historia de los muchos coyotes

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Cuento para niños de 1995.

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Historia de los muchos coyotes LUIS A. GÓMEZ

para los tres enanos

Cuenta el abuelo del tío Cosa, a quien se lo dijo un primo de la hermana del señor de la esquina, que hubo un tiempo sin relojes, cuando las horas y los minutos eran pedazos de sombra bajo los árboles, en que existían muchos coyotes de muy diferentes tamaños y grosores. Había coyotes flacos y largos como el perro de los hijos de mi amigo el “Bizcocho”; otros eran chaparros y fuertes como los macetones en los que mi abue Chofi plantaba helechos; y también coyotes gorditos y de ojos pequeños, parecidos a los suéteres de una novia que tuve en esos años medio grises cuando ustedes apenas y sabían hablar tres palabras. En noches oscuras y frias, más o menos como ésta, los coyotes salían de sus casas en los bosques para corretear entre las matas, jugando a las escondidas o, si se aburrían de jugar entre ellos, se iban a las casas de la gente para comerse los restos de la cena y molestar a aquellos niños que, cansados de dar lata, se habían quedado dormidos sin quitarse los zapatos. La verdad no eran mala onda los coyotes, pero sin oportunidad ni ganas de trabajar o estudiar alguna cosa, se habían vuelto muchísimo muy molestosos para las personas. No pasaba noche sin ruido ni platos rotos. Era muy difícil dormirse con tanto relajo como hacían estos animales; todos amanecían con sueño y unas ojerotas del tamaño de una manzana... nadie tenía ganas de ir a trabajar o a la escuela. En esos días, todos los seres vivos (plantas y animales) hablaban la misma lengua; después cuando las frutas decidieron por cuenta propia tener sabores distintos, los animales, los hombres y los demás comenzaron a hablar diferentes idiomas; pero eso se los cuento otro día. Estábamos pues en que todos hablaban lo mismo, y era tan conocido el lenguaje, que uno podía hablar hasta con el sol, las nubes y los cerros. Una mañana tibia, luego de tomar el café con leche y el pan dulce, el viejo Santiago decidió que los coyotes ya eran insoportables; no era justo tanto desastre y tanto jolgorio por las noches si había quien, como él, tenía la necesidad de levantarse temprano. Así, agarró su sombrero y, en vez de tomar el rumbo de su trabajo, se fué a visitar a la señora Esperanza, amiga íntima de mi abuelita y de las nubes y terregales que vivían por esa zona. La encontró en su casita, dándole alpiste a los pájaros cantores y cantando con ellos la canción del “Tecolotito”. —Buenos días, saludó Santiago. —¿Qué tal don Santis? ¿qué lo trae a ésta, su casa? —Pues ya ve, aquí, con la desvelada encima.

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—Como todo el mundo; esos canijos coyotes ya no paran de andar parrandeando. —Por eso mismo vengo. —A ver, dígame. —Pues... yo digo que ya fue mucho; es hora de parar a esos huevones que nomás andan molestando. Y venía a ver si a usted no se le ocurre nada. —Mire, don Santis, la mera verdad no. Véngase mañana... ya pensaré en algo. *** Pasó el día ése con las gracias y desventuras que suelen cargar los días en sus morrales. Los grandes trabajaron de mal humor, los niños jugaron muy poco y algunos enamorados, de tan cansados, apenas y pudieron darse un besito dormilón. ¡Y cómo no! Si los coyotes hacían más ruido en las noches que los cohetes de las fiestas de Xoxocotla. El viejo Santiago regresó ya de noche a su casa. Cenó con su mujer y después de platicar un rato sobre las viejas historias y algunas un poco más nuevas, se fueron los dos a acostar. Como a eso de las 2 de la mañana, un grupo grande de coyotes se apareció por la casa para dar lata. Entraron por la ventanita de la cocina, espantaron al gato y se pusieron a buscar queso, chicharrón y frijoles para echarse un taquito, y las cervezas de don Santis para pasar bocado. Al poco rato, ya medio borrachos, les dio por cantar con la guitarra canciones de amor y de guerra, pero tan desafinados, que parecían un montón de cacerolas de peltre cayendo por un barranco. Don Santiago, viejo pero valiente, tomó un bastón de ocote que tenía en la pared y se fue directito a la cocina para agarrar a los coyotes a palazos. Nada más alcanzó a darle al de la guitarra; los animales eran tantos y tan canijos que entre todos lo agarraron y le quitaron su bastón, lo sentaron en un rincón y se siguieron la parranda hasta las 6 de la madrugada. Después de tan dura experiencia, al viejo se le puso mala la vista y tuvo la necesidad de usar anteojos. Pero con todo, ese mismo día se fue a visitar de nuevo a doña Esperanza, a ver si ya se le había ocurrido algo. La halló echándole agua a los alcatraces y chismeando con ellos sobre las penas de amor del viejo clavel por la rosa amarilla. —Buenas doña Esperanza. —¿Cómo está? ¿qué me cuenta don Santis? —Nada más véame. Anoche esos carajos coyotes fueron a mi casa a alborotar. Me urge, bueno, nos urge una solución para este problema. —No se preocupe, ya estuve consultando con mis amigos y esta noche se acaban las broncas. —¿De veras? ¡qué bueno!

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—Sólo le pido de favor que vaya al huerto a traerme unos chilacayotes porque voy a preparar un mole para la cena. El viejo Santiago se extrañó mucho de la cuestión; le parecía rarísimo que si la señora Esperanza iba a solucionar el problema coyotesco, quisiera cocinar un mole. De todos modos se fue al huerto y le consiguió los chilacayotes más sabrosos que encontró. *** Ya pasó también el segundo día con sus colores y ruidos, como cualquier día de éstos. Y cuando ya era de noche, los coyotes se empezaron a juntar en el bosque para jugar “bote pateado”. Estaban en lo más emocionante, que es el momento de encontrar al último jugador, y los asaltó un olorcito a mole, al mole más delicioso jamás preparado ni por mi madrina, quien sabía de lumbres y sazones más que la Morena de dibujo. Se pusieron requete contentos y fueron siguiendo el olor hasta llegar a casa de doña Esperanza. Sin perder tiempo se trataron de meter a darse el atracón de su vida. Entre esto, es bueno saber que los coyotes eran muy ordenados para atacar: primero hacían una fila por estaturas, del más chico al más grande y, luego de tomar correctamente su distancia, se iban metiendo a las casas de uno en uno. Ya estaban pues, bien listos los coyotes, y empezaron los más chicos, que parecían cojines o almohadas para niños. En eso, las nubes, las amigas de doña Esperanza, soltaron un aguacero tremendo. Los coyotes siguieron atacando en fila, pero tanta agua empezó a hacer lodo de los terregales, esos amigos de la señora que vivían en los alrededores de su casa, y los coyotes más chicos se fueron hundiendo poco a poco hasta que el lodo los tapó por completo, menos las cabezas. Encorajinados, los coyotes que parecían suéteres trataron de entrar a la casa, pero del cielo cayeron cantidad de rayos y organizaron tremenda chamusquina de pelos de coyote. Incluso a los chaparros y fuertes alcanzó la quemazón, aunque estos últimos lograron medio cubrirse con unas ramas que encontraron. Viendo tan difíciles las cosas y tan caliente la lucha, los coyotes grandes y flacos salieron corriendo para avisar a todos los otros, dando unos aullidos de alarma y miedo; por esto algunas veces se les conoce como coyones. El caso es que esa noche toda la gente durmió como está mandado. No hubo relajo o parranda coyotil. Don Santis roncó como caño viejo toda la noche. *** La próxima vez que el sol se fue a dormir, llevándose con él una cobija azul cielo, los coyotes, malheridos, se fueron reuniendo como era su costumbre. Los

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coyotes más chicos traían en el lomo unas costras de lodo seco tan grandes que parecían cazuelas con patas; hoy día la gente les dice armadillos. Los coyotes suéter estaban negros y grises de la punta de los bigotes a la de la cola, y cojeaban un poco; desde entonces se les conoce por el nombre de tlacuaches; todavía a veces se acuerdan de sus parrandas y se meten a comer en las casas. Los chaparros y fuertes tenían parte del cuerpo ahumado y parte con el pelo claro, pues se habían cubierto con las ramas ésas que ya dije; estaban muy enojados y así se quedaron para siempre, con el nombre de tejones. Unicamente los más grandes coyotes, los aulladores, quedaron casi sin heridas o pelo quemado. Pero como eran lo cobardes correlones, todos los demás les hicieron tal pleito, que dura hasta hoy, y ni unos ni otros pueden verse ni en pintura. En fin, ya nunca más hubo tanto problema con ellos. Ésta es la historia de los coyotes que yo me sé y con gusto la he contado, para compartirla con quien tenga la paciencia de llegar hasta este punto.

Noviembre 3 de1995.