homenaje a zola

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LOUIS-FERDINAND CÉLINE HOMENAJE A ZOLA Traducción: Daniel Ferreira De León (licencia: art-libre) 1933 CRÉNOM·EDITOR 2012

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Page 1: Homenaje a Zola

LOUIS-FERDINAND CÉLINE

HOMENAJE A ZOLA

Traducción: Daniel Ferreira De León (licencia: art-libre)

1933CRÉNOM·EDITOR

2012

Page 2: Homenaje a Zola

“Los hombres son místicos de la muerte, por lo que es necesario desconfiar”

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HOMENAJE A ZOLALOUIS-FERDINAND CÉLINE

(1933)

***

Incómodos nos sentimos ante la obra de Zola. Nos resulta demasiado cercana en el tiempo para juzgar bien sus intenciones. Nos habla de cosas que nos son familiares. De esas cosas que nos complacería que hubieran cam-biado... aunque sea un poco.

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Si se me permite, les trasladaré un pequeño recuerdo personal de la Exposición de 1900: aunque éramos todavía muy jóvenes, atesora-mos el recuerdo, bastante vivaz, de que se tra-taba de una brutalidad enorme. Había sobre todo pies; pies por doquier, y polvo, en nubes tan espesas que uno alcanzaba a tocarlas. El gentío interminable desfilaba, machacaba, atropellaba la Exposición sobre esa cinta transportadora que alcanzaba chirriando la galería de las máquinas, repleta, por primera vez, de metales retorcidos, amenazas colosa-les, catástrofes en suspenso. ¡Era el comienzo de la vida moderna!

Desde entonces no se han hecho las cosas mucho mejor... Desde la publicación de La Ta-berna nada ha sido mejorado. Las cosas se han empantanado ahí, con pocas variantes. ¿Habrá sido el trabajo de Zola demasiado bue-no como para ser superado por sus sucesores? ¿O bien los discípulos se sintieron sobrepasa-dos por el naturalismo? Tal vez. Hoy, con los medios que disponemos para orientarnos, el naturalismo de Zola se vuelve casi imposible: nunca se saldría de prisión si se narrara la vida tal y como se la conoce... Quiero decir, tal y como se la entiende desde hace una vein-tena de años.

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Mientras cierto heroísmo por parte de Zola fue necesario para poder mostrar a los hom-bres de su tiempo alguno de los “cuadros ale-gres” de la realidad... ¡la realidad actual no está permitida para nadie! ¡Para nosotros, en-tonces, nada sino los símbolos y los sueños! Todas aquellas transferencias que la vida no alcanza; ¡no alcanza todavía! Porque, al final, es entre símbolos y sueños donde pasamos los nueve décimos de nuestras vidas, ya que los nueve décimos de la existencia, es decir, del vivo placer, nos son desconocidos o están prohibidos.

También serán perseguidos los sueños, lle-gado el momento... no nos ha sido dada sino una dictadura.

El lugar del hombre en medio de sus des-manes de leyes, costumbres, deseos, instintos atados, reprimidos, se ha hecho tan peligroso, tan artificial, tan arbitrario, trágico y grotesco al mismo tiempo, que nunca como ahora la li-teratura había sido tan fácil de concebir, y al mismo tiempo, más difícil de soportar. Esta-mos rodeados de naciones analfabetas, llenas de embrutecidos, que al menor impacto se precipitan en convulsiones, mortíferas a más no poder. Ninguno de nuestros regímenes, aun habiendo llegado al término de veinte si-

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glos de alta civilización, resistiría a dos meses de “verdad”. Ni la sociedad marxista, ni nues-tras sociedades burguesas y fascistas. Porque el hombre, en efecto, es incapaz de persistir en ninguna de estas formas sociales, - brutales por completo, todas ellas masoquistas -, sin la violencia de una mentira permanente y cada vez más masiva, repetida, frenética, o como se llama ahora: “totalitaria”. Privadas de esta res-tricción, nuestras sociedades se derrumbarían en la peor anarquía. Hitler no es la última pa-labra, más epilepsias se verán todavía, incluso aquí. Bajo estas condiciones el naturalismo deviene político, lo quiera o no. Se hunde.

¡Felices aquellos que gobernarán al caballo de Calígula!

Los bravuconeos dictatoriales van siempre al encuentro la monotonía de las tareas coti-dianas, del alcohol, y de las multitudes repri-midas. Todo eso formando argamasa con un inmenso narcisismo sadomasoquista, resulta-do de búsquedas, experiencias y sinceridad sociales. Se me habla a menudo de juventud ¡El mal es más profundo que la juventud! De hecho, no veo más juventud que una movili-zación de ardores aperitivos, deportivos, auto-movilísticos, espectaculares. Nada nuevo. Los jóvenes, en cuanto a las ideas al menos, están

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en su gran mayoría muy a la cola del resto de ratas parlanchinas y homicidas. Para ser jus-tos, notamos que la juventud no existe en el sentido romántico que le damos todavía a la palabra. Desde los diez años, el destino del hombre me parece casi fijado, aunque sea en sus resortes emotivos. Antes de eso, no existi-mos sino como insípidas repeticiones, cada vez menos sinceras y, cada vez más teatrales. ¿Quizás, al fin y al cabo, las “civilizaciones” sufran la misma suerte? La nuestra parece muy instalada en una incurable psicosis gue-rrera. No vivimos sino para este tipo de repe-ticiones destructivas. Cuando vemos con cuantos prejuicios rancios, con cuantas fabuli-llas podridas se puede nutrir el fanatismo ab-soluto de millones de individuos, pretendida-mente evolucionados, instruidos en las mejo-res escuelas de Europa, estamos autorizados, desde luego, a preguntarnos si el instinto de muerte en el hombre, en sus sociedades, no prevalece ya sobre el instinto de vida. Alema-nes, franceses, chinos, uruguayos... ¡Dictadu-ras o nada! ¡Nada más que pretextos para ju-gar a la muerte!

Ojalá se pudiera explicar todo como pro-ducto de las malévolas reacciones de defensa del capitalismo o de la extrema miseria. Pero

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las cosas no son tan simples ni ponderables. Ni la extrema miseria, ni el agobio policial, justifican semejante avalancha de masas hacia los nacionalismos extremos, agresivos, extáti-cos, de países enteros. Las cosas pueden serle explicadas así, sin duda, a los fieles, a los con-vencidos de arranque: los mismos a los cuales se les explicó hace doce meses el advenimien-to inminente, infalible, del comunismo en Alemania. Pero este gusto por las guerras y las masacres, no tendrían como origen esen-cial sino el apetito de conquista, poder y de beneficios de las clases dirigentes.

Todo lo expuesto en este dossier ha sido dicho sin disgustar a nadie. El unánime sadis-mo actual prosigue (delante de un “deseo de nada”) profundamente instalado en el hombre y, sobre todo, en las masas humanas; una suerte de amorosa impaciencia, casi irresisti-ble y unánime para la muerte. Con mil coque-terías y negaciones, seguramente, pero el tro-pismo está ahí, y tanto más poderoso cuanto más secreto y perfectamente silencioso per-manece.

Ahora, los gobiernos han captado ésta lar-ga costumbre de sus pueblos siniestros... se han adaptado bien. Recelan, en su sicología, de todo cambio. No desean conocer sino al tí-

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tere, al asesino por encargo, a la víctima a me-dida. Liberales, marxistas, fascistas, no se po-nen de acuerdo sino en un punto: ¡los solda-dos!... Nada más ni nada menos. En verdad, no sabrían qué hacer con pueblos absoluta-mente fascistas.

Si nuestros amos han llegado a este tácito entendimiento práctico, significa que, tal vez, después de todo, el alma humana se ha crista-lizado definitivamente bajo esta forma suici-da.

Se puede obtener todo de un animal a tra-vés de la ración y la dulzura, mientas que los grandes entusiasmos de masas, los durables frenesíes de las muchedumbres son casi siem-pre estimulados, sustentados, provocados por la bestialidad y la brutalidad.

Zola no tuvo que considerar los mismos problemas sociales en su obra, sobre todo, las que se presentaban bajo esta forma despótica. La fe científica, por entonces muy nueva, hizo pensar a los escritores de su época en una cierta fe social, en una razón de ser “optimis-ta”. Zola creía en la virtud. Contaba con ho-rrorizar al culpable, pero no con desesperarlo. Hoy sabemos que la víctima vuelve siempre a pedir al mártir. ¿Gozamos todavía del derecho de hacer figurar en nuestros escritos una pro-

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videncia cualquiera, sin caer en la memez? Habría que contar con una fe robusta. Todo se vuelve más trágico y más irremediable a me-dida que se penetra más y más en el Destino Humano, cuando se deja de imaginar para vi-virlo tal y como es realmente... Se lo descubre. No se lo quiere admitir. Si nuestra música se vuelve trágica, tendrá sus razones.

Las palabras de hoy, al igual que la música, van más lejos que en tiempos de Zola. Hoy trabajamos a partir de la sensibilidad y ya no del análisis... en suma: “desde adentro”. Nues-tras palabras van dirigidas a los instintos, y a veces los tocan, pero, al mismo tiempo, hemos aprendido que ahí se detiene, y para siempre, todo nuestro poder. Nuestro Coupeau ya no bebe, de ninguna manera, tanto como el origi-nal. Ha sido instruido. Delira cada vez más. Su delirio es un “Bureau Standard” con trece te-léfonos. Da sus órdenes al mundo. No le gus-tan las damas. También es valiente. Se lo con-decora con gusto.

En el juego del Hombre, el instinto de muerte, el instinto silencioso, está decidida-mente en su sitio; quizá al lado del egoísmo. Ocupa el lugar del cero en la ruleta... la banca siempre gana. La muerte también. La ley de los grandes números trabaja para ella. Se trata

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de una ley sin defectos. Todo lo que empren-demos, de una manera u otra, muy pronto, tropieza con ella o se vuelve odio: a lo sinies-tro, a lo ridículo. Habría que estar configura-do de una manera muy rara, para hablar de otra cosa que no sea de muerte en los tiempos donde sobre la tierra, sobre las aguas, en el aire, en el presente, en el porvenir, no se trata sino de ella. Sé que todavía se puede salir a bailar al cementerio y hablar de amor en los mataderos. El autor cómico se reserva sus chanzas... pero hay casos peores.

Cuando nos hayamos moralizado por com-pleto, en el sentido en que lo entienden y de-sean nuestras civilizaciones, y en el sentido en que pronto nos lo exigirán, creo que acabare-mos por reventar, totalmente, incluso a la maldad. No se nos habrá dejado para distraer-nos más que el instinto de destrucción. Es cul-tivado desde la escuela y se mantiene a lo lar-go de todo eso que se llama todavía: “la vida”. Nueve líneas de crimen, una de hastío. Pere-ceremos todos en grupo, con placer, en un mundo que nos habrá puesto cincuenta siglos a alambrar obligaciones y angustias.

Es hora de rendir un supremo homenaje a Emile Zola, en vísperas de una inmensa de-rrota; otra. Ya no es cuestión de seguirlo o

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imitarlo. Evidentemente nos faltan la fuerza, la fe y el don creadores de los grandes movi-mientos del alma. ¿Tendrá él, por su parte, fuerza para juzgarnos? Hemos aprendido del alma desde que se ha esfumado, y esto es cosa rara.

La avenida del Hombre es de sentido único. La muerte regentea todos los cafés. Es el mus sangriento que nos atrae y nos vigila.

La obra de Zola nos resulta parecida, de al-guna manera, a la obra de Pasteur: igual de sólidas, tan vivas aún en dos o tres puntos esenciales. Entre estos dos hombres, traspues-tos, encontramos la misma técnica meticulosa de creación, el mismo prurito de probidad ex-perimental y, sobre todo, la misma capacidad de demostración formidable, que en Zola se volvió épica. Una cosa así resultaría excesiva para nuestra época. Haría falta mucho libera-lismo para soportar el affaire Dreyffus. Esta-mos lejos de aquellos tiempos académicos.

Según ciertas tradiciones, quizás debería acabar mi pequeño trabajo con un tono de buena voluntad, de optimismo indestructible.

¿Qué debemos esperar del naturalismo en las circunstancias en que nos encontramos?... Todo y nada. Más bien nada, ya que los con-flictos espirituales exasperan muy aplicada-

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mente a la masa de nuestros días como para ser tolerados por mucho tiempo. La Duda está en trance de desaparecer de este mundo. Se la mata, al mismo tiempo que a los hombres que la poseen.

“Cuando escucho pronunciar cerca de mí la palabra Espíritu, ¡escupo!” nos prevenía un dictador reciente, y por eso mismo, adulado. Es lícito preguntarse qué puede llegar a hacer este subgorila cuando se le habla de naturalis-mo.

Desde Zola, la pesadilla que cortejaba el hombre no sólo fue precisada, sino que se hizo oficial. En la medida en que nuestros “dioses” se vuelven aún más poderosos, se vuelven también más feroces, más celosos y más bestias... Se organizan.

¿Qué decirles? Ya no se entiende... La escuela naturalista habrá cumplido fi-

nalmente su misión, según creo, en el mo-mento en que sea prohibida en todos los paí-ses del mundo.

Ese es su destino.

Medan, 1933