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VI HISTORIA SOCIAL, POLITICA Y RELIGIOSA DE LOS JUDIOS DE ESPAÑA Y PORTUGAL (1). Son tan contados los libros verdaderamente graves y profundos que en nuestros días suelen publicarse en España, que la rara aparición de los pocos recomendables por la originalidad del asunto, la copia de noticias ó la excelencia de la doctrina, y dig- nos de pasar á la posteridad en cuanto contribuyen á enriquecer el mundo literario, debe saludarse con alborozo. Las preocupaciones de la política roban y acaso esterilizan mu- chos ingenios, cuyas obras podrían honrar á la patria. El espíritu mercantil induce á otros á moderar su vuelo, y tal vez abatirlo , hasta ponerse al nivel del vulgo. Amén de esto, la glacial indife- rencia con que son acogidos ciertos libros, fruto de largas y penosas vigilias, descorazona á los doctos, que si pueden pres- cindir de toda mira interesada, no renuncian con igual facilidad á la noble ambición de ocupar un distinguido asiento en la repú- blica de las ciencias y las letras en premio de su trabajo. No hay ánimo bastante fuerte á quien no cause mortificación el silencio desdeñoso de la crítica; como si el libro, á tanta costa dado á luz, no mereciese ni aún los honores de la censura. En los pueblos más cultos de Europa, apenas se publica un buen libro, (1) H istoria social, política y religiosa de los Judíos de España y Portugal, por el Excmo. Sr. D. José Amador de los Ríos, individuo numerario de las Reales Academias de la Historia y Bellas Artes de San Fernando, Catedrático del Doctorado en la Facul- tad de Filosofía y Letras de la Universidad Central, Inspector general de Instrucción pública, etc. Editor-. Excmo. Sr. D. José Gil Dorregaray. Madrid, imprenta deT. For- tanet, calle de la Libertad, núm. 29, 1875, Tomo 1: xvi, 594 págs., erratas. 1876. To- mo II: xii, 662 págs., erratas. 1876. Tomo III. Retrato del autor: xi, 657 págs . erratas. En octavo.

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VI

HISTORIA SOCIAL, POLITICA Y RELIGIOSA DE LOS JUDIOS DE ESPAÑA Y PORTUGAL (1).

Son tan contados los libros verdaderamente graves y profundos que en nuestros días suelen publicarse en España, que la rara aparición de los pocos recomendables por la originalidad del asunto, la copia de noticias ó la excelencia de la doctrina, y dig­nos de pasar á la posteridad en cuanto contribuyen á enriquecer el mundo literario, debe saludarse con alborozo.

Las preocupaciones de la política roban y acaso esterilizan mu­chos ingenios, cuyas obras podrían honrar á la patria. El espíritu mercantil induce á otros á moderar su vuelo, y tal vez abatirlo , hasta ponerse al nivel del vulgo. Amén de esto, la glacial indife­rencia con que son acogidos ciertos libros, fruto de largas y penosas vigilias, descorazona á los doctos, que si pueden pres­cindir de toda mira interesada, no renuncian con igual facilidad á la noble ambición de ocupar un distinguido asiento en la repú­blica de las ciencias y las letras en premio de su trabajo.

No hay ánimo bastante fuerte á quien no cause mortificación el silencio desdeñoso de la crítica; como si el libro, á tanta costa dado á luz, no mereciese ni aún los honores de la censura. En los pueblos más cultos de Europa, apenas se publica un buen libro,

(1) H isto ria social, política y religiosa de los Judíos de España y Portugal, por el Excmo. Sr. D. José Amador de los Ríos, individuo numerario de las Reales Academias de la Historia y Bellas Artes de San Fernando, Catedrático del Doctorado en la Facul­tad de Filosofía y Letras de la Universidad Central, Inspector general de Instrucción pública, etc. Editor-. Excmo. Sr. D. José Gil Dorregaray. Madrid, imprenta deT. For- tanet, calle de la Libertad, núm. 29, 1875, Tomo 1: xvi, 594 págs., erratas. 1876. To­mo II: xii, 662 págs., erratas. 1876. Tomo III. Retrato del autor: xi, 657 págs . erratas. En octavo.

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resuenan las cien trompas de la fama, y se hace cuestión de amor propio nacional ilustrar y ensalzar hasta las nubes el nombre de su autor. En España pasan inadvertidos los mejores, ó solamente son leídos y juzgados por un corto número de eruditos. Algunos conocemos que, si en algo son estimados , lo deben al eco de las alabanzas que sus autores recogieron allende del Pirineo; y puesto que, como dijo el poeta, habent sua fata libelli, no consentire­mos , eu cuanto de nosotros dependa, que la obra del Sr. Amador de los Pifos tenga la suerte de otras semejantes, sobre las cuales aún no ha recaído el fallo de la crítica contemporánea, adverso ó favorable.

No es necesario ser muy versado en la Bibliografía moderna para saber que el Sr. Amador de los Ríos publicó en 1848 un libro coa el título de Estudios históricos, políticos y literarios sobre los judíos de España, á poco traducido al francés por Mr. de Magnabal. Cada vez más enamorado del asunto, en lugar de contentarse el autor de los Estudios con hacer una segunda edición do aquel ensayo, siquiera fuese aumentada y corregida, concibió el plan de levantar un nuevo edificio, aprovechando los antiguos cimientos; y esta fue la ocasión de escribir y dar á luz la Historia que analizamos.

Nadie podrá formarse idea de las dificultades que ofrece una empresa de tal calidad, sino quien la hubiese intentado; porque para escribir de historia en España faltan muchos elementos que abundan en otras partes. Carecemos de colecciones diplomáticas, de indices razonados de nuestros archivos, de un personal subal­terno que auxilie al autor en sus trabajos de investigación, y extracte ó traduzca con fidelidad los documentos útiles, y hasta de buenos correctores de pruebas. E! autor no ha de ser única­mente el arquitecto que levante la fábrica, sino el peón que arranque los materiales y los labre, pasando todo por su vista y por su mano.

La dificultad sube de punto cuando se trata de materias poco ó mal estudiadas; y es lo cierto que la historia general de España forma un haz, compuesto de tres historias particulares: de los cristianos, de los moros y de los judíos, las tres razas principales que ocupan el territorio de la Península durante la Edad Media,

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y determinan el carácter y el curso de la civilización española, mixta de oriental y occidental. De los moros y los cristianos tene­mos muchas noticias, y no falta quien de vez en cuando añada una joya al tesoro de erudición que hemos heredado; pero de los judíos, raza proscripta y aborrecible á los ojos de un pueblo que militaba debajo de la bandera de la Cruz, se escribió poco hasta ahora, y como de pasada. Y, sin embargo, fueron vasallos de nuestros reyes; ministros omnipotentes; versados en las ciencias, las letras y las artes; mercaderes activos; solícitos labradores: fuente copiosa de tributos: y en más de una ocasión los hijos de Israel ofrecieron su cuerpo al peligro de los combates, y sem­braron de cadáveres los campos de batalla.

Poner de manifiesto la condición social de los judíos desde su venida á España hasta su expulsión por los Reyes Católicos; seguir sus pasos, ya en la aljama ó municipio hebreo, ya al tra­vés de la vida civil, y ya peuetrando en ¡a corte de nuestros reyes, en donde tantas veces se recuerda la historia de José, go­zando de la privanza de los Faraones; investigar las causas de aquel odio profundo que los dividió de los cristianos, dando una parte á la raza, otra no menor á la diferencia esencial del culto, alguna á la insaciable ambición y codicia de este pueblo singular, sin disimular la que en sus desdichas tuvo la envidia de bien ó mal logradas riquezas; y, en fin, esparcir la luz sobre tantos puntos obscuros; declarar tantos misterios; completar innumera­bles noticias; rectificar multitud de hechos, consultando in­finitos documentos, de cuyo examen brota la verdad que per­suade y convence al lector, tal es la ardua tarea del Sr. Ama­dor de los Ríos, á feliz término conducida para acrecentamiento de su fama de hombre docto, y en honra de nuestra patria, en la cual todavía florecen los ingenios y se cultivan las buenas letras.

Hay nobleza en defender la causa de los oprimidos; pero la crí­tica, que es la justicia de la historia, pide fallos dictados con la más severa imparcialidad. Sin duda mueve á compasión la suerte miserable de los judíos, cuando arreciaban los vientos de la per­secución, y nadie habrá que se atreva á disculpar el trato inhu­mano que recibían de los cristianos, ni deje de reprobar la dureza

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de las leyes, cuyo espíritu de intolerancia rayaba en el extremo de condenar á todo un pueblo á vivir sin patria, sin bogar y sin familia; pero de este inconsiderado rigor de los perseguidores, ¿no cabe alguna parte de culpa á los perseguidos?

La experiencia nos enseña que la servidumbre engendra vicios inseparables de toda condición abyecta y oprimida; la bajeza de ánimo, el disimulo, la mentira, el odio reconcentrado y escon­dido en lo más hondo del pecho, la perfidia y el deseo de vengar sus agravios con la traición y de hartarse de sangre. Las razas proscriptas se hallan tan cerca de la servidumbre, que natural­mente propenden á contraer hábitos serviles.

Aquel pueblo de Israel escogido por Dios, de dura cerviz en los tiempos de Moisés, esparcido por el mundo después de la catás­trofe de Jerusalén ; obstinado en su ley, esperando por momentos la venida del Mesías, que de nuevo le había de redimir déla esclavitud, [y aún darle fuerzas para vencer y exterminar á sus enemigos, irritaba á los cristianos con su carácter inquieto y re­belde. La falsa esperanza de que llegaría un día anunciado por los profetas de su ley, en el cual hiciese su aparición en el mundo el rey de las naciones, para redimir del cautiverio á los hijos de Israel y someter á su yugo todos los habitantes de la tierra, á tal punto perturbaba la razón de nuestros judíos, que les hacía iuso- portable la obediencia á los cristianos; en tanto que éstos consi­deraban fingida la resignación de los hebreos, y la lealtad de su raza sospechosa.

Era natural inclinación de ios judíos allegar dinero por todos los medios imaginables; y como gente práctica en la mercancía, se deslizaban en pos de la ganancia lícita ó ilícita, como serpiente en busca de la presa. En la corte se muestran lisonjeros y humil­des servidores de los príncipes, á riesgo de perder la vida per­diendo la privanza; y era el peligro mayor cuanto mayor era la fama de sus riquezas, pues solían los reyes dejarles que se ceba­sen en la sangre de sus vasallos, y luego exprimir la esponja. Solicitaban con empeño los cargos de recaudadores y arrenda­tarios de las rentas públicas, propios de hombres sin entrañas y siempre odiosos , no solamente porque toda exacción es dura, sino porque el oficio convida al abuso. Sus negocios particulares con­

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sistían principalmente en prestar dinero, vender al fiado y apurar todas las formas de la usura. No podían mezclarse con los cristia­nos ni siquiera vivir con ellos como buenos vecinos; pues , ade­más de mediar un abismo entre ambas religiones, la poligamia y el divorcio, según la ley judaica , aumentaban la enemistad de ambas razas, siendo tan distinta la naturaleza del vínculo en que se funda la organización de la familia.

Tolerados los judíos como huéspedes importunos, debieron abs­tenerse de tomar parte en las discordias civiles de los cristianos. Lejos de eso. cerrando los oídos á los más vulgares consejos de la prudencia, se mezclaron en las contiendas á que no eran llama­dos, supuesta su condición social. Vencedores ó vencidos, tarde ó temprano, la raza proscripta pagaba su atrevimiento con nue­vas y mayores persecuciones, conjurándose en su daño la tibieza de los amigos y el odio encarnizado de los enemigos.

La nota de ingratitud con que la opinión denigraba y envilecía al pueblo hebreo; los casos repetidos de deslealtad á los reyes de condición más benigna; el recuerdo de algunas traiciones, y principalmente de la parte que les cupo en la pérdida de España, facilitando la secreta inteligencia de los judíos españoles con los africanos la invasión y conquista de los moros; los crímenes que el vulgo les imputaba, que, aún siendo falsos, causaban tanta indignación como si fuesen ciertos, á semejanza de los delitos imaginarios de hechicería durante la Edad Media y en tiempos cercanos á los nuestros, todo conspiraba á la destrucción y ruina de los hijos de Israel, vasallos de Castilla, Aragón y Navarra, sin el consuelo de hallar refugio en los reinos vecinos de Francia ó Portugal, en donde sus hermanos no gozaban de mayor protec­ción en sus personas y haciendas.

Es un error vulgar atribuir á los reyes toda ó casi todas las persecuciones que afligieron á los judíos, sus vasallos; cuando, según enseñala historia, fueron los pueblos amotinados, ó las Cortes, dentro del orden legal, quienes deben cargar con la culpa de aquellos excesos. Muchas veces resistieron los reyes al to­rrente de la opinión, siempre inclinada á la intolerancia; y pocas se prestaron de buen grado á ser ciegos instrumentos del fana­tismo.

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A este incesante clamor de los cristianos se añadían las conti­nuas instancias de Roma, que aguijaba a los reyes, y aún los conminaba con las censuras eclesiásticas, y acaso los reputaba sospechosos en la fe, si no indignos de la corona, si se mostra­ban tibios en el cumplimiento de los decretos del concilio IV de Letrán y de los breves apostólicos lanzados en odio al pueblo deicida.

Basta ya de consideraciones generales; y puesto que no pode­mos seguir paso á paso al Sr. Amador de los Ríos en su larga peregrinación, optamos por fijar la vista en ciertos pasajes de su obra, más curiosos por su novedad , ó interesantes por la crítica, ó tal vez accesibles á la controversia.

I

El tiempo y la ocasión de la venida de los judíos áEspaña ofre­cen al Sr. Amador de los Ríos vasto campo á profundas y erudi­tas investigaciones. Apartándose de la opinión de aquellos autores que admiten la autenticidad de un corto número de antigüedades hispano-hebreas, no vacila un momento en declararlas supuestas ó fabulosas. Es historiador de conciencia; y, por tanto, se guarda de penetrar sin luz en las regiones obscuras que dieron origen á la población de la Península ibérica en siglos remotos. Algunas lá­minas sepulcrales, invocadas por la mayor parte de los anticuarios de las dos últimas centurias como testimonio fidedigno de que hubo judíos en España mil años antes de J. C., son hoy desecha­das por apócrifas. Lo más verosímil (dice) es que los judíos hu­biesen penetrado en España al mismo tiempo que los tirios y fe­nicios establecieron en nuestras regiones litorales del Oriente y Mediodía sus colonias; y, en efecto, así lo persuaden la ley de las razas, la afinidad de los idiomas, el carácter aventurero de estos pueblos, inclinados al comercio y la navegación, y la auto­ridad de Estrabón, que refiere cómo los judíos se hallaban en el siglo de Augusto extendidos y derramados por toda la tierra, prosperando y viviendo bajo sus propias leyes.

Suele el P. Mariana, al narrar ciertos hechos que obscurecen las

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nieblas de la historia, repetir la frase «pero la verdad, ¿quién la podrá averiguar?» La verdad acerca de la venida de los judíos á España no está averiguada, y toda la diligencia del Sr. Amador de los Ríos no basta ni llega á disipar las dudas del lector escru­puloso; mas es fuerza reconocer que funda sus conjeturas en ra­zones derivadas de tan buenas fuentes como son la filología y la etnografía. Todo lo que, según las reglas de la sana crítica, se le puede exigir es refutar la creencia de que mucho antes de la ve­nida del Mesías tenían ya los hebreos de Toledo sinagogas sun­tuosas en la ciudad, y admitir como probable que los judíos vinieron á España mucho antes de que asentaran en ella su planta los romanos.

Que se acrecentó la población judaica avencidada en el Occi­dente de Europa, hasta formar número considerable cuando so­brevino la invasión de los bárbaros, está fuera de duda. Debióse este rápido incremento, más que á la multiplicación de los anti­guos judíos españoles, á la llegada de los fugitivos de Jerusalén, asolada por Tito, y de los desterrados de su país natal por Adriano. El Concilio Iliberitano, celebrado á principios del siglo iv, dió la señal y el ejemplo del divorcio social de ios cristianos y los judíos, raza impura, con la cual la pura no debía mezclar su sangre, ni tener comercio familiar, porque hasta su bendición era vitanda.

Extraña al Sr. Amador de los Ríos que los PP. del Concilio de Ilíberi ninguna diferencia hubiesen establecido entre los hebreos arraigados en nuestro suelo desde tiempos remotos, y los emi­grantes que la espada vencedora de los Césares arrojó de sus ho­gares. Sin embargo, la explicación nos parece sencilla y natural. Todos los israelitas pertenecían á la misma raza y profesaban el mismo culto; por cuyas dos razones todos eran considerados ene­migos de la fe católica, y debían ser envueltos en un anatema. Del pecado de Israel fue cómplice todo el pueblo, es decir, los expulsados de Jerusalén , los esparcidos por el mundo y su pos­teridad. Por poco versados que fuesen en las Sagradas Escrituras los obispos de las provincias hética, lusitana y tarraconense, no podían ignorar aquellas palabras que San Mateo pone en boca del pueblo judío pidiendo á voces la crucifixión del Justo: «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos.» Solamente los que

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reconocieron el Mesías y abrazaron la ley de gracia están excep­tuados de la maldición. Al cabo de diez y ocho siglos, ni el solio de David fué restablecido, ni el templo de Salomón reedificado, ni las destrozadas reliquias de la nación hebrea han podido re­unirse para fundar una nueva patria en algún desierto rincón de la tierra.

La invasión de los bárbaros abrió las puertas de España á los visigodos. Mientras fueron éstos arríanos, gozaron los judíos de los beneficios déla tolerancia religiosa. «Indiferentes (los visi­godos) á los peligros que rodeaban al catolicismo (dice nuestro au­tor), ajenos á la lucha que éste sostenía contra las sectas, y no obligados al cumplimiento de los cánones que regían en España desde los primeros días del siglo precedente, no desdeñaron-con» ceder su protección á la raza judaica, cuyos servicios comenzaban ya á ser grandemente útiles para los pueblos que la acogían en sil seno» (i).

En efecto; fueron los judíos protegidos durante la primera época de la monarquía visigoda, y desde la conversión de Reca- redo en adelante perseguidos. Un lector superficial pudiera inter­pretar el pasaje copiado á la letra en el sentido que la historia de los visigodos ofrece el contraste de la tolerancia amana con la intolerancia católica. El Sr. Amador de los Ríos, narrando las vicisitudes de la grey israelista en España, cumple su obligación de historiador escribiendo la verdad. Hay, sin embargo, un punto obscuro que esclarecer, y acaso un juicio que rectificar, á saber: la edad de oro de los judíos españoles bajo la dominación de los reyes anteriores á Recaredo, ¿se debió al espíritu de tole­rancia de la secta arriana?: y la de hierro que sobrevino, ¿tuvo origen en el celo indiscreto del clero católico?

«Cuando el Imperio de Oriente (dice Thierrv) volvió al gremio- de la Iglesia católica, reinando Teodosio, los visigodos no le si­guieron en aquella evolución religiosa, sino que permanecieron arríanos, arríanos fanáticos y perseguidores, exponiendo á un doble peligro el Imperio» (2).

(,!) Tomo i, pág. 19.(’2) S ain t Jean Clirysosíóme et ItEm pératrice Eudoxie. pág. 416.

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Fanáticos y perseguidores fueron nuestros reyes arríanos Teo- dorico, Agila y Leovigildo. Por caso raro se cuenta de Amalarico v Teudis que, siendo arríanos, dieron licencia á los obispos ca­tólicos para celebrar concilios y reformar libremente la disciplina de la Iglesia. La paz de que disfrutaron los judíos mientras pre­valeció en España el arrianismo, y la persecución posterior al triunfo del catolicismo, se explican considerándola transforma­ción de la monarquía visigoda, á partir del concilio iII de To­ledo. Al abjurar los errores de la secta de Arrio, así Rocaredo, como la mayor parte de su pueblo, se trastornaron los funda­mentos de aquella sociedad, al punto de producir una verdadera revolución política y religiosa. La causa primera y principal de la cruel persecución de los judíos españoles bajo los sucesores de Recaredo, debe buscarse remontándonos á las fuentes de la his­toria.

Al dar Constantino la paz á la Iglesia no fué su ánimo renun­ciar parte alguna de los derechos propios del César, esto es, la soberanía temporal y el supremo pontificado, que se confundieron en una sola autoridad en el mundo pagano. Así, pues, continuó siendo el árbitro y regulador de las cosas divinas y humanas; de suerte, que interpreta la fe del Imperio, defiende el dogma, re­suelve las cuestiones de disciplina, y castiga como rebeldes á los que niegan la existencia de la Iglesia oficial.

Los reyes visigodos, aunque enemigos de Piorna, tomaron de los Césares la majestad, el manto de púrpura, el cetro y la dia­dema , los oficios palatinos, las leyes y hasta el nombre de Flavio; como si pretendiesen honrarse y ennoblecerse entroncando con la familia de Vespasia.no.

Nuestro concilio de Nicea fué el III Toledano, y Recaredo nuestro Constantino. Ilízose católica nuestra monarquía visigoda, y formaron alianza indisoluble el sacerdocio y el imperio. Los concilios tuvieron el carácter de sínodos de la Iglesia española y asambleas nacionales; los cánones se confundieron con las leves; los pecados se reputaron delitos, y la penitencia se mezcló con el castigo.

Los reyes visigodos, abrazada la fe católica, persiguieron á los hijos de Israel como enemigos públicos y súbditos rebeldes á su

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autoridad; porque, admitida la monarquía de derecho divino, una misma es la causa de la Iglesia y la del Estado: y de aquí la in­tolerancia; porque, si los obispos condenaban la obstinación de los judíos que rehusaban purificarse con las aguas del bautismo, los reyes se creían obligados en justicia y en conciencia á defender contra ellos la constitución política y religiosa, establecida con la doble sanción del poder espiritual y temporal.

Y si la conjetura del Sr. Amador de los Ríos respecto á la par­ticipación de los judíos en la persecución de los católicos por los arríanos en los tiempos de Leovígildo tiene razonable funda­mento, puesto que sería verosímil, disculpa algún tanto el rigor de las represalias.

Deplora el historiador de los judíos la política de represión inaugurada por los PP. del Concilio de Ilíberi, y llevada al ex­tremo por los asistentes á los posteriores de Toledo. Nosotros también lo deploramos; porque repugna á la naturaleza y raya en los límites de la crueldad apartar el marido de la mujer, y arreba­tar los hijos á sus padres, siquiera invoque la autoridad consti­tuida el principio de que no haya sociedad alguna entre el fiel y el infiel. Mas, suponiendo que la alianza de los hebreos con la raza hispano-latina fuese permitida por la ley visigoda, todavía duda­mos que por el camino de la tolerancia se hubiese logrado el in­tento de mezclar su sangre.

Oponíase á ello el precepto del Dios del Israel, que prohibió á su pueblo tomar mujeres de entre las hijas de los gentiles para sus hijos (1); la ley del repudio, incompatible con el vínculo perpetuo del matrimonio cristiano (2), y la recíproca antipatía de las dos razas, obstáculo siempre poderoso á la fusión. Algunas excepciones, que debían ser muy contadas, no bastan á formar juicio en contrario.

Cuando la ley antigua del Fuero Juzgo prohibía que hombre godo se casase con mujer romana, y hombre romano con mujer goda, subsistiendo la prohibición hasta que la alzó Recesvinto, á pesar de la mayor afinidad entre ambos pueblos, ¿ se concibe la

(1) lüieodo, cap. xxxiv. vera. 16.

(2) DmAeronornio, cap. xxiv, vera. I.

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mezcla de los hebreos con la gente hispano-latina á favor de la tolerancia? Iíoy es, y todavía, aunque la libertad de cultos ex­ten d id a á toda Europa protege á los israelitas, se perpetúan casán­dose entre sí, como una gran familia celosa por conservar la pureza de su sangre. No; la tribu de Judá, fiel á su ley , debía vivir aislada en medio de las naciones infieles (1).

El docto Académico, autor de la Historia de los Judíos, pinta muy al vivo los padecimientos de este pueblo, bajo los reyes visi­godos, entre los cuales descuellan por su dureza Sisebuto, Sise- naudo, Chintila y Recesvinto. La copia de noticias con que ilus­tra la narración, y la crítica tan severa como justa que en ella resplandece, son dignas de toda suerte de alabanzas. No es posi­ble absolver á los príncipes á quienes el mismo San Isidoro condena.

Sin embargo, para poner la razón en su punto, convendría averiguar los fundamentos de la acusación de perfidia judaica. Que muchos hebreos aparentasen hacerse cristianos por librarse del destierro y ponerse á cubierto de la persecución que contra los de su raza se desencadenaba, puede hallar disculpa; que otros, arrepentidos de haber abandonado la fe de sus mayores, escan­dalizasen el mundo con sus frecuentes apostasías, también la tiene, en la violación de todas las leyes divinas y humanas para oprimir su conciencia; mas que fuesen inocentes corderos resig­nados al sacrificio, no lo acredita la historia, ni lo pretende el Sr. Amador de los Ríos. Lejos de parecer víctimas sin mancha, dignas de piedad por su mansedumbre, como los santos que al­canzaron la palma del martirio, la posteridad debe mostrarse igualmente severa con los perseguidores y perseguidos.

La crítica no puede perdonar á los judíos españoles su rebelión contra Wamba, que inundó de sangre la Galia gótica, ni los tra­tos secretos con sus hermanos de Africa, despertando ó avivando los deseos de invadir la Península en el pecho de Tarik y Muza , ni la deslealtad con que procedieron al entregarles las ciudades y

(1) Según el Antiguo Testamento, todos los varones debían tomar mujer de su tribu y linsje, y todas las mujeres marido de su tribu, para que la heredad continuase en las familias, y no se mezclasen las tribus, antes permaneciesen como fueron sepa­radas por el Señor. Los Números, cap. xxxiv, vers. 7, S, 9 y 10.

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fortalezas encomendadas á su custodia y defensa, ni su ingratitud á los beneficios que habían recibido de los últimos reyes visigo­dos. No lo disimula el Sr. Amador de los Ríos: bien que nos­otros, menos indulgentes con la raza judaica, la acusamos en alta voz de haber conspirado contra la seguridad del Estado, y contri­buido eficazmente á la pérdida y ruina de España, sin admitir la excusa de la persecución ; pues ningún agravio, por enorme que sea, basta á disculpar el crimen de abrir las puertas á los enemi­gos de la patria.

Este nuevo pecado de Israel, cometido por espíritu de ven­ganza, y en odio al nombre cristiano, no quedó impune. Cre­yeron ¡os judíos que España sería para ellos otra tierra de pro­misión, sometida al yugo de los árabes, y se engañaron. Mayores persecuciones padecieron bajo los sectarios de Mahoma, que ha­bían padecido durante la dominación de los reyesque profesaban la religión de Jesucristo: mayor tolerancia debían esperar de los príncipes y sacerdotes, en cuyos corazones acabaría por fructificar la semilla de la caridad esparcida por el Evangelio, que délos califas de Córdoba, inspirados por el Koran, en donde se lee con frecuencia que los israelitas son malditos de Dios, y estan predes­tinados al fuego eterno.

Los cristianos, por su parte, nunca jamás olvidaron aquella negra traición, origen de una guerra de ocho siglos; de la cual, si no fueron únicos autores, fueron sin duda auxiliares poderosos. Este punzante recuerdo agrió el carácter de los pueblos que en la Península se alzaron en armas contra los moros, y dieron origen á distintas monarquías al calor de la Reconquista. La natural exaltación de los ánimos al contemplar los peligros que corrían la religión y la patria, avivaron la llama de la intolerancia, que ardió, con más ó menos violencia, toda la Edad Media, exten­diéndose el castigo de los padres á los hijos y á su descendencia, como se extendía la culpa á toda la raza hebrea. Estaba la espina muy honda para que los cristianos no sintiesen un dolor tan agudo; y érales más fácil mostrarse generosos con sus enemigos declarados, que con sus falsos amigos los judíos, cuya fama de perfidia voló por el mundo con aquella triste ocasión, para su mayor desgracia. A decir verdad, de la condición vengativa de

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los judíos no era de esperar que guardasen lealtad á sus perse­guidores; y mucho más, no amando como se debe amar al suelo en donde nacemos y deseamos morir, ó, como decían los anti­guos, la tierra sagrada de la patria. Eran los desterrados de la santa ciudad de Jerusalón, objeto de su culto, que suspiraban por restituirse al templo de su Dios y al hogar de su familia, resig­nándose á morar entre los Ínfleles mientras no llegaba el Mesías, pero no á título de ciudadanos, sino como extranjeros que de­mandan los favores de la hospitalidad.

Cuál haya sido la suerte de los judíos bajo los califas de Cór­doba y los reyes cristianos de España y Portugal, nos lo declara el Sr. Amador de los Paos en el discurso de su obra. Antes de se­guirle en sus nuevas y profundas investigaciones, necesitamos tomar algún descanso. La pluma, enamorada del asunto, se ha deslizado más de lo que á un artículo de crítica convenía, y, puesto que no es nuestra intención defraudar las esperanzas del lector curioso y tal vez impaciente por conocer el juicio que for­mamos acerca de la Historia de los Judíos, no vacilamos en afir­mar que el libro responde á la merecida fama del autor. Regis­trar una multitud de volúmenes y documentos en busca de noti­cias; ordenarlas y distinguir las ciertas de las falsas ó dudosas; exponer los hechos con claridad y desarrollarlos según el orden de los tiempos; comprobarlos con testimonios y autoridades fide­dignas; apreciarlos según las reglas de la buena critica, y dar forma á este cuerpo de una narración que cautiva el ánimo, con la pureza y corrección del lenguaje, y la nobleza y elegancia de un estilo, propio de la gravedad de la historia, contribuyen á que sea la lectura tan instructiva como agradable. Reciba el Sr. Ama­dor de los Paos nuestro parabién por el feliz desempeño de su ardua tarea, obra de largos años de estadio y meditación, y sír­vale de recompensa el aplauso de los doctos. ¡Ojalá que su ejem­plo tenga en España imitadores!

Manuel Colmeiho.