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1 ANTES Y DESPUÉS DE LA MISA He aquí lo que contaba hace muchos años un viejo canónigo de la Capilla Imperial: No le deseo ni a mi peor enemigo lo que me ocurrió en el mes de abril de 1839. Se me había metido en la cabeza escribir una obra política, la historia del reinado de D. Pedro I. Hasta entonces había desperdiciado algo de mi talento en décimas 7

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ANTES Y DESPUÉS DE LA MISA

He aquí lo que contaba hace muchos años unviejo canónigo de la Capilla Imperial:

No le deseo ni a mi peor enemigo lo que meocurrió en el mes de abril de 1839. Se me habíametido en la cabeza escribir una obra política, lahistoria del reinado de D. Pedro I. Hasta entonceshabía desperdiciado algo de mi talento en décimas

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y sonetos, muchos artículos de periódico y algu-nos sermones que prefería ceder a otros sacerdo-tes, tras reconocer que carecía de los dones indis-pensables para el púlpito. En el mes de agosto de1838 leí las Memorias que otro padre, LuísGonçalves dos Santos, más conocido como elPadre Perereca, escribiera sobre los tiempos delrey. Y fue ese libro lo que me espoleó. Quizás mepareció mediocre y sin duda quise demostrar queun miembro de la iglesia brasileña podía hacerlomucho mejor.

Comencé, pues, a reunir los materiales nece-sarios —diarios, debates, documentos públicos—y a tomar notas por todas partes y de todo. Amediados de febrero me comentaron que en cier-ta casa de la ciudad encontraría, además de librospara consultar, muchos papeles manuscritos, algu-nos reservados y de gran importancia, debido aque, lógicamente, el dueño de aquella casa, muertodesde hacía muchos años, había sido ministro de

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Estado. Por otra parte, es comprensible que seme-jante noticia aguzara mi curiosidad.

La casa, que tenía una capilla particular a dis-posición de la familia y los habitantes de los alre-dedores, contaba también con un padre contrata-do para dar misa los domingos y confesar en laCuaresma: era el reverendo Mascarenhas. Fui averlo a fin de que intercediera por mí ante la viudapara consultar los papeles.

—Dudo que la señora lo permita —medijo—. Pero voy a ver qué puedo hacer.

—¿Y por qué no habría de acceder? Seentiende que no consultaré sino lo que sea posibley con autorización de la señora.

—Lo sé, pero en esa casa guardan gran res-peto por esos libros y papeles. Nadie se atreve atocar las cosas que pertenecieron al marido. Setrata de una especie de veneración que la señoraconserva y siempre conservará. Pero en fin, sehará lo que se pueda.

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Diez días más tarde, Mascarenhas me trajo larespuesta. Según me dijo, en un principio la viudase negó, pero el padre insistió, expuso las razones,le dijo que permitir el acceso a una parte de labiblioteca y el archivo, sólo a una parte, no cons-tituía una falta al debido respeto por la memoriadel marido. Al final consiguió, después de muchasreticencias, que pudiera presentarme en la casa.Desde luego, no tardé mucho en valerme de aquelfavor y el siguiente domingo acompañé al PadreMascarenhas.

La casa, cuya ubicación y dirección no es pre-ciso mencionar, era conocida en el pueblo con elnombre de Casa Velha. Y sin duda lo era: databade finales del siglo XVIII. Era una edificaciónsólida e imponente, de gusto austero, carente deadornos. Conocía su fachada desde que era niño,la extensa galería frontal, los dos amplios porto-

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nes, uno especial para la familia y las visitas, y elotro destinado al servicio, a las cargas que iban yvenían, a las siegas y al ganado que salía a pastar.Aparte de esas dos entradas había, en el ladoopuesto, donde estaba la capilla, un camino habi-tualmente usado por las gentes de los alrededorespara asistir a la misa de los domingos o rezar laletanía de los sábados.

Fue justamente por ese camino que llegamosa la casa, pocos minutos después de las siete de latarde. Entramos a la capilla precedidos por unrayo de sol que retozaba en el azulejo de la paredinterior, donde se representaban distintas escenasde las Escrituras. Era una capilla pequeña, peromuy bien conservada. Al lado izquierdo y debajodel altar, se hallaba la tribuna destinada exclusiva-mente a la dueña de la casa y a las señoras de lafamilia o las invitadas, quienes accedían al lugar por

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el interior. Los hombres, los criados y vecinos ocu-paban el cuerpo de la iglesia. El PadreMascarenhas me lo explicó todo y me hizo notarlos candelabros de plata, los finos e inmaculadosmanteles, el suelo en el que no se veía ni siquierauna brizna de paja.

—Todos los paramentos son así —con-cluyó—. ¿Y qué me dice de este confesionario?Será pequeño pero es un verdadero primor.

No había coro ni órgano. Ya dije que la capi-lla era pequeña. En ciertos días la concurrenciaera tal que los fieles acudían a arrodillarse hasta elumbral de la puerta principal de la iglesia.Mascarenhas me enseñó la tumba, justo al ladoizquierdo de la capilla, donde estaba sepultado elex ministro. Lo había conocido hacia 1831, y mecontó algunos detalles interesantes. Me hablótambién de la piedad y la tristeza de la viuda, de laveneración que sentía por la memoria de su mari-do, de los objetos personales que ella atesoraba

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como verdaderas reliquias, de las frecuentes alu-siones a él en cualquier conversación.

—En la biblioteca podrá ver su retrato —medijo.

En ese momento empezaron a entrar a laiglesia algunos moradores de la zona, en sumayoría gente pobre de todas las edades y colo-res. Algunos hombres, una vez persignados,salían de nuevo para charlar mientras esperabanel comienzo de la misa. Acudían también unoscuantos esclavos de la casa; uno de ellos era elpropio sacristán, quien, además de estar a cargodel aseo y el cuidado de la capilla, ayudaba enmisa con gran pericia, salvo en materia de proso-dia latina. Lo encontramos mientras ultimaba lospreparativos, frente a una enorme y antiguacómoda de jacarandá con argollas de plata en loscajones. Poco después entró a la sacristía unjoven de unos veinte años, simpático, de rasgosagraciados y talante franco, a quien el padre

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Mascarenhas me presentó como el hijo de laseñora, Félix.

—Ya sé —dijo él sonriendo—. Mi madre mehabló de Vuestra Merced. ¿Viene a ver el archivode papá, no es cierto?

Rápidamente le confesé mis planes y él meescuchó con interés. Mientras hablábamos llega-ron otros hombres desde el interior de la casa:Eduardo, sobrino de la señora, también de veinteaños, y el coronel Raimundo, viejo pariente,acompañado de otros dos o tres invitados. Félixme presentó ante todos y durante algunos minu-tos fui, naturalmente, objeto de suma curiosidadpor parte de los presentes. Mascarenhas, bien ata-viado y de pie, con la sotana en el borde de lacómoda, decía algo de vez en cuando, no grancosa, pues en realidad, más que hablar, escuchabacon una media sonrisa anticipada en los labios,volviendo la cabeza a menudo en una u otra direc-ción. Félix lo trataba con una benevolencia rayana

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en la reverencia. El joven me pareció inteligente ymodesto. Los otros como mucho le hacían coro.Por su parte, el coronel no hacía otra cosa queconfesar su apetito; se había levantado tarde y nohabía bebido café.

—Parece que ya es la hora —dijo Félix—.Ytras asomarse a la puerta de la capilla añadió:

—Mamá ya está en el banco. ¿Vamos? Todos seguimos a Félix. Sentadas en el

banco había cuatro señoras, dos mayores y dosjóvenes. Las saludé desde lejos y cuando ya habíaapartado la vista, me di cuenta de que hablabande mí. Por suerte, el padre no tardó ni tres minu-tos en entrar, de modo que todos nos arrodilla-mos y se dio inicio por fin a la misa que, por for-tuna para el coronel, no fue nada farragosa. Altérmino de la ceremonia, Félix fue a besar lamano de su madre y la de otra señora mayor, tíasuya. Luego me condujo hasta la tribuna y mepresentó a las dos damas. No hablamos de mi

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proyecto. La señora de la casa se limitó a decirmecon delicadeza:

—Doy por sentado que Vuestra Merced noshonrará acompañándonos a almorzar.

Me incliné afirmativamente. Ni siquiera atinéa responder que la honra era toda mía.

A decir verdad me sentía cohibido. La casa,las costumbres, las personas me evocaban aires deotro tiempo, todo exhalaba un aroma de vida clá-sica. Lo raro no era el uso de la capilla particular,sino más bien la disposición de la misma, la tribu-na familiar, la sepultura del amo, justo ahí, al piede los suyos, en una clara evocación de las socie-dades primitivas en las que florecen las religionesdomésticas y el culto privado de los muertos.Cuando las señoras salieron de la tribuna regresa-mos por una puerta interior a la sacristía, donde elpadre Mascarenhas esperaba con el coronel yotros hombres. Desde la puerta de la sacristía,pasando por un zaguán, descendimos dos pel-

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daños hasta un patio gigantesco, empedrado y conun aljibe en el centro. Los extremos estaban rema-tados por sendos porches; a la izquierda habíaalgunos cuartos y a la derecha quedaban la cocinay la despensa. Las mulatas y los muleques meespiaban con curiosidad y yo diría que sin espan-to, pues desde hacía días mi visita ocupaba a todoslos habitantes de la casa. En efecto, se trataba deuna especie de hacienda o villa donde los días,contradiciendo el refrán peregrino, se parecíandemasiado unos a otros. Las personas eran lasmismas, nada quebrantaba la uniformidad de lascosas, todo muy patriarcal e inmóvil.

Doña Antônia gobernaba ese pequeñomundo con mucha discreción, generosidad y jus-ticia. Ser señora de la casa era algo que llevabadesde la cuna. Incluso en los tiempos en que lavida política de su marido y la entrada de éste enlos concejos de Pedro I podrían haberla sacadodel encierro y la oscuridad, doña Antônia rara vez

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y con pesar abandonó sus quehaceres domésticos.Así, pues, durante todo el tiempo que duró elministerio del marido, la señora sólo acudió apalacio en dos oportunidades. Era oriunda deMinas Gerais pero criada en Río de Janeiro, en esamisma Casa Velha donde se casó, perdió al mari-do y vio nacer a sus hijos: Félix y una niña quemurió con sólo tres años. La casa había sido cons-truida por el abuelo en 1780, a su regreso deEuropa, de donde trajo aires de señor y costum-bres de hidalgo. Fue él —y según parece, su hija,la madre de doña Antônia— quien confirió a laseñora ese ápice de orgullo que desentonaba enmedio de la llaneza esencial de su carácter. Dedujetodo ello a partir de algunas anécdotas que mecontó sobre su vida junto al ex ministro en tiem-pos del rey. Doña Antônia era más baja que alta,delgada, de complexión robusta, vestía con ele-gancia y austeridad. Debía de tener entre cuarentay seis y cuarenta y ocho años.

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Pocos minutos después estábamos almorzan-do. El coronel, pese a haber afirmado entre risasque tenía un agujero de medio palmo en el estó-mago, no comió demasiado y durante los primerosinstantes permaneció en silencio. Me miraba obli-cuamente y si pronunciaba alguna palabra lo hacíaen voz muy baja, dirigiéndose a sus dos jóveneshijas. No obstante, al final tomó confianza y, adecir verdad, no era mal conversador. Félix, elpadre Mascarenhas y yo hablamos de política, delministerio y de los acontecimientos que se estabanproduciendo en el Sur. Noté en el hijo del minis-tro la cualidad de saber escuchar y de disentirmientras daba la impresión de aceptar los conse-jos ajenos, de modo que, algunas veces, unorecibía las opiniones elaboradas por él y suponíaque se correspondían exactamente con las pro-pias. Otra cosa que me llamó la atención fue quela madre, percatándose del placer que me pro-porcionaba la charla con su hijo, se mostraba

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encantada y orgullosa. Comprendí entonces quetodas las esperanzas familiares habían sido depo-sitadas en el hijo, así que redoblé mis atencionespara con él. Lo hice sin esfuerzo, pero puede serque la acción estuviera relacionada con mi necesi-dad de captar todo el afecto de la casa en benefi-cio de mi proyecto.

Tuve que esperar hasta el final del almuerzopara que se hablara del proyecto. Pasamos a lagalería que comunicaba con el comedor y daba aun extenso patio. El suelo era de adoquines y eltecho estaba sostenido por dos gruesas columnasde piedra. Doña Antônia me invitó a sentarmejunto a ella y el padre Mascarenhas.

—Reverendo, la casa está a sus órdenes —medijo—. Hice lo que el padre Mascarenhas me pidiócon mucho esfuerzo, no porque lo considere austed una persona incapaz sino porque los librosy papeles de mi marido son intocables.

—Créame que se lo agradezco mucho...

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—Bien puede hacerlo —me interrumpió,sonriendo—. No haría esto con otra persona.¿Necesita consultarlo todo?

—De momento no lo sé. Después de unrápido examen sabré más o menos lo que necesi-to. Y Vuestra Excelencia también será para mí elmejor libro, el más íntimo...

—¿Cómo?—Espero que me cuente algunas cosas que

seguramente habrán quedado ocultas. La historiase hace en parte con noticias personales. VuestraExcelencia, esposa del ministro...

Doña Antônia se encogió de hombros.—¡Bah! Nunca entendí de política, nunca me

metí en esas cosas.—Todo puede ser política, señora mía. Una

anécdota, una conversación, cualquier cosa puederesultar al cabo muy valiosa.

Fue entonces cuando ella me dijo lo queantes he referido. Vivía metida en su casa, salía

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poco y sólo había estado en palacio dos veces.Incluso confesó que la primera vez había senti-do mucho miedo y que sólo al recordar las pala-bras del abuelo había logrado recuperar lacalma.

—Salí de casa temblando. Era día de gala, lle-vaba puesto el traje cortesano. Por las portezuelasdel carruaje veía multitud de curiosos. Cuandorecordaba que tendría que saludar al emperador ya la emperatriz confieso que mi corazón latía confuerza. Al bajar del coche el miedo no hizo sinoaumentar, peor aún cuando subí las escaleras depalacio. De repente me acordé de lo que decía miabuelo. Resulta que cuando el rey llegó a estas tie-rras mi abuelo me llevó a ver las festividades de laciudad. Yo, que era todavía una niñita impresiona-ble, le dije que tenía miedo de toparme al rey enla calle. Entonces fue cuando él me miró y medijo con ese tono grave que a veces adoptaba:«¡Niña, una Quintanilha no tiembla nunca!». Y eso

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fue lo que hice, recordé que una Quintanilha notemblaba y así, sin temblar, saludé a SusMajestades.

Reímos todos al unísono. Por mi partedeclaré que aceptaba la explicación y que no lepreguntaría nada. Luego hablé de otros asuntos.Puede ser que estuviera inspirado o quizás fuera laconversación de la viuda lo que me dio bríos. Elcaso es que vinieron a escucharme el hijo, el cuña-do, las muchachas, y puedo afirmar que dejé lamejor impresión en todos ellos. Yo mismo lonoté, o eso fue al menos lo que me confirmó elPadre Mascarenhas unos días después.

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Antes de despedirme fui a ver la biblioteca. Enaquel vasto salón, a través de seis ventanas entrea-biertas y protegidas con rejas de hierro, se apreciaba,enorme, la villa. Todo el lado opuesto estaba forra-do de estanterías repletas de libros, la mayoría anti-guos, y había también un buen número de infolios,además de textos de política, de teología, algunos deletras y filosofía, muchos de ellos en latín e italiano.

Mientras hojeaba los libros no dejaba dehacer comentarios que —para deleite de Félix,

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quien había decidido acompañarme— tenían porobjeto elogiar al padre, al tiempo que ofrecían aljoven la posibilidad de hacerse una mejor idea demí; idea ésta que se vio enriquecida cuando misojos se cruzaron casualmente con una edición de1721 de la Storia Fiorentina de Varchi. Confiesoque no he leído ese libro, pero un padre italiano aquien tuve ocasión de visitar en el Hospicio deJerusalén, en la antigua Rua dos Barbonos, poseíala obra y me comentó cómo algunos ejemplarescarecían de la última página, donde se refería elmodo sacrílego y brutal en que un ciudadanohabía insultado al obispo de Fano.

—¿Se tratará de uno de los ejemplares muti-lados? —pregunté.

—¿Mutilado? —repitió Félix.—Veamos —continué a toda prisa—. No,

aquí está. Es el capítulo 16 del tomo primero.¡Una cosa indigna! «In quest’anno medesimo nac-que un caso...». No vale la pena leerlo, es inmundo.

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Puse el libro en su sitio. No tuve que mirar aFélix para percibir que estaba subyugado. Consteque me atrevo a confesar este incidente vergon-zoso sólo porque, además de estar resuelto a con-tarlo todo, vale la pena explicar la influencia queacabé ejerciendo en aquella casa y, sobre todo, enel espíritu de aquel joven. Sin duda me tomaronpor un sabio, tanto más digno de admiracióncuanto que apenas contaba treinta y dos años,aunque a decir verdad no era más que un hombreinstruido y curioso. Asimismo, dado que discre-ción tampoco me faltaba, evité manifestar misreparos sobre la promiscuidad de las supercheríasreligiosas, mi inclinación por algunos padres de laIglesia afines a Voltaire y Rousseau, y en esto nodebía fingir nada; en el fondo los conocía, nocompletamente, pero había captado lo fundamen-tal en sus escritos más importantes. En cuanto alo que más me interesaba, hallé muchas cosas úti-les: opúsculos, diarios, libros, informes, mazos de

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papel rotulados y bien ordenados en pequeñasestanterías y dos grandes cajas que, según Félix,estaban llenas de manuscritos.

Había dos retratos, uno del finado ex minis-tro y otro de Pedro I. La claridad de la luz me per-mitió reconocer cuánto se parecía Félix a supadre, salvando la diferencia de edad, claro, por-que el retrato era de 1829, cuando el ex ministrotenía cuarenta y cuatro años. La actitud era altiva,la mirada inteligente, la boca voluptuosa; ésa fuela impresión que me dejó el retrato. Pese a todo,Félix no poseía ni la primera ni la última expre-sión; la semejanza se reducía a la configuracióndel rostro, a la forma y viveza de los ojos.

—Aquí está todo —me dijo Félix—. Esapuerta conduce a una salita donde podrá trabajarcuanto quiera, si es que no prefiere hacerlo aquímismo.

Ya he dicho que salí de ahí encantado y quela familia quedó igualmente encantada conmigo.

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Tres días después comencé mis trabajos de inves-tigación y sólo entonces le revelé a MonseñorQueirós, mi viejo maestro, el proyecto de escribiruna historia del Primer Reinado. Y lo hice sólocomo pretexto para contarle mis impresiones deCasa Velha y confiarle mis esperanzas de hallaralgún material de valor político. MonseñorQueirós se limitó a menear la cabeza con aire des-consolado. Aquel hombre era un buen hijo de laIglesia; él me hizo lo que soy, excepto en lo refe-rente a mi tendencia política, pese a que en suépoca muchos servidores de Dios lo eran tambiéndel Estado. Monseñor no aprobó la idea, perotampoco malgastó su tiempo intentando disuadir-me. «Me parece bien mientras no perjudique a sumadre, que es la Iglesia», me dijo. «El Estado noes más que un padrastro.»

Mi hermana y mi cuñado, que estaban altanto del proyecto, recibieron con alegría misnoticias de lo ocurrido en Casa Velha. Mi herma-

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na incluso me pidió que la llevara alguna vez aconocer la casa y la familia.

Comencé las pesquisas un miércoles y esemismo día me di cuenta de que era más fácil pla-nearlas, hacer las peticiones necesarias y obtenertodos los permisos que llevarlas a cabo. Una vezme hube hallado en la biblioteca o en el gabinetecontiguo con los libros y los papeles a mi enteradisposición, me sentí incómodo, sin saber pordónde comenzar. No se trataba de una oficinapública, archivo o biblioteca, sino de una casadonde podía dar con alguna cosa privada y fami-liar entre tantos papeles y manuscritos. Intentandosalir del atolladero le pedí a Félix que me ayudaray le comenté con franqueza la causa de mis pre-venciones. Cortés, el joven respondió que todoestaba en buenas manos y ante mi insistencia,consintió en servirme (palabras suyas) desacristán. No obstante, aquel día se disculpó adu-ciendo que tendría que salir y anunció que la

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semana siguiente estaría ocupado de martes asábado en la cosecha, pero que a su regreso sepondría a mis órdenes. Huelga decir que acepté elacuerdo.

Dediqué los primeros días al estudio de gace-tas y opúsculos que, en parte, ya conocía, y debodecir que la parte restante no carecía en absolutode interés. Al día siguiente, tal como lo haría a par-tir de entonces, Félix me acompañó en mis labo-res hasta que llegó el momento de ir al campo. Porlo general, yo llegaba a las diez, conversaba unpoco con la dueña de la casa, las sobrinas y elcoronel (el primo Eduardo se había marchado aSão Paulo). Hablábamos de las cosas del día y nomás de media hora después me recluía en labiblioteca con el hijo del ex ministro. A las dos enpunto se almorzaba en Casa Velha. El primer díadecliné la invitación, pero la señora declaró que mipresencia en la mesa era lo único que me pediría acambio de los favores recibidos. O comía con ellos

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o me retiraban mis privilegios. Todo dicho con tanbuena cara que era imposible siquiera pensar enoponerse. De modo que comía y luego, entre lastres y las cuatro de la tarde, descansaba un pocoantes de continuar mi trabajo hasta el atardecer.

Uno de esos días, cuando Félix aún estaba enla vendimia, Doña Antônia fue a visitarme a labiblioteca con el pretexto de ver cómo iba mi tra-bajo, algo que francamente le tenía sin cuidado. Enla víspera de aquella visita, a la hora del almuerzo,le había dicho que me gustaría visitar Europa,especialmente Francia e Italia, y que muy posible-mente haría el viaje en cuestión de meses. Ese día,en la biblioteca, mediadas algunas palabras intras-cendentes, Doña Antônia llevó la conversaciónhacia el tema del viaje y acabó pidiéndome queconvenciera a su hijo de acompañarme.

—¿Yo, Señora mía?—No le extrañe esta petición. A pesar del

poco tiempo que ha estado entre nosotros, he

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podido darme cuenta de la simpatía que se profe-san Vuestra Merced y mi hijo, y sé bien que siusted se lo pide él accederá.

—No creo que tenga más influencia que lamadre. ¿Ha intentado decírselo usted misma?

—Sí —respondió Doña Antônia con unaentonación grave que traslucía la futilidad de sussúplicas. Sin embargo, se apresuró a añadir demodo alegre:

—Las madres como yo no pueden con sushijos. El mío fue criado con mucho amor y bas-tante debilidad. Se lo he pedido más de una vez yél se niega siempre diciendo que no quiere sepa-rarse de mí. ¡Mentira! La verdad es que no quieresalir de aquí. No tiene ambiciones, deja los estu-dios incompletos, no le importa nada. Tenemosparientes en Portugal. Ya le dije que fuera a visi-tarlos, que ellos deseaban verlo, y que viajara des-pués a España, Francia y otros lugares. JoséBonifacio estuvo allá y contaba cosas muy intere-

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santes. ¿Y sabe lo que me respondió? Que tienemiedo del mar. O bien insiste en que no quieresepararse de mí.

—¿Y no cree que la segunda razón sea laverdadera?

Doña Antônia bajó la mirada y contestó algoapesadumbrada:

—Puede ser.—Si es ésa la razón verdadera, habría un

modo de conciliarlo todo, y es que ambos haganel viaje. Para mí sería un enorme placer viajar conustedes dos.

—¿Yo?—¿Por qué no?—¿Yo? ¿Dejar esta casa? Debe de estar bro-

meando. De aquí a la sepultura. No viajé de joven;ahora que soy vieja no pienso meterme en seme-jante locuras. Él sí, que todavía es joven y lo nece-sita...

En ese momento tuve una sospecha repentina:

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—Señora mía, si es que su hijo sufre de algu-na dolencia que...

—¡No, no, gracias a Dios! Digo que lo nece-sita porque es joven y mi abuelo decía que para serun hombre completo es preciso ver todas esascosas. Sólo lo decía por eso. No, mi hijo no sufrede ninguna dolencia. Es un muchacho fuerte.

Era imposible, amén de impertinente, inten-tar obtener la razón secreta de su petición, si esque la había, como a mí me pareció. Puse fin a lacharla diciendo que invitaría al joven. DoñaAntônia me dio las gracias, declaró que no mearrepentiría de tener a su hijo por compañero deviaje y pasó a enumerar las muchas virtudes deFélix. En ese momento quise pasar a otro tema,pero ella insistió en el asunto del viaje, intentandoque nos familiarizáramos con la idea y de pasoobligándome moralmente a materializarla. Al díasiguiente la señora volvió a la biblioteca con otropretexto: vino a mostrarme una cajita de rapé que

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había pertenecido al marido y que era la verdaduna preciosidad, cosa que no dudé en manifestar.Entonces Doña Antônia me pidió que aceptara elobjeto como recuerdo del difunto. No me quedómás remedio que aceptarlo. Charlamos un ratomás sobre el viaje, dos palabras apenas, y final-mente me dejó a solas.

No me sentía bien conmigo mismo. Mehabía visto inducido a realizar una promesaimprudente cuya ejecución parecía obedecer acircunstancias extrañas y oscuras, probablementegraves. Las peticiones de Doña Antônia, las razo-nes expuestas, las reticencias y finalmente todosesos mimos que no tenían otro objeto que el decautivarme y halagarme, todo daba mucho quepensar. Aquella noche fui a casa del PadreMascarenhas para interrogarlo. Le pregunté sisabía alguna cosa del joven, si era díscolo, si su vidatenía algún tipo de irregularidad. Mascarenhas nosabía nada.

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—Hasta donde sé el muchacho es un mode-lo de sosiego y seriedad —concluyó—. Bien escierto que yo no voy a esa casa sino los domingos.

—Pero los domingos valen como días santos—contesté riendo.

Félix regresó de la cosecha dos días des-pués, un sábado, y al día siguiente no fui a CasaVelha. El lunes le hablé al joven del viaje y decuánto me gustaría llevarlo conmigo. Me respon-dió que, si pudiera, para él sería todo un placeracompañarme, pero que de momento le resulta-ba imposible. Insistí, le pedí las razones y memostré tan interesado que él, desconfiando, fijósus ojos en mí y dijo:

—¿Fue mamá quien le pidió invitarme?—No lo niego, fue ella misma. Le comenté

que tenía intenciones de viajar a Europa dentro deunos meses y entonces ella me habló de usted y delas veces que le había aconsejado hacer un viaje.¿Qué es lo que le sorprende?

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Félix no dejó de mirarme de hito en hito,como si quisiera descender al fondo de mi con-ciencia. Al cabo de unos instantes me respondióparcamente:

—Imposible. No puedo ir.—¿Por qué?En ese momento el joven no pudo reprimir un

gesto casi imperceptible de orgullo. Obviamente,le halagaba la curiosidad de un extraño. No obs-tante, ese pequeño asomo de presunción no tardóen desaparecer de su rostro, bien por la naturale-za de su espíritu, bien por mi carácter sacerdotal.Entonces confesó con una sonrisa que no podíasepararse de su madre. En rigor, yo debía dejar depreguntar y regresar al examen de mis papeles,pero la maldita curiosidad me punzaba. Le hicever que el sentimiento era digno y justo pero que,dado que en el futuro se vería obligado a vivirentre los hombres, debía comenzar por conocer-los y no restringirse a la vida sencilla y monástica

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de la familia. Por otro lado, aduje que el contactocon otras civilizaciones necesariamente atempera-ba el espíritu. El joven escuchó todo en silenciopero sin prestar mucha atención. Y cuando acabémi parlamento, declaró poniendo fin a la discusión:

—Bien, puede ser que lo haga, ya veremos.Supongo que estará a punto de marcharse, así quehablaremos de esto después. No sé, ya se verá...Y,cuénteme, ¿cómo va su trabajo?; ¿va adelantando?

No volví a insistir ni a recordar el asunto apesar de la madre, que no dejó de recordarme elviaje en alguna oportunidad. Me pareció que lomejor sería acelerar la conclusión de mi trabajo yperder todo contacto con una intimidad quepodía traerme complicaciones y disgustos. A par-tir de entonces los momentos pasados en CasaVelha fueron los mejores, regulares, tranquilos,ajustados a mi talante sosegado y clerical. Llegabatemprano, conversaba unos minutos y me recluíaen la biblioteca hasta la hora del almuerzo. El café

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lo tomaba en la galería grande, situada entre elcomedor y el patio de las casuarinas, llamado asípor estar cubierto de esa clase de árboles, y memarchaba antes de la puesta de sol. Félix me ayu-daba a menudo, pues tenía tiempo de sobra, ycuando no estaba conmigo era porque había sali-do a cazar o estaba leyendo, o bien porque habíaido a la ciudad a pasear o para ocuparse de algúnnegocio familiar.

Así iba todo hasta que un día, hallándomesolo en la biblioteca, oí un ruido proveniente delexterior. En un principio fue el chirrido del carrode bueyes, algo que ignoré por haberlo oído yaotras veces: imaginé que se trataba de uno de loscarros que traían frutas y legumbres una o dosveces por la semana desde la huerta. Sin embargo,poco después oí otro chirrido de ruedas que, mepareció, pertenecían a un carruaje, un intercambiode voces y una suerte de choque entre los dosvehículos. Me asomé a la ventana y comprobé mis

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suposiciones. Una calesa había estado a punto dechocar con el carro de bueyes cuando éste últimose apartó para abrirle paso. Ni el cochero habíaconseguido contener a las bestias ni el carro debueyes alejarse a tiempo, pero por fortuna nohubo otra consecuencia más que la algarabía.Cuando llegué al alféizar el carro acababa de pasary la calesa no tardó en recorrer la escasa distanciaque la separaba de la puerta que había justamentebajo mi ventana. Tampoco tardé en ver, tras lascortinas entreabiertas del carruaje, la carita lozanay sonriente de una muchacha que parecía mofarsedel peligro. Miraba, reía y hablaba con alguiendentro de la calesa. No vi más que su rostro y algode su cuello, pero un instante después, detenido elcarruaje ante la puerta, se descorrieron de par enpar las dos cortinas de cuero y fue entonces cuan-do la joven y otra mujer descendieron rápidamen-te para entrar en la casa. «Visitas», pensé.

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Regresé al trabajo. Ya eran las once y media.A eso de la una entró en la biblioteca el hijo deDoña Antônia, que acababa de llegar de la plaza,donde había estado atendiendo desde muy tem-prano un negocio de su tío, el coronel. Lo halléparticularmente alegre, expansivo; me hacía pre-guntas sin prestar apenas atención a las respues-tas. De ningún modo me habría acordado ahorade estas cosas si no se hubieran ligado, como yaveremos, a los acontecimientos posteriores. Laprueba de que entonces no presté gran importan-cia al estado de ánimo de Félix es que casi ni lecontesté, y en ningún momento dejé de revisar lospapeles. Hojeaba una resma de copias relativas a laCisplatina, así que prefería el silencio a cualquiertema de conversación. Aun así, Félix no estuvomucho tiempo conmigo. Poco antes de las dos yen un momento en que me hallaba terminando mitrabajo, el joven volvió a entrar a la biblioteca para

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acompañarme al comedor, adonde no tardamosen llegar.

Doña Antônia, que solía sentarse a la mesaacompañada por su hermana (la señora mayor quehabía visto el primer día en la capilla), vino esta vezcon una nueva comensal. Me informaron de queera una amiga de la familia y se llamaba Mafalda.Cuando ya estábamos sentados, Doña Antônia lepreguntó a la invitada:

—¿Dónde está Lalau?—¡Dónde va a estar! Jugando con el pavo

real. Pero no se preocupe, Doña Antônia, vamosempezando. Es posible que ni tenga hambre por-que antes de venir se comió una copa de meladocon farinha.

—¿La calesa llegó muy tarde? —preguntóFélix a la invitada.

—No, señor, incluso tuvo que esperarnos.—¿Y cómo está su hermano?—Muy bien. Es mi cuñada la que anda un

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poco enferma. Después de la erisipela que tuvo enNavidades nunca se repuso del todo.

Comentaron alguna que otra cosa, perocomo nada suscitó mi interés, ni en la conversa-ción ni en la invitada, que era una persona vulgar,hice lo que suelo hacer en esos casos: ensimis-marme. Para entonces ya había comprendido quela invitada era una de las pasajeras de la calesa, yque la otra debía de ser la jovencita cuya cara vientre las cortinas; y finalmente, que entre esagente y la familia de Casa Velha tendría que exis-tir algún tipo de relación íntima, puesto que, con-trariando una orden expresa de la señora, Lalauandaba detrás del pavo real en lugar de estar sen-tada a la mesa con nosotros. Pero, en fin, todo esoresultaba insignificante para alguien que tenía enla cabeza la historia de un emperador.

Lalau apareció entre el primero y el segundoplato. Venía un poco acalorada, con su cabellocorto alborotado. Doña Antônia le preguntó si no

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estaba cansada de tantas travesuras, y cuandoLalau se disponía a contestar, notó mi presencia yse quedó callada. Atenta a todo lo ocurrido, laseñora se dirigió a mí:

—Reverendo, es preciso confesar a estapequeña y ponerle alguna penitencia para ver siaprende. Mire cómo ha vuelto hace nada y ya estáaquí en semejante estado. Ven aquí, Lalau.

La joven se aproximó a Doña Antônia y éstale arregló el cuello del vestido. Luego se sentófrente a mí, junto a la otra invitada. Era una cria-tura adorable, espigada, con no más de diecisieteaños, dueña de unos ojos como no he vuelto aver otros, claros y vivos, capaces de sonreírcuando la boca no lo hacía. Y debo confesar quecuando la risa se producía conjuntamente entrelas dos partes, era posible afirmar que la fiso-nomía humana lindaba con la angélica, y toda lainocencia y toda la alegría que hay en el cieloparecían hablar a través de ella a todos los hom-

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bres. Esto puede parecer exagerado a unos yvago a otros, pero de momento no encuentro unmodo mejor de traducir la sensación que esajovencita logró provocar en mí. Durante unosinstantes la contemplé con infinito placer. Hubede fiarme de mi carácter sacerdotal para sabore-ar toda la espiritualidad de aquel rostro delgadoy fresco, tallado con la misma gracia que el restode la persona. No digo que todas las líneas fue-ran perfectas, pero el alma se encargaba decorregirlo todo.

Se llamaba Claudia. Lalau era su nombrefamiliar. Huérfana de padre y madre, vivía en casade una tía. Casi podía decirse que había nacido enCasa Velha, donde los padres vivieron muchotiempo en calidad de agregados. El padre, RomãoSoares, antes de dedicarse a un oficio mecánicohabía pertenecido a la guardia de caballería; la

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madre, Benedita Soares, era hija de un escribanode la hacienda y, según la propia Doña Antônia,fue una de las mujeres más bellas que ella conociódesde los tiempos del rey.

Si bien no nació allí, Lalau se crió en CasaVelha, y tanto ella como su madre siempre fuerontratadas igual que otras relaciones de la familia. Portanto, más que empleadas eran invitadas. De ahí laconfianza de la jovencita, que llegaba incluso ainfringir el orden austero de la casa ausentándosede la mesa en presencia de la señora de la casa.Lalau viajaba en la calesa de Doña Antônia y vivíade lo que ésta le daba, que no era poco. En com-pensación, la joven amaba sinceramente la casa y lafamilia. Tras quedar huérfana en 1831, DoñaAntônia se esmeró en completar su educación, demodo que Lalau sabía escribir, coser, bordar y esta-ba aprendiendo a hacer ganchillo y encaje.

Fue Doña Antônia quien me informó detodo esto aquella misma tarde, a la hora del café.

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Agregó que le gustaría casarla cuanto antes, ya quetenía la responsabilidad de velar por su destino ytemía que le ocurriera lo mismo que a otra emple-ada, seducida por un saltimbanqui en 1835.

En ese momento la joven se acercó, sin ocul-tar su curiosidad por mí. Estábamos en la galería.

—Voy a confesarla —le dije—. Pero ay deusted si me niega algún pecado.

—¡Qué pecado, Dios mío! Yo no he cometi-do ningún pecado. Doña Antônia es la que andainventando esas cosas. ¿Pecados, yo?

—¿Y qué hay de las travesuras? —le pre-gunté —. Fíjese en lo de hoy, estuvo a punto deocurrir un desastre en el camino entre el carro debueyes y la calesa, y Vuestra Merced, en lugar deponerse seria y pensar en Dios, asomó la cabezapor entre las cortinas, riéndose como una niña.

—¿Y acaso no es una niña? —opinó DoñaAntônia.

Lalau me miró asustada.

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—¿Dónde estaba usted, señor padre?—Estaba en el cielo, espiando.—¡Ah! Déjese de bromas. Diga dónde estaba.—Ya se lo dije, estaba en el cielo.—¡Por Dios, dígame dónde estaba!—¡Lalau!, ¿qué modales son ésos? —la

reprendió Doña Antônia.La chica guardó silencio, visiblemente moles-

ta. Fui yo quien acudió en su ayuda y le conté queestaba en la ventana de la biblioteca cuando ellahabía llegado. Doña Antônia ya estaba al tanto detodo, pues en aquel lugar hasta el hecho más insig-nificante merecía largas conversaciones. No obs-tante, la jovencita narró con detalle lo ocurrido,incluyendo sus alegres sensaciones. Confesó queno tenía miedo de nada y que incluso tenía ganas dever un desastre para saber realmente cómo era. Ydado que su modo de conversar era entrecortado, seinterrumpió para preguntarme si de ahora en ade-lante yo sería el encargado de decir misa, en lugar

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del Padre Mascarenhas. Le respondí que no y ellaquiso saber qué estaba haciendo en la biblioteca.

Le dije que ganchillo y a ella pareció agradar-le la respuesta.

Supongo que la joven halló entre nuestrosespíritus algún punto de contacto.

La verdad es que al día siguiente, cuando mevio entrar en la biblioteca, fue a departir conmigo,ansiosa de saber a qué me dedicaba. Le dije queexaminaba unos papeles y me escuchó con aten-ción, curioseó un poco entre mis notas y me hizoalgunas preguntas, aunque pronto perdió todointerés y se puso a contemplar la biblioteca, unahabitación que rara vez se abría. Conocía losretratos pero aun así parecía sentir placerobservándolos, sobre todo el del ex ministro.Quise saber entonces si ella lo había conocido yme contestó que sí, que era un hombre muy dis-

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tinguido, con aires de rey. A continuación perma-necimos en silencio durante largo rato, Lalau con-templando el retrato, y yo a ella. La quietud serompió con una frase murmurada por la joven,para sí misma y para Dios:

—Es muy parecido...—¿Parecido a quién? —pregunté.Lalau se estremeció y me miró avergonzada.

No hacía falta nada más: lo adiviné todo. Aunquepor desgracia, todo no era todavía todo.