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Historia de dos ciudades Charles Dickens Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Historia de dos ciudades

Charles Dickens

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tanto que losderechos de autor, según la legislación españolahan caducado.

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1) La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que no nosresponsabilizamos de la fidelidad del conte-nido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra para quepueda ser fácilmente visible en los habitua-les readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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LIBRO PRIMERO.— RESUCITADOCapítulo I.— La época

Era el mejor de los tiempos, era el peor delos tiempos, la edad de la sabiduría, y también de lalocura; la época de las creencias y de la increduli-dad; la era de la luz y de las tinieblas; la primaverade la esperanza y el invierno de la desesperación.Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; ca-minábamos en derechura al cielo y nos extraviába-mos por el camino opuesto. En una palabra, aquellaépoca era tan parecida a la actual, que nuestrasmás notables autoridades insisten en que, tanto enlo que se refiere al bien como al mal, sólo es acep-table la comparación en grado superlativo.

En el trono de Inglaterra había un rey demandíbula muy desarrollada y una reina de caracorriente; en el trono de Francia había un rey tam-bién de gran quijada y una reina de hermoso rostro.En ambos países era más claro que el cristal paralos señores del Estado, que las cosas, en general,estaban aseguradas para siempre. Era el año deNuestro Señor, mil setecientos setenta y cinco. Enperíodo tan favorecido como aquél, habían sido

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concedidas a Inglaterra las revelaciones espiritua-les. Recientemente la señora Southcott había cum-plido el vigésimo quinto aniversario de su apariciónsublime en el mundo, que fue anunciada con laantelación debida por un guardia de corps, pronosti-cando que se hacían preparativos para tragarse aLondres y a Westminster.

Incluso el fantasma de la Callejuela del Ga-llo había sido definitivamente desterrado, despuésde rondar por el mundo por espacio de doce años yde revelar sus mensajes a los mortales de la mismaforma que los espíritus del año anterior, que acusa-ron una pobreza extraordinaria de originalidad alrevelar los suyos. Los únicos mensajes de ordenterrenal que recibieron la corona y el pueblo ingle-ses, procedían de un congreso de súbditos británi-cos residentes en América, mensajes que, por raroque parezca, han resultado de mayor importanciapara la raza humana que cuantos se recibieran porla mediación de cualquiera de los duendes de laCallejuela del Gallo.

Francia, menos favorecida en asuntos deorden espiritual que su hermana, la del escudo y deltridente, rodaba con extraordinaria suavidad pen-diente abajo, fabricando papel moneda y gastándo-

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selo. Bajo la dirección de sus pastores cristianos, seentretenía, además, con distracciones tan humanita-rias como sentenciar a un joven a que se le cortaranlas manos, se le arrancara la lengua con tenazas ylo quemaran vivo, por el horrendo delito de nohaberse arrodillado en el fango un día lluvioso, pararendir el debido acatamiento a una procesión defrailes que pasó ante su vista, aunque a la distanciade cincuenta o sesenta metros. Es muy probableque cuando aquel infeliz fue llevado al suplicio, elleñador Destino hubiera marcado ya, en los bos-ques de Francia y de Noruega, los añosos árbolesque la sierra había de convertir en tablas para cons-truir aquella plataforma movible, provista de su ces-ta y de su cuchilla, que tan terrible fama había dealcanzar en la Historia. Es también, muy posible queen los rústicos cobertizos de algunos labradores delas tierras inmediatas a París, estuvieran aquel día,resguardadas del mal tiempo, groseras carretasllenas de fango, husmeadas por los cerdos y sir-viendo de percha a las aves de corral, que el labrie-go Muerte había elegido ya para que fueran lascarretas de la Revolución. Bien es verdad que si elLeñador y el Labriego trabajaban incesantemente,su labor era silenciosa y ningún oído humano per-cibía sus quedos pasos, tanto más cuanto que abri-

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gar el temor de que aquellos estuvieran despiertos,habría equivalido a confesarse ateo y traidor.

Apenas si había en Inglaterra un átomo deorden y de protección que justificara la jactancianacional. La misma capital era, por las noches, tea-tro de robos a mano armada y de osados crímenes.Públicamente se avisaba a las familias que no salie-ran de la ciudad sin llevar antes sus mobiliarios alos guardamuebles, únicos sitios donde estabanseguros.

El que por la noche ejercía de bandolero,actuaba de día de honrado mercader en la City, y sialguna vez era reconocido por uno de los comer-ciantes a quienes asaltaba en su carácter de ca-pitán, le disparaba atrevidamente un tiro en la cabe-za para huir luego; la diligencia correo fue atacadapor siete bandoleros, de los cuales mató tres elguarda, que luego, a su vez, murió a manos de losotros cuatro, a consecuencia de haber fallado susmuniciones, y así la diligencia pudo ser robadatranquilamente; el magnífico alcalde mayor de Lon-dres fue atracado en Turnham Green por un bandi-do que despojó al ilustre prócer a las barbas de sunumerosa escolta. En las cárceles de Londres selibraban fieras batallas entre los presos y sus carce-

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leros y la majestad de la Ley los arcabuceaba con-venientemente. Los ladrones arrebataban las crucesde diamantes de los cuellos de los nobles señoresen los mismos salones de la Corte; los mosqueterospenetraron en San Gil en busca de géneros de con-trabando, pero la multitud hizo fuego contra los sol-dados, los cuales replicaron del mismo modo contrael populacho, sin que a nadie se le ocurriese pensarque semejante suceso no era uno de los más co-rrientes y triviales. A todo esto el verdugo estabasiempre ocupadísimo, aunque sin ninguna utilidad.Tan pronto dejaba colgados grandes racimos decriminales, como ahorcaba el sábado a un ladrónque el jueves anterior fue sorprendido al entrar encasa de un vecino, o bien quemaba en Newgatedocenas de personas o, a la mañana siguiente,centenares de folletos en la puerta de Westminter-Hall; y que mataba hoy a un asesino atroz y maña-na a un desgraciado ratero que quitó seis peniquesal hijo de un agricultor.

Todas estas cosas y otras mil por el estiloocurrían en el bendito año de mil setecientos seten-ta y cinco. Rodeados por ellas, mientras el Leñadory el Labriego proseguían su lenta labor, los dospersonajes de grandes quijadas y las dos mujeres,una hermosa y la otra insignificante, vivían compla-

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cidos y llevaban a punta de lanza sus divinos dere-chos. Así el año mil setecientos setenta y cincoconducía a sus grandezas y a las miríadas de insig-nificantes seres, entre los cuales se hallan los quehan de figurar en esta crónica, a lo largo de los ca-minos que se abrían ante sus pasos.

Capítulo II.— La diligencia

El camino que recorría el primero de lospersonajes de esta historia, la noche de un viernesde noviembre, era el de Dover. El viajero seguía a ladiligencia mientras ésta avanzaba lentamente por lapendiente de la colina Shooter.

El viajero subía caminando entre el barro,tocando a la caja desvencijada del carruaje, igualcomo hacían sus compañeros de viaje, no por de-seo de hacer ejercicio, sino porque la pendiente, losarneses y el fango, así como la diligencia, eran tanpesados, que los pobres caballos se habían paradoya tres veces, y una de ellas atravesaron el cocheen el camino con el sedicioso propósito de volverse

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a Blackheath. Las riendas y el látigo, el cochero y elguarda, combinándose, dieron lectura al artículo delas ordenanzas que asegura que nunca, en ningúncaso, tendrán razón los animales, y gracias a eso eltiro volvió al cumplimiento de su deber.

Con las cabezas bajas y las colas trémulasprocuraban abrirse paso por el espeso barro delcamino, tropezando y dando tumbos de vez encuando. Y cuando el mayoral les daba algún des-canso, el caballo delantero sacudía violentamente lacabeza como si quisiera negar la posibilidad de queel vehículo pudiese nunca alcanzar lo alto de lacolina.

Cubrían las hondonadas y se deslizabanpegadas a la tierra nubes de vapores acuosos, se-mejantes a espíritus malignos que buscan descansoy no lo encuentran. La niebla era pegajosa y muyfría y avanzaba por el aire formando rizos y ondula-ciones, que se perseguían y alcanzaban, como lasolas de un mar agitado. Era lo bastante densa paraencerrar en estrecho círculo la luz que derramabanlos faroles del carruaje, hasta impedir que se viesenlos chorros de vapor que despedían los caballos porlas narices.

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Dos pasajeros, además del que se ha men-cionado, subían trabajosamente la pendiente, allado de la diligencia. Los tres llevaban subidos loscuellos de sus abrigos y usaban botas altas. Ningu-no de ellos hubiera podido decir cómo eran suscompañeros de viaje, tan cuidadosamente recata-ban todas sus facciones y su carácter a los ojos delcuerpo y a los del alma de sus compañeros. Poraquellos tiempos los viajeros se mostraban difícil-mente comunicativos con sus compañeros, puescualquiera de éstos pudiera resultar un bandolero oun cómplice de los bandidos. En cuanto a éstos,abundaban extraordinariamente en tabernas o po-sadas, donde se podían hallar numerosos soldadosa sueldo del capitán, y entre ellos figuraban desdeel mismo posadero hasta el último mozo de cuadra.En esto precisamente iba pensando el guarda de ladiligencia la noche de aquel viernes del mes denoviembre de mil setecientos setenta y cinco, mien-tras penosamente subía el vehículo la pendiente deShooter, y él iba sentado en la banqueta posteriorque le estaba reservada y en tanto que daba vigo-rosas patadas sobre las tablas, para impedir quesus pies se transformaran en bloques de hielo. Lle-vaba la mano puesta en un cofre en que había un

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arcabuz cargado, y un montón de seis o siete pisto-las de arzón sobre una capa inferior de sables.

En este viaje de la diligencia de Doverocurría como en todos los que hacía, es decir, queel guarda sospechaba de los viajeros, éstos recela-ban uno de otro y del guarda, y unos a otros semiraban con desconfianza. En cuanto al cochero,solamente estaba seguro de sus caballos; pero auncon respecto a éstos habría jurado, por los dos Tes-tamentos, que las caballerías no eran aptas paraaquel viaje.

—¡Arre! —gritaba el cochero.— ¡Arriba! ¡Unesfuerzo más y llegaréis arriba! ¡Oye, José!

—¿Qué quieres? —contestó el guarda.

—¿Qué hora es?

—Por lo menos, las once y diez.

—¡Demonio! —exclamó el cochero.— Y to-davía no hemos llegado a lo alto de esa malditacolina. ¡Arre! ¡Arre! ¡Perezosos!

El caballo delantero, que recibió un latigazodel cochero, dio un salto y emprendió la marchaarrastrando a sus tres compañeros. La diligenciacontinuó avanzando seguida por los viajeros, que

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procuraban no separarse de ella y que se deteníancuando el vehículo lo hacía, pues si alguno de elloshubiese propuesto a un compañero avanzar unpoco entre la niebla y la obscuridad, se habría ex-puesto a recibir un tiro como salteador de caminos.

El último esfuerzo llevó el coche a lo alto dela colina, y allí se detuvieron los tres caballos pararecobrar el aliento, en tanto que el guarda bajó conobjeto de calzar la rueda para el descenso y abrir lapuerta del coche para que los viajeros montasen.

—¡José! —dijo el cochero desde su asiento.

—¿Qué quieres, Tomás?

Los dos se quedaron escuchando.

—Me parece que se acerca un caballo altrote.

—Pues yo creo que viene al galope —replicó el guarda encaramándose a su sitio.— ¡Ca-balleros, favor al rey!

Y después de hacer este llamamiento, cogiósu arcabuz y se puso a la defensiva. El pasajero aquien se refiere esta historia estaba con el pie en elestribo, a punto de subir, y los dos viajeros restan-tes se hallaban tras él y en disposición de seguirle.

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Pero se quedó con el pie en el estribo y, por consi-guiente, sus compañeros tuvieron que continuarcomo estaban. Todos miraron al cochero y al guar-da y prestaron oído. En cuanto al cochero y al guar-da miraron hacia atrás y hasta el mismo caballodelantero enderezó las orejas y miró en la mismadirección.

El silencio resultante de la parada de la dili-gencia, añadido al de la noche, se hizo impresio-nante. ¡La respiración jadeante de los caballos hac-ía retemblar el coche, y los corazones de los viaje-ros latían con tal fuerza, que tal vez se les habríapodido oír.

Por fin resonó en lo alto de la colina el furio-so galopar de un caballo.

—¡Alto! —gritó el guarda.— ¡Alto, o disparo!

Inmediatamente el jinete refrenó el paso desu cabalgadura y a poco se oyó la voz de un hom-bre que preguntaba:

—¿Es ésta la diligencia de Dover?

—¡Nada os importa! —contestó el guarda.—¿Quién sois vos?

—¿Es ésta la diligencia de Dover?

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—¿Para qué queréis saberlo?

—Si lo es, debo hablar con uno de los pasa-jeros.

—¿Cuál?

—El señor Jarvis Lorry.

El pasajero que ya hemos descrito mani-festó que éste era su nombre, y el guarda, el coche-ro y los otros dos pasajeros le miraron con la mayordesconfianza.

—¡Quedaos donde estáis! —exclamó elguarda entre la niebla— porque si me equivoconadie sería capaz de reparar el error en toda vues-tra vida. Caballero que os llamáis Lorry, contestad laverdad.

—¿Qué ocurre?— preguntó el pasajero coninsegura voz. —¿Quién me llama? ¿Sois Jeremías?

—No me gusta la voz de Jeremías, si éstees Jeremías gruñó el guarda para sí.

—Sí, señor Lorry.

—¿Qué ocurre?

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—Un despacho que os mandan desde allíT. y Compañía.

—Conozco a este mensajero, guarda —dijoel señor Lorry bajando al camino, a lo que los otrosviajeros no pusieron el más pequeño inconveniente,pues se apresuraron a entrar en el coche y cerrar lapuerta.— Puede acercarse, no hay peligro alguno.

—Así lo creo, pero no estoy seguro –murmuro el guarda.— ¡Eh, el jinete!

—¿Qué pasa? —exclamó el interpelado convoz más bronca que antes.

—Podéis acercaros al paso. Y procurad nollevar la mano a las pistoleras porque me equivococon la mayor rapidez y mis errores toman la formade plomo. Avanzad despacio para que os veamos.

Lentamente aparecieron las figuras del jine-te y del caballo y fueron a situarse junto a la diligen-cia, donde estaba el viajero. Se detuvo el jinete ycon los ojos fijos en el guarda entregó al pasajeroun papel plegado. Fatigados estaban el jinete y sucaballo y ambos cubiertos de barro, desde los cas-cos del último al sombrero del primero.

—Guarda —exclamó el viajero.

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—¿Qué deseáis? —preguntó el guarda dis-puesto a disparar a la menor señal de peligro.

—No hay nada que temer. Pertenezco alBanco Tellson. Seguramente conocéis el BancoTellson, de Londres. Voy a París en viaje de nego-cios. Tomad esta corona para beber. ¿Puedo leeresto?

—Hacedlo rápidamente.

Abrió el pliego y lo leyó a la luz del farol dela diligencia, primero para sí y luego en voz alta:“Esperad en Dover a la señorita.” —Ya veis que noes largo, guarda —dijo— Jeremías, decid que mirespuesta es: “Resucitado”.

—¡Vaya una extraña respuesta! —exclamóJeremías sobresaltado.

—Llevad esta respuesta y por ella sabránque he recibido el mensaje. Buen viaje, ¡adiós!

Diciendo estas palabras, el viajero abrió laportezuela y entró en el vehículo, sin ser ayudadopor los dos que ya estaban en él, quienes se habíanocupado en esconder sus relojes y su dinero en lasbotas y fingían, en aquel momento, estar dormidos.

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El coche prosiguió la marcha, envuelto enmás espesa bruma al iniciar el descenso.

El guarda volvió a guardar en la caja el ar-cabuz, no sin mirar a las pistolas que colgaban desu cinturón y luego examinó una caja que estabadebajo de su asiento, en la que había algunasherramientas, un par de antorchas y una caja conpedernal y yesca, para encender los faroles delcarruaje, cosa que tenía que hacer varias veces denoche, cuando los apagaba el viento, y que lograba,si estaba de suerte, en cosa de cinco minutos.

—¡Tomás! —exclamó el guarda llamando alcochero.

—¿Qué quieres, José?

—¿Oíste el mensaje?

—Sí.

—¿Qué te parece?

—Nada, José.

—Pues es una coincidencia —murmuró elguarda— porque a mí me ocurre lo mismo.

Jeremías, ya solo en la niebla y en la obscu-ridad, echó pie a tierra, no solamente para descan-

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sar su caballo, sino que, también, para limpiarse elbarro del rostro y secarse un poco el sombrero. Ycuando ya dejó de oír el ruido de las ruedas de ladiligencia, emprendió el descenso de la colina.

—Después de galopar desde Temple Bar,amiga —dijo a la yegua, no me fiaré de tus patashasta que estemos en terreno llano. “Resucitado”.Resulta un mensaje muy raro. Y eso no lo entiendeJeremías. Y, amigo Jeremías, si se pusiera de mo-da resucitar, tal vez te vieras en un serio compromi-so.

Capítulo III.— Las sombras de la noche

Es un hecho maravilloso y digno de re-flexionar sobre él, que cada uno de los seres huma-nos es un profundo secreto para los demás. A ve-ces, cuando entro de noche en una ciudad, no pue-do menos de pensar que cada una de aquellas ca-sas envueltas en la sombra guarda su propio secre-to; que cada una de las habitaciones de cada unade ellas encierra, también, su secreto; que cadacorazón que late en los centenares de millares de

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pechos que allí hay, es, en ciertas cosas, un secretopara el corazón que más cerca de él late.

Y así, por lo que a este particular se refiere,tanto el mensajero que regresaba a caballo, comolos tres viajeros encerrados en el estrecho recintode una diligencia, eran cada uno de ellos un profun-do misterio para los demás, tan completo como siseparadamente hubiesen viajado en su propio co-che y una comarca entera estuviese entre uno yotro.

El mensajero tomó el camino de regreso altrote, deteniéndose con la mayor frecuencia en lastabernas que hallaba en su camino, para echar untrago, pero sin hablar con nadie y conservando elsombrero calado hasta los ojos, que eran negros,muy juntos y de siniestra expresión. Aparecían de-bajo de un sombrero que, más que tal, semejabauna escupidera triangular y sobre un tabardo queempezaba en la barbilla y terminaba en las rodillasdel individuo.

—¡No, Jeremías, no! —murmuraba el men-sajero fija la mente en el mismo tema —Eso nopuede convenirte. Tú, Jeremías, eres un honradomenestral, y de ninguna manera convendría eso a

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tu negocio. “Resucitado.” ¡Que me maten si no es-taba borracho al decirme eso!

Tan preocupado le traía el mensaje, que va-rias veces se quitó el sombrero para rascarse lacabeza, la cual, a excepción de la coronilla, quetenía calva, estaba cubierta de pelos gruesos yásperos que le caían casi hasta la altura de la nariz.

Mientras regresaba al trote para transmitir elmensaje al vigilante nocturno de la Banca Tellson,en Temple Bar, quien había de pasarlo a sus supe-riores, las sombras de la noche tomaban tales for-mas que le recordaban constantemente el mensaje,al paso que para la yegua constituían motivos deinquietud, y sin duda alguna debía de tenerlos acada paso, porque se manifestaba bastante intran-quila. Mientras tanto, para los viajeros que iban enla diligencia que corría dando tumbos, aquellassombras tomaban las formas que sus semicerradosojos y confusos pensamientos les prestaban.

Parecía que el Banco Tellson se hubieratrasladado a la diligencia. El pasajero que al esta-blecimiento pertenecía, con el brazo pasado por unade las correas, gracias a lo cual evitaba salir dispa-rado contra su vecino cuando el coche daba uno desus saltos, cabeceaba en su sitio con los ojos medio

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cerrados. Creía ver que las ventanillas del coche, elfarol que los alumbraba débilmente y el bulto quehacía el otro pasajero, eran el mismo Banco y queen aquellos momentos él mismo realizaba numero-sos negocios.

El ruido de los arneses era el tintineo de lasmonedas, y pagaba más letras en cinco minutos, delo que el Banco Tellson, a pesar de sus relacionesnacionales y extranjeras, había pagado nunca entres veces en el mismo tiempo. Luego, ante eladormilado pasajero se abrieron los sótanos delBanco, sus valiosos almacenes, sus secretos, delos que conocía una buena parte, y él circulaba porallí con sus llaves y alumbrándose con una vela,viendo que todo estaba tranquilo, seguro y sólidocomo lo dejara.

Pero aunque el Banco estaba siempre conél y aunque también le acompañaba el coche, de unmodo confuso, como bajo los efectos de un medi-camento opiado, había en su mente otras ideas queno cesaron durante toda la noche. Su viaje tenía porobjeto sacar a alguien de la tumba.

Pero lo que no indicaban las sombras de lanoche era cuál de los rostros que se le presentabanpertenecía a la persona enterrada. Todas, sin em-

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bargo, eran las faces de un hombre de unos cuaren-ta y cinco años, y diferían principalmente por laspasiones que expresaban y por su estado de de-marcación y de lividez. El orgullo, el desdén, el reto,la obstinación, la sumisión y el dolor se sucedíanunos a otros y también, sucesivamente, se presen-taban rostros demacrados, de pómulos hundidos, yde color cadavérico. Pero todos los rostros eran deun tipo semejante y todas las cabezas estabanprematuramente canas. Un centenar de veces elpasajero medio adormecido preguntaba a aquelespectro:

—¿Cuánto tiempo hace que te enterraron?

—Casi dieciocho años —contestaba inva-riablemente el espectro.

—¿Habías perdido la esperanza de serdesenterrado?

—Ya hace mucho tiempo.

—¿Sabes que vas a volver a la vida?

—Así me dicen.

—¿Te interesa vivir?

—No puedo decirlo.

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—¿Querrás que te la presente? ¿Quieresvenir conmigo a verla?

Las respuestas a esta pregunta eran variasy contradictorias. A veces la contestación era: “¡Es-pera! Me moriría si la viera tan pronto.” Otras salíala respuesta de entre un torrente de lágrimas, paradecir: “¡Llévame junto a ella!” Otras se quedaba elespectro admirado y maravillado y luego exclama-ba: “No la conozco. No te entiendo.”

Y después de estos discursos imaginarios,el viajero, en su fantasía, cavaba la tierra sin des-canso, ya con la azada, con una llave o con susmanos, a fin de desenterrar a aquel desgraciado.Por fin lo lograba, y con el pelo y el rostro sucios detierra se caía de pronto. Entonces, al tocar el suelose sobresaltaba y, despertando, bajaba la ventanillapara sentir en su mejilla la realidad de la bruma y dela lluvia.

Pero aun entonces, con los ojos abiertos yfijos en el movedizo rastro de luz que en el caminoiba dejando el farol del vehículo, veía cómo lassombras del exterior tenían el mismo aspecto quelas del interior del coche. Veía nuevamente la casade banca en Temple Bar, los negocios realizados enel día anterior, las cámaras en que se guardaban

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los valores, el mensajero que le mandaron. Y entretodas aquellas sombras surgía la cara espectral yse acercaba a él de nuevo.

—¿Cuánto tiempo hace que te enterraron?

—Casi dieciocho años.

—Supongo que querrás vivir.

—No lo sé.

Y cavaba, cavaba, cavaba, hasta que el im-paciente movimiento de uno de los pasajeros leindicó que cerrara la ventanilla. Entonces, con elbrazo pasado por la correa se fijó en las formas deaquellos dos dormidos, hasta que su mente perdióla facultad de fijarse en ellos y de nuevo fantaseóacerca del Banco y de la tumba.

—¿Cuánto tiempo hace que te enterraron?

—Casi dieciocho años.

—¿Habías perdido la esperanza de serdesenterrado?

—Hace mucho tiempo.

Las palabras estaban aún en su oído, tanclaras como las más claras que oyera en su vida,

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cuando el cansado viajero se despertó a la realidaddel día, y vio que se habían alejado ya las sombrasde la noche.

Bajó la ventanilla y miró al exterior, al solnaciente. Había un surco y un arado abandonado lanoche anterior al desuncir los caballos; más allá vioun bosquecillo, en el cual había aún muchas hojasamarillentas y rojizas. Y aunque la tierra estabahúmeda y fría, el cielo era claro, el sol nacía brillan-te, plácido y hermoso.

—¡Dieciocho años! —exclamó el pasajeromirando al sol. — ¡Dios mío! ¡Estar enterrado envida durante dieciocho años!.

Capítulo IV.— La preparación

Cuando la diligencia hubo llegado felizmen-te a Dover, a media mañana, el mayordomo delHotel del Rey Jorge abrió la portezuela del coche,como tenía por costumbre. Lo hizo con la mayorceremonia, porque un viaje en diligencia desdeLondres, en invierno, era una hazaña digna de loapara el que la emprendiera.

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Pero en aquellos momentos no había másque un solo viajero a quien felicitar, porque los dosrestantes se habían apeado en sus respectivosdestinos. El interior de la diligencia, con su pajahúmeda y sucia, su olor desagradable y su obscuri-dad, parecía más bien una perrera de gran tamaño.Y el señor Lorry, el pasajero, sacudiéndose la pajaque llenaba su traje, su sombrero y sus botas llenasde barro, parecía más bien un perro de gran tama-ño.

—¿Habrá mañana barco para Calais, ma-yordomo?

—Sí, señor, si continúa el buen tiempo y noarrecia el viento. La marca sube a las dos de latarde. ¿Quiere cama el señor?

—No pienso acostarme hasta la noche, pe-ro deseo una habitación y un barbero.

—¿Y el almuerzo a continuación, señor?Perfectamente. Por aquí, señor. ¡La Concordia paraeste caballero! ¡El equipaje de este caballero y aguacaliente a la Concordia! ¡Que vayan a quitar lasbotas del caballero a la Concordia! Allí encontrará elseñor un buen fuego. ¡Que vaya en seguida unbarbero a la Concordia!

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El dormitorio llamado “La Concordia” sedestinaba habitualmente al viajero de la diligencia yofrecía la particularidad de que, al entrar, siempreparecía el mismo personaje, pues todos iban en-vueltos de pies a cabeza de igual manera; en cam-bio, a la salida era incontable la variedad de lospersonajes que se veían. Por consiguiente otrocriado, dos mozos, varias muchachas y la dueña sehabían estacionado al paso, del viajero, entre laConcordia y el café, cuando apareció un caballerode unos sesenta años, vestido con un traje pardo enexcelente uso y luciendo unos puños cuadrados,muy grandes y enormes carteras sobre los bolsillos,y que se dirigía a almorzar.

Aquella mañana el café no tenía otro ocu-pante que el caballero vestido de color pardo. Se lepuso la mesa junto al fuego; al sentarse quedó ilu-minado por el resplandor de las llamas y se quedótan inmóvil como si quisiera que le hiciesen un retra-to.

Se quedó mirando tranquilamente a su alre-dedor, en tanto que resonaba en su bolsillo unenorme reloj. Tenía las piernas bien formadas yparecía envanecerse de ello, porque las medias seajustaban perfectamente a ellas y eran de excelente

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punto. En cuanto a los zapatos y a las hebillas,aunque de forma corriente, eran de buena calidad.Ajustada a la cabeza llevaba una peluca rizada,que, más que de pelo, parecía de seda o de cristalhilado. Su camisa, aunque no tan buena como lasmedias, era tan blanca como la cresta de las olasque rompían en la cercana playa. El rostro, habi-tualmente tranquilo, y apacible, se animaba con unpar de brillantes ojos, que sin duda dieron muchoque hacer a su propietario en años juveniles paracontenerlos y darles la expresión serena y tranquilapropia de los que pertenecían a la Banca Tellson.Tenía sano color en las mejillas, y su rostro, aunquereservado, expresaba cierta ansiedad.

Y como los que se sientan ante el pintor pa-ra que les haga el retrato, el señor Lorry acabó pordormirse. Le despertó la llegada del almuerzo y dijoal criado que le servía:

—Deseo que preparen habitación para unaseñorita que llegará hoy. Preguntará por el señorJarvis Lorry, o, tal vez, solamente por un caballerodel Banco Tellson. Cuando llegue, haced el favor deavisarme.

—Perfectamente, señor. ¿Del Banco Tell-son, de Londres, señor?

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—Sí.

—Muy bien, señor. Tenemos el honor dealojar a los caballeros del Banco Tellson en susviajes de ida y vuelta de Londres a París. Se viajamucho, en el Banco Tellson, señor.

—Sí. Somos una casa francesa y tambiéninglesa.

—Es verdad. Pero vos, señor, no viajáismucho.

—En estos últimos años, no. Han pasado yaquince años desde que estuve en Francia por últimavez.

—¿De veras? Entonces no estaba yo aquítodavía. El Hotel estaba en otras manos entonces.

— Así lo creo.

—En cambio, me atrevería a apostar queuna casa como el Banco Tellson ha venido prospe-rando, no ya desde hace quince años sino, tal vez,desde hace cincuenta.

—Podríais decir ciento cincuenta sin aleja-ros de la verdad.

—¿De veras?

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Y abriendo a la vez la boca y los ojos, al re-tirarse de la mesa, el criado se quedó contemplandoal huésped mientras comía y bebía.

Cuando el señor Lorry hubo terminado sualmuerzo, se dirigió a la playa para dar un paseo. Lapequeña e irregular ciudad de Dover quedaba ocul-ta de la playa y parecía esconder su cabeza en losacantilados calizos, como avestruz marina. La playaparecía un desierto lleno de piedras y escollos enque la mar hacía lo que le venía en gana, y lo que levenía en gana era destruir, pues rugía y bramabapor doquier. Algunas personas, muy pocas, estabanentregadas a la pesca en la playa, pero en cambio,por las noches, eran numerosos los que frecuenta-ban aquel lugar, mirando con ansiedad al mar, es-pecialmente cuando subía la marca. Y algunos co-merciantes, que apenas realizaban operaciones,ganaban, de pronto, enormes fortunas, y lo másnotable era que nadie, en la vecindad, podía sopor-tar siquiera a un farolero.

A medida que avanzaba la tarde y empeza-ban las sombras, se cubría el cielo de nubes y lasideas del señor Lorry parecían obscurecerse tam-bién. Cuando ya fue de noche y se sentó nueva-mente ante el fuego, en espera de la cena, su ima-

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ginación cavaba, cavaba sin cesar, mientras, dis-traídamente, miraba los carbones encendidos.

Una botella de clarete a la hora de la cenano perjudica ningún cavador, y cuando ya el señorLorry se disponía beber el último vaso, resonó en elexterior un ruido de ruedas que avanzaba por lacalle para entrar, por fin, en el patio de la casa.

—Debe de ser la señorita —se dijo dejandosobre la mesa el vaso que iba a llevar a sus labios.

Pocos minutos después, llegó el camarero aanunciarle que la señorita Manette acababa de lle-gar de Londres y que, con el mayor gusto, vería alcaballero de la casa Tellson.

El caballero se bebió el vaso de vino, y des-pués de ajustarse la peluca siguió al camarero, a lahabitación de la señorita Manette. Esta era sombríay tétrica, pues sus paredes estaban tapizadas decolor muy obscuro, tono que también tenían losmuebles.

Las tinieblas de la estancia eran tan densasque, al principio, el señor Lorry no creyó que allíestuviera la señorita a quien debía ver, hasta que ladivisó ante él, junto al fuego y débilmente alumbra-da por dos velas. La joven parecía no tener más de

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diecisiete años, tenía el rostro muy lindo, los cabe-llos dorados, unos hermosos ojos azules y la frentedespejada e inteligente. Y cuando el caballero fijósus ojos en ella, pareció recordar a la niñita a quienllevara en sus brazos muchos años antes, en unviaje a través de aquel mismo Canal. Pero la ima-gen mental que acudiera a su memoria se desvane-ció en seguida y el caballero se inclinó ante la seño-rita.

—Tened la bondad de sentaros, caballero—exclamó ella con voz armoniosa y de ligero acen-to extranjero.

—Os beso la mano, señorita —exclamó elseñor Lorry haciendo nueva reverencia y sentándo-se en el lugar que le indicaran.

—Ayer, caballero, recibí una carta del Ban-co, informándome de que se había sabido… o des-cubierto...

—La palabra es lo de menos, señorita.

—Algo acerca de los escasos bienes quedejó mi padre... al que nunca conocí... ¡Hace tantosaños que murió!...

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El señor Lorry se revolvió inquieto en la si-lla.

—Y que hace necesario mi viaje a París,donde había de ponerme en relación con un caba-llero del Banco, enviado allí con este objeto.

—Soy yo mismo.

La joven le hizo una reverencia y el caballe-ro se inclinó a su vez.

—Contesté al Banco, caballero, que si seconsideraba necesario mi viaje a Francia, toda vezque soy huérfana y no tengo quien me acompañe,por lo menos, deseaba estar bajo la protección deeste caballero. Según supe, él había salido ya deLondres, pero creo que le mandaron un mensajeropara rogarle que me esperase.

—Me considero feliz de haber sido honradocon el encargo y más me complacerá llevarlo a ca-bo.

—Os doy las gracias, caballero —contestóla joven.— Os estoy muy agradecida. Me anuncia-ron en el Banco que el caballero me explicaría todoslos detalles del asunto y que debo prepararme paraoír noticias sorprendentes. Desde luego he hecho

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todo lo posible para prepararme y os aseguro quesiento deseos de saber de qué se trata.

—Naturalmente —contestó el señor Lorry.—Yo...

Después de ligera pausa añadió, ajustándo-se mejor la peluca:

—Es muy difícil empezar.

Y se quedó silencioso en tanto que la jovenarrugaba la frente.

—¿No nos habremos visto antes, caballero?—preguntó la joven.

—¿Lo creéis así? —exclamó sonriendo elseñor Lorry.

Ella permaneció silenciosa, sin contestar yel caballero añadió:

—En vuestra patria de adopción, señorita,supongo que desearéis que os trate como si fueseisinglesa.

—Como gustéis, caballero.

—Señorita Manette, yo soy hombre de ne-gocios y con respecto a vos he de llevar a cabo un

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negocio. Cuando oigáis de mis labios lo que voy adecir, tened la bondad de no ver en mi otra cosaque una máquina que habla, porque, en realidad, noseré otra cosa. Con vuestro permiso, pues, voy areferiros ahora, señorita, la historia de uno de nues-tros clientes.

—¿Una historia?

—Sí, señorita, de uno de nuestros clientes.En nuestros negocios bancarios llamamos clientes atodas nuestras relaciones. Se trataba de un caballe-ro francés; un hombre de ciencia, de grandes dotesintelectuales. Un doctor.

—¿De Beauvais?

—Sí, señorita, precisamente de Beauvais.Como el doctor Manette, vuestro padre, este caba-llero era de Beauvais. Y, también como el señorManette, vuestro padre, el caballero en cuestión eramuy conocido en París. Tuve el honor de conocerloallí.

Nuestras relaciones eran puramente comer-ciales, aunque de carácter confidencial. En aqueltiempo estaba yo en nuestra casa francesa, y deello hace... ¡oh, por lo menos, veinte años!

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—¿En aquel tiempo? ¿Puedo preguntar quétiempo era?

—Hablo, señorita, de veinte años atrás. Secasó con una dama inglesa... y yo era uno de susfideicomisarios. Sus asuntos, como los de muchosotros caballeros franceses, estaban por completo enmanos del Banco Tellson. De la misma manera soyy he sido fideicomisario de veintenas de nuestrosclientes. Estas son relaciones de negocios, señorita;no hay en ellas amistad alguna, interés particular, ninada que se parezca a sentimiento. En el curso demi vida comercial, he pasado de uno a otro, de lamisma manera como durante el día paso de uncliente a otro; en una palabra, no tengo sentimien-tos. Soy una máquina y nada más. Y continuandomi relación...

—Pero, caballero, me estáis refiriendo lahistoria de mi padre, y ahora se me ocurre quecuando murió mi madre, que solamente sobrevivió ami padre dos años, vos fuisteis quien me llevó aInglaterra. Estoy casi segura de ello.

El señor Lorry tomó la manecita que avan-zaba hacia él y respetuosamente la llevó a los la-bios. Luego, tras de arrellanarse en su silla, añadió:

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—Sí, señorita, fui yo. Y eso os convenceráde que realmente no tengo sentimientos y que todasmis relaciones con los clientes son puramente denegocios. Desde entonces habéis sido la pupila delBanco Tellson y yo no he procurado siquiera verosde nuevo, ocupado como estaba en otros asuntos.¡Sentimentalismos! No, no tengo tiempo para ello,pues me paso la vida ocupado en mover inmensassumas de dinero.

El señor Lorry volvió a alisarse la peluca,por más que no era necesario, y continuó:

—Así, pues, señorita, lo que acabo de refe-rir es la historia de vuestro padre. Pero ahora vienenlas diferencias. Si vuestro padre no hubiese muertocuando murió... ¡No os asustéis!

En efecto, la joven se había sobresaltado.

—Os ruego —prosiguió el señor Lorry —que moderéis vuestra agitación. Aquí no se tratamás que de negocios. Como iba diciendo...

Pero la mirada de la joven lo descompusode tal manera, que, tartamudeando, prosiguió:

—Como iba diciendo... Si el señor Manetteno hubiese muerto, y si en vez de morir, hubiese

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desaparecido silenciosa y misteriosamente; si nohubiera sido muy difícil adivinar a qué temible lugarhabía ido a parar; sí no hubiese existido algún com-patriota suyo tan temible que resultara peligrosohablar aún en voz baja de vuestro padre, es decir,sin correr el peligro de verse encerrado para siem-pre más en alguna olvidada prisión; si su esposahubiera implorado del mismo rey, de la reina, de lacorte y hasta de las mismas autoridades eclesiásti-cas, que le dieran noticias del desaparecido, aun-que siempre en vano... entonces la historia de vues-tro padre habría sido la misma de ese infortunadocaballero, el doctor de Beauvais.

—¡Continuad, caballero, os lo ruego!

—Voy a proseguir, pero ¿no os faltará va-lor?

—Cualquier cosa es preferible a la incerti-dumbre en que me habéis dejado.

—Habláis con calma y seguramente, estáisya tranquila. Así me gusta —añadió, aunque suactitud parecía menos complacida que sus pala-bras.— Se trata solamente de un negocio... de unnegocio que hay que llevar a cabo. Ahora bien; si laesposa del doctor, aunque era una dama de gran

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valor y muy animosa, sufrió tanto por esta causaantes de que naciera su hijo...

—No fue un hijo, caballero, sino una niña.

—Bien, una niña. Esto no altera el negocio.Así, pues, señorita, la pobre dama sufrió tanto antesde nacer su hija, que se resolvió ahorrarle la heren-cia del dolor que ella había sufrido, y le hizo creerque su padre había muerto. ¡No, no os arrodilléis!¿Por qué os arrodilláis?

—Para suplicaros que me digáis la verdad.¡Oh, caballero, compadeceos de mí y decidme laverdad!

—Ya lo haré... pero esto no es más que unnegocio. Me aturrulláis y no podré seguir. Si, porejemplo, me decís cuánto suman nueve veces nue-ve peniques o los chelines que hay en veinte guine-as, me dejaréis más tranquilo.

Sin contestar a esta pregunta, la joven hizoun esfuerzo por dominarse, y advirtiéndolo su inter-locutor, exclamó:

—Bien, perfectamente. Cobrad ánimo. Setrata solamente de un negocio y de un buen nego-cio. Señorita Manette, vuestra madre tomó la reso-

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lución que he indicado, y cuando murió, con el co-razón destrozado por el dolor, y sin haber dejado niun momento de hacer indagaciones con respecto avuestro padre, os dejó a los dos años de edad encamino de crecer hermosa, feliz y sin penas, y librede la obscura nube que habría representado paravos la incertidumbre de no saber si vuestro padrecontinuaba encerrado en un calabozo y seguía su-friendo las torturas de estar enterrado en vida.

Miró compasivo a los dorados cabellos de lajoven, como si hubiese temido verlos con algunashebras de plata.

—Ya sabéis que vuestros padres no teníangran fortuna —añadió— y que cuanto poseían fuedebidamente asegurado en favor de vuestra madrey de vos misma. No sé han hecho nuevos descu-brimientos de dinero, pero...

Se detuvo sin valor para continuar y des-pués de ligera pausa, añadió:

—Pero él, en cambio, ha sido encontrado.Vive. Muy cambiado, probablemente, y convertidoen una ruina, pero debemos tener esperanzas dealgo mejor. Lo esencial es que vive. Vuestro padreha sido llevado a la casa de un antiguo criado en

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París, y allí vamos a dirigirnos. Yo para identificarle,si me es posible; y vos para devolverlo a la vida, alamor, al deber, al descanso y al bienestar.

La joven se estremeció, y luego en voz bajaexclamó:

—¡Voy a ver a su espectro! ¡Será su espec-tro, pero no él!

El señor Lorry acarició las manos de la jo-ven y dijo:

—Tranquilizaos, señorita. Ahora ya conoc-éis todo lo bueno y todo lo malo. Vamos al encuen-tro del desdichado caballero, y después de un felizviaje por mar y por tierra, os encontraréis a su lado.

La joven, en el mismo tono de voz, exclamó:

—Yo he sido feliz y he gozado de libertad ynunca me ha perseguido su fantasma.

—He de deciros algo más —prosiguió elseñor Lorry, tratando de fijar la atención de la jo-ven.— Cuando le encontraron llevaba otro nombre,pues el suyo o se olvidó o alguien tuvo interés enque permaneciera ignorado. No hay por qué tratarahora de averiguarlo, ni tampoco hay razón paraindagar el por qué durante tantos años estuvo pre-

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so, ya porque se olvidaran de él o porque quisierantenerlo encerrado hasta su muerte. Estas indaga-ciones serían peligrosas. Es mejor no hablar denada de eso, por lo menos mientras estemos enFrancia. Yo mismo, aunque soy súbdito inglés yempleado en el Banco Tellson, con toda la impor-tancia que en Francia tiene la casa, evito hablar delasunto y no llevo conmigo ni un papel que a ello serefiera. Todos los poderes que me acreditan pararesolver este asunto, se comprenden tan sólo enuna palabra: “Resucitado”, lo cual no significa nada.Pero, ¿qué es eso? La pobrecilla, no me oye siquie-ra. ¡Señorita Manette!

La joven estaba inmóvil y silenciosa, privadade sentido, con los ojos abiertos y fijos en él, comosi fuese una estatua. El caballero no se atrevió atocarla, temiendo hacerle daño, pero se apresuró agritar pidiendo socorro.

Apareció una mujer de aspecto bravío y elseñor Lorry observó que era roja de cabeza a pies,pues rojo era su gorro, rojos sus cabellos y su rostroy rojo su vestido.

Entró corriendo en la estancia, precediendoa los criados de la posada y sin pensarlo gran cosa

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dio un empujón al caballero, mandándolo a la paredmás cercana.

—¡Eso no es una mujer! —pensó el señorLorry. — Más bien parece un hombre.

—¿Qué hacéis ahí mirando? —exclamóaquella mujer dirigiéndose a las criadas. — ¿Porqué no vais en busca de lo necesario en vez dequedaros mirándome así? ¡Traedme en seguidasales, agua iría y vinagre! Y en cuanto a vos —añadió dirigiéndose al señor Lorry:— ¿No podíaisdecirle todo eso sin asustarla? ¡Mirad cómo la hab-éis dejado! ¡Pálida como una muerta y sin sentido!¿A eso llamáis ser banquero?

El señor Lorry no supo qué contestar y sequedó humildemente junto a la pared, sin atreversecasi a mirar, y la mujer tomó los remedios que hab-ían traído los criados, ordenándoles luego que semarcharan si no querían que les dijese algo des-agradable.

—Espero que pronto recobrará el sentido —observó el señor Lorry.

—No por lo que hayáis hecho —contestó lamujer.— ¡Pobrecilla mía!

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—Espero —añadió el señor Lorry despuésde nueva pausa y con la misma humildad— queacompañaréis a la señorita Manette en su viaje aFrancia.

—¡Sois un tonto! —exclamó la mujer.—¿Creéis que si la Providencia hubiese dispuesto quehabía de viajar por mar, me habría hecho nacer enuna isla?

Y como esto era de difícil contestación, elseñor Jarvis Lorry se retiró para meditar.

Capítulo V.— La taberna

Una gran barrica de vino se cayó en la calley se rompió. Ocurrió el accidente al descargarla deun carro; rodó el barril y al tropezar con el suelo sele soltaron los cercos y se desparramó el vino, entanto que las duelas quedaban frente a una taberna,como enorme nuez rota.

Cuanta gente había por allí suspendió sutrabajo o su pereza para ir a beberse el vino derra-mado. Las piedras irregulares y salientes de la calle,destinadas, al parecer, a lisiar a cuantos se acerca-

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ran a ellas, fueron la causa de que se formasenvarios pequeños estanques, cada uno de los cualesse vio rodeado por algunos individuos que, arrodi-llados y con el hueco de sus manos, recogían y sebebían el líquido. Otros lo recogían con vasijas debarro y hasta empapando los pañuelos que las mu-jeres llevaban en la cabeza, para retorcerlos luegoincluso sobre la abierta boca de los niños, y los queno pudieron coger el precioso líquido, se entreten-ían en lamer las duelas cubiertas interiormente deheces. Y tanto fue el afán de todos para que, no seescapara una sola gota del líquido y tanto barrotragaron al mismo tiempo que ingerían el vino, quela calle quedó limpísima, como si por allí hubieranpasado los barrenderos, si por milagro hubieranaparecido estos personajes desconocidos en aque-lla época.

Mientras duró el vino hubo la mayor alegríaen la calle, pero en cuanto no quedó una gota cesa-ron, como por ensalmo, las manifestaciones dejúbilo. Todos volvieron a sus ocupaciones y los ca-davéricos rostros que salieran de las obscuras cue-vas desaparecieron nuevamente en ellas.

Como el vino derramado era rojo, tiñó elsuelo de la estrecha calleja del barrio de San Anto-

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nio, de París. Había manchado también muchasmanos y muchos rostros, y los que se entretuvieronen lamer las duelas, quedaron con manchas rojasen torno de la boca, como tigres ahítos de carne, yhasta hubo un bromista que con los dedos bañadosen barro rojizo, escribió en la pared la palabra:“Sangre”.

Día llegaría en que este vino fuera tambiénderramado por las calles y cuyo color rojo mancharaasimismo a muchos de los que allí estaban.

Nuevamente la calle volvió a su estadohabitual, de que saliera un momento, y quedó triste,fría, sucia, llena de enfermedades y de miseria, deignorancia y de hambre. En todas partes se veíanpobres individuos envejecidos, debilitados y ham-brientos. Los niños tenían caras de viejo y hablabancon gravedad. El Hambre reinaba en el barrio comodueña y señora y sus manifestaciones se advertíanpor doquier. Las calles eran tortuosas y estrechas,amén de sucias como muladares y las casas de quese componían estaban habitadas por gente sumidaen la más negra miseria. Mas aun a pesar de todo,no faltaban ojos brillantes, labios contraídos y fren-tes arrugadas. En las mismas tiendas se advertíatambién la necesidad general, pues en las carnicer-

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ías se veían tan sólo piltrafas de carne y en las pa-naderías panes pequeños y groseros. Los concu-rrentes a las tabernas bebían sus minúsculos vasosde vino o de cerveza y se hablaban confidencial-mente. Nada estaba allí representado en estadofloreciente, a excepción de las armerías y las tien-das en que se vendían herramientas. Los instru-mentos o armas de acero eran brillantes, estabanafilados y en abundancia. La calle de piso desigualcarecía de aceras y estaba llena de baches. Losfaroles, a grandes intervalos, colgaban de cuerdasque atravesaban de un lado a otro de la calle y porlas noches apenas bastaban para disipar las som-bras.

La taberna ante la cual se rompió el barrilestaba en un rincón de la calle y tenía mejor aspec-to que los demás establecimientos. El tabernerocontempló la lucha por beberse el vino derramado,sin importársele gran cosa, porque como el estropi-cio fue causado por los que descargaban el vino, desu cuenta corría proporcionarle otro barril.

De pronto sus ojos sorprendieron al bromis-ta que escribía en la pared con los dedos y seacercó airado a él, borrando con las manos la terri-ble palabra que el otro trazara.

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El tabernero era un hombre de aspectomarcial, de cuello de toro y de unos treinta años.Debía de ser de ardiente temperamento, porque apesar de que el día era muy frío llevaba la chaquetacolgada del hombro y las mangas de la camisaarremangadas hasta el codo. La cabeza estabacubierta solamente por su cabello negro y rizado.Por lo demás era moreno, tenía buenos ojos y lamirada decidida. Parecía de buen humor, pero decarácter implacable, resuelto y de firme voluntad.

La señora Defarge, su esposa, estaba sen-tada en la tienda, detrás del mostrador, cuandoaquél entró. Era una mujer corpulenta, de la mismaedad que su marido, con ojos observadores que noparecían fijarse en nada, de manos grandes, ador-nadas por sortijas, rostro de facciones enérgicas yexpresión de perfecta compostura. Parecía muyfriolera y estaba envuelta en pieles, incluso la cabe-za, aunque dejando al descubierto los pendientes.Tenía delante su labor de calceta, pero la habíadejado a un lado para limpiarse los dientes con unaastillita. Así ocupada, la señora Defarge no dijo na-da al entrar su marido, sino que se limitó a toserligeramente, y esto unido a un leve movimiento desus cejas, indicó a su esposo la conveniencia devigilar a sus clientes, pues entre ellos encontraría a

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alguno que había entrado mientras él estaba en lacalle.

En efecto, el tabernero descubrió muy pron-to a un caballero de alguna edad, acompañado deuna señorita, que estaban sentados en un rincón.Otros clientes estaban allí jugando, y mientras eltabernero pasaba por detrás del mostrador observóque el caballero decía refiriéndose a él:

—Este es nuestro hombre.

Diciéndose que no los conocía, el tabernerose detuvo para hablar con los tres parroquianos quebebían junto al mostrador.

—¿Cómo va, Jaime? —preguntó uno al ta-bernero.— ¿Ya se han bebido todo el vino derra-mado?

—Hasta la última gota, Jaime —contestó elseñor Defarge.

En cuanto hubieron hecho el intercambio desu nombre, la señora Defarge tosió de nuevo y ar-queó nuevamente las cejas.

—Pocas veces —observó el segundo de lostres, dirigiéndose al señor Defarge— tienen ocasiónesas bestias de probar el gusto del vino ni otra cosa

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que no sea el pan negro y la muerte. ¿No es así,Jaime?

—Tienes razón, Jaime —replicó el señorDefarge.

Después de este segundo intercambio delnombre de pila, la señora Defarge tosió otra vez ynuevamente arqueó las cejas. El último de los tresdejó el vaso vacío y se limpió los labios, diciendo:

—Esos pobres animales tienen siempre enla boca otro sabor muy amargo y una vida muy du-ra, Jaime. ¿No digo bien?

—Tienes razón, Jaime —contestó el señorDefarge.

En aquel momento, después de este tercerintercambio del nombre de pila, la señora Defargedejó el mondadientes, arqueó las cejas y se revolvióen su asiento.

—Es verdad —murmuró su marido.— Seño-res... mi mujer.

Los tres parroquianos se descubrieron antela señora Defarge y le hicieron una reverencia, a laque ella contestó inclinando la cabeza y examinán-dolos rápidamente.

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Luego miró indiferentemente hacia la taber-na y reanudó su labor de calceta.

—Señores —dijo su marido que la habíaobservado con la mayor atención: —La habitaciónamueblada que deseabais ver está en el quintopiso. La escalera parte del patio, a la izquierda...Pero ahora recuerdo que uno de vosotros ya laconoce y puede guiar a los demás. Adiós, señores.

Ellos pagaron el vino que habían bebido ysalieron, y mientras el tabernero observaba a sumujer, el caballero de alguna edad avanzaba desdesu rincón y manifestaba deseos de hablar a solascon el tabernero.

—Con el mayor gusto, señor —contestó De-farge llevándolo hacia la puerta.

La conferencia fue muy corta, pero de efec-tos decisivos. Casi a la primera palabra el tabernerose sobresaltó y manifestó la mayor atención. Nohabía transcurrido un minuto cuando hizo una señalafirmativa y salió a la calle. Entonces el caballerollamó a la joven con la mano y los dos salieron tam-bién. La señora Defarge seguía haciendo calceta yno vio nada.

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El señor Jarvis Lorry y la señorita Manettesalieron así de la taberna y alcanzaron al taberneroante la escalera a la que mandó a los tres parro-quianos. En la obscura entrada de la negra escalerael tabernero hincó una rodilla y llevó a sus labios lamano de la hija de su antiguo amo. Era una delica-deza, pero realizada de manera que nada tenía dedelicada. En pocos segundos sufrió una gran trans-formación, pues en su rostro ya no había expresiónalguna de buen humor ni de franqueza, sino dereserva, de cólera y de hombre peligroso.

—Está bastante alto —dijo secamente alseñor Lorry.

—¿Está solo? —murmuró éste.

—¿Quién queréis que esté con él? —exclamó el tabernero.

—¿Está siempre solo?

—Sí.

—¿Por su deseo?

—Por su necesidad. Tal como estaba cuan-do le vi y me preguntaron si quería tenerlo en micasa. Así está ahora.

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—¿Está muy cambiado?

—¡Cambiado!

El tabernero dio un puñetazo en la pared yprofirió una blasfemia, lo cual fue más elocuentepara el señor Lorry que una respuesta clara.

Penoso sería subir la escalera de una casavieja de París en nuestros tiempos, pero entonces loera todavía más. En cada uno de los rellanos habíaun montón de basura depositado por los vecinos, yaquella masa en descomposición viciaba de tal ma-nera el ambiente que apenas se podía respirar. Elseñor Lorry tuvo que detenerse dos veces junto aunas ventanas provistas de rejas que daban salidaal mefítico ambiente; mas, por fin, llegaron a lo altoy el tabernero que los precedía sacó una llave delbolsillo.

—¿Está encerrado con llave? —Pregunto elseñor Lorry.

—Sí —contestó Defarge secamente.

—¿Creéis necesario tener tan recluido aese pobre caballero?

—Considero necesario abrir con llave.

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—¿Por qué?

—Porque ha vivido tanto tiempo encerrado,que asustaría de muerte si esta puerta quedaraabierta.

—¿Es posible?

—Así es.

Tal diálogo, tuvo lugar en voz tan baja, queni una de las palabras llegó a oídos de la joven queestaba temblorosa de emoción y su rostro expresa-ba tal terror que el señor Lorry creyó necesario diri-girle algunas palabras para darle ánimo.

—¡Valor, querida señorita, valor! Lo peorhabrá pasado dentro de un momento. Una vezhayamos pasado esta puerta. Luego empezará todoel bien que le lleváis y toda la dicha que ofreceréisal desgraciado. Nuestro buen amigo Defarge nosayudará. Vamos.

Al doblar una de las vueltas de la escalerahallaron a tres hombres que estaban ante una puer-ta y mirando por el ojo de la llave. Al oír los pasosde los que subían volvieron la cabeza y mostraronser los tres parroquianos del mismo nombre quehabían estado bebiendo en la taberna.

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—Me olvidé de ellos con la sorpresa devuestra visita —explicó el señor Defarge. —Dejadnos, amigos. Tenemos que hacer.

Los tres emprendieron el descenso y des-aparecieron.

No había ya otra puerta y el tabernero sedisponía a abrirla, cuando el señor Lorry le pre-guntó:

—¿Habéis hecho al señor Manette objetode exhibición?

—Lo dejo ver, según habréis observado, pe-ro tan sólo a unos cuantos escogidos.

—¿Creéis que está bien?

—Sí, lo creo.

—¿Quiénes son esos pocos? ¿Cómo loselegís?

—Escojo a los que son hombres verdaderosy se llaman como yo, Jaime. Por otra parte vos soisinglés y no me entenderíais.

Miró luego por un agujero de la pared y le-vantando la cabeza, llamó dos o tres veces en lapuerta, sin otro objeto aparente que el de hacer

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ruido. Con la misma intención metió la llave ruido-samente en la cerradura y, por fin, abrió. Antes deentrar dijo algo y le contestó una voz débil desde elinterior. Entonces el tabernero hizo seña a suscompañeros para que entraran y el señor Lorry co-gió el brazo de la joven, pues observó que le falta-ban las fuerzas.

—Entrad conmigo —dijo.— Todo eso no esmás que... cuestión de negocio.

—Estoy asustada —contestó ella temblan-do.

—¿De qué?

—Quiero decir de él. De mi padre.

Apurado por el estado de la joven y por lasseñas que le hacía el tabernero, el señor Lorry le-vantó a su compañera y en brazos la hizo entrar enla habitación. Defarge quitó la llave, cerró por de-ntro, todo eso con tanto ruido como le fue posible, y,finalmente, echó a andar despacio hasta llegar a laventana junto a la cual se detuvo.

El lugar, evidentemente destinado a leñera,era muy obscuro, pues solamente había una venta-nilla en el techo y estaba medio cerrada. Era, pues,

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difícil avanzar a la escasa luz reinante, pero allí, sinembargo y de espalda a la puerta, estaba un hom-bre de blancos cabellos, sentado en una banquetamuy baja, muy atareado en hacer zapatos.

Capítulo VI.— El zapatero

—Buenos días —exclamó el señor Defargemirando al hombre de cabellos blancos que tenía lacabeza inclinada sobre su trabajo.

El interpelado levantó la cabeza y en vozbaja, como distante, contestó a la salutación:

—Buenos días.

—Siempre trabajando, ¿eh?

Después de largo silencio, la blanca cabezase levantó de nuevo y dijo:

—Sí, estoy trabajando.

Y aquella vez, antes de inclinar de nuevo lacabeza, el anciano miró al tabernero con sus tras-tornados ojos.

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La debilidad de la voz causaba compasión ytemor a un tiempo. No era la debilidad resultante dela pérdida de fuerzas, sino que, indudablemente, sedebía en gran parte al encierro y a la falta de uso.Era como débil eco de un sonido muy antiguo.

Hubo una pausa y luego el tabernero dijo:

—Deseo abrir un poco la ventana para queentre más luz. ¿Podréis resistirla?

El zapatero interrumpió su labor y preguntó:

—¿Qué decís?

—Que si podréis resistir un poco más deluz.

—Tendré que resistirla si la dejáis entrar.

El tabernero abrió la ventana y el rayo deluz que entró dejó ver al viejo zapatero que teníasobre las rodillas un zapato a medio terminar. Sobrela banqueta y en el suelo estaban sus herramientas.Tenía la barba blanca, mal cortada, la cara chupaday los ojos muy brillantes. Llevaba la camisa abiertapor el pecho, dejando al descubierto su piel blanca yflácida. Y tanto él como los andrajos que vestía, acausa del largo encierro habían adquirido el coloramarillento del pergamino.

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Puso una mano ante los ojos para resguar-darlos de la luz y entonces se vio que los huesos deaquélla se transparentaban. No miraba al tabernero,sino que apenas dirigía los ojos a uno y otro lado,como si hubiese perdido el hábito, de asociar elespacio con el sonido.

—¿Vais a terminar hoy este par de zapa-tos? —preguntó Defarge al tiempo que hacía señasal señor Lorry para que se acercara.

—¿Qué decís?

—Si vais a terminar hoy este par de zapa-tos.

Esta pregunta le recordó su labor y se in-clinó nuevamente sobre ella. Mientras tanto avanzóel señor Lorry llevando de la mano a la joven, ycuando ya hacia cosa de un minuto que estaban allado de Defarge, el zapatero levantó la vista. No diomuestras de sorpresa al ver a otra persona, sinoque se llevó la mano a los labios y luego reanudó eltrabajo.

—Tenéis una visita —le dijo Defarge.

—¿Qué decís?

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—Que hay una visita. Mirad, este caballeroes muy inteligente en calzado. Mostradle el zapatoque estáis haciendo. Tomad —dijo a Lorry dándoleel zapato.— Ahora —añadió dirigiéndose al zapate-ro —decid a este señor qué clase de calzado eséste y el nombre del que lo hace.

Hubo una larga pausa y luego el pobrehombre dijo:

—He olvidado ya lo que me decíais. Re-petídmelo.

—¿Podéis describir este calzado?

—Es un zapato de señora. A la moda, aun-que nunca he visto la moda.

—¿Y el nombre del zapatero?

—¿Preguntáis mi nombre? —exclamó des-pués de largo silencio.

—Precisamente.

—Ciento cinco, Torre del Norte.

—¿Nada más?

—Ciento cinco, Torre del Norte.

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Y dando un suspiro se absorbió nuevamen-te en su trabajo.

—¿Sois zapatero de oficio? —le preguntó elseñor Lorry.

El interpelado miró a Defarge, como invitán-dole a contestar, mas en vista de que no lo hacía, lohizo él diciendo:

—No, no es mi oficio. He aprendido aquí. Loaprendí yo solo. Pedí permiso...

Hizo una pausa como si no estuviera resuel-to a continuar y luego añadió:

—Pedí permiso para aprender yo solo. Loconseguí al cabo, después de muchas dificultades ydesde entonces hago zapatos.

Y mientras tendía la mano en espera de quele devolvieran su labor, el señor Lorry le preguntó,mirándolo con fijeza:

—¿No os acordáis de mí, señor Manette?

El zapato cayó al suelo, en tanto que el po-bre zapatero miraba al que le preguntaba.

—¿No recordáis tampoco a este hombre,señor Manette? —preguntó el señor Lorry, apoyan-

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do la mano en el brazo de Defarge. —Miradlo bien.Miradme también. ¿No vuelven a vuestra memorialas imágenes de los que fueron vuestro antiguobanquero y vuestro criado, ni recordáis vuestrosantiguos negocios, señor Manette?

El cautivo de tantos años miró fijamente alseñor Lorry a Defarge y sus ojos dejaron asomaralgunos destellos de la antigua inteligencia, peroquedaron pronto nublados.

Y eso ocurrió nuevamente cuando los ojosdel desgraciado se fijaron en el hermoso rostro de lajoven que, deslizándose junto a la pared avanzabatendiéndole las manos, en su deseo de estrecharcontra su pecho aquella cabeza de espectro.

Pero nuevamente quedó apagado el deste-llo de inteligencia. Dando un suspiro, el zapateroreanudó su labor.

—¿Lo habéis reconocido, caballero? —preguntó Defarge en voz baja.

—Sí, por un momento. Al principio no lo creíposible, mas luego, por un instante, he reconocidoperfectamente el rostro que tan familiar me fue.Pero retirémonos un poco.

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La joven, mientras tanto, se había acercadomás a su padre y se situó a su lado, en tanto que élestaba absorto en su labor. Por fin, tuvo necesidadde cambiar de herramienta y al hacerlo sus ojos sefijaron en el extremo de la falda de su hija.

Entonces levantó los ojos y vio su rostro.Los dos hombres se sobresaltaron, temiendo que eldesgraciado pudiera herirla con su cuchilla, pero lajoven les hizo seña de que permanecieran quietos yellos la obedecieron.

Se quedó mirándola, asustado, y pareciócomo si sus labios quisieran articular algunas pala-bras, aunque permanecieron mudos. Luego, trasunos momentos en que su respiración fue jadeantepor la emoción que sentía, exclamó:

—¿Qué es esto?

La joven llevó sus propias manos a los la-bios, y seguidamente cruzó los brazos sobre el pe-cho, como si en él se apoyara la querida cabeza delanciano.

—¿No eres la hija del carcelero? —preguntó él.

—No —contestó la joven dando un suspiro.

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—¿Quién sois, pues?

Sin atreverse a contestar, la joven se sentóen la banqueta, al lado de su padre, el cual retroce-dió, pero ella le puso la mano sobre el brazo. Extra-ña conmoción se apoderó de él, y dejando a un ladola cuchilla se quedó mirando a la aparición. El dora-do cabello de la joven, peinado en largos tirabuzo-nes, caía sobre su esbelto cuello y el anciano, ade-lantando despacio la mano, tocó suavemente lasdoradas hebras, pero se apagó la luz que por unmomento acababa de brillar en su inteligencia, ydando un suspiro, volvió a engolfarse en su labor.

Mas no por mucho tiempo. La joven le pusola mano sobre el hombro y él, después de dudar deque, en efecto, la aparición fuese real, dejó a unlado la labor, se llevó la mano al cuello y sacó uncordón ennegrecido, del que pendía una vieja bolsi-ta de paño.

La abrió con el mayor cuidado, sobre la ro-dilla, y entonces se vio que contenía algunos cabe-llos; solamente dos o tres hebras doradas, que enmás de una ocasión rodeara a sus dedos.

Tomó nuevamente los cabellos de la joven ymurmuró:

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—¿Cómo es posible? Son los mismos.¿Cuándo ocurrió? ¿Cómo?

En su frente se advertía la concentración desus ideas.

De pronto, tomó la cabeza de la niña, la vol-vió a la luz y la miró con la mayor atención.

—Aquella noche en que me llamaron, ellaapoyó la cabeza en mi hombro... Tenía miedo deque saliera, aunque yo no temía nada... y cuandome encerraron en la Torre del Norte, me encontra-ron esto escondido en la manga. ¿Me dejáis que loconserve? No puede ayudarme a facilitar la fuga demi cuerpo, pero permitirá que mi espíritu puedamarcharse. Les dije estas mismas palabras, meacuerdo. perfectamente.

Estas palabras las formó varias veces ensus labios antes de poder pronunciarlas, mas cuan-do las emitió lo hizo de un modo coherente, aunquedespacio.

—¿Cómo puede ser eso? ¿Eraís vos?

Nuevamente se alarmaron los espectadoresde aquella escena, pues él se había vuelto hacia la

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joven con extraordinaria rapidez. Pero la niña esta-ba tranquilamente sentada y en voz baja les dijo:

—Os ruego, señores, que no os acerquéis yque no os mováis siquiera.

—¿Qué voz es ésta? —exclamó el anciano.

Al pronunciar estas palabras la soltó y semesó los blancos cabellos, pero tranquilizándoseluego, guardó su bolsita, aunque sin dejar de mirara la joven.

—No, no, —dijo, —sois demasiado joven ybonita. No puede ser. Mirad cómo está el prisionero.Estas no son las manos que ella conocía, ni la vozque estaba acostumbrada a oír. No, no. Ella era, yél también... antes de los larguísimos años pasadosen la Torre del Norte... hace ya de eso mucho,muchísimo tiempo. ¿Cómo te llamas, ángel mío?

La joven se dejó caer de rodillas ante supadre, con las manos plegadas sobre el pecho.

—Oh, señor, ya conoceréis cuál es mi nom-bre, y sabréis quiénes fueron mi madre y mi padre,así como su triste, tristísima historia. Pero ahora nopuedo decíroslo. Lo que os ruego ahora, es que me

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toquéis con vuestras manos y me bendigáis. Be-sadme, besadme.

La blanca cabeza del anciano se puso encontacto con los dorados cabellos de la joven, queparecían prestarle nueva vida, como si sobre élbrillase la luz de la libertad.

—Si oís en mi voz, y no sé si será así, aun-que lo espero, si oís en mi voz algún parecido con laque en un tiempo fue dulce armonía en vuestrosoídos, llorad, llorad por ella. Si al tocar mis cabellosalgo os recuerda una adorada cabeza que un díareposó en vuestro pecho cuando erais joven y libre,llorad, llorad por ella. Si cuando, os nombre el hogarque nos espera, y en el cual me esforzaré en hace-ros feliz, con mi amor y mis cuidados, os recuerdoun hogar que quedó desolado mientras vuestropobre corazón lo echaba de menos, llorad, lloradtambién por él.

Y rodeando el cuello del anciano con losbrazos, lo meció sobre su pecho, como si fuese unniño.

—Si os digo, querido mío, que ya ha termi-nado vuestra agonía y que he venido para llevarosconmigo a Inglaterra, para gozar de la paz y de la

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tranquilidad, y eso os hace recordar que vuestravida se malogró cuando tan útil pudiera haber sido,y que vuestra patria, Francia, fue tan cruel para vos,llorad también, llorad. Y si cuando os diga mi nom-bre y el de mi padre, que aun vive, y el de mi madre,que murió ya, sabéis que habré de caer de rodillasante mi querido padre para pedirle perdón, porhaber dejado de procurar su libertad y por no haberllorado por él noche y día, porque el amor de mipobre madre alejo de mí esta tortura, llorad tambiénpor ello, llorad por mí y por ella. Buenos señores,demos gracias a Dios, pues siento que sus lágrimascorren por mi rostro y sus sollozos tiemblan sobremi corazón. ¡Mirad! ¡Gracias, Dios mío!

El pobre anciano se había refugiado en losbrazos de la joven y apoyaba la cabeza en su pe-cho. Y aquella escena era tan conmovedora que losdos testigos se cubrieron los rostros con las manos.

Cuando reinó nuevamente la tranquilidad enaquel lóbrego lugar, los dos hombres se acercaronpara levantar al padre y a la hija, pues, insensible-mente, se habían deslizado al suelo..

—Si fuera posible —dijo la joven— que, sinmolestarlo, se pudiera disponer todo para salircuanto antes de París...

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—¿Creéis que estará en condiciones de so-portar el viaje? —preguntó el señor Lorry.

—Más que de continuar en esta ciudad tanfunesta para él.

—Es verdad —dijo Defarge que se habíaarrodillado para oír y ver mejor.— Más que paraquedarse. El señor Manette estará siempre mejorlejos de Francia. ¿Queréis que vaya a alquilar uncarruaje y caballos de posta?

—Esto es ya un negocio —contestó el señorLorry recobrando en el acto sus maneras metódi-cas,— y si ha de terminarse un negocio es mejorque yo me ocupe en ello.

—Entonces haced el favor de dejarnos so-los —rogó la señorita Manette.— Ya veis qué tran-quilo se ha quedado; no temáis dejarme a solas conél. Cerrad la puerta al salir, para que no nos inte-rrumpan, y, sin duda alguna, lo hallaréis tranquilo alvolver.

Poco acertada parecía a los dos hombresesta proposición, y por lo menos quería quedarseuno de ellos, pero como, además, había que arre-glar los papeles necesarios y el tiempo urgía, se

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repartieron las gestiones necesarias y salieronapresuradamente.

Mientras las sombras se acentuaban, la jo-ven permaneció al lado de su padre, sin dejar demirarlo. Ambos permanecían quietos y, por fin, sefiltró un rayo de luz por un agujero de la pared.

El señor Lorry y Defarge lo habían prepara-do todo para el viaje y consigo llevaban, además dealgunas prendas de abrigo, pan, carne, vino y cafécaliente. Defarge dejó las provisiones sobre la ban-queta de zapatero, así como la lámpara que llevabay ayudado por el señor Lorry levantó al cautivo.

Nadie habría sido capaz de darse cuenta,por la expresión de su rostro, de las misteriosasideas de su mente. Era imposible comprender si sehabía dado cuenta de lo sucedido o del hecho deque ya estaba libre. Probaron de hablarle, mas eldesgraciado parecía estar tan confuso y respondíacon tanta lentitud, que creyeron mejor no molestarlecon nuevas observaciones. A veces se cogía lacabeza entre las manos, pero siempre parecía ex-perimentar placer al oír la voz de su hija, hacia lacual se volvía invariablemente cuantas veceshablaba.

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Con la obediencia peculiar de los que estánacostumbrados a someterse a la fuerza, comió,bebió y se abrigó con las prendas que le dieron.Con agrado se dejó llevar por su hija, que lo cogiódel brazo y hasta tomó entré las suyas las manosde la joven. Entonces empezaron a bajar la escale-ra; Defarge iba delante con la lámpara y el señorLorry iba detrás. Pocos escalones habían bajadocuando la joven se detuvo y le preguntó:

—¿Os acordáis, padre mío, de haber venidoaquí?.

—No, no me acuerdo —contestó.— Hacede eso demasiado tiempo.

No tenía memoria de haber sido sacado desu prisión para llevarlo a aquella casa. Los que loacompañaban le oyeron murmurar: “Ciento cinco,Torre del Norte”, y observaron que miraba a su al-rededor, como si buscara los muros de piedra de lafortaleza. Al llegar al patio, instintivamente aminoróel paso, como si esperase cruzar el puente levadizo,pero como no lo viera y en su lugar encontrase uncarruaje que lo esperaba en la calle, cogió la manode su hija e inclinó la cabeza.

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Reinaba el mayor silencio en la calle y enella no vieron a nadie más que a la señora Defargeque, reclinada en la jamba de la puerta, seguíahaciendo calceta y no vio nada.

El prisionero entró en el coche con su hija,pero, inmediatamente, rogó que le entregasen susherramientas de zapatero y el calzado a medio ter-minar. La señora Defarge, que oyó su ruego, seapresuró a complacerlo; poco después regresó tra-yendo lo pedido y volvió a enfrascarse en su laborde calceta, pero, aparentemente, sin haber vistonada.

—¡A la Barrera! —exclamó Defarge entran-do en el coche. El postillón hizo restallar el látigo yel vehículo se puso en marcha.

Por fin los detuvieron unos soldados, provis-tos de linternas, y uno de ellos exclamó:

—Vuestros papeles, caballeros.

—Aquí están, señor oficial —contestó De-farge bajando y llevándose aparte al militar.— Estosson los papeles de este caballero que va en el co-che, el del cabello blanco. Me han sido consigna-dos, con su persona, por...— Bajó la voz antes de

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terminar la frase y el oficial, después de dirigir unamirada al pasajero en cuestión, contestó:

—Perfectamente. Adelante.

—Adiós —exclamó Defarge.

El coche reanudó la marcha y se aventuróen las negras sombras de la noche. Y durante el fríoy obscuro intervalo hasta la madrugada, resonabanen los oídos del señor Jarvis Lorry, que se sentabaenfrente del desenterrado, las mismas palabras:

—Espero que os gustará volver a la vida.

Y la contestación era la misma de siempre.

—No puedo decirlo.

FIN DEL PRIMER LIBRO.

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LIBRO SEGUNDO.— EL HILO DE OROCapítulo I.— Cinco años después

El Banco Tellson era un lugar de viejísimoaspecto en el año mil setecientos ochenta. El localera muy pequeño, obscuro, feo e incómodo. Todorespiraba antigüedad, pero los socios de la casaestaban orgullosos de la pequeñez del local, de laobscuridad reinante, de su fealdad y hasta de suincomodidad. Y no solamente estaban orgullosos,sino que, muchas veces, hacían gala de todos estosinconvenientes, convencidos de que si la casa nolos tuviera, seria menos respetable. Tellson no ne-cesitaba grandes habitaciones, ni abundante luz, nimayor embellecimiento. Otras casas de banca pod-ían tener necesidad de tales ventajas, pero, a Diosgracias, a Tellson no le hacían ninguna falta.

Cualquiera de los socios habría sido capazde desheredar a su propio hijo que le propusiera laatrevida idea de reconstruir el establecimiento. Y asíhabía sido como Tellson fue el triunfo de toda inco-modidad. Después de abrir una puerta que se obsti-naba en permanecer cerrada, aparecían dos esca-lones y el visitante se encontraba en una tiendecitaprovista de dos mesas, en donde los empleados

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más viejos examinaban minuciosamente el chequeque se les presentaba y la legitimidad de la firma, ala luz de las ventanitas, siempre cubiertas de barropor la parte exterior y provistas de rejas, que contri-buían a impedir el paso de la luz escasa que con-sentía la proximidad y la sombra del Tribunal delTemple. Si los negocios del visitante le obligaban aentrevistarse con “La Casa”, se le conducía a unaespecie de mazmorra situada en la parte posterior,en donde sentía tentaciones de emprender seriasreflexiones acerca de la vida, hasta que la mismaCasa se presentaba con las manos en los bolsillos,sin que el visitante fuese capaz de divisarla en losprimeros momentos.

El dinero entraba y salía de cajones mediocomidos por la polilla y hasta los mismos billetessalían penetrados de un olor especial, producido porla humedad, como sí estuvieran a punto de des-componerse y de convertirse nuevamente en tra-pos. Las alhajas se guardaban en lugares que másbien merecían el nombre de letrinas, y en pocosdías perdían su brillo característico. Los valores ylos papeles de familia se guardaban en una especiede cocina, donde nunca se guisó nada, y al salir deallí parecían sentir todavía el horror de haber estadoencerrados en tal lugar, desde el cual podían divisar

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las cabezas expuestas en el Tribunal del Temple,con una ferocidad digna de los abisinios o de losaschantis.

En aquella época era cosa muy corriente lasentencia de muerte. La muerte es un remedio de laNaturaleza para todas las cosas y la Ley no teníarazón para ser distinta.

Por eso se condenaba a muerte al falsifica-dor, al poseedor de un billete falso, al que estafabacuarenta chelines y seis peniques, al que robaba uncaballo y al que acuñaba un chelín falso; en realidadlas tres cuartas partes de los delincuentes erancondenados a muerte, lo cual tenía la ventaja desimplificar considerablemente los procedimientoslegales.

El Banco Tellson también había contribuido,como otras casas de negocios, a la muerte de mu-chos de sus semejantes, y no hay duda de que silas cabezas que hizo caer estuvieran aún expuestasen el Tribunal del Temple, en vez de haber sidoenterradas, habrían sido bastantes para interceptarla poca luz que recibía la casa de banca.

En los más obscuros rincones, los viejosempleados del Banco Tellson trabajaban en los

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negocios de la casa, En la calle y nunca dentro, ano ser que se llamara especialmente, estaba siem-pre un hombre que, a la vez, hacía de mozo y demensajero.

Nunca estaba ausente durante las horas deoficina, a no ser que se le mandara a un recado, yaun en tales casos quedaba representado por suhijo, feo engendro de doce años, que era su vivoretrato. El apodo de este mozo era el de Roedor ycomo nombre de pila tenía el de Jeremías.

La escena ocurría en la vivienda particulardel señor Roedor, a las seis y media de la mañanade un ventoso día de marzo. Las habitaciones de lavivienda eran dos, contando como una un pequeñoretrete separado, de la otra por una vidriera, y aun-que era muy temprano, la estancia había sido per-fectamente barrida y limpiada y las vasijas dispues-tas ya para el desayuno aparecían sobre un blancomantel. El señor Roedor estaba durmiendo todavía;pero, por fin, empezó a surgir de la cama hasta quesus acerados pelos parecieron a punto de convertirla sábana en tiras, y al mirar al exterior exclamóexasperado:

—¡Demonio! ¿no ha vuelto otra vez?

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Una mujer muy limpia y aseada, que estabaarrodillada en el rincón, se levantó apresuradamen-te, demostrando así que la exclamación del señorRoedor se refería a ella.

—¿Qué haces? —exclamó el señor Roedorbuscando a tientas una bota para tirársela por lacabeza. —¿Ya estás otra vez con lo mismo?

Y habiendo encontrado lo que buscaba, tiróa la mujer una bota llena de barro. Y hemos de lla-mar la atención acerca de la particularidad de queaun cuando el señor Roedor regresaba, por lastardes, del Banco con las botas limpias, por la ma-ñana las tenía siempre llenas de barro.

—¿Se puede saber lo que estabas hacien-do?

—Estaba rezando mis oraciones —contestóla pobre mujer.

—¿Conque rezando, eh? ¿Se puede saberqué te propones pasando el tiempo de rodillas yrezando contra mí?

—No rezaba contra ti, sino por ti.

—No es verdad, y, por otra parte, no quieroconsentírtelo. Mira, hijo, aquí tienes a tu madre re-

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zando contra la prosperidad de tu padre. ¡A fe quetienes suerte, hijo mío, de que tu religiosa madre sepase el día entero rezando para que no puedasllevarte a la boca tu pan de cada día!

El joven Roedor, que iba en mangas de ca-misa, miró a su madre muy disgustado.

—Te repito —insistió el señor Roedor —queno quiero que reces más. No quiero que venga lamala suerte por tu causa. Si fueras otra y no llama-ras la desgracia contra tu marido y contra tu hijo,tendríamos ya buenos cuartos. Levántate, chico, ymientras yo me limpio las botas, vigila a tu madre ysi ves que vuelve a arrodillarse me lo dices.

Obedeció el chico y fijó sus ojos en su ma-dre, a la que, de vez en cuando, asustaba fingiendoque iba a llamar a su padre, el cual volvió al pocorato para tomar su desayuno. Hacia las nueve de lamañana se arregló convenientemente y salió paradesempeñar sus deberes diarios.

A pesar de que se llamaba a sí mismo “unhonrado menestral” nada podía justificar esta de-nominación. Sus herramientas de trabajo consistíanen un taburete de madera, que en otros tiempos fueuna silla, taburete que su hijo llevaba cada mañana

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junto a la puerta de la casa de banca inmediata alTribunal del Temple. Allí, con el auxilio de algunospuñados de paja, que arrebataba a cualquier carroque pasara, podía guarecerse del frío y de la hume-dad que, de otra manera, habría sufrido en su cam-pamento.

Aquella mañana ventosa de marzo, Jerem-ías se instaló en su sitio, cuando, al poco rato, apa-reció uno de los empleados de la casa, exclamando:

—¡Que entre el mozo!

—Ya tenemos qué hacer, padre —exclamóel muchacho sentándose en el taburete que el autorde sus días acababa de dejar desocupado.

—¿Por qué tendrá mi padre los dedossiempre cubiertos de orín? —se preguntó el chi-co.— Porque aquí no hay hierro ninguno que tocar.

Capítulo II.— La vista de una causa

—¿Conocéis Old Bailey, verdad? — pre-guntó uno de los empleados más antiguos a Jerem-ías.

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—Sí señor, lo conozco.

—Perfectamente. ¿Conocéis, también alseñor Lorry?

—Mejor todavía —contestó Jeremías.

—Muy bien. Entrad por la puerta de ingresode los testigos y enseñad al portero esta nota parael señor Lorry. Os dejará entrar.

—¿Al patio, señor?

—Al patio.

—¿He de esperar en el patio?

—Ahora os diré lo que debéis ha esta notaal señor Lorry y vos, mientras tanto, haced algunaseñal a este último para que os vea y sepa dóndeestáis, Luego os quedáis allí, por si acaso él osnecesita.

—¿Nada más?

—Nada más. Quiere tener un mensajero asu disposición. Por esto se le avisa de que estaréisallí.

El empleado dobló la nota y el señor Roe-dor, tomándola, preguntó:

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—¿Se juzga algún caso de falsificación deesta mañana?

—De traición.

—Pues en tal caso habrá descuartizamien-to. Esto es muy bárbaro.

—Es la Ley —observó el viejo empleado.

—Por más que sea la Ley, ya basta con ma-tar a un hombre. No hay necesidad de descuartizar-lo.

—Tened cuidado de cómo habláis de laLey. No os metáis en lo que no os importa. Recor-dad este buen consejo. Tomad la nota y marchaden seguida.

Jeremías tomó el papel, saludó y, al pasarpor delante de su hijo, le avisó del lugar adonde ibay se alejó.

La prisión era un lugar infame, en el cual sedesarrollaban las enfermedades con una facilidadpasmosa y, a veces, no solamente hacían presa delos encarcelados, sino que, incluso, se adueñabandel mismo presidente del Tribunal. Más de una vezel juez pronunciaba su propia sentencia y moríamucho antes que el pobre hombre a quien acababa

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de condenar a muerte. Por lo demás la prisión deOld Bailey era famosa por un patio que tenía y delcual salían continuamente numerosos viajeros, páli-dos y demacrados, en carros y coches, en direcciónal otro mundo, y atravesando por entre el numerosopúblico que iba a presenciar tales espectáculos. Eratambién famosa por el pilorí, antigua y sabia institu-ción que infligía un castigo cuya extensión no eraposible mover y, también, por la pena de azotes queallí se aplicaba, muy humanitaria y reformadora.

Abriéndose camino por entre la multitud quesiempre rodeaba la cárcel, el mensajero del BancoTellson halló la puerta que buscaba y entregó lacarta a través de un ventanillo. Después de ligerademora se abrió la puerta un poco y el señor Jerem-ías Roedor pudo penetrar en el patio.

—¿Qué juicio se está celebrando? —preguntó a un empleado.

—Uno de traición.

—Entonces lo descuartizarán si lo encuen-tran culpable.

—¡Oh, no hay cuidado! —replicó el otro, —será culpable.

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La atención del señor Roedor fue solicitadaentonces por el portero, que se dirigía hacia el se-ñor Lorry para entregarle el papel que acababa derecibir. El señor Lorry estaba sentado a una mesa,en compañía de otros señores que llevaban pelu-cas, y no muy lejos se veía al defensor del reo, conun gran montón de papeles ante él. Enfrente estabaotro caballero, también con peluca, con las manosmetidas en los bolsillos y mirando al techo con lamayor atención. Jeremías procuró con señas y conalgunas toses significativas que el señor Lorry lemirase.

Entró, por fin, el juez y, a poco, dos carcele-ros introdujeron al acusado. Todos los que estabanen la sala miraron al desgraciado, a excepción delpersonaje que tenía los ojos fijos en el techo. Je-remías miró como todos los demás y vio que era unhombre joven, de unos veinticinco años, de excelen-te aspecto, de noble apostura, moreno y de ojosnegros. Parecía un caballero. Vestía de negro o degris muy obscuro, y su cabello, que era largo y ne-gro, estaba recogido y atado con una cinta en elcogote, más, tal vez, para evitar que le molestase,que por adorno. Por lo demás parecía muy tranqui-lo, y después de hacer una reverencia ante el juezse quedó inmóvil.

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Empezó la acusación. Según ella, CarlosDarnay era reo de traición a nuestro sereno, ilustre,excelente, etc., y amado rey, por haber, en diversasocasiones y de varios modos, auxiliado a Luis, reyde Francia, en sus guerras contra nuestro sereno,ilustre, excelente, etc., Señor; es decir, yendo yviniendo entre los dominios de nuestro sereno, ilus-tre, excelente, etc., Señor y los del rey francés, yrevelando, falsa y traidoramente a dicho rey deFrancia, cuáles eran las fuerzas que nuestro sere-no, ilustre, excelente, etc., Señor tenía preparadaspara mandar al Canadá y a Norte América.

El acusado, a quien todos consideraban yaahorcado, decapitado y descuartizado, no parecíaimpresionarse gran cosa ante aquella horrendaacusación. Permanecía inmóvil y estaba atento;escuchaba con el mayor interés y tan quieto estabaque no había, siquiera, apartado una de las hojasde que estaba cubierto el suelo, el cual se regaba,también, con vinagre como precaución contra lafiebre que hacía estragos en la cárcel.

El acusado paseó luego su mirada alrede-dor de la sala y observó que en un rincón, inmediatoal asiento de sus jueces, había dos personas, unade ellas una señorita de poco más de veinte años y

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la otra un caballero, que, evidentemente, era supadre; hombre notable por el hecho de tener el ca-bello absolutamente blanco. A veces se le habríacreído muy viejo, pero cuando dirigía la palabra a suhija, parecía rejuvenecerse y hallarse en la primeraparte de su vida.

Su hija estaba sentada junto a él y cogía lamano de su padre como atemorizada por la escenaque presenciaba y llena de compasión hacia el acu-sado, y tan vivo fue este sentimiento, que se traslu-ció en su rostro, y todos los circunstantes, se pre-guntaban quiénes serían el padre y la hija.

Jeremías, el mensajero, que también sehabía fijado en ello, oyó cómo alguien preguntaba:

—¿Quiénes son?

—Testigos.

—¿En favor del acusado?

—No, sino de la acusación.

El juez, que también se había fijado enaquellos dos personajes, volvió a mirar al acusado,mientras el fiscal se levantaba para retorcer la cuer-da, afilar el hacha y clavar los clavos en el catafalco.

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Capítulo III.— Decepción

El fiscal informó al Jurado de que el acusa-do que estaba ante ellos, a pesar de su juventud eraya muy viejo en las prácticas de la traición; que sucorrespondencia con el enemigo público no databade un día ni de un año, sino que el prisionero teníala costumbre, ya muy antigua, de ir desde Francia aInglaterra, para realizar negocios de que no le habr-ía sido posible dar honrada cuenta. La Providencia,sin embargo, había puesto en el corazón de unapersona, sin miedo y sin reproche, el deseo de des-cubrir la naturaleza de las ocupaciones del acusado,y, lleno de horror, las reveló al secretario de Estadode Su Majestad. Aquel patriota iba a ser presentadoal Tribunal. Fue amigo del acusado, pero, una vezestuvo convencido de su infamia, resolvió sacrificarsu amistad en aras del patriotismo. El testigo pudoexaminar los papeles de su amigo, gracias a losbuenos oficios de un criado, también digno dehonor, y así, por la conducta sublime de aquellosdos hombres, conducta que el fiscal recomendabaal jurado, pudo descubrirse la criminal ocupación delacusado. El examen de aquellos papeles demostra-ba que el acusado poseía la lista de las fuerzas de

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mar y tierra de Su Majestad y también de su dispo-sición y de su preparación. Cierto era que no sepodía probar el hecho de que aquellas listas fuesende puño y letra del acusado, pero eso no importabanada, y más bien era un indicio acusador, puesprobaba que el prisionero había tomado toda clasede precauciones. Estos documentos probaban quese dedicaba a tan criminal oficio desde hacía, por lomenos, cinco años. Así, pues, no dudaba de que eljurado, obrando lealmente, consideraría culpable alacusado y lo condenaría a muerte.

Cuando cesó el fiscal en su discurso, la im-presión general fue la de que el acusado podía con-siderarse ya como hombre muerto.

Se presentó entonces el patriota acusador,Juan Barsad, caballero, el cual habiendo ya libradoa su noble pecho del peso que hasta entonces looprimiera, se habría retirado modestamente, pero elcaballero que tenía delante un montón de papelesquiso dirigirle algunas preguntas. En cuanto al quese sentaba enfrente del defensor, continuaba con lamirada fija en el techo.

El defensor preguntó si el testigo había sidoalguna vez espía, pero esta acusación fue rechaza-da desdeñosamente. Le preguntó, luego, de qué

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vivía y al contestarle que de sus propiedades, quisosaber cuáles eran, pero el testigo no recordaba biendónde las tenía y acabó afirmando que había here-dado de un pariente lejano. Le preguntó también sihabía estado en la cárcel, a lo cual el testigo con-testó negativamente, pero ante las insistentes pre-guntas del defensor, acabó confesando que estuvodos o tres veces encarcelado por deudas. A la pre-gunta de cuál era su profesión, contestó que la decaballero, y cuando el defensor quiso saber si algu-na vez le habían arrojado a puntapiés de algunaparte, lo negó primero, mas, luego, acabó confe-sando que, en una ocasión, le dieron un puntapié yél, por su propia voluntad, bajó rodando por la esca-lera. Entonces el defensor quiso averiguar si aquellofue la consecuencia de haber hecho trampas en eljuego, pero el testigo replicó que así se dijo, peroque no era verdad. También le preguntó si vivía deljuego, y si había pedido dinero prestado al acusado.Ambas respuestas fueron afirmativas y cuando seinquirió la razón de que se hubiese apoderado deaquellas listas, para entregarlas a la justicia, tal vezcon la esperanza de lograr alguna recompensa,contestó negativamente, asegurando que lo habíahecho por puro patriotismo.

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El criado, Roger Cly, el virtuoso patriota, dijoque había entrado al servicio del acusado cosa decuatro años antes y que empezó a sentir sospechasde su amo y por consiguiente vigiló sus actos. Mu-chas veces encontró listas semejantes a las presen-tadas al Tribunal, mientras arreglaba los trajes de suamo y en las manos de éste las vio también en Ca-lais y en Boulogne. Y como amaba a su patria nopudo consentir aquella traición y por esta razónayudó al descubrimiento del crimen.

El fiscal se volvió entonces hacia el señorLorry y le preguntó:

—Señor Jarvis Lorry, ¿estáis empleado enel Banco Tellson?

—Sí, señor.

—¿No hicisteis un viaje, cierto viernes denoviembre del año entre Londres y Dover?

—Sí, señor.

—¿Había otros viajeros en la diligencia?

—Dos.

—¿Descendieron de la diligencia antes dellegar a Dover?

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—Sí, señor.

—Mirad ahora al acusado. ¿Era uno de losdos viajeros?

—No puedo asegurarlo.

—¿Se parece a alguno de ellos?

—Iban los dos tan abrigados y estaba la no-che tan obscura que no puedo asegurarlo.

—Miradlo de nuevo, señor Lorry. Suponien-do que ese hombre estuviera tan abrigado comoaquellos dos viajeros, ¿os parece que sería seme-jante a uno de ellos?

—Lo ignoro.

—¿Estaríais dispuesto a jurar que no erauno de ellos?

—Tampoco.

—¿De manera que consideráis posible quefuese uno de ellos?

—Posible, sí. Excepto, tal vez, por la cir-cunstancia de que mis compañeros de viaje parec-ían gente timorata y el acusado no parece hombreque se asuste fácilmente.

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—Mirad nuevamente al prisionero, señorLorry. ¿Lo conocíais ya o lo habíais visto anterior-mente?

—Sí, señor.

—¿Cuándo lo visteis?

—Pocos días después de mi viaje volvía deFrancia y en Calais el acusado tomó el mismo barcoque yo e hizo conmigo el viaje de regreso.

—¿A qué hora llegó a bordo?

—Un poco después de medianoche.

—¿Fue el único pasajero que llegó a aque-lla hora?

—Sí, señor, el único.

—¿Viajabais solo, señor Lorry, o iba convos algún compañero?

—Me acompañaban dos personas. Un ca-ballero y una señorita. Están aquí.

—¿Conversasteis con el acusado?

—Muy poco. El tiempo era malo y casi du-rante todo el viaje estuve tendido en el sofá.

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—¡Señorita Manette!

La joven, hacia quien se volvieron todos losojos, se puso en pie y su padre la imitó.

—Señorita Manette, mirad al acusado.

Este pareció intranquilo al ser contempladopor aquella graciosa joven.

—¿Habíais visto ya anteriormente al acusa-do, señorita Manette?

—Sí, señor.

—¿Dónde?

—A bordo del barco a que acaba de referir-se el señor Lorry.

—¿Erais vos la señorita a quien acaba dereferirse este caballero?

—Sí, desgraciadamente soy yo.

—Contestad a las preguntas que se os diri-jan, sin hacer observación alguna —exclamó elfiscal.— ¿Conversasteis con el acusado durante elviaje?

—Sí, señor.

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—Referid la conversación.

En medio de la atención general y del silen-cio reinante, la joven empezó a decir:

—Cuando este caballero llegó a bordo...

—¿Os referís al prisionero? —preguntó elfiscal frunciendo las cejas.

—Sí, señor.

—Entonces llamadle acusado.

—Pues, cuando el acusado llegó a bordo,se fijó enseguida en mi padre y vio que estaba fati-gado y enfermo. Mi padre estaba tan mal que yotemí exponerle al aire y por esto le arreglé su lechoen la cubierta, cerca de la escalera de los camaro-tes y me senté a su lado para cuidarlo. Aquella no-che no había más pasajeros que nosotros cuatro. Elacusado fue tan amable que me aconsejó cómopodría guarecer mejor a mi padre del viento y delmal tiempo, y, en general, se portó con la mayorbondad y cortesía. Así empecé a hablar con él.

—¿Os fijasteis si llegó solo a bordo?

—No llegó solo.

—¿Cuántos le acompañaban?

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—Dos caballeros franceses.

—¿Observasteis si conferenciaban secre-tamente?

—Estuvieron hablando hasta el último mo-mento, cuando los franceses se vieron obligados abajar al bote.

—¿Visteis si, entre ellos, se cambiaron al-gunos papeles semejantes a estas listas?

—Vi que tenían algunos papeles en las ma-nos, pero no sé cuáles.

—Ahora contadnos cuál fue la conversacióndel acusado, señorita Manette.

—Se mostró muy amable conmigo, y bon-dadoso y útil para mi padre. Espero —exclamó en-tre lágrimas— que mi declaración no va a perjudi-carle y a pagar mal los favores que me hizo.

—No os ocupéis de esto, señorita Manette—replicó el juez,— estáis en la obligación de decirla verdad y el acusado lo sabe. ¡Continuad!

—Me dijo que viajaba a causa de unos ne-gocios de naturaleza delicada y difícil, que podíanponer en situación apurada a algunas personas, y

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que viajaba bajo nombre supuesto. Añadió queaquellos negocios lo habían llevado a Francia pocosdías antes y que, de vez en cuando, le obligaban adirigirse tan pronto a Francia como a Inglaterra.

Entonces el fiscal llamó al doctor Manettepara que declarara y le dijo:

—Doctor Manette, servíos mirar al acusado.¿Lo habíais visto anteriormente?

—Una vez tan sólo, cuando me visitó en micasa de Londres. Hará de eso tres años o tres ymedio.

—¿Sabéis si es la misma persona que via-jaba a bordo del barco que os llevaba a vos y avuestra hija y el mismo que conversó con ésta?

—Lo ignoro, señor.

—¿Hay alguna razón especial que expliquela imposibilidad en que os halláis de contestar a mipregunta?

—Sí, señor, existe.

—¿No tuvisteis la desgracia de permanecerlargos años preso, sin haber sido juzgado ni acusa-do, en vuestro país natal, doctor Manette?

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—En efecto, estuve preso mucho tiempo.

—¿Acababais de ser puesto en libertad,cuando hicisteis aquel viaje?

—Así me lo dijeron.

—¿No recordáis nada?

—Nada absolutamente. En mi memoria hayun vacío por espacio de no sé cuánto tiempo, esdecir, desde que en mi cautiverio me dediqué ahacer zapatos hasta el tiempo en que me encontréviviendo en Londres con mi querida hija. Esta meera ya muy querida cuando Dios misericordioso medevolvió mis facultades, pero no sé cuándo empecéa conocerla, pues no me acuerdo.

Se presentaba, entonces, una cuestión muyimportante y era la de saber si el acusado habíavisitado, en aquella noche de noviembre, cinco añosatrás, una ciudad en la que había un arsenal deguerra y una importante guarnición, para adquirirdatos. Se presentó un testigo, quien declaró quereconocía en el acusado a un hombre que estuvoaquella noche en el café de dicha ciudad esperandoa otra persona.

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En aquel momento el caballero de la peluca,que, hasta entonces había estado mirando al techo,escribió una o dos palabras en un pedazo de papel,y, después de arrollarlo, lo entregó al defensor. Estelo leyó, miró al acusado con la mayor atención y sevolvió para preguntar al testigo:

—¿Estáis seguro de que era este mismohombre?

—Completamente —contestó el testigo.

—¿No pudisteis ver a otra persona que sele pareciera mucho?

—Habría tenido que ser tan parecido a él,que casi es imposible que pudiera darse el caso.

—Pues, entonces, hacedme la merced demirar a este caballero —dijo el defensor señalandoal que acababa de entregarle el papel,— y luegomirad al preso. ¿No creéis que se parecen comodos gotas de agua?

En efecto, aquellos dos hombres no podíanser más parecidos.

Inmediatamente el fiscal preguntó al defen-sor, señor Stryver, si con esto quería acusar detraición al señor Carton, que era el caballero de la

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peluca, pero el defensor contestó que no se propon-ía nada de esto, sino, tan sólo, señalar la posibilidadde que se tratara de una persona tan parecida alacusado como la que tenían a la vista.

A continuación el defensor, señor Stryver,se esforzó en demostrar que Barsad era un espía asueldo y un traidor, un traficante en sangre humanay uno de los más perfectos sinvergüenzas que exis-tieron en la tierra después del traidor judas; que elvirtuoso criado Cly era su amigo y consocio, y dignode él. Que aquellos dos bandidos y perjuros habíanacusado falsamente al prisionero, francés de naci-miento, que por asuntos de familia se veía obligadoa ir con frecuencia a Francia, aunque estos asuntos,por ser de naturaleza especialísima y personal, nopodían ser revelados. Demostró que la declaraciónde la señorita Manette no tenía importancia algunani demostraba nada contra su defendido.

Declararon, entonces, algunos testigos de ladefensa y nuevamente hablaron el fiscal y el presi-dente para rebatir cuanto dijera el defensor, de mo-do que para nadie parecía dudosa la muerte queesperaba al desgraciado preso.

Mientras tanto el señor Carton, y a excep-ción del momento en que tendió el papel al defensor

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del acusado, no había separado sus ojos del techo,ni siquiera, tampoco, cuando todo el mundo se fijóen él para comparar sus facciones con las del acu-sado. Sin embargo, veía mucho mejor que otros loque ocurría a su alrededor, hasta el punto de quefue el primero en advertir que la señorita Manettecaía desfallecida en brazos de su padre, y, ordenó aun guardia que acudiese a socorrerla.

La concurrencia demostró su simpatía a lajoven y a su padre y apenas se fijó en que el juradose retiraba a deliberar. Al poco rato se presentabanuevamente manifestando que no se habían puestode acuerdo y que deseaban tratar de nuevo acercadel caso.

Esto causó, naturalmente, la mayor sorpre-sa, pues no era cosa que ocurriese con frecuencia.La vista había durado todo el día y fue preciso en-cender las luces de la sala.

Circularon rumores de que el jurado tardaríaen tomar un acuerdo y muchos espectadores seretiraron para comer algo, en tanto que el acusadofue llevado al extremo de la barra, donde tomóasiento.

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Entonces el señor Lorry se acercó a dondeestaba Jeremías, diciéndole:

—Podéis ir a tomar alguna cosa, si queréis.Cuidad de volver cuando regrese el jurado, porqueentonces es cuando os necesitaré.

Al mismo tiempo le dio un chelín y en aquelmomento el señor Carton, que había abandonadosu asiento, tocó en un hombro al señor Lorry.

—¿Cómo se encuentra la señorita?

—Está muy angustiada —contestó el señorLorry,— pero parece que está mejor.

—Voy a decírselo al prisionero, pues noestá bien que le hable un caballero tan respetablecomo vos.

En efecto, el señor Carton se acercó al pre-so y lo llamó.

—Señor Darnay, espero que deseará ustedtener noticias de la señorita Manette. Se encuentramejor.

—Siento mucho haber sido la causa de suindisposición. ¿Tendrá usted la bondad de decírseloasí? —contestó el preso.

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—No hay inconveniente.

—Muchas gracias —le contestó el acusado.

—¿Qué espera usted, señor Darnay? —lepreguntó Carton.

—Lo peor.

—Hace usted bien, puesto que será lo másprobable. Sin embargo, parece dar alguna esperan-za el hecho de que el jurado no se haya puestotodavía de acuerdo.

Jeremías Roedor, que había estado escu-chando la conversación con el mayor interés, sealejó extrañado de que aquellos dos hombres fue-sen tan absolutamente parecidos.

El mensajero del Banco, después de tomarsu refrigerio, se sentó en un banco y estaba ya apunto de dormirse cuando entró el público en la salay oyó una voz que le llamaba.

—¡Jeremías!

—Aquí estoy, señor —contestó a su princi-pal.

El señor Lorry extendió el brazo y le entregoun papel.

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—Id a llevarlo volando. ¿Lo tenéis?

—Sí, señor.

En el papel había escrito una sola palabra.“Absuelto.”

—Si esta vez hubiese escrito “Resucitado”lo entendería mejor que la otra —murmuró Jerem-ías, y se alejó apresuradamente en dirección a lacasa de banca.

Capítulo IV.— Enhorabuena

En torno de Carlos Darnay había variaspersonas que le felicitaban por haber salido absuel-to. Estas eran el abogado defensor, su procurador,el doctor Manette y su hija.

La luz era muy escasa, pero aun a la del solhabría sido muy difícil de reconocer en el inteligenterostro del doctor al zapatero de la buhardilla deParís. Sin embargo, en sus facciones había siemprealgunas arrugas, hijas de sus pasadas agonías, yúnicamente su hija conseguía ahuyentar los negrosrecuerdos que con tanta insistencia le perseguían.

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Lucía era el hilo de oro que le unía a un pa-sado, anterior a sus miserias y a un presente, poste-rior a sus desgracias. La dulce música de su voz yla alegría que reflejaba su hermoso rostro o el con-tacto de su mano, ejercían casi siempre sobre éluna influencia beneficiosa, y decimos casi siempre,porque, en algunas ocasiones, el poder de la niñase estrellaba contra su tristeza, aunque la jovenabrigaba la esperanza de que esos casos no serepetirían.

Darnay besó la mano de la joven, con fervory gratitud y luego se volvió a su abogado, señorStryver, para darle efusivamente las gracias. Elabogado contaba apenas treinta años de edad, peroparecía tener veinte más por su corpulencia, por elcolor rojo de su rostro y por su aspecto fanfarrón yrefractario a todo impulso delicado; pero era hombreque sabía franquearse el paso y adaptarse a todaclase de compañías y conversaciones para saliradelante en el camino que se había trazado.

Aun llevaba la toga y la peluca, y al ir a con-testar a su defendido giró sobre sus tacones demanera que eliminó del grupo al inocente señorLorry y dijo:

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—Celebro haberos sacado del trance conhonor, señor Darnay. Habéis sido víctima de unainfame persecución que, sin embargo, pudo habertenido el mayor éxito.

—Me habéis dejado agradecido para toda lavida —le dijo su cliente estrechándole la mano.

—Hice cuanto pude en vuestro favor, señorDarnay. Y creo que, por lo menos, puedo haberhecho tanto como otro.

Naturalmente, estas palabras tendían a quealguien le contestase: “Mucho más que otro”, y elseñor Lorry fue quien se lo dijo.

—¿Lo creéis así? —exclamó el señor Stry-ver.— En fin, habéis estado presente durante todola vista y, al cabo, sois hombre de negocios.

—Y en calidad de tal —replicó el señor Lo-rry, —ruego al doctor Manette que ponga fin a estaconferencia y nos retiremos todos a nuestras casas.La señorita no parece encontrarse muy bien, y encuanto al señor Darnay ha de haber sufrido mucho.

—¿Podemos marcharnos, padre mío? —preguntó la joven al anciano.

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—Sí, vámonos —contestó dando un suspi-ro.

Se marcharon bajo la impresión de que elseñor Darnay no sería libertado todavía aquellanoche. El lugar estaba casi desierto y se apagabanya las luces; se cerraban las puertas de hierro congran ruido y la prisión quedaba vacía de público,hasta que al día siguiente volviera a poblarse y secelebrara nueva vista. El señor Stryver fue el prime-ro en alejarse hacia el vestuario para cambiar detraje y Lucía y su padre salieron y tomaron un ca-rruaje.

El señor Lorry y Darnay estaban juntoscuando se les acercó el señor Carton, en quiennadie había reparado hasta entonces, y dirigiéndosea los dos, les dijo:

—Ahora, señor Lorry, los hombres de nego-cios ya pueden hablar con el señor Darnay.

El señor Lorry se ruborizó al oír aquella alu-sión y contestó:

—Los hombres de negocios, que pertene-cemos a una casa, no somos nuestros propios due-ños, sino que hemos de pensar en ella constante-mente.

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—Ya lo sé —contestó el señor Carton.— Noos apuréis, señor Lorry, pues sois tan buena perso-na como el que más y hasta mejor que muchos.

—En realidad, caballero —contestó el señorLorry algo molesto,— no llego a comprender porqué os interesa esto. Y hasta si me permitís quehaga uso de mi autoridad, como más viejo que vos,os diré que no sé a qué negocios os dedicáis.

—¡Oh, yo no tengo negocios de ningunaclase! —contestó Carton.

—Pues creed que es una lástima, porque silos tuvierais cuidaríais de ellos.

—Os equivocáis —le contestó Carton.

—Bien, hacéis mal, porque los negocios soncosa seria y respetable. Ahora, señor Darnay, per-mitidme que os felicite y espero que Dios os hasalvado este día para que llevéis una vida feliz ydichosa. ¡Adiós!

Y más irritado de lo que solía estar, el señorLorry se alejó en su carruaje.

Carton que olía a vino y cuya cualidad noparecía ser la sobriedad, se echó a reír y se volvióhacia Darnay.

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—Es una extraña casualidad la que nos hapuesto juntos —observó, —dado nuestro extraordi-nario parecido.

—Apenas me doy cuenta de nada —contestó Darnay, pues me resulta difícil comprenderque aun pertenezco al mundo de los vivos.

—No es extraño. No hace mucho que esta-bais bastante más cerca del otro. Pero habláis convoz débil.

—Creo que, en efecto, estoy algo débil.

—¿Por qué, pues, no vais a comer? Por miparte, mientras aquellos zoquetes deliberaban acer-ca del mundo a que habríais de pertenecer, me fui acenar. Permitidme ahora que os lleve a la tabernamás próxima en donde podréis comer.

Y, tomándolo del brazo, lo llevó a una ta-berna cercana, en Fleet-street. Allí pidieron un cuar-tito reservado, en donde Carlos Darnay restauró susfuerzas con una modesta cena, en tanto que Car-ton, sentado ante él, se bebía tranquilamente unabotella de Oporto.

—¿Empezáis a creer en la realidad devuestra existencia en este mundo? —le preguntó.

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—Todavía me siento extraordinariamenteconfuso por lo que respecta al tiempo y al lugar,mas empiezo a darme cuenta de que existo.

—Debe de ser una satisfacción inmensa.

Dijo esto con cierta amargura, mientras lle-naba nuevamente su vaso que no tenía nada depequeño.

—En cuanto a mí –añadió —mi mayor de-seo es olvidar que pertenezco a este mundo.

Nada tiene el mundo bueno para mí, excep-to el vino, y nada tengo yo bueno para el mundo. Eneso somos tal para cual. Y hasta creo que vos y yosomos también parecidos en esto.

Darnay, que aun experimentaba los efectosde la emoción del día, y que estaba algo confusopor hallarse en aquel lugar con su Sosías, no en-contró respuesta a aquella observación.

—Ahora que ya habéis, terminado de cenar—exclamó Carton, ¿por qué no brindáis, señor Dar-nay?

—¿Por quién?

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—Pues por la persona cuyo nombre tenéisen la punta de la lengua. Estoy seguro de no equi-vocarme.

—¡Brindo, pues, por la señorita Manette!

—¡Por la señorita Manette! —exclamó Car-ton.

Y mirando a su compañero mientras bebíasu vaso de vino, estrelló el suyo contra la pared.Luego agitó la campanilla y pidió otro.

—Es una niña deliciosa, con la que se haríamuy a gusto un viaje en coche y a obscuras.

—Sí —contestó Darnay frunciendo las ce-jas.

—Vale la pena de compadecerse y de llorarpor ella, y hasta la de que le juzguen a uno y decorrer el peligro de ser condenado a muerte, sólopor ser objeto de su simpatía.

Darnay no contestó una sola palabra.

—Le complajo mucho escuchar el mensajeque por mi conducto le mandasteis. Desde luego nolo dio a entender, pero comprendí que era así.

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La alusión sirvió para recordar a Darnay quesu desagradable compañero le había salvado en elmomento más difícil del día. Por eso dirigió en estesentido la conversación y le dio las gracias.

—No necesito el agradecimiento de nadie niello tiene mérito alguno —contestó Carton.— Enprimer lugar no tenía nada que hacer y luego no sésiquiera por qué lo hice.

Permitidme ahora, señor Darnay, que oshaga una pregunta.

—Con mucho gusto, pues os estoy obliga-do.

—¿Creéis serme simpático?

—En realidad, señor Carton —contestóDarnay,— no me había preguntado tal cosa.

—Pues preguntáoslo.

—Habéis obrado como si os fuera simpáti-co, pero creo que no os lo soy.

—Creo lo mismo y he de añadir que tengoformada excelente opinión de vuestra inteligencia.

—A pesar de ello —añadió Darnay agitandola campanilla,— nada de eso ha de impedir que os

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esté muy agradecido y que nos separemos comobuenos amigos.

—Desde luego. ¿Y me estáis agradecido?—preguntó Carton. Y al ver que el otro contestabaafirmativamente, dijo al mozo que acudió al llama-miento de Darnay: —Tráeme otra pinta de estemismo vino y ven a despertarme a las diez.

Una vez pagada la cuenta, Carlos Darnayse puso en pie y le deseó buena noche. Sin devol-verle el saludo, Carton se levantó exclamando:

—Una palabra más, señor Darnay. ¿Creéisque estoy borracho?

—Creo que habéis bebido, señor Carton.

—¿Lo creéis? Ya sabéis que he bebido.

—Puesto que me lo decís, he de confesarque habéis bebido.

—Pues ahora vais a saber por qué. Soy undesilusionado, señor. No me importa nadie en elmundo y a nadie le importo yo.

—Es una lástima. Podríais haber hecho me-jor uso de vuestro talento.

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—Es posible, señor Darnay, pero tal vez no.A pesar de todo no tengáis demasiadas esperan-zas, porque aun no sabéis lo que puede reservarosla suerte. Buenas noches.

Al quedarse solo, aquel hombre raro tomóuna vela, se acercó a un espejo que colgaba de lapared y se observó minuciosamente.

—¿Me es simpático ese hombre? —murmuró ante su propia imagen.— ¿Por qué ha deserme simpático un hombre que se me parece tan-to? No hay en mí nada que me guste. Y no com-prendo por qué has cambiado así. ¡Maldito seas! Afe que merece simpatía el hombre que me demues-tra lo que yo podría haber sido y no soy. Si fuera élpodría haber sido objeto de la mirada de aquellosojos azules y compadecido por aquel lindo rostro.

Pero vale más ser franco y decirlo claro.Odio a ese hombre.

Recurrió a su pinta de uno, en busca deconsuelo, se lo bebió en pocos minutos y se quedódormido con la cabeza sobre los brazos, con el ca-bello tendido sobre la mesa y mientras la cera de lavela caía sobre él.

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Capítulo V.— El chacal

En aquel tiempo se bebía mucho, y tanto eslo que el tiempo ha mejorado las costumbres, que siahora diese una moderada cuenta de la cantidad devino y de ponche que un hombre podía ingerir enuna noche, sin detrimento de su cualidad de perfec-to caballero, en nuestros días parecería ridículaexageración. Los que se dedicaban al foro, así co-mo los de cualquiera otra profesión liberal, no esta-ban exentos de tal inclinación a los placeres deBaco; y ni siquiera el señor Stryver, que avanzabamuy aprisa en el camino de su lucrativa profesión,estaba por debajo de otros compañeros de carrera,por lo que se refiere a la afición a la bebida, comotampoco de cualquiera otro de sus amigos.

Favorito como era en Old Bailey y en losjuicios que allí se celebraban, el señor Stryver des-truía los peldaños inferiores de la escalera por laque se encaramaba rápidamente en su aspiraciónde ocupar los más altos puestos. Se había notadoen el foro, que así como Stryver era hombre sueltode lengua, nada escrupuloso y atrevido, le faltaba,en cambio, la cualidad de extraer la quinta esenciade los asuntos que se le confiaban, condición im-

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prescindible en un buen abogado, pero, inespera-damente, mejoró mucho acerca del particular y sepudo observar que a medida que iba teniendo másasuntos, mejor los resolvía, y aunque se pasaba lasnoches de claro en claro, bebiendo con su amigoSydney Carton, no por eso dejaba de recordar a lamañana siguiente todos los puntos que le conveníaconservar en la memoria.

Carton, el más perezoso de los hombres yel más incapaz de llegar a ser algo, resultaba elmejor aliado de Stryver. En el líquido que llegaban abeber los dos en un año, habría podido flotar unnavío real. Ambos llevaban la misma vida y prolon-gaban sus orgías hasta altas horas de la noche;incluso se decía que, más de una vez, se vio a Car-ton en pleno día, dirigiéndose a su casa con pasovacilante, como gato calavera. Y por fin, los quepodían sentir interés por aquellos dos hombres,convinieron en que si Carton no podía llegar a serun león, por lo menos quedaba reducido a chacal yque en este carácter prestaba excelentes serviciosa Stryver.

—Son las diez, señor —dijo el mozo de lataberna, a quien Carton encargara despertarle.—Las diez, señor.

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—¿Qué hay?

—Son las diez, señor.

—¿Qué quieres decirme con eso? ¿Lasdiez de la noche?

—Sí, señor. Vuestro honor me ordenó des-pertarle.

—Es verdad. Ya me acuerdo. Muy bien.

Después de hacer algunos esfuerzos pordormirse otra vez, esfuerzos que contrarrestó elmozo removiendo el fuego por espacio de cincominutos, se levantó, se puso el sombrero y salió. Sedirigió hacia el Temple y después de haberse re-frescado con un ligero paseo, se dirigió a casa deStryver.

El oficial de Stryver, que nunca asistía a es-tas conferencias, se había marchado ya a su casa,y el mismo Stryver acudió a abrir la puerta. Iba enzapatillas, se cubría con una bata y, para mayorcomodidad, llevaba el cuello desabrochado. En susojos se veían dos círculos amoratados, propios delos que llevan una vida disipada.

—Llegas un poco tarde —dijo Stryver.

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—A la hora de costumbre. Tal vez un cuartode hora más tarde.

Se dirigieron a una habitación algo obscura,cuyas paredes estaban cubiertas de libros y conpapeles por todas partes. El fuego estaba encendi-do y junto a él hervía una tetera; y en medio de labalumba de papeles se veía una mesa, en la quehabía algunas botellas de vino, de aguardiente y deron, y también azúcar y limones.

—Veo que ya te has bebido tu botella co-rrespondiente, Sydney.

—Esta noche me parece que han sido dos.He cenado con el cliente de hoy, o, mejor dicho, hevisto como cenaba. Es lo mismo.

—Me sorprendió, Sydney, tu intervenciónacerca de la identificación del individuo. ¿Cómo tefijaste en el parecido?

—Me fijé en que era un hombre guapo y medije que yo habría podido ser lo mismo si la suerteme hubiese favorecido.

El señor Stryver se echó a reír hasta el pun-to de que se movió su desarrollada panza.

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—¡Tu suerte! —exclamó.— Pero ¡ea! Va-mos a trabajar.

De mala gana el chacal se quitó algunasprendas de su vestido y, dirigiéndose luego a unahabitación vecina, regresó con un cubo de agua fría,una palangana y una o dos toallas. Empapó éstasen el agua, las retorció para quitarles el exceso delíquido y se envolvió la cabeza con ellas, cosa quele dio feísimo aspecto, y sentándose a la mesa,exclamó:

—Estoy dispuesto.

—Esta noche no hay mucho que hacer,Sydney —exclamó Stryver mirando complacido lospapeles.

—¿Cuánto?

—Dos procesos.

—Dame antes el peor.

—Aquí está, Sydney. Despáchalo pronto.

El león se sentó en un sofá, a un lado de lamesa, en tanto que el chacal se aposentaba en unasilla, ante la mesa cargada de papeles y con lasbotellas y vasos al alcance de su mano. Ambos

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hacían frecuentes libaciones, pero cada uno a sumodo, porque mientras el león estaba con las ma-nos apoyadas en la cintura, mirando al fuego, o bienconsultando distraídamente un documento, el cha-cal, por su parte, con las cejas fruncidas, estaba tanabsorto en su tarea, que sus ojos no seguían losmovimientos de la mano y a veces tanteaba con ellapor espacio de un minuto, antes de hallar el vasoque llevar a los labios. Dos o tres veces el asunto lepareció tan enrevesado, que el chacal halló necesa-rio levantarse y humedecer de nuevo sus toallas. Yde esos viajes en busca de agua volvía de un modotan excéntrico, que no hay palabras para describirloy resaltaba más aún por la gravedad que se pintabaen su rostro.

Por fin, el chacal terminó la minuta para elleón y se la ofreció. El león la tomó con precaución,la leyó con cuidado, hizo algunas observaciones y elchacal las tomó en cuenta. Cuando el asunto quedósuficientemente discutido, el león volvió a apoyar lasmanos en la cintura y se quedó meditabundo. Elchacal se dio nuevos bríos con algunos tragos ynuevas aplicaciones de agua fresca a la cabeza, yse dedicó a la confección de la segunda minuta, queentregó al león de la misma manera, cuándo yadaban las tres de la madrugada.

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—Ahora que hemos terminado, Sydney,vamos a tomar un ponche —dijo Stryver.

El chacal se quitó las toallas de la cabeza,que ya estaban casi secas, se desperezó, bostezó yempezó a preparar el ponche.

—Tenías razón, Sydney, por lo que se refie-re a los testigos de hoy.

—Siempre la tengo.

—No lo niego. Pero, ¿qué te pasa que vie-nes tan malhumorado? Tómate un vaso de ponchey te alegrarás.

El chacal profirió un gruñido e hizo lo que suamigo le indicaba.

—Siempre ha sido lo mismo —exclamóStryver.— Tan pronto estás arriba como abajo; aveces lleno de entusiasmo y a los dos minutos des-esperado.

—Sí —contestó el aludido dando un suspi-ro.— Soy el mismo Sydney, con la misma suerte.Ya cuando estudiaba me dedicaba a hacer los te-mas y los ejercicios de los demás muchachos ydescuidaba los míos.

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—Y ¿por qué?

—Sólo Dios lo sabe. Porque era así.

—La verdad es, Sydney —le dijo Stryver,—siempre has llevado mal camino. Careces de energ-ía y de voluntad. Mírame a mí.

Lo menos que puedo pedirte —contestóSydney— es que no me vengas con sermones.

—¿Cómo he logrado lo que tengo? —exclamó Stryver. —¿Cómo hago lo que hago?

—En parte, porque me pagas para que teayude, supongo. Pero no hay necesidad de que medirijas reproches. La verdad es que siempre hashecho lo que has querido.

—Cuando estudiábamos eras siempre elprimero y yo el último.

—Porque me lo proponía. Ya comprenderásque no nací en primera fila.

—Yo no estaba presente en la ceremonia,pero creo que sí —exclamó Carton riéndose.— Perodejemos esta conversación y hablemos, si quieres,de otra cosa…

—Pues hablaremos de la linda testigo...

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—¿Quién es?— preguntó Sydney malhumo-rado.

—La hermosa hija del doctor Manette.

—¿Te parece bonita?

—¿No lo es?

—No.

—¡Pero si fue la admiración de toda la sala!

—¿Y quién ha hecho de Old Bailey juez debelleza? ¡Aquella muchacha no era más que unamuñeca rubia!

—¿Sabes, Sydney, que empiezo a sospe-char que simpatizaste más de la cuenta con aquellamuñeca rubia y por eso viste en seguida que seponía mala?

—Me parece que no se necesita un anteojopara darse cuenta de que se desmaya una mucha-cha a una yarda de distancia. Pero conste, por eso,que niego que aquella muchacha fuese hermosa. Ysi no tenemos nada más que beber me iré a la ca-ma.

Stryver acompañó a su amigo hasta la es-calera, llevando una vela en la mano para alumbrar-

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le, pero ya se filtraba la luz del día a través de lassucias ventanas. Cuando Sydney salió de la casa elaire era fresco, el cielo estaba sombrío, el río tene-broso y la calle desierta. El aire de la mañana levan-taba nubes de polvo, como si a lo lejos estuvieranlas arenas del desierto.

Lleno de fuerzas que despilfarraba y enmedio de un desierto como parecía la ciudad aaquella hora, ante aquel hombre se ofreció el espe-jismo de honrosa ambición, austeridad y perseve-rancia. En la encantada ciudad de su visión habíahermosas galerías espléndidas, desde las cuales lomiraban los amores y las gracias, y había tambiénjardines en que maduraban los frutos de la vida, ylas aguas de la esperanza brillaban ante sus ojos.Pero un momento después la visión desapareció, yencaramándose a su alta habitación en una especiede pozo de viviendas de casas, se echó sin desnu-darse en la descuidada cama y mojó la almohadacon sus lágrimas.

El sol se levantó tristemente, pero salió so-bre una noche no más triste que aquel hombre do-tado de talento y de buen corazón, incapaz de dirigirconvenientemente sus cualidades, incapaz de ayu-darse a sí mismo y de conquistar la felicidad, aun-

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que se daba cuenta de que cada vez se hundía másy más y por fin se abandonaba a su lamentabledestino.

Capítulo VI.— Centenares de personas

La tranquila vivienda del doctor Manette es-taba situada en un rincón de una calle no muy ale-jada de la plaza de Soho. Una tarde de domingo,cuando ya las oleadas de cuatro meses habíanpasado sobre la causa por traición, y se la llevaronmar adentro, adonde ya no alcanzaba el interés ni elrecuerdo de la gente, el señor Jarvis Lorry recorríalas calles llenas de sol desde Clerkenwell, dondevivía, para ir a cenar en casa del doctor. Despuésde varias recaídas en la enfermedad de sus nego-cios, que lo absorbían a veces por completo, el se-ñor Lorry trabó estrecha amistad con el doctor, y eltranquilo rincón de la calle en que vivía fue, desdeentonces, el rincón lleno de sol de su vida.

Aquella tarde de domingo el señor Lorry sedirigía a Soho, muy temprano, por tres razoneshabituales. La primera porque los domingos en quehacía buen tiempo, salía muchas veces antes de

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cenar con el doctor y Lucía; la segunda porque, enlos domingos en que hacía mal tiempo, tenía lacostumbre de permanecer con ellos como amigo dela familia, conversando, leyendo, mirando por laventana y, en una palabra, pasando el día; y, terce-ra, porque tenía algunas dudas que le interesabaresolver, y sabía que en ninguna parte podría hallarla solución como en casa del doctor.

Habría sido difícil encontrar en Londres unrincón más bonito que aquél en que vivía el doctor.No lo atravesaba calle alguna y desde las ventanasde la parte delantera de la vivienda se gozaba de lahermosa vista de la calle, que tenía aspecto tranqui-lo y reposado. Entonces había pocos edificios alnorte del camino de Oxford y por allí cerca habíabosquecillos y flores silvestres. A consecuencia deeso, el aire era puro en los alrededores de Soho ycerca de allí había una pared muy abrigada y solea-da, junto a la cual maduraban los melocotones ensu tiempo.

En la primera parte del día aquel rincón es-taba alumbrado por la luz del sol, pero cuando secaldeaban las calles, el rinconcito quedaba en lasombra y era como un remanso fresco y agradable,

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y excelente refugio de las ruidosas vías de la ciu-dad.

El doctor ocupaba dos pisos de una casagrande y tranquila. En la vecindad, separado por unpatio en donde había un hermoso plátano, había untaller de órganos de iglesia y además se cincelabaplata y batía oro un misterioso gigante, cuyo brazoparecía brotar de la pared y ser también de oro,como él mismo se hubiese convertido en este pre-cioso metal y amenazara con igual suerte a todoslos que se acercaran. Estas industrias ocasionabanmuy poco ruido y salvo el rumor producido por algúnvecino o por un guarnicionero que estaba en la tien-da, nada venía a turbar la paz y el silencio. De vezen cuando se veía un obrero que cruzaba la calle, aun paseante que descubría aquel rincón o se oía eleco lejano de algún martillazo. Estas eran las ex-cepciones, para probar que la regla era que allí seoyera solamente el piar de algunos gorriones y losecos que iban a morir en aquel rincón.

El doctor Manette recibía a los enfermosque le habían proporcionado su antigua reputacióny el rumor de las desgracias que lo afligieran. Susconocimientos científicos, su cuidado y habilidad enlos ingeniosos experimentos que llevaba a cabo, le

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dieron cierta fama y ganaba lo bastante para cubrirsus necesidades.

Todo esto lo sabía perfectamente el señorJarvis Lorry, cuando tiró del cordón de la campanillade la casa del doctor en aquella hermosa tarde dedomingo.

—¿Está en casa el doctor Manette?

—No, señor.

—¿Y la señorita Lucía?

—Tampoco.

—¿Y la señorita Pross?

—Tal vez sí —contestó la criada que, igno-rante de las intenciones de la señorita Pross, no seatrevió a contestar afirmativamente.

—Bueno, pues, como me creo en mi casa,subiré.

A pesar de que la hija del doctor nada co-nocía de la patria de su nacimiento, parecía haberheredado de ella la habilidad de hacer mucho conpocos medios, lo cual es muy útil y agradable. Apesar de que el mobiliario era muy sencillo, estaba

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adornado por algunas chucherías, pero de muybuen gusto y el conjunto resultaba muy lindo.

En el piso bajo había tres habitaciones, cu-yas puertas estaban abiertas para que por ellascirculara el aire. El señor Lorry las recorría, mirandosatisfecho su aspecto. La primera era la mejor y enella estaban los pájaros de Lucía, flores, libros, unamesa escritorio, una mesa de trabajo y una caja depinturas a la aguada; la segunda era la sala de con-sulta del doctor, que también se utilizaba como,comedor, y la tercera, junto a la cual se veían lasramas del plátano del patio, era el dormitorio deldoctor, y allí, en un rincón, se veía la banqueta dezapatero y las herramientas que estuvieran en elquinto piso de la casa de París en cuyos bajos teníala taberna el señor Defarge.

—Es raro —murmuró el señor Lorry— queconserve estas cosas que han de recordarle inevi-tablemente sus sufrimientos pasados.

—Y ¿por qué os extrañáis? —preguntó a sulado una voz que le sobresaltó.

Procedía de la señorita Pross, la mujer derostro colorado y de ligera mano con la que trabaraconocimiento en el Hotel del Rey Jorge, en Dover.

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—Me figuraba...— balbució el señor Lorry.

—¿Os figurabais?...— replicó desdeñosa-mente la señorita Pross. Y en vista de que el caba-llero no le decía nada más, le preguntó: —¿Cómoestáis?

—Muy bien, muchas gracias —contestósuavemente el señor Lorry. ¿Y vos?

—Nada bien.

—¿De veras?

—De veras —contestó la señorita Pross.—Estoy muy disgustada con lo que ocurre con la se-ñorita Lucía.

—¿De veras?

—¡Por Dios! ¿No sabéis contestar otra cosaque esas dos palabras? ¡Me estáis sacando dequicio!

—¡Es posible! —exclamó el señor Lorry.

—También me fastidia eso, pero ya está al-go mejor —exclamó la señorita Pross.— Pues, sí,estoy muy disgustada.

—¿Se puede saber el motivo?

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—Pues que me irrita sobremanera que do-cenas de personas, indignas de nuestra señorita,vengan a cada momento a visitarla.

—Pero ¿son tanto como docenas?

—¡Centenares! —contestó la señoritaPross, una de cuyas características era la de exage-rar cualquiera de sus asertos si advertía que seponía en duda la afirmación original.

—¡Dios mío! —dijo el señor Lorry.

—He vivido con la señorita, o ella conmigo,desde que mi querida niña tenía diez años y me hapagado, cosa que yo habría rechazado, de haberhallado el modo de vivir sin gastar. Y es verdadera-mente muy duro.

Como no advirtiera claramente qué cosa eradura, el señor Lorry se limitó a menear la cabeza.

—Y toda clase de gente, indigna de la pobreseñorita, la están rondando continuamente. Cuandovos empezasteis...

—¿Que yo empecé, señorita Pross?

—¡Claro! ¿No fuisteis vos el que devolvió asu padre a la vida?

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—Bien, si esto se puede llamar empezar...

—Creo que no pretenderéis que fuese ter-minar. Pues bien; cuando empezasteis vos ya erabastante duro; no porque haya observado ningúndefecto en el doctor Manette, a excepción de que nomerece tener una hija como la que tiene, y eso noes falta en él, porque en el mundo no existe quiensea digno de tal felicidad. Pero, realmente, es muyduro tener aquí multitudes y extraordinario gentío,que andan siempre en torno del padre, para robar-me el afecto de la hija.

El señor Lorry sabía que la señorita Prossera muy celosa, pero no ignoraba tampoco que bajotal capa de su excentricidad era una de las criaturasmás generosas que se encuentran solamente entrelas mujeres capaces, por puro amor y admiración,de constituirse en esclavas de la juventud cuandoellas ya la han perdido, de la belleza que nuncaposeyeron, de dones que jamás tuvieron la fortunade alcanzar y de las esperanzas que nunca brillaronen sus vidas sombrías. El señor Lorry conocía bas-tante el mundo para saber que ningún servicio esmejor que el hecho por amor, y que no está inspira-do en ningún interés mercenario, y por esta razónsentía tal respeto por la señorita Pross, que la con-

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sideraba mucho más cerca de los ángeles que amuchas de las damas favorecidas por la belleza y elarte y que tenían grandes sumas depositadas en lascajas del Banco Tellson.

—No hay, ni habrá nunca, un hombre dignode mi querida niña —dijo la señorita Pross.— Sola-mente habría podido serlo mi hermano Salomón, sino hubiera tenido un pequeño desliz en la vida.

El señor Lorry tuvo ocasión de informarseacerca de la señorita Pross y así supo que su her-mano Salomón era un perfecto sinvergüenza, que lerobó cuanto poseía, con excusa de realizar un ne-gocio y que luego, sin compasión alguna, la aban-donó, dejándola en la miseria más completa. Yaquella buena opinión de la señorita Pross acercade su hermano, deducción hecha de su pequeñodesliz, era un motivo más que contribuía a aumentarla buena opinión del señor Lorry sobre ella.

—Ya que se da la feliz casualidad de queestamos solos y ambos somos personas de nego-cios —dijo el señor Lorry,— permitidme preguntarossi el doctor se ha referido alguna vez, hablando conLucía, al tiempo en que se dedicaba a hacer zapa-tos.

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—Nunca.

—Pues ¿por qué conserva esa banqueta ylas herramientas?

—Tal vez trata de ello consigo mismo —replicó la señorita Pross.

—¿Creéis que piensa en ello alguna vez?

—Sí, lo creo.

—¿Imagináis?...— empezó a decir el señorLorry, pero la señorita Pross lo interrumpió diciendo:

—No imagino nada. No tengo imaginación.

—Bueno, lo diré de otra manera. ¿Supon-éis... porque espero que alguna vez llegaréis a su-poner?

—A veces.

—Pues bien. ¿Suponéis si el doctor tieneopinión formada acerca de la causa de su prisión ode quién tuvo la culpa de ella?

— En este asunto no supongo más de loque me dice mi niña.

—¿Y es...?

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—Que se figura que su padre sabe todoeso.

—No os enoje porque no soy otra cosa queun hombre de negocios, y vos también sois mujerque entiende en ellos. Encuentro muy raro que eldoctor Manette, inocente como es él de todo crimen,no quiera hablar nunca de este asunto. Y no yaconmigo, a pesar de que estuvimos antiguamenteen relaciones de negocios, sino con su hermosahija, a quien tanto quiere. Creedme, señorita Pross,si os hablo de eso no es por curiosidad, sino por elinterés que el doctor me inspira.

—Lo que me figuro es que si el doctor nohabla de ello, es porque tiene miedo.

—¿Miedo?

—Sí, miedo. El recuerdo es, realmente, es-pantoso y, además, porque durante su prisión per-dió la conciencia de sí mismo. Y como no sabecómo perdió la inteligencia, ni cómo la ha recobra-do, no puede tener la seguridad de que no la per-derá otra vez. Y ya comprendéis que el asunto noes nada agradable.

—Es verdad —contestó el señor Lorry des-pués de admirar la profunda observación de su in-

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terlocutora.— Pero me temo que no sea muy con-veniente para el doctor Manette guardar en su inter-ior estos recuerdos y estos temores.

—No se puede evitar — replicó la señoritaPross.— Y es mejor no hablarle de ello.

Muchas veces, a altas horas de la noche, leoigo pasear por su cuarto, arriba y abajo. Su hija yasabe que, cuando eso ocurre, su pobre padre paseamentalmente de un lado a otro de su calabozo. En-tonces acude a su lado y lo acompaña en su paseo,hasta que se tranquiliza. Pero él no dice nunca unapalabra acerca de su agitación y la pobre niña creemejor no hablarle tampoco de ello. Y silenciosos,pasean los dos, hasta que el amor y la compañía desu hija hacen que el doctor se calme.

Mientras estaban así hablando, se oyeronpasos y la señorita Pross exclamó:

—Aquí vienen, y pronto vamos a tener cen-tenares de visitas.

Aparecieron pronto el padre y la hija, y laseñorita Pross acudió a su encuentro. En cuantollegó Lucía, la buena señorita Pross le quitó el som-brero, lo golpeó con su pañuelo para quitarle elpolvo, y ahuecó el dorado cabello de la joven, tan

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satisfecha como si fuera el suyo propio y ella fuesela mujer más hermosa del mundo. Lucía la abrazó,protestando de tales cuidados, pero no se opuso aello para que la pobre mujer no se retirara llorando asu habitación. El doctor miraba sonriendo a las dosmujeres, diciendo que la señorita Pross echaba aperder a Lucía, en tanto que el señor Lorry contem-plaba la escena y daba gracias a la Providencia delos solterones por haberle deparado un hogar en losúltimos años de su vida. Pero por el momento no sepresentaban los centenares de visitantes y el señorLorry esperaba en vano que se cumpliese la predic-ción de la señorita Pross.

Llegó la hora de la cena y los centenares devisitantes sin dejarse ver. La señorita Pross gober-naba la casa, y las cenas que preparaba, aunquemodestas, estaban exquisitamente guisadas y no sepodía pedir nada mejor.

El día era muy caluroso y, después de co-mer, Lucía propuso ir a tomar el vino bajo el pláta-no. Lo hicieron así, pero los centenares de visitan-tes no daban señales de vida. A poco, sin embargo,llegó el señor Darnay, pero éste no era más queuno.

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El doctor Manette lo recibió con la mayorbondad y también Lucía lo acogió con la mayoramabilidad. La señorita Pross se sintió algo indis-puesta y se retiró a su habitación. El doctor estabamuy bien y parecía más joven de lo que era en rea-lidad, y en tales ocasiones la semejanza que teníacon su hija se acentuaba considerablemente.

Habían estado hablando de diversos asun-tos, cuando Darnay preguntó de pronto:

—Decidme, doctor, ¿habéis tenido ocasiónde visitar la Torre?

—Con Lucía la visitamos una vez, pero sinfijarnos gran cosa.

—Ya sabéis que estuve allí —dijo Darnaysonriendo y ruborizándose ligeramente, —aunqueno como visitante y desde luego sin facilidades paraverlo todo. Pero mientras estuve allí me refirieronuna cosa curiosa.

—¿Qué es ello? —preguntó Lucía.

—En cierta ocasión en que se hicieron al-gunas obras, unos obreros llegaron a un antiguocalabozo, que permaneció olvidado durante muchosaños. Todas las piedras de las paredes estaban

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cubiertas de inscripciones grabadas por los presos yque se referían a fechas, a nombres, a quejas y aplegarias. En un ángulo un preso que, probable-mente, fue ejecutado, esculpió cuatro letras, desdeluego con un instrumento poco apropiado, con algu-na prisa y con manos poco hábiles. Al principio seleyeron como G. A. V. A., pero examinándolo mejor,se advirtió que la primera letra era una C. No habíarastro de ningún preso a cuyo nombre pudierancorresponder estas iniciales y se hicieron muchasconjeturas para explicar el significado de aquellasletras, hasta que alguien dijo que no eran iniciales,sino que formaban una palabra: “Cava”. Entoncesse examinó cuidadosamente el suelo, al pie de lainscripción, y en la tierra, debajo de una losa o deun ladrillo se encontraron restos de papel juntamen-te con los restos de un saquito de cuero. No se pu-do leer lo que escribiera el desconocido preso, quesin duda escribió algo y lo enterró para que el carce-lero no se enterase.

—¡Padre mío! —exclamó en aquel momen-to Lucía. ¿Estáis enfermo?

En efecto, el doctor se puso repentinamenteen pie y el aspecto de su rostro asustó a todos.

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—No, querida mía, no estoy enfermo. Hancaído algunas gotas de lluvia y me he sobresaltado.Mejor sería que entrásemos.

Casi enseguida se repuso. En efecto, caíangruesas gotas de lluvia, pero el doctor no hizo elmás pequeño comentario acerca de la historia queacababa de referir Darnay, y aunque, de momento,el señor Lorry se alarmó, al observar su aspecto,pudo creer que se había engañado.

Llegó la hora del té, que sirvió la señoritaPross, y a todo eso no se habían presentado aúnlos centenares de personas que parecían empeña-dos en no darse a conocer. Es verdad que llegóCarton, pero sumándolo a Darnay, solamente erandos personas.

La noche era tan calurosa que, a pesar detener abiertas todas las ventanas, los reunidos es-taban bañados en sudor.

Mientras tanto, como era evidente que seacercaba la tormenta, aprovechando aquellos mo-mentos de relativa calma, pues apenas llovía, seoyó el rumor de numerosos pasos de las personasque echaban a correr en busca de cobijo.

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—Parece como si contra nosotros vinieseuna multitud —observó Lucía a sus compañeros.—Como si amenazasen a mi padre y a mí.

—Que vengan contra mí — dijo Carton.—En este momento está dispuesta a venir contra no-sotros una muchedumbre... la veo a la luz del rayo—añadió en el momento en que un rayo teñía elfirmamento de viva luz.— Y ahora me parece que laoigo —añadió en cuanto resonó el trueno. Aquíviene toda esa gente, a toda prisa, furiosa...

En aquel momento empezó a diluviar de talmanera que el ruido casi apagó la voz de Carton. Ala lluvia se mezclaron los relámpagos y los truenos,de manera que el estruendo era ensordecedor, y asícontinuó largo rato hasta que salió nuevamente laluna.

Resonó en San Pablo la una de la madru-gada, cuando el señor Lorry salía escoltado porJeremías que llevaba un farol encendido.

—¡Vaya una noche! —exclamó el ancianodirigiéndose al señor Roedor.— ¡Como para quesalieran los muertos de sus tumbas!

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—No he visto nunca una noche así, señor—replicó Jeremías,— ni que sea capaz de hacereso que decís.

—Buenas noches, señor Carton —dijo elanciano banquero.— Buenas noches, señor Darnay.¿Volveremos a ver juntos una noche como ésta?

Tal vez. Quizás, también, verían cómo lamultitud feroz y rugidora se arrojaría sobre ellos.

Capítulo VII.— Monseñor en la ciudad

Monseñor, uno de los grandes señores quegozaban del favor de la Corte, daba su reuniónquincenal en su hermoso hotel de París. Monseñorestaba en su habitación particular, el sagrario parala multitud de adoradores que esperaba en las habi-taciones exteriores. Monseñor se disponía a tomarel chocolate. Con la mayor facilidad, Monseñor pod-ía tragar infinidad de cosas, y hasta algunos mali-ciosos lo suponían capaz de tragarse a Franciaentera y con la mayor rapidez; pero el chocolate quetomaba por las mañanas no podía pasar por el gaz-

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nate de Monseñor sin el auxilio de cuatro hombresvigorosos, además del cocinero.

Sí, en eso empleaba cuatro hombres, todosellos adornados con muchas condecoraciones, y eljefe de ellos no habría podido vivir sin llevar dosrelojes de oro en su bolsillo, impulsado por la emu-lación, y los cuatro eran necesarios para que el felizchocolate llegase a los labios de Monseñor. Unlacayo llevaba la chocolatera hasta la sagrada pre-sencia; otro picaba el chocolate con un instrumentoexpresamente reservado para este menester; eltercero presentaba la favorecida servilleta y el cuar-to (el de los dos relojes) vertía el chocolate en lataza. Le habría sido imposible a Monseñor prescin-dir de uno sólo de aquellos hombres para tomarseel chocolate y así ocupaba su alto sitio bajo la admi-ración de los cielos. Sin duda alguna habría caídouna gran mancha en el blasón del señor si tomara elchocolate servido solamente por tres hombres, perode haber sido servido solamente por dos, no hayduda de que ello hubiese sido causa de su muerte.

Monseñor asistió la noche anterior a unacena de confianza, en la que estaban representa-das, de un modo encantador, la Comedia y la Ope-ra. Muchas noches cenaba Monseñor en agradable

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compañía, y Monseñor era tan exquisitamenteamable y tan fino, que la Comedia y la Opera teníanen él más influencia en los engorrosos asuntos ysecretos de Estado que las necesidades de Francia.

Monseñor tenía una noble idea de los nego-cios públicos, que consistía en dejar que cada cosasiguiera su natural curso. En cuanto a los, negociosparticulares, Monseñor tenía también la noble ideade que todo debía seguir su camino corriente, esdecir, que habían de redundar en beneficio de laautoridad y del bolsillo de Monseñor. Con respectoa sus placeres, generales y particulares, Monseñortenía otra noble idea y era la de que el mundo sehabía hecho para ellos. Su divisa, era la siguiente:“La tierra y todo lo que contiene es mía.”

Sin embargo, Monseñor se había percatadode que en sus negocios, tanto públicos como parti-culares, surgían las dificultades cada vez mayores;por eso, aunque a regañadientes, no tuvo otro re-medio que aliarse con un Arrendatario General quedebía cuidar de la hacienda pública, porque Monse-ñor no entendía nada de ello, y para que cuidase desu hacienda particular, porque los ArrendatariosGenerales eran ricos, y Monseñor, después de va-rias generaciones de antepasados que vivieron con

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el mayor lujo, se estaba empobreciendo. Por esoMonseñor saco a una hermana suya del convento,antes de que profesara y la dio como premio a unriquísimo Arrendatario General de humilde familia.El cual, empuñando un bastón adornado por unamanzana de oro, se hallaba con los demás en lashabitaciones exteriores, mirado con el mayor des-precio por todos, incluyendo a su propia esposa.

El Arrendatario General era un hombre muysuntuoso. Tenía treinta caballos en las cuadras,veinte criados estaban desparramados por sus an-tesalas y seis doncellas atendían a su esposa. Y ensu calidad de hombre que pretendía no dedicarsemás que a pillar y saquear donde podía, el Arrenda-tario General, a pesar de que sus relaciones matri-moniales debían de haberlo conducido a la morali-dad social, era, por lo menos, el más real y sinceroentre los personajes que aquel día habían acudidoal hotel de Monseñor.

Aquellos salones, a pesar de que ofrecíanun aspecto magnífico y digno de ser contemplado,pues estaban espléndidamente decorados y alhaja-dos con todo el gusto y el arte de la época, en aque-llos salones los asuntos no andaban bien, comohabrían opinado los desarrapados que no estaban

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muy lejos. En efecto, había allí militares que notenían el más pequeño conocimiento militar; mari-nos que ignoraban por completo lo que era un bar-co; empleados civiles que carecían de la menornoción de los negocios; eclesiásticos desvergonza-dos, de ojos sensuales, sueltas lenguas y costum-bres muy liberales; todos ellos inútiles para los car-gos que desempeñaban. Abundaban también laspersonas que desconocían los caminos honrososen la vida, los doctores que hacían fortunas curandoimaginarios males a sus pacientes, arbitristas quetenían remedios para todos los pequeños males quesufría la nación, filósofos ateos que trataban dearreglar el mundo con palabras y que conversabancon químicos también ateos, que perseguían latransmutación de los metales. Exquisitos caballerosde la mejor cuna se daban a conocer por la indife-rencia que demostraban por todo asunto de interéshumano. Y en los hogares que dejaran las notabili-dades que llenaban los salones, los espías de Mon-señor, que por lo menos eran la mitad de los concu-rrentes, no habrían podido hallar una mujer digna deser madre. En realidad, a excepción de poner unacriatura en el mundo, cosa que no da casi derechoal título de madre, poco más conocían aquellasmujeres de tan sagrado ministerio. Las campesinas

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conservaban a su lado a sus hijitos desprovistos deelegancia y los criaban y educaban, pero en la Cor-te las encantadoras abuelas de sesenta años sevestían y bailaban como si tuviesen veinte años.

La lepra de la ficción desfiguraba a todoslos que acudían a hacer la corte a Monseñor. Enuna de las estancias más retiradas había, tal vez,media docena de individuos excepcionales, que,durante unos años sintieron el temor de que lascosas no marchaban bien. Y con el deseo de ver silas mejoraban, la mitad de ellos habían ingresadoen la secta fantástica de los convulsionistas, y deli-beraban entre sí acerca de la conveniencia de echarespumarajos por la boca, rabiar, rugir y ponersecatalépticos, para ofrecer así a Monseñor un indicioque pudiera guiarle en lo futuro. Además de estosderviches había otros tres que ingresaron en otrasecta, que arreglaba todos los asuntos hablandoconfusamente de un “Centro de la Verdad” y soste-niendo que el Hombre había salido de este Centrode la Verdad, pero que no había salido de la circun-ferencia, y que debía tenderse a que no saliera deella y regresara al Centro, por medio del ayuno y delas visitas de los espíritus.

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Pero había el consuelo de que todas laspersonas que concurrían a los salones de Monseñorvestían admirablemente. Si el Día del Juicio debieraser una exposición de trajes, todos los concurrentesal hotel de Monseñor habrían alcanzado premio.Aquellos cabellos rizados, empolvados y engoma-dos, aquellos cutis tan retocados y compuestos,aquellas magníficas espadas y el honor que se hac-ía al sentido del olfato, eran más que suficientespara que las cosas marchasen siempre por losmismos derroteros. Los exquisitos caballeros de lasmejores casas llevaban dijes de toda clase queresonaban agradablemente a cada uno de suslánguidos pasos, como si fueran áureas campani-llas, y aquel delicado sonido, el roce de la seda, delbrocado y del finísimo lino, eran bastantes para quelos miserables hambrientos del barrio de San Anto-nio se alejaran precipitadamente.

El traje era el infalible talismán y el encantoque se utilizaba para que todas las cosas siguieranen sus sitios. Todos parecían vestir para concurrir aun baile de máscaras interminable. Y aquel baile detrajes empezaba en las Tullerías y en Monseñor,pasando por la Corte entera, por las das Cámaras,los Tribunales de justicia y, toda la sociedad, a ex-cepción de los de sarrapados, hasta llegar al verdu-

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go, a quien se exigía que oficiara con el cabellorizado, empolvado, con una casaca llena de galonesdorados y con las piernas cubiertas por medias deseda blanca. Y el señor París, como le llamaban sushermanos de profesión, el señor Orleáns y los de-más de provincias, presidía espléndidamente vesti-do. Nadie, pues, en aquella recepción de Monseñor,del año de Nuestro Señor mil setecientos ochenta,podría haber dudado de un sistema que contabacon un verdugo rizado, empolvado y magníficamen-te vestido.

Una vez Monseñor hubo liberado de suscargas a los cuatro hombres que le servían el cho-colate, mandó abrir las puertas del santuario y salió.Entonces tuvo lugar una verdadera lucha de sumi-sión, de adulación y de servilismo y hasta de humi-llación abyecta. En sus manifestaciones de respetoy de afecto hicieron tanto que ya no quedó, nadapara los mismos cielos, pero de ello no se preocu-paban los adoradores de Monseñor.

Pronunciando a veces una palabra de pro-mesa, dirigiendo una sonrisa hacia un feliz esclavoy haciendo una seña con la mano a otro, el señorpasó afable a través de aquellos salones. LuegoMonseñor dio media vuelta y regresó por el mismo

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camino y así se encerró nuevamente en su santua-rio y ya no se le vio más.

Una vez terminada la recepción todos loscortesanos se marcharon y por las escaleras reso-naban los dijes y cadenas. Solamente quedó unapersona de entre todos, la cual, con el sombrerobajo el brazo y la caja de rapé en la mano, pasabalentamente mirándose a los espejos.

—¡Así te vayas al diablo!— exclamó aquellapersona deteniéndose ante la última puerta y mi-rando en dirección al santuario.

Dicho esto se sacudió el rapé de los dedosy bajó apresuradamente la escalera.

Era un hombre de unos sesenta años,magníficamente vestido, de modales altaneros ycon rostro que más parecía una finísima careta,pues era de palidez transparente y de faccionesclaramente definidas y expresivas. La nariz, muybien formada, mostraba una ligera depresión encada una de sus ventanas y en las que radicaba,precisamente, la única alteración visible en su ros-tro. A veces cambiaban de color al contraerse odilatarse y, en general, el rostro expresaba la cruel-dad y la perfidia. Pero no podía negarse que era

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hermoso. Su propietario bajó las escaleras, desem-bocó en el patio, subió a su carroza y salió. Pocaspersonas hablaron con él durante la recepción;permaneció algo alejado de los demás y Monseñorpodía haberle demostrado un poco más de afecto alpasar. Y en aquellos momentos, ya dentro de sucarroza, le parecía agradable que la gente se dis-persara apresuradamente ante sus caballos, esca-pando por milagro de ser atropellada.

El cochero guiaba como si quisiera cargarcontra un enemigo, pero ello no pareció importargran cosa al señor. A veces se oían en el interior dela carroza los gritos de los que, aun en aquella épo-ca sorda y muda protestaban de aquel modo derecorrer las calles que ponía en peligro la vida delos que iban a pie, pero nadie se impresionaba poreso y los pobres desgraciados habían de evitar elpeligro del mejor modo posible.

Con al mayor estruendo y una falta de con-sideración que apenas se puede comprender, re-corría la carroza las calles, rodeada casi siemprepor un coro de gritos de mujeres y de exclamacio-nes de los hombres que se guarecían y apartaban alos niños del camino del vehículo. Por último, alvolver una esquina, junto a una fuente, una de las

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ruedas dio un salto sobre algo que se interpuso ensu camino y en el acto resonó un grito de muchasvoces y los caballos retrocedieron asustados.

A no ser por eso, la carroza habría conti-nuado el camino, como hacían siempre aunquequedaran atrás los pobres atropellados, pero ellacayo echó pie a tierra y en el acto veinte manos seapoderaron de las riendas.

—¿Qué ocurre? —preguntó el señor miran-do tranquilamente a la calle.

Un hombre alto, con un gorro de dormir quele cubría la cabeza, recogió algo de entre las patasde los caballos, lo depositó en la pila de la fuente einclinado sobre el barro aullaba como un animal.

—Perdón, señor marqués —contestó humil-demente un desgraciado vestido de harapos.— Es,un niño.

—¿Por qué grita de tal modo ese hombre?¿Es su hijo?

—Perdonad, señor marqués... es una des-gracia... sí.

La fuente estaba algo apartada de la carro-za, por que allí la calle formaba una especie de

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plazuela. De pronto el hombre que gritaba junto a lafuente, se levantó y, corriendo, se acercó a la carro-za. El marqués llevó la mano a la empuñadura desu espada.

—¡Muerto!— gritó el pobre hombre, presade la desesperación, con los brazos extendidossobre su cabeza y mirando al señor.— ¡Muerto!

La gente se congregó en torno del vehículoy miraba al marqués y en los ojos de todos no seadvertía más que ansiedad y temor, pero no cólerani amenaza. Ninguna de aquellas personas dijonada y después de aquel primer grito reinó el silen-cio. La voz de aquel hombre humilde que habló conel marqués era sumisa y queda. El señor marquéspaseó sus miradas por todos ellos, como si fueranratas que salieran de sus escondrijos.

Sacó la bolsa y exclamó:

—Es extraordinario que no sepáis cuidar devuestros hijos y de vosotros mismos.

Siempre hay alguno en el camino de mi ca-rroza. ¿Cómo puedo estar seguro de que no habéishecho daño a mis caballos? ¡Dadle eso!

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Sacó una moneda de oro que entregó alcriado, y todas las miradas estuvieron atentascuando caía. El hombre alto gritó nuevamente convoz que nada tenía de humana: “¡Muerto!”

Lo detuvo un hombre que llegaba entonces,y a quien los demás dejaron libre paso.

Al verlo, el desgraciado se echó en sus bra-zos, llorando y señalando a la fuente en donde al-gunas compasivas mujeres se inclinaban sobre elcadáver del desgraciado niño; aquéllas, como loshombres, guardaban silencio.

—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! —exclamó el reciénllegado.— ¡Sé hombre, Gaspar! Mejor es para tupobre hijo haber muerto que llevar la vida que leesperaba. Ha muerto en un instante, sin sufrir.

—Eres un filósofo —dijo el marqués son-riendo.— ¿Cómo te llamas?

—Defarge.

—¿Qué haces? —Soy vendedor de vino,señor marqués.

—Toma, filósofo y vendedor de vino –dijoentregándole una moneda de oro,— y gástatela en

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lo que quieras. ¿No les ha ocurrido nada a los caba-llos?

Y sin dignarse mirar por segunda vez a lagente que se había reunido, el señor marqués sereclinó de nuevo en su asiento y se alejó, como sihubiera causado un ligero estropicio y lo pagaragenerosamente. De pronto se sobresaltó al ver quealgo entraba por la ventanilla de su carruaje e iba acaer al suelo.

—¡Para! —gritó el marqués.— ¡Para!¿Quién ha tirado eso?

Miraba al lugar en que momentos antes vie-ra a Defarge, el vendedor de vino; pero allí estaba eldesgraciado padre inclinado, al suelo y a su ladohabía una mujer haciendo calceta.

—¡Perros!— exclamó el marqués sin que surostro se alterase en lo más mínimo, a excepción deque las ventanas de su nariz estaban contraídas.—¡Con gusto os atropellaría a todos y os exterminaría!Si conociera al canalla que arrojó la moneda contramí, capaz sería de hacer pasar la carroza sobre sucuerpo.

Pero tan atemorizados estaban ya y tanconvencidos de que aquel hombre podría llevar a

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cabo sus amenazas, que no se levantó una voz niuna mirada, por lo menos entre los hombres. Perouna mujer, que estaba haciendo calceta, miró almarqués en el rostro.

La dignidad del potentado no le permitió fi-jarse en ello y su olímpica y desdeñosa mirada pasósobre ella y sobre las demás ratas, y, reclinándosede nuevo en su asiento, ordenó:

—¡Adelante!

Pasó la carroza y rápidamente pasaronotras, por el mismo sitio, en desenfrenada carrera;pasaron el ministro, el arbitrista del Estado, elArrendatario General, el doctor, el abogado, el ecle-siástico, los artistas de la Opera, de la Comedia y,en una palabra, todos los que tomaban parte en elbaile de máscaras. Las ratas salían a veces de susagujeros para mirar y durante horas enteras sequedaban mirando, aunque a veces los soldados yla policía se interponían entre ellos y el espectáculoque contemplaban. El desgraciado padre se habíallevado el triste bulto, y se escondió con él, y sola-mente quedó la mujer que hacía calceta con la rapi-dez de la Parca. Allí estaba observando cómo corríael agua de la fuente y cómo el día corría hacia latarde, así como la vida de la ciudad corría a la

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muerte que a nadie espera, y mientras tanto lasratas estaban durmiendo en sus agujeros y el bailede máscaras continuaba entre luces y las cosasseguían su curso.

Capítulo VIII.— Monseñor en el campo

Un paisaje encantador, en el que brillaba eltrigo aunque no abundante. En algunos campos secultivaba el centeno, aunque habrían podido dedi-carlos a trigo, y en otros se veían guisantes yhabas, pobres sustitutivos del trigo. El señor mar-qués iba en su carroza de viaje (que podría habersido más ligera) tirada por cuatro caballos de posta;la guiaban dos postillones y subía entonces unacuesta. El color que se veía entonces en las mejillasdel marqués nada decía contra su buena cuna,pues se debía a una circunstancia externa, a la queno alcanzaba su autoridad, pues era el sol que seponía.

Tan rojos eran los resplandores que el astroderramaba sobre la carroza, cuando llegaba a loalto de la colina, que su ocupante estaba rodeadode rojiza luz.

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—Pronto se pondrá —dijo el señor marquésmirándose las manos.

En efecto, el sol estaba tan bajo que seocultó enseguida. Cuando se hubieron apretado losfrenos sobre las ruedas y la carroza emprendió eldescenso, desapareció en el acto el rojizo resplan-dor. Se ofreció a los ojos del marqués un terrenoquebrado, una aldea al pie de la colina, una llanuraque terminaba en un altozano, la torre de una igle-sia, un molino de viento, un bosque para la caza yuna fortaleza que se usaba como prisión, situadajunto a un despeñadero. Miraba el marqués todasesas cosas a la luz del crepúsculo con la expresiónde quien llega a su país.

El pueblo tenía solamente una pobre calle,en la que había una pobre taberna, una tenería muypobre, una cervecería pobre, una cuadra pobre paralos relevos de caballos, una fuente pobre y la gentepobre. Muchos de los habitantes del pueblo estabansentados a la puerta de sus casas, aderezandocebollas de desecho y otras cosas por el estilo parala cena, en tanto que otros, junto a la fuente, lava-ban hojas y hierba y los míseros productos comesti-bles que producía la tierra. No faltaban señales delo que hacia pobres a aquella gente desgraciada:

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los impuestos del Estado, los diezmos para la igle-sia, los impuestos para el señor, los impuestos loca-les y generales, habían de ser pagados sin remedio,de acuerdo con un cartel fijado en el pueblo de mo-do visible, y lo que más raro parecía es con todosesos impuestos estuviera el pueblecillo todavía enpie.

Pocos niños se veían y ningún perro. Encuanto a los hombres y a las mujeres, sus esperan-zas en esta tierra se comprendían o en vivir de lamanera más mísera en el pueblo, a la sombra delmolino, o gemir en la prisión de la fortaleza quedominaba el despeñadero.

Anunciado por un correo que lo precedía ypor el restallar de los látigos de los postillones queondulaban como sierpes por encima de sus cabe-zas, como si llegase servido por las furias, el señormarqués llegó en su carroza a la puerta del relevo.Estaba cerca de la fuente y los campesinos inte-rrumpieron sus ocupaciones para mirarlo. El tam-bién los miró y vio en ellos, aunque sin darse cuen-ta, la miseria que se pintaba en sus rostros y quehizo proverbial la delgadez de los franceses e ingle-ses por espacio de más de un siglo, cuando ya lascosas habían cambiado.

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El señor marqués posó la mirada sobre loshumildes rostros que se inclinaban ante él, así comoél se inclinó ante Monseñor en la Corte —aunque ladiferencia estaba en que los que tenía delante seinclinaban para sufrir y no para hacerse gratos—cuando un peón caminero vino a reunirse con elgrupo.

—Tráeme a ese hombre —ordenó el mar-qués al correo.

Se acercó el peón caminero gorro en manoy los demás campesinos se aproximaron deseososde ver y de oír, de la misma manera que lo hicieranlos parisienses.

—¿Te pasé en el camino?

—Es verdad, Monseñor. Tuve el honor deque pasarais a mi lado.

—¿Tanto al subir como al bajar la colina?

—En efecto, Monseñor.

—¿Qué mirabas con tanta atención?

—Monseñor, miraba al hombre.

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Hizo una pausa y con la punta de su gorroazul señalaba la parte inferior de la caja de la carro-za y todas sus paisanos se inclinaron para mirar.

—¿Qué hombre, animal? ¿Y por qué mirasahí?

—Perdonad, Monseñor, iba colgado de lacadena del freno.

—¿Quién? —preguntó el viajero.

—El hombre, Monseñor.

—¡Así se os lleve el diablo, idiotas! ¿Cómose llama ese hombre? Tú conoces a toda la gentede por aquí. ¿Quién era?

—Piedad, Monseñor. No era de este país yno lo había visto en los días de mi vida.

—¿Colgado de la cadena? ¿Ahorcado?

—Con vuestro permiso, Monseñor, eso eralo más maravilloso. Llevaba la cabeza colgando...así.

Se volvió hacia el carruaje, se tendió de es-palda con la cara vuelta al cielo y la cabeza colgan-do. Luego se puso en pie de nuevo e hizo una reve-rencia.

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—¿Cómo era?

—Monseñor, más blanco que el molinero.Iba todo cubierto de polvo, blanco como un espectroy alto como un aparecido.

Tal retrato produjo inmensa sensación enlos oyentes, pero todos los ojos miraban al mar-qués, tal vez para observar si tenía algún espectroen la conciencia.

—La verdad es que obraste perfectamen-te— exclamó el marqués. Ves a un ladrón queacompaña mi carroza y no eres capaz de abrir laboca para gritar. ¡Bah! Soltadlo, señor Gabelle.

El señor Gabelle era el maestro de postas ydesempeñaba otros cargos oficiales, como el derecaudador de impuestos, y se había presentadoobsequiosamente para ayudar en el interrogatorio yse apresuró a agarrar por el brazo al peón camine-ro.

—Prended a ese desconocido si se acercaesta noche al pueblo y cercioraos de que es unhombre honrado.

—Monseñor, me cabrá el honor de obede-cer vuestras órdenes.

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—¿Huyó aquel?... ¿Pero dónde está esemaldito?

El maldito estaba nuevamente bajo el ca-rruaje con medía docena de amigos particulares,señalando la cadena con su puntiagudo gorro azul.Pero otra media docena de amigos se apresurarona sacarlo y lo presentaron jadeantes, al señor mar-qués.

—¿Viste si aquel hombre huyó cuando nosdetuvimos para apretar los frenos?

—Monseñor, vi que se arrojaba por la pen-diente de la colina, de la misma manera comocuando alguien se arroja al río.

—Está bien. Gabelle, averiguadme eso. ¡Enmarcha!

La media docena de campesinos estabaaún entre las ruedas, mirando la cadena, y la carro-za echó a correr tan impensadamente que por mila-gro salvaron la piel y los huesos.

La velocidad de la carroza, bastante grandeal salir del pueblo, fue aminorando a medida queascendía por la pendiente que tenía delante, hastaque llegó al paso. La noche de verano era hermosa

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y los postillones, asaltados por los mosquitos, pro-curaban ahuyentarlos con las cuerdas de los látigos;el lacayo iba andando al lado de los caballos y acorta distancia se oía el trote del caballo que llevabaal correo.

En el punto más alto de la colina había unpequeño cementerio, con una cruz y la imagen delCrucificado. Era obra de algún artista rústico; perola figura, tallada en madera, era copiada de la reali-dad. Por eso el Cristo estaba tan flaco.

Junto al Crucifijo estaba arrodillada una mu-jer y cuando la carroza llegó junto a ella volvió lacabeza y se acercó a la portezuela.

—¡Monseñor! —exclamó.— ¡Monseñor, hede haceros una súplica!

—¡Qué hay! —exclamó el marqués con im-paciencia.— ¿Una petición?

—¡Por el amor de Dios, Monseñor! ¡Mi ma-rido, el guardabosque...!

—¿Qué le pasa a tu marido? ¡Siempre lomismo con esta gente! ¿Que no puede pagar?

—Ya no ha de pagar nada, Monseñor. Hamuerto.

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—Perfectamente. Ya tiene paz. ¿Puedo de-volvértelo?

—¡Por desgracia no, Monseñor! ¡Pero estáenterrado ahí, bajo la hierba!

—¿Y qué?

Miró a la mujer que parecía vieja, pero erajoven. La pobre retorcía sus manos nudosas y luegopuso una sobre la portezuela que acariciaba comosi fuera un pecho humano y quisiera ablandarlo.

—¡Monseñor, oídme! Mi marido murió dehambre; muchos morimos de lo mismo.

—¿Qué quieres? ¿Puedo alimentarlos a to-dos?

—Dios lo sabe, Monseñor, pero no pido na-da de eso. Lo que os pido, Monseñor, es un trozode piedra o de madera que lleve el nombre de mimarido, pues de otra manera se olvidará pronto enqué lugar reposa. ¡Os lo ruego, Monseñor!

El lacayo separó a la mujer y el carruajeavanzó al trote de los caballos, de manera que lapobre se quedó muy pronto atrás. Monseñor, mien-tras tanto, escoltado nuevamente por las furias,

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recorría rápidamente la legua que lo separaba de sucastillo.

A su alrededor estaban los dulces aromasde la noche estival y lo perfumaban todo de la mis-ma manera como la lluvia cae imparcialmente sobrelos que están sucios de polvo, sobre los miserablescubiertos de harapos y sobre el grupo agobiado porel trabajo que estaba en la fuente no lejana; y aquienes el peón caminero, con ayuda de su gorroazul, sin el cual no era nada, les hablaba aún deaquel hombre parecido a un espectro que iba deba-jo de la carroza de monseñor el marqués. Gradual-mente desertó el auditorio y parpadearon algunasluces en las casuchas, luces que, en vez de apa-garse, no parecía sino que habían huido al cielopara convertirse en estrellas.

Mientras tanto a los ojos del señor marquésse presentó la sombría masa de una enorme casa,de alto tejado y rodeada de árboles; de pronto lasombra desapareció ante la claridad despedida poruna antorcha. Luego se detuvo la carroza y se abrióante él la gran puerta del castillo.

—¿Ha llegado ya de Inglaterra el señor Car-los, a quien espero?

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—Todavía no, Monseñor.

Capítulo IX.— La cabeza de la gorgona

El castillo del señor marqués era un granedificio; tenía un vasto patio enlosado, del que part-ían dos escaleras para reunirse en una terraza antela puerta principal. Todo era de piedra, las balaus-tradas, las urnas, las flores y unos rostros humanos,y unas cabezas de leones esculpidos en la fachada,por todas partes. Exactamente igual como si la ca-beza de la Gorgona hubiese mirado el castillo des-pués de terminadas las obras dos siglos antes.

El señor marqués subió la escalera alum-brado por una antorcha. La noche era tan tranquilaque la llama de la antorcha que llevaba el criado yde la que estaba fija en la puerta, ardían como siestuvieran en una estancia cerrada y no al aire libre.Se oían los chillidos de un búho a quien molestó laluz y el ruido del agua de una fuente que caía en surecipiente de piedra. Por lo demás reinaba el silen-cio.

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Se cerró la puerta tras el señor marqués yeste cruzó una antesala obscura, en cuyas paredeshabía diversas armas de caza y algunos látigos quemás de un campesino había probado cuando suseñor estaba irritado.

Evitando las grandes salas que estabanobscuras, el señor marqués, alumbrado por el cria-do, subió una escalera y se detuvo en una puertaque se abría a un corredor. Cruzó el umbral y sehalló en sus habitaciones particulares, compuestasde tres estancias, o sea el dormitorio y dos más.Aquellas habitaciones eran altas de techo y teníanlos suelos desnudos. En los hogares había grandesmorrillos para sostener la leña en invierno y, en unapalabra, todos los refinamientos del lujo que corres-pondían a un hombre de la fortuna y de la posicióndel marqués. El estilo de los muebles era de LuisXV, pero se veían también numerosos objetos deotras épocas y que eran como las ilustraciones deviejas páginas de la historia de Francia.

Estaba servida una mesa con dos cubiertosen la tercera habitación, que era redonda, corres-pondiendo a una de las cuatro torres que tenía elcastillo en las esquinas. Era una habitación de techo

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alto, que tenía abierta la ventana de par en par,aunque estaban cerradas las celosías.

— Según me han dicho no ha llegado misobrino —exclamó el marqués fijándose en el servi-cio de la mesa.

No había llegado, en efecto pero los servi-dores esperaban que llegase juntamente con elmarqués.

—No es probable que llegue esta noche —dijo,— pero, sin embargo, dejad la mesa tal comoestá. Cenaré dentro de un cuarto de hora.

Pasado este tiempo el señor marqués yaestaba listo y se sentó solo para tomar la suntuosa yescogida cena. Su asiento estaba de espaldas a laventana y había tomado ya la sopa y se disponía abeber un vaso de Burdeos, cuando dejó el vasosobre la mesa.

—¿Qué es eso? —preguntó tranquilamentemirando con atención a las líneas horizontales ynegras de la celosía.

—¿Qué, Monseñor?

—Fuera. Abre las celosías.

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El servidor obedeció.

—¿Qué hay?

—Nada, señor. No se ve más que las copasde los árboles y las sombras de la noche.

El criado se quedó esperando nuevas órde-nes.

—Perfectamente. Cierra —ordenó impertur-bable su amo.

El marqués continuó la cena. Mediada es-taría, cuando volvió a interrumpir la bebida de unvaso de vino, por haber oído ruido de ruedas.

—Pregunta quién ha llegado— ordenó

Era el sobrino del señor. Se había retrasadoligeramente en su viaje y aunque procuró alcanzar asu tío no le fue posible lograrlo, pero le informaronde él en la casa de posta.

El señor marqués dio órdenes para que ledijesen que la cena lo estaba aguardando y queacudiera cuanto antes. Dentro de poco entró el via-jero. En Inglaterra se había dado a conocer por elnombre de Carlos Darnay.

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Monseñor lo recibió con bastante amabili-dad, pero no se estrecharon la mano.

—¿Salísteis ayer de París, señor?— pre-guntó en el momento de sentarse a la mesa.

—Ayer. ¿Y vos?

—Vengo directamente.

—¿De Londres?

—Sí.

—Bastante os ha costado llegar —observóel marqués sonriendo.

—Por el contrario, he venido directamente.

—Perdón, no quiero decir que hayáis em-pleado mucho tiempo en el viaje, sino que os hacostado decidiros.

—Me han detenido —y el sobrino hizo unapausa, para añadir— varios asuntos.

—No hay duda —observó cortésmente elmarqués.

Mientras el criado estuvo presente no secruzaron otras palabras entre ellos, pero en cuanto

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les hubieron servido el café y se vieron solos, elsobrino, mirando al tío, empezó la conversación.

—He regresado, tío, persiguiendo el mismofin que me obligó a marchar. Me he visto en gran-des peligros; pero se trata de un propósito sagrado,y creo que de haberme acarreado la muerte ello mediera suficiente valor.

—La muerte, no —dijo el tío.— No es nece-sario nombrarla siquiera.

—Estoy persuadido —continuó el sobrino —de que si me hallara en trance de muerte vos noharíais nada para salvarme.

El tío hizo un gracioso movimiento de pro-testa, que no logró, sin embargo, tranquilizar a suinterlocutor.

—En realidad, señor, y a juzgar por los da-tos que tengo, tal vez os habríais apresurado ahacer más sospechosas las apariencias que merodeaban.

—¡No, no, no! —replicó el tío amablemente.

—Sea lo que fuere —dijo el sobrino mirandoa su tío con la mayor desconfianza,— se que convuestra diplomacia os esforzaréis en detenerme en

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mi camino y me consta también, que no sois muyescrupuloso en los medios.

—Amigo mío, ya os lo dije —dijo el tío.—¿Me haréis el favor de recordar lo que os advertíhace ya mucho tiempo?

—Lo recuerdo.

—Gracias —contestó el marqués suave-mente.

—En efecto, señor —prosiguió el sobrino,—creo que vuestra mala fortuna y mi buena estrellame han evitado verme encerrado en una prisión deFrancia.

—No os entiendo —replicó el tío sorbiendosu café.— ¿Me queréis hacer el favor de explica-ros?

—Creo que si no estuvierais en desgraciaen la corte, y no os vierais rodeado de una nubehace ya algunas años, una carta de cachet mehabría mandado a una fortaleza por tiempo indefini-do.

—Es posible —contestó el tío con la mayortranquilidad. —Por el honor de la familia es posible

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que me hubiera decidido a molestaros hasta esepunto. Os ruego que me perdonéis.

—Advierto que, felizmente para mí, la re-cepción del otro día fue, como de costumbre, muyfría para vos.

—No creo que debáis decir que esa circuns-tancia es feliz para vos, sobrino —dijo el tío con lamayor cortesía.— En vuestro lugar no estaría segu-ro de ello. Una excelente oportunidad para reflexio-nar, rodeado por las ventajas que da la soledad,podría tener en vuestro destino una influencia ma-yor de la que vos mismo os procuráis. Como dec-íais, he caído en desgracia. Esos pequeños instru-mentos de corrección, estos pequeños auxilios parael poder y el honor de las familias, estos ligerosfavores que podrían haberos causado alguna inco-modidad, sólo se obtienen ahora con la mayor difi-cultad. ¡Son tantos los que los pretenden y se con-ceden, comparativamente, a tan pocos! Antes noera así, pero Francia, en algunas cosas, ha empeo-rado mucho. Nuestros antepasados, no muy remo-tos, ejercían el derecho de vida y muerte sobre elvulgo. Desde esta habitación han salido muchosvillanos para ser ahorcados; en la estancia vecina,mi dormitorio, fue apuñalado un rústico por haber

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expresado algunas delicadezas insolentes con res-pecto a su hija. Hemos perdido muchos privilegios;se ha puesto de moda una nueva filosofía y la afir-mación de nuestros derechos, en los tiempos quecorremos, es posible que ofreciera algunos incon-venientes. ¡Todo está muy malo!.

El marqués tomó un polvo de su tabaqueray meneó la cabeza.

—Hemos reivindicado nuestros derechostanto en los tiempos antiguos como en los moder-nos de tal manera —observó el sobrino con acentosombrío— que no dudo de que nuestro nombre esuno de los más detestados en Francia.

—Esperémoslo así —dijo el tío.— Si nosdetestan, ello es un homenaje involuntario que nostributan los pequeños.

—No hay un solo rostro —añadió el sobri-no— en toda esta comarca, que me mire con defe-rencia, si no es la deferencia del miedo y de la es-clavitud.

—Es un cumplido hacia la grandeza de lafamilia —dijo el marqués;— grandeza merecida porla nobleza con que la ha sostenido.

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El marqués tomó otro polvo y cruzó laspiernas. Pero cuando su sobrino apoyó la cabezaen las manos Y los codos sobre la mesa, el rostrode su tío expresó tal rencor que se compadecía muymal con su indiferencia anterior.

—La represión es la única filosofía de efec-tos duraderos. La gran deferencia del miedo y de laesclavitud, amigo —dijo el marqués,— conservará alos perros obedientes al látigo mientras este techo—añadió mirando al techo— nos proteja del cielo.

Tal vez ello no sería tan largo como suponíael marqués. De haberse podido ver un cuadro de loque sería del castillo pocos años después, y comoél de otros cincuenta castillos que estaban en lasmismas condiciones, apenas habría reconocido supropiedad entre el montón de ruinas medio abrasa-das. En cuanto al techo, tal vez habría visto queprotegía de un modo insospechado a los que caye-ron bajo el plomo de numerosos mosquetes.

—Mientras tanto —dijo el marqués— no to-maré ninguna medida para proteger el honor y latranquilidad de la familia, ya que no queréis. Perosin duda estáis fatigado. ¿Damos por terminadanuestra conferencia de la noche?

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—Un momento más.

—Una hora si queréis.

—Señor —dijo el sobrino,— hemos obradomal y ahora recogemos los frutos.

—¿Hemos obrado mal? —repitió el mar-qués sonriendo y señalando a su sobrino y a símismo.

—Nuestra familia; nuestra noble familia, cu-yo honor tanto nos importa a vos y a mí, aunque deun modo distinto. Aun en los tiempos de mi padre,cometíamos grandes desafueros injuriando a cual-quier ser humano que se interpusiera entre nosotrosy nuestros placeres. ¿Por qué he de hablar deltiempo de mi padre que también era vuestro tiem-po? ¿Puedo separar a mi padre de su hermanogemelo de su coheredero y de su sucesor?

—La muerte fue la causante.

—Y me ha dejado —contestó el sobrino—sujeto a un sistema que me parece espantoso, y mehace responsable de él, aunque no me deja corre-girlo, tratando de cumplir la última recomendaciónde mi madre que me rogó ser misericordioso y repa-

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rar los males cometidos, pero en vano busco apoyopara llevarlo a cabo.

—Si buscáis mi apoyo, sobrino —le dijo elmarqués,— siempre buscaréis en vano, podéis,estar seguro.

Su cara expresaba decisión y crueldad.Tocó a su sobrino en el pecho con la punta del de-do, y como si éste fuese una espada hizo que eljoven se estremeciera. —Moriré, amigo mío, perpe-tuando el sistema bajo el cual he vivido— dijo.

Tomó otro polvo de rapé y guardó la caja enel bolsillo.

—Es mejor escuchar la voz de la razón. Pe-ro vos, señor Carlos, estáis perdido, lo veo.

—Estas propiedades y Francia están perdi-das para mí —dijo tristemente el sobrino.— Renun-cio a ellas.

—¿Creéis poder renunciar a las dos? Pod-éis renunciar a Francia, pero no todavía a las pro-piedades.

—No tuve intención de reclamar la posesiónde estas propiedades. Pero si pasaran mañana a mipoder...

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—Lo que tengo, la vanidad de creer impro-bable.

—O dentro de veinte años...

—Me honráis mucho —dijo el marqués,—pero prefiero esta suposición.

—Las abandonaría para ir a vivir a otra par-te y por mis propios medios. No sería renunciar amucho, porque todo eso, creedme, no es más queun desierto de miseria y de ruina.

—¿Sí?— exclamó el marqués paseando lamirada por la lujosa habitación.

—Aquí no se puede negar que todo resultaagradable para la vista; pero viendo las cosas a laluz del sol, no se ve más que un montón desorde-nado, un despilfarro horroroso, violencias por todaspartes, deudas, opresiones, hambre, desnudez ysufrimiento.

—¿Lo creéis así? —exclamó el marqués.

—Si alguna vez esta propiedad llega a sermía, la dejaré en manos más competentes para quepoco, a poco (y suponiendo que llegue a tiempo)vayan liberando a los pobres vasallos de las cargasque los oprimen y que los han llevado al hambre y a

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la ruina, a fin de que la siguiente generación tengaque sufrir menos. Pero ya sé que no podré hacerlo,porque pesa una maldición sobre esta tierra y sobreeste sistema.

—¿Y de qué viviréis? —preguntó el tío.—Perdonad mi curiosidad, pero me gustaría saber siviviréis a la sombra de vuestra nueva filosofía.

—Viviré como vivirán otros compatriotas,aun los nobles, en los tiempos venideros, es decir,de mi trabajo.

—¿En Inglaterra?

—Sí. El honor de la familia, señor, está asalvo en ese país y en cuanto al nombre de la fami-lia, no ha de sufrir por mí, porque no lo llevo en In-glaterra.

El marqués llamó para ordenar que alum-braran el dormitorio inmediato. Prestó oído paraadvertir la retirada del criado, y en cuanto hubo sali-do añadió:

—Parece que Inglaterra es un país muyatractivo para vos y veo que allí habéis prosperado.

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—Ya os dije antes, señor, que de mi pros-peridad allí debo estaros agradecido. Por lo demás,es mi refugio.

—Los fanfarrones ingleses aseguran que supaís es el refugio de muchos. ¿Conocéis a un com-patriota que ha buscado refugio allí? Es un doctor.

— Sí.

—¿Que tiene una hija?

—Ya veo que estáis fatigado –dijo el mar-qués.— Buenas noches.

E inclinando cortésmente la cabeza, sonriócon expresión enigmática que no dejó de llamar laatención de su sobrino.

—Sí —repitió el marqués.— Un doctor conuna hija. Sí. Así comienza la nueva filosofía. Peroestáis fatigado. Buenas noches.

Habría sido igual interrogar a los rostros depiedra que adornaban a la fachada que al marquéscuando pronunció estas últimas palabras y el sobri-no le dirigió en vano una mirada interrogadora.

—Buenas noches —dijo el tío.— Espero te-ner el placer de veros nuevamente mañana por la

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mañana. ¡Descansad bien! ¡Que alumbren a miseñor sobrino y lo conduzcan a su habitación! Y, siqueréis, incendiad la cama con mi sobrino en ella —añadió en voz baja.

El marqués empezó a pasear, en su traje dedormir, dispuesto a acostarse en aquella calurosanoche de estío, y mientras andaba con los pies des-calzos no producía más ruido que si hubiese sido untigre; y casi se le habría podido creer un marquésencantado impenitente y maligno, que, periódica-mente, se transformaba en tigre, cambio que iba atener o que ya había tenido lugar en aquellos mo-mentos.

Mientras paseaba recordaba los incidentesde la jornada; a su mente se presentaba nuevamen-te la puesta del sol, el descenso de la colina, elmolino, la cárcel en el despeñadero, el pueblecitoen la hondonada, los campesinos en la fuente, elpeón caminero que con su gorro azul señalaba laparte inferior del carruaje y también el pobre hombreque con los brazos en alto gritaba: “¡Muerto!”

—Tengo frío —murmuró el señor mar-qués,— y lo mejor será que me acueste.

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Dejó una luz encendida sobre la chimenea,hizo caer entorno de la cama las cortinas de gasa y,al disponerse a dormir, dio un suspiro que alteró elabsoluto silencio de la noche.

Durante tres largas horas los rostros de pie-dra de la fachada estuvieron mirando la noche; du-rante aquellas mismas horas los caballos en lascuadras manoteaban ante sus pesebres, ladraronlos perros y el búho profirió un sonido muy distintodel que le prestan los poetas.

Por espacio de tres horas los rostros depiedra de hombres y leones, miraron ciegos a lanoche. La obscuridad más completa envolvía elpaisaje y no se habría podido distinguir una de otralas tumbas del cementerio, cubiertas por la hierba.En la aldea los contribuyentes y los cobradores decontribuciones dormían profundamente. Tal vezsoñaban en banquetes, como les suele ocurrir a losque sufren hambre, o bien, que vivían cómoda ytranquilamente, como sueñan los esclavos y losbueyes uncidos al yugo.

Corría el agua de la fuente del pueblo, asícomo la fuente del castillo, sin que nadie la viera ola oyera, perdiéndose a lo lejos como se pierden losminutos que manan de la fuente del Tiempo. Luego

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las aguas de ambas fuentes empezaron a serdébilmente visibles y se abrieron los ojos de lascaras de piedra de la fachada del castillo.

La luz aumentaba por momentos, hasta queapareció el sol, alumbrando las copas de los árbolesy la cima de la colina, y a su luz el agua de las fuen-tes parecía sangre y se tiñeron de rojo las mejillasde los rostros de piedra. Empezó el canto de lospájaros y uno de ellos fue a entonar su canción enel alféizar de la ventana del marqués. Al oírlo elrostro de piedra más cercano, pareció quedarseasombrado y con la boca abierta por el pasmo,miró.

El sol ya estaba en el cielo, y empezó elmovimiento en la aldea. Se abrieron las ventanas,se quitaron las trancas de las puertas y salieron losmoradores, estremeciéndose al recibir el fresco airede la mañana. Y empezó el trabajo diario; algunosse encaminaron a la fuente, otros a los campos acavar; otros se ocuparon en el mísero ganado yllevaron a las flacas vacas a apacentarse en elmísero alimento que podían hallar a lo largo delcamino. En la iglesia estaban dos o tres personasarrodilladas ante la Cruz, en tanto que fuera espe-raba una vaca a que su amo terminara las oracio-

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nes, tratando de hallar el desayuno entre las hierbasque tenía a sus pies.

El castillo despertó más tarde, cual corres-pondía a su jerarquía, pero lo hizo de un modo gra-dual y seguro. Primero el sol tiñó de rojo las armasde caza que colgaban de las paredes y luego brilla-ron los filos de acero a la luz del sol matinal; seabrieron puertas y ventanas, los caballos en suscuadras empezaron a mirar por encima del hombroal advertir la luz del nuevo día; brillaron y se agita-ron las hojas de los árboles ante las ventanas enre-jadas y tiraron los perros de sus cadenas impacien-tes por recobrar la libertad.

Todos esos incidentes triviales pertenecíana la rutina de la vida y a la vuelta de cada mañana.Pero en cambio, ya no era acostumbrado el repicarde la campana del castillo, ni las carreras que die-ron los criados por las escaleras y por las terrazas,así como tampoco la prisa con que se ensillaronalgunos caballos. No se sabe cómo pudo el peóncaminero enterarse de todo eso, cuando se dispon-ía a empezar su trabajo en lo alto de la colina inme-diata a la aldea, en tanto que había dejado sobre unmontón de piedras el paquete que contenía su co-mida y que no valía la pena de que una garza se

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molestara en arrebatárselo. ¿Acaso se lo habíandicho los pájaros? Pero fuese quien fuese, lo ciertoes que el peón caminero corría con toda su alma yno se detuvo hasta llegar a la fuente.

Todos los aldeanos estaban allí, hablandoen voz baja y sin mostrar otro sentimiento que cu-riosidad y sorpresa. Las flacas vacas trabadas acuanto pudiera retenerlas, miraban con estupidez omasticaban cosas que no valía la pena de mascar yque hallaran en su interrumpido pasto. Algunoshombres del castillo y de la casa de postas, asícomo los perceptores de impuestos, estaban más omenos armados, y se agrupaban en el extremo dela calle, aunque sin objeto alguno. En cuanto alpeón caminero, se había metido ya en el grupo dealdeanos y se golpeaba el pecho con su gorro azul.¿Qué significaba todo aquello? ¿Por qué el señorGabelle iba montado a la grupa de un caballo queguiaba un servidor del castillo?

Significaba que en el castillo había aumen-tado en uno el número de los rostros de piedra.Nuevamente la Gorgona había mirado durante lanoche y añadió la cara de piedra que faltaba, la quelas demás estuvieron aguardando por espacio dedoscientos años.

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La cara de piedra reposaba sobre la almo-hada del señor marqués. Parecía una fina careta,repentinamente sobresaltada, encolerizada y petrifi-cada. Y en el corazón de aquella figura de piedraestaba clavado un cuchillo. Alrededor del mango seveía un trozo de papel, en el que estaba escrito:“Llévalo aprisa a su tumba. De parte de Jaime.”

Capítulo X.— Dos promesas

Habían llegado y pasado algunos meses, ennúmero de doce, y el señor Carlos Darnay estabaestablecido en Inglaterra como maestro de francés yde literatura francesa. En la actualidad se le habríallamado profesor, pero entonces no era más quetutor. Daba lecciones a jóvenes que sentían interésen aprender una lengua viva hablada en todo elmundo. Tales maestros no se hallaban fácilmenteen aquella época. Los príncipes que fueron y losreyes que habían de ser, no tenían aptitudes paraenseñar a nadie y la nobleza arruinada no se dedi-caba aún a los libros de comercio ni a ejercer decocineros o de carpinteros. Y como maestro, cuyosistema hacía agradable el estudio a sus discípulos

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y como traductor elegante que podía hacer algomás de lo que resulta de la ayuda del diccionario,pronto llegó Darnay a ser conocido y apreciado.Estaba al corriente de los sucesos de su país, suce-sos cada día más interesantes. Y así con la mayorperseverancia y actividad iba prosperando.

No había esperado poder alcanzar la rique-za en Londres, pues, de haberse hecho tales ilusio-nes no habría llegado a prosperar. Esperaba tenerque trabajar, encontró trabajo y lo llevaba a cabo.En eso consistía su prosperidad. Desde los tiemposen que era siempre verano en el Edén, hasta losactuales en que casi puede decirse que el inviernoes perpetuo, la vida del hombre siempre ha tomadoel mismo camino, que también tomó Carlos Darnay,es decir, el que conduce al amor de una mujer.

Desde que la vio por primera vez en aquellahora peligrosa para su vida, se dijo que la amaba yle pareció que nunca había oído música más deli-ciosa que su voz llena de compasión y nunca viorostro tan tiernamente hermoso como el de la jovencuando la vio ante la tumba que ya habían excava-do para él. Pero no había hablado con ella del asun-to; el asesinato cometido en el desierto castillo, másallá de las aguas, del mar y los largos caminos lle-

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nos de polvo, tuvo lugar hacía más de un año, y eljoven no había pronunciado una sola palabra quediera a entender el estado de su corazón.

Tenía para ello muy buenas razones, Nue-vamente era un día de verano cuando llegó a Lon-dres y se dirigió al tranquilo rincón de Soho, en bus-ca de una oportunidad para abrir su corazón al doc-tor Manette. Era por la tarde y sabía ya que Lucíahabía salido con la señorita Pross.

Halló al doctor leyendo en su sillón junto ala ventana. Había recobrado ya la energía que lepermitió resistir sus antiguos dolores. Era ahora unhombre muy enérgico, de gran firmeza de carácter,de fuerte resolución y de acción vigorosa. Estudiabamucho, dormía poco, soportaba fácilmente la fatigay era de carácter alegre. Se presentó a él CarlosDarnay y, al verlo, el doctor dejó el libro a un lado yle tendió la mano.

—Me alegro de veros, señor Darnay —exclamó.— Desde hace algunos días esperabavuestro regreso. Ayer estuvieron aquí el señor Stry-ver y el señor Carton y ambos dijeron que estabaisausente más de lo debido.

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—Les agradezco mucho su interés —contestó con cierta frialdad para con los dos perso-najes nombrados, aunque con amabilidad para eldoctor.— ¿Cómo está la señorita Manette?

—Bien —contestó el doctor,— y estoy segu-ro de que se alegrará de vuestro regreso. Ha ido decompras, pero pronto estará de vuelta.

—Ya sabía que no está en casa, doctor, yhe aprovechado la oportunidad para hablar reserva-damente con vos.

—Tomad una silla y sentaos –dijo el doctorcon cierta ansiedad.

Carlos se sentó, pero no encontró tan fácilempezar a decir lo que se proponía.

—He tenido la suerte, doctor, de llegar a seramigo de la casa, desde ya hace un año y medio, yespero que el asunto de que voy a tratar, no... Sedetuvo al ver que el doctor adelantaba la mano parainterrumpirle. Luego el doctor dijo:

—¿Se trata de Lucía?

—En efecto.

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—Me afecta hablar de ella en cualquierocasión, pero más cuando oigo hablar de mi hija enel tono que lo hacéis.

—Es el de mi ferviente admiración, de mihomenaje sincero y de profundo amor, doctor Ma-nette —contestó el joven.

Hubo un silencio, tras el cual el padre dijo:

—Lo creo. Os hago justicia y lo creo.

Era tan evidente su contrariedad, que Car-los Darnay vaciló en proseguir:

—¿Puedo continuar, señor?

—Sí, proseguid.

—Seguramente habéis adivinado lo quequiero decir, aunque no podéis imaginaros cuánprofundo es mi sentimiento. Querido doctor Manet-te, amo profundamente a vuestra hija, la amo contoda mi alma, desinteresadamente. La amo comomuy pocos han amado en el mundo. Y como vostambién habéis amado, dejad que por mí hable elamor que sentisteis.

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El doctor escuchaba con el rostro vuelto ylos ojos fijos en el suelo. Y al oír las últimas pala-bras, extendió apresuradamente la mano y exclamó:

—¡No! ¡No me habléis de eso! ¡No me lo re-cordéis!

Su exclamación expresaba tanto dolor, queDarnay se calló.

—Os ruego que me perdonéis —añadió eldoctor.— No dudo de que amáis a Lucía.

Volvió el sillón hacia el joven y sin mirarlo lepreguntó:

—¿Habéis hablado a mi hija de vuestroamor?

—No, señor.

—¿No le habéis escrito?

—Jamás. —Sería injusto no reconocer quevuestra delicadeza es motivada por la consideraciónque, me habéis tenido. Y por ello os doy las gracias.

Le ofreció la mano, aunque sus ojos no laacompañaron.

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—Sé —dijo Darnay respetuosamente —y nopuedo ignorarlo, pues os he visto un día tras otro,que entre vos, doctor Manette, y vuestra hija hay unafecto tan poco corriente, tan tierno y tan en armon-ía con las circunstancias en que se ha desarrollado,que difícilmente se hallaría otro caso igual. Sé, doc-tor, qué, confundido con el afecto y el deber de unahija que ha llegado a la edad de la mujer, existe ensu corazón todo el amor y la confianza hacía vos,propios tan sólo de la infancia. Sé que en su niñezno tuvo padres, y por eso está unida a vos con todala constancia y fervor de sus años presentes y laconfianza y amor de los días en que estuvisteisperdido para ella. Sé que si hubieseis sido devueltoa ella después de vuestra muerte, difícilmente tendr-íais a sus ojos un carácter más sagrado que el queahora tenéis para ella. Sé que cuando os abraza osrodean los brazos de la niña, de la joven y de lamujer a un tiempo. Sé que al amaros, ve y ama a sumadre cuando tenía su propia edad, y os ve y osama a mi edad; que ama a su madre cuyo corazónfue destrozado por el dolor, y que os ama en vues-tro espantoso destino y en vuestra bendita libera-ción. Todo esto lo sé, pues lo he estado viendonoche y día en vuestro hogar.

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El padre estaba silencioso, con la frente in-clinada. Su respiración era agitada, pero contuvotoda otra señal de la emoción que lo embargaba.

—Y como sé todo esto, querido doctor Ma-nette —añadió el joven, por eso me he contenidocuanto me ha sido posible. Comprendo que tratarde introducir mi amor entré el del padre y de la hijaes, tal vez, querer participar de algo superior a mí.Pero amo a vuestra hija, y el cielo me es testigo deque la adoro.

—Lo creo —contestó el padre tristemen-te.— Ya me lo figuraba. Lo creo.

—Pero no creáis —se apresuró a decir Dar-nay— que si la suerte me fuese tan favorable comopara poder hacer de vuestra hija mi esposa, tratara,ni por un momento, de establecer la más pequeñaseparación entre ella y vos, pues eso, además deser una acción baja, no podría, tal vez, lograrlo. Situviera, hubiera tenido o pudiera tener tal intentooculto en mi ánimo, no sería digno de tocar estamano.

Y diciendo estas palabras puso su manosobre la del doctor.

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— No, querido doctor Manette. Como vossoy un desterrado voluntario de Francia; como vos,he salido de mi patria a causa de sus desaciertos,de sus opresiones y de sus miserias; como vos vivode mi trabajo, esperando tiempos mejores. Sola-mente aspiro a la felicidad de compartir vuestrasuerte, vuestra vida y vuestro hogar, y a seros fielhasta la muerte. No para participar del privilegio deLucía de ser vuestra hija, vuestra compañera yvuestra amiga; sino para ayudarla y para unirla mása vos si ello fuese posible.

El padre miró al joven por vez primera des-de que éste hablaba. Evidentemente en su ánimohabía una lucha de ideas y de sentimientos.

—Habláis, mi querido Darnay con tanta ter-nura y con tanta entereza, que os doy las graciascon todo mi corazón y en recompensa voy a abrirosel mío. ¿Tenéis alguna razón para creer que Lucíaos ama?

—Ninguna todavía.

—¿El objeto de la confidencia que me hab-éis hecho es cercioraros de ello con mi consenti-miento?

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—No. Creo que el averiguarlo me costaráalgunas semanas.

—¿Deseáis que os aconseje y guíe?

—Nada pido, señor. Pero creo que podéishacerlo y no dudo de que lo haréis.

—¿Deseáis que yo os haga alguna prome-sa?

—Sí, señor.

—¿Cuál?

—Estoy persuadido de que sin vuestro auxi-lio no puedo esperar nada, pues aun cuando tuviesela inmensa dicha de que la señorita Manette guar-dase mi imagen en su puro corazón, no podría con-tinuar en él contra el amor de su padre.

—Siendo así, ya advertiréis lo que puedeocurrir en caso contrario.

—Me doy cuenta de que una palabra de supadre, en favor de un pretendiente, puede hacerque se incline la balanza hacia él. Por eso precisa-mente, doctor Manette —dijo Darnay con la mayorfirmeza,— no os pido que digáis esta palabra ni lopediría aunque de ello dependiese mi vida.

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—Estoy seguro de ello. Ya sabéis, Darnay,que de los amores profundos, así como de las dis-ensiones intensas surgen los misterios. Por eso mihija Lucía es para mí un misterio en ciertas cosas yno sé cuál pueda ser el estado de su corazón.

—¿Podéis decirme, señor, si…?

—¿Si la pretende alguien más? —dijo elpadre terminando la frase.

—Eso es lo que quería decir.

El padre hizo una pausa antes de contestar:

—Vos mismo habéis visto aquí al señorCarton. A veces también viene el señor Stryver. Entodo caso los posibles pretendientes a la mano demi hija son ellos dos.

—O los dos —contestó Darnay.

—No había pensado en ambos, y no me pa-rece probable. Pero deseabais una promesa de mí.Decidme cuál.

—La de que si la señorita Manette, en algu-na ocasión os hiciera, por su parte, alguna confi-dencia semejante a la mía, le deis testimonio de loque os he dicho, expresando que creéis en la since-

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ridad de mis palabras. Espero merecer de vos tanbuen concepto como para no hacer uso de vuestrainfluencia contra mí.

—Os lo prometo —contestó el doctor.—Creo que vuestro objeto es el que leal y honrada-mente habéis expuesto. Creo que vuestra intenciónes perpetuar y no debilitar los lazos que me unencon mi hija, que me es más querida que mi propiavida. Si me dijera algún día que sois necesario a sufelicidad, os la daría en seguida. Y sí hubiera... Dar-nay, si hubiera...

El joven le estrechaba la mano agradecido,y el doctor continuó:

—Si hubiera caprichos, razones, temores uotra cosa cualquiera, antigua o reciente, contra elhombre que mi hija amase, siempre que no fuese élpersonalmente responsable, todo lo daría al olvidopor amor a mi hija. Ella lo es todo para mí; más queel sufrimiento, más que el tormento, más que... Perodejemos eso.

El doctor hizo una pausa y luego añadió:

—Me he desviado de la cuestión sin darmecuenta. Me pareció que queríais decirme algo más.

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—Quería deciros que vuestra confianza enmí debe ser correspondida con la mía. Mi nombreactual, aunque ligeramente distinto que el que mecorresponde por mi madre, no es, como recordaréis,el mío verdadero. Voy a deciros cuál es y por quéestoy en Inglaterra.

—Callad —dijo el doctor.

—Deseo decíroslo, para merecer mejorvuestra confianza, pues me disgusta tener secretospara vos.

—Callad —repitió el doctor —Me lo diréiscuando os lo pregunte, pero no antes. Si Lucíaacepta vuestro amor, si corresponde a él, me lodiréis en la mañana de vuestra boda. Ahora idos yque Dios os bendiga.

Era ya de noche cuando Darnay salió de lacasa y transcurrió aún una hora antes del regresode Lucía. Esta fue directamente a ver a su padre,pues la señorita Pross se encaminó al piso superior,pero experimentó la mayor sorpresa al ver desocu-pado el sillón de su padre.

—¡Padre! —llamó.— ¡Padre mío!

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No recibió respuesta, pero llegaron a susoídos algunos martillazos procedentes del dormito-rio. La joven atravesó la habitación central y llegan-do ante la puerta del dormitorio miró y retrocedióasustada.

—¿Qué haré, Dios mío? ¿Qué haré?

Duró poco su incertidumbre, porque seacercó a la puerta, golpeó en la madera y llamósuavemente a su padre. Cesó el ruido en cuantoresonó su voz y salió su padre, que empezó a pa-sear por la estancia. Lucía paseaba con él. Aquellanoche Lucía saltó de la cama para ir a visitar a supadre. Vio que dormía profundamente y que la ban-queta de zapatero y las herramientas, así como eltrabajo a medio terminar estaban como siempre.

Capitulo XI.— Una conversación de amigos

—Sydney —dijo Stryver aquella misma no-che, o, mejor dicho, a la madrugada a su chacal—prepara otro ponche. Tengo que decirte algo.

Sydney había estado trabajando con ardordurante aquella noche y las anteriores para dejar

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limpia de papeles, antes de las vacaciones, la mesade Stryver. Dejó resueltos, por fin, todos los asuntosy ya estaba todo listo hasta que llegara noviembrecon sus nieblas atmosféricas y sus nieblas legales,y la ocasión de poner nuevamente el molino enmarcha.

Sydney no había dado muestras de sobrie-dad durante aquellas noches, y en la que nos ocupatuvo necesidad de utilizar mayor número de toallasmojadas para seguir trabajando, porque las prece-dió una cantidad extraordinaria de vino, y se hallabaen condición bastante deplorable cuando se quitódefinitivamente su turbante y lo echó a la jofaina enque lo humedeciera de vez en cuando durante lasseis últimas horas.

—¿Estás preparando el ponche? —preguntó el majestuoso Stryver con las manos apo-yadas en la cintura y mirando desde el sofá en don-de estaba echado.

—Sí.

—Pues fíjate, Voy a decirte una cosa que tesorprenderá y que tal vez te incline a conceptuarmemenos listo de lo que parezco. Me quiero casar.

—¿Tú?

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Y lo más; grande es que no por dinero.¿Qué me dices ahora?

—No tengo ganas de decir nada. ¿Quién esella?

—Adivínalo.

—¿La conozco?

—Adivínalo.

— No estoy de humor para adivinar nada alas cinco de la madrugada, cuando tengo la cabezaque parece una olla de grillos. Si quieres que meesfuerce en adivinar, convídame antes a cenar.

—Ya que no quieres esforzarte, te lo diré —contestó Stryver acomodándose —Aunque no tengoesperanzas de que me comprendas, Sydney, por-que eres un perro insensible.

—Tú, en cambio —exclamó Sydney ocupa-do en hacer el ponche, eres un espíritu sensible ypoético.

—¡Hombre! —exclamó Stryver riéndose.—No pretendo ser la esencia de la sensibilidad, perosoy bastante más delicado que tú.

—Eres más afortunado solamente.

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—No es eso. Quiero decir, más... más...

—Digamos galante —sugirió Carton.

—Bien. Digamos galante. Lo que quiero de-cir es que soy un hombre —contestó Stryver conto-neándose mientras su amigo hacía el ponche —queprocura ser agradable, que se toma algunas moles-tias para ser agradable, que sabe ser más agrada-ble que tú en compañía de una mujer.

— ¡Sigue! —le dijo Carton.

—Antes de pasar adelante —dijo Stryver,—he de decirte una cosa. Has estado en casa deldoctor Manette tantas veces como yo, o más talvez. Y siempre me ha avergonzado tu aspereza decarácter. Tus maneras han sido siempre las de unperro huraño y de mal genio, y, francamente, me heavergonzado de ti, Sydney.

—Pues para un hombre como tú, ha de re-sultar altamente beneficioso avergonzarse de vezen cuando, y por lo tanto deberías estarme agrade-cido.

—No lo tomes a broma —replicó Stryver.—No, Sydney. Es mi deber decirte, y te lo digo, a lacara por tu bien, que eres un hombre que no tiene

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condiciones para estar en sociedad. Eres un hom-bre desagradable.

Sydney se tomó un vaso del ponche queacababa de hacer y se echó a reír.

—¡Mírame! —exclamó Stryver pavoneándo-se. —Tengo menos necesidad de hacerme agrada-ble que tú, pues me hallo en una posición muchomás independiente. ¿Por qué, pues, me hago agra-dable?

—Nunca he visto que lo fueras —murmuróSydney.

—Lo hago por deber y porque lo siento.

—Mejor sería que prosiguieras con tu cuen-to acerca del matrimonio. Ya sabes que soy inco-rregible.

—No tienes bastantes asuntos para poderser incorregible —repuso malhumorado Stryver.

—Es verdad, no tengo asuntos que yo sepa—contestó Sydney.— ¿Y quién es la dama?

—No quisiera que la mención de su nombrete produjera disgusto, Sydney —dijo Stryver pre-parándose con exagerada cordialidad para pronun-

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ciar el nombre de la dama,— porque me consta queno sientes la mitad de lo que dices; pero si lo sintie-ras, todo sería igual porque no tiene importancia.Hago este ligero exordio porque una vez me hablas-te de esta dama en términos bastante ligeros.

—¿Yo?

—Sí, y precisamente en esta habitación.

Sydney Carton miró el ponche y a su amigo;luego bebió y volvió a mirarlo.

—Al hablar de esta dama dijiste que era unamuñeca de dorado cabello. Esta joven dama es laseñorita Manette. Si fueras hombre dotado de algu-na sensibilidad y delicadeza, ciertamente me habríaofendido la expresión que usaste, pero ya sé quecareces de todo eso. Por lo tanto, no me molesta,como no me molestaría la opinión de un hombreque juzgara un cuadro mío, si carecía de gustoartístico o que censurase una composición musicalmía si no tuviese oído.

Sydney Carton seguía bebiendo el poncheen grandes cantidades, pero sin dejar de mirar a suamigo.

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—Ahora ya lo sabes todo, Sydney —dijoStryver.— Nada me importa el dinero; se trata deuna muchacha encantadora y me he propuestodarme a mí mismo esta satisfacción.

Creo tener bastante dinero para proporcio-narme un placer. Ella tendrá en mí un hombre agra-dable, que prospera rápidamente y un hombre dealguna distinción; para ella soy un buen partido,aunque es merecedora de una fortuna. ¿Estásasombrado?

Carton que continuaba bebiendo ponche,contestó:

—¿Por qué?

—¿Apruebas mi idea?

—¿Por qué no he de aprobarla?

—Perfectamente —le dijo a su amigo —veoque tomas el asunto mejor de lo que me figuraba yque con respecto a mí eres menos mercenario de loque creía. Aunque ya sabes, porque te consta, quetu antiguo compañero es hombre de gran fuerza devoluntad. Sí, Sydney, estoy ya cansado de esta viday creo que debe de ser agradable para un hombretener un hogar, cuando se inclina a poseerlo; estoy

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persuadido de que la señorita Manette ocuparádignamente la posición que voy a ofrecerle y quesiempre será una buena compañera para mí. Así,pues, estoy decidido. Y ahora, Sydney, amigo mío,he de decirte algo acerca de tu situación y tu porve-nir. Llevas muy mal camino, ya lo sabes. Ignoras elvalor del dinero, llevas una vida desagradable y undía vas a tener un tropiezo serio y te hundirás en laenfermedad y en la miseria. Creo que harías bienbuscándote una enfermera.

El énfasis con que había pronunciado estaspalabras lo hicieron parecer de doble estatura ycuatro veces más ofensivo.

—Ahora déjame que te recomiende —prosiguió Stryver —examinar seriamente el asunto.Cásate. Búscate alguien que pueda cuidarte. No teimporte si no te gustan las mujeres, si no las entien-des o no tienes tacto para tratar con ellas. Buscauna mujer respetable, que tenga algunas propieda-des, algo así como una propietaria de casas o pa-trona de casa de huéspedes y cásate con ella paraevitarte futuras calamidades. Este es mi consejo. Yahora reflexiona sobre él, Sydney.

—Ya pensaré en eso —dijo Sydney.

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Capítulo XII.— El caballero delicado

Resuelto ya Stryver a ofrecer aquella fortu-na a la hija del doctor, decidió labrar su felicidadantes de salir de la ciudad para disfrutar de las va-caciones. Después de discutir el asunto mentalmen-te, llegó a la conclusión de que seria preferible llevara cabo los preliminares cuanto antes y que luegohabría tiempo más que sobrado para disponer laboda en Navidad.

No tenía ninguna duda de que tenía ganadoel pleito. Era un asunto claro, sin el menor puntodébil. Lo expuso ante el jurado, y como la partecontraria no tenía nada que alegar, ni siquiera seretiró el jurado a deliberar, de manera que se dictósentencia de acuerdo con lo solicitado por el señorStryver, C. J.

El señor Stryver inauguró sus vacacionesinvitando a la señorita Manette a llevarla a los jardi-nes de Vauxhall; habiendo sido rechazada la invita-ción, le ofreció ir a Ranelagh y como quiera quetampoco fue aceptada esta proposición, se resolvióa presentarse en Soho y allí declarar sus noblesaspiraciones.

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Así, pues, salió un día del Temple en direc-ción a Soho, animado por la alegría infantil que leproducían las vacaciones. Como quiera que en sucamino se encontró ante el Banco Tellson, y recor-dando que el señor Lorry era íntimo amigo de losManette, resolvió entrar en el Banco y revelar alseñor Lorry la felicidad que iba a descender sobreSoho. Abrió, pues, la puerta del establecimiento,descendió los dos escalones, pasó por delante delos dos viejos cajeros y se dirigió al despacho delseñor Lorry que se sentaba ante una mesa cargadade libros rayados, alumbrado por la luz que pasabapor la ventana enrejada.

—¡Hola! —exclamó el señor Stryver.—¿Cómo estáis?

Una de las peculiaridades de Stryver era lade parecer demasiado corpulento en todas partes,de manera que los dos viejos empleados lo miraroncon celo, como si estuviera empujando las paredes.

Contestó el señor Lorry apaciblemente y leestrechó la mano.

—¿Puedo serviros en algo? —añadió en to-no oficial.

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—¡Oh, no, gracias! Mi visita es puramenteparticular. Desearía hablaros de un asunto personal.

—¿De veras? —exclamó el señor Lorry.

—Estoy decidido —dijo el señor Stryverapoyando los brazos sobre la mesa,— estoy decidi-do a hacer una proposición de matrimonio a su en-cantadora amiguita, la señorita Manette.

—¡Caramba! —exclamó el señor Lorryfrotándose al mismo tiempo la barbilla y mirandocon desconfianza a su interlocutor.

—¿Qué queréis decir con eso? —exclamóStryver.

—¿Qué quiero decir? —contestó el señorLorry.— Nada que tenga importancia. Mi exclama-ción ha sido amistosa y puede significar lo que de-seéis. Pero, en realidad, ya sabéis, señor Stry-ver...— y movió la cabeza de extraño modo, sinatreverse a terminar la frase.

—¡Si os entiendo que me ahorquen! —exclamó Stryver dando un golpe en la mesa con sumano.

El señor Lorry se ajustó bien la peluca y seentretuvo en morder el extremo de una pluma.

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—¿Creéis, acaso, que... no soy elegible?—preguntó Stryver mirándolo con fijeza.

—¡Oh, sí! ¡Ya lo creo!

—¿No soy buen partido?

—No hay duda.

—Entonces, ¿qué demonio queréis decir?

—Pues... yo... ¿Adónde ibais ahora? —preguntó el señor Lorry.

—Directamente allí —contestó Stryver dan-do un puñetazo en la mesa.

—Si yo estuviese en vuestro lugar no lo har-ía.

—¿Por qué? —preguntó Stryver.— Y osadvierto que voy a acorralaros. Sois hombre denegocios y como tal estáis obligado a no hablar conligereza. Decidme, pues, qué razón os mueve adecirme eso.

—Porque yo no daría semejante paso sinsaber positivamente que iba a lograr el éxito.

—¡Vaya una razón! –exclamó el abogado,en tanto que el señor Lorry lo miraba atentamen-

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te.— ¡Que un hombre de negocios como vos, unhombre de edad y de experiencia que ocupa un altocargo en un Banco, se atreva a decir que no tengoprobabilidades de éxito, cuando él mismo ha reco-nocido la existencia de tres razones, cada una delas cuales basta para asegurarlo! ¡Y es capaz dedecirlo con la cabeza sobre sus hombros! —exclamó Stryver como si hubiera sido más naturalque lo dijera desprovisto de la cabeza.

—Cuando hablo del éxito, me refería al quepodéis lograr con la señorita Manette; y al tratar delas causas y razones que hacen probable este éxito,me refiero a las que pueden influir sobre la señoritaManette. Hay que tener en cuenta a la señorita. A laseñorita ante todo.

—Con lo cual me dais a entender que, envuestra opinión, la señorita no es más que una ton-ta.

—No es así. Lo que quiero deciros —añadióel anciano ruborizándose —que no consentiré anadie que pronuncie una palabra irrespetuosa con-tra esa señorita, y que si existiera un hombre tangrosero, tan mal educado y de tan mal genio que nopudiera contenerse y hablara con poco respeto de

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esta señorita en mi presencia, ni siquiera Tellsonseria capaz de impedir que yo le diera una lección.

La necesidad de hablar en voz baja, a pesarde su cólera, había puesto las venas del señor Stry-ver en estado peligroso, y no era mejor el de lasvenas del señor Lorry al pronunciar las últimas pa-labras.

—Esto es lo que debo deciros, señor —exclamó el señor Lorry,— y os ruego que lo tengáisen cuenta.

Stryver estaba chupando el extremo de unaregla y luego se golpeó los dientes con ella. Por fininterrumpió el silencio, diciendo:

—Esto que me decís es nuevo para mí, se-ñor Lorry. ¿De manera que me aconsejáis delibera-damente que no vaya a Soho y ofrezca en personami mano?

—¿Me pedís consejo, señor Stryver?

—Sí, señor.

—Perfectamente. Pues ya os lo he dado yvos mismo lo acabáis de repetir correctamente.

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—Y yo os contesto —exclamó Stryver rién-dose forzadamente —que eso es una ridiculez quesobrepasa a todas las que oí en mi vida.

—Ahora escuchadme —añadió el señor Lo-rry. —Como hombre de negocios nada puedo deciracerca del asunto, porque en tal carácter, nada sé.Pero como antiguo amigo que ha llevado en susbrazos a la señorita Manette, que goza de la con-fianza de ella y de su padre y que tiene un grandeafecto por ambos, puedo hablar. ¿Creéis que estoyequivocado?

—No sé —contestó Stryver; —suponía quehabía sentido común en cierta casa; pero, segúnparece, allí están algo chiflados. Podría ser, pues,que tuvierais razón, aunque, a decir verdad, no losospechaba.

—Lo que antes os dije no pasa de ser miopinión personal —dijo el señor Lorry enrojeciendode nuevo —pero no permitiré que nadie emita pala-bras ofensivas para mis amigos, ni aún en estasoficinas.

—Perdonadme —dijo Stryver.

—Queda todo olvidado. Gracias. Iba a deci-ros, señor Stryver, que sería muy desagradable

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para vos ver que os habíais equivocado, y para elmismo doctor sería penoso verse obligado a serexplícito con vos, sin contar el rato desagradableque daríais a la señorita Manette si tuviera que con-testaros negativamente. Ya conocéis los términosen que tengo el honor y la dicha de ser contadoentre los amigos de la familia. Si os place, pues, sinel carácter de representante vuestro y sin mezclarosen nada, puedo hacer algunas observaciones queconfirmen o rectifiquen mi juicio. Si el resultado noes agradable para vos, siempre os queda el recursode juzgar por vos mismo, y si, por el contrario, misobservaciones están de acuerdo con vuestros de-seos, habremos logrado evitar posibles situacionesdesagradables para ambas partes. ¿Qué os pare-ce?

—¿Cuánto tardaréis en averiguarlo?

—Es cuestión de pocas horas. Esta nocheiré a Soho y luego os haré una visita en vuestracasa.

—Pues estamos de acuerdo —contestóStryver.— Esperaré hasta la noche.

El señor Stryver salió del Banco tan aprisaque creó una corriente de aire difícil de resistir para

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los dos débiles empleados, entre los cuales tuvoque pasar. El abogado era lo bastante listo paradarse cuenta de que el banquero no se habría atre-vido a expresar hasta tal punto su opinión adversa,si no hubiese tenido más que presunciones, y aun-que estaba mal preparado para tragarse aquellapíldora, comprendió que no tenía otro remedio queresignarse y se la tragó, aunque resuelto a conducirel asunto de tal manera que el ridículo fuese a caersobre la parte contraria.

De acuerdo con ello, cuando aquella noche,a las diez, el señor Lorry llegó a su casa, encontróal abogado rodeado de papeles y de libros y al pa-recer sin recordar casi el asunto que por la mañanale llevara a su despacho. Y hasta llegó al extremode demostrar sorpresa al ver al señor Lorry, como sisus preocupaciones hubiesen borrado el asunto desu mente.

—Pues bien —dijo el bondadoso emisariodespués de largos esfuerzos por traer a Stryver ahablar del asunto. —He estado en Soho.

—¿En Soho? —repitió fríamente el aboga-do.— ¿Querréis creer que ya no me acordaba deeso?

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—Y no tengo duda alguna —añadió el señorLorry— de que estuve acertado esta mañana alhablaros como lo hice. Se ha confirmado mi opinióny os reitero mi consejo.

—Os aseguro —replicó Stryver con amisto-so acento— que lo siento mucho por vos y tambiénpor el pobre padre. Comprendo que eso ha dehaberle causado disgusto, y por consiguiente, serámucho mejor que no hablemos de ello.

—No os entiendo —exclamó el señor Lorry.

—No me atrevo a decir lo contrario, pero noimporta, no importa.

—Al contrario —replicó el señor Lorry.

—No, os aseguro que no. Suponiendo quehabía sentido común donde no existe y una ambi-ción laudable donde no la hay, he salido de mi errory no se ha perjudicado nadie. No es la primera vezque las mujeres jóvenes cometen esas tonterías yluego se arrepienten amargamente de ellas al versehundidas en la pobreza. Mirando el asunto sin elmenor egoísmo, siento que la cosa no haya pasadoadelante, aunque desde el punto de vista mundanohabría sido para mí un negocio desastroso; ahora,consultando mi egoísmo, me alegro de que haya

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fracasado, porque para mí habría sido un negociofrancamente malo, y es evidente que yo no habríaganado nada con ello. Pero, en fin, no hay perjuiciopara nadie. No he ofrecido mi mano a esa señorita,y, entre nosotros, tengo casi la seguridad de que nohabría llegado mi sacrificio hasta ese punto. No esposible, señor Lorry, corregir las frivolidades y locu-ras de esas cabezas huecas, y si os lo proponéisquedaréis arrepentido. Pero ahora no hablemosmás de ello. Ya os he dicho que lo siento por losdemás, pero me alegro por lo que a mí se refiere.Os estoy altamente reconocido por el consejo queme disteis; conocéis mejor que yo a esa señorita;teníais razón y no debía de haber cometido esatontería.

El señor Lorry estaba estupefacto y mirabaasombrado a Stryver, que lo conducía hacia la puer-ta como si estuviera animado por la mayor genero-sidad, nobleza y buenos sentimientos.

—Creedme, señor Lorry. No os preocupéismás por este asunto. Os doy las gracias por todo.Buenas noches.

Y el señor Lorry se vio en la calle antes deque se diera cuenta de ello, en tanto que Stryver sedejaba caer en su sofá mirando al techo.

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Capítulo XIII.— Un sujeto nada delicado

Si Sydney Carton brilló en alguna ocasión oen alguna parte, seguramente no fue en casa deldoctor Manette. Durante un año entero visitó la casacon frecuencia, pero siempre parecía pensativo ytriste. Cuando se lo proponía hablaba bien, pero suindiferencia por todo lo rodeaba de una nube queraras veces atravesaba la luz de su inteligencia.

Sin embargo, sentía atractivo especial porlas calles que rodeaban la casa y hasta por las pie-dras de la calle, y muchas noches, cuando el vinono había conseguido alegrarle, se iba a rondar porella y a veces lo sorprendía la aurora y hasta losprimeros rayos del sol dando vueltas por aquel lu-gar. Ultimamente su abandonado lecho lo echabade menos con mayor frecuencia, y en algunas oca-siones, después de tenderse en él, se levantaba alos pocos minutos y se iba a rondar por las cercan-ías de Soho.

Un día, en agosto, después que Stryver no-tificó a su chacal que lo había pensado mejor y queya no se casaba, Sydney andaba rondando el lugar,cuando, de pronto, se sintió animado por una reso-

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lución y se encaminó en línea recta a la casa deldoctor.

Subió la escalera y encontró a Lucía ocupa-da en sus quehaceres. La joven nunca se habíasentido a gusto en compañía de Carton y por consi-guiente lo recibió con cierto embarazo, pero él sesentó a la mesa, cerca de ella. La joven miró el ros-tro de Carton después de cambiar algunas palabrassin importancia y observó que en él había un grancambio.

—Me temo que no andéis bien de salud,señor Carton —dijo.

—No. La vida que llevo, señorita Manette,no es la más apropiada para gozar de buena salud.Pero, ¿qué se puede esperar de los libertinos?

—¿Y no es una lástima, os ruego que meperdonéis, no llevar una vida mejor?

—¡Dios sabe que es una vergüenza!

—¿Por qué, pues, no cambiáis de modo devivir?

La joven lo miró afectuosamente y se sor-prendió y entristeció al ver que los ojos de Carton

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estaban mojados de lágrimas. Y con insegura vozcontestó:

—Ya es demasiado tarde. No puedo sermejor de lo que soy. Por el contrario, me hundirémás y seré aún peor.

Carton apoyó un codo en la mesa y la ca-beza en la mano y luego dijo:

—Os ruego que me perdonéis, señorita Ma-nette. Me conmoví antes de deciros lo que deseo.¿Queréis escucharme?

—Estoy dispuesta a hacer cualquier cosabeneficiosa para vos y si consiguiera haceros másfeliz sentiría una grande alegría.

—¡Dios os bendiga por vuestra dulce com-pasión!

Descubrió el rostro y empezó a hablar conmayor firmeza:

—No temáis escucharme ni os molestenmis palabras, cualesquiera que sean. Soy como unhombre que hubiese muerto muy joven. Toda mivida ha sido un fracaso.

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—No, señor Carton. Estoy segura de queaun podría desarrollarse lo mejor de ella. Estoysegura de que podríais ser mucho más digno de vosmismo.

—Decid digno de vos, señorita Manette, yaunque estoy seguro de lo contrario, nunca olvidarévuestras bondadosas palabras.

La joven estaba pálida y temblorosa y élprosiguió diciendo:

—Si hubiera sido posible, señorita Manette,que correspondierais al amor del hombre que tenéisdelante —de este hombre degradado, fracasado,borracho y completamente inútil,— él se diera cuen-ta de que, a pesar de su felicidad, no os habría aca-rreado más que la miseria, la tristeza y el arrepenti-miento, pues os habría hecho desgraciada y osarrastrara en su caída. Sé perfectamente que vues-tro corazón no puede sentir ternura alguna hacia míy no solamente no la pido, sino que doy gracias alcielo de que eso no sea.

—¿No podría salvaros a pesar de eso, se-ñor Carton? ¿No podría hacer que os inclinarais aseguir un camino mejor? ¿No puedo recompensar

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así vuestra confianza? —dijo ella después de algu-na vacilación y muy conmovida.

Él meneó negativamente la cabeza.

—No es posible. Si os dignáis escucharmetodavía, veréis que eso sería imposible. Solamentedeseo deciros que habéis sido el último sueño de mialma. Aun en mi degradación, vuestra imagen y lade vuestro padre, así como este hogar, han desper-tado en mí sentimientos que creía desaparecidos.Desde que os conocí, me turba el remordimientoque no creí ya vivo y he oído voces, que creía silen-ciosas, que me incitan a recobrar el ánimo. He teni-do ideas vagas de volver a esforzarme, de empezarde nuevo la vida, de arrojar de mí la pereza y lasensualidad y volver a la abandonada lucha. Perotodo eso no es más que un sueño, que no conducea nada y que deja al dormido donde estaba, aunquedeseo deciros que estos sueños los inspirasteis vos.

—¿Y no queda nada de ellos? ¡Oh, señorCarton, pensad nuevamente en todo eso! ¡Probadlootra vez!

—No, señorita Manette, me conozco bien ysé que no merezco nada. Pero todavía siento ladebilidad de desear que sepáis con qué fuerza en-

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cendisteis en mí algunas chispas a pesar de no seryo más que ceniza, chispas que se convirtieron enfuego, aunque a nada conduce, pues arde inútil-mente.

—Ya que tengo la desdicha de haberoshecho más desgraciado de lo que erais antes deconocerme...

—No digáis eso, señorita Manette, porquede ser posible, únicamente vos podríais haberhecho el milagro. No sois la causa de que mi des-gracia sea mayor.

—Ya que he sido la causa del estado actualde vuestra mente, ¿no podría usar de mi influenciaen vuestro favor? ¿No tendré para con vos la facul-tad de haceros algún bien, señor Carton?

—Lo mejor que puedo hacer ahora, señoritaManette, he venido a hacerlo aquí. Dejad que en midesordenada y extraviada vida me lleve el recuerdode que vos hayáis sido la última persona del mundoa quien he abierto mi corazón y de que en él hayatodavía algo que podáis deplorar y compadecer.

—Aunque sigo creyendo, con toda mi alma,que sois capaz de mejores cosas.

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—Es inútil, señorita Manette. Me he proba-do a mí mismo y me conozco mejor. Sé que osapeno y por eso voy a terminar. ¿Queréis prome-terme que cuando recuerde este día pueda estarseguro de que la última confidencia de mi vida re-posa en vuestro puro e inocente pecho, y que estáahí solo y no será compartido por nadie?

—Si esto ha de serviros de consuelo, os loprometo.

—¿No lo daréis a conocer ni a la personamás querida para vos y a quien habéis de conocertodavía?

—Señor Carton —contestó la joven emo-cionada,— este secreto es vuestro y no mío y osprometo respetarlo.

—Gracias, Dios os bendiga.

Llevó a sus labios las manos de la joven yse dirigió hacia la puerta.

—No tengáis ningún temor, señorita Manet-te, de que jamás haga alusión a esta conversación,ni siquiera con una palabra. Nunca más me referiréa ella y si estuviera ya muerto no podríais estar mássegura de ello. Y en la hora de mi muerte conser-

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varé como recuerdo sagrado, recuerdo que bende-ciré con toda mi alma, el de que mi última confesiónfue hecha a vos y que mi nombre, mis faltas y mismiserias quedan guardados en vuestro corazón. ¡YDios quiera que seáis feliz de otra manera!

Era entonces Carton tan distinto de lo quehabía parecido siempre, y tan triste pensar lo muchoque podía haber sido y cuantas excelentes cualida-des había malgastado y malgastaba aún, que LucíaManette se puso a llorar por él mientras Carton lamiraba.

—Consolaos —dijo él; —no merezco vues-tra compasión. Dentro de una o dos horas los maloscompañeros y los perniciosos hábitos que desprecioharán nuevamente presa en mí y me harán todavíamenos digno de esas puras lágrimas. Pero en miinterior seré siempre para vos lo que soy ahora.Prometedme que creeréis eso de mí.

—Os lo prometo.

—He de pediros el último favor. Por vos ypor los que os sean caros, sería capaz de hacercualquier cosa. Si mi vida fuese mejor y en ellahubiese alguna capacidad de sacrificio, me sacrifi-caría con gusto por vos o por los que os fueran que-

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ridos. Tiempo vendrá, y no ha de tardar mucho, enque os sujetarán a este hogar, que tanto queréis,otros lazos más fuertes y más tiernos, y entonces,señorita Manette, cuando veáis las felices miradasde un padre fijas en vuestros ojos o que vuestrabelleza renace más brillante a vuestros pies, pensaden que hay un hombre que daría su vida para con-servar la de un ser que os fuese querido.

Dijo “adiós” y “Dios os bendiga” y salió de laestancia.

Capítulo XIV.—El honrado menestral

Todos los días se ofrecían a las miradas delseñor Jeremías Roedor y su feo hijo numerosos yvariados objetos en la calle Fleet, mientras el padreestaba sentado en su taburete. Con una paja en laboca el señor Jeremías observaba la corrientehumana que iba en dos direcciones, con la espe-ranza de que se presentara la ocasión de realizaralgún negocio, pues una parte de los ingresos delseñor Jeremías la ganaba sirviendo de piloto a al-gunas tímidas mujeres, muchas de ellas en la se-gunda mitad de su vida, para atravesar la calle de

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una parte a otra. Mas a pesar de que aquellas rela-ciones habían de ser forzosamente de breve dura-ción, nunca el señor Roedor dejaba de expresar suardiente deseo de tener el honor de beber a la saludde la mujer que acompañaba. Y los regalos querecibía con motivo de este benévolo propósito,constituían una parte de sus ingresos, como ya seha dicho.

Estaba un día el señor Roedor en uno delos momentos más desagradables, pues apenaspasaban mujeres y sus negocios tomaban tan malcariz, que llegó a sospechar que su esposa estuvie-ra rezando contra él, según tenía por costumbre,cuando le llamó la atención numeroso gentío queseguía por la calle Fleet hacia el oeste. Mirando enaquella dirección el señor Roedor se dio cuenta deque era la comitiva de un entierro y que, al parecer,los ánimos estaban excitados contra él, pues seoían numerosas protestas.

—Un entierro, pequeño —dijo a su retoño.

—¡Viva! —exclamó el joven Roedor.

El muchacho dio a este “viva” un significadomisterioso, pero ello sentó tan mal al autor de susdías, que dio a su hijo un papirotazo en la oreja.

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—¿Qué es eso? —exclamó el padre.—¿Por qué das un viva? ¡Que no vuelva a oírte, por-que, de lo contrario, nos veremos las caras!

—No hice nada malo —protestó el jovenRoedor frotándose la mejilla.

—Mejor es que te calles. Súbete al taburetey mira.

Obedeció el hijo mientras se acercaba lamultitud silbando y gritando en torno de un malataúd en un coche fúnebre bastante destartalado, yal que seguía un solo plañidor vestido con el trajedel oficio, nada nuevo, que se consideraba indis-pensable para la dignidad de su posición. De todosmodos esta posición no parecía agradarle, en vistade que la multitud lo rodeaba gritando, burlándosede él, haciéndole muecas y exclamando a cadamomento: “¡Espías! ¡Mueran los espías!” y otroscumplidos por el estilo, aunque imposibles de repe-tir.

Los entierros habían tenido siempre espe-cial atractivo para el señor Roedor, quien parecíaexcitarse cuando una de las fúnebres comitivaspasaba ante el Banco Tellson. Y como es natural unentierro con tan extraño acompañamiento como

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aquél, despertó aún más su interés y preguntó alprimer hombre que pasó por su lado:

—¿Qué ocurre?

—No lo sé —le contestó el interpelado.—¡Espías! ¡Mueran los espías!

En vista de que no le habían contestado loque deseaba, el señor Roedor preguntó a otro hom-bre quién era el muerto.

—Lo ignoro —contestó éste. Y en seguidase llevó las manos a la boca a guisa de bocina ygritando con el mayor entusiasmo: —¡Espías! ¡Mue-ran los espías!

Por fin pasó una persona mejor informadaacerca del caso y por ella el señor Roedor averiguóque el entierro era el de un tal Roger Cly.

—¿Era un espía? —preguntó el señor Roe-dor.

—Sí, de Old Bailey —le contestó su infor-mador.— ¡Espías! ¡Mueran los espías de Old Bai-ley!

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—Sí, es verdad —exclamó el señor Roedorrecordando el juicio a que asistiera.— Lo vi una vez.¿Ha muerto?

—No puede estar más muerto. ¡Sacadlo deahí! ¡Fuera los espías! ¡Que lo saquen del coche!

La idea fue tan del gusto de la multitud, quese encariñó inmediatamente con ella y ante todo sededicó a interrumpir la marcha del vehículo. Seapoderaron del plañidor, pero éste anduvo tan listo,que se deslizó de entre las manos que lo sujetabany huyó por una calleja cercana, aunque no sinabandonar en el camino el sombrero, con su gasafúnebre, el manto, el pañuelo blanco y otras lágri-mas simbólicas.

Estos trofeos fueron inmediatamente des-trozados por la muchedumbre, en tanto que lostenderos cerraban a toda prisa las puertas de susestablecimientos, porque en aquellos tiempos lamultitud no se paraba en barras y era de temer. Sedisponía ya a sacar el féretro del coche, cuando otrogenio expuso la idea de dejarlo allí como estaba yconducirlo a su destino entre el regocijo general.Los consejos oportunos eran muy necesarios y éstefue admirablemente acogido. Enseguida montaronocho individuos en el coche y entre ellos se hallaba

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el señor Roedor que con la mayor modestia escond-ía su cabeza para no ser observado desde el Ban-co.

Los empleados de la funeraria protestaroncontra aquella modificación en las ceremonias, perocomo el río se hallaba a muy poca distancia y algu-nas voces estaban ya haciendo observacionesacerca de la eficacia de un baño frío para ahogarciertas protestas, aquéllos no persistieron en ellas.Reanudó la marcha el modificado cortejo, conducidopor un deshollinador, asesorado por un cochero deprofesión y ayudado por un pastelero. Pero se juzgótambién muy apropiado que figurase en la comitivaun húngaro con su oso, tipo muy popular en aque-llos tiempos, y el pobre oso que era negro y flaco,armonizaba perfectamente con la procesión en quetomaba parte.

Así, bebiendo cerveza, fumando, gritando yburlándose de todas maneras, prosiguió la marchaaquella procesión desordenada, reclutando másgente a medida que avanzaba y haciendo cerrartodas las tiendas que hallaba al paso. Su destinoera la iglesia de San Pancracio, situada en plenocampo y allí llegó la comitiva a su debido tiempo. Sehizo el enterramiento en el cementerio, aunque ro-

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deando la ceremonia de prácticas completamentecaprichosas, con la mayor satisfacción del numero-so cortejo.

Una vez enterrado el cadáver de Roger Cly,la muchedumbre se vio en la necesidad de buscaralguna otra distracción. Uno propuso la idea deacusar a los transeúntes de espías de Old Bailey yvengarse en ellos. Se dio, pues, caza a una veinte-na de personas inofensivas que nunca se habíanacercado siquiera a Old Bailey, y se las hizo objetode insultos y malos tratos. Luego, la transición deempezar a romper vidrios de las ventanas y saquearlas tiendas fue naturalísima. Por fin, tras algunashoras, cuando ya se habían saqueado algunas ca-sas de campo y destruido numerosas verjas dehierro que proporcionaron armas a los ánimos másexaltados, empezó a circular el rumor de que veníanlos guardias; entonces la multitud empezó a disol-verse aunque tal vez los guardias no pensaran si-quiera en acercarse a aquel lugar.

El señor Roedor no tomó parte en las diver-siones finales, sino que se quedó en el cementeriohablando con los empleados de la funeraria. Aquellugar tenía cierto encanto melancólico para él. Seprocuró una pipa de una taberna vecina, y mientras

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fumaba se quedó mirando la verja y haciendo algu-nas consideraciones.

—Jeremías —se dijo,— aquel día viste contus ojos a ese pobre Roger Cly. Era un hombre jo-ven, robusto, y ahora...

Después de fumar la pipa y de reflexionarun poco más, se volvió para estar de regreso alBanco antes de la hora de cerrar. Y ya fuese porquelo hubiesen conmovido mucho sus meditacionesacerca de la muerte, porque su salud no anduviesebien o porque deseara dispensar un honor a suconsejero médico, lo cierto es que fue a visitar a undistinguido cirujano en su camino de regreso.

El joven Jeremías substituyó a su padre du-rante su ausencia, y al verlo se dio cuenta de queno había tenido nada que hacer. Cerró el Banco suspuertas, salieron los viejos dependientes, se esta-bleció la acostumbrada guardia y el señor Roedor ysu hijo se dirigieron a su casa a tomar el té.

—Ahora te prevengo —dijo a su mujer alentrar— de que si yo, como honrado menestral,estoy de malas esta noche, será porque habrásestado rezando contra mí y a mi regreso te arre-

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glaré las cuentas, lo mismo que si te hubiera estadoviendo.

La pobre señora Roedor meneó la cabeza.

—¿Te atreves a hacerlo en mi cara? —exclamó el señor Roedor con indicios manifiestosde cólera.

—No digo nada.

—Pues no pienses tampoco. El mismo malpuedes hacerme hablando como pensando. Crée-me, vale más que dejes de hacer una cosa y otra.

—Está bien, Jeremías.

Esta expresión de conformidad a sus órde-nes no calmó al señor Roedor, el cual, refunfuñan-do, tomó un poco de pan y manteca.

—¿Sales esta noche? —preguntó la pobremujer.

—Sí.

—¿Puedo ir contigo, padre? —preguntó elchico.

—No, no puede ser. Voy, como sabe tu ma-dre... a... a pescar. Eso es. Voy a pescar.

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—Y la caña debe estar oxidada, ¿verdad,padre?

—No te importa.

—¿Traerás pescado, padre?

—Si no traigo, mañana tendrás poco quecomer —contestó el padre meneando la cabeza— Yno preguntes más. No saldré hasta que te hayasacostado.

Durante el resto de la velada el señor Roe-dor se ocupó en vigilar a su mujer y en hablar conella para evitar que pudiera meditar siquiera algunasoraciones en su perjuicio. Pero no cesaba, en susquejas contra su mujer, haciéndola responsable decuanto malo le ocurría y acusándola de que, por sucausa, estaba tan delgado el joven Jeremías.

Por fin el padre mandó a éste que se acos-tara y después de hacerse repetir la orden, obede-ció. El señor Jeremías pasó las primeras horas de lanoche fumando algunas pipas y no salió hasta launa de la madrugada. A tal hora se levantó, sacóuna llave del bolsillo y abrió un armario del que ex-trajo un saco, una barra de hierro de tamaño conve-niente, una cuerda y una cadena, así como otrosavíos de pesca parecidos. Dispuso hábilmente es-

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tos objetos, dirigió una mirada desconfiada hacia sumujer y salió.

El joven Jeremías, que había estado fin-giendo que dormía, no tardó en salir tras de su pa-dre, al que siguió al amparo de la obscuridad. Impe-lido por la noble ambición de estudiar el arte de lapesca, echó a andar siguiendo a su padre, el cualse alejó rápidamente hacia el norte. Al poco rato sele reunió otro discípulo de Isaac Walton, y los dosprosiguieron su camino.

Al cabo de media hora de marcha habíandejado atrás las luces de la ciudad y se hallaban enun camino solitario. Allí encontraron a otro pescadory se les reunió tan silenciosamente que si Jeremíasel chico hubiera sido supersticioso, más le habríaparecido que el segundo personaje se había dividi-do en dos.

Continuaron la marcha los tres hombres,seguidos por el joven Jeremías, hasta llegar a untalud que se elevaba a un lado del camino. Sobre loalto del talud había una pared de ladrillo, coronadapor una verja de hierro. Los tres hombres se desli-zaron cautelosamente y subieron lo necesario parasituarse al pie de la pared de ladrillo, y entonces elmuchacho pudo ver que su padre se encaramaba

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para saltar la verja, ejercicio en el cual lo siguieronsus dos compañeros. Luego se quedaron acurruca-dos en el suelo, como escuchando y a los pocosinstantes prosiguieron su camino andando sobre lasmanos y las rodillas.

Llegó el turno al muchacho para escalar laverja. Lo hizo con el corazón palpitante, y una vezdentro del recinto vio que los tres hombres avanza-ban arrastrándose por entre la hierba y las losassepulcrales. Las cruces blancas semejaban fantas-mas y la torre de la iglesia parecía el fantasma deun gigante monstruoso. No anduvieron mucho lostres hombres, pues a poco se detuvieron y empezóla pesca. Al principio empezaron a pescar con unaazada. Luego el señor Roedor se dedicó a prepararun instrumento semejante a un enorme sacacorchosy los tres hombres trabajaban afanosamente conaquellas extrañas herramientas. De pronto resona-ron las lentas campanadas del reloj de la iglesia yaquel ruido aterrorizó tanto a Jeremías el chico, quehuyó con el cabello erizado como el de su padre.

Pero la curiosidad que sentía no solamentele hizo cesar en su fuga, sino que lo indujo a volver.Los tres hombres seguían pescando con la mayorperseverancia. Por fin pareció haber picado algún

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pez. Se oyó el ruido quejumbroso de algo y los tresse inclinaron y hacían esfuerzos como agobiadospor gran peso que, finalmente, dejaron sobre elsuelo. El joven Jeremías sabía bien lo que eraaquello, mas al ver que su venerado padre se incli-naba para abrirlo, se horrorizó tanto, que echó acorrer sin detenerse, esta vez hasta que se halló auna o dos millas de distancia.

No se habría detenido si no fuera por la ne-cesidad que tenía de recobrar el aliento, pues de-seaba terminar cuanto antes con la pesadilla que loagobiaba. Le parecía que lo perseguía el ataúd queviera y al correr le parecía que a cada momentoestaba a punto de apoderarse de él. Y lo acosabade tal manera, se le echaba delante para hacerlocaer o lo cogía por el brazo con tal fuerza, quecuando el muchacho llegó a su casa estaba mediomuerto de miedo. Y ni aun entonces lo dejó el mal-dito ataúd, sino que subió la escalera, se metió en lacama con él y se echó sobre su pecho cuando elpobre muchacho se quedó dormido.

De su agitado sueño, el joven Jeremías fuedespertado al salir el sol por su padre que estaba enla casa. Evidentemente algo malo le había ocurrido,pues el muchacho vio que su padre agarraba a su

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madre por las orejas y la sacudía contra la cabecerade la cama.

—¡Te dije que te acordarías! —exclamabael padre.— ¡Y ahora vas a verlo!

—¡Jeremías! ¡Jeremías! —imploraba la po-bre mujer.

—Te empeñas en estropearme los negocios—dijo— y yo y mis socios lo pagamos. Tu obliga-ción era obedecerme. ¿Por qué no lo has hecho?

—¡Hago todo lo que puedo por ser unabuena mujer! —gemía la infeliz entre lágrimas.

—¿Acaso es ser buena mujer oponerse alos negocios del marido? ¿Es honrar al marido opo-nerse constantemente a sus negocios?

—¡No deberías dedicarte a negocios tanhorribles, Jeremías!

—No es de tu incumbencia decirme lo quedebo hacer o lo que dejo de hacer. La mujer honra-da deja que su marido se desenvuelva como quiera.¿Y tienes el valor de llamarte una mujer piadosa?¡Mejor preferiría una que no creyera en nada!

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Prosiguió el altercado en voz baja y terminócuando el honrado menestral se quitó sus botasllenas de barro y se tendió en el suelo, con las ma-nos cruzadas debajo de la cabeza a guisa de almo-hada.

No hubo pescado para el almuerzo, que fuemuy escaso. El señor Roedor estaba de un humorde perros y se puso al alcance de la mano una ta-padera de hierro para tirársela por la cabeza a sumujer a la menor sospecha de que se dispusiera arezar una oración.

Por fin se cepilló el traje y se lavó y acom-pañado de su hijo se marchó a cumplir sus deberes.

El muchacho, que andaba al lado de su pa-dre, con el taburete bajo el brazo, era muy distintode cuando, la noche anterior, iba tras los tres pes-cadores. Ya no tenía tanto miedo y sus terrores sehabían disipado con la noche.

—Padre —le dijo alejándose un poco e in-terponiendo el taburete para mayor precaución,—¿qué es un desenterrador?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —contestóel señor Roedor.

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—Creí que lo sabías todo, padre.

—Pues bien, es —contestó después de qui-tarse el sombrero para dejar libres por un momentolas púas de sus cabellos— es un menestral.

—¿Y en qué comercia, padre?

—Los artículos que vende —dijo el padredespués de ligera reflexión— son de naturalezacientífica.

—¿Cadáveres humanos, verdad?

—Creo que es algo de eso.

—¡Oh, padre! ¡Cuánto me gustaría ser des-enterrador cuando tenga más años!

El señor Roedor se sintió complacido, peromeneó la cabeza y dijo:

—Eso depende de cómo desarrolles tu ta-lento. Procura desarrollar tu talento y no ser habla-dor. Ahora no puede decirse todavía para qué cosallegarás a servir.

Y mientras el joven Jeremías dejaba el ta-burete ante la puerta del Banco y a la sombra delTribunal, el señor Roedor se decía:

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—Jeremías, honrado menestral, puedesabrigar la esperanza de que ese muchacho seráuna bendición para ti y una compensación por lamujer que tienes.

Capítulo XV.— Haciendo calceta

Aquella mañana, temprano, hubo más pa-rroquianos que de costumbre en la taberna del se-ñor Defarge. A las seis de la mañana los rostrospálidos de los que miraban a través de las rejas delas ventanas, pudieron ver dentro otros rostros incli-nados sobre los vasos de vino. Usualmente el señorDefarge vendía el vino aguado, pero aquella maña-na, además de tener mayor cantidad de agua quede costumbre, el vino era agrio, o parecía tener lapropiedad de agriar el humor de los madrugadores.Ninguna llama alegre y báquica parecía surgir delas prensadas uvas del señor Defarge, sino queentre las heces parecía estar escondido un fuego debrasas que ardía en la obscuridad.

Era aquella la tercera mañana en que hubolibaciones muy tempranas en la taberna del señorDefarge. Empezaron en lunes y había llegado el

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miércoles. Verdad es que se hablaba más que sebebía, porque muchos de los concurrentes no habr-ían podido dejar una moneda sobre el mostrador,aunque dependiera de ello la salvación de su alma.Pero parecían tan satisfechos como si hubiesenpedido barricas enteras de vino y se deslizaban deun asiento a otro y de uno a otro rincón, tragandocon voraces miradas conversación en lugar de be-bida.

A pesar de la numerosa concurrencia elamo de la taberna no se dejaba ver, pero nadie loechaba de menos y nadie se fijaba tampoco en sumujer que, sentada detrás del mostrador, presidía ladistribución del vino. A su lado estaba un cuencolleno de monedas de cobre de las que habían des-aparecido las efigies y que estaban tan desgastadascomo pobres los bolsillos de que salieran.

Tal vez los espías que vigilaban la taberna,como vigilaban todo lugar alto o bajo, desde la pri-sión hasta el mismo palacio real, observaron que laconcurrencia parecía aburrirse mucho. Languidec-ían los juegos de naipes y los jugadores de dominóse entretenían en hacer castillos con las fichas, entanto que otros trazaban extrañas figuras sobre lasmesas con las gotas de vino que cayeran en ellas y

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mientras la señora Defarge seguía con su monda-dientes la muestra del tejido en la manga de sutraje, aunque indudablemente veía y oía cosas invi-sibles y lejanas.

Así siguieron las cosas en la taberna duran-te todo el día. Al atardecer dos hombres cubiertosde polvo entraron en la calle que apenas alumbra-ban sus vacilantes faroles.

Uno de ellos era el señor Defarge y el otroel peón caminero del gorro azul. Sucios de polvo ymuertos de sed entraron en la taberna y su llegadapareció despertar el interés y entusiasmo en todoslos rostros que se asomaron a puertas y ventanas alverlos pasar.

Nadie los siguió, sin embargo, y nadie hablóen la taberna cuando entraron, a pesar de que to-das las miradas estaban fijas en ellos.

—Buenos días —exclamó el señor Defarge.

Aquello pareció una señal para que se sol-taran todas las lenguas, pues se oyó un coro devoces que contestaba —Buenos días.

—Mal tiempo hace, señores —observó De-farge meneando la cabeza.

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Entonces cada uno de los concurrentesmiró a su vecino y luego se quedaron con los ojosfijos en el suelo, exceptuando un hombre que selevantó y salió.

—Esposa mía —dijo Defarge en voz alta, —he caminado algunas leguas con este buen peóncaminero que se llama Jaime. Lo encontré por ca-sualidad a una jornada y media de París. Es unbuen muchacho. Dale de beber, mujer.

Otro hombre se levantó y salió a su vez. Laseñora Defarge sirvió un vaso de vino al peón cami-nero, llamado Jaime, el cual saludó a la concurren-cia con su gorro azul y bebió. Llevaba en el pechoun mendrugo de pan moreno y empezó a comerloentre trago y trago, al lado del mostrador de la seño-ra Defarge. Entonces se levantó otro hombre y sa-lió.

Defarge se bebió un vaso de vino, menorque el servido al peón caminero, y se quedó, espe-rando a que éste terminara su refrigerio, pero sinmirar a nadie, ni siquiera a su mujer, que había re-anudado su labor.

—¿Has terminado de comer, amigo? —preguntó.

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—Sí, gracias.

—Entonces ven. Verás la habitación que,según te dije, puedes ocupar.

Salieron de la taberna, y entrando en un pa-tio subieron por una escalera hasta lo alto de lamisma, y por allí llegaron a una buhardilla ocupadaen otro tiempo por un hombre de cabellos blancosque pasaba el tiempo haciendo zapatos.

Entonces ya no había ningún hombre deblancos cabellos, sino, en su lugar, los tres hombresque un día miraron por el agujero de la llave y porunos agujeros en la pared.

Defarge cerró cuidadosamente la puerta yhabló en voz baja:

—Jaime Uno, Jaime Dos, Jaime Tres. Estees el testigo que he encontrado yo, Jaime Cuatro.Habla, Jaime Cinco.

El peón caminero, con el gorro azul en unamano, se limpió la morena frente y dijo:

—¿Por dónde he de empezar?

—Por el principio —contestó Defarge.

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—Lo vi entonces, señores —empezó di-ciendo el peón caminero— hace un año, debajo delcarruaje del marqués, colgado de la cadena. Yodejé mi trabajo en el camino a la puesta del solmientras el carruaje del marqués subía despacio lacolina. Él iba colgado de la cadena... así.

Nuevamente el peón caminero imitó la pos-tura extraña de aquel hombre. Entonces Jaime Unole preguntó si había visto antes a aquel hombre.

—Nunca —contestó el peón caminero reco-brando la posición natural. Jaime Tres le preguntócómo lo había reconocido —Por su elevada estatura—contestó el peón caminero.

—Cuando, el señor marqués me preguntócómo era, le contesté: “Alto como un espectro.”

—Habrías debido decir que parecía un ena-no —observó Jaime Dos.

—¿Qué sabía yo? Ni la cosa se habíahecho ni él se confió a mí. Pero a pesar de todonada declaré, puedo asegurarlo.

—Tiene razón —murmuró Defarge— Ade-lante.

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—Bueno —prosiguió el peón caminero conmisterio.— Se ha perdido la pista del hombre alto ylo buscan por espacio de muchos meses. ¿Cuán-tos?

—Nada importa eso —dijo Defarge— Estu-vo bien oculto, mas, por desgracia, lo encontraron.Adelante.

—Estaba trabajando de nuevo en la laderade la colina y se ponía el sol. Recogía mis herra-mientas para volver a mi casa, cuando levanté lamirada y vi que seis soldados subían la colina. Entreellos iba el hombre alto con los brazos atados... así.

Y asumió la posición de un hombre que estáatado codo con codo.

—Me situé a un lado, junto a un montón depiedras, para ver cómo pasaban los seis soldados yel preso. Vi a los seis hombres llevando al preso, ya la luz del crepúsculo parecían todos negros a misojos. Al pasar por mi lado reconocí al que iba atadoy él a mí. ¡Cuánto habría preferido el pobre arrojar-se por la vertiente de la colina como la otra vez,cuando lo encontré en aquel mismo sitio!

Desde luego no dejé comprender a los sol-dados que había reconocido a aquel hombre y él,

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por su parte, tampoco lo dio a entender. Nuestrasmiradas se encontraron, sin embargo, y se com-prendieron. Los seguí y pude observar que los bra-zos del preso estaban hinchados por las ligaduras, ycomo el pobre andaba cojeando, lo empujaban consus mosquetes, así.

Imitó la acción y continuó:

—Cuando descendían por la colina, el presocayó y, riéndose, los soldados lo hicieron levantar.El pobre tenía la cara ensangrentada y llena depolvo, pero no podía acercar las manos a ella. Lollevaron al pueblo y la gente salió a mirarlos y en-tonces lo encerraron en la cárcel.

Hizo una pausa y Defarge exclamó:

—Prosigue.

—Toda la gente del pueblo se retiró, perodurante la noche pensaban en aquel pobre hombreque estaba en la cárcel, de la que no saldría sinopara morir. Por la mañana cuando salí al trabajo, diuna vuelta para pasar por la prisión. Entonces lo viasomado a las rejas de una ventana. No pudo liber-tar sus manos para decirme adiós y yo no me atrevía llamarlo.

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Los oyentes se miraron sombríos uno aotro. Parecían los jueces de un tribunal y escucha-ban la historia con el corazón lleno de ansias devenganza.

—Estuvo en la cárcel algunos días —continuó el peón caminero— y la gente del pueblo lomiraba recatándose, porque tenía miedo. Perosiempre miraba hacia la cárcel y cuando se termi-naba el trabajo del día, todos los rostros se volvíanhacia la prisión. Y junto a la fuente se murmurabaque a pesar de haber sido, condenado a muerte nolo ejecutarían, porque se han presentado algunaspeticiones en París, diciendo que se volvió loco aconsecuencia de la muerte de su hijo; decían quese había solicitado el perdón al mismo rey. Es posi-ble, aunque no lo sé. Puede ser que sí o quizás no.

—Oye bien, Jaime —dijo el número Uno deeste nombre.— Sabe que se ha pedido el perdón alrey y a la reina. Todos nosotros vimos que el reytomaba la solicitud cuando paseaba en su carruajepor las calles, en compañía de la reina. Fue Defargequien, poniendo en peligro la vida, se arrojó a lacabeza de los caballos para entregar la solicitud.

—Y ahora escucha bien, Jaime —dijo elnúmero Tres. —Los guardias, tanto a pie como a

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caballo, se arrojaron sobre el peticionario y lo molie-ron a golpes. ¿Comprendes?

—Sí, señores.

—Prosigue —dijo Defarge.—También sedecía junto a la fuente que lo habían llevado al pue-blo para ser ejecutado en el mismo lugar en quecometió el crimen y que lo ejecutarían sin duda al-guna. Añadían que como mató a Monseñor y ésteera el padre de sus vasallos, lo condenaban porparricida. Un hombre anciano dijo que su manoderecha, armada de un cuchillo, sería quemada envida; luego que en heridas hechas en sus brazos,en su pecho y en sus piernas, derramarían aceitehirviendo, plomo fundido, resina caliente, cera yazufre, y finalmente que sería descuartizado porcuatro vigorosos caballos. Así se hizo, según decíael viejo, con uno que atentó contra la vida de LuisXV.

—Escucha, Jaime —dijo el mismo que an-tes lo interrumpiera.— El hombre a quien te refieresse llamaba Damiens y se ejecutó todo a la luz delsol, en las calles de París; y lo más notable en lagran multitud que lo presenció, fue el gran númerode damas de calidad que estuvieron atentas hastael final, hasta el final, Jaime, que se prolongó hasta

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el crepúsculo, cuando el desgraciado había ya per-dido las dos piernas y un brazo, y aun respiraba.Eso ocurrió... ¿Cuántos años tienes ahora?

—Treinta y cinco —contestó el peón cami-nero que parecía tener sesenta.

—Pues ocurrió cuando tenías diez años.Podías haberlo visto.

—Pues bien, uno decía una cosa y otrosotra —continuó el peón. No se hablaba de otra co-sa. Por fin el domingo, cuando el pueblo dormía,salieron unos soldados de la cárcel y sus armas defuego golpeaban las piedras de la calle. Unos obre-ros empezaron a trabajar y los soldados a cantar y areír y a la mañana siguiente estaba levantado elpatíbulo junto a la fuente alta, de cuarenta pies, yenvenenando el agua.

Se interrumpieron todos los trabajos y nadiellevó las vacas a pacer. A mediodía se oyó el redo-blar de los tambores y apareció él entre un grupo desoldados que salían de la prisión. Iba atado comoantes y en la boca llevaba una mordaza atada de talmanera, que no parecía sino que se riese. En lo altodel patíbulo se fijó un cuchillo con la punta en alto. Y

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allí lo ahorcaron a cuarenta pies de altura y lo deja-ron colgado, envenenando el agua.

Los oyentes se miraron uno a otro mientrasel peón caminero se enjugaba el sudor del rostro alrecordar el espectáculo.

—Aquello era espantoso. ¿Cómo habían deir a buscar agua las mujeres y los niños? ¿Quiénpodía permanecer allí al anochecer bajo tal som-bra? Cuando el lunes, por la tarde, dejé el pueblo,se estaba poniendo el sol y anduve toda aquellanoche y medio día siguiente, hasta que encontré aeste compañero. Con él he venido, unas veces a piey otras a caballo, durante el resto del día de ayer ytoda la noche pasada. Y aquí me tenéis.

—Perfectamente —dijo Jaime Uno.— Lohas relatado todo perfectamente. ¿Quieres esperarun poco ahí fuera?

—Con mucho gusto —contestó el peón ca-minero a quien acompañó Defarge hasta lo alto dela escalera para volver a reunirse con sus compañe-ros.

Estos se habían levantado y hablaban conlas cabezas muy juntas.

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—¿Qué dices, Jaime? ¿Hemos de anotarloen nuestro registro?

—Regístralo como condenado a la destruc-ción —contestó Defarge.

—¿El castillo y toda la raza?

—El castillo y toda la raza. Hay que exter-minarlos.

—¿Estás seguro de que no ha de resultarningún inconveniente de nuestro sistema de llevar elregistro? Sin duda alguna está seguro, porque nadiemás que nosotros puede descifrarlo. Pero ¿podre-mos descifrarlo siempre...? Mejor dicho, ¿podráella?

—Jaime —contestó Defarge.— Si mi mujertomase a su cargo conservar el registro en su me-moria, no olvidaría una palabra ni una sílaba, pero silo teje en su labor de calceta, con sus señales parti-culares, siempre le resultará tan claro como el sol.Confiad en la señora Defarge, pues nadie es capazde borrar una letra de los nombres que ella inscribeen su labor.

—Perfectamente —dijo el que antes habla-ra.— En cuanto a ese hombre, ¿no será mejor que

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lo mandemos, de nuevo a su pueblo? Parece algotonto y tal vez resulte peligroso.

—No sabe nada —dijo Defarge,— por lomenos nada que pueda conducirlo a la horca.

Me encargaré de él. Lo tendré a mi lado yya lo despediré. Tiene deseos de ver el mundo de lagente distinguida... al rey, a la reina y la corte. Se lodejaremos ver el domingo.

—¡Cómo! —exclamó Jaime Tres.— ¿No esmala señal que desee ver al rey y la nobleza?

—Jaime —contestó Defarge,— si quieresque un gato tenga ganas de leche, muéstraselaantes. Y si quieres que un perro se arroje sobre supresa, conviene que antes se la dejes ver.

Nada más se trató entonces, y como encon-traron al peón caminero dando cabezadas en lo altode la escalera, lo invitaron a acostarse en el jergónde la buhardilla y al poco rato estaba profundamen-te dormido.

A peor sitio podía haber ido a parar el peóncaminero, y a no ser por cierto miedo que le inspira-ba la señora, que, en apariencia, no se daba siquie-ra cuenta de su presencia, lo habría pasado bastan-

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te bien. Por esta razón al domingo siguiente el peóncaminero no sintió ninguna alegría al ver que habíade acompañarlo la señora Defarge quien, en uniónde su marido, se disponía a llevarlo a Versalles.Pero lo que más desconcertó al peón caminero fueque la señora no abandonara su labor de costura nipor la calle ni cuando por la tarde estaban contem-plando el paso de los reyes.

—Trabajáis mucho, señora —le dijo unhombre que tenía al lado.

—Sí —contestó la señora Defarge,— tengomucho que hacer.

—¿Y qué hacéis, señora?

—Muchas cosas.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo —replicó la señora Defar-ge,— mortajas.

Pronto aparecieron los reyes rodeados deun enjambre de cortesanos de ambos sexos, vesti-dos con el mayor esplendor. Aquel brillante es-pectáculo entusiasmó al peón caminero que, sinpoderlo remediar, empezó a dar vivas al rey, a lareina y a todo y a todos. Luego pudo visitar patios,

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jardines, terrazas, fuentes, arriates de flores, y verde nuevo a los personajes reales y a la corte entera,hasta que el pobre hombre acabó llorando emocio-nado.

Cuando la fiesta hubo terminado, Defargese dirigió a él exclamando:

—¡Bravo! ¡Eres un buen muchacho!

El peón caminero acababa de volver deaquella especie de borrachera y temió haberse ex-cedido en sus últimas demostraciones de entusias-mo, pero no había nada de eso.

—Eres, precisamente, el hombre que nece-sitamos —le dijo Defarge al oído;— has hecho creera esa gente que esta situación va a durar siempre.Así se harán más insolentes y llegarán más pronto asu fin.

—¡Caramba! —exclamó el peón.— ¡Es ver-dad!

—Estos imbéciles no se dan cuenta de na-da. Así como te desprecian y preferirían que murie-ses tú y hasta cien como tú antes que uno de suscaballos o de sus perros, oyen con gusto lo que tu

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voz les grita. Dejémosles que se engañen un pocomás, que ya no puede ser por mucho tiempo.

Capítulo XVI.— Más calceta

La señora Defarge y su esposo regresaronen amigable compañía hacia el corazón de SanAntonio, en tanto que un gorro azul avanzaba porentre las tinieblas en dirección a la aldea inmediataal castillo del marqués, quien, en su sepultura, go-zaba del reposo eterno.

Los Defarge llegaron de noche, en el ca-rruaje público a la puerta de París en que terminabasu viaje. Hubo la acostumbrada parada en el cuerpode guardia de la barrera y avanzaron los farolespara examinar a los viajeros. El señor Defarge echópie a tierra, pues conocía a uno o dos de los solda-dos y a uno de la policía. Y como de este último eraamigo íntimo, se dieron un abrazo.

Cuando San Antonio volvió a cobijar a losDefarge en sus obscuras alas y ellos descendierondel coche ya cerca de su domicilio, se encaminaron

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a su casa por las calles obscuras y llenas de barro.Entonces la señora Defarge preguntó a su marido:

—¿Qué te dijo Jaime, el de la policía?

—Esta noche muy poco, pero es todo lo quesabe. Han nombrado a otro espía para nuestro ba-rrio.

—Será necesario inscribirlo en el registro —dijo la señora Defarge. ¿Cómo se llama?

—Es inglés.

—Mejor. ¿Cómo se llama?

—Barsad.

—¿Y de nombre de pila?

—Juan.

—Juan Barsad —repitió la mujer.— Muybien. ¿Se conocen sus señas?

—Es hombre de unos cuarenta años, decinco pies nueve pulgadas de estatura, cabello ne-gro, moreno, de rostro agradable, ojos negros, ros-tro delgado, nariz aguileña, pero no recta y ligera-mente inclinada hacia la mejilla izquierda, y por lotanto, su expresión es siniestra.

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—Buen retrato —dijo la señora Defargeriendo.— Mañana quedará inscrito.

Una vez en la taberna, que estaba cerradaa causa de la hora, pues eran las doce de la noche,la señora Defarge se dirigió al mostrador, contó lasmonedas recaudadas durante su ausencia, examinólas entradas en el libro y las existencias, comprobóde todas las maneras posibles las cuentas de suempleado y finalmente lo mandó a la cama. Luegovolvió a tornar el dinero y lo guardó en varios nudosde su pañuelo para mayor seguridad, en tanto queDefarge, con la pipa en la boca, admiraba a su mu-jer aunque nunca se entrometía en tales cuentas.

La noche era calurosa y la tienda cerrada;sin contar con que estaba rodeada por numerosovecindario, olía muy mal. El olfato del señor Defargeno era muy delicado, pero el vino, el ron y el aguar-diente olían más que de costumbre y él trataba dealejar sus emanaciones a fuerza de manotadas enel aire.

—Estás cansado —le dijo la señora Defar-ge.— Todo huele como de costumbre.

—Sí, estoy fatigado —contestó Defarge.

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—Y también un poco deprimido. ¡Oh, quéhombres!

—¡Tarda tanto! —exclamó Defarge.

—¿Y qué cosa es la que no tarda? La ven-ganza y la justicia siempre necesitan mucho tiempo.

—No tarda tanto el rayo en herir a un hom-bre —observó el marido.

—Pero ¿cuánto tiempo —replicó la mujer—se necesita para acumular la electricidad del rayo?Dímelo.

Defarge levantó la cabeza, pero no con-testó.

—No tarda mucho un terremoto en tragarseuna ciudad —dijo la señora.— ¿Sabes, por ventura,cuánto tiempo es necesario para que se prepare unterremoto?

—Bastante tiempo, me parece.

—Pero cuando está preparado y se produ-ce, reduce a polvo todo lo que encuentra. Y en laactualidad se está preparando, aunque nadie lo veao lo oiga. Este es tu consuelo. Recuérdalo.

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Y ató un nudo, con los ojos brillantes, comosi estuviera estrangulando a un enemigo.

—Te aseguro —añadió extendiendo la ma-no,— que si bien el camino es largo, está ya en él yen marcha. Te digo que nunca retrocede ni se de-tiene. Siempre avanza. Mira a tu alrededor y exami-na las vidas de toda la gente que conocemos.¿Crees que eso puede durar?

—No lo dudo, querida mía —contestó De-farge con la humildad de un escolar ante su maes-tro.— No niego nada de eso, pero ya es antiguo yes posible que no llegue en nuestros días.

—¿Y qué?— exclamó la esposa.

—Pues —contestó tristemente Defarge—que no veremos el triunfo.

—Pero habremos ayudado para que llegue—contestó la mujer.— Nada de lo que hacemos sepierde. Con toda mi alma creo que veré el triunfo,pero aunque así no fuera, mientras exista un cuellode aristócrata y tirano, no dejaré de...

Entonces la mujer con los dientes apretadoshizo un terrible nudo en el pañuelo.

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—Tampoco me detendré yo por nada —contestó el marido.

—Sí, pero víctimas. Y es preciso que con-serves el ánimo sin necesidad de esto. Cuandollegue el tiempo suelta las fieras y el diablo mismo,pero hasta entonces tenlos encadenados, y, aunqueno a la vista, siempre dispuestos.

La señora Defarge reforzó su argumentogolpeando el mostrador con los nudos llenos dedinero de su pañuelo y luego, observando que yaera hora de acostarse, se fue a la cama.

Al día siguiente la admirable mujer estabanuevamente sentada junto a su mostrador en lataberna, haciendo calceta con la mayor asiduidad.Tenía una rosa al alcance de la mano y de vez encuando le dirigía una mirada. Había pocos parro-quianos, ocupados en beber o en hablar. El día eramuy caluroso. De pronto entró un nuevo personajey, por la sombra que proyectó en la señora Defarge,ésta vio que se trataba de una persona desconoci-da. Inmediatamente dejó a un lado la labor y antesde mirar al recién llegado se puso la rosa en el ca-bello.

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Lo que ocurrió fue una cosa curiosa. Encuanto la señora Defarge tomó la rosa los parro-quianos dejaron de hablar y gradualmente fueronsaliendo de la taberna.

—Buenos días, señora —dijo el recién lle-gado.

—Buenos días, señor —contestó la señoraDefarge, fijándose, al mismo tiempo, en que lasseñas de aquel individuo correspondían exactamen-te con las del espía que le indicara su marido lanoche anterior.

—Os ruego que tengáis la bondad de darmeun vasito de coñac y un poco de agua fresca.

La señora Defarge lo sirvió cortésmente.

—¡Vaya un buen coñac éste, señora!

Era la primera vez que el coñac merecía talalabanza, como le constaba perfectamente a laseñora Defarge, conocedora como era de sus ante-cedentes. Dio las gracias, sin embargo, y continuótrabajando. El visitante observó unos momentos losmovimientos de sus dedos y exclamó:

—Sois muy hábil en labores, señora.

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—Estoy ya acostumbrada.

—Y el dibujo es muy lindo.

—¿Os gusta? —contestó la señora mirán-dolo sonriente.

—Mucho. ¿Puede saberse a qué lo destin-áis?

—No es más que para pasar el rato.

—¿No usaréis esa labor?

—Eso depende. Tal vez un día encuentre elmodo de utilizarla.

Era notable el hecho de que San Antoniopareciera poco complacido de que la señora Defar-ge llevase una rosa en el cabello. Entraron doshombres en la taberna y se disponían a pedir algoque beber, cuando, al ver la rosa, fingieron buscar aun amigo y se marcharon enseguida. Por otra parte,no se había quedado ni uno solo de los que sehallaban en el establecimiento cuando llegó el visi-tante, pues desfilaron uno tras otro. El espía teníalos ojos muy abiertos, pero no pudo observar cosaalguna, pues todos se alejaron del modo más natu-ral del mundo.

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—Juan —pensaba la señora haciendo cal-ceta y con los ojos fijos en el desconocido,— per-manece un poco más aquí y escribiré tu apellidoantes de que te marches.

—¿Sois casada, señora?

—Sí.

—¿Tenéis hijos?

—No.

—¿Va bien el negocio?

—No, porque la gente es muy pobre.

—¡Pobre gente! —exclamó el espía.— ¡Po-bre gente! Es miserable y está tan oprimida, comodecís...

—Como decís vos —replicó la señora corri-giéndole y anotando algo en la calceta después delnombre del espía, que no le auguraba nada bueno.

—Perdonad. Ciertamente lo dije yo, perovos lo pensáis también. Es muy natural.

—¿Que yo lo pienso? —contestó la señoraen alta voz.— Yo y mi marido tenemos bastante quehacer para tener abierta esta taberna, y no nos so-

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bra tiempo para pensar. Todo lo que pensamos escómo hemos de vivir, y eso nos da bastante quehacer de la mañana a la noche, sin que nos ocupe-mos de cosas que no nos importan.

El espía, que fue allí a recoger cuanto lefuera posible, hizo un esfuerzo para que su rostrono tradujera su desencanto y se quedó apoyado enel mostrador tomando algunos sorbos dé coñac.

—Esa ejecución del pobre Gaspar —exclamó luego— ha sido digna de compasión. ¡Po-brecillo!

—A fe mía —contestó fríamente la seño-ra,— si un hombre emplea en eso su cuchillo, justoes que pague luego. De antemano conocía el precioa que se paga ese lujo, y ha pagado.

—Creo —dijo el espía bajando la voz e invi-tando a la confidencia que en este barrio se compa-decen mucho de ese pobre desgraciado y que lagente está muy encolerizada por su desgraciado fin.Aquí para entre los dos...

—¿De veras? —preguntó la señora.

—¿No es así?

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—Aquí está mi marido —exclamó la señoraDefarge.

Cuando entró el tabernero, lo saludó el esp-ía tocando su sombrero y diciendo con insinuantesonrisa:

—Buenos días, Jaime.

Defarge se detuvo como asombrado y lomiró.

—Buenos días, Jaime —repitió el espía conmenos seguridad en la voz.

—Os engañáis, señor —contestó el taber-nero.— Me confundís con otro. No me llamo así,sino Ernesto Defarge.

—Es lo mismo —exclamó el otro— Buenosdías.

—Buenos días —contestó el otro secamen-te.

—Decía a la señora, con quien tuvo el gustode conversar cuando entrasteis, que, según me handicho, reina, y no es extraño, mucha compasión ycólera en el barrio por la triste suerte del pobreGaspar.

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—Nadie me ha dicho eso —dijo Defargemoviendo la cabeza.— No sé nada de lo que mecontáis.

Dichas estas palabras pasó a la parteopuesta del mostrador, junto a su mujer. El espíavació su vasito de coñac y pidió otro. Se lo sirvió laseñora Defarge y reanudó la labor tarareando unacanción.

—Parece que conocéis este barrio mejorque yo —observó Defarge.

—No, pero deseo conocerlo, pues me inspi-ran mucha lástima sus míseros habitantes.

—¡Ya! —murmuró Defarge

—El placer de conversar con vos, señor De-farge, me recuerda —prosiguió el espía— qué hetenido el honor de conocer algunos hechos con loscuales estáis relacionado.

—¿De veras? —preguntó Defarge con indi-ferencia.

—Así es. Cuando pusieron en libertad aldoctor Manette, vos, antiguo criado suyo, os hicis-teis cargo de él. Os fue confiado. Ya veis que estoyinformado de ello.

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—Es verdad —contestó Defarge, avisadopor un ligero codazo de su mujer de que liaría mejoren contestar aunque fuese brevemente.

—A vos acudió su hija y de vuestra casa sellevó a su padre, acompañada por un caballero...uno que llevaba peluca. Sí, se llamaba Lorry... delBanco Tellson y Compañía, de Londres.

—Así fue, en efecto.

—Son recuerdos muy interesantes —prosiguió el espía.— Yo he conocido en Inglaterra aldoctor Manette y a su hija.

—¿Sí?

—¿No tenéis noticias de ellos?

—No, ninguna –contestó Defarge.

—Pues ahora la señorita está a punto decasarse.

—Es raro que no se haya casado antes —observó la señora Defarge. Era bastante bonita paraeso. Pero los ingleses sois muy fríos.

—¿Cómo sabéis que soy inglés?

—Por vuestro acento —contestó la señora.

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El espía no pareció muy satisfecho, pero sinembargo se rió. Y después de beber el segundovaso de coñac, añadió:

—Pues sí, la señorita Manette está a puntode casarse, pero no con un inglés, sino con uno,que como ella es francés de nacimiento. Y volvien-do a Gaspar ¡pobrecillo! Fue una muerte cruel lasuya. Es curioso que la señorita se case con unsobrino del señor marqués, por quien Gaspar fueizado a tanta altura. En otras palabras, se casa conel marqués actual. Pero vive desconocido en Ingla-terra y allí no es marqués. Es, tan sólo, el señorCarlos Darnay. El nombre de la familia de su madrees D'Aulnais. La señora Defarge hacía calceta conla mayor rapidez, pero la noticia produjo un efectopalpable en su marido, y a pesar de sus esfuerzos,cuando trató de encender la pipa, le temblaba lamano. El espía no habría sido digno de su empleo sihubiese dejado de advertirlo o de grabarlo en sumente.

Después de haber logrado este resultado,aunque sin saber si podría serle de utilidad y envista de que no llegaban nuevos clientes en quienespudiera hacer otras observaciones, el señor Barsadpagó su consumación y se marchó, pero no sin

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decir antes que se prometía el placer de ver conalguna frecuencia al señor y a la señora Defarge. Yhasta que hubieron transcurrido algunos minutosdesde su partida, el matrimonio permaneció en lamisma actitud para evitar ser sorprendidos si regre-saba.

—¿Crees que será verdad —preguntó elmarido— lo que acaba de decir ése acerca de laseñorita Manette?

—Probablemente, no —contestó la mujer;—pero puede ser cierto.

—Si lo fuera...

—¿Qué?

—Si ha de llegar el triunfo a tiempo de quelo veamos... espero; por bien de ella, que el Destinoretenga a su marido lejos de Francia.

—El destino de su marido —dijo la señoraDefarge — lo llevará adonde deba ir y al fin que leesté reservado. Esto es todo lo que sé.

—Pero es muy extraño que dada nuestrasimpatía hacia ella y hacia su señor padre, el nom-bre de su marido deba quedar proscrito en este

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instante bajo tu mano, al lado del de ese perro in-fernal que acaba de dejarnos.

—Más extrañas cosas veremos cuando lle-gue el momento. Tengo a los dos aquí y aquí estánpor sus méritos. Eso basta.

Dichas estas palabras arrolló la labor queestaba haciendo y se quitó la rosa del cabello; y obien San Antonio tuvo el presentimiento de queacababa de quitarse aquel adorno tan poco de sugusto o estaba observando su desaparición, porquepoco después el Santo se atrevió a entrar y a lospocos instantes la taberna había recobrado su acos-tumbrado aspecto.

Por la noche, hora en que los habitantes delbarrio de San Antonio salían de sus casas y se sen-taban delante de las puertas, para respirar un poco,la señora Defarge, con su labor en la mano, solía irde puerta en puerta y de grupo en grupo. Habíamuchas misioneras como ella que el mundo no vol-verá a ver. Todas las mujeres hacían calceta, procu-rando distraer el hambre con esta ocupación, puesde haber estado quietos aquellos flacos dedos, nohay duda de que los estómagos sentirían el hambrecon mayor intensidad.

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Al mismo tiempo que se movían los dedos,se movían los ojos y los pensamientos. Y a medidaque la señora Defarge pasaba de un grupo a otro,trabajaban los dedos de las mujeres con mayorardor. El señor Defarge estaba sentado a su puertay miraba a su mujer con admiración.

—Es una mujer fuerte —se decía,— unagran mujer.

Llegó la obscuridad y se oyeron las campa-nas de las iglesias y el redoblar de los tambores enel patio del Palacio, pero las mujeres seguíanhaciendo calceta. La obscuridad las acompañaba,pero otra obscuridad se avecinaba, en que las cam-panas de las iglesias, que entonces resonaban ale-gremente, serían fundidas para convertirlas en ca-ñones; en que los tambores redoblarían para aho-gar una débil voz, aquella noche tan potente comola voz del Poder, de la Abundancia, de la Libertad yde la Vida. Todo eso empezaba a rodear a las muje-res que, sentadas, se ocupaban en hacer calceta,así como ellas rodearían una estructura no cons-truida todavía, y junto a la cual harían calceta sinparar, en tanto que contaran las cabezas que ibancayendo.

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Capítulo XVII.— Una noche

Nunca se puso el sol con más brillante glo-ria en el rincón de Soho que una tarde memorableen que el doctor y su hija estaban sentados bajo elplátano, ni la luna se levantó más brillante queaquella noche, para encontrarlos sentados debajodel árbol.

Lucía iba a casarse al día siguiente y sedisponía a pasar aquella última noche de soltera allado de su padre.

—¿Sois feliz, padre mío?

—Completamente, hija mía.

Poco se habían dicho, aunque hacía ya ratoque estaban allí. Mientras hubo luz para trabajar,Lucía no se dedicó a sus labores ni leyó para supadre, como solía hacer, pues aquel día no eracomo los demás y no podía dedicarse a las mismascosas.

—Yo también soy feliz esta noche, padrequerido. Soy feliz con el amor que el Cielo ha ben-decido... el mío por Carlos y el de Carlos por mí.Mas si mi vida no hubiera de ser consagrada a vos

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y mi casamiento hubiese de separarnos, aunque nomediaran entre ambos más que algunas calles, mesentiría en extremo desdichada.

Y a la luz de la luna, la joven apoyó su ca-beza en el pecho de su padre.

—¡Querido padre! —exclamó.— ¿Estás se-guro de que los nuevos afectos que voy a crearmeno se interpondrán entre nosotros?

—Completamente, hija mía. Por el contrario,creo que el porvenir será más feliz para todos.

—Si pudiera esperarlo así, padre...

—Puedes estar segura, hija querida. Es lomás natural. Tú, que eres joven aún, no puedesformarte idea de la ansiedad que ha de sentir unpadre por el porvenir de su hija. Y aunque viviéra-mos como hasta aquí, dedicados el uno para el otro,no podría yo ser feliz si sabía que la dicha de mi hijano era completa.

—Habría continuado siendo feliz, padre, sinunca en la vida hubiese visto a Carlos.

—En eso te equivocas. De no haber sidoCarlos, sería otro. Y si no hubiese sido otro, la culpala tendría yo y, en tal caso, el período sombrío de

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mí vida habría proyectado su sombra más allá de mímismo, cayendo sobre ti.

Dichas estas palabras abrazó a su hija ypoco después entraron en la casa. A la boda noasistirían más invitados que el señor Lorry, y la úni-ca doncella de honor que tendría Lucía era la flacaseñorita Pross. El casamiento no había de ocasio-nar cambio alguno en su residencia, pues se limita-ron a alquilar el piso superior, que hasta entonceshabía ocupado un vecino invisible.

Aquella noche, mientras cenaban, el doctorestuvo bastante alegre. A la mesa eran tres: él, suhija y la señorita Pross. El doctor lamentó que Car-los no estuviese con ellos, pero bebió cordialmentea su salud.

Llegó la hora de dar las buenas noches aLucía y se separaron, pero en el silencio de las tresde la madrugada la joven, sintiendo ciertos temores,descendió nuevamente la escalera y entró en lahabitación de su padre. Pero todo estaba en su sitioy el doctor dormía tranquilo; la joven observó unosinstantes aquel hermoso rostro surcado por lasarrugas de los sufrimientos y rogó fervientementeque le fuera concedido ser tan fiel a su padre como

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deseaba. Luego lo besó en los labios y salió de laestancia.

Capítulo XVIII.— Nueve días

Brillaba esplendoroso el día de la boda, ytodos estaban aguardando en la parte exterior de laestancia en que se había encerrado el doctor parahablar con Carlos Darnay. Estaban preparados parair a la iglesia, la hermosa novia, el señor Lorry y laseñorita Pross, la cual no podía dejar de pensar queel novio no debía de haber sido Carlos Darnay, sinosu hermano Salomón.

—¿Para esto —exclamó el señor Lorry des-pués de dar vueltas en torno de la hermosa noviapara verla por todos lados,— para esto os traje através del Canal? ¡Dios mío! ¡Cuán poco pude adi-vinar lo que estaba haciendo! ¡Y qué poco valordaba al favor que hacía a mi amigo Carlos Darnay!

—¿Cómo podíais figurároslo?— exclamó laseñorita Pross.— No digáis tonterías.

—¿De veras? Bueno, no lloréis —contestóel cariñoso señor Lorry.

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—No lloro —contestó la señorita Pross.—Vos sí que lloráis.

—¿Yo?

—Hace poco que estabais llorando, no loneguéis —contestó la señorita Pross.—

Además, el regalo de un servicio de platacomo el que habéis hecho, es capaz de hacer llorara cualquiera. No hay una sola cuchara o tenedor enla colección sobre los que yo no haya derramadolágrimas.

—Lo agradezco mucho —contestó el señorLorry— aunque nunca tuve la intención de que na-die se conmoviera a tal extremo al ver ese regalomodesto. Y esta ocasión me hace pensar en lo quehe perdido. ¡Dios mío! ¡Cuando pienso en que hacecincuenta años, por lo menos, que podría haber unaseñora Lorry!

—De ninguna manera —contestó la señoritaPross.

—¿Por qué?

—¡Bah!, Cuando estabais en la cuna yaerais un solterón.

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—Es muy probable —contestó el señor Lo-rry arreglándose y ajustándose la peluca.

—Y ya fuisteis cortado en el patrón de lossolterones.

—Es verdad, aunque tendrían que habermeconsultado antes. Pero no hablemos más de eso.Ahora, mi querida Lucía —dijo rodeando el talle dela joven con su brazo,— oigo movimiento en la es-tancia vecina, y tanto la señorita Pross como yo,que somos personas de negocio, queremos decirosalgo que conviene que sepáis. Dejáis a vuestropadre en manos tan cariñosas como las vuestraspropias. Se le cuidará extremadamente; durante lapróxima quincena, mientras estaréis en vuestroviaje de boda, hasta el mismo Banco Tellson seráolvidado, si es preciso, para que nada falte a vues-tro padre. Y cuando éste vaya a reunirse con vos ycon vuestro marido, para viajar durante otra quince-na por el País de Gales, veréis que llega a vuestrolado en perfecto estado Y feliz. Dejadme, querida,que os bese y que os dé la bendición de un sol-terón, antes de que alguien venga a reclamar losuyo.

Por un momento miró el lindo rostro y luegoaproximó la dorada cabeza a su peluca con tal deli-

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cadeza y cariño, que si estas cosas eran pasadasde moda, por lo menos eran tan antiguas del tiempode Adán.

Se abrió la puerta de la vecina estancia ysalieron el doctor y Carlos Darnay. El primero esta-ba mortalmente pálido, al revés de cuando entró enla estancia, pero la expresión de su rostro no parec-ía haber sufrido alteración alguna. Dio el brazo a suhija y con ella bajó la escalera para subir al carruajeque alquilara el señor Lorry en honor de la fiesta.Los demás siguieron en otro vehículo, y en breve,en una iglesia del barrio, sin ojos extraños que losmiraran, Carlos Darnay y Lucía Manette quedaronunidos en matrimonio.

Además de las lágrimas que brillaban en losojos de algunos de los circunstantes, en la mano dela novia resplandecían algunos brillantes magníficosque salieron de la obscuridad de los bolsillos delseñor Lorry. Todos los concurrentes a la boda vol-vieron a la casa para almorzar y la fiesta transcurrióapacible. También, a su debido tiempo, el cabellodorado que se confundiera con los blancos mecho-nes en la buhardilla de París, se confundieron nue-vamente con ellos en el umbral de la puerta y en elmomento de la despedida.

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Fue muy triste, aunque no larga. Pero elpadre dio ánimos a su hija, y desprendiéndose desus brazos dijo al novio:

—Llévatela, Carlos. Es tuya.

Y su temblorosa mano hizo un ademán dedespedida a los novios que se alejaron en una sillade posta.

Solos se quedaron el doctor, la señoritaPross y el señor Lorry, y entonces fue cuando ésteobservó un gran cambio en el rostro del primero.Como se comprende, el pobre hombre se habíacontenido mucho, y ahora exteriorizaba la emociónque experimentara aquel día; pero lo que alarmó alseñor Lorry fue advertir en su amigo la antigua mi-rada que animó sus ojos en la buhardilla de París,cuando estaba ocupado en hacer zapatos.

—Lo mejor será que no le digamos nada —observó el señor Lorry a la señorita Pross.— Yo hede marcharme ahora al Banco; en cuanto vuelva losacaremos a dar un paseo para que se distraiga yluego cenaremos juntos.

El señor Lorry tuvo que pasar dos horas enel Banco, y cuando regresó a la casa del doctor le

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sorprendió un ruido extraño que oyó en la habita-ción de su amigo.

—¡Dios mío! —exclamó alarmado.— ¿Quées eso?

—¡Estamos perdidos! —le contestó la seño-rita Pross— ¿Cómo lo diremos a mi niña? El pobreno me conoce y está haciendo zapatos.

El señor Lorry trató de tranquilizarla y entróen la estancia del doctor, el cual trabajaba con elmayor entusiasmo en su labor de zapatero.

—¡Doctor Manette! ¡Mi querido doctor Ma-nette.

El doctor lo miró un momento, extrañado ycon mal humor por haber sido molestado, y luego sevolvió a su trabajo.

Se había despojado de su levita y del cha-leco y llevaba la camisa entreabierta.

Trabajaba aprisa, con el mayor entusiasmoy disgustado, al parecer, por haber sido interrumpi-do. El señor Lorry observó que el zapato que teníaen a mano era del mismo tamaño y forma que otrasveces. El banquero tomó otro que estaba en el sue-lo, y preguntó para quién era.

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—Es un zapato de paseo para una señorita—murmuró el doctor sin levantar los ojos.— Yahace mucho tiempo que debería estar listo.

—Pero, doctor Manette, miradme.

El desgraciado obedeció sumiso, pero sininterrumpir su trabajo.

—¿Me conocéis, querido amigo? Pensadlobien. Esta no es vuestra ocupación, la ocupaciónque os es propia. ¡Pensad un poco, querido amigo!

Pero nada lo sacó de su mutismo ni loapartó de su trabajo. Siguió silencioso, dedicado asu labor, sin hacer caso de nada que le dijeran. Elúnico rayo de esperanza que atisbó el señor Lorryfue que el doctor miraba a veces sin que nadie se lorogara.

Era una mirada perpleja, como si quisieraaclarar algunas dudas.

Desde luego el señor Lorry comprendió quedebía ocultarse la desgracia a Lucía y también atodas las personas que conocían al doctor. Y así, deacuerdo con la señorita Pross, tomó las necesariasprecauciones para dar a entender que el doctor noestaba bien del todo y que necesitaba unos días de

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completo descanso. Y para tranquilizar a la hija, laseñorita Pross le escribiría diciéndole que habíanllamado al doctor para asuntos profesionales, yharía alusión a una carta imaginaria que su padre leescribía apresuradamente por el mismo correo.

Estas medidas eran, desde luego, elemen-tales; pero en caso de que el doctor recobrara enbreve su inteligencia, el señor Lorry se disponía atomar otra y era la de averiguar cuál era el verdade-ro estado del ánimo de su amigo.

Con el deseo y la esperanza de que el doc-tor recobrara su verdadera personalidad, el señorLorry resolvió observarlo con la mayor atención,aunque sin darlo a entender.

Arregló lo necesario para poder estar au-sente del Banco y ocupó su puesto junto a la venta-na de la habitación del doctor. No tardó en darsecuenta de que era tan inútil como perjudicial hablar-le, pues cuando lo hacía le excitaba aún más. Du-rante el primer día desistió, pues, de ello y resolviólimitarse a estar a su lado como protesta viviente ysilenciosa del estado en que se hallaba su amigo.Se quedó junto a la ventana, leyendo o escribiendoy tratando de dar a entender al doctor, de cuantos

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modos pudo, que aquel era un lugar perfectamentelibre y no un calabozo.

El doctor Manette tomó lo que le dieron paracomer y para beber y siguió trabajando aquel primerdía mientras se lo permitió la luz natural, aunquecontinuó en su labor por espacio de media horadespués que el señor Lorry ya no fue capaz de leeruna sola línea.

Cuando dejó a un lado la banqueta y lasherramientas, el señor Lorry lo interpeló diciendo:

—¿Queréis salir?

El doctor miró al suelo, y después de unosmomentos repitió en voz baja:

—¿Salir?

—Sí, a dar un paseo conmigo. ¿Por quéno?

El doctor no contestó, pero el señor Lorrypudo advertir que al sentarse con la cabeza entrelas manos y los codos sobre las rodillas, parecíapreocupado.

El y la señorita Pross estuvieron velándolodurante toda la noche. El doctor estuvo paseando

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algún tiempo antes de acostarse, mas, finalmente,se durmió. Por la mañana, no bien se hubo levanta-do, se dirigió a la banqueta y reanudó su trabajo.

El señor Lorry lo saludó alegremente y lehabló de asuntos que el doctor conocía muy bien.No contestó, pero era evidente que escuchaba yque todo lo que oía lo dejaba muy preocupado.Luego, en presencia de la señorita Pross, habló deLucía y de los asuntos corrientes de la familia, comosi nada hubiese ocurrido, pero el doctor no tomóparte en la conversación.

Cuando obscureció de nuevo, el señor Lorryle preguntó como el día anterior: —¿Queréis salirconmigo, querido doctor?

—¿Salir? —repitió el pobre hombre.

— Sí, a dar un paseo conmigo. ¿Por quéno?

En vista de que no lograba arrancarle unarespuesta, el señor Lorry fingió ausentarse y volvióal cabo de una hora, Mientras tanto el doctor habíatrasladado su sillón junto a la ventana y se quedóallí mirando al plátano, pero en cuanto volvió el se-ñor Lorry se dirigió nuevamente a su banqueta.

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El tiempo transcurría lentamente y desapa-recía la esperanza del señor Lorry. Día tras día es-taba más triste. Después del tercero pasó el cuartoy luego el quinto. Y siguieron los días, unos trasotros, hasta que llegó el noveno.

Menos esperanzado cada día, el señor Lo-rry se sentía muy triste y apesadumbrado.

El secreto estaba bien guardado y Lucía erafeliz, sin sospechar el estado de su padre, pero elbanquero no dejó de observar que el doctor, quehabía reanudado su trabajo con torpe mano, eracada día más diestro y que nunca, como en el no-veno día, había trabajado con tanto entusiasmo.

Capítulo XIX.— Una opinión

Derrengado por su vigilancia llena de ansie-dad, el señor Lorry se quedó dormido en su puestode observación, y a la décima mañana se sintiódespertado por un rayo de sol que entraba en laestancia.

Se restregó los ojos y se puso en pie, perocreyó que aun dormía, porque al mirar a la habita-

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ción del doctor vio que la banqueta y las herramien-tas estaban en un rincón. El doctor leía atentamentejunto a la ventana, vestido como de costumbre, y aexcepción de que su rostro estaba muy pálido, na-die hubiese advertido ninguna cosa extraña en él.

Pero las dudas que sintiera el buen señorLorry quedaron disipadas por la presencia de laseñorita Pross, la cual le dirigió algunas palabras envoz baja referentes al cambio que había experimen-tado el doctor. Y así convinieron en que no le diríanuna palabra hasta que llegase la hora de la comiday que entonces el banquero se presentaría al doctorcomo si nada hubiera ocurrido.

En efecto, el señor Lorry se presentó a lahora de comer; llamaron al doctor como de costum-bre y éste acudió al comedor.

El señor Lorry, deseoso de no alarmar a suamigo, dio a entender en la conversación que elmatrimonio de Lucía había tenido lugar el día ante-rior, pero luego hizo una ligera alusión al día en quese hallaban de la semana, y eso pareció intranquili-zar al doctor.

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Pero, por lo demás, estuvo tan sereno yapacible como de costumbre y el señor Lorry resol-vió llevar a cabo el plan que se había trazado.

Una vez se quedaron solos, el banquero di-jo a su amigo:

—Mi querido Manette, deseo conocer vues-tra opinión confidencial acerca de un caso muy cu-rioso que me interesa sobremanera.

El doctor miró sus manos, manchadas porsu reciente trabajo, y pareció dispuesto a escucharcon la mayor atención.

—Se trata de un querido amigo mío, doctorManette— continuó el señor Lorry.— Por eso buscovuestro consejo en beneficio de él y de su hija...pues tiene una hija, querido doctor.

—Si no me equivoco —dijo el doctor en vozbaja — se trata de algún choque mental...

—Precisamente.

—Haced el favor de darme toda clase dedetalles.

El señor Lorry observó que su amigo le en-tendía perfectamente y continuó diciendo:

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—En efecto, mi querido Manette, mi amigosufrió un choque mental hace ya mucho tiempo,choque que afectó su mente. No sé cuánto tiempoestuvo sufriendo su desgracia; porque mi amigo loignora por completo. El caso es que se repuso,aunque mi amigo ignora cómo, pero ha llegado aser un hombre normal, inteligente, capaz, de dedi-carse a trabajos intelectuales y de aumentar susconocimientos, que ya eran notables. Pero, pordesgracia, ha habido... una ligera recaída.

—¿De qué duración? —preguntó el doctoren voz baja.

—De nueve días con sus noches.

—¿Qué hizo vuestro amigo en ese tiempo?Si no me equivoco haría lo mismo que cuando hab-ía perdido su inteligencia.

—Precisamente.

—¿Lo visteis, antiguamente, dedicado a lamisma ocupación?

—Una vez tan sólo.

—¿Observasteis si hacía lo mismo en surecaída?

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—Creo que obraba exactamente de la mis-ma manera.

—Me habéis hablado de su hija. ¿Está ente-rada de la recaída?

—No. Se le ha ocultado por completo y creoque no lo sabrá nunca. Solamente estamos entera-dos yo y una persona en la que puedo fiar por com-pleto.

—Habéis obrado perfectamente —dijo eldoctor estrechando la mano de su amigo.

—Ahora bien, mi querido Manette, ya sabéisque soy hombre de negocios y, por lo tanto, incapazde ver claro en asuntos tan difíciles. Necesito vues-tro consejo y vuestra opinión acerca de las causasque originaron esta recaída. ¿Creéis que haya peli-gro de que sobrevenga otra? ¿Podría evitarse? ¿Encaso de que ocurriera a pesar de todo, cómo puedetratarse? ¿Qué puedo hacer en obsequio de miamigo? Probablemente con vuestra sagacidad,vuestros conocimientos y vuestra inteligencia, podr-éis darme el remedio que busco.

—Creo muy probable —dijo el doctor des-pués de ligera pausa —que vuestro amigo temía yala recaída.

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—¿Lo creéis así?

—En efecto. No podéis tener idea del pesoque en la mente del enfermo tienen esos temores yde cuán difícil es obligarles a hablar del motivo desu preocupación.

—¿No creéis que sería para él un alivioconfiarse en otra persona?

—Es probable, pero ya os he dicho que casino es posible que se decida a ello.

—¿Y a qué podéis atribuir su ataque? —preguntó el señor Lorry.

—Desde luego se puede atribuir a que des-pertaron los recuerdos que fueron causa de su en-fermedad. El paciente trataría de resistir, pero no lefue posible conseguirlo.

—¿Creéis que mi amigo puede recordar loque hizo durante su recaída?

El doctor meneó la cabeza y miró a su alre-dedor. Luego contestó:

—Absolutamente nada.

—Veamos ahora, mi querido doctor, cuál esvuestra opinión acerca del porvenir.

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—Tengo las más firmes esperanzas acercade él. Ya que el Cielo quiso que recobrase la lucideztan pronto, crea que ha pasado lo peor para él.

—Perfectamente. No sabéis cuánto me con-tenta eso. Pero quisiera conocer vuestra opiniónacerca de otros dos puntos.

—Os escucho.

—El primero es el siguiente: Mi amigo eshombre muy estudioso, enérgico y trabaja constan-temente para adquirir nuevos conocimientos en sucarrera. ¿No creéis que trabaja demasiado?

—No lo creo. Probablemente es mejor quesu mente esté siempre ocupada. Y creo que másbien le conviene el estudio y el trabajo.

—El segundo punto que deseo consultaroses éste: La ocupación que reanudó mi amigo en suataque, del que felizmente se ha repuesto, es... lade herrero, eso es, de herrero. En sus tiempos dedesgracia tenía la costumbre de trabajar en unapequeña forja, y mientras duró su recaída volvió, atrabajar en ella. ¿No creéis que hace mal con-servándola a su lado?

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El doctor no contestó, pero se pasó la manopor la frente.

—Siempre la ha tenido en su habitación —continuó el señor Lorry. ¿No sería mejor que la tira-se de una vez?

El doctor no contestó inmediatamente, peroluego dijo:

—Es muy difícil explicar ciertas cosas. Elpobre enfermo había deseado tanto, en un tiempo,que se le dejara trabajar, para olvidar con el trabajoel dolor que lo agobiaba, que, sin duda, no se haresuelto a alejar de sí lo que tanto consuelo le diodurante largos años de dolor. Y aun ahora, ya res-tablecido, al pensar en la posibilidad de que necesi-tara ocuparse en el mismo trabajo sin hallar lasnecesarias herramientas, siente terror comparablesolamente al que causaría a cualquiera el verseseparado de su hija.

—Perdonadme si insisto, pero ¿no creéisque la conservación de esas herramientas contribu-ye al recuerdo de las ideas con ella relacionadas?

El doctor guardó silencio, pero a los pocosinstantes dijo:

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—Haceos cargo de que se trata de un anti-guo amigo.

—A pesar de eso, creo que mi amigo hacemuy mal en conservar esos objetos —exclamó elseñor Lorry con mayor firmeza al advertir que sedebilitaba la resolución del doctor.— Estoy segurode que le es perjudicial y que por el amor de su hijadebería separarse de ellos.

—Por el amor de su hija puede autorizarseque se los quiten —contestó el doctor después dedudar un poco;— pero yo, en vuestro lugar, no mellevaría la fragua y las herramientas mientras élestuviera presente. Quitadlo todo cuando él no esté.

El señor Lorry se conformó y así terminó laconferencia. Pasaron un día en el campo y el doctoracabó de restablecerse. Pasó muy bien los tres díassiguientes y al cuarto marchó a reunirse con Lucía ysu marido. El señor Lorry le había explicado ya lasprecauciones que se tomaron para ocultar su esta-do, y así Lucía no pudo sospechar cosa alguna.

Por la noche del día en que el doctor salióde Londres, el señor Lorry se encaminó a la habita-ción del padre de Lucía, provisto de una cuchilla, deuna sierra, de un formón y de un martillo, escoltado

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por la señorita Pross que llevaba una luz. Y allí,después de haber cerrado la puerta y con el mayormisterio, como si se dispusieran a cometer un cri-men, el señor Lorry destrozó la banqueta, alumbra-do por la señorita Pross. Luego quemaron las asti-llas en la cocina y las herramientas y los zapatosfueron enterrados en el jardín. Y tanto el señor Lorrycomo la señorita Pross, mientras estaban ocupadosen su tarea, llegaron a creerse, y casi a parecercómplices de un crimen horrible.

Capítulo XX.— Una súplica

Cuando regresaron los recién casados desu viaje, la primera persona que acudió a felicitarlesfue Sydney Carton. No parecía haber mejorado detraje, de ademanes ni de aspecto, pero se advertíaen él cierta expresión de fidelidad que llamó la aten-ción de Carlos Darnay.

Sydney aprovechó la primera oportunidadpara hablar a solas con Carlos, y en cuanto lo hubollevado al hueco de una ventana le dijo:

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—Señor Darnay, tengo los mayores deseosde que seamos amigos.

—Me parece que lo somos ya contestóDarnay.

—Sois lo bastante amable para contestarmeasí, pero no deseo oír de vuestros labios palabrasde pura fórmula. Lo que deseo es lograr vuestraamistad sincera y verdadera.

—Casi no os comprendo —le contestó Car-los sonriendo.

—Es difícil darme a entender —dijo Syd-ney,— pero voy a intentarlo. ¿Os acordáis de ciertaocasión en que yo estaba más borracho que decostumbre?

—Recuerdo una ocasión en que me obli-gasteis a confesar que habíais bebido algo más dela cuenta.

—También yo me acuerdo. Pues bien, enaquella ocasión estuve insufrible acerca de si meerais simpático o no. Quisiera rogaros que olvidaraistodo aquello.

—Hace tiempo que lo olvidé.

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—¡Vuelta a las amabilidades de pura fórmu-la! Yo no me olvido con esa facilidad, y una res-puesta ligera como la que acabáis de darme no hade contribuir a que olvide.

—Os ruego que me perdonéis si mi res-puesta os pareció ligera —contestó Carlos Dar-nay— Creo que es una cuestión que no vale la pe-na, aunque a vos parece importaros mucho. Osrepito, a fe de caballero, que hace mucho tiempoque había olvidado tal cosa, lo cual no tiene granmérito, porque aquel día me prestasteis un favorinmenso.

—En cuanto a ese favor inmenso —replicóCarton— debo confesaros que lo hice tan sólo paralucirme profesionalmente, pero nada me importabalo que pudiera ser de vos.

—Hacéis ligera mi obligación —dijo Dar-nay,— pero no vamos a disputar acerca de vuestrarespuesta ligera.

—Es la verdad, señor Darnay. Os lo asegu-ro. Pero me he desviado de mi propósito. Hablabade mi deseo de que seamos amigos. Ya me conoc-éis; sabéis que soy incapaz de cualquiera cosa no-ble y elevada, y si lo dudáis preguntad a Stryver.

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—Siempre he preferido formar mis opinio-nes por mí mismo.

—Perfectamente. Ya sabéis que soy un pe-rro vicioso que jamás ha hecho bien alguno ni lohará.

—No estoy muy seguro de que “no lo har-éis”.

—Os lo aseguro. Pero vamos al asunto. Sipodéis soportar a una persona tan indigna como yoy permitís que venga a vuestra casa de vez encuando, para entrar y salir cuando me convenga yque se me considere sencillamente como un mue-ble o algo por el estilo, me consideraré feliz. Puedoañadir que no abusaré de vuestro permiso y estoyseguro de que no os molestaré cuatro veces poraño, aunque me gustaría saber que abuso.

—Probadlo.

—Es un modo de decirme que me conced-éis lo que pido. Muchas gracias, Darnay. ¿Me per-mitís que use de ese permiso?

—Desde ahora estáis autorizado.

Se estrecharon las manos y Sydney se alejóde Darnay.

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Un minuto después era, exteriormente, taninsubstancial como siempre.

Cuando estuvo Carlos Darnay habló al doc-tor, al señor Lorry y a la señorita Pross, de su con-versación con Sydney, al que calificó de indiferentey de atolondrado y aunque no se refirió a él conamargura ni con dureza, expresó el sentir de cadauno acerca de aquel hombre. Desde luego Darnayno tenía idea de que Sydney pudiera existir en lamente de su joven y bella esposa, pero cuando sereunió con ella en sus habitaciones particulares, laencontró, en apariencia, preocupada.

—¿Qué tienes? —le preguntó Darnay, ro-deándole el talle con su brazo.— ¿Estás preocupa-da?

—Sí, querido Carlos —contestó la joven.—Tengo algo que decirte.

— ¿Qué es ello?

— ¿Quieres prometerme no preguntarme site ruego que no lo hagas?

—Te lo prometo.

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—Creo, Carlos, que el pobre señor SydneyCarton merece más consideración y respeto del quehas expresado esta noche.

—¿De veras, querida mía? ¿Por qué?.

—Te ruego que no me lo preguntes, pero teaseguro que es así como te digo.

—Si lo sabes ya es bastante. ¿Qué quieresque haga, vida mía?

—Te ruego que seas siempre generoso,con él y que disculpes sus faltas cuando no estécon nosotros. Te ruego que creas que posee uncorazón que pocas veces se revela y que está cu-bierto de profundas heridas. Créeme, querido mío,que lo he visto sangrando.

—Me duele —contestó Carlos asombrado—haberle tratado mal. Pero nunca me figuré eso deél.

—Pues así es. Temo que no hay esperanzade que pueda corregirse, pero estoy segura de quees capaz de hacer cosas nobles, buenas y hastamagnánimas.

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Estaba tan hermosa en la pureza de su feen aquel hombre perdido, que su marido no sehabría cansado de contemplarla.

—Y además, amor mío —añadió reclinandosu hermosa cabeza en el pecho de su marido,—piensa en cuánta es nuestra felicidad y cuán des-graciado es él en su miseria.

Esta súplica llegó al corazón de Carlos, queexclamó:

—Siempre me acordaré de eso, amor mío.Lo tendré presente mientras viva.

Se inclinó sobre la dorada cabeza, besó loslabios rosados de su esposa y la estrechó entre susbrazos. Y si un paseante nocturno, que recorríaentonces las obscuras calles, pudiera haber sidotestigo de aquella inocente súplica, o viera laslágrimas de conmiseración que besaba su maridoen los suaves y azules ojos tan amantes, habríaexclamado —y tales palabras no saldrían por vezprimera de sus labios:

—¡Dios la bendiga por su dulce compasión!.

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Capítulo XXI.— Pasos que repite el eco

El rincón de la calle en que vivía el doctorera maravilloso por los ecos que repetía. Mientrasse ocupaba activamente en retorcer el hilo de oroque unía a su marido, a su padre, a sí misma y a suantigua ama y compañera, en una vida dichosa ytranquila, Lucía estaba sentada en el sonoro rincónescuchando el eco de los pasos del tiempo.

Al principio, a pesar de ser una esposa feliz,muchas veces se le caía la labor del regazo y senublaban sus ojos. Porque algo llegaba a sus oídoscon los ecos, algo ligero y muy lejano, apenas audi-ble, que estremecía su corazón. Eran esperanzas ydudas, dudas de permanecer en la tierra, de gozarde aquella nueva delicia. Entre los ecos oía, a ve-ces, el ruido de pasos sobre su temprana tumba ypensaba en el esposo que se quedaría desolado yque tanto la lloraría. Y estas ideas hacían que elllanto acudiese a sus ojos y se echaba a llorar.

Pasó aquel tiempo y en su regazo descan-saba la pequeña Lucía. Luego entre los ecos seoían los pasos de sus piececitos y el rumor de susbalbuceos infantiles. Y Lucía siempre ocupada en

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retorcer el hilo de oro que los reunía a todos, en losecos de los años oía solamente sonidos amistosos.El paso de su marido era fuerte y próspero; el de supadre firme e igual y el de la señorita Pross desper-taba los ecos como un indómito corcel que sufre elcastigo de la fusta y que relincha y patea.

Y hasta cuando se oían ruidos tristes, noeran crueles ni despiadados. Cuando una cabelleradorada, como la suya propia, descansaba en unaalmohada, en torno del rostro pálido de un niño quecon radiante sonrisa dijo: “Querido papá y queridamamá, mucho siento tener que dejaros a vosotros ya mi hermanita; pero me llaman y he de marchar-me”, no fueron lágrimas de agonía las que mojaronlas mejillas de la madre cuando de entre sus brazoshuyó el alma que le había sido confiada. Con elrumor de las alas de un ángel se confundieron otrosque no eran por completo terrestres, pues conteníanun aliento celestial. Suspiros de los vientos quesoplaban sobre una pequeña tumba llegaban aoídos de Lucía, en tanto que su hijita estudiaba conseriedad cómica las lecciones de la mañana o vest-ía una muñeca charloteando en la lengua de las dosciudades que se habían combinado en su vida.

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Raras veces repetían los ecos los pasos re-ales de Sydney Carton. A lo sumo seis veces al añoiba a ejercitar su derecho de llegar a la casa sin serinvitado y sentarse entre ellos en la velada. Nuncallegó allí cargado de vino.

En cuanto al señor Stryver, se franqueabael paso a través de las leyes, como poderosa navede vapor que cruza por las turbias aguas y arrastra-ba a su amigo en su camino como aquélla arrastraun bote por la estela que va dejando.

Stryver era rico; se había casado con unahermosa viuda que tenía extensas propiedades ytres hijos, que no tenían de particular otra cosa quelas púas aceradas que cubrían sus cabezas a guisade cabello.

Esos tres personajes echaron a andar anteStryver, que exudaba la más ofensiva protecciónpor todos sus poros, en dirección a la casita deSoho, donde fueron ofrecidos al esposo de Lucíacomo discípulos, en tanto que Stryver decía con lamayor delicadeza:

—Aquí os traigo tres pedazos de pan conqueso para aumentar el almuerzo matrimonial, Dar-nay.

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La cortés negativa a aceptarlos irritó sobre-manera al señor Stryver, quien, en adelante, contri-buyó a la educación de aquellos caballeritos, po-niéndoles en guardia contra el orgullo de los mendi-gos como aquel profesor. También tenía la costum-bre de referir a su esposa, cuando estaba cargadode vino, las artimañas de que se valió la señoraDarnay para “pescarle” y de las habilidades de quetuvo que valerse para no ser “pescado”. Algunos desus compañeros de profesión le excusaban diciendoque lo había referido tantas veces que acabó porcreerlo. Estos eran, entre otros, los ecos que Lucíaescuchaba, a veces pensativa y otras divertida,hasta que su hija tuvo seis años. Inútil es decir cuáncerca de su corazón resonaban los ecos de los pa-sos de su hija, de su padre y de su marido.

Pero había otros ecos distintos que rugíanamenazadores. En el sexto cumpleaños de Lucíaempezaron a ser espantosos, como si se desenca-denara una gran tempestad en Francia y los maresse alborotaran.

Una noche, a mediados de julio de mil sete-cientos ochenta y nueve, el señor Lorry llegó algotarde, desde el Banco Tellson, y se sentó al lado deLucía y de su marido, junto a la obscura ventana.

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Hacía mucho calor, la noche era pesada y todosrecordaron la de aquel domingo en que vieran re-lampaguear desde el mismo sitio.

—Empiezo a creer —dijo el señor Lorryechándose la peluca hacia atrás — que prontotendré que pasar la noche en el Banco. Tenemostanto que hacer que no sabemos siquiera por dóndeempezar. Parece que en París cunde la intranquili-dad y que todo el mundo se apresura a testimoniarsu confianza en nosotros. Nuestros clientes pareceque no vean el momento de confiarnos su fortuna.Positivamente, entre muchos de ellos reina la maníade mandar dinero a Inglaterra.

—Esto es un mal síntoma —dijo Darnay.

—Es cierto, aunque no conocernos la cau-sa. La gente apenas raciocina.

—Sin embargo, ya sabéis cuán cargado yamenazador está el cielo.

—Lo sé. Naturalmente —dijo el señor Lorrytratando de convencerse a sí mismo de que estabade mal humor,— pero deseo pelearme con alguiendespués de trabajar tanto. ¿Dónde está Manette?

—Aquí —dijo el doctor entrando.

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—Me complace que estéis en casa, porquelas prisas y los presentimientos de todo el día mehan puesto nervioso sin motivo. ¿Vais a salir?

—No, pero voy a jugar al chaquete con vos,si queréis —contestó el doctor.

—No tengo ganas esta noche. ¿Está el tédispuesto, Lucía? No puedo verlo con tan poca luz.

—Se os ha guardado.

—Gracias, querida. ¿Está dormida la niña?

—Profundamente.

—Así me gusta, que todos estén en casa yen buena salud. Estoy preocupado, a causa delmucho trabajo del día. Ya no soy joven.

Mientras aquellos amigos estaban sentadosen la casa de Soho, resonaban en París y en elbarrio de San Antonio ruido de pies alocados y peli-grosos que penetran a la fuerza en la vida de cual-quiera y que son difíciles de limpiar si alguna vez setiñen de rojo.

Aquella mañana San Antonio se vio invadi-do por una masa de gente miserable que iba de unaparte a otra, sobre cuyas cabezas ondulantes brilla-

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ba, a veces, la luz al reflejarse en los sables y lasbayonetas. Tremendo rugido surgía de la gargantade San Antonio, y se agitaba en el aire un verdade-ro bosque de armas desnudas, como ramas deárboles sacudidas por el viento invernal; todos losdedos oprimían con fuerza un arma o cualquiercosa que sirviera de tal.

Nadie habría podido decir quién se las dabani de dónde procedían; pero en breve se distribuye-ron mosquetes, cartuchos, pólvora y balas, barrasde hierro y de madera, cuchillos, hachas, picas ytoda arma que se pudiera encontrar o imaginar. Ylos que no tenían otra cosa se dedicaban con en-sangrentadas manos a sacar de las paredes laspiedras y los ladrillos. Todos los corazones, en SanAntonio, latían con el apresuramiento de la fiebre, ytodo ser que tenía vida estaba dispuesta a sacrifi-carla.

Así como un remolino de agua hirviente tie-ne su vorágine, así aquel remolino humano tenía sucentro en la taberna de Defarge, y cada una de lasgotas humanas que había en el monstruoso calderomostraba tendencia a dirigirse hacia el punto en quese hallaba Defarge, sucio de sudor y de pólvora,que daba órdenes, entregaba armas, hacía avanzar

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a unos y retroceder a otros, desarmaba a uno paraarmar a otro y trabajaba como un endemoniado enlo más espeso de aquella confusión.

—¡Ponte cerca de mí, Jaime Tres! —gritóDefarge;— y vosotros, Jaime Uno y Jaime Dos,separaos o poneos a la cabeza de tantos patriotascomo os sea posible. ¿Dónde está mi mujer?

—¡Aquí! —le gritó su esposa siempre tran-quila aunque sin estar entregada a su labor de cal-ceta. La decidida mano derecha de aquella mujertenía asida un hacha y en su cintura llevaba unapistola y un cuchillo.

—¿Adónde vas, mujer?

—Ahora contigo —le contestó ella.— Luegoya me verás a la cabeza de las mujeres.

—¡Ven, pues! —exclamó Defarge con fuertevoz.— ¡Ya estamos listos, patriotas y amigos! ¡A laBastilla!

Con un rugido como si, al oír la detestadapalabra, resonaran todas las voces de Francia, selevantó aquel mar viviente, y sus numerosas olea-das se extendieron por parte de la ciudad. Se oían

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campanadas de alarma, redoblar de tambores yaquel mar alborotado empezó el ataque.

Profundos fosos, doble puente levadizo,macizos muros de piedra, ocho enormes torres,cañones, mosquetes, fuego y humo... A través delfuego, y del humo, en el fuego y en el humo, porqueaquel mar lo arrojó contra un cañón, y en un instan-te se convirtió en artillero, Defarge, el tabernero,trabajó como valeroso soldado por espacio de doshoras. Profundo foso, un solo puente levadizo, ma-cizos muros de piedra, ocho grandes torres, caño-nes, mosquetes, fuego y humo... Cae un puentelevadizo. ¡Animo, camaradas! ¡Animo, Jaime Uno,Jaime Dos, Jaime Mil, Jaime Dos Mil, Jaime Veinti-cinco Mil! ¡En nombre de los ángeles o de los dia-blos, como queráis! ¡Animo! Así gritaba Defarge, eltabernero, junto a su cañón, que estaba ya rojo.

—¡A mí las mujeres!— gritaba Madame De-farge: ¡Cómo! ¿No podremos matar como los hom-bres cuando haya caído la plaza?

Y acudían a su lado gritando numerosasmujeres diversamente armadas, pero todas igualespor el hambre y la sed de venganza que las anima-ba.

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Cañones, mosquetes, fuego y humo... peroaun resistían el profundo foso, el puente levadizo,los macizos muros de piedra y las ocho enormestorres. En el mar que atacaba se veían pequeñosdesplazamientos originados por los heridos quecaían. Chispeantes armas, antorchas ardientes,carros humeantes llenos de paja húmeda, enormesesfuerzos junto a las barricadas, gritos, maldiciones,actos de valor, estruendos, chasquidos y los furio-sos rugidos del viviente mar; pero aun resistían elprofundo foso, el puente levadizo, los macizos mu-ros de piedra y las ocho enormes torres; no obstan-te, Defarge, el tabernero, seguía disparando sucañón doblemente enrojecido por el incesante fuegode cuatro horas.

Una bandera blanca desde dentro de la for-taleza y un parlamentario... apenas visible entreaquella tempestad y por completo inaudible. Depronto el mar se encrespó y arrastró a Defarge, eltabernero, sobre el tendido puente levadizo, lo hizopasar más allá de los macizos muros de piedra,entre las ocho enormes torres que se habían rendi-do.

Tan irresistible era la fuerza del océano quelo arrastraba, que, para él, era tan impracticable

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respirar como volver la cabeza, como si hubieraestado luchando contra la resaca del mar del Sur,hasta que, por fin, se vio dentro del patio exterior dela Bastilla.

Allí, apoyado en una pared, hizo un esfuer-zo para mirar a su alrededor. Cerca de él, estabaJaime Tres, y la señora Defarge, capitaneando aalgunas mujeres, se hallaba a poca distancia empu-ñando el cuchillo. El tumulto era general, reinaba laalegría, la estupefacción y se oía un ruido espanto-so.

—¡Los presos!

—¡Los registros!

—¡Los calabozos secretos!

—¡Los instrumentos de tortura!

—¡Los presos!

Entre estos gritos y otras mil incoherencias,el grito más general entre aquel mar de cabezas erael de: “¡Los presos!” Cuando penetraron los más enel interior de la fortaleza, llevando consigo a losoficiales, y amenazándolos de muerte inmediata sidejaban de mostrarles el más pequeño rincón, De-farge dejó caer su fuerte mano sobre el pecho de

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uno de aquellos hombres, ya de alguna edad, quesostenía una antorcha encendida, lo separó delresto y lo acorraló contra la pared.

—¡Llévame a la Torre del Norte! —ordenó.— ¡Vivo!

—Con mucho gusto —contestó el hom-bre,— si queréis acompañarme. Pero no hay nadieallí.

— ¿Qué significa “Ciento cinco, Torre delNorte? —preguntó Defarge— ¡Contesta!

—¿Que qué significa?

—¿Se refiere a un hombre o a un calabozo?¿Quieres que te mate?

—¡Mátale! —gritó Jaime Tres que se habíaacercado.

—Señor, es un calabozo.

—¡Enséñamelo!

—Venid por aquí.

Jaime Tres, evidentemente desilusionadopor el giro que tomaba, el diálogo y que no hacíapresumir que hubiera sangre, cogió el brazo de

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Defarge mientras éste asía al carcelero. En aquellosmomentos los tres habían estado con las cabezasjuntas, pero ni aun así habrían podido oírse, tantremendo era el ruido de aquel océano vivientecuando hizo irrupción en la fortaleza e inundó lospatios, los pasadizos y las escaleras. Pero fuera elescándalo era también formidable y a veces entrelos clamores de todos surgían algunos gritos másfuertes que se elevaban en el aire como chorros deagua.

A través de lóbregos corredores en quenunca había brillado la luz del día, pasando ante lashorribles puertas de obscuras mazmorras y jaulas,bajando cavernosas escaleras o subiendo pendien-tes ásperas de piedra y de ladrillo, más semejantesa cascadas secas que a escaleras, Defarge, el car-celero y Jaime Tres, cogidos del brazo, iban contoda la rapidez posible. De vez en cuando, espe-cialmente al principio, la inundación les cerraba elpaso o los arrastraba, pero en cuanto empezaron asubir una torre se vieron solos.

Cercados entonces por el macizo, espesorde los muros y de las arcadas, se oía muy débil-mente la tempestad que se desarrollaba dentro yfuera de la fortaleza, como si el ruido que antes

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tuvieron que soportar les hubiese destrozado losoídos.

Se detuvieron, por fin, ante una puerta baja,el carcelero puso una llave en la cerradura, se abrióla puerta lentamente y dijo cuando sus compañerosinclinaban la cabeza para entrar:

—¡Ciento cinco, Torre del Norte!

Había en lo alto de la pared una ventanitaenrejada y con una especie de pantalla de piedraante ella, de manera que solamente se pudiera verel cielo después de echarse casi al suelo. A pocadistancia había una chimenea, también cerrada porespesa reja y en el hogar se veían los restos carbo-nizados de un poco de leña. Había un taburete, unamesa y un lecho de paja. Las paredes estaban en-negrecidas y en una de ellas se veía una anilla dehierro oxidado.

—Pasa la antorcha, despacio, a lo largo deestas paredes, porque quiero verlas —ordenó De-farge al carcelero.

Este obedeció y Defarge siguió atentamentela luz que proyectaba sobre las paredes.

—¡Alto! ¡Mira aquí, Jaime!

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—¡A. M.! —exclamó Jaime leyendo estasiniciales.

—¡Alejandro Manette! —le dijo Defarge aloído, siguiendo con el dedo el dibujo de las letras.—Y aquí escribió: “Un pobre médico.” Él fue, sin duda,el que grabó un calendario en la piedra. ¿Qué llevasen la mano? ¿Una barra de hierro? ¡Dámela!

Defarge tenía aún en la mano el botafuegodel cañón. Cambió este instrumento por el otro yderribando la mesa y el taburete los redujo a astillasde unos cuantos golpes.

—¡Levanta la luz! —gritó enojado al carcele-ro.— Mira con cuidado entre las astillas, Jaime.Toma, ahí va mi cuchillo —dijo entregándoselo.—Abre ese jergón y busca entre la paja. ¡Levanta laluz, tú! Dirigiendo una mirada amenazadora al car-celero, se echó al suelo y con la barra de hierroempezó a hacer fuerza en las rejas de la chimenea.Poco después cayó algo de mortero, y entre loshuecos que aparecieron y hasta en la ceniza buscócon el mayor cuidado.

—¿No hay nada entre la madera ni entre lapaja, Jaime?

—Nada.

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—Hagamos un montón con todo en el cen-tro del calabozo. Tú préndele fuego. El carceleroprendió fuego al montón, que ardió perfectamente.Luego, dejando aquella hoguera encendida, los treshombres salieron y regresaron por el mismo cami-no; les parecía que iban recobrando gradualmenteel sentido del oído a medida que bajaban al nivel delsuelo, hasta que, por fin, se hallaron, una vez más,entre las turbulentas olas de la multitud.

Las encontraron revueltas en busca de De-farge. San Antonio gritaba y profería clamores en sudeseo de que su tabernero fuese el jefe de la guar-dia del gobernador que defendiera la Bastilla y or-denara disparar contra el pueblo. De otra manera elgobernador no podría ir al Hôtel de Ville para serjuzgado. De otra suerte se escaparía, y la sangredel pueblo (que de pronto había adquirido algúnvalor, después de muchos años de no valer nada)no podría ser vengada.

Entre aquellos gritos apasionados y airadosque cercaban a aquel severo y anciano oficial, aquien hacía más visible su casaca gris con adornosrojos, sólo había una persona que estuviera tranqui-la y era una mujer.

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—¡Aquí está mi marido! —dijo señalándo-lo.— Este es Defarge.

Estaba inmóvil al lado del severo oficial y nose separó de él cuando ya se encontraba cerca desu destino, ni cuando las turbas empezaron a herirlopor la espalda; permaneció a su lado mientras sobreel desgraciado empezaba a caer una lluvia de cu-chilladas y de golpes y a su lado continuaba cuandoel pobre cayó muerto. Entonces pareció animarse, yponiéndole el pie sobre el cuello le cortó la cabezacon su cruel cuchillo. Había llegado la hora en queSan Antonio se disponía a ejecutar la terrible ideade colgar hombres de los faroles para mostrar quiénera él y lo que podía hacer. La sangre de San Anto-nio se calentaba a medida que se enfriaba la de latiranía y del despotismo, ante los golpes asestadospor el hierro, y corría por los escalones del Hôtel deVille, en donde yacía el cuerpo del gobernador, bajola suela del zapato de la señora Defarge mientras lotuvo aprisionado para mutilarlo.

—¡Bajad aquel farol! —exclamó San Anto-nio después de mirar a su alrededor en busca denuevos instrumentos de muerte.— ¡Aquí hay uno desus soldados que se quedará de guardia en él! —Y

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el centinela se quedó balanceándose mientras elmar viviente se alejaba.

Pero en el océano de caras, en las que serepresentaba vívidamente toda la furia de que escapaz el hombre, había dos grupos de rostros —siete en cada uno— que contrastaban de tal maneracon los restantes, que nunca el mar arrastró otrosmás tétricos y demacrados. Eran los rostros de sietepresos, de pronto libertados por la tempestad queabrió sus tumbas, y que eran llevados a cierta alturasobre los demás.

Todos estaban atónitos, espantados y atur-didos, como si ya hubiese llegado el Día del juicio ylos que los rodeaban fuesen espíritus perdidos.Otros siete rostros se veían también, a mayor alturaque los de los presos, siete rostros muertos, cuyospárpados caídos y ojos medio cerrados esperabanel Día del juicio. Eran rostros impasibles, en los quela vida parecía suspendida solamente y no extingui-da; rostros sumidos en temible duda, como si fuerana levantar los caídos párpados de sus ojos y sedispusieran a prestar testimonio con los exangüeslabios, exclamando: “¡Tú lo hiciste!”

Siete presos libertados, siete cabezas en-sangrentadas, las llaves de la maldita fortaleza, de

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las ocho fuertes torres, algunas cartas y memorialesde antiguos presos, ya muertos o desaparecidos... yalgo más por el estilo, todo eso iba con los sonorospasos de la escolta de San Antonio a través de lascalles de París, a mediados de julio de mil setecien-tos ochenta y nueve. ¡Quiera el Cielo alejar de lavida de Lucía Darnay el eco de aquellos pies! Por-que son pies alocados y peligrosos; y como en losaños tan lejanos ya, cuando se rompió un barril devino ante la taberna de Defarge, no se limpiabanfácilmente cuando una vez se habían teñido de rojo.

Capítulo XXII.— La marea sube todavía

Solamente durante una semana de triunfopudo el terrible San Antonio ablandar el pan duro yamargo que se comía, en la medida que le fue posi-ble, con la alegría de abrazos fraternales y de felici-taciones, cuando ya la señora Defarge estaba sen-tada como de costumbre junto a su mostrador, pre-sidiendo la reunión de los parroquianos. La señoraDefarge no llevaba ya rosa alguna en el peinado,porque en una semana la gran hermandad de losespías se había vuelto muy circunspecta y no se

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atrevía a confiarse a la merced del santo. Los faro-les que colgaban a través de las calles tenían paraellos un balanceo siniestro.

La señora Defarge, cruzada de brazos, es-taba sentada, vigilando la taberna y la calle. Enambas había algunos grupos de holgazanes, escuá-lidos y miserables, pero en su miseria se advertía laexpresión del poderío que habían conquistado. To-das las débiles manos, que hasta entonces carecie-ran de trabajo, tenían ya ocupación constante enherir y matar. Los dedos de las mujeres que se de-dicaran a hacer calceta, estaban ya aficionados aotra cosa, desde que sabían que podían desgarrar,Hubo un gran cambio en el aspecto de San Antonio,que permaneció invariable durante muchos siglos,pero últimamente había alterado por completo suexpresión.

Todo lo observaba la señora Defarge con lacomplacencia propia del jefe de las mujeres de SanAntonio. Una de ellas, que formaba parte de la her-mandad, hacía calceta a su lado. Era gruesa y re-choncha, esposa de un tendero medio muerto dehambre y madre de dos hijos, y se había constituidoen teniente de la tabernera, conquistando el hala-güeño nombre de “La Venganza”.

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—¡Escuchad! —dijo La Venganza.—¿Quién llega?

Como reguero de pólvora llegaron los rumo-res a la taberna.

—¡Es Defarge! —dijo su mujer.— ¡Silencio,patriotas!

Llegó Defarge jadeando, se quitó el gorroencarnado que llevaba y miró a su alrededor, entanto que su mujer exclamaba:

—¡Escuchad, todos! ¡Habla, marido! ¿Quéocurre?

—Hay noticias del otro mundo.

—¡El otro mundo! —exclamó la mujer conacento burlón.

—¿Se acuerda alguno del viejo Foulon, quedijo al pueblo hambriento que comiera hierba y queluego se murió y fue al infierno?

—Sí, lo recordamos.

—Pues hay noticias de él. Está entre noso-tros.

—¿Entre nosotros? ¿Muerto?

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—No está muerto. Nos temía tanto... y conrazón..., que se hizo pasar por muerto y se celebrósu entierro y su funeral. Pero lo han encontradovivo, escondido en el campo, y lo han traído. Acabode verlo en el Hôtel de Vílle. Está preso. Tengorazón al decir que nos temía. Decid, ¿tenía razón?

Habríase muerto de terror aquel desgracia-do pecador, de más de setenta años si hubiesepodido oír el grito general que contestó a las pala-bras del tabernero.

Hubo un momento de silencio. Se miraronmarido y mujer, La Venganza se inclinó y se oyó elredoblar de un tambor.

—¿Estamos listos, patriotas? —exclamó eltabernero.

Instantáneamente apareció el cuchillo de laseñora Defarge; el tambor redoblaba por las callescomo si él y quien lo tocaba hubiesen aparecido porarte de magia; y La Venganza, profiriendo espanto-sos gritos y levantando los brazos, semejante, no auna, sino a cuarenta Furias, iba de casa en casapara excitar a las mujeres.

Terribles eran los hombres que, animadospor la cólera, asomaban sus rostros por las venta-

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nas asiendo las armas que estaban a su alcance,salían a la calle; pero el aspecto de las mujeresbastaba para helar la sangre del más valiente. Ibancon el cabello suelto, excitándose unas a otras,hasta que enloquecían profiriendo salvajes gritos yse agitaban con descompuestos ademanes.

—¡Muera el villano Foulon que me robó a mihermana!

—¡Maldito sea, que me robó a mi madre!

—¡A mí me quitó a una hija!

—¡El asesino que dijo al pueblo que comie-ra hierba!

Y, gritando y pidiendo a los hombres que lesdieran la sangre del malvado Foulon, se poníanfrenéticas, y después de aullar como fieras y dearañar a sus mismos amigos, rodaban por el suelopresa de convulsiones y desmayos, costando nopoco a los suyos salvarlas de ser pisoteadas.

Mas no se perdió un sólo instante. Foulonestaba en el Hôtel de Ville y capaces eran de dejar-lo en libertad, pero eso no sería si San Antonio pod-ía impedirlo y vengar sus sufrimientos, insultos einjusticias. Hombres y mujeres armados salieron tan

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aprisa del barrio que, al cabo de un cuarto de hora,no había nadie en San Antonio, excepción hecha delos viejos y de los llorosos niños.

Pronto llegaron a la sala del Hôtel de Villeen que se hallaba aquel viejo, feo y malvado. LosDefarge, marido y mujer, La Venganza y Jaime Tresestaban en primera fila y a poca distancia del objetode sus iras.

—Mirad —dijo la tabernera señalando alviejo con la punta de su cuchillo.— Mirad al viejovillano atado con cuerdas. Lo mejor sería atarle a laespalda un haz de hierba. ¡Ja, ja! ¡Que se la comaahora!

Estas palabras corrieron de boca en boca yfueron del gusto general, porque todos aplaudieron.Casi inmediatamente Defarge saltó la barrera que loseparaba del viejo y lo estrechó en mortal abrazo,en tanto que su mujer, que lo había seguido, agarróuna de las cuerdas que sujetaban al preso.

Enseguida se oyeron gritos de: “¡Sacadlo!¡Colgadlo de un farol!” El desgraciado fue arrastradohasta la calle. A veces se veía obligado a seguir decabeza y otras se arrastraba sobre las rodillas. Nu-merosas manos lo golpeaban y le llenaban la boca

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de hierba y de paja; y así arrastrado, desgarrado,herido, jadeante y ensangrentado, aunque siemprepidiendo misericordia, fue izado al farol más cerca-no.

Rompióse la cuerda y cayó al suelo; por se-gunda vez lo izaron y nuevamente se rompió lacuerda. Lo recogieron gemebundo y la tercera vezla cuerda fue compasiva y resistió su peso; pocotardó su cabeza en ser clavada a una pica, consuficiente hierba en la boca para que San Antoniopudiera bailar de contento.

Pero la tarea del día no acabó aquí, porquetanto bailó y gritó San Antonio, que empezó a hervirsu sangre, y al oír que un yerno del muerto, otroenemigo del pueblo, estaba a punto de entrar enParís, escoltado por quinientos jinetes armados, fuea su encuentro, se apoderó de él, clavó su corazóny su cabeza en otras tantas picas y, llevando lostres trofeos de la jornada, organizó una alegre pro-cesión por las calles.

Poco antes de cerrar la noche hombres ymujeres volvieron al lado de sus hijos llorosos yprivados de pan. Entonces las tiendas de los pana-deros se vieron sitiada por largas filas de gente queesperaba pacientemente turno para comprar pan; y

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mientras esperaban con los estómagos débiles yvacíos, engañaban el tiempo abrazándose unos aotros para celebrar las victorias del día y sin cesarde hablar. Gradualmente se acortaron las filas y sedisiparon; entonces empezaron a brillar pobres lu-ces en las altas ventanas y en la calle se encendie-ron míseras hogueras en las que los vecinos guisa-ban en común, para ir después a cenar ante suspuertas respectivas.

Pobres e insuficientes eran aquellas cenas,limpias de carne y de salsas que pudieran acompa-ñar al mísero pan, mas la fraternidad humana habíainfundido mejor sabor en aquellas pobres viandas yencendió en ellos algunos destellos de alegría. Pa-dres y madres que tomaron parte activa en lo peorde la jornada jugaban cariñosamente con sus des-nutridos hijos, y los enamorados, a pesar del mundoque les rodeaba, se amaban y esperaban.

Era ya casi de día cuando se retiraron de lataberna de Defarge los últimos parroquianos, ymientras el señor Defarge cerraba, la puerta, dijo asu mujer:

—¡Por fin llegó, querida!

—Sí... casi —contestó su mujer.

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San Antonio dormía, los Defarge dormían yhasta La Venganza dormía al lado de su tenderomedio muerto de hambre y el tambor callaba. La deéste era la única voz en San Antonio que no cam-biara a pesar de la sangre y de la violencia.

Capítulo XXIII.— Estalla el incendio

Algún cambio hubo en la aldea de la fuente,de la que salía todos los días el peón caminero parasacar de las piedras de la carretera los pedazos depan que le servían para mantener su pobre vida. Laprisión del tajo ya no era tan temible como antes; laguardaban soldados, aunque no muchos y algunosoficiales tenían la misión de guardar a los soldados,pero ninguno de ellos sabía lo que harían éstos..., aexcepción de que no obedecerían lo que se lesordenase.

La comarca estaba arruinada por completo.Todo era miserable, desde las cosechas hasta lagente. Monseñor, a veces dignísimo como persona,era una bendición nacional y daba un tono caballe-resco a las cosas, pero como clase social era lacausa de aquel estado de ruina, y no encontrando

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ya nada que morder, Monseñor se alejaba de unfenómeno tan desagradable como inexplicable.

Pero éste no era el cambio ocurrido enaquel pueblecillo y en otros muchos que se le pa-recían. Durante muchos años Monseñor apenas sedignaba favorecer a sus vasallos con su presencia,excepto cuando iba a cazar... animales u hombres.El cambio consistía en la aparición de rostros debaja estofa, más que en la desaparición de los decasta distinguida.

El peón caminero mientras trabajaba soloen el arreglo de los caminos preocupado con lopoco que tenía para cenar y en lo mucho que co-mería si lo tuviese, levantaba a veces los ojos de sutrabajo, y veía acercarse a pie a un hombre de rudoaspecto, cosa antes desusada, pero entonces muycorriente. Al aproximarse, el peón caminero advertíaque se trataba de un individuo de bárbara expre-sión, de revuelto cabello, alto, calzado con zuecos,de siniestra mirada, ennegrecido por el sol y llenode polvo y barro de pies a cabeza.

Un día del mes de julio se le presentó unhombre de éstos mientras él estaba sentado en unmontón de grava junto a un talud, abrigándose lo

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mejor que podía de una granizada que estaba ca-yendo.

El hombre lo miró, miró al pueblo en la hon-donada, al molino y a la prisión del tajo.

Cuando hubo mirado todo eso dijo en un di-alecto casi ininteligible:

—¿Cómo va, Jaime?

—Bien, Jaime.

—¡Chócala, pues!

Se estrecharon las manos y el hombre sesentó en el montón de grava.

—¿Hay comida?

—Nada más que cena —contestó el peóncaminero con cara de hambre.

—Es la moda —contestó el hombre.— Nopuedo encontrar comida en ninguna parte.

Sacó una pipa ennegrecida, la llenó, la en-cendió con el eslabón y empezó a chupar; luego, depronto la separó de sí y echó algo en la brasa, queardió produciendo una pequeña columna de humo.

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—¡Chócala! —exclamó al verlo el peón ca-minero. Y se dieron nuevamente la mano. —¿Estanoche? —preguntó.

—Esta noche —contestó el otro llevándosela pipa a la boca.

—¿Dónde?

—¡Aquí!

Se quedaron silenciosos, mirándose hastaque el cielo empezó a aclarar por encima del pue-blo.

—Dame detalles —dijo el desconocido mi-rando hacia la colina.

—Mira —contestó el peón caminero exten-diendo el dedo. Bajas por ahí, pasas a lo largo de lacalle y de la fuente...

—¡Llévese el diablo la calle y la fuente! —exclamó el otro. — No quiero pasar junto a fuentesni entrar en ninguna calle.

—Pues a cosa de dos leguas más allá de laloma que se alza sobre el pueblo...

—¡Perfectamente! ¿Cuándo acabas el tra-bajo?

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—A la puesta del sol.

—¿Quieres despertarme antes de marchar-te? Hace dos días con sus noches que voy andandosin descansar. Voy a terminar la pipa y luego medormiré como un leño. ¿Me despertarás?

—Sin duda.

El caminante acabó de fumar la pipa, laguardó en el pecho, se quitó los zuecos y se echósobre el montón de grava. Inmediatamente se dur-mió.

El peón caminero, cuyo gorro era ahora rojoen vez de azul, como en otro tiempo, parecía fasci-nado por la figura del desconocido. Iba, como ya seha dicho, cubierto de un traje destrozado y, a juzgarpor el estado lastimoso de sus pies debía de haberandado mucho. Era evidente que, para hombres deaquel temple, nada valían las ciudades fortificadas,con sus barreras, cuerpos de guardia, puertas, trin-cheras y puentes levadizos.

El hombre dormía indiferente al granizo, a laluz del sol y a las sombras. Cuando llegó la hora dela puesta del sol el peón caminero lo despertó, des-pués de haber recogido sus herramientas.

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—Bien —dijo el desconocido levantándo-se.— ¿Dices que dos leguas más allá de esa coli-na?

—Más a menos.

—Está bien.

El peón caminero regresó a su casa y pron-to se halló ante la fuente, abriéndose paso entre lasflacas reses que habían sido llevadas a beber ymurmuró algo a los aldeanos.

Cuando éstos hubieron comido su pobrecena, no se marcharon a la cama como de costum-bre, sino que salieron a las puertas de sus casas yse quedaron allí. Todos hablaban en voz baja ytodos miraban ansiosos en la misma dirección. Elseñor Gabelle, el primer funcionario de la localidad,sintió cierta inquietud; se subió él solo al tejado ymiró en la misma dirección que los demás. Luegobajó los ojos para contemplar los sombríos rostrosde los aldeanos y mandó aviso al sacristán, queguardaba las llaves de la iglesia, acerca de la posi-bilidad de que aquella noche fuese necesario tocara rebato.

Cerró la noche. Los árboles que rodeabanel viejo castillo se balanceaban a impulsos del vien-

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to, como si amenazaran a la maciza construcción.Batía la lluvia las dos escalinatas que conducían ala terraza y algunas ráfagas de viento penetrabanen el castillo, fingiendo quejumbrosos gritos y mo-viendo las cortinas de la habitación en que durmierael marqués.

De los cuatro puntos cardinales avanzabancuatro desgreñadas figuras hollando la hierba yhaciendo crujir las ramitas, en dirección al patio delcastillo. Brillaron luego cuatro luces, se movieron endirecciones diferentes y todo quedó nuevamenteobscuro.

Pero no por mucho tiempo, porque prontoempezó el castillo a hacerse visible, con luz propia,como si se hiciera luminoso. Se elevó luego unallamarada por detrás de la fachada, apareciendo enlos sitios abiertos de la misma y en breve, por todoslos huecos de la construcción, empezaron a salirllamas.

Se oyó ruido en torno de la casa y de prontoalguien ensilló un caballo que empezó a correr através de las tinieblas, hacia el pueblo, y el corcelcon su jinete se detuvo ante la puerta de la casa delseñor Gabelle.

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—¡Socorro, Gabelle! ¡Auxilio, todos!

La campana tocaba a rebato, pero fuera deesta ayuda, si lo era, nadie acudió para prestar laque se pedía. El peón caminero, que se hallaba condoscientos cincuenta amigos en torno de la fuente,miraba con los brazos cruzados la columna de fue-go que se elevaba hacia el cielo.

El jinete volvió a montar en su caballo y algalope se dirigió hacia la prisión, ante cuya puertaun grupo de oficiales miraba el fuego y a poca dis-tancia de ellos estaban algunos soldados.

—¡Auxilio, caballeros oficiales! El castilloestá ardiendo y aun se podrían salvar muchos obje-tos de valor.

Los oficiales miraron a los soldados quecontemplaban el fuego, pero no dieron orden algunay contestaron encogiéndose de hombros:

—¡Que arda!

Mientras el mensajero regresaba al pueblo,los aldeanos, como un solo hombre, se habían me-tido en sus casas respectivas y encendían lucesjunto a todas las ventanas, pero como las velasescaseaban, fue preciso pedirlas prestadas, aunque

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de manera perentoria, al señor Gabelle; y al obser-var un momento de vacilación del funcionario, elpeón caminero, antes tan sumiso a su autoridad,hizo observar, que los coches serían un excelentecombustible y que los caballos de posta estaban enla mejor disposición para ser asados.

El castillo fue abandonado a sí mismo y ar-dió por completo. Los árboles inmediatos fueronpasto de las llamas y los que se hallaban a mayordistancia, incendiados también por los cuatro terri-bles personajes, enviaban nubes de humo al castilloardiente. En la fuente de mármol hervían el plomo yel hierro fundidos y el agua había cesado de correr.Las cúpulas de plomo de las torres se fundieroncomo hielo ante el calor y resbalaron hacia el suelo,convertidas en chorros de fuego. Algunas avesasustadas, revoloteaban de un lado a otro, y acaba-ban por caer en el enorme brasero y mientras tantolos cuatro terribles personajes se alejaban hacia loscuatro puntos cardinales, a lo largo de los caminosllenos de sombra, guiados por la hoguera que hab-ían encendido, hacia su nuevo destino. En cuanto ala campana del pueblo, se apoderaron de ella losaldeanos y empezaron a tocarla en expresión dejúbilo.

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Y no solamente eso, sino que el pueblo ex-citado por el hambre, por el fuego y por el campa-neo, se dijo, que el señor Gabelle podía tener algoque ver con el cobro de impuestos, a pesar de queel pobre hombre no había cobrado otra cosa quealgunas pequeñas rentas, y se mostró impacientede celebrar con él una entrevista. Rodeó, pues, sucasa, lo invitó a salir para celebrar una conferencia;pero lejos de acceder el señor Gabelle, se fortificóen su casa para celebrar consejo consigo mismo. Yel resultado de esta conferencia privada fue que elseñor Gabelle se retiró a reflexionar a lo alto de sutejado, detrás de las chimeneas, bien resuelto a quesi lograban abrir la puerta, él se arrojaría de cabezaa la calle para aplastar a uno o dos de sus asaltan-tes.

Es probable que el señor Gabelle pasara allíla noche, con el distante castillo sirviéndole de fue-go y de bujía y los golpes a su puerta, combinadoscon el alegre campaneo, de música. Eso sin teneren cuenta que había un maldito farol oscilante frentea su casa, que el pueblo se mostraba muy inclinadoa bajarlo en su favor. Fue una noche bastante des-agradable, mas, por fin, apareció la aurora, se dis-persó el pueblo y el señor Gabelle pudo descenderde su observatorio.

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En el radio de un centenar de millas y a laluz de otras hogueras hubo aquella noche y otrasnoches otros funcionarios menos afortunados, aquienes el sol naciente encontró colgados en lascalles, antes apacibles, en que habían nacido yvivido; y también hubo otros pueblos y aldeanosmenos afortunados que el peón caminero y susamigos, pues perecieron a manos de los soldados.Pero los cuatro terribles personajes recorrían rápi-damente la comarca, hacia los cuatro puntos cardi-nales y por donde pasaban dejaban un rastro dellamas. Y no había funcionario capaz de calcular,gracias a las matemáticas, la altura de los patíbulosnecesarios para apagar aquel incendio.

Capítulo XXIV.— Atraído por la montaña imanta-da

Tres años se consumieron en tales tempes-tades de fuego y de agua, mientras la tierra se es-tremecía ante los embates de un mar que no teníaya marcas, sino que siempre estaba en pleamar ycada vez más alta, con gran terror de los que con-templaban el cataclismo desde la orilla. Tres cum-

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pleaños más de la pequeña Lucía, en cuya vidafamiliar no cesó su madre de tejer el hilo de oro.

Muchos días y muchas noches los morado-res de la casa de Soho escucharon los ecos quehasta ellos llegaban y se estremecían sus corazo-nes, porque los pasos que oían eran los de un pue-blo, tumultuoso bajo una bandera roja, y mientras supatria era declarada en peligro, se convertía enfieras bajo el influjo de terrible y largo encantamien-to.

Monseñor, como clase social, no podíacomprender la razón de no ser apreciado y de quese le necesitara tan poco en Francia, hasta el puntode correr peligro de ser arrojado de ella y de la vidaa un tiempo. Y así Monseñor en cuanto vio al diabloque tantas veces invocara, se apresuró a enseñarlesus nobles talones.

Se habían desvanecido los brillantes corte-sanos, pues, de lo contrario, no hay duda de quehubieran sido blanco de un huracán de balas nacio-nales. La corte se había marchado, la realeza tam-bién; sitiada en su palacio, quedó “en suspenso”cuando hasta ella llegó la tempestad.

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Había llegado el mes de agosto del año milsetecientos noventa y dos, y la raza de Monseñorestaba dispersa por el mundo.

Como era natural, el punto de reunión delos nobles en Londres era la Banca Tellson.

Se dice que los espíritus frecuentan los lu-gares que más visitaron sus cuerpos, y Monseñor,que no tenía una guinea, visitaba el lugar en que lashabía. Además, el Banco Tellson era una casa ge-nerosa y daba pruebas de liberalidad a los antiguosclientes que se hallaban en mala situación. Por otraparte, algunos que vieron llegar la tempestad, hicie-ron previsoras remesas de fondos a Tellson. Poreso todos se reunían allí y allí acudían los que lle-gaban de Francia portadores de noticias.

En una calurosa tarde el señor Lorry estabasentado a su mesa y Carlos Darnay se apoyaba enella, hablando en voz baja al banquero. Era casi lahora de cerrar el Banco.

—A pesar de que sois el hombre más jovenque he conocido —decía Darnay,— debo aconseja-ros...

—Ya os entiendo. Queréis decir que soydemasiado viejo.

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—El mal tiempo, un largo viaje, inciertosmedios de viajar, país desorganizado, una ciudadque tal vez no sea segura para vos.

—Mi querido Carlos —contestó el señor Lo-rry con acento de confianza,— estas razones quemencionáis son las que me obligan a ir y no a que-darme. Habrá bastante seguridad para mí. Nadie iráa meterse con un pobre viejo, que está cerca de losochenta años, cuando hay tanta gente de que ocu-parse. En cuanto a que la ciudad está desorganiza-da, si no lo estuviera no habría razón alguna paraque me mandasen a nuestra casa de allí, pues co-nozco París y los negocios desde hace muchotiempo, y Tellson tiene confianza en mí. En cuanto alas incomodidades, si no me resigno a sufrirlas enbeneficio de Tellson después de tantos años deestar en la casa, ¿quién tendría motivos para ello?

—Me gustaría poder ir en vuestro, lugar —dijo Carlos Darnay.

—Buen consejero sois, a fe mía. ¿De modoque os gustaría ir? ¿No sois francés de nacimiento?

—Precisamente porque soy francés he pen-sado en ello muchas veces. No puedo dejar de sen-tir simpatía por el mísero pueblo, cuando he aban-

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donado en su beneficio algo que me pertenecía.Creo que me escucharían y que tal vez lograríacontenerlos un poco. La noche pasada, cuando nosdejasteis, hablaba a Lucía...

—Me parece imposible que no os dé ver-güenza de nombrar ahora a Lucía, cuando deseáismarchar a Francia.

—¡Pero si no me voy! —contestó Darnaysonriendo. Hablo más bien a causa del viaje quetenéis proyectado.

—Iré. La verdad es, mi querido Carlos —dijoel señor Lorry bajando la voz,— que no podéis for-maros idea de las dificultades con que tropezamosen nuestros negocios y del peligro que corren allínuestros libros y nuestros papeles. Dios sabe lasterribles consecuencias que tendría para muchagente, si nos arrebataran o destruyeran algunos denuestros documentos. Nadie puede asegurar si hoyarderá París o será saqueado mañana. Se impone,por consiguiente, hacerse cuanto antes de esosdocumentos y enterrarlos o ponerlos en seguridad yeso no puede hacerlo nadie más que yo. ¿Puedonegarme cuando Tellson necesita de mí, despuésde haber comido su pan por espacio de sesentaaños, porque mis articulaciones estén un poco en-

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varadas? Además, soy un chiquillo comparado conmedía docena de vejestorios que hay aquí mismo.

—Admiro vuestro ánimo juvenil, señor Lorry.

—Además, no debéis olvidar que hoy en díaes punto menos que imposible sacar cosas deParís. Hoy nos han traído algunos documentos yobjetos de valor, y os hablo reservadamente, y loshemos recibido de manos de los más extraños per-sonajes imaginables, de gente cuya vida pende deun cabello. En otros tiempos circulaban nuestrospaquetes desde París a Londres sin el menor in-conveniente, pero ahora todo está paralizado.

—¿Y os marcháis esta noche?

—Esta misma noche, porque el caso es yademasiado urgente para que haya la menor demo-ra.

—¿No lleváis a nadie con vos?

—Se me han ofrecido varias personas, perono quiero tener que revelar nada a nadie. Me llevaréa Jeremías, quien ha sido mi guardia de corps losdomingos por la noche durante mucho tiempo y yaestoy acostumbrado a él. Nadie verá en Jeremías

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más que un bull-dog inglés, capaz de echarse en-cima de quien toque a su amo.

—Repito que admiro vuestro ánimo juvenil.

—No vale la pena. Cuando haya llevado acabo esta pequeña comisión, es posible que aceptela proposición de Tellson y me retire para vivir a migusto. Aun me queda bastante tiempo para hacer-me viejo.

En aquel momento la Casa se acercó al se-ñor Lorry y dejando ante él un pliego algo sucioaunque cerrado, le preguntó si había descubierto elparadero de la persona a quien estaba dirigido. LaCasa dejó el pliego a tan poca distancia de Carlosque éste pudo leer las señas, y con tanta mayorrapidez cuanto que aquel era su propio nombre. Ladirección decía:

“Muy urgente. Al ci- devant Marqués de St.Evremonde, de Francia. Confiado a los cuidados delos Sres. Tellson y Compañía, banqueros, de Lon-dres. Inglaterra.”

En la mañana de su boda, el doctor Manettepidió a Carlos Darnay que guardara estrictamente elsecreto de su nombre hasta que él mismo, el doctor,lo relevara de esta obligación. Nadie, pues, conocía

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el verdadero nombre de Carlos y ni siquiera su es-posa tenía sospecha alguna de ello. Mucho menospodía el señor Lorry abrigar ninguna duda.

—No —contestó el señor Lorry a la Casa.—He preguntado a todo el mundo, pero nadie puededecirme dónde se halla este caballero.

El señor Lorry preguntó a varios nobles queestaban en el establecimiento por el paradero delMarqués de St. Evremonde. “Es sobrino, aunquedegradado, del noble marqués que murió asesina-do”, dijo uno. “Por suerte no lo he conocido”, dijootro. “Un cobarde que abandonó su puesto.” “Enve-nenado por las nuevas doctrinas”, dijeron otros.

Estas fueron las respuestas y los comenta-rios que motivó la pregunta. Por fin, cuando Darnayse quedó nuevamente solo con el señor Lorry, dijo:

—Conozco a este caballero.

—¿De veras? ¿Queréis haceros cargo de lacarta?

—Sí. ¿Os marcháis ahora ya?

—Saldré a las ocho de la noche.

—Pues volveré para despediros.

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Darnay se alejó y en cuanto se vio soloabrió la carta y la leyó. Decía así:

“Prisión de la Abadía, París 21 de junio de1792.

”Señor ci- devant marqués:

”Después de haber corrido peligro de perderla vida a manos del pueblo, se apoderaron violen-tamente de mí y me trajeron a París. Por el caminosufrí mucho, pero hay más, porque mi casa ha que-dado destruida, arrasada hasta los cimientos.

”El crimen por el cual estoy preso, señormarqués, y por el cual he de comparecer ante eltribunal que me condenará a muerte (de no valermevuestra generosa ayuda) es, según me dicen, detraición hacia la majestad del pueblo, contra el cualhe obrado en beneficio de un emigrado. Es en vanoque haya dicho que obré en beneficio del pueblo yno contra él, de acuerdo con vuestras órdenes. Envano dije que antes de la incautación de los bienesde los emigrados, los vasallos ya no pagaban im-puestos y que yo no cobraba renta alguna, pues selimitan a contestarme que obré en cumplimiento delas órdenes de un emigrado y quieren saber dóndeestá.

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”¿Dónde está ese emigrado, mi buen señormarqués? Pido día y noche al cielo que venga alibrarme de la suerte que me espera y mando estasúplica a través del mar, esperando que, tal vez,llegue a vuestros oídos por medio del gran BancoTellson.

”Por amor de Dios, de la justicia, de la gene-rosidad, del honor de vuestro noble nombre, ossuplico, señor marqués, que vengáis a socorrerme ya libertarme. Mi pecado es haberos sido fiel. A vues-tra vez, señor marqués, corresponded a mi fideli-dad.

”Desde esta prisión horrible, en la que, acada hora que pasa, me acerco más a mi muerte,os envío, señor marqués, la seguridad de mi doloro-sa y desdichada lealtad. “Vuestro afligido”

”GABELLE.”

La intranquilidad latente que había en lamente de Darnay recibió un torrente de vida vigoro-sa al leer esta carta. El peligro de un buen servidor,cuyo crimen no era otro que la fidelidad que testi-monió siempre a él y a su familia, le avergonzó de

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tal manera que sentía tentaciones de esconder elrostro a los transeúntes.

Bien conocía que al renunciar al puesto quele correspondía ocupar en la sociedad, se habíaprecipitado y que cometió una ligereza. Su concien-cia le decía que varias veces decidió obrar perso-nalmente para oponerse al torrente arrollador quedevastaba a Francia, pero siempre desistió, domi-nado por el amor que profesaba a su nueva familiay obligado otras veces por el curso de los aconteci-mientos. En cambio se constaba que a nadie habíaoprimido, que a nadie llevó a la cárcel y que lejos deobligar cruelmente a que se le pagaran sus rentas eimpuestos, había abandonado sus derechos porvoluntad propia. El mismo Gabelle tenía instruccio-nes escritas suyas, en las que le mandaba tratarbien al pueblo y darle cuanto fuera posible. Todoesto era público y notorio y nada más fácil que de-mostrarlo ante quien fuese.

Estas consideraciones robustecieron la re-solución desesperada que Carlos Darnay habíaempezado a tomar de ir a París cuanto antes.

En efecto. Como el marino del cuento, losvientos y las corrientes lo habían arrastrado hasta lazona de influencia de la Montaña Imantada, que lo

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atraía, sin que él tuviera más remedio que ir. Todossus pensamientos lo empujaban hacia el centro deaquella atracción irresistible. Su primera inquietudobedecía a la consideración de que su desdichadapatria era guiada por algunos malvados y que él,que se consideraba mejor que ellos, no estaba allípara hacer algo que pudiera impedir la efusión desangre y contribuir a sostener los derechos a lapiedad y a la humanidad, que entonces parecíancompletamente desconocidos. Y por si faltara algopara acabar de resolverlo, allí tenía el ejemplo delanciano Lorry, a quien hablaba con tal fuerza la vozdel deber, sin contar con la carta de Gabelle, presoinocente que se hallaba en peligro de muerte y quehacía un llamamiento a su justicia, a su honor y a subuen nombre.

Estaba resuelto. Iría a París.

La montaña imantada lo atraía y no teníamás remedio que navegar con rumbo a ella, hastaque la encontrase. No conocía los obstáculos yapenas advertía peligros. La intención con que hizolo que hizo, aun dejándolo incompleto, le prestababajo un aspecto que sería reconocido en la mismaFrancia cuando se presentara para probarlo. Y asíla visión de obrar bien que con tanta frecuencia es

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el sangriento espejismo de mucha gente buena, seofreció a él y hasta llegó a concebir la ilusión depoder ejercer alguna influencia en la dirección deaquella rabiosa Revolución que tan terribles derrote-ros seguía.

Una vez tomada su resolución, se dijo queni Lucía ni su padre habían de enterarse hasta quese hubiese marchado. Era preciso evitar a Lucía lapena de la separación y en cuanto a su padre, queno gustaba de recordar los lugares en que tantohabía sufrido, tampoco debía enterarse hasta queya hubiese realizado su propósito.

Llegó el momento de volver al Banco Tell-son para despedirse del señor Lorry. Se dijo que encuanto llegara a París se presentaría a aquel viejoamigo, pero de momento no le comunicaría susintenciones.

Delante de la puerta de la casa de Bancahabía una silla de postas, y Jeremías estaba yapreparado para la marcha.

—Ya entregué aquella carta —dijo Carlos alseñor Lorry. —No quiero molestaros con una con-testación escrita, pero quizás no tendréis inconve-niente en aceptar un mensaje verbal.

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—Con mucho gusto —contestó el señor Lo-rry— si no es peligroso. —De ninguna manera,aunque hay que hacerlo llegar a un preso en laAbadía.

—¿Cómo se llama? —preguntó el señor Lo-rry supuesto a tomar nota.

—Gabelle.

—Perfectamente. ¿Que he de decirle?

—Sencillamente que ha recibido la carta.

—¿No hay que mencionar la fecha?

—Emprenderá el viaje mañana por la no-che.

—¿Hay que mencionar el nombre de al-guien?

—No hay necesidad.

Carlos ayudó al anciano a envolverse en al-gunas capas y mantas, y lo acompañó desde lacálida atmósfera del Banco hasta la humedad am-biente en la calle.

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—Hacedme el favor de expresar mi cariño aLucía y a la niña —dijo el señor Lorry al despedir-se— y cuidádmelas mucho hasta que regrese.

Carlos Darnay meneó la cabeza y sonriócon equívoca expresión hasta que desapareció elcarruaje. Aquella noche del catorce de agosto, velóhasta hora bastante avanzada y escribió dos cartasfervientes; una para Lucía, en la que le explicaba laineludible obligación en que se hallaba de ir a Paris,añadiendo las razones que tenía para confiar enque no se vería expuesto a peligro alguno. La otraera para el doctor, confiando a su cuidado a Lucía ya la niña y aduciendo las mismas razones que en ladirigida a su esposa. Y terminaba diciendo a ambosque les escribiría en cuanto llegara a su destino.

El día siguiente fue muy penoso para CarlosDarnay, que tuvo que disimular por vez primera elestado de su mente. Le fue muy difícil evitar quesalieran del inocente engaño en que se hallaban.Pero una cariñosa mirada a su espesa, tan feliz ytan atareada, le dio fuerzas para disimular, puesmás de una vez estuvo a punto de contárselo todo,de tal modo estaba acostumbrado a no ocultarlenada. Por fin terminó el día. Al obscurecer abrazó asu esposa y a la no menos querida niña que llevaba

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su nombre y fingiendo un que hacer que lo retendríaun rato, salió llevándose su maleta que había prepa-rado previamente, y se sumergió en la niebla de lascalles, con el corazón apesadumbrado.

Dejó las dos cartas en manos de un mensa-jero de su confianza, que debía entregarlas a lasonce y media de la noche, pero no antes, y montan-do a caballo, emprendió el viaje a Dover.

Recordó las palabras del pobre preso, queapelaba a él por amor de Dios, por la justicia, por lagenerosidad y por el honor de su noble nombre, yellas fortalecieron su apenado corazón, y dejando asu espalda cuanto amaba en la tierra, enderezó elrumbo hacia la Montaña Imantada.

FIN DEL SEGUNDO LIBRO

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LIBRO TERCERO.— EL CURSO DE UNA TOR-MENTA

Capitulo I.— En secreto

El viajero avanzaba lentamente en su cami-no hacia París, desde Inglaterra, en el otoño, delaño mil setecientos noventa y dos. Aunque hubieraseguido reinando en toda su gloria el destronado ydesdichado rey de Francia, habría encontrado peo-res caminos, malos carruajes y pésimos caballos delo que era necesario para dificultar su marcha, peroaquellos nuevos y revueltos tiempos habían traídootros obstáculos peores. Toda puerta de ciudad ytoda oficina de impuestos contaba con su banda depatriotas, que con las armas preparadas para usar-las a la primera señal, detenían a todos los quepasaban, los interrogaban, inspeccionaban suspapeles, miraban en sus propias listas buscandosus nombres, los hacían retroceder o les ordenabanavanzar, o bien los detenían y los prendían, segúnsu juicio o capricho les indicara como más conve-niente para la República Una e Indivisible, de Liber-tad, Igualdad y Fraternidad, o Muerte.

Había recorrido ya algunas leguas en suviaje por Francia, cuando Carlos Darnay empezó a

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darse cuenta de que no podría regresar por aque-llos caminos hasta que no hubiera sido declaradobuen ciudadano en París. Pero cualquiera que fue-se la suerte que lo aguardaba, ya no podía retroce-der. No había obstáculos materiales que le impidie-sen el regreso, pero comprendía perfectamente quea su espalda se había cerrado una puerta mil vecesmás infranqueable que si fuera de hierro. La vigilan-cia de todos lo rodeaba como si se hallara en elcentro de una red o fuese llevado a su destino de-ntro de una jaula.

Aquella vigilancia no solamente lo, deteníaveinte veces en cada jornada, sino que retrasaba sucamino veinte veces al día, haciéndole retroceder,deteniéndole y acompañándole. Y cuando ya hacíaalgunos días que viajaba por Francia, se acostó unanoche en una población de poca importancia, inme-diata a la carretera, pero aun a buena distancia deParís.

A la carta del afligido Gabelle debía el haberllegado tan lejos, pero las dificultades que le opusoel guarda de aquella población fueron tantas, queno dudó de que su viaje se hallaba en un momentocrítico. Por esta razón no se sorprendió mucho alser despertado a medianoche en la posada en que

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se alojara por un tímido funcionario local, acompa-ñado por tres patriotas armados, cubiertos con elgorro rojo y con las pipas en la boca que, sin cere-monia alguna, se sentaron en el borde de su cama.

—Emigrado —dijo el funcionario,— voy amandarte a París bajo escolta.

—No deseo otra cosa sino llegar a París,ciudadano, aunque prescindiría a gusto de la escol-ta.

—¡Silencio! —exclamó uno de los gorroscolorados, dando un golpe en el cobertor de la ca-ma con la culata de su arma.— ¡Calla, aristócrata!

—Tiene razón este buen patriota —observóel tímido funcionario. Eres un aristócrata y has de ircon escolta, pero a tu costa.

—No está en mi mano la elección —dijoCarlos Darnay.

—¡La elección! ¡Oídle! —exclamó un gorrocolorado.— ¡como si no fuese un favor el protegerlepara que no acabe colgado de un farol!

—Este patriota tiene siempre razón —observó el funcionario.— Levántate y vístete, emi-grado.

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Darnay obedeció y lo llevaron al puesto deguardia, en donde otros patriotas, también con gorrocolorado, fumaban, bebían y dormían junto a lalumbre. Allí tuvo que pagar una buena suma por laescolta, e inmediatamente tuvo que reanudar suviaje a las tres de la madrugada, por los húmedoscaminos.

La escolta la componían dos patriotas mon-tados a caballo, cubiertos con el indispensable gorrocolorado y adornados por escarapelas tricolores.Iban armados con mosquetes y sables y se situaronuno, a cada lado de Darnay. Este guiaba su propiocaballo, pero le ataron una cuerda a la brida, cuyoextremo opuesto iba sujeto a la muñeca de uno delos patriotas. Así partieron mojados por la lluvia y,saliendo de la ciudad, se aventuraron por la carrete-ra; de la misma manera, a excepción de los necesa-rios cambios de cabalgaduras y de marcha, reco-rrieron las leguas que los separaban de la capital.

Viajaban de noche, deteniéndose una o doshoras después de salir el sol, y dormían hasta elcrepúsculo de la tarde. La escolta iba tan mal vesti-da que se veían obligados a rodearse las piernasdesnudas con paja y cubrir con ella sus hombrosmal defendidos, por andrajos de la humedad. Y

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Carlos, aparte de la molestia que suponía ir custo-diado de aquella manera, no sentía grandes temo-res.

Pero cuando llegaron a la ciudad de Beau-vais y vio que las calles estaban llenas de gente, nopudo ocultarse a sí mismo que el aspecto de suasunto empezaba a ser alarmante. Lo rodeó unaturba enfurecida cuando iba a echar pie a tierra enel patio de la casa de postas y muchas voces grita-ron:

—¡Muera el emigrado!

Se detuvo en el acto de desmontar, y desdela silla exclamó:

—¿Emigrado, amigos? ¿No me veis enFrancia por mi propia voluntad?

—Eres un maldito emigrado —exclamó elherrador acercándose a él con el martillo en alto— yeres un maldito aristócrata.

Se interpuso el dueño de la casa de postas,diciendo:

—¡Dejadlo! ¡Dejadlo! ¡Ya lo juzgarán enParís!

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—¿Lo juzgarán? —repitió el herrador blan-diendo el martillo. — ¡Ya lo creo! ¡Y lo condenaránpor traidor!

La multitud rugió entusiasmada.

—Os engañáis, amigos, u os engañan. Yono soy traidor.

—¡Miente! —exclamó el herrero. —Es untraidor según el decreto. Su vida pertenece al pue-blo. Su maldita vida no es suya.

En el instante en que Darnay leyó su sen-tencia en las miradas de la multitud, el dueño de lacasa de postas hizo entrar el caballo en el patio,seguido por la escolta y en el acto se cerraron yatrancaron las puertas. El herrador asestó sobreellas un martillazo y rugió la multitud, pero no ocu-rrió nada más.

—¿Qué decreto es ese de que hablaba elherrador? —preguntó Darnay al dueño de la casade postas, después de darle las gracias.

—Es un decreto que autoriza la venta de losbienes de los emigrados.

—¿Cuándo se ha promulgado?

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—El día catorce.

—¡El día en que salí de Inglaterra!

—Todos dicen que es uno de los muchosdecretos que van a promulgarse, por los cuales sedesterrará a los emigrados y se condenará a muertea los que regresen. Por eso os dijeron que vuestravida no os pertenecía.

—¿Pero todavía no existen tales decretos?

—¿Cómo queréis que lo sepa? —contestóel interpelado encogiéndose de hombros.— Tal vezsí o tal vez no.

Darnay y sus guardianes descansaron so-bre la paja hasta la noche y salieron cuando la ciu-dad estaba dormida. Una de las cosas que másasombraba a Darnay era lo poco que se dormía.Muchas veces llegaban a una aldea en plena no-che, y en vez de encontrar a los habitantes acosta-dos los hallaban bailando cogidos de la mano entorno de algún árbol de la Libertad o cantando enhonor de la misma. Felizmente aquella noche hubosueño en Beauvais, y gracias a eso pudieron salirsin ser molestados, para proseguir su viaje por ca-minos llenos de barro y por entre campos incultosque no habían producido ninguna cosecha aquel

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año, y entre casas incendiadas y ennegrecidas queconstituían excelentes emboscadas para cualquierpatrulla de patriotas que recorrían los caminos.

La luz del día los encontró ante las murallasde París. La barrera estaba cerrada y bien guardadacuando se acercaron a ella.

—¿Dónde están los papeles de este preso?— preguntó en tono autoritario un hombre a quienllamó un centinela.

Desagradablemente impresionado por el ca-lificativo, Darnay quiso alegar que era un viajerolibre y un ciudadano francés, protegido por unaescolta que el estado inseguro de la comarca hacíanecesaria, y por la cual había pagado de su bolsillo.

—¿Dónde están los papeles del preso? —repitió el hombre sin hacer ningún caso de sus pa-labras.

Uno de la escolta los sacó de su gorro. Alver la carta de Gabelle, aquel hombre mostró algu-na sorpresa y miro a Darnay con la mayor atención.

Sin decir palabra dejó a la escolta y al es-coltado y se metió en el cuerpo de guardia.

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Carlos Darnay, mirando a su alrededor, vioque la puerta estaba custodiada por soldados ypatriotas, éstos en mayor número que aquéllos yque así como era fácil la entrada en la ciudad paralos campesinos que llevaban comestibles, la salidaera más difícil para todo el mundo. Numerososhombres y mujeres esperaban para poder salir, peroera tan rigurosa la previa identificación, que condificultad y muy lentamente se iban filtrando por labarrera. Algunos, sabiendo que había de tardar enllegarles la vez, fumaban, dormían o charlaban; y elgorro colorado y la escarapela tricolor eran prenda yadorno obligado de todos.

Después de esperar por espacio de mediahora, que empleó en fijarse en esas cosas, Darnayse vio de nuevo ante el hombre autoritario, queordenó a la guardia que abriese la barrera. Dio a laescolta un recibo del escoltado y ordenó a éste quedesmontara. Lo hizo así y los dos patriotas que lohabían acompañado se llevaron su caballo y partie-ron sin entrar en la ciudad.

Acompañó a su guía al cuerpo de guardiaque olía a vino ordinario y a tabaco. Allí había nu-merosos patriotas dormidos, despiertos, borrachos yserenos y algunos en un estado intermedio entre el

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sueño y la vigilia o la sobriedad y la borrachera.Iluminaban el cuerpo de guardia unas lámparas deaceite y los primeros rayos del sol. En una mesahabía varios registros abiertos y un oficial de aspec-to ordinario estaba ante ellos.

—Ciudadano Defarge —dijo, el guía deDarnay, tomando un trozo de papel para escribir. —¿Es éste el emigrado Evremonde?

—El mismo.

—¿Tu edad, Evremonde?

—Treinta y siete años.

—¿Casado, Evremonde?

—Sí.

—¿Dónde?

—En Inglaterra.

—Naturalmente. ¿Dónde está tu esposa?

—En Inglaterra.

—Es natural.

—Vas consignado, Evremonde, a la prisiónde La Force.

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—¡Dios mío! —exclamó Darnay.— ¿En vir-tud de qué ley y por qué delito?

El oficial miró un momento el trozo de papel.

—Tenemos nuevas leyes, Evremonde, ynuevos delitos desde que llegaste —dijo sonriendocon dureza.

—Debo haceros observar que he venido vo-luntariamente a Francia, para acudir al llamamientode un paisano mío que me escribió esa carta quetenéis. Solamente os pido que me permitáis acudiren su auxilio. ¿No estoy en mi derecho?

—Los emigrados no tienen derechos, Ev-remonde —fue la estúpida respuesta. El oficial si-guió escribiendo unos momentos, lo leyó para sí, leechó arenilla y lo entregó a Defarge, diciendo: —Secreto.

Defarge hizo con el papel una seña al presopara que lo siguiera. Darnay obedeció y encontró auna guardia de dos patriotas armados que los espe-raban.

—¿Eres tú —preguntó Defarge en voz bajacuando bajaban la escalera del cuerpo de guardia ytomaban la dirección de París— el que se casó con

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la hija del doctor Manette, ex prisionero de la Basti-lla, que ya no existe?

—Sí —contestó Darnay mirándole sorpren-dido.

—Me llamo Defarge y tengo una taberna enel barrio de San Antonio. Es posible que haya oídohablar de mí.

—Mi mujer fue a vuestra casa en busca desu padre... Sí...

La palabra “mujer” pareció despertar sombr-íos recuerdos en Defarge que exclamó impaciente:

—En nombre de esa terrible hembra reciénnacida y llamada “La Guillotina”, ¿para qué hasvenido, a Francia?

—Ya oísteis hace un momento la causa.¿No creéis que sea verdad?

—Es una mala verdad para ti —dijo Defargecon las cejas fruncidas y mirando ante sí.

—La verdad es que me encuentro perdidoaquí. Todo eso está tan cambiado y tan alarmante,que me siento extraviado. ¿Queréis hacerme unpequeño favor?

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—Ninguno —contestó Defarge mirandosiempre ante sí.

—¿Queréis contestar a una sola pregunta?

—Tal vez. Según sea. Dime cuál.

—En la prisión en que tan injustamente mevais a encerrar, ¿podré comunicar libremente con elmundo exterior?

—Ya lo verás.

—¿Voy a quedar encerrado, sin ser juzgadoy sin medios de defenderme?

—Ya lo verás. Pero aunque así fuera, otroshan sido enterrados en prisiones peores antes deahora.

—Nunca por mi culpa, ciudadano Defarge.

Defarge le dirigió una sombría mirada portoda respuesta y siguió andando en silencio. Darnaycomprendió que cada vez era más difícil ablandar aaquel hombre.

—Es de la mayor importancia para mí, y vosmismo lo sabéis tan bien como yo, ciudadano, quepueda comunicar con el señor Lorry, del BancoTellson, un caballero inglés que está en París, para

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darle cuenta de que he sido encerrado en la prisión,de La Force. ¿Queréis ordenar que me hagan esefavor?

—No haré —dijo Defarge— nada por ti. Medebo a mi patria y al pueblo. A ambos juré servirloscontra ti. No haré nada en tu obsequio.

Carlos Darnay consideró inútil seguir rogán-dole, sin contar que le repugnaba humillarse más.Mientras pasaban por la calle pudo observar quenadie se fijaba en el hecho de que condujeran unpreso, ni siquiera los niños, prueba de que estabanmuy acostumbrados a tal espectáculo. En una callepor la que pasaron oyó a un orador callejero querefería a la multitud los crímenes del rey, de la fami-lia real y de los nobles.

Y por algunas palabras más que llegaron asus oídos, Darnay pudo comprender que el rey es-taba preso y que los embajadores extranjeros hab-ían abandonado en masa la capital de Francia.

Eso le dio a entender que corría peligrosgravísimos, que no pudo sospechar siquiera al salirde Inglaterra. Luego se dijo que, en resumidascuentas, lo harían víctima de una prisión injusta,pero que fuera de eso no había de temer nada.

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Llegó a la prisión de La Force y abrió elfuerte postigo un hombre mal encarado, a quienDefarge presentó: “El emigrado Evremonde.”

—¡Demonio! ¡Todavía más! —exclamó elalcaide dirigiéndose a su mujer.

Defarge tomó el recibo del preso y se alejócon los dos patriotas.

—¡A ver cuándo acabará eso! —dijo el car-celero a su esposa.

—Hay que tener paciencia, amigo mío —replicó ella.

Y la mujer hizo sonar entonces una campa-na, a cuyo llamamiento acudieron tres carceleros,uno de los cuales, al entrar, gritó:

—¡Viva la Libertad!

Grito que, en aquel lugar, sonaba con ciertaimpropiedad. La prisión de La Force era en extremosombría y maloliente. Es extraordinario cómo seadvierte enseguida, el olor desagradable de genteaprisionada y más cuando carecen de todo cuidado.

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—Y además, en secreto —gruñó el carcele-ro mirando el documento,— Como si ya no estuvie-ra lleno a rebosar.

Ensartó el papel en un clavo, malhumorado,y Carlos Darnay tuvo que esperar su buen placerpor espacio de media hora. Por fin el alcaide tomóun manojo de llaves y le ordenó que lo siguiera.

Lo llevó por varias escaleras y corredores,abrió y cerró algunas puertas y por fin llegaron auna estancia abovedada, baja de techo y bastantegrande, que estaba ya llena de presos de ambossexos. Las mujeres estaban sentadas a una largamesa, leyendo, escribiendo, haciendo calceta, co-siendo y bordando; y los hombres, en su mayorparte estaban en pie tras ellas o paseaban por laestancia.

El recién llegado se sintió poco inclinado aconfundirse con los presos a quienes suponía instin-tivamente cargados de toda clase de crímenes, peroellos, en cambio, al verlo, se levantaron para recibir-lo con todo refinamiento, de la cortesía de la épocay con toda la gracia que podía haber apetecido.

Pero aquel refinamiento y aquella cortesíaarmonizaban tan mal con la lobreguez de la prisión

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y tan pálidos y escuálidos estaban los presos, queDarnay pudo sentir por un momento la ilusión deque se hallaba en presencia de cadáveres o deespectros. Vio allí los espectros de la belleza, de lamajestad, del orgullo, de la frivolidad, de la inteli-gencia, de la juventud, de la ancianidad, todos es-perando que llegase la hora de abandonar la deso-lada orilla, cuando volvían hacia él ojos que ya al-teró la muerte en cuanto penetraron en aquel lugar.

—En nombre de todos mis compañeros deinfortunio —dijo un caballero de elegante aspectoavanzando hacia Darnay— tengo el honor de ex-presaros que sois bienvenido a La Force, al mismotiempo que lamentarnos la desgracia que os hatraído aquí. ¡Ojalá termine pronto y afortunadamen-te! En otro lugar pudiera parecer una impertinencia,pero no lo será aquí, si os pregunto vuestro nombrey condición.

Carlos Darnay se apresuró a contestar a loque de él se solicitaba, en los términos más ama-bles que pudo encontrar.

—Espero —dijo el caballero siguiendo al al-caide con la mirada— que no estaréis “en secreto”.

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—No comprendo el significado de tales pa-labras, pero así he oído decir.

—¡Qué lástima! ¡Creed que lo sentimos mu-cho! Sin embargo no desmayéis. Varios miembrosde nuestra comunidad estuvieron “en secreto” alprincipio, pero duró poco.

Siento tener que manifestar a la comunidad—añadió levantando la voz— que este caballeroestá “en secreto”.

Hubo un largo murmullo de conmiseraciónmientras Carlos Darnay cruzaba la estancia haciauna puerta enrejada, junto a la cual lo esperaba uncarcelero; muchas voces, especialmente de muje-res, le dirigieron palabras para darle ánimos. Sevolvió para dar las gracias y luego se cerró la puertatras él, desvaneciéndose aquellas apariciones parasiempre.

Subieron por una escalera de piedra, y encuanto Darnay hubo contado cuarenta escalones, elcarcelero abrió una puerta negra y entraron en uncalabozo solitario.

Parecía frío y húmedo, pero, no estaba obs-curo.

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—Este es el tuyo —dijo el carcelero.

—¿Por qué se me encierra solo?

—¡Qué sé yo!

—¿Puedo comprar pluma, tinta y papel?

—No tengo órdenes de permitírtelo. Cuandote visiten podrás pedirlo. Por ahora puedes comprarla comida y nada más.

En el calabozo había una silla, una mesa yun jergón de paja. El carcelero, después de inspec-cionarlo todo de una mirada, dejó solo al preso, quese dijo:

—Aquí me han dejado como si estuvieramuerto. Y empezó a pasear monótonamente por elcalabozo.

Capítulo II.— La piedra de afilar

El Banco Tellson, establecido en el barriode San Germán, de París, ocupaba un ala de unacasa muy grande y estaba separado de la calle poruna pared alta y una fuerte reja. La casa había per-

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tenecido a un poderoso noble que tuvo que huirdisfrazado con la ropa de su cocinero, y aunquequedó reducido a la condición de pieza de caza quepersiguen los cazadores, continuaba siendo el mis-mo Monseñor, que en la preparación de su chocola-te necesitaba de los servicios de tres hombres vigo-rosos, sin contar el cocinero.

Sus servidores huyeron también y, natural-mente, la casa fue confiscada. Y los decretos sesucedían uno a otro con tal rapidez, que en la terce-ra noche de septiembre los patriotas, emisarios dela ley, habían tomado posesión de la casa de Mon-señor, la señalaron con la bandera tricolor y estabanbebiendo aguardiente en los majestuosos salones.

La instalación del Banco Tellson en Paríshabría parecido tan extraordinaria y poco respetablea sus clientes londinenses, que muy pronto le habr-ían retirado su confianza, porque ¿qué respetabili-dad podrían haber indicado unos naranjos en eljardín y un cupido presidiendo las operaciones? Esverdad que lo habían blanqueado con cal, pero aunera visible. Mas en París, Tellson podía permitirseeso sin que nadie se escandalizara ni se resintierael crédito de la casa.

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¿Cuánto dinero quedaría allí perdido y olvi-dado, cuántas cuentas corrientes sin saldar y cuán-tas joyas olvidadas en las cámaras secretas de lacasa? El señor Jarvis Lorry no podía contestar aesta pregunta, que se había formulado varias vecesy su rostro honrado tenía una expresión que sola-mente podía infundir el horror.

El anciano ocupaba algunas habitacionesen la misma casa, que resultaba más segura preci-samente por la vecindad de la ocupación patriótica,aunque él nunca estuvo convencido de ello. Perotodo eso le era indiferente, absorbido como estabaen el cumplimiento de su deber. En el lado opuestodel Patio, bajo una columnata, se veían todavíaalgunos de los carruajes de Monseñor Y en dos delas columnas estaban sujetas otras tantas antor-chas, a cuya luz se divisaba una piedra de afilar degran tamaño tal vez procedente de alguna herreríaCercana. El señor Lorry, mirando aquellos objetosinofensivos, sintió un estremecimiento y se retirójunto al fuego después de cerrar la ventana.

Llegaban a la estancia los confusos ruidosde la ciudad, destacándose a veces uno, extraño yfantástico y aparentemente terrible, que parecíasubir al cielo.

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—Gracias a Dios —se dijo el señor Lorry —no hay nadie que me sea querido esta noche enParís. ¡Dios tenga piedad de los que se hallan enpeligro!

Poco después resonó la campana, de lapuerta principal y murmuró:

—Sin duda vuelven.

Y se quedó escuchando, pero no oyó ruidoalguno en el patio, como esperara, y después decerrarse la puerta reinó nuevamente el silencio.

La inquietud que se había apoderado de élle hizo sentir ciertos temores por el Banco. Estababien guardado y confiaba en las fieles personas aquien es encomendara la vigilancia, cuando, depronto, se abrió repentinamente la puerta y entrarondos personas cuya aparición le causó indecibleasombro.

¡Lucía y su padre! ¡Lucía que le tendía losbrazos con la mayor ansiedad reflejada en el rostro!

—¿Qué ocurre? —preguntó el señor Lorryalarmado.

—¿Qué pasa? ¡Lucía, Manette! ¿Qué haocurrido? ¿Por qué habéis venido?

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Con la mirada fija en él, pálida y asustada,la joven se echó en sus brazos, exclamando:

—¡Oh, mi querido amigo! ¡Mi marido!

—¿Vuestro marido, Lucía?

—Sí, Carlos.

—¿Qué le pasa?

—Está aquí.

—¿En París?

—Hace ya algunos días que está, tres ocuatro, no sé cuántos, pues apenas puedo coordi-nar mis ideas, Un acto generoso lo trajo aquí sinsaberlo nosotros; fue detenido en la Barrera y en-carcelado.

El anciano dio un grito. Casi en el mismoinstante resonó nuevamente la campana de la puer-ta y en el patio se oyeron numerosas voces.

—¿Qué es eso? —preguntó el doctor vol-viéndose hacia la ventana.

—¡No miréis! —exclamó el señor Lorry. —¡No miréis, Manette, por lo que más queráis!

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El doctor se volvió con la mano puesta en lafalleba de la ventana y dijo tranquilamente:

—Mi querido amigo, mi vida es sagrada enesta ciudad. Fui un preso de la Bastilla y no haypatriota en París y aun en toda Francia que, sabién-dolo, se atreva a tocarme, a no ser para abrazarmey llevarme en triunfo. Mis antiguas desgracias noshan permitido atravesar la Barrera, nos proporciona-ron noticias de Carlos y nos han permitido llegaraquí. Yo lo sabía ya y estaba convencido, como ledije a Lucía, de que podría librar a Carlos de todopeligro. Pero ¿qué es este ruido?

—¡No miréis! —exclamó de nuevo el señorLorry viendo que se disponía a abrir la ventana.—¡No miréis vos tampoco, Lucía! Pero no os asustéis.Os doy mi palabra de que no sé que haya sucedidonada malo a Carlos, pues no sospechaba siquieraque estuviese en París. ¿En qué prisión está ence-rrado?

—En La Force.

—¿En La Force? Escuchad, Lucía, habéisde recobrar el ánimo y hacer exactamente lo que yoos diga. Nada se puede hacer esta noche. Lo mejores obedecerme ahora y tranquilizaros. Dejadme que

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os instale en mi habitación. Luego dejaréis quevuestro padre y yo hablemos unos momentos. Osruego que me obedezcáis sin tardanza en beneficiodel mismo Carlos.

—Os obedeceré. Veo, por vuestro rostro,que no puedo hacer otra cosa. Sé que sois sincero.

El anciano la besó y la llevó a su propiahabitación, encerrándola con llave. Luego volvió allado del doctor, abrió parcialmente la ventana yapoyando la mano en el brazo de su compañero,miró al exterior.

Vio un grupo de hombres y mujeres, aunqueno bastante numerosos para llenar el patio. Loshabían dejado entrar y todos esperaban su turnopara trabajar afanosos con la piedra de afilar.

—¡Qué horribles obreros y qué espantosatarea!

Dos hombres, de rostros manchados, en-sangrentados y de bestial expresión, accionaban lasmanivelas de la piedra de afilar y sin duda para quetuvieran fuerza suficiente para llevar a cabo su ta-rea, algunas mujeres les daban a beber vino de vezen cuando. Habría sido imposible descubrir en elgrupo una sola persona que no estuviera manchada

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de sangre, y otros hombres, desnudos de cinturaarriba, o cubiertos de destrozados harapos, acudíana afilar en la muela toda clase de armas blancas,entonces teñidos de rojo. Algunas de estas armasestaban atadas a las muñecas de los que las lleva-ban y aunque variaban las ligaduras, igual era elcolor de todas: rojo. Todo esto vieron el doctor y elseñor Lorry en un momento, y, horrorizados, seretiraron de la ventana, en tanto que el primero leíaen los ojos del anciano la explicación de la escena.

—Están asesinando a los prisioneros —dijoel banquero en voz baja y mirando a su alrededor.— Si estáis seguro de lo que habéis dicho, si real-mente tenéis el ascendiente que os figuráis y que,efectivamente, creo que tenéis, presentaos a esosdemonios y llevadlos a La Force. Puede que ya seatarde, lo ignoro, pero no os retraséis ni un solo mi-nuto.

El doctor Manette le estrechó la mano, salióde la estancia con la cabeza descubierta y ya esta-ba en el patio cuando el señor Lorry se asomó denuevo a la ventana.

El cabello blanco del doctor, su inteligente ynotable rostro y la impetuosa confianza que se ad-vertía en él, le permitieron llegar en un momento al

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centro del grupo. Por unos momentos se oyó su vozy luego el señor Lorry vio cómo todos lo rodeaban ygritaban entusiasmados:

—¡Viva el preso de la Bastilla!

—¡Vayamos a ayudar a su pariente queestá en La Force!

—¡Paso al prisionero de la Bastilla!

—¡A salvar a Evremonde!

Cerró el señor Lorry la ventana, y yendo allado de Lucía le dijo que su padre, ayudado por elpueblo, acababa de salir en busca de su marido. Vioque Lucía estaba en compañía de su hijita y de laseñorita Pross, pero no se le ocurrió asombrarse deello hasta mucho tiempo después.

Lucía pasó la noche presa de doloroso es-tupor, y la señorita Pross, después de acostar a laniña, se quedó dormida junto a ella. La noche pare-ció interminable y durante sus largas horas Lucía nodejó de llorar.

Dos veces más, durante la noche, resonó lacampana de la puerta principal y nuevamente seoyó chirriar la piedra de afilar. Lucía se sobresaltó,

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pero la tranquilizó el señor Lorry diciéndole que lossoldados estaban afilando sus armas.

Pronto nació el día y el anciano pudo des-prender sus manos de las de la joven. Mientrastanto, un hombre, cubierto de sangre como el sol-dado herido que recobra el conocimiento en el cam-po de batalla, se levantó del suelo, al lado de lamuela y miró a su alrededor con ojos extraviados,Inmediatamente aquel asesino, que estaba derren-gado, divisó los carruajes de Monseñor a la escasaluz reinante, y dirigiéndose a uno de ellos abrió laportezuela y se encerró dentro para descansar enlos blandos almohadones. Había dado una parte desu vuelta la gran muela, la Tierra, cuando el señorLorry miró de nuevo y vio que el sol alumbraba conluz roja el patio. Pero la muela más pequeña estabaallí, en el aire de la mañana, cubierta de un colorrojo que no procedía del sol y que el sol no le quitar-ía nunca.

Capítulo III.— La sombra

Una de las primeras cosas que se presenta-ron a la mente habituada a los negocios del señorLorry, fue la de que no tenía derecho a poner en

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peligro al Banco dando albergue a la mujer de unpreso emigrado en el mismo edificio destinado a laoficina. Con gusto, habría arriesgado cuanto poseíay la misma vida para salvar a Lucía y a su hija, sinvacilar un solo momento; pero los intereses que sele habían confiado no le pertenecían y por lo que serefería a los negocios había de obrar como hombrede negocios.

Primero pensó en Defarge y en ir a su en-cuentro para consultarle acerca del lugar más segu-ro en que podría alojarse Lucía, pero luego pensóen que el tabernero vivía en uno de los barrios máspeligrosos de la ciudad y que sin duda debía de serpersonaje influyente en ellos y que andaría metidoen peligrosas tareas.

Al mediodía el doctor no había regresadoaún y como cada momento que pasaba era un peli-gro más para el Banco, el señor Lorry consultó conLucía. Esta le dijo que su padre le había dado cuen-ta de su deseo de alquilar una vivienda cerca delBanco y tomo en eso no había inconveniente algunoy, por otra parte, el anciano comprendía que aun enel caso de ser libertado Carlos, no podría, en algúntiempo, pensar en marcharse de la ciudad, salió enbusca de una habitación conveniente y la encontró

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en una callejuela algo aislada y cuyas casas parec-ían en su mayor parte deshabitadas.

Inmediatamente trasladó allí a las dos muje-res y a la niña, proporcionándoles cuantas comodi-dades le fue posible, desde luego superiores a lassuyas propias. Les dejó a Jeremías y volvió a susocupaciones.

Pasó lentamente el día, triste y preocupado,hasta que llegó la hora de cerrar el Banco. Se halla-ba el anciano en su habitación, como el día anteriory se preguntaba qué podría hacer, cuando oyó unospasos que subían la escalera Poco después estabaun hombre en su presencia que, mirándolo fijamen-te, se le dirigió por su nombre.

—Soy vuestro servidor, señor Lorry. ¿Meconocéis?

Era un hombre de aspecto vigoroso, con elcabello rizado y de cuarenta y cinco a cincuentaaños de edad.

—¿Me conocéis? —repitió.

—Os he visto en alguna parte.

—Tal vez en mi taberna.

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—¿Venís de parte del doctor Manette? —preguntó el señor Lorry en extremo agitado.

—Sí, de su parte vengo.

—Y ¿qué dice? ¿Me envía algo?

Defarge le entregó un trozo de papel, en elcual había escrito el doctor Manette:

“Carlos sin novedad, pero no puedo aban-donar el lugar en que me hallo. He obtenido el favorde que el portador de estas líneas lleve una nota deCarlos para su mujer. Permitidle que la vea.”

Esta misiva estaba fechada en La Forceuna hora antes.

—¿Queréis acompañarme —dijo el señorLorry muy satisfecho después de leer en voz altaestas líneas— a donde vive su esposa?

—Sí —contestó Defarge.

Sin fijarse en el extraño tono de reserva deDefarge, el señor Lorry se puso el sombrero y am-bos salieron al patio. Allí encontraron a dos mujeres,una de las cuales hacía calceta.

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—Seguramente es la señora Defarge, —dijoel señor Lorry que la viera del mismo modo veinteaños antes.

—Es ella —contestó su marido.

—¿Nos acompaña la señora? —preguntó elanciano viendo que ella se disponía a salir también.

—Sí. Para observar sus rostros y conocerluego a las personas. Es en beneficio de su seguri-dad.

Notando ya el tono sospechoso del taberne-ro, el señor Lorry lo miró con alguna desconfianza,pero empezó a andar. Las dos mujeres los seguían;una era la esposa de Defarge y la otra La Vengan-za.

Franquearon tan aprisa como les fue posi-ble las calles inmediatas, subieron la escalera delnuevo domicilio de Lucía, Jeremías los dejó entrar yencontraron a Lucía llorando. Se puso muy contentaal recibir las noticias que le dio el señor Lorry y es-trechó la mano que le entregaba a misiva de sumarido, sin sospechar lo que estuvo haciendo lanoche pasada cerca de Carlos y lo que hubiesehecho de no mediar una feliz casualidad.

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“Querida mía: Cobra valor. Estoy bien y tupadre tiene alguna influencia sobre los que me ro-dean. No puedes contestarme. Besa a nuestra hijapor mí.”

Esto era todo, pero para Lucía era mucho.Se volvió hacia la esposa de Defarge y besó aque-llas manos ocupadas en hacer calceta. Fue un actocariñoso, apasionado y agradecido, propio de unamujer, pero la mano besada no contestó, sino quecayó fría y pesadamente para reanudar la labor.

Algo hubo en aquel contacto que hizo es-tremecer a Lucía y miró asustada a la señora De-farge, la cual le contestó con una mirada fría e im-pasible.

—Querida mía —le dijo el señor Lorry,—son muy frecuentes las conmociones populares, yaunque nadie ha de molestaros, la señora Defargedesea conocer a las personas sobre las cualespuede hacer valer su protección.

La Defarge no contestó a estas palabras yel señor Lorry prosiguió:

—Creo conveniente que vengan la queridaniña y la señorita Pross.

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Se presentaron las dos en la estancia y encuanto la señora Defarge vio a la niña, la señaló conel dedo e hizo la siguiente pregunta:

—¿Es esta la niña?

—Sí, señora —contestó el señor Lorry— esla adorada hijita de nuestro pobre preso.

La mirada que la señora Defarge y su com-pañera fijaron en la criatura fue tan amenazadora,que la madre, dándose cuenta, estrechó instintiva-mente a su hija contra el pecho.

—Ya las he visto —dijo la señora Defarge asu marido.— Podemos marcharnos.

Era tan evidente la amenaza que había enlas palabras y las maneras de la tabernera que Luc-ía, alarmada, exclamó cogiéndose a su vestido:

—¿Tratarán con bondad a mi pobre mari-do? ¿No le harán daño? ¿Podrán proporcionarme elmedio de que le vea, si les es posible?

—No se trata aquí de tu marido —contestóla señora Defarge mirándola con la mayor calma.—Me ha traído tan sólo la hija de tu padre.

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—Entonces, por mí, sed compasiva para mimarido exclamó Lucía uniendo las manos en actitudde súplica. Más temo de vos que de cualquier otrapersona.

Estas palabras las recibió la señora Defargecual si fuesen un cumplido y miró a su marido cuyorostro adquirió severa expresión.

—Algo dice tu marido en la carta acerca deinfluencia...

—Sí —contestó Lucía sacando el papel delpecho;— dice que mi padre tiene alguna influenciaen los que le rodean.

—Pues que cuide él de que lo pongan en li-bertad. Dejémosle hacer.

—¡Como esposa y como madre —exclamóLucía suplicante — os ruego que tengáis piedad yno ejerzáis contra mi inocente marido el poder deque gozáis, sino que lo empleéis en favorecerle!¡Oh, hermana mía, hacedlo por mí! ¡Hacedlo poruna esposa y una madre!

La señora Defarge la miró tan fríamentecomo antes y dijo volviéndose a su amiga La Ven-ganza:

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—Las esposas y las madres que hemos vis-to, desde que éramos niñas, no gozaban de muchasconsideraciones. Hemos visto que sus maridos ysus padres eran encarcelados y separados de ellaspara siempre. Durante toda nuestra vida hemosvisto a nuestras hermanas sufriendo en sus perso-nas y en sus hijos la pobreza, la desnudez, el ham-bre, la sed, la enfermedad, la miseria, la opresión ylos desprecios de toda clase.

—No hemos visto otra cosa —dijo La Ven-ganza.

—Todo eso lo hemos soportado muchotiempo —añadió la señora Defarge volviéndose aLucía.— Juzga por ti misma y mira si ha de impor-tarnos mucho una esposa y una madre.

Reanudó su labor y salió, seguida por LaVenganza y por Defarge que cerró la puerta.

—¡Valor, mi querida Lucia! —dijo el señorLorry levantándola. ¡Valor! ¡Hasta ahora todo vabien... mucho mejor de lo que les ha ido a otrosmuchos desgraciados! ¡Reanimaos y demos graciasa Dios!

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—No dejo de dar gracias al cielo —exclamóella,— pero las sombras de esas mujeres han obs-curecido todas mis esperanzas.

—¿Qué es ese desaliento? —exclamó elseñor Lorry.— ¡No es más que una sombra quecarece de la menor consistencia!

Pero la sombra que proyectaran los Defargeparecía pesar también sobre él, porque todo aque-llo, en su interior, lo turbaba extraordinariamente.

Capítulo IV.— Calma en la tormenta

El doctor Manette no regresó hasta la ma-ñana del cuarto día de su ausencia, y todo lo quehabía ocurrido durante aquellos días se ocultó de talmanera a Lucía, que ésta no llegó a saber, hastaque se halló muy lejos de Francia, que mil cien inde-fensos prisioneros de ambos sexos y de todas eda-des, fueron muertos por el populacho, que cuatrodías con sus noches fueron obscurecidos por aque-llos horrorosos hechos y que hasta el mismo aireque la rodeaba estaba saturado de matanza. Uni-camente supo que se dio un ataque contra las pri-

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siones, que todos los presos políticos estuvieron enpeligro y que algunos fueron sacados de sus cala-bozos y asesinados.

El doctor comunicó al señor Lorry, con elmayor secreto, que la multitud lo arrastró hasta laescena de la matanza en la prisión de La Force. Allíencontró un tribunal, cuyos miembros se habíannombrado a sí mismos, ante el cual eran llevadoslos presos, e inmediatamente eran condenados amuerte o a ser encerrados de nuevo en sus calabo-zos. El se presentó al tribunal con su verdaderonombre y profesión, haciendo constar que, sinhaber sido juzgado, estuvo durante dieciocho añosencerrado en la Bastilla, y uno de los miembros deltribunal, Defarge, se levantó para identificarlo.

Por los registros que había sobre la mesa,vio que su yerno figuraba aún entre los presos vivosy pidió al tribunal la vida y la libertad de Carlos. Enel primer momento de entusiasmo que ocasionó supresencia, como antigua víctima del sistema de lasituación derribada, se le concedió que Carlos Dar-nay compareciese inmediatamente ante el tribunalpara ser juzgado. Añadió que estuvo a punto de serpuesto en libertad, pero que se tropezó con unobstáculo que el doctor no pudo comprender, y que

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originó una conferencia secreta entre los jueces.Entonces el presidente le informó de que el prisio-nero debía continuar custodiado, pero que su per-sona sería inviolable.

Inmediatamente se volvió a encerrar al pre-so, pero el doctor pidió que, en evitación de que, porerror o malicia, se entregara a su yerno a las turbas,se le permitiera acompañarlo, cosa que hizo durantelos cuatro días hasta que hubo pasado el peligro.

No referiremos los terribles espectáculos deque fue testigo y que relató al señor Lorry, el cual leescuchaba horrorizado.

Afortunadamente aquella espantosa situa-ción que parecía renovar los sufrimientos del doctor,le daba, al mismo tiempo, ánimos para seguir lu-chando en favor de la libertad y de la vida de suyerno. Prestaba sus cuidados médicos a todos,ricos y pobres, buenos y malos y creció tanto suinfluencia, que en breve fue el médico inspector detres prisiones, y entre ellas La Force. Pudo, graciasa eso, asegurar a Lucía que Carlos ya no estabaencerrado solo en una celda, sino que permanecíacon los demás presos. Lo veía todas las semanas yllevaba dulces mensajes a Lucía y a veces éstarecibía una carta, aunque nunca por mano de su

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padre, pero ella no podía contestar, porque nadaera más perjudicial a los presos que el tener rela-ciones con el exterior.

A pesar de que el caso de Darnay estabaen buenas manos, los esfuerzos del doctor por de-volverle la libertad no obtenían éxito, a causa de lasituación en que estaban las cosas. Empezaba lanueva era; el rey había sido juzgado, condenado ydecapitado, la República de Libertad, Igualdad yFraternidad o Muerte, declaró que obtendría la vic-toria contra el mundo entero, alzado en armas con-tra ella, o moriría en su empeño.

Trescientos mil combatientes se levantaronen armas para combatir a los tiranos de la tierra, yen tales condiciones, ¿qué esfuerzo particular podíaluchar contra el diluvio del año Uno de la Libertad,diluvio que surgía de la tierra y no caía del cielocuyas compuertas estaban cerradas?

En la capital había un tribunal revolucionarioy en la nación cuarenta y cinco mil comités revolu-cionarios; una ley de Sospechosos, que hizo des-aparecer toda clase de seguridades en que descan-san la libertad y la vida y que ponía a las personasinocentes a merced de cualquier malvado; lascárceles estaban repletas de gente que no había

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cometido delito alguno y que no podían hacer valersu inocencia; todo eso llegó a ser un orden social yantes de muchas semanas pudo parecer un uso yamuy antiguo. Y por encima de todo descollaba unafigura horrible, que llegó a ser tan familiar como sifuera cosa corriente desde los primeros tiempos delmundo; la figura de la aguda hembra llamada LaGuillotina.

Era el tema popular de toda clase de bro-mas; era el mejor remedio para el dolor de cabeza,lo que impedía que el cabello encaneciera, y lo quedaba al cutis una delicadeza especial. Era la Navajanacional que afeitaba excelentemente, y el quebesaba la Guillotina miraba a través del ventanillo yestornudaba dentro del cesto. Era el signo de laregeneración de la raza humana y substituía a laCruz. Y muchos eran los que llevaban a guisa dedije modelitos de la Guillotina, en el mismo lugar enque antes llevaran la Cruz, a la que desdeñabanpara creer en aquélla.

Tantas eran las cabezas que cortaba, quetanto ella como la tierra que la sustentaba estabanllenas de sangre. En cierta ocasión llegó a segarveintidós cuellos en otros tantos minutos, y el fun-cionario que la hacía funcionar había recibido el

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nombre del hombre fuerte del Antiguo Testamento;pero armado como estaba era más fuerte que elhéroe bíblico, aunque más ciego, pues cada maña-na arrancaba las puertas del Templo de Dios.

El doctor caminaba con firmeza por entretodos estos horrores, confiado en su poder y per-suadido de que acabaría por salvar al marido de suhija. Sin embargo, hacía ya quince meses que éstese hallaba en la prisión cuando la Revolución llegó aadquirir tal violencia que los ríos llegaron a estarllenos de los cadáveres de los presos que ahoga-ban por la noche, sin contar con los que eran arca-buceados en masa. Pero el doctor seguía animoso.Nadie era más conocido que él y tan útiles y huma-nitarios eran sus servicios con todos, que casi pa-recía un hombre aparte de todos los demás.

Capítulo V.— El aserrador

Un año y quince meses. Lucía no sintió unmomento de tranquilidad durante este tiempo y acada momento temía que la Guillotina cercenara lacabeza de su marido.

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Todos los días pasaban por las calles lascarretas llenas de condenados, entre los cualeshabía lindas jóvenes, hermosas mujeres, cabezasde cabello negro, castaño, y blanco; aristócratas ygente del pueblo, todos proporcionaban vino rojo ala Guillotina y aplacaban su inextinguible sed. Liber-tad, Igualdad y Fraternidad o Muerte... esto últimomucho más fácil de conceder, ¡oh, Guillotina! SiLucía hubiese permanecido ociosa, no hay duda deque habría ido a parar a la tumba o al manicomio,pero en cuanto estuvieron establecidos en su nuevavivienda y su padre entró de lleno en el ejercicio desu profesión, Lucía se ocupaba en los quehaceresde la casa, exactamente de la misma manera que sisu marido viviera con ella. La pequeña Lucía recibíasus acostumbradas lecciones igual que en su casade Inglaterra y la ilusión que se forjaba la madre deque en breve estarían todos reunidos y las precesardientes que dirigía al cielo especialmente por suquerido preso, eran casi los únicos consuelos deque disfrutaba.

En apariencia no había cambiado gran co-sa. El traje negro que ella y su hija llevaban estabantan cuidados como otros más alegres que llevaranen tiempos felices. Perdió algo su color, pero siguiósiendo tan linda y agradable como siempre. A veces

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cuando por las noches besaba a su padre, dejabacorrer las lágrimas que contuviera durante todo eldía, pero él le aseguraba que nada podía ocurrir aCarlos sin que lo supiera y que nadie más que élsería capaz de salvarlo.

No habían transcurrido muchas semanascuando una tarde, al llegar a casa, le dijo su padre:

—Querida mía, hay en la prisión una venta-nilla alta, a la que Carlos puede llegar a veces,hacia las tres de la tarde. Cuando tal cosa ocurra, yello depende de muchas incidencias imposibles deprever, cree que podría verte en la calle, si te situa-bas en determinado lugar que yo te indicaría. Perotú no podrás verle, pobre hija mía, y aunque pudie-ses sería imprudente hacer la menor señal o saludoal preso.

—¡Oh, padre mío, indícame el lugar; quieroir allí cada día!

Desde aquel día y cualquiera que fuese eltiempo, esperaba allí dos horas. Estaba ya en susitio, al dar las dos y se volvía resignadamente a lascuatro. Cuando el tiempo lo permitía se llevaba con-sigo a la niña, pero nunca dejaba de ir a la horaindicada.

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El lugar era una callejuela sin salida y laúnica puerta que tenía pertenecía al taller de unaserrador de madera. Este, al tercer día de ir Lucía,la vio.

—Buenos días, ciudadana.

—Buenos días, ciudadano.

—¿Paseando, ciudadana?

—Ya lo ves, ciudadano.

El aserrador, que había sido peón caminero,miró hacia la prisión, se cubrió el rostro con los de-dos, cual si fueran los hierros de una reja y fingiómirar burlonamente.

—De todas maneras no es asunto mío —dijo. Y continuó su labor.

Al día siguiente esperaba ya a Lucía y se leacercó en cuanto apareció.

—¿Otra vez por aquí, ciudadana?

—Sí, ciudadano.

—¿Traes a tu hija?

—Sí, ciudadano.

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—Bueno. Es igual. Al cabo no es asuntomío. Lo que me importa es mi trabajo. ¡Mira, misierra pequeña! La llamo mi pequeña Guillotina. Ymira, ya cae una cabeza. Me doy el nombre deSansón de la Guillotina de la leña. Mira, ahora caeotra cabeza. Esta es la de una niña. Ya ves, ya hacaído también. Ya he terminado con toda la familia.

Lucía se estremeció mientras caían los tro-zos de leña en el cesto, pero como no era posibleevitar su presencia, en adelante fue la primera endirigirle la palabra para congraciarse con él y hastale daba algunas monedas para beber, que él toma-ba con el mayor gusto.

Todos los días, sin faltar uno, Lucía iba almismo sitio y pasaba allí dos horas y todos los días,antes de marcharse, besaba la pared de la prisión.Sabía por su padre que Carlos la veía, aunque igno-raba con cuanta frecuencia, pero eso ya le bastaba,y para que su querido esposo no perdiera ningunaocasión acudía allí con la mayor constancia.

En eso llegó diciembre. Una tarde en quehabía nevado ligeramente llegó al sitio acostumbra-do. Aquel día era de regocijo popular y Lucía pudover que las casas estaban adornadas con pequeñaspicas, cuya punta sostenía un gorro colorado; tam-

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bién vio cintas tricolores y la inscripción, asimismoen letras tricolores (que estaban de moda), de Re-pública Una e Indivisible, Libertad, Igualdad y Fra-ternidad, o Muerte.

La mísera tienda del aserrador era tan pe-queña, que apenas ofrecía sitio suficiente para estainscripción, pero de un modo u otro la había hechopintar sobre la puerta.

Además, junto a la ventana había colocadosu sierra, bajo la cual se leía la inscripción siguiente:“Pequeña y Santa Guillotina.” Por lo demás la tiendaestaba cerrada, cosa que contentó a Lucía que asíestaba sola.

Pero no por mucho tiempo, porque de pron-to oyó gritos de numerosas personas que se acer-caban, cosa que la llenó de temor. Un momentodespués entró en la callejuela un numeroso grupo,en el centro del cual estaba el aserrador dando lamano a La Venganza.

Seguramente no bajarían de quinientos losque allí aparecieron en la callejuela y estaban bai-lando como otros tantos demonios. No tenían músi-ca ni la necesitaban, pues les bastaban sus propiasvoces. Cantaban el himno popular de la Revolución

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y bailaban al mismo tiempo de un modo tan desor-denado y feroz, que llenaron de pavor a Lucía quehabía quedado envuelta entre aquella legión dedemonios.

Era la Carmañola. Por fin se alejaron dejan-do a Lucía temblorosa y asustada en el hueco de lapuerta del aserrador y la nieve volvió a caer tranqui-lamente como si nada hubiera ocurrido.

—¡Oh, padre mío! —exclamó al verlo apa-recer inopinadamente. ¡Qué espectáculo tan horri-ble!

—¡Ya lo sé, hija mía, ya lo sé! Lo he pre-senciado muchas veces. No te asustes. Nadie tehará daño alguno.

—No estoy asustada por mí, padre. Perocuando pienso que Carlos puede hallarse a mercedde esa gente...

—Muy pronto lo libertaremos. Le he dejadocuando se dirigía a la ventanita y he venido a pre-venirte. No hay nadie que pueda verte. Puedesmandarle un beso.

—Lo haré, padre, y con él le mandaré mialma.

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—¿No puedes verle, pobrecilla?

—No, padre —dijo Lucía mientras se besa-ba la mano y lloraba al mismo tiempo.— No puedo.

Se oyó un paso en la nieve y apareció laseñora Defarge.

—Salud, ciudadana —dijo el doctor.

—Salud, ciudadano —contestó la tabernerapasando de largo.

—Dame el brazo, hija. En obsequio a él,muestra un semblante alegre. Perfectamente.

Carlos ha de presentarse mañana ante eltribunal.

—¡Mañana!

—No hay tiempo que perder. Estoy prepa-rado, pero hay precauciones que no podía tomarhasta el momento en que Carlos tuviera que serjuzgado. El todavía no lo sabe, pero me consta quelo llamarán mañana y lo llevarán a la Conserjería.Estoy bien informado. ¿No tienes miedo?

—Confío en vos —contestó Lucía.

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—Hazlo sin reservas. Ya ha terminado tuansiedad. Dentro de pocas horas te será devuelto.Lo he rodeado de toda clase de protecciones. Ahorahe de ver a Lorry.

Se interrumpió al oír el paso de varias carre-tas. Ambos conocían perfectamente el significadode aquel ruido. Eran tres carretas que pasabancargadas de condenados.

—He de ver a Lorry —repitió el doctor vol-viéndose de espaldas a las carretas.

El anciano caballero seguía desempeñandolas mismas funciones. Él y sus libros eran objeto defrecuentes registros, en calidad de bienes confisca-dos y propiedad de la nación. Él salvó cuanto le fueposible y nadie habría sido capaz de desempeñarmejor el cometido que le confiara Tellson.

Anochecía ya y casi era de noche cuando elpadre y la hija llegaron al Banco.

¿Con quién estaría hablando el anciano?¿Quién sería aquel hombre en traje de viaje y que alparecer no quería dejarse ver? ¿A quién acababade despedir cuando salió agitado y sorprendido paraestrechar en sus brazos a su querida niña? ¿Aquién repitió las temblorosas palabras de la joven

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cuando, levantando la voz y volviendo la cabezahacia la puerta de la estancia de que acababa desalir, dijo: “Trasladado a la Conserjería y citado paramañana?”

Capítulo VI.— Triunfo

Todos los días actuaba el temible tribunalde los Cinco. Las listas de los acusados que habíande comparecer ante él se formaban a última hora yla misma noche eran leídas por los carceleros a lospresos. Y los carceleros, en son de broma, decían alos desgraciados: “Venid a enteraros de las noticiasdel diario de la noche.”

Carlos Evremonde, llamado Darnay.

Este era el primer nombre de la lista corres-pondiente a La Force.

Cuando se pronunció este nombre, el lla-mado se dirigió al lugar reservado para los que hab-ían de comparecer ante el tribunal al día siguiente.Tenía motivos para conocer esta costumbre, pueshabía presenciado la escena centenares de veces.

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Aquella tarde había veintitrés nombres en lalista, pero solamente contestaron veinte a la llama-da, porque uno había muerto en la prisión y losotros dos habían sido guillotinados ya y olvidados.La lista se leyó en la misma estancia donde Darnayviera a los presos que le dieron la bienvenida el díade su prisión, pero todos ellos habían sido asesina-dos ya y los que escaparon a la matanza murieronen la guillotina.

Se oyeron varias despedidas y algunas fra-ses de aliento, y los presos que se quedaban seocuparon inmediatamente en la organización dealgunos festejos que tenían proyectados, de maneraque apenas hicieron caso de los que se marchaban,no porque careciesen de sensibilidad, sino porqueya estaban acostumbrados.

Los presos nombrados fueron trasladados ala Conserjería, en donde pasaron una mala noche yal día siguiente comparecieron quince de ellos antesde que Carlos fuese llamado ante sus jueces. Losquince fueron condenados a muerte y en juzgarlossolamente se tardó una hora y media.

—Carlos Evremonde, llamado Darnay.

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Sus jueces estaban sentados y sus cabezasse cubrían con sombreros adornados de plumas,pero todos los demás se tocaban con el gorro rojo,en el cual llevaban la escarapela tricolor. Al mirar altribunal y a los asistentes, se podría haber creídoque se había alterado el orden natural de las cosasy que los criminales juzgaban a los hombres honra-dos. La hez de la ciudad, los individuos más bestia-les y crueles eran los que inspiraban las resolucio-nes del tribunal, haciendo comentarios, aplaudiendoo desaprobando e imponiendo su voluntad. Loshombres estaban armados en su inmensa mayoríay las mujeres, algunas llevaban cuchillos y puñales,y comían y bebían, en tanto que otras hacían calce-ta. Una de éstas mientras trabajaba, sostenía bajoel brazo una labor ya terminada. Estaba en primerafila, al lado de un hombre en quien Carlos reconocióa Defarge. Observó que una o dos veces ella lehabló al oído, pero lo que más le llamó la atenciónfue que aquella pareja no lo mirasen ni por casuali-dad. Parecían estar esperando algo, y solamentedirigían miradas hacia el jurado. Debajo del Presi-dente se sentaba el doctor Manette, vestido comosiempre, y a su lado estaba el señor Lorry. Carlosobservó que estas eran las dos únicas personas

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que no se adornaban con los atributos soeces de laCarmañola.

Carlos Evremonde, llamado Darnay, eraacusado por el fiscal de emigrado, y su vida perte-necía a la República, según el decreto que deste-rraba a todos los emigrados bajo pena de muerte.Nada importaba que este decreto llevara una fechaposterior a la llegada de Carlos a Francia. Existía eldecreto, fue preso en Francia y por lo tanto pedía sucabeza.

—¡A muerte! —gritó el público.— ¡Muera elenemigo de la República!

El residente agitó la campanilla para acallaraquellos gritos y preguntó al preso si era cierto quehabía vivido varios años, en Inglaterra.

Darnay contestó afirmativamente.

—¿No eres, pues, un emigrado? ¿Qué teconsideras, pues?

—De acuerdo con el sentido y el espíritu dela ley no me tengo por tal.

—¿Por qué no? —preguntó el presidente.

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—Porque voluntariamente renuncié a untítulo que me era odioso y a una situación que medesagradaba. Dejé mi país para vivir de mi trabajoen Inglaterra, antes que del trabajo de los agobia-dos y desgraciados franceses.

—¿Qué pruebas tienes de eso?

Darnay dio el nombre de dos testigos: Teófi-lo Gabelle y Alejandro Manette.

—¿Te casaste en Inglaterra? —le preguntó,luego, el presidente.

—Sí, pero no con una inglesa, sino con unafrancesa de nacimiento.

—¿Cómo se llama? ¿A qué familia pertene-ce?

—Lucía Manette, hija única del doctor Ma-nette, el excelente médico aquí presente.

Esta contestación ejerció muy buen efectosobre el público, que, caprichoso como suelen serlas turbas, empezó a gritar vitoreando al doctor yalgunos, tal vez los que con mayor ferocidad pidie-ron la cabeza del preso, derramaron lágrimas deemoción, Carlos Darnay había contestado siguiendo

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las instrucciones que le diera el doctor que previótodas las contingencias del interrogatorio.

El presidente le preguntó, entonces, por quéregresó a Francia cuando lo hizo y no antes.

—Sencillamente porque no tenía medios devivir en Francia, exceptuando los que había renun-ciado, en tanto que en Inglaterra vivía dando leccio-nes de francés y de literatura francesa. Volví pararesponder al llamamiento que me dirigió un ciuda-dano francés, cuya vida ponía en peligro mi ausen-cia. ¿Hay en todo eso algo delictivo a los ojos de laRepública?

—¡No! —gritó entusiasmado el populacho.El presidente agitó la campanilla para imponer si-lencio, sin lograrlo, porque siguieron gritando hastaque se cansaron.

—¿Cómo se llama el ciudadano a que te re-fieres? —preguntó el presidente.

El acusado explicó que este ciudadano erasu primer testigo y expresó la esperanza de que sucarta, que le quitaron al prenderle, figuraría entre losdocumentos que el presidente tenía delante.

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El doctor había cuidado de que estuviera lacarta en cuestión y el presidente la leyó inmediata-mente. Llamó luego al ciudadano Gabelle para queratificase su contenido y el testigo lo hizo.

Enseguida se llamó a declarar al doctorManette. Su popularidad y la claridad de sus res-puestas produjeron grande impresión. Demostróque el acusado fue su amigo antes de ser su yerno,que había residido siempre en Inglaterra y que lejosde gozar del favor del gobierno aristocrático deaquel país, estuvo a punto de ser condenado amuerte, como enemigo de Inglaterra y amigo de losEstados Unidos. Desde aquel momento se identifi-caron el jurado y el pueblo, y cuando el doctor apelóal testimonio del señor Lorry, allí presente, el juradodeclaró que se daba por satisfecho y que estabandispuestos a votar si el presidente lo consentía.

A cada voto (los jurados lo hacían en voz al-ta e individualmente) el populacho aplaudía entu-siasmado. Todas las voces resonaban en favor delpreso y el presidente lo declaró libre.

Entonces se vio una de aquellas escenasextraordinarias en las que el populacho demuestrasu inclinación hacia los sentimientos generosos.Tan pronto como se pronunció el fallo absolutorio,

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muchos de los asistentes empezaron a derramarlágrimas y a abrazar al preso, hasta el punto de queéste corrió peligro de perecer asfixiado, lo que noimpedía que aquel mismo populacho se hubieraechado sobre él para destrozarlo si hubiese sidodeclarado culpable.

Gracias a que tuvo que salir para que pudie-ran continuar la tarea del tribunal, se vio libre, mo-mentáneamente, de aquellas caricias. Llegó la vezde que fueran juzgados cinco acusados como ene-migos de la República, por el delito de no haberexpresado su entusiasmo por ella con hechos o conpalabras. Y tan rápido anduvo el tribunal en com-pensar a la nación por aquella vida que había sal-vado, que los cinco desgraciados fueron condena-dos a muerte antes de que Carlos saliera de la sala.El primero de ellos comunicó la sentencia a Carloslevantando un dedo, señal de muerte acostumbradaen la prisión y luego todos gritaron irónicamente:

—¡Viva la República!

Aquellos cinco desdichados no tuvieronpúblico que hiciera durar el juicio, porque en cuantoDarnay salió en compañía del doctor Manette, lorodeó una multitud en la que le pareció reconocer atodos los asistentes al juicio, exceptuadas dos per-

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sonas a las que en vano buscó con la mirada. Lamultitud lo hizo objeto de sus aclamaciones y abra-zos; luego lo sentaron en un sillón y lo llevaron entriunfo a su casa.

El doctor se adelantó a aquella procesióncon el fin de preparar a su hija, y cuando ésta vio aCarlos cayó desvanecida en sus brazos. Mientras élsostenía a Lucía sobre su pecho, el populacho em-pezó a bailar la Carmañola. Luego sentaron en elsillón a una joven, proclamándola diosa de la Liber-tad y se la llevaron en hombros entre gritos y cánti-cos.

Después de estrechar la mano del doctorque, orgulloso de sí mismo estaba a su lado y la delseñor Lorry que, jadeante, se había abierto paso porentre la multitud, y después de besar a la pequeñaLucía y de abrazar a la buena señorita Pross, tomóa la esposa en sus brazos y se la llevó a sus habita-ciones.

—¡Lucía! ¡Amor mío! ¡Ya estoy libre!

—¡Oh, querido Carlos, déjame que dé gra-cias a Dios!

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Los dos inclinaron reverentemente la cabe-za y cuando ella estuvo de nuevo en sus brazos,Carlos le dijo:

—Ahora, querida, da las gracias a tu padre.Nadie más en Francia podría haber hecho lo que élha hecho por mí.

Lucía reclinó la cabeza en el pecho de supadre, el cual se sintió feliz de haber podido pagarla deuda de gratitud que con su hija tenía.

Y considerándose recompensado de susantiguos dolores y orgulloso de su fuerza, le dijo:

—Sé fuerte, querida mía. No tiembles así.Yo lo he salvado.

Capítulo VII.— Llaman a la puerta

“Yo lo he salvado.” No era uno de tantossueños antiguos que volvía, sino que Carlos estabarealmente allí. Y, sin embargo, su mujer temblaba ysentía un temor vago pero intenso.

Era imposible, en efecto, olvidar que otrostan inocentes como su esposo habían muerto en

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aquellos tiempos en que el pueblo se mostraba tancruel y vengativo. Su padre, en cambio, le dabaánimos y se sentía satisfecho de haber logrado eléxito en su empeño de salvar a Carlos.

El menaje de la casa era sumamente senci-llo, no solamente porque eso era lo más prudente,sino que también porque no eran ricos, y Carlos,durante su largo encierro, había tenido que pagarbastante caro el mal alimento que le vendían. Porestas razones y para evitarse un espía doméstico,no tenían criada; los ciudadanos que hacían deporteros les prestaban algunos servicios, y Jerem-ías, que el señor Lorry les había cedido casi porcompleto, dormía en la casa todas las noches.

La República Una e Indivisible de Libertad,Igualdad y Fraternidad o Muerte, había ordenadoque sobre las puertas de todas las casas se inscri-biera el nombre de sus habitantes. Por consiguienteen casa del doctor figuraba también el nombre deJeremías Roedor, y cuando se acentuaron ya lassombras de la tarde, el posesor de este nombreregresó de llamar a un pintor que había de añadir ala lista el nombre de Carlos Evremonde, llamadoDarnay.

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En aquellos tiempos en que reinaba la des-confianza y el temor, la familia del doctor, comomuchas otras, adquirían todos los días los comesti-bles y artículos necesarios, en pocas cantidades yen diversas tiendas. Desde hacía algún tiempo laseñorita Pross y el señor Roedor llenaban las fun-ciones de proveedores; la primera llevaba el dineroy el segundo el cesto. Todas las tardes, al encen-derse el alumbrado público, salían en cumplimientode sus deberes y compraban lo que se necesitabaen la casa. A pesar de que la señorita Pross pudierahaber conocido el francés perfectamente, apren-diéndolo en los largos años que llevaba viviendocon una familia francesa, no conocía más este idio-ma que el mismo señor Roedor, es decir, nada ab-solutamente. Por eso sus compras las hacía pro-nunciando un nombre ante el vendedor y si no hab-ía acertado agarraba lo que quería comprar y no losoltaba hasta haber cerrado el trato. Y el regateo lollevaba a cabo señalando siempre con un dedomenos que el vendedor, cualquiera que fuese elprecio.

—Señor Roedor —dijo la señorita Pross conlos ojos encarnados por haber llorado de felicidad—yo estoy dispuesta. Si queréis podemos salir.

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Jeremías se puso a la disposición de sucompañera.

—Hoy necesitamos muchas cosas, pero te-nemos tiempo. Entre otras cosas hemos de comprarvino. Adonde vayamos encontraremos a esos go-rros colorados brindando y emborrachándose.

—¡Cuidado, querida! —exclamó Lucía.—Tened cuidado.

—Seré prudente —contestó la señoritaPross.— Vos quedaos junto al fuego, cuidando devuestro marido que habéis recobrado y no os mov-áis hasta que regrese.

Salieron dejando a la familia junto al fuego.Esperaban que llegase de su Banco el señor Lorry yestaban todos tranquilos, gozando de la dicha deverse reunidos.

De pronto Lucía preguntó:

—¿Qué es eso?

—Hija mía, cálmate —le dijo el doctor.—Cualquier cosa te sobresalta.

—Me pareció haber oído un ruido en la es-calera —contestó Lucía.

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—No se oye nada.

Apenas acababa de decir el doctor estaspalabras, cuando se oyó llamar a la puerta.

—¿Qué será, padre? ¡Escóndete, Carlos!¡Salvadlo, padre mío!

—Ya lo he salvado —contestó el doctor le-vantándose.— Déjame ahora que vaya a ver quiénllama.

Tomó una lámpara de mano, cruzó las dosestancias vecinas y abrió. Se oyó enseguida cómounos rudos pies pisaban el suelo y al mismo tiempoentraron en la estancia cuatro hombres cubiertoscon el gorro rojo y armados de sables y pistolas.

—¿El ciudadano Evremonde, llamado Dar-nay?

—¿Quién le busca? —preguntó Darnay.

—Nosotros. Te conozco, Evremonde. Hoyte vi en el tribunal. Vuelves a ser prisionero de laRepública.

Y los cuatro hombres lo rodearon mientrassu esposa y su hija se abrazaban a él.

—¿Por qué se me prende de nuevo?

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—Ven con nosotros a la Conserjería y ma-ñana lo sabrás. Mañana mismo has de ser juzgado.

El doctor Manette, que se había quedadocomo petrificado, con la lámpara en la mano, cual sise hubiese convertido en estatua, dejó la lámpara,dio un tirón de la camisa del que acababa de hablary le dijo:

—Acabas de asegurar que le reconoces.¿Me conoces a mí?

—Sí, eres el ciudadano doctor.

—Todos te conocemos —dijeron los otrostres.

—¿Queréis contestarme a mí la preguntaque os ha hecho? ¿Qué sucede?

—Ciudadano doctor —contestó el primerode mala gana,— ha sido denunciado a la Secciónde San Antonio.

—¿De qué se le acusa?

—No me preguntes más, ciudadano doctor—contestó el otro.— Si la República te pide un sa-crificio, sin duda tú, como buen patriota, te sentirás

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feliz haciéndolo. La República antes que todo ElPueblo es soberano. Evremonde, tenemos prisa.

—Una palabra — rogó el doctor.— ¿Quer-éis decirme quién lo ha denunciado?

—Es contra mi deber —dijo el interpela-do,— pero, en fin, ha sido denunciado por el ciuda-dano y la ciudadana Defarge y, además, por otro.

—¿Quién?

—¿Tú lo preguntas, ciudadano doctor?

—Sí.

—Pues lo sabrás mañana. Ahora he de sermudo.

Capítulo VIII.— Una partida de naipes

Ignorante de la nueva calamidad que aca-baba de caer sobre la familia, la señorita Pross se-guía su camino por las estrechas calles y cruzó elrío por el Puente Nuevo, reflexionando acerca delas compras que tenía que hacer. A su lado iba elseñor Roedor con el cesto. Después de adquirir

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algunos comestibles y un poco de aceite para lalámpara, la señorita Pross se dispuso a comprar elvino que necesitaba, y pasando de largo por delantede alguna tabernas se detuvo, finalmente, ante unade ellas en cuya muestra se leía: “Al Buen Republi-cano Bruto, de la Antigüedad” y que no estaba lejosdel Palacio Nacional, antes de las Tullerías. Parecíamás tranquila que las demás y aunque no faltabanlos patriotas cubiertos de gorro rojo, no había tantoscomo en otros establecimientos similares. Y así laseñorita Pross entró en la taberna, seguida de sucaballero.

Sin hacer caso de la concurrencia, que fu-maba, jugaba, bebía o escuchaba la lectura delperiódico, y sin fijarse en algunos que estaban dor-midos, se acercó al mostrador y con el dedo indicólo que necesitaba.

Mientras median el vino que pidiera, unhombre se levantó de un rincón y se dispuso a salir.Pero para hacerlo tenía que ponerse frente a frentede la señorita Pross, la cual, apenas hubo fijado losojos en aquel hombre, dio un grito y pareció que ibaa desvanecerse.

En un momento todos se pusieron en pie,persuadidos de que se asesinaba a alguien o de

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que se estaba solventando una ligera diferencia,pero no vieron más que un hombre y una mujer quese miraban con la mayor atención. Él parecíafrancés y ella inglesa.

Las frases con que expresaron su desen-canto los parroquianos no llegaron a oídos de laseñorita Pross y del hombre que ante ella estaba,pues la sorpresa que sentían les impedía fijarse ennada más. En cuanto al señor Jeremías, estuvo apunto de caerse de espaldas de puro asombro.

—¿Qué hay? —exclamó en inglés y con ru-deza el hombre cuya aparición hiciera gritar a laseñorita Pross.

—¡Oh, Salomón, querido Salomón! —exclamó la señorita Pross. ¡Después de un sigloque no te veo te encuentro aquí!

—No me llames Salomón. ¿Quieres mimuerte? —exclamó el hombre con cierto temor.

—¡Hermano mío! —exclamó ella derraman-do lágrimas.— ¿Cuándo he sido tan mala para tique me hagas esta pregunta?

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—Entonces contén la lengua —dijo Sa-lomón— y ven si quieres hablar conmigo. ¿Quién esese hombre?

—Es el señor Roedor —contestó la señoritaPross entre lágrimas.

—Pues que venga con nosotros —dijo Sa-lomón— ¿Me habrá tomado por un fantasma?

Eso parecía, a juzgar por las miradas delseñor Roedor. Sin embargo, no dijo una palabra y laseñorita Pross, haciendo esfuerzos por serenarse,pagó el vino. Mientras tanto su hermano se volvió alos bebedores y en francés les dijo algunas palabraspara explicar el suceso.

—Ahora ¿qué quieres? —preguntó Sa-lomón deteniéndose en un rincón obscuro de lacalle.

—¡Qué mal me recibes a pesar de que nun-ca he dejado de quererte!

—Toma —dijo su hermano rozando con suslabios los de ella — ¿Estás contenta ahora?

Ella no contestó, pues seguía llorando.

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—Si te figuras que me has dado una sor-presa, te engañas —dijo Salomón.— Sabía queestabas en París. Si, verdaderamente, no quieresponer en peligro mi vida, cosa que empiezo a dudar,sigue tu camino y déjame que vaya por el mío. Ten-go mucho que hacer. Soy un oficial.

—Mi hermano Salomón, inglés, que habríapodido ser uno de los hombres más grandes en supaís, empleado de unos extranjeros ¡y qué extranje-ros! Preferiría verte muerto en tu...

—¡Ya lo suponía! Estás deseando mi muer-te. Me haré sospechoso gracias a mi hermana.

—¡Dios no lo quiera! —exclamó la señoritaPross.— Pero preferiría no haberte vuelto a ver, apesar de lo que te quiero. Dime una palabra cariño-sa y no te detendré más.

El hermano estaba pronunciando la palabracariñosa que se le pedía, cuando el señor Roedor,tocándole en el hombro, lo interrumpió con estaextraña pregunta:

—¿Me hacéis el favor de decirme si vuestronombre es Juan Salomón o Salomón Juan?

El interpelado lo miró con desconfianza.

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—Contestadme. Ella os llama Salomón ydebe de conocer vuestro nombre, pero yo sé que osllamáis Juan. ¿Cuál de los dos nombres va prime-ro? En Inglaterra no os llamabais Pross.

—¿Qué queréis decir?

—No lo sé muy bien, pero no recuerdocómo os llamabais en Inglaterra, aunque juraría queel apellido que llevabais era de dos sílabas.

—¿De veras? —Sí. El otro no tiene másque una. Os conozco. Erais entonces un espía deOld Bailey. ¿Cómo os llamabais entonces?

—Barsad —dijo una voz desconocida to-mando parte en la conversación.

—¡Eso es! —exclamó Jeremías.

El personaje que acababa de hablar eraSydney Carton. Tenía las manos a la espalda, yestaba al lado del señor Jeremías, tan tranquila-mente como si se hallara en Old Bailey.

—No os alarméis, mi querida señorita,Pross —dijo.— Ayer noche llegué y me presenté alseñor Lorry. Convinimos en que no me dejaría verhasta que todo estuviera arreglado o en caso deque pudiera ser útil. Y ahora me presento aquí, de-

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seoso de conversar un poco con vuestro hermano.Yo habría deseado para vos un hermano más dignoque el señor Barsad y también que no fuese espíade las cárceles.

El espía estaba pálido, pero, recobrando elánimo, protestó de aquellas palabras.

—Hace una hora que os vi, señor Barsad,mientras salíais de la Conserjería. Tenéis una deesas caras que se recuerdan siempre y yo soy muybuen fisonomista. Y al veros se me ocurrió relacio-nar vuestro indigno oficio con las desgracias quesufre un amigo mío. Por eso os he seguido y mesenté a vuestro lado en la taberna. No me costónada averiguar vuestra profesión por las palabrasque cruzasteis con vuestros admiradores. Y así, loque al principio fue una sospecha, quedó comple-tamente confirmado, señor Barsad.

—¿Qué os proponéis?— preguntó el espía.

—Sería molesto y peligroso explicarlo en lacalle. Por eso os rogaré que me favorezcáis convuestra compañía... hasta el Banco Tellson, porejemplo.

—¿Bajo amenaza?

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—¿Acaso he dicho tal cosa?

—¿Entonces para qué voy a ir?

—No puedo decíroslo, señor Barsad.

—¿Queréis indicarme que no os viene engana?

—Me habéis entendido muy bien, señorBarsad. No quiero.

La tranquilidad e indiferencia de Carton im-presionó extraordinariamente al espía y su miradapráctica advirtió enseguida la ventaja que acababade obtener.

—Fíjate en lo que te digo —exclamó el esp-ía mirando torvamente a su hermana;— si me suce-de algo malo, tuya será la culpa.

—Vamos, señor Barsad, no seáis ingrato —exclamó Sydney. — Si no fuera por el respeto queme merece vuestra hermana, no os habría hechocon tanta amabilidad una proposición que ha deresultar en beneficio mutuo. ¿Me acompañáis alBanco?

—Sí, os acompaño. Deseo conocer lo quetenéis que decirme.

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—Ante todo acompañaremos a vuestrahermana hasta la esquina de su calle. Dadme elbrazo, señorita Pross. Esta ciudad no está tranquilapara que vayáis, sin protección de nadie y comovuestro compañero conoce al señor Barsad, le invitoa que nos acompañe a casa del señor Lorry. ¡Va-mos!

Dejaron a la señorita Pross en la esquina desu calle y entonces Carton se dirigió con Barsad yJeremías a casa del señor Lorry, adonde llegaron alos pocos minutos.

El señor Lorry acababa de cenar y estabasentado ante el fuego. Volvió la cabeza al oír a losque llegaban y demostró su sorpresa al ver a undesconocido.

—Es el hermano de la señorita Pross. Elseñor Barsad.

—¿Barsad? —repitió el anciano— ¿Bar-sad? Me parece recordar el nombre y el rostro.

—Ya os dije que tenéis una cara que no sedespinta, señor Barsad —observó fríamente Car-ton.— Sentaos.

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Mientras él mismo tomaba una silla, se vol-vió hacia el señor Lorry y le dijo:

—Testigo de aquella causa.

El anciano recordó inmediatamente y miróal recién llegado con mirada en que expresaba cla-ramente su antipatía.

—La señorita Pross ha reconocido en el se-ñor Barsad al hermano de quien tanto le habéis oídohablar. Pero ahora pasemos a noticias peores. Dar-nay ha sido preso nuevamente.

—¡Qué me decís! —exclamó el ancianoconsternado. —Hace apenas dos horas que lo hedejado libre y feliz.

—Pues está preso. ¿Cuándo lo prendieron,Barsad?

—Habrá sido hace un momento.

—El señor Barsad es digno de crédito enestos asuntos —dijo Sydney— y conozco el hechopor una conversación que ha tenido con otro espía,mientras se bebían ambos una botella de vino. Dejóa los encargados de prenderle en la puerta de sucasa, de manera que la desgracia es cierta.

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El señor Lorry lo comprendió así y se dispu-so a escuchar en silencio.

—Espero, sin embargo —continuó Car-ton,— que el nombre y la influencia del doctor pue-dan serle tan útiles mañana... ¿dijisteis que lo juz-garían mañana, Barsad?

—Así lo creo.

—Tan útiles mañana como lo han sido hoy.Pero tal vez no sea así. He de confesaros, sin em-bargo, que me da qué pensar el hecho de que eldoctor no haya podido impedir la prisión...

—Tal vez no la sospechaba siquiera —dijoel señor Lorry.

—Precisamente esta circunstancia es alar-mante.

—Es verdad —contestó el señor Lorry.

—En resumen —dijo Sydney— en casosdesesperados es cuando se juegan las partidasdesesperadas por puestas desesperadas. Dejemosque el doctor juegue la partida de ganar; yo voy ajugar la de perder. Aquí no tiene valor la vida deningún hombre, pues el que hoy ha sido llevado entriunfo a su casa por el pueblo, puede ser condena-

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do mañana. Ahora, la puesta que he decidido jugar,en el peor de los casos, es un amigo en la Conser-jería. Y el amigo a quien me propongo ganar, señorBarsad, sois vos.

—Preciso será que tengáis muy buenas car-tas, señor —dijo el espía.

—Vamos a verlas. Pero ya sabéis, señorLorry, lo torpe que soy. Os ruego que me deis unpoco de brandy.

Bebió una copita y otra y dejó a un lado labotella.

—El señor Barsad —dijo, como si, realmen-te, estuviera examinando sus naipes,— espía de lascárceles, emisario de los comités republicanos,carcelero y prisionero alternativamente, siempreespía e informador secreto, mucho más apreciadopor su condición de inglés, se presenta a sus jefesbajo un nombre falso. Esta es una buena carta. Elseñor Barsad, empleado del gobierno republicanofrancés, estuvo antes a sueldo del gobierno aris-tocrático inglés, enemigo de Francia y de la libertad.Esta es también otra carta excelente. De lo que seinfiere fácilmente, que el señor Barsad continúa asueldo del gobierno inglés aristocrático, como espía

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de Pitt, y es el traidor enemigo que reposa en elregazo de la República, el traidor inglés y agente detodas esas indignidades de que tanto se habla yque tan difícil es probar. Esta carta no se falla fácil-mente. ¿Vais siguiendo mi juego, señor Barsad?

—No entiendo cómo jugaréis estas cartas—contestó el espía algo intranquilo.

—Juego mi as, denunciando al señor Bar-sad ante el Comité de la Sección más próxima. Mi-rad vuestro juego, señor Barsad, y ved qué cartastenéis. No hay prisa.

Acercó nuevamente la botella y bebió otracopa de licor. Vio que el espía parecía tener miedode que si continuaba bebiendo saliera a denunciarloinmediatamente y por esta razón se bebió otra co-pa.

—Mirad cuidadosamente vuestro juego, se-ñor Barsad —repitió. Tomaos el tiempo que queráis.

El juego de Barsad era mucho peor de loque se había podido figurar. El señor Barsad sabíaque todas sus cartas le harían perder el juego, peroSydney Carton las ignoraba. Despedido de su hono-rable empleo en Inglaterra, a causa de torpezascometidas, cruzó el Canal y aceptó el servicio en

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Francia, primero como espía de los ingleses. Fueluego espía de San Antonio y trató de ejercer suoficio contra los Defarge, gracias a unas informacio-nes que le diera la policía acerca del doctor Manet-te, que habían de servirle de excusa para trabarconversación, pero fracasó en su empeño y recor-daba con terror a la señora Defarge que no cesó ensu labor mientras le hablaba y que le miró tan aira-da. Luego la vio exhibir sus registros tejidos en lalabor de calceta y denunciar a las personas que setragaba la Guillotina. Le constaba que nunca estabaseguro, como no lo estaba ninguno de los que sededicaban a su mismo oficio; que la fuga era impo-sible y que a pesar de los servicios prestados alrégimen que imperaba, bastaba una sola palabrapara perderlo. Una vez denunciado por los delitosque acababa de mencionar Carton, no tenía la máspequeña duda de que estaría perdido. Además,todos los hombres que viven de denunciar a losdemás son cobardes y se comprenderá el efectoque en él ejerció la mención de las cartas del juegode Carton.

—Parece que no os gusta vuestro juego —dijo tranquilamente Sydney.— ¿Jugáis?

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—Creo, señor —dijo el espía humildementevolviéndose hacia el señor Lorry,— que puedo ape-lar a un caballero de vuestros años y de vuestrabenevolencia, para que haga desistir a este otrocaballero de jugar la carta de que acaba de hablar.Admito que soy espía y que no es oficio digno, aun-que alguien ha de desempeñarlo; pero ese caballe-ro no lo es y no ha de descender hasta convertirseen tal.

—Jugaré mi carta, señor Barsad —dijo Car-ton mirando su reloj —sin el menor escrúpulo, de-ntro de muy pocos minutos.

—Había esperado, señores —dijo el espíatratando de envolver en la conversación al señorLorry,— que por respeto a mi hermana...

—Lo mejor que puedo hacer en favor devuestra hermana —dijo Sydney Carton— es librarlacuanto antes de semejante hermano.

—¿Lo creéis así, señor?

—Estoy perfectamente convencido de ello.

Era evidente que el espía estaba asustadoy, notándolo Carton, añadió:

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—Y ahora que me lo mejor, tengo la impre-sión de que en mi juego hay otra carta excelente,que todavía no he nombrado. ¿Quién era el indivi-duo que hablaba con vos en la taberna y que tam-bién parece ser espía?

—Francés, No le conocéis.

—Francés, ¿eh? —dijo Carton como para,sí mismo.— Es posible.

—Os lo aseguro, aunque eso es lo de me-nos —añadió el espía.

—Aunque eso es lo de menos —repitió Car-ton maquinalmente, aunque eso es lo de menos.No, no tiene importancia alguna. Sin embargo, co-nozco aquella cara.

—Estoy seguro de que no. No puede ser —replicó el espía.

—No puede ser —repitió distraídamenteCarton, llenando nuevamente la copa que, por for-tuna, era pequeña.— Habla bien el francés, perocon acento extranjero.

—Es de provincias —insinuó el espía.

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—¡No, es extranjero! —exclamó Cartonconvencido ya.

—¡Es Cly! Desde luego disfrazado, pero élsin duda alguna. Lo vi hace ya algún tiempo en OldBailey.

—Os engañáis completamente, señor —dijoel espía sonriendo,— y eso me da alguna ventajasobre vos. Cly, que fue mi compañero, murió haceya algunos años. Lo cuidé en su última enfermedad.Fue enterrado en Londres, en la parroquia de SanPatricio. La impopularidad de que gozaba me impi-dió asistir a su entierro, pero ayudé a meterlo en elataúd.

En aquel momento el señor Lorry observóuna sombra que se movía a lo largo de la pared, y,buscando su origen, vio que era la del señor Roe-dor, cuyo cabello estaba más erizado que nunca.

—Vamos a ponernos en razón —dijo el esp-ía.— Para demostraros cuán equivocado andáis,voy a mostraros el certificado de defunción del po-bre Cly, que, por casualidad, llevo conmigo —dijoapresurándose a sacar el documento.— Aquí está.Miradlo bien, que no es falso.

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El señor Lorry observó que se alargaba lasombra de la pared y el señor Roedor se levantó yse acercó a los que hablaban. Tocó al espía en elhombro y dijo secamente:

—¿De manera que fuisteis vos quien pusoen el ataúd a maese Roger Cly?

— Sí.

—¿Quién lo sacó, pues, del ataúd?

—¿Qué queréis decir? —preguntó el espíatartamudeando.

—Quiero decir que no estuvo nunca en elataúd. ¡No! ¡Me apuesto la cabeza a que nuncaestuvo allí encerrado!

El espía se volvió hacia los dos caballeros,que estaban muy asombradas por las palabras deJeremías Roedor.

—Os, digo –prosiguió éste— que el ataúdsolamente contenía piedras y tierra, pero no uncadáver. ¡No me vengáis a mí con la historia de queenterrasteis a Cly! Fue un engaño. Lo sé yo y losaben dos amigos míos.

—¿Cómo lo sabéis?

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—¡Qué os importa! ¡Hace tiempo que os latengo jurada por el engaño de que hicisteis víctimasa unos honrados menestrales! ¡Por menos de mediaguinea sería capaz de estrangularos!

Sydney Carton que, como el mismo señorLorry, estaba asombradísimo ante la intervención deJeremías, rogó a éste que se moderase y que seexplicara.

—Ya lo haré en otra ocasión, señor —contestó evasivamente.— Lo que repito que ese Clyno estuvo nunca enterrado. ¡Que se atreva ese tunoa repetirlo y le quitaré las ganas de mentir!

—¡Caramba! — exclamó Carton.— Aquítengo otro triunfo, señor Barsad. Os será imposibleen una ciudad que se halla en circunstancias tanespeciales como ésta, sobrevivir a mi denuncia,toda vez que estáis en relación con otro espía aris-tocrático, de los mismos antecedentes vuestros yque, por colmo, está rodeado del misterio de haberfingido su muerte o de haber resucitado. Eso separece a una conspiración de dos extranjeros contrala República. Es un triunfo magnífico... que equivalea la Guillotina. ¿Jugáis?

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—No —contestó el espía.— Me rindo. Con-fieso que llegué a ser tan odiado por las turbas queme vi obligado a salir de Inglaterra para no morirahorcado y que Cly estaba en tan crítica situaciónque no habría salido con vida a no ser por este en-gaño. Lo que me maravilla es que ese hombre estéenterado de ello.

—No os preocupéis de mí —contestó el se-ñor Roedor.— Bastante tenéis que hacer prestandoatención a este caballero.

El espía se volvió a Sydney Carton y le dijo:

—He de volver a prestar mi servicio y nopuedo entretenerme. Me anunciasteis una proposi-ción. ¿Cuál es? Os advierto que será inútil pedirmedemasiado. Si me exigís algo que ponga en peligromi cabeza, preferiré correr los riesgos de la denun-cia antes que consentir en lo que me pidáis. Noolvidéis que si creo que me conviene os denunciaré,tratando de librarme de mi perdición como pueda,sin reparar en los medios. ¿Qué queréis de mí?

—Poca cosa. ¿Sois carcelero en la Conser-jería?

—Tomad nota de que es completamenteimposible facilitar una evasión.

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—No necesitáis advertirme acerca de unacosa que no os he pedido. ¿Sois carcelero en laConserjería?

—A veces.

—¿Podéis serlo en el momento en que osconvenga?

—Puedo entrar y salir cuando quiero.

—Hasta ahora hemos hablado en presenciade estos señores, para que no quedase ignorado deellos el valor de las cartas que poseo. Venid ahora aesa habitación y cambiaremos unas palabras a so-las.

Capítulo IX.— Hecho el juego

Mientras Sydney Carton y Barsad estabanen la vecina estancia hablando tan quedo, que nose oía una sola de sus palabras, el señor Lorry mi-raba a Jeremías con la mayor desconfianza. El se-ñor Roedor no estaba tranquilo, pues se daba cuen-ta de la aproximación de la tormenta.

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—Venid aquí, Jeremías —ordenó el señorLorry.

El llamado obedeció y el anciano le pre-guntó:

—¿Qué más habéis sido, aparte de mensa-jero del Banco?

Después de alguna vacilación, el señorRoedor pareció haber hallado la respuesta y dijo:

—Me dedicaba a trabajos agrícolas.

—Me parece —replicó el señor Lorry— quehabéis usado de la respetabilidad del Banco Tellsoncomo de una pantalla para ocultar ocupacionescriminales e infames. Si no me equivoco, no esper-éis el perdón cuando regresemos a Inglaterra ni queguarde el secreto, pues Tellson no debe ser enga-ñado.

—Espero, señor —contestó avergonzado elseñor Roedor,— que después de haber envejecidoa vuestro servicio, no os resolveréis a perjudicarme,aunque fuese cierto lo que sospecháis. ¿Creéis queun hombre podría enriquecerse aprovechando losdesperdicios de los empresarios de pompas fúne-bres, o con lo que no querrían los sacristanes ni los

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vigilantes de los cementerios, todos ellos capacesde cualquier cosa para ganar algo? No, no, señorLorry, es un oficio que no da nada.

—¡Uf! —exclamó el señor Lorry —Me dahorror el veros.

—Lo que quisiera rogaros, señor Lorry —replicó el señor Roedor con mayor humildad todav-ía,— lo que quiero pediros, por lo que más queráis,es que, si habéis de destituirme, deis el cargo queyo desempeñaba en el Banco a mi hijo para quepueda cuidar de su madre, y dejadme a mí queexcave cuanto quiera. Esto es lo que quiero pediros,y debo añadir que si antes hablé, lo hice en favor deuna causa buena.

—Eso es verdad — contestó el señor Lo-rry.— Callad ahora. Aun es posible que siga siendovuestro amigo si me mostráis vuestro arrepentimien-to con actos, no con palabras.

En aquel momento entraron nuevamente enla estancia Sydney Carton y el espía.

—Adiós, señor Barsad —dijo el primero. —Quedamos de acuerdo. No debéis temer nada demí.

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Se sentó al lado del señor Lorry, el cual lepreguntó qué había hecho.

—Poca cosa. Si las cosas se ponen malaspara nuestro amigo, podré ir a verle una vez.

El señor Lorry mostró su desencanto.

—No he podido hacer más. Pedir demasia-do sería poner en peligro a ese hombre y, comoantes ha dicho, ya no podría ocurrirle nada peor sile denunciara. Este es el punto flaco de la cuestión.

—Pero el poder verle —observó el señorLorry— no servirá para salvarle.

—Nunca dije que lo conseguiría.

El señor Lorry miró al fuego. Aquella nuevadesgracia acaecida a Carlos lo había anonadado. Elpobre hombre no era ya más que un anciano ago-biado por el pesar.

—Sois un hombre excelente y un verdaderoamigo —dijo Carton con alterada voz.— Perdonad-me si he observado que estáis afectado. No habríapodido ver llorar a mi padre y permanecer indiferen-te, y os aseguro que no respeto menos vuestro do-lor de lo que habría respetado el suyo.

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Era tal la emoción que traicionaban sus pa-labras, que el señor Lorry, que desconocía su ladobueno, se asombró. Le tendió la mano y Carton laestrechó afectuosamente.

—Volviendo ahora al pobre Carlos —dijoCarton,— creo que no debéis decir a su esposa loque hemos tratado aquí. No le habléis tampoco demí, pues dadas las circunstancias ni siquiera iré averla y lo que pueda hacer por ella lo realizaré mejorno viéndola. ¿Vais a visitarla ahora?

—Sí.

—Me alegro. Os quiere mucho. ¿Cómo estála pobre?

—Desde luego se siente muy desgraciada,pero está tan hermosa como siempre.

Carton profirió una exclamación que másbien parecía un sollozo y se quedó mirando el fuegotristemente.

—¿Habéis terminado ya vuestra misión, se-ñor? —preguntó Sydney Carton.

—Sí. Como os decía ayer noche, cuandollegó tan inesperadamente Lucía, he hecho ya cuan-to podía hacerse. Esperaba dejar a nuestros amigos

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sanos y salvos y marcharme. Tengo el pasaportedespachado y ya estaba dispuesto a volver a Ingla-terra.

Hubo un silencio entre ellos y Carton dijoluego:

—Larga ha sido ya vuestra vida, señor Lo-rry.

—En efecto, voy a cumplir setenta y ochoaños.

—Habéis sido siempre útil, siempre estuvis-teis ocupado y gozasteis de la confianza y del res-peto de todos.

—Me dediqué a los negocios desde mi pri-mera juventud.

—Y ahora ocupáis un lugar envidiable.¡Cuántos os echarán de menos cuando lo dejéisvacante!

—Soy un solterón —contestó el señor Lorrymeneando la cabeza— y nadie llorará por mí.

—¿Cómo podéis decir eso? ¿No lloraráella?

—Sí, a Dios gracias. Es verdad.

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—Si esta noche pudierais deciros que envuestra larga vida no pudisteis conquistar el amor,el afecto o la gratitud de nadie y que nada hicisteisbueno o servicial digno de ser recordado, vuestrossetenta y ocho años os parecerían setenta y ochomaldiciones, ¿verdad?

—Eso sería, efectivamente.

Sydney volvió nuevamente los ojos al fuegoy después de corto silencio, añadió:

—Deseo preguntaros otra cosa. ¿Os parecemuy lejana vuestra infancia?

—Hace veinte años, sí —contestó el señorLorry,— pero ahora, no. A medida que me acerco alfinal de mi vida, me parece como si estuviera a pun-to de terminar el recorrido de un círculo y que estoymás cerca del principio. Con frecuencia me parecever de nuevo a mi pobre madre, ¡tan linda y tanjoven! y me acuerdo de cosas ocurridas en mi vida,cuando el mundo no me parecía tan verdadero nihabían arraigado en mí las faltas.

—Os comprendo perfectamente —dijo Car-ton,— y estos recuerdos seguramente os hacenmejor de lo que sois.

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Ayudó al señor Lorry a ponerse el gabán, entanto que éste le decía:

—Vos, en cambio, sois muy joven.

—Sí, pero el camino de mi juventud va laancianidad.

—¿Vais a salir?

—Os acompañaré hasta su casa. Ya sabéisque soy un vagabundo y me gusta andar errante porlas calles. Pero no hay cuidado. Mañana por la ma-ñana me dejaré ver de nuevo. ¿Iréis al tribunal?

—Sí, por desgracia.

—Yo asistiré también, pero confundido en-tre él público. Mi espía me reservará sitio. Dadme elbrazo.

Salieron a la calle y pocos minutos despuésel anciano llegaba a su destino. Carton lo dejó y sealejó unos pasos, mas cuando la puerta de la casaestuvo nuevamente cerrada, se acercó a ella paratocarla.

—Muchas veces ha salido por ella para ir ala prisión y habrá pisado estas piedras.

Voy a seguir sus pasos.

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Eran las diez de la noche cuando llegó antela prisión de La Force, donde ella estuvo centenaresde veces. Un aserrador, después de cerrar su tien-da, estaba fumando una pipa ante la puerta.

—Buenas noches, ciudadano —dijo Cartondeteniéndose ante él.

—Buenas noches, ciudadano.

—¿Cómo marcha la República?

—Si te refieres a la Guillotina, no va mal.Hoy, sesenta y tres. Pronto llegaremos al centenar.A veces Sansón y sus hombres se quejan de estarderrengados. Es un tipo muy curioso ese Sansón¡un barbero estupendo!

—¿Vas con frecuencia a ver...?

—¿Afeitar? Siempre. Todos los días. ¡Vayaun barbero! ¿Le has visto trabajar?

—Nunca.

—Pues no dejes de hacerlo un día en quehaya trabajo. Figúrate que hoy ha despachado asesenta y tres en menos tiempo del que tardo enfumarme dos pipas.

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Carton, sintiéndose inclinado a acogotarlo,se volvió de espaldas.

—Pero tú no eres inglés —dijo el aserra-dor,— aunque vistas como los ingleses.

—Sí, soy inglés.

—Pues hablas como si fueras francés.

—Fui estudiante aquí.

—Bueno, pues, buenas noches, inglés.

—Buenas noches, ciudadano.

Poco se había alejado Sydney, cuando sedetuvo junto a un farol para escribir en un papelalgunas palabras con su lápiz. Luego tomando uncamino determinado, se dirigió a una farmacia, cuyodueño estaba cerrando la puerta. Carton le dio lasbuenas noches y luego le tendió el papel.

—¡Caramba! —exclamó el farmacéutico.—¿Es para ti, ciudadano?

—Para mí.

—Ten cuidado de conservarlos por separa-do, ciudadano. ¿Conoces las consecuencias queproduciría el mezclarlos?

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—Perfectamente.

Le entregó algunos paquetitos y Carton selos guardó uno por uno. Luego pagó y se marchó,diciéndose:

—No se puede hacer nada más de momen-to hasta mañana. No tengo sueño.

El tono con que pronunció estas palabrasera el de un viajero fatigado que se ha extraviado,pero que por fin encuentra su camino y ve el fin apoca distancia.

Mucho tiempo antes, cuando le augurabanun brillante porvenir, acompañó a su padre al ce-menterio y de pronto, mientras iba por las obscurascalles, recordó las solemnes palabras que el sacer-dote leyó sobre la tumba de su padre: “yo soy laresurrección y la Vida; aquel que cree en Mí, aun-que haya muerto vivirá; y el que vive y cree en Mí,no morirá jamás.”

Sydney Carton, mientras en su mente reso-naban estas palabras, empezó a pasear por lascalles de París. Recorrió primero las más extravia-das, pero luego se dirigió a las más céntricas,cruzándose con la gente que alegremente salía delos teatros y se dirigía a sus casas para olvidar en

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unas horas de sueño los horrores del día. Másavanzada la noche, se dirigió al río e inclinado sobrela baranda del puente miraba pasar la corrientemientras en su mente resonaban las santas pala-bras; luego contempló la pintoresca confusión deedificios envueltos por las sombras de la noche,sobre las cuales se elevaba la cúpula de la catedralbañada por la plateada luz de la luna. Por fin llegó eldía. Carton reanudó su paseo a lo largo de las ori-llas del río, alejándose de la ciudad, y, al regresar acasa, Lorry había salido ya de ella. Era fácil adivinaradónde había ido. Carton tomó una taza de café yun poco de pan, y después de lavarse y cambiarsede ropa, se encaminó hacia el tribunal, en dondeencontró, ya sentados, al señor Lorry, al doctor Ma-nette y a ella junto a su padre.

Cuando se presentó su esposo, Lucía le di-rigió una mirada tan alentadora y tan llena de amory de conmiseración, aunque tan valiente por lo quese refería a la suerte que le esperaba, que él sereanimó inmediatamente. Y si alguien hubiese teni-do ojos para observar el efecto que tal mirada ejer-ció en Sydney Carton, habría visto que fue exacta-mente el mismo que en el acusado.

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El tribunal era el mismo, así como el jurado,entre cuyos individuos se destacaba por su crueldadaquel Jaime Tres, de San Antonio. En cuanto a losdemás, parecían una jauría de perros que se dispu-sieran a juzgar a un venado.

Todas las miradas estaban fijas en el fiscal,y en el ambiente parecía flotar la convicción de queel acusado sería condenado a muerte. Carlos Ev-remonde, llamado Darnay. Libertado el día anteriory nuevamente acusado y preso. Había sido denun-ciado como sospechoso, aristócrata, individuo deuna familia de tiranos, de la raza proscrita, porhaber usado de sus infames privilegios para oprimirinfamemente al pueblo. Carlos Evremonde, llamadoDarnay, era, en virtud de esos crímenes, hombremuerto a los ojos de la Ley.

Estas y no más fueron las palabras del fis-cal. El presidente preguntó si se le había acusadosecreta o públicamente.

—Públicamente, presidente.

—¿Por quién ha sido acusado?

—Por tres votos: Ernesto Defarge, taberne-ro, de San Antonio; Teresa Defarge, su mujer, yAlejandro Manette, médico.

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Resonó un rugido en la audiencia y entre laconcurrencia se vio al doctor Manette en pie, pálidoy tembloroso, que exclamó en cuanto pudo hacerseoír:

—Presidente, protesto con indignación deeste fraude y de semejante embuste. Ya sabes queel acusado es mi yerno, y mi hija y todos los queella quiere, me son más queridos que la mismavida. ¿Dónde está el impostor que se atreve a decirque he denunciado al marido de mi hija?

—Cálmate, ciudadano Manette. De rebelar-te contra el tribunal te situarías fuera de la Ley. Y yaque hay algo que quieres más que a la misma vida,para un buen patriota solamente puede tratarse dela República.

Una salva de aplausos coronó esta res-puesta.

—Y si la República te pidiese el sacrificio detu hija, tendrías el deber de sacrificarla. Ahora escu-cha y calla.

Frenéticas aclamaciones acogieron estaspalabras, en tanto que el doctor se sentaba mirandoairado a su alrededor. Cuando se calmó el entu-siasmo público apareció Defarge, quien refirió la

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historia de la prisión del doctor Manette, que conoc-ía muy bien por haber servido a éste en su primerajuventud. Dio cuenta de su liberación y de que le fueentregado para que lo cuidase.

—¿Tomaste parte en el ataque a la Bastilla,ciudadano?

—Sí.

—Informa al tribunal de lo que hiciste dentrode la prisión, ciudadano.

—Yo sabía —dijo Defarge — que el presoestuvo encerrado en un calabozo conocido porCiento Cinco, Torre del Norte, y él mismo se dabaeste nombre cuando le preguntaba al ser libertado.Al hallarme en la prisión quise visitar ese calabozo,guiado por un carcelero. Lo examiné todo con elmayor cuidado y en un agujero de la chimenea hab-ía una piedra que fue quitada y vuelta a colocar ensu sitio. En el hueco que dejaba al descubierto en-contré un rollo de papeles escritos, que está aquí.Conocí que la letra era del doctor Manette. Confío eldocumento en manos del presidente.

El presidente dio orden de que se leyeranaquellos papeles, y mientras en la sala reinaba el

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más absoluto silencio, el preso miraba amorosa-mente a su mujer y al padre de esta.

El doctor tenía los ojos fijos en el lector, laseñora Defarge en el preso y todos los demás en eldoctor, que no veía a nadie.

Capítulo X.— La substancia de la sombra

El documento decía así:

“Yo, Alejandro Manette, desgraciado médi-co, natural de Beauvais y residente luego en París,escribo este documento en mi triste calabozo de laBastilla, en el último mes de… Lo ocultaré luego enun agujero practicado en la chimenea, y tal vez loencuentre un hombre compasivo cuando yo no exis-ta ya.

”Escribo con un clavo y con hollín y polvo decarbón por tinta, a la que mezclo algo de sangre.Este es mi décimo año de cautiverio y ya he perdidotoda esperanza. Además, me doy cuenta de quepronto me abandonará la razón, pero declaro so-lemnemente que todavía estoy en posesión de mi

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entero juicio y que mi memoria es exacta, así comoque escribo la verdad.

”Una noche de diciembre de…, paseaba yojunto al muelle del Sena, a bastante distancia de miresidencia, cuando llegó junto a mí un carruaje queiba bastante aprisa. Me aparté para no ser atrope-llado y entonces uno de sus ocupantes sacó la ca-beza por la ventanilla Y ordenó parar.

”El coche se detuvo casi inmediatamente yla misma voz me llamó por mi nombre.

Cuando llegué junto al coche ya habían ba-jado las dos personas que lo ocupaban y que ibanenvueltas en capas, como si quisieran ocultarse.Ambos eran jóvenes, de mi edad, y se parecíanbastante.

”Se cercioraron de que yo era el doctor Ma-nette y luego me dijeron que después de haberestado en mi casa y de averiguar que, probable-mente, estaría paseando junto al río, acudieron a miencuentro. Dicho esto me invitaron a subir al carrua-je de modo que más parecía una orden. Me resistítratando de averiguar qué deseaban y me contesta-ron que se trataba de prestar mis auxilios médicos aun enfermo. No tuve más remedio que obedecer y

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al poco rato el carruaje había salido de la ciudadpara detenerse ante una casa solitaria que sehallaría a cosa de media legua de París. Bajamoslos tres a un jardín algo abandonado y entramos enla casa.

”A la luz reinante comprendí que aquelloshombres eran hermanos y tal vez gemelos, peroinmediatamente solicitaron mi atención unos gritosque procedían, aparentemente, de una habitaciónsituada en el primer piso. Me condujeron allí y a lahabitación en que se hallaba la paciente, pues erauna mujer joven, de gran belleza. Tendría veinteaños, estaba despeinada y tenía los brazos atadosa los costados. Inmediatamente vi que la pobremujer sufría una fiebre cerebral. Me acerqué a ella,le puse la mano en el pecho tratando de calmarla,en tanto que ella, con los ojos desorbitados, pro-nunciaba a gritos las siguientes palabras: “Mi mari-do, mi padre, mi hermano.” Luego contaba hastadoce y volvía a pronunciar las mismas palabras, sinla menor variación.

”Pregunté por la duración del ataque, y elque parece mayor de los dos hermanos me con-testó que desde la noche anterior a la misma hora.

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”Indagué, entonces, si la desgraciada mujertenía padre, hermano y marido. Me contestaron quetenía hermano y que el hecho de que la desgracia-da contara hasta doce, sin parar, podía relacionarsecon la hora de las doce de la noche.

”Como nada me habían advertido acerca dela naturaleza de la dolencia, yo estaba desprovistode los medios de aliviar a la enferma, y al hacerloconstar me ofrecieron una caja en que había algu-nas medicinas; escogí las que me parecieron apro-piadas y conseguí que la paciente tragara ciertacantidad de ellas. Como era preciso observar elefecto que producían en la enferma, me senté a sulado, en tanto que ella seguía gritando las mismaspalabras.

”Mientras estaba así, al lado de la desgra-ciada mujer, uno de los dos hermanos me dijo quehabía otro enfermo, y dándome cuenta de que, pro-bablemente, se trataría de un caso también urgente,seguí a los dos jóvenes, que me llevaron a unaespecie de buhardilla, donde, tendido en el suelo ycon una almohada bajo la cabeza, estaba un mu-chacho campesino, que no contaría arriba de dieci-siete años. Estaba echado de espaldas, con unamano, en el pecho y los ojos mirando al techo. Me

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di cuenta de que estaba herido y de muerte, y arro-dillándome a su lado, le dije que era médico y queacudía a cuidarlo.

”Al principio se negó a dejarse examinar,pero luego consintió y vi que tenía una herida en elpecho, producida por una espada, tal vez el díaanterior, pero no era posible salvarlo. Se moría y alvolver los ojos hacia los dos hermanos, observé quecontemplaban al pobre muchacho con la mismaindiferencia que si fuese un conejo o un pájaro mo-ribundo.

”Pregunté cómo fue herido el muchacho, yuno de los hermanos me contestó que aquel siervole había obligado a desenvainar la espada, pero quecayó muerto en duelo, cual si fuese un caballero. Ensus palabras no pude advertir la menor emoción nisentimiento humanitario.

”Entonces el herido se volvió hacia mí y medijo:

”—Estos nobles son muy orgullosos, doctor,pero también nosotros, los perros, lo somos a ve-ces. Nos roban, nos ultrajan, nos pegan y nos ma-tan, pero a veces tenemos un poco de orgullo. ¿Lahabéis visto, doctor?

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”Desde allí se oían los gritos de la desgra-ciada. Yo le contesté afirmativamente y él me dijoentonces que era su hermana y que estaba prome-tida a un vasallo de los mismos nobles, con el quese casó, aunque estaba enfermo y delicado, perocuando hacía pocas semanas de su boda, uno delos dos nobles, que vio a su hermana, quiso hacerlasuya y para lograr que su propio marido la conven-ciera de que consintiese en tal infamia, cogieron aldesgraciado y lo uncieron a un carro y le obligaron atirar de él. Luego, por la noche, lo pusieron de cen-tinela para que acallara el canto de las ranas, a finde que no turbasen el sueño de los señores. Y así,tirando de un carro de día y de noche cuidando deque las ranas no cantaran, el pobre hombre, un díaen que le soltaron para que se fuera a comer, siencontraba qué, exhaló doce sollozos, uno por cadacampanada del reloj y murió en los brazos de suesposa.

”El moribundo se sostenía tan sólo por sudeseo de referir aquel tremendo drama y continuó:

”—Una vez muerto mi cuñado se apodera-ron de mi pobre hermana. Yo lo supe y llevé la noti-cia a nuestro padre, cuyo corazón se quebrantó aloírla. Luego acompañé a mi hermana menor hasta

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un sitio donde no la encontrarán y en donde ya noserá nunca más la vasalla de ese hombre. Hechoeso fui al encuentro de ese noble, y aunque soy unperro despreciable, empuñaba una espada... Pero,¿dónde está la ventana? ¿No había una ventana?—preguntó— Me oyó mi hermana y acudió corrien-do, pero le dije que no se acercara hasta que unode los dos estuviera muerto. El raptor empezó tirán-dome algunas monedas y luego me pegó con sulátigo, pero yo, a pesar de ser un perro y nada másle abofeteé hasta obligarle a sacar la espada. Pue-de romper ahora la que manchó con la sangre de unvillano, pero lo cierto es que tuvo que desenvainarlapara defender su vida.

El moribundo hizo una pausa y luego rogó:

—Incorporadme, doctor. ¿Dónde está esehombre que no le veo? Volvedme el rostro hacia él,que quiero verle.

”Hice lo que me pedía y él, entonces, en-carándose con el hermano menor, gritó:

—Día llegará, marqués, en que será precisodar cuenta de todas estas cosas y para entonces teemplazo a ti y a todos los de tu raza maldita para

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que respondáis de vuestros crímenes y como testi-monio de ello te marco con esta cruz.

“Llevó los dedos a su pecho y retirándolosmojados en sangre, trazó una cruz en el aire. Luegose quedó rígido y cayó muerto.

”Cuando volví junto a la enferma, la en-contré de la misma manera. Comprendí que podíacontinuar de igual modo por espacio de muchashoras, aunque no dudaba de que moriría. Repetí elmedicamento y me senté a su lado hasta que lanoche estuvo muy avanzada. La desgraciada segu-ía gritando las mismas palabras que antes.

”Pasaron treinta y seis horas más, sin quevariase su estado, hasta que el ataque empezó aceder y se calló, quedándose como muerta.

”Entonces fue cuando pude darme cuentade que la pobre estaba encinta y eso me hizo per-der las pocas esperanzas que tenía de salvarla.

”En aquel momento entró en la estancia elmarqués y me preguntó si había muerto.

“Contesté negativamente, añadiendo quesin duda moriría muy pronto. El marqués se acercóa mí y en voz baja me indicó la conveniencia de que

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en cuanto hubiese terminado todo, yo olvidaraaquellos hechos.

”No le contesté fingiendo que estaba exa-minando a la enferma y al levantar los ojos me vifrente a frente de los dos hermanos. A partir deentonces y durante la semana que tardó en morir ladesgraciada mujer, cuando iba a visitarla, siempreme encontraba con uno de los dos hermanos. Evi-dentemente estaban disgustados porque el menorhubiese tenido necesidad de desenvainar la espadacontra un villano y hasta pude advertir que me mira-ban con poca simpatía, aunque, ostensiblemente,me trataban con la mayor cortesía.

”Una noche murió la enferma, sin que mehubiera sido posible obtener noticias de ella acercade su nombre o de las circunstancias en que sedesarrollaron los hechos. Los dos hermanos meesperaban en la planta baja cuando me disponía amarcharme y me preguntaron si había muerto. Con-testé que sí y ellos respiraron aliviados de un granpeso. Luego me pusieron en las manos un cartuchode monedas de oro, pero lo dejé sobre la mesa yme negué a aceptarlo; en vista de eso, me hicieronun grave saludo y se marcharon.

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“A la mañana siguiente llevaron a mi casa elmismo cartucho de monedas de oro. Mientras tanto,yo había decidido ya lo que debía hacer. Escribiríaaquel mismo día al ministro, refiriéndole los doscasos en que había intervenido, pues aunque noignoraba la influencia de que gozaban los nobles,quería dejar mi conciencia tranquila.

”Había terminado casi la carta en cuestión,cuando recibí la visita de una señora joven, simpáti-ca y hermosa, que parecía estar muy agitada. Sepresentó como esposa del marqués de Saint Evre-monde; parece que tenía sospechas del suceso aque vengo refiriéndome, de la parte que en él tuvosu esposo y de mi intervención. Ignoraba que lapobre joven hubiese muerto y su propósito era acu-dir en su auxilio para alejar de su esposo la cólerade Dios. Tenía razones para creer que existía otrahermana más joven y manifestó deseos de prote-gerla, pero yo, además de asegurarle que, en efec-to, existía, nada más pude decirle acerca de suparadero, porque lo ignoraba.

”La pobre señora tenía muy buenos senti-mientos y no era feliz en su matrimonio. Cuando laacompañé hasta su carruaje, vi a su hijito, niño dedos a tres años que la esperaba en el coche.

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”—Por amor de mi hijo —dijo entre lágri-mas— he de reparar, en cuanto me sea posible,todo el mal que se ha hecho. Temo que mi hijo pa-gue las culpas de su padre si yo no procuro haceralgún bien, y mi primer cuidado será hacer que mihijo llegue a ser un hombre bueno y compasivo yque procure hacer todo el bien que pueda a esahermana si es posible hallarla.

”Se marchó y ya no la volví a ver. Luegosellé mi carta y no atreviéndome a confiarla a ma-nos extrañas la llevé en persona a su destino.

”Aquella noche, la última del año, hacia lasnueve, llegó a mi casa un hombre vestido de negro,solicitando verme. Mi criado, Ernesto Defarge, lointrodujo a mi presencia.

”—Un caso urgente en la calle de SanHonorato —me dijo.

”Tenía ya un carruaje dispuesto ante lapuerta y en él me trajeron aquí, a mi tumba. A pocadistancia de mi casa me amordazaron y me ataronlos codos. De un rincón obscuro de la calle salieronel marqués y su hermano para identificarme. Elmarqués me mostró la carta que escribiera al minis-tro y la quemó con ayuda de una linterna que le

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ofrecieron. No me dijeron una palabra. Fui transpor-tado aquí, y enterrado en vida.

”Si Dios hubiese permitido que cualquierade los dos hermanos me trajera noticias de mi es-posa adorada, aunque no fuese más que para de-cirme si vive o ya ha muerto, creería que no los haabandonado por completo. Pero ahora creo que lacruz de sangre que trazó aquel pobre muchacho hasido fatal para ellos. Y a ellos y a sus descendien-tes, hasta el último de su raza, yo, Alejandro Manet-te, desgraciado preso, en esta noche, última del año…, los denuncio al cielo y a la tierra.”

Terribles clamores se levantaron en la saladel tribunal en cuanto se hubo acabado la lectura.Aquel drama excitaba las pasiones vengadoras dela época y no había cabeza alguna en la nación queno hubiese caído ante tan tremenda acusación.

Era inútil, ante aquel tribunal y ante aquelauditorio, tratar de averiguar por qué los Defarge sehabían quedado con aquel documento, en vez deentregarlo con los demás que encontraran en laBastilla, ni tampoco demostrar que el nombre deaquella odiada familia figuraba ya anteriormente enlos registros de San Antonio, porque no había hom-

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bre capaz de defender a Darnay después de habersido objeto de semejante acusación.

Y lo peor para el pobre acusado era que lohabía denunciado nada menos que un excelenteciudadano muy conocido, su mejor amigo, el padrede su mujer. Una de las más caras aspiraciones delpopulacho era imitar las discutibles virtudes públicasde la antigüedad en sus sacrificios e inmolacionesante el altar del pueblo. Por consiguiente cuando elpresidente dijo que el buen médico de la República,merecería bien de ella por haber contribuido a des-truir una odiosa familia de aristócratas y que sentiríauna alegría sagrada al dejar viuda a su hija y huér-fana a su nieta, su voz quedó cubierta por las acla-maciones y los rugidos de entusiasmo.

—¿Tiene mucha influencia a su alrededor,ese doctor? —preguntó la señora Defarge, sonrien-do, a La Venganza. — ¡Sálvalo ahora, doctor, sálva-lo! A medida que los jurados votaban, resonaban losrugidos de la multitud. Votaron por unanimidad con-tra aquel aristócrata de nacimiento y de sentimien-tos, enemigo de la República y notorio opresor delpueblo. Debía volver a la Conserjería para morirdentro de las veinticuatro horas siguientes.

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Capítulo XI.— Crepúsculo

La desgraciada esposa de aquel hombreinocente condenado a muerte se sintió agobiadabajo la sentencia como si hubiera sido herida demuerte. Pero no profirió un lamento, pues compren-dió que ella era la única persona en el mundo quetenía que sostener a su esposo en su desgracia yno aumentarla todavía, de modo que haciendo unesfuerzo sobrehumano se levantó para resistir aquelterrible choque.

Como los jueces tenían que tomar parte enla manifestación pública, levantaron la sesión y aunno había cesado el ruido que hacían los que semarchaban cuando Lucía, tendiendo los brazoshacia su marido, le mostraba en su rostro su amor ysu deseo de consolarle.

—¡Si pudiera llegar hasta él! ¡Si pudieradarle un solo abrazo! ¡Oh, buenos ciudadanos, siquisierais tener compasión de nosotros!

En la sala solamente quedaba un carcelero,con los cuatro hombres que prendieran la nocheanterior a Carlos, y Barsad. La gente estaba ya enla calle y Barsad propuso a sus compañeros que les

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dejaran darse un abrazo, pues era cosa de un mo-mento. Los demás asintieron e hicieron pasar a lapobre mujer por encima de los asientos hasta unlugar elevado, en donde él, inclinándose sobre labarandilla, pudo estrecharla entre sus brazos.

—¡Adiós, querida alma mía! Con mi despe-dida y con mi amor recibe mi bendición. Ya volve-remos a encontrarnos, en donde podremos descan-sar de nuestras fatigas.

—Tengo fuerzas para resistir mi desgracia yla tuya, querido Carlos. Dios me presta ánimo. Nosufras por mí. Bendice a nuestra hija antes de sepa-rarnos.

—Contigo le envío mi bendición, y mis be-sos. Dile adiós por mí.

—Un momento, Carlos mío —exclamó alver que trataba de alejarse.— No estaremos sepa-rados mucho tiempo, pues conozco que esto va adestrozarme el corazón. Mientras viva haré cuantopueda, pero quiera Dios dar a nuestra hija amigosfieles, corno me los ha dado a mí cuando me veaobligada a dejarla.

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El doctor la había seguido y estaba a puntode caer de rodillas ante ellos, pero Darnay lo impi-dió, exclamando:

— ¡De ninguna manera! Ninguna falta hab-éis cometido para que os arrodilléis ante nosotros.Sabernos ahora cuánto sufristeis al conocer mi ori-gen y que tuvisteis que vencer vuestra antipatía pormi nombre, en obsequio de vuestra hija. Os damoslas gracias de todo corazón y con todo el amor queos profesamos.

El anciano no pudo contestar y Carlos aña-dió:

—No podía ocurrir otra cosa. De tantoscrímenes no podía resultar nada bueno. Consolaosy perdonadme. ¡Dios os bendiga!.

Cuando ya se alejó, su esposa se quedómirándole con ojos radiantes y acariciadores, entanto que le sonreía amorosamente. Luego, cuandodesapareció el preso se volvió hacia su padre ycayó desmayada a sus pies.

Apareció entonces Carton, que había per-manecido oculto y la levantó tembloroso de emocióny orgulloso de la carga que llevaba. La trasladó alcarruaje que la esperaba y la dejó cuidadosamente

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sobre el asiento. A su lado se sentaron su padre y elseñor Lorry, y Carton tomó asiento al lado del co-chero.

Al llegar a la casa volvió a tomar a Lucía enbrazos y la subió a su habitación, dejándola en unsofá, en tanto que su hija y la señorita Pross sequedaban llorando al lado de la pobre Lucía.

—No hagáis nada para que recobre el sen-tido —recomendó— porque está mejor así.

—¡Oh, querido Carton! —exclamó la niñaabrazándole apasionadamente.— ¡Ahora que hasvenido sé que harás algo para ayudar a mamá ysalvar a papá!

Él se inclinó hacia la niña, la besó y luegomiró a la madre.

—Antes de que me vaya —preguntó,—¿puedo besarla?

Se recordó luego que después de rozar consus labios la mejilla de Lucía murmuró algunas pa-labras. La niña que estaba cerca de él, les refirióluego y repitió a sus nietos cuando era ya una vieja,que le oyó decir: “Una vida que amas.”

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Luego Carton se dirigió a la habitación cer-cana, se volvió al señor Lorry y al doctor Manette ydijo a éste:

—Ayer teníais grande influencia, doctor. Espreciso emplearla nuevamente.

—Ayer pude salvarle —contestó el doctor.

—Probadlo otra vez. Pocas horas quedanhasta mañana, pero habéis de probar. Sé que hab-éis hecho grandes cosas, aunque ninguna tan gran-de como la que os propongo, pero es preciso pro-bar. Bien merece este esfuerzo una vida.

—Iré a ver —dijo Manette— al fiscal y alpresidente y a otros, que mejor es no nombrar si-quiera. Les escribiré también... pero no. Nada pue-de hacerse. Hoy es día de festejos y no podré ver anadie hasta que anochezca.

—Es verdad. Se trata únicamente de unaremota esperanza y poco se pierde con aguardarhasta la noche. Desde luego poco espero. ¿Cuándopodréis ver a esos hombres poderosos, doctor Ma-nette?

—En cuanto anochezca. Dentro de unahora o dos.

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—Perfectamente. Iré a visitar al señor Lorrya las nueve y así sabré el resultado de vuestrasgestiones. ¡Os deseo completo éxito!

El señor Lorry siguió a Sydney Carton a lahabitación exterior y le dijo:

—No tengo ya ninguna esperanza.

—Ni yo. Pero no os dejéis abatir. Di ánimosal doctor Manette solamente por saber que un díaserá un consuelo para Lucía saber que su padre lointentó todo.

—Tenéis razón —contestó el señor Lorryenjugándose las lágrimas. Pero morirá, porque nohay esperanza alguna.

—Sí. Morirá. No hay esperanza —repitióCarton antes de marcharse.

Capítulo XII.— Tinieblas

Sydney Carton se detuvo en la calle, indeci-so acerca de lo que debía hacer.

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—A las nueve en el Banco Tellson —se di-jo,— pero hasta entonces conviene dejarme ver,para que esa gente sepa que existe un hombrecomo yo. Es una buena precaución y una excelentepreparación. Pero hay que andar con pies de plomoy pensarlo muy bien.

Reflexionó unos instantes y se decidió porseguir su primera idea. Y de acuerdo con ella tomóla dirección de San Antonio.

No le fue difícil encontrar la taberna de De-farge. Después de haberla visto, se fue a cenar y sequedó dormido. Por primera vez en muchos años,no bebió en abundancia. A cosa de las siete de latarde se despertó con la cabeza clara y se dirigió denuevo hacia San Antonio, no sin haberse arregladoligeramente el cabello, la corbata y el cuello de sutraje. Hecho, esto se encaminó directamente haciala taberna de Defarge y entró.

Estaba casi desocupada. En un extremoJaime Tres estaba bebiendo y hablando, al mismotiempo, con el matrimonio, y La Venganza tambiéntomaba parte en la conversación.

Cuando Carton, en mal francés, pidió que lesirvieran vino, la señora Defarge lo miró distraída-

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mente al principio, pero luego con la mayor aten-ción, hasta que acudió a su lado y le preguntó quédeseaba. Él repitió su petición y tan pronunciado erasu acento, que la tabernera le preguntó:

—¿Sois inglés?

—Sí, señora, inglés —contestó en francésmalísimo y después de escuchar con la mayor aten-ción a su interlocutora como si le costase entenderlo que decía.

La señora Defarge se alejó para servirle, entanto que él se aplicaba a leer un periódico jacobi-no, como si tratara de descifrar lo que allí estabaimpreso. Entonces oyó que ella decía:

—Se parece extraordinariamente a Evre-monde.

Defarge le sirvió el vino y dio las buenasnoches al parroquiano, el cual fingió que apenasentendía lo que le decían, aunque luego correspon-dió al saludo.

—Sí, se le parece algo —dijo Defarge juntoal mostrador.

—Te digo que mucho.

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—¡Bah, es que lo recuerdas tanto!...— ob-servó La Venganza.— Y esperas el día de mañanapara verlo de nuevo.

Carton fingía leer con la mayor aplicación ydificultad, en tanto que el matrimonio, Jaime Tres yLa Venganza lo miraban desde el mostrador con lamayor atención. Luego reanudaron la conversaciónen voz baja.

—Tiene razón tu mujer —decía JaimeTres.— ¿Por qué detenernos?

—Está bien —replicó Defarge,— perohemos de detenernos en alguna parte.

—Cuando hayamos logrado el exterminio.

—Nada tengo que decir en contra —observó el tabernero,— pero ese pobre doctor hasufrido ya mucho.

—Estoy segura de que si de ti dependiera,serias capaz de salvar a ese hombre —dijo la ta-bernera a su marido.

—Nada de eso —le contestó Defarge,— pe-ro me daría por satisfecho y consideraría acabadami obra.

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—¡Ya lo oís! —exclamó airada la taberne-ra.— Esa raza maldita ya hace tiempo que figura enmis registros por crímenes que nada tienen que vercon la tiranía y la opresión.

—Es verdad —dijo Defarge.

—Cuando, después de la toma de la Basti-lla, encontramos el documento del doctor, lo leímosaquí una noche y, terminada que fue la lectura,revelé un secreto a mi marido. Le dije que me habíacriado entre pescadores y que la familia tan ultraja-da por los Evremonde era mi propia familia. Que lapobre muchacha y el desgraciado joven que cuidóel doctor Manette eran mis hermanos y el padremuerto de dolor era mi padre. Ya veis, pues, quetengo motivos más qué sobrados para vengarme ypara procurar el exterminio de todos ellos.

La entrada de algunos bebedores interrum-pió aquella conversación. Sydney Carton pagó elvino y salió de la taberna.

A la hora convenida se presentó en casa delseñor Lorry, que lo esperaba lleno de ansiedad. Ledijo que acababa de dejar a Lucía y que no habíavuelto a ver al doctor, pero seguía desconfiando deque sus gestiones condujeran a un feliz resultado.

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Hacía ya más de cinco horas que estaba ausente.¿Dónde se hallaría?

El señor Lorry se volvió al lado de Lucía, entanto que Carton se quedaba esperando, al doctorjunto al fuego. Dieron las doce, pero no comparecióy cuando volvió el señor Lorry, los dos amigos esta-ban ya muy preocupados acerca de aquella ausen-cia inexplicable.

De pronto oyeron pasos en la escalera ypoco después entró el doctor; no tuvo necesidad dedecir una sola palabra, pues por su aspecto secomprendía que todo estaba perdido.

No se supo si había visitado a alguien o sianduvo errante por las calles. Se quedó mirandofijamente a sus amigos y con apurada expresión lesdijo:

—No puedo encontrarla. ¿Dónde está?¿Dónde está mi banqueta de zapatero? ¿Qué hasido de mí trabajo? Me queda poco tiempo y he determinar los zapatos.

En vista de que no recibía respuesta de losdos amigos, que se miraban apesadumbrados, vol-vió a insistir, suplicante, en que se le diera su ban-queta, sus herramientas y su labor.

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Era evidente que todo estaba perdido. Elanciano y Carton se acercaron a él y hablándolesuavemente le obligaron a que se sentara ante elfuego.

—Ha desaparecido nuestra última esperan-za –dijo Sydney Carton. Lo mejor será llevar a esepobre hombre con su hija, pero antes os ruego queme prestéis un momento de atención. No me pre-guntéis las razones que me mueven a poneros cier-tas condiciones, ni el por qué de la promesa que hede pediros. Os ruego que cumpláis exactísimamen-te mis instrucciones, pues para ello tengo algunasrazones y de mucho peso.

—No lo dudo. Hablad —dijo el banquero.

Carton hizo una pausa para recoger el abri-go del doctor que estaba a sus pies y, al hacerlo,cayó al suelo una cartera en que éste solía poner lalista de sus quehaceres diarios. Carton la abrió y vioque dentro había un papel doblado.

—Creo que podemos ver qué es eso —dijo.Y después de pasar la vista por el papel exclamó:

—¡Gracias, Dios mío!

—¿Qué es? —preguntó el señor Lorry.

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—Un momento.. Ya os lo diré. Ante todo —dijo echando mano a su bolsillo y sacando, un pa-pel— aquí tengo un certificado que me permite salirde la ciudad. Miradlo. Está extendido a nombre deSydney Carton, inglés.

El señor Lorry lo miró y Carton añadió:

—Hacedme el favor de guardarlo hasta ma-ñana. Ya sabéis que iré a ver a Carlos y prefiero nollevar conmigo este documento. Ahora tomad tam-bién este papel del doctor Manette; es un certificadoparecido, que le permite salir de la ciudad y deFrancia en unión de su hija y de su nieta. ¿Lo veis?

—Sí.

—Probablemente se lo había proporcionadopor precaución. Guardad esos dos papeles. Ahoraes preciso tener en cuenta que pueden anular de unmomento a otro este permiso para el doctor Manettey su familia. Tengo razones para creerlo.

—¿Corren peligro, acaso?

—Sí, y muy grande. La tabernera Defargese propone denunciarlos. Lo he oído de sus propioslabios. Cuenta con el testimonio de un aserradorque vio a Lucía haciendo señales a los presos. Eso

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puede ser la perdición de Lucía, de su hija y de supadre. Pero no me miréis con esa cara, porque vospodéis salvarlos.

—¡Dios lo quiera, Carton! Pero, ¿cómo?

—Voy a decíroslo. Depende exclusivamentede vos, y de nadie me fiaría con mayor tranquilidad.Esta nueva denuncia la harán probablemente pasa-do mañana o más tarde, tal vez. Ya sabéis que esdelito grave llorar a los condenados a muerte. Lucíay su padre serán culpables de ello y esa mujer es-perará a que ocurra eso para que la acusación seamás grave. ¿Seguís mi razonamiento?

—Con tanta atención y confianza —dijo elseñor Lorry— que casi había llegado a olvidar aeste desgraciado.

—Tenéis dinero y podéis comprar los me-dios de viajar con rapidez. Hace ya algunos díasque teníais hechos los preparativos para la marcha.Tened los caballos preparados para mañana por lamañana, temprano, a fin de que puedan salir a lasdos de la tarde.

—Así lo haré.

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—Sois un noble corazón. No habría sidoposible poner el asunto en mejores manos.

Esta noche decid a Lucía cuanto teméis y elpeligro que corren ella, la niña y su padre.

Insistid en eso, pues ella con gusto dejaríacaer su hermosa cabeza junto a la de su marido.Por la seguridad de su hija y de su padre hacedlecomprender la necesidad de salir de París con vos,a la hora indicada. Añadid que estas fueron las últi-mas instrucciones de su marido y que del exactocumplimiento de estas instrucciones depende mu-cho más de lo que se atreva a creer o a esperar.Creo que su padre, aun en el estado en que sehalla, hará lo que su hija le indique.

—Estoy seguro.

—Tened, pues, hechos todos estos prepa-rativos, en este patio, de manera que incluso todosocupen ya su correspondiente asiento. En el mo-mento en que yo llegue, me dejáis subir y empren-demos la marcha.

—¿Debo entender que he de esperaros su-ceda lo que suceda?

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—Tenéis en vuestro poder mi certificado yme reservaréis mi sitio. No esperéis más sino a queyo llegue. Y luego a Inglaterra.

—Entonces —observó el señor Lorry estre-chando la mano de Sydney— ya no dependerá todode un hombre viejo como yo, pues a mi lado irá unhombre joven y decidido.

—Con la ayuda de Dios lo tendréis. Prome-tedme, tan sólo, que nada os hará cambiar en lomás mínimo lo que acabamos de convenir.

—Os lo prometo, Carton.

—Recordad estas palabras mañana. El másligero cambio o retraso, cualquiera que sea la razón,puede comprometer la salvación de nuestras vidasy ocasionar el sacrificio inevitable de otras.

—Me acordaré de todo. Espero cumplirfielmente mi misión.

—Y yo la mía. Ahora, ¡adiós!

Llevó a sus labios la mano del anciano, perono se marchó aún. Ayudó a levantar al doctor, lepuso una capa sobre los hombros, diciéndole queiban en busca de la banqueta y de las herramientas.Acompañó luego a los dos ancianos hasta el patio

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de la casa en que estaba el corazón lacerado deella, corazón tan feliz cuando él le abriera el suyopropio, y se quedó mirando la casa y la ventana desu cuarto, por la que se escapaba un hilo de luz. Yantes de alejarse le dirigió su bendición y su despe-dida.

Capítulo XIII.— Cincuenta y dos

Esperaban su terrible suerte en la obscuraprisión de la Conserjería los condenados de aqueldía. Eran cincuenta y dos. Antes de que sus calabo-zos quedasen libres, ya se habían nombrado a losque debían ocuparlos al día siguiente. Los había detoda condición, desde el rico propietario de setentaaños, a quien no podían salvar sus riquezas, hastala costurera de veinte, cuya pobreza y obscuridadno podían evitarle la terrible muerte.

Carlos Darnay, encerrado en su calabozo,no se hacía ilusiones acerca de su suerte, puessabía que estaba condenado y que nada podríasalvarlo. Sin embargo, con el reciente recuerdo delrostro de su esposa, no le resultaba fácil prepararsepara morir. Su vitalidad era fuerte y los lazos que le

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unían a la vida duros de romper. Además, tanto ensu cerebro como en su corazón, sus tumultuosasideas parecían unirse para impedirle la resignación.Y si, en algunos momentos, lograba resignarse, sumujer y su hija, que habían de vivir más que él, pa-recían protestar y hacer egoísta su renunciamiento.

Pero luego se dijo que en la muerte que leaguardaba no había nada de deshonroso y que,cada día, personas tan dignas como él la sufrían dela misma manera y así, gradualmente, se calmaba ypodía elevar sus pensamientos en busca de con-suelo.

Corno se le había permitido comprar recadode escribir, tomó la pluma y no la dejó hasta la horaen que se vio obligado a apagar la luz.

Escribió una larga carta a Lucía, diciéndoleque nada había sabido de la prisión de su padrehasta que lo oyó de sus propios labios y que de lamisma manera estuvo ignorante de los crímenes desu padre y de su tío, hasta que se leyó el documen-to del doctor Manette. Le explicaba, también, que laocultación de su verdadero nombre fue condiciónimpuesta por el doctor, condición que ahora com-prendía perfectamente. Le rogaba luego que nointentase averiguar nunca si su padre recordaba o

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no la existencia de aquel documento en el escondri-jo de la Bastilla y le recomendaba que consolase alpobre viejo, dándole a entender que nada tenía quereprocharse. Le hacía, además, protestas de amor yle rogaba que venciera su dolor dedicándose a suhija.

Escribió luego al doctor acerca de lo mismoy le recomendaba que cuidase de su mujer y de suhija, pues esto, indudablemente, contribuiría a le-vantar su ánimo y alejaría de su mente otros pen-samientos retrospectivos que sin duda tratarían derecobrar su imperio en él.

Al señor Lorry le recomendaba a su familiay le explicaba el estado de sus asuntos, y despuésde algunas palabras de sincera amistad y de cariño,terminó. No se acordó de Carton, pues su menteestaba ocupada por el recuerdo de su familia.

Se tendió en la cama y pasó la noche muy,agitado, entre pesadillas. Al despertar no recordabael lugar en que se hallaba, pero muy pronto se pre-sentó a su mente la idea de que aquél era el día desu muerte.

Así había llegado al día en que habían decaer cincuenta y dos cabezas. Y esperaba y desea-

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ba poder ir al encuentro de su fin con tranquiloheroísmo. Entonces empezó a preguntarse cómosería la Guillotina, que nunca había visto; cómo seacercaría a ella y cómo pondría la cabeza; si lasmanos que lo tocarían, estarían teñidas en sangre...

Pasaban las horas que ya no volvería a oír.Sabía que su última hora serían las tres de la tarde,y, por consiguiente, se figuró que lo llamarían a lasdos, pues las carretas de la muerte recorrían lenta-mente el camino hasta la Guillotina. Así, mientrasestaba esperando su hora postrera, oyó la una, ydio gracias a Dios por el tranquilo valor que lo sos-tenía.

De pronto oyó pasos en el exterior y se de-tuvo. Una llave entró en la cerradura y dio la vuelta.Mientras se abría la puerta un hombre dijo en inglésy en voz baja:

—Él no me ha visto nunca. Entrad, Yo espe-raré junto a la puerta. No perdáis tiempo.

Se abrió la puerta, se cerró rápidamente yapareció ante su asombrada mirada el rostro son-riente de Svdney Carton que se llevaba el dedo alos labios.

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—Seguramente soy la última persona aquien esperábais ver —le dijo.

—Apenas creo que seáis vos —contestóCarlos,— ¿Estáis... preso? —añadió con ciertaaprensión.

—No. Accidentalmente tengo cierto podersobre uno de los carceleros y por eso he llegadohasta vos. Vengo de parte de ella... de vuestra mu-jer, Darnay.

El preso hizo un gesto de dolor.

—Y os traigo una petición de su parte.Atendedla, pues me fue hecha con el más patéticotono de la voz que tanto amáis.

El preso inclinó la cabeza.

—No tenéis tiempo de preguntarme nada niyo lo tengo de explicaros nada tampoco.

Limitaos a obedecerme. Quitaos vuestrasbotas y poneos las mías.

Carton hizo sentar al preso en una silla y sedescalzó.

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—No es posible una evasión, Carton —dijoCarlos— .Solamente conseguiréis morir conmigo.Es una locura lo que intentáis.

—Sería un loco si os recomendara escapar,pero no os he dicho tal cosa. Cambiemos de corba-ta y de levita. Mientras tanto os quito esa cinta quelleváis en el cabello y os lo desordenaré también.

Con maravillosa rapidez hizo lo que decía,en tanto que el preso, sin saber la razón de todoaquello, le dejaba hacer.

—¡Es una locura, querido Carton! —repetía.— Os ruego que no aumentéis con vuestramuerte la amargura de la mía.

—¿Os he pedido, acaso, que salgáis por lapuerta? Cuando os lo diga, negaos, si queréis, Aquíveo papel y pluma. Escribid.

El preso se dispuso a obedecer sin con-ciencia de lo que hacía.

—Escribid exactamente lo que voy a dicta-ros. ¡Aprisa!

—¿A quién he de dirigir lo que escriba?

—A nadie.

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—¿No he de poner fecha?

—No. Ahora escribid: “Si recordáis la con-versación que tuvimos, hace ya mucho tiempo,comprenderéis fácilmente lo ocurrido. Sé que en-tonces recordaréis lo que os dije, pues vos no soisde las personas que olvidan pronto.

Al mismo tiempo, Carton retiró la mano desu pecho y, advirtiéndolo, Carlos preguntó:

—¿Tenéis alguna arma?

—No.

—¿Qué tenéis en la mano?

—Ya lo veréis enseguida. Seguid escribien-do, pues ya falta poco: “Doy gracias a Dios de quese haya presentado la ocasión de probar la sinceri-dad de mis palabras. Lo que hago no ha de sercausa de dolor ni de pesadumbre.”

Y cuando pronunciaba estas palabras, queel preso escribía, se acercaba cada vez más sumano al rostro de Carlos, de cuya mano se cayó lapluma.

—¿Qué vapor es éste? —preguntó.

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—No sé a qué queréis referiros. Aquí nohay tal vapor. Tomad la pluma y acabad. ¡Aprisa!

El preso se inclinó nuevamente sobre el pa-pel.

—“De haber sido de otra suerte...” —dictóCarton.

Pero ya la pluma se había caído de manosde Carlos, ante cuya nariz estaba la mano de Car-ton. El preso le dirigió una mirada cargada de repro-ches y por espacio de algunos segundos luchó conCarton, hasta que se quedó sin sentido.

Sydney Carton se vistió apresuradamente laropa que el preso dejara a un lado, se peinó el ca-bello y lo sujetó con una cinta. Luego se acercó a lapuerta y, en voz baja, dijo:

—Entrad.

Inmediatamente se presentó el espía y, alverlo, Carton le dijo: —Ya veis cómo el peligro quehabéis de correr es muy pequeño.

—Mi peligro, señor Carton —contestó elotro,— está en que a última hora no os arrepintáisde lo hecho.

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—Nada temáis. Cumpliré lo prometido.

—Es preciso que así sea para que no sedescomplete el número de cincuenta y dos. Y vesti-do como estáis no tengo miedo alguno.

—Nada temáis. Pronto no estaré ya en si-tuación de perjudicaros. Ahora llevadme al coche.

—¿A vos? —preguntó asustado el espía.

—A él, hombre. Sacadlo por la misma puer-ta por la que entré.

—Naturalmente.

—Al entrar yo estaba débil y angustiado. Esnatural que la entrevista con mi amigo, que va amorir, me haya afectado extraordinariamente. Esoha ocurrido ya muchas veces, demasiadas. Ahorapedid que os ayuden a sacarme.

—¿No me haréis traición?

—¿No os he jurado ya que no? —exclamóimpaciente Carton.— Idos y no me hagáis perderestos momentos preciosos. Lleváoslo al patio, me-tedlo en el coche y entregádselo al señor Lorry,diciéndole que no le dé nada para hacerle recobrarel sentido, pues bastará el aire puro. Decidle que

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recuerde mis palabras de ayer noche y que no dejede hacer lo que le encargué.

Se retiró el espía y Carton se sentó a la me-sa con la cabeza entre las manos. A poco regresó elespía con dos hombres.

—¡Caramba! —exclamó uno de ellos.—¿Tanto le ha impresionado que su amigo haya sa-cado el premio gordo en la lotería de la santa Guillo-tina?

Levantaron el inanimado cuerpo, lo pusieronen una litera y salieron

—Poco falta ya, Evremonde —dijo el espíaa Carton. —Ya lo sé. Tened cuidado con mi amigo ydejadme.

Se cerró la puerta y Carton se quedó solo,prestando atento oído a los ruidos que llegabanhasta él. Así permaneció sentado a la mesa hastaque fueron las dos.

Entonces oyó rumores que no le asustaron,porque ya conocía su significado. Oyó que se abr-ían sucesivamente varias puertas y finalmente lasuya. Un carcelero, con una lista en la mano, la miróy dijo:

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—Sígueme, Evremonde.

Él obedeció y pasó juntamente con otros, auna sala grande y obscura. Sus compañeros con-denados estaban con las manos atadas a la espal-da, algunos en pie, con las cabezas bajas, y otrospaseando nerviosos. Pocos se quejaban, pues lamayoría guardaban silencio.

Pasó un hombre junto a él y lo abrazó. Car-ton temió un momento que pudiera reconocerlo,pero el otro se alejó. Poco después una muchacha,casi una niña, de dulce rostro pálido y grandes ojospacientes, se acercó a él y le dijo:

—Ciudadano Evremonde. Soy la costureraque estaba contigo en la prisión de La Force.

—Es verdad —contestó él— aunque no re-cuerdo, de qué te acusaban.

—De conspiración. ¡Dios sabe cuán falso eseso!... ¿Qué conspirador iría a contar sus secretos auna pobre niña como yo?

La triste sonrisa de la pobrecilla afectó tantoa Carton, que por sus mejillas resbalaron algunaslágrimas.

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—No tengo miedo a la muerte, pero no hehecho nada, ciudadano. No me sabe mal morir siello ha de ser beneficioso a la República, aunque nocomprendo cómo mi muerte puede ser útil paranadie. Soy una pobrecilla débil e impotente.

En las últimas horas de su vida, el corazónde Carton se enternecía.

—Me dijeron que te habían puesto en liber-tad, ciudadano Evremonde.

—Así fue, pero luego me prendieron otravez y me condenaron.

—¿Querrás permitirme, ciudadano, quetenga tu mano entre la mía cuando salgamos? Nome falta valor, pero eso me daría mucho ánimo.

Y mientras los ojos pacientes de la niña sefijaban en él, observó que en ellos se pintaba prime-ro la duda y luego el asombro. Carton oprimió losflacos dedos, estropeados por el trabajo y por lamiseria, y los llevó a sus labios.

—¿Vas a morir por él? —murmuró ella.

—Y por su mujer y su hija.

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—¿Me dejarás tener entre las mías tu ma-no, valeroso desconocido?

—¡Calla! Sí, pobre hermana mía. Hasta elúltimo momento.

Las mismas sombras que empezaban a ro-dear la prisión caían a la misma hora de la tarde enla Barrera y sobre la multitud que allí había, cuandoun carruaje procedente de París se detuvo para serregistrado.

—¿Quién va ahí dentro? ¡Los papeles!

—Alejandro Manette —dijo leyéndolos elfuncionario,— médico. Francés. ¿Quién es?

Aparentemente la fiebre de la Revolución hasido excesiva para él —comentó el oficial viéndolopostrado en su asiento. Lucía, su hija. Francesa.¿Quién es?. Esta sin duda. ¿Es Lucía de Evremon-de, no? Su hija, inglesa. ¿Es esa? Bien, dame unbeso, hija de Evremonde. Ahora has besado a unbuen republicano, cosa nueva en tu familia. SydneyCarton. Abogado. Inglés. ¿Es ese?

Estaba inanimado, en el fondo del carruaje.

—Parece que el abogado está desmayado.

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—Creemos que se pondrá bueno con el airelibre. No tiene muy buena salud y acaba de sepa-rarse de un amigo que ha incurrido en el desagradode la República.

—¡Bah! Por poco se impresiona. Jarvis Lo-rry, banquero. Inglés, ¿Quién es?

—Soy yo. Necesariamente puesto que nohay nadie más.

Jarvis Lorry había contestado a las pregun-tas que iba dirigiendo el funcionario. Este examinóexteriormente el coche y dio una ojeada al reducidoequipaje que iba encima.

Luego tendió los papeles al señor Lorry, de-bidamente contraseñados, y les deseó buen viaje.

—¿Podemos marchar, ciudadano?

—Sí. ¡Adelante, postillones!

El primer peligro estaba ya evitado. En el in-terior del carruaje reinaba el miedo.

Lucía sollozaba y el desvanecido suspirabaprofundamente.

—¿No podríamos ir más aprisa? —preguntóLucía al anciano banquero.

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—No, despertaríamos sospechas.

—Mirad si nos persiguen —rogó la atemori-zada Lucía.

—Nadie viene tras de nosotros, querida.

Prosiguieron el viaje sin accidente alguno.Al llegar a un pueblo los detuvieron algunos campe-sinos preguntando:

—¿Cuántos han sido hoy?

—No os entiendo —contestó el señor Lorry.

—¿Cuántos han guillotinado hoy?

—Cincuenta y dos.

—¡Buen número! Podéis seguir. Buen viaje.

Llegó la noche, y el hombre que estabadesvanecido en el fondo del carruaje empezaba arevivir y a hablar de un modo inteligible. Se figurabaestar aún en compañía de Carton y le preguntabaqué tenía en la mano.

Lucía se volvía, de vez en cuando, al señorLorry y con angustiada voz le rogaba que viera sieran perseguidos. Pero tras ellos no iban más quelas nubes de polvo que levantaba el carruaje.

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Capítulo XIV.— Fin de la calceta

Mientras los cincuenta y dos desgraciadosesperaban la muerte, la señora Defarge celebrabaconsejo con La Venganza y con Jaime Tres, acercade la Revolución y el jurado. La conferencia teníalugar, no en la taberna, sino en la tienda del aserra-dor que en un tiempo fue peón caminero. Este noparticipaba en la conferencia, sino que estaba unpoco alejado en espera de que se le dirigiera lapalabra.

—No hay duda de que Defarge es un buenrepublicano —decía Jaime Tres.

—Es verdad. Pero tiene debilidad por esedoctor. A mí, él me importa poco, pero, en cambio,no descansaré hasta el exterminio total de la familiade Evremonde. Hasta que mueran su mujer y suhija —dijo la señora Defarge.

Hubo una pausa y añadió:

—Acerca de este asunto, no me atrevo ya aconfiar en mi marido, y como por otra parte no haytiempo que perder, pues hay peligro de que alguien

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los ponga sobre aviso, tendré que obrar yo sola.Ven aquí, ciudadano —dijo al aserrador.

Este acudió respetuosamente y la tabernerale dijo:

—Con respecto a las señales que les vistehacer a los presos, espero que no tendrás inconve-niente en prestar testimonio.

—Ninguno —contestó el aserrador.— Todoslos días venía aquí, a veces sola y otras con la niña.Lo he visto con mis propios ojos.

—Claramente se trata de una conspiración—observó Jaime Tres.

—¿Respondes del Jurado? —le preguntó laseñora Defarge.

—Completamente.

—Me gustaría salvar al doctor en obsequiode mi marido...

—Sería perder una cabeza —objetó JaimeTres.

—También hacía señas —añadió la señoraDefarge.— No puedo acusar a ella sin envolver a élen la misma acusación. No, no me es posible sal-

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varlo. Ahora todos tenéis que hacer allí, a las tresde la tarde. Cuando haya terminado, pongamos acosa de las siete, iremos a San Antonio a acusar aesa gente ante la Sección.

Dichas estas palabras, la señora Defargellamó a La Venganza y a Jaime Tres para que seacercaran a la puerta y les dijo en voz baja:

—Ahora ella estará en su casa, llorando, enla hora de la muerte de su marido. Sentirá odiohacia sus enemigos y maldecirá la justicia de laRepública. Yo iré a verla.

La Venganza, entusiasmada, la besó en lamejilla.

—Toma mi labor de calceta —le dijo la ta-bernera entregándosela— y guárdame mi sitio acos-tumbrado. Estoy segura de que hoy asistirá máspúblico a la ejecución.

—¿No llegarás después de comenzado elespectáculo?

—No. Estaré allí antes de que empiece.

La señora Defarge se alejó moviendo lamano en señal de despedida y no tardó en perdersede vista.

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Entre las muchas mujeres de aquella épocaque dieron muestras de sus feroces sentimientos,ninguna, tal vez, fue tan terrible, inhumana y ferozcomo la señora Defarge. No conocía la piedad ynada le importaba dejar viuda a una desgraciada ohuérfana a una pobre niña, y si la suerte le hubiesesido adversa y se viera a punto de ser guillotinada,no habría sentido miedo alguno, sino solamente eldeseo rabioso de cambiar de lugar con el hombreque fuera causa de su muerte.

Oculta en el pecho y debajo de su groserotraje llevaba una pistola y en el cinto un afilado pu-ñal. Así armada y con la soltura de quien ha pasadola niñez en el campo y está acostumbrada a ir des-calza, la señora Defarge siguió su camino hacia lacasa del doctor Manette.

Ahora bien; la noche anterior el señor Lorry,al tomar las últimas disposiciones para el viaje,creyó conveniente no cargarlo de más peso que elnecesario, y por eso propuso a la señorita Pross y aJeremías que salieran de París ellos dos solos, enotro carruaje, a las tres de la tarde, y como no ten-ían que llevar equipaje alguno, podrían alcanzarfácilmente al primer coche.

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Ambos aceptaron con el mayor gusto, a finde facilitar la salida de los demás. Vieron partir elprimer carruaje y pasaron diez minutos de ansiedad,temiendo alguna desgracia; luego reanudaron suspreparativos para la marcha, precisamente cuandola señora Defarge se dirigía hacia la casa con lasintenciones que ya conocemos.

—Creo —dijo la señorita Pross— que la sa-lida de dos carruajes de esta casa puede dar lugar asospechas. ¿No os parece, señor Jeremías?

—Opino como vos, señorita.

—Me parece que sería acertado dar la or-den de que el coche vaya a esperarnos a algunadistancia de la casa. ¿No sería mejor?

El señor Roedor lo creía.

—Pues en tal caso, hacedme el favor de ir adar la orden. ¿Dónde me esperaréis?.

Al señor Roedor no se le ocurrió en aquelmomento más que la Prisión del Temple, perodándose cuenta de que estaba muy lejos, se calló.

—Junto a la puerta de la catedral —dijo laseñorita Pross después de breve reflexión.

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—Perfectamente. Pero no me atrevo a deja-ros sola, pues nadie sabe lo que puede ocurrir.

—Es verdad, pero no temáis nada por mí.Esperadme junto a la catedral, a las tres en punto, ytened la seguridad de que eso será mejor que salirlos dos de aquí. Además, señor Roedor, no os pre-ocupéis por mí, sino por las vidas queridas de losque nos preceden y que pueden depender de lo quenosotros hagamos.

Estas palabras decidieron al señor Roedor,quien, después de hacer un ademán de despedida,salió para cambiar la orden que tenía el carruaje,dejando sola a la señorita Pross.

Esta, satisfecha de la precaución tomada,miró el reloj viendo que eran las dos y veinte minu-tos. No tenía tiempo que perder para estar dispues-ta a la hora indicada.

Asustada al verse sola en la casa, tomó unajofaina llena de agua para lavarse los ojos, en losque había aún huellas de lágrimas, y al levantar elrostro para mirar a su alrededor, retrocedió y dio ungrito viendo que una persona estaba en la habita-ción.

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La señora Defarge la miró fríamente y pre-guntó:

—¿Dónde está la mujer de Evremonde?

La señorita Pross se dio inmediata cuentade que las puertas de las vecinas habitaciones es-taban abiertas y por ello se podría colegir la fuga delos habitantes de la casa, de manera que su primerpensamiento fue cerrarlas. Había cuatro en la es-tancia y fue cerrándolas todas, situándose luegoante la puerta de la habitación que había sido deLucía.

Se quedó mirándola la señora Defarge, peroeso no asustó a la señorita Pross, que fijó sus ojosen aquélla valientemente.

—Por tu aspecto, cualquiera te tomaría porla mujer del diablo —dijo,— pero no por eso, te ten-go miedo. Soy inglesa.

Se miraron mutuamente y la señora Defargecomprendió que se encontraba ante una mujer de-cidida y peligrosa. Sabía que era amiga incondicio-nal de la familia, y la señorita Pross no ignorabatampoco que aquella mujer era la enemiga de losque amaba.

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—Antes de ir allá —dijo la señora Defargeseñalando hacia el lugar en que se hallaba la Guillo-tina,— he querido saludarla. Deseo verla.

—Sé que tus intenciones son malas —replicó, en inglés la señorita Pross— y puedes estarsegura de que me opondré a cuanto intentes.

Cada una hablaba en su propia lengua, sinentender a la otra, pero se observaban con la mayoratención para adivinarse mutuamente las intencio-nes

—¿No has oído que quiero verla? ¡Hacesmal en ocultarla! ¡Imbécil! —añadió la tabernera.—¿No me contestas? ¡Te digo que quiero verla!

—No sé lo que me dices —contestó laotra,— pero daría cuanto tengo por saber si sospe-chas la verdad. Y como sé que cuanto más tiempote retenga aquí, mejor podrán salvarse los que amo,te aseguro que te voy a arrancar los pelos si te atre-ves a tocarme siquiera.

La señora Defarge, en vista de que la ingle-sa no la comprendía, llamó a gritos al doctor y aLucía. Tal vez el silencio que siguió o la expresióndel rostro de la inglesa le dio a entender que aqué-

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llos se habían marchado, porque apresuradamenteabrió las tres puertas que la inglesa no guardaba.

—No hay nadie —dijo— y todo está en des-orden. ¿Tampoco hay nadie en esa habitación? —añadió señalando la que se hallaba a espaldas de laseñorita Pross.

—Déjame ver.

—¡Nunca!

—Si se han marchado será fácil hacerlesvolver —dijo la señora Defarge para sí.

—Como ignoras si están en este cuarto, nosabes qué hacer y no te permitiré que lo veas.Además, no te marcharás mientras pueda impedirlo.

—No estoy acostumbrada a detenerme porobstáculos tan débiles como tú, y voy a destrozartesi no te apartas de esta puerta.

—Estamos en lo alto de una casa solitaria ynadie puede oírnos. Vas a quedarte aquí, porquecada minuto que pase tiene incalculable valor paramí, palomita.

La señora Defarge se dirigió hacia la puerta,pero la señorita Pross la cogió estrechamente por la

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cintura y en vano la tabernera luchó para soltarse.En vista de que no lo conseguía, empezó a arañarel rostro de su antagonista, pero la inglesa bajó lacabeza y siguió agarrada a ella con más tenacidadque una persona que se ahoga.

La tabernera quiso llevar la mano al cintopara coger el puñal, pero no le fue posible llegar allí,pues lo impedía uno de los brazos de la inglesa, yen vista de ello buscó en su pecho. Inmediatamentese dio cuenta la señorita Pross, y viendo lo que latabernera sacaba, le dio un golpe, surgió un fogo-nazo, se oyó una detonación tremenda y, de pronto,se vio sola y rodeada de humo.

Todo eso ocurrió en un segundo. Se disipóel humo, llevado por una corriente de aire, como elalma de aquella terrible mujer, cuyo cuerpo yacía enel suelo sin vida.

De momento la señorita Pross, asustada, sedisponía a salir a la escalera para pedir socorro,pero, pensándolo mejor, retrocedió e hizo un es-fuerzo por tranquilizarse. Tomó su gorro y otrascosas que debía llevarse y luego cerró la puerta dela casa y se llevó la llave, Hecho esto se sentó en laescalera para recobrar el aliento y para llorar, y yamás calmada se apresuró a alejarse.

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Por suerte llevaba un velo que le cubría elrostro y también por suerte para ella, era tan feaque no la desfiguraban los arañazos recibidos. Alpasar por el puente tiró la llave al río y pudo llegar ala catedral unos momentos antes de la hora señala-da. Mientras esperaba empezó a temblar, temiendoque hubiesen pescado la llave con una red, que conella hubiesen abierto la puerta del piso, descubrien-do el cadáver que allí quedara.

Entonces la prenderían en la Barrera y lamandarían a la cárcel, acusada de asesinato.Cuando estaba más atemorizada por estas negrasideas, apareció el señor Roedor y la acompañóhasta el coche.

—¿Cómo es que no hay ruido alguno en lacalle? —le preguntó.

—Hay el mismo ruido de siempre —replicóel señor Roedor mirándola sorprendido.

—No os oigo. ¿Qué decís? —exclamó laseñorita Pross.

En vano Jeremías le repitió sus palabras,pues la señorita Pross no lo oyó y en vista de ello seresolvió a hablarle por señas.

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—¿No hay ruido en las calles? —preguntónuevamente la señorita Pross.

Jeremías movió afirmativamente la cabeza.

—Pues no lo oigo…

—¿Se ha quedado sorda en una hora? —sepreguntó el señor Roedor extrañado.— ¿Qué lehabrá sucedido?

—Sentí —dijo ella— un estampido tremen-do. Esto fue lo último que oí.

—Pues si no oye el ruido de esas horriblescarretas —se dijo el señor Roedor— opino que novolverá a oír nada más en este mundo.

Y en efecto, la señorita Pross se quedó sor-da para siempre.

Capítulo XV.— Los pasos se apagan para siem-pre

A lo largo de las calles de París daban tum-bos las carretas de la muerte. Seis de ellas llevabanla provisión de vino del día a la Guillotina. Las seiscarretas parecían gigantescos arados que abrieran

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enormes surcos entre la gente que se apartaba aambos lados para dejarles paso. Y tan acostumbra-dos estaban todos a semejante espectáculo, queera frecuente ver personas que no suspendían susocupaciones al paso de aquella triste comitiva.

Entre los que montan las carretas, en aquelúltimo viaje, algunos observan las cosas que losrodean con mirada impasible, otros con el mayorinterés. Algunos, sentados y con la cabeza entre lasmanos, parecen desesperados, y otros dirigen a lamultitud miradas semejantes a las que han visto enteatros y en cuadros. Varios tienen los ojos cerradosy reflexionan o tratan de coordinar sus ideas. Sola-mente uno, de mísero aspecto, está tan trastornadopor el terror, que va cantando y hasta trata de bailar.Pero nadie, con sus miradas o con sus gestos, ape-la a la compasión del pueblo.

Preceden a las carretas algunos guardias acaballo, y la gente les dirige preguntas que elloscontestan de la misma manera: señalando a la ter-cera carreta y a un hombre que, con la espaldaapoyada en la parte posterior de la carreta y la ca-beza inclinada, habla con una muchacha sentadaen un lado que le coge la mano. Parece no impor-tarle nada de lo que le rodea, pues sigue hablando

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con la jovencita. A veces se oyen algunos gritoscontra él, pero en tales casos se limita a levantar lacabeza y a sonreír.

Ante una iglesia, esperando la llegada delas carretas, está el espía. Mira al primer vehículo yve que no está. Mira al segundo y tampoco. Enton-ces se pregunta: “¿Me habrá engañado?”, cuandoal mirar a la tercera se tranquiliza.

—¿Quién es Evremonde? —le pregunta unhombre que está a su lado.

—Ese que va en la parte posterior de la ter-cera carreta.

—¿Ese a quien la muchacha le coge la ma-no?

—Sí.

—¡Muera Evremonde! —grita el hombre.—¡A la Guillotina los aristócratas!

—¡Calla! —le dice tímidamente el espía.—Va a pagar sus culpas de una vez. Déjale morir enpaz.

El hombre no le hace ningún caso y siguegritando. Evremonde lo oye y al volverse vio al esp-

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ía, lo mira atentamente y pasa de largo. A las tresen punto llegaban las carretas al lugar de la ejecu-ción. La gente rodeaba el siniestro aparato, en tornodel cual, y sentadas en primera fila, como si estuvie-ran en el teatro, había numerosas mujeres ocupa-das en hacer calceta. Una de ellas era La Vengan-za, que miraba a todos lados en busca de su amiga.

—¡Teresa! —gritó con su voz más aguda.—¿Quién ha visto a Teresa?

—Nunca había dejado de venir —dijo otra.

—¡Teresa! —repitió La Venganza.

—Grita más —le recomendó otra.

—¡Grita, Venganza, grita, porque por másque grites y aunque profieras alguna interjecciónmalsonante Teresa no te oirá!

—¡Qué mala suerte! —exclama La Vengan-za pateando.— ¡Ya están aquí las carretas! ¡Evre-monde será despachado sin que ella esté aquí!

Mientras tanto las carretas empezaban adejar su carga.

Los ministros de la Santa Guillotina estabanvestidos y dispuestos. Se oyó un chasquido y en el

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acto una mano empuñó una cabeza que mostró alpúblico; las calceteras apenas levantaron los ojos yse limitaron a exclamar a coro: “¡Una!”

Se vació la segunda carreta y se acercó latercera. Nuevamente se repitió el chasquido y lasmujeres contaron: “¡Dos!”. Descendió el supuestoEvremonde e inmediatamente la costurera, queseguía estrechando entre las suyas la mano de sucompañero, el cual colocó a la joven de espalda almortífero aparato que funcionaba sin descanso. Ellale dirigió una mirada de agradecimiento.

—A no ser por ti, mi querido desconocido,no estaría yo tan tranquila, porque soy naturalmentemedrosa, ni habría sido capaz de elevar mis pen-samientos hacia Aquél que murió para darnos espe-ranza y consuelo. Creo que el Cielo te ha enviado ami lado.

—O tú al mío —contestó Sydney Carton.—No apartes tu mirada de mí, querida hija mía, y note ocupes de nada más.

—Así lo haré mientras estreche tu mano, ytrataré de no pensar en nada más cuando la deje, siel golpe es rápido.

—Será rápido. No tengas miedo.

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Los dos estaban confundidos con los demáscondenados, pero hablaban como si estuvieransolos. Con las manos cogidas y los ojos fijos uno enotro, aquellos dos hijos de la Madre Universal, tandistintos, iban a emprender juntos el viaje eterno.

—Quisiera preguntarte una cosa —dijo ella.

—Pregunta lo que quieras, dulce hermanamía.

¿Crees que tendré que aguardar mucho lallegada de las personas que me son queridas, en elmundo mejor en que muy pronto nos hallaremos túy yo?

—No, querida mía. Allí no existe el tiempo,ni se conocen los dolores o las pesadumbres.

—¡Cuánto me consuelan tus palabras! ¿Hede besarte ahora? ¿Ha llegado el momento?

—Sí.

Ella lo besa en los labios y él la besa tam-bién. Solemnemente se bendicen una a otro y lamano de ella no tiembla cuando ha de soltar la desu amigo. La niña es la primera en acercarse a laGuillotina... y ya ha emprendido el viaje eterno. Lascalceteras cuentan: “¡Veintidós!”

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“Yo soy la Resurrección y la Vida; aquel quecree en Mí, aunque haya muerto vivirá; y el que vivey cree en Mí no morirá jamás.”

Cae nuevamente la cuchilla y las calceterascuentan: “¡Veintitrés!” Aquella noche, en la ciudad,dijeron que el rostro de aquel hombre fue el mástranquilo de cuantos habían visto en el mismo lugar.Muchos añadieron que su aspecto era sublime yprofético.

Una de las más notables víctimas de la Gui-llotina, una mujer, solicitó, al pie del catafalco, quele permitieran consignar por escrito las ideas que leinspiraba. Si Carton hubiese podido consignar lassuyas y éstas hubieran sido proféticas, habría escri-to:

“Veo a Barsad, a Cly, a Defarge, a La Ven-ganza, a los jurados, al juez, a la larga fila de opre-sores de la humanidad, que se han alzado paradestruir a los antiguos, caer bajo esta misma cuchi-lla, antes de que deje de emplearse en su actualfunción.

”Veo las vidas de aquellos por quienes doyla mía, llenas de paz, útiles a sus semejantes,prósperas y felices, en aquella Inglaterra que no

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veré ya más. La veo a ella con un niño en su rega-zo, que lleva mi nombre. Veo a su padre, anciano yencorvado, pero con la mente despierta y útil a to-dos los hombres. Veo al bondadoso anciano, suamigo desde hace tantos años, enriqueciéndoles,dentro de diez más, con cuanto posee e ir tranquiloa recibir su recompensa.

”Veo que en los corazones de todos ellostengo un santuario, y también en los de sus des-cendientes, durante varias generaciones. La veo aella, ya anciana, llorando por mí en el aniversario deeste día. Veo a ella y a su marido, terminado ya supaso por el mundo, descansando uno al lado deotro en un lecho de tierra, y sé que cada uno deellos no fue tan reverenciado como yo en el corazóndel otro.

”Veo que el niño que ella tenía en su regazoy que llevaba mi nombre es ya un hombre que consu talento se abre paso en la carrera que fue mía.Le veo alcanzar tantos éxitos, que mi nombre, yalimpio de las manchas que sobre él arrojé, se haceilustre gracias a él. Le veo convertido en el másjusto de los jueces, honrado por los hombres y edu-cando a un niño de cabellos rubios, que también

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llevará mi nombre, al que referirá mi historia conalterada voz.

”Esto que hago ahora, es mejor, mucho me-jor que cuanto hice en la vida; y el descanso quevoy a lograr es mucho más agradable que cuantoconocí anteriormente.”

F I N

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INDICE

LIBRO PRIMERO.— RESUCITADO ................ 3

Capítulo I.— La época................................... 3

Capítulo II.— La diligencia ............................. 8

Capítulo III.— Las sombras de la noche ...... 18

Capítulo IV.— La preparación ..................... 25

Capítulo V.— La taberna ............................. 44

Capítulo VI.— El zapatero ........................... 57

LIBRO SEGUNDO.— EL HILO DE ORO........ 74

Capítulo I.— Cinco años después ............... 74

Capítulo II.— La vista de una causa ............ 80

Capítulo III.— Decepción............................. 87

Capítulo IV.— Enhorabuena ...................... 103

Capítulo V.— El chacal ............................. 114

Capítulo VI.— Centenares de personas..... 124

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Capítulo VII.— Monseñor en la ciudad ...... 141

Capítulo VIII.— Monseñor en el campo ..... 156

Capítulo IX.— La cabeza de la gorgona .... 166

Capítulo X.— Dos promesas ..................... 186

Capitulo XI.— Una conversación de amigos199

Capítulo XII.— El caballero delicado.......... 207

Capítulo XIII.— Un sujeto nada delicado ... 218

Capítulo XIV.—El honrado menestral ........ 226

Capítulo XV.— Haciendo calceta............... 242

Capítulo XVI.— Más calceta ...................... 258

Capítulo XVII.— Una noche ...................... 275

Capítulo XVIII.— Nueve días ..................... 278

Capítulo XIX.— Una opinión ...................... 288

Capítulo XX.— Una súplica ....................... 297

Capítulo XXI.— Pasos que repite el eco .... 304

Capítulo XXII.— La marea sube todavía .... 322

Capítulo XXIII.— Estalla el incendio .......... 330

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Capítulo XXIV.— Atraído por la montaña

imantada ................................................... 340

LIBRO TERCERO.— EL CURSO DE UNATORMENTA ................................................. 356

Capitulo I.— En secreto ............................ 356

Capítulo II.— La piedra de afilar ................ 374

Capítulo III.— La sombra........................... 383

Capítulo IV.— Calma en la tormenta ......... 392

Capítulo V.— El aserrador ......................... 397

Capítulo VI.— Triunfo ................................ 406

Capítulo VII.— Llaman a la puerta ............. 415

Capítulo VIII.— Una partida de naipes ....... 421

Capítulo IX.— Hecho el juego ................... 441

Capítulo X.— La substancia de la sombra . 456

Capítulo XI.— Crepúsculo ......................... 469

Capítulo XII.— Tinieblas ............................ 474

Capítulo XIII.— Cincuenta y dos ................ 485

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Capítulo XIV.— Fin de la calceta ............... 500

Capítulo XV.— Los pasos se apagan para

siempre ..................................................... 511