heinrich böll-dónde estabas, adán
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Título original: Wo warst du, Adam?Heinrich Böll, 1951Traducción: Alfonsina Janés Nadal
Retoque de portada: JeSsEEditor digital: JeSsEePub base r1.0
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Una catástrofe mundial puedeservir para varias cosas.También para encontrar unacoartada ante Dios. ¿Dóndeestabas, Adán? «En la guerramundial».
Theodor Haecker
Diarios nocturnos y diurnos, 31
marzo 1940
Antes tuve aventuras: la
instalación de líneas de correo,
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la superación del Sahara,América del Sur…, pero laguerra no es una aventura deverdad, no es más que unsustitutivo de la aventura. Laguerra es una enfermedad. Como
el tifus.
Antoine de Saint-Exupéry
Vuelo hacia Arrás
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Primero pasó junto a ellos un rostrgrande, amarillo, triste: era el generaEl general parecía cansado. Paseó oda prisa su cabeza de azuladas bolsa
debajo de sus amarillos ojos palúdicos
con la boca de finos labios y carente denergía de aquél que tiene mala suerteunto al millar de hombres. Empezó e
a esquina derecha del polvorientcuadro, los miró tristemente a todos a lcara, tomó las curvas sin ímpetu, si
energía, sin arrojo, y todos se diero
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cuenta de una cosa: en su pecho habísuficientes condecoraciones, resplandode oro y plata, pero el cuello estabvacío, sin condecoración alguna. Yaunque sabían que la cruz en el cuello dun general no significaba gran cosa, e
hecho de que ni siquiera tuviera eso ledejaba estupefactos. Ese cuello delgad amarillo y carente de adornos de
general hacía pensar en batallaperdidas, en retiradas sin éxito, ereprimendas, en reprimenda
desagradables y mordaces como las quntercambian los altos cargos oficialesen conversaciones telefónicas llenas dronía, en jefes de la plana mayo
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rasladados y en un hombre mayocansado que al quitarse el uniforme poa noche y sentarse al borde de la cam
con sus piernas delgadas y su extenuadcuerpo palúdico para tomar una copitparecía desesperado. Todos aquello
hombres, 333 veces 3, a los que miró a cara, sintieron algo extraño: tristeza
compasión, miedo y una secreta ira. Ir
a causa de esta guerra que ya hacídemasiado tiempo que durabademasiado tiempo para que el cuello d
un general no llevara aún el adorno que correspondía. El general tenía lmano junto a su gastada gorra, la manal menos la mantenía levantada, y a
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legar a la esquina izquierda del cuadrdio una vuelta algo más brusca, sdirigió al centro del lado abierto, sdetuvo, y el tropel de oficiales se agrupa su alrededor, sin la menor conexión no obstante metódicamente, y result
desagradable verle allí, sin el adorndel cuello, mientras que otros de menorango podían hacer brillar su cruz al sol
Primero pareció que quería decialgo, pero lo único que hizo fue volver levarse la mano a la gorra de un
manera muy súbita y dio media vuelta dun modo tan inesperado que el grupo doficiales se desplegó asustado pardejarle paso. Y todos vieron cómo e
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hombrecillo bajo y delgado subía a scoche, los oficiales llevaban de nuevo lmano a la gorra y después la blancnube de polvo que se levantó indicó quel general se dirigía al oeste, al lugar eel que el sol estaba ya bastante bajo, y
no muy lejos de los blancos tejadoplanos, al lugar en el que no habíningún frente.
Entonces ellos marcharon en 11grupos de a tres a otra parte de lciudad, hacia el sur, pasando por café
de sucia elegancia, por cines e iglesiaspor barrios pobres en los que perros gallos yacían perezosos delante de lapuertas, con hermosas y sucias mujere
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de blanco busto en las ventanas, en loque de cochinas tabernas salía el cantmonótono y curiosamente excitante dos hombres que estaban bebiendo. Loranvías pasaban por su lado chirriand
a fantásticas velocidades… y lueg
legaron a un barrio silencioso. Allhabía villas rodeadas de verdeardines, coches del ejército delante d
portales de piedra; ellos atravesaron unde esos portales de piedra, llegaron a uparque muy cuidado y volvieron
colocarse formando cuadro, un cuadrmás pequeño, 111 veces tres.El bagaje se colocó atrás, en fila, lo
fusiles los pusieron en pabellón,
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cuando se encontraban de nuevo eposición de firmes, cansados hambrientos, muertos de sed, furiosos hartos de esa maldita guerra, aencontrarse de nuevo en posición dfirmes pasó por su lado una car
delgada y de casta: era el coronepálido, de ojos duros, labios apretados nariz larga. A todos ellos les pareció
natural que el cuello que había debajde este rostro estuviera adornado con lcruz. Pero tampoco este rostro les gustó
El coronel tomó los ángulos derechosandaba con lentitud y paso firme, npasaba por alto ni un solo par de ojos, cuando finalmente dio media vuelta par
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dirigirse al flanco abierto con unpequeña cola formada por oficialesodos ellos sabían que diría algo y todo
pensaron que deseaban beber algobeber, y también comer o dormir ofumar un cigarrillo.
—Camaradas —dijo la voz clara sonora—, camaradas, os saludo. No hamucho que decir, sólo una cosa: tenemo
que echarlos, a esos cobardes, echarlopara que vuelvan a sus estepas¿Entendéis, camaradas?
La voz hizo una pausa y el silencide esta pausa resultó desagradable, casmortal, y todos ellos vieron que el soestaba ya del todo rojo, rojo oscuro, y e
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mortal resplandor rojo parecía quedaaprisionado en la cruz del cuello decoronel, única y exclusivamente en esocuatro brazos resplandecientes, y fuentonces cuando se dieron cuenta de quademás la cruz estaba adornada con un
corona de encina que ellos llamabaverdura.
El coronel llevaba verdura en e
cuello. —¿Qué si lo entendéis? —gritó l
voz, soltando ahora un gallo.
—Sí, señor —exclamaron unocuantos, pero sus voces estaban roncascansadas, indiferentes.
—¡Qué si lo entendéis, pregunto! —
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volvió a gritar la voz soltando un gallal que parecía querer subirse al cielo
de prisa, demasiado de prisa, como unalondra que se hubiera vuelto loca quisiera coger una estrella para comer.
—Sí, señor —exclamaron otro
pocos, pero no muchos, y también loque gritaron estaban cansados, roncosndiferentes, y en la voz de ese hombr
no había nada que pudiera calmar ssed, quitarles el hambre y las ganas dfumar.
El coronel cortó el aire con su fusteellos oyeron algo que sonaba com«tropa de mamarrachos» y con rápidopasos se fue por la parte de atrá
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seguido de su ayudante, un tenientprimero joven y larguirucho, demasiadarguirucho y también demasiado jove
para no darles lástima.El sol seguía en el cielo
exactamente sobre los tejados, un huev
de hierro candente que parecía rodar poencima de los blancos tejados planos, el cielo tenía un color ceniciento, cas
blanco, lánguido caía el seco follaje dos árboles mientras seguían marchando
ahora por fin hacia el este, atravesand
el arrabal, pasando por el empedradunto a cabañas, pasando por labarracas de los traperos, por un bloquotalmente fuera de lugar formado po
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grandes y sucias casas de vecindad, poestercoleros, atravesando jardines comelones podridos en el suelo, cohenchidos tomates colgando de grandepies, cubiertos de polvo, colgando dpies demasiado grandes, que le
resultaba extraño. Extraños resultabaambién los maizales con sus gruesa
mazorcas en las que picoteaba
bandadas de pájaros negros quevantaron perezosos el vuelo a
acercarse su paso cansado, nubes d
pájaros que volaban vacilantes en eaire para posarse luego otra vez y seguipicoteando.
Ahora eran ya un grupo de sólo 3
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veces tres hombres, una tropa cansadacubierta de polvo, con los pies llagadosrostros sudorosos y con un tenientprimero a la cabeza que llevaba ehastío en el semblante. Al hacerse cargodel destacamento vieron ya qué tipo d
persona era. Él sólo los había mirado o leyeron en sus ojos, aunque estaba
cansados, sedientos, sedientos, l
eyeron: «Mierda», decía su mirada«todo es una mierda, pero no podemohacer nada». Y después con marcada
ndiferencia y despreciando todas laórdenes normales, su voz dijo: «Emarcha».
Ahora se detuvieron junto a un
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escuela sucia que había entre árbolemedio marchitos. Pestilentes charcanegras sobre las que se movíazumbadoras moscas parecían estadesde hacía meses allí entre el burdempedrado y un retrete lleno d
garabatos escritos en tiza que despedíuna peste repugnante, fuerte y clara.
—Alto —dijo el teniente primero
se dirigió luego al edificio con el paselegante y al mismo tiempo irresolutdel hombre que está de arriba abaj
leno de hastío.Ahora no hizo ya falta que formaracuadro y el capitán que pasó junto ellos no se llevó ni siquiera la mano a l
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gorra; no llevaba cinturón, tenía una pajentre los dientes y su gruesa cara dnegras cejas resultaba agradable. Hizsólo un ademán con la cabeza, dij«jm», se colocó delante de ellos y dijo:
—No tenemos mucho tiempo
muchachos. Voy a mandar al sargentomayor y haré que os distribuyan eseguida en las compañías.
Pero más allá de su sano rostrhabían visto hacía rato que los carros dcombate estaban allí listos y aparcado
que en el alféizar, en las suciaventanas abiertas se encontraba ebagaje de la compañía, paquetentachables, y al lado los cinturones, co
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odo lo que le correspondía: morracartucheras, palas y mascarillas de gas.
Al proseguir la marcha ya no eramás que ocho veces tres hombres desandaron el camino recorridoatravesando los maizales hasta llegar
as feas y modernas grandes casas dvecindad, luego doblaron de nuevhacia el este y llegaron a unas poca
casas en un bosque ralo que parecíacasi una colonia de artistas: edificios dun piso y tejado plano con grande
ventanas. En los jardines había sillaveraniegas, y al detenerse y dar medivuelta vieron que el sol estaba ya detráde los inmuebles, que su luz llenaba tod
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a bóveda celeste de un color rojdemasiado claro que parecía sangre mapintada… y detrás de ellos, en el estereinaba ya la oscuridad del atardecer el calor. Delante de las casitas habísoldados acurrucados a la sombra, e
alguna parte había pirámides de fusilesparecía que había más o menos diez, ellos vieron que los soldados y
levaban los cinturones: los cascos dacero en el portacarabina despedían uresplandor rojizo.
El teniente primero, que salió de unde las casitas, no pasó por su lado eabsoluto. Se detuvo en seguida en ecentro delante suyo y ellos vieron qu
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sólo tenía una condecoración, uncondecoración pequeña y negra que erealidad no lo era, una medallnsignificante de hojalata negra gracias a cual uno podía enterarse de que habí
derramado sangre por la patria. E
rostro del teniente primero estabcansado y triste, y ahora al mirarlodirigió primero la vista a su
condecoraciones, luego a su rostro dijo:
—Bien —y tras una breve paus
mirando al reloj—: Estáis cansados, lsé, pero no puedo hacer nada… dentrde un cuarto de hora tenemos que irnos.
Entonces miró al suboficial, que s
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encontraba a su lado y exclamó: —Es inútil tomar los dato
personales… recoger las libretasañadirlas al bagaje. Repartirlos de prispara que esa gente aún pueda beberLlenaos también las cantimploras! —
gritó dirigiéndose al grupo formado poocho veces tres hombres.
El suboficial que había a su lad
parecía irritado y engreído. Tenía cuatroveces más condecoraciones que eeniente primero y ahora asintiendo co
a cabeza dijo en voz alta: —¡Vamos, sacad las libretas!Dejó el montón en una mesa coja de
ardín y empezó a repartirlos, y mientra
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os contaban y distribuían todos ellopensaron lo mismo: el viaje había sidcansado, aburrido, nauseabundo, pero nhabía sido serio. Además el general, ecoronel, el capitán, incluso el tenientprimero, todos estaban muy lejos, no le
podían hacer nada. Pero ésos, a ésos era quienes pertenecían, a ese suboficiaque llevaba la mano a la gorra
chocaba los talones tal como se habíhecho una vez hacía cuatro años, o a essargento que parecía un búfalo qu
ahora se acercó por detrás, tiró ecigarrillo y se enderezó el cinturón… ésos era a quienes pertenecían hasta qucayeran prisioneros o yacieran e
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cualquier parte, heridos… o muertos.Del millar de hombres no habí
quedado más que uno que ahora sencontraba delante del suboficiamirando indefenso a su alrededoporque ya no había nadie a su lado
detrás ni delante suyo; y al mirar dnuevo al suboficial se le ocurrió pensaque estaba sediento, muy sediento, y qu
del cuarto de hora habían transcurrido amenos ya ocho minutos.
El suboficial había cogido su libret
de la mesa y la había abierto, le echuna ojeada, lo miró y dijo: —¿Se llama Feinhals? —Sí, señor.
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—¿Es arquitecto… y sabe dibujar? —Sí, señor. —Destacamento de compañía, pued
sernos útil, mi teniente. —Magnífico —dijo el tenient
dirigiendo la vista hacia la ciudad,
Feinhals deslizó también la mirada augar al que estaba mirando el tenient
primero, y entonces vio que era lo qu
parecía fascinarle hasta tal punto: alldetrás, en una calle recta, en el suelentre dos casas estaba el sol, singular
como una manzana aplanadaresplandeciente, muy bastardeada, yacíallí sencillamente en el suelo entre dosucias casas de un arrabal rumano, un
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manzana que iba perdiendo brillo pomomentos y que parecía encontrarse casen su propia sombra.
—Magnífico —dijo de nuevo eeniente primero sin que Feinhal
supiera si se refería realmente al sol
es que lo decía por costumbre. Feinhalrecordó que hacía ya cuatro años questaba en camino, cuatro años ya,
entonces en la tarjeta postal ponía que lmovilizaban para un ejercicio de unacuantas semanas. Pero de repente habí
legado la guerra. —Váyase a beber —dijo esuboficial a Feinhals. Feinhals corripor el lugar hacia el que habían corrid
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os demás y encontró la aguada eseguida: la espita era un tubo de hierroxidado con un grifo de jardín que spasaba de rosca entre delgados troncode pinos, y el chorro que salía tenía lmitad del grosor de un dedo meñique
pero mucho peor que eso era que allí sencontraban casi diez hombres dándosempujones unos a otros y lanzand
maldiciones, los cuales se tirabamutuamente sus escudillas.
Al ver el agua que caía, Feinhal
casi perdió el conocimiento. Sacó lescudilla del morral, se abrió paso entros demás y de repente notó que tení
muchísima fuerza. Apretó su vasija entr
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as demás, la hizo entrar en esa multitude bocas de hojalata que se desplazabasin cesar y no supo ya cuál era la suyasiguió su brazo con la vista y vio que lesmaltada en un color más oscuro era lsuya, con gesto vigoroso la empujó
sintió algo que le hizo temblar: se estabvolviendo pesada. Ya no sabía qué eramejor, beber o notar que la escudilla s
volvía pesada. De repente la retirporque notaba que sus manos perdíafuerza, la debilidad le hacía sentir u
emblor en las venas, y mientras detrásuyo las voces gritaban: «¡A formar…vamos, adelante!», se sentó, colocó lescudilla entre sus rodillas porque ya n
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enía fuerzas para levantarla, y snclinó sobre ella como un perro sobra suya, ejerció con los dedoemblorosos una ligera presión de mod
que el borde inferior bajó y la superficidel agua tocó sus labios, y cuando s
abio superior quedó mojado de verda él empezó a sorber, ante sus ojos s
balanceó en todos los colores
cambiando de aspecto «Agua, gua, gua»o vio en la imaginación escrito co
desvariada claridad: agua. Sus mano
recobraron la fuerza, podía levantar lescudilla y beber.Alguien lo levantó, lo empuj
delante suyo y él vio allí a la compañí
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con el teniente primero a la cabezgritando:
—¡Adelante, adelante!Y él cargó el fusil al hombro y s
colocó delante, en el lugar que le habíordenado el suboficial, haciéndole un
seña.Entonces marcharon hacia delante
hacia la oscuridad, y él se movía si
quererlo: en realidad quería caerse perseguía adelante, sin quererlo, su propipeso le hacía apretar las rodillas y a
apretar las rodillas avanzaban los pieheridos que tenían que arrastrar consigas grandes molestias producidas por e
dolor, molestias demasiado grandes
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mayores que sus pies; sus pies erademasiado pequeños para ese dolor; y aavanzar sus pies la masa formada poasentaderas, hombros, brazos y cabezse ponía de nuevo en movimiento y lhacía apretar las rodillas, y al apreta
as rodillas sus pies heridoavanzaban…
Tres horas más tarde yacía cansado
en algún lugar, sobre la seca yerba de lestepa, siguiendo con la vista una figurque escapaba arrastrándose en la gri
oscuridad; esta figura le había traído dograsientos papeles, un pedazo de pan, urollo de caramelos y seis cigarrillos y lhabía dicho:
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—¿Sabes cuál es la consigna? —No. —Victoria. La consigna es: victoriaY en voz baja había repetido
«Victoria, consigna victoria», y estpalabra sabía igual que el agua tibia e
a lengua.Entonces quitó el papel de lo
caramelos, se metió uno en la boca y a
notar en ella el diluido sabor amargosintético, sus glándulas segregarosaliva, limpió al tragarla la primer
efusión de esa mezcla agridulce… y drepente oyó que las granadas, qudurante horas habían correteado alldelante, en una línea lejana, pasaba
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volando por encima suyo ondeandozumbando, oscilando como cajas maclavadas, y estallaban detrás de ellosLa segunda carga se encontraba delantsuyo, no demasiado lejos: en la claroscuridad del cielo oriental s
dibujaban fuentes de arena cual setaque se deshicieran y a él le llamó latención el hecho de que ahora detrá
suyo estuviera oscuro y delante suyalgo más claro. La tercera carga no loyó: entre ellos parecía que estuviera
rompiendo tableros contrachapeados martillazos, dando estampidos, soltandastillas, cerca, peligroso. Suciedad humo de pólvora se arrastraban a l
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argo del suelo, y cuando hubo dadmedia vuelta, apretado contra la tierrcon la cabeza delante en la depresiódel declive que él había abierto oyó quse daba la orden: «¡Listos para saltar!»Procedente de la derecha se oyó u
murmullo, un zumbido que pasó por sado como una mecha que parecí
quemarse hacia la izquierda, en silenci
de modo peligroso, y cuando sdisponía a preparar su equipo de asaltoa sujetarlo, se oyó un estampido a s
ado y pareció que alguien le arrancara mano y tirara con fuerza de santebrazo. Todo su brazo izquierdoestaba sumergido en un calor húmedo,
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él, levantando la cabeza de aquellsuciedad, exclamó:
—Estoy herido —pero él mismo noyó lo que estaba exclamando, sólo oyuna voz que decía de modo apenaperceptible:
—Rossapfel.Muy lejos, como separado de él po
gruesos cristales cercanos y sin embarg
ejos: —Rossapfel —dijo una voz; apena
perceptible, noble, lejana, ahogada—
Rossapfel, capitán Bauer, sí señor.Luego hubo un silencio absoluto y lvoz repuso:
—Estoy oyendo al teniente coronel.
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Silencio, calma absoluta, sólo a lejos había algo que burbujeaba, silbab producía ligeros estallidos, como s
algo se derramara al hervir. Entonces se ocurrió pensar que tenía los ojo
cerrados y los abrió: vio la cabeza de
capitán y luego oyó también su voz comayor claridad; su cabeza se encontraben una oscura ventana de sucio marco
el rostro del capitán estaba cansado, siafeitar y de mal humor, había apretadoos ojos y entonces dijo tres veces un
detrás de otra, separadas por unbrevísima pausa: —Sí, mi teniente coronel… Sí, m
eniente coronel… Sí, mi tenient
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coronel…Entonces el capitán se puso el casc
de acero y su ancha cabeza negra bondadosa adquirió un aspecto muridículo al decir a alguien que estaba su lado:
—Qué asco, irrupción por Rossapferes, Freischütz cuatro, tengo que i
adelante.
Otra voz gritó, dirigiéndose hacia lcasa:
—Anunciador en motocicleta a
capitán.Y fue propagándose como un ecomurmurándose por la casa, haciéndoscada vez menos perceptible:
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—Anunciador en motocicleta acapitán, anunciador en motocicleta acapitán.
Entonces oyó el traqueteo deaparato, siguió su ruido seco que ibacercándose y lo vio torcer por l
esquina, lentamente, aminorando lmarcha hasta detenerse delante suyozumbando, cubierto de polvo, y e
conductor, con su rostro cansado ndiferente, sin levantarse del trast
brincador, gritó hacia la ventana:
—La motocicleta para mi capitáestá dispuesta.Y con las piernas separadas
despacio, y con el puro en la boca, e
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capitán salió de la puerta, una seta gord sombría con su casco de acero, si
ánimo alguno se metió en el sidecar, ydijo: «Vámonos», y el aparato dio uelevado brinco y se alejó ruidosamentea toda prisa, envuelto en una polvareda
en dirección al hirviente caos de efrente.
Feinhals no sabía si se había sentid
amás tan feliz. Apenas sentía dolor; esu brazo izquierdo, totalmente cubiertpor una gruesa envoltura allí a su lado
rígido y ensangrentado, húmedo y ajenonotó un ligero malestar, nada más; todoo demás estaba ileso; podía levantar la
piernas por separado, mover los pies e
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as botas, mover la cabeza, y echadpodía fumar con el sol ante sí que sencontraba en el este a un palmo de lnube de polvo gris. Todos los ruidoquedaban en cierto modo alejados ahogados, parecía que su cabez
estuviera rodeada de una capa dalgodón y se le ocurrió pensar que hacícasi 24 horas que no había comido nad
más que un caramelo sintético ácidoque no había bebido nada más que upoco de agua herrumbrosa y tibia qu
sabía a arena.Al notar que lo levantaban y se llevaban volvió a cerrar los ojos pero l
vio todo, era algo tan familiar, a él ya l
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había ocurrido alguna vez: pasandunto a los gases de escape de u
estruendoso coche lo llevaron a scálido interior que apestaba a bencinaa camilla chirriaba en las vías, luego e
motor se puso en marcha y el ruido de
exterior fue alejándose cada vez más, duna manera apenas perceptible, demismo modo que la tarde anterior s
había ido acercando sin que se notarasólo algunas granadas cayeron en loarrabales, de manera regular, tranquila
mientras se daba cuenta de que iba quedarse dormido, pensó: «Qué bienesta vez ha ido de prisa, muy dprisa…». Un poco de sed es lo únic
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que había experimentado, dolor en lopies y un poco de miedo.
Al detenerse el tren con brusquedadespertó de su aletargamiento. Sabrieron las puertas, las camillavolvieron a chirriar en los rieles y l
levaron a un pasillo fresco y blanco eel que reinaba un silencio absoluto; lacamillas estaban una detrás de otr
como sillas extensibles en una estrechcubierta, y él vio delante suyo uncabeza cubierta de abundante pelo negr
que yacía quieta, delante de ésta uncalva que se movía violentamente de uado a otro, y delante de todo, en l
primera camilla, una cabeza blanc
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completamente ceñida por un apretadvendaje, una cabeza fea, demasiaddelgada, y de ese lío de gasa salió unvoz cortante, clara, sonora, que selevaba hacia el techo, indefensa y amismo tiempo desvergonzada, la voz de
coronel, y esa voz gritó: —¡Champaña! —Barcos —dijo tranquilamente l
calva de delante—, bébete tus barcos.Detrás hubo risas, ligeras
prudentes.
—Champaña —gritó encolerizada lvoz—, champaña frío. —Cierra el pico —dijo tranquilo e
calvo—, cierra ya el pico de una vez.
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—Champaña —exclamó la volorosa—, quiero champaña.
Y la cabeza blanca cayó hacia atrásahora yacía allí tumbada, y de entrapretadas tiras de gasa se elevó una finnariz, y la voz fue elevándose más
gritando: —Una mujer… una mujercita… —Acuéstate contigo mismo —
contestó el calvo.Entonces por fin se llevaron a l
cabeza blanca por la puerta y se hizo e
silencio.En el silencio sólo oyeron eestallido de las granadas que caían ebarrios apartados de la ciudad, oscura
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explosiones lejanas que parecían bramasuavemente al margen de la guerra. Ycuando se llevaron la cabeza blanca decoronel, que ahora yacía de lado sidecir palabra, y metieron al calvo, sacercó el ruido de un coche en e
exterior: un motor que lanzaba ligerosilbidos fue aproximándose de prisa de un modo casi amenazador y pareci
querer embestir contra el fresco edificiblanco, tan cerca estaba ya; entonces drepente se hizo el silencio y fuera un
voz gritó algo, y cuando se volvieronasustados en su pacífico y soñolientcansancio, vieron al general que pasabdespacio junto a las camillas dejando
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cada uno de los hombres cajetillas dcigarrillos sin decir ni palabra. Amedida que los pasos del hombrecillban acercándose desde atrás, e
silencio se hacía cada vez más opresiv entonces Feinhals vio muy cerca l
cara del general: amarilla, grande riste, con blanquísimas cejas y undicio de polvo negruzco alrededor d
su fina boca, y en este rostro podíeerse que también esta batalla se habí
perdido.
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Oyó una voz que decía: —Bressen, Bressen, míreme.Y sabía que ésta era la voz d
Kleewitz, el médico de la división, aque probablemente habían enviado par
que se enterase de cuándo regresaríaPero no iba a regresar, ya no quería oíni ver nada más de este regimiento…
no miró a Kleewitz. Fijó la vista en ecuadro que colgaba a su derecha, casi eel oscuro rincón: un rebaño de oveja
pintado de color gris y verde en medi
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del cual había un pastor con un abrigazul tocando la flauta.
Pensó en cosas que nadie hubierpodido adivinar y en las que le gustabpensar a pesar de que eradesagradables. No sabía si estab
oyendo la voz de Kleewitz; claro que loía pero no quería confesárselo y en vede volver la cabeza y decir: «Kleewitz
qué bien que haya venido», miró apastor que tocaba la flauta.
Luego oyó que estaban hojeand
papeles y supuso que estudiaban shistoria clínica. Miró el cogote depastor y recordó que antes, durante unemporada, se había dedicado a saluda
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en un hotel, en un restaurante muy lujosoA mediodía, cuando los señores iban comer, atravesaba el local muy erguidohaciendo reverencias, y era curioso lde prisa y bien que comprendió lomatices que había que dar a su
reverencias: si se inclinaba ligeramenteprofundamente, si sólo inclinaba lcabeza, cómo inclinaba la cabeza, y
veces no hacía más que un ligermovimiento que en realidad no era máque un abrir y cerrar de ojos pero qu
parecía un movimiento de cabeza. A ée resultaba tan fácil distinguirladiferencias de matiz… era como con logrados del ejército, esa jerarquía d
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hombreras trenzadas o lisas, coestrellas o sin ellas, que era seguida da gran masa formada por las hombrera
más o menos desprovistas de adornosEn este restaurante la serie de maticede reverencias era relativament
sencilla: dependía del bolsillo, de lmportancia de la consumición. Él n
era ni siquiera extraordinariament
amable, casi nunca sonreía y su rostrocuando intentaba mirar de la manera mánexpresiva posible, su rostro no perdí
amás esa expresión de severidad vigilancia. A aquél a quien miraba no lenvadía tanto la sensación de que se l
estaba haciendo un honor como la d
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culpabilidad; todos se sentíaobservados, inspeccionados, y prontdescubrió que había una clase dpersonas que se desconcertaban, que sdesconcertaban hasta tal punto qucuando su mirada reposaba sobre ella
se ponían a cortar las patatas cocuchillo y que se palpaban miedosas lcartera en cuanto él había pasado. L
único que le extrañaba era que volvierauna y otra vez, ésos también. Volvían ydejaban que les inclinaran la cabeza
soportaban esa incómoda revisiónpropia de un restaurante elegante. Sdelgado rostro de casta y el hecho de secapaz de llevar los trajes como e
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debido se lo pagaban relativamente bie además comía gratis. Pero mientrantentaba aparentar cierta arrogancia, e
el fondo muchas veces tenía miedo.Aunque había días en los que s
daba cuenta de que el sudor s
acumulaba sobre su cuerpo y salía dmanera intermitente sofocándole. Y edueño era un hombre vulgar, un tipo
bonachón, orgulloso de su éxito, quenía una manera de ser mu
desagradable; por la noche, cuando e
ocal iba vaciándose poco a poco y épodía pensar ya en irse a casa…entonces a veces introducía sus gruesodedos en la caja de puros y le metía tre
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o cuatro en el bolsillo superior de lchaqueta a pesar de su resistencia«Dios mío», murmuraba el dueño con snsegura sonrisa «tómelos, son puro
buenos». Y él se los llevaba. Lofumaba por la noche con Velten, con e
cual tenía un pisito amueblado, y Veltense maravillaba cada vez de la calidad dos puros. «Bressen», decía Velten
«Demonio, Bressen, usted fuma cosabuenas». Él callaba y cuando Veltenlevaba algo bueno de beber no hací
cumplidos. Velten era viajante yrabajaba para una firma de bebidaalcohólicas y cuando había hechbuenos negocios Velten traía una botell
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de champaña. —Champaña —dijo en voz alta—
champaña frío. —Eso es lo único que dice de vez e
cuando —explicó el médico del servicique tenía al lado.
—¿Se refiere al coronel? —preguntKleewitz con frialdad.
—Sí, señor, al coronel Bressen. Lo
único que el coronel decir a veceschampaña… champaña frío. Y luego aveces el coronel hablar de mujeres… d
mujercitas.Tener que comer también en erestaurante había sido repugnante. Euna habitación interior pequeña y sucia
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con un mantel gastado, servido por uncocinera poco amable que no tenínunca en cuenta su predilección por epuding… con esos repugnantes vaporede cocina fríos y grasientos en la narizcuello y boca… y este constante ir
venir del dueño, que durante unosegundos se acurrucaba a su lado con epuro en la boca, se servía de una botell
de licor y bebía en silencio.Más adelante había dado clases d
urbanidad. La ciudad en la que vivía er
muy apropiada para este tipo de clasesHabía allí muchos ricos que ni siquiersabían que el pescado se come dmanera distinta a la carne, que se había
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pasado la vida comiendo literalmentcon los dedos y que ahora tenían cochesvillas y mujeres que no soportaban pomás tiempo estar metidas en su pellejoLes enseñaba a comportarse como lexigían las obligaciones sociales, iba
su casa, discutía con ellos el menú, lehacía comprender cómo había que trataa los sirvientes y por la noche cenab
con ellos… tenía que enseñarles caduna de las manipulaciones, observarlocon atención, corregirlos, e intentab
explicarles cómo puede uno mismo abriuna botella de champaña. —Champaña —dijo en voz alta—
champaña frío.
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—Santo Dios, santo Dios —exclamKleewitz—, Bressen, míreme.
Pero él no tenía intención de mirar Kleewitz; no quería oír nada, ver nadde este regimiento que se le habídesmoronado bajo sus manos cua
escas; Rossapfel, Freischütz Zuckerhut… capitaneados por su planmayor que se llamaba cabaña de caza…
se acabó! Y poco después oyó queKleewitz se había ido.
Se alegró de poder apartar por fin l
mirada del rebaño de ovejas y deestúpido pastor, estaba colgado un pocodemasiado lejos a su derecha y le dabun ligero calambre en el cogote. E
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segundo cuadro estaba colgado casexactamente delante suyo y él se veíobligado a mirarlo a pesar de quampoco éste le gustaba: mostraba a
príncipe heredero Miguel hablando coun campesino rumano y con el marisca
Antonescu y la reina al lado. Lposición del campesino rumano erconmovedora. Tenía los pies demasiado
untos y daba la impresión de que iba caerse hacia delante y tirar el regalo quenía en la mano a los pies del jove
rey: el regalo no podía verse mubien… sal o pan o un pedazo de quesde cabra, pero el joven rey sonreídirigiéndose al campesino. Hacía rat
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que Bressen no veía ya estas cosas; ssentía feliz por haber encontrado upunto que podía mirar fijamente siener que recelar el calambre de la nuca
Lo que más perplejo le había dejadde estas clases, lo que no sabía y tard
mucho en alcanzar por fin, a comprendeera eso: que esas cosas realmentpodían aprenderse… esa pequeñ
comedia que consiste en manejacuchillo y tenedor como es debido. Amenudo se asustaba cuando veía a eso
sujetos y a sus mujeres, los cualedespués de tres meses le tratabacorrecta y cortésmente como a uprofesor hábil pero muy especializado,
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sonriendo le entregaban un chequeAlgunos no lo aprendían nunca —sudedos eran demasiado torpes, nconseguían cortar la corteza del queso coger la tajada en la mano o agarracorrectamente una copa de vino por e
mango—, y había una tercera categoríque no lo aprendían pero a la cual no lmportaba —aparte de aquéllos que n
conocía pero de los cuales oía decir quno consideraban necesario consultarle.
Lo único que le consoló durante est
iempo fue la posibilidad de tener de veen cuando alguna aventura con sumujeres… una aventura poco peligrosque no le defraudaba pero que en la
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mujeres parecía infundir antipatía por éDurante este tiempo tuvo muchaaventuras —con las mujeres mádistintas— pero de todas ellas ni unsola había ido a verle o había salido coél una segunda vez, a pesar de que co
ellas bebía champaña. —Champaña —dijo en voz alta—
champaña frío.
También lo decía cuando estaba sol—era mejor—, y por un momento pensen la guerra, en esa guerra de aquí, sól
por un momento, hasta que oyó quvolvían a entrar dos en la habitaciónSiguió con la vista fija en esa masndefinible que el campesino rumano l
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endía al joven rey Miguel —y por umomento vio entre sí mismo y el cuadra mano rosada del médico jefe, el cua
se estaba inclinando sobre édescolgando la curva de su temperatura
—Champaña —dijo Bressen en vo
alta—. Champaña y una mujercita. —Señor Bressen —exclam
suavemente el médico jefe—. Seño
Bressen.Entonces hubo un momento d
silencio y el jefe dijo al que iba con él:
—Que lo lleven en camión a Vien—por supuesto la división lamentextraordinariamente tener que prescindidel señor Bressen, pero…
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—Sí, señor —dijo el médico deservicio.
Después no oyó nada, si bien teníaque estar aún a su lado pues no habíoído la puerta. Luego volvió a crujiaquel maldito papel y pareció que leía
otra vez su historia clínica. Ninguno dellos dijo una sola palabra.
Más tarde se había acordado qu
había cosas que él podía enseñarealmente y que tenía sentido que senseñaran: las nuevas instrucciones de
servicio militar que él ya conocíporque le enviaban con regularidad lanuevas entregas. Para el Casco de Acero la Organización Juvenil se hizo carg
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de cursos de formación en su distrito, recordaba muy bien que esa honrosmisión había tenido lugar en la época eque descubrió en su persona unnclinación desmedida por los dulces
en que disminuyó su interés por la
aventuras. Resultó que había sido unbuena cosa tener un caballo y pasaestrecheces a cambio, pues ahora en lo
días de ejercicio podía salir montando a campiña temprano, mantene
conversaciones con los jefes d
secciones menores, repasar el horario… sobre todo podía conocer a la gentcomo apenas podía hacerlo durante eservicio: soldados veteranos y gent
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oven de una timidez y al mismo tiempde una ingenuidad singulares que de veen cuando corrían incluso el riesgo dcontradecir. Lo que le ponía triste ercierto aire de misterio que hacía qufuera imposible regresar después a l
ciudad a la cabeza de la tropa —perdurante el servicio era casi como antesel servicio de combate en el marco de
batallón lo dominaba bien y no encontrmotivo alguno para criticar las nuevaprescripciones, que habían aprovechad
as experiencias de la guerra sipretender provocar una verdaderrevolución. Lo que cuidaba siempre duna manera especial por considerarlo d
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extraordinaria importancia: el servicio pie, posición básica y conversionerealizadas con la mayor correccióposible— y cuando se sentía lsuficientemente fuerte y seguro parcorrer algún riesgo, cosa que inclus
durante la paz y con una tropa bieejercitada había sido aventurado: loejercicios de batallón eran día
excepcionales.Pero pronto el misterio desapareció
pronto hubo también ejercicios diarios
cuando un buen día volvió a ser umayor de verdad, comandante de ubatallón como Dios manda, no habíhabido una diferencia demasiad
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grande.Primero no supo si es que estab
girando de verdad o si esta vueltformaba parte de las cosas que él ya npodía controlar, pero él giraba y sabíque estaba girando de verdad, y er
riste enterarse de que todavía no existínada, lo que estaba sucediendo con ésin que él pudiera controlarlo: l
estaban haciendo girar. Lo habíaevantado y con todo cuidado estaba
sacándolo de su cama para colocarlo e
a camilla que había allí delantePrimero la cabeza le cayó hacia atrásmiró un momento al techo, luego lpusieron debajo un cojín y su mirada di
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exactamente en el tercer cuadro quhabía en su habitación. Ese cuadro aúno lo había visto, estaba colgado cercde la puerta, y primero le alegró podever este cuadro pues de lo contrarihubiera tenido que mirar a los do
médicos entre los cuales estaba colgadahora el cuadro. Parecía que el jefhabía salido. El médico del servici
habló con el otro médico joven al cuaél aún no había visto nunca; vio que ebajo y gordo médico del servicio le leí
al otro en voz baja parte de su historiaclínico y le explicaba algo. Bressen npudo entender lo que decían y no porquno pudiera oír; le resultaba insoportabl
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el hecho de no haber conseguido oíhasta entonces —no, estabasencillamente demasiado lejos hablaban en un susurro—. Del pasillo loía todo: llamadas, gritos de heridos el zumbido de los motores afuera. Vio l
espalda del portador que estaba delantsuyo y el que estaba detrás suyo dijentonces:
—Vamos… anda vamos. —El equipaje —dijo el de delant
—. Doctor —exclamó dirigiéndose a
médico del servicio—, alguien tendríque traer el equipaje. —Vaya a buscar a unos cuanto
hombres.
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Los dos portadores salieron apasillo.
Sin mover la cabeza Bressen dirigiuna penetrante mirada al tercer cuadroque estaba entre las cabezas de los domédicos: ese cuadro era increíble, él n
podía explicarse cómo había llegadaquí. No sabía si se encontraba en unescuela o en un convento, pero que e
Rumania hubiera católicos era algo quno había oído decir nunca. En Alemanihabía, lo había oído decir… ¡pero e
Rumania! Pues bien, allí había un cuadrde la Virgen María. Le molestó versobligado a mirar ese cuadro, pero npodía hacer otra cosa, tenía que mirarla
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a esa mujer con su capa azul celestcuyo rostro se le antojó de extrañseriedad; estaba flotando sobre un globerrestre con la vista levantada hacia e
cielo, el cual estaba formado poblanquísimas nubes, y alrededor de su
manos había anudada una sarta de perlade madera marrón. Sacudió ligeramenta cabeza y pensó: qué desagradable,
de repente vio que los dos médicoprestaban atención. Lo miraron a éldespués miraron el cuadro, siguieron e
camino de su mirada y lentamente sdirigieron a él. Le era muy difícil fijasu vista en ese cuadro que le resultaban repugnante entre esas dos cabezas
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entre los cuatro ojos que estabamirando los suyos. No podía pensar enada que le hubiera distraído; intenthacer regresar sus pensamientos aquellos años en los que hacía muy pochabía podido pensar, años en los qu
notó que las cosas que una veconstituyeron su mundo se transformabaentamente de nuevo en un mundo: e
rato con los oficiales de la plana mayoros chismes de la guarnición, lo
ayudantes, los ordenanzas. No consigui
pensar en ello. Estaba atrapado en eso20 centímetros que quedaban libreentre las dos cabezas, y en estos 2centímetros estaba el cuadro, pero fue u
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alivio ver que el espacio aumentabapues ellos se acercaban a él, ssepararon y se detuvieron a su lado.
Ahora ya no los veía, sólo por erabillo del ojo sus blancas batas. Oyperfectamente lo que decían.
—¿De modo que no cree que estrelacionado con esa herida?
—Imposible —dijo el médico de
servicio; de nuevo volvió a abrir lhistoria clínica, el papel crujió—mposible. Una herida insignificante
francamente ridicula, en el cuercabelludo. Cicatrizó en cinco días. Nad—absolutamente ninguno de losíntomas normales de una conmoción
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nada. A lo sumo puedo admitir un shock— o… —de repente enmudeció.
—¿A qué se refiere? —Me guardaré el decirlo. —Dígalo.Resultó molesto que los dos médico
permanecieran en silencio, parecíantercambiar señas, luego de repente e
médico extranjero rió. Bressen no habí
oído ni una palabra. Luego rieron lodos médicos. Él se alegró de quentraran los dos soldados con u
ercero; ése llevaba el brazo en ucabestrillo. —Feinhals —le dijo el médico de
servicio—, lleve la cartera al coche. E
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equipaje mayor lo llevarán después —exclamó dirigiéndose a los portadores.
—¿Va en serio? —preguntó emédico extranjero.
—Completamente en serio.Bressen notó que lo levantaban y s
o llevaban; el cuadro de la Virgen sdeslizó a su izquierda, la pared sacercó, luego el crucero de la ventana
de nuevo le dieron media vuelta, vio eargo pasillo, dio otra vuelta y cerró lo
ojos; afuera brillaba el sol, el sol l
cegaba. Al cerrarse detrás suyo la puertde la ambulancia sintió gran alegría.
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Había muchos sargentos en eejército alemán —con sus estrellas shubiera podido adornar el cielo de uestúpido inframundo—, también muchosargentos que se llamaban Schneider,
entre ellos un buen número que habíarecibido el nombre de Alois, pero sólouno de esos sargentos llamados Aloi
Schneider se encontraba en esta épocen un villorrio húngaro que se llamabSzokarhely; Szokarhely era un
ocalidad pequeña y cerrada, medi
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pueblo y medio balneario. Era verano.El despacho de Schneider era un
habitación estrecha tapizada damarillo; fuera, en la puerta, colgaba uetrero de cartón rosa oscuro escrito einta china negra: «Altas. Sargent
Schneider». La mesa estaba colocada dmodo que Schneider estaba sentado despaldas a la ventana, y cuando no tení
nada que hacer se levantaba, daba medivuelta y podía ver la estrecha polvorienta carretera que hacia l
zquierda llevaba al pueblo y a lderecha, entre maizales albaricoqueros, a la Puszta. Schneideno tenía casi nada que hacer. En e
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hospital no quedaban más que heridograves; todos los demás de los que npodía dudarse que se encontraban econdiciones de ser trasladados, lohabían metido en vehículos y se lohabían llevado —y los que podían anda
habían sido dados de alta, cargados mandados al frente. Schneider podípasar horas y horas mirando por l
ventana: fuera hacía un tiempbochornoso y la mejor medicina contreste clima era un licor de albaricoqu
amarillento mezclado con gaseosa. Esicor era de una suave aspereza, erbarato, puro y bueno, y era agradablestar sentado junto a la ventana mirand
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el cielo o la calle y emborracharse; lembriaguez venía muy despacioSchneider tenía que luchar duramentpara conseguirlo, incluso por la mañanera necesario una cantidad bastantgrande de licor de albaricoque par
legar a un estado en el que eembrutecimiento se hiciera soportableSchneider tenía un sistema: en el prime
vaso sólo echaba un poco de licor, en esegundo ya echaba más, el tercero era dun 50%, el cuarto lo bebía puro, e
quinto otra vez 50%, el sexto era tafuerte como el segundo y el séptimo taflojo como el primero. Sólo bebía sietvasos. Hacia las diez y media habí
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dado fin a esta ceremonia y sencontraba en un estado que édenominaba de iracunda sobriedadentonces se sentía invadido por un fuegfrío y se veía armado para cargar con eaburrimiento del día. Hacia las onc
ban generalmente las primeras altas, lmayoría de las veces a las once y cuarto le quedaba aún casi una hora par
mirar a la calle, por la cual raras vecepasaba a toda velocidad en dirección apueblo algún vehículo tirado por flaco
caballos levantando una polvareda— podía cazar moscas, mantener diálogode artística invención con superioremaginarios, irónicos y breves, o aú
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ordenar los tampones que tenía sobre smesa, poner los papeles rectos.
A esta hora —hacia las diez y medi— el doctor Schmitz se encontraba en lhabitación de los dos pacientes qu
había operado por la mañana: a lzquierda se encontraba el teniente Mol
de 21 años; semejaba una vieja, su car
afilada parecía reír irónicamente debida la narcosis, bandadas de moscas smovían sobre los vendajes de sumanos, se agachaban somnolientas junta la gasa ensangrentada de su cabezaSchmitz las apartó; era inútil, sacudió lcabeza y cubrió la del que yacía all
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durmiendo con la blanca sábanaEmpezó a ponerse la limpia bata blancque llevaba para la visita, se la abrochentamente y miró al otro paciente, a
capitán Bauer, que parecía despertapoco a poco de la narcosis y con lo
ojos cerrados producía unos murmulloahogados; en vano intentó moverseestaba atado y también su cabeza s
hallaba sujeta con correas detrás, a labarras de la cama —sólo se movían suabios, y durante unos momentos pareci
querer abrir los ojos— sin dejar dmurmurar. Schmitz se metió las manoen los bolsillos de su bata y esperó —lhabitación estaba en la penumbra, el air
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era malo, olía ligeramente excrementos y aunque las puertas y laventanas estaban cerradas estaba llende moscas; antes en los sótanos quhabía debajo estuvieron los establos.
El murmullo inarticulado
ntermitente del capitán parecivigorizarse, ahora abría la boca ntervalos regulares y parecía decir un
sola palabra que Schmitz no entendía —una mezcla curiosamente fascinante de E O y sonidos guturales—, después d
repente el capitán abrió los ojos. —Bauer —exclamó Schmitsabiendo no obstante que era inútil.
Se acercó y movió enérgicament
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sus manos de un lado a otro delante decapitán —no siguió reflejo algunoSchmitz mantuvo la mano muy cerca dsus ojos, tan cerca que notó en la palmde su mano las cejas del capitán: nada—el capitán sólo dijo regularmente s
ncomprensible palabra. Miró hacidentro y nadie sabía qué había dentroDe repente dijo la voz con tod
claridad, articulándola con gran nitidezcomo si la hubiera aprendido dmemoria —luego otra vez. Schmit
mantuvo el oído muy cerca de la bocdel capitán: «Bjeljogorsche», dijo ecapitán. Schmitz escuchó con atenciónno conocía la palabra y no sabía lo qu
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significaba, pero le gustaba oírla, lparecía bonita, misteriosa y bonitaFuera había silencio— oyó lrespiración del capitán, lo miró a loojos y siguió esperando la palabra una otra vez casi sin respirar
«Bjeljogorsche». Schmitz miró su relojobservó el segundero —muy lento lpareció que se arrastraba por la esfer
este dedo minúsculo— cincuentsegundos: «Bjeljogorsche». Hasta quvolvieron a transcurrir cincuent
segundos el tiempo le parecinfinitamente largo. Afuera había cocheentrando en el patio. Alguien gritó en epasillo, Schmitz recordó que el jefe l
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había pedido que pasara la visita en sugar, otro coche entró en el patio
«Bjeljogorsche», dijo el capitánSchmitz volvió a esperar —la puerta sabrió, apareció un sargento, Schmitz lhizo con impaciencia una seña para qu
no hablara, miró fijamente la manecill cuando saltó hacia el 30 lanzó u
suspiro: «Bjeljogorsche», dijo e
capitán. —¿Qué ocurre? —preguntó Schmit
al sargento.
—La visita, ya va siendo hora —dijo el sargento. —Ya voy —dijo Schmitz. Cuando l
manecilla se encontraba sobre el 20
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os labios del capitán acababan dcerrarse cubrió el reloj con la mangamiró fijamente la boca de aquel hombreesperó y cuando sus labios empezaron moverse se subió la manga«Bjeljogorsche»— la manecilla s
encontraba exactamente sobre el 10.Schmitz salió despacio.
Aquel día no llegó ninguna altaSchneider esperó hasta las once cuarto, luego salió a buscar cigarrillosEn el pasillo se detuvo junto a lventana. Afuera estaban lavando ecoche del jefe. Jueves, pensó SchneiderLos jueves se lavaba siempre el coch
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del jefe.Los edificios formaban un rectángul
abierto por detrás, en dirección aferrocarril. En el ala norte estaba edepartamento de cirugía, en el centro ladministración con las salas de rayos X
en el ala sur la cocina, las dependenciapara el personal, y en el extremo, en unserie de seis habitaciones, vivía e
director. Antes en este complejo hubouna escuela de agricultura. Detrás, en egran jardín que iba de través hacia e
flanco abierto, había duchas, unoestablos y plantíos, parterreescrupulosamente medidos con todclase de plantas. El jardín con su
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árboles frutales llegaba hasta eferrocarril, y a veces se veía a la mujedel director a caballo por allí con shijo, un chiquillo de seis años quvociferaba agachado sobre un pony. Lmujer era joven y hermosa, y cada ve
que había jugado con su hijo allí detráen el jardín, iba a la administración quejarse del obús sin estallar que habí
en el pozo de agua de abono y que a elle parecía peligroso. Cada vez l
aseguraban que se haría algo, pero no s
hacía nada.Schneider permaneció junto a lventana mirando al chófer del jefe, questaba realizando su trabajo con tod
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esmero; aunque hacía ya dos años qulevaba y lavaba este coche habí
extendido el plan de engrase sobre uncaja tal como lo mandan laprescripciones, llevaba el mono y a salrededor había cubos y jarras. El coch
del jefe estaba tapizado de cuero rojo era muy plano. Jueves, pensó Schneidera vuelve a ser jueves. En el calendari
de las costumbres el jueves era el día eque se lavaba el coche del jefe. Saludó a rubia enfermera que pasó a toda pris
por su lado, dio unos cuantos pasos edirección a la puerta de la cantina, pera puerta estaba cerrada. En el pati
pararon dos camiones que aparcaron
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determinada distancia del coche deefe. Schneider se detuvo y miró haci
afuera: en aquel momento llegó al patia muchacha de la fruta. Ella mism
conducía su carrito sentada sobre uncaja boca abajo y ahora pasaba con gra
cuidado entre los coches en dirección a cocina. Se llamaba Szarka, vení
siempre los miércoles de uno de lo
pueblos de los alrededores y traía frut verdura. Todos los días venía gent
que traía fruta y verdura, el habilitad
enía distintos proveedores, pero lomiércoles sólo venía Szarka. Schneideo sabía muy bien: a menudo lo
miércoles había interrumpido su trabaj
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hacia las once y media, se había idhacia la ventana en espera de que sviera la nube de polvo de su carrito aborde de la avenida que llevaba a lestación, y había estado esperando hastque ella se acercaba y en la nube d
polvo podía verse el caballito, laruedas del carro y por fin la muchachcon su linda cara delgada y la sonrisa e
a boca. Schneider encendió su últimcigarrillo y se sentó en el alféizar. Hohablaré con ella, pensó, y en seguid
recordó que todos los miércolepensaba: «Hoy hablaré con ella», y qununca lo había hecho. Pero hoy segurque lo haría. Szarka tenía algo que é
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sólo había notado en las mujeres de estierra, en estas muchachas de la Puszt
que en las películas se ven siemprbrincando con un ímpetu tan estúpidoSzarka era reservada, reservada y duna ternura apenas perceptible; er
cariñosa con su caballo, con las frutade sus cestos: albaricoques y tomatesciruelas y peras, pepinos y pimientos. S
abigarrado carrito se deslizó entre lasucias jarras de aceite y las cajas y sdetuvo junto a la cocina y ella llamó a l
ventana con la fusta. A esa hora no habíaotro ruido en el edificio. La visita daba vuelta desprendiendo una inquiet
solemnidad, todo estaba limpio y en lo
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pasillos había una tensión indefiniblePero hoy reinaba un ruido nerviosopuertas que se cerraban con estrépitogritos por todas partes. Schneider lo oyen cierto modo al margen de sconciencia, fumó su último cigarrillo
observó a Szarka mientras negociabcon el sargento de cocina. De ordinarinegociaba siempre con el habilitado, e
cual intentaba pellizcarle las nalgaspero Pratzki, el sargento de cocina, erun muchacho delgado, algo nervioso
muy práctico que sabía cocinamagníficamente y del que se decía quno le importaban las mujeres. Szarka lhablaba con energía, gesticulando, hiz
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sobre todo el gesto del que estcontando dinero, pero el cocinero sólse encogió de hombros y señaló eedificio principal, exactamente el lugaen el que estaba sentado Schneider; lmuchacha se volvió y miró a Schneide
casi a la cara; éste saltó del alféizar oyó que en el pasillo le estabalamando a voces.
—¡Schneider, Schneider!Entonces hubo un momento d
silencio y una vez más alguien gritó:
—¡Sargento Schneider!Schneider echó otra mirada hacia eexterior: Szarka cogió las riendas de scaballito y lo llevó hacia el edifici
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principal; el chófer del jefe sencontraba en un gran charco doblandsu plano de engrase. Schneider sdirigió lentamente al despacho y antede llegar allí pensó varias cosas: quhoy tenía que hablar con la muchacha
sin falta, que los miércoles no podíavarse el coche del jefe, y que no er
posible que Szarka viniera en jueves.
Se tropezó con la visita. Ésta salíde la gran sala que ahora estaba casvacía; batas blancas, unas poca
enfermeras, el sargento del servicio, loenfermeros, una procesión silenciosque no era guiada por el jefe sino poSchmitz, suboficial de sanidad, el docto
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Schmitz, un hombre al que raras vecese oía hablar. Schmitz era bajo y gordo de aspecto insignificante, pero sus ojoeran fríos y grises, y a veces, cuandbajaba un segundo los párpados, parecíquerer decir algo pero nunca decía nada
Cuando Schneider llegó delante dedespacho la visita se disgregóSchneider vio entonces que Schmitz s
dirigía hacia él, así que mantuvo lpuerta abierta y entró con él.
El sargento mayor estaba habland
por teléfono. Su ancho rostro mostrabrritación. En aquel momento estabdiciendo: «No, doctor», entonces se oyal jefe en el auricular, el sargento mayo
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miró a Schneider y al médico, con ugesto ofreció a éste una silla y al mirar Schneider sonrió; después dijo: «Estbien, doctor», y colgó.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Schmitz—. De modo que no
argamos.Abrió el periódico que tenía delante
o cerró en seguida y miró por encim
del hombro a Feinhals, el delineanteque estaba sentado a su lado. Schmitmiró con frialdad al sargento mayor
Había visto que Feinhals estabesbozando un plano del lugar. «BaseSzokarhely», ponía arriba.
—Sí —dijo el sargento mayor—
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enemos la orden de llevar a cabo ucambio de posición.
Intentó permanecer tranquilo pero amirar a Schneider había en sus ojos undesagradable excitación. También sumanos estaban temblando. Echó un
mirada a las cajas de color gris quhabía junto a las paredes y que abrienda tapa podían transformarse en armario
o mesas. A Schneider seguía sinofrecerle ninguna silla.
—Déme un cigarrillo, Feinhals
hasta luego —dijo Schneider.Feinhals se levantó, abrió lcajetilla azul y ofreció un cigarrillo Schneider. También Schmitz tomó uno
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Schneider fumó apoyado a la pared. —Ya lo sé —dijo en el silencio—
estaré en el destacamento dretaguardia. Antes era el destacamentode exploración.
El sargento mayor se ruborizó. En l
habitación contigua se oía una máquinde escribir. Sonó el teléfono, el sargentomayor descolgó, contestó y dijo:
—Está bien, doctor, la mandaré parque firme.
Colgó.
—Feinhals —dijo—, vaya a ver sa está lista la orden del día.Schmitz y Schneider se miraron
Schmitz miró la mesa y volvió a abrir e
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periódico.«Ha empezado el proceso contra lo
reos de alta traición», leyó. Volvió acerrar el periódico.
Feinhals volvió de la habitación dal lado con el escribiente. El escribient
era un suboficial pálido y rubio quenía los dedos amarillos de fumar.
—Otten —le gritó Schneider—
¿volverás a abrir la cantina? —Un momento, por favor —dij
furioso el sargento mayor—, ahora teng
cosas más importantes que hacer.Él tamboreó con los dedos sobre lmesa mientras el escribiente ordenabos legajos de papel. Se llevó a la car
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as hojas escritas a máquina y sacó epapel carbón. Eran tres veces dos caraescritas a máquina y cuatro hojas dpapel carbón. Parecía que no habíescrito más que nombres. Schneidepensó en la muchacha. Probablement
ahora estaba con el habilitado parcobrar su dinero. Se acercó a la ventanpara poder observar la salida.
—Acuérdate de dejarnos cigarrillo—dijo a Otten.
—Calma —gritó el sargento mayor.
Dio los legajos a Feinhals y le dijo: —Al jefe para que los firme.Feinhals los juntó y salió.El sargento mayor se dirigió
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Schmitz y a Schneider pero éste shallaba mirando por la ventana, era casmediodía y la carretera estaba vacíaenfrente había un enorme campo en eque los miércoles tenía lugar emercado: los sucios puestos s
encontraban solitarios al sol. Miércolepor tanto, pensó, y se dirigió al sargentmayor el cual tenía en la mano una copi
de la orden del día. Feinhals estaba yde vuelta, se encontraba junto a lpuerta.
—… Se queda aquí —dijo esargento mayor—. Feinhals tiene uesbozo de la situación. Esta vez ha de iodo de una manera táctica. Pur
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formalidad, ya sabe, Schneider —dij—; lo mejor será que reúna en seguida unos cuantos hombres y les mande ir buscar las armas, en la sala denfermedades contagiosas. Los otroservicios están informados.
—¿Armas? —preguntó Schneider—¿también pura formalidad?
El sargento mayor volvió
ruborizarse, Schmitz cogió otrcigarrillo de la cajetilla de Feinhals.
—Desearía ver la lista d
heridos…, ¿dirigirá el jefe edestacamento de exploración? —Sí —dijo el sargento mayor—, é
es también quien ha hecho la lista.
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—Quisiera verla —dijo Schmitz.El sargento se ruborizó una vez más
Entonces metió la mano en el cajón endió la lista a Schmitz. Schmitz la ley
atentamente, murmurando los nombrepara sí mismo; no se hablaba, todo
permanecían en silencio mirando ahombre que estaba leyendo la listaFuera, en el pasillo, reinaba el ruido
Todos se sobresaltaron cuando drepente Schmitz dijo en voz alta:
—¡El teniente Moll y el capitá
Bauer, maldita sea!Echó estrepitosamente la lista sobra mesa y miró al sargento mayor.
—Cualquier estudiante de medicin
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sabe que una hora y media después duna delicada operación cerebral upaciente no está en condiciones de serasladado.
Volvió a coger la lista y golpeó epapel con los dedos.
—Lo mismo es pegarles un tiro qumeterlos en una ambulancia.
Miró a Schneider, luego a Feinhals
al sargento mayor y a Otten. —Seguro que ayer ya se sabía qu
nos largábamos hoy… ¿Por qué no s
aplazó la operación?… —La orden no ha llegado hasta hoyhasta hace una hora —dijo el sargentmayor.
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—¡La orden! ¡La orden! —dijSchmitz, echó la lista sobre la mesa dijo a Schneider—: Venga, vámonos.
Una vez fuera dijo: —No ha prestado usted atención…
soy el jefe del destacamento d
retaguardia…, ya hablaremos de ello.A toda prisa se dirigió a l
habitación del jefe y Schneider fu
entamente a la suya.Por todas las ventanas por las qu
pasó miró hacia fuera para asegurars
de que el carro de Szarka aún seguía ea entrada. Ahora el patio estaba llenode camiones y de ambulancias, y emedio de ellos el coche del jefe. Ya
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habían empezado a cargar y Schneidevio que junto a la cocina estabacargando también las cestas de la fruta el chófer del jefe arrastraba por e
patio una gran caja gris con chapas dhojalata. En los pasillos había un
aglomeración. Una vez en su habitacióSchneider se dirigió rápidamente aarmario, se echó en un vaso el licor qu
quedaba y después algo de gaseosa mientras bebía oyó que fuera se estabponiendo en marcha el primer motor
Con el vaso en la mano salió al pasillo se colocó junto a la ventana: habínotado en seguida que el primer motoque se puso en marcha era el del coch
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del jefe; era un motor bueno, Schneideno entendía nada de motores pero notque era un buen motor. Entonces el jefatravesó el patio, no llevaba equipaje a gorra le caía algo torcida. Tenía cas
el mismo aspecto de siempre
únicamente su rostro, que en generaresultaba noble, pálido, con suaveresplandores rojizos, su rostro estab
colorado como un tomate. El jefe era uhombre apuesto, alto y delgado, un jinetexcelente que cada mañana a las sei
montaba en su caballo con la fusta en lmano y se iba galopando Puszta adentrde una manera regular, alejándose cadvez más en esta superficie que n
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parecía otra cosa que el horizonte. Perahora su cara estaba colorada Schneider sólo había visto la cara deefe una vez tan colorada, en aquell
ocasión en que Schmitz consiguió llevaa cabo la operación que el jefe no s
había arriesgado a realizar. AhoraSchmitz iba al lado del jefe; Schmitz ibcompletamente tranquilo mientras que e
efe agitaba excitado las manos…, perahora Schneider había visto a lmuchacha, la cual estaba en el pasillo
se dirigía hacia él. Parecía confusa causa del desorden y daba la impresióde que andaba buscando a alguien quno tomaba parte en esta marcha. Dijo e
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húngaro algo que él no entendióentonces él señaló su habitación y lhizo una seña para que fuera hacia alláEl coche del jefe fue el primero en sali la columna le siguió lentamente…
Por lo visto la muchacha creía qu
era el sustituto del habilitado. No ssentó en la silla que él le ofreció y ahacerlo él en el borde de la mesa ell
siguió de pie muy cerca, delante suyo, e habló gesticulando con gran energía;
él le resultó muy agradable pode
mirarla sin tener que escucharla ya quera inútil querer entender su idiomaPero la dejó hablar para poder mirarlaparecía algo delgada, tal vez er
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demasiado joven, mucho más joven do que había creído —su busto er
pequeño pero su cara de una hermosurperfecta, y casi sin respirar esperó lomomentos en los que sus largas pestañadescansaban sobre sus morenas mejilla
— brevísimos momentos en los que sboquita también permanecía cerradaredonda y roja, de labios quiz
demasiado finos. La miró mudetenidamente y se confesó a sí mismque estaba decepcionado —pero er
encantadora y de repente levantó lamanos para hacer un gesto negativo sacudió la cabeza. Ella se calló eseguida, lo miró con recelo; él dijo e
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voz baja: —Me gustaría besarte, ¿l
entiendes?Él mismo no sabía ya si realmente l
deseaba y le resultó muy desagradablver cómo se ruborizaba, cómo esa pie
oscura empezaba de repente a arder, ycomprendió que ella no había entendidni una palabra pero sabía lo que querí
decir. Mientras él se acercabentamente ella retrocedió y en su
atemorizados ojos y en su delgad
cuello cuya vena latía con violencia vique era tres meses demasiado joven. Sdetuvo, sacudió la cabeza y dijo en vobaja:
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—Perdona…, olvídalo…, ¿mentiendes?
Pero su mirada se volvió aún máemerosa y a él le entró el miedo de qu
se echara a gritar. Esta vez parecíentender aún menos, lanzando un suspir
se acercó a ella, le cogió sus manitas al llevárselas a la boca vio que estabasucias, olían a tierra y a cuero, a puerro
a cebolla, y él las besó velozmente ntentó sonreír. Ella lo miró aún má
confusa hasta que él le dio uno
golpecitos en el hombro, diciéndole: —Ven, vamos a intentar que tpaguen.
Sólo cuando realizó enérgicament
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delante de sus ojos el gesto del qucuenta dinero sonrió un poco y lo siguial pasillo.
En el pasillo se tropezaron coSchmitz y Otten.
—¿Adónde va? —preguntó Schmitz
—Al habilitado —dijo Schneider—a chica quiere dinero.
—El habilitado no está —dij
Schmitz—, se fue ya anoche, a Szolnokallí se reunirá con el destacamento dexploración.
Bajó los párpados un momento después miró a los hombres. Nadie dijni una sola palabra. La muchachdeslizó la vista del uno al otro.
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—Otten —dijo Schmitz— reúna adestacamento de retaguardia, necesitunos cuantos hombres para descargarpues han olvidado dejarnos aquí algcomestible.
Miró al patio; sólo quedaba u
coche. —¿Y la muchacha? —preguntó
Schneider.
Schmitz se encogió de hombros: —Yo no puedo darle dinero. —¿Qué vuelva mañana?
Schmitz miró a la muchacha. Ella lsonrió. —No —dijo—, mejor esta tarde. —¡Preséntese al destacamento d
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retaguardia!Schmitz salió al patio y se colocó a
ado del coche y Schneider llevó a lmuchacha a su vehículo. Intentexplicarle que debía volver por la tardepero ella no dejó de sacudi
enérgicamente la cabeza hasta que él sdio cuenta de que no se marcharía sin edinero.
Se quedó pues con ella mirandcómo subía al carro, ponía su caja bocabajo y sacaba un paquete marrón
Después colgó el morral al caballo desenvolvió un trozo de pan, un bisteplano de carne picada y un puerro. Euna gruesa botella verde llevaba vino
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Ahora le sonrió y de repente, mientramasticaba, dijo: «Nagyvarad» y diunos cuantos puñetazos en el airedelante suyo, con lo que puso una carmuy seria. Schneider creyó que le estabdescribiendo un combate de boxeo qu
alguien había perdido o tal vez —pens— quería manifestar de algún modo quse sentía estafada. No sabía lo qu
quería decir Nagyvarad. El húngaro erun idioma muy difícil, ni siquiera existíen él la palabra tabaco.
La muchacha sacudió la cabeza. —«Nagyvarad, Nagyvarad» —dijcon energía unas cuantas veces seguidadando puñetazos de nuevo delante suyo
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Sacudió la cabeza y rió masticando coahínco y bebiendo a toda prisa su vino.
—Oh —dijo— Nagyvarad… rus…rus —e indicando el sureste imitó eruido de los tanques al acercarse—bru… bru… bru…
De repente Schneider asintió con lcabeza y ella rió sonoramente pero snterrumpió y puso una cara muy seria
Schneider comprendió que Nagyvaraenía que ser una ciudad, y ahora e
gesto de los empellones no dejaba luga
a dudas. Él miró a la columna que habíunto al camión descargando. Schmitestaba delante, con el conductorfirmando algo. Schneider lo llamó:
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—Doctor Schmitz, cuando tengiempo venga por favor.
Schmitz asintió con la cabeza.La muchacha había acabado d
comer. Con todo cuidado envolvió epan, el resto del puerro, y volvió
cerrar la botella. —¿Quiere agua para el caballo? —
preguntó Schneider.
Ella le dirigió una miradnterrogativa.
—Agua —dijo él— para el caballo
Se agachó un poco e intentó imitar un caballo bebiendo. —¡Oh! —exclamó ella—, ¡oh, sí!Su mirada era extraña, curiosa e
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cierto modo, de una curiosa ternura.Al otro lado el coche se puso e
movimiento y Schmitz se acercó.Siguieron al coche con la mirada
fuera había otra columna esperando qua entrada quedara libre.
—¿Qué ocurre? —preguntó Schmitz —Está hablando de una irrupción e
una ciudad que empieza por Nagy.
Schmitz asintió con la cabeza: —Grosswardein —dijo—, lo sé. —¿Lo sabe usted?
—Lo he oído esta noche por lradio. —¿Está lejos de aquí?Schmitz contempló pensativo lo
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coches que estaban entrando en el patiformando una larga columna.
—Lejos —dijo suspirando—, lejono quiere decir nada en esta guerra…serán unos cien kilómetros. Quizá que ldemos a la muchacha el dinero e
cigarrillos…, ahora mismo.Schneider miró a Schmitz y notó qu
se ruborizaba.
—Esperemos —dijo—, me gustaríque se quedara un poco más aquí.
—Bueno —dijo Schmitz.
Se alejó lentamente en dirección aala sur.Cuando entraba en la habitación d
os dos enfermos el capitán decía en vo
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baja y ahogada: «Bjeljogorsche»Schmitz sabía que era inútil mirar ereloj; ese ritmo era más exacto de lo quamás hubiera podido ser el reloj
mientras permanecía sentado en el bordde la cama, con la historia clínica en l
mano, mecido casi por esa palabra quse repetía sin cesar, intentó meditacómo podía aparecer un ritmo así, qu
mecanismo, qué engranaje en estcerebro cruelmente remendadodespedazado, producía esta monóton
etanía. ¿Y qué sucedía durante los 50segundos en los que ese hombre ndecía nada y sólo respiraba? Schmitcasi no sabía nada de él: nacido e
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Wuppertal en marzo de 1895; grado dservicio: capitán; sección del ejércitofuerzas armadas; oficio: comerciantereligión: luterano; vivienda, cuerpo deejército, heridas, enfermedades, tipo dherida. En la vida de este hombr
ampoco había nada que hubierresultado en cierta manera notable: nhabía sido un buen alumno, mu
mediano, muy inseguro; sólo habísuspendido una vez, y en el grado dbachiller había tenido incluso «bien» e
geografía, inglés y gimnasia. No le habígustado la guerra; sin quererlo le habíahecho teniente en 1915. Le gustabbeber pero no con desmesura y después
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una vez casado, no se había decididnunca a engañar a su mujer, aun cuandohubiera sido tan fácil de arreglar y taatractiva la aventura. Jamás se decidió hacerlo.
Schmitz sabía que todo lo qu
constaba en el historial clínico carecícasi de importancia mientras no supierpor qué ese hombre decí
«Bjeljogorsche» y qué es lo qusignificaba para él, y Schmitz sabía quno se enteraría nunca, y, sin embargo, l
hubiera gustado quedarse sentado alleternamente esperando esa palabra.Fuera no se oía ningún ruido, é
escuchó impaciente y excitado e
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silencio en el cual sólo caía de vez ecuando esa palabra. Pero el silencio ermás fuerte, de una fuerza aplastante, Schmitz se levantó despacio, casi corebeldía, y salió.
Cuando Schmitz se hubo ido, lmuchacha miró a Schneider y pareciperpleja. Hizo con gran rapidez el gest
de beber. —Ah —dijo él—, el agua.Se fue al edificio a buscar agua. A
legar a la entrada tuvo que retrocedede un salto: un elegantísimo coche rojpasó, sin hacer ruido pero más de prisde lo que estaba permitido, por su lad
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, conducido con mucho cuidado, viróunto a las ambulancias que estaba
aparcando hacia atrás, donde sencontraba la vivienda del director.
Al regresar con el cubo de aguSchneider tuvo que saltar otra vez haci
un lado. Enérgicos claxons sonaron en epatio, la columna se puso emovimiento. En el primer coche iba e
sargento mayor, y los demás lo seguíaentamente. El sargento mayor no miró
Schneider. Schneider dejó pasar la larg
hilera de coches y se fue al patio, dondreinaba una agobiante soledad silencio. Dejó el cubo delante decaballo y miró a la muchacha; ell
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señaló a Schmitz, que venía del ala surSchmitz atravesó la entrada por su lad ellos lo siguieron lentamente. Los tre
se detuvieron allí siguiendo con la vista columna que se alejaba en dirección a estación.
—Los dos hombres que han venidde la sala de enfermedades contagiosahan traído armas, en efecto —dij
Schmitz en voz baja. —Ah —exclamó Schneider—, l
había olvidado. Schmitz sacudió l
cabeza. —No vamos a necesitarlas, acontrario, nos vamos.
Se detuvo junto a la muchacha:
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—Me parece que vamos a darlahora los cigarrillos, ¿eh?… ¿Quiésabe?
Schneider asintió. —¿No nos han dejado ningún coch
aquí? ¿Cómo vamos a irnos?
—Volverá un coche —dijo Schmitz—, el jefe me lo ha prometido.
Los dos hombres se miraron.
—Por detrás vienen fugitivos —dijSchmitz señalando el pueblo, del cuaba acercándose una cansada caravana
Esa gente pasó lentamente por su ladsin mirarlos. Estaban cansados y triste no vieron a los soldados ni a l
muchacha.
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—Vienen de muy lejos —dijoSchmitz—, mire qué cansados están locaballos. Es inútil huir; a ese ritmo nescaparán de la guerra.
Detrás suyo se oyó una bocina muenérgica, muy sonora y nerviosa, un
bocina desvergonzada. Se separaroentamente, Schneider fue hacia l
muchacha. El coche del director se abrí
paso hacia fuera; tuvo que parar porqupor poco arremete contra uno de locarros de los fugitivos. Pudieron ve
perfectamente a los que iban dentroestaban sentados delante suyo como eel cine, delante, en primera fila, cuanduno tiene la pantalla insoportablement
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próxima de los ojos. Al volante iba edirector, su perfil duro y algo cansadono se movía; sobre el asiento de al ladse apilaban maletas y mantas atadas cocuerdas de tal modo que no pudieracaer encima suyo durante el viaje
Detrás de él iba su mujer, su hermosorostro estaba tan inmóvil como el suyoambos parecían decididos a no mirar n
a derecha ni a izquierda. Tenía a su beben el regazo y el muchacho de seis añoestaba sentado a su lado; éste era e
único que miraba afuera; su carvivaracha estaba pegada al cristal sonreía a los soldados. El coche tarddos minutos en poder seguir, lo
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caballos de los fugitivos estabacansados y en algún lugar de delante lcaravana se había detenido. Vieron quel hombre del volante se ponía nerviosoestaba sudando y pestañeó y desde atráa mujer le susurró algo. El silencio er
casi absoluto, sólo podían oírse logritos fatigados de la gente de lcaravana y un niño que lloraba, pero d
repente, procedente del patio, oyeron ugriterío, un ronco bramido, y volvieroa vista atrás; en aquel mismo moment
cayó con estrépito una piedra contra ecoche, que dio sólo contra la tiendempaquetada; la segunda abolló la ollque había sujeta en lo alto como si s
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fueran a un fin de semana. El hombrque se acercaba corriendo y gritando erel administrador, el cual vivía detrás, edos habitaciones contiguas a las duchasAhora estaba ya muy cerca, en la puertde entrada, pero no le quedaba ningun
piedra, lanzando maldiciones se agachópero entonces se deshizo eestancamiento de la caravana y el coche
ocando altanero el claxon, se puso emovimiento. Una maceta atravesó el airsilbando pero cayó donde el coche habí
estado hacía un segundo, sobre aqueimpio empedrado formado popiedrecitas azules. La maceta de arcillse rompió, sus pedacitos fuero
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rodando, con lo cual se separaron formaron una corona de curiosa simetríalrededor de la tierra, la cual primerpareció mantener su forma, perdespués, de repente, se desmorondejando al descubierto las raíces de u
geranio cuyas flores siguieron en pierojas e inocentes, en el centro.
El administrador permaneció entr
os soldados. Ya no proferíamaldiciones, ahora estaba llorando; esu sucia cara podían verse con tod
claridad las lágrimas y su actitud erconmovedora y al mismo tiempalarmante: inclinado hacia delante, coas manos agarrotadas y la vieja y suci
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chaqueta muy holgada para su ahuecadbusto. Al gritar detrás, en el patio, unvoz de mujer se sobresaltó, dio medivuelta y se fue llorando. Szarka lsiguió; cu