estar provocado por factores socio-culturales
diversos, pero la teólogo alemana cree ver una raíz más profunda: el hombre
occidental siente miedo «ante lo absoluto de la exigencia que la religión recuerda».
Tenemos miedo a la religión porque tenemos miedo a plantearnos la vida en toda su
profundidad. Nos da miedo toda experiencia que pueda poner en peligro nuestro
pequeño mundo egoísta, descubrir el vacío de nuestra vida y plantearnos exigencias
radicales. Preferimos seguir «funcionando sin alma», vivir sólo de pan, continuar
muertos antes que exponernos al peligro de estar vivos.
Pero hay otra manera de eludir las exigencias más hondas de la existencia, y es
confesar nuestra adhesión a una religión oficial y sentirnos, por ello mismo,
dispensados de escuchar las exigencias concretas de Dios.
En la parábola de los dos hijos Jesús critica precisamente la postura ambigua de
quienes dicen «sí» a Dios con la boca para luego decirle «no» con el comportamiento
de cada día.
No hemos de sentirnos creyentes por el solo hecho de confesarnos «católicos». El
carácter religioso de nuestros padres, el ambiente cristiano de la infancia o la
educación recibida no son garantía de una fe auténtica.
K. Rahner solía decir de sí mismo que era un hombre «que esperaba llegar a ser
cristiano». Cuando, en cierta ocasión, le preguntaba un entrevistador cómo podía
hablar así después de más de cincuenta años dedicados a la investigación teológica,
Rahner explicaba. que «ser cristiano quiere decir siempre estar haciéndose cristiano».
Y luego, con esa humildad propia de los sabios, le revelaba una oración que él mismo
repetía y que, a su juicio, cualquier cristiano, sacerdote, obispo o incluso el mismo
Papa puede hacer siempre: «Dios mío, ayúdame a no contentarme con creer que soy
cristiano, sino haz que llegue a serlo de verdad».
Lunes, 29. Septiembre 2008 - 20:03 Hora
Domingo XXVII del Tiempo Ordinario-A
Cuando venga el dueño de la viña
Mt 21, 33-43
Riesgo Reconstruir la vida Un pueblo que dé frutos Los frutos de un pueblo
¿Cómo acertar?
RIESGO
Un pueblo que produzca sus frutos
Cuando el año setenta las tropas romanas destruyeron Jerusalén y el pueblo judío
desapareció como nación, los cristianos hicieron una lectura terrible de este trágico
hecho. Israel, aquel pueblo tan querido por Dios, no ha sabido responder a sus
llamadas. Sus dirigentes religiosos han ido matando a los profetas enviados por él;
han crucificado, por último, a su propio Hijo. Ahora, Dios los abandona y permite su
destrucción: Israel será sustituido por la Iglesia cristiana.
Así leían los primeros cristianos la parábola de los «viñadores homicidas», dirigida por
Jesús a los sumos sacerdotes de Israel. Los labradores encargados de cuidar la «viña
del Señor» van matando uno tras otro a los criados que él les envía para recoger los
frutos. Por último, matan también al hijo del propietario con la intención de suprimir al
heredero y quedarse con la viña. El señor no puede hacer otra cosa que darles muerte
y entregar su viña a otros labradores más fieles.
Esta parábola no fue recogida por los evangelistas para alimentar el orgullo de la
Iglesia, nuevo Israel, frente al pueblo judío derrotado por Roma y dispersado por todo
el mundo. La preocupación era otra: ¿Le puede suceder a la Iglesia cristiana lo mismo
que le sucedió al antiguo Israel? ¿Puede defraudar las expectativas de Dios? Y si la
Iglesia no produce el fruto que él espera, ¿qué caminos seguirá Dios para llevar a
cabo sus planes de salvación?
El peligro siempre es el mismo. Israel se sentía seguro: tenían las Escrituras
Sagradas; poseían el Templo; se celebraba escrupulosamente el culto; se predicaba la
Ley; se defendían las instituciones. No parecía necesitarse nada nuevo. Bastaba
conservarlo todo en orden. Es lo más peligroso que le puede suceder a una religión:
que se ahogue la voz de los profetas y que los sacerdotes, sintiéndose los dueños de
la «viña del señor», quieran administrarla como propiedad suya.
Es también nuestro peligro. Pensar que la fidelidad de la Iglesia está garantizada por
pertenecer a la Nueva Alianza. Sentirnos seguros por tener a Cristo en propiedad. Sin
embargo, Dios no es propiedad de nadie. Su viña le pertenece sólo a él. Y si la Iglesia
no produce los frutos que él espera, Dios seguirá abriendo nuevos caminos de
salvación.
RECONSTRUIR LA VIDA
No son pocos los que piensan que algo ha sucedido en la vida interior y espiritual del
hombre occidental. Algo que impide a muchas personas construir gozosa y
dignamente su vida.
Hay quienes sencillamente no aciertan a construirse a sí mismos. Quedan mutilados.
Sin desarrollar las energías y posibilidades que en ellos se encierran.
Otros construyen solamente su mundo exterior. Pero por dentro están inmensamente
vacíos. Son personas que apenas dan ni reciben nada. Simplemente se mueven y
giran por la vida.
Otros construyen su identidad de manera falsa. Desarrollan un «yo» fuerte y poderoso,
pero inauténtico. Ellos mismos saben secretamente que su vida es apariencia y
ficción.
Hay también quienes construyen su persona de manera parcial e incompleta. Atentos
sólo a un aspecto de su vida, descuidan dimensiones importantes de la existencia.
Pueden ser buenos profesionales, personas cultas y dinámicas que, sin embargo,
fracasan como seres humanos ante sí mismos y ante las personas que quieren.
Sin duda, son muy complejos los factores de todo orden que generan este clima
inhóspito y difícil para el crecimiento del ser humano. Hemos destruido ligeramente
creencias donde se enraizaban el ser de muchas personas. La familia ha dejado de
ser «hogar» para no pocos. El contacto personal y la relación cálida y amistosa se ha
hecho difícil. La vida interior de muchos está sofocada y reprimida. No es fácil así
creer y construirse.
Muchas personas se sienten desguarnecidas y sin defensa ante los ataques que
sufren desde fuera y desde dentro de su ser. Necesitarían esa «fuente de luz y de
vida» que, a juicio del célebre psiquiatra Ronald Laing, ha perdido el hombre
contemporáneo.
No parece, por ello, ninguna necedad escuchar el mensaje de Jesucristo que se ofrece
como «piedra angular» para todo hombre que quiera construirse de manera digna. Era
costumbre entre los maestros de obra judíos seleccionar bien cada una de las piedras
destinadas a la construcción de un edificio. Aplicándose a sí mismo un viejo salmo
judío, Jesús pronuncia estas palabras: «La piedra que desecharon los arquitectos es
ahora piedra angular.»
Los arquitectos de la sociedad contemporánea desechan hoy la fe como algo
perfectamente inútil. ¿No será, sin embargo, ésa precisamente «la piedra angular»
que podría fundamentar y rematar la construcción del hombre contemporáneo?
UN PUEBLO QUE DÉ FRUTOS
La parábola de los «viñadores homicidas» es, sin duda, la más dura que Jesús
pronunció contra los dirigentes religiosos de su pueblo. No es fácil remontarse hasta el
relato original que pudo salir de sus labios, pero probablemente no era muy diferente
del que podemos leer hoy en la tradición evangélica.
Los protagonistas de mayor relieve son, sin duda, los labradores encargados de
trabajar la viña. Su actuación es siniestra. No se parecen en absoluto al dueño que
cuida la viña con solicitud y amor para que no carezca de nada.
No aceptan al único señor al que pertenece la viña. Quieren ser ellos los únicos
dueños. Uno tras otro, van eliminando a los siervos que él les envía con paciencia
increíble. No respetan ni a su hijo. Cuando llega, lo «echan fuera de la viña» y lo
matan. Su única obsesión es «quedarse con la herencia».
¿Qué puede hacer el dueño? Terminar con estos viñadores y entregar su viña a otros
«que le entreguen los frutos». La conclusión de Jesús trágica: «Yo os aseguro que a
vosotros se os quitará el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus
frutos».
A partir de la destrucción de Jerusalén el año setenta, la parábola fue leída como una
confirmación de que la Iglesia había tomado el relevo de Israel, pero nunca fue
interpretada como si en el «nuevo Israel» estuviera garantizada la fidelidad al dueño
de la viña. Jesús no dice que la viña será entregada a la Iglesia o a una nueva
institución, sino a «un pueblo que produzca frutos».
El reino de Dios no es de la Iglesia. No pertenece a la Jerarquía. No es propiedad de
estos teólogos o de aquellos. Nadie se ha de sentir propietario de su verdad ni de su
espíritu. El reino de Dios está en «el pueblo que produce sus frutos» de justicia,
compasión y defensa de los últimos.
La mayor tragedia que puede sucederle al cristianismo de hoy y de siempre es que
mate la voz de los profetas, que los sacerdotes se sientan dueños de la «viña del
Señor» y que, entre todos, echemos al Hijo «fuera», ahogando su Espíritu. Si la Iglesia
no responde a las esperanzas que ha puesto en ella su Señor, Dios abrirá nuevos
caminos de salvación en pueblos que produzcan frutos.
LOS FRUTOS DE UN PUEBLO
A un pueblo que produzca sus frutos.
No es una visión simple la de aquellos que consideran «la propiedad privada, el lucro y
el poder» como los pilares en los que se basa la sociedad industrial occidental.
Si analizamos las constantes que estructuran nuestra conducta social veremos que
hunden sus raíces casi siempre en el deseo ilimitado de adquirir, lucrar y dominar.
Naturalmente, los frutos amargos de esta conducta son evidentes en nuestros días.
El afán de poseer va configurando normalmente un estilo de hombre insolidario,
preocupado casi exclusivamente de sus bienes, indiferente al bien común de la
sociedad. No olvidemos que si a la propiedad se la llama privada es precisamente
porque se considera al propietario con poder para privar a los demás de su uso o
disfrute.
El resultado es una sociedad estructurada en función de los intereses de los más
poderosos, y no al servicio de los más necesitados y más «privados» de bienestar.
Por otra parte, el deseo ilimitado de adquirir, conservar y aumentar los propios bienes,
va creando un hombre que lucha egoístamente por lo suyo y se organiza para
defenderse de los demás.
Va surgiendo así una sociedad que separa y enfrenta a los individuos empujándolos
hacia la rivalidad y la competencia, y no hacia la solidaridad y el mutuo servicio.
En fin, el deseo de poder hace surgir una sociedad asentada sobre la agresividad y la
violencia, y donde, con frecuencia, sólo cuenta la ley del más fuerte y poderoso.
No lo olvidemos. En una sociedad se recogen los frutos que se van sembrando en
nuestras familias, nuestros centros docentes, nuestras instituciones políticas, nuestras
estructuras sociales y nuestras comunidades religiosas.
Eric Fromm se preguntaba con razón: «¿Es cristiano el mundo occidental?». A juzgar
por los frutos, la respuesta sería básicamente negativa.
Nuestra sociedad occidental apenas produce «frutos del reino de Dios»: solidaridad,
fraternidad, mutuo servicio, justicia a los más desfavorecidos, perdón.
Hoy seguimos escuchando el grito de alerta de Jesús: «El reino de Dios se dará a un
pueblo que produzca sus frutos». No es el momento de lamentarse estérilmente. La
creación de una sociedad nueva sólo es posible si los estímulos de lucro, poder y
dominio son sustituidos por los de la solidaridad y la fraternidad.
¿COMO ACERTAR?
¿Qué hay que hacer en la vida para acertar? No es fácil responder, pero sin duda es
una pregunta vital. ¿Cómo hemos de vivir para que se pueda decir que nuestra vida es
un acierto? Nos podemos equivocar en muchas cosas, pero, ¿no habrá algo en que
hemos de acertar?
Se suele decir que para llenar una vida es necesario tener un hijo, plantar un árbol y
escribir un libro. Sin embargo, yo conozco a personas que no han hecho ninguna de
estas tres cosas y cuya vida me parece un acierto. Y conozco también a personas que
han tenido hijos y han escrito libros y cuya vida no parece muy acertada.
Sin duda, hay mucha sabiduría popular en ese dicho, pues, en definitiva, cuando se
habla de tener un hijo, plantar un árbol o escribir un libro, se está apuntando a algo
fundamental. En la vida se acierta cuando se vive un amor fecundo, capaz de
engendrar vida o hacer vivir a los demás. Sólo este amor justifica y llena una vida.
De ahí la dura amenaza que se escucha en el trasfondo de esa parábola de los
viñadores que, lejos de entregar los frutos de su trabajo, dan muerte al hijo del dueño.
Se les quitará todo para dárselo a otros labradores que «entreguen los frutos a su
tiempo». Hay muchas formas de «perder la vida». Basta dedicarse a hacer cada vez
más cosas en menos tiempo, creyendo que por el hecho de «hacer cosas» se vive
más. Es una equivocación. Por muchas cosas que uno haga, si vive sin amar y sin
poner vida en las personas y en el entorno, estará vaciando su vida de su contenido
más precioso.
Corre por ahí una reflexión de Luis Espinal, sacerdote jesuita, asesinado en 1980 en
Bolivia. Dice así: «Pasan los años y, al mirar atrás, vemos que nuestra vida ha sido
estéril. No la hemos pasado haciendo el bien. No hemos mejorado el mundo que nos
legaron. No vamos a dejar huella. Hemos sido prudentes y nos hemos cuidado. Pero,
¿para qué? Nuestro único ideal no puede ser llegar a viejos. Estamos ahorrando la
vida, por egoísmo, por cobardía. Sería terrible malgastar ese tesoro de amor que Dios
nos ha dado.»
Recuerdo que, al morir Juan XXIII, aquel Papa bueno que introdujo en la iglesia y en el
mundo un aire nuevo de esperanza, de bondad y de convivencia pacífica, el cardenal
Suenens pudo decir que «dejaba el mundo más habitable que cuando él llegó». De
Jesús quedó este recuerdo: «Pasó toda la vida haciendo el bien.» A alguno le
parecerá tal vez poco. Para el cristiano es el mejor criterio para vivir con acierto.
Martes, 7. Octubre 2008 - 23:39 Hora
Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario-A
Los convidados no hicieron caso
Mt 22, 1-14
Dios no está en crisis Invitación
Seducción Pararse
DIOS NO ESTÁ EN CRISIS
A todos los que encontréis, convidadlos a la boda
Lo dicen todos los estudios. La religión está en crisis en las sociedades desarrolladas
de Occidente. Son cada vez menos los que se interesan por las creencias religiosas.
Las elaboraciones de los teólogos no tienen apenas eco alguno. Los jóvenes
abandonan las prácticas rituales. La sociedad se desliza hacia una indiferencia
creciente.
Hay, sin embargo, algo que nunca ha de olvidar el creyente. Dios no está en crisis.
Esa Realidad suprema hacia la que apuntan las religiones con nombres diferentes
(Dios, Yahvé, Alah...) sigue viva y operante. Dios está también hoy en contacto
inmediato con cada ser humano con una cercanía insuperable. La crisis de lo religioso
no puede impedir que Dios se siga ofreciendo a cada persona en el fondo misterioso
de su conciencia.
Desde esta perspectiva, es un error «demonizar» en exceso la actual crisis religiosa
como si fuera una situación imposible para la acción salvadora de Dios. No es así.
Cada contexto socio-cultural tiene sus condiciones más o menos favorables para el
desarrollo de una determinada religión, pero el ser humano mantiene intactas sus
posibilidades de abrirse al Misterio último de la vida, que le interpela desde lo íntimo
de su conciencia.
La parábola de «los invitados a la boda» nos lo recuerda de manera concluyente. Dios
no excluye a nadie. Su único anhelo es que la historia humana termine en una fiesta
gozosa. Su único deseo, que la sala espaciosa del banquete se llene de invitados.
Todo está ya preparado. Nadie puede impedir a Dios que haga llegar a todos su
invitación.
Es cierto que la llamada religiosa encuentra rechazo en no pocos, pero la invitación de
Dios no se detiene. La pueden escuchar todos, «buenos y malos», los que viven en
«la ciudad» y los que andan perdidos «por los cruces de los caminos». Toda persona
que escucha la llamada del bien, el amor y la justicia está acogiendo a Dios.
Pienso en tantas personas que lo ignoran casi todo de Dios. Sólo conocen una
caricatura de lo religioso. Nunca podrán sospechar «la alegría de creer». Estoy seguro
de que Dios está vivo y operante en lo más íntimo de su ser. Estoy convencido de que
muchos de ellos acogen su invitación por caminos que a mí se me escapan.
INVITACIÓN
Al parecer, la parábola del banquete fue muy popular entre las primeras generaciones
cristianas, y ha quedado recogida en Lucas, Mateo e, incluso, en el evangelio apócrifo
de Tomás. Las versiones son tan diferentes y las aplicaciones que se extraen tan
diversas que solo nos podemos aproximar a los elementos esenciales del relato
original.
Dios está preparando una fiesta final para todos sus hijos, pues a todos los quiere ver
sentados, junto a él, en torno a una misma mesa, disfrutando para siempre de una
vida plena. Ésta fue ciertamente una de las imágenes más queridas por Jesús para
«sugerir» el final último de la existencia. No se contentaba solo con decirlo con
palabras. Se sentaba a la mesa con todos, y comía hasta con pecadores e
indeseables, pues quería que todos pudieran ver plásticamente algo de lo que Dios
deseaba llevar a cabo.
Por eso, Jesús entendió su vida como una gran invitación en nombre de Dios. No
imponía nada, no presionaba a nadie. Anunciaba la buena noticia de Dios, despertaba
la confianza en el Padre, quitaba los miedos, encendía la alegría y el deseo de Dios. A
todos debía llegar su invitación, sobre todo, a los más necesitados de esperanza.
Jesús era realista. Sabía que la invitación podía ser rechazada. En la versión de
Mateo, se describen diversas posibilidades. Unos la rechazan de manera consciente:
«no quisieron ir». Otros responden con la indiferencia: «no hicieron caso». Les
importan más sus tierras y negocios. Hubo quienes reaccionaron de manera hostil
contra los criados.
Son muchos los hombres y mujeres que ya no escuchan llamada alguna de Dios. Les
basta con responder de sí mismos ante sí mismos. Sin ser, tal vez, muy conscientes
de ello, viven una existencia «solitaria», encerrados en un monólogo perpetuo consigo
mismos. El riesgo siempre es el mismo: vivir cada día más sordos a toda llamada que
pueda transformar de raíz su vida.
Tal vez, una de las tareas más importantes de la Iglesia sea hoy crear espacios y
facilitar experiencias donde las personas puedan escuchar de manera sencilla,
trasparente y gozosa la invitación de Dios a la Vida.
SEDUCCION
Los estudios de G. Lipovetsky nos han ayudado a tomar conciencia más clara de la
fuerza que la seducción ha ido adquiriendo en nuestros días. La seducción se ha
convertido en el principio que organiza, en gran parte, el consumo, las costumbres y la
vida cotidiana del hombre contemporáneo.
Lo que rige la vida no son las grandes ideas, sino el reclamo y la comunicación
publicitaria. La fascinación de «lo nuevo» es más fuerte que el interés por la verdad.
La actualidad candente interesa más que la exposición de las doctrinas.
Es en el consumismo contemporáneo donde resulta más fácil observar la fuerza
seductora que tiene hoy «lo nuevo». Las industrias innovan constantemente sus
productos para ganarse nuevos clientes. Lo importante es ofrecer modelos siempre
nuevos, aunque sea creando artificialmente nuevas necesidades. Pero no es sólo un
rasgo del consumismo actual. El hombre contemporáneo vive, en general, fascinado
por «lo nuevo». Lo conocido le aburre. Necesita la emoción de la novedad, la
excitación de lo diferente, lo que cambia. Esta seducción por «lo nuevo» rige hoy la
conducta de no pocos.
Elegir «lo nuevo» les da la sensación de ser personas libres, independientes, sin
ataduras respecto al pasado. Pueden presentarse a la sociedad como «progres».
Por otra parte, los medios de comunicación no hacen sino potenciar este clima. Lo
importante es seducir al público, impactar, «lograr el efecto». La información ha de
retener la atención, distraer, no aburrir. Los debates han de tener la emoción del
directo y mostrar el ingenio y los posibles «rifirafes» de los participantes.
La inquietud cultural, la búsqueda espiritual, los valores humanos van quedando
arrinconados. Lo anecdótico interesa más que lo fundamental. Lo importante es vivir
entretenidos y pasarlo bien, sin más pretensiones.
En este clima no es fácil escuchar un mensaje que nos invite a reaccionar. Las
personas se van acostumbrando a vivir distraídas, sin criterios ni sistema alguno de
referencia. Las convicciones religiosas y morales se van disolviendo poco a poco.
Interesa todo menos lo importante. Poco a poco, nos vamos quedando «sin oído para
lo religioso».
La parábola evangélica de las gentes que desoyen la invitación del rey resulta en este
contexto un fuerte aldabonazo a la conciencia de cada uno de nosotros.
Aunque sigamos desoyendo la llamada de Dios, perdiéndonos en mil formas de
evasión, Dios no cesa de invitarnos a una vida más humana. Y aunque su invitación
sea rechazada por muchos, siempre habrá hombres y mujeres que la escucharán con
gozo.
PARARSE
Nuestros pueblos y ciudades ofrecen hoy un clima poco propicio a quien quiera buscar
un poco de silencio y paz para encontrarse consigo mismo y con Dios. Es difícil
liberarse del ruido permanente y del asedio constante de todo tipo de llamadas y
mensajes. Por otra parte, las preocupaciones, problemas y prisas de cada día nos
llevan de una parte a otra, sin apenas permitirnos ser dueños de nosotros mismos.
Ni siquiera en el propio hogar, escenario de múltiples tensiones e invadido por la
televisión, es fácil encontrar el sosiego y recogimiento indispensables para descansar
gozosamente ante Dios.
Pues bien, paradójicamente, en estos momentos en que necesitamos más que nunca
lugares de silencio, recogimiento y oración, los creyentes hemos abandonado nuestras
iglesias y templos, y sólo acudimos a ellos masivamente en las eucaristías del
domingo.
Se nos ha olvidado lo que es detenernos, interrumpir por unos minutos nuestras
prisas, liberarnos por unos momentos de nuestras tensiones y dejarnos penetrar por el
silencio y la calma de un recinto sagrado. Muchos hombres y mujeres se
sorprenderían al descubrir que, con frecuencia, basta pararse y estar en silencio un
cierto tiempo, para aquietar el espíritu y recuperar la lucidez y la paz.
Cuánto necesitamos hoy ese silencio que nos ayude a entrar en contacto con nosotros
mismos para recuperar nuestra libertad y rescatar de nuevo toda nuestra energía
interior. Acostumbrados al ruido y a las palabras, no sospechamos el bienestar del
silencio y la soledad. Ávidos de noticias, imágenes e impresiones, se nos ha olvidado
que sólo nos alimenta y enriquece de verdad aquello que somos capaces de escuchar
en lo más hondo de nuestro ser.
Sin ese silencio interior, no se puede escuchar a Dios, reconocer su presencia en
nuestra vida y crecer desde dentro como hombres, mujeres y como creyentes. La
parábola de Jesús es una grave advertencia. Dios no cesa de llamarnos, pero, lo
mismo que los invitados del relato parabólico, seguimos cada uno, ocupados en
nuestras cosas, sin escuchar su voz con una cierta hondura.
Lunes, 13. Octubre 2008 - 18:40 Hora
Domingo XXIX del tiempo Ordinario-A
A Dios lo que es de Dios
Mt 22, 15-21
¿Qué libertad? Lo que es de Dios
¿Qué es creer en Dios? Lo primero la vida
¿QUE LIBERTAD?
Un deseo profundo de libertad personal y social late con fuerza en el hombre
contemporáneo. Todos defienden hoy la libertad como algo indiscutible, aunque
difícilmente se ponen de acuerdo a la hora de decidir qué es la libertad y cuál es su
verdadero contenido.
A bastantes, la palabra misma "libertad" les sugiere un clima de facilidad, abandono y
despreocupación. Olvidan que ser libre exige asumir aquellas renuncias y sacrificios
que son absolutamente necesarios para crecer como persona.
De hecho, este olvido está llevando hoy a bastantes jóvenes a una total inmadurez.
Dicen ser libres. Piensan que hacen lo que quieren. Pero, en realidad, están
totalmente en manos de fuerzas y de instintos que no son ellos mismos.
Para otros, libertad significa arbitrariedad, anarquía, ruptura de toda normal moral,
rechazo de toda fe en Dios. Olvidan que el hombre necesita orientación y sentido para
poder hacer un proyecto de sí mismo, para esforzarse activamente en la construcción
de su propio destino y para asumir su propia responsabilidad.
Cuando uno arrincona todo esto como algo ridículo y desfasado puede creerse muy
"liberado", pero corre el riesgo de terminar viviendo sin ideal alguno, sin aspiraciones
profundas, sin fidelidad alguna, al aire de la última moda.
Otros piensan que conservar la propia libertad es vivir de manera independiente,
preocupados exclusivamente de los propios intereses sin crear ningún lazo o
dependencia que nos obligue a ocuparnos de los demás. Olvidan que el ser humano
sólo puede disfrutar gozosamente de la vida cuando acierta a vivir en comunión y
amistad con los otros.
Cuántas personas que se creen libres e independientes viven esclavas de sus propios
egoísmos y frustraciones, atrapadas por su propia mediocridad, sin conocer las
posibilidades de crecimiento que da el vivir generosamente el amor y la amistad.
No son pocos los que piensan que conquistar la libertad es liberarse de esquemas,
tradiciones y "tabúes" del pasado. Olvidan que lo decisivo no es nunca "liberarse de"
sino "liberarse para" vivir algo que nos haga crecer como personas.
Si no es así, la persona supuestamente "liberada" cae en nuevas servidumbres y
convencionalismos, sin descubrir todavía su propia vocación y sus aspiraciones más
hondas.
El creyente descubre precisamente en su adhesión a Dios la fuente más genuina de
libertad. Quien sabe vivir en obediencia filial al Padre se libera de todo ídolo, todo
"césar", todo señor que pueda esclavizarlo.
LO QUE ES DE DIOS
La trampa que tienden a Jesús está bien pensada: «¿Es lícito pagar tributos al César o
no?» Si responde negativamente, lo podrán acusar de rebelión contra Roma. Si acepta
la tributación, quedará desacreditado ante aquellas gentes que viven en la miseria
exprimidas por los impuestos, y a las que él tanto quiere y defiende.
Jesús les pide que le enseñen «la moneda del impuesto». Él no la tiene, pues vive
como un vagabundo itinerante, sin tierras ni trabajo fijo; hace tiempo que no tiene
problemas con los recaudadores. Después les pregunta por la imagen que aparece en
aquel denario de plata. Representa a Tiberio y la leyenda decía: «Tiberius Caesar, Divi
Augusti Filius Augustus». En el reverso se podía leer: «Pontifex Maximus».
El gesto de Jesús es ya clarificador. Sus adversarios viven esclavos del sistema pues,
al utilizar aquella moneda acuñada con símbolos políticos y religiosos, están
reconociendo la soberanía del emperador. No es el caso de Jesús que vive de manera
pobre pero libre, dedicado a los más pobres y excluidos del imperio.
Jesús añade entonces algo que nadie le ha planteado. Le preguntan por los derechos
del César y él les responde recordando los derechos de Dios: «Pagadle al César lo
que es del César, pero dad a Dios lo que es de Dios». La moneda lleva la imagen del
emperador, pero el ser humano, como lo recuerda el viejo libro del Génesis, es
«imagen de Dios». Por eso, nunca ha de ser sometido a ningún emperador. Jesús lo
había recordado muchas veces. Los pobres son de Dios. Los pequeños son sus hijos
predilectos. El reino de Dios les pertenece. Nadie ha de abusar de ellos.
Jesús no dice que una mitad de la vida, la material y económica, pertenece a la esfera
del César, y la otra mitad, la espiritual y religiosa, a la esfera de Dios. Su mensaje es
otro: si entramos en el reino, no hemos de consentir que ningún César sacrifique lo
que sólo le pertenece a Dios: los hambrientos del mundo, los subsaharianos
abandonados en el desierto, los sinpapeles de nuestras ciudades. Que no cuenten con
nosotros.
¿QUE ES CREER EN DIOS?
Enseñas el camino de Dios
Mt 22, 15-21
Se habla a veces de manera tan superficial sobre las cuestiones más importantes de
la vida, y se opina con tal ignorancia sobre la religión, que hoy se hace necesario
aclarar, incluso, las cosas más elementales. Por ejemplo, ¿qué significa creer en
Dios?
En el lenguaje ordinario, «creer» puede encerrar significados bastante diferentes.
Cuando digo «creo que lloverá», quiero decir que «no sé con certeza, pero sospecho,
intuyo... que lloverá». Cuando digo «te creo», estoy diciendo mucho más: «me fío de ti,
creo en lo que tú me dices». Si alguien dice «yo creo en ti», está diciendo todavía algo
más: «yo pongo mi confianza en ti, me apoyo en ti». Esta expresión nos acerca ya a lo
que vive el que cree en Dios.
Cuando una persona habla «desde fuera», sin conocer por experiencia personal lo que
es creer en Dios, piensa, por lo general, que la postura del creyente es, más o menos,
ésta: «No sé si Dios existe, y no lo puedo comprobar con certeza, pero yo pienso que
sí, que algo tiene que existir.» De la misma manera que uno puede creer que hay vida
en otros planetas, aunque no lo pueda saber con seguridad.
Sin embargo, para el que vive desde la fe, «creer en Dios» es otra cosa. Cuando el
creyente dice a Dios «yo creo en Ti», está diciendo: «No estoy solo, Tú estás en mi
origen y en mi destino último; Tú me conoces y me amas; Tú no me dejarás nunca
abandonado, en Ti apoyo mi existencia; nada ni nadie podrá separarme de tu amor y
comprensión. » Esta experiencia del creyente tiene poco que ver con la postura del
que opina «algo tiene que haber». Es una relación vital con Dios: «Yo vengo de Dios,
voy hacia Dios. Mi ser descansa y se apoya en ese Dios que es sólo amor.»
Por eso, para creer, lo decisivo no son las «pruebas» a favor o en contra de la
existencia de Dios, sino la postura interior que uno adopta ante el misterio último de la
vida. Nuestro mayor problema hoy es no acertar a vivir desde «el fondo» de nuestro
ser. Vivimos por lo general, con una «personalidad superficial», separados del
«fondo». Y esta pérdida de contacto con lo más auténtico que hay en nosotros, nos
impide abrirnos confiadamente a Dios y nos precipita en la soledad interior.
Lo triste es que ese vacío que deja la falta de fe en Dios, no puede ser sustituido con
nada. Podemos hacer que nuestra vida sea más agradable poniendo en marcha
algunos resortes sicológicos. Pero nada puede aportar la estabilidad y salud interior
que experimenta el creyente: «Mi pasado pertenece a la misericordia de Dios, mi
futuro está confiado a su amor, sólo queda el presente para vivirlo de manera
agradecida.»
Según el relato evangélico, unas gentes se acercan a Jesús con estas palabras:
«Sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad. »
Esa debería ser hoy una de nuestras tareas: ser sinceros y ayudarnos unos a otros a
descubrir el verdadero «camino de Dios».
LO PRIMERO, LA VIDA
La exégesis moderna no deja lugar a dudas. Lo primero para Jesús es la vida, no la
religión. Basta analizar la trayectoria de su actividad. A Jesús se le ve siempre
preocupado por suscitar y desarrollar, en medio de aquella sociedad, una vida más
sana y más digna.
Pensemos en su actuación en el mundo de los enfermos: Jesús se acerca a quienes
viven su vida de manera disminuida, amenazada e insegura, para despertar en ellos
una vida más plena.
Pensemos en su acercamiento a los pecadores: Jesús les ofrece el perdón que les
haga vivir una vida más digna, rescatada de la humillación y el desprecio.
Pensemos también en los endemoniados, incapaces de ser dueños de su existencia:
Jesús los libera de una vida alienada y desquiciada por el mal.
Como ha subrayado J. Sobrino, «pobres son aquellos para quienes la vida es una
carga pesada pues no pueden vivir con un mínimo de dignidad». Esta pobreza es lo
más contrario al plan original del Creador de la vida. Donde un ser humano no puede
vivir con dignidad, la creación de Dios aparece allí como viciada y anulada. No es
extraño que Jesús se presente como el gran defensor de la vida ni que la defienda y la
exija sin vacilar, cuando la ley o la religión es vivida «contra la vida».
Ya han pasado los tiempos en que la teología contraponía «esta vida» (lo natural) y la
otra vida (lo sobrenatural) como dos realidades opuestas. El punto de partida, básico y
fundamental es «esta vida» y, de hecho, Jesús se preocupó de lo que aquellas gentes
de Galilea más deseaban y necesitaban que era, por lo menos vivir, y vivir con
dignidad. El punto de llegada y el horizonte de toda la existencia es «vida eterna» y,
por eso, Jesús despertaba en el pueblo la confianza final en la salvación de Dios.
A veces los cristianos exponemos la fe con tal embrollo de conceptos y palabras que,
a la hora de la verdad, pocos se enteran de lo que es exactamente el Reino de Dios
del que habla Jesús. Sin embargo, las cosas no son tan complicadas. Lo único que
Dios quiere es esto: una vida más humana para todos y desde ahora, una vida que
alcance su plenitud en su vida eterna. Por eso, nunca hay que dar a ningún César lo
que es de Dios: la vida y la dignidad de sus hijos.
Lunes, 20. Octubre 2008 - 10:54 Hora
Domingo XXX del Tiempo Ordinario-A
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» Mt 22, 34-40
¿Sentirse bien? Amar a Dios
La única tarea Quedarse con lo esencial
¿SENTIRSE BIEN?
No es difícil observar entre nosotros los rasgos más característicos del individualismo
moderno. Para muchos, el ideal de la vida es «sentirse bien». Todo lo demás viene
después. Lo primero es mejorar la calidad de vida, evitar lo que nos puede molestar, y
asegurar, como sea, nuestro pequeño bienestar material, sicológico y afectivo.
Para lograrlo, cada uno debe organizarse la vida a su gusto. No hay que pensar en los
problemas de los demás. Lo que haga cada uno es cosa suya. No es bueno meterse
en la vida de otros. Bastante tiene uno con sacar adelante su propia vida.
Este individualismo moderno está cambiando la vida de los creyentes de occidente.
Poco a poco, se va difundiendo una «moral sin mandamientos». Todo es bueno si no
me hace daño. Lo importante es ser inteligente y actuar con habilidad. Naturalmente,
hay que respetar a todos y no perjudicar a nadie. Eso es todo.
Va cambiando también la manera de vivir la fe. Cada uno sabe «lo que le va» y «lo
que no le va». Lo importante es que la religión le ayude a uno a sentirse bien. Se
puede ser un «cristiano majo» y sin problemas. Lo que hace falta es «gestionar» lo
religioso de manera inteligente.
El resultado es una clase media instalada en el bienestar, compuesta por individuos
respetables que se comportan correctamente en todos los órdenes de la vida, pero
que viven encerrados en sí mismos, separados de su propia alma y apartados de Dios
y de sus semejantes.
Hay una manera muy sencilla de saber qué queda de «cristiano» en este
individualismo moderno y es ver si todavía nos preocupamos de los que sufren. Jesús
precisó con toda claridad lo esencial: «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón» y
«amarás al prójimo como a ti mismo». Ser cristiano no es sentirse bien ni mal, sino
sentir a los que viven mal, pensar en los que sufren y reaccionar ante su impotencia
sin refugiarnos en nuestro propio bienestar.
No hay que dar por supuesto que somos cristianos, pues puede no ser verdad. No
basta preguntarnos si creemos en Dios o lo amamos. Hemos de preguntarnos si
amamos como hermanos a quienes sufren.
AMAR A DIOS
El hombre contemporáneo parece sentir una necesidad grande de desmitificarlo todo,
destruir fachadas, echar abajo sistemas e ideologías para preguntarse qué es lo que
puede quedar realmente como importante.
Pues bien, para Jesús lo único importante y decisivo es que el hombre sepa amar a
Dios y al prójimo. Ahí se encierra como en germen todo lo que la humanidad ha de
desarrollar. Ese es el secreto de la vida.
Del amor al prójimo se habla y escribe mucho hoy en día. Del amor a Dios apenas
habla nadie en esta sociedad cada vez más insensible al encuentro con el Dios de
Amigo de la vida.
Y sin embargo, según Jesús, "este mandamiento es el principal y primero". Sería una
grave equivocación el olvidarlo.
El mandato de amar a Dios no consiste en cumplir una determinada acción de manera
que, una vez cumplido nuestro deber, podamos ya olvidarnos de El.
Amar a Dios es algo mucho más profundo. Nosotros estamos dispuestos a dar
cualquier cosa antes que darnos a nosotros mismos. Y el amor a Dios consiste
precisamente en esa entrega radical de nuestro propio yo.
El amor a Dios exige la entrega total de nuestro ser, la liberación progresiva de nuestro
egocentrismo, la orientación de nuestra existencia hacia el amor.
Cuando este amor se despierta en el interior de un hombre, Dios ya no es para él el
nombre de un gobernador supremo y lejano al que se respeta, con el que es peligroso
entrar en conflicto y al que, en el fondo, se evita observando sus mandamientos.
Dios es una presencia amorosa que vivifica y alienta nuestro ser y nuestro obrar. Una
fuente de vida y libertad que nos empuja a amar con hondura la vida, los seres vivos,
las cosas y, sobre todo, los hombres y mujeres todos.
Este amor al Dios vivo no nos aleja del amor concreto al prójimo. Al contrario, sólo
cuando vivimos habitados por este amor es posible liberarnos de nosotros mismos y
acercarnos. realmente al otro. Sólo entonces es posible perdonar en silencio, dar con
desinterés, "tocar" amorosamente el misterio del hermano.
Más aún. Este amor a Dios nos descubre con frecuencia que casi todo lo que
hacemos día tras día no es en realidad "amor al prójimo" sino una hermosa fachada
tras la cual se esconde y crece un egoísmo secreto e inconfesable.
LA UNICA TAREA
Hacemos muchas cosas en la vida. Nos movemos y agitamos tras muchos objetivos.
Pero, ¿qué es lo verdaderamente importante? ¿qué hay que hacer en la vida para
acertar?
Jesús lo ha resumido todo en el amor, asociando de manera íntima e inseparable dos
preceptos que conocía muy bien el pueblo judío: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todo tu ser» (Deuteronomio); «Amarás a tu prójimo
como a ti mismo» (Levítico).
Todo se reduce a vivir el amor a Dios y el amor a los hermanos. Según Jesús, de aquí
se deriva todo lo demás. A más de uno, todo esto podrá parecer demasiado conocido,
demasiado viejo y demasiado ineficaz. Y sin embargo, hoy más que nunca
necesitamos recordarlo: Saber amar es la única cosa que importa.
¿Por qué tanta gente no tiene un aspecto más feliz? ¿Por qué las cosas que
poseemos nos dejan, a fin de cuentas, tan vacíos e insatisfechos? ¿Por qué no
acertamos a construir una sociedad mejor, sin recurrir a la extorsión, la mentira y el
asesinato? Es amor lo que nos falta.
Poco a poco, la falta de amor va haciendo del hombre un solitario, un ser siempre
atareado y nunca satisfecho. La falta de amor va deshumanizando nuestros esfuerzos
y luchas por obtener unos determinados objetivos políticos y sociales.
Nos falta amor. Y si nos falta amor nos falta todo. Hemos perdido nuestras raíces.
Hemos abandonado la fuente más importante de vida y felicidad.
Y aunque, pocos se atrevan a confesarlo, los hambres de hoy tienen necesidad de
Dios, no como alguien vago, impersonal, abstracto, sino como un Padre cercano,
capaz de cambiar nuestra vida, y capaz de renovar nuestra existencia cada mañana.
Jesús no ha confundido el amor a Dios con el amor a los hombres. El «mandamiento
principal y primero» sigue siendo amar a Dios, buscar su voluntad, escuchar su
llamada.
Pero, no se puede amar «con todo nuestro ser» a ese Dios Padre, sin amar con todas
nuestras fuerzas a los hermanos. Y si no somos capaces de amar a los otros, nuestra
existencia no sirve sino para ocuparnos de nosotros mismos o de cosas
intranscendentes y sin vida.
Se oye hablar mucho de una renovación de nuestra sociedad, de una reforma de las
estructuras. Pero pocos se preocupan de acrecentar su capacidad de amar.
Por muchos que sean nuestros logros sociales, poco habrá cambiado todo si
seguimos tan inmunizados al amor, la atención a los desvalidos, el servicio gratuito, la
generosidad desinteresada, el compartir con los necesitados.
QUEDARSE CON LO ESENCIAL
No era fácil para los judíos contemporáneos de Jesús tener una visión clara de lo que
constituía el núcleo de su religión. La gente sencilla se sentía perdida. Los escribas
hablaban de seiscientos trece mandamientos contenidos en la Ley. ¿Cómo orientarse
en una red tan complicada de preceptos y prohibiciones? En algún momento, el
planteamiento llegó hasta Jesús: ¿Qué es lo más importante y decisivo? ¿Cuál es el
mandamiento principal, el que puede dar sentido a los demás?
Jesús no se lo pensó dos veces y respondió recordando unas palabras que todos los
judíos varones repetían diariamente al comienzo y al final del día: «Escucha Israel: El
Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alma, con todo tu ser». Él mismo había pronunciado aquella mañana estas
palabras. A él le ayudaban a vivir centrado en Dios. Esto era para él lo primero.
Enseguida añadió algo que nadie le había preguntado: «El segundo mandato es:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Nada hay más importante que estos dos
mandamientos. Para Jesús estos dos mandamientos son inseparables. No se puede
amar a Dios y desentenderse del vecino.
A nosotros se nos ocurren muchas preguntas. ¿Qué es amar a Dios? ¿Cómo se
puede amar a alguien a quien no es posible comprender ni ver? Al hablar del amor a
Dios, los hebreos no pensaban en los sentimientos que pueden nacer en nuestro
corazón. La fe en Dios no consiste en un «estado de ánimo». Amar a Dios es
sencillamente centrar la vida en él, vivirlo todo desde su voluntad.
Por eso añade Jesús el segundo mandamiento. No es posible amar a Dios y vivir
olvidado de gente que sufre y a la que Dios ama tanto. No hay un «espacio sagrado»
en el que podamos «entendernos» a solas con Dios, de espaldas a los demás. Un
amor a Dios que olvida a sus hijos e hijas es una gran mentira.
La religión cristiana les resulta hoy a no pocos complicada y difícil de entender.
Probablemente, necesitamos en la Iglesia un proceso de concentración en lo esencial
para desprendernos de añadidos secundarios y quedarnos con lo importante: amar a
Dios con todas mis fuerzas y querer a los demás como me quiero a mi mismo.
Lunes, 27. Octubre 2008 - 18:31 Hora
Fiesta de Todos los Santos y de los Difuntos
Dichosos... Mt 5,1-12
Mal programados
La felicidad no se compra
MAL PROGRAMADOS
Todos experimentamos que la vida está sembrada de problemas y conflictos que en
cualquier momento nos pueden hacer sufrir. Pero, a pesar de todo, podemos decir que
la «felicidad interior» es uno de los mejores indicadores para saber si una persona
está acertando en el difícil arte de vivir. Se podría incluso afirmar que la verdadera
felicidad no es sino la vida misma cuando está siendo vivida con acierto y plenitud.
Nuestro problema consiste en que la sociedad actual nos programa para buscar la
felicidad por caminos equivocados que casi inevitablemente nos conducirán a vivir de
manera desdichada.
Una de las instrucciones erróneas dice así: «Si no tienes éxito, no vales». Para
conseguir la aprobación de los demás e, incluso, la propia estima hay que triunfar.
La persona así programada difícilmente será dichosa. Necesitará tener éxito en todas
sus pequeñas o grandes empresas. Cuando fracase en algo, sufrirá de manera
indebida. Fácilmente crecerá su agresividad contra la sociedad y contra la misma vida.
Esa persona quedará, en gran parte, incapacitada para descubrir que ella vale por sí
misma, por lo que es, aun antes de que se le añadan éxitos o logros personales.
La segunda equivocación es ésta: «Si quieres tener éxito, has de valer más que los
demás». Hay que ser siempre más que los otros, sobresalir, dominar.
La persona así programada está llamada a sufrir. Vivirá siempre envidiando a los que
han logrado más éxito, los que tienen mejor nivel de vida, los de posición más brillante.
En su corazón crecerá fácilmente la insatisfacción, la envidia oculta, el resentimiento.
No sabrá disfrutar de lo que es y de lo que tiene. Vivirá siempre mirando de reojo a los
demás. Así, difícilmente se puede ser feliz.
Otra consigna equivocada: «Si no respondes a las expectativas, no puedes ser feliz».
Has de responder a lo que espera de ti la sociedad, ajustarte a los esquemas. Si no
entras por donde van todos, puedes perderte.
La persona así programada se estropea casi inevitablemente. Termina por no
conocerse a sí misma ni vivir su propia vida. Sólo busca lo que buscan todos, aunque
no sepa exactamente por qué ni para qué.
Las Bienaventuranzas nos invitan a preguntarnos si tenemos la vida bien planteada o
no, y nos urgen a eliminar programaciones equivocadas. ¿Qué sucedería en mi vida si
yo acertara a vivir con un corazón más sencillo, sin tanto afán de posesión, con más
limpieza interior, más atento a los que sufren, con una confianza grande en un Dios
que me ama de manera incondicional? Por ahí va el programa de vida que nos trazan
las Bienaventuranzas de Jesús.
LA FELICIDAD NO SE COMPRA
Nadie sabemos dar una respuesta demasiado clara cuando se nos pregunta por la
felicidad. ¿Qué es de verdad la felicidad? ¿En qué consiste realmente? ¿Cómo
alcanzarla? ¿Por qué caminos?
Ciertamente no es fácil acertar a ser feliz. No se logra la felicidad de cualquier manera.
No basta conseguir lo que uno andaba buscando. No es sufciente satisfacer los
deseos. Cuando uno ha conseguido lo que quería, descubre que está de nuevo
buscando ser feliz.
También es claro que la felicidad no se puede comprar. No se la puede adquirir en
ninguna planta de ningún gran almacén, como tampoco la alegría, la amistad o la
ternura. Con dinero sólo podemos comprar apariencia de felicidad.
Por eso, hay tantas personas tristes en nuestras calles. La felicidad ha sido sustituida
por el placer, la comodidad y el bienestar. Pero nadie sabe cómo devolverle al hombre
de hoy el gozo, la libertad, la experiencia de plenitud.
Nosotros tenemos nuestras «bienaventuranzas». Suenan así: Dichosos los que tienen
una buena cuenta corriente, los que se pueden comprar el último modelo, los que
siempre triunfan, a costa de lo que sea, los que son aplaudidos, los que disfrutan de la
vida sin escrúpulos, los que se desentienden de los problemas...
Jesús ha puesto nuestra «felicidad» cabeza abajo. Ha dado un vuelco total a nuestra
manera de entender la vida y nos ha descubierto que estamos corriendo «en dirección
contraria».
Hay otro camino verdadero para ser feliz, que a nosotros nos parece falso e increíble.
La verdadera felicidad es algo que uno se la encuentra de paso, como fruto de un
seguimiento sencillo y fiel a Jesús.
¿En qué creer? ¿En las bienaventuranzas de Jesús o en los reclamos de felicidad de
nuestra sociedad?
Tenemos que elegir entre estos dos caminos. O bien, tratar de asegurar nuestra
pequeña felicidad y sufrir lo menos posible, sin amar, sin tener piedad de nadie, sin
compartir... O bien, amar... buscar la justicia, estar cerca del que sufre y aceptar el
sufrimiento que sea necesario, creyendo en una felicidad más profunda.
Uno se va haciendo creyente cuando va descubriendo prácticamente que el hombre
es más feliz cuando ama, incluso sufriendo, que cuando no ama y por lo tanto no sufre
por ello.
Es una equivocación pensar que el cristiano está llamado a vivir fastidiándose más
que los demás, de manera más infeliz que los otros. Ser cristiano, por el contrario, es
buscar la verdadera felicidad por el camino señalado por Jesús. Una felicidad que
comienza aquí, aunque alcanza su plenitud en el cuentro final con Dios.
DIA DE LOS FIELES DIFUNTOS
En la casa de mi Padre hay muchas moradas
EN LAS MANOS DE DIOS
El hombre contemporáneo no sabe qué hacer con la muerte. Lo único que se le ocurre
es ignorarla y no hablar de ella. Olvidar cuanto antes ese triste suceso y volver de
nuevo al vértigo de la vida.
Pero, tarde o temprano, la muerte va visitando nuestros hogares arrancándonos
nuestros seres más queridos. ¿Cómo reaccionar entonces ante esa muerte que nos
arrebata para siempre a nuestra madre?
¿Qué actitud adoptar ante la agonía de ese esposo que nos dice su último adiós?
¿Qué hacer ante el vacío que van dejando en nuestra vida tantos amigos y personas
queridas?
La muerte es una puerta que traspasa cada hombre o mujer en solitario. Una vez
cerrada la puerta, el muerto se nos oculta para siempre. No sabemos qué ha sido de
él. Ese ser tan querido y cercano se nos pierde ahora en el misterio insondable de
Dios. ¿Cómo relacionarnos con él?
La liturgia cristiana nos revela cuál es la actitud de los creyentes ante la muerte de
nuestros amigos y hermanos.
La Iglesia no se limita a asistir pasivamente al hecho de la muerte ni tan sólo a
consolar a los que quedamos aquí llorando a nuestros seres queridos. Su reacción
espontánea es de solidaridad fraterna hacia el difunto.
La comunidad cristiana rodea al que muere, pide por él y le acompaña con su amor y
su plegaria en ese misterioso encuentro con Dios. Ni una palabra de desolación o de
rebelión, de vacío o duda. En el centro de toda la liturgia por los difuntos, sólo una
oración de confianza: "En tus manos, Padre de bondad, encomendamos el alma de
nuestro hermano".
Es como si dijéramos a ese ser querido que se nos ha muerto: "Te seguimos
queriendo, pero tú te vas y tu partida nos entristece. Sin embargo, sabemos que te
dejamos en mejores manos. Esas manos de Dios son un lugar más seguro que todo lo
que nosotros te podemos ofrecer ahora. Dios te quiere como nosotros no hemos
sabido quererte. En El te dejamos confiados".
Esta confianza que llena el corazón de los creyentes de paz y esperanza ante la
muerte de nuestros seres queridos no es un sentimiento arbitrario, sino que nace de
nuestra fe en Jesucristo resucitado: "Recuerda a tu hijo a quien has llamado de este
mundo a tu presencia. Concédele que así como ha compartido ya la muerte de
Jesucristo, comparta también con él la gloria de la resurrección".
Todo esto puede parecer inaceptable a muchos que se acercarán hoy al cementerio a
depositar unas flores y recordar experiencias vividas aquí con sus seres queridos.
Como decía K. Rahner, hay cosas que sólo podemos vivir "si tenemos un corazón
sabio y humilde y nos acostumbramos a ver lo que está sustraído a la mirada del
superficial y del impaciente".
Yo soy la resurrección y la vida.
Lo que nosotros llamamos muerte, no es sino terminar de morir. El último instante en
que se apaga la vida biológica. En realidad, tardamos en morir veinte, cuarenta o
setenta y cinco años. Desde que nacemos estamos ya muriendo. La muerte no es algo
que nos llega desde fuera, al final de nuestra vida. La muerte comienza cuando
nacemos.
Nos vamos muriendo segundo a segundo y minuto a minuto, gastando de manera
irreversible la energía vital que poseemos. Los hombres somos mortales no porque al
término de nuestra vida hay un final, sino porque constantemente nuestra vida se va
vaciando, se va desgastando y va «muriendo».
Pero la muerte no es problema sólo del individuo humano. La muerte está presente
dentro de toda vida, envolviendo con sus brazos poderosos a todo viviente. Se puede
afirmar que todo lo que vive está ya camino de la muerte.
Los animales que corren, vuelan y se agitan por la tierra entera, la vegetación
multicolor que cubre nuestro planeta, la vida que se puede encerrar en el universo
entero, camina hacia la muerte.
Pero hay que decir todavía algo más. Lo que construyen los vivientes, sus
organizaciones, sus grandes sistemas, sus revoluciones, logros y conquistas están
abocados también a morir un día.
Y sin embargo, desde el fondo de la vida, de toda vida, nace una protesta. Ningún
viviente quiere morir. Y esta protesta se convierte en el hombre en un grito consciente
de angustia y de impotencia que refleja y resume el deseo profundo de toda la
creación.
Los cristianos creemos que este anhelo por la vida ha sido escuchado por Dios.
Jesucristo muerto por los hombres, pero resucitado por Dios, es el signo y la garantía
de que Dios ha recogido nuestro grito y quiere encaminarlo todo hacia la plenitud de la
vida.
Por eso dentro de esta vida mortal, el creyente es un hombre que afirma la vida y
rechaza la muerte. Defiende y promueve todo lo que conduce a la vida, y condena y
lucha contra todo lo que nos lleva a la destrucción y la muerte.
Dios ha dicho no a la muerte. La actitud cristiana de defensa de la vida en todos los
frentes (aborto, eutanasia, muertes violentas, opresión destructora... ) nace de esa fe
en un Dios «amigo de la vida» que en Jesucristo resucitado nos descubre su voluntad
de liberarnos definitivamente de la muerte.
Lunes, 3. Noviembre 2008 - 18:28 Hora
Domingo XXXII-Consagración de la Basilica de S. Juna de Letran
No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Jn 2, 13-22
Adulterar la liturgia El culto al dinero
ADULTERAR LA LITURGIA
Uno de los factores que llevó a Jesús a su ejecución fue sin duda su ataque frontal a la
liturgia del templo judío. Criticar la estructura del templo era poner en cuestión uno de
los pilares fundamentales de la sociedad judía.
Al subir a Jerusalén, Jesús encuentra el templo lleno de «vendedores y cambistas»,
hombres que no buscan a Dios, sino que se afanan egoístamente por sus propios
intereses. Aquella liturgia no es un encuentro sincero con Dios, sino un culto hipócrita
que encubre injusticias, opresiones, intereses y explotaciones mezquinas a los
peregrinos.
La crítica profunda de Jesús va a desenmascarar aquel culto falso. El templo no
cumple ya su misión de ser signo de la presencia salvadora de Dios en medio del
pueblo. No es la casa de un Padre que pertenece a todos. No es el lugar donde todos
se deben sentir acogidos y en donde todos pueden vivir la experiencia del amor y la
fraternidad.
Uno se explica la reacción de malestar y las quejas que puede provocar en algunos
creyentes el ver que algunas celebraciones litúrgicas no se ajustan en todos sus
detalles a una determinada normativa ritual. Pero antes que nada, si no queremos
adulterar de raíz la liturgia de nuestros templos, hemos de saber escuchar la crítica
profunda de Jesús que no se detiene a analizar el ritual judío sino que condena un
culto en donde el templo ya no es la casa del Padre.
Solamente recordaremos un hecho que desgraciadamente se repite constantemente
entre nosotros. Vivimos en una sociedad en donde los hombres se matan unos a otros
y donde todos traen sus muertos al templo cristiano para llorar su dolor y orar por ellos
a Dios. Con frecuencia son celebraciones ejemplares en donde la fe, la esperanza
cristiana y el perdón sincero prevalecen sobre los sentimientos de impotencia, rabia y
venganza que tratan de apoderarse de los familiares y amigos de las víctimas.
Pero, ¿qué decir de otras celebraciones que deforman el significado profundo de la
liturgia cristiana? ¿Se puede orar a un mismo Padre, llorando la muerte de unos
hermanos y pidiendo la destrucción de otros? ¿Se puede instrumentalizar la Eucaristía
y servirse de lo que debería ser el signo más expresivo de la fraternidad, para
acrecentar los sentimientos de odio y venganza frente al enemigo? ¿Se puede oír
fielmente la palabra de Dios, escuchando de él solamente una condena para los otros?
¿Se puede intentar «monopolizar» a Dios, tratando de identificarlo con nuestra causa y
nuestros intereses parciales y hasta partidistas?
La trágica situación que estamos viviendo, hace todavía más urgente la necesidad de
encontrar al menos en el templo un ámbito en donde todos nos dejemos juzgar por el
Unico que lo hace justamente, un lugar en donde tratemos de encontrarnos como
hermanos ante un mismo Padre, un espacio en donde busquemos en el Creador de la
vida fuerza para liberarnos del odio y la venganza. No convirtamos la casa del Padre
en un lugar de división, enfrentamientos y mutua destrucción.
EL CULTO AL DINERO
Hay algo alarmante en nuestra sociedad que nunca denunciaremos lo bastante.
Vivimos en una civilización que tiene como eje de pensamiento y criterio de actuación,
la secreta convicción de que lo importante y decisivo no es lo que uno es sino lo que
tiene.
Se ha dicho que el dinero es «el símbolo e ídolo de nuestra civilización» (Miguel
Delibes). Y de hecho, son mayoría los que le rinden y sacrifican todo su ser.
J. Galbraith, el gran teórico del capitalismo moderno, describe así el poder del dinero
en su obra «La sociedad de la abundancia». El dinero «trae consigo tres ventajas
fundamentales: primero, el goce del poder que presta al hombre; segundo, la posesión
real de todas las cosas que pueden comprarse con dinero; tercero, el prestigio o
respeto de que goza el rico gracias a su riqueza».
Cuantas personas, sin atreverse a confesarlo, saben que en su vida, lo decisivo, lo
importante y definitivo es ganar dinero, adquirir un bienestar material, lograr un
prestigio económico.
Aquí está sin duda, una de las quiebras más graves de nuestra civilización. El hombre
occidental se ha hecho materialista y, a pesar de sus grandes proclamas sobre la
libertad, la justicia o la solidaridad, apenas cree en otra cosa que no sea el dinero.
Y, sin embargo, hay poca gente feliz. Con dinero se puede montar un piso agradable,
pero no crear un hogar cálido. Con dinero se puede comprar una cama cómoda, pero
no un sueño tranquilo. Con dinero se puede adquirir nuevas relaciones pero no
despertar una verdadera amistad. Con dinero se puede comprar placer pero no
felicidad.
Pero, los creyentes hemos de recordar algo más. El dinero abre todas las puertas,
pero nunca abre la puerta de nuestro corazón a Dios.
No estamos acostumbrados los cristianos a la imagen violenta de un Mesías
fustigando a las gentes con un azote en las manos. Y, sin embargo, ésa es la reacción
de Jesús al encontrarse con hombres que, incluso en el templo, no saben buscar otra
cosa sino su propio negocio.
El templo deja de ser lugar de encuentro con el Padre cuando nuestra vida es un
mercado donde sólo se rinde culto al dinero. Y no puede haber una relación filial con
Dios Padre cuando nuestras relaciones con los demás están mediatizadas sólo por
intereses de dinero.
Imposible entender algo del amor, la ternura y la acogida de Dios a los hombres
cuando uno vive comprando o vendiéndolo todo, movido únicamente por el deseo de
«negociar» su propio bienestar.
Lunes, 10. Noviembre 2008 - 17:35 Hora
Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario-A
Fui a esconder tu talento bajo tierra Mt 25, 14-30
Arriesgarse Mucho más que conservar
Enterrar la vida Arriesgar
ARRIESGARSE
Con frecuencia se ha entendido la religión como un sistema de creencias y prácticas
que sirven para protegerse contra Dios, pero no ayudan a vivir de manera creativa.
Esta religión conduce a una vida triste y estéril donde lo importante es vivir seguros
ante Dios, pero donde falta alegría y dinamismo.
Hay que decirlo sin rodeos. En el fondo de esa religión sólo hay miedo. Quien busca
protegerse de Dios es que le tiene miedo. Esa persona no ama a Dios, no confía en él,
no disfruta de su misericordia. Sólo le teme y por eso busca en la religión remedio para
sus miedos y fantasmas.
Después de Jesús, no tenemos ya derecho a entender y vivir así lo religioso. Dios no
es un tirano que atemoriza a los hombres buscando egoístamente su propio interés,
sino un Padre que le confía a cada uno el gran regalo de la vida. Por eso, Jesús
imagina a sus seguidores no como «observantes piadosos» de una religión, sino como
creyentes audaces dispuestos a correr riesgos y superar dificultades para «inventar»
una vida más digna y dichosa para todos. Un discípulo de Jesús se siente llamado a
todo menos a enterrar su vida de manera estéril.
El tercer siervo de la parábola es condenado, no por hacer algo malo sino porque,
paralizado por el temor a su Señor, «entierra» los talentos que se le han confiado. El
mensaje es claro. A Dios no se le puede devolver la vida diciendo: «Aquí está lo tuyo.
La vida que me diste no ha servido para nada». Es un error vivir una vida
«religiosamente correcta» sin arriesgarnos a vivir el amor de manera más audaz y
creativa.
Quien sólo busca cuidar su vida, protegerla y defenderla, la echa a perder.
Quien no sigue las aspiraciones más nobles de su corazón por miedo a fracasar, ya
está fracasando.
Quien no toma iniciativa alguna para no equivocarse, ya se está equivocando.
Quien sólo se dedica a conservar su virtud y su fe, corre el riesgo de enterrar su vida.
Al final, no habremos cometido grandes errores, pero no habremos vivido.
Jesús es una invitación a vivir intensamente. A lo único que hemos de temer es a vivir
siempre con miedo a arriesgarnos, con temor a salirnos de lo «correcto», sin audacia
para renovarnos, sin valor para actualizar el evangelio, sin fantasía para inventar el
amor cristiano.
MUCHO MAS QUE CONSERVAR
En poco tiempo hemos visto hundirse entre nosotros ideales sociales y religiosos que
sólo hace unos años despertaban la generosidad y entrega de hombres y mujeres. Las
nuevas generaciones difícilmente encuentran causas nobles por las que merezca la
pena luchar. Mejor es vivir el presente intensamente exprimiéndole el máximo placer.
Al mismo tiempo, valores tan importantes como la familia, la autoridad, la tradición, el
magisterio de la iglesia, han quedado oscurecidos o se han debilitado profundamente
en la conciencia de muchos.
El desconcierto se ha hecho todavía mayor al caer por los suelos normas concretas de
comportamiento y leyes de conducta que hace unos años eran todavía intocables.
La crisis ha provocado en muchos una sensación de vértigo, vacío y desorientación.
No pocos se preguntan con inquietud: ¿Ha cambiado la moral? ¿Ya no hay pecado?
¿Hemos vivido equivocados hasta ahora? ¿Cuándo volverán de nuevo los tiempos
pasados?
No es de extrañar la reacción de muchos que se defienden instalándose íntegramente
en el pasado, cerrándose a toda novedad y gastando casi todas sus energías en
«conservar intacta la moral de siempre».
Sin embargo, la sorpresa del «tercer siervo» de la parábola, condenado solamente por
preocuparse de «conservar el talento» sin arriesgar nada más, nos recuerda que
seguir a Jesús es mucho más que conservar intacta nuestra moralidad frente a todo y
frente a todos.
La moral cristiana no consiste en conservar fielmente la herencia que hemos recibido
del pasado, sino en buscar, movidos por el Espíritu de Jesús, cómo ser más humanos
precisamente en el mundo de hoy.
Las leyes son necesarias. Nos indican la dirección en que hemos de buscar y nos
señalan los límites que no debemos franquear. Pero sería una equivocación pensar
que estamos respondiendo a las exigencias profundas de Dios sólo porque nos
mantenemos íntegros en el cumplimiento de unas leyes.
Ser creyente es algo mucho más grande y apasionante que enterrar nuestra vida en
unas leyes para conservarla segura.
El seguimiento a Jesús es siempre llamada a buscar y crear una humanidad nueva y
siempre mejor. Por eso mismo, seguir a Jesús es riesgo más que seguridad. Exigencia
fecunda más que cumplimiento estéril. Urgencia de amor más que satisfacción del
deber cumplido.
ENTERRAR LA VIDA
A pesar de su aparente «inocencia», la parábola de los talentos encierra una carga
verdaderamente explosiva. Sorprendentemente, el «tercer siervo» es condenado sin
haber cometido ninguna acción mala.
Su pecado consiste precisamente en «no hacer nada», no arriesgar su talento,
conservarlo del modo más seguro posible.
Según Jesús, es una grave equivocación pensar que el hombre da a Dios lo suyo con
tal de no cometer ninguna acción mala. Al contrario, el que no se arriesga de manera
positiva y creadora a realizar el bien, aunque no viole ninguna ley, está ya
defraudando las exigencias profundas de Dios.
El pensamiento de Jesús es claro. Nuestro gran pecado puede ser la omisión, el no
arriesgarnos en el camino del hacer el bien, el contentarnos con «conservar el
talento».
Basta recordar un cierto lenguaje «cristiano» para percibir en qué hemos puesto
nuestro cuidado. «Conservar» el depósito de la fe, «conservar» la gracia, «conservar»
las buenas costumbres, «conservar» la vocación... ¿Es este cristianismo «en
conserva» el querido por Jesús?
Alguien ha dicho que «la apatía constituye el pecado clave del mundo moderno».
Apatía que significa abandono y renuncia a ser realmente humano. Negativa a asumir
los riesgos de una vida responsable.
Los cristianos hemos visto con frecuencia al pecador como el hombre soberbio, de
actitud rebelde y desafiante. Quizás tengamos que recordar más este otro pecado de
quien «renuncia a las implicaciones de su propia dignidad humana».
Cada uno tenemos ante nosotros un quehacer al que no podemos renunciar. Una
tarea en la que nadie nos puede sustituir.
En concreto, tenemos que empezar por decidir quién quiero ser yo en realidad, y en
qué clase de sociedad quiero vivir. Debemos escuchar el evangelio como una llamada
a la iniciativa, a la creatividad, a la responsabilidad adulta.
Nada nos puede excusar de una actitud de pasividad, pereza y conservadurismo. No
vale decir que bastante tenemos con «seguir tirando», que apenas hemos recibido en
la vida más que un pequeño talento.
Todos estamos recibiendo «gracia». No como algo mágico que se nos da desde fuera
y se añade a nuestros esfuerzos, sino como aliento del Creador que anima toda
nuestra existencia.
Renunciar a la creatividad, no arriesgarse a crecer como personas, no
comprometernos en la construcción de una sociedad mejor, es enterrar nuestra vida y
traicionar no sólo nuestra propia dignidad humana sino también los designios del
Creador.
ARRIESGAR
El quehacer de la Iglesia no es conservar el pasado. Nadie puede poner en duda su
necesidad de alimentarse en la experiencia fundante de Cristo ni de reavivar una y
otra vez lo mejor que el Espíritu ha generado a lo largo de los siglos, pero la Iglesia no
ha de convertirse en monumento de lo que ha sido. De nada sirve ser fieles al pasado
cuando ese pasado apenas guarda relación con los interrogantes y desafíos del
presente.
El objetivo de la Iglesia no es tampoco sobrevivir. Esto significaría olvidar su misión
más profunda que es comunicar en cada momento histórico la Buena Noticia de un
Dios Padre que ha de ser estímulo, horizonte y esperanza para el ser humano. De
nada sirven las estrategias y adaptaciones externas para restaurar seguridades si no
es capaz de transmitir algo significativo a los hombres y mujeres de hoy.
Por eso las virtudes a desarrollar en el interior de la Iglesia actual no se llaman
«prudencia», «conformidad», «resignación», «fidelidad al pasado». Llevan más bien el
nombre de «audacia», «capacidad de riesgo», «búsqueda creativa», «escucha al
Espíritu» que todo lo hace nuevo. Arriesgar no es un camino fácil para ninguna
institución, tampoco para la Iglesia. Pero no hay otro si queremos comunicar la
experiencia cristiana en un mundo que ha cambiado radicalmente.
Cuando se vive del Espíritu creador de Dios, pertenecer a una institución que tiene dos
mil años no es una excusa para no arriesgarse. Algo está fallando en la Iglesia si la
propia seguridad y la preocupación por el futuro de las instituciones se vuelve más
importante que la búsqueda creativa y arriesgada para servir al hombre de hoy el
Evangelio y la esperanza cristiana.
Lo más grave del «tercer siervo» de la parábola evangélica no es que entierra su
talento sin hacerlo fructificar, sino que piensa equivocadamente estar respondiendo
fielmente a Dios con su postura conservadora, a salvo de todo riesgo.
El hecho de que no hagamos nada que suponga un cambio de dirección no significa
que estamos siendo fieles a Dios. Nuestra supuesta fidelidad puede ocultar cosas
como rigidez, cobardía, inmovilismo, comodidad y, en definitiva, falta de fe en la
creatividad del Espíritu.
La verdadera fidelidad a Dios no se vive desde la pasividad y la inercia de quien no
arriesga, sino desde la vitalidad y el riesgo de quien trata de escuchar hoy sus
llamadas.
Lunes, 17. Noviembre 2008 - 10:22 Hora
Domingo 34 del Tiempo Ordinario. Cristo Rey/A
Tuve hambre, y no me disteis de comer. Mt 25, 31-46
Acompañar Más que una limosna
Contra la depresión Calidad humana
ACOMPAÑAR
Venid, vosotros, benditos de mi Padre Mt 25, 31-46
No es fácil estar a la cabecera de un ser querido cuando se acerca su final. Nadie nos
ha preparado a familiares o amigos para coger su mano y recorrer juntos el último
tramo de su vida. Queremos acertar pero no sabemos muy bien qué hacer.
Lo primero es centrar nuestra atención en la persona enferma, no en la enfermedad.
Los médicos y enfermeras se ocuparán de su mal. Nosotros hemos de estar muy
atentos a lo que vive en su interior. Lo nuestro es no dejarle solo, acompañarlo de
cerca con cariño y ternura grande.
Acompañarlo quiere decir escuchar su pena e impotencia, entender sus deseos de
curarse, comprender su desconcierto y sus miedos. A veces, tendremos que sufrir tal
vez su irritación y sus enfados. No importa. Estamos así aliviando su tensión. Hemos
de evitar siempre lo que puede crear en ese enfermo querido turbación, resentimiento
o tristeza. Hemos de despertar en él paz, confianza y serenidad. Qué suerte es poder
entonces conversar desde la fe para ayudarle, también en esa hora terrible, a sentirse
envuelto por el amor inmenso de Dios.
No hay que utilizar tópicos ni frases vacías de verdad. No hay que decirle que está
bien si él se siente mal. No hay que engañarle cuando sospecha ya lo inevitable. Son
horas sagradas. Tenemos que hacerle preguntas acertadas: ¿quieres algo más?,
¿quieres hablar a solas con alguien? ¿cómo quieres que se te ayude mejor?
Cuando el final se acerca, las palabras resultan cada vez más pobres. Lo importante
son ahora los gestos: la mirada cariñosa, el beso suave, la caricia sentida, nuestras
manos apretando la suya. Qué consolador poder sugerir al enfermo una invocación
sencilla y confiada a Dios que pueda repetir en su corazón.
Jesús declara «benditos de su Padre» a quienes ayudan al necesitado, acogen al
extranjero, visten al desnudo o se acercan al enfermo y al preso, aunque no lo hagan
motivados por fe religiosa alguna. Nadie tan pobre, necesitado y desvalido como el
que está ya cerca de su muerte. Aunque no seamos muy religiosos o creyentes, Dios
nos bendice cuando nos ve ayudándonos mutuamente a morir con paz.
MAS QUE UNA LIMOSNA
Es bueno recordar el test definitivo de nuestra existencia, aunque nos sintamos una
vez más molestos ante la palabra de Jesús.
Nuestra suerte se decidirá a partir de nuestro comportamiento práctico ante el
sufrimiento ajeno de los pobres, hambrientos, enfermos, encarcelados... Esa será la
pregunta: ¿Qué has hecho tú ante ése hermano al que encontraste sufriendo en la
vida?
Nosotros lo hemos querido resolver todo de una manera muy sencilla: dando dinero,
aportando nuestra limosna y contribuyendo en las colectas.
Pero, las cosas no son tan sencillas. «Las exigencias del amor que aquí se piden no
se satisfacen con el sacramento del dinero, por la sencilla razón de que la misma
manera de adquirir este dinero vuelve a incrementar la pobreza que con él se quiere
remediar».
El amor a los necesitados no puede quedar reducido a «dar dinero», entre otras cosas
porque no tiene sentido expresar nuestra solidaridad y compasión al necesitado con
un dinero adquirido quizás de manera insolidaria y sin compasión de ninguna clase.
Para el hombre bíblico, la limosna tenía un contenido profundo que hoy se nos escapa.
La limosna se designa en hebreo con el término «sedaqa» que significa «justicia».
Podríamos decir que «dar limosna» equivale a «hacer justicia» en nombre de Dios a
quienes no se la hacen los hombres.
Nuestro amor a los necesitados no se puede reducir a una acción asistencial, aunque
ésta es totalmente imprescindible ante situaciones que no admiten demoras.
Tenemos que descubrir la injusticia que se encierra en nuestras vidas, aprendiendo
poco a poco a mirarnos a nosotros mismos y mirar nuestros bienes desde los ojos de
las clases y los pueblos pobres.
Hoy como siempre se nos pide dar un vaso de agua a quien encontremos sediento.
Pero se nos pide además, ir transformando nuestra sociedad al servicio de los más
necesitados y desposeídos.
Ante las injusticias concretas de nuestra sociedad, un cristiano no puede pretender
una neutralidad ingenua, diciendo que no se quiere «meter en política».
De una manera o de otra, con nuestras actuaciones o con nuestra pasividad, todos
«hacemos política», los individuos y las instituciones.
Por eso, no se trata de decidir si haremos política o no, sino de plantearse a favor de
quién haremos política. Un creyente que escucha las palabras de Jesús, siga el
partido que siga, sólo puede hacer una política: la que favorezca a los más
necesitados y abandonados.
CONTRA LA DEPRESION
Me lo hacéis a mí
Todo parece indicar que cada vez es mayor el número de personas que sufren crisis
depresivas y luchan por recuperar de nuevo el gusto por la vida
Sin duda, es muy importante la sicológica y la terapia de apoyo que les pueden prestar
los expertos. Pero, en definitiva, es la misma persona la que tiene que dar pasos
acertados.
Por lo general, quien padece una depresión se siente arrastrado a cavilar, una y otra
vez, sobre sus angustias, sus miedos e impotencia.
Pero mientras sigue girando alrededor de sí mismo sin acabar nunca en sus
reflexiones, el cerco se estrecha cada vez más y la persona se va hundiendo en una
especie de remolino sin salida.
Mientras uno sólo piensa en sus problemas y se atormenta a sí mismo preguntándose:
"¿dónde encontraré yo mi paz?, "¿dónde encontraré yo quien me comprenda?", no
está abriendo la puerta que le puede llevar a la paz y la salud.
Un prestigioso doctor llega a decir que "el estar plenamente a disposición del prójimo
es el único medicamento eficaz para la neurosis y la depresión".
Con frecuencia, no nos damos cuenta hasta qué punto somos nosotros mismos
quienes ahogamos en nosotros la vida y generamos nuestras crisis depresivas
dedicándonos exclusivamente a nuestras cosas y olvidando totalmente a los demás.
Jesús invita a todo el que quiera encaminarse hacia la vida verdadera a vivir siempre
abierto a todo hombre que encontremos en nuestro camino y pueda necesitar nuestra
ayuda.
Si le ofrecemos nuestro apoyo somos nosotros mismos quienes más recibiremos.
Porque al encontrarnos con esas personas hambrientas, enfermas, desnudas,
encarceladas o desvalidas, nos ponemos en contacto con Aquel que es el
fundamento, la fuente y la meta de la vida.
Esta es la promesa de Jesús: "Os aseguro que lo que hagáis a uno de estos
hermanos míos pequeños, me lo hacéis a mí". Quien está con el hermano necesitado
está en contacto con Aquel que es la Vida.
Esta promesa no es algo lejano e inverificable, sino una experiencia real para quien
sabe acercarse con fe a los que sufren.
El que libera a los demás de problemas y preocupaciones se ve liberado de los suyos.
El que ayuda a otros a vivir se ayuda a sí mismo. El que da amistad y apoyo recibe
fuerza y aliento para vivir.
CALIDAD HUMANA
No es la misericordia uno de esos «valores progresistas» que hayamos de cultivar
para estar al día. Basta con defender la democracia, el ejercicio de las libertades y la
racionalidad ética.
Lo deplorable es que, detrás de palabras tan hermosas, se esconde con frecuencia un
hombre cargado de cinismo, avidez y mediocridad, incapaz de reaccionar ante el
sufrimiento ajeno.
Lo importante es situarse lo mejor posible dentro del «estado de bienestar», de
espaldas a ese otro «estado de malestar» y al que vamos marginando a los más
débiles y desgraciados.
Hay que luchar, competir y ganar siempre más. Eso es todo. ¿Quién tiene tiempo para
pensar en «las víctimas»? ¿Quién puede tener el mal gusto de recordar la misericordia
en una sociedad inmisericorde y despiadada?
Sin embargo, es precisamente la misericordia lo que, según Jesús, define
radicalmente al hombre. Sin misericordia, la persona queda viciada de raíz y deja de
ser humana.
Por eso, en la parábola del «juicio de las naciones» se nos dice que la suerte de toda
persona se decide en virtud de su capacidad de reaccionar con misericordia ante los
que sufren hambre, sed, desamparo, enfermedad o cárcel.
Pero hay que entender esto bien. Vivir «con entrañas de misericordia» no es tener un
corazón sensiblero ni tampoco practicar, de vez en cuando, alguna «obra de
misericordia» que aquiete nuestra conciencia y nos permita seguir tranquilos nuestro
camino egoísta de siempre.
Para evitar malentendidos, sería mejor hablar del «Principio-Misericordia», es decir, de
un principio interno, siempre presente y activo en la persona, que da una determinada
dirección y estilo a toda su conducta.
Quien vive movido por el «Principio-Misericordia», reacciona ante el sufrimiento ajeno
interiorizándolo, dejándolo entrar en sus entrañas y en su corazón, con todas sus
consecuencias. Y es precisamente el sufrimiento de los demás, captado cordialmente,
el que se convierte en principio conductor de toda su actuación.
Es esta misericordia la que da «categoría humana» a la persona. No hay escapatoria
posible. Podemos triunfar profesionalmente, ocupar cargos relevantes, movernos con
éxito en las relaciones sociales. Si no sé reaccionar con misericordia ante el
sufrimiento de los demás, no soy humano.
Resulta fácil, por ello, conocer mi calidad humana. Basta responder a estas preguntas:
¿Sé ver el sufrimiento de las gentes? ¿Cómo reacciono ante ese sufrimiento? ¿Qué
hago por erradicarlo?
Lunes, 24. Noviembre 2008 - 20:31 Hora
Domingo 1º de Adviento-B
Despertar Despertar la esperanza
Vivir despiertos Reaccionar
Mc 13,33-37
DESPERTAR
Es muy fácil vivir dormidos. Basta con hacer lo que hacen casi todos: imitar,
amoldarnos, obedecer, ajustarnos a lo que se lleva, repetirnos una y otra vez. Basta
vivir buscando seguridad externa e interna. Basta defender nuestro pequeño bienestar
mientras la vida se va apagando en nosotros.
Llega un momento en que no sabemos ya reaccionar. Sentimos que nuestra vida está
vacía y la llenamos de conocimientos, información y diversiones. Nos falta vida interior
y nos engañamos viviendo en movimiento continuo, agitados por la prisa y las
ocupaciones. Podemos gastar la vida entera «haciendo cosas» pero sin descubrir en
ella nada santo ni sagrado.
Desgraciadamente, tampoco la religión logra a veces despertar nuestra vida. Se puede
practicar una «religión dormida» que da tranquilidad pero no vida. Vivimos tan
ocupados en nuestros trabajos y desdichas que jamás tenemos un momento libre en
el que podamos sentir qué es amar y compartir, qué es ser amable y solidario. Y sin
vivir nada de esto, ¡queremos saber algo de Dios!
Jesús repite una y otra vez una llamada apremiante: «despertad, vivid atentos y
vigilantes pues se os puede pasar la vida sin enteraros de nada». No es fácil escuchar
esa llamada pues, de ordinario, no escuchamos a quien nos dice algo contrario a lo
que pensamos. Y los hombres y mujeres de hoy pensamos que somos inteligentes y
lúcidos.
Para despertar es necesario conocernos mejor. Comenzamos a ser sabios cuando
tomamos conciencia de nuestra estupidez. Empezamos a ser más profundos cuando
observamos la superficialidad de nuestra vida. La verdad se abre paso cuando
reconocemos nuestros engaños. El orden llega a nosotros cuando advertimos el
desorden en que vivimos. Despertar es darnos cuenta de que vivimos dormidos.
Lo importante para vivir despiertos es caminar más despacio, cuidar mejor el silencio y
estar más atentos a las llamadas del corazón. Pero sin, duda, lo decisivo es vivir
amando. Sólo quien ama vive intensamente, con alegría y vitalidad, despierto a lo
esencial. Por otra parte, para despertar de una «religión dormida» sólo hay un camino:
buscar más allá de los ritos y las creencias, ahondar más en nuestra verdad ante Dios
y abrirnos confiadamente a su misterio.
DESPERTAR LA ESPERANZA
Alguien ha podido decir que "el siglo XX ha resultado ser un inmenso cementerio de
esperanzas". La historia de estos últimos años se ha encargado de desmitificar el mito
del progreso. No se han cumplido las grandes promesas de la Ilustración. El mundo
moderno sigue plagado de crueldades, injusticias e inseguridad.
Por otra parte, el debilitamiento de la fe religiosa no ha traído una mayor fe en el
hombre.
Al contrario, el abandono de Dios parece ir dejando al hombre contemporáneo sin
horizonte último, sin meta y sin puntos de referencia.
Los acontecimientos se atropellan unos a otros, pero no conducen a nada nuevo. La
civilización del consumismo produce novedad de productos, pero sólo para mantener
el sistema en el más absoluto inmovilismo.
Los filósofos postmodernos nos advierten de que hemos de aprender a "vivir en la
condición de quien no se dirige a ninguna parte"
Cuando no se espera apenas nada del futuro, lo mejor es vivir al día y disfrutar al
máximo del momento presente.
Es la hora del hedonismo y del pragmatismo. Una vez instalados en el sistema con
cierta seguridad, lo inteligente es retirarse al "santuario de la vida privada" y disfrutar
de todo placer "ahora mismo"
Por eso, son pocos los que se comprometen a fondo para que las cosas sean
diferentes.
Crece la indiferencia hacia las cuestiones colectivas y el bien común.
La democracia no genera ya ilusión ni concita los esfuerzos de las gentes para crear
un futuro mejor. Cada uno se preocupa de sí mismo. Es la consigna: "Sálvese quien
pueda".
Esta crisis de esperanza está configurada por múltiples factores, pero, probablemente,
tiene su raíz más profunda en la falta de fe del hombre contemporáneo en sí mismo y
en su progreso, la falta de confianza en la vida.
Eliminado Dios, parece que el ser humano se va convirtiendo cada vez más en una
pregunta sin respuesta, un proyecto imposible, un caminar hacia ninguna parte.
¿No estará el hombre de hoy necesitando más que nunca al "Dios de la esperanza"?
(Rm 15,13)
Ese Dios del que muchos dudan, al que bastantes han abandonado, pero un Dios por
el que tantos siguen preguntando.
Un Dios que puede devolvernos la confianza radical en la vida y descubrirnos que el
ser humano sigue siendo "un ser capaz de proyecto y de futuro".
La Iglesia no debería olvidar hoy "la responsabilidad de la esperanza" pues ésa es la
misión que ha recibido de Cristo resucitado. Antes que "lugar de culto" o "instancia
moral", la Iglesia ha de entenderse a sí misma y vivir como "comunidad de la
esperanza".
Una esperanza que no es una utopía más, ni una reacción desesperada frente a las
crisis e incertidumbres del momento.
Una esperanza que se funda en Cristo resucitado.
En él descubrimos los creyentes el futuro último que le espera a la humanidad, el
camino que puede y debe recorrer el hombre hacia su plena humanización y la
garantía última frente a los fracasos, la injusticia y la muerte.
Comenzamos hoy el Adviento, escuchando una vez más el grito de Jesús: "Velad,
vigilad".
Es una llamada a despertar la esperanza.
VIVIR DESPIERTOS
Jesús no se dedicó a explicar una doctrina religiosa para que sus discípulos la
aprendieran correctamente y la difundieran luego en todas partes. No era éste su
objetivo. Él les hablaba de un «acontecimiento» que estaba ya sucediendo: «Dios se
está introduciendo en el mundo. Quiere que las cosas cambien. Sólo busca que la vida
sea más digna y feliz para todos».
Jesús le llamaba a esto el «reino de Dios». Hay que estar muy atentos a su venida.
Hay que vivir despiertos: abrir bien los ojos del corazón; desear ardientemente que el
mundo cambie; creer en esta buena noticia que tarda tanto en hacerse realidad plena;
cambiar de manera de pensar y de actuar; vivir buscando y acogiendo el «reino de
Dios».
No es extraño que, a lo largo del evangelio, escuchemos tantas veces su llamada
insistente: «vigilad», «estad atentos a su venida», «vivid despiertos». Es la primera
actitud del que se decide a vivir la vida como la vivió Jesús. Lo primero que hemos de
cuidar para seguir sus pasos.
«Vivir despiertos» significa no caer en el escepticismo y la indiferencia ante la marcha
del mundo. No dejar que nuestro corazón se endurezca. No quedarnos sólo en quejas,
críticas y condenas. Despertar activamente la esperanza.
«Vivir despiertos» significa vivir de manera más lúcida, sin dejarnos arrastrar por la
insensatez que, a veces, parece invadirlo todo. Atrevernos a ser diferentes. No dejar
que se apague en nosotros el deseo de buscar el bien para todos.
«Vivir despiertos» significa vivir con pasión la pequeña aventura de cada día. No
desentendernos de quien nos necesita. Seguir haciendo esos «pequeños gestos» que,
aparentemente, no sirven para nada, pero sostienen la esperanza de las personas y
hacen la vida un poco más amable.
«Vivir despiertos» significa despertar nuestra fe. Buscarle a Dios en la vida y desde la
vida. Intuirlo muy cerca de cada persona. Descubrirlo atrayéndonos a todos hacia la
felicidad. Vivir, no sólo de nuestros pequeños proyectos, sino atentos al proyectos de
Dios.
REACCIONAR
Se dice que en las sociedades desarrolladas se está disolviendo la fe en Dios. No se
advierte, sin embargo, que lo que se está perdiendo no es sólo la dimensión religiosa,
sino las mismas raíces donde se asienta el ser humano.
Lo que queda fuera de la ciencia, la técnica o la economía parece siempre menos real
e importante. Lo material se ha apoderado de muchas vidas arrasando cualquier otro
tipo de ideales estéticos, espirituales o altruistas.
Ser «humano» ya no es una aspiración noble, sino un lenguaje cada vez más
anacrónico.
El progreso, tal como se está desarrollando, no genera personas más fuertes, sino
más débiles.
No está creciendo la capacidad para una comunicación más honda; lo que se extiende
cada vez más es el aislamiento, los contactos fugaces y las relaciones pasajeras y
superficiales.
No se fortalece la libertad interior, sino que aumentan las dependencias. De hecho, se
está debilitando la «responsabilidad moral», pues las gentes se someten a modas y
corrientes de opinión sin apenas capacidad para escuchar su propia conciencia.
¿Qué hacer? ¿Resignarse, maldecir el progreso, seguir apoyando la inconsciencia?
Sin duda, lo importante es sanar las raíces del ser humano y su capacidad de
reacción. Y es precisamente entonces cuando aparece en toda su gravedad un dato
del que Europa comienza a tomar conciencia.
Estamos ya viviendo, según muchos, en ese «mundo simulado», cada vez con menos
capacidad para distinguir el mundo real y el reproducido artificialmente por los medios
de comunicación.
Pero hay algo más grave. La televisión nos está privando de nuestras propias
imágenes, nuestro lenguaje y nuestro pensamiento propio. Todo se nos impone desde
fuera, y corremos el riesgo de convertirnos en esos «analfabetos satisfechos».
En este contexto cobra nueva fuerza la llamada de Jesús: «Vigilad».
No basta alimentarse del último «flash» televisivo. No todo ha de ser entretenimiento o
diversión. Para ser humana, la persona necesita cultivar el espíritu, escuchar su
conciencia, alimentar otras dimensiones, abrirse al misterio, acoger a Dios.
Esta es la llamada profunda de este tiempo de Adviento que hoy comienza.
Miércoles, 3. Diciembre 2008 - 18:11 Hora
Domingo 2º de Adviento y Fiesta de la Inmaculada
Mc 1, 1-8 Preparadle el camino al Señor.
Buscando caminos Es posible la esperanza
La esperanza es otra cosa
BUSCANDO CAMINOS
Casi todos los estudios que se vienen publicando sobre la sociedad contemporánea
insisten, de una u otra manera, en las contradicciones que caracterizan al hombre de
hoy. Por ello, no es extraño que cada vez sean más los que, sin acertar tal vez a
formular con claridad su malestar, andan buscando un sentido nuevo a su vida.
Estos años ha crecido de manera muy positiva el nivel cultural. Las nuevas
generaciones reciben una formación más amplia. Vivimos mejor informados que
nunca. Y, sin embargo, son cada vez más los que se sienten desprovistos de razones
convincentes para dar un sentido a la vida. ¿Qué le falta a nuestra cultura? ¿Qué es lo
que necesitamos para aprender a vivir?
Han crecido también los contactos entre las personas y la relación entre los pueblos.
Hoy es posible una comunicación rápida y eficaz por toda clase de medios. Y, sin
embargo, parece que el hombre contemporáneo es cada vez menos capaz de entablar
relaciones de amor y amistad. ¿Qué es lo que hace tan difícil la relación profunda
entre las personas?
Hemos de alegrarnos también de que la sociedad actual esté mejor equipada que
nunca para luchar contra el dolor, la enfermedad y el mal. Pero, al mismo tiempo,
parece que las personas se sienten cada vez más débiles para enfrentarse al
sufrimiento y las contrariedades de la vida. ¿Qué es lo que ha debilitado la
consistencia interior de las personas?
El hombre contemporáneo puede satisfacer necesidades y deseos que hace unos
años eran impensables para muchos. Cada vez son mayores las posibilidades de
viajar, divertirse, cultivar toda clase de aficiones artísticas y culturales. ¿Por qué crece
el número de personas profundamente insatisfechas?
No es necesario seguir enumerando contradicciones. Casi sin darnos cuenta,
comienzan a despertarse en nosotros graves interrogantes. ¿En qué no estamos
acertando? ¿Qué es lo que falla? No son preguntas forzadas. Es el planteamiento
realista de toda persona que quiere vivir su vida a fondo.
E. Rojas nos ha recordado en su libro "El hombre light" que la vida se nos presenta a
todos como un problema que hay que ir resolviendo día a día. Y como en cualquier
problema, "lo importante es plantearlo bien". Será el mejor modo de enfocarlo y
resolverlo con acierto.
No pocos hombres y mujeres sienten que su verdadero problema comienza ahí.
Intuyen que no tienen la vida bien planteada. Les falta coherencia interior, afán de
superación, proyecto, sentido, exigencia personal.
Cada hombre es responsable de buscar el camino acertado en la vida. Lo que
caracteriza al cristiano es que, al diseñar su vida, al darle un sentido y al vivirla, tiene
como punto de referencia clave a Jesucristo. De ahí la importancia de escuchar con
atención la voz del profeta: "Preparadle el camino al Señor".
¿Es posible la esperanza?
Los primeros creyentes han visto en Jesús, antes que nada, una buena noticia. Así ha
titulado su pequeño escrito el primer redactor cristiano que ha recogido los dichos y la
actuación de Jesús: «Buena noticia de Jesús el Cristo, el Hijo de Dios».
Una buena noticia trata siempre de un acontecimiento feliz que no es todavía
conocido, aunque en el fondo, el hombre lo espera y lo busca.
Pero, ¿qué ha anunciado y ofrecido Jesús, que todavía no es conocido por los
hombres aunque éstos lo esperan y buscan?
¿Hay todavía algo que los hombres de hoy siguen anhelando y que puede encontrar
una respuesta en Jesucristo?
La mayor originalidad de Jesús consiste en anunciar de manera convencida que con él
comienza ya a realizarse una utopía que estaba siempre viva en Israel y que es tan
vieja como el corazón del hombre: la desaparición del mal, de la injusticia, el dolor y la
muerte. Lo que Jesús llamaba el reino de Dios.
Este es el anuncio de Jesús: algo nuevo se ha puesto en marcha en la historia. La
humanidad no camina sola, abandonada a sus propios recursos. Hay Alguien
empeñado en la felicidad última del hombre. En el fondo de la vida hay Alguien que es
bondad, acogida, liberación, plenitud: Dios, nuestro Padre.
Esto lo cambia todo. Comienza una situación nueva en la que se nos invita a
comprender y vivir nuestra existencia de una manera nueva: construyendo el reino del
Padre, es decir, construyendo una convivencia fraterna, hecha de justicia, verdad y
paz.
Esta es la buena noticia y el reto, al mismo tiempo, de Jesús. «Sentimos que algo
radical, total, incondicional, nos es pedido; pero nos rebelamos contra ello, intentamos
rehuir su apremio, y no queremos aceptar su promesa».
Como ha señalado en alguna ocasión González Faus, hay iglesias que parecen
anunciar a un Dios, sin reino de justicia, verdad y fraternidad. Y hay humanismos que
pretenden buscar este reino de humanidad realizada, sin Dios.
Jesús es una crítica y un reto para ambos. No hay acceso a Dios nuestro Padre, sin
búsqueda dolorosa del reino de fraternidad. Así caen por tierra los falsos ídolos de un
Dios presentado como indiferente y pasivo ante la injusticia humana.
Pero no hay reino posible sino en Dios Padre, porque, en última instancia, el hombre
no puede darse a sí mismo la salvación que anda buscando. Caen así también los
falsos «paraísos totalitarios» en los que el hombre se hunde inevitablemente, siempre
que construye un reino, sin Padre.
LA ESPERANZA ES OTRA COSA
Cuando un hombre contemporáneo se detiene a mirar con cierta lucidez este mundo
donde crece la inseguridad, la incertidumbre y la angustia, no puede sentirse optimista.
Los optimismos han ido desapareciendo estos últimos años. Son muchos los
pensadores de la post-modernidad que llegan a la conclusión de que «no hay razón
para la esperanza».
La historia contemporánea aparece atrapada en una especie de «destino fatal».
Queremos cambiar muchas cosas, pero crece el sentimiento de que, en realidad,
apenas puede cambiarse nada.
¿Se puede ser hombre de esperanza en un mundo donde lo más «razonable» y
normal empieza a ser la desesperanza y la resignación?
Antes que nada, digamos que la esperanza cristiana no es un «optimismo barato» ni la
búsqueda de un consuelo ingenuo, sino todo un estilo de enfrentarse a la vida desde
la confianza radical en un Dios «Padre de todos, que está sobre todos, entre todos y
en todos» (Ef 4, 6).
No es cuestión de ser optimistas o pesimistas. La esperanza es otra cosa. El creyente
experimenta la vida como algo que está en marcha hacia su plenitud. La vida está
siendo trabajada por la fuerza salvadora de Dios.
En el interior del hombre de esperanza crece una convicción: Dios está viniendo. Y
cuando todas las esperanzas humanas parecen apagarse, el creyente sabe que Dios
«sigue viniendo en nuestros trabajos, sufrimientos, aspiraciones y luchas.
Por eso, el hombre de esperanza no se refugia cobardemente en el disfrute alocado
del momento presente, ni busca consuelo en un mundo artificial y engañoso ni se
hunde en un pesimismo destructor.
Sencillamente, "prepara el camino al Señor». Es decir, se niega a entrar por caminos
que no conducen a ninguna parte. Y se esfuerza por liberar todas las fuerzas que
bloquean el crecimiento y el progreso de una vida auténticamente humana.
Cada día es una nueva ocasión y una nueva posibilidad para hacer crecer entre
nosotros el reino de Dios. En cada una de nuestras actuaciones por pequeña que sea,
estamos engendrando o abortando esa nueva sociedad.
Cristianos, «profesionales de la esperanza» que repetimos palabras y ritos sin abrir
entre nosotros nuevos caminos a un Dios Salvador, ¿por qué nos dejamos desalentar
por «las malas experiencias de superficie» sin enraizar nuestra vida en un Dios que
sigue vivo y activo en medio de nosotros?
Fiesta de la Inmaculada Alégrate
Lc 1, 26-38
LA ALEGRIA POSIBLE
La primera palabra de parte de Dios a los hombres, cuando el Salvador se acerca al
mundo, es una invitación a la alegría. Es lo que escucha María: Alégrate.
J. Moltmann, el gran teólogo de la esperanza, lo ha expresado así: «La palabra última
y primera de la gran liberación que viene de Dios no es odio, sino alegría; no condena,
sino absolución.
Cristo nace de la alegría de Dios y muere y resucita para traer su alegría a este mundo
contradictorio y absurdo».
Sin embargo, la alegría no es fácil. A nadie se le puede obligar a que esté alegre ni se
le puede imponer la alegría por la fuerza. La verdadera alegría debe nacer y crecer en
lo más profundo de nosotros mismos.
De lo contrario; será risa exterior, carcajada vacía, euforia creada quizás en una «sala
de fiestas», pero la alegría se quedará fuera, a la puerta de nuestro corazón.
La alegría es un don hermoso, pero también muy vulnerable. Un don que hay que
saber cultivar con humildad y generosidad en el fondo del alma. H. Hesse explica los
rostros atormentados, nerviosos y tristes de tantos hombres, de esta manera tan
simple: «Es porque la felicidad sólo puede sentirla el alma, no la razón, ni el vientre, ni
la cabeza, ni la bolsa».
Pero hay algo más. ¿Cómo se puede ser feliz cuando hay tantos sufrimientos sobre la
tierra? ¿Cómo se puede reír, cuando aún no están secas todas las lágrimas, sino que
brotan diariamente otras nuevas? ¿Cómo gozar cuando dos terceras partes de la
humanidad se encuentran hundidas en el hambre, la miseria o la guerra?
La alegría de María es el gozo de una mujer creyente que se alegra en Dios salvador,
el que levanta a los humillados y dispersa a los soberbios, el que colma de bienes a
los hambrientos y despide a los ricos vacíos.
La alegría verdadera sólo es posible en el corazón del hombre que anhela y busca
justicia; libertad y fraternidad entre los hombres.
María se alegra en Dios, porque viene a consumar la esperanza de los abandonados.
Sólo se puede ser alegre en comunión con los que sufren y en solidaridad con los que
lloran.
Sólo tiene derecho a la alegría quien lucha por hacerla posible entre los humillados.
Sólo puede ser feliz quien se esfuerza por hacer felices a otros.
Sólo puede celebrar la Navidad quien busca sinceramente el nacimiento de un hombre
nuevo entre nosotros.
Martes, 9. Diciembre 2008 - 23:59 Hora
Domingo 3º de Adviento-B
Este venía como testigo Jn 1,6-8.19-28
Testigos de la luz El gran desconocido
Faltan testigos de Dios
TESTIGOS DE LA LUZ
Es curioso cómo presenta el cuarto evangelio la figura de Juan el Bautista. Es un
«hombre», sin más calificativos ni precisiones. Nada se nos dice de su origen o
condición social. Él mismo sabe que no es importante. No es el Mesías, no es Elías, ni
siquiera es el Profeta que todos están esperando.
Sólo se ve a sí mismo como «la voz que grita en el desierto: allanad el camino al
Señor». Sin embargo se nos dice que Dios lo envía como «testigo de la luz» capaz de
despertar la fe de todos. Una persona que puede contagiar luz y vida. ¿Qué es ser
testigo de la luz?
El testigo es como Juan. No se da importancia. No busca ser original ni llamar la
atención. No trata de impactar a nadie. Sencillamente vive su vida de manera
convencida. Se le ve que Dios ilumina su vida. Lo irradia en su manera de vivir y de
creer.
El testigo de la luz no habla mucho, pero es una voz. Vive algo inconfundible.
Comunica lo que a él le hace vivir. No dice cosas sobre Dios, pero contagia «algo». No
enseña doctrina religiosa, pero invita a creer.
La vida del testigo atrae y despierta interés. No culpabiliza a nadie. No condena.
Contagia confianza en Dios, libera de miedos. Abre siempre caminos. Es como el
Bautista, «allana el camino al Señor».
El testigo se siente débil y limitado. Muchas veces comprueba que su fe no encuentra
apoyo ni eco social. Incluso se ve rodeado de indiferencia o rechazo. El testigo de Dios
no juzga a nadie. No ve a los demás como adversarios que hay que combatir o
convencer. Dios sabe cómo encontrarse con cada uno de sus hijos e hijas.
Se dice que el mundo actual se va convirtiendo en un «desierto», pero el testigo nos
revela que algo sabe de Dios y del amor, algo sabe de la «fuente» y de cómo se calma
la sed de felicidad que hay en el ser humano.
La vida está llena de pequeños testigos. Son creyentes sencillos, humildes, conocidos
sólo en su entorno. Personas entrañablemente buenas. Viven desde la verdad y el
amor. Ellos nos «allanan el camino» hacia Dios.
EL GRAN DESCONOCIDO
El hecho puede parecer paradójico pero es real. Jesucristo, personaje aparentemente
conocido por todos, es para muchos contemporáneos un perfecto desconocido.
Son bastantes los que creen conocerlo suficientemente, incluso, como para opinar
categóricamente sobre él. Y sin embargo, lo que saben de Jesús apenas supera un
conjunto de tópicos, imágenes confusas o impresiones infantiles.
En realidad, su conocimiento de Jesús ha quedado reducido al recuerdo vago de unos
relatos simplistas y pintorescos. No sabrían decir que relación puede haber entre ese
Jesús y la realidad que viven día tras día.
Jesús es para ellos algo pueril y anecdótico que no puede aportar nada válido a la
existencia si no es un poco de poesía y utopía ingenua. El hombre realmente serio
tiene que buscar en otra dirección.
Más sorprendente resulta detectar la ignorancia de los que se dicen «cristianos». No
son pocos los que se contentan con afirmar con los labios «la doctrina católica» que la
Iglesia enseña sobre Jesucristo. Ello les proporciona suficiente seguridad y
tranquilidad religiosa como para no realizar esfuerzo alguno por conocer la persona, el
mensaje y la actuación de Jesús.
Otros se interesan, sobre todo, por el magisterio del Papa en la medida en que puede
ofrecer una estabilidad mayor a la familia, a la sociedad y a la historia de los hombres,
pero no se preocupan de encontrar en Jesús el inspirador de sus vidas. Se podría
eliminar de su religión la persona de Jesucristo y nada vital habría cambiado en ellos.
Si el Bautista recorriera hoy nuestra sociedad contemporánea, podría repetir las
mismas palabras de otro tiempo: "En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis".
Antes que adoptar una postura seria y responsable ante la fe cristiana, deberíamos
conocer mejor la persona misma de Jesucristo y todo lo que puede significar de
interrogante, desafío, interpelación y promesa para el hombre de todos los tiempos.
Javier Sádaba ha afirmado que «lo normal y extendido en nuestros días es que un
hombre adulto y razonablemente instruido no es un creyente o un incrédulo, sino que
se despreocupa de tales cuestiones». Aparte de lo cuestionable de tal afirmación, es
triste encontrarse con «hombres adultos y razonablemente instruidos» cuya ignorancia
e indocumentación sobre Jesús es casi total.
FALTAN TESTIGOS DE DIOS
La figura de Juan el Bautista, "testigo de la luz", nos recuerda una vez más que todo
creyente, si lo es de verdad, está llamado a dar testimonio de su fe.
"A nuestra Iglesia le sobran papeles y le faltan testigos". Tal vez, con estas expresivas
palabras se apuntaba uno de los problemas más cruciales del cristianismo actual.
Durante muchos años han seguido funcionando entre nosotros los mecanismos que
tradicionalmente servían para "transmitir" la fe. Los padres hablaban a los hijos, los
profesores de religión a sus alumnos, los catequistas a los catequizandos, los
sacerdotes a los seglares.
No han faltado palabras. Pero, tal vez, ha faltado testimonio, comunicación de
experiencia, contagio de algo vivido de manera honda y entrañable.
Durante estos años muchos se han preocupado del posible quebranto de la ortodoxia
y del depósito de la fe. Y necesitamos, sin duda, cuidar con fidelidad el mensaje del
Señor. Pero nuestro mayor problema no es probablemente el depósito de la fe sino la
vivencia de esa fe depositada en nosotros.
Otros se han preocupado más bien de denunciar toda clase de opresiones e
injusticias. Por un momento parecía que por todas partes surgían nuevos "profetas". Y
cuánta necesidad seguimos teniendo de hombres de fuego que proclamen la justicia
de Dios entre los hombres. Pero, con frecuencia, junto a las palabras, han faltado
testigos cuya vida arrastrara a las gentes.
Tal vez, lo primero que nos falta para que surjan testigos vivos es "experiencia de
Dios". Karl Rahner pedía hace unos años que "hemos de reconocer de una vez la
pobreza de espiritualidad" en la Iglesia actual.
Nos sobran palabras y nos falta la Palabra. Nos desborda el activismo y no percibimos
la acción del Espíritu entre nosotros.
Hablamos y escribimos de Dios pero no sabemos experimentar su poder liberador y su
gracia viva en nosotros.
Pocas veces vivimos la acogida de Dios desde el fondo de nosotros mismos y, por
tanto, pocas veces llegamos con nuestra palabra creyente al fondo de los demás.
Creyentes mudos que no confiesan su fe. Testigos cansados, desgastados por la
rutina o quemados por la dureza de los tiempos actuales.
Comunidades que se reúnen, cantan y salen de las iglesias "sin conocer al que está
en medio de ellos".
Sólo la acogida interior al Espíritu puede reanimar nuestras vidas y generar entre
nosotros "testigos del Dios vivo".
Lunes, 15. Diciembre 2008 - 11:01 Hora
Domingo 4º de Adviento-B
Alégrate... el Señor está contigo Lc 1, 26-38
Alégrate La experiencia de la Navidad
¿A dónde va el mundo? Preguntas sobre la Navidad
ALÉGRATE
El relato evangélico de la anunciación a María, que se lee este último domingo de
Adviento, es una invitación a despertar en nosotros las actitudes básicas con las que
vivir no sólo las fiestas de Navidad ya próximas, sino la vida entera. Basta recorrer el
mensaje que se pone en boca del ángel.
Alégrate. Es lo primero que María escucha de Dios y lo primero que hemos de
escuchar también nosotros. «Alégrate»: ésa es la primera palabra de Dios a toda
criatura. En medio de estos tiempos que a nosotros nos parecen de incertidumbre y
oscuridad, llenos de problemas y dificultades, lo primero que sorprendentemente se
nos pide es no perder la alegría. Sin alegría la vida se hace más difícil y dura.
El Señor está contigo. La alegría a que se nos invita no es un optimismo forzado ni un
autoengaño fácil. Es la alegría interior y la confianza que nace en quien se enfrenta a
la vida con la convicción de que no está solo. Una alegría que nace de la fe. Dios nos
acompaña, nos defiende y quiere siempre nuestro bien. Podemos quejarnos de
muchas cosas, pero nunca podremos decir que estamos solos porque no es verdad.
Dentro de cada uno, en lo más hondo de nuestro ser está Dios nuestro Salvador.
No temas. Son muchos los miedos que pueden despertarse en nosotros. Miedo al
futuro, a la enfermedad, a la muerte. Nos da miedo sufrir, sentirnos solos, no ser
amados. Podemos sentir miedo a nuestras contradicciones e incoherencias. El miedo
es malo, hace daño. El miedo ahoga la vida, paraliza las fuerzas, nos impide caminar.
Lo que necesitamos es confianza, seguridad, luz.
Has hallado gracia ante Dios. No sólo María, también nosotros podemos escuchar
estas palabras porque todos vivimos y morimos sostenidos por la gracia y el amor de
Dios. La vida sigue ahí con sus dificultades y preocupaciones. La fe en Dios no es una
receta para resolver los problemas diarios. Pero todo es diferente cuando uno vive
buscando en Dios luz y fuerza para enfrentarse a ellos.
Llega la Navidad. No será una fiesta igual para todos. Cada uno vivirá en su interior su
propia navidad. ¿Por qué no despertar estos días en nosotros la confianza en Dios y la
alegría de sabernos acogidos por Él? ¿Por qué no liberarnos un poco de miedos y
angustias enfrentándonos a la vida desde la fe en un Dios cercano?
LA EXPERIENCIA DE NAVIDAD
No es fácil en esta sociedad celebrar todavía con un poco de hondura la experiencia
central de la Navidad. Tal vez el mejor camino para intentarlo sea el silencio.
Así nos lo sugiere un viejo texto litúrgico al proclamar que la irrupción de Dios en la
humanidad sucedió "cuando un silencio sosegado lo envolvía todo".
He aquí algunas sugerencias para quienes deseen este año vivir la Navidad "de
manera diferente".
Lo primero es prepararse. Hacer el propósito de dedicar algún tiempo a preparar estas
fiestas. De lo contrario, es difícil sustraerse al ambiente trivial y engañoso que estos
días parece impregnarlo todo.
Después es necesario tener valor para estar a solas con nosotros mismos. Si lo
logramos, tal vez podamos descubrir algo nuevo. Una habitación tranquila, una iglesia
solitaria, un paseo retirado pueden servirte para "hacer silencio".
Dejarse penetrar por el silencio no es fácil, sobre todo cuando se vive siempre en el
ruido. Al comienzo, te sentirás lleno de sensaciones, impresiones, recuerdos. Si sabes
esperar y permanecer, poco a poco irán apareciendo dentro de ti tus verdaderas
preocupaciones, tus miedos, tu tristeza o tu alegría.
Si sigues todavía escuchando, podrás sentir una impresión inquietante. La soledad.
Estás solo en medio de la vida. Esas personas con las que te relacionas todo el día, a
las que rechazas o quieres, están lejos. En el fondo, todos estamos solos. Tú lo
experimentas ahora con más luz en esa sensación extraña que te invade.
Si, cerrando los ojos, te atreves a seguir en silencio en una actitud humilde de
confianza, es fácil que, en el interior de ese vacío y soledad, comience a insinuarse
una presencia.
No le des todavía el nombre de Dios. Es sólo una experiencia que te puede poner ante
la presencia de un Dios inmensamente lejano e incomprensible y, sin embargo,
inmensamente cercano e interior a ti mismo.
Entonces, deja que el silencio te hable. Por una vez, atrévete a escuchar esa
presencia cercana de Dios. No pienses en tus miedos ni en tu miseria. No pienses
siquiera si eres cristiano o no. Sencillamente, acoge el misterio.
Como dice K. Rahner, "esta experiencia es la más decisiva para comprender el
mensaje central de la Navidad: Dios se ha hecho hombre. Lo divino ha irrumpido en el
interior de lo humano".
Entonces, tal vez sientas tu corazón renovado. Será el mejor regalo que puedas recibir
en Navidad. Será también el mejor regalo que podrás hacer a los que te rodean.
¿A DONDE VA EL MUNDO?
Un filósofo aseguraba que «el mundo no va a ninguna parte». Se oponía así, desde su
visión filosófica, a tantos hombres y mujeres que, a través de los siglos, se han
atrevido a esperar un futuro no solo mejor, sino nuevo.
¿A dónde va el mundo con tanto dolor? Esta pregunta no es nueva. La han repetido de
mil maneras los hombres en momentos trágicos de guerras, en el azote de pestes
terribles, en medio del exilio o ante catástrofes naturales. Hoy, de nuevo, cristianos y
no cristianos se la plantean en el fondo de su conciencia: ¿A dónde va el mundo?
No es una cuestión arbitraria. No es tampoco una pregunta científica que busca
satisfacer nuestra curiosidad. Es un interrogante profundamente humano, pues, de
alguna manera, intuimos que en él nos va la vida y el destino último de la humanidad.
La pregunta se despierta en nosotros cuando nos informan de la velocidad con que se
talan los árboles en las selvas de Brasil, o de la desertización de grandes zonas de la
Tierra; cuando nos alertan de los daños irreparables de los accidentes nucleares, o
nos advierten de los efectos peligrosos de cierto tipo de residuos. ¿Se le puede llamar
progreso a esa alocada producción de bienes que solo beneficia a unos pocos,
mientras provoca tanto daño a la mayor parte de la humanidad?
Detrás de todo eso está el ser humano, que no acierta a conducir las cosas por
caminos más seguros. Por eso, la pregunta más concreta es otra: ¿A dónde vamos
nosotros los hombres dejando sin pan y sin trabajo a tantas gentes con tal de
conseguir el bienestar de los más afortunados? ¿A dónde vamos hundiendo en el
hambre y la miseria a pueblos enteros? ¿Nos vamos acercando así a alguna meta
digna del hombre? ¿Caminamos así hacia una plenitud?
Con este horizonte no es extraño caer en el pesimismo y en actitudes derrotistas. Por
eso resultan tan sorprendentes las palabras con las que el ángel anuncia a María el
nacimiento del Salvador y que, en el fondo, están dirigidas a toda la humanidad:
«Alégrate ... El Señor está contigo.» Es cierto que el horizonte puede parecer sombrío;
el ser humano puede destruir el mundo y provocar su propio hundimiento. Pero no
está solo. Dios está con nosotros. Es posible la salvación.
Esta fe es la que sostiene al creyente en la esperanza y le anima a trabajar siempre
por un mundo más humano. Llegará un día en el que, según las hermosas palabras
del Apocalipsis, Dios mismo «enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni
llanto, no habrá gritos ni fatiga, pues el mundo viejo habrá pasado» (Ap 21, 4). Esta es
la promesa de Dios a los hombres. Y los creyentes confiamos en él. María, la madre
del Salvador, es nuestro modelo.
Lunes, 22. Diciembre 2008 - 10:47 Hora
Natividad del Señor
Luz verdadera que alumbra a todo hombre
Jn 1,1-18
Una noche diferente Símbolos vacíos
Demasiado bello No estamos solos
Un Dios cercano
NO ESTAMOS SOLOS
El hecho es cada vez más evidente. Está creciendo de manera notable el número de
personas vulnerables. Hombres y mujeres que se sienten solos, abandonados,
desarraigados, sin apenas fuerzas para vivir. Personas que no pueden seguir el ritmo
de la sociedad moderna y se sienten profundamente infelices y desasistidas.
El problema se agrava cuando la persona se siente sola. Necesitaría más que nunca
encontrarse con alguien que compartiera su fragilidad e impotencia, pero no es fácil. El
hecho es paradójico. Cada vez son más las personas que viven diariamente en
contacto con mucha gente, pero se sienten profundamente solas.
Nadie tiene tiempo para detenerse ante el otro y escuchar su vida. Cada cual carga
con su propia soledad. Cada vez son más las personas con necesidad de ser
escuchadas y cada vez son menos los que están dispuestos a escuchar. Está en crisis
la confidencialidad.
Los exégetas no dudan a la hora de resumir el corazón del mensaje de Jesús. Se
puede formular en pocas palabras: «No estamos solos. Dios está con nosotros. Es un
Padre que sigue de cerca nuestra vida. Lo podemos experimentar siempre que nos
ayudamos a vivir de manera amistosa y esperanzada».
En las primeras comunidades cristianas estaban tan convencidos de esto que, en un
evangelio escrito en los años 80, se dice que el mejor nombre para designar a Jesús
es «Emmanuel», es decir, «Dios con nosotros». Con esto está todo dicho.
Éste es el secreto de la Navidad. No estamos perdidos en una inmensa soledad. No
vivimos sumergidos en pura tiniebla. Dios está con nosotros. Hay una Luz en nuestra
vida. Con Dios entre nosotros todo cambia. Se puede vivir con esperanza.
La mejor manera de celebrar la Navidad es ayudar a las personas a no sentirse tan
solas y vulnerables. Dios está con nosotros, en nosotros y entre nosotros. Lo podemos
experimentar cuando nos reunimos para celebrar nuestra fe, cuando estrechamos
entre nosotros lazos de amistad y apoyo, cuando nos curamos mutuamente las
heridas de la vida.
Una comunidad cristiana donde se escucha, se acoge y acompaña a las personas
necesitadas, puede ser para no pocos un apoyo grande para no vivir tan solos ni tan
desasistidos. Puede ser la mejor invitación para creer que Dios está con nosotros.
UNA NOCHE DIFERENTE
La Navidad encierra un secreto profundo que, desgraciadamente, se les escapa a
muchos de los que hoy celebrarán «algo», sin saber exactamente qué. Muchos no
pueden ni siquiera sospechar que la Navidad nos ofrece la clave para descifrar el
misterio último de nuestra existencia.
Generación tras generación, los hombres han gritado angustiados sus preguntas más
hondas. ¿Por qué tenemos que sufrir, si desde lo más íntimo de nuestro ser todo nos
llama a la felicidad? ¿Por qué tanta humillación? ¿Por qué la muerte si hemos nacido
para la vida? Los hombres preguntaban. Y preguntaban a Dios porque, de alguna
manera, cuando estamos buscando el sentido último de nuestro ser, estamos
apuntando hacia él. Pero Dios parecía guardar un silencio impenetrable.
Ahora, en la Navidad, Dios ha hablado. Tenemos ya su respuesta. Pero Dios no nos
ha hablado para decirnos palabras hermosas acerca del sufrimiento, ni para
ofrecernos disquisiciones profundas sobre nuestra existencia. Dios no nos ofrece
palabras. No. «La Palabra de Dios se ha hecho carne». Es decir, Dios más que darnos
explicaciones, ha querido sufrir en nuestra propia carne nuestros interrogantes,
sufrimientos e impotencia.
Dios no da explicaciones sobre el sufrimiento, sino que sufre con nosotros. No
responde al porqué de tanto dolor y humillación, sino que él mismo se humilla. Dios no
responde con palabras al misterio de nuestra existencia, sino que nace para vivir él
mismo nuestra aventura humana.
Ya no estamos perdidos en nuestra inmensa soledad. Ya no estamos sumergidos en
pura tiniebla. Él está con nosotros. Hay una luz. «Ya no estamos solitarios, sino
solidarios». Dios comparte nuestra existencia.
Ahora todo cambia. Dios mismo ha entrado en nuestra vida. La creación está salvada.
Es posible vivir con esperanza. Merece la pena ser hombre. Dios mismo comparte
nuestra vida y con él podemos caminar hacia la plenitud. Por eso, la Navidad es
siempre para los creyentes una llamada a renacer. Una invitación a reavivar la alegría,
la esperanza, la solidaridad, la fraternidad y la confianza total en el Padre.
Recordemos esta mañana de Navidad las palabras del poeta Angelus Silesus:
«Aunque Cristo nazca mil veces en Belén, mientras no nazca en tu corazón, estarás
perdido para el más allá: habrás nacido en vano.»
Símbolos Vacíos
Lc 2, 15-20
Encontraron al Niño acostado en el pesebre
Apenas se acercan las fechas navideñas, nuestras calles se llenan de luces, estrellas,
árboles navideños, belenes. En muchas casas se sacan con cuidado las piezas del
nacimiento y se adorna el hogar con toda clase de motivos navideños.
Pocas veces nuestra sociedad adquiere un carácter ornamental tan intenso y festivo. Y
sin embargo, ¿qué se encierra tras todos estos símbolos entrañables? ¿Qué lee el
hombre actual en esos signos?
Se iluminan las ciudades con toda clase de luces y se encienden los cirios navideños
en los hogares, pero apenas le recuerdan a nadie a Aquel que es la Luz del mundo, el
que ha venido a iluminar las tinieblas de nuestra existencia.
Las calles se llenan de estrellas, pero, ¿a cuántos les orientan hacia aquel portal de
Belén en el que nació el Salvador de la humanidad?
Se colocan árboles de Navidad en las plazas y en los rincones de los hogares, pero,
¿quién se detiene a pensar que ese árbol simboliza a Jesucristo, el Árbol de la Vida, el
Mesías que trae nueva savia a los hombres? ¿Quién recuerda que ese árbol, lleno de
luces y regalos, es símbolo de Cristo, portador de luz y gracia para todos nosotros?
Pero, sobre todo, ¿quién se detiene a contemplar con fe el misterio que se encierra en
un Belén por modesta que sea su construcción.
Francisco de Asís inició la costumbre de montar el Belén movido por el deseo de hacer
más presente y real el misterio de la Encarnación, experimentar directamente la
alegría del nacimiento de Dios y comunicar esa alegría a los amigos.
Cuenta Tomás de Celano, su primer biógrafo, que Francisco contemplaba con alegría
indescriptible el misterio de Belén. «Afirmaba que ésta era la fiesta de las fiestas, pues
en ese día Dios se hizo niño y se alimentó de leche del pecho de su madre, lo mismo
que los demás niños. Francisco abrazaba con delicadeza y devoción las imágenes que
representaban al Niño Jesús y lleno de afecto y compasión, como los niños, susurraba
palabras de cariño».
Son muchos, sin duda, los factores que nos han hecho ciegos para leer los símbolos
navideños y detenernos ante ese Niño en el que no somos ya capaces de percibir
nada grande.
Por eso, tal vez, la manera más auténtica de vivir nosotros la Navidad sea empezar
por pedir a Dios esa sencillez y simplicidad de corazón que sabe descubrir en el fondo
de estas fiestas a un Dios entrañable y cercano.
DEMASIADO BELLO
Demasiado bello para ser verdad. Así se nos presenta hoy el mensaje de Navidad.
¿Cómo anunciar una «alegría grande» a todo el mundo cuando sabemos que la vida
es para tantos una amenaza continua de inseguridad, de sin-sentido y de miedo?
¿Cómo cantar la paz en la tierra cuando vivimos envueltos en crueles imágenes de
guerra y de terror?
¿Quién podrá consolar nuestro corazón del cansancio y de la desilusión?
Hace unos años K. Rahner escribió algo que quiero escuchar estos días:
«Cuando al pobre corazón le parece que lo que anuncia la Navidad es demasiado
bello para ser verdad, entonces la voz del corazón debe atender con más urgencia al
mensaje del Niño que ha nacido hoy».
Navidad nos dice, en primer lugar, quién es Dios. Hay algo muy metido en nosotros
que nos lleva a imaginarlo omnipotente, eterno y lejano. Sin embargo, Dios es
diferente de lo que nosotros pensamos de Él.
Dios se ha hecho niño, es humano, es frágil y cercano, es uno de nosotros.
El amor de Dios no es un invento de teólogos; es algo misterioso e increíble que ha
llevado a Dios a compartir nuestra existencia. ¿No es una suerte que Dios sea así?
Navidad nos revela, al mismo tiempo, quién es el hombre. Sentimientos contrarios se
entremezclan dentro de mí estos meses: decepción y confianza, pena por el ser
humano y deseo grande de paz, desilusión y secreta esperanza; no puedo «entender»
la lógica de los poderosos de la Tierra y me da pena el silencio de los hombres de
bien.
Navidad nos dice que la aventura humana no es un fracaso; que no estamos solos en
manos del mal; que Dios sufre con nosotros; que Él nos acompaña hacia la vida
eterna. Desde el desamparo del pesebre hasta el asesinato de la cruz, Cristo no dice
otra cosa. ¿De quién nos puede llegar la «salvación», si no es de él?
No es fácil pronunciar hoy esta palabra, pero tiene razón el teólogo belga A. Gesche
cuando afirma que «la idea de salvación merece ser escuchada de nuevo como una
de esas viejas palabras que vuelven a resonar en nosotros porque todavía tienen algo
que decirnos».
El mundo busca «salvación» y no sabe hacia dónde dirigir su mirada.
¿Nos atreveremos a escuchar el mensaje navideño:
«Alegraos: os ha nacido hoy un Salvador»?
UN DIOS CERCANO
Vino al mundo
Celebrar la Navidad es, ante todo, creer, agradecer y disfrutar de la cercanía de
Dios. Estas fiestas sólo puede gustarías en su verdad más honda quien se
atreve a creer que Dios es más cercano, más comprensivo y más amigo de lo
que nosotros podemos imaginar.
Ese Niño nacido en Belén es el punto de la creación donde la verdad, la bondad
y la cercanía cariñosa de Dios hacia sus criaturas aparece de manera más tierna
y bella.
Sé muy bien cómo les cuesta hoy a muchas personas encontrarse con Dios.
Quisieran creer de verdad en El, pero no saben cómo. Desearían poder rezarle,
pero ya no les sale nada de su interior. La Navidad puede ser precisamente la
fiesta de los que se sienten lejos de Dios.
En el corazón de estas fiestas en que celebramos al Dios hecho hombre, hay una
llamada que todos, absolutamente todos, podemos escuchar:
«Cuando no tengas ya a nadie que te pueda ayudar, cuando o veas ninguna
salida, cuando creas que todo está perdido, confía en Dios. El está siempre junto
a ti. El te entiende y te apoya. El es tu salvación».
Siempre hay salida. Lo más importante de nuestro ser, lo más decisivo de
nuestra existencia, está siempre en manos de un Dios que nos ama sin fin. Y
esta confianza en Dios Salvador ha de abrirse paso en nuestro corazón, incluso
cuando nuestra conciencia nos acuse haciéndonos perder la paz.
La fidelidad y la bondad de Dios están por encima de todo, incluso de toda
fatalidad y todo pecado. Todo puede ser nuevo si nos abrimos confiadamente a
su perdón. En ese Niño nacido en Belén, Dios nos regala un comienzo nuevo.
Para Dios nadie está definitivamente perdido.
Sé que las fiestas de Navidad no son unas fiestas fáciles. El que está solo, siente
estos días con más crudeza su soledad. Los padres que sufren el alejamiento
del hijo querido, lo añoran estas fechas más que nunca. La pareja en que se va
apagando el amor, siente aún más su impotencia para reavivar aquel cariño que
un día iluminó sus vidas.
Sé también que estos días es fácil sentir dentro del alma la nostalgia de un
mundo más humano y feliz que los hombres no somos capaces de construir. En
el fondo, todos sabemos que, al margen de otras muchas cosas, no somos más
felices porque no somos más buenos.
Pues bien, la Navidad nos recuerda que, a pesar de nuestra aterradora
superficialidad y, sobre todo, de nuestro inconfesable egoísmo, siempre hay en
nosotros un rincón secreto en el que todavía se puede escuchar una llamada a
ser mejores y más felices porque contamos con la comprensión de Dios.
Si los hombres huimos de Dios, en el fondo es para huir de nosotros mismos y
de nuestra superficialidad. No es de la bondad de Dios de la que queremos
escapar, sino de nuestro vacío y nuestra mediocridad.
Felices los que, en medio del bullicio y aturdimiento de estas fiestas sepan rezar
a un Dios cercano y acogerlo con corazón creyente y agradecido. Para ellos
habrá sido Navidad.
Jueves, 25. Diciembre 2008 - 19:31 Hora
Domingo de la Sagrada Familia
Luz para alumbrar a las naciones Lc 2, 22-40
LAS ABUELAS
La crisis de fe que se observa en la sociedad repercute de diversas formas en la
familia, verdadera «caja de resonancia» de cuanto se produce en el entorno social.
Algo ha cambiado durante estos años en no pocos hogares: han desaparecido, en
buena parte, los signos religiosos, se han perdido costumbres cristianas, son pocas las
familias que se reúnen para rezar. En general lo que se transmite a los hijos no es fe,
sino indiferencia religiosa y silencio.
La situación concreta es, sin embargo, más variada y compleja.
Hay ciertamente familias donde los padres adoptan una postura de rechazo a lo
religioso e impiden que sus hijos sean iniciados en la fe. No son muchos. En esos
hogares lo religioso sólo aparece para ser objeto de ataque o de burla.
Hay, por el contrario, hogares donde se mantiene viva la identidad cristiana. La fe es
un factor importante a la hora de configurar el clima familiar. Se reza, se cuidan los
valores religiosos, y los padres se preocupan de la educación cristiana de los hijos. Se
trata de un grupo más numeroso de lo que a veces se piensa.
La situación más generalizada es otra. No pocos padres se han alejado de la práctica
religiosa y viven instalados en la indiferencia. No rechazan la fe, pero tampoco les
preocupa la educación religiosa de sus hijos. No les parece algo importante para su
futuro. Bautizan a sus hijos, celebran su primera comunión, pero no les transmiten fe.
En estos hogares son las abuelas las que están desempeñando muchas veces una
labor de gran importancia dentro de su aparente humildad. Calladamente y de la forma
más natural, van enseñando al nieto o a la nieta a rezar, lo llevan a la iglesia y, a su
estilo y manera, le van explicando las «cosas más fundamentales» sobre Dios y Jesús.
Ni ellas mismas se dan cuenta de que están despertando en el niño las primeras
experiencias religiosas.
Algunas van más lejos, y se preocupan de comprarles una «Biblia para niños» o libros
adecuados para explicarles con detalle las parábolas de Jesús o el sentido de las
fiestas cristianas. No siempre es una labor solitaria. Cuentan muchas veces con la
«complicidad» del abuelo y el asentimiento agradecido de los padres que, en el fondo,
saben que todo eso es bueno para el hijo.
En esta fiesta de la Sagrada Familia quiero alabar la actuación de estas mujeres. Tal
vez un día, más de uno recuerde agradecido a la «abuela» que le habló de un Dios
que nos ama sin fin o le contó la parábola del hijo pródigo.
LA FAMILIA NECESARIA
En poco tiempo estamos asistiendo a un cambio profundo de institución familiar entre
nosotros.
La familia numerosa ha desaparecido para ser sustituida por una «familia nuclear»
formada por la pareja y un número muy reducido de hijos.
La mujer ha salido del hogar para realizar un trabajo profesional tan valorado como el
de su esposo, abandonando así su rol anterior de esposa y madre dedicada
exclusivamente a las labores del hogar.
Los divorcios y separaciones han crecido notablemente. Esta inestabilidad matrimonial
ha traído consigo el aumento de hijos que crecen en un hogar en que vive solamente
uno de los progenitores.
¿Significa todo esto que la familia está llamada a desaparecer? Los estudiosos de la
familia apuntan hoy, más bien, la posibilidad de que se extinga la familia tal como la
hemos conocido, pero ninguno de ellos anuncia la desaparición de la dimensión
familiar.
El ser humano necesita el ámbito familiar para abrirse a la vida y crecer dignamente.
Por otra parte, estamos viviendo momentos de graves crisis y la historia nos enseña
que en los tiempos difíciles se estrechan los vínculos familiares. La abundancia separa
a los hombres y la penuria los une.
Los problemas de la pareja y de la familia no se van a resolver con la ley del divorcio ni
con la despenalización del aborto. Es una equivocación pensar que es un progreso
establecer una mayor liberalización del divorcio y del aborto.
Lo que necesitan y reclaman los hombres y mujeres de esta sociedad no es poder
divorciarse sino poder formar una verdadera familia. Lo que nos tenemos que
preguntar seriamente todos es cuáles son las condiciones necesarias para formar un
matrimonio duradero y una familia estable, cálida y acogedora.
Los hombres y mujeres de nuestros días están necesitados de experiencias
fundamentales de amor y la familia es, tal vez, el marco privilegiado para vivir una
experiencia de amor amistoso, gratuito y confiado.
Para los creyentes este amor es precisamente experiencia privilegiada para expresar y
vivir la gracia y el amor de Dios.
INDIFERENCIA
La actitud más inhumana ante el sufrimiento de tantos hombres y mujeres que mueren
de hambre en el mundo es, sin duda, la apatía e insensibilidad de quienes nos
sentimos a salvo de tan trágica situación.
Gracias al desarrollo de los medios de comunicación hoy sabemos más que nunca de
la miseria, el hambre y las desgracias que asolan a pueblos enteros de la tierra. Pero
todo ello, lejos de estimular nuestra solidaridad, nos acostumbra a veces a mirarlo todo
con resignación y apatía.
Hemos aprendido a quedarnos indiferentes ante las cifras y estadísticas que nos
hablan de miseria y muerte.
Podemos calcular cuántos niños mueren de hambre cada minuto, sin que se
conmueva un ápice nuestra conciencia. Las imágenes más crueles y trágicas que
pueda servirnos la televisión quedan rápidamente borradas por el telefilme o el
concurso de turno.
Y, sin embargo, la muerte por hambre es la más indigna e inmoral de todas las
muertes porque es evitable y sólo se produce por nuestra indiferencia y complicidad.
Lo dicen los expertos: sobran alimentos, falta solidaridad.
La indiferencia en los países occidentales alcanza a veces rasgos escandalosos y
provocativos. Estas mismas navidades hemos podido ver anunciadas en la prensa
cenas de fin de año a 115 euros el cubierto.
A los pocos días se nos informaba que los indios de Chiapas (México) viven durante
todo el año con el equivalente aproximado a 85 euros. ¿Cómo se puede calificar este
estado de cosas?
Mientras cien mil personas mueren de hambre cada día, en nuestras sociedades ricas
casi la mitad de la población vive preocupada por problemas derivados de una
alimentación excesiva.
Sobre la misma tierra en que caen cada día tantos hombres y mujeres vencidos por el
hambre, nosotros, bien alimentados, paseamos, corremos o hacemos «footing» para
bajar el exceso de peso.
Este es nuestro pecado y también nuestra mayor vergüenza.
En esta fiesta de la Sagrada Familia hay algo que los creyentes no deberíamos
olvidar. Según Jesús, la familia no puede quedar reducida a quienes estamos unidos
por lazos de sangre. Todos los humanos formamos «la familia de Dios».
No podemos celebrar satisfechos la Navidad dentro de nuestro hogar mientras hay
familias en el mundo que mueren de hambre.
Lunes, 29. Diciembre 2008 - 10:58 Hora
Fiesta de Sta. Maria Madre de Dios
... meditándolas en su corazón Lc 2, 16-21
Horas importantes Balance
Comenzar un nuevo año Paz en la tierra
HORAS IMPORTANTES
Desconocemos lo que nos espera en el nuevo año. No sabemos siquiera si lo
terminaremos. Nadie lo sabe. Así caminamos los humanos a través del tiempo. Es
normal que broten de nosotros preguntas inquietantes: ¿qué nos traerá el nuevo año?,
¿con qué me iré encontrando a lo largo de los días?, ¿tendré suerte?, ¿me irá mal?
Tal vez, no son éstas las preguntas más importantes pues la vida no nos la hacen
desde fuera. También nos podemos preguntar: ¿cómo viviré yo este año?, ¿en qué
puedo crecer?, ¿en qué me puedo estropear?, ¿me renovaré interiormente o
envejeceré?, ¿será un año lleno de vida?, ¿será vacío y rutinario?
No todas las horas del nuevo año serán iguales. Habrá momentos importantes y
momentos que apenas dejarán huella en nosotros. A veces, experiencias que no
parecen dignas de ser registradas en un diario, pueden tener gran significado en
nuestra vida. Quiero recordar algunas.
Si en algún momento de este año soy capaz de renunciar al egoísmo en el que
normalmente vivo atrincherado y me decido a hacer algún gesto de bondad sin buscar
contrapartidas ni exigir reconocimiento, habrá sido una hora importante.
Si en alguna circunstancia me olvido de otros intereses y actuó simplemente por
honestidad, aunque sé que voy a quedar ante muchos como un imbécil, será una hora
importante pues habré recuperado mi dignidad.
Si un día de este nuevo año, decido por fin pararme a reflexionar para poner más
verdad en mi vida, escuchando la voz íntima de mi verdad en mi vida, escuchando la
voz íntima de conciencia, habrá sido una hora muy importante.
Si en algún momento renuncio a excusarme como acostumbro, escucho la crítica de
quienes me conocen bien, y hago un esfuerzo por corregir mi vida de defectos y
miserias que no aceptaría en los demás, será una hora importante pues empezaré a
cambiar.
Si un día, en vez de rezar como siempre de manera rutinaria y aburrida, me olvido de
pronunciar palabras y me quedo en silencio ante Dios despertando en mi corazón la
confianza y el agradecimiento, será una hora muy importante en la historia de mi fe.
BALANCE
Acabamos de concluir un año para comenzar otro nuevo. Son días propicios para el
balance y la reflexión. La persona que nunca se detiene para encontrarse consigo
misma, corre el riesgo de vivir ausente de su centro, dejándose llevar por la vida, sin
renovarse ni ser ella misma.
Por eso, es bueno en estas fechas detenernos para ponernos en contacto con nuestro
verdadero yo. Sin miedo alguno, con paz, ante ese Dios que sólo quiere nuestro bien.
Pero, ¿cómo se hace un balance personal? ¿Cómo comenzar el año en actitud de
renovación? He aquí algunas sugerencias.
Tal vez, lo primero es preguntarnos cuál es nuestro estado de ánimo en estos
momentos. Comienza un año nuevo, ¿qué siento dentro de mí? ¿Verdad, paz, vida? O
por el contrario, ¿percibo turbación, ansiedad y confusión? Es bueno mirar de frente
nuestros sentimientos y ponerles nombre. Ahí podemos encontrar ya alguna luz para
orientar nuestra vida por un camino más acertado.
Pero hemos de preguntarnos enseguida por lo positivo que hay en nuestra vida. ¿Qué
he recibido de bueno a lo largo de este año? ¿Qué experiencias y encuentros positivos
he vivido?
¿Qué es lo que más he de agradecer? Experimentar la vida como don que vamos
recibiendo gratuitamente es una de las maneras más espontáneas de ir descubriendo
la bondad de Dios. Sólo este convencimiento podría ya cambiar mi vida.
Hay otras preguntas de suma importancia. ¿Qué he aprendido este año? ¿Qué he
descubierto con más claridad sobre mí mismo o sobre los demás? He descubierto a
Dios en mis gozos y mis penas, en mis temores y en mis trabajos? ¿Ha habido algún
acontecimiento o alguna persona que me ha dado nueva luz? Nuestra experiencia no
crece sólo con el pasar de los años, sino con la reflexión que vamos haciendo sobre lo
vivido.
También hemos de revisar nuestros errores. ¿Qué equivocaciones he cometido a lo
largo de este año? ¿Qué relaciones he estropeado? ¿Qué es lo que más he
descuidado? ¿Por qué he vivido tan ocupado por mis cosas y tan olvidado del bien de
los demás? Arrepentirse y distanciarse de lo malo que ha habido en nuestra vida es ya
una manera de renovarse y despertar lo mejor que hay dentro de nosotros.
Ahora comienza un año nuevo. ¿No siento ninguna llamada en mi interior? ¿Cómo
quiero que sea este año? ¿Qué he de hacer para vivir de manera más sana y más
humana? No sabemos qué nos espera a lo largo de este año que comienza. Una cosa
es segura. Dios estará siempre buscando nuestro bien. Podremos confiar en El.
Comenzar un nuevo año
No es fácil comenzar un año nuevo. Lo desconocido inquieta, no sabemos lo que nos
traerá. Por eso lo festejamos de manera ruidosa: ya no es sólo la cena de Nochevieja
y las ofertas especiales de las cadenas televisivas; son cada vez más los que
comienzan el año echando cohetes o haciendo explotar petardos.
También los antiguos romanos metían ruido para ahuyentar los malos espíritus al
inicio del año. Pero se puede comenzar el año en silencio. Es, sin duda, la manera
más lúcida de adentrarnos en el misterio de ese tiempo que no podemos detener y
que constituye nuestra vida.
No es difícil recordar el año que se va: hemos vivido alegrías y sinsabores; hemos
hecho cosas buenas y hemos cometido errores; nos hemos encontrado con personas
nuevas; hemos amado y sufrido; algo ha crecido en mí y algo se ha apagado. Esa es
mi verdad, ése soy yo. Si en algún rincón de mi alma sigue viva una pequeña fe,
puedo agradecer, pedir perdón y confiar en ese Misterio que los creyentes llaman
Dios.
Llega ahora un año nuevo. Lo nuevo no sólo inquieta, también tiene su atractivo. Lo
nuevo es algo intacto, inédito, lleno de posibilidades: produce un placer especial
conducir un coche nuevo, escuchar por primera vez un compacto, estrenar una prenda
de vestir. Pero, ¿qué puede haber de realmente nuevo en el año que comienza? Tal
vez, lo que más novedad puede introducir en nuestra vida es nuestra manera nueva
de vivirla.
¿Puedo ser yo un «hombre nuevo», una «mujer diferente»?
¿Se pueden despertar en mí ideas y sentimientos nuevos?
¿Puedo recorrer caminos no transitados, encontrar gestos nuevos, amar con nueva
ternura, acercarme a Dios con corazón renovado?
No hace falta que lo cambie todo. En realidad, lo nuevo está ya en germen dentro de
mí. Lo importante es que viva atento a lo mejor que hay en mi corazón acogiendo
aquello que me puede hacer crecer.
Por eso, es bueno que nos deseemos mutuamente un Año Nuevo feliz, pero es mejor
todavía que nos preguntemos: ¿qué deseo realmente para mí?, ¿qué es lo que
necesito?, ¿qué busco?, ¿qué sería para mí algo realmente nuevo y bueno en este
año que comienza?
PAZ EN LA TIERRA
Comenzamos hoy un año nuevo. Un año todavía intacto, pero que viene ya marcado
por las luchas, los trabajos, sufrimientos y gozos vividos hasta el día mismo de ayer.
Todos comenzamos un año nuevo, pero todos de manera distinta. Algunos con la
incertidumbre quizás de perder su puesto de trabajo. Otros con el gozo de esperar un
nuevo hijo. Alguien con la angustia de entrar en el último año de su vida. Otro con la
ilusión de crear un nuevo hogar.
Cada uno con sus propios problemas. Sin embargo, a los creyentes se nos invita hoy a
que, olvidando nuestras preocupaciones individuales, iniciemos el nuevo año con la
mirada puesta en un objetivo urgente para la humanidad: la paz.
Hemos despedido un año sembrado de violencias, agresividad, muertes y sangre. Y
comenzamos otro que no nos ofrece un horizonte mejor.
Oímos hablar de violencias injustas y de violencias legítimas. Distinguimos entre una
violencia opresora y otra represora. Pero el caso es que poco a poco va
consolidándose entre nosotros la convicción de que si se quiere realmente lograr algo,
es necesario utilizar "una dosis suficiente de violencia».
Sin embargo, esta idea no es sólo monstruosa sino falsa. La violencia es útil para
lograr ciertos objetivos inmediatos y parciales, pero nunca para crear una sociedad
más reconciliada, dialogante y fraterna.
Ni de la punta de las metralletas terroristas ni de los gritos de los torturados puede salir
una sociedad más humana. La paz y la justicia hay que construirlas por otros medios.
Ha llegado quizás la hora de que todos nos empeñemos en crear una nueva
conciencia colectiva de luchar por la «no-violencia» activa. No podemos dejar nuestro
futuro en manos del más violento.
Es urgente andar otros caminos. «La no-violencia es una última tentativa del espíritu y
de la libertad, más allá de la cual sólo hay unas fuerzas impersonales que se
enfrentan, sin otra posibilidad que la victoria de la más implacable».
El respeto a la vida del hermano es algo esencial a lo que un creyente no puede
renunciar. Desde el momento en que Dios se ha hecho hombre, ningún hombre puede
ser un sujeto sacrificable.
Sin duda, es poco lo que cada uno de nosotros podemos hacer. Pero todos podemos
colaborar en la creación de una nueva conciencia y de un nuevo estilo de vida, que
actúe como punta de lanza que abra a esta sociedad tan violenta hacia un futuro de
mayor fraternidad.