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SEGUNDA PARTE Historia cultural y modernidad

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SEGUNDA PARTE

Historia cultural y modernidad

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La virgen de Guadalupe

y la formación del canon popular

Carlos Monsiváis

i^a Guadalupana es la primera imagen femenina de enorme pode­

río. La preceden filiaciones devotas; creo que así me lo enseñaron

mis padres: dogmas, percepciones transfiguradas, creencias, con­

suelos, iluminaciones, orgullos nacionalistas, chauvinismos. A un

pueblo sumergido en el aprendizaje lingüístico, una imagen vene­

rada y étnica le traduce en el acto las complejidades de la ideología.

Cristo tuvo madre para tener quien lo llorara, afirma un indito en el

siglo XVII. Luego de la Morenita, el desbordamiento del barroco y

el churrigueresco, la miríada de santos, ritos y vírgenes, dan como

resultado la alfabetización devocional.

La Guadalupana y la cultura popular

La primera idea de Nación se nutre del lema de la Guadalupana.

No se hizo igual con ninguna otra nación. Y desde el sigloXVII con­

duce a la primera vivencia estética de los mexicanos mucho más fuer­

te que la imagen del mundo. Sí, la señora, la patroncita no es sólo

la madre de Dios, paridora de Dios, también es hermosa y a causa

de su belleza se expande a lugares nada propicios a la sacralidad,

como prostíbulos, tabernas, mesones, cuarteles. La imagen organi­

za los rudimentos estéticos de una población que, lo sepa o no, al

verla revalora hasta donde se puede los rasgos indígenas y también

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CARLOS MONSIVAIS

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vislumbra la potencia de la desolación. La virgen se vuelve el pri­

mer elemento del hogar, lleva bendiciones y uno de los atributos del

semblante pleno, del semblante plenamente agraciado, el poder de

beneficiar sus alrededores. De haber conocido a los místicos espa­

ñoles, esto habría musitado a aquellos fieles:

no quieran despreciarme que su color

moreno en mí hallaste

ya bien puedes mirarme después que miraste

que gracia y hermosura en mí dejaste.

Por decirlo estrictamente, cultura popular es la selección comuni­

taria de actos y temas, de hábitos internos y satisfactorios. En el vi­

rreinato, esta cultura se va desprendiendo de fuentes obligadas: la

religión, de dónde venimos y hacia dónde vamos, el trabajo, qué co­

memos mientras llegamos a la patria celestial, el relajo o relajamien­

to, cómo participamos en algo, de las recompensas ultraterrenas y

las religiones indígenas ligadas a las cosmogonías, a formas de vida

comunitaria, asociaciones de los ritmos de la cosecha, a los hallaz­

gos de la creatividad, a los ritos del cambio alucinógeno o de la fer­

tilidad: a eso, la Corona Española y la Iglesia, de común acuerdo,

agregan un elemento a la formación del campo de cultura popular,

así sea a contracorriente: la censura.

Si bien las prohibiciones severísimas suprimen hasta donde es

posible actitudes, costumbres y modas, nunca logran suprimir las

tendencias profundas. Así, la Inquisición en el siglo XVIII prohibe

un baile, "el cuchumbé", por requerir el frotamiento del cuerpo y

prestarse a meneos y desvarios; así se cancela durante un tiempo el

teatro por convocar a las plebes libidinosas, así, un tanto inútilmente

se convoca al comportamiento decente durante el carnaval. En afán

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semejante, el Manual de buenas costumbres del siglo XIX, que dicta­

mina sobre posturas decorosas durante el sueño. De esta manera se

combate al paganismo y se destruyen ídolos, mientras se alienta el

reemplazo de la diosa Tonantzin, nuestra madre, por la Guadalu­

pana y, de manera previsible, con su furia persecutoria la censura

arguye lo perdurable: el frotamiento de cuerpos en el baile como ca-

listenia amatoria, coreografía del animal de dos espaldas, el uso del

teatro como el espacio del desahogo, la visión de lo carnavelesco

como el travestismo de la dicha.

No obstante el cúmulo de ordenanzas y el gran instrumento de

control, esa falta de conocimiento que obscurece la historia, ni en el

virreinato ni en el sigloXIX, casi hasta nuestros días, los gustos y las

pasiones del pueblo obtienen el interés de la cultura oficial, ámbi­

tos donde el pueblo se considera un desprendimiento del pasado y

el antecedente imprescindible del porvenir de las naciones. Sin la

creencia en la intemporalidad de sus acciones, no existe el pueblo,

la división tajante de la vida en décadas es fetichismo de la sociedad

en que se vive. Según la élite, sólo la inclusión en su seno concede

forma prestigiosa y, por eso, dar el trato de cultura a lo generado

por la gleba, esa entidad informe, equivale a reconocerle cualquier

otro derecho, y lo segundo es más inconcebible que lo primero.

Batallas por la secularización

En el siglo XIX, aunque no se explica con precisión, el canon de lo

cultural, en el sentido más amplio, depende de la batalla en torno a

la secularización. Para los liberales no hay duda: ¿cómo enfrentar

los retos de la nación independiente si no se eliminan las ataduras

de un tradicionalismo feroz, enemigo a muerte del progreso? Secu­

larizar es, entre otras cosas, permitir la convivencia de visiones de

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mundo, y eso da lugar a enfrentamientos y saltos de la mentalidad.

Doy un ejemplo mínimo entre miles: en 1856, en la ciudad de Mé­

xico, la circulación urbana requiere de la desaparición de edificios

que interrumpen la fluidez, entre ellos templos y conventos. El al­

calde liberal decide echar abajo un convento que corta el desenvol­

vimiento lógico para una gran avenida. Envía para la demolición a

una cuadrilla de trabajadores; desde las azoteas un grupo de cléri­

gos, cruces en mano, amenaza con la excomunión a quien use sus

piquetes; los trabajadores retroceden aterrados; el gobernador man­

da llamar a un orquestista para que hasta el amanecer toque "Los

cangrejos", una canción de sátira liberal, en medio de los conser­

vadores; animados, los trabajadores emprenden la obra destructora.

Por supuesto, la secularización arrastra inicuamente con obras

de arte y edificios valiosísimos; pero lo que está en juego es el cri­

terio que define la ubicación social de creencias y costumbres, y en

México, como en todas las partes, gana el proceso secular por su

jerarquía no muy distinta a la anterior, pero ya imbuida de diversi­

dad. En uno y otro caso, se le niega el valor a la historia de la crea­

ción anónima o comunitaria, que va desde prodigiosas muestras de

arte indígena hasta la arquitectura sin prestigio ni autor reconoci­

do de pueblos y ciudades de las que tanto se nutrirán los arquitec­

tos de prestigio. Todo eso se le atribuye a la tradición, obligación

social de cuyos logros específicos nadie debe vanagloriarse. Es im­

pensable entonces el calificativo de artístico y, aún más, el carácter

de consideración aplicado al pueblo, a lo que con intención clásica

también se produce en el país.

En la segunda mitad del siglo XIX, y esto quizá sucede en toda

América Latina, de algún modo los coleccionistas son obispos, ha­

cendados, conservadores de dinero, quienes aclaran a través de sus

adquisiciones el campo de lo que se llamará arte popular. Se crista-

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liza un avalúo social de lo valioso ante sus orígenes y, por lo común,

no se intenta reconocer a los artistas individuales talentos o técnicas

refinadas. ¿Para qué? Sus virtudes son de la nación o de la región,

según el criterio criollo que con lentitud y solidez establece sus res­

pectivas técnicas; para que se asiente lo creado por manos popula­

res se necesitan demasiadas analogías.

En el siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, a los

productos del pueblo, así sean en verdad excepcionales, sólo se los

reconoce por su humildad y su falta de pretensiones. Cito un ejem­

plo paradigmático: la obra de José Guadalupe Posada, quien apare­

ce casi por su cuenta en la cultura popular urbana de México. A la

capital, Posada llega en 1880. En tres décadas produce diez mil o

quince mil grabados; la cifra es incierta, pero se conocen apenas dos

mil. Su obra es un registro de las vertientes esenciales de la cultura

popular de la época; ha parido ceremonias religiosas, hechos crimi­

nales, acontecimientos políticos, escándalos sociales (es el primero

en aceptar burlona y públicamente la existencia de homosexuales),

faunas campesinas y urbanas, hechos históricos, tipos sociales. En

un rasgo de euforia, casi se lo podría llamar retratista de toda la cul­

tura popular. En sus grabados hay movimiento, humor, técnica, des­

lumbramiento. Mientras vive nadie se percata de ello. A su muerte,

en 1913, sólo tres o cuatro personas acuden a su entierro.

En 1920, a la luz del terror nacionalista impulsado por la re­

volución mexicana, dos pintores, entre ellos Diego Rivera, descu­

bren a Posada; editan una selección de su obra y lanzan el mito a la

circulación. El primer resultado es la llamada de atención sobre un

aspecto de la obra de Posada: su obsesión por las calaveras que pro­

ducen un mundo fúnebre donde todos los vivos son su propio es­

queleto y todos los muertos reviven para no perderse la fiesta. Sin

duda, esa nostalgia de la muerte está muy presente en el arte pre-

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hispánico, especialmente entre aztecas, mayas y zapotecas. Y la pie­

za teatral más conocida en México durante un siglo, y aún hoy, es

Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, y en los periódicos es usual el 2

de noviembre publicar calaveras, registros que acompañan a dibu­

jos donde se muestra a los poderosos y a los famosos. Pero el des­

cubrimiento de Posada trae consigo un cambio canónico e incluso

algo de mayor consideración: trae consigo un cambio en lo que se

consideraba la identidad del mexicano, y el gusto por la muerte pasa

de constante artística a esencia nacional. Escribe el poeta Carlos Pe-

llicer: "El pueblo mexicano tiene dos obsesiones: el gusto por la

muerte y el amor por las flores". Al amparo de esta creencia el tu­

rismo localiza en los panteones, cada 2 de noviembre, la prueba de

esta peculiaridad anímica del país, y una tradición se ve obligada al

despliegue con tal de no hacer quedar mal la leyenda.

Durante el siglo XIX no había tal creencia en el amor del mexi­

cano por la muerte: se inicia en 1920 como una creencia de la alta

cultura aplicada a la cultura popular.

Revolución y canon de cultura popular

El mexicano no tiene el mínimo gusto a la muerte, pero es una idea

canónica de la cultura popular. En sí misma, la revolución mexica­

na es un formidable acto canónico de la cultura popular: engendra

los corridos, modestos cantares de gesta, y produce un repertorio de

tipos populares; conduce a la flexibilidad simbólica de las claves

populares, lo que un conservador llamaría la aparición del subsuelo;

genera el surgimiento de las figuras formidables de Pancho Villa y

de Emiliano Zapata, en un ambiente de nacionalismo cultural que

se prodiga en los murales y en la narrativa; origina el mito de un so­

lo movimiento revolucionario. También la revolución —si queremos

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darle nombre al conjunto de instituciones que surgen, intuiciones

y acciones de los caudillos y al pacto entre clases sociales— crea el

espacio para el desarrollo del arte popular. Esto se obtiene mediante

un método casi infalible: las exposiciones patrocinadas por el Es­

tado, el libro donde se da cuenta de lo que vale la pena y de lo que

no. Por cuenta del gobierno se elige lo que será tradicional: cancio­

nes, bailes, artesanías, incluso predilecciones gastronómicas. El na­

cionalismo cultural selecciona lo que sienten los mexicanos y tiene

éxito en la empresa, conviviendo el suyo con el aporte de la Iglesia

católica, que se inicia inevitablemente con la Guadalupana.

Lo más perdurable resultan ser las imágenes. La exposición de

fotos que se llama archivo Casasola es todo un catálogo de propues­

tas —algunas veces convincentes— de lo que se produce en el ima­

ginario colectivo. Las fotos de la Casasola integran la evidencia

posible de una lectura: la soldadera le prepara comida al soldado,

los zapatistas desayunan en un restaurante exclusivo, los soldados

desde los bosques y los árboles pregonan la institución de la vio­

lencia, Pancho Villa al galope acentúa la épica y soslaya la matanza,

y así sucesivamente... Esas fotos testimoniales fundamentan la nue­

va etapa del canon cultural. En un contexto sin ningún punto en

común con la revolución, las palabras de Virginia Woolf, en 1925,

podrían aplicarse a ese momento:

Todas las relaciones humanas han cambiado; las que se dan

entre amos y siervos, maridos y mujeres, padres e hijos, y cuando

las relaciones humanas cambian, hay al mismo tiempo un cambio

en la religión, la política, la literatura.

Pongámonos de acuerdo y aceptemos que uno de esos cambios

ocurrió en 1910.

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Contemporaneidad e industria del espectáculo

Si la Revolución, las instituciones y la memoria colectiva deciden

parte del canon en materia popular cultural y urbana, lo que sigue

es dictaminado por la industria del espectáculo, por el cambio de

mentalidades en la gran ciudad y por el público que sustituye al pue­

blo y va al cine, oye radio, goza el teatro frivolo, adora el chisme y

se le hace bonita la autodestrucción.

Desde los años treinta y hasta fines de los cincuenta, lo popu­

lar es aquella interacción cultural posible ligada a los gastos, place­

res y acuerdos que integran las identidades personales y colectivas.

En tiempos menos problematizados, que no menos problemáticos,

lo popular urbano es la apoteosis doble del relajo y la solemnidad,

de las juergas en el cabaret y los bailes de quince años, del área pro­

letaria y la oratoria lírica, del tequila y de los rezos, del humor y del

melodrama de la flor de la maldad y la inocencia.

Este período de la cultura popular en el México urbano es el

más fértil y creativo del siglo, y es todavía hoy el espacio sacralizado

por excelencia en la perspectiva académica y en lo que toca a la me­

moria colectiva, como lo prueban los incesantes ciclos de televisión

de Pedro Infante, Jorge Negrete, María Félix, Dolores del Río y

Cantinflas, ese gran productor de sinsentidos; como lo demuestra

la euforia por ese vínculo de la nacionalidad, la canción ranchera, y

el éxito sin tregua del bolero; como lo prueba también la asimila­

ción del cine de Hollywood, la mexicanidad como la máscara que

hay detrás del rostro. De las versiones de Daniel Santos, en el caso

del bolero, a la destrucción de cualquier intimidad en las versiones

de Luis Miguel, visible y comprobable desde la mercantilización,

ya en sí mismo un componente básico de esta cultura. Las varian­

tes de los comportamientos juveniles nunca se apartan de ese mol-

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de original, incluso en el arte de las subcuituras juveniles. Entre las

canciones urbanas de los años treinta y cincuenta, las más creativas

son las de Agustín Lara y José Alfredo Jiménez, en las que se mani­

fiesta un delirio chovinista, con su invención de atmósferas que fa­

cilitan el tránsito del rancho a la capital. Entiendo que las culturas

populares son aquellas que las comunidades generan o perfeccio­

nan o bien, por una propuesta ajena, asumen, seleccionan y vuel­

ven suyas radicalmente. Dijo el pueblo: "Esta canción me gusta".

Y concluyó el pueblo: "Esta canción de seguro ya la cantaban mis

antepasados".

Un recuento para concluir: a principios de los años sesenta la

cultura popular es por antonomasia lo rural, las danzas, las ceremo­

nias, las costumbres, los usos gastronómicos, las artes y las artesa­

nías del llamado México profundo. U n nuevo énfasis se introduce en

el área de estudio de la cultura popular en Estados Unidos: la ma-

sificación de la oferta cultural y la urbanización salvaje y acelera­

da; se redescubre el tejido desde los años treinta hasta los cincuenta

y se lanzan guías interpretativas como pirotecnias en fiestas patrias;

las metáforas también se contaminan del objeto de estudio.

La confusión terminológica es tan aguda que para muchos, en

identificación automática, cultura popular es aquella que se des­

prende de la televisión. Según creo, no es posible confundir al ex­

tremo la industria cultural y la cultura popular: la primera es una

oferta; la segunda es el método colectivo que asimila, elige, recrea,

inventa.

Como sea, en los noventa, pese a todo, la cultura popular no está

en su mejor momento y sufre el asedio de los lugares comunes y de

la masificación. Reconocida por el gobierno que la erige museo y

rescatada por la academia, se la menciona a profundidad entre elo­

gios y denuestos, entre idas al pasado rural y viajes al ciberespacio;

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ubicua y casi imposible de definir, sujeta a lo demagógico y la pers­

pectiva sentimental, la cultura popular es objeto delpaternalismo más

solícito. De acuerdo con la burocracia estatal, es preciso defenderla

de la modernización, es decir, de los gustos verdaderos de la mayo­

ría de funcionarios. Por eso, promueven concursos de nacimientos,

de altares de muertos, y ya se habla de concursos de peregrinación,

para ver cuál es la más piadosa. Lo que fue costumbre y deslum­

bramiento de lo bello se va transformando con rapidez en práctica

estética, mientras el repertorio de símbolos, objetos musicales, le­

yendas y mitos casi sigue idéntico, y los agregados suelen venir de

voces poco recomendables: el corrido de gran aceptación es home­

naje escasamente disimulado del narcotráfico y la única figura nue­

va en el repertorio del humor popular es la del expresidente Salinas.

De otro lado, los mecanismos de los medios electrónicos tienen

un marcado tinte de caducidad: si algún ejercicio de la memoria re­

sulta difícil es el relativo a los éxitos televisivos de hace cinco años.

En el siglo XVII, la herejía era perseguida con saña; en el XX, fina­

mente presentada, a la herejía se la aplaude.

En 1942, una canción de título ominoso, "Como México no hay

dos", asegura el rastro de piedad blasfema y ahí la virgen María ju­

ró que estaría mucho mejor y el compositor no se quedó contento

y añadió: "Mejor que con Dios dijo que estaría y no lo diría nomás

por hablar". Por lo demás, esta canción es propia de mariachis en

la basílica. También antes era evidente el campo de estudio de lo

popular; hoy tal parece como si lo popular resultase, en su costum­

brismo singularizado y en las manías pretecnológicas, un capítulo

a punto de concluir en la era del internet y el diseño por computa­

dora del inconsciente colectivo.

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Honor, reconocimiento, libertad y desacato:

sociedad e individuo desde un pasado cercano1

Margari ta Garrido

J—«os abogados de las Audiencias coloniales se preguntaban cómo

era posible que vecinos "libres de todos los colores" de un pueblo

muy pobre gastaran sus pocos reales en pleitos por injurias y agra­

vios entre ellos. O cómo explicar que los casos de desacato a las au­

toridades locales abrumaran los juzgados coloniales.

La inversión para defender su honor que hacía un hombre libre

que fuera injuriado o agraviado en el siglo XVIII, y los desacatos de

ayer y de hoy, parecen apuntar a una reafirmación incierta de su

dignidad humana. Son actos orientados a buscar el reconocimien­

to que determina la entrada del individuo en una existencia espe­

cíficamente humana". Pero de aquellos gestos nos separan más de

doscientos años.

Conocemos las inconveniencias de hacer extrapolaciones sim­

ples cuando no sólo razones y creencias, sino formas y contextos,

separan las prácticas de ayer y de hoy, pero también sabemos de la

necesidad del diálogo del presente con el pasado, entre otras cosas

para "tomar plena conciencia de lo que otrora fue vivido espontá-

1 Las reflexiones expuestas en esta ponencia se apoyan en una investigación en curso sobre discursos y prácticas de los "libres de todos los colores" en la so­ciedad colonial de Nueva Granada.

- Tzvetan Lodorov, La vida en común (Madrid: Laurus, 1995), p. 117.

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MARGARITA GARRIDO

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nea y sobre todo inconscientemente"3. El entusiasmo liberal del si­

glo XIX, la identificación con acepciones políticas del progreso, de la

libertad y de la ciudadanía ligadas a la aserción de no indianidad ni

estatus servil, nos hicieron pensar la sociedad colonial y sus repre­

sentaciones como liquidadas. Hoy, paradójicamente, la aceleración

y las alteraciones ocurridas en el tejido social dejan cobrar visibili­

dad a tradiciones resistentes y señas pertinaces de identidad.

Esta ponencia se propone poner en primer plano las formas de

búsqueda de reconocimiento en la sociedad colonial, en este terri­

torio que hoy se ve como nacional. Sólo de paso, sugiere su gravi­

tación en el presente.

En todas las sociedades, algunos individuos buscan reconoci­

miento asimilándose, mostrando conformidad con el orden, pare­

ciéndose a los demás. Otros lo buscan diferenciándose. El individuo

no sólo lo obtiene cuando recibe la aprobación de los demás, sino

también cuando es combatido o rechazado, con lo cual, al menos,

no es negado como persona. El reconocimiento toma distintas for­

mas en las sociedades. En general, las sociedades tradicionales y je­

rarquizadas fomentan el que los individuos aspiren a ocupar el lugar

que les ha sido asignado de antemano, y en ellas predomina el re­

conocimiento por conformidad con el orden. En la sociedad de hoy,

en cambio, predomina el reconocimiento por el éxito, sea éste adqui­

rido por conformidad con el orden o medrando por sus fisuras.

En la sociedad colonial neogranadina, no obstante ser una so­

ciedad tradicional, encontramos rastros de procesos de búsqueda

de reconocimiento por trayectorias individuales exitosas que impli­

caron o no marginamientos, desvíos o desafíos temporales al orden.

Entrevista a Philippe Aries por Michel Vivier, publicada en P Aries, El tiempo de la historia (Buenos Aires: Paidós, 1988), p. 280.

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Honor, reconocimiento, libertad y desacato 1 0 1

Queremos enfocar el hecho de que en esa sociedad, hombres

libres de todos los colores, muchos de ellos destituidos de pertenencias

étnicas claras por ser hijos de mezclas espurias, prohibidas y desca­

lificadas, empeñaron sus vidas en una lucha por un honor y un re­

conocimiento esquivos como libres y respetables. Sus trayectorias

vitales ofrecen momentos en que se representaron a sí mismos como

individuos autónomos, con dignidad como personas, con opinión

sobre lo que se considera bueno y sobre las autoridades. Buscaron

el reconocimiento por varias vías: la de conformidad con los otros,

que les valió aprobación; la de diferenciarse del orden, que les cos­

tó el rechazo, o bien la de la violencia, para lograrlo por la fuerza.

Algunas de las características de esos procesos —desvinculación

de los ancestros y de los lugares sociales heredados, lucha por una

relativa autonomía— nos permiten decir que por algunos caminos

no centrales se estaba dando a fines del sigloXVIII una entrada pre­

coz, muy riesgosa, periférica y quizás equívoca en la modernidad.

Aparentemente, las sociedades coloniales favorecieron la incuba­

ción de estos procesos en virtud de una relativa relajación de las for­

mas rígidas de las sociedades colonizadoras.

No obstante, los gestos a los que nos referiremos, ambiguos y

vacilantes, representaron para los individuos, en cierto sentido, in­

tentos de ruptura con la alienación y, en otro, un cerramiento idio­

ta a los otros. Y, en todos los casos, búsquedas de reconocimiento a

sí mismos por los otros. Muchas veces, esas búsquedas estuvieron

motivadas por sensaciones de ser rechazados, de no tener el lugar

que se cree merecer.

El valor que en forma general articulaba y daba sentido a las

formas de vivir y de relacionarse en la sociedad colonial era el honor.

Era un valor predominante en la red de significados construida y re­

forzada en la convivencia, el intercambio y la competencia coüdia-

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MARGARITA GARRIDO

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nos. El honor era el valor que articulaba la forma de educar a los

hijos, saludar en la calle, tomar decisiones en grupo e intercambiar

en el mercado. El honor era la clave del reconocimiento.

La pertinencia de ponerlo hoy en primer plano se basa, como

dijimos, en la convicción de que los valores que han articulado una

determinada configuración social pueden sobrevivir a ella cobran­

do formas, sentidos y usos independientes de la sociedad en que rei­

naron, convirtiéndose, no obstando rupturas, en señas pertinaces

de la identidad.

Hombres y mujeres del período colonial compartíanel ideal del

honor. La noción dominante era la aportada por los conquistadores

originarios de una cultura donde el honor, definido en el siglo XIII

por el código castellano de las Partidas, era "la reputación que el

hombre ha adquirido por el rango que ocupa, por sus hazañas o por

el valor que él manifiesta". Y para el siglo XV ya era, como ha mos­

trado Bennassar, la pasión de muchos españoles. Debe ser entendi­

do como un valor socializado, de carácter público, que trasciende

al individuo4.

Aunque de origen caballeresco y aristocrático, el honor fue

apropiado por todos y llegó a entenderse como defensa de la vir­

tud, tanto de los individuos como de los grupos. No obstante las

transformaciones sucesivas de la noción de honor en España, en los

distintos usos que de ella se hace a lo largo de los siglosXVII al XIX,

se ve cómo su sentido se fue independizando de cualquier moral y

4 Bartolomé Bennassar, Los españoles. Actitudes y mentalidad, desde elsigloXVl

hasta el siglo XIX (Madrid: Editorial Swam, 1985), pp. 193-194. Entre la am­

plia literatura antropológica sobre el honor sobresalen las obras de Julián Pitt-

Rivers, Antropología del honor (Barcelona: Crítica, 1979) y E l concepto de honor en

la sociedad mediterránea (1968), junto con el estudio de J. WvKÚzny, Ilonour and

Shame (196S).

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Honor, reconocimiento, libertad y desacato I 0 3

sus claves fueron más la vanidad, el prejuicio social y el orgullo. Al

honor se le asoció la limpieza de sangre de toda mala raza y la falta

de contacto con el trabajo manual ("mecánico o vil"). Y, si no se

puede poner como causa de toda la violencia, sí fue uno de los ge­

neradores de ésta.

La apropiación más conocida en la sociedad colonial fue el

honor barroco por parte de las élites. Era un honor para los espa­

ñoles y sus descendientes notables, generalmente entendido como

precedencia, prevalencia y superioridad, y estaba basado en ser lim­

pios de sangre (ya no tanto de moro y judío como de indio y ne­

gro); éste se expresaba en el distanciamiento del trabajo manual y,

aunque no siempre, en la lealtad al rey. Era muy común que se pen­

sara que a la superioridad social en la que se basaba su honor co­

rrespondía "naturalmente" una superioridad moral, es decir, que

la virtud -la bondad- venía en el mismo paquete. El reconocimien­

to obtenido se manifestaba en palabras, gestos corteses, preceden­

cias y privilegios.

Sobre esta acepción, los historiadores han señalado la existen­

cia de voluminosos expedientes sobre precedencia en actos de go­

bierno o religiosos, sobre juicios seguidos a quien no se quitó el

sombrero o no llamó don a quien así se titulaba. Frank Safford se­

ñaló la manera en que, ya en el siglo XIX, esta acepción del honor

heredado o conferido, unida al desprecio del trabajo manual, cons­

tituyó un obstáculo ideológico contra el cual luchó un sector de la

élite que había adoptado el ideal de lo práctico5.

Pero el hecho de que la noción de honor fuera un valor central

del discurso dominante, no significa que fuera exclusivo de los

' Frank Safford, Fl ideal de lo práctico (Bogotá: Universidad Nacional y El Áncora Editores, 1989).

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notables, ni ésos los únicos sentidos posibles. Al contrario, sobre los

sentidos del honor se dieron apropiaciones, negociaciones, distor­

siones y creaciones diversas. En la sociedad colonial esas apropia­

ciones privilegiaron acepciones diferentes por etnias, por regiones

y aun por género. Nos interesan aquí las apropiaciones de loslibres

de todos los colores, que eran más de la mitad de la población de la

Audiencia de Santa Fe a fines del siglo XVIII y, fácil es creerlo,

ancestros de la mayoría de la población colombiana de hoy.

El honor llegó a ser un valor articulador de prácticas casi con­

tradictorias o al menos lindantes. Honor-precedencia y honor-ser­

vicio en casa honrada; honor-limpieza de sangre y honor de "pasar

por blanco"; honor-virginidad y honor-hombría; honor-no traba­

jo manual y honor de "pobre pero honrado"; honor-vasallaje y ho­

nor de "a mí no me manda nadie".

Algunos libres de todos los colores apostaron a copiar, a asimilar­

se, blanquearse y lograr por esa vía un reconocimiento social, el

reconocimiento por el otro, pareciéndose a él. También se dio el re­

chazo a los modelos propuestos. O la producción de modelos híbridos

y de usos alternativos. Hay una tensión entre afirmarse uno mismo

para cambiar la visión que el otro tiene de uno (convertirse en el otro)

o resistir y aun afirmarse como el otro de su otro. Se trata de pro­

cesos de alienación y de esfuerzos de ruptura con la alienación.

Vamos a señalar algunos aspectos significativos. En los regis­

tros de procesos judiciales de la sociedad colonial es posible encon­

trar un sinnúmero de casos en los que hombres libres de diversos

colores defienden un honor que no tiene que ver con posiciones

jerárquicas y blancuras heredadas, de las que carecen, sino con dos

elementos claves: uno, la manera de vivir —la virtud y la decencia—

y la consideración que por ello merece de la comunidad; dos, y de

manera particular, la libertad.

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Honor, reconocimiento, libertad y desacato 105

I

La virtud en general coincidía con un código de buen vecino y pa­

rroquiano: honrado, trabajador, de buen trato con todos, respetuoso

y acatador de las autoridades, buen padre, buen esposo, buen hijo

y buen hermano, cumplidor con deudas y diezmos, y del precepto

anual de confesarse y comulgar. A los libres de todos los colores, llevar

una vida honrada y meritoria les daba cierto honor, les granjeaba

cierto reconocimiento por conformidad con el orden. Pero su logro

estaba muy expuesto a la descalificación de los demás. Las tachas de

mestizaje y de ilegitimidad lo exponían a injurias y a desconocimien­

tos de su ser como persona, al frecuente ajamiento de su honra. El

extrañamiento se sufría en especial por razones étnicas, a menudo

unidas a la tacha de ilegitimidad6. Podemos decir que el mestizo,

por serlo, podía experimentar las dos formas de desconocimiento,

la indiferencia y el rechazo. Al llevar una vida adecuada al lugar

social que se le había asignado y conforme al orden, buscaba no sólo

la aprobación sino también, y ante todo, el reconocimiento mismo de

su existencia . Cabe afirmar que muchas de sus prácticas estaban re­

gidas por aquello que la psicología política actual denomimmeeanis-

mo deformación de creencias y gustos como resultado del deseo de concordar

con las creencias y los gustos de los demás .

Era muy posible que la madre o el padre quisiera que sus hijos

no se parecieran a ellos sino a su otro, al blanco, el que los denigra-

6 Jaime Jaramillo Uribe, "Mestizaje y diferenciación social en el Nuevo Reino de Granada en la segunda mitad del siglo XVIII", tn Ensayos sobre historia social colombiana (Bogotá: Universidad Nacional, 1972). Pablo Rodríguez, Sen­timientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Ariel, 1997).

1 Lzvetan Lodorov, op. cit.,p. 123. ' Jon Elster, Psicología política (Barcelona: Gedisa, 1995), p. 15.

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ba. El camino de la imitación era el más directo, pero aún muy poco

seguro. Se buscaba afirmación en la negación de su ser más íntimo.

Así, la construcción de la imagen propia se hacía en la imitación del

otro. En la copia. La imitación de quienes tenían reconocimiento era

el camino más común de obtenerlo para sí. Tal camino en algunos

casos culminaba con una cédula de blancura o con un más frecuente

"pasar por blanco" entre sus vecinos. Pero no era fácil. A poco, el

que buscaba su reconocimiento se veía afrentado por injurias, como

"perro" o "chorizo", que aludían a su baja calidad o a ser de carnes

mezcladas y que con ello lo descalificaban como persona.

En el otro extremo estaba el rechazo total al discurso de buen

vasallo y buen parroquiano. Se trataba de aquellos que decidían —o

llegaban a- convertirse en desvinculados, arrochelados o picaros (es

decir, medradores, en el sentido muy hispánico del teatro barroco

del siglo de oro). Los casos más ostensibles son los de aquellos que

migraban solos hacia los montes, a abrir labranzas, a vivir sin los

controles simbolizados por el tañido de las campanas: se identifi­

caban con el otro de su otro: el mezclado taimador, astuto y descon-

fiable. Ellos preferían el rechazo de los otros y no su indiferencia.

Es más difícil ver los gestos que no son de imitación ni franca

rebeldía, es decir, aquellos orientados a la producción de formas cul­

turales de asimilación-resistencia. Ejemplos de ello son formas de

desvinculación y de revinculación diversas, como el empeño de sa­

car un pueblo adelante, por parte de pobladores residentes o de los

recién llegados en una migración rural-rural, de un sitio a una pa­

rroquia. En menos casos, la desvinculación estaba marcada por su

migración rural-urbana, hacia villas y ciudades donde una crecien­

te confusión demográfica permitía una mayor libertad y abría la po­

sibilidad de establecer revinculaciones en barrios, en mercados y en

variados oficios.

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Honor, reconocimiento, libertad y desacato i 07

Una de las grandes diferencias (rupturas) entre el honor de los

notables y el de los plebeyos es que éstos lo defendían en muchos

casos como patrimonio individual, acaso sólo hasta su familia más

cercana, en especial la mujer. Ello se debe, en parte, a que sus tra­

yectorias hacia el reconocimiento implicaban una diferenciación de

sus ancestros. No encontramos casos de defensa del honor al esta­

mento, puesto que éste era indefinido para los libres de todos los

colores. Los notables, en cambio, sí alegaban las injurias o desaca­

tos como ofensas, no sólo al público, por lo que se clamaba por su

vindicta, sino también al estamento, al grupo social del que se sen­

tían miembros y representantes. En lugar de defender el honor a su

estamento, entre los mestizos, mulatos y libres de diversos colores

encontramos la defensa del honor del vecindario en general, del si­

tio al que se pertenece, es decir, adonde se han revinculado. La/wr-

tenencia local, el sentido de ser vecino de tal parte, se convirtió en un

elemento clave de la identidad. Podía ser el elemento definidor de

la identidad para tantos cuyas condiciones étnicas de no blancos,

no indios o no esclavos les ofrecían diferenciaciones pero no perte­

nencias. El principio de la jerarquización de las poblaciones en un

orden, más allá de determinar jurisdicción y gobierno, tenía que ver

con la calidad de los vecinos, con lo que se llamaba su decencia. Los

habitantes de cada población derivaban su posición y su estatus, al

menos parcialmente, de su pertenencia a ella. Para blancos pobres,

mestizos y castas residentes de un lugar su pertenencia a éste fue

paulatinamente tomada como base de su identidad. Y a la inversa,

la decencia y decoro de sus gentes mejoraba la imagen del lugar9.

9 Margarita Garrido, Reclamos y representaciones. Variaciones sobre la política en el Nuevo Remo de Granada, 1770-1815 (Bogotá: Banco de la República, 199.3), pp. 190-228.

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I 08

En virtud del sentimiento de pertenencia local, el individuo se

ve como parte de un grupo con quien comparte precisamente eso,

su origen poco claro y sus experiencias comunes; el grupo le per­

mite identificarse con sus paisanos y diferenciarse de los de otros

vecindarios. Pueblos vecinos rivalizaban por su decencia y lustre

como hoy lo hacen los barrios.

Otra forma de gozar de honor y cierto reconocimiento era la

vinculación a una unidad patriarcal. Aunque se estuviera en los más

bajos peldaños de esa unidad jerárquica encabezada por un hom­

bre mayor y poderoso, se compartía la creencia de que lo bueno para

uno de sus miembros lo era para el grupo. La experiencia de estos

hombres era la de que su acceso a la vida social se había dado por

el favor de ese hombre mayor y poderoso. Había allí un reconoci­

miento logrado por el sentirse necesario a otro, necesario para dar

reconocimiento a otro1". Una identificación con el que manda, que

llegaba a constituirse en una identidad vicaria, en una forma de ser

en el otro.

No podemos decir que la mayoría de personas libres de todos los

colores, los que en su conjunto formaban más de la mitad de la po­

blación a fines del siglo XVIII, asumían con conciencia la tarea de

hacerse un nombre, una identidad, un patrimonio simbólico. Pue­

de tratarse más bien de deseos inconscientes que en algunos casos

dejaron huellas en los registros documentales. Aunque hoy podrían

ser vistos como self made men, no podemos olvidar que se hacían a

sí mismos en un mundo donde el ascenso social no era bien visto.

El solo nombre de "libres de todos los colores", como fueron agru­

pados en los enlistamientos militares, además de denotar la creciente

dificultad de clasificar a los individuos entre las distintas definicio-

10 Lzvetan Todorov, op. cit.,p. 126.

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nes de castas, señala una exclusión-inclusión. Se suponía que quie­

nes eran "de colores" no deberían ser libres, si al menos alguno de

sus ancestros no lo había sido.

En algunos lugares, la frontera entre resistencia a los modelos

culturales hispánicos y producción de adaptaciones a ellos es difí­

cil de trazar. El obispo de Cartagena, tras un periplo de visitas a los

pueblos de su diócesis durante un año, escribió largamente sobre

la "universal relajación de las costumbres"11. Sus críticas apunta­

ban a la falta de catequización y cumplimiento de preceptos ecle­

siásticos y a la general práctica de bailes impúdicos.

No obstante, las personas que vivían así no se sentían fuera de

la economía del honor. Por ejemplo, a fines del siglo XVIII, Benito

Blanco, negro liberto que vivía en las montañas de Quiliten, cerca

de Tolú, se quejó del "agravio de la pricion y descrédito en mis arre­

glados procedimientos" de que había sido víctima por lo que él lla­

mo su "ynfelis constitución de Negro Bozal Libertino", y pidió que

se le restituyera su honor. El expresó vehementemente su noción

de persona con derecho a la libertad, al libre desplazamiento, a la

propiedad y a hacer transacciones y a que no se le violentara física­

mente ni se le hiciera chantaje por ser negro libre12.

Podemos decir que, en algunos casos significativos, hombres y

mujeres libres de todos los colores decidieron invocar el honor y deja­

ron huellas del uso que hicieron de ese lenguaje, de susregistros per­

sonales. No hay que perder de vista que el honor era el elemento

1 ' Véase el "Informe del obispo de Cartagena sobre el estado de la religión y la iglesia en los pueblos de la Costa, 1781", editado por Gustavo Bell Lemus en Cartagena de Indias: de la Colonia a la República (Bogotá: Fundación Simón y LolaGuberek, 1991), pp. 152-161.

Archivo General de la Nación, sección Colonia, título Juicios Crimina­les, tomo 107, folios 853-854.

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I 10

clave del trasfondo moral públicamente disponible, del cual, en

principio, se los excluía.

Hay aquí una característica genuina de la sociedad colonial.

Charles Taylor muestra cómo en el siglo XVII el pensamiento filo­

sófico había puesto de cabeza la valoración según la cual las preocu­

paciones del honor jerárquico y del cultivo del espíritu y la política

eran superiores a las preocupaciones de la vida corriente -trabajo

y familia—. O, dicho de otro modo, la afirmación de la vida corriente

fue la base para la crítica de la ética del honor y la gloria1 . Pero en

las colonias, según lo que venimos rastreando, este proceso fue dis­

tinto: consistió en la invocación del honor por parte de quienes no

contaban con él como privilegio, y se le dio el significado de las vir­

tudes de la vida corriente —la honestidad y la decencia ante todo—,

alcanzables por todos. De este modo, una noción que la corriente

principal de pensamiento europeo estaba dejando de lado fue adop­

tada en la sociedad colonial, con un significado y una eficacia que

la sobrepasaban14.

El honor practicado como una manera de vivir con virtud y

decencia fue, pues, uno de los caminos para afirmarse y lograr re­

conocimiento. Encerraba mucho de copiar al otro y de negar en uno

lo que constituía tacha étnica. No se puede mirar sólo como tratar

13 Charles Taylor, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna (Bar­celona: Paidós, 1996), pp. 227-234.

14 Sobre el papel central de la idea de favor en las relaciones de la sociedad brasileña del siglo XIX, véase Roberto Schwarz,Ao Vencedoras Batatas (Sao Paulo: Dos Cidades, 1981), pp. 13-23. Schwarz dedica un excelente capítulo a las "ideas fuera de lugar", impuestas o adaptadas de Europa, las cuales, una vez sometidas a la influencia del lugar, tomaban un rumbo particular, generalmente marcado por ambigüedades, ilusiones e impropiedades, y suscitaban también resistencias a ellas.

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de ser lo que no se era, pues se trataba de ganar un reconocimiento

como persona, que de hecho se era, el cual le era negado. Se trata­

ba, de alguna manera, de combatir la descalificación existencial de que

eran objeto'5 y lograr confirmación de su valor.

II

La otra dimensión del honor de la que nos ocupamos, quizás la me­

nos considerada hasta ahora, es su entendimiento en función de la

libertad. El ideal de la propia honra adquiría una dimensión más en

el terreno de la relación autoridad-obediencia. La relación de la per­

sona con la autoridad era definitiva en su reconocimiento. La hon­

ra de alguien no sólo se exhibía en el trato recibido de los demás,

sino, y especialmente, por el trato recibido de las autoridades.

En la sociedad colonial, como sabemos, los discursos del orden

proclamaban dos majestades: dios y el rey. América fue incluida des­

de la conquista en la cristiandad y en los dominios de la corona de

Castilla. Los requerimientos obligaron a los indios a asumir ese or­

den doble en el que eran rebaño de almas y vasallos tributarios de

una monarquía. Mejor por la razón que por la fuerza, pero sin alter­

nativa.

Paradójicamente, la misma aventura que trajo a los indios la

tristeza y la desolación de que hablaron sus cantos, fue, para suce­

sivas oleadas de castellanos, andaluces, leoneses y extremeños, para

judíos y moros conversos y para gentes de muchos reinos, momento

inaugural de su ser libre. La utopía de ser alguien estaba absoluta-

' Roland Lamg, Fl yo dividido (México: Fondo de Cultura Económica, 1964).

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mente intrincada con la de ser libre. No ser hombre de otro hombre.

Ser uno. Ser libre. Ser.

Una de las constantes del esquema de conquista fueron las su­

cesivas rebeldías. Cortés se separó de Diego de Velásquez; Pedro

de Alvarado, de Cortés. Belalcázar y Aguirre se rebelaron contra

Pizarro. Y en cada pequeña historia de conquista se encuentran su­

cesivas rebeliones que fueron subdividiendo territorios o, en algu­

nos casos, suplantando autoridades. El reconocimiento al rey y a

dios desde América era más fácil porque estaban más lejos. Podía

dárseles reconocimiento sin que ello implicara algo más que actos

formales y devotos. Muy pronto apareció la famosa fórmula de "se

obedece pero no se cumple", la cual fue legalizada sobre la convic­

ción de que en América existían condiciones diferentes. Se trataba

de un gesto tan respetuoso y socorrido como aquel que hacemos al

escribir "no aplica" ante algo que se nos requiere en un formulario

y no tiene que ver con nosotros. En cambio, la obediencia a las au­

toridades cercanas era menos fácil de escamotear. Los archivos de

la Audiencia de Santa Fe están llenos de casos de desacato indivi­

dual, y no son pocos los casos de impugnación colectiva.

En el imaginario colonial se produjo una asociación entre ho­

nor y libertad. No olvidemos que se trata de una sociedad donde la

libertad y la honra son bienes escasos, esquivos, amenazados, y por

ello muy preciados. Desde el sigloXVI encontramos una valoración

especial del ser libre. Las huestes de Rodrigo de Bastidas lo desa­

catan después de la fundación de Santa Marta, al grito de: "Viva el

emperador y la libertad; que no hemos de morir aquí como escla­

vos en poder de ese mal viejo".

Para los libres de todos los colores, siendo la mayoría de la pobla­

ción en el siglo XVIII en Nueva Granada, su diferenciación básica

de los de abajo era la de ser reconocidos por los demás como hom-

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Honor, reconocimiento, libertad y desacato

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bres libres, es decir, como no indios y no esclavos. Ello se traducía

eventualmente como no tener que obedecer incondicionalmente.

Por eso, para muchos, obedecer algunas órdenes era sinónimo de

ser indio, de no ser libre. Y desacatarlas era propio de libres.

Un sentido de obediencia no incondicional parece ser una marca

persistente. Aun en el sigloXIX se encuentran numerosas quejas de

hacendados que no consiguen peones para sus labranzas. La gen­

te, decían, prefería vivir mal y ser libre16. Algunos casos de desacato

se resolvían en su jurisdicción provincial y otros llegaban a la Real

Audiencia. Los procesos judiciales pueden ser leídos como una

abigarrada construcción de identidades y alteridades por parte de

las distintas personas, en una dialéctica de desafío y réplica.

En la mayoría de los casos, tanto individuales como colectivos,

los desacatadores alegaron que la autoridad que desacataban o im­

pugnaban no tenía legítimamente el poder o había cometido abu­

sos de diversa índole. No se trataba de desobediencia porque la

orden "no aplicaba", sino de desobediencia justificada por las fa­

llas en quien mandaba o en lo que mandaba.

Así, con la misma frecuencia que las autoridades desacatadas

se quejaron del no reconocimiento a su cargo e investidura, los desa­

catadores, por su parte, alegaron que las autoridades no les habían

16 Malcolm Deas, Aspectos polémicos de la historia colombiana del siglo XIX. Memoria de un seminario (Bogotá.: Fondo Cultural Cafetero, 1983), p. 149. Edgar Vásquez, economista e investigador de la Universidad del Valle, ha señalado que muchos individuos dedicados a pequeños negocios informales, o a lo que hoy se denomina "rebusque", han expresado que prefieren defender su libertad y vivir los avalares de su gestión individual antes que aceptar la sujeción a un patrón o a una empresa. No por ello podemos decir que el rechazo a ser mandado con­duzca directamente a un espíritu de tipo empresarial, cuya difícil entrada en nues­tras prácticas ha sido señalada por historiadores.

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dado el trato que se merecían. El lenguaje usado, tanto por los de­

sacatadores como por ias autoridades desacatadas en defensa de sus

respectivas prácticas, era el delbonor. El sentido del honor regía, en

buena parte, las relaciones con las autoridades. Había pues un cir­

cuito que podríamos llamar economía del honor y la obediencia, cuyo

fluido era altamente explosivo.

De acuerdo con Pierre Bourdieu, el sentido del honor es enten­

dido en las sociedades tradicionales como capital simbólico, acumu­

lado por años, salvaguardado e invertible, y constituye el motor de

"la dialéctica del desafío y la réplica, del don y del contra-don"17.

No sólo lo que se dice o se hace sino, y sobre todo, la manera como

se dice o se hace, los gestos que lo acompañan y las nociones del or­

den a las que responden, tienen que ver con el sentido del honor de

cada individuo. Estos son signos que pueden ser reconocidos y va­

lorados por los demás.

Era en el intercambio cotidiano de desafío y réplica que se ob­

tenía el reconocimiento al honor, se recibía la mirada del otro con su

valoración implícita. Cuando las palabras y los gestos de uno al tra­

tar al otro dejaban ver que no tenía la adecuada visión del indivi­

duo al que se dirigía y de su posición relativa, había una ofensa al

honor. En la sociedad colonial la operación simbólica más impor­

tante de lo público cotidiano era la del reconocimiento que se daban

unos vecinos a otros18. Cualquier elemento que significara que el

gobernado no tenía clara la visión de su propia posición ni la de su

gobernante o —al contrario- que el gobernante desconociera estas

Pierre Bourdieu, El sentido práctico (Madrid: Taurus, 1991), p. 175. 18 Margarita Garrido, "La vida cotidiana y pública en las ciudades colo­

niales", en Beatriz Castro (ed.), Historia de la vida cotidiana en Colombia (Bogo­tá: Norma, 1996), pp. 131-158.

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Honor, reconocimiento, libertad y desacato

visiones de sí y del otro, podía significar un desafío inadecuado y

dar la ocasión para un desconocimiento de su autoridad. Esta dia­

léctica en la sociedad colonial de la que nos ocupamos estaba cons­

tituida por movimientos milimétricos y sus participantes se hallaban

imbuidos de una alta sensibilidad. Por parte del gobernado, desde

una tenue falta de deferencia hasta una injuria a la persona o al car­

go; por parte del gobernante, desde un tono de mando inapropiado

hasta abusos y maltratos o castigos sin los procedimientos preesta­

blecidos, pasando por la reconvención inoportuna y pública a un su­

jeto que pasaba por ser de distinción. Las ofensas más dolorosas

eran aquellas en las que de alguna manera se cuestionaba al inter­

locutor su condición de hombre o mujer libre.

El liberto, mestizo, mulato o zambo, era un sujeto colonial que

tenía la particularidad de haber accedido a la condición de libre en

la misma sociedad en que algunos de sus antecesores no lo habían

sido. Ser libre era su necesidad más apremiante. Cuando lo conse­

guía, le urgía lograr continuamente reconocimiento como tal.

No obstante, el ser libre en términos de no tributar, de no ser

esclavo, no le garantizaba la autonomía en términos de ser autor de

su destino. La necesidad de ser reconocido podía inspirarle tanto

conductas muy sumisas (simuladas o asumidas) o conductas de

desafío. No había claridad para él ni para el conjunto sobre cuáles

eran las reglas o normas por las que se debía regir. La imagen que

tenía de sí mismo y el reconocimiento que recibía (o no) de ella

parecía ser la clave de su obediencia o desobediencia.

El libre se veía abocado hasta cierto punto a definir su propia

normatividad en muchos campos de la vida (formas de vida mate­

rial y actitudes hacia los demás) y ello podía implicarle una discon­

tinuidad con lo acostumbrado por algunos de sus ancestros. Podía

significar una ruptura en la continuidad de su trayectoria vital, con

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l i ó

una parte de su herencia, e implicar una compleja construcción de

modos alternos, un tanto inciertos, ya que tampoco se le daban po­

sibilidades amplias para asumir los de los de arriba. Lo suyo podía

ser visto como copia, como simulación, y encontrar por ello más ba­

rreras. Sus creencias podían entrar en conflicto con sus actos. Aca­

so, sin sentirse culpable, sintiera vergüenza.

Los libres tenían ante el rey y los gobernantes una posición in­

dividual, menos mediada que la de los indios, quienes eran miem­

bros de una comunidad y mandados por su cacique (y eventualmente

por un encomendero). Los libres contaban con un campo para la in­

dividualidad del que carecían los esclavos, para quienes muchos

aspectos de su vida, y ésta misma, dependían de su amo. Aun más,

los libres estaban menos atados que los notables a obligaciones es­

tamentales. El libre estaba sujeto a los gobernantes locales y pro­

vinciales y al rey, pero podía llegar a definir y pensar de forma más

individual su obediencia o su inobediencia, pensar más individual­

mente sobre su señor y sobre él mismo. No obstante, luchaba con­

tra una imagen negativa que pesaba sobre los de su condición.

Quizás valga, para aclarar, citar a Paul Veyne:

En el sentido que aquí se conviene, pues, un individuo no

es una bestia de rebaño; es, por el contrario, un ser que confiere

valor a la imagen que tiene sobre sí mismo. El interés por esta ima­

gen puede incitarlo a desobedecer, a rebelarse, pero también, e

incluso con más frecuencia, a obedecer todavía más; entendida

en este sentido, la noción de individuo no se opone en absoluto a

la de sociedad o de Estado. Se puede decir entonces que este indivi­

duo es herido en el corazón por el poder público cuando se desvirtúa su

imagen de sien la relación que tiene consigo mismo al obedecer al Esta­

do o ala sociedad. [...] Cuando un individuo es alcanzado en la idea

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Honor, reconocimiento, l ibertad y desacato

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que tiene de sí mismo, se puede afirmar que su relación con el poder

público es la misma que tendría con otro individuo que lo hubiese hu­

millado o, por el contrario, afirmado en su orgullo19'.

En el corazón y en el imaginario de aquellos sujetos coloniales

que no eran indios de comunidades ni esclavos, sino libres de todos

los crúores, estaban inseparablemente unidos el honor y la libertad.

Eran las claves de su identidad. El uno aludía a la utopía de mil

cabezas de ser alguien, el otro a la de no tener señor, o no ser de un

encomendero, ni de cacique, ni de un cura. Algunas réplicas a las

autoridades frecuentemente registradas por los documentos sugie­

ren esta relación de identidad-libertad-desobediencia. El dicho tan

común en aquella época de "Cura mande indio" aludía a la identi­

ficación de no indio con libre y, por tanto, desobligado. Otra forma

de replicar a un trato indebido por parte de la autoridad era "yo no

soy cimarrón", que nos sugiere el rechazo a que se le atribuya al

individuo un pasado de esclavitud. Fue también común la queja por

ser tratado como "hombre vil".

Al formarse las milicias en el siglo XVIII, algunos pardos y

mulatos, "salidos de la oscuridad de lo negro", como quedó escrito

en ios registros, fueron nombrados capitanes. Esta inclusión en las

milicias y el consiguiente fuero les dio a muchos un refuerzo en su

seguridad como personas. Sin embargo, la autoridad de los capita­

nes pardos fue difícilmente reconocida por los blancos. Similares

dificultades afrontaron un sinnúmero de alcaldes plebeyos. Ellos

fueron vistos como si hubieran subvertido la economía formal del

19 Paul Veyne, "El individuo herido en el corazón por el poder público", en

Paul Veyne et al., Sobre el individuo. Contribuciones al Coloquio de Royaumont, 1985

(Barcelona: Paidós, 1990), pp. 9-10. El subrayado es mío.

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honor con una economía informal del honor apócrifa, falsa. En la eco­

nomía formal del honor, a la prevalencia correspondían la virtud y

el mérito y, por tanto, no sólo el monopolio de la disposición sobre

recursos y sobre gran número de gente, sino también la superiori­

dad moral. En la economía informal del honor, la sola virtud, a pe­

sar de ser mezclado, podía llevar al reconocimiento de la comunidad

y a un cargo. En términos de psicología política, se puede ver como

un mecanismo por el cual los deseos se adaptan a los medios con que se

cuenta para satisfacerlos . Llegar a un cargo era un reconocimiento

mayor, más amplio, y otorgaba una relativa participación en la ca­

pacidad de disposición sobre personas y unos recursos escasos aun­

que relativamente significativos. Pero entonces solía ocurrir que el

funcionario hacía de su oficina un reino, más o menos pasajero, en

que cobraba a sus semejantes sus propias carencias. Era entonces

cuando su intento de ruptura con la alienación se transformaba en

un cerramiento al otro, en una enfermedad de querer ser por enci­

ma de los otros, en un caso particular de inseguridad.

Estos fueron recorridos tempranos. Búsquedas retorcidas y tor­

mentosas de identidad, nociones muy irritables de honor y libertad

que dependían de la mirada del otro, la temían y la espiaban, inse­

guridades profundas del ser, rasgos que se convirtieron en una pa­

tología de la identidad y gravitan de diversas maneras en nuestra

memoria. Pero también invención creativa de solidaridades —como

la del vecindario, o la de la pertenencia a una unidad patriarcal-,

que permitían definir el estatus en términos que, si bien no carecían

de connotaciones sociales y étnicas, las relativizaban. Y formas de

revancha que no dejaban de tener una aspecto positivo de control

de los excesos de los notables.

20 Jon Flster, op. cit.,p. 15.

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Honor, reconocimiento, libertad y desacato 119

En el siglo XIX se dieron grandes cambios en lo psicosocial. La

visiones de sí mismos como independientes, nacionales de una na­

ción, ciudadanos de estados confederados, miembros de un parti­

do, se articularon a las pertenencias locales, familiares y patriarcales.

Los mapas de lealtades tuvieron que reorganizarse. La Indepen­

dencia y las guerras unieron el ideal del honor al de la gloria obte­

nida en batalla. A mediados de siglo arribó el ideal del progreso con

su versión pública de convertir a todos en ciudadanos y su versión

privada de "estudie mijo para que sea alguien". Éstos fueron nue­

vos caminos para el reconocimiento... Para ser alguien... Para el

honor... Pero las diferencias entre ricos y pobres, entre élite y pue­

blo, entre lo rural y lo urbano se ahondaron. Los consumos cultu­

rales los diferenciaron notablemente.

I I I

En el siglo XX, el éxito es la clave del reconocimiento entre los indi­

viduos. El ideal del éxito se vuelve el valor articulador de prácticas

diversas. La capacidad adquisitiva se convierte en una medida del

valor del individuo. La afirmación de la dignidad humana pasa aho­

ra por lo que se tiene; el consumo es el indicador del éxito y por ende

del lugar de la persona. Pero el honor sigue apareciendo como una

idea fuera de tiempo, circula de diversas formas, y su sentido varía

de acuerdo con clases, regiones y entornos culturales.

La red de significados en la que el honor en varias acepciones

y usos circula, aunque ya no en un lugar central, está marcada por

una colonización cultural de doble vía. Si bien, como se ha dicho

por los comunicadores, lo popular urbano ha colonizado el campo

a través de los medios, no debemos olvidar que la gran inmigración

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MARGARITA GARRIDO

1 2 0

del campo a la ciudad trasladó pautas culturales que cobraron nue­

vos sentidos al articularse al pueblo, al barrio, a la comuna. Coloni­

zación y migración mezclaron tiempos y sentidos.

Sentidos y usos del honor parecen gravitar en algunas prácti­

cas y discursos. Los compromisos con el logro de condiciones de

dignidad para la vida de parte de líderes populares y movimientos

sociales nos hablan de sentidos profundos de virtud y bien público,

de solidaridades para reafirmar la dignidad humana. Nuevas devo­

ciones religiosas y nacionalistas nos hacen pensar en las acendradas

pertenencias de personas sin motivos personales de orgullo a enti­

dades y fuerzas que las trasciendan y vayan más allá de sus vidas.

Sentidos del honor como virtud y decencia pueden dar lugar a fun-

damentalismos intolerantes o a declaraciones que encierran contra­

dicciones tan fuertes como: "Soy narco pero decente"21.

Un sentido peculiar del honor de grupo acompaña las lealtades

a unidades patriarcales con diversos usos políticos y económicos,

incluso en la esfera de la economía ilegal. La unidad de organiza­

ción patriarcal podría explicar el funcionamiento de algunas asocia­

ciones basadas en las lealtades personales incondicionales, donde las

personas están no solamente endeudadas por favores, sino tan inte­

gradas que viven virtualmente la posición de su jefe. Testaferratos

que ni en la cárcel declinan sus lealtades a quien parecería que les

dio el ser o declaraciones públicas de lealtad sin cálculo alguno.

Por otra parte, sentidos del honor-libertad que inspiran valero­

sas resistencias al abuso o al maltrato. El honor-libertad entendido

como inobediencia, expresado tanto en la común respuesta domés­

tica de "a mí no me manda nadie", como en la tendencia demasia-

21 Citado por Alvaro Tirado Mejía, "La violencia en Colombia", en revis­ta Historia y Sociedad, N" 2 (Bogotá: Universidad Nacional, 1995), pp. 115-128.

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Honor, reconocimiento, libertad y desacato i 2 i

do dicha a no seguir las reglas, pensar que son para otros, preten­

der siempre la excepción. Al extremo, ese sentido honor-gloria y li­

bertad tan asociable a la insurgencia crónica. Y el honor dicho como

respeto que trae el poder logrado por la violencia: el honor de los

grupos fuera de la ley. Y todas las violencias que en alguna forma

son respuestas, sobre todo juveniles, a la descalificación existencial

o al rechazo. El desconocimiento abierto o soslayado de las autori­

dades locales por su calidad étnica no ha dejado de presentarse,

aunque comúnmente se acepte que en nuestra sociedad la política

no ha sido esfera exclusiva de los notables.

La idea del honor tiene ahora, fuera de su tiempo, aún más usos

contradictorios en discursos y en prácticas. El honor de no ser in­

dio o no ser negro según las regiones, el honor de serlo en otras, el

honor de ser bueno o de los buenos, el de no serlo, el de estudiar

para ser alguien y el de medrar por fuera de las instituciones, el de

cumplir compromisos como un caballero y el de burlar la autori­

dad. En algunas culturas regionales ser pobre es deshonra. En casi

todas, ciertos consumos se hacen para obtener reconocimiento. Y

por supuesto, el honor sigue ocupando, como lo ha mostrado Vir­

ginia Gutiérrez de Pineda, un lugar central en discursos y prácti­

cas de la familia patriarcal22.

En nuestra sociedad conviven, desde hace mucho tiempo, for­

mas de reconocimiento propias de una sociedad tradicional, basa­

das en la conformidad con el orden, con formas de reconocimiento

propias de sociedades modernas, que premian la trayectoria indi­

vidual. Por supuesto, las formas no son las mismas.

Virginia Gutiérrez de Pineda y Patricia Vila de Pineda, Honor, sociedad. El caso de Santander (Bogotá: Universidad Nacional, 1992).

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¿La corona hace al emperador?

La corte de los ilusos, de Rosa Beltrán

Ute Seydel

Iturbide y la independencia...

¡Mexicanos! Habéis ganado ya padres y padrastros, yo os

doy Independencia, pero os dejo sin madre... ¡patria!

Magu, "La nación y sus símbolos"1

Introducción

L>a novela de Rosa Beltrán se presta a numerosas lecturas; por ejem­

plo, una lectura centrada en el uso de la ironía, de la parodia y del

pastiche, o bien una lectura enfocada en la mirada femenina desde

la cual se crea un metarrelato historiográfico con especial interés en

el papel del sujeto femenino en los acontecimientos históricos. Para

el marco del presente congreso, cuyo objeto son las teorías cultura­

les y comunicacionales latinoamericanas, opté por una lectura que

aprecia la inserción de la novela en los discursos de la nación y de la

identidad. Por ello son pertinentes algunas consideraciones previas

con respecto a la legitimación del poder, aludida en la novela. Asi­

mismo, es oportuno analizar la aportación de la novela fundacional

' Magu, "La nación y sus símbolos", en Enrique Florescano (coová.),Mitos mexicanos (México: Santillana, 1996), pp. 99-108.

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iLa corona hace al emperador? 123

decimonónica a la imaginación de la nación para revelar posterior­

mente la actitud contestataria del texto de Rosa Beltrán frente a este

subgénero novelístico y a la historiografía oficial.

El discurso de la nación y la identidad

Antes de abarcar el discurso de la nación y la identidad en el con­

texto latinoamericano y especialmente en el mexicano, resumiré al­

gunos aspectos explorados por Benedict Anderson con respecto al

nacionalismo como fenómeno universal. Según él, cada nación se

imagina de una manera particular. El sistema simbólico y la articu­

lación de significados difiere entre una y otra nación. Cada una de

ellas tiene la necesidad de inventar narraciones ejemplares y de ima­

ginarse como entidad limitada, soberana y libre, basándose en re­

cuerdos y olvidos comunes". Supone la fidelidad y disposición de

sus ciudadanos de sacrificarse para la comunidad, lo que a su vez

exige ciudadanos libres. Señala asimismo que el nacionalismo se

asemeja más a las categorías de religión y parentesco que a las ideo­

logías políticas como el fascismo, el socialismo o el liberalismo. Por

un lado, esto se hace patente cuando los individuos que luchaban

por el bien de la nación se convierten en héroes y objetos de vene­

ración; por el otro, se plasma en la analogía propuesta entre familia

y nación, así como entre padre y jefe de gobierno. La fe en la na­

ción sustituye, en cierto modo, a nivel mundial la fe religiosa, como

consecuencia del proceso de secularización de las sociedades. Por

- Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (México: Fondo de Cultura Económica, 1997), pp. 23-25.

' Ibid., p. 23.

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UTE SEYDEL

I 2 4

consiguiente, Jean Franco afirma que la nación es el lugar de una

inmortalidad secular4. Así, son comparables la inmortalidad de los

héroes, lograda por medio del culto a ellos, así como mediante las

fiestas cívicas conmemorativas, las rotondas de los soldados anó­

nimos, los monumentos, etc., y la inmortalidad religiosa alcanzada

por creyentes y santos por medio de ritos religiosos y hagiografías5.

El afán por crear las distintas naciones en el continente ameri­

cano surgió cuando las antes colonias se independizaron, es decir,

en el momento en que las antiguas unidades administrativas traza­

das por las potencias coloniales respectivas se convirtieron en uni­

dades independientes6. Con el fin de deslindarse de ellas y acceder

al poder político y económico, e impidiendo que otros sectores de

la población se adelantaran, los criollos determinaron el territorio,

la lengua hegemónica, la forma de gobierno, así como la religión

oficial de los estados independientes. De tal modo definieron las ba­

ses de las naciones nacientes y lograron crear estados-naciones an­

tes que varios de los estados europeos'.

La diferencia entre los movimientos nacionalistas europeos y los

latinoamericanos consiste en que en Europa fueron impulsados por

sectores amplios de la población que demandaron al mismo tiem­

po la libertad de prensa, la libre expresión y el derecho de reunión,

es decir, se desarrollaban simultáneamente con los movimientos

4 Jean Franco, "Lhe Nation as Imagined Community", en Aram Veeser (ed.), The New Historicism (New York/London; Routledge, 1989), pp. 204-212.

5 B. Anderson, ibid,p. 27. 6 B. Anderson, ibid.,p. 84. ' Ejemplos de estados nacionales tardíos son Italia y Alemania. Fue ape­

nas en 1866 cuando este último logra configurarse como tal, al no incluir final­mente el territorio de la actual Austria en el proyecto de la nación alemana: B. Anderson, ibid., p. 80.

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¿La corona hace al emperador? 125

democráticos; en cambio, en América Latina fueron los miembros

de la clase criolla quienes articulaban el interés por crear naciones,

con el fin de conservar sus privilegios.

Los mestizos y los indígenas mexicanos que iniciaron las luchas

en favor de la independencia (en alianza con el clero bajo), al con­

sumarse ésta, se vieron obligados a adaptarse al proyecto nacional

diseñado por los criollos y a experimentar el desprecio de aquéllos

por razones raciales. Se convirtieron, de cierto modo, en el objeto

de la política civilizadora y educadora de la nueva clase gobernan­

te que pretendía el blanqueamiento simbólico, la modernización y

la homogeneización de la sociedad a través de la educación8, ya que

sentía la necesidad de fomentar un sentimiento de unión entre los

miembros de las diversas etnias. Jean Franco hace hincapié en el vín­

culo entre el proyecto pedagógico de los criollos y la necesidad de

legitimar la creación del estado nacional mexicano en el territorio

que fuera anteriormente la Nueva España: "La majestad de la na­

ción se legitima por medio del discurso pedagógico"9.

Tanto para México como para las demás naciones latinoame­

ricanas parece acertada la afirmación de Ernest Gellner respecto a

que las naciones se inventaban donde no existían10. El estado-na­

ción mexicano independiente reunía en su territorio diversas etnias

y comunidades lingüísticas. Con el fin de afirmarse como nación se

diseñó la bandera mexicana, se creó el himno nacional y surgieron

Jean Franco, Las conspiradoras (México: El Colegio de México, 1994), p. 113.

9 J. Franco, "Lhe Nation as Imagined Community", ibid, p. 207. La tra­ducción es de Guillermo Diez.

10 Ernest Gellner, Thought and Change (London: Weidenfels & Nicholson, 1964), p. 169.

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UTE SEYDEL

I 2 0

los mitos fundacionales, tales como el de Quetzalcóatl, el de la Vir­

gen de Guadalupe y el de la Malinche.

En el México independiente los criollos asumieron los cargos

políticos claves que durante el virreinato fueron ocupados por los

españoles. El virreinato basaba su sistema centralista en un control

de los habitantes a través del poder militar y religioso. Este se ejer­

cía por medio de mecanismos que incluían no sólo la confesión sino

también la inquisición. Las milicias criollas originadas en las gue­

rras de Independencia se convirtieron en el nuevo control militar.

La educación secular centralizada empezó a sustituir a la religiosa

y, así, al control de la iglesia sobre los individuos. Los criollos afir­

maban la legitimidad de su reivindicación del poder definiéndose

como herederos de los españoles. Por consiguiente, denominaron

entre ellos a Agustín de Iturbide como primer jefe de gobierno, sin

consultar a la mayor parte de la población. Además, para continuar

con un sistema monárquico, optaron por un Imperio, suponiendo

que éste, por su "aprobación divina", representaba una legitima­

ción mayor que otra forma de gobierno.

Ea novela decimonónica como ficción fundacional y nacional

En la empresa de imaginar la nación estuvieron implicados los

medios impresos y, de modo especial, la novela1', género literario

" Doris Sommers, "Irresistible Romance; Lhe Foundational Fictions of Latin America", en Homi K. Bhabha (ed.), Nation and Narration (London: Rout-ledge, 1990), pp. 71-98, en especial p. 75.

Jean Franco afirma al respecto lo siguiente: "El vínculo entre la formación nacional y la novela no fue fortuito. De manera conveniente, \2.intelligentsia se apro­piaría de la novela durante el siglo XX y obtendría soluciones imaginarias de los problemas inmanejables de la heterogeneidad social, la desigualdad social, la so-

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¿La corona hace al emperador? 127

cuyo surgimiento coincidió con el inicio de los movimientos inde-

pendentistas. En el caso mexicano, se publicó la novela El periquillo

Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi12, en 1816, seis años

después de iniciarse las guerras de independencia y cinco años an­

tes de que se consumara ésta. Las novelas publicadas tras esta fecha

proyectan, según Doris Sommers, historias ideales para así contri­

buir a la formación del estado moderno: "Se pueden presentar —y

se presentarán— aquí demostraciones acerca de la coincidencia en­

tre la fundación de las naciones modernas y la proyección de sus his­

torias idealizadas por medio de la novela"''.

A continuación, resumiré cómo la novela decimonónica cum­

plía con el propósito de imaginar la comunidad nacional.

En primer lugar, realiza una delimitación entre España y el fu­

turo México en el nivel ideológico: critica el oscurantismo español

y desarrolla modelos de un México moderno, civilizado e ilustrado,

afirmando, de este modo, lo propio ante lo ajeno. En segundo lu­

gar, explora la analogía establecida por la clase gobernante entre na­

ción y familia, así como entre jefe de gobierno y padre de familia,

contrastando matrimonios ideales, castos y virtuosos, con parejas

frivolas, dionisíacas y desordenadas, llevadas por sentimientos ne­

gativos. Se aventura a mostrar la convivencia armónica entre las dis-

ciedad urbana versus la sociedad rural". J. Franco, "Lhe Nation as Imagined Community", ibid., p. 204. La traducción es de Guillermo Diez,

Véase también Leslie Fiedler, Love and Death in the American Novel (New York: Stein & Day, 1966); Simón During, "Literature-Nationalism's other? A Case for Revisión", en Homi K. Bhabha (ed.),ibid., pp. 138-153; Benedict An­derson, ibid.

12 José Joaquín Fernández de Lizardi, El periquillo Sarniento (México; Ale-xandro Valdés, 1816).

D. Sommers, ibid., p. 73.

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UTE SEYDEL

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tintas razas y los grupos sociales, así como a dar ejemplos de rela­

ciones amorosas entre los diferentes sectores de la sociedad que an­

teriormente se encontraban en conflictos bélicos. Además, la novela

del siglo XIX trata de colaborar en la empresa de echar un puente

entre la población rural y la urbana, entre los diversos grupos so­

ciales y étnicos, a través de discursos pedagógicos y éticos. Estos

se dirigen en especial a las mujeres, como educadoras de los futu­

ros ciudadanos y patriotas. La novela del siglo pasado presenta asi­

mismo un cuadro de las costumbres, condiciones de vida y formas

de vestir de los dispares sectores de la sociedad. Por último, los per­

sonajes ficticios proponen y discuten a lo largo de la novela los di­

ferentes modelos de formación del estado-nación.

La corte de los ilusos como contradiscurso fundacional y nacional

Con la perspectiva de los años noventa del siglo XX, la novela de

Rosa Beltrán replantea de manera lúdica el problema de la cons­

trucción y la invención de un estado-nación en el territorio de la an­

tigua Nueva España. Se acerca con un tono irónico a un momento

clave en la historia de México: la transición de la colonia a Estado

independiente. Fue entonces cuando se decidió la forma de gobier­

no y cuáles sectores de la población tendrían acceso al poder eco­

nómico y político del país; al mismo tiempo se determinó el idioma

hegemónico. Lo difícil de la empresa de fundar una nación, sin que

fuera resultado ni de un desarrollo paulatino impulsado por gran­

des sectores de la población ni de las condiciones socioeconómicas

del país, se pone de relieve desde el comienzo de la novela.

El texto de la escritora mexicana principia con un cuadro de la

ciudad de México bajo la mirada de madame Henriette, la costu­

rera imperial: una ciudad enlodada, llena de charcos y con calles an-

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¿La corona hace al emperador? 129

gostas "que se tuercen"14. En opinión de la francesa, es la capital

poco confiable de un país de caníbales. Luego de esta caracteriza­

ción poco favorable del país anfitrión, se describen los preparati­

vos para la ceremonia de coronación.

La élite política, por falta de formación y entrenamiento para la

tarea de gobernar al país, recurre a la imitación de modelos ajenos.

Para legitimarse, procede a copiar el imperio de Napoleón, un "ver­

dadero imperio" (p. 14), como lo llamaría madame Henriette. La

élite busca afirmar su poder a través de la yuxtaposición y la acu­

mulación de símbolos: la corona "con tres diademas y un remate

que emulaba el mundo y la cruz" (p. 46), el anillo, el águila impe­

rial, el cetro y el manto imperial de terciopelo.

Irónicamente, a pesar de la minuciosa preparación de cada uno

de estos detalles que deberían de lucir en la ceremonia de corona­

ción, tanto en la prueba del uniforme imperial como en el transcurso

y al final del evento solemne se acumulan los presagios del fracaso

que sufriría el imperio iturbidista. A continuación enumeraré algu­

nos de estos presagios.

Al probar el uniforme confeccionado por Henriette, éste ame­

naza con reventar si Iturbide no mantiene el vientre sumido, y la

costurera le advierte que no debería de inflar tanto el pecho (p. 15),

haciendo alusión a la soberbia del Dragón de Fierro, que al fin le

cuesta la vida15.

14 Rosa Beltrán, La corte de los ilusos (México: Planeta/Joaquín Mortiz, 1995), p. 9. A continuación, las citas tomadas de la novela de Rosa Beltrán se in­dicarán únicamente por medio de los números de las respectivas páginas.

15 Al confeccionar la mortaja, Henriette sentencia que la muerte de Iturbide se debe úfoisgras (p. 257), metáfora de la soberbia y la ambición desmesurada del emperador.

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OTE SEYDEL

I 3 0

La ceremonia misma está colmada de incongruencias y de in­

terpretaciones falsas de ciertas señas, de manera que la unción y la

bendición de la emperatriz se da casi accidentalmente. Los solda­

dos interrumpen las canciones en alabanza al emperador, pidiendo

su sueldo, hecho que anticipa la futura desobediencia de los mili­

tares ante las órdenes de Iturbide y la posterior conspiración en su

contra. Otro indicio de la fragilidad del imperio se da al terminar la

ceremonia. En ese momento advierte el obispo que la corona queda

ladeada en la cabeza del emperador y corre el riesgo de caerse (p.

55). Al salir de la iglesia, Ana María regresa a pie rumbo a pala­

cio, mientras que su esposo cambia la ruta prevista del regreso para

pasar cabalgando por debajo del balcón de La Güera Rodríguez,

su amante. La pareja imperial, que según la concepción moral de

entonces debería comportarse de manera ejemplar, no actúa confor­

me a las expectativas. Paradójicamente, el pueblo comenta con sor­

na sólo "los malos pasos" (p. 56) de la emperatriz, refiriéndose al

traspié que dio, mientras que los malos pasos en lo moral, efectua­

dos por su esposo infiel, apenas estrenado en su papel de padre de

la patria, no se critican.

Por todos los incidentes arriba mencionados, la ceremonia de

coronación no cumple con las exigencias mínimas de protocolo. Se

parece más bien a una obra de teatro que se estrena antes de haber­

se ensayado lo suficiente, a una mascarada o bien a una "fiesta de

disfraces" (p. 16), donde Nicolasa, la hermana demente del empe­

rador, desempeña el papel de "reina de carnaval" (p. 46). Los de­

sajustes en el transcurso de la coronación indican a la vez que tanto

Iturbide como el Congreso carecen de experiencia para resolver los

problemas políticos, económicos y sociales del país. Su proyecto

imperial es un simulacro que maneja insignias y símbolos carentes

de significado. Rosa Beltrán revela por medio de la novela que es

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¿La corona hace al emperador? 131

imposible inventar una nación basándose en la copia o imitación de

formas y modelos ajenos. Muestra, al mismo tiempo, la soberbia

de los gobernantes que pensaban que basta con manejar insignias

imperiales, con vestirse de acuerdo con los modelos monárquicos

europeos, para implantar un imperio. El resultado es un imperio

de "pacotilla" y de "huehuenche", que no tiene nada en común con

la fundación seria de un estado mexicano independiente.

Otra caracterización del imperio iturbidista la sugiere la con­

traportada de la novela. Allí aparece la tabla de un juego llamado

"lotería imperial". Si la lotería es un juego de suerte y azar, pode­

mos deducir que el imperio era un juego del mismo tipo. La corte

de Iturbide jugaba a que México era un país poderoso y lleno de ri­

quezas, mientras que trescientos años de colonia habían sustraído

la mayor parte de las riquezas nacionales. Los miembros de la cor­

te jugaban a ser soberanos, a llevar una vida de familia imperial en

el palacio, a sentirse responsables por el bien de la nación, mien­

tras que se revela que cada uno de ellos estaba atrapado en su pro­

pia verdad y realidad, impedido para ver la realidad del país. Esta

falta de seriedad se aprecia sobre todo en el comportamiento de

Iturbide. Su manera de actuar contrasta con los títulos "Altísimo"

y "Serenísimo" que utilizan sus seguidores para dirigirse a él. Ade­

más, de acuerdo con el comentario de la costurera francesa frente

al cadáver de Iturbide, cuando éste se cansó de jugar, simplemente

abandonó el juego (p. 257), sin preocuparse más por sus hijos ni

por su pueblo. Con esta sentencia se alude al hecho de que el em­

perador regresa del exilio a su patria sólo para ser ejecutado pocos

días después.

Si Iturbide engañó al pueblo con la implantación de un impe­

rio que sólo aparentaba serlo, y si de esta manera daba "al pueblo

atole con el dedo" (p. 17), él mismo caerá víctima de otro engaño.

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UTE SEYDEL

1 3 2

Estando en Inglaterra, recibe cartas que le prometen salvoconducto

al regresar a México, mientras que en realidad los militares ya te­

nían ideado un plan para capturarlo y ejecutarlo en el momento en

que regresara a su país.

La costurera Henriette, por su función de empleada de la fami­

lia Iturbide, es un personaje descentrado. Pese a ello, por el hecho

de provenir de una cultura de centro, se siente lo bastante legitima­

da para recriminar al futuro emperador y comentar los aconteci­

mientos. En apariencia sí está en favor de que el imperio mexicano

posterior a la Independencia se vea en la tradición autóctona y az­

teca, proponiendo para la coronación unas túnicas con aplicacio­

nes plumarias. En el fondo, sin embargo, su propuesta no se debe a

una admiración por lo autóctono sino al deseo de definir la cultura

mexicana como algo que no puede emparejarse con las grandes cul­

turas europeas y mucho menos con la francesa, que, a sus ojos, es la

más grande, por haber vivido la Revolución Francesa:

Cuando se anunció que el Imperio era un hecho, Ana Ma­

ría, la mujer del Dragón, dijo que había llegado el momento de

improvisar los trajes que iban a usarse en la coronación. La idea

parecía un escándalo a quien había seguido muy de cerca la his­

toria de Bonaparte, su compatriota, pero una modista francesa no

se contrata para oírla externar sus opiniones de políticas. Por tan­

to, puso manos a la obra y comenzó diseños de unas túnicas azte­

cas con aplicaciones plumarias que habrían de usarse sobre batas

de algodón teñido con cochinilla [p. 11].

La novela ironiza tanto la soberbia de los europeos frente a una

cultura periférica como la actitud de la clase gobernante en las cul­

turas periféricas, que en lugar de mostrarse orgullosa de su pasado

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¿La corona hace al emperador?

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se orienta por copias de culturas europeas. Tiene los ojos puestos en

lo ajeno y anhela ser lo otro, ya que lo considera superior a lo pro­

pio, sintiéndose exiliada de las culturas del centro. Se critica de esta

manera la actitud sumisa de los integrantes de este grupo social ante

los europeos:

La insolencia del tono bastó para que la modista francesa

fuera contratada de inmediato. La mujer de don Joaquín aceptó

al instante, convencida de que la altanería y el acento francés eran

síntoma inequívoco de superioridad y experiencia [p. 9].

Conclusión

La novela de la narradora mexicana se inscribe en un discurso ini­

ciado por las novelas del boom, el cual se caracteriza por su actitud

contestataria respecto al discurso nacional anterior y posterior a la

Revolución Mexicana. Las narraciones mexicanas delboom colabo­

ran en la tarea de destejer la construcción de la nación y de mostrar

sus errores. En textos como El luto humano, de José Revueltas, Los

recuerdos del porvenir, de Elena Garro, y'Pedro Páramo, de Juan Rul-

fo, se tematiza la desaparición y la muerte de comunidades imagi­

narias, tomando pueblos aislados como metáforas de los sucesos a

nivel nacional. Ponen en ridículo los supuestos positivistas que par­

tían de la idea de que el mundo se podía hacer y cambiar de acuer­

do con ciertas reglas y de que los hombres, por sus conocimientos,

podían remediar todos los males y desperfectos. Al respecto, afir­

ma Doris Sommers:

Aunque eran eclécticos, los positivistas tendían a favorecer la

analogía como discurso hegemónico para predecir y dirigir el ere-

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UTE SEYDEL

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cimiento social. Ellos se convirtieron en los médicos que diagnos­

ticaban las enfermedades sociales y prescribían los remedios. Con

esta autoridad, ellos escribieron o proyectaron lo que Foucault lla­

maría "macrohistoria". Uno de los resultados fue que la historia

nacional se leía a menudo en Latinoamérica como si fuese la ine­

vitable trama del desarrollo orgánico16.

Los narradores del boom revelaron el riesgo de la aplicación de

leyes naturales al contexto social, donde la política basada en el po­

sitivismo produjo sólo simulacros. Relacionando el comentario de

Sommers con la trama de La corte de los ilusos, podemos concluir que

es imposible construir un imperio de la misma forma que se elabo­

ra un guiso. Para esto último es suficiente mezclar los ingredientes

sugeridos en el recetario; en la construcción de una nación, por el

contrario, no basta con poner "manos a la obra"17: hace falta un pro­

grama político coherente.

Es patente señalar que Rosa Beltrán parodia en La corte de los

ilusos el discurso pedagógico decimonónico mostrando que los mis­

mos criollos no se atenían a las reglas de los manuales de conducta,

de los cuales aparecen fragmentos en algunos de los paratextos que

anteceden los distintos capítulos de la novela. El matrimonio impe­

rial no representa una pareja ideal. Por el contrario, el emperador,

el "varón de Dios", falla como padre de familia, siempre ausente,

16 D. Sommers, ibid., p. 72. La traducción es mía. 1' Las oraciones que introducen el primer y el último capítulo de la novela

de Rosa Beltrán retoman el discurso positivista con las palabras: "Para hacer las cosas no hay más que hacerlas" (p. 9) y "Para hacer las cosas no hay más que poner manos a la obra" (p. 255). A la vez, se parodia el discurso positivista ya que en la novela forma parte de la idiosincrasia de una costurera y no de un filó­sofo o gobernante.

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¿La corona hace al emperador? r35

así como en su papel de padre de la nación. Solamente deja al país

una numerosa prole, sin tener interés en la educación de sus hijos.

También Ana María falla como educadora, ya que asume una acti­

tud de víctima y niña indefensa. Se muestra nerviosa, desamparada

y quejumbrosa ante todo lo que se le exige. Incapaz de resolver los

problemas de la vida diaria, su único refugio es la fe. Ninguno de

los otros integrantes de la corte es ejemplar, ya que Rafaela conspi­

ra contra su primo y Nicolasa, loca y cleptómana, anhela un matri­

monio con Santa Anna, a pesar de su traición a Iturbide, el hermano

de ella.

La novela se caracteriza por cierta arbitrariedad. Los dichos y

refranes que figuran como paratextos se contradicen con el conte­

nido del capítulo siguiente, así que el lector no obtiene un mensaje

claro del narrador/narradora. No se pretende representar una au­

toridad moral o narrativa, ya que ninguno de los sueños, ilusio­

nes, verdades y realidades de los personajes parece superior a los

de los demás. Todos corren el peligro de ser engañados. Se cuestio­

na de tal forma el concepto de héroe nacional, así como el deseo de

los hombres por el poder. Contrario a los supuestos del siglo XIX,

el texto de Rosa Beltrán revela que no existen los héroes. Ta novela

propone otra relación con el pasado. Le interesa el lado humano y

privado de los políticos y de sus familiares, arrojando luz también

sobre el papel de las mujeres, excluidas de la historiografía oficial.

Por último, es importante señalar que la escritora mexicana no

está interesada en la reconstrucción del pasado como fin en sí, sino

lf< La falta de autoridad y la resistencia a externar una verdad histórica se halla presente en numerosas novelas contemporáneas, comoLúmperica, de Día­mela Eltit; Maldito amor, de Rosario Ferré; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, etc.

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UTE SEYDEL

I 3 6

en ofrecer una lectura del pasado en términos del presente, ya que

siguen existiendo los problemas del pasado, como el desvío de los

caudales, los problemas de autonomía nacional, la diversidad racial

y las masas no representadas en los gobiernos, la identificación de

los intereses de la nación con aquellos de los grupos políticos en el

poder19. No se ha logrado incluir a gran parte de la población en los

programas educativos. El proyecto de homogeneización nacional

falló. La resistencia de los distintos grupos indígenas obliga hoy en

día al gobierno central a cuestionar ese proyecto y empezar a nego­

ciar conceptos de autonomía que respeten la dignidad de los pue­

blos indígenas, lo cual deja en entredicho los conceptos de nación

y nacionalismo existentes.

De esta manera, la novela se inscribe en la tradición de la narrativa de Au­gusto Roa Bastos (Yo, el Supremo) y Gabriel García Márquez (El otoño del patriar­ca). Cf. Jean Franco, "Lhe Nation as Imaginad Community",/tó/, p. 208.

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La urbanidad de Carreño

o la cuadratura del bien'

Gabriel Restrepo y Santiago Restrepo

El ilusorio encanto de la discreción

La nostalgia de los horizontes cerrados, amenazantes y, a la

vez, aseguradores, sigue todavía arraigada en nosotros como in­

dividuos y como sociedad.

Gianni Vattimo, En torno a la postmodernidad

-La tarea que se abre ante el diagnóstico de Vattimo es clara: hay

que desenraizar tales nociones a lo largo del proceso histórico para

comprender sus motivaciones, manifestaciones específicas y efec­

tos presentes.

Los manuales de urbanidad, en cuanto codificaciones del com­

portamiento, constituyen parte esencial de lo que Elias (1994) lla­

ma el proceso de civilización, y, en cualquier caso, de la genealogía de

Occidente. Fruto de dos tradiciones, una que predica universali­

dad y transparencia, la de Erasmo, y otra elitista, con Della Casa y

Castiglioni (Elias, 1994: 121; Revel, 1989), los manuales adquirie-

1 Los autores agradecen en especial a Carlos Rincón, Jesús Martín Barbe­ro, Fabio López de la Roche y Luz Gabriela Arango, organizadores del Semina­rio, y a la Universidad Nacional por el patrocinio de la investigación que se han propuesto realizar en un término de tres años.

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GABRIEL RESTREPO Y SANTIAGO RESTREPO

138

ron desde entonces las más diversas formas, hasta conciliar en al­

gunos casos dicha divulgación universal con el reconocimiento de

la distinción social (Revel, 1989).

Sin embargo, la sola predicación de una urbanidad, así sea con

pretensión universalista, supone la supresión de ciertas conductas.

El mismo Erasmo ya decía en su libro de 1530 De civilitate morum

puerilum: "Aunque el comportamiento externo procede de un ánimo

bien compuesto, suele suceder que a causa de la falta de instrucción

lamentemos la ausencia completa de esta gracia en hombres cultos

y honrados" (Elias, 1994: 101). Con esto se nos dice que hombres

poseedores de virtud moral pueden carecer de modales que sean

merecedores de aprecio. Erasmo supone así que la moral es previa

a las apariencias. Error común que olvida que la inculcación de los

valores se da gracias a las formas de comportamiento (Sponville,

1993), que también son el primer paso, bien sea vacío, de acuerdo

humano de intercambio de signos (Lucchesi-Belzane, 1993). Igual­

mente, nos dice que, a pesar de ser cultos y honrados; debemos aco­

gernos a unas normas diferentes de las que tenemos, que nos serán

dictadas por una autoridad superior.

El estudio del Manual de urbanidad de Carreño, de gran éxito

en Latinoamérica por mucho tiempo, pretende dar indicios del mo­

do en que se manejan tales tendencias y descubrir, además, los tra­

tos un tanto más sutiles que se proponen del individuo y la cultura.

Por ejemplo, dicho Manual, injerto de las dos tradiciones mencio­

nadas, anuncia que la "urbanidad es una emanación de los deberes

morales" (Carreño, 1966: 33) y, a su vez, del orden divino (Carre­

ño, 1966: 5, 11). La urbanidad se convierte en el referente univer­

sal, pero terreno, de lo que es correcto. El hombre busca a toda costa

amoldarse a ella (Carreño, 1966: 42), pero luego, en sociedad, debe

tenerse "especial cuidado en estudiar siempre el carácter, los senti-

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La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien l 39

mientes, las inclinaciones y aun las debilidades y caprichos de los

círculos que frecuentamos, a fin de que podamos conocer de un mo­

do inequívoco los medios que tenemos que emplear para que los de­

más estén siempre satisfechos de nosotros" (Carreño, 1966: 42). De

igual forma, deben aplicarse rigurosamente modales preestableci­

dos a espacios o situaciones donde la persona se encuentre, sean la

mesa, el baile, etc.

Así, el individuo debe, en primer lugar, luchar en su interior por

conciliar las normas absolutas con relación a espacios particulares.

Es el individuo quien sufre las modificaciones, abandonándose a sí

mismo, para adecuar la moral divina a los círculos sociales. También,

según Elias (1994), el sujeto termina en una lucha interna entre los

placenteros llamados del instinto y las prohibiciones que socialmen­

te se le han inculcado, la cual es más desconcertante en cuanto que,

gracias a la autocoacción, no se la aprehende conscientemente. El

lenguaje de gestos, cuyas unidades, como en todo lenguaje, se tor­

nan significativas en un contexto, se ve una y otra vez forzado a lo

que le impone la urbanidad, limitándose así la expresividad simbó­

lica del individuo. Además, la exclusión o el rechazo de alguien por

sus modales, como refiere Revel de Dandin, personaje de Moliere,

"implica una destrucción del hombre íntimo (...) que termina no cre­

yendo ya lo que ve, no sabiendo ya lo que dice, ni quién es" (Revel,

1989:200).

En cuanto a la cultura, como se ha dicho, se la considera como

única y, por lo tanto, con el derecho de discriminar, si no de elimi­

nar, a las demás. Pero, además, la urbanidad entraña una noción de

cultura que impone su significado totalitario en su propio ámbito.

Se concibe como una emanación unidireccional de sentido.

El reconocimiento, en la práctica, de nuevas nociones de indivi­

dualidad y cultura, que la teoría postmoderna ha elaborado, se abre

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paso para comprender y sobre todo alentar una distensión de los

modelos de convivencia. Siguiendo a Nietzsche, cuando el orden

moral superior se viene abajo, el individuo debe abandonar lo que

éste le mandaba, reconociendo su identidad plural, flexible (Welsch,

1997: 43-47), pero asumiéndola responsablemente, de manera que

aleje las contradicciones a que estaba sujeto previamente. De igual

modo, al hablar de cultura debe hacerse énfasis no sólo en la plura­

lidad, sino en su cualidad de ser ella misma diversa, en la medida

en que su sentido se construye continuamente desde los distintos es­

pacios de interacción, sin dictarlo solamente ella.

Una alegre continuidad quiere remplazar aquellas discreciones.

Por ello, volviendo a Vattimo, "vivir en este mundo múltiple signifi­

ca hacer experiencia de la libertad entendida como oscilación conti­

nua entre pertenencia y desasimiento" (Vattimo, 1994).

De una urbanidad monofónica a una polifónica

Sólo la educación impone obligaciones a la voluntad. Estas

obligaciones son las que llamamos hábitos.

Simón Rodríguez

Hasta hace poco, el estudio de las urbanidades, y en general el de

la vida privada o semipública, pertenecía a lo que Umberto Eco

llamó géneros menores (1973), para significar un descuido de la crí­

tica frente a temas de importancia social. Tal diferencia es en este

caso bien aguda, pues los tropos de las urbanidades han sido una

especie de lugar común en América Latina.

No sería de extrañar que la nueva sensibilidad frente a géneros

menores se haya debido a una nueva valoración del "género" o de la

' de la especie, es decir, a una nueva visión sobre los otros,

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La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien 141

los antes excluidos del discurso: las mujeres, los niños y los pobres,

aquellos quienes desde la Política de Aristóteles eran ponderados

como mera naturaleza susceptible de la doma por quienes eran de­

positarios del saber miliciano y armado de lapolis.

Como sea, baste indicar que después del Catecismo de Astete,

que data de 1599 y que es acaso el mayor éxito editorial de Améri­

ca Latina, con más de 600 ediciones (Ocampo, 1988), seguiría

quizás en orden de importancia editorial el Manual de urbanidad y

buenas maneras, de Manuel Antonio Carreño, publicado por prime­

ra vez en 1853 por entregas. En Colombia hay más de 40 edicio­

nes. En México otras tantas, amén de que su influencia fue notoria:

"Así, la estricta codificación de maneras y de pensamientos, elMa-

nual de Carreño, que se consulta crédulamente por cerca de seten­

ta años: 1860-1930 aproximadamente" (Monsiváis, 1991, p. IX) .

Y queda por saber qué tanto se publicó el Manual en otros países.

Pero que era y es conocido en toda América Latina se deduce

por algunos datos. En Perú hay un grupo punk que se denomina

No Queremos a Carreño. En Chile, cuando alguien ha cometido

una falta de urbanidad, por benigna metonimia se dice que "se le

cayó el Carreño". Se trata de dos países en los cuales la aristocracia

tuvo notable peso histórico, pero otro tanto debió ocurrir en Boli­

via o en Argentina, en Uruguay o en Paraguay.

La influencia del Manual de urbanidad'no es sólo decimonónica.

Aún sigue operando como una especie de control remoto en Co­

lombia, no obstante lo caduco y risible de muchas normas. Basten

dos ejemplos. Primero, la discusión sobre la convivencia urbana,

liderada por un alcalde inspirado en teorías habermasianas y cons-

tructivistas de la educación, partió en muchos aspectos delManual

de Carreño. Segundo, no hace mucho, cuando una sala de la Corte

Constitucional quiso cerrar el debate sobre la inviolabilidad de la

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correspondencia, en un juicio provocado por la intrusión de una cá­

mara voyeurista que descifró un mensaje del abogado del presiden­

te en el debate que ocurría en el Congreso, no halló mejor fórmula

que citar el canon de la urbanidad.

Pese a toda la nostalgia que mucha gente siente por dicho texto

(o témpora, o mores), incluso pese a la aversión por él, pocos saben

cuándo y quién lo escribió. Es el caso de auténticos fantasmas.

Para descifrar y conjurar tales esfinges, los investigadores de­

ben partir de un análisis de su propia ambigüedad frente al autor y

al tema objeto de su indagación: un auténtico vértigo en el que, por

ende, hay tanto de atracción como de repulsión. ¿Por qué?

Entre las muchas funciones que cumple un tratado de urbani­

dad, dos son para el caso relevantes y explican los motivos de sim­

patía y de antipatía: la primera, morigerar la violencia, cobra sentido

cuando la escritura del Manual se sitúa en la perspectiva histórica

de América Latina: suavizar las costumbres debió ser heroico, dada

la remora más miliciana que militar, propia de la fundación de es­

tados aún aleatorios.

Allí hay una dimensión cuasi religiosa de Carreño. No sólo por­

que se trataba de religar lo disyunto por la guerra, sino porque ade­

más era necesario oponer a lo negligente algo religente, si se permite

la expresión^: el sumo escrúpulo en la vida diaria constituye una es­

fera de liturgia civil, que por lo demás se entiende bien cuando se

" El investigador colombiano Fernando Urbina ha indicado en comunica­ción personal que la acepción común de religión, religare, volver a unir, acaso no sea tan apropiada como otra, cuya fuente cree ver en Cicerón, que oponereligens, cuidado, a negligens, negligencia. Quizá se pueda conciliar lo anterior diciendo que la primera dimensión alude al mito y la segunda al rito, con lo cual sería permisible indicar que la religión es aquello que intenta en su mito logos volver a unir lo distinto, lo cual hace con el especial cuidado del rito.

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La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien

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toma en cuenta que Carreño pertenecía a la generación romántica,

desilusionada ya del proyecto bolivariano y escéptica respecto a una

existencia social asaltada por caudillos.

La convergencia en mentalidades con Domingo Faustino Sar­

miento, Andrés Bello, José María Samper y otros es clara: aspira­

ban a crear un orden civil fundamentado en la lengua, el derecho,

la religión, las bellas artes y el estudio de ciertos rasgos propios de

las nacionalidades. Querían una vida en calma y burguesa, no ase­

diada por los sables, en que el amor romántico y la conversación de

sala y de sobremesa pudiesen discurrir apacibles. Quizás deba con­

cederse que esta función discriminadora, latente en la urbanidad

(trato civil delicado contra barbaridad propia de milicias), fuese la

causa de que en Colombia se hayan apropiado tanto dicho modelo.

Allí cobran valor excepcional los datos de la genealogía de los

Carreño. El padre de Manuel Antonio fue teniente organista de la

catedral durante casi medio siglo y luego maestro de capilla, una ca­

pilla especial, puesto que albergó en tertulias a don Simón Rodrí­

guez, a Bello y al niño Bolívar, y allí fue donde se compuso con letra

del segundo la primera canción patriótica: "Caraqueños, otra épo­

ca comienza".

Esta fascinante alianza de música, religión y patriotismo, se re­

frenda cuando se sabe que Manuel Antonio compuso piezas para

piano y llevó a Nueva York a su hija, la luego célebre y cosmopoli­

ta Teresita Carreño, para formarla como virtuosa de su Urbanidad

y como... virtuosa del piano (Pérez, 1988).

La sorpresa por esta doble urdimbre alcanza notas máximas

cuando una lectura de la célebre Paideia de Jaeger (1992: 163) re­

vela que el concepto de armonía, de tan cardinal importancia en la

medicina, la astronomía y la política, fue una metáfora acarreada a

estos ámbitos por la música de los ritos órficos y pitagóricos.

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Borges hizo suya una célebre expresión en la. Historia del tango:

"Si me dejan escribir las canciones de un pueblo, no importa quién

haga las leyes" (1974: 164). Una urbanidad tramada en una clave

musical explicaría por qué el tratado de Carreño se impuso sobre

muchísimos otros, y demostraría el peso de lo estético en las men­

talidades o los imaginarios de América Latina, algo que el histo­

riador Rafael María Baralt había advertido ya hacia 1841 cuando

afirmaba que la música "es afición y embeleso irresistible del vene­

zolano" (1939: 453).

La segunda función delManual suscita antipatía: propone un sis­

tema de clasificación, por tanto, de discriminación, que sustituía la

limpieza de sangre y los signos epidérmicos de discriminación ét­

nica de la pirámide de castas, ya muy parda, por un comportamiento

que se pensaba universal, pero que era, por supuesto, eurocentrista.

Este giro taxonómico tiene por supuesto dimensiones progre­

sistas, que la misma genealogía de los Carreño ilustra, puesto que

el iniciante de ella, el padre de Manuel Antonio, fue hijo expósito,

es decir, lo que de modo eufemístico se llamaba hijo natural.

También habrá que insistir en que, aunque escrita, la urbani­

dad diseña un escenario que es ante todo guía para el ojo (la pose,

el traje, el modo), casi un guión cinematográfico, lo cual se aviene a

formas de socialización orales y visuales, puesto que las escrituras

(en su acepción notarial y bíblica) fueron un instrumento de expro­

piación y de mando eclesiástico y civil, pero no medio privilegiado

de informar al pueblo sobre elsocius, algo que era enseñado o, me­

jor, mostrado por la semántica de la arquitectura, los paramentos,

los caballos, los ritos, las fiestas, las comidas, los trajes y los modos.

En el fondo, la urbanidad trasluce una mirada estrábica, es

decir, bizca (versada o vuelta, según la etimología). El que puede

ser considerado como síndrome del estrabismo ha sido captado en Co-

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La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien

M5

lombia por un excelente pintor, Camargo, quien quizás lo haya to­

mado del célebre pasaje de la "Carta de Jamaica", de Bolívar: "No

somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legíti­

mos propietarios del país y los usurpadores españoles". U n ojo mira

con envidia al europeo y otro con celo y recelo al de abajo, en una

reedición de la dialéctica del amo y del esclavo.

La clasificación forma una cuadratura del círculo de perfección,

el círculo escatológico y salvífico de los incluidos, mediante una

perfecta metáfora polisémica delbien, que aún hoy se rastrea en su

socioetimología cuando en retóricas de lugar común, expresadas en

momentos de riesgo, aparece la inevitable mención de... ¡los hom­

bres de bien! En una democracia censataria, como la decimonónica,

sólo podían ser hombres públicos quienes poseyeran bien econó­

mico... o pudieran adquirirlo por la educación. Al bien económico

y al bien político se añadían el bien social... buenos amigos, bien

casados... y los bienes culturales: bien hablar, bien vestir, bien apa­

recer o lucir, es decir, todo aquello que corresponde al estilo de vida.

Si por la primera función la violencia había sido domesticada,

por la segunda reaparece bajo la forma de unzmirada cruel (Muñoz,

1994: 28), aquella que distingue entre cultos e incultos, civilizados

y bárbaros, educados y no educados. Tal mirada desde la altura...

acaso palacio, balcón, caballo u hombro... no es menos mágica que

la magia que el logos implícito condena, pues trasmuta una selección

social en una natural y empobrece cuando niega lo plausible de otra

cultura.

Este sustrato de la Urbanidad se ha proyectado, pese a todo men­

tar democrático, como una sombra en el inconsciente colectivo o

en los imaginarios de larga duración, con mengua de la virtualidad

del proyecto democrático, y deja ver que las sociedades patricias o

señoriales no han finiquitado, pese a todo.

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Aquí la investigación tiende con picardía el ojo a los reversos de

las urbanidades, para indagar en las inimaginables formas de resis­

tencia, las insuficiencias de todo orden fundado en un mando arbi­

trario. Gratísimo festín intelectual puede esperarse de entrever tras

el cosmos, el caos; tras el orden normativo, la anomia; tras la regla,

su excepción; tras la solemnidad, la risa.

Apenas tenues celosías mentales separarán, por ejemplo, la con­

tradanza y el fandango; el baile suelto y el baile amarrado; la so­

lemnidad de las fiestas patrias y el carnaval; el ritual burocrático y

el relajo; la dicción académica y el lenguaje de Cantinflas; la for­

malidad del niño y las travesuras del Chavo del Ocho.

¿Habría que decir que el pueblo hahibridado con inimaginable

sazón la mimesis de la mimesis de sus distintos amos con su propia

inventiva? ¿Acaso cabría pensar que el mayor demiurgo de su relati­

va emancipación ha sido la revolución telemática? ¿Que el pueblo ha

sido sabio en su paciencia porque ha ejercido una contraseducción

más efectiva que la seducción un tanto oficiosa y no pocas veces sá­

dica que se ofrece desde aquella pirámide dentro de la pirámide que

compone la cuadratura del bien?

En cualquier caso, una secreta astucia del ser latinoamericano in­

dicaría que su salvación, si es que hay algún mesianismo sin Mesías,

se cifraría en una clave estética: acaso una nueva urbanidad deba am­

pliar los tonos y reconciliar la clave bien temperada con no pocas di­

sonancias y hallar en éstas la escala a la polifonía que se intuye. Así

lo señala también otra dimensión esencial de los latinoamericanos,

a veces tan menospreciada: la religiosa. Con gran sentido ecuméni­

co, se ha inventado aquí una teología libertaria que podrá aliarse a

otras de distintas vertientes: piénsese en Levinas, por ejemplo, con

su "hallar la teofanía en el rostro del otro" (1987), o en la misma

teología negativa que produce tanta fascinación a la teoría decons-

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La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien

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tructiva, o en las religiosidades orientales o, por fin, en las mismas

religiosidades de las comunidades indígenas que en su eclosión re­

velan sendas posibles hacia una hospitalidad cosmopolita y, quizás,

simpática y parasimpática. Acaso para ello se requiera más que un

ascenso, un descenso a los infiernos, como el que cumplió Orfeo.

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celona: Anthropos, 1994 [1990]).

Welsch, Wolfgang."2o/)o¿ de la postmodernidad". En: Fischer, H .

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La cultura somática de la modernidad:

historia y antropología del cuerpo en Colombia

Zandra Pedraza Gómez

El saber del cuerpo

¿vjué provecho se saca al habilitar el sustrato material de la vida

humana como recurso para los estudios culturales? Haciendo a un

lado el hecho de que cualquier tema puede ser provisto de los atri­

butos necesarios para ser fuente de elucubraciones, cabe cuestionar

las ventajas de sustraerse a los marcos disciplinarios tradicionales

para problematizar el cuerpo, tema que se precia de ser terreno privi­

legiado para la transdisciplinariedad. El asunto amerita alguna aten­

ción, dado el camino que suele tomar la apropiación y canonización

por parte de los saberes y las academias de asuntos más o menos no­

vedosos que ofrecen perspectivas remozadas para las disciplinas hu­

manas y sociales. Así, hay ya un esfuerzo notable por sistematizar

y producir una sociología del cuerpo (Falk, 1994; Turner, 1992; Fea-

therstonetía/., 1991; Frank, 1991; Lash, 1990; Berthelot, 1986),

encaminada a elaborar una teoría fundada en la proliferación de sín­

tomas corporales que han trastocado el paisaje postindustrial en las

últimas cuatro décadas. Cimentada ante todo en las diversos estu­

dios y propuestas de Foucault, la sociología anglosajona propugna

por un ordenamiento de los estudios somáticos siguiendo las hue­

llas que los saberes trazan en el cuerpo. En esa taxonomía sobresa­

len la sociología médica, con exponentes ya clásicos como Illich

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ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ

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(1976), O'Neille (1985) y B. S. Turner (1992), y la sociología del

consumo, que sigue en buena parte la visión de Baudrillard (1970),

según la cual la condición de objeto de consumo del cuerpo surge

de su reducción a valor de uso y de cambio, y a la pérdida de todo

valor simbólico que lo convierte en mero signo intercambiable. Los

enfoques sobre sexualidad y reproducción insisten, al igual que la

sociología médica, en la acción represiva que el saber y el poder de

las ciencias médicas y la sexología ejercen sobre el cuerpo y, como

señala una rama especializada en esta área, sobre la definición de

géneros, más concretamente, sobre el ejercicio de constricción del

cuerpo femenino (Laqueur, 1986; O'Neille, 1985; Shorter, 1982).

Junto a las perspectivas médica, sexológica y económica, prospera

la tendencia comunicativa: allí repunta el cuerpo sensitivo, hablan­

te y expresivo (Frank, 1991; Feher, 1989; Gay, 1984; Starobinski,

1983), y se pasa a considerar el cuerpo en el acto de sentir, expre­

sarse y formular contenidos semánticos que trascienden el ejerci­

cio del poder.

En principio nada hay que objetar a estas divisiones, siempre y

cuando se recuerde que sus propuestas e inquietudes más sobresa­

lientes son en sí mismas producto de la historicidad del fenómeno

corporal en Occidente y, muy particularmente, en el mundo post­

industrial. La incipiente sociología del cuerpo constata que la re­

levancia temática del cuerpo proviene de ser éste o, para ser más

precisos, lo que se ha dado en llamar corporalidad o corporeidad, un

aspecto antropológico universal sustentado tanto en el carácter ex­

céntrico de la condición humana (Plessner, 1981) como en su esta­

do inacabado (Gehlen, 1940). Este fundamento resulta ventajoso

por cuanto alienta los esfuerzos por superar a través de estudios so­

bre el cuerpo la clásica oposición epistemológica entre naturaleza y

cultura.

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La cultura somática de la modernidad

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La aceptación de que se trata de un fenómeno histórico ha es­

timulado otros esfuerzos en los estudios sobre el cuerpo, cuya de­

clinación de los metarrelatos ha sido enfatizada mediante estudios

minimalistas e interpretativos (Falk, 1994) que destacan el carác­

ter empírico e histórico-antropológico de las concepciones sobre el

cuerpo. Se reconoce de ese modo que el actual interés por las expre­

siones y los enfoques corporales proviene en buena medida de la agu­

zada sensibilidad somática occidental, pero también que, fuera de

los fenómenos epicéntricos contemporáneos, las representaciones

del cuerpo se distancian de los afanes médicos, sexuales, disciplina­

rios y consumentes. Así lo ilustran los estudios etnológicos, de histo­

ria de las mentalidades y de la antropología histórica, en donde se

hace evidente que no toda condición corporal puede ni debe ser in­

terpretada a la luz de los aparatos de poder y disciplinamiento, sino

también, tal la propuesta de Bourdieu (1977), bajo la perspectiva

de la práctica social en la que cabe escudriñar trayectorias, confor­

mación de hábitos y órdenes sociales o, siguiendo a Mary Douglas

(1973), medios de expresión, categorías de experiencia social y for­

mas de representación de diversa índole, o también desarrollos es­

pecíficos de las aptitudes corporales, sean éstas físicas o sensoriales,

disponiendo de manera diferencial las experiencias y los recursos

interpretativos.

Así, pues, parece conveniente guardarse del prurito de formu­

lar un saber del cuerpo, y dejar que sean las propias representacio­

nes somáticas y las formas de construir el cuerpo las que brinden los

principios para la comprensión, el análisis y la conceptualización de

fenómenos somáticos allí donde no todas las dinámicas coinciden

con las epicéntricas. Resulta quizás más saludable referirse a pos­

tulados bastante generales que puedan orientar múltiples procedi­

mientos metodológicos.

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ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ

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La comprensión antropológica del cuerpo varía según se lo per­

ciba socialmente, lo que hace de él una construcción cultural que re­

suelve de manera particular la paradoja de la excentricidad de la

condición humana. Dos formulaciones son básicas a este respecto:

—En tanto construcción social, el cuerpo guía la percepción que

se tiene de él como entidad física. La otra cara de la misma mone­

da recuerda que la percepción física del cuerpo —sustentada en ca­

tegorías sociales— manifiesta una concepción determinada de la

sociedad.

—Por su condición perceptible, es decir, porque posee lo que

Douglas denomina entidad física, el cuerpo produce una impresión

compuesta por el cuerpo físico y la forma que adquieren sus diver­

sas manifestaciones. Se tiende a pensar que es un aspecto práctica­

mente inmodificable de la persona que revela su ser profundo, su

"verdadera naturaleza", esencia que se contrasta de modo perma­

nente con la percepción social tenida por la más adecuada. No obs­

tante, esta naturalidad se consigue tras múltiples inversiones (recibe

una investidura y se invierte en él: Bourdieu, 1977) y a ellas nos re­

feriremos a continuación, esbozando las pautas metodológicas que

han surgido al indagar sobre las imágenes corporales de la moder­

nidad colombiana.

Representaciones somáticas: discursos e ideales

Precisamente, de la incuestionable excentricidad de la condición

humana que denuncia el cuerpo proviene la pregunta acerca de la

condición de éste y la forma de aprehenderla. Exceptuando los es­

tudios etnológicos basados en la observación de prácticas somáti­

cas, la casi totalidad de las investigaciones en este terreno se apoya

en representaciones del cuerpo, en su mayoría en textos y, en me-

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La cultura somática de la modernidad 1 53

ñor número, en imágenes icónicas. Puesto que al recurrir a éstas no

se renuncia al uso de textos para ampliar y enriquecer el marco in­

terpretativo, nos encontramos con que el análisis de discursos es la

forma privilegiada de acercamiento al cuerpo. Y ello no obstante el

hecho de que su entidad física y su carácter vivencial sean sus ras­

gos apodícticos.

El estar abocados al uso y análisis de discursos supone que una

vez traspasado el límite de la experiencia individual sólo es posible

hablar del cuerpo. La vivencia del mismo no trasciende la intimi­

dad individual, que algunas artes, como la danza, pueden transmi­

tir pero que, a su turno, sólo pueden ser recompuestas, más allá del

plano individual, en el lenguaje. Incluso, el esfuerzo por transmi­

tir las experiencias corporales y captarlas también como vivencias

está constreñido por códigos históricos y culturales que se nos re­

velan infranqueables ante espectáculos cuyo sentido se nos escapa.

Tal es el caso de los bailes propios de culturas distantes, y de los que

sólo nos queda rescatar su carácter ritual, festivo o estético, por

ejemplo, pero que no podemos recrear corporalmente por falta de

los códigos cinéticos y la sensibilidad apropiados, los cuales, even-

tualmente, tendríamos que proceder a aprender.

Acercarse al cuerpo observando y registrando prácticas somáti­

cas o técnicas corporales remite a su vez a formas de representación,

es decir, al intento de reconstruir mediante la mirada y el texto et­

nográficos el sentido que las interprete con justicia. El recurso de

indagar por la percepción corporal de un individuo nos conduce re-

novadamente al discurso compuesto por las representaciones que

dotan de sentido la noción y percepción que él mismo elabora de su

cuerpo y expresa verbalmente, como ocurre en el vasto terreno de las

terapias corporales, la psicología y el psicoanálisis, ante todo pro­

ductoras de discursos.

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Es probable que sea ésta la principal paradoja que interpone el

estudio del cuerpo, originada por la imposibilidad de hacerlo algo

menos propenso a la subjetividad e historicidad. Lo que se diga,

piense y sienta respecto del cuerpo parece irremediablemente ata­

do a la representación elaborada sobre él, y de la cual él mismo es

producto. Desde este punto de vista, acercarse al cuerpo con ayu­

da de representaciones ofrece la única perspectiva viable, pues los

acercamientos interesados en captar prácticas y hábitos en sus cua­

lidades puramente físicas y sensibles, sin apelar a los componentes

discursivos que los constituyen, nos desvían con mayor fuerza ha­

cia elucubraciones propias de las ciencias y disciplinas interpreta­

tivas. Es igualmente sabido que plantear la posibilidad de conocer

el cuerpo como hecho biológico o físico es una pretensión infruc­

tuosa y en sí misma un hecho histórico junto con todo cuanto las

ciencias somáticas nos relatan. Así, pues, formamos, percibimos,

entendemos y expresamos el cuerpo a través de discursos, la forma

de organización semántica más socorrida, a mitad de camino entre

las construcciones de la lógica y las de la ficción.

El acercamiento por el que optamos atiende con una mirada

histórico-antropológica a las particularidades del fenómeno de las

figuraciones corporales en los discursos de la modernidad colom­

biana, que pueden distinguirse con alguna claridad desde la segun­

da mitad del siglo XIX. Nuestro propósito es dilucidar cómo ha sido

entendido e imaginado el cuerpo, qué alcances y necesidades se le

han atribuido y cómo se concibe la posibilidad de crearlo o trans­

formarlo, y con él al ser humano. En lo que sigue, abordaremos los

aspectos metodológicos de esta tarea señalando los diversos géne­

ros analíticos intercalados en los discursos sobre el cuerpo, con al­

gunos temas que definen la visión antropológica de la modernidad.

Sólo como esfuerzo incipiente cabe designar el propósito de men-

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La cultura somática de la modernidad

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cionar aquí la forma general de este conjunto de discursos sobre el

cuerpo imaginado, a saber, la relación entre el cuerpo físico y aquel

construido discursivamente, de cuyo entramado brotan los órde­

nes simbólicos y sociales, y que parece ajustarse a la forma alegórica.

Lo que hemos encontrado al examinar la historia del cuerpo en

el último siglo es la coexistencia y el surgimiento de diversos dis­

cursos somáticos. Unos caben bajo las designaciones de los saberes

científicos, como ocurre con la higiene, la nutrición, la medicina y

el deporte; otros corresponden a disciplinas que reclaman cierto gra­

do de formalización, como la pedagogía y, dentro de ella, la educa­

ción física. Otros discursos, finalmente, no reclaman ningún estatus

académico ni científico y han proliferado a la par con los anteriores,

a veces en simbiosis con ellos: así ocurre con los de la urbanidad, la

estética corporal, la caligenia y la sensibilidad.

El denominador común de dichos discursos, más allá de su in­

terés por el cuerpo, es la pretensión de formar por su intermedio al

ser humano dentro de ideales concretos que vienen a dar contorno

a la concepción local de la modernidad y a la manera de realizarla.

Esta acotación es importante porque es precisamente este rasgo el

que los incita a traspasar los límites de su especialidad y ser muy

propensos a divagar sobre asuntos ajenos a su fuero, constituyen­

do, más que saberes, discursos. De los discursos locales que se han

ocupado del cuerpo cabe destacar varios aspectos.

Como quedó dicho, se trata, en principio, de incluir el cuerpo

de modo directo y activo en la formación del individuo. Esto sig­

nifica no solamente recurrir a su educación mediante prácticas bas­

tante precisas, sino, sobre todo, confiar en conseguir a través de tales

ejercicios una transformación personal y nacional. Este poder atri­

buido al cuerpo es uno de los componentes destacados de la ima­

ginación moderna.

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ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ

La urbanidad marca con la mayor claridad los intentos por cons­

truir un orden señorial republicano, su desvanecimiento y el paso

hacia una imaginación burguesa moderna en un ámbito discursivo

más vasto incluso que el de la salud. La civilidad contiene una vi­

sión total del ser humano concebido en detalle, tanto en su consti­

tución moral como en su apariencia física, en sus movimientos y su

comportamiento social, e intenta, a partir de éste, una valoración del

ser humano, las sociedades y la historia. El discurso de la civilidad

amalgama la vida individual y la social y preconiza una ética de su

funcionamiento cimentada en el poder de los hábitos que incorpo­

ra en el individuo. La urbanidad es, sin duda, la primera gran ela­

boración simbólica occidental en torno al comportamiento y al

lenguaje corporal, y su recepción en Latinoamérica fue prolija por

parte de letrados que, atentos a su minuciosa gramática corporal,

destacaron las aptitudes retóricas de la urbanidad hasta hacer de ella

una expresión virtuosa. A través de los recursos de que dispone la

urbanidad, se trató de rescatar y reforzar los vínculos con la tradi­

ción hispánica y elaborar una visión histórica conjunta que garan­

tizara la comunicación del mundo hispanohablante y favoreciera el

connubio de principios estéticos y morales (luchar contra lo vulgar,

lo extranjerizante, la amenaza de una burguesía naciente y el ascen­

so social), al tiempo que se contrariaban los principios de una ver­

dadera vida ciudadana. Siempre atenta a diseñar mecanismos de

distinción que conjuren las intenciones democratizantes, se desti­

ñen con el nuevo siglo sus acciones sobre la intimidad y la subjeti­

vidad como pilares morales que reposan en el control individual

sobre las pasiones, para dar vida a la forma exterior, el signo, la

conveniencia, la estilización de la vida. La cortesía moderna reco­

noce una brecha infranqueable entre el cuerpo y el alma, y renuncia

a doblegar moralmente al primero para confiar en el discernimien-

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La cultura somática de la modernidad

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to como principal instrumento de autoformación. De ello resulta

que cada individuo se hace por su comportamiento, no por su con­

dición social, digno de un trato que denuncia el grado en que él

mismo se cultiva. Mientras que la urbanidad señorial se fundó en

virtudes cristianas para darle apariencia democrática a un sistema

de distinciones basado antaño en posesiones y títulos nobiliarios, en

su versión moderna perdió dicho fundamento moral y debilitó su fe

en la formación de hábitos para fortalecer componentes pragmáti­

cos y utilitaristas enfilados más bien a metas cívico-comunicativas.

La higiene y la salud apuntan a las posibilidades del cuerpo como

ente biológico, en su superficie y en su fisiología. A medida que se

afianzan las ciencias médicas, la sociedad pierde su competencia co­

lectiva para la producción de discursos somáticos coherentes y, jun­

to al control, la traspasa a los especialistas. El énfasis de tal visión

recae sobre el habitus individual, las prácticas y los beneficios que

ellos reportan, abstracción hecha del entorno social: la sociedad que

imagina el discurso salubre es resultado de la suma de las conduc­

tas individuales. El legado fundamental del discurso higiénico es

haber incorporado el cuerpo al desarrollo de una subjetividad mo­

derna en que toda forma de progreso pasa necesariamente por la

crítica y transformación corporal. Su preocupación central es dis­

minuir y neutralizar los riesgos, y la energía es su objetivo: liberarla,

multiplicarla, ordenarla e incorporarla a la producción y, al hacer­

lo, crear el placer de la salud y el bienestar, sensaciones ambas que

las disciplinas aliadas enseñan a percibir y disfrutar. La visión an­

tropológica de la higiene supone un individuo necesitado de culti­

vo somático, cultivo que se lleva a cabo en un cuerpo liberado por el

discurso científico de toda carga representativa, y transformado en

pura materia biológica obediente a leyes fisiológicas para ser imbui­

do del imperativo individual de la salud. A pesar de ser definitivo

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ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ

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para la concreción de un cuerpo moderno, el discurso nacional de la

salud ha hecho el menor aporte para que se constituya y afirme una

semántica somática que refuerce y enriquezca la tradición cultural

del cuerpo.

Mientras que la higiene se ocupó de organizar la actividad del

organismo, la cultura física se propuso la coordinación del movi­

miento externo. Aun siendo vastago de la higiene, presenta un es­

cenario rico en sentidos acumulados por el cuerpo moderno. De un

interés inicial por el fortalecimiento de los músculos —los cuales de­

bían actuar a guisa de coraza contra las enfermedades, la debilidad

y la actitud melancólica, a la vez que adaptarse a la vida urbana—,

se pasó a desentrañar técnicas para generar, canalizar y emplear la

energía. Declinaron, pues, los deportes señoriales —equitación, pa­

seos y baile— para dar aliento a la precisión, la velocidad y la segu­

ridad de la calistenia, la gimnasia rítmica, los deportes y el atletismo,

nuevas modalidades que incidirían en el perfeccionamiento del ser

humano estimulando su energía vital, educando la inteligencia, con­

trolando el tiempo y los nervios. La gimnasia, más apropiada para

trabajadores, mujeres y niños, debía ejercitar en los principios del

ritmo, la regularidad, la rutina y la precisión. A su turno, los depor­

tes actúan sobre una energía móvil, la cual emana de las élites y de­

be ser el motor del progreso. Su rendimiento también se traduce en

tiempo, pero no en la repetición ni en la unidimensionalidad, sino

en la eficacia, la agilidad, la osadía y la capacidad de acción.

A partir de los años cuarenta se suma la tensión, una forma re­

concentrada de energía, patente en los movimientos intensos que

despilfarran vigor y conmueven el cuerpo. Así se afecta la percep­

ción sensorial y se desemboca en el fortalecimiento de las sensacio­

nes, tenidas por necesarias para alcanzar un verdadero equilibrio y

un estado integral. Los beneficios de la actividad corporal ya no se

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La cultura somática de la modernidad

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traducen en orden y carácter; ahora son el placer, el uso del tiempo

libre y la salud, siempre en primer plano. La doma de las energías

físicas recalcó siempre el desarrollo integral orientado a la plenitud,

con lo que se pasa del cuidado higiénico a la atención pedagógica y,

finalmente, a la estética. El cuerpo pierde su esencia rebelde, con­

denada a ser doblegada por el castigo y la soberanía espiritual, y se

convierte en un componente urgido de educación para el desempe­

ño de su papel ontológico de complemento totalizador. Por último,

en lucha contra los elementos agonales y propiciando una redistri­

bución de la energía dentro del cuerpo con miras a orientarla hacia

la mente y producir un efecto intenso en el interior de la persona,

se desarrollaron técnicas corporales que sensibilizan frente a la ver­

dad que porta el cuerpo. Sólo así, restaurándole su sensibilidad y

su sabiduría innatas, y dándole posibilidades de expresión, puede

el cuerpo contemporáneo brindar equilibrio y sentido total a la exis­

tencia humana.

Las discursos hiperestésicos reúnen variedades engañosamente

inconexas, como la pedagogía, las prácticas caligénicas y las sensi­

tivas. Su parentesco proviene del hecho de ocupar una dimensión

distinta de la naturaleza sólida y física del cuerpo con prácticas que

trascienden lo material y administran y dotan de sentido las propie­

dades emocionales que se originan en el cuerpo. Su objetivo es es­

tablecer contacto inmediato entre las acciones corporales externas

y sus representaciones, sean éstas emociones, inteligencia, senti­

mientos, ideas o pasiones, por medio de interpretaciones sensibles

de las percepciones sensoriales. Estas estesias son representaciones

organizadas a partir de sensaciones fisiológicas, pero su verdadero

alcance está contenido en sus dimensiones histórico-antropológi-

cas. Los discursos que se ocupan de ellas no buscan acallar pasio­

nes; al contrario, se afanan por inflamarlas y perfilarlas, valorarlas

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I OO

y darles un sentido y, por cuanto el resultado han sido complejas

construcciones semánticas y sensibles, devienen hiperestesias.

El delirio por el saber a través de la educación de los sentidos,

que en la práctica dio al traste con la querella en contra del sensua­

lismo, no perseguía en sus albores una intensidad exacerbada de las

sensaciones. En primera instancia, se quería controlar lo que obs­

truyera el ascenso de la razón. En este empeño se le reconoció un

inmenso poder al cuerpo, y los esfuerzos se centraron en diseñar

estrategias para emplearlo y atajar sus inclinaciones, en vez de con­

fiar en la soberanía moral. Fue así como, tal vez a pesar de las in­

tenciones de los promotores de novedosos sistemas pedagógicos,

se coló la tendencia a ahondar en todas las posibilidades de explo­

ración sensorial y a sustituir los juicios morales por aquellos de na­

turaleza sinestésica. A la pedagogía le cabe entonces el interés por

determinar las capacidades de los sentidos externos y por asignar­

les unos rasgos y posibilidades de percepción. Su campo de acción

se sitúa dentro del conocimiento; su cosecha se destina a alimentar

la razón y a dotar el pensamiento lógico de claridad y distinción, y

puesto que la depuración de los sentidos también serviría para apre­

hender la verdad del entorno, sobrevino el furor por el conocimien­

to objetivo.

El regodeo de los sentidos consintió otras avenencias: la infla­

ción simbólica del cuerpo por parte de la higiene y la cultura física

alentó, acaso también a su pesar, el cultivo de la belleza física. Sin

ser una inclinación novedosa, mostró perfiles originales, conside­

rando el desplazamiento de las cualidades estrictamente físicas al

primer plano y que se impuso una concertación distinta de los ras­

gos propios de la belleza, su origen, su cuidado, sus atribuciones y

su ascendiente. La definición de la belleza se empapó de sensoria-

lidad, le dio otro sentido a las virtudes del alma, sumó a la percep-

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La cultura somática de la modernidad 161

ción visual el tacto y el olfato, y evocó el gusto y el deleite que des­

pierta la estética amasada sobre la superficie de la piel con el placer

causado por la armonía de colores y texturas, sonidos y aromas,

formas y consistencias.

Por último, la incesante agitación de los sentidos introdujo otra

forma de hiperestesia, más íntima y profunda, la sensitividad, que

sugiere la capacidad de sentir y el refinamiento de las percepciones

sensoriales. Esta inclinación se alimenta de sutilezas: una atmósfe­

ra determinada, matices olfativos, caprichos del gusto, anhelo de

sensaciones intensas, instantes extáticos, minúsculas y casi imper­

ceptibles conmociones, arrebatos y espasmos sensoriales a partir de

los cuales se elaboran estilos de vida que estetizan y estesian al indi­

viduo y su entorno. Esta sensitividad se regocija exponiéndose a lo

que conmueve los sentidos internos y externos; en ella convergen

lo corporal y el mundo corporalmente perceptible con las interpre­

taciones estésicas, la experiencia de sentir corporalmente la vida y la

certeza de que el bienestar consiste en buena parte en preparar y

perfeccionar la capacidad sensorial —en educar los sentidos— a fin

de captar mayor cantidad de estímulos, diferenciarlos en sus más

detalladas minucias, hacerlo con la mayor intensidad que nos sea

dado experimentar, la autocomplacencia en la sensitividad, la en­

trega total a ese mundo interno... el cuerpo moderno se explaya a

gusto en estas dimensiones.

Al buscar correspondencias entre discursos e intenciones, po­

dría afirmarse de los motivos de la urbanidad señorial, por ejem­

plo, que conforman un discurso predominantemente represivo,

cuya finalidad sería inscribir en el cuerpo mecanismos de control

como los entiende Foucault en su visión panóptica, y sería también

propia del siglo XIX en Colombia, al menos en lo que hace a los in­

tentos de la civilidad, tal como se los conoce desde iniciado el pro-

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I Ó 2

ceso de civilización occidental. Pero tanto éste como el discurso mé­

dico, tan acusado de represión, cuando debería ser enjuiciado por

falta de imaginación y pobreza semántica, han sido grandes promo­

tores de las hiperestesias y la aguda subjetividad modernas. Y lo

mismo vale decir de todas las modalidades de la cultura física, que

si bien han promovido el rendimiento, el cuerpo-máquina, la ciné­

tica fabril, etc., hasta alcanzar la deshumanización de los deportes

de alto rendimiento, propician el autoconocimiento, el perfecciona­

miento y la agudización sensoriales, al igual que el placer de sentir

el cuerpo y expresarse con él sin más normas que el propio deseo y

las capacidades particulares. Tal vez podría verse aquí, de manera

paradójica, un componente contestatario de primera línea en nues­

tra sociedad: negarse a la pobreza sensorial y al desgreño estético

de nuestro entorno —al reducido estímulo sensitivo que hay en las

ciudades, a la imposibilidad práctica de vivir la individualidad en

medio del caos a que se someten los sentidos— puede hacer que la

acentuada hiperestesia a que nos han conducido los discursos so­

máticos sirva para restaurar el lazo con las condiciones sociales que

desgastan nuestra refinada sensitividad, lazo roto por el intento de

hacer del cuerpo un mecanismo fisiológico capaz de comportamien­

tos éticos.

Ahora bien, ¿cómo se relaciona el papel destacado que se asig­

na al cuerpo con los ideales propios de la modernidad? Sobresale a

lo largo del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX la for­

mación del ciudadano, objeto de las prácticas impulsadas por los dis­

cursos somáticos. Ser ciudadano entraña un comportamiento ético

cuya práctica revela el ejercicio de virtudes católicas y señoriales, es

decir, cumplir un código gramatical que la urbanidad refleja a ca-

balidad y la higiene y la cultura física complementan con ejercicios

que satisfacen el deber de un cuerpo sano, y de velar por su capaci-

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La cultura somática de la modernidad

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dad productiva y sensitiva. Más adelante, el burgués desarrolla su

cuerpo conforme a una combinación de fórmulas estéticas, discipli­

narias y de generación y flujo energético.

El ciudadano es el verdadero gestor de la nación y la nación

equivale a la civilización, esto es, a una historia anclada en la hispa­

nidad y el catolicismo. La civilización imaginada durante el primer

período de la modernidad es la lucha por conjurar la barbarie: de­

generación racial, abotagamiento de los sentidos, falta de claridad

en el entorno, cuerpos ineficaces, torpes, antiestéticos e inmunes a

la belleza. Los cuerpos mismos han de ser garantes de una forma­

ción social respetuosa de las diferencias construidas y conservadas

gracias a órdenes que disponen usos del cuerpo y formas estéticas.

La gran visión de orden que invoca nuestra noción de moder­

nidad es la de una disposición confiable de jerarquías, distribución

del tiempo y uso del espacio. Su fundamento está en el control ejer­

cido sobre el cuerpo: orden de las pasiones, de la dieta, del dormir

y trabajar, de los objetos, del vestir y ejercitarse y de las relaciones,

hábitos todos inalterables y sólidos que impidan el trastorno en el

uso del tiempo, de los ámbitos, de las funciones y deberes de hom­

bres y mujeres, niños y adultos, sirvientes y señores, subalternos y

superiores, gobernantes y gobernados.

Con orden, hay progreso, verdadero indicador del éxito en la

formación del ciudadano. El progreso es una dinámica, un movi­

miento ordenado, racional y constante, cuyo móvil es lo inalcanza­

ble: la perfección. Como categoría cuantificable, el progreso es más

salud, más longevidad, más trabajo, más rendimiento, más veloci­

dad, mayores intensidad, luz, claridad, armonía cromática, ligere­

za, amplitud y riqueza. Eso es, en pocas palabras, lo que llamamos

bienestar, "la actividad humana dirigida a la civilización" {Cromos,

218:4, 1920).

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ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ

I 64

Hay también los idealesestésieos. YXdeseo es sin duda un aliciente

muy caro a la imaginación moderna: encauzarlo sin sofocarlo es una

meta perseguida por el anhelo de ordenar la experiencia del cuerpo.

Controlar la sensualidad asegura la producción; definir la femini­

dad asegura la masculinidad; constreñir a los jóvenes asegura la ju­

ventud. El erotismo, las mujeres y los jóvenes son tema recurrente

de los discursos modernos: caligenia, pedagogía, medicina, psico­

análisis o sexología.

La inmanencia que acusa el cuerpo moderno, la pérdida de tras­

cendencia del alma, se ven recompensadas por la felicidad, motivo

último del cuerpo moderno. En forma de placer y autorrealización,

la felicidad a la que aspira la educación somática es de índole hiper-

estésica, y en buena medida reemplaza el objetivo del progreso. La

felicidad es la sensación de explorar la sensibilidad, vencer el tiem­

po y encontrar la verdad. En esta empresa las experiencias hiperes-

tésicas resultan vitales: rompiendo las imposiciones de principios

formales sobre la experiencia del cuerpo para hacer que ésta gene­

re el orden social, se hace del capital estésico una categoría antropo­

lógica central.

El cuerpo en los discursos: recursos retóricos y semánticos

Así como estos discursos comparten los ideales de la modernidad,

lo hacen con los recursos a los que apelan; por ello se hace repetitivo

buscar una correspondencia entre discursos y recursos semánticos.

Por éstos entendemos los valores concretos, bien sea de tipo moral,

estético o estésico, que adquieren los significados incorporados me­

diante prácticas somáticas y que actúan como principios de acción

y de interpretación. Sin buscar inventariar aquí sus nombres y con­

tenidos, se pueden reconocer los más reiterativos, sin olvidar que

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La cultura somática de la modernidad 165

están por explorar los valores semánticos de casi todo lo que atañe

a nuestro arsenal de recursos corporales.

El conjunto de recursos éticos gira alrededor de los principios

de hispanidad, catolicismo e higiene. Sencillez, rigor, franqueza, aus­

teridad y dignidad son valores del comportamiento del caballero y

la dama españoles, que se combinan con las virtudes católicas mo­

rales —prudencia, justicia, fortaleza y templanza— y las de los cuer­

pos gloriosos: claridad, impasibilidad y sutileza. Finalmente, los

atributos de la higiene provienen del aseo y la disciplina, así como

de la aplicación de otras virtudes, como la contención y la tempe­

rancia, o son reformulaciones de las virtudes retóricas y católicas.

Las virtudes de la estética, bien sea que se empleen para juzgar

el comportamiento, las maneras, el vestir o la conversación, proce­

den de la retórica -decoro (decorum), claridad (perspicuitas), pureza

(puritas), adorno iprnatus)—, y nótese que al menos la pureza y la

claridad podrían alinearse igualmente al lado de la higiene. Sobre

el valor preciso que reciben estas cualidades, es imposible dar la úl­

tima palabra: son, por excelencia, objeto de redefinición constante

y, con ello, herramientas predilectas para construir y sostener siste­

mas de distinción que, en la práctica, se refieren a elegancia, buen

tono, discreción, armonía, sensibilidad, etc.

Tanto los ideales de progreso y de la nación como los de la fe­

licidad o del orden estésico recurren a una serie de propiedades físi­

cas y económicas que utilizan a menudo los discursos de la higiene,

la cultura física, la pedagogía y la sensitividad: fuerza, resistencia,

movimiento, producción, rendimiento, eficiencia, circulación, cons­

tancia, velocidad, tenacidad, vigor e intensidad son designaciones

que miden el buen desempeño del ciudadano y el de la nación o la

ciudad, y permiten calificar y clasificar los matices hiperestésicos en

el cuerpo y las propiedades del carácter y de la racionalidad.

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ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ

I 66

Desde otra perspectiva, también cabe considerar los recursos

empleados para imaginar el cuerpo en sus cualidades representati­

vas. Pese a la aceptación generalizada de la naturaleza simbólica del

cuerpo, el intento de determinar la esencia de su simbología pare­

ce infructuoso. El poder sintético de la figura del cuerpo es prácti­

camente nulo. Sin la información pertinente se hace imposible

interpretar adecuadamente su imagen porque carece de valor sim­

bólico. No bastan las apariencias del deportista, del dandy, de la

mujer elegante o de la prostituta si no tenemos a mano el soporte

de un discurso que enuncie su significado. Con todo y su concre­

ción y materialidad, y su incontrovertible presencia, el sentido del

cuerpo no es evidente.

El trecho entre la existencia material del cuerpo y sus innúmeras

representaciones no puede salvarse más que discursivamente. Cada

faceta de la imagen que se nos presenta es trasunto de algo que está

por revelarse: más que una metáfora, es una alegoría. El discurso

que lo acompaña perennemente es imprescindible para descifrar el

sentido de lo que el cuerpo encarna: la alegoría tiene que ser ex-

plicitada de modo consciente. Como imagen, el cuerpo es sólo acer­

tijo; el discurso que lo interpreta acumula significados reteniendo,

sin embargo, su imperfección y fragmentariedad; su superficie es

un palimpsesto infinito.

Por su calidad alegórica, el cuerpo acopia significaciones, to­

das las cuales requieren actitudes y traducciones diferentes. Por otro

lado —y es éste uno de sus aspectos tanto seductores como descon­

certantes—, permite la coexistencia de autoridades que rivalizan: es

un lugar privilegiado para la convivencia del conflicto. Quizás sea

ésta la única manera de acercarse a un discurso tan polivalente como

el del cuerpo moderno, sin guardar, dicho sea de antemano, ningu­

na esperanza de conciliación. Su misma capacidad para ostentar con

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La cultura somática de la modernidad 167

ironía la contradicción, la disyunción, la convalidación, la incon­

gruencia y la superposición del acervo de discursos que lo jalonan

es de por sí bastante irritante. Allende cualquier designio de la ra­

zón, el cuerpo acoge todas las disputas y los conflictos, las reafir-

maciones, los deseos y las negaciones. Puede, en cada una de sus

expresiones —figura, piel, conducta, funcionamiento, vestido, ren­

dimiento, sensaciones, movimientos—, comunicar principios que se

contrarían o se validan mutuamente. El trabajo de representación

que se hace sobre el cuerpo sobrepone uno y otro significado a su

imagen, y su alegoría hace posible formular la quimera moderna de

la plenitud.

Eos órdenes que instaura el cuerpo

El resultado final de la labor de formar el cuerpo es de índole so­

cial y se traduce en la configuración de órdenes que dan un perfil y

determinadas posibilidades de acción a la sociedad. Como corola­

rio, transformar sus estructuras y dinámica es un cometido que pasa

necesariamente por la modificación tanto de hábitos corporales

como de su interpretación.

La concepción y el uso del tiempo están estrechamente norma­

dos por los hábitos corporales. Ello no se limita a la división del día

o de la semana y a las actividades que corresponde adelantar, sino

también a la concepción de las edades, de las etapas que constitu­

yen la vida y las características de la forma de vivirlas. El caso de la

evolución de la niñez y la juventud resulta bastante ilustrativo. La

niñez, de ser una etapa prácticamente vegetativa y dominada por

un espíritu casi salvaje, pasó a ser la más importante de la vida por

cuanto demanda el mayor número de atenciones y es la garantía de

una juventud y una madurez apropiadas. La juventud, por su par-

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ZANDRA PEDRAZA GOMF.Z

168

te, de ser casi inexistente, ha ido prolongándose, postergando el

ingreso a la madurez y trastornando los valores y propósitos de la

vida adulta.

Por lo que se refiere al espacio, la concepción del cuerpo sirve

para demarcar ámbitos sociales que delinean los espacios de acción.

La noción de lo que es público o privado, familiar, íntimo o social,

político o laboral, formal o informal, está comprometida con com­

portamientos, actitudes, modales y formas del arreglo personal,

cuyos códigos están contenidos en la semántica del cuerpo. Lo

mismo ocurre con la definición de géneros, que se aferra a cualida­

des fisiológicas, anatómicas, caracteriológicas, hormonales o sen­

sibles para fijar el comportamiento y las capacidades de hombres y

mujeres.

El último campo en el que las representaciones somáticas jue­

gan un papel importante es en la definición de grupos. Podría es­

tar uno tentado a designarlos como clases, pero es sabido que al paso

que avanza la modernidad se traslapan los grupos y su configura­

ción está determinada por factores como la forma de consumo, la

subjetividad, el estilo de vida, el capital simbólico o las expectati­

vas, más que por cuestiones estrictamente económicas. Y, aunque

no puede ignorarse la existencia de clases marcadamente distintas,

tampoco puede negarse que el acceso de gran parte de la población

a múltiples recursos desfigura la correspondencia entre clases y gru­

pos. En las primeras décadas del siglo se reconoce un esfuerzo para

que la vida señorial cumpla con requisitos que la distinguen de una

vida burguesa y de otra propia de las clases medias u obreras, todas

en su conjunto claramente diferenciables de la vida rural y campe­

sina, y cada una signada por rasgos éticos, estéticos yestésicos. Más

tarde, la ampliación del consumo y diversas prácticas corporales for­

talecieron sensibilidades y formas de vida que obedecen más bien

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La cultura somática de la modernidad 169

a percepciones estéticas yestésieas que dan contorno a formas de es­

tilización.

Esta propuesta respecto a la conformación de sistemas de re­

presentación social y organización simbólica, recuperados a través

de imágenes del cuerpo, no cabe en una visión económica, médica

o lingüística, no puede catalogarse simplemente como represiva, ni

es posible reconocer en cada faceta la acción del saber y del poder.

Por ello parece más apropiado ahondar en los recursos por medio

de los cuales se ha construido y se construye la experiencia del cuer­

po en América Latina y la manera como de ella se derivan formas

de estructurar la sociedad, así como los alcances de su acción prác­

tica y simbólica, antes de formular un andamiaje teórico capaz de

dar cuenta de esta multiplicidad discursiva.

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Fernando Ortiz y Alian Kardec:

transmigración y transculturación

Arcadio Díaz Quiñones

En cada momento presente de la vida hay un paso de enve­

jecimiento y de renovación [...]. Renovarse que es morir y rena­

cer para tornar a fallecer y a revivir. Cada instante vital es una

creación, una recreación. Es una cópula del pasado, de las poten­

ciales supervivencias que el individuo trac encarnadas consigo,

y del presente, de las posibles circunstancias que el ambiente

aporta; de cuya contingente conjunción con la individualidad

nace el porvenir, que es la variación renovadora.

Fernando Ortiz, E l engaño de las razas

Las dos modas, la del psicoanálisis y la de las ciencias ocul­

tas, tienen en común su oposición a la ideología y a la forma de

vida transmitida por "la sociedad burguesa de consumo", en otras

palabras, por el establishment [...]. Ellas expresan, cada una a su

manera, el anhelo del hombre moderno y su esperanza de una re­

novación espiritual que, finalmente, le brindará una justificación

y un significado a su propia existencia.

Mircea Eliade,Lournal III: 1970-1978

r e rnando Or t i z (1881-1969) es hoy principalmente conocido por

el concepto de transculturación que se difundió a partir de la publi-

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F'ernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación

!?3

cación de su libro fundacional Contrapunteo cubano del tabaco y del

azúcar (1940; 1963)1. Uztransculturaciém ha llegado a constituirse en

un centro conceptual de los debates culturales y literarios contem­

poráneos . Sin embargo, los comienzos intelectuales de Ortiz, tra-

dicionalmente tratados como una etapa positivista y lombrosiana

previa al Contrapunteo, merecen un estudio aparte para comprender

el desarrollo extraordinariamente rico de la categoría. Representan

una etapa formativa en la cual Ortiz explora categorías de análisis

que proceden de saberes diversos (criminología, derecho, etnogra­

fía, ciencia y espiritismo) y de campos de acción muy variados.

Ortiz llegó a ser muy pronto una figura pública e intelectual de

gran influencia en Cuba, lugar que conservó hasta su muerte3.

Entre 1902 y 1906 hizo carrera consular en Italia y Francia; en 1906

fue nombrado abogado fiscal de la Audiencia de Ta Habana; de

1908 a 1916 fue catedrático de Derecho Público en la Universidad

de La Habana; y en 1915 ingresó al Partido Liberal, llegando a ser

parlamentario (1916-1926). Fue director de la prestigiosa Revista

Bimestre Cubana, desde 1907 hasta 1916. En todas esas prácticas, que

se dieron en el marco de la nueva República, fue el iniciador de un

modo de pensar la nación y las razas, la religiosidad y la política; y

por otro lado, de la aplicación de la criminología y la dactiloscopia

1 Agradezco al Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana que me permitió consultar su archivo sobre Fernando Ortiz. Mi honda gratitud a Cris­tian Roa de la Carrera y a Carlos Rincón por el diálogo sostenido sobre este tema y por sus muchas sugerencias críticas.

2 Para una discusión detallada y documentada de la recepción de Ortiz y de la genealogía de la transculturación, véase el reciente prólogo de Fernando Co~ ronil a la reimpresión de la traducción inglesa del Contrapunteo.

~ Para mayores datos, véase la Cronología de Fernando Ortiz, elaborada por Araceli García Carranza, Norma Suárez Suárez y Alberto Quesada Morales.

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ARCADIO DÍAZ QUIÑONES

'74

en la reforma penal y el estudio de la delincuencia. En 1926 Ortiz

publicó su Código criminal cubano, proyecto que incluía un prólogo

de Enrico Fern (1856-1929).

Ortiz creció en Menorca, donde estudió su bachillerato (1892-

1895); regresó a Cuba y durante la guerra de Independencia (1895-

1898) comenzó la carrera de Derecho en La Habana y, una vez

concluida la guerra, regresó a Barcelona, donde obtuvo el grado de

Licenciado en Derecho (1 899-1900). Luego se trasladó a Madrid,

donde se doctoró en Derecho (1901), y de ahí a La Habana, don­

de obtuvo el título de doctor en Derecho Civil en la Universidad de

La Habana (1902). Aparte de su carrera institucional, fue de gran

importancia para su consolidación en el espacio público su matri­

monio con Esther Cabrera (1908), la hija del influyente intelectual

cubano Raimundo Cabrera (1852-1923)4. Ortiz había vuelto con

gran entusiasmo y energía a desarrollar nuevos saberes "científicos"

y a construirse un lugar de autoridad como intelectual público, en

el que se destacó por su mirada crítica sobre la cultura y la política

cubanas. (Cabe recordar que Ortiz sabía muy poco de Cuba como

vivencia personal y directa, pues se había formado en el exilio me­

tropolitano). Esos ambiciosos propósitos pueden comprobarse des­

de sus inicios, en Eos negros brujos (1906), uno de sus primeros

libros; en La reconquista de América: reflexiones sobre elpanhispanismo

(191 0) y en su colección de ensayos Entre cubanos: psicología tropical

(1913). En esos textos, Ortiz elaboró un discurso cultural y políti-

4 Cabrera, uno de los fundadores del Partido Liberal Autonomista de Cuba, es autor del libro Cuba y sus jueces (1887). Fundó en Nueva "ibrk la revista polí­tica, literaria y cultural Cuba y América (1897-1898; La Habana, 1899-1917), en la que Ortiz llegó a colaborar. Cabrera fue, además, miembro fundador de la Academia de la Historia de Cuba (1910).

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Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación

'75

co que ofrecía un proyecto moderno de república en los años en que

Cuba emergía de la guerra contra España y de la ocupación norte­

americana. Esa línea de inquietudes se refleja en su discurso progra­

mático "La decadencia cubana" (1924), que leyó ante la Sociedad

Económica de Amigos del País.

En la biografía intelectual que ha quedado más o menos fijada

por los historiadores y la crítica, se suele presentar a Ortiz como pro­

tagonista de una trayectoria unidimensional. Según esta interpre­

tación, Ortiz, influido por Cesare Lombroso (1835-1909), habría

comenzado en la antropología criminal y los estudios de los sistemas

penales^. En el curso de sus investigaciones posteriores habría des-

5 Mientras ocupaba su puesto consular en Genova, entre 1902 y 1905, Ortiz fue discípulo de los criminalistas Cesare Lombroso y Enrico Ferri. Ortiz se ins­cribió con orgullo en la línea de herencia intelectual de Lombroso, como ya ha sido señalado por la crítica. Su primer gran tema fue precisamente la marginali­dad, la "mala vida" y los fenómenos religiosos. Procuró delimitar un objeto cien­tífico, el "hampa afrocubana" o los "negros brujos", que contribuyó también al desarrollo de los estudios etnográficos y criminológicos en Cuba. Además, re­sulta muy significativo que fue en la revista de Lombroso, úArchivio di Psichia-tría, Neuropatologia, Antropología Crimínale e Medicina Légale, donde Ortiz publicó primero, en italiano, los artículos que forman el libro: "La criminalitá dei negri in Cuba", "Superstizione criminóse in Cuba" e "11 suicidio fra i negri". Después, su libro fue prologado por Lombroso. Lodo ello es parte de las relaciones inte­lectuales con los centros metropolitanos. Durante las últimas décadas del siglo XIX se dio una extraordinaria actividad en Europa dirigida a reformar los siste­mas penales. El debate involucró a médicos, filósofos, juristas y abogados progre­sistas, quienes crearon las bases para una reforma penal sustentada en el saber criminológico. En ello tuvo una gran importancia el libro de Lombroso, Euomo delinquente (1876; 1878), fundamentado en el estudio de reclusos en las cárceles italianas, en el cual explicaba la criminalidad por la "regresión" hereditaria y tam­bién por ciertas enfermedades, como la epilepsia. Este libro generó un extenso debate en torno a las nociones de "atavismo", las determinaciones genéticas de la

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ARCADIO DÍAZ QUIÑONES

I 76

cubierto la "transculturación" que le permitió construir un meta-

rrelato de la cultura nacional basado en la hibridación y la mezcla.

Este cambio de paradigma de la criminología a la transculturación

culminaría en Contrapunteo, cuya trama discursiva se acepta como

su modo de leer la historia y la cubanidad6.

El inconveniente de esta interpretación lineal es que ignora el

interés de Ortiz por las corrientes espiritualistas del siglo XIX.

Habría que explicar la continuidad de las perspectivas evolucionis­

tas en Ortiz, su persistente afán por conciliar religión y ciencia y su

interés por las discontinuidades de espacio y tiempo en la formación

de la sociedad cubana. Los orígenes intelectuales de Ortiz inclu­

yen tanto su compleja reformulación de las tradiciones nacionales

(Várela, Saco, Martí y otros), su apropiación de la criminología

"científica" y su interés en las nuevas formas periodísticas de rela­

tos policiales, como su persistente atención al espiritismo. La com­

pleja etnología racista del brasileño Raymundo Nina Rodríguez

(1862-1906) fue el modelo de análisis al que Ortiz pudo acceder

para interpretar el problema de la relación entre raza, nación y ciu­

dadanía en América7. Sin embargo, ese modelo no era suficiente.

El espiritismo cientificista de Alian Kardec (Hippolyte León Deni-

zard Rivail; 1804-1869) le proporcionó herramientas interpreta­

tivas para comprender la cuestión racial desde una teoría evolutiva

criminalidad y la "degeneración". Véase, entre otros, el libro de Robert Nye,Cn-me, Madness, 6í Politics.

6 Véase, por ejemplo, el trabajo de Jorge Ibarra, "La herencia científica de Fernando Ortiz", donde lee la transculturación como una superación dialéctica de sus concepciones anteriores. Lambién es relevante el trabajo del historiador Thomas Bremer, "The Constitution of Alterity".

Para el estudio de Raymundo Nina Rodríguez, véase el trabajo de Roberto Ventura, Estilo tropical.

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Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación

•77

que articula el marco más amplio de la espiritualidad nacional, el

derecho y la religión. Esta teoría espiritualista es un aspecto funda­

mental en los orígenes del concepto de transculturación. Por tanto,

reducir la trayectoria de Ortiz al paso de la criminología a latrans-

culturación impide ver las múltiples filiaciones, resonancias y entre-

cruzamientos que encontramos en sus textos.

En este ensayo me interesa replantear los comienzos de Ortiz,

con el propósito de abrir una perspectiva en la que las categorías

lombrosianas —positivistas y racionalistas— entren en diálogo con las

corrientes espiritualistas representadas por Kardec8. De hecho,

como veremos, hay una relación muy sutil entre la "transmigración"

de las almas y la categoría de "transculturación". Aunque la obra

de Kardec casi ha desaparecido de la discusión intelectual y de los

estudios sobre el autor del Contrapunteo, Ortiz, como otros intelec­

tuales en Europa y América, se sintió muy atraído por la religión

letrada representada por E l libro de los espíritus de Kardec y por la

mediación posible entre la ciencia y la "religión popular".

8 En otro trabajo habría que estudiar los problemas más amplios de la re­cepción de Kardec en el campo intelectual de lengua española. Kardec fue profu­samente traducido y publicado en España y América durante el sigloXIX, en gran medida gracias a la labor de la Sociedad Barcelonesa Propagadora del Espiri­tismo. Aunque se trataba de lecturas populares, el espiritismo se extendió pode­rosamente en los círculos intelectuales de América. (Véase, por ejemplo, el libro de David Hess sobre el caso brasileño, Spirits and Scientists; para el caso cubano, véase, de Aníbal Arguelles e Ileana Hodge, Los llamados cultos sincréticos y el espiri­tismo). Del mismo modo, sería importante situar a Ortiz en el contexto de la gue­rra racial de 1912 en Cuba contra el Partido Independiente de Color, cuando los veteranos negros de la guerra de Independencia reclamaron su propio espacio político y fueron duramente reprimidos (el libro de Aliñe Helg, Our Rightful Share, incluye un estudio de las "fuentes" periodísticas de Los negros brujos en la etapa previa a esta guerra).

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I 7 8

Ortiz no sólo fue lector de Kardec, sino que además dedicó par­

te de su actividad intelectual al espiritismo. La filosofía penal de los es­

piritistas, un trabajo que se originó a partir del discurso inaugural que

Ortiz presentó en la Facultad de Derecho de la Universidad de La

Habana en 1912, se publicó primero en la Revista Bimestre Cubana,

en 1914. Hay una edición de 1915 de La Habana (el mismo año

en que publica Eos negros esclavos y La identificación dactiloscópica: es­

tudio de policiología y derecho público). El libro tuvo una difusión nota­

ble. Hay otra edición española de 1924, en la Biblioteca Jurídica de

Autores Españoles y Extranjeros. Y luego hay una edición en Bue­

nos Aires de la Editorial Víctor Hugo, en la serie Filosofía y Doc­

trina. En 1919, Ortiz dio, a petición de la Sociedad Espiritista de

Cuba, una conferencia titulada "Las fases de la evolución religiosa".

En el Teatro Payret de La Habana, Ortiz expresaba su simpatía por

el espiritismo:

¡Espiritistas! Quien no participa de vuestra mística, serena­

mente os dice: ¡sois fieles de una sublime fe!, ¡acaso seáis los que

con mayor pureza os aproximáis al ideal de marchar hacia Dios por

el amor y la ciencia! ["Las fases de la evolución religiosa", p. 16].

Ortiz nunca cesó de retomar lo que había escrito enEafilosofía

penal, de retrabajarlo, de modificarlo y de continuarlo. Es interesan­

te constatar que todavía en los años cincuenta seguía escribiendo so­

bre los espiritistas: "Una moderna secta espiritista de Cuba" y "Los

espirituales cordoneros del orilé" fueron trabajos publicados enBo-

hemia, y muy pertinentes para un estudio más detallado del tema.

Sin duda, Ortiz se definía a sí mismo a partir de la doble institu­

ción de la ciencia moderna y de la nacionalidad republicana. Ya en

1903, el escritor Miguel de Carrión (1875-1929) afirmaba en la re-

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Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación

'79

vista Azul y Rojo que el joven Or t iz era "el único de nuestros hom­

bres de ciencia dotado de facultad creadora" y un "positivista con­

vencido". A la vez, elogiaba la memoria doctoral que Ort iz publicó

en M a d r i d , titulada Base p a r a un estudio sobre la llamada reparación

civil (1901) . Carr ión también comentó el "valioso estudio sobre el

ñañiguismo en Cuba" que Ort iz luego hizo publicar en M a d r i d en

la Librer ía Fernando Fe, con el título Eos negros brujos:

Ningún trabajo más arduo que el de coleccionar los datos ne­

cesarios para este libro, durante el cual le hemos seguido paso a

paso. El investigador tropezaba día tras día con la eterna dificul­

tad que hace en nuestro país infructuoso el esfuerzo de los hom­

bres de ciencia: nada existía hecho con anterioridad; era preciso

crearlo todo, ordenando los pocos datos incompletos y aislados que

llegaban á su noticia, y para colmo de males la fe del autor estre­

llábase contra la apatía del mundo científico local y de las esferas

del gobierno, que se preocupaban poco con que un desocupado

escribiese monografías de ñañigos, cosa bien trivial por cierto al

lado de los grandes intereses de la política. [Miguel de Carrión,

"El doctor Ortiz Fernández", pp. 5-6].

E n Los negros brujos, Or t i z proclamaba que la vida "salvaje" no

podía ser silenciada, sino que debía ser cuidadosamente atendida

—y reprimida—, precisamente porque el país tenía que ser discipli­

nado, educado moralmente y afinado en su sensibilidad para las

normas éticas y políticas modernas . Por una parte, Ort iz se armaba

con las doctrinas de la escuela italiana de criminología y derecho

penal positivo; por otra, ya se puede percibir que el marco concep­

tual del positivismo le resultaba insuficiente para interpretar la re­

ligiosidad en la cultura cubana.

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ARCADIO DÍAZ QUIÑONES

1 8 0

El subtítulo de Eos negros brujos, "Estudio de etnología crimi­

nal", anunciaba ya su condena de la brujería. Ortiz escribía enfáti­

camente:

El culto brujo es, en fin, socialmente negativo con relación

al mejoramiento de nuestra sociedad, porque dada la primitividad

que le es característica, totalmente amoral, contribuye a retener las

conciencias de los negros incultos en los bajos fondos de la bar­

barie africana [p. 227].

Concluía que era "un obstáculo a la civilización, principalmente

de la población de color [...], por ser la expresión más bárbara del

sentimiento religioso desprovisto del elemento moral" (p. 229). Y,

en su conferencia "Las fases de la evolución religiosa" (1919), in­

terpretó la brujería en el contexto de una "lucha religiosa" cubana

para llegar al estadio superior del espiritismo:

En Cuba tres corrientes religiosas luchan por la vida, cuan­

do no por el predominio: el fetichismo africano, especialmente

lucumí; el cristianismo en sus varias derivaciones más o menos

puras, especialmente el catolicismo, y el filosofismo religioso con­

temporáneo, especialmente el espiritismo. ["Las fases de la evo­

lución religiosa", p. 68].

Ante la Sociedad Espiritista de Cuba reunida en el Teatro Pay-

ret de La Habana, Ortiz presentaba el espiritismo como una supe­

ración del catolicismo y de la brujería: "El fetichismo es la religión

amoral, el catolicismo es Irreligión moral, el espiritismo es la moral

arreligiosa sin dogmas, ni ritos, ni ídolos ni sacerdotes" (p. 79). Así,

el espiritismo resultaría "un vigoroso estímulo en pro del mejora-

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miento moral de la humanidad" (p. 65). Al mirar de manera retros­

pectiva sus publicaciones, Ortiz estimaba que el honor que los es­

piritistas le habían concedido se debía a su "obra acerca del hampa

afro-cubana" {Los negros brujos) y aLa filosofía penal (p. 66). Con esto

Ortiz sugería que su labor intelectual tenía una coherencia como

servicio público para la evolución religiosa cubana. Es importante

notar que Ortiz concibió su conferencia como un acto de servicio

a la "existencia republicana", acusando a "muchos de nuestros hom­

bres públicos" de ^cobardía cívica" (p. 65).

En el pensamiento de Ortiz, la etnología racista del brasileño

Raymundo Nina Rodríguez, a quien cita frecuentemente, le per­

mitía desarrollar una teoría racial de la nación: las razas se encon­

traban en estados desiguales en la escala de la evolución cultural y,

por lo tanto, no podía esperarse que se adaptaran a los cánones eu­

ropeos de ciudadanía. La "mala vida" era el resultado de la "pri­

mitividad psíquica"9. Pero a Ortiz no le bastaba con determinar la

desigualdad racial cubana; más bien le preocupaban las posibilida­

des de "progreso" o "retroceso" espiritual de la República. Para ello,

como veremos más adelante, recurrió a las categorías kardesianas

de la teoría evolucionista del alma.

9 Fa formación de Ortiz, por una parte, coincidió con el contexto del "des­cubrimiento" imperialista de África, el darwinismo social, la modernización de los sistemas de control y vigilancia, el desarrollo de la criminología como cien­cia, y con la mezcla de esteticismo y violencia que caracterizó la apropiación del mundo "primitivo" en la modernidad. Para Lombroso, en el marco general del darwinismo, el concepto de atavismo postulaba una regresión a una condición primitiva. El término viene del latín: atavus, ancestro. Era un salto atrás. En el crimínale nato Lombroso hallaba ciertas cualidades físicas y sobre todo una falta de moral. Lombroso postulaba como solución, por un lado, la pena de muerte; por otro, la reforma que transformaría los factores ambientales en el criminal.

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ARCADIO DÍAZ QUIÑONES

1 8 2

Había en Ortiz un temor a la "regresión" cultural e intelectual,

temor a los efectos que pudiera tener en la sociedad, temor al "con­

tagio". La brujería y los brujos eran considerados por él adversa­

rios políticos: "Pero la inferioridad del negro, la que le sujetaba al

mal vivir era debida a falta de civilización integral, pues tan primi­

tiva era su moralidad como su intelectualidad". Por otra parte, Ortiz

hablaba desde el progreso: "Natural es que el progreso intelectual

traiga a Cuba, como al resto del mundo, la progresiva debilitación

de las supersticiones, infunda más fe en nosotros mismos y vaya bo­

rrando la que se tiene en lo sobrenatural, pues, como ha dicho Bain,

el gran remedio contra el miedo es la ciencia" (p. 221). El saber "ci­

vilizado" debe exterminar esas prácticas, penetrar en su jerga secre­

ta para que no quede ningún espacio fuera del control del intelecto

blanco. La brujería puede liquidarse por medios tanto penales como

científicos, y los materiales deben ser confiscados en un museo: "La

campaña contra la brujería debe tener dos objetivos: uno inmedia­

to, la destrucción de los focos infectivos; mediato el otro, la desin­

fección del ambiente, para impedir que se mantenga y se reproduzca

el mal" (p. 235).

El "progreso" de los espíritus y la escala evolutiva de Kardec

se encontraban implícitos en la revisión que Ortiz hizo del concepto

de atavismo lombrosiano aplicado al caso cubano. Aunque no cite a

Kardec, su interpretación histórico-espiritualista del desplazamien­

to del africano en el medio cubano incluye más que categorías sim­

plemente criminológicas:

El brujo afro-cubano, desde el punto de vista criminológico,

es lo que Lombroso llamaría un delincuente nato, y este carácter

de congénito puede aplicarse a todos sus atrasos morales, además

de a su delincuencia. Pero el brujo nato no lo es por atavismo, en

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Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación 183

el sentido riguroso de esta palabra, es decir, como un salto atrás

del individuo con relación al estado de progreso de la especie que

forma el medio social al cual aquél debe adaptarse; más bien pue­

de decirse que al ser transportado de África a Cuba fue el medio

social el que para él saltó improvisadamente hacia adelante, de­

jándolo con sus compatriotas en las profundidades de su salva­

jismo, en los primeros escalones de la evolución de su psiquis. Por

esto, con mayor propiedad que por el atavismo, pueden definirse

los caracteres del brujo por la primitividadpsíquica; es un delin­

cuente primitivo, como diría Penta. El brujo y sus adeptos son en

Cuba inmorales y delincuentes porque no han progresado; son sal­

vajes traídos a un país civilizado. [Los negros brujos, pp. 230-231] .

Para Ortiz, el africano es esencialmente un delincuente, no tan­

to en el sentido pentiano del delincuente primitivo que cita el pro­

pio Ortiz, sino porque su espíritu se encontraba en otro lugar de la

escala evolutiva. Cuando afirma que el brujo y sus adeptos son "in­

morales y delincuentes", no queda duda de que Ortiz está pensan­

do el problema en los términos espiritualistas que luego desarrollará

en "Las fases de la evolución religiosa", y no únicamente crimino­

lógicos.

Kardec garantizaba a Ortiz una jerarquía espiritual que supe­

raba el marco del "criminal nato" para incluir la nación, la raza y el

"progreso". De hecho, su lectura de Kardec, a quien significativa­

mente llamó "aquel interesante filósofo francés", fue muy tempra­

na y coincidió con sus estudios de criminología. Resulta obvio que

los textos de Alian Kardec tuvieron un valor formativo para su pen­

samiento, aunque se trataba de "lecturas religiosas" no legitimadas

en el medio universitario:

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ARCADIO DÍAZ QUIÑONES

184

Hace ya unos cuatro lustros, cuando en las aulas de mi muy

querida universidad de La Habana cursaba los estudios de De­

recho Penal y el programa del Prof. González Lanuza —enton­

ces el más científico en los dominios españoles- me iniciaba en

las ideas del positivismo criminológico, simultaneaba esas lectu­

ras escolares con obras muy ajenas a la universidad, que el acaso

ponía a mi alcance o que mi curiosidad investigadora buscaba con

fervor.

Entre estas últimas estaban las lecturas religiosas, que antes

como ahora me producen especial deleite y despiertan en mi áni­

mo singular interés. Por aquel entonces conocí los libros fun­

damentales del espiritismo, escritos por León Hipólito Denizart

Rivail, o sea Alian Kardec, como él gustó de llamarse, revivien­

do el nombre con que, según él, fue conocido en el mundo cuan­

do una encarnación anterior, en los tiempos druídicos.

Y quiso la simultaneidad de los estudios universitarios sobre

criminología con los accidentales estudios filosóficos sobre la doc­

trina espiritista, que el entusiasmo que en mí despertaran las teo­

rías lombrosianas y ferrianas sobre la criminalidad me llevase a

investigar especialmente cómo pensaba acerca de los mismos pro­

blemas penales aquel interesante filósofo francés, que osaba pre­

sentarse como un druida redivivo. ["La filosofía penal de los es­

piritistas", en RBC, 9.1, p. 30] .

í'Se debe entender su interés como un entusiasmo facilitado por

los rasgos científicos del espiritismo? ¿Acaso es metodológicamente

aceptable su afirmación de que los "problemas penales" de la cri­

minología y los dei espiritismo son "los mismos"? En la introduc­

ción de La filosofía penal, Ortiz declaró enfáticamente: "Yo no soy

espiritista". Al mismo tiempo insistía en que el espiritismo compar-

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Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación 185

tía con el "materialismo lombrosiano" premisas importantes. Es po­

sible que Ortiz, al igual que otros intelectuales, sintiera la necesidad

de distanciarse de otros espiritistas quizá no tan letrados. En su co­

rrespondencia a José M . Chacón, Ortiz aludía a "las sociedades

llamadas espiritistas de Cuba, más entretenidas con mediumnidades

más o menos serias o grotescas y con prácticas de curanderismo su­

persticioso y parasitario" (Zenaida Gutiérrez, compiladora,Fernan­

do Ortiz, pp. 35-36). Por otra parte, hay cierta ambigüedad en Ortiz

con respecto a Kardec. No se compromete públicamente del todo

con sus ideas, pero les da un lugar en el mundo intelectual y de la

ciencia:

Y a poco que mi mente tomó esa dirección hube de perca­

tarme, no sin cierta sorpresa, que el materialismo lombrosiano y

el espiritualismo de Alian Kardec coincidían notablemente en no

pocos extremos, y que a unas mismas teorías criminológicas se po­

dría ir partiendo de premisas materialistas y conducido por el po­

sitivismo más franco, que arrancando de juicios espiritualistas y

llevado por el idealismo más sutil. ["La filosofía penal de los es­

piritistas", en RBC, 9.1, pp. 30-31].

cQuería Ortiz legitimar el espiritismo por el positivismo? Ortiz

presenta a Kardec mediante el topos de la coincidentia oppositorum.

Como hará más tarde en el Contrapunteo con el tabaco y el azúcar,

su poética intenta armonizar formas de pensamiento opuestas: "Los

extremos se tocan, pudiera decirse, y ciertamente es así en nuestro

estudio" ("La filosofía penal", en RBC, 9.1, p. 33). Según indicaba

el propio Kardec, el espiritualismo y el materialismo tienen una veta

evolucionista en común, y la posibilidad de encontrar un comple­

mento en el pasaje de una a otra permite a Ortiz estructurar su li-

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bro. La filosofía penal es, pues, un libro de traducción, de pasaje

entre doctrinas y de transmigración de la materia al espíritu.

La filosofía penal es también una obra didáctica: ofrece instruc­

ción en la doctrina kardesiana. Ortiz asume el conocimiento del

positivismo en el lector, pero se siente obligado a ofrecer extensas

citas de Kardec. En sucesivos capítulos, analiza los siguientes aspec­

tos del kardesismo; las bases ideológicas del espiritismo, las leyes

de la evolución de las almas, el delito, el determinismo y el libre al-

bedrío, los factores de la delincuencia y el atavismo de los crimina­

les. En todos esos capítulos establece y celebra las analogías entre

Kardec y Lombroso.

Un aspecto central de la traducción que Ortiz hace de Kardec

es el capítulo dedicado a la "La escala de los espíritus", donde Ortiz

deriva una teoría de la élite. El evolucionismo espiritista, con su es­

cala basada en el grado de progreso de los espíritus, hacía hincapié

en el paulatino despojo de las imperfecciones. Los espíritus "imper­

fectos" -en los que la materia domina sobre el espíritu- son los pro­

pensos al mal. Son dados a todos los vicios que engendran pasiones

viles y degradantes, tales como el sensualismo, la crueldad, la codi­

cia y la sórdida avaricia. Cualquiera que sea el rango social que ocu­

pan, son el azote de la humanidad. Para Ortiz, son el equivalente

de los delincuentes natos. Los espíritus superiores —en que el espíri­

tu domina sobre la materia- se distinguen por su deseo de hacer el

bien. Esos espíritus puros reúnen la ciencia, la prudencia y la bon­

dad. Su lenguaje es siempre elevado y sublime: son los más aptos

para la vida intelectual. Si por excepción se encarnan en la tierra es

para realizar una "misión de progreso", y nos ofrecen un modelo del

tipo de perfección a que puede aspirar la humanidad en este mun­

do. La posibilidad del progreso por la purificación espiritual debe

haber resultado muy atractiva para Ortiz quien, en obras como su

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Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación 187

Proyecto de Código Criminal Cubano, estaba ocupado en la formula­

ción de campañas de "saneamiento nacional" (p. XII).

En el capítulo titulado "Fundamento de la responsabilidad",

Ortiz afirmaba que el criminal es un individuo en el cual ha encar­

nado un espíritu "atrasado". Esto lo lleva a desarrollar de modo pa­

ralelo las nociones de penalidad espiritual y social: al tiempo que hay

una responsabilidad espiritual, subjetiva, basada en la ley del pro­

greso de los espíritus, también hay una responsabilidad humana,

objetiva, basada en la ley social. Ortiz agregaba que "La ley de con­

servación impone a la sociedad -dentro y fuera de la filosofía espi­

ritista— la necesidad de luchar por sí y por su integridad, y de esta

necesidad los espiritistas como los positivistas hacen derivar la ra­

zón del castigo" (RBC, 9.4, p. 288). De este modo, Ortiz pudo apli­

car un fundamento absoluto a la noción de penalidad: "El progreso

del hombre, es decir, el progreso del espíritu, he aquí la finalidad psi­

cológica y subjetiva de la pena así en este mundo como en el univer­

so infinito del progreso de los seres" (RBC, 9.4, p. 289). Sin duda,

Ortiz tenía en mente la necesidad de operar sobre un terreno sóli­

do en la organización social de la nación.

En Eos negros brujos, el propio Ortiz reconocía que algunas de

sus proposiciones represivas podrían ser consideradas inquisitoria­

les. Su posición frente al brujo y al africano, extremadamente pro­

blemática, exigía los fundamentos teológicos de una filosofía penal.

Esa teología evolutiva le permitió vislumbrar un sentido humani­

tario en la represión de las prácticas culturales dañinas para la Re­

pública. Ortiz se sentía atraído por la fuerza moral de los principios

de Kardec: hay progreso, pero se encuentra amenazado por los mo­

vimientos regresivos de la historia. La posibilidad de aplicar concep­

tualizaciones científicas al orden moral aseguraba larenovatio de la

sociedad cubana. En La reconquista de América, escribe: "No hay

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ARCADIO DÍAZ QUIÑONES

188

pueblos ni civilizaciones fatalmente superiores ó inferiores; hay sólo

adelantos ó atrasos, diferencias en la marcha integral de la humani­

dad" (p. 26).

Volvamos a La filosofía penal. En los capítulos sobre la escala de

los espíritus y el libre albedrío, Ortiz se interesa en particular por

el papel de los espíritus "prudentes", quienes vienen a la tierra para

realizar una "misión de progreso". En ella coinciden dos proyectos

opuestos: construir un espacio para la élite ilustrada, con privilegios

de ciudadanía plena, y abrir la puerta del progreso a otros espíritus

"atrasados" que no tenían la capacidad de formular sus propios pro­

yectos. La producción de ciudadanos para la República era posible,

aunque compleja, y tenía que estar basada en la ciencia de la crimi­

nología, la vigilancia, la disciplina, y en la jerarquía de una espiritua­

lidad evolucionista. La reconquista de América ofrece un comentario

particularmente iluminador: "Seamos los cubanos blancos, los que

constituimos el nervio de la nacionalidad, más cultos todavía para

poder mantener la vida republicana independiente de retrocesos his­

panizantes o africanizantes" (p. 47).

¿Cómo se lograba larenovatio que permitía el ascenso de los es­

píritus inferiores? Desde el punto de vista teológico, la noción del

libre albedrío contenía la posibilidad de superación espiritual. Pues­

to que el espíritu no es esencialmente malo ni bueno, Ortiz encon­

tró en la reencarnación postulada por Kardec una alternativa para

el determinismo biológico del atavismo:

Así como tenemos hombres buenos y malos desde la infan­

cia, así también hay Espíritus buenos y malos desde el principio,

con la diferencia capital de que el niño tiene instintos completa­

mente formados, al paso que el Espíritu, al ser formado, no es ni

bueno ni malo, sino que tiene todas las tendencias, y en virtud de

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Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación 189

su libre albedrío toma una u otra dirección. ["La filosofía penal

de los espiritistas", en RBC, 9.2, p. 131].

De modo que la versión espiritista del atavismo consiste fun­

damentalmente en un estancamiento del progreso espiritual en el

paso de una vida a otra. Mientras los espíritus superiores han con­

tinuado progresando, los atávicos sólo representan una regresión en

relación con el estado de avance de los demás.

No caben los retrocesos en la construcción de la nación. El

pensamiento político de Ortiz no puede entenderse sin referencia

a Kardec y a la posibilidad de que todos se integren al progreso

espiritual. Esta noción de "progreso" se concibe de modo orgáni­

co con la evolución biológica:

La filosofía espiritista arranca de la existencia de un Ser su­

premo, Dios, creador de todas las cosas y de la existencia inmor­

tal de los espíritus.

Pero el espiritismo se distingue de otros credos religiosos, por­

que viene a ser una teoría evolucionista del alma, teoría ciertamen­

te antigua, pero cuya revivencia moderna se debe al espiritismo

y a la teosofía. En efecto, los espíritus son creados imperfectos, y

su existencia se desenvuelve a lo largo de una serie infinita de

pruebas dolorosas que lo despiertan, le fortalecen sus facultades

y lo elevan hacia los estados superiores de la evolución psíquica,

de la misma manera que, según los biólogos materialistas —Sergi,

por ejemplo—, los seres que entran dentro del campo de su visua­

lidad, desde la ameba a los grandes mamíferos, progresan y se

transforman y se hacen inteligentes por el dolor en la serie infi­

nita de pruebas que supone el contacto constante con el medio

ambiente.

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ARCADIO DÍAZ QUIÑONES

I 90

El fin del espíritu es progresar, ascender, elevarse siempre y

acercarse a Dios. En la historia natural de los espíritus no hay re­

gresiones; puede haber estancamientos, situaciones de quietud

pero nunca de retroceso. ["La filosofía penal de los espiritistas",

en RBC, 9.1, p. 34].

Por otra parte, la armonización de lo material y lo espiritual se

traduce en la "teoría de la belleza" que Ortiz toma de Kardec. Este

explicaba las diferencias raciales estableciendo una correlación en­

tre la belleza corporal y la escala evolutiva de los espíritus. Su esté­

tica racial situaba al negro en un lugar próximo al de los animales.

Ortiz cita:

El negro puede ser bello para el negro, como lo es un gato

para otro, pero no es bello en el sentido absoluto; porque sus ras­

gos bastos y sus labios gruesos acusan la materialidad de los ins­

tintos; pueden muy bien expresar pasiones violentas; pero no

podrían acomodarse a los matices delicados del sentimiento y a

las modulaciones de un Espíritu distinguido. ["La filosofía pe­

nal de los espiritistas", en RBC, 9.4, p. 261].

En la evolución del alma, el negro iría paulatinamente despren­

diéndose de los rasgos físicos que lo caracterizan para aproximarse

al blanco. Así, en la apropiación que Ortiz hace del "credo reencar-

nacionista" se observa el germen del concepto de latransculturación.

En su ensayo "La cubanidad y los negros" (1939), en el cual ela­

bora la teoría delajiaco como emblema de la nacionalidad, Ortiz in­

terpreta "los abrazos amorosos" del mestizaje como "augúrales de

una paz universal de las sangres [...], de una posible, deseable y fu­

tura desracialización de la humanidad" (p. 6).

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Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación 191

Ya en la década de los años treinta, Ortiz negaba las jerarquías

raciales. Pero no había abandonado las nociones fundamentales kar-

desianas acerca del progreso espiritual, presentado aquí coraodesra-

cialización. Asimismo, reemplazaba la categoría de mestizaje con el

concepto de transmigración, enriqueciendo sus posibilidades inter­

pretativas:

No creemos que haya habido factores humanos más trascen­

dentes para la cubanidad que esas continuas, radicales y con­

trastantes transmigraciones geográficas, económicas y sociales de

los pobladores; que esa perenne transitoriedad de los propósitos

y que esa vida siempre en desarraigo de la tierra habitada, siem­

pre en desajuste con la sociedad sustentadora... [Las cursivas son

mías, p. 11]'".

La noción de transmigración como un desajuste espacial y tem­

poral ya se encontraba perfilada en Los negros brujos y en La filosofía

penal, libros en los cuales Ortiz aplicaba la teoría espiritista de la

evolución de las almas. El artículo "La cubanidad", fundamental

en la formulación del concepto de transculturación, desarrollaba nue­

vos modos de interpretar la cultura nacional aprovechando las

conceptualizaciones kardesianas del orden espiritual. En consonan­

cia con la "regresión" espiritual enEa filosofía penal o el adelanto del

medio al africano en Los negros brujos, "La cubanidad" retiene la ca­

tegoría de desplazamiento para explicar el lugar del negro en la cul­

tura cubana. Vale la pena detenerse en el siguiente pasaje, donde

'" Este mismo párrafo aparece reutilizado en Contrapunteo como parte de la conceptualización del concepto de transculturación (p. 102).

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I 9 2

Ortiz deja ver claramente el aspecto espiritualista de su formulación

de la transculturación:

Los negros trajeron con sus cuerpos sus espíritus [...] pero no sus

instituciones, ni su instrumentarlo [...]. No hubo otro elemento

humano en más profunda y continua transmigración de ambien­

te, de cultura de clases y de conciencias. Pasaron de una cultura

a otra más potente, como los indios; pero éstos sufrieron en su tie­

rra nativa, creyendo que al morir pasaban al lado invisible de su pro­

pio mundo cubano; y los negros, con suerte más cruel, cruzaron el

mar en agonía y pensando que aún después de muertos tenían que re­

pasarlo para revivir allá en África con sus padres perdidos... ["La cu­

banidad", pp. 11-12).

La transculturación tiene un aspecto espiritualista que es inne­

gable. A pesar de la ausencia de referencias explícitas en los últi­

mos textos de Ortiz, el aporte filosófico de Kardec a su pensamiento

no puede continuar siendo ignorado. En Ortiz encontramos la

nacionalización, la historización y la antropologización de la teoría

kardesiana sobre la transmigración de las almas. Es larenovatio que

continuaba fascinando a Ortiz. Catransculturación se construyó fun­

damentalmente con base en las categorías de transmigración, despla­

zamiento, progreso espiritual y evolución. No puedo comentar aquí

el Contrapunteo, pero no será difícil para el lector descubrir el espe­

sor del concepto de transculturación enriquecido por el referente

de Kardec. Para Ortiz, la historia de la humanidad es también una

historia de las almas en transmigración. La lección que Ortiz tomó

de Kardec resuena silenciosamente en sus textos fundadores de la

nacionalidad cubana: el espíritu es irreductible al cuerpo.

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Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación

'93

rafia

Arguelles Mederos, Aníbal, e Ileana Hodge Limonta. Los llama­

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La formación de la cultura política de la exclusión

en América Latina durante el siglo XIX

Gilberto Loaiza Cano

Introducción

"L/a América Latina está hecha a la vez de ciudadanos y de exclui­

dos" b con esas palabras resumió el sociólogo francés Alain Tourai-

ne uno de los conflictos que se han vuelto inherentes a la historia

política de nuestra región. Es casi connatural que el hombre común

de América Latina viva sistemáticamente separado de los asuntos de

organización y dirección del Estado; por eso cualquier intento de

cuestionamiento práctico de esa situación suele entenderse, entre las

castas de la dirigencia política, como una puesta en peligro de ese

eufemismo llamado "orden democrático".

Me limitaré a escudriñar en algunos sucesos ideológicos y al­

gunas conductas de las élites intelectuales del siglo pasado que hi­

cieron parte del repertorio justificador de la preeminencia de unos

individuos sobre otros en las nacientes repúblicas liberadas del do­

minio español. El intelectual que recibió la inmediata herencia de

la liberación de España fue uno de los agentes fundamentales, si no

el protagonista, de la administración y la legitimación de los privile­

gios obtenidos por un grupo social específico. Muchos de los ejem­

plos que ilustrarán esta preeminencia de una élite intelectual en la

1 Alain Toumnt, América Latina, política y sociedad (Madrid: Espasa-Calpe, 1989), p. 89.

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La formación de la cultura política de la exclusión 197

propagación de unos hábitos que se volverán virtudes en las inci­

pientes y frágiles democracias republicanas los tomé del itinerario

del intelectual liberal neogranadino Manuel Ancízar (1811-1882),

quien durante su etapa de formación vivió en Cuba y Venezuela an­

tes de retornar a su país de origen, en 1846".

El intelectual decimonónico

Pedro Henríquez Ureña dejó estas frases definitorias y a la vez enal­

tecedoras del papel cumplido por los intelectuales hispanoamerica­

nos del sigloXIX: "De 1810a 1880 cada criollo distinguido es triple:

hombre de Estado, hombre de profesión, hombre de letras. Y a esos

hombre múltiples les debemos la mayor parte de nuestras cosas

mejores". Aunque la historia detallada de ese siglo nos suministre

variados matices, esta definición sintetiza la condición prominente

de los intelectuales en la mayoría de los países del continente. El pa­

pel relevante de la intelectualidad civil chilena en la limitación de los

poderes temporales de la Iglesia católica y del ejército contrasta con

la subordinación o las concesiones de la débil y escasa élite intelec­

tual venezolana a las ambiciones de los militares; por alguna razón

Andrés Bello prefirió la estable perspectiva de Chile a la convulsa

vida republicana de su país natal. Pero haciendo abstracción de las

particularidades, es posible aventurar una caracterización genérica

de ese hombre letrado criollo que detentó buena parte del poder es­

piritual en el transcurso del siglo pasado.

La definición de Henríquez Ureña alude a la condición ambi­

valente del intelectual decimonónico: individuos que oscilaron en-

2 Esta ponencia se basa en mi ensayo inédito titulado "La formación inte­lectual de Manuel Ancízar (1811-1851)".

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GILBERTO LOAIZA CANO

1 9 8

tre lo cultural y lo político en una época de indiferenciación en esas

dos esferas. Sintiéndose predestinados para cumplir tareas dirigen­

tes en sociedades incipientes, los intelectuales hispanoamericanos

desplegaron un activismo en múltiples sentidos; desconocieron las

fronteras entre la vida privada y la vida pública, de tal manera que

se entregaron al cumplimiento de una "honrosa carrera" de servicios

a la patria. Esa alta autoestima contribuyó a orientarlos en un papel

pionero, fundacional, en muchos aspectos de la organización social;

de ahí que sea tan común en la documentación histórica de ese siglo

la abundancia relativa de archivos privados que conservan con es­

crúpulo los nombramientos, reconocimientos y méritos acumula­

dos en sus vidas públicas. Poseedores del privilegio demarcatorio

de la educación, se dedicaron a validarse ante el hombre ilustrado

europeo: pertenecer a una sociedad científica, literaria o artística de

Europa era una de las conquistas más apetecidas por los polígrafos

hispanoamericanos. Fueron también cosmopolitas, transnacionales,

con una difusa noción de patria; muchos sirvieron con más fideli­

dad a los intereses supranacionales de la masonería que a sus comu­

nidades de origen. Más que chilenos, venezolanos o neogranadinos

se sintieron ciudadanos americanos y así describieron parábolas de

hombres de mundo que contaron con la circunstancial amistad en

Europa de Michelet o Quinet o Lamartine. El éxodo, el destierro,

la diáspora, el retorno hicieron parte del intenso periplo del vene­

zolano Bello radicado en Chile, del neogranadino Ancízar educado

en Cuba, del desterrado Francisco Bilbao interviniendo en la vida

política peruana, del argentino Sarmiento refugiado en Valparaíso.

El intelectual decimonónico fue el formador de los aparatos re­

presentativos del poder estatal y el creador de determinadas ideas

de nación; se encargó de preparar las nuevas élites gobernantes y

crear instituciones para la instrucción básica de las masas; relativizó

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La formación de la cultura política de la exclusión 2 0 1

En el mito fundador de la vida republicana encontraron buena

parte de la justificación del papel político preponderante que debería

corresponderle a una minoría blanca. Uno de los más conspicuos

exponentes de la justificación racial del papel dominante de un gru­

po específico de individuos, consideraba al criollo como la "inteli­

gencia de la revolución"; mientras que el indio, el negro, el mulato

y el mestizo habían sido simplemente "instrumentos militares". El

europeo americano, el español nacido en América, el hombre blanco

reunía los atributos de "legislador, administrador, tribuno popular

y caudillo al mismo tiempo"4. De tal modo que se apelaba a la di­

ferenciación racial, se confería al europeo enraizado en América unos

rasgos sobresalientes y a los demás entes raciales se les adjudicaban

rasgos que servían para determinar su situación subordinada: "Es

él —refiriéndose al hombre criollo— quien guía la revolución y tiene

el depósito de la filosofía. Las demás razas o castas, en los primeros

tiempos, no hacen más que obedecer a la impulsión de los que tie­

nen el prestigio de la inteligencia, de la audacia y aun de la superio­

ridad de la raza blanca"5. De esa manera, un sector minoritario de

las sociedades hispanoamericanas tenía garantizado un porvenir di­

rigente y a otros se les preparaba la exclusión política.

Ahora, ¿cómo a esta argumentación en favor de una supuesta

predestinación racial se le agregaba una predestinación estamental,

es decir, cómo se reivindicó para los intelectuales una situación de

privilegio? En algunos casos, como el venezolano, el influjo de los

4 José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición so­cialde las repúblicas colombianas (París: Imprenta de E. Thunot, 1861), pp. 186-187. Sobre el pensamiento político excluyente de Samper, véase: Alfredo Gómez Mu­llen, "Las formas de la exclusión", en revista Gaceta (Bogotá: Colcultura, agosto de 1991).

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202

jóvenes intelectuales en la organización de la república fue conse­

cuencia inmediata del dramático descenso de población provoca­

do por las muertes en la guerra de Independencia. En la primera

mitad del siglo XIX, fue notable en Venezuela la carencia de hom­

bres preparados para las tareas civilizadoras que urgían en esos

años. Los pocos hombres ilustrados disponibles debían cumplir

faenas en todos los órdenes; un mismo grupo de personas dotadas

de las luces de la educación debía entregarse a cumplir funciones

económicas, políticas e intelectuales. Eran hombres jóvenes y refi­

nados sin ningún nexo protagonice con las contiendas libertadoras,

provenían del excluyente y precario sistema educativo que preva­

lecía hasta entonces; tan excluyente y precario, que se ha podido

afirmar que el hecho de ser intelectual en Venezuela, entre 1820 y

1850, significó pertenecer a un sector muy privilegiado "por lo es­

caso de los recursos e instituciones educativas del país". La aspira­

ción a un título universitario durante el siglo XIX en ese país no sólo

implicaba satisfacer las comprobaciones de legitimidad y pureza de

sangre; también había que pertenecer a una clase social suficiente­

mente elevada que pudiese cumplir con la escrupulosa y puntual

entrega de 200 a 500 pesos. Esta situación dejó cifras reveladoras:

el 66% de los estudiantes universitarios de Caracas procedía de fa­

milias de hacendados y altos funcionarios; el 23% provenía de la

clase media compuesta por profesionales y funcionarios municipa­

les; apenas el 1,5% estaba compuesto por hijos de artesanos y em­

pleados públicos menores .

El exclusivismo de la intelectualidad de Venezuela en la prime­

ra mitad del siglo pasado se medía, entonces, por su escasez numé-

6 Elke Nieschulz de Stockhausen, "Los periodistas en el siglo XIX, una élite", en Anuario, N° 1 (Táchira: Universidad Católica, 1982), p. 239.

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rica, por su refinamiento, por el cumplimiento de múltiples funcio­

nes y por el carácter imprescindible en el juego de poder. Para el ré­

gimen de José Antonio Páez fue vital contar con el vínculo de estos

jóvenes talentosos que suplían la ineficiencia dirigente de muchos

militares. Ante la carencia de un número adecuado de intelectuales,

eran muy bienvenidos los intelectuales inmigrantes y los casos ex­

cepcionales de individuos que lograron encumbrarse culturalmente

con una formación autodidacta. Por eso fue muy frecuente durante

el predominio político del general Páez el retorno de aquellas fami­

lias que habían huido de las luchas cruentas de la Independencia.

Así llegaron jóvenes brillantes educados en Europa, Estados Uni­

dos o Cuba, como Santos Michelena o José María Vargas, activos

promotores de la reorganización económica, política y educativa de

Venezuela. Aunque su retorno inicialmente estuvo acompañado de

hostilidades y reproches, terminaron convertidos en seres indispen­

sables para el manejo de delicados asuntos de Estado7.

Provistos de la convicción de los atributos acumulados y por el

carácter imprescindible y pionero en sociedades incipientes, estos

intelectuales se encargaban de reivindicar para sí un papel promi­

nente. Fue el caso del neogranadino Manuel Ancízar (1811-1882),

educado y finalmente perseguido en Cuba por sus vínculos con la

masonería que conspiraba contra el régimen colonial de la isla. Los

jóvenes intelectuales que, como Ancízar, llegaban para contribuir

en los procesos de organización de las nacientes repúblicas tenían

clara su misión histórica; su gloria no era de la misma índole de los

' José María Vargas tuvo gran influencia en el régimen de Páez y fue du­rante el lapso de 1837 a 1839 presidente de Venezuela, en un agitado paréntesis civil del caudillismo militar. Santos Michelena fue, entre tanto, un hábil diplo­mático y por mucho tiempo ministro de Hacienda.

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guerreros de la Independencia, sus batallas eran más silenciosas y

sus victorias menos visibles, pero quizás más perdurables. Estaban

basadas en la creación de un nuevo tipo de sociedad, según las con­

vicciones de su liberalismo genérico, su voluntad racionalizadora,

su relativo escrúpulo científico. Los portadores de los mensajes ilus­

trados eran el remplazo histórico de los hombres de espada, las nue­

vas sociedades exigían hombres dotados de las luces de la educación

que desde el libro, el gabinete, la tribuna, el periódico, adelantarían

su misión civilizadora. Así solían enunciar las virtudes de un esta­

mento imprescindible en la organización de las nuevas repúblicas:

La mano del tiempo nos ha traído otras necesidades tan im­

periosas como las pasadas y otras labores de igual importancia

relativa, si bien de índole diversa por cuanto ellas no pueden ser

consumadas por esfuerzos físicos, sino intelectuales: a la pujan­

za del brazo es menester sustituirla por la pujanza de la inteligen­

cia, para corresponder al clamor de las exigencias actuales [...].

Si nuestros mayores hubieron de educarse para los campos de ba­

talla, la nueva generación tiene que atesorar luces para los traba­

jos de gabinete, so pena de encontrarse fuera del puesto que el

transcurso de los años le ha señalado inútil para sí misma y para

la patria8.

Durante su estadía en Venezuela, de 1840 a 1846, Ancízar con­

tribuyó a la fundación de la Biblioteca Nacional y de la asociación

intelectual denominada Liceo Venezolano, regentó el Colegio Na­

cional de Carabobo, fundó el periódico El Siglo, fundó y dirigió en

8 Manuel Ancízar, "El Liceo Venezolano", en El Siglo (Valencia: s. d., ene­ro 28 de 1842).

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La formación de la cultura política de la exclusión 205

Valencia un ateneo literario, fundó y dirigió una caja social de aho­

rros. Es decir, fue un activo creador de institucionalidad cultural,

un organizador en diversos frentes de las élites dirigentes venezo­

lanas. Estuvo a punto de fijar residencia definitiva en ese país has­

ta que la Nueva Granada le encomendó una labor diplomática como

antesala de su llegada a colaborar en el gobierno del general Tomás

Cipriano de Mosquera.

La soberanía de la razón

La filosofía sensualista de Condillac y su continuación en Destutt

de Tracy conformaron, hasta el inicio de la década de 1830, el pen­

samiento filosófico por antonomasia de los liberales hispanoameri­

canos, el más nítido nexo con los ideales ilustrados de la Revolución

Francesa. Pero en la confusión ideológica de la primera mitad del si­

glo XIX, florecieron otras opciones que entrañaron una ruptura con

la tradición filosófica de la Ilustración. Así se verificaron adhesio­

nes hacia un representante del liberalismo moderado, coadjutor de

la Restauración en Francia y hegeliano bastante superficial, como fue

Víctor Cousin.

¿Qué implicaba adherirse a las tesis del filósofo francés? El año

1815 había marcado en Europa no sólo una reacción política viru­

lenta contra los legados de la Revolución Francesa. En lo filosófi­

co y en lo literario indicaba una ruptura con el materialismo de los

ilustrados y un retorno al misticismo que ambientó el nacimiento del

movimiento romántico. Los llamados ideólogos, como Destutt de Tra­

cy y Pierre Cabanis, quedaron revaluados como los últimos repre­

sentantes de la gloriosa tradición filosófica del siglo XVIII. Mientras

tanto, regresaba a Francia, procedente de Alemania, Víctor Cousin

(1792-1867). Al iniciar sus lecciones de 1818, en la Escuela Ñor-

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mal primero y luego en la Universidad de París, Cousin expuso los

fundamentos de un sistema de filosofía moral basado, dicen que

mediocremente, en las enseñanzas que había recibido de su amigo

Hegel y de Tenneman, un discípulo de Kant que era autor de una

Historia de la filosofía cuya traducción al francés fue confiada al pro­

pio Cousin. Junto con Rover Collard, el introductor en Francia de

la escuela escocesa del sentido común, Víctor Cousin dominó el es­

cenario académico del país durante la primera mitad del siglo. Más

claramente que aquél, se convirtió en el representante filosófico de

la monarquía constitucional de Luis Felipe, impartiendo su filoso­

fía ecléctica y dirigiendo la instrucción pública francesa. Estuvo ín­

timamente vinculado con sociedades secretas y, al lado de Guizot,

Thiers, Constant —los doctrinarios—, se encargó de justificar ideoló­

gicamente la autoridad religiosa y política que se impuso durante

la Restauración. Además, era una generación de pensadores y polí­

ticos, en Francia, muy cercana en actitudes y propósitos a los jóve­

nes intelectuales hispanoamericanos, compartían el sentimiento de

cumplir una labor trascendente atribuida a la nueva aristocracia de

la inteligencia. Eran, según palabras del hábil ministro Frangois

Guizot, los hombres encargados de construir la nueva nación des­

pués de la actividad demoledora de la Revolución9.

Seguir las tesis de Cousin, por tanto, podía implicar algo más

que adherirse a una doctrina filosófica; era tal vez acoger una teo­

ría de la sociedad que sirvió de soporte a la Restauración en Fran­

cia. Para 1830, ya se conocía en el nuevo continente su traducción

del Curso de historia de la filosofía moderna, cuya introducción anun-

9 Sobre esta generación de intelectuales en Francia, véase el estudio del so­ciólogo Pierre Rosanvallon tituladoLí moment Guizot (Rrís: Editions Gallimard, 1985).

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La formación de la cultura política de la exclusión 207

ciaba el nacimiento de una nueva corriente filosófica, la del eclecti­

cismo; más tarde se leyó su escrito De lo verdadero, de lo bello y del

bien, que, aunque publicado en 1838, contenía sus lecciones de 1818.

Y también se conocía y discutía con ardor su Examen crítico de la

filosofía de Loche, publicado en 1830, definitivo ajuste de cuentas con

las teorías sensualistas.

La querella antisensualista adquirió en Cuba relieve importan­

te a fines de la década de 1830. Los hermanos Manuel y José Zaca­

rías González del Valle, más el primero que el segundo, se habían

dedicado a la aclimatación de esa nueva corriente. En 1840 publica­

ron, el primero, unos Rasgos históricos de la filosofía y, el otro, un con­

junto de artículos sobre Psicolojía según la doctrina de Cousin. Entre

tanto, revistas como la Cartera cubana contenían los artículos de un

agudo Filolezes, seudónimo del influyente escritor cubano José de

la Luz y Caballero, quien se convirtió en el más tenaz contradictor

de las novedades del eclecticismo. Ésta fue la época de debates ideo­

lógicos mejor conocida como lapolémica cubana, en la que se discu­

tió intensamente acerca de los métodos de enseñanza de la filosofía

en la isla; se evaluó la filosofía de Condillac y se expuso abiertamente

la corriente de Cousin. La importancia de esta polémica en Cuba

reside en que diseminó el tema por el resto de América. Por aquella

misma época, 1840, Andrés Bello, en Chile, ya concebía suFilosofia

del entendimiento y traducía laRefutation de Teclectisme, escrita por Pie­

rre Leroux, un discípulo inconforme de Cousin. Mientras tanto, en

Venezuela, se enfrentaban los profesores de filosofía Rafael Acevedo

y Fermín Toro, quien más tarde sería apoyado en su reivindicación

de las tesis de Cousin por el joven Manuel Ancízar.

Más allá de un debate sobre el sensualismo y sobre la imposi­

ción de textos de enseñanza de la filosofía para las élites latinoame­

ricanas, estaba en disputa una concepción de la sociedad que venía

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filtrada en la obra del filósofo francés. Hubo en el siglo XIX una

eximia tradición de buscar en la lógica y en la psicología justifica­

ciones para la actividad política. Por eso abundaron en América La­

tina los libros de filosofía del entendimiento que protocolariamente

eran redactados con el fin de recrear una interpretación de un orden

social ideal; eran adaptación o traducciones de obras originalmente

inglesas o francesas, y el aporte intelectual del letrado criollo se re­

ducía a un prólogo justificatorio de la intención y a reordenar el ma­

terial original según énfasis deseados.

Examinando las Lecciones de psicolojía de Manuel Ancízar, pu­

blicadas inicialmente en Caracas, en 1845, podemos comprender los

alcances de una corriente filosófica que argumentaba a favor de la

exclusión de la mayoría de los hombres de la actividad política y les

asignaba un papel destacado a aquellos iluminados por los benefi­

cios de la razón. No sin antes advertir explícitamente en el prólogo

que su libro era una búsqueda de sustento filosófico a la actividad

política:

Ruego que no se juzgue este compendio de las teorías ecléc­

ticas ciñéndose a lo que en él literalmente aparece, sino exami­

nando la índole de los jérmenes que tienden a sembrar en la in-

telijencia de los jóvenes, i teniendo en cuenta la feliz aplicación

que de ellas puede hacerse a nuestro réjimen social10.

Después de exponer los atributos y las facultades del alma con­

siderada en sí misma, Ancízar pasa a la parte más interesante, que

Manuel Ancízar, Lecciones de psicolojía (Bogotá: Imprenta del Neogra-nadino, 1851), pp. I-1I. De la edición caraqueña de 1845 se conservan algunos manuscritos en el archivo familiar.

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La formación de la cultura política de la exclusión 209

es el estudio del alma en relación con el concepto de libertad, con

el hombre y la sociedad, con la naturaleza y, por último, con Dios.

Sin duda, cuando arriba al momento de analizar las relaciones del

alma con la sociedad, sus Lecciones expresan más claramente la po­

sición que asume el autor acerca de las condiciones ideales de una

sociedad. Acepta que, por naturaleza, "todos los hombres traen un

mismo origen; todos se hallan dotados de alma inteligente, amante

y libre, servida por órganos semejantes de sensación, expresión y

locomoción"; pero, constituida la sociedad, esa natural igualdad se

desvanece y se imponen, como elementos diferenciadores entre los

hombres,

sus disposiciones individuales para la industria y las ciencias

estableciéndose un sistema ordenado, en el cual si bien todos los

asociados tienen deberes que llenar y derechos de que gozar, no

son iguales para todos ni enteramente comunes a la generalidad,

sino que muchos son peculiares al lugar social que los individuos

van ocupando según su capacidad y su mérito".

Así aparece formulado el principio de la "desigualdad perso­

nal" que suplanta al de la igualdad absoluta tan caro en la tradición

rousseauniana. Para Ancízar, el ya lejano principio de la igualdad

absoluta destruía "el principio altamente social de las recompensas

señaladas para las grandes virtudes, negándose al propio tiempo la

capacidad que tienen los individuos de levantarse por esfuerzos de

su espíritu"12.

11 M. Ancízar,op. cit,pp. 302-303. 12 M. Ancízar, "Lecciones de moral", manuscritos conservados en el Ar­

chivo Ancízar.

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2 10

Reclamaba, en consecuencia, la selección de los mejor capaci­

tados para ingresar en el ejercicio activo de la política. Debía haber,

según él, una "división natural de los asociados" basada en "dife­

rencias accidentales pero importantes de organización, grados di­

versos de ilustración o de riquezas, i otras muchas circunstancias

individuales que tienden a diferenciar a los hombres".

Aquí tenemos un pensamiento altamente selectivo en que la ra­

zón, la ciencia y la riqueza se conjugaban como factores primordia­

les para definir quiénes podían desempeñar el papel de ciudadanos

activos. La teoría de la soberanía de la razón, la "teoría del siglo"

como la denomina el sociólogo Pierre Rosanvallon, desplazaba la

teoría de la soberanía del pueblo; de ese modo se imponía una idea

restringida y excluyente de la representatividad política.

La masonería y la asociación de voluntades

No se apeló sólo a la adaptación y difusión de ideologías para darle

legitimidad a la selección de los más ilustrados, capaces y ricos como

exclusivos ciudadanos activos. También se acudió a la creación y la

expansión de hábitos que devendrían, con la frecuencia y el tiempo,

"virtudes" señaladoras de las debidas distancias entre dominantes

y subordinados, entre aristocracia y plebe, entre hombres refinados

y los guaches de sombrero y ruana.

La masonería había sido antes y durante la gesta emancipadora

un núcleo inspirador de la subversión intelectual contra la opresión

hispánica. Luego de la independencia, fue adquiriendo los rasgos

de un tipo de sociabilidad de las élites altamente selectivo, cuyos es­

trictos y simbólicos ritos de acceso, de iniciación y de ascenso fija­

ban las fronteras de separación y de distinción con respecto al resto

de los individuos.

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La formación de la cultura política de la exclusión 2 1 i

Es bueno hacer precisiones para el singular caso de Cuba, don­

de la masonería tuvo que debatirse entre organizar eventos conspi-

rativos contra la Corona o reunir y seleccionar la minoritaria élite

blanca de la isla. En Cuba, la masonería no tuvo una figuración uni­

forme, puesto que hubo divisiones según los influjos externos: la

masonería de influencia francesa proveniente de los blancos que

huyeron de Haití; la masonería de raigambre española; la masone­

ría de influencia norteamericana y más exactamente vinculada con

la Gran Logia Yorquina, a la que se deben los vehementes proyec­

tos anexionistas que proliferaron en la isla. Desde la masonería se

alentó la formación de la Real Sociedad Patriótica de La Habana,

nicho del pensamiento liberal criollo que estuvo en constante polé­

mica con los miembros de la Capitanía general. Temerosa de inci­

tar una sublevación que produjera una rebelión de la mayoritaria

población negra, los criollos cubanos prefirieron conformarse con

buscar un papel dirigente en el desarrollo de actividades de educa­

ción en ese país. Por eso no fue extraño que, con tal de fijar distan­

cias con los negros, prohibieran el acceso de los pocos individuos

letrados de esa raza a la Real Sociedad Patriótica. Más evidente­

mente racista fue la reglamentación de la Gran Logia Yorquina Cu­

bana, la cual exigía no admitir ni negros, ni mujeres, ni pobres ni

minusválidos; apenas tenían cabida los blancos peninsulares y los

criollos ricos:

Para ser recibido masón no sólo son necesarios los requisitos

que se expresan en artículo primero (creer en el Gran Arquitec­

to del Universo y no haber delinquido) sino que el individuo que

aspire a ello no debe ser pobre de solemnidad: ha de gozar de pú­

blica buena reputación: debe tener veintiún años cumplidos por

lo menos: de nacimiento libre: sin falta de miembro alguno: sin

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GILBERTO LOAIZA CANO

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deformidad de su figura; de organización perfecta en sus senti­

dos: que no sea eunuco; ni se admitirán mujeres13.

Mientras tanto, en Venezuela, desde la masonería se prepara­

ron sutiles y efectivas redes hegemónicas mediante ia fundación de

instituciones que reunían a la capa selecta de los escasos intelectuales

activos en ese país. La Logia América de Caracas, a partir de la

mitad del decenio de 1830, se encargó, parafraseando a Lerminier,

de derramar el saber sobre la cabeza del pueblo al preparar ambi­

ciosos proyectos culturales. En asocio de intelectuales nacidos en

Venezuela y otros provenientes de Cuba, la Logia América creó la

publicación Liceo Venezolano, una versión quizás más modesta de la

influyente revista Bimestre Cubana, presidida por Manuel Ancízar.

Desde la instalación de la revista, el presidente se propuso la forma­

ción de la biblioteca pública nacional14. Y fue a través de los víncu­

los con la masonería caraqueña que Ancízar recibió del general Páez

la misión de "civilizar" la abandonada región de Valencia: inicial-

mente fue nombrado director del Colegio Nacional de Carabobo

y del Colegio Nacional de Abogados; luego fundó y dirigió el pe­

riódico El Siglo, la Caja de Ahorros, el Ateneo Literario Carabobo

y la Sociedad Patriótica a la cual se afilió más tarde su amigo Agus­

tín Codazzi.

En la Nueva Granada, con la presencia del mismo Ancízar, un

grupo connotado de intelectuales civiles se encargó de crear una

13 Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, Sala Cubana, Manuscritos Vi­dal Morales, T.V., N° 43.

14 Sobre el nacimiento del Liceo Venezolano y la consiguiente campaña en favor de la biblioteca nacional, véase tlCorreo de Caracas, desde octubre de 1840 hasta febrero de 1841.

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La formación de la cultura política de la exclusión 2 1 3

sociabilidad que distinguiera y diferenciara a aquellos hombres que

se autoconsideraban iguales entre los superiores. La Sociedad Pro­

tectora del Teatro y la Sociedad Filarmónica surgieron de los miem­

bros de la recién fundada Logia Estrella del Tequendama, en 1849.

Una revisión de sus reglamentos deja entrever el deseo de halagar

las "conductas intachables" y sancionar cuanto se consideraba se­

ñales de mal gusto. Desde esas sociedades artísticas, sus directivos

—miembros a la vez de la logia mencionada— imponían a los artis­

tas y al público las reglas del que cabía definir, en su momento, co­

mo el buen gusto burgués. Se seleccionaban las piezas que podían

ejecutarse y eran vigilados los ensayos. Desde los precios de las en­

tradas hasta la exigencia del por entonces novedosq/rac, había una

sutil o explícita exclusión de los demás. Así quedaban señalados de­

terminados lugares e instituciones como los nichos de convivencia

exclusiva de aquellos que, según palabras del cronista Cordovez

Moure, detentaban una "honrosa posición social". Este grupo de

intelectuales civiles de raigambre liberal, que tuvo protagonismo a

mediados del siglo pasado en la Nueva Granada, tenía previsto im­

poner modos de vida, convenciones, reglas, requisitos de ingreso,

estatutos, vigilancia de comportamientos, cuanto podía insinuar

distancia, exclusivismo, honra específica de ciertos individuos.

En definitiva, crear desde la masonería estas extensiones en la

orientación de la vida mundana producía una conveniente ilusión

de ubicuidad, lo que implicaba hacer a un lado a esos demás infe­

riores, fatalmente condenados a ser la masa subordinada de la his­

toria política de nuestros países.

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