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Los días contados

carlos Gil andrés

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Primera lección. Hay un Dios en esencia y trino en personas; que premia a los buenos con la Gloria y castiga a los malos con el infierno.

Leo el título del libro, Nociones de religión y moral. Las pastas se han despegado del cuerpo del texto, que se conserva entero. Zaragoza. 1909. El año de mi nacimiento. Es un manual para alumnos de institutos y escuelas de magisterio escrito por un profesor, predicador, misionero apostólico y capellán de honor de Su Majestad. Miro el índice. Sesenta y dos lecciones que exponen y explican las verdades de la doctrina cristiana. Estaba en un arcón viejo, en una esquina del alto. También los restos de un diccionario de latín destrozado, al que le faltan cientos de páginas, un fascículo suelto de un libro de botánica, recibos antiguos de la contribución territorial y una papeleta de examen del instituto de Logroño del curso 1898. Aprobado en geometría y trigonometría. Blanca recuerda que en su familia un tío abuelo llegó a estudiar unos años en la universidad, un chico delicado de salud, que no valía para el campo. Después lo dejó y desapareció del pueblo. Y también que hace diez o quince años hubo varios maestros a pupilo en la casa. Dejo todos los papeles donde estaban, desordenados. Parecen los res-tos de un naufragio. Cojo entre los dedos un sello suelto. República Argentina. El dibujo está tapado por la tinta del matasellos. Buenos Aires, 6 de febrero de 1912. Imagino la carta que acompañaba. El verano austral, el desarraigo, los nombres propios tragados por el tiempo, la distancia de un océano, los silen-cios y las medias verdades, la promesa de una vida nueva lejos del encierro del pueblo.

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Lejos de esta cárcel de piedra y madera, de adobe y teja. Me quedo con el libro de religión y moral. Lo único que puedo leer. La primera lección dice que la salvación del hombre depende de la fe, la esperanza y la caridad. Y también de hacer obras buenas con el prójimo. Nada de eso dijo don Salvador, el párroco de Santa María, el viernes pasado, en la ceremonia de reposición de crucifijos en la escuela. En mi escuela. Desde aquí oía el repicar de las campanas. También el eco de la música. Anoche me lo contó Blanca. El alcalde obligó a todos los vecinos a cerrar las puertas de las casas y guardar fiesta. Todo el pueblo en pro-cesión, escoltado por falangistas y requetés. En los soportales del ayuntamiento entronizaron al Sagrado Corazón de Jesús. Y luego a las escuelas, a bendecir los crucifijos. El cura habló desde el balcón, delante de todos los niños. Que había volver a la santa religión, que había que limpiar y purificar las aulas, extirpar las malas doctrinas que envenenaron muchas cabezas. Dijo que los verdaderos pa-triotas, los que defienden a España, son los que aprendieron el catecismo. Y los que renegaron de él son los antiespañoles, los que se vendieron a Moscú, los que han terminado en las cárceles y salen sentenciados. Que en la historia de España, en los momentos de peligro siempre se han levantado, en comunión, la Cruz y la espada. Casi puedo ver los brazos abiertos de don Salvador, su voz grave y poderosa, la expresión severa de su rostro, con aire teatral, la satisfacción mal disimulada por el silencio expectante del auditorio, por la reconquista lograda, como quien se asoma victorioso a las almenas de un castillo recién tomado. Ter-minó dando vivas a Cristo Rey y pidiendo el triunfo rápido de las armas. Pobres chicos, todos a coro cantando. La Cruz de la escuela, qué hermosa que está, de aquí mano impía, la quiso arrancar. Dicen que los requetés navarros han cerrado la frontera en Irún y entran ya por las calles de San Sebastián. No sé qué va pasar.

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Lección 16ª. Cuando llegue el día del juicio final, todos los hombres acudirán al son de la trompeta y a la voz del arcángel. Entonces el Redentor separará a los buenos de los malos, dando enseguida su sentencia a los unos y a los otros. Los réprobos irán a los infiernos a sufrir en cuerpo y alma los tormentos eternos.

Ayer fue San Miguel, día de fiesta en el pueblo natal de mi padre. Recuerdo, de pequeño, el miedo que me infundía el cura, desde lo alto del púlpito, cuando contaba que el arcángel San Miguel era el encargado de acompañar al cielo las almas de los justos, en el Apocalipsis, cuando llegara el final de los tiempos. El miedo. Lo llevo encima como una segunda piel, húmeda y fría, que encharca los pulmones. Otras veces es un puño caliente, cerrado sobre la garganta, que ahoga la respiración. Cambia de forma y de estado. El miedo me espera en las sombras de la noche, en el silencio pesado y denso de la casa, como un fantasma que ahu-yenta el sueño. Me acompaña en el tedio interminable del día como un zumbido casi imperceptible. Y en las horas de vigilia, al romper el día, o en el crepúsculo, lo siento como un cuchillo acerado que punza cuando creo distinguir el eco de las voces de un grupo hombres, cuando escucho el ronroneo entrecortado del motor de un automóvil que asciende por la carretera, cuando imagino el ruido de unas botas sobre el empedrado. El miedo afila los sentidos, ocupa el espacio que deja el cuerpo cuando se mueve.

El manual de religión y moral dice que se ignora el sitio donde tendrá lugar el juicio universal, pero que habrá señales que anunciarán ese día tremendo. La decadencia de la fe será general, habrá guerra, peste, hambre y enfermedades. Se trastornarán los elementos y las estaciones, el sol y la luna se oscurecerán y las estrellas mudarán de lugar. Esta noche no se ven las estrellas temblando sobre el cuadrado de cielo abierto del corral. Hay luna llena. Una luna enorme que se apoya sobre el tejado del edificio trasero, el que cierra la calleja. Su reflejo

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clarea el montón de ciemo donde hago mis necesidades. Brilla en el metal del horquillo que apoyo, con cuidado de no hacer ruido, en la pared cenicienta de mampostería. Blanca me ruega que no salga a tomar el aire por la noche. Y que no se me ocurra andar por la casa con el candil encendido. Teme que me descu-bran los vecinos. Pero hace ya un mes que me encerré bajo este techo, cuando llegué del campo. Blanca me trajo con la rabia del orgullo tragado. El nicho angosto donde me escondo, si hay peligro, un doble tabique bajo la escalera del alto, la que conduce al antiguo horno de pan, era para José, su marido. No llegó a ocuparlo. El desgarro de su dolor, como un grito ahogado, se revuelve en sus entrañas desde la mañana que fue a Haro, a la cárcel, y en la entrada le devol-vieron el hatillo con una muda limpia y el pucherito que bajaba. Lléveselo, ya no los va a necesitar. Váyase a casa, aquí no tiene nada que hacer. Se lo dijo así, el guarda de puertas, como en un aparte, casi como quien hace un favor. Ahora duerme con sus padres, donde tiene a los dos niños, y pasa poco tiempo aquí. Me dice que lo que más quería ya se lo han quitado, que no volverán a registrar su casa, que ya no pueden hacerle nada. Pero se equivoca. Hoy la han llamado al ayuntamiento. El alcalde le ha impuesto una multa de cien pesetas por no poner colgaduras en el balcón la otra tarde, cuando la manifestación por la liberación del Alcázar de Toledo. También han multado a su hermano Francisco, por no saludar a la enseña nacional, la bandera monárquica de dos colores. Y a otros vecinos que al pasar el desfile no extendieron el brazo al modo fascista. Parece imposible que la vida en el pueblo haya cambiado tanto en tan poco tiempo. De la noche a la mañana la violencia asesina ha parido un nuevo mundo. Un parto bañado en sangre. El vecino ya no es el vecino, ahora es alguien que vive al otro lado de una pared de hielo. Un muro helado que rezuma temor y sospecha.

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Lección 17ª. Acerca de la muerte debemos considerar cuán cierta es para todos y cuán incierta la hora en que ha de venir, y que vendrá una sola vez. No sabemos si será en nuestra juventud o en la vejez. Nuestros días están contados y pasan de continuo; se acabarán hoy o mañana. Tampoco sabemos si moriremos de enfermedad o desgracia.

Hoy es jueves, Santa Brígida, el nombre de mi abuela materna, el recuerdo del resguardo protector de sus sayas, las meriendas con el chorizo que guardaba en manteca, los largos veranos infantiles en su pueblo, cuando el tiempo era eterno y el cuerpo inmortal. El tiempo estos días va bueno, aunque bajo las vigas del alto ya se nota el relente de la noche. Hace días que no me despierta el griterío de las golondrinas al amanecer. Imagino que las eras estarán limpias, tapizadas por el color lila de las quitameriendas. Que el trajín de la vendimia habrá empezado, incluso en los majuelos más altos, siempre tardíos. Este año seguro que faltan brazos para cortar uva. Blanca me cuenta que las nuevas autoridades obligan a los vecinos a prestar ayuda a las familias que tienen algún hijo voluntario. Antes del golpe de Estado en este pueblo apenas se había visto a un falangista. Requetés sí, los del Círculo Tradicionalista, pero la mayoría con demasiados años encima como para ir al frente o dar batidas por los montes. Ahora forman varias cuadrillas volantes, hacen guardia en la plaza y patrullan por la noche en la carretera auxiliando a los guardias civiles. Oye, que hay que defender las tierras, que los rojos quieren quemar la iglesia, que la nación está en peligro, que hay que arrimar el hombro, que no valen medias tintas. Muchos se lo han creído de veras. Y mandan un hijo, o dos, como cuando hay vereda. Otros, como Arturo, el ñajo, que llevaba siempre en el bolsillo su carnet de la UGT, y un número viejo de El Socialista bajo el brazo, se calan ahora la boina roja o la camisa falangista para buscar resguardo, para salvar el pellejo, dice Blanca. Que hay mucho que tapar en las casas y nadie sabe dónde va parar la carecía. Como un salvavidas. El ayuntamiento ha debido perder ya la cuenta de las varas de tela

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azul, las madejas, los cordones y los botones pedidos para uniformes nuevos. La cuenta de las facturas pagadas en la fonda de Donato. Treinta, cuarenta comidas cada día. Cervezas y gaseosas, paquetes de puros, latas de conservas, botellas de anís y aguardiente. Puedo imaginármelo. El brillo de los correajes, las voces de mando, la sugestión de la cuadrilla, la seguridad de los camaradas, los cánticos rituales, los motores en marcha de los vehículos, el metal de los fusiles, un poder que se toca con las manos. Los más jóvenes, cuando se les sube el vino, cuentan sus hazañas cada noche en la taberna de El Gato, como una bravuconada. Y esa sangre, que les mancha las manos, ya no deja vuelta atrás.

El libro de religión y moral explica que Dios nos oculta el día y la hora de nues-tra muerte para que le honremos y le temamos más, y también para atenuar algún tanto la tristeza que nos embargaría teniendo a la vista la hora fatídica de nuestro último momento. La hora fatídica. La última que vivió Justo, el alcalde republicano, que no se movió de su casa porque pensó que era su obligación. Lo mataron sin que supiera qué estaba pasando. Como a Marcos, el zapatero de la calle Alta, que se volvió del campo, en los primeros días, diciendole a todo el mundo que no había hecho nada, que a ver lo que le iban a hacer si no había hecho nada. La hora fatídica de Pablo, el chófer de la fábrica de harinas, que solía bajar a los jóvenes del pueblo a los mítines de Haro y de Logroño. Ahora la camioneta, requisada por los falangistas, dicen que va de pueblo en pueblo, por las noches, dejando un reguero de terror y muerte. Blanca se cruza todos los días con la viuda de Pedro, el alguacil, y con los cuatro niños huérfanos de Emeterio, un jornalero del campo que ya no volverá a tocar el acordeón en el barrio de las bodegas. En esta misma calle faltan los dos hijos mayores de Alejandro, que ha-bían regresado al pueblo para ayudar a su padre en las faenas de la cosecha. En el portal de enfrente ya no vive Tomás, el secretario del Centro Obrero, el que leía en alto los periódicos por las noches. El año pasado vino a buscarme para crear una escuela nocturna de adultos, en los meses de invierno. Y nadie sabe nada de Antonino, el mayor de los pirracas, desaparecido hace más de un mes. Pobre hombre. Dicen en el pueblo que estaba en la lista negra porque se disfrazó de obispo en carnaval. La lista negra, los buenos y los malos, el cielo y el infierno. Y la condena de este purgatorio.

Tengo que hacer algo en la casa. Algo que justifique el plato caliente que como todos los días. El kilo de tocino vale 2 pesetas y la docena de huevos 2,75. La

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cántara de aceite se ha puesto en 32 pesetas y aún se espera que suban más los precios con la llegada del invierno. No va a ser fácil para la familia de Blanca. Le requisaron los dos tetones que cebaba para la matanza. Y para pagar los mil du-ros de la contribución “voluntaria”, lo que llaman la suscripción nacional, tuvo que mal vender la mula que llevaba José al campo y las seis cabras que salían to-das las mañanas con la cabrada del pueblo, al sonido del cornetín. Sin tibieza ni tardanza, decía el recibo entregado. Tres días para pagar. Y los remisos que ten-gan en cuenta, advertía Santos, el jefe local de Falange, que se les pasará la cuenta empleando procedimientos que prefieren no utilizar. Paseo por la planta baja de la casa, a oscuras. En la cochiquera la paja está limpia. Los pesebres de la cuadra están vacíos. Solo queda el aparejo inerte de las caballerías. En el corral andan ocho gallinas y en las conejeras del cobertizo media docena de gazapos. Tengo que arreglar las canales de madera que cuelgan del techo. Anoche me entretuve recomponiendo el armazón de madera de la fresquera de la despensa, limpié los ponederos de las gallinas y llevé tacos de encina desde la leñera hasta la lumbrera de la cocina. No habrá un hogar sin lumbre, un hogar sin pan. Dicen que eso ha dicho el general Franco en Radio Castilla. Hace unos días pusieron unos alta-voces en la plaza del pueblo, para retransmitir su discurso desde Burgos. Con el aparato de radio que se llevaron del Círculo Republicano, el que ayudé a pagar a plazos. Al parecer, los militarotes sublevados han nombrado a Franco jefe del Estado. Casi se distinguían desde aquí sus palabras. Dijo también que la victoria está de su lado, que su pulso no temblará, que su mano estará siempre firme. La mía tiembla cuando intento empujar la torcida de algodón hacia el exterior del candil de aceite, protegido por la cortina corredera de la alcoba, en la sala del comedor. Tiembla cuando leo en el libro el Padre nuestro. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Mas líbranos del mal. Tiembla cuando Blanca me da de su mano el cántaro de agua que trae de la fuente. Rehúyo su mirada. No puedo sostener su vista, esos ojos, enrojecidos y secos, que ya no tienen lágrimas pero siguen firmes, profundos, como las raíces seguras que sostienen alta la cabeza. Disimulo con cualquier cosa, con el menor pretexto. Me giro sin mirarla y vierto el agua en el aguamanil, para llenar la jofaina del palanganero. Pero allí también, frente al espejo, me encuentro con su rostro. Y su mirada, franca y limpia, enturbia la mía.

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Lección 31ª. Sobre el quinto mandamiento de la Ley de Dios. El homicidio es un pecado gravísimo, porque si el hombre no tiene dominio sobre su cuerpo ni sobre su vida para quitársela, mucho menos lo tendrá sobre el cuerpo y vida de otro hombre. La vida, bien el más preciado que puede poseer el hombre, bien que por nada ni nadie puede cambiar, no está ni puede estar, en las manos de otro hombre.

Deberían haber quemado también este libro hace unas semanas, junto a los de-más, en la plaza. Con las banderas, los retratos y las publicaciones oficiales que había en el ayuntamiento. Con la pequeña biblioteca popular circulante que guardaba en la escuela. Creo que no se han salvado ni los tomos de la enciclope-dia comprada a plazos. Nadie pagará los siguientes recibos de Espasa-Calpe. El secretario del ayuntamiento, de pie junto a la hoguera, leyó en voz alta el decreto que ordena la destrucción del material pedagógico en nombre de la ley, la moral y el orden público. Todo lo que suponga un peligro para las inteligencias infanti-les. Mis libros también. Creo que fue esa mañana cuando registraron mi cuarto, en el piso superior de la escuela. Poco se pudieron llevar. Lo suficiente para que te busquen, me ha respondido rápidamente Blanca. El carnet de la UGT, recibos y papeles del Círculo Republicano y unos cuantos periódicos atrasados. Lo peor, lo que dicen por ahí. Que me aprovechaba de mis funciones de maestro para inculcar sectarismos y enseñanzas nocivas para los sentimientos tradicionales de la patria, que empujaba a los niños a asistir a las procesiones cívicas, que era un propagandista acérrimo del Frente Popular y que eché un discurso incendiario en el banquete aniversario de la proclamación de la República. Recuerdo lo que dije ese día. Repetí las palabras de Giner de los Ríos. Que había que transfor-mar las aulas antiguas, suprimir el estrado y la cátedra del maestro, derribar las barreras, acercar la educación a los niños de los pueblos. La mejor promesa de un futuro diferente. Pero que era muy difícil aprender si uno está hambriento. Ahora ese comentario es revolucionario.

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Blanca me ha dejado unas sopas de ajo en el escaño de madera de la cocina. Un poco de bacalao y un trozo de hogaza. Desmigo el pan con las manos mientras pienso en lo que me ha dicho mientras apagaba el fuego de la chimenea, antes de marcharse. Que en este pueblo estoy condenado, pero que en el mío podría salvarme. Alguien que mediara para que mi caso se quedara en cárcel. Tal vez don Hilario, que dicen que salvó a varios jóvenes que ya estaban subidos en la camioneta de los falangistas. Mi madre, aunque no se come los santos, siempre ha sido una buena feligresa de su parroquia y pertenece a la congregación de las Hijas de María. Podría escribirle también a Carmen. Cómo me duele escribir su nombre. Seguro que su padre es uno de los gerifaltes de los carlistas del pueblo, capaz de ponerse en medio si hace falta. Pero es muy probable que, a estas altu-ras, ella haya quemado mis cartas, que mi nombre no se mencione en su casa, como un pecado mortal, que desfile por las calles como una de esas margaritas de boina roja que han paseado aquí hoy también, festejando la fiesta del Pilar. Celebrando la Santa Cruzada contra la canalla marxista. Pilar bendito, trono de gloria, tú a la victoria, nos llevarás.

Siento la paz de la noche estrellada, el olor que la lluvia del día ha dejado en la tierra, como una ofrenda para la sementera. Hay luna nueva. Me protege la os-curidad casi absoluta del corral. Noto frío en los brazos. La desnudez. Lo único que tengo en este mundo lo llevo encima. La cédula personal, diez pesetas y dos lapiceros con los que escribo estas cuartillas que escondo después en el arcón del alto, entre las páginas amarillentas del diccionario de latín. La primera que se conserva empieza por la pr. Praeseco, cortar antes, hacer anatomía de las entra-ñas. Praesegmen, corte de una cosa superflua del cuerpo, como el cabello o las uñas. Praesentio, sentir primero. Sentir en el corazón lo que ha de venir. Praesepe, establo, pesebre de bestias en que comen. Praesepelio, sepultar antes.

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Lección 42ª. Dar posada al peregrino Las obras de misericordia son catorce, siete espirituales y siete corporales. La quinta de las corporales es dar posada al peregrino. Grande obra es auxiliar y acoger en nuestra casa a aquel que no tiene lecho donde descansar, ni hogar donde guarecerse. Las obras de misericordia obligan en precepto en todas las necesidades extremas y graves de nuestros pró-jimos. En necesidad extrema están los que se encuentran en peligro de perder la vida, si no se les auxilia de alguna manera.

Oigo los pasos de Blanca abajo, trasteando entre la cocina y la despensa. El libro de doctrina cristiana dice que todos tenemos un ángel de la guarda encargado de nuestra custodia, al que tenemos obligación de agradecer, honrar y seguir con docilidad. Blanca hoy me ha contado, mientras le ayudaba a pelar patatas, que los fascistas ya están en las puertas de Madrid, que el parte de guerra dice que han entrado en Navalcarnero. No hay una noticia buena. Tenías que haber visto, dice, hace tres días, la manifestación por la liberación de Oviedo. Todos mis alumnos vestidos de flechas y balillas, desfilando con fusiles de madera, y venga cohetes y marchas militares, venga el Cara al sol y el Oriamendi. Y también las mujeres, con el ojo vigilante de don Salvador. Salve, Regina, Mater misericordiae. “Vita dulcedo, et spes nostra, salve”. No escucho a Blanca, bajo la vista mientras me habla. Ad te clamamus, exsules filii Hevae. Admiro sus manos, diestras, precisas. Ad te suspiramus, gementes et flentes, in hac lacrimarum valle. No reúno valor para contárselo. Para confesarle que yo estaba allí, en el campo, la mañana que cogieron a José. Muy cerca. No es verdad lo que le dije. Vi venir a los guardias y su tropel de falangistas, por el camino del carrascal, al clarear el día. Y no hice nada. Me eché al suelo en vez de salir corriendo, viñas arriba, para dar la alarma. Había tiempo. Estaban muy lejos todavía. Pero no me moví. Aplasté la boca contra la tierra, contra el rocío que todavía mojaba los rastrojos. Como una liebre encamada. Contuve la respiración cuando pasaron a mi lado,

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desplegados en guerrilla, ascendiendo hacia los corrales del carasol. Luego oí las voces y los disparos. Y un rato más tarde el motor de la camioneta, alejándose, al otro lado del cerro, con la presa cobrada. Y después el vacío de la mañana, abriéndose al calor de agosto. Y ahora estoy aquí, en la casa de José, entre sus cosas. Me visto con su ropa, que me lava su mujer, y me echo cada noche unas horas sobre la cama vacía que ellos compartían, encima de la colcha, para que mi sueño no deje huella en el hueco de la lana. Y soy capaz de dormir. Cómo contárselo.

Tengo que marcharme, o entregarme. No quiero pensar lo que le pasaría a Blan-ca si me descubren aquí, la situación en la que quedaría su familia, el desam-paro de sus hijos. Tal vez si cruzo el Ebro una noche oscura, si paso la Sierra de Cantabria y logro atravesar el condado de Treviño hacia el norte, hacia la zona republicana, por Villarreal de Álava, donde dicen que está la línea del frente. Seguro que otros lo han conseguido antes. Tengo que salir de aquí. En el pueblo circulan los rumores. En el lavadero, en la fuente, en los zaguanes de las casas, en los bajos de la casa cuartel, en el atrio de la iglesia. Nadie dice nada, pero todos susurran. Que hay muchos emboscados, que había que dar una segunda vuelta. Dicen que han visto por el pueblo al hijo de la Flora, el que pregonaba los periódicos de la CNT, que algunas mujeres compran más comestibles que bocas tienen en casa, que hay quien lava la ropa a escondidas para que no se vean pantalones de hombre, e incluso que alguno anda por las noches haciendo las labores de la huerta. Blanca me cuenta menos de lo que oye, de lo que sabe, para que no tema. Habladurías. Envidias y malos quereres, dice. Y yo reprimo la vergüenza de mi silencio, como la mancha imborrable de un pecado original. Y ahogo lo que siento cuando ella pasa a mi lado. A pesar del pañuelo que cubre su cabeza, de la ropa negra que oculta su cuerpo, de la dureza que deja en el rostro el dolor contenido, como si hubieran pasado diez años en diez semanas. Una de las causas del pecado contra el noveno mandamiento, dice el libro, es la curiosidad. He subrayado una frase: la curiosidad en los ojos para mirar lo que está prohibido, una puerta por donde entra el deseo.

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Lección 61ª. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Es la segunda de las ocho bienaventuranzas. La tercera, bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. La quinta, bienaventurados los misericor-diosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Me ha descubierto. La vecina de la casa trasera, la que linda con el corral. Una pared casi sin vanos, con un ventanuco estrecho en lo alto, que parecía cegado. Me he quedado inmóvil, en medio del patio del corral, blanqueado por la luna llena, como si estuviera atrapado en mitad de las aguas de un lago. Ella en un primer momento ha hecho un gesto instintivo con el cuerpo, como para echarse hacia atrás, que luego ha frenado. Durante unos segundos hemos mantenido la mirada. No sé lo que ha visto en mis ojos, además de la sorpresa. Yo he intuido en los suyos el apuro, el temor. Tal vez la duda. Quisiera creer que un asomo de compasión. Se ha signado con un gesto rápido. Una cruz en la frente, otra en la boca y otra en el pecho. Dice el libro que un católico debe hacer la señal de la cruz al empezar alguna obra y siempre que se vea en algún peligro o necesidad. Luego ha cerrado el postigo. Una hora, dos horas. La madrugada. Nada, ni un ruido.

Creo que estoy sereno, templado. Pero la torpeza de los dedos delata mis ner-vios. No puedo enristrar los pimientos que Blanca trajo del huerto, para poner-los a secar, aquí en el desván. En la misma pared, junto al ventano de la solana, están las ciruelas claudias que envolví en papel de periódico, para hacer pasas. Huelen las manzanas nuevas del altillo. A otoño. En el granero hay dos sacos de trigo, mediados, y uno de alubias, más corto. La próxima primavera se hará muy larga. Cruzo hacia el otro lado del alto. Ocho pasos. No hace falta que los cuente. Miro el escondite inútil de la escalera del horno. Puedo andar por aquí a ciegas, sin tropezar con los viejos aperos de la labranza, los caballetes de madera

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y las mantas de recoger la oliva, el armazón de hierro de una cama. Sin rozar las cribas, las hoces, las sogas, los escobones, los rastrillos arrumbados en el fondo. Todo lo que antes tenía vida, la huella de unas manos que estreché muchas veces.

La séptima. Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios. Se llaman pacíficos aquellos que procuran vivir siempre en paz y armonía con los demás, los que trabajan lo posible porque no se altere la tranquilidad pública y privada, los que se ejercitan en unir y conciliar a los hombres entre sí. Cuando este infierno de sangre y plomo acabe, cuando la guerra termine, no sé si que-darán vivos los hombres pacíficos que harán falta para conciliar a los españoles. Quedarán las mujeres.

Desde hace un rato ladran los perros en la calleja. Me he asomado con cuidado a la ventana trasera del alto. Por un momento he creído ver, sobre la tapia del corral, entre las ramas de la higuera, el brillo acharolado de un tricornio. No estoy seguro. Me cuesta hacer buena letra. Es el pulso. Escribo sentado sobre un fardo de costales vacíos, apoyado en la tabla de madera de una media fanega. Mi madre me tiene contado que una parecida me sirvió de cuna, cuando nací. Hoy habrá ido al cementerio a limpiar las tumbas de los abuelos, a poner flores en la de mi hermana pequeña, tantos años después. Es la víspera de Todos los Santos. Este año muchos muertos se han quedado fuera de las tapias del camposanto, abonando la tierra. Mi madre rezará también por mí. Seguro que no se olvida, el próximo miércoles es el día de mi santo. Ahora oigo voces fuertes en la calle, golpes en el portón de entrada.

La octava. Bienaventurados los que padecen persecuciones por la justicia, por-que de ellos es el reino de los cielos.

Ya vienen.

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