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Testimonios de pacientes y familiares beneficiados por el Convenio Integral de Salud Cuba-Venezuela. José Roberto Duque. Libro publicado por ediciones Correo del Orinoco (Caracas, Venezuela, 2013)TRANSCRIPT
Historias sobrevivientes
Testimonios de pacientes y familiares beneficiados por el Convenio Integral de Salud Cuba-Venezuela
José Roberto Duque
(compilador)
INDICE
Presentación. La ternura y la fortaleza
Agradecimientos
José Daniel Torrealba. Como el titán de Los Llanos
Arnaldo Santander. Una imagen neutralizadora
Germán Marín. Las profundidades y las alturas
María Margarita Bravo Labrador y Ana Amarilis Labrador. Pacientes compañeras
Paciente: José Gregorio Fuentes. Testimonio de su madre, Gladys Guerrero. Quince
kilos y quince centímetros en un año
Richard José Pérez. Historia 299
José Luis Flores V. “El pronóstico era que yo regresaba de Cuba en un cajón”
Pedro Delgado Romero. “O” Negativo; mente positiva
Paciente: César Belandria. Testimonio de su madre, Carmen Pérez. Vivir de pie
Paciente: Luis Gerardo Áñez. Testimonio de su madre, Militza García. Calidad
humana y profesional
José Luis Meneses. “Por no tener plata iba a perder el brazo”
Paciente: José C. Testimonio de su Abuela, María Lourdes Rodríguez. Lo que no
pudo borrar el fuego
SEGUNDA PARTE
DE SU PUÑO Y LETRA. Testimonios escritos por pacientes y familiares
René Molina Acevedo
Jesyng Martínez
José Gregorio y Jesús Gregorio González Jiménez
Luis David García Lunar. Testimonio de su madre, Rosa Lunar
Marcos Alfonso Moreno. Testimonio de su madre, Carolina Ochoa
La ternura y la fortaleza
Este libro contiene historias de personas que sobrevivieron o que mejoraron sus
condiciones de vida cuando casi todo indicaba que su existencia iba a estar llena de derrotas
y precariedad. Ya veremos gracias a qué circunstancias alcanzaron esa condición de
sobrevivientes.
Aquí hablan personas que, en su mayoría, fueron emboscadas por dolencias o dinámicas
propias del capitalismo industrial. La violencia criminal es una enfermedad capitalista,
tanto como lo son muchas enfermedades degenerativas, lesiones prenatales y más de una
congénita. Por encima o al lado de todas estas merodea la más insólita y cruel de esas
enfermedades: la que señala que usted sólo tiene derecho a una vida con dignidad si tiene
dinero. Todos los pacientes y familiares cuyos testimonios se registran aquí debieron pasar
por la rabia y la impotencia de recibir, en momentos cruciales, la siguiente declaración o
propuesta denigrante: “Si usted me paga yo lo curo”. La continuación de esa declaración
usted la está oyendo claramente en sus adentros, y yo quiero expresarla con estas palabras y
no con otras: “Y si no tiene dinero, pues púdrase y jódase con su enfermedad”. El
gigantesco daño espiritual que ha convertido en legal, normal y entendible esa conducta ha
matado o inutilizado a más personas que cualquier guerra o catástrofe.
En capitalismo la salud no es un derecho sino una mercancía, y quienes le ponen precio son
un puñado de gangsters egresados de estructuras burguesas, rémora de la época colonial,
como lo son las escuelas de Medicina de nuestras universidades tradicionales. La estructura
que produce seres avaros, para quienes la riqueza personal es la más alta definición de
“éxito”, siempre obstaculizará la creación de un sistema de salud al servicio de la
humanidad. De allí que haya tenido sentido y pertinencia la decisión de los gobiernos de
Cuba y Venezuela de firmar un convenio de cooperación, para que los enfermos
venezolanos vayan a tratarse las dolencias más complicadas y letales en un país que ha
derrotado el sentido mercantilista del ejercicio de la Medicina, y que ha levantado como
bandera el criterio de solidaridad.
La formación de compatriotas en Medicina Integral Comunitaria es el paso complementario
para ir sustituyendo el perverso sistema de salud actual por uno donde la gente importe más
que el dinero. Este es y será un proceso lento pero necesario; un trabajo de la actual
generación de venezolanos (y cubanos) y probablemente de la que sigue. Mientras esta
construcción avanza, hasta el momento del levantamiento de entrevistas e información para
este libro (mayo-julio de 2012) 52 mil venezolanos habían sido tratados, operados o
recuperados en los centros de salud de la República de Cuba.
¿Hay recursos monetarios involucrados en este Convenio? Los hay: los Estados
participantes invierten en los ciudadanos (sujetos de este convenio) energía y recursos, pero
de esa transacción no resultan ciudadanos estafados ni enriquecidos. Nadie se hizo
millonario y nadie perdió la casa por el acto de operarse o someterse a tratamiento, cosas
que sí suceden cuando uno acepta entrar en el juego de la medicina-mercancía. La inversión
social que se realiza aquí, sea del tamaño que fuere, se justifica en el hecho de que ni todo
el petróleo de la tierra puede pagar ni una sola de las vidas salvadas en estos doce años de
interrelaciones.
En La Habana me topé con el hecho curioso y bastante repulsivo (y aislado, hay que
decirlo) de que en semejante paraíso de la vida y la salud (pacientes pobres alojados en
hoteles de cinco estrellas, con piscina, atención médica y aseo cotidiano; tres y a veces
cuatro comidas diarias) hubiera quien gritara su antichavismo y su molestia porque faltaba
alguna comodidad extra. Lo cual me colocó sobre un dato, al menos: el discurso que habla
de inclusión y pluralidad no es un discurso: es un hecho verificable y a prueba de necedades
y otras toxinas.
***
Las entrevistas o conversaciones que dieron origen a estos relatos testimoniales revelaron
algunos puntos en común, ideas que se repitieron a lo largo de las conversaciones, a saber:
1. Las leyendas anticubanas. A muchos de los pacientes les advirtieron, cuando
decidieron ir a curarse en Cuba, que en este país había un control estricto de los
horarios y zonas para desplazarse, persecuciones y castigos de todo tipo a quienes se
salieran del carril de los toques de queda y horarios para ir a realizar trabajos
forzados; les hablaron además del presunto carácter “pirata” o antiprofesional del
ejercicio de la medicina en la isla.
2. La insolencia del negocio de la medicina privada, que, en presencia de un
paciente temeroso de perder la vida o las condiciones mínimas de la vida en
dignidad, no tiene reparos en proponerle la extorsión del momento: tu vida o tu
salud están en mis manos, y cuestan tanto dinero. Alguno de ellos, que había
acumulado con esfuerzo unos ahorros, debió entregarlo todo antes de descubrir con
horror que no estaba siendo curado sino robado.
3. La presencia salvadora de la familia y los amigos. Casi todos estos pacientes
decidieron no entregarse y seguir luchando sólo porque había hijos o seres a quienes
no se podía defraudar o dejar abandonados. La movilización y la solidaridad de la
gente cercana en momentos cruciales tienen aquí una presencia importante. Pero
nada, ninguno de esos factores, iguala en potencia y enormidad a la figura de las
madres.
Dato curioso, a propósito de este último punto: aunque los testimonios recabados acá
pertenecen en su mayoría a varones, la figura predominante y protagónica del conjunto de
historias es la de la mujer. La voz que recorre este libro tiene un componente femenino
inocultable, y es probablemente por ello que, a pesar de los registros que alcanzan aquí el
dolor y la violencia, el dato final que se impone sea el de ese tipo de ternura que es
inseparable de la fortaleza: esa alquimia que sólo es capaz de ejecutar el ser humano
oprimido y en busca de otra sociedad.
***
Postdata. Yo soy el compilador de las historias de este libro, pero no soy su autor. Puedo
aceptar gustoso la denominación “narrador”, ya que algo de destreza narrativa apliqué para
que el discurso oral se convirtiera en materia legible, pero estas historias no me pertenecen
vitalmente (fueron otros quienes las vivieron). Tampoco son obra de mi ingenio o mi
imaginación: son transcripciones y recreaciones de conversaciones y entrevistas con
pacientes y familiares de pacientes.
En la segunda parte de este volumen, titulada “De su puño y letra”, sí encontrarán ustedes
autores genuinos: son cinco compatriotas a quienes les solicité la entrevista de rigor y ellos
prefirieron escribir SU testimonio. Esos testimonios sí son suyos: ellos los vivieron, los
padecieron y los decantaron antes de convertirlos en letra escrita. Así que corregí sus textos
respetando su orden, sus giros y estructura narrativa, y al final les agregué datos que les
consulté a cada uno de ellos para que no quedaran baches impertinentes en los textos. Mi
reconocimiento a esos autores: Jesyng Martínez, René Molina Acevedo, José Gregorio
González, Rosa Lunar, Carolina Ochoa.
JRD, agosto 2012
Agradecimientos
Al Coordinador y al personal del Convenio de Salud Cuba-Venezuela: Jhonny Ramos,
Moravia Beltrán, Yosmar Cedeño.
A los doctores Pedro Llerena (Coordinador del Convenio en la República de Cuba),
Marelén Carrazana, Mario Squires y Orlando Valdés, del equipo médico del hotel El Viejo
y El Mar; las “seños” Isumi y Lili; Berta, René y Jaqueline, personal del Convenio que me
facilitó la logística en La Habana.
A Noemí Galbán y Raimundo Urrechaga, corresponsales de La Radio del Sur y Radio
Nacional de Venezuela en Cuba, respectivamente.
A los pacientes Wilmer Rondón, Ismael, Edmundo y Richard José Pérez, quienes se
convirtieron en antenas y receptores honorarios de historias y casos dignos de ser
registrados en estas páginas.
José Daniel Torrealba
“Como el titán de Los Llanos”
Mi nombre es José Daniel Torrealba; mis amigos y mi familia me llaman Papelón. En este
momento (mayo de 2012) tengo 26 años y me dedico profesionalmente a la cocina. Pero
cuando tenía 18 mis planes eran otros.
En marzo 2004 yo era estudiante de Agronomía en la Universidad Centrooccidental
Lisandro Alvarado (UCLA). Era jugador de beisbol y dirigente estudiantil de esa escuela,
que siempre ha tenido fama de ser la más guerrera de Barquisimeto. Allí integramos un
equipo de trabajo político que hacía años no se veían en la universidad. Teníamos presencia
política en todo centro-occidente y nos movíamos con frecuencia a Guanarito (Portuguesa),
donde apoyábamos las luchas campesinas con logística, presencia y activismo. Entre las
actividades en que participé estaban las movilizaciones a Acarigua para protestar por el
asesinato del dirigente campesino Juan Durán, a manos de sicarios contratados por
terratenientes. Una vez, realizamos una toma del comedor de la universidad, porque la
planta estudiantil de la UCLA son 900 estudiantes y el comedor sólo repartía 100 comidas;
el resto no comía. Logramos que abrieran el comedor para todos.
Pero la lucha más importante que estábamos llevando era contra el tipo de formación
académica que estábamos recibiendo en la escuela. Pensábamos que no era el tipo de
formación anticapitalista necesaria en estos tiempos. Éramos muy críticos en ese sentido:
Organizábamos ponencias, foros, actividades sobre agroecología. Las críticas que nos
hacían eran: “Estos siempre hablan en las clases, por qué no ven sus materias tranquilos”.
Nosotros estábamos pendientes del otro enfoque, el que se opone a la agricultura
convencional. Así que en febrero de 2005 realizamos una toma del rectorado la UCLA;
exigíamos revisar el pensum de Agronomía. Era una acción que tenía que ver con el
contenido académico, no pedíamos otro tipo de reivindicaciones.
Estaba metido de lleno en esas luchas cuando sobrevino mi enfermedad. La que me cambió
la vida.
Tuviste suerte: no había agua
La última semana de julio de 2005 estaba en Maracaibo participando en unos juegos de
beisbol con el equipo de la universidad, en un torneo que duró una semana. Yo estaba
jugando y rindiendo normalmente, pero empecé a notar que sangraba por las encías y que
me aparecieron unas manchitas rojas en las piernas (luego me enteré de que se llamaban
“petequias”). No me dolía nada, no sentía ninguna molestia. Muchacho al fin, me
acostumbré a disimular la sangre mascando chimó; pensaba, haciéndome bromas a mí
mismo, que el cocuy y el chimó lo curaban todo: “Debe ser una pendejada, a mí no me está
pasando nada malo”.
Después del torneo aproveché que estaba de vacaciones y me fui a ver a mi familia en
Acarigua. Era el cumpleaños de mi abuela y había una fiesta en la casa. Participé en la
fiesta con toda normalidad, pero le conté a mi mamá lo del sangrado de las encías, y
decidimos que fuera al odontólogo al día siguiente. Cuando fui al consultorio no había agua
y no pude arreglarme los dientes. Esto fue un golpe de suerte, según supimos después. Me
hicieron entonces un examen de sangre y al otro día fui a un módulo de Barrio Adentro,
donde trabajaba una prima (Anabelis Torrealba) que es bioanalista. Al ver los resultados del
examen preguntó alarmada a quién pertenecían. “Son de Papelón”, le dijo mi mamá.
La alarma era esta: las plaquetas estaban en 6 mil; los valores normales son de 150 mil a
450 mil. Las plaquetas son un coagulante natural; si aquella vez se hubieran puesto a
arreglarme los dientes hubiera sido una tragedia, porque no hubieran podido detener la
hemorragia.
Me llevaron al hospital de Acarigua. Cuando los médicos vieron el resultado me dejaron
hospitalizado enseguida, me pusieron un tapaboca; yo les decía que me sentía bien, y ellos
me respondían: “Sí, pero no estás bien”.
Al día siguiente les dijeron a mis padres que los síntomas eran parecidos a la leucemia. En
hospital estuve 5 días. Me mantenían a punta de antibióticos y vitaminas, y me sometieron
a aislamiento. Usaba un tapaboca, me prohibieron estar en sitios donde hubiera mucha
gente y tener contacto físico con otras personas.
Me realizaron una biopsia de médula ósea. Para esto me metieron una aguja rígida gigante
por el hueso de la cadera. Fue el dolor más arrecho que había sentido en mi vida hasta ese
día. Le ponen a uno anestesia, lo agarran a uno como un perro y le meten esa aguja. Me
pusieron anestesia local pero igualito lo sentí todo. Y fue como en público: mi papá y mi
mamá estaban ahí. Cuando pegué el grito de dolor se asustaron. Ese mismo día decidieron
llevarme a Caracas para que me atendieran en el Hospital Militar.
La salida del hospital pareció una escena de película. Uno de mis hermanos, ante la
gravedad de mi estado, movió unos contactos para que me trasladaran en una avioneta hasta
Caracas, y el mismo día que me iban a llevar me avisaron que tenía que estar en el
aeropuerto a las 2 de la tarde. Formalmente teníamos que esperar que me dieran de alta y
que expidieran una orden para poder salir, pero se nos hacía tarde y tuvieron que sacarme
de allí sin esperar esa orden. Afuera me esperaban en un carro; mi familia cargó con todas
mis cosas y a mí me llevaban en una silla de ruedas. Yo en ese momento todavía podía
caminar, pero igual iba en silla de ruedas. Antes de llegar al carro me paré, caminé y entré
al carro. La gente nos miraba extrañada; pensarían que alguien se estaba robando un
paciente.
El titán de Los Llanos
En el aeropuerto estaba mi familia esperando para despedirme. Todos me preguntaban
cómo me sentía, y yo respondía que muy bien, y era verdad: yo no sentía ningún malestar,
me sentía y me veía muy bien. “¿Cómo te sientes?”, me preguntaban. “Como el titán de los
llanos”, les respondía.
Mucho tiempo después me enteré de por qué todo ese revuelo entre mi gente. Todo el
tiempo a mí me dijeron que sospechaban de un problema con la médula, pero lo que llevó a
mis padres a sacarme del hospital era que los médicos, sin ver los resultados de la biopsia,
insistían en que mi enfermedad era cáncer, y eso angustiaba a mi familia. Yo mientras
estuve en el hospital no me enteré de eso, ellos fueron los que sufrieron por esa mala
noticia.
Mi hermano mayor era uno de los que estaban ahí conmigo antes de subir al avión. Los
enfermeros que fueron a buscarme preguntaron quién era el enfermo y señalaron a mi
hermano: “¿Es usted?”, y todo el mundo soltó la carcajada porque mi hermano es un carajo
flaquito y pequeño, y yo, que era el enfermo, tenía mi condición atlética de siempre.
En el Hospital Militar de Caracas permanecí un mes; eso duró el proceso de diagnóstico
que iba a determinar qué tenía realmente. A medida que pasaba el tiempo el deterioro iba
avanzando y entonces un día sí empecé a sentirme mal. La hemoglobina seguía bajando y
yo pasaba mucho tiempo durmiendo.
En Barquisimeto mis compañeros se organizaron y se trasladaron en autobús para donar
sangre, ya que mi papá les dijo que necesitaba donantes; vinieron 40 personas a darme ese
apoyo. Me visitaron en el hospital, y creo que sentir el cariño, el aprecio y la solidaridad de
los compas me ayudaron en mi recuperación más que todas las bolsas de sangre que fueron
a donarme.
El método chino
Cuando llegaron los resultados de la biopsia que me hicieron en el hospital de Acarigua el
equipo de hematólogos del Hospital Militar no los consideraron confiables, y decidieron
hacerme nuevamente el examen. Les pregunté que si se trataba del mismo estudio, el de la
aguja gigante, y me dijeron que sí.
El médico a quien le correspondió hacerme el estudio esa vez era chino. El hombre intentó
darme ánimo: “Todo tiene cura, pero por supuesto hay que saber primero qué es lo que
tienes. Yo sé que aquel examen te dolió, pero yo tengo un método que no duele.
Compañero: yo soy chino”. Pensé: “Ay sí, gran vaina, eres chino”. No me tranquilizó para
nada, pero bueno, ya estaba ahí y tenía que someterme a lo que fuera.
Me puse en posición, acostado de lado y estirando el cuello, como me habían indicado en
Acarigua. Cuando el médico me tocó yo me sobresalté, tenso como estaba por el recuerdo
de aquel dolor. “Tranquilo, esto no te va a doler”, insistió el doctor. La aguja entró y dolió
como la otra vez. De nuevo tuve que soportar ese dolor espantoso.
Al sacar la aguja el médico se dio cuenta de que la muestra había quedado adentro;
entonces me dijo: “Tengo que punzar de nuevo. Ahora sí te va a doler”. El dolor que había
sentido en el hospital de Acarigua quedó así destronado. Esa era, ahora sí, la experiencia
más dolorosa que había tenido en toda mi vida.
En Barquisimeto, cuando hacíamos protestas, había un acuerdo o norma entre los
manifestantes y era que, costara lo que costara, había que evitar que nos agarrara la policía.
La expresión era: “No podemos dejar que nos agarre el gancho”. Dejarse “agarrar por el
gancho” era quedar sometido a la brutalidad de los cuerpos policiales. “Te agarró el
gancho” significaba: prepárate, porque te jodiste. Ese día pensé que ya podía dejarme
agarrar por el gancho e iba a poder soportarlo todo; esta experiencia me hacía sentir
preparado para lo que fuera. Con los días me acostumbré a jugar con esa forma de asociar
la preparación que te daba la militancia y la forma de aguantar los momentos difíciles de la
enfermedad.
Días después nos dieron el resultado de la biopsia. No era cáncer sino aplasia medular. Nos
explicaron que es una enfermedad degenerativa de la médula ósea. Las petequias y el
sangramiento se debían a que la médula ósea no estaba funcionando y me estaba
desangrando por dentro. Al igual que con la leucemia, la solución a esa dolencia es un
transplante de médula. La diferencia entre las dos enfermedades es que la leucemia te
esparce células malignas por todo el cuerpo; la aplasia medular no, pero la médula deja de
funcionar y eso te destruye el sistema inmunológico y cualquier gripe o infección mínima te
puede matar. Era el 20 de agosto de 2012.
El médico chino nos comunicó ese resultado y propuso una solución: trasladarme a una
clínica donde él trabajaba y realizarme el transplante. El precio de esa operación era de 500
mil bolívares. Pero la operación en sí misma no garantizaba nada, ya que el proceso post
operatorio incluía un tratamiento de quimioterapia, con un medicamento que costaba 30 mil
bolívares cada aplicación, por 20 días. La aplicación tenía que ser constante e
ininterrumpida; si por alguna razón se interrumpía ese tratamiento entonces había que
comenzar todo de nuevo, y eso podía pasar porque el medicamento no era fácil de
conseguir y la clínica no se ocupaba de eso: los familiares tenían que buscarlo. Nos dimos
cuenta de que para los médicos yo había dejado de ser un paciente: ahora yo era plata. Mi
salud ya no importaba, lo importante era que mi enfermedad le iba a proporcionar un dinero
a unos señores que comercian con la salud. Decidimos entonces acudir al Convenio de
Salud Cuba-Venezuela.
El donante
Un médico cubano nos explicó cómo sería el proceso si decidíamos ponernos en manos del
Convenio. Llegaría a la isla en un vuelo expreso que no iba a costarle nada a mi familia, me
recluirían en un lugar con otros pacientes, me trasladarían al hospital donde iban a
operarme; luego me harían el transplante, me llevarían luego a una unidad de
transplantados para realizar y vigilar allí el proceso de quimioterapia y recuperación, y al
estar curado me vendría a Venezuela. Durante toda mi permanencia allí tendría alojamiento
y tres comidas diarias para mí y mis acompañantes. Fue inevitable preguntar cuánto iba a
costarnos eso, y la respuesta fue: “Ni un centavo”.
Mis padres hablaron con el médico del Hospital Militar sobre la decisión de irnos a Cuba,
donde nos daban todas las garantías, y el médico respondió: “Nosotros estamos más
avanzados que ellos. En Cuba los van a tratar mal, y además no tienen el conocimiento ni la
tecnología que tenemos aquí”.
Salí el 8 de septiembre de 2005 del Hospital Militar. Mi familia tuvo que alquilar un aparto
hotel para instalarnos en Caracas. Nuevamente se activó la solidaridad de nuestros amigos,
que nos costearon la permanencia en la capital, donde no teníamos más familiares. Estuve
varias semanas bajo tratamiento y tuve que hacerme exámenes semanales mientras se
ubicaba un donante de médula, que debía ser uno de mis hermanos.
El único sitio donde se hacía esa prueba era el Instituto Inmunológico de la Universidad
Central de Venezuela, que estuvo cerrado durante todo el mes de agosto por ser el mes de
vacaciones y por eso no se determinó antes quién podía ser el donante y no pudimos viajar
a Cuba más rápido.
Hacerles la prueba de compatibilidad a todos mis hermanos iba a costarnos una cantidad de
dinero que no teníamos, también tendríamos que conseguirla. Mi mamá se levantó un día
diciendo que había tenido un sueño, y le dijo a mi hermano Miguel, el menor (que en ese
entonces tenía 15 años): “Tú vas a ser el donante. Hazte la prueba tú primero”. El primer
día de trabajo del Instituto acudimos muy temprano a hacerle el examen a Miguel; a los
pocos días nos dieron los resultados, y en efecto, era compatible. Fue un momento de alivio
y de optimismo, pero igual pensé en las posibilidades de que no regresara, y ese día, (29 de
septiembre; lo recuerdo porque es el día de la fundación de Acarigua) salimos Miguel, mi
mamá y yo junto con otros 200 pacientes rumbo a La Habana. Decidí comenzar a escribir
un diario para entretenerme, y para registrar aunque fuera los días de mi encierro.
Ya tenía un diagnóstico, un donante y la decisión de confiar en la medicina cubana.
“Hasta la victoria, siempre”
Una vez allá me trasladaron al Centro Internacional de Salud La Pradera. Allí estuvimos
por una semana. Luego nos trasladaron al Centro de Investigaciones Médicas y
Quirúrgicas (CIMEQ), una especie de urbanización con casas o cabañas donde se alojan
los pacientes, y donde en efecto teníamos todas las atenciones, desde las médicas hasta las
más cotidianas (comidas, etcétera).
Los hematólogos nos explicaron en qué consistía la operación de transplante, pero
ofrecieron otra opción: dijeron que si al cabo de unos exámenes se determinaba que la
enfermedad era reversible mediante un tratamiento menos invasivo que el transplante, lo
harían. Un tratamiento podía durar más, pero las posibilidades de éxito eran mayores. Yo
me molesté, en mi desesperación, y les dije que si el transplante me daba garantías de vida
entonces por qué esperar más.
Mucho después mi mamá y mi hermano me revelaron que los médicos sólo estaban
tratando de buscar hasta la última alternativa: sucede que las probabilidades de éxito en
transplante de médula ósea, en mi caso particular, se reducía a 40 por ciento, porque ya
llevaba dos transfusiones y esto afectaba mis condiciones generales. El tratamiento, en
cambio, sería un proceso largo que podía continuar en Venezuela, con visitas regulares a
Cuba. La familia tenía que tomar la decisión.
La familia deliberó y al final se decidió por el transplante. No prolongar más la espera y
tomar el camino corto.
En esos días Miguel y yo nos pusimos a revisar un escrito llamado “Hasta la victoria
siempre”, del Che Guevara. Era un programa corto y sencillo, de diez puntos, para
estimular la moral de los combatientes revolucionarios. En esa lectura, que reforzaba las
que ya habíamos hecho en Venezuela, uno se da cuenta de un dato: que lo que han hecho
los cubanos es una demostración de lo que puede hacer la voluntad de los seres humanos.
Esa Revolución la dirigieron unos tipos que tenían 30 años y se lanzaron a hacer una patria
a esa edad. Tomar el poder, enfrentar un imperio, construir un país desde cero, hacer un
poco de cosas nuevas, eso se logró porque esa gente tenía voluntad y sabía que podía lograr
lo que lograron.
Yo me tomé para mí esos mensajes y me ayudó mucho acercarme a esa moral tan alta,
leerla con mi hermano.
Clínica del Dolor
Desde el momento en que tomamos esa decisión transcurrieron tres semanas. En medio de
tanto ocio y tanta espera me iba con mi hermano a recorrer las zonas del hospital. Había un
área por donde caminábamos que se llamaba “Clínica del Dolor”. Montamos un chalequeo
con eso: hacíamos chistes con el cuento de que la gente iba ahí para que la hicieran sufrir y
le mirábamos la cara a los pacientes: “Qué bolas, les va a doler que jode”.
Durante todo ese tiempo la compañía de mi hermano y mi mamá me habían ayudado a
mantener alto el ánimo. En la televisión pasaban los juegos de Grandes Ligas, estábamos
pendientes de los partidos de los Medias Blancas de Chicago porque Oswaldo Guillén era
el mánager y tenía una buena temporada. Así que todo el tiempo estuve relajado, pasándola
bien. Me sentía de buen humor pero en algún momento empecé a sentirme débil, ya no
tenía las mismas fuerzas; escasamente podía caminar. Entonces comencé a preguntar por
qué la tardanza, a qué se debía la espera.
El doctor Wilford De León, jefe de Hematología, me dijo que debía esperar todo lo
necesario antes de ingresarlo en la Sala de Transplante. Me habló de todo el proceso de
planificación, todas las previsiones que debían tomarse. “Por muy sencilla que sea una
operación uno tiene que prepararse siempre para lo imprevisto, para lo peor”, me dijo. La
forma en que hablaba de los preparativos, de crear las mejores condiciones para los
pacientes y para los médicos que iban a hacer su trabajo, me hizo recordar a los mercaderes
de la salud que tenemos en Venezuela: aquí me decían que si no conseguíamos el
medicamento había que volver a empezar, y me imagino que a muchos les ha pasado que
invierten millones que no era necesario gastar y a los cinco años se mueren como unos
pendejos. Ya uno deja de ser un paciente y se convierte en un cliente. Los cubanos me
dejaron la impresión de que hacen lo que hacen, y como lo hacen, porque les gusta su
trabajo y lo consideran un servicio a los seres humanos, no un negocio.
Cuando ya tuvieron todo listo me llamaron para los preparativos, a mediados de octubre; la
fecha fijada para entrar a la Sala de Transplante era el primero de noviembre. Uno de los
pasos previos a la intervención fue ponerme un catéter, una especie de guaya o manguera
pequeña que le meten a uno por la yugular y va directo a la médula ósea. Por allí introducen
los medicamentos de la quimioterapia. Nos advirtieron que ese era uno de los
procedimientos más riesgosos de la operación, más que la operación misma, ya que mis
defensas estaban muy mermadas y cualquier herida o infección podía complicarse
mortalmente. Así que en la mañana me hicieron una transfusión de plaquetas para ayudar a
la cicatrización. En la tarde me llevaron a colocarme el catéter. Me trasladaron en silla de
ruedas por los pasillos, hasta un lugar por el que ya había pasado antes: la Clínica del
Dolor.
Crucé una mirada con Miguelito. En esa mirada Miguelito me decía: “Te agarró el gancho”.
Y me agarró el gancho: una vez más quedó desplazado al segundo lugar el dolor más fuerte
de mi vida. Ya no sería aquel de la doble punción en el Hospital Militar. Ahora me tocó la
prueba de la Clínica del Dolor.
Llegó un médico, me ordenó quitarme la ropa y ponerme una bata. Me colocaron anestesia;
pero yo decidí combatir el sueño porque quería ver qué iban a hacerme. En eso estuve unos
momentos, tratando de no dormirme, y sentía que lo estaba logrando. Estaba acostado, de
lado, con una pierna y el cuello estirados. El médico me sostuvo la cabeza con una mano, y
con la otra me hizo un corte con un bisturí; sentí la sangre caliente chorrear, y luego
introdujo la guaya. No sé cuántos minutos duró el procedimiento, pero en algún momento
sentí que esta vez sí ya no podía más, que era preferible entregarme. Me concentré en una
gota de agua que caía de un lavamanos allá al fondo, hasta que me dormí o me desmayé.
Testimonio de Miguel Torrealba:
Todos esos días la pasábamos bien, nos entreteníamos y echábamos broma, todo el tiempo
montábamos una jodedera con cualquier cosa. Nunca vimos a mi hermano con pinta o
actitud de enfermo. Pero ese día, cuando salió de la Clínica del Dolor, por primera vez lo
vimos demacrado, con cara de deprimido, de derrotado; estaba pálido. Venía con un gorro,
el tapabocas y un paño, doblado en la silla de ruedas. Fue la primera vez que le vimos
aspecto de enfermo (Fin del testimonio de Miguel Torrealba).
El Día Cero
Ingresé a la Sala de Transplante, que es un espacio aislado, acondicionado para que sólo yo
pudiera estar allí. Es una habitación esterilizada con ozono y con una temperatura de 8
grados centígrados. Allí comía, me bañaba, hacía mis necesidades, todo sin ningún contacto
con el exterior. A mi mamá y a mi hermano podía verlos a través de una ventana de vidrio
de 1 centímetro de grosor, pero no podía tener contacto físico con ellos. Las enfermeras
entraban dos veces al día y un médico lo hacía todas las mañanas. Mi hermano se asomaba
por ese vidrio y me mostraba el programa “Hasta la victoria siempre”. Esas cosas me
levantaban el ánimo.
Estuve 32 días allí, los 11 últimos recibiendo quimioterapia; el protocolo consistía en
destruir toda la médula ósea y reducir a cero mi sistema inmunológico, así que a medida
que se acercaba el Día Cero (ingresé el día -32 y los días se contaban en cuenta regresiva)
me iba quedando sin plaquetas, sin glóbulos rojos ni blancos.
En la sala de al lado, separada de la mía por una pared, había un muchacho cubano un poco
mayor que yo, y que tenía la misma enfermedad; supe que se llamaba Yurién, pero no
recuerdo el apellido. Mi madre y la suya se hicieron muy amigas, porque compartían las
horas allá afuera mientras nosotros permanecíamos aislados dentro de las salas. El caso del
chamo era distinto, porque era hijo único y entonces no tenía donante; los médicos le
extrajeron entonces las pocas células madre que le quedaban para ver si podían
reinsertárselas y hacer una especie de autotransplante.
Testimonio de Miguel Torrealba
Mi mamá y yo estábamos alojados en un hotel, lejos del hospital. Todos los días nos
parábamos a las 5:30 ó 6 de la mañana, desayunábamos en la habitación y nos íbamos para
el hotel para estar con José Daniel hasta la noche; cuando él se dormía regresábamos al
hotel. Esa fue nuestra rutina durante esos 32 días. En algún momento yo empecé a salir los
fines de semana para conocer La Habana y para comprar alguna cosa que necesitáramos,
pero mi mamá estuvo siempre firme ahí sin romper esa rutina. Ahí me di cuenta de la
fortaleza del amor de una madre (fin del testimonio de Miguel Torrealba).
A mí me habían advertido que la quimioterapia me iba a hacer vomitar mucho, que no me
iba a dar hambre, que iba a rebajar de peso. Me prepararon mentalmente para esa situación.
Yo pensaba: “Bueno, con todo el peso que he aumentado por esta comedera que tengo aquí,
si rebajo unos cuantos kilos voy a estar bien”. Pero para sorpresa de todo el mundo el
hambre no se me quitaba, y las ganas vomitar me daban era cuando no comía. Comí más
que nunca, todo lo que me llevaban en la bandeja me lo tragaba. Una vez mi mamá
sancochó un kilo de yuca para que comiera con unos bistécs y me dijo que comiera toda la
que pudiera y le devolviera el resto. “El resto” no existió nunca, porque me comí completo
el kilo de yuca. Las enfermeras y los médicos me decían: “Vaya, tú eres el único paciente
que hemos visto comer así mientras le hacen quimioterapia”.
Miguelito también debió ponerse en tratamiento y en preparación para que se le extrajeran
las células madre.
Testimonio de Miguel Torrealba:
A partir del día -4 (cuatro días antes del transplante) tenía que ir por cada doce horas al
hospital a que me pusieran unas inyecciones que me elevaban todos los valores del sistema
inmunológico. Lo que me inyectaban conseguía que las células madre afloraran a la sangre
periférica, es decir, la que fluye por las venas. Ya desde la segunda inyección el dolor en las
articulaciones y en la cabeza eran inaguantables. No había un momento sin que me doliera
todo el cuerpo; me costaba demasiado poder dormir. Al cuarto día, el Día Cero o día del
transplante, ya no podía aguantar.
El Día Cero me conectaron a una máquina, que es la que separa las células madre de la
sangre. Me colocaron una vía que enviaba la sangre a esa máquina, y otra vía que
reintegraba la sangre a mi cuerpo. Fue un proceso de seis horas; estuve allí desde las ocho
de la mañana hasta las dos de la tarde. Llenaron unas bolsas con las células madre y eso fue
lo que hice como donante (Fin del testimonio de Miguel Torrealba).
La mañana del transplante me inyectaron dos antialérgicos fuertes: benadrilina y dipirona;
esto fue como a las cinco de la mañana. Yo sentía cuando me iban inyectando esas
sustancias y me entró un sueño profundo; me dormí por más de cuatro horas. La operación
de transplante es sencilla: conectaron las bolsas de sangre con células madre a una máquina
que a su vez me la pasaba a mí, como una transfusión de sangre normal. El proceso duró
hasta la una de la tarde.
Cuando desperté sentí que había dormido mucho y me fui a levantar, pero una enfermera
me detuvo: “Ya va, no te pares. ¿Cómo te sientes? ¿Estás despierto?”. Le dije que estaba
bien y que sí, estaba despierto. “Dime qué necesitas, para dónde vas”, me preguntó la
enfermera, Laura.
“Tengo mucha hambre”, le respondí.
La enfermera nueva
Se supone que al día 20 después de la operación ya la médula debe comenzar a producir lo
que tiene que producir. Me hacían exámenes de sangre diariamente, y el equipo de médicos
y enfermeras, aparte de los chequeos de rigor, tenían la misión de subirme el ánimo, y lo
hacían muy bien, son muy panas los médicos y enfermeras. Al día 11 uno de los médicos
trajo noticias alentadoras: “Hay buenas señales de que la médula está funcionando. Vamos
a esperar, es muy temprano todavía pero esas señales son buenas”.
El día 14 se me dispararon todos los niveles, casi hasta un nivel normal. Los médicos me
felicitaron y me dieron la buena noticia: “Caballero, ya tú estás listo, ya la médula arrancó a
trabajar. En 15 días te vas para tu casa”.
Ajustaron la temperatura de la habitación a 15 grados, me fueron suspendiendo poco a poco
los antibióticos. El día 15 me hicieron un anuncio un poco raro: “Hoy te vamos a traer una
enfermera nueva”. Entró una mujer con la bata y el atuendo de enfermera, que resultó ser
mi mamá. Fue una jugada de los médicos para contentarnos todavía más.
Y la otra la habían preparado mi hermano y mi mamá: ellos sabían que mi papá iba a ir a
Cuba para visitarme y no me habían dicho nada. Pues el hombre se apareció por allá y pude
verlo a través del vidrio. Fue emocionante, el hombre se puso a llorar y yo le decía: “No
seas pendejo, yo estoy muy bien aquí, ya no estoy enfermo”. Pero fue demasiado
emocionante, yo siempre fui muy pegado con mi papá.
Pasé todo el mes de noviembre en la Sala de Transplante; el 2 de diciembre salí de allí. Al
salir vi por primera vez a Yurién, el compañero cubano de al lado, a quien no había visto
nunca. Fue la primera y última vez que lo vi, porque el chamo no respondió al
procedimiento que le hicieron y murió poco después, lamentablemente.
Fui a alojarme con mi mamá en la casa especial para transplantados, de donde tuvimos que
salir en pocos días porque ya yo estaba fuera de peligro y porque estaban llegando otros
pacientes de Venezuela; recuerdo un chamito de San Cristóbal a quien tenían que hacerle
un transplante, y su familia estaba muy nerviosa. Mi mamá fue a calmarlos, sobre todo a la
mamá, les dijo que los médicos eran muy buenos, que yo había salido bien de todo. Así que
nos alojaron a mí y a mi mamá en el hotel Copacabana.
En este hotel presencié un espectáculo insólito: una mujer reclamando la calidad de la
comida, quejándose y culpando al Gobierno de Chávez. Resulta que antes a los pacientes el
Gobierno además de todo lo que le daba también les daba dólares a los pacientes, y la tipa
estaba quejándose porque no quería seguir comiendo la comida del hotel sino tener plata
para comer en otra parte. Te pagan un hotel 4 estrellas, te dan atención médica, te dan todo,
y esa mujer hablaba mal del Gobierno porque quería más.
Miguel regresó a Venezuela el 15 de diciembre. Yo me quedé con mi mamá hasta el 10 de
enero de 2006.
La nueva vida
El diez de enero regresé a Venezuela, allá a mi casa de Acarigua. Había fiesta en la casa y
mi sorpresa y emoción fueron grandes al ver que los vecinos me habían hecho una gran
pancarta que decía: “Bienvenido, Papelón”, me recibieron con aplausos y me llenaron con
mucho afecto.
Miguel, mi hermano, ha agarrado una jodedera porque él me salvó la vida. Cada vez que
me pide un favor me dice: “Y no te puedes negar: yo te doné la médula, me debes la vida”.
Me manda a cocinar y me dice: “¿Quién te dio la médula? ¿Ah?”.
Estuve un año y medio con un tratamiento (me traje como 300 mil bolívares en medicinas,
que me alcanzaban para seis meses; me salieron totalmente gratis porque me las entregaron
en Cuba) y unas indicaciones y prohibiciones: durante un año y medio no podía ir a la
playa, ríos o piscinas, tener relaciones sexuales, estar en grandes aglomeraciones de
personas. No podía hacer esfuerzos físicos y semanalmente tenía que hacerme exámenes de
sangre y enviar los resultados a Cuba.
A finales de 2007 pude volver a hacer deporte otra vez. En uno de los viajes a La Habana
(tuve que regresar para chequeos cada tres meses) les pregunté a los médicos si podía
regresar a la universidad a continuar los estudios de Agronomía, y me respondieron que no,
que me olvidara de esa carrera. Les pregunté por qué, y me dijeron que había sospechas de
que la enfermedad la adquirí por la manipulación de sustancias tóxicas en el laboratorio. En
efecto, allí trabajaba con nitratos, con fosfatos y agroquímicos, y lo hacíamos sin máscara y
sin bata, sin ninguna protección. No se comprobó que haya sido por el contacto con esas
sustancias que se me lesionó la médula, pero es probable, y de todas maneras no debía
arriesgarme a exponerme a esas sustancias en las condiciones en que estaba.
Me dediqué entonces a la cocina, que al final es otra forma de acercarme a los alimentos.
La Agronomía me acercaba a la producción de alimentos, y la concina a su elaboración. En
el campo me había tocado conocer la realidad de los campesinos de Venezuela, explotados
y trabajando para otros; y ahora, luego de estudiar cocina, estoy en otro momento de la
cadena, que es el eslabón final: la preparación y el consumo de esos mismos alimentos que
el campesino produce. He tenido entonces acceso a información sobre otro circuito
capitalista, que es el de los restaurantes de lujo y las formas de explotación a sus
trabajadores.
Detrás de cada plato de comida hay todo un esfuerzo y toda una realidad social que la
mayoría de la gente ni se imagina. Casi nadie piensa en todo el trabajo que cuesta que un
pimentón, un pescado o un tomate estén en nuestros platos. Los dramas de los jornaleros
que deben entregar la vida para producir lo que consumimos, y el drama humano de los
cocineros explotados para que la gente pueda comer en los restaurantes. En esta historia me
estoy involucrando también y en eso invertiré los próximos años de mi vida.
Arnaldo Santander
Una imagen neutralizadora
Nací en Caracas en 1980 y vivo en Maracay, estado Aragua. A mis 32 años vine
voluntariamente a Cuba a someterme a una terapia de desintoxicación de adicción a las
drogas; soy consumidor de crack. Estoy en la droga desde los 15 años. Tengo 17 años con
este problema, que me destruyó como ser humano y me impidió seguir viviendo con mi
esposa y mis hijos.
Yo soy decorador profesional, soy socio de una empresa de decoración que se ha ganado un
prestigio en Maracay y eso hizo que yo ganara mucho dinero. Yo me podía ganar 20 mil
bolívares semanales y todo me lo consumía. En los últimos años me metía 300 y 500
bolívares en piedra todos los días. Cuando ya no tenía plata disponible vendía las cosas que
tenía en la casa: la licuadora, la cocina, el equipo de sonido.
Una vez unos policías me agarraron en la calle con unas piedras de crack y me pidieron
plata para soltarme. Les dije que lo único que tenía encima eran 10 bolívares, y me cayeron
a coñazos. Me dijeron entonces que fuéramos a mi casa, que aceptaban que les diera un
televisor, una cocina, un aparato de aire acondicionado. Les dije: “No, loco, si tú ves dónde
duermo yo te pones a llorar”. Eso era en parte verdad y en parte mentira; yo en ese
momento tenía en mi casa un televisor plasma de 42 pulgadas pero mi casa parecía la cueva
de un indigente. Me dieron un cachazo en la cabeza, me quitaron las piedras y me fui con el
coco partido.
Ese televisor, que me había costado 8 mil bolívares, yo lo vendí en 500 para comprar
piedra. La operación fue rápida: en un carro vino una gente que se llevó el televisor y me
entregó los 500; en otro carro que venía más atrás otra gente me entregó el crack y se llevó
los 500 bolívares. Cuando uno hace eso viene el ratón moral. ¿Sabes la rabia que da al ver
el espacio vacío donde estaba el tremendo televisor y saber que uno se fumó eso en unos
minutos?
La casa parecía el propio antro. Yo no limpiaba, tenía una montaña de ropa sucia. Me
arrodillaba a rogarle a Dios y le decía: “Na’ güevoná, Dios mío, yo me voy a morir en esta
mierda; yo me llego a cortar aquí y voy a agarrar un tétano rapidito”. Yo me gano la vida
como pintor pero la casa estaba con las paredes peladas, desconchadas, escupía donde
fuera; me metía piedra a cualquier hora y en cualquier lugar, no me interesaba que me
vieran mis hijos. Duraba días sin bañarme; hasta mi mamá me decía: “Arranca pa allá,
hueles a mierda”.
“La vaina funciona”
Empecé a consumir droga a los 15 años; comencé con la marihuana. Yo andaba con un
grupo de muchachos y antes de hacerme consumidor notaba que ellos, que sí se fumaban su
monte, se cogían un poco de culos, mientras que yo no levantaba nada y me preguntaba:
“Ah bueno, ¿y entonces? ¿Y yo?”.
Mire, esto es en serio: el día que decidí fumarme el primer tabaco ahí con los muchachos al
ratico tenía una jeva al lado. Pensé: “Mira pues: la vaina funciona”. Poco después me puse
a consumir perico (cocaína), también por imitar a los muchachos que andaban conmigo, y
siempre andábamos rodeados de ese poco de culos, mi hermano. Pasó mucho tiempo antes
de que entendiera que esas mujeres estaban ahí porque sabían o creían que uno tenía plata,
y entonces se acercaban pendientes de chulearte, de quitarte la droga o los reales. Más de
una vez me pasó que me quedaba dormido y cuando me despertaba no tenía ni la plata ni la
droga ni la mujer ni nada.
Me separé de ese grupo y me fui al grupo Los Comegatos, que era una banda de rockeros;
yo tocaba batería y guitarra. Todos los jueves nos reuníamos en la Casa de la Cultura de
Maracay. El único que consumía drogas de ese grupo musical era yo, que además era el
más viejo, pero en ese lugar se reunía mucha gente de todas partes. En esa época, año 2000,
una botella de ron Indio Maracay costaba 300 bolos; yo me llevaba 15 mil bolos, una
botella de whisky y un poco de mariguana. Cuando no tenía plata hacía varias pencas y las
vendía a 500 bolívares. Ese poco de muchachos tenían que reunir de a un bolívar cada uno
para comprar una penca y fumársela entre 50; a mí eso más bien me sobraba. Y me
sobraban los culos; yo era rey en ese momento y en ese lugar. Y creía que era feliz.
Simpatía por el Diablo
De repente algunos de aquellos muchachos empezaron a decir que eran satánicos, que
tenían que matar gente para hacerle ofrendas a Satanás, y yo me empecé a alejar del grupo.
Tuve algunas discusiones con ellos, porque decían que quien quería tenerlo todo tenía que
entregarle el primogénito en ofrenda a Satanás. Más de uno pensaría que eso era así de
fácil: le entrego el muchacho al diablo y al ratico voy y le hago otro a la jeva y listo. Yo les
decía: “¿Qué ofrenda tienes que hacer tú, si eres un pobre pelabolas? Satanás no te ha dado
un coño, ¿qué sacrificio tienes que estarle haciendo tú?”.
Entonces apareció una mujer que desde que la vi me enamoré; se llama Bárbara. Esa mujer
con el tiempo fue mi esposa. A ella tampoco le gustaba esa movida que se estaba formando.
Un compadre mío (yo fui padrino de su boda) apareció un día picado en pedacitos; yo
nunca supe quién había sido pero empezaron a salir cosas en el periódico sobre una secta
satánica, así que me entregué a mi mujer y ya no volví a ver más a esa gente.
Con mi esposa tuve tres hijos y vivíamos bien, levantando la familia y con el sueldo que yo
tenía. Pero a mí me agarró la adicción a la piedra y en el año 2010 tuvimos que separarnos.
Yo la maltrataba, no física pero sí sicológicamente. Dejamos de vivir juntos pero siempre
estuve pendiente de mis hijos; nos veíamos siempre, todos los días. Yo le agradezco que
siempre me haya dejado ver a mis hijos, nunca perdimos contacto. Pero no podíamos
convivir en el mismo espacio.
La Villa
Antes de eso, en el año 2008, ya había decidido someterme a una terapia de desintoxicación
para hacer algo con mi vicio. Me puse de acuerdo con mi mamá y me llevó a un centro de
rehabilitación llamado Acreara, que queda en Villa de Cura. Ese centro pertenece a la
iglesia evangélica Gilgal.
La entrada era una vaina bien bonita, el piso era de grama; había unas palmeras. Nos
recibieron en una oficina, no lujosa pero sí presentable. Nos dijeron que allí se estudiaba la
palabra del Señor y que la gente tenía comodidades; la cuota para recluirme ahí era de dos
mil bolívares mensuales. Tuve además que hacer una inversión en franelas, pantalones
cortos y artículos de limpieza que me pidieron.
Mi mamá se fue de ahí ilusionada satisfecha y yo me quedé dispuesto a hacer algo útil con
mi vida. Al irse mi mamá me dijeron “Acompáñeme” y me metieron por unos corredores.
Cuando salí del otro lado vi la verdadera cara del Centro.
Aquello era un lugar lleno de mosquitos, gusanos, cucarachas; un poco de gente echada en
el piso como si estuviera en la cárcel de Tocorón, y ahí en unas colchonetas tiradas en el
piso, como unos perros, teníamos que dormir. Detrás del centro de rehabilitación había una
cochinera, y del otro lado un ancianato. Unos jodedores del Centro decían que a esos
pobres señores abandonados por sus familias uno los miraba con atención y parecía que
flotaban; era que las moscas los estaban levantando para llevárselos.
A mediodía entré a la cocina para ver cómo era y me recibieron como un millón de moscas
de todos los colores. Había un tipo que cocinaba como para 50 personas; tenía las uñas
como si hubiera metido las manos en una bolsa llena de carbones. Lo vi partiendo 20
huevos para hacer un perico, así con aquella tranquilidad, con esas uñas asquerosas. Allá
afuera todo el mundo decía que ese perico estaba sabroso, porque no habían visto quién lo
preparaba; pero yo sí vi la vaina y no quise comer.
El agua para tomar estaba en un cuñete de pintura que había dentro de la nevera. Había que
sacar el agua con una taza y todo el mundo metía las manos ahí, pero si tenías sed tenías
que tomártela.
Todos esos carajos estaban era pendientes de quitarte tus pertenencias. Cuando llegué con
mi bolso a sacar las cosas que había comprado para meterlas en un armario sin llave que
estaba ahí un poco de tipos me estaban viendo. No aguanté más y les dije: “Mire mi pana,
les voy a decir una vaina: aquí todos somos malandros. Si a mí se me pierde algo
prepárense, porque a todos ustedes también se les van a empezar a perder las cosas que
tengan”. Eso era como una cárcel pero sin rejas.
Esos carajos se la pasaban leyendo la biblia y decían que eran cristianos, pero no
compartían la palabra con nadie. Lo que decían era mentira; se notaba que estaban ahí
camuflándose, tapándose las fallas.
A la mañana siguiente me fui de ese lugar. Tuve que pedir cola para llegar a Maracay;
nadie quería dejarme montar en los autobuses ni en los taxis por mi aspecto, pero al final
me llevaron. Cuando llegué a la casa mi mamá me dijo: “¡Muchacho!, llegaste primero que
yo”.
La otra Villa
Pasé dos años difíciles, entregado a mi vicio y haciéndole la vida insoportable a mi familia,
y entonces en 2010 mi esposa me dejó, se fue de la casa con los chamos. Fue cuando me
hablaron del Convenio con Cuba, de los centros de rehabilitación que tenían los cubanos, y
decidí meter ahí mis papeles y esperar. La espera fue de un año y medio. En ese tiempo me
puse peor que nunca con el consumo, hasta que al fin un día me llamaron para que me
presentara en Caracas.
El 20 de marzo de 2012 llegué a Cuba. Me llevaron a la clínica Villa Sol Elguea, en Villa
Clara. Un lugar agradable, de lujo, donde nos daban todas las comidas. Está dividido en
cabañas y hay una piscina. El personal médico nos trató muy bien, ahora sí sentí que había
una sensibilidad y un trato humano por parte de la gente que me iba a ayudar con mi
problema.
El control ahí era estricto. Al ingresar me ordenaron quitarme la ropa, agacharme y saltar
como una rana; me revisaron los zapatos y toda la ropa hasta dentro de las costuras, una por
una. Una vez mi papá fue a visitarme y también le aplicaron la misma revisión. En ese
lugar permiten fumar cigarrillos normales, pero no dejan entrar otras cosas.
Cuando llegamos había tres pacientes recluidos; en ese vuelo llegamos siete más. Había
entre todos unas muchachas que eran adictas a la heroína y consumidores de cocaína; el
único piedrero era yo. Un mes después nos dijeron que era de los mejores grupos que se
habían formado. Nos felicitaron por nuestro comportamiento.
Uno de los pacientes tenía 36 años, otro 34 y yo 32; éramos los mayores. Los otros eran
muchachos muy jóvenes. No se les veía mucha actitud para lograr superar el vicio, los veía
muy inmaduros. Estoy seguro de que es porque los padres tienen dinero, tienen
comodidades, para esa gente siempre es más difícil hacer esfuerzos de voluntad. Cuando
estás en esas condiciones no te interesa tu vida, porque nunca te la has ganado y puedes
obtener dinero rápido y sin esfuerzo, con sólo pedírselo a tus padres.
El caso con esta enfermedad es que si de verdad la quieres superar haces todo lo que te
indiquen que sea necesario. La mayoría de la gente que tiene vicios no le gusta
reconocerlos; el que lo reconoce es el que lo supera. Esto no es un vicio, es una enfermedad
grave, que nunca se cura, pero se puede controlar y superar a conciencia. Tener el control
sobre tu enfermedad.
Pero si no quieres controlar tu problema, usas tu inteligencia y tu habilidad para buscar la
forma de consumir droga sin que te descubran, aprendes a camuflar tu adicción. Eso no lo
viví, pero he analizado a la gente y sé que así es: la gente que está acostumbrada a que la
mantengan, cuando deja la droga es porque dejan de darle, y entonces ven eso como un
castigo. Así que si mantienen el vicio oculto y no se dejan descubrir siempre van a tener
con qué comprar y mantener el vicio.
La imagen neutralizadora
En las terapias nos animaron a encontrar una imagen neutralizadora, algo en lo que tú debes
pensar cuando te entran ganas de consumir. Es un ejercicio importante; cuando el cuerpo te
está pidiendo droga tú traes a la mente esa imagen y te ayuda a no caer. Mi imagen
neutralizadora es el miedo a que mi familia muera calcinada en un incendio; uso esa
imagen porque una vez casi me pasó.
En mi época de adicción fuerte yo vendí las dos bombonas de gas que tenía en mi casa y
me las fumé; las vendí para comprar piedra. Bueno, una vez estaba haciendo una fiesta en
mi casa, estaba preparando una parrilla, y estaba prendiendo la leña con gasolina. De pronto
se me prendió el pote de gasolina que tenía en la mano, lo lancé y la casa empezó a coger
candela. Mi esposa estaba en el cuarto durmiendo con mis hijos. Tuve que hacer magia para
apagar el incendio; en esos días había llovido mucho y había barro por todas partes. Con
esas pelotas de barro me fajé con la candela y logré apagarla. En la casa había como 30
personas, y ¿tú crees que alguno de esos hijos de puta se metió a ayudarme?
Cuando se me antoja agarrar la pipa para prenderla me viene a la mente esa imagen y el
miedo me ayuda mucho a resistir. Ese es uno de los aprendizajes que obtuve en las terapias
a que me sometieron.
Nos hicieron también terapia grupal, terapia individual, egoterapia, cultura física, terapia de
relajación. Con la egoterapia uno demuestra el arte que uno lleva por dentro. Cada quien
desarrollaba la forma expresiva que le provocaba: pintura, escultura, escritura. Yo hice
esculturas con las latas de los refrescos y algunos dibujos. Nos proponían que plasmáramos
ahí la forma en que veíamos nuestra vida en el futuro.
También nos pidieron que escribiéramos una biografía, un resumen de nuestra vida. Y me
di cuenta mientras la escribía de que yo he pasado por cosas difíciles desde que vine al
mundo. Cuando nací me detectaron meningitis aguda y me desahuciaron. Mi tía era
directora de la maternidad; por órdenes de ella me hicieron transfusiones y me salvaron la
vida.
A los 23 años tuve un accidente grave. Me caí de una mata de mamón, desde una altura de
8 metros y caí sentado; me fracturé la cadera y la muñeca izquierda. Estuve hospitalizado
tres meses pero no me operaron, porque cuando me fueron a revisar el hueso se me había
necrosado. El hueso me soldó bien; un poco desviado, pero puedo moverme. En algún
momento voy a necesitar una prótesis de cadera, pero espero que eso sea cuando esté viejo.
En ese momento la prótesis costaba 25 millones de bolívares.
Rumbo a la reconstrucción
Cuando estaba en el Centro en Villa Clara me hicieron varios análisis de laboratorio. Uno
de ellos no salió muy bien; tuve que hacerme varios exámenes, todos los días me
analizaban los esputos, porque sospechaban que podía tener tuberculosis. Diez de esos
análisis salieron negativos y dos salieron positivos. Esa enfermedad también fue producto
del consumo de piedra. Si me hubiera quedado en Venezuela nunca me hubiesen detectado
ese mal y seguramente me habría muerto.
Me trasladaron a La Habana y me aislaron por tres semanas en una cabaña del hotel El
Viejo y El Mar. No podía estar entre la gente; todos los días me llevaban la comida a la
habitación y no podía salir de ahí. Desde el balcón de mi cabaña podía ver la piscina del
hotel y el mar, y hablar de lejos con la gente, pero me tenían prohibido salir del cuarto.
Cuando cumplí ese período y todos los exámenes salieron negativos pude al fin salir. Este
relato lo estoy contando el día 7 de junio, un día antes de regresar a Venezuela.
Regreso contento porque siento que he superado mi problema; estos tres meses de terapia
de rehabilitación me hacen sentir seguro de que no voy a recaer en la droga. Mi esposa me
llamó una vez estando en Villa Sol Elguea, y me dijo que si lograba mi cometido, si lograba
vencer la adicción, iba a volver con los muchachos a vivir conmigo. Yo siento que ya lo
logré, que sí pude.
A la gente de este convenio yo la felicito y le doy las gracias. Yo no creía en el Presidente
de la República; la vez de la caída del árbol fui a pedir una prótesis allá en la Gobernación
del estado y me la negaron. Esa vez me decepcioné mucho; pero ahora me doy cuenta de
que a veces las cosas salen mal pero el Presidente Chávez en realidad sí ayuda a los pobres,
ayuda a la gente; ahora sí estoy con él.
Aparte de la terapia me ayuda que yo tomé el camino y la palabra de mi señor Jesucristo.
Mi gente se había separado de mí, pero ahora me doy cuenta de que no era para hacerme
daño sino para que abriera los ojos. Quiero congregarme en mi iglesia y a eso me aferraré
para no recaer en el vicio. Lo que estoy haciendo por mí lo hago además porque quiero
recuperar a mi familia. Por ellos: mi esposa Bárbara, mis hijos Juan José, Barbie Stefany y
Santiago Sebastián. A estas alturas siento que ya lo logré. Me voy a Maracay a reconstruir
mi vida, todavía estoy joven para eso.
Germán Marín
Las profundidades y las alturas
Tengo 38 años de edad. Nací en Barrio Obrero, San Juan, Puerto Rico, y estudié los
primeros grados de escolar en Mayagüez. Me llevaron muy pequeño a Venezuela y me
instalé en la costa de Vargas, en La Guaira, porque mi familia es de allá.
Soy buzo industrial y mi especialidad es la soldadura submarina. He trabajado en varias
partes del mundo con varias empresas transnacionales. Técnicamente es la misma soldadura
convencional, pero es más moderna por los materiales que se usan; trabajamos con plástico,
electrodos y metales. A los doce años ya era asistente de mecanismo, una especie de
ayudante de soldadura, pero debajo del agua. Heredé esa vocación por el buceo de mi papá
y mis abuelos, que también fueron pescadores y buzos.
En este oficio el prestigio que uno se gana no es por los estudios sino por el trabajo, por la
experiencia; tu trabajo es lo que hace que las empresas se fijen en ti y empiecen a solicitar
tus servicios. Yo empecé sacándole los rezones (las anclas) del fondo del mar a las lanchas,
a pulmón, más o menos desde que tenía diez años. Cuando la tiraban y se perdían yo las
buscaba, y me daban 100 ó 200 bolos por ir a sacar el ancla a 40, 60, 80 metros, sin equipo
ni bombonas de oxígeno.
Hay varias diferencias entre trabajar bajo el mar y hacerlo en la superficie. Una es el peso
de los instrumentos. Debajo del agua los equipos pueden pesar la mitad de lo que pesan
afuera y son más manejables; soldar abajo parece un juego de niños. Pero las desventajas y
peligros son varios: uno somete el cuerpo a gases muy tóxicos, a sustancias que te
deterioran el organismo, y la calidad del aire que estás respirando no es la misma que la del
aire natural. Una hora de labor bajo el agua equivale a seis horas en la superficie, así que
uno se desgasta más.
Pude ejercer ese oficio desde esa edad tan temprana porque la legislación venezolana y la
de la mayoría de los países latinos no es igual que en otros países. En algunos países
desarrollados, con sólo una autorización de tus padres, tú puedes trabajar en cualquier
especialidad. Yo participaba en algunas labores complejas, como las reparaciones de
propela y de casco.
Mucho después estudié Submarinismo en la Universidad Simón Bolívar. Esa es una carrera
de ocho años. Aprendí mucho sobre la fauna marina; la carrera de submarinismo requiere
dominar varias especialidades y esa es una de ellas. Es una carrera compleja y se aprenden
cosas importantes del oficio. Por ejemplo, uno debe analizar el enfriamiento y el
calentamiento del agua para saber el traje que va a usar, y el material y el instrumento de
autodefensa. No te puedes poner a soldar sin saber qué animal te va a atacar. Tú llegas a
matar un pez en un país como Cuba, que tiene una legislación tan estricta, y tu permiso es
para dedicarte al turismo o al comercio, puedes ir hasta preso. En otros países como
Australia hay varios animales protegidos porque están en peligro de extinción y no lo
puedes matar. Claro que no vas a dejar que te muerda o te coma un tiburón, una tintorera,
una anguila, pero es necesario conocer la fauna antes de proceder. Últimamente se está
empleando en casi todas partes un electrodo de 300 amperios, que produce un choque de
corriente que neutraliza al animal, pero no lo mata.
El oficio
De los buzos venezolanos de mi generación, unos 120 en total, quedamos vivos y activos
como 16. Unos han muerto y otros han debido retirarse; los hay mordidos por tiburones,
otros han sufrido descompresión, convulsiones, trombosis. El exceso de oxígeno para buceo
llega en un momento que te hace colapsar las arterias, los pulmones, porque no es un
oxígeno natural. En este oficio uno es propenso a sufrir un derrame cerebral, a adquirir mal
de Parkinson; estamos expuestos a enfermedades pulmonares y cardiovasculares; a sufrir
accidentes mortales por un mal cálculo, un error o mal movimiento.
Cuando uno va a soldar baja un equipo de seis personas: un capitán de grupo, dos para
seguridad, dos ayudantes y que graban y registran el trabajo con la cámara. La filosofía de
este trabajo es que cuando uno baja no sabe si va a volver a subir con vida.
Una vez, trabajando en Higuerote, un tiburón atacó a un compañero y perdió una pierna. Él
creía que lo había golpeado un tronco, pero cuando se dio cuenta de que había un animal
cerca subió rápido a la superficie; cuando estaba arriba se dio cuenta de que ya no tenía la
pierna. No era un tiburón de los agresivos, pero pasa algo: el material con que nosotros
trabajamos produce abajo un ruido como cuando uno golpea una pecera. Los peces se
vuelven locos y se ponen a la defensiva, a buscar de dónde viene el sonido. Cuando uno
está soldando y golpeando, el pez grande va a ver de dónde viene la perturbación, qué está
pasando en su territorio. Por eso uno tiene cuidado de no matar el pescado, la posición tiene
que ser de defensa de la fauna marina, de la ecología marina. Uno debe entender que está
en sus espacios; si uno entra a su casa y encuentra a un tipo ahí uno no va a estar
preguntando, lo primero que agarra se lo pega por la cabeza. Hay que entenderlo así, uno
está invadiendo la casa de unos animales, y ellos la defienden.
La vida útil de un buzo depende también del modo de vida que uno lleve, de sus
condiciones físicas y deportivas. Si fuma puede durar menos, igual si bebe. Así que
también tiene que ver con la madurez o el autocontrol. Cuando uno está en una profesión
que paga tan bien es fácil que algunos compañeros se entreguen a la bebida, a la droga. En
mi caso, por haber empezado a tan corta edad, la empresa donde trabajaba cuando tuve el
accidente quería retirarme (tenía 37 años). Llegué a capacitador: yo era el que aprobaba el
ingreso de los nuevos buzos. Les daba un curso de mantenimiento, ponía a prueba sus
condiciones físicas. Ya a mí estaban queriendo alejar del agua. A mí no me gustaba esa idea
porque estaba en buenas condiciones, pero tengo claro que todo tiene un límite.
De las profundidades a las alturas
Un día, en el barco en que yo me encontraba, estaban haciendo reparaciones. Necesitaban
alguien que fuera a soldar unos de tanques arriba, porque había una fuga de detergente, y
me mandaron a mí. Yo venía del agua con el traje mojado, y así mismo subí a hacer el
trabajo. Íbamos navegando entre Caribe y el Sheraton, en las costas de Vargas.
Mientras yo iba subiendo un operador estaba arriba moviendo unas vigas con una grúa.
Cuando estaba llegando a la parte más alta una de esas vigas rozó la escalera y perdí el
equilibrio; busqué de dónde agarrarme y lo que encontré más cerca fue un cable de
electricidad, y me agarré de él. El golpe de corriente me bombeó para atrás contra la torre;
con ese golpe me fracturé la mandíbula. Quedé colgando del pantalón, que quedó
enganchado en un trozo de metal, pero el pantalón no aguantó mucho y se rompió; al caer
me golpeé con los metales y se me fracturó la mano y el brazo izquierdo, y seguí hacia
abajo en caída libre, de espaldas, desde una altura como de tres pisos. Abajo había varias
vigas “doble T” de hierro, que se usan para colocar los tanques de oxígeno; caí de espaldas
sobre una de ellas. La viga se me enterró por la espalda y me salió por delante, a la altura
del estómago.
No sentí el golpe. No perdí el conocimiento. Quedé doblado hacia atrás como una “U”
invertida. Varios compañeros se acercaron; yo les gritaba: “Me atravesó, me atravesó” pero
no podía ver qué había pasado. Los compañeros me sacaron levantándome desde abajo,
como cuando uno saca un trozo de carne de una vara pero al revés. Un metro y medio de
viga me atravesaba el cuerpo.
Cuando lograron sacarme, parte de los intestinos y el estómago salieron por detrás, por la
herida de la espalda. Los intestinos están dentro del cuerpo enrollados, en forma de espiral
o circular; al salir quedaron rectos, varios metros fuera del cuerpo. Como pudieron lo
volvieron a meter todo.
La otra travesía
El barco estaba a unos 3 mil metros de la costa. Me bajaron en una camilla hasta una lancha
rápida y esta me llevó a tierra. Allí me recogió una ambulancia que me trasladó al Hospital
Militar. En el camino me daban cachetadas, me hablaban y me hacían hablar, me
inyectaban; yo ya no sentía las piernas. Yo iba consciente todo el camino. Cuando llegué al
hospital entonces sí me desmayé.
La evaluación inicial arrojó que la viga me dañó el colon, los intestinos y el estómago.
Aparte, tuve fractura de dos costillas, de la mandíbula, el brazo y el tobillo izquierdos; los
dedos de la mano izquierda. Me hicieron una primera operación; allí me colocaron unas
grapas metálicas de titanio; el estómago me quedó por fuera. Cuando me vi la bolsa empecé
a gritar, a preguntar por qué me dejaron vivir. Duré hospitalizado tres días y me mandaron
para mi casa.
Yo en ese tiempo vivía solo. Tenía una pareja (mi esposa actual) pero no vivía con ella. Yo
he sido siempre un hombre trabajador y nunca he dependido de nadie, por eso no quería
que vinieran ahora a atenderme. Pasé trabajo, porque hasta para comer e ir al baño
necesitaba ayuda.
A los pocos días los ojos se me empezaron a poner morados, me dolía la cabeza, me dolía
todo el cuerpo. Fui al Hospital Militar y descubrieron que tenía una infección dentro del
cuerpo. Los metales nunca dejaron que se cerrara bien la herida. Con la presión de la faja
que me pusieron, empezaron a irse las grapas. La piel se empezó a estirar y a romper y las
grapas se salieron. Al principio maldije, peleé con los médicos, les decía que aquello había
sido negligencia. Después lo pensé mejor y entendí que ellos más bien me habían salvado la
vida.
Me sacaron una bolsa de coloctomía para poder evacuar. Fue entonces que decidí con mis
hermanos ir a operarme a una clínica.
Gracias a que yo ganaba un buen sueldo tenía algo de dinero ahorrado; lo gasté todo en 25
operaciones. Pasé por el Hospital de Clínicas Caracas, La Arboleda y otras clínicas
privadas. Cada operación, que era nada más para drenar y limpiarme y cambiar la prótesis,
eran 15 y 20 mil bolívares. En total gasté como 127 mil bolívares (127 millones de los
antiguos). Cuando se me acabó el dinero, un hermano llevó mi caso al Convenio Cuba-
Venezuela, y me llamaron.
En proceso
En La Habana están haciéndome nuevamente todos los estudios, pero esta vez a ciegas,
porque en el Hospital Militar de Caracas no aparece ninguna historia mía, no hay un
registro de lo que me hicieron cuando llegué el primer día; es como si nunca me hubieran
operado. Los doctores aquí no saben qué tengo adentro ni qué fue lo que me hicieron. Yo a
veces me pregunto si es que estoy muerto y no me he dado cuenta todavía.
En Cuba me han hecho puro mantenimiento y raspado. Me toman cultivos periódicos para
saber cómo están los intestinos. Estoy la etapa preoperatoria. Ya tengo un año y medio
aquí; en este momento (mayo 2012) estoy alojado en el hotel El Viejo y El Mar. Mi esposa,
que es cubana, me acompaña. Me meto mucho en el mar porque me dicen que el agua de
playa es muy buena para limpiar mis heridas. He pasado tanto tiempo aquí que creo que un
día de estos deberían darme la nacionalidad cubana.
En este tiempo me ha atendido una doctora muy buena, que no sólo me atiende
médicamente sino que me levanta el ánimo, me alienta sicológicamente. Cuando uno va a
hablar con ella (me pasa a mí y a otros pacientes que me han dicho lo mismo) pone una
seguridad tan grande en sus palabras que uno sale de ahí con ganas de cambiar su vida. Hay
varios del equipo médico destacado en el hotel que siempre le dicen a uno que sí se puede,
que uno puede, que no desmaye. Allá en Venezuela me quisieron meter miedo con el
cuento de que en Cuba no hay profesionales sino que tratan de curarlo a uno con brujería,
pero lo que he visto aquí es gente muy profesional y con un gran carisma.
¿Qué voy a hacer ahora? Conquistar el mundo. No tengo problemas que me impidan seguir
viviendo. Si así como estoy siempre se come en la casa, cuando esté completamente curado
se debe comer mejor. Antes de venirme a Cuba estuve viviendo de hacerles paseos en
lancha a los turistas, de venderles pescado. Yo tengo una lancha con capacidad para 12
personas; ahí hago pesca artesanal, paseo a los turistas, a la familia. Quisiera montar un
servicio turístico para venezolanos, para enseñarle a la gente el valor de la fauna, la pesca
que vale la pena. A veces el pescado más insignificante es más sabroso que el que se vende
más caro; la pesca artesanal puede enseñarle a la gente cosas que no sabe sobre ese tema.
Estoy pensando en eso, en montar una escuela de pesca y de buceo.
Ana Amarilis Labrador y María Margarita Bravo Labrador
Pacientes compañeras
Me llamo Ana Labrador; nací el 17 de diciembre de 1983. Mi hermana, María Margarita
Bravo Labrador, nació el 29 de abril de 1986. Siempre tuvimos buenas relaciones, pero lo
que nos unió más fue lo que le pasó a ella y el viaje que hicimos juntas a Cuba.
En julio de 2008 Margarita tenía un año de graduada como TSU en Enfermería y trabajaba
como contratada en el Hospital Central de Maracay. Una mañana que le tocaba hacer
guardia iba a ingresar un paciente en quirófano; era un muchacho de 19 años y 230 kilos de
peso. Mi hermana estaba al lado del joven, asistiéndolo, cuando de pronto la camilla se
partió y el paciente le cayó encima. El accidente le causó un traumatismo raquídeo medular,
un daño casi siempre irreversible.
Cuando sus compañeros le quitaron al paciente de encima ella se levantó por sus propios
medios, caminó unos pocos pasos y comenzó a sentir un calor anormal desde la espalda
hasta las piernas, y a los tres metros ya no pudo sostenerse más. La atendieron de
inmediato, no sentía las piernas y no podía sentarse ni moverse. Le hicieron los exámenes
de rigor y le informaron que no iba a poder caminar más; que posiblemente con terapia
podría recuperar algo de movilidad.
La tempestad
En cuestión de días le cambió la vida, empezando por su situación laboral: del hospital la
despidieron sin siquiera indemnizarla por los daños. Con el tiempo hubo una
reconsideración del asunto y le hicieron un contrato en condición de reposo. Margarita
comenzó a desplazarse en una silla de ruedas.
Comenzamos a buscar el mejor sitio para hacerse las terapias de rehabilitación, y decidimos
acudir al Hospital del Mar (hoy llamado Centro Hidrológico Bolivariano), en Ocumare de
la Costa. Allí estuvo tratándose durante tres meses. En eso estábamos cuando comenzaron
las lluvias fuertes y se produjo una vaguada que incomunicó esa zona con el resto del país.
Las inundaciones y la catástrofe nos sorprendieron en el segundo piso de una posada llena
de pacientes; desde allí vimos espantadas como el agua lo arrastraba todo en el pueblo, a
mucha gente montada en los techos de las casas. Mi hermana sufrió una descompensación;
salimos de ahí en un helicóptero de la Fuerza Armada, de los muchos que habilitaron para
evacuar a los pacientes. El helicóptero nos llevó a Maracay.
Aunque ese hospital de Ocumare fue recuperado poco después decidimos no volver allá,
por el susto que pasamos ahí. En octubre de 2009 Margarita regresó al Hospital Central de
Maracay, esta vez para operarse; nos habían asegurado que podía mejorar su movilidad,
pero su situación más bien empeoró: ahora no podía subir los brazos y cada vez podía hacer
menos cosas por sí misma. Perdió fuerza en el tronco, en el cuello. En agosto de 2010 nos
movimos para agilizar los trámites en el Convenio Cuba-Venezuela. Logramos que el
Coordinador en Aragua se sensibilizara con el caso; en septiembre de ese año nos llamaron,
y fijaron la fecha de viaje para el 5 de noviembre. Fue una hermosa noticia; decidimos que
yo sería la acompañante de mi hermana.
Caso único
En La Habana la atendieron inmediatamente, apenas llegó al Centro Internacional de Salud
La Pradera. Los médicos dijeron que el de ella era un caso único: todas las lesiones de
columna y médula que habían atendido habían sido por accidentes, disparos y
malformaciones congénitas, pero era la primera vez que sabían de un accidente laboral de
este tipo en un quirófano. La pusieron a hacer fisioterapia para rehabilitación; en poco
tiempo recuperó la fuerza en los brazos, andaba a toda carrera en la silla de ruedas, hacía
“caballito” con otros pacientes. Luego comenzaron a prepararla para que pudiera pararse
con órtesis, un aparato que, en efecto, la ayudó mucho. Para nuestra felicidad, en cuatro
meses ya se apoyaba con la órtesis y con bastones canadienses; no necesitó apoyarse en
andadera.
Al regresar de Cuba, en abril de 2011, la familia nos recibió con una gran alegría; todos
estamos agradecidos con el Convenio y los comandantes.
La paciente acompañante
Sucedió que en el mes de diciembre, mientras Margarita se recuperaba, yo comencé a
sentirme mal con el clima frío de esa época en la isla. Tenía un malestar permanente que
me parecía gripe o alergia, pero yo sabía que había algo más, porque sentía algo
desagradable dentro de la nariz. Tras unos análisis se determinó que padecía de rino-
sinusitis crónica. Era una dolencia que tenía desde hacía tiempo pero no lo supe sino hasta
ese momento. Me dijeron que debía operarme; no lo hicimos porque mi hermana se
encontraba en ese estado crítico y me necesitaba como acompañante. No podíamos estar las
dos operadas allá.
Al regreso fui a un otorrinolaringólogo en una clínica de Maracay, con las TAC
(Tomografías axiales computarizadas) que me habían hecho en Cuba. El médico las recibió
con desprecio: “Tiene que hacerse unos estudios serios aquí. O ir a que la operen los
cubanos. Aquí no aceptamos esos exámenes, no son confiables”. Nunca he entendido esa
discriminación de los médicos venezolanos hacia sus colegas cubanos. Los tratan como si
no fueran médicos también, sin ningún respeto. Decidí entonces mantenerme con el
tratamiento que me dieron en Cuba, y que sólo era para aliviar los síntomas.
En el mes de diciembre de 2011 volví a La Habana, pero no como paciente sino otra vez
como acompañante. Sucede que en el primer viaje inicié una relación sentimental con un
paciente. Este compañero debía volver y yo lo acompañé. Como él debía operarse la rodilla
tampoco pude operarme yo esa vez. Seguí entonces esperando mi oportunidad.
Como pez en el agua
En este momento Margarita es bastante independiente, va sola a cualquier sitio. Anda en
silla de ruedas pero también camina ayudada por los bastones y aparatos. Está estudiando
para alcanzar su profesionalización en Enfermería, en el núcleo de la Universidad Nacional
Experimental Rómulo Gallegos (UNERG) en Maracay.
También practica natación en el Instituto Regional de Deportes de Aragua (IRDA) y ya ha
ganado competencias. Ella tiene movilidad y sensibilidad en las piernas de la rodilla hacia
abajo. Nada buenísimo. Y prefiere que sea yo quien cuente su historia.
Paciente: José Gregorio Fuentes. Testimonio de su madre, Gladys Guerrero
Quince kilos y quince centímetros en un año
Soy ama de casa. Estoy entregada al cuidado de mi hijo desde su nacimiento, hace diez
años (nació el 27 de septiembre de 2002). Antes de él tuve otros tres hijos: Cristina,
Hennessy y Rodolfo.
José Gregorio tiene una parálisis cerebral infantil. A los 10 días de nacido le dio una
hemorragia intercraneal a consecuencia de una práctica médica negligente en el momento
del parto. Yo seguí llevándolo a sus tratamientos normales, llevándolo a su control con el
neonatólogo. En sus primeros seis meses mí me llamaba la atención que no hacía nada de lo
que hacen los niños a esa edad, ya a los seis meses buscan dar la vuelta, sentarse, gatear, y
él no hacía nada de eso. Siempre le comentaba eso al médico cuando lo llevaba al control y
siempre me decía que esperara dos meses meses más. Hasta que llegó a los 15 meses y
seguía sin hacer nada.
El médico por fin le mandó a hacer una tomografía; fue cuando le diagnosticó la parálisis
cerebral. Fue en el hospital Luis Ortega de Porlamar.
Cuando supe esto me fui a Caracas, no me conformé con ese diagnóstico. En el Pérez
Carreño lo puse en control y me lo confirmaron. Hasta el año 2004 lo tuve en terapia para
ver si mejoraba la movilidad. Entonces me enteré del convenio Cuba-Venezuela e introduje
los requisitos. Mientras tanto hice todo lo que me recomendaban; lo llevé al Ortopédico
Infantil, pero las terapias no conseguían mejorarlo.
Estuve con el Frente Francisco de Miranda haciendo las diligencias para el viaje, hasta que
el 17 noviembre de 2006 fue Chávez a Margarita. Yo estaba allá y como pude le hice llegar
una carta con el caso de mi hijo; la recibió Diosdado Cabello. En marzo de 2007 hicimos el
primer viaje a La Habana.
Aquí le hicieron todos sus exámenes, terapias, tratamientos y una primera operación.
Su cuerpo estaba muy rígido; aquí lo aflojaron bastante. Le han hecho terapias de logopedia
y terapia ocupacional. Le falta mucho para que camine, pero me dan esperanzas de que va a
poder caminar. Hemos venido ya cuatro veces.
En menos de un año, entre 2011 y 2012, aumentó 15 kilos y creció 15 centímetros. Ya hace
el intento de pararse, tiene más fuerza. No lo ha hecho todavía porque nació con otro
problema: los testículos no le bajaron a su sitio, y ahora le acaban de hacer una operación
para bajárselos. Por eso ahora está de reposo y no puede hacer fuerza. Pero es
impresionante lo que ha adelantado.
Tengo esperanzas de que un día que un día se podrá valer por sí mismo, y al paso que va
creo que sí podrá.
Richard José Pérez
Historia 299
El domingo 15 de abril de 1999 se estaba realizando la consulta o referéndum para aprobar
la nueva Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, y era el día final de la
Semana Santa. Ese día que cambiaba la vida del país me cambió a mí también como
persona. Tenía entonces 25 años de edad.
Yo trabajaba como Jefe de Almacén de una distribuidora de alimentos, estudiaba
Informática en el Instituto Universitario Fermín Toro y vivía en la Urbanización Araure, en
Fundabarrios. En la tarde salí a buscar una yuca para sancochar, había gente en la casa y
queríamos preparar algo. Pasé frente a la casa de un hombre que tenía conmigo una
molestia personal por una historia falsa, inventada: alguien le dijo que yo estaba saliendo
con su mujer y él decidió creer ese cuento.
Cuando regresé con la yuca el hombre me estaba esperando frente a su casa; salió a la calle
con una escopeta en las manos, se me acercó, me apuntó y se me puso enfrente.
Empezamos a discutir, me reclamaba ese asunto en el que yo no tenía nada que ver. Me
decía que se la debía, yo le respondía que no le debía nada, que no creyera en esas historias.
Hasta que me disparó; el impacto me dio de lleno en la cara. Los vecinos salieron, me
auxiliaron, consiguieron un carro y me llevaron al hospital de Acarigua.
Al momento no perdí el conocimiento, sabía lo que estaba pasando. En el hospital de
Acarigua no hicieron mayor cosa, entonces me trasladaron a Barquisimeto; en el camino a
Barquisimeto perdí el conocimiento. Cuando desperté me preguntaron si sabía lo que estaba
pasando y respondí: “Sí, ayer me dieron un tiro”.
Mi hermano me dijo que no había sido el día anterior: el tiro me lo habían dado hacía casi
tres semanas. Había estado en coma por 20 días.
La prueba de lucidez
El escopetazo me ocasionó deformidad maxilofacial completa del lado izquierdo. Perdí o se
vieron afectados cuatro sentidos: perdí un ojo, parte de la nariz (no tengo olfato), perdí el
gusto (luego lo recuperé), perdí el oído izquierdo; no volveré a oír de ese lado porque todos
los huesos fueron demolidos por el impacto. Me quedaron bastantes perdigones dentro
durante un tiempo. Algunos me los sacaron o fueron saliendo, y hay otros que ya no se
pueden sacar. Llegué a tener perdigones a 5 milímetros de la masa encefálica; ahí están
todavía, no me molestan ni me han afectado. El doctor que me operó en el hospital Central
de Barquisimeto le dijo a mi familia que si sobrevivía podía quedar afectado mentalmente.
Cuando desperté me hicieron varias preguntas para evaluar cómo andaba la mente. Me
preguntaron si reconocía a las personas que estaban a mi alrededor y le dije todos los
nombres, uno a uno. Dijo el médico: “Si ustedes le pidieron a algún santo o le hicieron una
promesa, pues vayan a pagarla, porque este muchacho sobrevivió y además no quedó loco”.
Esa primera operación fue nada más para salvarme la vida. Pero la herida quedó abierta y la
piel hundida por la falta de los huesos de ese lado de la cara. No me la podían cerrar,
porque estuve todo el tiempo botando perdigones y tenía muchos pedazos de hueso
dispersos e incrustados. Me tenía que hacer curas diarias, por unos dos meses. Estuve tres
meses en ese hospital.
Regresé en julio a Acarigua. Mi esposa se fue de la casa y me quedé con mi hija de un año.
La historia 299
Puesto en esa nueva situación decidí buscar soluciones a mi problema; tenía una hija que
mantener y un rostro que reconstruir. Con mis compañeros del Fermín Toro decidimos
hacer verbenas y buscar recursos de otras formas, pero las operaciones eran demasiado
caras. Sólo el aparato que necesitaba para abrirme la boca (ya que padecía de anquilosis
mandibular: la mandíbula inutilizada y sin poder moverse, tenía apenas un centímetro de
apertura) costaba a principios del año 2000 7 millones de bolívares; el costo de la operación
era aparte. Esa operación consistía en poner unos expansores en la boca para poco a poco ir
graduando la apertura, hasta 45 milímetros.
Cuando tenía cierta cantidad de dinero fui a la Gobernación del estado Portuguesa con mi
primo, que trabajaba allí, para solicitar los recursos que me faltaban. La gobernadora
Antonia Muñoz en persona al verme en aquellas condiciones se interesó en mi caso y
recordó que hacía muy poco tiempo los comandantes Chávez y Fidel habían formado un
acuerdo en Barinas (noviembre 2000) para operar pacientes venezolanos en Cuba. Ella
misma se comunicó para averiguar los requisitos; esto fue el 5 de diciembre. La respuesta
que recibió emocionó a la gobernadora y a mi primo, pero a mí me desanimó mucho,
porque yo había ido a buscar dinero y salí con las manos vacías, y con una promesa. Mi
desánimo era porque uno venía de sufrir mucho con la vieja política y era así: te decían que
esperaras, que te iban a ayudar, y después se olvidaban y no te ayudaban. Me fui a mi casa
con la mente puesta en los próximos pasos para seguir buscando el dinero.
Como a la semana mi primo me va a buscar a la casa a las 5 de la mañana para ir a sacarme
el pasaporte, porque ya casi estaba todo listo para mi traslado; ahí empecé a tener un poco
más de fe en que las cosas de verdad estaban cambiando. El 18 de diciembre del año 2000
partí para Cuba.
Viajé en el tercer vuelo de pacientes venezolanos a La Habana. Mi Historia Médica es la
número 299; actualmente hay más de 50 mil historias. Soy uno de los pacientes más
antiguos del Convenio.
Las leyendas
Mucha gente me preguntaba en Acarigua qué iba a hacer yo para Cuba, que si estaba loco;
me metían miedo con unas cuantas leyendas. Me decían que aquí lo ponían a uno a trabajar
en las plantaciones de caña, que a las seis de la tarde había toque de queda, que nadie podía
salir después de esa hora a la calle y el que era sorprendido se lo llevaban preso. La gente se
acercaba, seguramente de buena fe, y me soltaba aquel poco de miedos que le metían a uno
cuando estaban empezando las relaciones entre Cuba y Venezuela. Yo les respondía:
“Bueno, qué más voy a hacer, allá es que me van a operar. Y si las cosas son así, pues yo
no tengo nada que hacer en la calle, yo voy es a operarme”. Viajé solo; en los inicios del
Convenio no se exigía que el paciente viajara con un acompañante. La gobernadora al
enterarse dijo: “¿Solo? Ese muchacho va acompañado por un montón de vírgenes y santos”.
Me llevaron a La Pradera. En enero me hicieron los primeros exámenes y en febrero la
primera operación, en el hospital Hermanos Ameijeiras: me abrieron la boca con el aparato,
que Venezuela tuvo que comprar en Alemania. Me pusieron unos clavos en la mandíbula y
con los expansores fueron abriendo la boca un poco cada día. Era muy doloroso, porque yo
estuve más de un año con la boca cerrada y cada vez que me abrían un poco para graduar la
apertura bucal era un dolor insoportable; recuerdo que uno de esos días le pedí al doctor
que me dejara morir. Durante ese tiempo, 22 días con ese aparato puesto, me mojaban la
boca con un algodón y la comida me la dejaban caer poco a poco en la boca. Luego me
quitaron el aparato y me dieron de alta.
Me mandaron a La Pradera en marzo. El 11 de ese mes estuvieron los comandantes Chávez
y Fidel visitando La Pradera y tuve oportunidad de saludarlos.
Luego los médicos se aplicaron a la conformación de la parte máxilo facial: poner el
pómulo superior y una parte del pómulo inferior que faltaba, la base ocular que tampoco
existía. Me hicieron un injerto de la calota, el hueso que cubre el cerebro; como ese hueso
tiene una forma parecida a la del pómulo me injertaron parte de ese hueso.
A los ocho meses, ya en Venezuela, un día boté un tornillo por la nariz, se me fue
hinchando la cara, se me abrió la operación y se me infectó; esto fue en el año 2002. Me
mandaron otra vez a Cuba y me sacaron todo lo que me habían puesto; se perdió toda la
operación que me habían hecho en el Ameijeiras. Me dejaron la operación abierta para
drenar todo; me sacaron el resto de hueso que quedaba. La recuperación tardó 6 meses; la
cara me quedó más hundida de lo que la tenía. En estas condiciones estuve entre 2003 y
2004. Me mandaron a Venezuela a esperar que se me fortalecieran los tejidos para proceder
otra vez a reconstruir.
En 2005 regresé y me empezaron a operar en el hospital Camilo Cienfuegos. Esta vez
optaron por hacer injertos de hidroxiapatita, que es un material que sustituye el tejido óseo.
Es un líquido inyectable; con él hacen una pasta o arcilla, la moldean hasta que alcance la
forma deseada, la colocan en su sitio y con el tiempo se convierte en un material similar al
hueso.
El doctor Guerrero me dijo que esta vez iban a hacer la operación por partes. Primero me
hicieron la cavidad orbital; después el pómulo; luego la parte detrás de la oreja, y así, cada
tres o seis meses me fueron operando una parte a la vez.
Luego me han hecho injertos de la piel del brazo y la espalda para rellenar la boca por
dentro y darle forma a las mejillas y al arco mandibular; una prótesis bucal que utilizo me
levanta la parte de la dentadura, que también la perdí, le da altura al pómulo y así la cara
me queda un poco más rellena.
La prótesis ocular que me colocaron me dejó muy satisfecho. Falta el ala nasal izquierda,
que me la reconstruirán con un tejido de la oreja que tiene la misma forma de esa parte de
la nariz.
Me han operado 13 veces, creo que me faltan tres operaciones más.
Algo sobre el futuro
Me mantengo políticamente activo en mi comunidad. Con un crédito pudimos comprar un
terreno en Portuguesa y allí he desarrollado mi labor como productor cafetalero. Con
interrupciones, porque mis viajes a Cuba no me han permitido estar más tiempo en el
terreno. Tengo 15 mil matas de café sembradas en tres hectáreas.
También hago trabajo social. Siempre estoy haciendo proyectos para las comunidades,
porque allá estamos practicando eso que llamamos socialismo. Yo les brindo a ellos el
conocimiento que tengo en la elaboración de proyectos para solicitar créditos y ayudas, y
ellos me retribuyen cuidándome y abonándome las matas, limpiándome el terreno.
Del hombre que me dio el tiro no supe nada más nunca. No vale la pena seguir pensando en
ese problema. Tengo una hija de 14 años, tengo mi pareja, una casa, unas tierras, ya me he
adaptado a vivir con mi aspecto y cada vez más me veo mejor. Es decir, la vida continúa.
José Luis Flores Villegas
“El pronóstico era que yo regresaba de Cuba en un cajón”
Yo siempre he estado identificado con las luchas del pueblo venezolano. Nací el 9 de mayo
de 1952; en los años 60, durante mi adolescencia, fui militante de la Juventud Comunista.
Tengo testimonios directos de cómo a los militantes y guerrilleros los torturaban y los
asesinaban, historias de camaradas a quienes amarraron de los testículos y los lanzaron
desde un helicóptero. Fui testigo de unas cuantas atrocidades perpetradas por los cuerpos
represivos. A los 17 años tuve que abandonar mi país por problemas políticos, huyéndole a
un gobierno criminal. Estuve viviendo en Hungría durante 4 años. Allá me hice Ingeniero
de Mantenimiento, pero como era un país comunista nunca me reconocieron en Venezuela
el título.
Ahora acompaño esta parte del proceso que es el Gobierno Bolivariano, tal vez con algunas
diferencias y divergencias con personas que están en el alto gobierno, pero considero que la
Revolución es un tren: si tú aguantas en ese tren llegas hasta el final. Sobre este tren se van
solucionando los problemas y contradicciones. Hay otros que se bajan del tren y quedan al
margen. Considero que en Venezuela existe una democracia por primera vez en su historia.
Mucha gente no ve eso y entonces abusa y comete injusticias y tonterías.
El “triboleao”
En 1990 comienzo a padecer de un pequeño tumor en la parte inguinal. A veces yo me
ponía el pantalón y se me notaba el bulto en la entrepierna. A quien me preguntaba o me
señalaba yo le decía que era un triboleao: era como un testículo más que me había nacido.
Al principio creíamos que era un quiste de esos que en Venezuela llamamos “seca”, una
simple pelota de grasa. Una vez me pararon sobre unas cenizas y me la picaron; me dijeron:
“Ya no te va a hacer nada porque está ‘picada’”. Son formas que tiene la sabiduría popular
de atacar ese tipo de casos.
En el año 92 una amiga mía, una médico oncóloga llamada Omaira Quintero, se fijó en esa
protuberancia. Su esposo, Guillermo Piñeiro, que es traumatólogo, la emplazó para que me
preguntara qué era eso que tenía allí y si me lo había revisado. Entre ambos me
convencieron para que fuera a revisarme. Ellos mismos me hicieron la revisión y ella me
preguntó su estaba dispuesto a operarme, porque eso pudiera ser un ganglio recrecido;
“Ojalá no sea cancerígeno”, comentó. Mi mujer opinó que si eso podía operarse, que lo
hiciéramos.
Al día siguiente me hice todos los exámenes y días después me operaron; me sacaron un
tumor de la forma y el tamaño de un huevo de pavo. Yo era trabajador del Instituto
Nacional de Cooperación Educativa (INCE), así que el seguro me los pagó.
Un viejo amigo mío, otro médico, de nombre Eleazar Gutiérrez, fue poco después a mi casa
y me invitó a tomarme unos tragos. Le dije: “Pero estoy recién operado”, y él me respondió
que si no estaba tomando antibióticos no había problema. Así que empezamos a tomarnos
una botella de whisky en mi casa.
A mitad de la conversa el amigo empieza a hablarme del cáncer; en ese momento mi esposa
se metió al cuarto y no volvió a salir. Me habló de las muchas formas que había de
combatir ese mal, de las posibilidades de vida, de los avances médicos en la materia que
había en ese momento. Es decir: me fue endulzando. Hasta que me dijo que el tumor que
me habían sacado era cancerígeno; él y mi esposa se habían enterado del resultado de la
biopsia y decidieron darme la noticia de manera que no me ocasionara un impacto muy
fuerte. Y funcionó: cuando me dio esa información ya yo estaba preparado, ya había
asimilado lo que me había dicho antes de la lucha contra el cáncer, así que lo acepté con
relativa tranquilidad.
Botado por canceroso
Mi esposa me dijo que íbamos a hacer lo posible para salvarme. Lo primero que hizo el
INCE fue negarme los recursos para hacerme la quimioterapia. Y luego me despidieron,
porque tenía cáncer. Me quedé de pronto sin trabajo y sin seguro. La familia se reunió y
decidió pagarme el tratamiento.
Nos dirigimos al Hospital de Clínicas Caracas. Un médico me dice que si decido ponerme
en sus manos me puede curar el cáncer. Me hacen una cantidad de exámenes, y detecta que
además soy diabético. Me informó el médico que primero había que tratarme la diabetes, y
luego otra cantidad de dolencias que empezaron a aparecer, que no había sentido ni
padecido nunca. Me dice que de todos esos males el que me podía matar era el estrés; que
me tranquilizara, que él podía hacerme un tratamiento. Sería un tratamiento de unos diez
años, y muy costoso.
La familia y los amigos me recomendaron que me hiciera la quimioterapia, que era lo
mejor. Así que empiezo a hacerme la quimio; el costo del tratamiento en una clínica en el
año 1993 era de unos 380 millones de bolívares, con la aplicación y todo. Al principio mis
familiares pagaron el tratamiento, luego mi mujer logró obtener los medicamentos por el
seguro. Pero la entrega de esos medicamentos era muy inconstante. Si uno no se hace una
aplicación en el lapso indicado pierde todas las aplicaciones anteriores, como si nunca se
las hubiera puesto.
En el año 94, ya con 7 quimios puestas, nos retrasamos en la aplicación de la octava,
porque el medicamento era difícil de conseguir, y muy caro. Cuando por fin acudí a
ponérmela el médico me dijo: “Lamentablemente ya no puedo garantizarte nada. No sé
cuánto tiempo más podrás sobrevivir, pero yo calculo que pueden ser unos 17 meses”.
Reaccioné con desesperación; mi hijo estaba muy pequeño y yo, en medio de mi depresión,
decidí que tenía que luchar, tenía que ver crecer a mi chamo.
La familia
Mi amigo Eleazar, en Los Teques, comenzó a ayudarme sicológicamente, a aplicarme
acupuntura. Me entregué a esas terapias, a tratar de internalizar la idea de que no estaba
enfermo. Y así sobreviví unos cuantos años.
Hasta ese momento yo no había visto llegar tanta familia a mi casa. Después que vivíamos
solos, más o menos aislados, mi casa pasó a ser el centro de reunión de toda mi familia.
Hacían comidas, querían colaborar, se entregaron a mí. Tuve un apoyo familiar importante.
A falta de trabajo formal comencé a trabajar mecánica en el edificio donde vivía.
Atendíamos un carro por día en el estacionamiento. Tuve que acostumbrarme a no cobrar
mi quince y último, pero todos los días producía dinero. Fue necesario adaptarme a un
nuevo ritmo, y todos los esfuerzos los hice sobre todo por mi hijo, José Domingo. Él había
nacido en el año 86. Para el 93, cuando comencé a enfrentar el cáncer, tenía 7 años.
En el año 2002 reapareció la inflamación en el ganglio. Fui a preguntar cuánto costaba la
operación para hacerme la operación nuevamente, y me decían que entre 15 y 18 millones.
La familia estaba muy golpeada económicamente, apenas estábamos saliendo de las deudas
de la operación anterior; habíamos vendido unos carros, hipotecamos el apartamento, todo
para pagar la quimioterapia de hacía ocho años. Un médico amigo me dijo que me operaba
con gusto, pero que el costo de la operación no podía bajar de 15 millones.
Cubanos en acción
Un día me encontré en la calle con un médico cubano, de Holguín, y me preguntó por una
dirección. El hombre me preguntó después qué me pasaba; algo percibió que lo llevó a
hacerme esa pregunta. Yo le conté el problema que tenía. El hombre me preguntó qué tenía
en las manos, que estaban cuarteadas. Le respondí que era de tanto trabajar mecánica, por el
contacto con gasolina y otras sustancias; que a veces usaba unas cremas que me aliviaban
un rato, pero nunca se me cerraban las heridas. Se ofreció para hacerme un chequeo y me
remitió a donde una compañera suya.
La doctora me dijo que antes de hacer nada me realizara un examen; en los resultados se
confirma que soy diabético, y no estaba recibiendo tratamiento. Me dio una pastilla para
que la tomara diariamente; a la semana ya tenía las manos curadas, sin ponerme ninguna
crema; el problema era la diabetes impidiendo que mi piel cicatrizara.
Luego el médico se ofreció para contactar a un médico cubano en Carabobo para que me
examinara. Así lo hicimos, dos días después. Me fui desde Los Teques, manejando, hasta el
hospital Simón Bolívar en Guacara (Carabobo), el primer hospital que montó la Misión en
Venezuela.
Este otro doctor me mandó a pasar al consultorio y me pidió que me desvistiera. Al poco
rato apareció una enfermera con un frasco y una hojilla en la mano, y comenzó a afeitarme.
No me dio tiempo de preguntar mucho; me pasaron al quirófano y me operaron. La
operación duró una hora. Estuvieron filmando toda la operación.
El médico me entregó el ganglio que me habían extraído en una botella sellada con formol,
y me dio que mandara a hacer la biopsia. Me fui de regreso a Los Teques, manejando como
había ido a Guacara.
Al llegar a mi casa me encuentro con otra sorpresa: me estaban esperando dos doctoras
cubanas, Esther y Loraine. Esas mujeres me cuidaron durante ocho días en mi casa. A los
ocho días me quitaron los puntos, me hicieron mi cura. Y me anunciaron que había que
hacerme quimio otra vez. Era mucho más cara que años atrás; sobrepasaba los 400
millones.
Yo trabajaba para ese entonces por mi cuenta, como mecánico y pertenecía al comité de
Salud de San Pedro de Los Altos. Los médicos querían colaborar conmigo, pero no se
conseguía el medicamento para la quimio.
Fui a ver a Asia Villegas, quien era secretaria de salud, y le informé que ya tenía tres meses
esperando la quimio. Todo era más complicado porque eran los tiempos del sabotaje
empresarial contra el Gobierno. Asia llamó alarmada al Convenio Cuba-Venezuela, les
explicó que era un caso grave porque no debí haber pasado tanto tiempo sin hacerme el
tratamiento. Esto fue un día jueves; al terminar la conversación me dijo que regresara
tranquilo a mi casa. Apenas llegué allá me llamaron para que fuera a sacarme el pasaporte
en la misión cubana en la alcaldía de Guaicaipuro, Los Teques.
El viernes fui a hacer la gestión, el lunes fui a Miraflores y me dijeron que viajaría el
martes. Necesitaba un acompañante; la acompañante ideal era mi esposa, pero ella estaba
recién operada del manguito rotador y no podía mover el hombro, tenía inmovilizado el
brazo derecho. Pero de todas formas ella fue mi acompañante, y llegó además como
paciente para rehabilitarse el brazo.
El hijo
Mientras tanto, mi hijo José Domingo estaba cumpliendo 17 años y en el trance de terminar
sus estudios en el liceo y dispuesto a entrar a la universidad. Él quería estudiar arquitectura,
pero en la universidad le niegan la entrada en esa especialidad. Empieza a dar bandazos, era
un caso típico, el recién graduado de bachiller que no consigue qué hacer. Nos enteramos
de que había un curso de Servicio Social que podía estudiarse en Cuba. Él conducía un
programa de análisis político y movimiento estudiantil en la Radio Paraipa, una emisora
comunitaria de Los Teques. También participaba en la elaboración de un periódico
comunitario.
Hablamos con la agregada cultural de la embajada de Cuba, y lo convocaron para una
entrevista. Él llevó los periódicos que había hecho y la grabación de algunos de los
programas transmitidos. Al final de la entrevista la agregada le dijo: “Yo creo que tú no vas
a hacer nada estudiando Servicio Social. Cuba te ofrece una beca para que estudies
Arquitectura en una universidad de La Habana”. Le dijo que se tomara una semana para
que consultara y madurara esta decisión. Pero él ya estaba decidido.
Un mes después ya José Domingo tenía hecho todo para viajar a Cuba, y lo hizo, becado
por el gobierno cubano. Empezó a hacer el preuniversitario en la CUJAE. Le fue muy bien
en ese curso; cuando regresó a Venezuela yo estaba en ese segundo enfrentamiento con el
cáncer.
La batalla ganada y las que siguen
Llegué a La Habana con mi esposa por primera vez el 24 julio de 2003. En el hotel
Copacabana me hicieron especie de terapia antiestrés; luego me pasaron al Centro
Internacional de Salud La Pradera. Allí me realizaron 6 sesiones de quimioterapia y 33 de
radioterapia.
En los intervalos en que estaba sin hacer nada pedía permiso a la Coordinación del
Convenio para conocer el país, y así lo hice. Al finalizar la quimio y la radio me mandaron
a Venezuela, en 2004. Cuando llegué mi familia en pleno se reunió para recibirme, muchos
lloraron. No era para menos: los médicos en Venezuela habían pronosticado que yo iba a
regresar de Cuba en un cajón. Mi esposa también fue curaba del hombro y movía el brazo
perfectamente; para ella el pronóstico era que no iba a poder levantar completamente el
brazo, y la verdad es que lo levanta más de lo que yo quisiera.
Desde entonces vengo una vez al año a La Habana, para el control del cáncer y otras
dolencias. Ahora mismo me acaban de evaluar; me acaban de decir que no tengo ya rastros
del cáncer. Mi agradecimiento especial es con los oncólogos que me han tratado: Rubén,
Haydée, Camilo.
Luego me han tratado la diabetes; estaba tomando un medicamento que me bajaba
demasiado el azúcar y tuve que suspenderlo aquí. Me han tratado problemas que tengo en
los riñones, una hernia discal (tengo siete hernias en la columna). El médico me dijo que en
lugar de operármelas me hiciera rehabilitación, que esto daba buen resultado.
Tengo una dieta especial. En el hotel El Viejo y El Mar es fácil seguir este régimen
alimenticio, ya que la comida es de buena calidad y el trato personal es todavía mejor.
Pedro Delgado Romero
“O” Negativo; mente positiva
Vivo en Ruperto Lugo, en Catia. Era octubre del año 2001 y yo trabajaba en una tienda de
La Yaguara, en horario nocturno. Una noche me llamaron porque la mujer que era mi
esposa en ese entonces, que es diabética, tuvo una crisis y debieron hospitalizarla. A las 10
de la noche me fui para el hospital Vargas; ya mi mamá había llegado al hospital. Estuve
hasta las 2 de la madrugada acompañándola. A esa hora me dijeron que me fuera a
descansar, que mi mamá se ocuparía esa noche y yo lo haría después, el fin de semana, que
ella la cuidaba y yo me ocupara todo el fin de semana. Después de mucho caminar conseguí
un taxi que me llevara hasta mi casa, a las 3:30 de la madrugada; tuve suerte, porque es
muy difícil que a esa hora los taxistas lleven gente para la zona donde vivo. Era el 28 de
octubre.
Llegué al edificio, me bajé del taxi y esperé un momento a que se fuera el taxista. De
pronto salió un tipo de atrás de un carro con una pistola y me encañonó. Empezó a
preguntarme por una persona que vivía en el barrio. Le expliqué que no sabría decirle
dónde estaba ese hombre que él estaba buscando, que yo venía del hospital porque mi
mujer estaba hospitalizada. El hombre me dijo: “Bueno, vete antes que me arrepienta”. Yo
caminé rápido hacia la entrada del edificio, y cuando voy a entrar oigo que el otro me dice
allá atrás: “Mira, ¿sabes qué?, me arrepentí”. Y escucho tres disparos. Uno me dio en la
nalga, otro más arriba en la espalda, y uno en la pierna. Una de esas balas me rozó un
testículo. El pistolero se montó en un carro que lo esperaba y se fue.
La doctora sabia
Un muchacho que vivía por ahí en la calle me auxilió y llamó a la gente del edificio. Los
vecinos bajaron y al verme herido me llevaron al Hospital Periférico de Catia.
Apenas me vio, una doctora, sin tocarme ni mirarme de cerca siquiera, me dijo: “Hay que
amputarte la pierna”. Entonces me puse nervioso y violento. Le dije que no me tocara, que
no iba a permitir que ella me atendiera. Menos mal que había llegado consciente al hospital,
porque si no hubieran hecho cualquier cosa conmigo. Un camillero quiso agarrarme para
que me dejara atender y tuve que conectarlo. La situación se estaba poniendo muy tensa;
allá afuera estaban esperando unas 15 personas del edificio, vecinos solidarios que fueron a
acompañarme en varios carros.
Me dejaron solo un rato, hasta que otro de los médicos de guardia se acercó con otra
actitud, me preguntó si estaba dispuesto a conversar y a oír su explicación, y le dije que sí.
Me explicó entonces que tenía una lesión vascular, y que en ese hospital no tenían el equipo
para atender ese tipo de casos. Me dijo que si yo le permitía me iba a estabilizar, que estaba
perdiendo mucha sangre y podía morir. Sospechaba que era una lesión en la femoral. En
efecto, el tiro de la pierna fue el que más me afectó, porque perforó el fémur y el hueso
astillado lesionó la femoral y el nervio ciático. Ya tenía la pierna morada e hinchada; acepté
que el médico me atendiera pero exigí que la otra doctora no se me acercara. Esa tipa dio
un diagnóstico y me quería amputar la pierna viéndome como a cinco metros, ni medio
minuto antes de llegar; ni que fuera José Gregorio Hernández.
O Negativo
Me remitieron entonces al hospital Pérez Carreño; allí llegué a las 7 de la mañana. Me
operaron 12 horas después, a las 7 de la noche. Me hicieron una reconstrucción de la
arteria, me pusieron una prótesis vascular. La operación duró unas 4 horas y media. Me
subieron a Trauma 3, en el piso 7, y allí estuve seis meses hospitalizado.
Pasaron varias cosas para que estuviera tanto tiempo ahí. Una fue un paro de médicos y no
operaban a nadie durante el paro (sólo atendían emergencias graves). Yo estaba en la lista
de espera para que me pusieran un tutor externo para reconstruirme el fémur. Otra es que
yo soy sangre O Negativo y es difícil encontrar donantes de ese tipo de sangre. Nos
explicaron que de cada 100 personas diez tienen sangre O Negativo, y de esas diez hay
cinco que han sufrido enfermedades contagiosas y no están en condiciones de donar.
Un día que por fin parecía que me iban a operar, un médico amigo de mi papá consiguió
dos bolsas de sangre de mi tipo en un hospital de Los Teques, y fue hasta allá a buscarla.
Mi papá regresó; ya yo estaba en quirófano. Cuando ya iba a comenzar la operación ingresó
un tipo que también era O Negativo con un tiro en la cabeza, y como se trataba de una
emergencia tuvieron que ponerle las dos bolsas de sangre a él; el hombre murió en la
operación. Así que me echaron para atrás otra vez. Volver a conseguir la sangre tardó diez
días más.
Salí de ese hospital el 7 de marzo de 2002.
Las normas y la costumbre
En el año 2006 me enteré por una amistad de que existía el convenio con los cubanos.
Introduje los papeles en Miraflores y en 2007 vine por primera vez a La Habana.
La primera vez me hicieron una artrodesis, una operación en el tobillo para liberármelo
porque lo tenía rígido. En otros viajes (vine otra vez en 2008, 2009 y 2011) también me
curaron el testículo que recibió el golpe y se me estaba formando allí un quiste; me han
hecho rehabilitación. La lesión del nervio ciático es irreversible; podré caminar pero con
bastón, nunca quedaré como antes.
Antes de venir la gente me decía que esto no servía, que en Cuba nada funcionaba y que era
una mala decisión venirme a tratar aquí. Pero me arriesgué a verificar para ver yo con mis
ojos si era verdad o mentira lo que decían.
De la atención en Cuba no puedo decir otra cosa sino que estoy muy agradecido. A veces a
uno le cuesta adaptarse cuando pasa mucho tiempo aquí, porque uno está acostumbrado a
otra forma de vida, a uno le cuesta adaptarse a las normas estrictas. Uno además tiene los
amigos en Caracas y a veces hace falta estar allá. Pero la atención es de calidad. Tendré que
venir varias veces más, y lo haré confiado porque sé que estaré en buenas manos.
Paciente: César Belandria. Testimonio de su madre, Carmen Pérez
Vivir de pie
Mi hijo César Belandria y yo vivimos en San Félix, estado Bolívar. Soy promotora de salud
y su padre es electricista. Él nació con un mielimeningocele. La dolencia consiste en que
las vértebras de la columna no cierran como deberían y el líquido cefalorraquídeo se queda
estancado allí, formando un abultamiento en la columna. César no tenía movilidad de la
cintura para abajo. La dolencia se la detectaron al nacer, cuando me hicieron la cesárea.
Al mes y medio de nacido lo operaron para tratar de corregirle el problema. El médico me
dijo que la lesión era muy severa, que el niño difícilmente podría llegar a sentarse, mucho
menos a caminar.
En efecto, los primeros años de su vida César tenía que ir gateando a la escuela. Sus
compañeros lo miraban con curiosidad, y cuando estaba muy pequeño le preguntaban por
qué gateaba. Por fortuna César siempre fue muy maduro y tenía paciencia para explicarles
lo que le pasaba. Una vez en preescolar él le dijo a la maestra que les explicara a sus
compañeros por qué él tenía que usar pañales; la maestra le dijo: “Explícaselo tú mismo”;
él y él se lo explicó a todo el salón. Ahora acaba de culminar el séptimo grado, acaba de
pasar a octavo (año 2012).
La odisea
Yo hice todo lo que me recomendaron: que fuera al Ortopédico Infantil, a hacer
rehabilitación. Cuando cumplió seis años me enteré de que se había firmado el Convenio
Cuba-Venezuela, y comencé a ir a Miraflores. Todos los meses iba con mi cuento, “Yo soy
del estado Bolívar y tengo un hijo en estas condiciones”. Hasta que me llamaron y el 8 de
diciembre de 2004 hicimos el primer viaje a La Habana.
Lo atendió el doctor Amado, de Neurología. Desde el primer día me dijo: “Los niños que
sufren la patología que tiene tu hijo, de cada 100 hay uno que logra caminar. Si estás
dispuesta a quedarte acá el tiempo que sea, intentemos que sea él ese ‘uno’ que lo logre”.
Me dijeron que había que liberarle la médula porque la tenía pisada, por eso no sentía nada
de la cintura para abajo. Me dio plena confianza, todas las semanas me decía que todo iba a
salir bien.
El 10 de noviembre de ese año le realizaron la operación; seis horas estuvo César en el
quirófano. Al salir el médico me dijo que todo había salido bien, y me confesó algo que no
me había revelado antes: que era una operación de altísimo riesgo, muy delicada porque
cualquier error o falo de cálculo le podía lesionar la médula de manera irreversible.
Una semana después le colocaron una válvula, porque al operarle el mielo el líquido
cefalorraquídeo no tenía para dónde salir y podía devolvérsele a la cabeza; por eso es que a
los niños les da hidrocefalia, porque no drenan ese líquido y se les aprisiona en el cráneo.
El líquido normalmente circula entre el cerebro y la médula espinal y se va para el torrente
sanguíneo. Le colocaron entonces una válvula que va del cerebro a la vejiga. La manguera
por donde drena se le ve en el cuello, debajo de la piel. Cuando los niños le preguntan qué
es eso él les dice que es una vena.
La sorpresa
Luego de la operación estuvo seis meses acostado bocabajo. Fue una época terrible; él se
cansaba en esa posición, así tenía que comer y hacerlo todo. Esos seis meses los pasamos
en Cuba.
A los dos meses de la operación César comenzó a decir que sentía algo en los pies. El
doctor no le creía. Le dijo: “Óyeme, ¿tú no me estarás fregando?”. César insistía muerto de
la risa en que sentía algo en los pies. El médico le hizo entonces una prueba. Le cubrió los
ojos y comenzó a apretarle, a puyarle los dedos de los pies; le preguntaba cada vez “Qué
sientes”, y César respondía “Me está tocando el meñique, el dedo gordo”. Y el doctor
quedó sorprendido.
Después de la evaluación le dijeron que su movilidad iba a mejorar en 90 por ciento.
Imagínese la alegría para nosotros: de pasar la vida pensando que la recuperación iba ser de
cero por ciento pasamos a 90.
A los seis meses lo mandaron a Venezuela para que pasara en la casa el proceso de
rehabilitación. No lo enviaron antes porque el muchacho es muy inquieto y preferían
tenerlo aquí para vigilarle el reposo. Me dijeron que al regresar íbamos a tratar de que se
levantara con aparatos largos (muletas). El doctor me dio su correo y me dijo que le
escribiera para que le contara cómo iba la recuperación. Le escribí nada más la primera
semana porque yo casi nunca usaba el correo, no tenía internet en mi casa. Igual yo pensé
que una gente tan ocupada como esos doctores qué iban a estar pendientes de uno. Como al
mes y medio voy a revisar el correo y me encuentro con que el médico me había escrito
cinco veces; me dio mucha pena con él. Estaba de verdad interesado por el progreso de
César. Le conté que se estaba parando y él se alarmó.
A los nueve meses (diciembre 2005) ya César se paraba, aguantándose. Cuando llegamos a
ver al médico César se paró de la silla de ruedas y el doctor lo abrazó y lo levantó, y nos
dijo: “Estos son los casos que hacen que haya valido la pena estudiar Medicina”. Eso me
partió el alma, fue muy emocionante.
Empezó entonces el chequeo, la rehabilitación. Me dijo que había que operarle los pies,
porque aunque las piernas estaban fuertes todavía los pies no estaban listos para aguantar su
peso. Él caminaba pero todavía con problemas. Ahorita (mayo 2012) tiene puestos aparatos
en los tobillos, que lo ayudan a mantener rígidos los tobillos.
Había otros problemas que había que tratarle. Como no tenía ningún control de la cintura
hacia abajo había que lograr que controlara sus esfínteres; lo logró muy rápido para
controlar la defecación, pero como la vejiga es un músculo y él no lo había ejercitado nunca
tenía vejiga neurogénica; parecía una uva pasa y el músculo estaba flácido.
Regresamos para la rehabilitación y tratamiento de la vejiga en 2006; en 2007 ya recuperó
el tamaño y las funciones normales, y ahora está en tratamiento para que pueda controlarla.
En septiembre de 2010 le operaron los pies. Le pusieron unos tornillos para fijarle los
tobillos; se le enderezaron los pies, todavía no los tiene completamente en forma, pero ya
puede pararse y hasta caminar. Estas última fase es de rehabilitación. Ya camina con
bastones.
La mielomeningocele ya es un caso cerrado, ya no tiene ese problema.
Cuando sea grande, quiere ser médico. Nos hemos fijado que los estudiantes de Medicina
ven prácticas en los consultorios de los doctores, con casos reales. Es parte del Convenio
Cuba-Venezuela.
Hay pacientes que no cree en el Convenio, porque a veces tardan mucho en llamarlos.
Cuando me encuentro a esos pacientes les cuento la experiencia de mi hijo, una experiencia
tan hermosa. De decirme en Venezuela que no iba a caminar, hasta llegar a este punto, y
con la esperanza de que va a caminar mejor todavía, cualquiera se siente animado a darle
esperanzas a los demás. Yo misma me he encargado de casos que han traído pacientes para
acá; les llevo los informes, le doy charlas a la gente. Me he convertido en una activadora
del Convenio.
Paciente: Luis Gerardo Áñez. Testimonio de su madre, Militza García
Calidad humana y profesional
Yo tuve un embarazo normal, todo venía desarrollándose sin problemas hasta que tenía
ocho meses de gestación. Entonces comencé a sentir molestias y todo indicaba que tenía
que dar a luz, pero el médico que me atendió, en una clínica de Valencia, decidió que
esperara las 40 semanas completas. El niño nació con la cabeza morada, como si le
hubieran dado un golpe; se le diagnosticó lo que se llama sufrimiento fetal. Al niño no le
llegó suficiente oxígeno al cerebro durante ese tiempo.
Pasó sus primeros años de vida muy deteriorado y con problemas motores; le daban hasta
100 crisis o convulsiones en un día. A los cinco años dejó de hablar y de entender lo que le
decíamos; fue un momento muy triste para la familia.
En el Hospital Militar de Caracas le colocaron un estimulador del nervio Vago, que es un
aparato que envía una onda al cerebro y permite que se oxigene. Esto redujo las crisis a seis
ó siete en seis meses. Las convulsiones le torcieron los pies y se los dejó inoperativos, así
que no podía caminar. En una clínica de Valencia nos dijeron que podían operarlo por 26
mil bolívares. Ya para esta época habíamos solicitado ayuda al Convenio Cuba-Venezuela;
el 7 de enero de 2011 nos trajeron por primera vez a La Habana.
Luis Gerardo tenía 12 años; cumplió los 13 estando aquí. Cuando regresó a Venezuela, en
noviembre de ese año, su papá lloró en el aeropuerto al verlo ir caminando hacia él. En ese
primer viaje le operaron un pie; dentro de poco le operan el otro pie y caminará mejor.
Le empezaron a hacer y le siguen haciendo terapia del lenguaje y logopedia, y ya está
empezando a hablar. Él no masticaba ni tomaba líquidos en envases y ya lo hace. Todo eso
lo ha aprendido entre los 13 y los 14 años.
Estoy muy agradecida con la calidad humana y profesional de los médicos que lo han
atendido: Los doctores Noel, Cuco y Alberto, de Ortopedia; el doctor Marrero, de
Neurología; las doctoras Josefina y Melba, de Pediatría.
José Luis Meneses
Por no tener plata iba a perder el brazo
El accidente fue el 26 de marzo de 2011, como a las 8 de la noche. Estábamos en una fiesta
en Santa Lucía y mi esposa y yo fuimos en la moto a comprar una botella de ron para
continuar la fiesta. A mitad del camino perdí el control de la moto, me salí de la carretera y
caímos a varios metros de la vía, en medio del monte. No había luz en ese tramo; iba a ser
difícil que nos vieran. Al rato los amigos que estaban en la fiesta empezaron a extrañarse
porque no aparecíamos y fueron a buscarnos; nos encontraron ya en la madrugada. Yo tenía
el brazo fracturado y no lo podía mover; mi compañera tenía golpes en la cara.
Nos llevaron de urgencia para un CDI, y de allí nos trasladaron para Caracas, a ella para el
hospital Pérez de León de Petare y a mí para el Pérez Carreño. Ahí había una cantidad de
gente esperando para operarse por varias semanas, pero como lo mío era una emergencia
me operaron primero y todos esos tipos empezaron a protestar porque yo acababa de llegar.
Había gente esperando desde hacía meses, a otros ni siquiera le habían dado cama. Pero
entré y me operaron la muñeca, que estaba dislocada; al día siguiente el jefe del Servicio se
dio cuenta de que había otro problema, y era del plexo, porque no había movilidad en el
brazo, no tenía sensibilidad.
Después de realizarme varios estudios descubrieron que el problema era que se había
desprendido la raíz del nervio. Cuando se dieron cuenta de eso los tres especialistas dijeron
que no podían hacer nada, que lo mejor era amputarme el brazo. No se sentían capaces de
realizar esa operación.
Me mandaron a hacer terapia a ver si podía recuperar la movilidad del brazo, pero no
lograba ningún avance.
Un día conocí a una doctora llamada Magaly Torrealba, que me dijo que sí podía operarme,
en la clínica donde trabajaba, clínica y que eso me costaría entre 40 y 60 mil bolívares sólo
la primera operación (debían ser varias). Conozco a un paciente aquí en La Habana que
tiene la misma lesión que yo y lo han operado tres veces.
Duré casi un año sin poder mover el brazo. Mi mamá mandaba mensajes a la cuenta de
twitter del Presidente (@chavezcandanga), hasta que un día me llamaron. Los cubanos me
dijeron que sí pueden operarme. Que no quedará exactamente igual a como estaba antes,
pero que sí voy a poder mover el brazo.
Después que fui a Miraflores esperé otros tres meses a que volvieran a llamarme, y me vine
para Cuba; llegué el 2 de marzo de 2012. El 23 de mayo me operaron, después que me
hicieron todos los estudios y estuve haciendo terapia preoperatoria. Me operó el doctor
Rubén Beltrán, en el hospital Hermanos Ameijeiras. Me colocaron un alambre que me lo
quitará después de un mes y me colocarán un aeroplano (un implemento que me mantiene
el brazo levantado hasta la altura del pecho).
Desde la gente que limpia hasta los médicos que operan, Cuba es lo mejor que hay, lo
mejor que me ha podido pasar. Si me hubiera quedado en Venezuela, como no tenía real,
hubiera perdido el brazo.
Paciente: José C. Testimonio de su abuela, María Lourdes Rodríguez
Lo que no pudo borrar el fuego
Soy abuela del niño José C. Lo estoy criando desde el año 2008 porque sus padres
murieron. A su papá (mi hijo) lo mataron de un tiro en el mes de febrero, y al mes su mamá
murió en un accidente de tránsito. El niño acababa de cumplir cuatro años; siete meses
después que se murió la mamá fue el incendio en la casa.
Yo tenía que salir a trabajar todas las mañanas. Nosotros vivimos en Petare, en un cuarto
muy pequeño sin ventilación, con una hija y otro nieto; un hijo de ella que era epiléptico.
En la casa de arriba vivía otra hija mía. La que vivía conmigo tuvo que salir ese día y le
pidió a su hermana que vivía arriba el favor de que estuviera pendiente, por eso se quedaron
los dos niños solos.
El esposo de la que vive arriba se dio cuenta de que el piso se estaba poniendo caliente y la
luz estaba como fallando, y bajó a mi casa. Cuando llegó al pasillo vio que José venía como
ciego, tropezando sin ver por dónde caminaba, y detrás el poco de humo y la candela. Allá
adentro se quedó su primito, que tenía 9 años y que sufría de crisis epilépticas. José trató de
ayudarlo a salir, pero el otro era más grande y estaba paralizado por el miedo, y murió
dentro de la casa sin que nadie pudiera hacer nada.
A José lo agarraron unos vecinos y se lo llevaron al hospital; estaba todo quemado, con los
brazos abiertos, y le pedía a la gente que no lo agarrara porque le dolía. Cuando pasó el
carro por allá abajo mi hija se preguntó qué sería esa emergencia que llevaba el vecino. Al
ratico llegó alguien a decirle que su casa se estaba quemando y que su a hijo se lo habían
llevado al hospital. Se la llevaron en una moto para el hospital Pérez de León, pero ahí le
dijeron que al niño se lo habían llevado al Domingo Luciani de El Llanito. Allá le dieron la
noticia de que era José el que estaba hospitalizado; que su hijo se había muerto dentro de la
casa.
Las marcas
José estuvo tres días en terapia intensiva; ahí lo limpiaban y lo cuidaban para evitar que se
le regara una infección. La doctora que lo vio por primera vez no fue más para el hospital,
entonces pasó un mes y pico antes que le hicieran la primera operación. En ese mes y pico
yo tuve que llevármelo para la casa, la misma que se quemó, y ponerme a cuidar a ese
muchacho. Yo no dormía, me pasaba la noche limpiándole las heridas, no podía dejar que
se le infectara otra vez porque una bacteria le agarró varias heridas y le comió las orejas.
Yo era la única que me le acercaba a él, nadie aguantaba ese olor.
Por fin le operaron las manos. Tuvieron que despegarle una que la tenía pegada de la
barriga, porque la piel cuando se quema se convierte como en un plástico y se queda
pegada y el muchacho dormía con la mano puesta ahí. Cuando le despegaron la mano los
dedos los tenía volteados hacia atrás.
Estuvo hospitalizado en el Domingo Luciani cuatro meses, hasta el 3 de febrero de 2009.
Yo me desesperé porque me entregaron al muchacho con las piernas dobladas hacia atrás,
pegadas por dentro como si estuviera agachado, y los brazos también los tenía muy
dañados. No quise que lo operaran más, pero le seguimos haciendo rehabilitación. En esos
días recibí la noticia de la muerte de mi mamá y tuve que irme para oriente a enterrarla.
Amigo de todos
Cuando volví, una amiga mía llamada Ana Rondón me dijo que una señora le había pedido
los papeles del niño para llevárselo a unos médicos cubanos en la avenida Libertador;
recuerdo que hasta plata me dieron para que agarrara un taxi hasta allá. Les entregué los
papeles y ellos resolvieron todo; nos sacaron el pasaporte y nos dijeron que nos veníamos
para Cuba.
Estuve aquí con el niño tres meses esa primera vez. Nos atendieron muy bien, examinaron
al muchacho, pero no pudieron operarlo porque el hospital donde le iban a hacer la
intervención tenía un problema de filtraciones y eso era peligroso para él. Me dijeron que
volviera a Venezuela y que esperara la llamada de ellos para volver a los dos meses.
Yo, de verdad, me sentí muy decepcionada. Yo en mi casa tenía problemas que resolver,
aquello se me estaba llenando de ratas, tenía que hacer un baño que no teníamos, dejé
muchas cosas que tenía pendientes y no pude hacerlas porque me vine todo ese tiempo a La
Habana. Sentí que vine a perder el tiempo; lo que hicimos fue comer y pasear. Entonces les
dije que no iba a volver más. Me dijeron que tenía que volver, que el muchacho necesitaba
operarse. Además se había hecho amigo de todo el mundo. Cuando ando por ahí con José lo
saludan un poco de doctores y enfermeras que yo ni conozco todavía.
En Venezuela me puse a resolver las cosas de la familia y me olvidé del Convenio. Como
cambié el teléfono no pudieron comunicarse conmigo, hasta que por fin me ubicaron pero
en esos días se me había muerto el esposo de una nieta y tuve que quedarme. Pero me traje
al niño otra vez, y entonces sí pudieron operarlo.
Esa vez a mí también tuvieron que atenderme, porque he tenido episodios de azúcar alta y
de hipertensión; los médicos aquí me dijeron que todo era emocional. Al llegar a Cuba hace
unos meses estaba flaca, en el hueso; con el tratamiento y la buena comida me he
recuperado y aquí estoy dura otra vez. Pero no he dejado de recibir malas noticias: el mes
pasado se me murió una hermana allá en Caracas.
Cada vez mejor
A José comenzó a atenderlo una doctora llamada Adys, muy amable y muy buena. La
primera operación que le hicieron fue en un ojo, que por un injerto mal hecho que le
hicieron en el Domingo Luciani había quedado muy abierto. También le operaron una
mano y un brazo que no podía estirar y quedó bien, ya le quedó normal y lo puede mover.
Le abrieron los dedos de la mano que tenía pegados. En un mes le resolvieron varias cosas
que yo creía que no iban a tener solución. Está mejor que cuando vino la primera vez, él
estaba muy feíto.
Aquí le tienen mucho cariño, José es amigo de muchos doctores, enfermeros y pacientes.
Le faltan varias operaciones pero tiene que ser en otro viaje, dentro de unos meses, porque
él es muy pequeño y no se le puede poner tanta anestesia tan seguido.
José estudia y tiene que volver a la escuela a recuperar el tiempo que ha perdido. El año
pasado le hicieron una evaluación y quedó en primer grado; no fue necesario mandarlo a
preescolar, sus tías ya le habían enseñado muchas cosas. Él es muy inteligente; conoce
todas las letras, lo que no sabe todavía es pronunciar la palabra completa. Ya pasó para
segundo grado.
Cuando entró a la escuela, desde el primer día se le pegó un niñito a preguntarle qué le
había pasado. Hasta que José le dijo: “Niño, deja tu chisme”, y ya dejó de molestarlo.
Ahora todos son amigos de José y juegan con él.
Segunda parte
DE SU PUÑO Y LETRA
Testimonios escritos por pacientes y familiares
René Molina Acevedo
31 de diciembre de 1992
-No chico, qué va… yo me voy a pasar la navidad con mis “amigos”…
Pues si ya hace 20 años de esos y no sé qué pasó con esos amigos, quizá se desintegraron o
el tiempo se los tragó…
Yo tenía 19 años y trabajaba en una juguetería en El Marqués. Era la una de la mañana en
el barrio Nazareno de Propatria, después de haber dado el feliz año en casa de la familia de
mi amigo Javier. Era una familia de músicos y todo estuvo excelente, hasta que se fue la
luz. Sin música y medio ebrios nos fuimos a la calle a seguir pasando la noche; la chica que
estaba conmigo se había ido a dormir y me quedé con una pareja de amigos, pero de
“lamparita”: él con su pareja y yo solo.
Mi amigo le dijo a una chica que pasaba por allí que me llevara con ella para que los dejara
tranquilos. Camino a la bodega, mientras buscábamos un refresco para acompañar la botella
que ella tenía, nos empatamos. Y bueno, a seguir disfrutando la noche. De besos y tragos en
esquinas terminamos sentados en el escalón 100, creo, de las miles que tenía ese barrio.
Hacía frío y una oscuridad iluminada sólo por la luna, los susurros y destellos de algunos
cohetones. De pronto la chica que estaba conmigo se puso nerviosa al ver a un muchacho
que pasaba por allí, con el cual ella había tenido diferencias. Una tontería; el muchacho le
había dado a aguardar un chaleco antibalas y el hermano de ella lo tomo y el muchacho ese
estaba molesto por eso. Eso fue lo que ella me dijo mientras nos íbamos de allí.
Nos fuimos a una miniteca muy conocida en esos momentos, “La Winner”, buscando
dónde terminar de pasar la noche; ya había llegado la luz. Estando allí un conocido se me
acercó y me dijo que mis hermanos habían llegado de Guarenas hacía un momento y que
seguramente estarían en la casa de una de mis cuñadas. Propuse que fuéramos para allá a
terminar la botella y amanecer. La muchacha ella no quería ir porque una amiga le pidió
que no la fuera a dejar sola, pero insistí y me la llevé.
En casa de mi cuñada toqué varias veces la puerta pero nadie abría. Enfrente, a pocos
metros, había varias personas paradas frente a una casa donde había música y bullicio. Uno
de mis hermanos estaba parado afuera y decidí ir hasta allá. Faltando pocos metros para
llegar a la fiesta escuché muchas detonaciones; me di cuenta de que eran disparos cuando
pasaban por encima de mi cabeza cortando el aire.
Mi reacción fue halar a la muchacha para que corriera frente de mí bajando las escaleras; al
fondo vi varios niños jugando y hasta una mujer embarazada. Había bajado como cinco
escalones cuando sentí que algo me golpeaba la espalda. Poco después estaba en el piso
boca arriba; hubo un silencio y traté de levantarme para seguir corriendo y con mucho
esfuerzo apenas pude medio sentarme, ya que mis piernas parecían de goma y se iban para
todos lados menos para donde yo quería.
Mi hermano, que es policía, detuvo un carro que pasaba por allí para pedirle auxilio; dio la
casualidad de que en ese carro iban unos malandros que se lo habían robado para
rosquerarlo el 31 de diciembre, y los mismos malandros me llevaron al hospital. Después
del hospital me trasladaron en una ambulancia esperolada con un chofer enratonado a una
clínica de San Bernadino. En esa clínica recuerdo que había un muchacho con varios
disparos que le dio un taxista. Al muchacho no lo atendieron porque no tenía tarjeta de
crédito, lo mandaron a un hospital y se murió en el camino.
Siempre recuerdo esa frase de la película de Matrix cuando el tipo dijo: “Bendita
ignorancia”. Pues sí me hubiese gustado ser un poco más ignorante y no darme cuenta en
ese mismo momento de lo que me estaba pasando. Recordé hasta las clases de biología
sobre las sinapsis entre las células y todo eso, ya sabía lo que me venía por delante, y con
eso no me refiero al ruleteo que me dieron en las ambulancias de hospital en hospital, ni los
rostros de los médicos, que en ese momentos no sabía cómo llamarlos, pero ahora les diría
poker face, como lo escucho en los chamos ahora. Decían, ni más ni menos: “Este chamo
quedó jodido”. Eso lo sabía. Lo que quería era que me dieran una solución. Una bala me
había lesionado la columna. Me dañó desde la quinta a la séptima vértebra dorsal. La bala
se alojó a milímetros de la aorta; si la hubiese tocado hubiera muerto desangrado en cinco
minutos. A partir de entonces tuve que andar en silla de ruedas.
Así rodé con mis hermanas hasta que llegamos a una clínica. Con esfuerzo ellas
encontraron el dinero para pagar la operación, que al final sólo iba beneficiar al médico que
me operó porque de verdad no sentí que me hicieran nada. Ahí comenzó una pelea contra la
desidia que duró al menos 10 años. En ese tiempo la pasé usando sondas fijas que yo
mismo aprendí a cambiarme; tuve conatos de escaras, cálculos en la vesícula. Ningún
médico en esos 10 años me dijo que yo tenía que retirarme esa sonda, hasta que mi vejiga
no resistió más.
Los inmensos cálculos que tenía ya estaban casi del tamaño de pelotas de ping pong. Entre
mi miedo y el de mi mamá, la orina y la sangre que botaba, llegué el 8 de abril de 2002 al
Hospital Domingo Luciani de El Llanito, a ver si por fin me daban una cama para
operarme. Así estaba de mal que apenas llegué me mandaron al quirófano para sacarme los
cálculos.
Ya operado y balbuceando escucho cuando los enfermeros me quitaban las vías porque
supuestamente, apenas operado, ya me iba a mi casa. No entendía qué pasaba porque
supuestamente mi mama y mi hermana me estaban esperando en la habitación. Como pude
le di el teléfono de mi cuñado que vivía cerca a una persona para que le dijera que me fuera
a buscar. Él llegó y consiguió a mi mamá en la habitación esperándome. Como cosa rara,
fue un error de los camilleros o no sé de quién.
Esa noche no me pusieron tratamiento porque las enfermeras que estaban de turno no me
pudieron colocar las vías: ninguna sabía cómo hacerlo. Por descuido o negligencia médica
agarré una infección y se me fueron los puntos. Me quedaron dos heridas impresionantes,
dos huecos en el abdomen. Me pasaron a una habitación solo y como si fuera poco se le ha
ocurrido a los escuálidos el 11 de abril de 2002 dar un golpe de Estado y lanzarse a
Miraflores, provocando esa desgracia y los daños colaterales que nadie reportó. Mi madre
lloraba porque habíamos perdido la oportunidad de viajar a Cuba después de haber hecho
tantas diligencias para lograr ese viaje que ya me habían aprobado, nuestras esperanzas se
habían ido.
La noche del 12 mamá estaba quedándose en casa de mi cuñado, ella decepcionada de lo
que estaba pasando, asustada por lo que pudiera pasarle al presidente y pensando que ya el
viaje a Cuba se había perdido. Yo estaba en el hospital acompañado por una sobrina y con
mi barriga abierta de par en par. En la mañana nos despierta una enfermera que venía a
pasarme el tratamiento y mientras lo coloca dice: “Vamos ganando”. Yo no entendía por
qué dijo eso. Le pedí a mi sobrina que encendiera el televisor, cuando veo que la señal del
canal 8 (Venezolana de Televisión) estaba encendida. Allí estaba el presidente del canal,
Jesús Romero Anselmi (que años después conocí en Cuba, cuando él fue también paciente
del convenio) diciendo que el Presidente regresaba, y bueno, la felicidad nos volvió al
cuerpo.
Días después estando en casa y con la barriga aún abierta nos llamaron para viajar a Cuba.
Sin pensarlo dos veces me puse par de gasas en la barriga y sin decirle a nadie del
Convenio me fui con mi barriga abierta a Cuba. Estando allá llegué a un sitio bellísimo con
colinas de gramas y el sueño de cualquier persona con discapacidad: no había escaleras por
ningún lado. Había baños adaptados, servicio de lavandería, restaurante, gimnasio.
Diariamente me aplicaban en los huecos de la barriga un láser maravilloso, con eso me
cerraron las heridas. Eso eliminó los huecos que me había dejado la mala praxis de la
medicina del pobre. No lo voy a negar: el estar allá tan mimado me subió un poco el ego,
unos le decían autoestima. Así pase 5 meses hasta que llegó el día de mi operación. Me
mandaron al hospital Hermanos Ameijeiras.
Allí me realizaron una operación, llamada “apendicovesicostomía”. Por primera vez
después de diez años me vi sin una sonda metida en mi pene, sin hablar de la peste a orine y
las incomodidades. Mi reposo y cuidado fueron de tres meses. Mi médico durante ese
tiempo iba diariamente a ver cómo estaba y el día que le tocaba operar iba en la noche.
Recuerdo que un día después de la operación me revisó con sus manos el pene, olió y
chequeó todo. Luego me pidió disculpas y permiso para ponerse unos guantes para hacerme
la cura, de tal manera que no me fuera yo a sentir ofendido o fuera a pensar que el médico
sentía algún asco por mí. ¿Cómo no se me iba a subir el ego si me trataron como a un rey?
Y para cerrar con broche de oro el médico me dijo: “Me tomé el abuso de quitarte esas
cicatrices tan feas que traías de la operación anterior”. Dios mío, ¿dónde carajo estaba yo?
¿Será que me había muerto el día del golpe de Estado y no me había dado cuenta? Porque
no era posible que un médico me tratara de esa manera.
Y bueno, así fue mi primer viaje a Cuba. He ido cinco veces más y en cada viaje hay un
recuerdo especial. Ahora (junio 2012) estoy trabajando en la alcaldía de Guarenas como
diseñador gráfico y llevando una vida tranquila gracias a este señor que un día le dio por
lanzarse a Presidente sin saber lo que cambiaria en la vida de los venezolanos.
Jesyng Salomé Martínez Rada
Soy una mujer de 39 años y sufro de Discapacidad Motora. Vivo en Puerto Píritu,
municipio Peñalver del estado Anzoátegui. Los únicos antecedentes o síntomas de mi
enfermedad los había tenido cuando era adolescente: se me deformaron los dedos de los
pies y sentía dolores en las rodillas sin que tuviera ningún golpe o traumatismo. Los
traumatólogos lo único que hicieron fue concentrarse en la operación estética y no me
remitieron a otros especialistas. Antes de eso, cuando tenía unos ocho años, me hicieron
unos exámenes para detectar la artritis y salió positivo, pero no le hicieron caso, pensaban
que ese resultado estaba equivocado.
En 1994 yo trabajaba como vendedora en una tienda en Caracas y estudiaba Turismo en el
Iutirla de Bello Monte. El 22 de octubre (día de mi cumpleaños) caí en cama debido a un
cuadro de dengue que me dejó muy debilitada. A partir de ese momento, a raíz de esta
debilidad, en enero de 1995 me internaron en la Policlínica de Puerto La Cruz, donde luego
de evaluarme el Dr. Mata Flores me diagnosticó Artritis Reumatoide Deformante. A partir
de entonces comencé tratamiento con analgésicos y antiinflamatorios para controlar los
efectos de la enfermedad.
En 1996 salí embarazada de mi primer hijo por lo que tuve que suspender el tratamiento
temporalmente, para mi suerte, debido a que la artritis es una enfermedad autoinmune (o
sea, que el organismo por error se ataca a sí mismo). Durante el embarazo todo fluyó
normalmente ya que la enfermedad entró en un período como de remisión. A finales de
1997 tuve a mi segundo hijo y fue luego de salir de ese embarazo cuando la enfermedad
reinició su ataque de manera más agresiva. Poco a poco fueron reapareciendo los dolores e
inflamaciones, me fui debilitando y perdiendo peso; bajé de 55 a 41 kilogramos.
Ya para el año 2000 me encontraba muy mal física y espiritualmente. El padre de mis hijos
nos había abandonado, lo que me tenía deprimida. Empezó a dolerme la cadera, me
controlaba por Traumatología en el hospital Luis Razetti y allí se me informó que debía ser
operada para colocarme una prótesis de cadera. Allí comenzó mi calvario.
A las primeras consultas iba con un bastón, luego pasé a usar muletas y terminé en silla de
ruedas. Mi madre hizo hasta lo imposible para conseguir el dinero para comprar la prótesis,
(que para entonces costaba unos 30 millones de bolívares). Aunque logró conseguirlo por
una donación, la operación no se dio nunca pues siempre había una huelga distinta en el
hospital. Así llegué a 2001 postrada en cama debido a los dolores y a la depresión en que
fui cayendo; la artritis es una enfermedad oportunista que se aprovecha del estrés y la
depresión y puede llevar hasta la muerte. Pues bien, ese era mi caso, ya me estaba
muriendo.
En enero me internaron en el hospital Gómez Rolingson de Píritu. Tenía el estómago
destrozado por tantas pastillas (analgésicos, antiinflamatorios, relajantes musculares,
vitaminas, etc.). Allí mi cuerpo se dio por vencido, los médicos no encontraban ya qué
hacer, estaba totalmente descompensada. Mientras todo esto pasaba mi madre ya había oído
del Convenio de Salud Cuba-Venezuela y había metido papeles por todos lados solicitando
que me salvaran la vida.
El 30 de enero de 2001 me dieron el alta y le informaron a mi mamá que sólo me quedaban
unos pocos días de vida, que debía ir a pasarla en casa con mi familia. Al llegar a casa por
cosa de Dios, recibí una llamada: era del Convenio para decirme que viajaba la semana
entrante a Cuba para ser operada. No puedo describir lo que sentí en ese momento, un aire
de esperanza me volvió al cuerpo, ¡era posible que me salvara y me le escapara a la muerte!
¡Era posible ver crecer a mis hijos, que entonces tenían sólo 3 y 2 añitos!
Así fue como el 7 de febrero de 2001, en el vuelo Nº8, mi madre y yo viajamos a Cuba. Yo
viajé en camilla y pesando sólo 41 Kg. En el aeropuerto José Martí nos recibieron el doctor
Pedro Llerena y su maravilloso equipo de médicos y rehabilitadores. Nuestra primera
parada fue en el Centro Internacional de Salud La Pradera. Allí el médico que llevó mi caso
fue el doctor Santiago Miranda (luego Coordinador Cubano de la parte Médica acá en
Venezuela), después me trasladaron al Hospital Frank País, cuya especialidad es la
Traumatología. Luego de una evaluación super completa a cargo del doctor Aurelio
Rodríguez, el día 12 de marzo de 2001, me colocaron una Prótesis Total de Cadera Derecha
No Cementada. Allí permanecí un mes haciendo rehabilitación post-operatoria y luego
volvimos a La Pradera para continuar la rehabilitación
Gracias a esa terapia pude en junio retornar a Venezuela caminando, pesando 50
kilogramos y con una fortaleza espiritual y psíquica que aún hoy me acompaña,
recordándome cada día que la vida merece ser vivida en todo su esplendor.
Después de ese primer viaje me tocó retornar en diciembre de ese mismo año para re-
consulta y rehabilitación. Luego viajé en 2002 para seguimiento y rehabilitación; en
septiembre de 2003 fuimos por tercera vez y el 23 de diciembre de ese año me ingresaron
en la Clínica Cira García, donde me colocaron prótesis total de rodilla derecha, bajo la
tutela de los doctores Triana, Fleites y Rubino. Volví a rehabilitación en La Pradera hasta el
9 de marzo de 2004, cuando reingresé al Cira García para ser colocada la prótesis de rodilla
izquierda, lo cual se realizó el 12 de marzo; se me indicó 1 mes de rehabilitación en La
Pradera y retorné a Venezuela en abril.
Estando acá se me complicó esta última operación por lo que tuve que retornar a Cuba en
mayo (cuarto viaje) y ser operada nuevamente para retirar la prótesis afectada e implantar
un espaciador provisional. En octubre de 2004 fui dada de alta. En agosto de 2005 volví
para valorar la evolución de la prótesis fallida y para rehabilitación. Luego de las
evaluaciones médicas se decidió no intervenir por el momento ya que no estaban dadas las
condiciones físicas óptimas para la operación.
Hicimos el sexto viaje a Cuba en agosto de 2006. En esa oportunidad me dieron tres meses
de rehabilitación y se evaluó nuevamente la posibilidad de hacer el reimplante de prótesis,
lo cual rechazó el equipo médico nuevamente dado el buen funcionamiento del espaciador
y el alto riesgo de la cirugía.
En Venezuela continué la rehabilitación en la Sala de Rehabilitación Integral (SRI) de
Píritu, y era evaluada anualmente por la médica fisiatra Aurora Mustafá con exámenes
clínicos y radiografías para verificar la evolución del uso del espaciador.
En septiembre de 2010 presenté una deformidad en la posición de la parte inferior de la
pierna con inestabilidad y dolor al caminar. Fui evaluada en el Hospital Rolingson de Píritu,
por la traumatóloga Margarita Chang, quien diagnosticó efectivamente que hubo un
desplazamiento del espaciador en relación al fémur y recomendó la inmediata intervención
para retirar el espaciador comprometido y realizar el implante de prótesis total de rodilla.
De inmediato acudimos nuevamente al Convenio de Salud, en quienes confiamos
plenamente, con toda la evaluación traumatológica del momento y solicitamos la re-
consulta.
Así fue como en enero de 2011 viajé por séptima vez a mi querida Cuba, donde me
reencontré con ese maravilloso grupo de seres humanos que de inmediato me evaluó y
definió el procedimiento a seguir. Mi caso ameritaba una prótesis especial que no había en
el país, así que se me realizaron imágenes digitales para obtener la medida exacta y se
solicitó la confección de la prótesis. Fui dada de alta en abril con retorno para operación,
tan pronto como estuviera disponible la prótesis y con indicación de no apoyar el miembro
inferior izquierdo.
Ahora, 11 años después de viajar desahuciada a Cuba, después de haber viajado siete veces
y haber sido intervenida en cuatro oportunidades, aquí estoy dando la pelea cada día por mí,
mis hijos y mi familia. He recuperado mi vida gracias a mi madre, que nunca descansó en
su afán de no dejarme morir; gracias a los Comandantes Hugo Chávez y Fidel Castro, que
decidieron un día darnos este maravilloso Convenio que ha beneficiado a más de 50.000
personas, que yo llamaría más que de Salud, de Vida, porque eso es lo que conseguimos en
Cuba.
Como dijo en alguna oportunidad Jhonny Ramos Coordinador Nacional del Convenio:
"Aunque algunos no se curan completamente, llegan satisfechos pues logran otras cosas,
sobre todo a nivel personal". Y gracias a Dios que estoy segura tiene su mano detrás de
cada una de las personas que trabajan en este Convenio, que está presente en cada vuelo, en
cada operación y en cada tratamiento. Gracias, mil veces gracias.
José Gregorio y Jesús Gregorio González Jiménez
Mi nombre es José Gregorio. Jesús Gregorio y yo somos dos hermanos producto de un
parto de trillizos; el tercero de los hermanos murió. Vinimos al mundo el 2 de febrero de
1989 en un parto prematuro (34 semanas de gestación), nuestra madre sufrió de eclampsia,
sepsis, y nosotros padecimos de una hipoxia neonatal (falta de oxigenación del cerebro). Se
nos presentó entonces una cuadriparesia espástica (trastorno motriz y déficit de varias
funciones vitales) por parálisis cerebral infantil.
Yo fui intervenido quirúrgicamente dos veces en Venezuela de alargamiento de tendones en
miembros inferiores. Caminé a los cuatro años de edad, pero con mucha dificultad y mi
espalda estaba encorvada; esto provocaba que me cayera con demasiada frecuencia. Jesús
fue intervenido dos veces en Venezuela pero aún se mantenía en una silla de ruedas.
Viajamos a la Habana,Cuba al Centro Internacional de Salud La Pradera con nuestra madre,
Mery de González, el 08 de octubre de 2010. Durante nuestra estancia en Cuba recibimos
terapias de rehabilitación, consultas de neurología, fisiatría, logopedia, psicología,
ortopedia, nutrición, odontología, dermatología, oftamología, hidroterapia y ozono.
Yo fui operado de estrabismo en la clínica Camilo Cienfuegos y quedé perfectamente bien.
Las terapias de rehabilitación en el gimnasio eran de lunes a sábado por la mañana y por la
tarde.
En Venezuela nunca habíamos recibido este tipo de atención. Luego de recibir tres ciclos
de rehabilitación, regresamos el 21 de enero de 2011 a Venezuela, con una mayor
independencia para nuestras actividades de la vida cotidiana.
Yo mejoré la marcha y no me caigo, enderecé mi postura y mis ojos ya no tienen
estrabismo. Jesús ya puede caminar con una andadera, cosa que no podía hacer antes de ir a
Cuba.
Ahora tenemos 23 años de edad (julio de 2012). Yo soy Bachiller Técnico en Informática
graduado en el Colegio Nazaret Fe y Alegría, y actualmente estudio sexto semestre de
Administración de Empresas en la Universidad del Zulia, núcleo Punto Fijo.
Jesús actualmente estudia Música en el Coro de Manos Blancas de la Orquesta Sinfónica de
Paraguaná.
Tenemos previsto un retorno a Cuba para re-consulta.
Fue excelente la atención brindada en Cuba.Damos gracias al presidente Hugo Rafael
Chavez Frías y a los comandantes Fidel Castro y Raul Castro; al doctor Pedro Llerena, el
doctor Camilo Otero Motola, médico de cabecera, y a todos los médicos, médicas, y
especialmente a quienes fueron nuestros rehabilitadores, Álvaro y Carmona y demás
rehabilitadoras; enfermeros y enfermeras y a todo el personal de mantenimiento de hotel La
Pradera.
Punto Fijo-Estado Falcón 06/07/2012.
Luis David García Lunar. Testimonio de su madre, Rosa Lunar
Mi hijo tiene 14 años de edad. Mide 2 metros de altura. Siempre requirió de especial
cuidado en virtud de su exagerado, exacerbado y acelerado proceso de crecimiento, que no
le permitió madurar sus músculos. Es por lo esto que se le genera una hipotonía
(disminución del tono muscular, también se conoce como disminución del tono muscular o
flacidez). Aun cuando su alta estatura hace que parezca a primera vista un adulto, sus
órganos conservan su condición cronológica de un niño, por lo que es calificado como un
niño especial.
El parto de Luis David fue por cesárea; al nacer fue un macrofeto: pesó 5 kilogramos y
midió 59 centímetros. El médico advirtió que iba a tener problemas, porque toda su familia
paterna tenía antecedentes diabéticos. Nació con déficit respiratorio, debido a que los
cartílagos de la laringe eran muy cortos para su tamaño; sus pies los tenía volteados hacia
adentro, porque su posición dentro del vientre era atípica y su cuerpo quedó encima de los
pies. Todos sus órganos trabajaban forzados porque lo hacían para un cuerpo más grande de
lo que les correspondía por su edad cronológica; el corazón trabajaba forzado, el páncreas
producía mucha insulina, el timo era muy grande. Hasta los 7 años no podía caminar
porque se caía.
Le hicieron una operación en 2005 en el Hospital Militar, gracias a un apoyo que recibí de
la Gobernación del estado Bolívar, y entonces pudo caminar bien, pero pasó un año entero
en silla de ruedas, cuando estaba en segundo grado. Lo operó el doctor Miguel Ángel
Millán.
Luis David no saltaba ni corría como los demás niños, se cansaba al escribir, dejando hasta
la mitad de la página todo lo que comenzaba a escribir; se dormía en las clases, andaba todo
el día con mucho cansancio. Las maestras, sin hacer una evaluación ni ayudarme a explorar
qué pasaba, simplemente decían que eso era flojera. Que el muchacho era flojo. Una vez lo
inscribí en beisbol y todo el mundo se fijó en él por su tamaño; los equipos lo miraban con
avaricia; un niño de su edad con esa estatura era una mina. Pero el muchacho no podía
correr de home a primera cuando bateaba. Entonces el entrenador me propuso firmemente
que fuera a hacerle una evaluación física completa; allí había algo que no andaba bien.
Tuve muchos momentos de indignación. La sicopedagoga de su escuela se negaba a
atenderlo porque había otros niños con problemas mayores, según decía. Una doctora que
fue a evaluar su ingreso a la Misión José Gregorio Hernández estuvo en mi casa y no lo
inscribió en la Misión porque no vio ninguna discapacidad.
Por fin lo llevé a un neurólogo en el Hospital de Clínicas Caracas (una de las clínicas más
exclusivas de Venezuela). Para mi sorpresa por tratarse de esa clínica, el médico me
recomendó que lo llevara a donde los cubanos. “No hay mejores fisioterapistas que los
cubanos”, me dijo. Comencé a investigar y resulta que en la Gobernación, donde yo
trabajaba, había una oficina del Convenio de Salud Cuba-Venezuela, y yo no me había
enterado ni nadie me lo había dicho. Es que casi nadie creía que lo de mi hijo pudiera ser
una enfermedad.
Me llamaron el 20 de enero de 2011 para que viajara para Cuba el día 27. Allá en La
Habana el muchacho se disparó a crecer; cuando llegamos medía 1,91, y al regresar ya
medía 2 metros. Su número de zapato es 47.
Le hicieron todas las evaluaciones y le indicaron medicación y terapias continuas, que
cumplió muy bien estando en Cuba. Ahora ya Luis David corre, salta, practica baloncesto.
Por nuestra situación económica se ha hecho difícil últimamente que cumpla su plan de
ejercicios y continúe la medicación. Él requiere estar medicado continua y
permanentemente con l-Carnitine y un medicamento comercialmente conocido como
"concerta de 36 mgs", el cual además de ser sumamente costoso, es dificil de conseguir. Es
a base de metil fenidato. En el más reciente período escolar se me hizo imposible
suministrárselo y volvió a tener problemas de rendimiento, pero no me queda más que
resignarme ya porque de verdad ya son 14 años de fuerte lucha, continua angustia.
Son importantes para él las terapias con ejercicios físicos, para lo cual requiere máquinas
especiales que no tenemos cerca, ni cómo movilizarnos hasta los centros donde él se pueda
ejercitar, porque en las Salas De Rehabilitación Integral acá en Maruhanta no existe ese
tipo de maquinarias.
Seguimos con problemas de vivienda, pero ya lo estamos superando gracias a mi
comandante Chávez, con la Gran Misión Vivienda Venezuela; ahora es cuando apenas
comenzamos a realmente conformarnos como familia.
Marcos Alfonso Moreno. Madre, Carolina Ochoa
Quiero dar las gracias por permitirme dar mi testimonio, ya que de esta manera puedo
llevar a cada persona la esperanza de que a través de este Convenio con la hermana
República de Cuba se pueda mejorar la calidad de vida, sea cual sea la patología que se esté
sufriendo.
Mi hijo Marcos presenta una patología desde su nacimiento: cuadriparesia epástica mixta,
secuela de Parálisis Cerebral Infantil. En un conocido hospital de Ortopedia de Caracas, un
médico me dijo que no había esperanzas de que mi hijo pudiera caminar, y que tampoco
podría operarse las manos para tener un mejor agarre, lo cual le pudiera permitir ayudarse
para caminar con algún equipo o instrumento. Dijo el médico que ya sus manos no tenían
solución y no había forma de mejorarlas. Perdidas las esperanzas y con ese diagnóstico que
lo desahuciaba y lo condenaba a una cama o a una silla de ruedas de por vida, me informé
del Convenio Cuba-Venezuela y decidí hacer ahí los trámites.
Viajamos a Cuba por primera vez en el año 2006, pero fue en el 2009, cuando ya él estaba
lo suficientemente grande para ser sometido a las operaciones necesarias. Primero le
acomodaron la deformidad de sus pies y le operaron las manos. Fue algo grande para mí y
para él, cuando a la edad de 16 años y por primera vez en su vida, empezó a caminar, dio
sus primeros pasos. Fue muy bonito lo que sentíamos porque empezamos a ver todo el fruto
de lo sembrado. Fue algo muy emocionante.
En 2012 seguimos con las intervenciones quirúrgicas porque sus médicos tratantes están
seguros de que mi hijo puede llegar a ser una persona totalmente independiente y valerse
por sí mismo.
Yo sé que el camino no es fácil pero Dios nos pone en el camino de la solución y yo lo
encontré aquí en Cuba. Agradezco especialmente a los doctores que nos han atendido en el
Hospital Ortopédico Frank País: los doctores Cuco, Venero, Noel, Luis, Nelson, Mayito; la
doctora Ana María y todo el personal, enfermeras y rehabilitadoras que laboran allí.
Gracias a Dios, al comandante Fidel y a mi comandante Hugo Chávez, los amo.
TERCERA PARTE
HISTORIAS DISPERSAS
Testimonios recabados pero no desarrollados en todos sus elementos.
Tirsa Martínez
Quedó cuadrapléjica en un accidente de tránsito. “Gracias al Convenio, mis médicos,
enfermeras y rehabilitadores regresé a la vida y a la actividad política que tenía antes del
accidente del 2005. Ahora soy diputada en mi estado (Bolívar)”.
Edmundo y Mery Torres
Edmundo es sobreviviente de la masacre de Yumare y en junio de 2012 estaba por operarse
de catarata. Su sobrina de 12 años es sobreviviente de una desviación crónica de la espina
dorsal (escoliosis severa): estuvo toda su niñez caminando doblada hacia un lado, de
manera anormal; en Cuba le reconstruyeron la columna y ahora está entrando a la
adolescencia caminando derechita, con una esbeltez con la que seguramente soñó muchas
veces. Su primo, Pedro, recibió un balazo en la femoral, ya fue operado y camina con
muletas; espera nuevas intervenciones.
Edimar Gutiérrez
Tiene 21, años afectada de lupus desde los 12. Un día estaba sentada en su casa y no se
pudo parar; los médicos sospecharon que se trataba de la picadura de algún animal (vive en
una zona semirrural del estado Portuguesa) pero la presencia de otros síntomas llevaron a
sus padres a llevarla a Barquisimeto para realizarle exámenes inmunológicos. Al regresar a
Acarigua en el hospital querían aislarla, ponerla en silla de ruedas, hospitalizarla de
inmediato: ignoraban qué era el lupus y actuaban más por miedo que por otras
motivaciones. Comenzó su tratamiento en La Habana mayo de 2012.
Gloryannidé Martínez
A sus 12 años acaban de entregarle el tratamiento completo contra el vitíligo (en
Venezuela, si se consiguiera, costaría más de 40 mil bolívares) para que se lo termine de
aplicar en su casa, en Acarigua.
Antonio B.
Un joven de 26 años que fue operado de la vista en Cuba, de la cual salió en perfecto estado
y se le indicó que debía volver a los ocho meses para una segunda operación. En su
angustia de muchacho joven se dejó convencer por amigos que le recomendaron hacerse
esa segunda operación en una clínica en Venezuela. Le cobraron una cantidad de dinero por
ello, por supuesto. Al culminar la operación se percató con horror de que el trabajo anterior
quedó arruinado y su vista también; los daños son irreversibles y el muchacho no volverá a
recuperar la visión.
Raymar Cedeño
Vive en Catia. A los 15 años recibió un balazo en el abdomen y el proyectil le atravesó el
estómago y le lesionó la columna. La muchacha estuvo postrada varios meses sin poder
caminar; fue a Cuba, allí le reconstruyeron sus órganos y partes lesionadas y a sus 18 años
ya camina con bastón.