"hiroshi ishikawa, un romántico pudoroso" (2006-2014) julio pollino tamayo

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HIROSHI ISHIKAWA Un romántico pudoroso ©Julio Pollino Tamayo [email protected]

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HIROSHI ISHIKAWA Un romántico pudoroso

©Julio Pollino Tamayo

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Con gran diferencia sobre el segundo, mi director favorito del cine japonés actual (18-05-1963, Akita, Japón). Algunos le comparan con Iwai o Kar Wai, nada que ver, les da cien mil vueltas, es infinitamente menos falso, publicitario. Como mucho se le puede comparar con el mejor Antonioni, con el mejor Kieslowski, con el mejor Hsiao Hsien, con el mejor Ozu. Por supuesto, no es de la cuerda de sus contemporáneos formalistas, en el peor sentido de la palabra, a la francesa, Suwa y Kawase. Autor por el momento de sólo cuatro películas (tres largos y un corto) que valen por diez de cualquier otro. Tanto el guión, como la fotografía, como el montaje, como la cámara, corren a cargo de Ishikawa.

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La esquizofrenia, tontería, crítica en la que estamos sumidos desde hace años, nos ha llevado a una curiosa paradoja, a que gran parte del mejor cine que se realiza cada año, y que no hace su estéril paseillo por el circuito festivalero, pase por completo desapercibido, o sea completamente ninguneado, por la supuesta crítica más comprometida o arriesgada. Como si el paso por las salas comerciales, lo que desearían todas las películas que pasan por los festivales, fuera un estigma, el pecado original cinematográfico. Fruto de esta cortedad de miras, de esta estrechez mental, Hiroshi Ishikawa es un completo desconocido fuera de Japón. Y si fuera una de tantas serpientes de verano asiáticas que periódicamente inundan los festivales europeos, tipo Apichatpong, Suwa, Raya Martin o Soo, pues tendría un pase, pero estamos hablando del legítimo heredero de Ozu, junto con Oguri, probablemente los dos directores más honestos del cine japonés actual, los únicos que no ruedan por rodar, que están completamente al margen de la feria de vanidades cinematográficas, festivaleras, críticas. Que entre película y película, un intervalo que puede ser de muchos años, alimentan su universo con la paciencia de quien cuida de un bonsai.

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La delicadeza, sutileza, de las películas de Hiroshi Ishikawa, no son para retinas impacientes, nerviosas, precisan, o más bien transmiten, una calma, un sosiego, que es completamente incompatible con las prisas, con las ansias. Sus películas progresan dramáticamente no por golpes de guión, u ocurrencias resultonas, lo hacen mediante las miradas, mediante pequeñas variaciones espaciales, temporales, lumínicas, que hacen que la película avance, crezca, sin que apenas te des cuenta, consiguiendo una fluidez, una textura, casi etérea. Ishikawa va tejiendo poco a poco su tela de araña, estableciendo nudos gordianos, de fuerza, entre sus personajes, con unos hilos, unas cuerdas, invisibles, imperceptibles. Sus historias son de un romanticismo extremo, que no estalla fuera, con grandes demostraciones, alharacas, exhibicionistas, lo hace dentro, en la mirada de sus protagonistas, en sus tímidos gestos, que expresan infinitamente más que mil palabras, que mil estúpidas, narcisistas, declaraciones de amor, lo mismo que sucedía en las mejores películas de Naruse, “Nubes flotantes”, “Meshi”, etc.

Sus personajes sufren, están solos, desamparados, pero lo hacen en silencio, sin llamar la atención, su desesperación es tranquila. Todavía más en silencio que los perdidos personajes de Tsai Ming-Liang, que al menos tienen sus desahogos sexuales, fluviales. En las películas de Hiroshi Ishikawa no, su frustración, su tristeza, la rumian solos, a solas, y sólo la comparten, sin histerismos, sin victimismos, cuando encuentran a su interlocutor, a la persona amada. Porque a pesar de la aparente calma, incluso indolencia, de sus personajes, están llenos de vida, y estalla en pequeños gestos, rituales, que les reintegran a la infancia, de la que nunca han conseguido desprenderse del todo, disimulada, escondida, tras su fachada de serios, graves, adultos. Todo ello con una profundidad formal, con una exquisita planificación, fotografía, montaje, música, dirección de actores, que acompañan a la película sin estorbar, acariciándola, meciéndola, en silencio, como su recatada cámara.

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Una falta de pretensión, de egolatría, una modestia, que por supuesto pasa desapercibida, no es valorada, por los críticos, más inclinados a las piruetas, a los ejercicios de estilo, en los que pueden meter baza. Hiroshi Ishikawa es un gran director a secas, y como todos los grandes, no necesita ninguna intermediación, intromisión, entre él, sus películas, y los espectadores, su comunicación, comunión, es directa, cercana, sincera, empática.

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Tokyo Sora (El cielo de Tokyo) (2002)

¿Alguna vez has sentido que la vida no está hecha para ti?, esta pregunta arrojada por las bravas en la propia película resume su esencia, su matriz. Que reformulada podría quedar así: a la mayoría la vida nos viene grande, nos sobrepasa. Personas que tengan una comunión perfecta con la vida, a las que no les pesa, no nos engañemos, hay cuatro, el resto, con nuestros altis, y nuestros bajos, tratamos de sobrellevarla, con dignidad, mala ostia y sentido del humor. Una lucha diaria, que se lleva con más soltura, ligereza, si lo haces acompañado, no necesariamente hablo de amor, en el sentido tradicional, estrecho, del término, vamos relación de pareja pura y dura. La manera más corriente, casi siempre más insatisfactoria, de huir de la soledad.

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Una soledad la mayoría de las veces no escogida, pero tampoco impuesta del todo. Solitario se nace. Lo de que los humanos somos seres sociales está por ver, y en Japón más todavía. La dificultad que tienen los japoneses, en general los asiáticos, para mostrar, demostrar, sus sentimientos, para comunicarse con los demás, resulta entrañable. Su impotencia es tan latente, tan evidente, que despierta ternura, empatía. No es de extrañar que los japoneses adoren el histrionismo de las películas de Almodóvar, y la libertad expresiva del flamenco, que como buenos cuadriculados, sólo consiguen dominar en lo que tiene de externo, de técnica. Todo lo que resulta racial, a flor de piel, les interesa, les subyuga, precisamente por eso, porque les es ajeno. Un japonés enamorado es una estatua de mármol con los ojos en llamas.

Como en todas las películas de Hiroshi Ishikawa, hay dos películas en una, un costado oscuro, que convierte las segundas partes en una película diferente, rodada también de manera distinta, como realizada por otro director. Con una cámara más móvil, más próxima, y una fotografía más nocturna, más sucia. El yin y el yang que en el cine americano se establece con un protagonista y un antagonista, en las películas de Ishikawa, bastante menos maniqueas, infantiles, estúpidas, ese equilibrio es interno, estructural. En lugar de funcionar por contraste, por opuestos, la habitual esquizofrenia occidental, lo hace por parejas, afines, duplicando las historias, mostrando dos diferentes soluciones. Progresando narrativamente por repetición, con variación, no por dramatización, conflicto. Anti-dramatismo que a muchos espectadores, acostumbrados a la hiperactividad retórica, al énfasis, subrayado, formal, americano, les viene grande, les descoloca. Ishikawa no agota las historias de sus personajes, las deja abiertas, con recorrido. Como buena película coral, los personajes interactúan, creando una red de relaciones, de interpretaciones, que excede la suma de las partes. Partes que entre ellas generan una cadena de solidaridad, de simpatía.

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Su-ki-da (Te quiero) (2005)

I

Confieso que me ponen las rectas, hay personas a las que les ponen las curvas, a mí no, a mi me ponen las rectas, es ver una y se me alegra el ojillo. Y “Su-ki-da” es una recta, una recta que parece que se curva, pero que no puede dejar de ser una recta, como el amor.

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Su-ki-da (Te quiero) (2005)

II

Las películas que te marcan, que te llegan, son de las que menos te apetece, puedes, sabes, hablar, te cuesta poner distancia. Como nadie tiene porque fiarse de mi criterio, o de mi falta de él, haré el esfuerzo. “Su-ki-da” no es sólo una película de amor, sobre la posibilidad del amor, también es una película sobre la incomunicación, de nuevo tenemos a Antonioni, sobre la incapacidad del ser humano para expresar sus sentimientos, de poner voz a lo que siente. Somos los únicos sujetos de la creación, que pensamos que las palabras, los sentimientos, no hace falta decirlas, exteriorizarlos, porque se intuyen, se sobreentienden. Teoría que se nos viene abajo en cuanto nos damos cuenta de que tampoco nosotros somos capaces de intuirlas, de descifrarlos. Las palabras que no se dicen no se escuchan, ni tan siquiera se las lleva el viento, se quedan dentro, escociendo, doliendo, hasta que consigues sacarlas, si es que lo consigues. El orgullo, el miedo al ridículo, a la humillación, al rechazo, son frenos que nos convierten en personas cada vez más aisladas, más alteradas. Son tantas las palabras que llevamos dentro, que apenas nos quedan palabras que expresar fuera. No hay peor bloqueo que el bloqueo de los sentimientos, un bloqueo, una parálisis, que te impide hasta respirar, que se suele acabar llorando a mares. La película es todavía mucho más, es una película sobre el paraíso perdido, o inhabitado como diría Matute, la infancia. Sobre el paso en falso de la infancia, a la madurez.

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Empecemos por la incomunicación, que no sólo consiste en no poder expresarse, comunicarse, también en decir lo que no piensas, lo que no sientes, y los malentendidos que eso provoca. Como le pasa a Yosuke, el protagonista masculino, que por timidez no sabe como abordar una conversación con Yu, la protagonista femenina, la genial Aoi Miyazaki, y recurre siempre a preguntarle por su hermana, simplemente porque no encuentra otra excusa para hablarla. Yu lo interpreta como un interés hacia su hermana, interés que no es tal, pero como tanto Yosuke, como Yu, son incapaces de expresar sus sentimientos, esperan que el otro sea el que dé el primer paso. Yosuke hace el amago, pero le puede el miedo al rechazo. El amor es para valientes, y ningún adolescente, ningún adulto, está preparada para un no. Yu da el paso, le da un beso a Yosuke, y en lugar de reaccionar, de corresponder, de sincerarse, se asusta, escapa, huye. Somos cobardes, inseguros, por naturaleza, y en el fondo, nos da más miedo un sí que un no. Yosuke se esperaba un no, y el sí le paraliza. Lo malo de los sueños es conseguirlos. Los síes conllevan responsabilidad. Los noes aislamiento, la manera más cómoda de no sufrir, de sufrir en silencio, y a escondidas. Uno de los múltiples escudos que nos ponemos para autojustificarnos, para huir de nosotros mismos.

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Otro modo es actuar por transferencia, trasladar, atribuir, nuestras opiniones, nuestros sentimientos, a los demás. Esperando que de ese modo los demás, descifren que estamos hablando de nosotros mismos, una forma de desnudarnos en público, con la luz apagada, lo que intenta hacer Yu con su hermana. Ya que Yosuke no parece estar interesado en ella, que se interese por su hermana, una forma indirecta, retorcida, de estar con él. Idéntico proceso sigue su hermana, que trata de reemplazar, de resucitar, a su novio muerto en la figura de Yosuke, hasta el punto de que cuando tiene el accidente que la deja en coma, es a su novio a quien cree ver, no a Yosuke. Lo mismo le pasa a Yosuke, al no haber reaccionado a tiempo ante el beso de Yu, está convencido de que la ha perdido para siempre. En lugar de decir que con quiere ir al cine es con ella, no con su hermana, cuando Yu le pide que lleve a su hermana al cine, se limita a decir que vaya la hermana a las 5 a la esclusa. De nuevo se deja vencer por el miedo a expresar lo que de verdad siente, por si acaso la respuesta es un no. Toma a su hermana como sustituta, como proyección de lo que siente por Yu, una forma de estar cerca de ella, sin estarlo, utilizando un mediador. Pero todo tiene repercusión en esta vida, ese no facilita el accidente de la hermana. Guardarse los sentimientos, las palabras, siempre acaba produciendo desgracias, sufrimiento, dolor.

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El claro ejemplo es la hermana, ha perdido a su pareja, y sigue hablando con él, palabras que probablemente no le dijo en vida. Nos creemos que vamos a vivir eternamente, y vamos aplazando lo que sentimos, hasta encontrar el momento adecuado, y es probable que ese momento no llegue nunca, o lo imposibilite la muerte, que es lo que realmente supone, la imposibilidad de interlocución. Si tuviéramos una conciencia de la muerte, de nuestra propia muerte, más presente, más inminente, nos dejaríamos de tonterías, de miedos, de recelos, de inseguridades, expresaríamos lo que sentimos, cuando lo sentimos, sin circunloquios, sin medias palabras, sin evasivas, sin indirectas, aunque nos partan la cara, aunque nos partan el alma. Siempre es mejor eso que la duda, que estar muerto en vida, que vivir en coma. Se puede estar en coma sin tener un accidente, el coma de la hermana, es la forma que Ishikawa emplea para simbolizar a las personas que no son capaces de salir de sí mismas, de sus miedos. Como las personas que están en coma, que en ocasiones pueden oír, sentir el cariño, pero no pueden devolverlo, darlo. Sin interlocución, sin comunicación, no hay posibilidad de amor.

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Pero hay otros modos de expresar, de exteriorizar, los sentimientos, como la música, el nexo de unión entre todos los personajes. Entre el pasado y el presente. Entre el pasado y el futuro. Un sentimiento, una canción, que les vincula, que les acerca, que expresa lo que no saben, no pueden, hacer con palabras. Hasta el final de la película, en que por fin rompen el bloqueo. Cuando le disparan en plena calle de camino a una cita con ella, en la que le iba a tocar la canción entera, como le había prometido, cerrando el círculo del coma de la hermana. Ambos accidentes están rodados de la misma manera, son los únicos planos subjetivos de la película, ambos sirven de catarsis. Yu y Yosuke, son por primera vez conscientes de la posibilidad de la muerte, y reaccionan, expresando lo que sienten, diciendo te quiero. No quieren terminar como la hermana, “durmiendo en contra de su voluntad”. Sólo en ese momento, puede sonar entera la canción que empezó a componer Yosuke en la adolescencia, cuando deja fluir lo que siente, cuando deja que la música salga sola.

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Los seres humanos tenemos una tremenda facilidad para complicarnos la vida, para hacer fácil lo difícil. La clave está en no desligarse de la infancia, la única época de nuestras vidas en la que decimos, hacemos, lo que sentimos, cuando lo sentimos, aunque hagamos daño, aunque nos hagamos daño, en la que vivimos de nuestros propios sueños, no de los sueños de los demás. Renunciamos con demasiada facilidad, los que renuncien, no es mi caso, a nuestras ilusiones, a nuestros sueños, para adaptarnos a la realidad. Una realidad que ni tan siquiera nos gusta, nos llena, nos motiva, nos compensa. El precio que se paga a cambio es muy alto, la pérdida de la infancia, de la individualidad, algo que no tiene precio. Por eso la segunda parte de la película es tan sombría, tan opresiva, tan triste, porque representa el mundo adulto. Un mundo en el que apenas se ve el cielo, sólo un trozo pequeño de tierra. La cámara está más cercana, más próxima, porque la mirada adulta es más limitada, más estrecha, no es en plano general, sino en primer plano. En contraposición la primera parte, tan luminosa, tan llena de cielo, de verde, de grandes planos generales, porque simboliza la infancia, que tampoco es perfecta, ideal, alegre, está llena de nubes de tormenta, de lluvia, pero siempre acaba escampando. Yosuke no debió renunciar a ser músico, ni a su amor por Yu. Como demuestra el final, cuando se reencuentran azarosamente después de 17 años, cuando recuperan la infancia. Se puede ser adulto, siendo niño, aunque haya que caminar con dificultad por la nieve.

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Kimi no yabusaki (La yema de los dedos) (2007)

Apéndice, coda, de “Su-ki-da”, y anticipo, aperitivo, de “Petal Dance”, o dicho de otro modo, una película entre dos tierras, o la plasmación en imágenes de una pausa, de un intervalo, de un corchete. Un tiempo muerto, vacío, una espera entre lluvias, el instante anterior a una despedida, ¿definitiva?, que inexplicablemente te deja una sensación de plenitud, de calma, de tristeza atemperada. La cámara se mimetiza con el mar, y adquiere su movimiento oscilante, ondulante, lo mismo que el relajante, ritual, juego de manos, en su doble sentido, de las protagonistas, que rompe la incómoda tensión del silencio, de la timidez, de los deseos ocultos. Sus insustanciales, elípticas, palabras, dicen una cosa, y sus miradas, su lenguaje corporal, otra muy distinta. La habitual incapacidad para expresar los verdaderos sentimientos del etéreo cine de Hiroshi Ishikawa. Una historia de amor, intuimos que no correspondido, como buen amor adolescente, sin el antes ni el después, sólo el momento preciso, trágico, de la declaración, aunque no sea del todo explicitada, verbalizada, ni falta que hace, el delicado Ishikawa no filma palabras, sino entrelíneas.

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Petal Dance (Danza Pétalo) (2013)

Somos impotentes ante el dolor ajeno, los demás nos lanzan continuamente avisos, SOS, y nos da miedo reconocerlos, recogerlos. Por cobardía, por empatía. Porque en el fondo todos andamos igual de desamparados, de perdidos. Buscamos proyectar nuestros problemas, desprendernos de ellos, adhiriéndoselos a los demás, haciéndolos externos. Algo que por supuesto nos asusta, nos abruma, de ahí que cualquier conversación que se sale de lo frívolo, de lo superficial, resulta incómoda, inquietante. Una petición explícita de socorro nos sitúa ante nuestros propios temores, ante el espejo en el que no nos queremos ver reflejados. La desesperación de los demás, su sufrimiento, nos recuerda nuestra propia desesperación, nuestro propio sufrimiento, nuestra precaria estabilidad, equilibrio. Y la respuesta más probable es el silencio, un silencio que se puede cortar con un cuchillo, o las frases hechas, consoladoras, que utilizamos como talismanes, como conjuros, para tomar pie, para tranquilizarnos, convencernos, a nosotros mismos.

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Ante un suicida, ante un probable suicida, nos sentimos muy pequeños, muy mezquinos, y con unas irrefrenables ganas de huir, de salir corriendo. El miedo a meter la pata, a no estar a la altura, el instinto de autoprotección, el terror a soportar sobre nuestros débiles hombros una responsabilidad que nos viene grande, nos atenaza, nos paraliza, nos bloquea, emocionalmente. Justo cuando deberíamos ser más receptivos, más comprensivos, más comunicativos, más expansivos. Si esa pesada carga llamada conciencia, razón, no nos anulara, gobernara, si diéramos rienda suelta a nuestros instintos, a nuestras emociones, nos limitaríamos a escuchar, a dar cariño, a reírnos, el bálsamo de Fierabrás ante cualquier problema, la terapia de choque perfecta. El desahogo sin risa es una carga para el interlocutor, un traspaso, un alivio momentáneo que no sirve para tomar impulso. La solución ideal, las soluciones ideales, serían las dos que ofrece Cioran, escribir sobre el suicidio es anularlo, o la medida más drástica, más radical, darse un buen paseo por el cementerio, la mejor manera de quitarse la tontería de encima. “Petal Dance” trata de esto, del antes, del durante, y del después, de un suicidio, y de un intento de suicidio. Y como Hiroshi Ishikawa no es argentino, ni francés, ni español, no trata de verbalizarlo, de explicarlo, a base de sentencias, de máximas, se limita a mostrarlo, a insinuarlo, con miradas, con silencios, con sobreentendidos. Con maravillosas secuencias de contemplación, con cadenciosos paseos coreografiados, con luminosos, significativos, tiempos muertos, con diálogos insustanciales, reales, con imperceptibles movimientos de cámara, con un montaje fluido, casi líquido, con una sutil puesta en escena que revela la madurez, la sabiduría, de un maestro.

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El famoso Mono no aware de las películas de Ozu, de la cultura japonesa pre-zen. La piedad, compasión, empatía, por las cosas, por las personas, por la naturaleza. Un sentimiento de lo efímero, provisional, que es todo, que provoca un estado de tristeza tranquila, serena, de aceptación de las adversidades, del presente como continuidad del pasado. Una falta de angustia, de histerismo, una hipersensibilidad contemplativa, que alejan este concepto de las occidentales nostalgia, saudade, morriña, y que provoca que muchos espectadores españoles pierdan la paciencia, argumentando que no pasa nada, que este tipo de películas son lentas, arrítmicas, cuando esa es precisamente su esencia, la atmósfera, sentimiento, que quieren transmitir.

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El sentimiento de culpa, la terrible, e inconsolable, sensación de poder haber hecho algo más, es interpretada, en segundo plano, de manera magistral por Shiori Kutsuna, que solo precisa para comunicarlo una increíble, ausente, mirada, de una tristeza profunda, y una risa que nunca termina de romper, de definirse del todo, dándole la vuelta a la expresión de Eulalia Galvarriato, “con ese asomo de tristeza del mucho haber reído”, por esa alegría grave, desganada, del tanto haber sufrido. Sensación de ausencia, de estar sin estar, como flotando en el aire, que Hiroshi Ishikawa duplica con la puesta en escena, haciéndola ocupar siempre un lugar excéntrico, distante, aunque solo sean unos pasos, como si fuera una especie de satélite con respecto al grupo. La mejor manera de ilustrar que para sentirse solo no hace falta estar solo, que la soledad acompañada es mucho más dura, violenta.

Pero hablamos de Hiroshi Ishikawa, un romántico pudoroso, tranquilo, que siempre deja una pequeña rendija abierta al amor, a la posibilidad del amor, y que como Ozu, a pesar del fatalismo tan profundamente japonés, tan profundamente castellano, no se deja llevar por la desesperación, por la depresión, y el ensimismamiento, la incomunicación, es rota de vez en cuando con miradas cómplices, con juegos compartidos, con cadenas de sonrisas. Dejando claro que a pesar de todo, de todos, la vida concede una segunda oportunidad, y lo único importante antes, durante, y después, sigue siendo estar ahí, estar presente, contra viento y marea, inclinarse no es caer.

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HARAKI (Shiori Kutsuna) en 14 fotocromos

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Hiroshi Ishikawa durante el rodaje de “Kimi no yubisaki”

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