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Viajes por el antiguo Imperio romano Jorge García Sánchez

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Viajes por el antiguo Imperio romano

Jorge García Sánchez

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Colección: Historia Incógnitawww.historiaincognita.com

Título: Viajes por el antiguo Imperio romanoAutor: © Jorge García Sánchez

Copyright de la presente edición: © 2016 Ediciones Nowtilus, S.L.Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos RodríguezRevisión y adaptación literaria: Teresa Escarpenter

Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y OcioImagen de portada: Composición a partir de las obras de:Cresques, Abraham. Atlas catalán (1381). Biblioteca Nacional de Francia.«San Nicolás rescata un barco». Ilustración que aparece en Las bellas horas del Duque de Berry (1399-1416). Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición impresa: 978-84-9967-769-9ISBN impresión bajo demanda: 978-84-9967-770-5ISBN edición digital: 978-84-9967-771-2Fecha de edición: Enero 2016

Impreso en EspañaImprime: ServicecomDepósito legal: M-38346-2015

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A mi abuela, por el viaje de una vida.

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Índice

Introducción: El mundo heredado por Roma ................................ 13

Capítulo 1. La vuelta al mundo en LXXX días. Los viajes por tierra ...................................................................... 31

Las vías romanas, monumentos de una civilización ................... 31Cómo se construía una vía romana ......................................... 34Las legiones, constructoras de las vías ...................................... 38Todos los caminos conducen a Roma ...................................... 40Los miliarios, las señales de tráfico romanas ............................. 46Los medios de transporte ........................................................ 48Excesos y normas de tráfico .................................................... 55Los peligros de la carretera ...................................................... 58

Capítulo 2. Las estaciones de servicio y los hoteles de la antigüedad: hospitia, mansiones, stabula, mutationes y tabernae .......................... 65

El cursus publicus ................................................................... 65Los diplomas y el problema del fraude en el cursus publicus ...... 68Mutationes, stabula y mansiones ............................................... 69

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Los bares y las hospederías de la ciudad romana ..................... 73Las «luces de neón» de los locales .......................................... 79Clientes y propietarios ......................................................... 84La copa ............................................................................... 88

Capítulo 3. Los mapas de la Ecúmene ......................................... 95De las tablillas cuneiformes a la cartografía helenística ........... 95Características de la cartografía romana republicana ............... 100Sabios griegos y oficiales romanos: los mapas de Julio César y de Marco Agripa .......................... 104Los itineraria adnotata: el Itinerario Antonino ........................ 109Los Vasos de Vicarello y otras evidencias epigráficas ............... 111Los itineraria picta y los mapas militares .............................. 114La Tabula Peutingeriana ....................................................... 115De papiros, pergaminos y mosaicos ..................................... 121

Capítulo 4. La navegación y los navegantes del mare nostrum ...... 127Mare apertum, mare clausum ................................................ 127Los portulanos de la Antigüedad .......................................... 130Las rutas de navegación y los puertos de Roma ...................... 133La flota annonaria de Egipto ................................................ 140Los navíos romanos ............................................................ 143Capitanes intrépidos, pasajeros y tripulantes ......................... 146Supersticiones y religiosidad entre los hombres de mar ........... 151«Todo el mundo es buen piloto cuando la mar está en calma…» ........................................... 155Los temibles burlones ......................................................... 158

Capítulo 5. Geógrafos, historiadores, soldados y periegetas: los viajes administrativos, de conquista y de exploración .............. 165

Polibio y el descubrimiento griego de Occidente ................... 165Los viajes de Estrabón, geógrafo, historiador y filósofo estoico ................................................. 170La periegesis de Pausanias ...................................................... 174Conquistas y exploraciones dentro y fuera de la ecúmene romana .............................................. 178Petra y la expeditio Arabica de Elio Galo ................................ 180El Periplo del mar Eritreo ...................................................... 186

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Más allá de la tierra de los faraones: los romanos en Nubia ...... 189Pioneros en las Montañas de la Luna: el misterio de las fuentes del río Nilo ..................................... 195Rinocerontes y nómadas en la sabana africana: las expediciones militares y comerciales en el Sahara ............... 199Crónicas diplomáticas: los delegados imperiales y los gobernadores de provincia ............................................. 204El Periplo del Ponto Euxino .................................................... 209

Capítulo 6. Tú a Egipto y yo a la Campania. Turismo aristocrático y veraneo hasta la caída del Imperio romano ................................................ 213

Roma, «mundi faece repletam» ............................................. 213En torno a la sociología del turismo ....................................... 217Cocodrilos, mascotas sagradas, caníbales, sabios y jeroglíficos: el embrujo del país del Nilo .............................. 219Las atracciones de Egipto I: Alejandría .................................. 224Las atracciones de Egipto II: Menfis, Cocodrilópolis y Guiza ............................................. 228Las atracciones de Egipto III: estatuas parlantes y criptas sigilosas en la ruta de Homero ................................. 231Vacaciones en el mar: las villas romanas de la Campania ......... 236Locus amoenus ..................................................................... 242Entre Sodoma y Gomorra, la antigua Bayas ........................... 245

Capítulo 7. Sabios, estudiantes y peregrinos ................................ 249Atenas: auge y decadencia de una ciudad estudiantil ............... 249Sofistas, filósofos y showmen itinerantes ................................. 256El mundo maravilloso de Apolonio de Tiana .......................... 260En tierra de dioses: el Oráculo de Delfos ................................ 262Juegos, fiestas y procesiones .................................................. 268El sueño reparador de Asclepio ............................................. 274Peregrinos cristianos en Tierra Santa ..................................... 280Ascetas, xenodochia y ampullae .............................................. 283

Bibliografía .............................................................................. 291

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IntroducciónEl mundo heredado por Roma

Un geógrafo griego universal, Estrabón de Amasia, que vivió el amanecer de la era marcada por el advenimiento del emperador Augusto, escribió una vez que, dondequiera que el hombre había descubierto los confines de la tierra, se encontraba el mar. Una introducción a un libro de viajes, inde-pendientemente del período de la Antigüedad abarcado, no puede eludir esta realidad. Si hablamos de comunicaciones, el siglo xix consagró al altar del progreso el ferrocarril. El siglo xx trajo consigo la industria aeronáutica. Pero volviendo la vista atrás, el conocimiento del mundo, la percepción de los pobladores de hasta sus esquinas más recónditas, la guerra, el comercio, la circulación de ideas y de creencias se han llevado a cabo por los caminos del mar, y si nuestra referencia es la civilización clásica, esa vereda fue traza-da por el Mediterráneo.

Las páginas de este volumen discuten, entre una miscelánea de argu-mentos, de qué manera y qué motivos incitaban a los romanos a arriesgar la piel alejándose de su patria; qué infraestructuras hoteleras existían enton-ces; los transportes al uso y las arterias terrestres y marítimas que tenían a su disposición, así como qué clase de mapas y de Periplos les informaban de las rutas a tomar. Pero para que los romanos reunieran las piezas fundamenta-les del rompecabezas geográfico de la ecúmene tuvieron que sucederse siglos

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de experimentación, en los que otros pueblos de emprendedores, apoyados en su curiosidad, en su codicia o en su potencia militar dibujaron con pa-ciencia los contornos del orbe. La maestra de la noción latina del universo, al mismo tiempo que su antecesora histórica inmediata, fue desde luego la cultura griega, aunque a sus espaldas sedimentaban las experiencias de otras gentes pioneras. El motor que alimentaba sus expediciones lo constituía normalmente la obtención de materias primas. Cretenses –y después micé-nicos–, chipriotas y cananeos copaban el negocio del cobre y de las sustan-cias aromáticas en el Mediterráneo oriental de la Edad del Bronce, y Egipto constituía uno de sus ancladeros permanentes. En torno al año 1000 a. C., navegantes procedentes del Egeo y del Levante que perpetuaban las rutas abiertas por los marinos micénicos ya frecuentaban puertos del suroeste de la península ibérica, como el de Huelva. Después le llegaría el turno a las ciudades fenicias –Tiro, Biblos, Sidón…– de volcarse en el mercado inter-nacional mediterráneo, dado que, rodeadas de los grandes imperios de Asi-ria y de Egipto, el mar conformaba su única alternativa, su salida natural. A partir del siglo x a. C., los mercaderes de las ciudades-estado fenicias, con un envidiable don de la ubicuidad, captaron recursos de regiones tan aleja-das como Arabia y el Reino de Saba –inciensos, perfumes, piedras y meta-les preciosos, manufacturas exóticas– y las costas de nuestra Península. Me-diante una red de colonias y de factorías, los nautas fenicios delimitaron a lo largo de un par de siglos sus áreas de influencia comercial en ambas ori-llas del Mediterráneo: Mozia en Sicilia, Cartago y Útica en Túnez, Nora y Tharros en Cerdeña, desde el 800 a. C. Málaga, Almuñécar, Toscanos, Adra, etc. en el litoral meridional de España (Cádiz supuestamente se habría fundado a finales del siglo xii a. C., pero la arqueología lo desmiente), Lixus y Mogador en el Atlántico marroquí, atravesadas las Columnas de Hércules (el estrecho de Gibraltar), entonces de su paralelo tirio, Melkart. En la men-talidad de los griegos, con Homero a la cabeza, los fenicios pasaban por una turba de piratas sin honra y de secuestradores de muchachas, pero si se en-rolaba a un hombre de mar competente había que buscarlo en un barco fe-nicio. Necao II (610-595 a. C.), faraón que tenía en mente grandes proyec-tos económicos con África y con la India –ordenó excavar un canal entre el Nilo y el mar Rojo para llevarlo adelante, aunque quedó inconcluso–, con-tó con una tripulación fenicia, en lugar de egipcia, a la hora de plantear la circunnavegación del continente negro. Los exploradores surcaron las aguas del mar Rojo, bordearon la costa africana, accedieron al Mediterráneo por las Columnas de Hércules y atracaron en Egipto, después de una travesía de

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tres años. El dato de que los marineros habían observado la posición del sol a su derecha, ya que navegaban por el hemisferio sur, otorga veracidad al re-lato, si bien a Heródoto, narrador de la aventura, le pareció un apunte fan-tástico que le restaba credibilidad.

A estas alturas habían hecho su aparición los auténticos colonizadores del Mediterráneo en la Antigüedad, los griegos, cuya expansión territorial abarcaba desde el mar Negro, Asia Menor y el país del Nilo hasta el nores-te de España, donde en el 575 a. C. los focenses de otra colonia, Massa-lia (Marsella), instauraron el enclave de Emporion. La escasez de campos cultivables, las presiones, sean demográficas que político-sociales de las po-lis, el imperialismo persa y las oportunidades mercantiles impulsaron a las pentecónteras griegas a recorrer las pistas abiertas por los fenicios. En el si-glo v a. C. los focos de población helena se percibían tan numerosos que Platón, en Fedón, ponía en boca de Sócrates la expresión de que los griegos habitaban alrededor de su mar, el Mediterráneo, de manera similar a hor-migas y ranas en torno a un estanque. Los ciudadanos de las polis reflexio-narían acerca de la naturaleza del hombre, las leyes filosóficas y los funda-mentos del saber, pero al desembarcar en playas potencialmente hostiles actuaron como grupos de conquistadores mortíferos que no vacilaron en emplear las armas con el fin de expulsar a los pobladores nativos y apode-rarse de sus tierras fértiles. Así sucedió en la Magna Grecia, en el estableci-miento de Cumas (740 a. C.) sobre un villorrio itálico del golfo de Nápo-les, en Reggio (730 a. C.) y en Locri (finales del s. viii a. C.), al combatir a los sículos que cientos de años atrás no habían emigrado a Sicilia, o en Ta-rento (706 a. C.), colonia espartana que tampoco se anduvo por las ramas al apartar a los yapigios asentados en el sitio donde surgiría la ciudad. En el siglo v a. C., tarentinos y yapigios proseguían sus enfrentamientos. Como había escrito Platón, demasiadas ranas se agolpaban al borde de la charca mediterránea, así que los conflictos no tardaron en explotar entre los colo-nos griegos y los vecinos que albergaban idénticas aspiraciones expansionis-tas a las suyas. A principios del siglo vi Tiro fue apresada por los babilonios y en el 538 a. C. cayó ante la pujanza persa. Su antigua colonia, Cartago, se convirtió de pronto en la heredera de los protectorados púnicos de Oc-cidente y reclamó su papel de potencia emergente. Sólo un año después, en el 537, se alió con los etruscos contra el enemigo común, los focenses, que asimismo arrojados por los persas de su patria, se instalaban ahora en masa en sus colonias del oeste, entre ellas Alalia (Córcega). Este súbito incremen-to de pobladores griegos amenazaba directamente los intereses etruscos y

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cartagineses en Córcega, Cerdeña y Sicilia, lo que desencadenó la contien-da de las flotas en la batalla de Alalia. Su resultado, incierto para ambas ar-madas, frenó sin embargo la libertad de comercio de la que habían disfruta-do hasta entonces los griegos, dando paso a un largo período de hegemonía cartaginesa en este margen del mundo.

Las proezas de colonos y exploradores aceleraron el crepúsculo de la época en que los dioses y los héroes poseían la prerrogativa de adentrarse en los espacios geográficos ignotos. Sólo un Jasón, capitaneando una em-barcación tallada con el auxilio de la propia Atenea, podría cumplir con la misión de desvalijar a un rey de la piel mágica de un carnero en la Cólqui-de (hoy Georgia), una región casi legendaria a orillas del mar Negro. Quién sino un semidiós como Heracles/Hércules sería capaz de franquearle al Me-diterráneo un desagüe hacia el océano, separando la cordillera que fusiona-ba África con Europa, hazaña acentuada por el héroe mediante la erección de una pareja de columnas, una en la cima del monte de Abyla y la otra so-bre el monte Calpe. Ningún marino, salvo Ulises, sobreviviría a cíclopes, lestrigones y sirenas, al amor de deidades y ninfas ardientes, a la cólera de Poseidón, y aún le quedarían fuerzas para asesinar a decenas de pretendien-tes ansiosos por usurpar tanto su trono como su lecho matrimonial. Y sin embargo, por mucho que el poeta Hesíodo advirtiese del tormento de pe-recer asaltado en medio del oleaje, los griegos dotaron de corporeidad a la geografía mítica acometiendo la colonización del Ponto Euxino (el mar Ne-gro), afrontando tormentas, corrientes engañosas, bestias desconocidas –las ballenas son un ejemplo– e indígenas belicosos armándose con el coraje de Ulises, y atravesando las Columnas de Hércules: primero de manera casual, como nos informa Heródoto al relatar el incidente del navegante Colaio de Samos, al que los vientos desviaron hasta el fabuloso reino de Tartessos y sus riquezas de plata; luego de manera intencionada, atreviéndose con la singla-dura atlántica.

Así, la colonización y las iniciativas comerciales fenicias y helenas, uni-das al imperialismo persa y cartaginés, aportaron una primitiva definición del esquema de los tres continentes contemplados por los antiguos, de los ríos que desembocaban en el mar interior y, en algunos casos, de las gentes que vivían en las riberas de esos cursos fluviales, vías interesantes para la pe-netración mercantil. La dinastía aqueménida aportó su granito de arena a las exploraciones que desvelaban los misterios de la esfera terrestre, aunque sólo fuera en su vano intento de dominar el orbe. Bajo el reinado de Darío I,

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hacia el 510 a. C., urgía perentoriamente adentrarse en las comarcas asiá-ticas con las que lindaba el Imperio persa, esto es, con la India, por razo-nes estratégicas y económicas. En ese año se enviaron unos navíos al mando de un griego, Escílax de Carianda, a explorar el río Indo hasta su desembo-cadura, y dar cuenta de ello. El capitán jonio partió de Afganistán, alcan-zó la cuenca del Indo, descendió por él hacia el océano Índico, rodeó la pe-nínsula arábiga y, tras dos años y medio de ausencia, reapareció en la actual zona del Canal de Suez. Con la información recopilada por Escílax inva-dió el Valle del Indo y sometió a varios de sus pueblos, aunque los persas ja-más consolidaron su autoridad en este área. El hijo sucesor de Darío, Jer-jes I (486-465 a. C.), puso en marcha otra iniciativa, esta de investigación del continente africano, y con escasos resultados. Le encomendó a un aris-tócrata disoluto, Sataspes –la misión se le impuso a modo de expiación por la violación de una doncella–, la circunnavegación de Libia, nombre que re-cibía África, en el sentido contrario al escogido por los fenicios al servicio de Necao II, es decir, levando anclas desde Egipto y poniendo velas hacia el oeste. Sataspes fracasó en su viaje, pero de regreso a la Corte del Rey de Re-yes refirió haberse topado con pigmeos cubiertos de hojas de palma, así que quizá sus barcos tocaron en algún punto del África occidental. Mejor situa-da para atreverse a plantear esta travesía, y favorecida por una tradición y destreza marítima con siglos de antigüedad, se encontraba Cartago. En el si-glo v a. C., de creer a las fuentes textuales, sus capitanes sobrepasaban en sus cabotajes límites hasta entonces no traspasados, con la idea en mente de po-blar nuevos países y de situarse en posiciones mercantiles ventajosas, mono-polizando la explotación y el intercambio de ciertas materias primas, impul-sos no demasiado alejados de los que condujeron a la República cartaginesa a invadir las zonas mineras de la península ibérica transcurridos doscien-tos años, en el 237 a. C. Con esta determinación, sin embargo, los mares se iban ensanchando y la tierra perfilándose. Un marino, Himilcón, costeó du-rante cuatro meses la fachada atlántica de Europa con destino a Gran Breta-ña e Irlanda, las célebres islas Casitérides donde fructificaba el estaño y, por ende, la oportunidad de poner a Cartago a la cabeza en la producción del bronce (Piteas de Massalia, en el s. iv a. C., sobrepasaría estas regiones en su ruta hacia el Báltico). Contemporáneamente a Himilcón, y quién sabe si también al persa Sataspes, un cabecilla cartaginés, Hanón, lideró una mi-sión de colonización compuesta por treinta mil hombres y mujeres –una cifra claramente exagerada– a bordo de sesenta pentecónteras, la cual pla-neaba fundar enclaves a lo largo del litoral africano desde las Columnas de

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Hércules. Esto se describe en el Periplo de Hanón, en teoría, un informe del viaje vertido al griego a partir de una inscripción púnica que el pro-pio Hanón depositó en el santuario de Baal Moloch, en Cartago. La ima-ginación griega, por lo tanto, corre a raudales en sus líneas y cuestiona la veracidad del conjunto de la narración, aunque no faltan autores que de-fienden que el periplo se basa en noticias fehacientes, y que los cartagine-ses ganaron las playas de Sierra Leona o de Camerún. En la obra se lee del establecimiento de hasta seis colonias, además de un templo a Yam, el Po-seidón del panteón olímpico. Y a partir de aquí el imaginario líbico de los antiguos, acaso no excesivamente diferente del de la literatura y de la cinema-tografía modernas de safaris, colorea de exotismo la aventura: poblados de cabañas, montañas infinitas, elefantes, ríos infectados de cocodrilos y de hi-popótamos, hogueras ardiendo en la noche acompañadas del estruendo de los tambores, etíopes, trogloditas veloces como caballos y embarques apre-surados perseguidos por gentes salvajes pisándoles los talones… Los expe-dicionarios incluso se toparon con una tribu de especímenes de cuerpos muy velludos (¡gorilas!), en la que capturaron a tres hembras que se resistían a mordiscos y arañazos, así que los exploradores las despellejaron y su pelaje constituyó parte del botín entregado después en Cartago.

Quienes vivieron los años comprendidos entre el 334 y 323 a. C. asis-tieron a unos acontecimientos de tal magnitud que a nadie se le pudo es-capar que el mundo no volvería a ser el mismo que dejó a sus espaldas Ale-jandro Magno al trasponer el Helesponto, camino de Asia Menor. En poco más de una década un Imperio se vino abajo, un soberano macedónico aún imberbe conquistó un Oriente de quimeras, y una civilización mixta, de griegos y bárbaros, germinó de las cenizas de la guerra. De no haber falleci-do a tan temprana edad, el genio de Alejandro, que había conseguido diri-gir un ejército hasta la India, lo habría inspirado a emular a Dionisio y so-meter Arabia, a cubrirse con la piel del león de Nemea y repetir las gestas de Heracles en Libia y en la península ibérica. Un indicio revelador de que no fue un caudillo al uso se desprende de que se dispuso a llevar a cabo las pes-quisas que respondieran a las incógnitas que desde siempre habían asaltado a sus compatriotas. Su tropa se integraba de infantería pesada, de caballería, de arqueros, de escaramuzadores y mercenarios, pero asimismo de cientí-ficos de múltiples disciplinas con dotes de observación de su entorno. Un Imperio multiétnico e inabarcable como el persa no valía sólo con subyu-garlo, sino que se necesitaba recabar información etnográfica y geográfica de

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cada satrapía si se aspiraba a regirlo. También de sus fronteras, pues al este de la cadena del Hindu Kush (confundida con el Cáucaso), la distancia a la que se encontraba el mar, y los países que llenaban dicho espacio, jamás se habían clarificado.

Así, la geografía entró en la agenda de los intereses de Estado de la mo-narquía macedónica, la cual desarrolló una estrategia científica consciente de su derivación política. En plena campaña, Alejandro envió a un almiran-te cretense, Nearco, a explorar el río Indo y a navegar por nuestro Índico hasta el golfo Pérsico, desde el cual enfiló por la desembocadura del Éufra-tes. Uno de sus tripulantes, Andróstenes de Tasos, reconoció a su vez las cos-tas arábigas hasta la isla de Tilos, lo que hoy llamamos Bahrein, y el capitán Onesícrito asumió la complicada tarea de bordear el subcontinente indio con una dotación de ciento cincuenta navíos, circuito en el que anotó con deta-lle cada ensenada, cada fondeadero y punto de abastecimiento útil para una flota. Todavía, estos hombres de acción no resolvían si la India se prolonga-ba hasta el continente libio, ni siquiera si el Nilo y el Indo eran uno sólo o dos ríos, intrigados porque el rey de la fauna nilótica, el cocodrilo, aparecie-se igualmente en el reguero asiático. Al norte, Heraclides recibió la comi-sión de desmentir si el mar Caspio era un golfo del océano exterior, como se pensaba, o una masa de agua interior, y de averiguar por dónde conectaba con el mar Negro, otra creencia asentada desde el pasado; el misterio perdu-ró cuatro décadas más, cuando se solventó con una expedición patrocinada por uno de los generales de Alejandro elevado a la realeza, Seleuco.

La comprensión de la ecúmene, y en general concerniente a nuestro planeta, dio pasos de gigante en época helenística, hecho del que daremos cuenta en el capítulo alusivo a los mapas. No obstante, el peso de las auto-ridades tradicionales todavía se sentía en la visión de la geografía que la cul-tura romana recibió de la griega. A partir de los poemas homéricos, en par-ticular de la Odisea, el mundo se concebía como una enorme isla rodeada de principio a fin por el líquido elemento, el océano, un mar circular en el que tenía su origen cualquier otro piélago, fuente de agua y río que re-corriera tierra sólida. Esta, en opinión de algunos pensadores, flotaba sobre ese lecho acuático. A Homero le contradecían muy pocos, porque al fin y al cabo se le reverenciaba como al padre de cada rama de las ciencias, pero no por eso le faltaron detractores. En el siglo v a. C. Heródoto escribió su His-toria, en la que no ocultaba que su propósito estribaba en preservar la me-moria del pasado consignando los logros de los griegos y de los asiáticos, así

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como mostrar cuál fue el desencadenante del conflicto entre ambas razas. Un trabajo así no se componía parado en su Halicarnaso natal: Heródoto viajó incansablemente, registrando lo que tuvieran que contarle las gentes del Ponto Euxino, de Siria, de Levante y de Egipto, a la manera de un au-téntico reportero de investigación. Por eso reunió una información geográ-fica inestimable y se armó de argumentos de crítica. El historiador heleno negó la insularidad terrestre; tampoco creyó que su trazado exhibiese una circularidad perfecta, como delineada a compás, ni que el océano la rodease por completo. Admitía la existencia del mar al este (el mar Índico) y al sur, en Libia, puesto que los fenicios a sueldo de Necao II lo habían demostra-do circunnavegado lo que nosotros denominamos África. En occidente, de los límenes de su mundo aseveraba no tener formada una opinión a ciencia cierta, a causa de que no había conversado con ningún testigo ocular de que allí se localizase un mar. Los cartagineses habían cercenado cualquier inten-tona griega de penetrar por esas rutas tras la victoria de Alalia, de ahí que al oeste y al norte, entonces, su mapa mostrase un vacío.

Los geógrafos de época romana (no diremos romanos, dado que la pa-tria de casi todos fue la Hélade o Asia Menor) tampoco se sacudieron los convencionalismos de Homero. Estrabón, Pomponio Mela (un científico natural de Algeciras que vivió en el s. i d. C.) y el militar e historiador Lu-cio Flavio Arriano en el s. ii d. C. se solidarizaron con la teoría del océano circundante, el Mar Exterior o Gran Mar según la designación del último. Quienes habían regresado de la navegación en círculo, razonaba Estrabón, habían virado a casa por falta de medios técnicos, no porque se les hubiese interpuesto ningún continente. Un poeta del siglo iv, Rufo Festo Avieno, añadió que en el Atlántico, si se ponía proa hacia el occidente, se tropeza-ba con un gigantesco abismo que no se sabía a dónde dirigía, pero que, eso sí, lo moraba una muchedumbre de bestias marinas. Fenicios y cartagineses, Himilcón entre ellos, habían propagado rumores de que estos monstruos plagaban esas aguas con el fin de proteger su monopolio mercantil, con tan-to éxito que los marineros aún refrendaban esta cantinela milenaria en las tabernas portuarias durante la Edad Moderna. Admitido que al orbe lo ce-ñía una franja oceánica, la división de los continentes se fijó en tres, que re-cibían nombres femeninos: Europa, por la princesa fenicia raptada por Zeus transfigurado en toro; Asia, epónimo que derivaba de la madre de Prome-teo (si bien los hititas ya empleaban el topónimo Assuwa para referirse a zo-nas concretas de Anatolia), y Libia, una ninfa local, nieta de la sacerdotisa Io, con la que el mencionado Zeus también había mantenido amoríos. Los

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ríos Tanáis (Don) y Nilo determinaban los términos de cada continente, a pesar de que algunas voces objetaban que Europa y África constituían uno solo, postulando así únicamente la presencia de dos. Las compartimentacio-nes no se detenían aquí: de la zona septentrional a la meridional los roma-nos entendían que la tierra se fraccionaba en dos áreas gélidas, dos templa-das y una cálida, tan ardiente esta, como frígidas las primeras, que la vida humana se focalizaba exclusivamente en las de clima moderado, la ecúmene clásica. La civilización romana se desarrollaba en este inmenso marco tem-plado, con el mare nostrum actuando de su eje vertebrador. Aun así, no se conocía en su completa extensión, y se estaba al corriente de que numerosos pueblos daban la espalda al ejercicio civilizador de Roma; pero seguramen-te contaban poco a efectos cualitativos, porque su cercanía a las fajas glacia-les y a la tórrida los mantenía en unas condiciones vitales de intensa dure-za, impidiendo que superasen el estado de salvajismo. No así el ámbito de influencia latina, sobre la cual los investigadores tardíos, del siglo v d. C., se jactaban de vislumbrar con precisión estadística los elementos de su geogra-fía física y humana. De hecho, un profesor romano, Julio Honorio, calcula-ba que el orbe se componía de 28 mares, 74 islas, 35 cordilleras, 70 provin-cias, 264 ciudades, 52 ríos y 129 pueblos. Ni un accidente geomorfológico o construcción del hombre más, ni uno menos.

Griegos y romanos resolvieron pronto las incertidumbres que atañían al oeste del Mediterráneo, pero Oriente permaneció envuelto en las bru-mas del misterio a lo largo de centurias. Ni siquiera los escritores serios des-mentían que en la India habitaban individuos con cabeza canina que ladra-ban en lugar de hablar, o que en los desiertos del subcontinente una raza de hormigas gigantes resguardaba las minas de oro situadas allí. Las pocas cer-tezas que se tenían provenían de los viajes comerciales y se restringían a las franjas costeras. En el siglo i d. C., el Periplo del mar Eritreo, obra de uno de esos mercaderes griegos que se aventuraban por el mar Índico, citaba el territorio de Dorada, que se supone Birmania (y que, por mucho que nos guste este nombre, el oficial es Myanmar), la península malaya o la isla de Sumatra, lo que en el siglo siguiente el geógrafo Ptolomeo calificaría como Quersoneso de Oro.

Hacia el interior, la experiencia práctica de esos países, con el tiempo, hubo de ir progresivamente creciendo, pero quienes protagonizaron dicha penetración fueron comerciantes, soldados, artesanos ambulantes y artistas de variedades, no sabios que se documentaban para sus investigaciones enci-clopédicas. En consecuencia, los escritos romanos se manifestaron parciales

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a este respecto, pero no así la literatura tamil (etnia y espacio territorial del sureste de la India, foco de los contactos con Roma), y en general en sáns-crito, que alude a menudo a los yavanas, los sujetos procedentes de occiden-te, romanos y griegos, que si apuntamos hacia los profesionales de las opera-ciones mercantiles, solían ser los helenos asentados en Alejandría. Los indios se forjaron una percepción plural de los yavanas. Por un lado, trataban con los apenas citados comerciantes, que recalaban en sus puertos transportan-do monedas de oro y de plata, vasos cerámicos, lucernas de bronce y de terra-cota para iluminar palacios y templos, caballos y vino. Nan Maran, rey Pan-dya, se hacía escanciar el vino romano en copas áureas, de factura también occidental, por bellas sirvientas, según cantan los poemas. Y Nedum Cheral Adan, un monarca de la dinastía Chera (siempre sin salir de la región tamil), capturó uno de esos barcos grandiosos de los yavanas que tanto asombraban

En el Renacimiento se popularizó la reconstrucción del mapa de Claudio Ptolomeo, y muchos navegantes se apoyaron en él a la hora de emprender sus

expediciones geográficas, entre ellos Cristóbal Colón. Mapamundi de Ptolomeo, según Donnuns Nicolaus Germanus, (s. xv). Biblioteca Nacional de Polonia.

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a los nativos, quizá por transgredir alguna ley, y vertió manteca fundida so-bre las cabezas de los marineros como escarmiento. Por su parte, y entre una larga lista de productos y bienes (cosméticos, gemas, cristales, ungüentos, inciensos, etc.), lo que los romanos amaban de la India eran las especias, en esencia la pimienta, que en el idioma local acabó por bautizarse yavanapriya, la pasión de los yavanas.

Los romanos asimismo destacaron como arquitectos, ingenieros y artesanos de lujo en las ciudades indias. Mavan Killi, soberano de otra dinastía tamil, la Chola, conquistó la capital Chera de Vanci Karur, en la que ordenó construir un pabellón ornamentado con profusión por parte de escultores indígenas y romanos, estos últimos reputados como los me-jores expertos (también esculpían imágenes colosales de los bhuta, los espíritus de los difuntos, concepto que identificarían con su propia cos-tumbre de retratar escultóricamente a los antepasados). En la alta socie-dad, aristócratas y princesas apreciaban en grado sumo guardar sus alha-jas y adornos de perlas, diamantes y corales en cofres fabricados por los artesanos romanos, algunos de ellos elaborados en cristal, y los monarcas conducían carros confeccionados con marfil, oro y piedras preciosas di-señados por aquellos. En determinadas cortes se puso incluso de moda el comunicarse en latín a fin de engañar a los oídos indiscretos. Por su-puesto, la ferocidad de los yavanas se hizo legendaria entre los reyezuelos nativos, que no perdieron la oportunidad de contratar como guardias de corps a los mercenarios que iban y venían por las rutas marítimas asiáti-cas, protegiendo a las flotas mercantes. Los Pandyas situaron en los ac-cesos fortificados de Madurai, su capital, a soldados yavana fuertemen-te armados, e ingenieros militares romanos surtían de maquinaria bélica a los ejércitos indios, y nutrían de defensas avanzadas a sus ciudades: ya sólo los calderos para derramar metal al rojo vivo encima del enemigo, adornados con exquisitas labras de osos, monos, serpientes y cuadrigas, hicieron las delicias de sus empleadores. A partir de esta selección de no-ticias textuales, se intuye que el carácter emprendedor de los romanos, al igual que el alcance de sus viajes, resultó inversamente proporcional a sus conocimientos fidedignos de la realidad geográfica de su mundo. Las fuentes indias anotaron que fundaron sus propias colonias, las Yavanap padi o Yavanar irukkai; pero en las metrópolis latinas, o en las provin-cias helenísticas, un puñado de eruditos se rompía la cabeza para reflejar finalmente sobre el papiro las fábulas cimentadas de antaño, la descrip-ción de sus paquidermos, o la existencia de dragones y de esfinges, a falta

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de datos fiables. Los viajeros yavanas sin embargo mantuvieron contac-tos de primera mano, vivieron y trabajaron en un Oriente nada fantásti-co, sumido en guerras y oprimido por déspotas similares a los de la ecú-mene grecorromana.

El Periplo del mar Eritreo señalaba asimismo poblaciones en el inte-rior de Asia de trascendencia por su conexión con la comercialización del hilo y el paño sérico, es decir, la seda china. El peso de las relaciones en-tre Roma y China no puede compararse en magnitud ni en envergadura con las explicadas para la India, principalmente porque los partos coarta-ron cualquier tipo de expectativa económica que el Imperio hubiese con-cebido hacia el lejano Oriente, relegándolo de la Ruta de la Seda. Los in-telectuales romanos apenas poseían información de regiones tan aisladas del Mediterráneo. De los «seres», la denominación latina para los chinos, se decía que eran longevos, que su esperanza de vida alcanzaba al menos los doscientos años; que era un pueblo amante de la justicia y hacendoso; que su cabello era pelirrojo, sus ojos azules y su altura mayor de lo nor-mal, retrato popularizado por Plinio el Viejo y cuya lectura nos mueve a madurar que jamás se cruzó con un chino. La única peculiaridad que les había abierto las puertas de la historia de Roma consistía en la pasión de la nobleza por vestirse con los tejidos de seda que confeccionaban. Pero de esta se creyó que germinaba en los árboles hasta que en el siglo ii d. C. un notable viajero griego, Pausanias, aclaró que los insectos producían esta fibra natural. En estas fechas, alrededor del 166 d. C., un grupo de comerciantes romanos se presentó ante el emperador Huan-ti’s declarán-dose embajadores de Marco Aurelio (recogido en los anales chinos como Antun, rey de los Ta-ts’in, «Antonino, rey de los romanos») y portando consigo presentes, marfiles de elefante, cuernos de rinoceronte y capara-zones de tortuga. La Corte imperial se extrañó de la ausencia de joyas y de metales preciosos en estos regalos diplomáticos, por lo que conjetura-ron que el emperador de esas tierras del oeste no debía de ser muy pode-roso. Los historiadores interpretan que obsequios tan impropios de una legación oficial sólo pueden significar que esos socios comerciales actua-ron por su cuenta y riesgo, emprendiendo una tentativa pionera que se-guramente buscaba acaparar los derechos de exportación –como diría-mos hoy– de la seda china.

Por su parte, los seres tampoco fueron conscientes del todo de la entidad que ostentaba Roma en el Mediterráneo. Además de Ta-ts’in, a la ciudad del Tíber le daban el nombre de Li-jien, una transcripción

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abreviada del idioma griego que significaba ‘Alejandría’. Así que ni si-quiera diferenciaban Roma de Alejandría, lo cual no resulta paradóji-co, pues del puerto egipcio partían las expediciones que se avecinaban a las esquinas orientales del mundo. En relación con esto, un enigma de la Antigüedad aún no explicado de manera convincente reside en que en el 5 d. C., un registro de las urbes y aldeas de China recogiera un centro llamado Li-jien, poblado por extranjeros. En ese momento aparece ins-crito por primera vez en una provincia del noreste, y con el tiempo cam-bió su toponímico por el de Jie-lu, o la ciudad de «los librados del cauti-verio». Comprobado que los romanos instauraron colonias en el sureste de la India, y por extraordinario que parezca, no se ha descartado la posi-bilidad de que en el siglo i d. C. un grupo de colonos mediterráneos ins-talara su residencia en el centro de China. El problema estriba en acertar con una elucidación medianamente lógica. Un sinólogo norteamerica-no, Homer H. Dubs, corrió a las fuentes antiguas en su ayuda. Y en Pli-nio el Viejo leyó que en el ominoso descalabro de las legiones de Craso en la batalla de Carras (53 a. C.), cayeron prisioneros diez mil romanos que los partos trasladaron a la Margiana, en el actual Turkmenistán, en-rolados con la misión de proteger su demarcación más oriental. Cruzan-do este fragmento con las crónicas chinas, descubrió que unos veinte años después, en los enfrentamientos del Imperio –chino– con los seño-res de la guerra centroasiáticos, los hunos, un bando empleaba a ciento cuarenta y cinco mercenarios forasteros, que combatían usando la forma-ción de batalla de los infantes romanos en testudo (o tortuga), además de sembrar de estacadas sus campamentos. Las tropas imperiales chinas se impusieron en estas refriegas, y no sólo respetaron las vidas de estos va-lientes enemigos, sino que los enrolaron en sus filas. A Dubs le cuadró el relato, y dedujo que esos soldados a sueldo componían los restos de las legiones de Craso, o acaso sus descendientes, que por azares del destino, habían terminado enfrascados en las rivalidades de los reinos de Oriente. La Li-jien china, y subsiguiente ciudad de los «librados del cautiverio», se convirtió en su nuevo hogar. Tanto es así que cuando Roma acordó la paz con los partos en el 20 a. C. no se halló ninguna pista de ellos. Los modernos habitantes, orgullosos de sus supuestos ancestros, se aferran a esta hipótesis, que apoyan en sus rasgos caucásicos, sus ojos claros, y su cabello rubicundo. Las pruebas de ADN que se llevaron a cabo en unos cuantos de ellos en la primera década de siglo confirmaron que genéti-camente compartían características con los pueblos indoeuropeos, pero

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la Ruta de la Seda personificó el viaje sin retorno de tantos occidentales, así como la amalgama de tantas etnias, sangres y culturas, que la memo-ria de los legionarios que sobrevivieron a Carras poco a poco se desvane-ce de su biología. La arqueología clásica en Asia, no obstante, no deja de inflamar nuestra imaginación, ya que tanto monedas acuñadas por An-tonino Pío y por Marco Aurelio, como bustos de estilo romano, han sido desenterrados en el delta del Mekong, en el sur de Vietnam.

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