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1 Hansel y Gretel Al lado de un frondoso bosque vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos hijos: el niño se llamaba Hansel, y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer y, en una época de escasez que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan de cada día. Estaba el leñador una noche en la cama, sin que las preocupaciones le dejaran pegar ojo, cuando, desesperado, dijo a su mujer: -¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo daremos de comer a los pobres pequeños? Ya nada nos queda. -Se me ocurre una idea -respondió ella-. Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos. -¡Por Dios, mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras. -¡No seas necio! -exclamó ella-. ¿Quieres, pues, que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes! Y no cesó de importunarle, hasta que el pobre leñador accedió a lo que le proponía su mujer. -Pero los pobres niños me dan mucha lástima -concluyó el hombre. Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que la madrastra dijo a su padre. Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hansel: -¡Ahora sí que estamos perdidos! -No llores, Gretel -la consoló el niño-, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para salir del paso. Cuando los viejos estuvieron dormidos, Hansel se levantó, se puso la chaquetilla y, sigilosamente, abrió la puerta y salió a la calle. Brillaba una luna espléndida, y los blancos guijarros que estaban en el suelo delante de la casa, relucían como monedas de plata. Hansel fue recogiendo piedras hasta que no le cupieron más en los bolsillos de la chaquetilla. De vuelta a su cuarto, dijo a Gretel: -Nada temas, hermanita, y duerme tranquila. Dios no nos abandonará. Y volvió a meterse en la cama. Con las primeras luces del día, antes aun de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los niños: -¡Vamos, holgazanes, levantaos! Hemos de ir al bosque a por leña.

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Page 1: Hansel y Gretel - murciaeduca.es · Hansel y Gretel Al lado de un frondoso bosque vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos hijos: el niño se llamaba Hansel, y la niña, Gretel

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Hansel y Gretel

Al lado de un frondoso bosque vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos hijos: el niño se llamaba Hansel, y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer y, en una época de escasez que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan de cada día.

Estaba el leñador una noche en la cama, sin que las preocupaciones le dejaran pegar ojo, cuando, desesperado, dijo a su mujer:

-¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo daremos de comer a los pobres pequeños? Ya nada nos queda.

-Se me ocurre una idea -respondió ella-. Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos.

-¡Por Dios, mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras.

-¡No seas necio! -exclamó ella-. ¿Quieres, pues, que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes!

Y no cesó de importunarle, hasta que el pobre leñador accedió a lo que le proponía su mujer.

-Pero los pobres niños me dan mucha lástima -concluyó el hombre.

Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que la madrastra dijo a su padre.

Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hansel:

-¡Ahora sí que estamos perdidos!

-No llores, Gretel -la consoló el niño-, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para salir del paso.

Cuando los viejos estuvieron dormidos, Hansel se levantó, se puso la chaquetilla y, sigilosamente, abrió la puerta y salió a la calle. Brillaba una luna espléndida, y los blancos guijarros que estaban en el suelo delante de la casa, relucían como monedas de plata. Hansel fue recogiendo piedras hasta que no le cupieron más en los bolsillos de la chaquetilla. De vuelta a su cuarto, dijo a Gretel:

-Nada temas, hermanita, y duerme tranquila. Dios no nos abandonará.

Y volvió a meterse en la cama.

Con las primeras luces del día, antes aun de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los niños:

-¡Vamos, holgazanes, levantaos! Hemos de ir al bosque a por leña.

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Y dando a cada uno un mendruguillo de pan, les advirtió:

-Aquí tenéis esto para el almuerzo, pero no os lo vayáis a comer antes, pues no os daré nada más.

Gretel recogió el pan en su delantal, puesto que Hansel llevaba los bolsillos llenos de piedras, y emprendieron los cuatro el camino del bosque. De cuando en cuando, Hansel se detenía para mirar hacia atrás en dirección a la casa. Entonces , le dijo el padre:

-Hansel, no te quedes rezagado mirando para atrás. ¡Vamos, camina!

-Es que miro mi gatito blanco, que está en el tejado diciéndome adiós -respondió el niño.

Y replicó la mujer:

-Tonto, no es el gato, sino el sol de la mañana, que se refleja en la chimenea.

Pero lo que estaba haciendo Hansel no era mirar al gato, sino ir arrojando blancas piedrecitas, que sacaba del bolsillo, a lo largo del camino.

Cuando estuvieron en medio del bosque, dijo el padre:

-Ahora recoged leña, pequeños; os encenderé un fuego para que no tengáis frío.

Hansel y Gretel se pusieron a coger ramas secas hasta que reunieron un montoncito. Encendieron una hoguera y, cuando ya ardía con viva llama, dijo la mujer:

-Poneos ahora al lado del fuego, niños, y no os mováis de aquí; nosotros vamos por el bosque a cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a recogeros.

Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego y, al mediodía, cada uno se comió su mendruguillo de pan. Y, como oían el ruido de los hachazos, creían que su padre estaba cerca. Pero, en realidad, no era el hacha, sino una rama que él había atado a un árbol seco, y que el viento hacía chocar contra el tronco.

Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el cansancio les cerró los ojos, y se quedaron profundamente dormidos. Despertaron bien entrada la noche, en medio de una profunda oscuridad.

-¿Cómo saldremos ahora del bosque? -exclamó Gretel, rompiendo a llorar.

Pero Hansel la consoló:

-Espera un poco a que salga la luna, que ya encontraremos el camino.

Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, Hansel, cogiendo de la mano a su hermanita, se fue guiando por las piedrecitas blancas que, brillando como monedas de plata, le indicaron el camino.

Estuvieron andando toda la noche, y llegaron a la casa al despuntar el alba. Llamaron a la puerta y les abrió la madrastra, que, al verlos, exclamó:

-¡Diablo de niños! ¿Qué es eso de quedarse tantas horas en el bosque? ¡Ya creíamos que no pensabais regresar!

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Pero el padre se alegró de que hubieran vuelto, pues le remordía la conciencia por haberlos abandonado.

Algún tiempo después hubo otra época de miseria en el país que volvió a afectarles a ellos. Y los niños oyeron una noche cómo la madrastra, estando en la cama, decía a su marido:

-Otra vez se ha terminado todo; sólo nos queda media hogaza de pan. Tenemos que deshacernos de los niños. Los llevaremos más adentro del bosque para que no puedan encontrar el camino; de otro modo, no hay salvación para nosotros.

Al padre le dolía mucho abandonar a los niños, y dijo:

-Mejor harías compartiendo con tus hijos hasta el último bocado.

Pero la mujer no atendía a razones, y lo llenó de reproches e improperios; de modo que el hombre no tuvo valor para negarse y hubo de ceder otra vez.

Sin embargo los niños estaban aún despiertos y oyeron la conversación. Cuando los viejos se durmieron, Hansel se levantó de la cama con intención de salir a recoger guijarros como la vez anterior; pero no pudo hacerlo, pues la mujer había cerrado la puerta. Dijo , no obstante, a su hermanita para consolarla:

-No llores, Gretel, y duerme tranquila, que Dios nos ayudará.

A la mañana siguiente se presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su pedacito de pan, más pequeño aún que la vez anterior.

Camino del bosque, Hansel iba desmigando el pan en el bolsillo y, deteniéndose de trecho en trecho, dejaba caer miguitas en el suelo.

-Hansel, ¿por qué te paras a mirar atrás? -dijo el padre-. ¡Vamos, no te entretengas!

-Estoy mirando a mi palomita, que desde el tejado me dice adiós.

-¡Tarugo! -intervino la mujer-, no es tu palomita, sino el sol de la mañana, que se refleja en la chimenea.

Pero Hansel fue sembrando de migas todo el camino. La madrastra condujo a los niños aún más adentro del bosque, a un lugar en el que nunca había estado. De nuevo encendieron un gran fuego, y la mujer les dijo:

-Quedaos aquí, pequeños, y si os cansáis, podéis dormir un poco. Nosotros vamos a por leña y, al atardecer, cuando hayamos terminado, volveremos a recogeros.

A mediodía, Gretel repartió su pan con Hansel, ya que él había esparcido el suyo por el camino. Luego se quedaron dormidos, sin que nadie se presentara a buscarlos; se despertaron cuando era ya noche cerrada. Hansel consoló a Gretel diciéndole:

-Espera un poco, hermanita, a que salga la luna; entonces veremos las migas de pan que yo he ido arrojando al suelo, y nos mostrarán el camino de vuelta.

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Cuando salió la luna se dispusieron a regresar, pero no encontraron ni una sola miga; se las habían comido los miles de pajarillos que volaban por el bosque. Hansel dijo entonces a Gretel:

-Encontraremos el camino.

Pero no lo encontraron. Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la madrugada hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque; además estaban hambrientos, pues no habían comido más que unos pocos frutos silvestres, recogidos del suelo. Y como se sentían tan cansados que las piernas se negaban ya a sostenerlos, se echaron al pie de un árbol y se quedaron dormidos.

Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se internaban más profundamente en el bosque; si alguien no acudía pronto en su ayuda, morirían de hambre. Sin embargo, hacia el mediodía, vieron un hermoso pajarillo blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol; cantaba tan alegremente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo terminado de cantar, abrió sus alas y emprendió el vuelo; y ellos lo siguieron, hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se posó; al acercarse, vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de chocolate, y las ventanas eran de puro azúcar.

-¡Vamos a por ella! -exclamó Hansel-. Nos vamos a dar un buen banquete. Me comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás lo dulce que es.

Hansel se encaramó al tejado y partió un trocito para probar a qué sabía, mientras Gretel mordisqueaba en la ventana. Entonces oyeron una fina voz que venía de la casa, pero siguieron comiendo sin dejarse intimidar. Hansel, a quien el tejado le había gustado mucho, arrancó un gran trozo y Gretel, tomando todo el cristal de una ventana, se sentó en el suelo a saborearlo. Entonces se abrió la puerta bruscamente y salió una mujer muy vieja, que caminaba apoyándose en un bastón.

Los niños se asustaron de tal modo, que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja, moviendo la cabeza, les dijo:

-¡Hola, queridos niños!, ¿quién os ha traído hasta aquí? Entrad y quedaos conmigo que no os haré ningún daño.

Y, cogiéndolos de la mano, los metió dentro de la casita, donde había servida una apetitosa comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. Después los llevó a dos camitas que estaban preparadas con preciosas sábanas blancas, y Hansel y Gretel se acostaron en ellas, creyéndose en el cielo.

La vieja aparentaba ser muy buena y amable, pero, en realidad, era una bruja malvada que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de pan con chocolate con el único objeto de atraerlos. Cuando un niño caía en su poder, lo mataba, lo cocinaba y se lo comía; esto era para ella una gran fiesta. Las brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de vista; pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales, por lo que desde muy lejos advierten la presencia de las personas. Cuando sintió que se acercaban Hansel y Gretel, dijo riéndose malignamente:

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-¡Ya son míos; éstos no se me escapan!

Se levantó muy temprano, antes de que los niños se despertaran, y al verlos descansar tan plácidamente, con aquellas mejillas sonrosadas, murmuró entre dientes:

-¡Serán un buen bocado!

Y agarrando a Hansel con sus huesudas manos, lo llevó a un pequeño establo y lo encerró tras unas rejas. El niño gritó con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil. Se dirigió entonces a la cama de Gretel y despertó a la pequeña, sacudiéndola violentamente y gritándole:

-¡Levántate, holgazana! Ve a buscar agua y prepárale algo bueno de comer a tu hermano; está afuera en el establo y quiero que engorde. Cuando esté bien gordo, me lo comeré.

Gretel se echó a llorar amargamente, pero todo fue en vano; tuvo que hacer lo que le pedía la malvada bruja. Desde entonces a Hansel le sirvieron comidas exquisitas, mientras Gretel no recibía sino migajas. Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía:

-Hansel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordito.

Pero Hansel, en vez del dedo, sacaba un huesecito, y la vieja, que tenía la vista muy mala, creía que era realmente el dedo del niño, y se extrañaba de que no engordase. Cuando, al cabo de cuatro semanas, vio que Hansel continuaba tan flaco, perdió la paciencia y no quiso esperar más tiempo:

-¡Anda, Gretel -dijo a la niña-, ve a buscar agua! Esté gordo o flaco tu hermano, mañana me lo comeré.

¡Oh, cómo gemía la pobre hermanita cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas por sus mejillas!

-¡Dios mío, ayúdanos! -exclamó-. ¡Ojalá nos hubiesen devorado las fieras del bosque; por lo menos habríamos muerto juntos!

-¡Deja ya de lloriquear! -gritó la vieja-; ¡no te servirá de nada!

Por la mañana muy temprano, Gretel tuvo que salir a llenar de agua el caldero y encender el fuego.

-Primero coceremos pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y preparado la masa.

Y de un empujón llevó a la pobre niña hasta el horno, de donde ya salían llamas.

-Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan -dijo la bruja.

Su intención era cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese dentro, para asarla y comérsela también. Pero Gretel adivinó sus intenciones y dijo:

-No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo puedo entrar?

-¡Habráse visto criatura más tonta! -replicó la bruja-. Bastante grande es la abertura; yo misma podría pasar por ella.

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Y para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en el horno. Entonces Gretel, de un empujón, la metió dentro y, cerrando la puerta de hierro, echó el cerrojo. ¡Qué chillidos tan espeluznantes daba la bruja! ¡Qué berridos más espantosos! Pero Gretel echó a correr, y la malvada bruja acabó muriendo achicharrada miserablemente.

Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado Hansel y le abrió la puerta, exclamando:

-¡Hansel, estamos salvados; la vieja bruja ha muerto!

Entonces saltó el niño fuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los dos! ¡Cómo se abrazaron! ¡Cómo se besaron y saltaron! Y como ya nada tenían que temer, recorrieron la casa de la bruja, y en todos los rincones encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas.

-¡Más valen éstas que los guijarros! -exclamó Hansel, llenándose de ellas los bolsillos.

Y dijo Gretel:

-También yo quiero llevar algo a casa.

Y, a su vez, se llenó el delantal de piedras preciosas.

-Vámonos ahora -dijo el niño-; debemos salir de este bosque embrujado.

Después de algunas horas de camino llegaron a un ancho río.

-No podemos pasar -dijo Hansel-, no veo ni vado ni puente.

-Tampoco hay ninguna barca -añadió Gretel-; pero mira, allí nada un pato blanco; si se lo pido nos ayudará a pasar el río.

Gretel llamó al patito pidiéndole que los ayudara.

El patito se acercó y Hansel se montó en él, y pidió a su hermanita que se sentara a su lado.

-No -replicó Gretel-, sería muy pesado para el patito; es mejor que nos lleve uno tras otro.

Así lo hizo el buen patito, y cuando ya estuvieron en la otra orilla y hubieron caminado un rato, el bosque les fue siendo cada vez más familiar, hasta que, al fin, descubrieron a lo lejos la casa de su padre. Echaron entonces a correr, entraron como una tromba y se echaron en los brazoso de su padre. El pobre hombre no había tenido una sola hora de felicidad desde el día en que abandonara a sus hijos en el bosque; la madrastra había muerto. Sacudió Gretel su delantal y todas las perlas y piedras preciosas saltaron y rodaron por el suelo, mientras Hansel vaciaba también a puñados sus bolsillos. Se acabaron desde entonces todas las penas y, en adelante, vivieron los tres muy felices y contentos.

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Caperucita Roja

Érase una vez una niña tan dulce y cariñosa, que robaba los corazones de cuantos la veían; pero quien más la quería era su abuelita, a la que todo le parecía poco cuando se trataba de obsequiarla. Un día le regaló una caperucita de terciopelo colorado, y como le sentaba tan bien y la pequeña no quería llevar otra cosa, todo el mundo dio en llamarla «Caperucita Roja». Díjole un día su madre: - Mira, Caperucita: ahí tienes un pedazo de pastel y una botella de vino; los llevarás a la abuelita, que está enferma y delicada; le sentarán bien. Ponte en camino antes de que apriete el calor, y ve muy formalita, sin apartarte del sendero, no fueras a caerte y romper la botella; entonces la abuelita se quedaría sin nada. Y cuando entres en su cuarto no te olvides de decir «Buenos días», y no te entretengas en curiosear por los rincones.

- Lo haré todo como dices - contestó Caperucita, dando la mano a su madre. Pero es el caso que la abuelita vivía lejos, a media hora del pueblo, en medio del bosque, y cuando la niña entró en él encontróse con el lobo. Caperucita no se asustó al verlo, pues no sabía lo malo que era aquel animal.

- ¡Buenos días, Caperucita Roja!

- ¡Buenos días, lobo!

- ¿Adónde vas tan temprano, Caperucita?

- A casa de mi abuelita.

- ¿Y qué llevas en el delantal?

- Pastel y vino. Ayer amasamos, y le llevo a mi abuelita algo para que se reponga, pues está enferma y delicada.

- ¿Dónde vive tu abuelita?

- Bosque adentro, a un buen cuarto de hora todavía; su casa está junto a tres grandes robles, más arriba del seto de avellanos; de seguro que la conoces - explicóle Caperucita.

Pensó el lobo: «Esta rapazuela está gordita, es tierna y delicada y será un bocado sabroso, mejor que la vieja. Tendré que ingeniármelas para pescarlas a las dos». Y, después de continuar un rato al lado de la niña, le dijo:

- Caperucita, fíjate en las lindas flores que hay por aquí. ¿No te paras a mirarlas? ¿Y tampoco oyes cómo cantan los pajarillos? Andas distraída, como si fueses a la escuela, cuando es tan divertido pasearse por el bosque.

Levantó Caperucita Roja los ojos, y, al ver bailotear los rayos del sol entre los árboles y todo el suelo cubierto de bellísimas flores, pensó: «Si le llevo a la abuelita un buen ramillete, le daré una alegría; es muy temprano aún, y tendré tiempo de llegar a la hora». Se apartó del camino para adentrarse en el bosque y se puso a coger flores. Y en cuanto cortaba una, ya le parecía que un poco más lejos asomaba otra más bonita aún, y, de esta manera penetraba cada vez más en la espesura, corriendo de un lado a otro.

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Mientras tanto, el lobo se encaminó directamente a casa de la abuelita, y, al llegar, llamó a la puerta.

- ¿Quién va?

- Soy Caperucita Roja, que te trae pastel y vino. ¡Abre!

- ¡Descorre el cerrojo! - gritó la abuelita -; estoy muy débil y no puedo levantarme.

Descorrió el lobo el cerrojo, abrióse la puerta, y la fiera, sin pronunciar una palabra, encaminóse al lecho de la abuela y la devoró de un bocado. Púsose luego sus vestidos, se tocó con su cofia, se metió en la cama y corrió las cortinas.

Mientras tanto, Caperucita había estado cogiendo flores, y cuando tuvo un ramillete tan grande que ya no podía añadirle una flor más, acordóse de su abuelita y reemprendió presurosa el camino de su casa. Extrañóle ver la puerta abierta; cuando entró en la habitación experimentó una sensación rara, y pensó: «¡Dios mío, qué angustia siento! Y con lo bien que me encuentro siempre en casa de mi abuelita». Gritó:

- ¡Buenos días! - pero no obtuvo respuesta. Se acercó a la cama, descorrió las cortinas y vio a la abuela, hundida la cofia de modo que le tapaba casi toda la cara y con un aspecto muy extraño.

- ¡Ay, abuelita! ¡Qué orejas más grandes tienes!

- Son para oírte mejor.

- ¡Ay, abuelita, vaya manos tan grandes que tienes!

- Son para cogerte mejor.

- ¡Pero, abuelita! ¡Qué boca más terriblemente grande!

- ¡Es para tragarte mejor!

Y, diciendo esto, el lobo saltó de la cama y se tragó a la pobre Caperucita Roja. Cuando el mal bicho estuvo harto, se metió nuevamente en la cama y se quedó dormido, roncando ruidosamente.

He aquí que acertó a pasar por allí el cazador, el cual pensó. «¡Caramba, cómo ronca la anciana! ¡Voy a entrar, no fuera que le ocurriese algo!». Entró en el cuarto y, al acercarse a la cama, vio al lobo que dormía en ella.

- ¡Ajá! ¡Por fin te encuentro, viejo bribón! - exclamó -. ¡No llevo poco tiempo buscándote!

Y se disponía ya a dispararle un tiro, cuando se le ocurrió que tal vez la fiera habría devorado a la abuelita y que quizás estuviese aún a tiempo de salvarla. Dejó, pues, la escopeta, y, con unas tijeras, se puso a abrir la barriga de la fiera dormida. A los primeros tijerazos, vio brillar la caperucita roja, y poco después saltó fuera la niña, exclamando: - ¡Ay, qué susto he pasado! ¡Y qué oscuridad en el vientre del lobo!

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A continuación salió también la abuelita, viva aún, aunque casi ahogada. Caperucita Roja corrió a buscar gruesas piedras, y con ellas llenaron la barriga del lobo. Éste, al despertarse, trató de escapar; pero las piedras pesaban tanto, que cayó al suelo muerto.

Los tres estaban la mar de contentos. El cazador despellejó al lobo y se marchó con la piel; la abuelita se comió el pastel, se bebió el vino que Caperucita le había traído y se sintió muy restablecida. Y, entretanto, la niña pensaba: «Nunca más, cuando vaya sola, me apartaré del camino desobedeciendo a mi madre».

Y cuentan también que otro día que Caperucita llevó un asado a su anciana abuelita, un lobo intentó de nuevo desviarla de su camino. Mas la niña se guardó muy bien de hacerlo y siguió derechita, y luego contó a la abuela que se había encontrado con el lobo, el cual le había dado los buenos días, pero mirándola con unos ojos muy aviesos.

- A buen seguro que si no llegamos a estar en pleno camino, me devora.

- Ven - dijo la abuelita -, cerraremos la puerta bien, para que no pueda entrar.

No tardó mucho tiempo en presentarse el muy bribonazo, gritando: - Ábreme, abuelita; soy Caperucita Roja, que te traigo asado.

Pero las dos se estuvieron calladas, sin abrir. El lobo dio varias vueltas a la casa y, al fin, se subió de un brinco al tejado, dispuesto a aguardar a que la niña saliese al anochecer, para volver a casa; entonces la seguiría disimuladamente y la devoraría en la oscuridad. Pero la abuelita le adivinó las intenciones. He aquí que delante de la casa había una gran artesa de piedra y la anciana dijo a la pequeña: - Coge el cubo, Caperucita; ayer cocí salchichas, ve a verter el agua en que las cocí.

Hízolo así Caperucita, y repitió el viaje hasta que la artesa, estuvo llena. El olor de las salchichas subió hasta el olfato del lobo, que se puso a husmear y a mirar abajo hasta que al fin, alargó tanto el cuello, que perdió el equilibrio, resbaló del tejado, cayó de lleno en la gran artesa, y se ahogó. Caperucita se volvió tranquilamente a casita sin que nadie le tocase ni un pelo.

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La Lámpara azul

Érase un soldado que durante muchos años había servido lealmente a su rey. Al terminar la guerra, el mozo, que, debido a las muchas heridas que recibiera, no podía continuar en el servicio, fue llamado a presencia del Rey, el cual le dijo:

- Puedes marcharte a tu casa, ya no te necesito. No cobrarás más dinero, pues sólo pago a quien me sirve.

Y el soldado, no sabiendo cómo ganarse la vida, quedó muy preocupado y se marchó a la ventura. Anduvo todo el día, y al anochecer llegó a un bosque. Divisó una luz en la oscuridad, y se dirigió a ella. Así llegó a una casa, en la que habitaba una bruja.

- Dame albergue, y algo de comer y beber -pidióle- para que no me muera de hambre.

- ¡Vaya! -exclamó ella-. ¿Quién da nada a un soldado perdido? No obstante, quiero ser compasiva y te acogeré, a condición de que hagas lo que voy a pedirte.

- ¿Y qué deseas que haga? -preguntó el soldado.

- Que mañana caves mi huerto.

Aceptó el soldado, y el día siguiente estuvo trabajando con todo ahínco desde la mañana, y al anochecer, aún no había terminado.

- Ya veo que hoy no puedes más; te daré cobijo otra noche; pero mañana deberás partirme una carretada de leña y astillarla en trozos pequeños.

Necesitó el mozo toda la jornada siguiente para aquel trabajo, y, al atardecer, la vieja le propuso que se quedara una tercera noche.

- El trabajo de mañana será fácil -le dijo-. Detrás de mi casa hay un viejo pozo seco, en el que se me cayó la lámpara. Da una llama azul y nunca se apaga; tienes que subírmela.

Al otro día, la bruja lo llevó al pozo y lo bajó al fondo en un cesto. El mozo encontró la luz e hizo señal de que volviese a subirlo. Tiró ella de la cuerda, y, cuando ya lo tuvo casi en la superficie, alargó la mano para coger la lámpara.

- No -dijo él, adivinando sus perversas intenciones-. No te la daré hasta que mis pies toquen el suelo.

La bruja, airada, lo soltó, precipitándolo de nuevo en el fondo del pozo, y allí lo dejó.

Cayó el pobre soldado al húmedo fondo sin recibir daño alguno y sin que la luz azul se extinguiese. ¿De qué iba a servirle, empero? Comprendió en seguida que no podría escapar a la muerte. Permaneció tristemente sentado durante un rato. Luego, metiéndose, al azar, la mano en el bolsillo, encontró la pipa, todavía medio cargada. "Será mi último gusto", pensó; la encendió en la llama azul y se puso a fumar. Al esparcirse el humo por la cavidad del pozo, aparecióse de pronto un diminuto hombrecillo, que le preguntó:

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- ¿Qué mandas, mi amo?.

- ¿Qué puedo mandarte? -replicó el soldado, atónito.

- Debo hacer todo lo que me mandes -dijo el enanillo.

- Bien -contestó el soldado-. En ese caso, ayúdame, ante todo, a salir del pozo.

El hombrecillo lo cogió de la mano y lo condujo por un pasadizo subterráneo, sin olvidar llevarse también la lámpara de luz azul. En el camino le fue enseñando los tesoros que la bruja tenía allí reunidos y ocultos, y el soldado cargó con todo el oro que pudo llevar.

Al llegar a la superficie dijo al enano:

- Ahora amarra a la vieja hechicera y llévala ante el tribunal.

Poco después veía pasar a la bruja, montada en un gato salvaje, corriendo como el viento y dando horribles chillidos. No tardó el hombrecillo en estar de vuelta:

- Todo está listo -dijo-, y la bruja cuelga ya de la horca. ¿Qué ordenas ahora, mi amo?.

- De momento nada más -le respondió el soldado-. Puedes volver a casa. Estáte atento para comparecer cuando te llame.

- Pierde cuidado -respondió el enano-. En cuanto enciendas la pipa en la llama azul, me tendrás en tu presencia. - Y desapareció de su vista.

Regresó el soldado a la ciudad de la que había salido. Se alojó en la mejor fonda y se encargó magníficos vestidos. Luego pidió al fondista que le preparase la habitación más lujosa que pudiera disponer. Cuando ya estuvo lista y el soldado establecido en ella, llamando al hombrecillo negro, le dijo:

- Serví lealmente al Rey, y, en cambio, él me despidió, condenándome a morir de hambre. Ahora quiero vengarme.

- ¿Qué debo hacer? -preguntó el enanito.

- Cuando ya sea de noche y la hija del Rey esté en la cama, la traerás aquí dormida. La haré trabajar como sirvienta.

- Para mí eso es facilísimo -observó el hombrecillo-. Mas para ti es peligroso. Mal lo pasarás si te descubren.

Al dar las doce abrióse la puerta bruscamente, y se presentó el enanito cargado con la princesa.

- ¿Conque eres tú, eh? -exclamó el soldado-. ¡Pues a trabajar, vivo! Ve a buscar la escoba y barre el cuarto.

Cuando hubo terminado, la mandó acercarse a su sillón y, alargando las piernas, dijo:

- ¡Quítame las botas! -y se las tiró a la cara, teniendo ella que recogerlas, limpiarlas y lustrarlas. La muchacha hizo sin resistencia todo cuanto le ordenó, muda y con los ojos

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entornados. Al primer canto del gallo, el enanito volvió a trasportarla a palacio, dejándola en su cama.

Al levantarse a la mañana siguiente, la princesa fue a su padre y le contó que había tenido un sueño extraordinario:

- Me llevaron por las calles con la velocidad del rayo, hasta la habitación de un soldado, donde hube de servir como criada y efectuar las faenas más bajas, tales como barrer el cuarto y limpiar botas. No fue más que un sueño, y, sin embargo, estoy cansada como si de verdad hubiese hecho todo aquello.

- El sueño podría ser realidad -dijo el Rey-. Te daré un consejo: llénate de guisantes el bolsillo, y haz en él un pequeño agujero. Si se te llevan, los guisantes caerán y dejarán huella de tu paso por las calles.

Mientras el Rey decía esto, el enanito estaba presente, invisible, y lo oía. Por la noche, cuando la dormida princesa fue de nuevo transportada por él calles a través, cierto que cayeron los guisantes, pero no dejaron rastro, porque el astuto hombrecillo procuró sembrar otros por toda la ciudad. Y la hija del Rey tuvo que servir de criada nuevamente hasta el canto del gallo.

Por la mañana, el Rey despachó a sus gentes en busca de las huellas; pero todo resultó inútil, ya que en todas las calles veíanse chiquillos pobres ocupados en recoger guisantes, y que decían:

- Esta noche han llovido guisantes.

- Tendremos que pensar otra cosa -dijo el padre-. Cuando te acuestes, déjate los zapatos puestos; antes de que vuelvas de allí escondes uno; ya me arreglaré yo para encontrarlo.

El enanito negro oyó también aquellas instrucciones, y cuando, al llegar la noche, volvió a ordenarle el soldado que fuese por la princesa, trató de disuadirlo, manifestándole que, contra aquélla treta, no conocía ningún recurso, y si encontraba el zapato en su cuarto lo pasaría mal.

- Haz lo que te mando -replicó el soldado; y la hija del Rey hubo de servir de criada una tercera noche. Pero antes de que se la volviesen a llevar, escondió un zapato debajo de la cama.

A la mañana siguiente mandó el Rey que se buscase por toda la ciudad el zapato de su hija. Fue hallado en la habitación del soldado, el cual, aunque -aconsejado por el enano- se hallaba en un extremo de la ciudad, de la que pensaba salir, no tardó en ser detenido y encerrado en la cárcel.

Con las prisas de la huida se había olvidado de su mayor tesoro, la lámpara azul y el dinero; sólo le quedaba un ducado en el bolsillo. Cuando, cargado de cadenas, miraba por la ventana de su prisión, vio pasar a uno de sus compañeros. Lo llamó golpeando los cristales, y, al acercarse el otro, le dijo:

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- Hazme el favor de ir a buscarme el pequeño envoltorio que me dejé en la fonda; te daré un ducado a cambio.

Corrió el otro en busca de lo pedido, y el soldado, en cuanto volvió a quedar solo, apresuróse a encender la pipa y llamar al hombrecillo:

- Nada temas -dijo éste a su amo-. Ve adonde te lleven y no te preocupes. Procura sólo no olvidarte de la luz azul.

Al día siguiente se celebró el consejo de guerra contra el soldado, y, a pesar de que sus delitos no eran graves, los jueces lo condenaron a muerte. Al ser conducido al lugar de ejecución, pidió al Rey que le concediese una última gracia.

- ¿Cuál? -preguntó el Monarca.

- Que se me permita fumar una última pipa durante el camino.

- Puedes fumarte tres -respondió el Rey-, pero no cuentes con que te perdone la vida.

Sacó el hombre la pipa, la encendió en la llama azul y, apenas habían subido en el aire unos anillos de humo, apareció el enanito con una pequeña tranca en la mano y dijo:

- ¿Qué manda mi amo?

- Arremete contra esos falsos jueces y sus esbirros, y no dejes uno en pie, sin perdonar tampoco al Rey, que con tanta injusticia me ha tratado.

Y ahí tenéis al enanito como un rayo, ¡zis, zas!, repartiendo estacazos a diestro y siniestro. Y a quien tocaba su garrote, quedaba tendido en el suelo sin osar mover ni un dedo. Al Rey le cogió un miedo tal que se puso a rogar y suplicar y, para no perder la vida, dio al soldado el reino y la mano de su hija.

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La bola de cristal

Vivía en otros tiempos una hechicera que tenía tres hijos, los cuales se amaban como buenos hermanos; pero la vieja no se fiaba de ellos, temiendo que quisieran arrebatarle su poder. Por eso transformó al mayor en águila, que anidó en la cima de una rocosa montaña, y sólo alguna que otra vez se le veía describiendo amplios círculos en la inmensidad del cielo. Al segundo lo convirtió en ballena, condenándolo a vivir en el seno del mar, y sólo de vez en cuando asomaba a la superficie, proyectando a gran altura un poderoso chorro de agua. Uno y otro recobraban su figura humana por espacio de dos horas cada día. El tercer hijo, temiendo verse también convertido en alimaña, oso o lobo, por ejemplo, huyó secretamente. Habíase enterado de que en el castillo del Sol de Oro residía una princesa encantada que aguardaba la hora de su liberación; pero quien intentase la empresa exponía su vida, y ya veintitrés jóvenes habían sucumbido tristemente. Sólo otro podía probar suerte, y nadie más después de él. Y como era un mozo de corazón intrépido, decidió ir en busca del castillo del Sol de Oro.

Llevaba ya mucho tiempo en camino, sin lograr dar con el castillo, cuando se encontró extraviado en un inmenso bosque. De pronto descubrió a lo lejos dos gigantes que le hacían señas con la mano, y cuando se hubo acercado, le dijeron:

- Estamos disputando acerca de quién de los dos ha de quedarse con este sombrero, y, puesto que somos igual de fuertes, ninguno puede vencer al otro. Como vosotros, los hombrecillos, sois más listos que nosotros, hemos pensado que tú decidas.

- ¿Cómo es posible que os peleéis por un viejo sombrero? -exclamó el joven.

- Es que tú ignoras sus virtudes. Es un sombrero milagroso, pues todo aquel que se lo pone, en un instante será transportado a cualquier lugar que desee.

- Venga el sombrero -dijo el mozo-. Me adelantaré un trecho con él, y, cuando llame, echad a correr; lo daré al primero que me alcance.

Y calándose el sombrero, se alejó. Pero, llena su mente de la princesa, olvidóse en seguida de los gigantes. Suspirando desde el fondo del pecho, exclamó: - ¡Ah, si pudiese encontrarme en el castillo del Sol de Oro! -y, no bien habían salido estas palabras de sus labios, hallóse en la cima de una alta montaña, ante la puerta del alcázar.

Entró y recorrió todos los salones, encontrando a la princesa en el último. Pero, ¡qué susto se llevó al verla!. Tenía la cara de color ceniciento, lleno de arrugas; los ojos, turbios, y el cabello, rojo.

- ¿Vos sois la princesa cuya belleza ensalza el mundo entero?

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- ¡Ay! -respondió ella-, ésta que contemplas no es mi figura propia. Los ojos humanos sólo pueden verme en esta horrible apariencia; mas para que sepas cómo soy en realidad, mira en este espejo, que no yerra y refleja mi imagen verdadera.

Y puso en su mano un espejo, en el cual vio el joven la figura de la doncella más hermosa del mundo entero; y de sus ojos fluían amargas lágrimas que rodaban por sus mejillas.

Díjole entonces: - ¿Cómo puedes ser redimida? Yo no retrocedo ante ningún peligro.

- Quien se apodere de la bola de cristal y la presente al brujo, quebrará su poder y me restituirá mi figura original. ¡Ay! -añadió-, muchos han pagado con la vida el intento, y, viéndote tan joven, me duele ver el que te expongas a tan gran peligro por mí.

- Nada me detendrá -replicó él-, pero dime qué debo hacer.

- Vas a saberlo todo -dijo la princesa-: Si desciendes la montaña en cuya cima estamos, encontrarás al pie, junto a una fuente, un salvaje bisonte, con el cual habrás de luchar. Si logras darle muerte, se levantará de él un pájaro de fuego, que lleva en el cuerpo un huevo ardiente, y este huevo tiene por yema una bola de cristal. Pero el pájaro no soltará el huevo a menos de ser forzado a ello, y, si cae al suelo, se encenderá, quemando cuanto haya a su alrededor, disolviéndose él junto con la bola de cristal, y entonces todas tus fatigas habrán sido inútiles.

Bajó el mozo a la fuente, y en seguida oyó los resoplidos y feroces bramidos del bisonte. Tras larga lucha consiguió traspasarlo con su espada, y el monstruo cayó sin vida. En el mismo instante desprendióse de su cuerpo el ave de fuego y emprendió el vuelo; pero el águila, o sea, el hermano del joven, que acudió volando entre las nubes, lanzóse en su persecución, empujándola hacia el mar y acosándola a picotazos, hasta que la otra, incapaz de seguir resistiendo, soltó el huevo. Pero éste no fue a caer al mar, sino en la cabaña de un pescador situada en la orilla, donde en seguida empezó a humear y despedir llamas. Eleváronse entonces gigantescas olas que, inundando la choza, extinguieron el fuego. Habían sido provocadas por el hermano, transformado en ballena, y, una vez el incendio estuvo apagado, nuestro doncel corrió a buscar el huevo, y tuvo la suerte de encontrarlo. No se había derretido aún, mas, por la acción del agua fría, la cáscara se había roto y, así, el mozo pudo extraer, indemne, la bola de cristal.

Al presentarse con ella al brujo y mostrársela, dijo éste: - Mi poder ha quedado destruido, y, desde este momento, tú eres rey del castillo del Sol de Oro. Puedes también desencantar a tus hermanos, devolviéndoles su figura humana.

Corrió el joven al encuentro de la princesa y, al entrar en su aposento, la vio en todo el esplendor de su belleza y, rebosantes de alegría, los dos intercambiaron sus anillos.

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La tumba

Un rico campesino se estaba un día en la era contemplando sus campos y huertos; el grano crecía ubérrimo, y los árboles frutales aparecían cargados de fruta. La cosecha del año anterior se hallaba todavía en el granero, tan copiosa, que a duras penas resistían las vigas su peso. Pasó luego al establo, lleno de cebados bueyes, magníficas vacas y caballos de piel lisa y reluciente. Por último, subiendo a su aposento contempló las arcas de hierro que encerraban sus caudales.

Mientras se hallaba absorto considerando sus riquezas, oyó una fuerte llamada, muy cerca de donde él estaba; mas no era en la puerta del aposento, sino en la de su corazón. Abrió, y oyó una voz que le decía: - ¿Has ayudado a los tuyos? ¿Has pensado en los pobres? ¿Has compartido tu pan con los hambrientos? ¿Te has contentado con lo que poseías, o has codiciado más y más?

El corazón respondió sin vacilar: - He sido duro e inexorable, y jamás hice el menor bien a los míos. Cuando se me presentó un pobre, aparté de él la mirada. No pensé en Dios, sino únicamente en aumentar mis riquezas. Si hubiese poseído todo lo que existe bajo el cielo, no habría tenido aún bastante.

Al escuchar el hombre esta respuesta, asustóse en gran manera; las rodillas empezaron a temblarle, y tuvo que sentarse. En aquel momento volvieron a llamar; esta vez, en la puerta de la habitación. Era su vecino, un pobre infeliz, padre de un montón de hijos a los que no podía dar de comer. «Bien sé -pensó el desgraciado- que mi vecino es tan duro de corazón como rico. No creo que me ayude; pero mis hijos necesitan pan; no perderé nada con probar».

Y dijo al rico: - No os gusta desprendemos de lo vuestro, ya lo sé, pero me presento ante vos como un hombre que está con el agua al cuello. Mis hijos se mueren de hambre: prestadme cuatro medidas de trigo-. El rico lo miró un buen rato, y el primer rayo de sol de la misericordia derritió una gota del hielo de su codicia. - No te prestaré cuatro medidas -respondióle-, sino que te regalaré ocho; pero con una condición. - ¿Qué debo hacer?- preguntó el pobre. - Cuando yo me muera, habrás de velar tres noches junto a mi tumba.

No le hizo mucha gracia al labrador aquella exigencia, pero en la necesidad en que se encontraba se habría avenido a todo, por lo que dio su promesa y retiróse con el trigo.

Parecía como si el rico hubiese previsto lo que iba a ocurrir: a los tres días cayó muerto de repente. No se supo a punto fijo, cómo había ocurrido la cosa; pero nadie se condolió de su muerte. Cuando lo enterraron, el pobre se acordó de su promesa, y, aunque deseaba verse libre de cumplirla, pensó: «Conmigo se mostró compasivo; con su grano pude saciar a mis hambrientos hijos; y, aunque así no fuese, ya que lo prometí, debo cumplirlo».

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Al llegar la noche se encaminó al cementerio y se sentó sobre la tumba. El silencio era absoluto. La luna iluminaba la sepultura; de tarde en tarde pasaba volando una lechuza y lanzaba su grito lastimero. Cuando salió el sol, nuestro hombre regresó a su casa sin novedad; la segunda noche discurrió tan tranquila como la primera. Pero al atardecer del día tercero, el buen hombre experimentó una angustia inexplicable; presentía que iba a ocurrirle algo. Al llegar al cementerio vio a un desconocido apoyado en la pared. No era joven; tenía el rostro lleno de cicatrices, y su mirada era aguda y fogosa. Iba envuelto en una vieja capa, bajo la cual aparecían unas grandes botas de montar.

- ¿Qué buscas aquí? -preguntóle el labrador-. ¿No te da miedo la soledad del cementerio?

- No busco nada -respondió el forastero-, pero tampoco temo a nada. Soy como aquel mozo que salió a correr mundo para aprender lo que es el miedo y no lo consiguió. Pero a aquél le tocó en suerte casarse con una princesa que le aportó grandes riquezas, mientras que yo he sido siempre pobre. Soy soldado licenciado y pienso pasar la noche aquí, a falta de otro refugio.

- Si no tienes miedo -dijo el labriego-, quédate conmigo y ayúdame a velar sobre esta tumba.

- Esto de velar es misión de un soldado -respondió el otro-. Compartiremos lo que suceda, sea bueno o malo.

El campesino se declaró conforme, y los dos se sentaron sobre la sepultura.

Todo permaneció tranquilo hasta media noche. A esta hora, rasgó de repente el aire un agudo silbido, y los dos guardianes vieron al diablo en carne y hueso, de pie ante ellos.

- ¡Fuera de aquí, bribones! -les gritó-. El que está aquí enterrado es mío, y vengo a llevármelo; y si no os apartáis, os retorceré el pescuezo.

- Mi señor de la pluma roja -replicó el soldado-, vos no sois mi capitán y no tengo por qué obedeceros; y, en cuanto a tener miedo, es cosa que aún no he aprendido. Continuad vuestro camino, que nosotros no nos movemos.

Pensó el diablo: «Lo mejor será deshacerse de ellos con un poco de dinero», y, adoptando un tono más apacible, les propuso que abandonasen el lugar a cambio de un bolso de oro.

- Eso es hablar -respondió el soldado-; pero con un bolso no nos basta. Si os avenís a darnos todo el oro que quepa en una de mis botas, os dejaremos libre el campo y nos marcharemos.

- No llevo encima el suficiente -dijo el diablo-, pero iré a buscarlo. En la ciudad contigua vive un cambista que es amigo mío y me lo prestará.

Cuando el diablo se hubo alejado, el soldado, quitándose la bota izquierda, dijo: - Vamos a jugarle una mala pasada a este carbonero. Dejadme vuestro cuchillo, compadre.

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Y cortó la suela de la bota, que colocó luego al lado de la sepultura, al borde de un foso profundo disimulado por la alta hierba. - Así está bien -dijo-. Que venga el deshollinador.

Sentáronse los dos aguardando su vuelta, que no se hizo esperar mucho. Venía el diablo con un saquito de oro en la mano.

- Echadlo dentro -dijo el soldado levantando un poco la bota-; pero no habrá bastante.

El negro vació el saco, el oro pasó a través de la bota y ésta quedó vacía.

- ¡Estúpido! -exclamó el soldado-. Esto no basta. ¿No os lo he dicho? Id por más.

El diablo meneó la cabeza, se marchó y, al cabo de una hora, comparecía de nuevo con otro saco, mucho mayor, debajo del brazo.

- Echadlo -dijo el soldado-, pero dudo que baste para llenar la bota.

Sonó el oro al caer, pero la bota siguió vacía. El diablo miró el interior con sus ojos de fuego, pero hubo de persuadirse de que era verdad.¡Vaya piernas largas que tenéis! -exclamó, torciendo el gesto.

- ¿Pensábais, acaso, que tenía pie de caballo, como vos? - ¿Desde cuando sois tan roñoso? Ya podéis arreglaros para traer más oro; de lo contrario, no hay nada de lo dicho.

Y el diablo no tuvo más remedio que largarse otra vez. Tardó en volver mucho más que antes; pero, al fin, compareció, agobiado por el saco que traía a la espalda. Soltó el contenido en la bota, pero ésta quedaba tan vacía como antes. Furioso, hizo un movimiento para arrancar la prenda de manos del soldado; pero en el mismo momento brilló en el cielo el primer rayo del sol levante, y el maligno espíritu escapó con un grito estridente. La pobre alma estaba salvada.

El campesino quiso repartir el oro, pero el soldado le dijo. - Da mi parte a los pobres. Yo me alojaré en tu cabaña, y con lo que queda viviremos en paz y tranquilidad el tiempo que Dios nos conceda de vida.

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Blancanieves y Rosaroja

Una pobre viuda vivía en una pequeña choza solitaria, ante la cual había un jardín con dos rosales: uno, de rosas blancas, y el otro, de rosas encarnadas. La mujer tenía dos hijitas que se parecían a los dos rosales, y se llamaban Blancanieve y Rojaflor. Eran tan buenas y piadosas, tan hacendosas y diligentes, que no se hallarían otras iguales en todo el mundo; sólo que Blancanieve era más apacible y dulce que su hermana. A Rojaflor le gustaba correr y saltar por campos y prados, buscar flores y cazar pajarillos, mientras Blancanieve prefería estar en casa, al lado de su madre, ayudándola en sus quehaceres o leyéndose en voz alta cuando no había otra ocupación a que atender. Las dos niñas se querían tanto, que salían cogidas de la mano, y cuando Blancanieve decía: - Jamás nos separaremos -contestaba Rojaflor:

- No, mientras vivamos -y la madre añadía: - Lo que es de una, ha de ser de la otra.

Con frecuencia salían las dos al bosque, a recoger fresas u otros frutos silvestres. Nunca les hizo daño ningún animal; antes, al contrario, se les acercaban confiados. La liebre acudía a comer una hoja de col de sus manos; el corzo pacía a su lado, el ciervo saltaba alegremente en torno, y las aves, posadas en las ramas, gorjeaban para ellas.

Jamás les ocurrió el menor percance. Cuando les sorprendía la noche en el bosque, tumbábanse juntas a dormir sobre el musgo hasta la mañana; su madre lo sabía y no se inquietaba por ello. Una vez que habían dormido en el bosque, al despertarlas la aurora vieron a un hermoso niño, con un brillante vestidito blanco, sentado junto a ellas. Levantóse y les dirigió una cariñosa mirada; luego, sin decir palabra, se adentró en la selva. Miraron las niñas a su alrededor y vieron que habían dormido junto a un precipicio, en el que sin duda se habrían despeñado si, en la oscuridad, hubiesen dado un paso más. Su madre les dijo que seguramente se trataría del ángel que guarda a los niños buenos.

Blancanieve y Rojaflor tenían la choza de su madre tan limpia y aseada, que era una gloria verla. En verano, Rojaflor cuidaba de la casa, y todas las mañanas, antes de que se despertase su madre, le ponía un ramo de flores frente a la cama; y siempre había una rosa de cada rosal. En invierno, Blancanieve encendía el fuego y suspendía el caldero de las llares; y el caldero, que era de latón, relucía como oro puro, de limpio y bruñido que estaba. Al anochecer, cuando nevaba, decía la madre:

- Blancanieve, echa el cerrojo - y se sentaban las tres junto al hogar, y la madre se ponía los lentes y leía de un gran libro. Las niñas escuchaban, hilando laboriosamente; a su lado, en el suelo, yacía un corderillo, y detrás, posada en una percha, una palomita blanca dormía con la cabeza bajo el ala.

Durante una velada en que se hallaban las tres así reunidas, llamaron a la puerta. - Abre, Rojaflor; será algún caminante que busca refugio -dijo la madre. Corrió Rojaflor a descorrer el cerrojo, pensando que sería un pobre; pero era un oso, el cual asomó por la puerta su gorda cabezota negra. La niña dejó escapar un grito y retrocedió de un salto;

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el corderillo se puso a balar, y la palomita, a batir de alas, mientras Blancanieve se escondía detrás de la cama de su madre.

Pero el oso rompió a hablar: - No temáis, no os haré ningún daño. Estoy medio helado y sólo deseo calentarme un poquitín.

- ¡Pobre oso! -exclamó la madre-; échate junto al fuego y ten cuidado de no quemarte la piel-. Y luego, elevando la voz: - Blancanieve, Rojaflor, salid, que el oso no os hará ningún mal; lleva buenas intenciones.

Las niñas se acercaron, y luego lo hicieron también, paso a paso, el corderillo y la palomita, pasado ya el susto.

Dijo el oso: - Niñas, sacudidme la nieve que llevo en la piel - y ellas trajeron la escoba y lo barrieron, dejándolo limpio, mientras él, tendido al lado del fuego, gruñía de satisfacción.

Al poco rato, las niñas se habían familiarizado con el animal y le hacían mil diabluras: tirábanle del pelo, apoyaban los piececitos en su espalda, lo zarandeaban de un lado para otro, le pegaban con una vara de avellano... Y si él gruñía, se echaban a reír. El oso se sometía complaciente a sus juegos, y si alguna vez sus amiguitas pasaban un poco de la medida, exclamaba: - Dejadme vivir, Rositas; si me martirizáis es a vuestro novio a quien matáis.

Al ser la hora de acostarse, y cuando todos se fueron a la cama, la madre dijo al oso: - Puedes quedarte en el hogar -, así estarás resguardado del frío y del mal tiempo.

Al asomar el nuevo día, las niñas le abrieron la puerta, y el animal se alejó trotando por la nieve y desapareció en el bosque. A partir de entonces volvió todas las noches a la misma hora; echábase junto al fuego y dejaba a las niñas divertirse con él cuanto querían; y llegaron a acostumbrarse a él de tal manera, que ya no cerraban la puerta hasta que había entrado su negro amigo.

Cuando vino la primavera y todo reverdecía, dijo el oso a Blancanieve: - Ahora tengo que marcharme, y no volveré en todo el verano.

- ¿Adónde vas, querido oso? -preguntóle Blancanieve.

- Al bosque, a guardar mis tesoros y protegerlos de los malvados enanos. En invierno, cuando la tierra está helada, no pueden salir de sus cuevas ni abrirse camino hasta arriba, pero ahora que el sol ha deshelado el suelo y lo ha calentado, subirán a buscar y a robar. Y lo que una vez cae en sus manos y va a parar a sus madrigueras, no es fácil que vuelva a salir a la luz.

Blancanieve sintió una gran tristeza por la despedida de su amigo. Cuando le abrió la puerta, el oso se enganchó en el pestillo y se desgarró un poco la piel, y a Blancanieve le pareció distinguir un brillo de oro, aunque no estaba segura. El oso se alejó rápidamente y desapareció entre los árboles.

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Algún tiempo después, la madre envió a las niñas al bosque a buscar leña. Encontraron un gran árbol derribado, y, cerca del tronco, en medio de la hierba, vieron algo que saltaba de un lado a otro, sin que pudiesen distinguir de qué se trataba. Al acercarse descubrieron un enanillo de rostro arrugado y marchito, con una larguísima barba, blanca como la nieve, cuyo extremo se le había cogido en una hendidura del árbol; por esto, el hombrecillo saltaba como un perrito sujeto a una cuerda, sin poder soltarse. Clavando en las niñas sus ojitos rojos y encendidos, les gritó:

- ¿Qué hacéis ahí paradas? ¿No podéis venir a ayudarme?

- ¿Qué te ha pasado, enanito? -preguntó Rojaflor.

- ¡Tonta curiosa! -replicó el enano-. Quise partir el tronco en leña menuda para mi cocina. Los tizones grandes nos queman la comida, pues nuestros platos son pequeños y comemos mucho menos que vosotros, que sois gente grandota y glotona. Ya tenía la cuña hincada, y todo hubiera ido a las mil maravillas, pero esta maldita madera es demasiado lisa; la cuña saltó cuando menos lo pensaba, y el tronco se cerró, y me quedó la hermosa barba cogida, sin poder sacarla; y ahora estoy aprisionado. ¡Sí, ya podéis reiros, tontas, caras de cera! ¡Uf, y qué feas sois!

Por más que las niñas se esforzaron, no hubo medio de desasir la barba; tan sólidamente cogida estaba.

- Iré a buscar gente -dijo Rojaflor.

- ¡Bobaliconas! -gruñó el enano con voz gangosa-. ¿Para qué queréis más gente? A mí me sobra con vosotras dos. ¿No se os ocurre nada mejor?

- No te impacientes -dijo Blancanieve-, ya encontraré un remedio- y, sacando las tijeritas del bolsillo, cortó el extremo de la barba. Tan pronto como el enano se vio libre, agarró un saco, lleno de oro, que había dejado entre las raíces del árbol y, cargándoselo a la espalda, gruñó:

- ¡Qué gentezuela más torpe! ¡Cortar un trozo de mi hermosa barba! ¡Qué os lo pague el diablo! Y se alejó, sin volverse a mirar a las niñas.

Poco tiempo después, las dos hermanas quisieron preparar un plato de pescado. Salieron, pues, de pesca y, al llegar cerca del río, vieron un bicho semejante a un saltamontes que avanzaba a saltitos hacia el agua, como queriendo meterse en ella. Al aproximarse, reconocieron al enano de marras.

- ¿Adónde vas? -preguntóle Rojaflor-. Supongo que no querrás echarte al agua, ¿verdad?

- No soy tan imbécil -gritó el enano-. ¿No veis que ese maldito pez me arrastra al río?

Era el caso de que el hombrecillo había estado pescando, pero con tan mala suerte que el viento le había enredado el sedal en la barba, y, al picar un pez gordo, la débil criatura no tuvo fuerzas suficientes para sacarlo, por el contrario, era el pez el que se llevaba al enanillo al agua. El hombrecito se agarraba a las hierbas y juncos, pero sus esfuerzos no servían de gran cosa; tenía que seguir los movimientos del pez, con peligro inminente de verse precipitado en el río. Las muchachas llegaron muy oportunamente; lo sujetaron e

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intentaron soltarle la barba, pero en vano: barba e hilo estaban sólidamente enredados. No hubo más remedio que acudir nuevamente a las tijeras y cortar otro trocito de barba. Al verlo el enanillo, les gritó:

- ¡Estúpidas! ¿Qué manera es esa de desfigurarle a uno? ¿No bastaba con haberme despuntado la barba, sino que ahora me cortáis otro gran trozo? ¿Cómo me presento a los míos? ¡Ojalá tuvieseis que echar a correr sin suelas en los zapatos!

Y, cogiendo un saco de perlas que yacía entre los juncos, se marchó sin decir más, desapareciendo detrás de una piedra.

Otro día, la madre envió a las dos hermanitas a la ciudad a comprar hilo, agujas, cordones y cintas. El camino cruzaba por un erial, en el que, de trecho en trecho, había grandes rocas dispersas. De pronto vieron una gran ave que describía amplios círculos encima de sus cabezas, descendiendo cada vez más, hasta que se posó en lo alto de una de las peñas, e inmediatamente oyeron un penetrante grito de angustia. Corrieron allí y vieron con espanto que el águila había hecho presa en su viejo conocido, el enano, y se aprestaba a llevárselo. Las compasivas criaturas sujetaron con todas sus fuerzas al hombrecillo y no cejaron hasta que el águila soltó a su víctima. Cuando el enano se hubo repuesto del susto, gritó con su voz gangosa: - ¿No podíais tratarme con más cuidado? Me habéis desgarrado la chaquetita, y ahora está toda rota y agujereada, ¡torpes más que torpes!

Y cargando con un saquito de piedras preciosas se metió en su cueva, entre las rocas. Las niñas, acostumbradas a su ingratitud, prosiguieron su camino e hicieron sus recados en la ciudad. De regreso, al pasar de nuevo por el erial, sorprendieron al enano, que había esparcido, en un lugar desbrozado, las piedras preciosas de su saco, seguro de que a una hora tan avanzada nadie pasaría por allí. El sol poniente proyectaba sus rayos sobre las brillantes piedras, que refulgían y centelleaban como soles; y sus colores eran tan vivos, que las pequeñas se quedaron boquiabiertas, contemplándolas.

- ¡A qué os paráis, con vuestras caras de babiecas! -gritó el enano; y su rostro ceniciento se volvió rojo de ira. Y ya se disponía a seguir con sus improperios cuando se oyó un fuerte gruñido y apareció un oso negro, que venía del bosque. Aterrorizado, el hombrecillo trató de emprender la fuga; pero el oso lo alcanzó antes de que pudiese meterse en su escondrijo. Entonces se puso a suplicar, angustiado: - Querido señor oso, perdonadme la vida y os daré todo mi tesoro; fijaos, todas esas piedras preciosas que están en el suelo. No me matéis. ¿De qué os servirá una criatura tan pequeña y flacucha como yo? Ni os lo sentiréis entre los dientes. Mejor es que os comáis a esas dos malditas muchachas; ellas sí serán un buen bocado, gorditas como tiernas codornices. Coméoslas y buen provecho os hagan.

El oso, sin hacer caso de sus palabras, propinó al malvado hombrecillo un zarpazo de su poderosa pata y lo dejó muerto en el acto. Las muchachas habían echado a correr; pero el oso las llamó: - ¡Blancanieve, Rojaflor, no temáis; esperadme, que voy con vosotras!

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Ellas reconocieron entonces su voz y se detuvieron, y, cuando el oso las hubo alcanzado, de pronto se desprendió su espesa piel y quedó transformado en un hermoso joven, vestido de brocado de oro: - Soy un príncipe -manifestó-, y ese malvado enano me había encantado, robándome mis tesoros y condenándome a errar por el bosque en figura de oso salvaje, hasta que me redimiera con su muerte. Ahora ha recibido el castigo que merecía.

Blancanieve se casó con él, y Rojaflor, con su hermano, y se repartieron las inmensas riquezas que el enano había acumulado en su cueva. La anciana madre vivió aún muchos años tranquila y feliz, al lado de sus hijas. Llevóse consigo los dos rosales que, plantados delante de su ventana, siguieron dando todos los años sus hermosísimas rosas, blancas y rojas.

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Juan sin miedo

Érase un padre que tenía dos hijos, el mayor de los cuales era listo y despierto, muy despabilado y capaz de salir con bien de todas las cosas. El menor, en cambio, era un verdadero zoquete, incapaz de comprender ni aprender nada, y cuando la gente lo veía, no podía por menos de exclamar: «¡Este sí que va a ser la cruz de su padre!». Para todas las faenas había que acudir al mayor; no obstante, cuando se trataba de salir, ya anochecido, a buscar alguna cosa, y había que pasar por las cercanías del cementerio o de otro lugar tenebroso y lúgubre, el mozo solía resistirse:

-No, padre, no puedo ir. ¡Me da mucho miedo!

Pues, en efecto, era miedoso.

En las veladas, cuando, reunidos todos en torno a la lumbre, alguien contaba uno de esos cuentos que ponen carne de gallina, los oyentes solían exclamar: «¡Oh, qué miedo!». El hijo menor, sentado en un rincón, escuchaba aquellas exclamaciones sin acertar a comprender su significado.

-Siempre están diciendo: «¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!». Pues yo no lo tengo. Debe ser alguna habilidad de la que yo no entiendo nada.

Un buen día le dijo su padre:

-Oye, tú, del rincón: Ya eres mayor y robusto. Es hora de que aprendas también alguna cosa con que ganarte el pan. Mira cómo tu hermano se esfuerza; en cambio, contigo todo es inútil, como si machacaras hierro frío.

-Tienes razón, padre -respondió el muchacho-. Yo también tengo ganas de aprender algo. Si no te parece mal, me gustaría aprender a tener miedo; de esto no sé ni pizca.

El mayor se echó a reír al escuchar aquellas palabras, y pensó para sí: «¡Santo Dios, y qué bobo es mi hermano! En su vida saldrá de él nada bueno. Pronto se ve por dónde tira cada uno». El padre se limitó a suspirar y a responderle:

-Día vendrá en que sepas lo que es el miedo, pero con esto no vas a ganarte el sustento.

A los pocos días tuvieron la visita del sacristán. Le contó el padre su apuro, cómo su hijo menor era un inútil; ni sabía nada, ni era capaz de aprender nada.

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-Sólo le diré que una vez que le pregunté cómo pensaba ganarse la vida, me dijo que quería aprender a tener miedo.

-Si no es más que eso -repuso el sacristán-, puede aprenderlo en mi casa. Deje que venga conmigo. Yo se lo desbastaré de tal forma, que no habrá más que ver.

Se avino el padre, pensando: «Le servirá para despabilarse». Así, pues, se lo llevó consigo y le señaló la tarea de tocar las campanas. A los dos o tres días lo despertó hacia medianoche y lo mandó subir al campanario a tocar la campana. «Vas a aprender lo que es el miedo», pensó el hombre mientras se retiraba sigilosamente.

Estando el muchacho en la torre, al volverse para coger la cuerda de la campana vio una forma blanca que permanecía inmóvil en la escalera, frente al hueco del muro.

-¿Quién está ahí? -gritó el mozo. Pero la figura no se movió ni respondió.

-Contesta -insistió el muchacho- o lárgate; nada tienes que hacer aquí a medianoche-. Pero el sacristán seguía inmóvil, para que el otro lo tomase por un fantasma.

El chico le gritó por segunda vez:

-¿Qué buscas ahí? Habla si eres persona cabal, o te arrojaré escaleras abajo. El sacristán pensó: «No llegará a tanto», y continuó impertérrito, como una estatua de piedra. Por tercera vez le advirtió el muchacho, y viendo que sus palabras no surtían efecto, arremetió contra el espectro y de un empujón lo echó escaleras abajo, con tal fuerza que, mal de su grado, saltó de una vez diez escalones y fue a desplomarse contra una esquina, donde quedó maltrecho. El mozo, terminado el toque de campana, volvió a su cuarto, se acostó sin decir palabra y se quedó dormido.

La mujer del sacristán estuvo durante largo rato aguardando la vuelta de su marido; pero viendo que tardaba demasiado, fue a despertar, ya muy inquieta, al ayudante, y le preguntó:

-¿Dónde está mi marido? Subió al campanario antes que tú.

-En el campanario no estaba -respondió el muchacho-. Pero había alguien frente al hueco del muro, y como se empeñó en no responder ni marcharse, he supuesto que era un ladrón y lo he arrojado escaleras abajo. Vaya a ver, no fuera el caso que se tratase de él. De veras que lo sentiría.

La mujer se precipitó a la escalera y encontró a su marido tendido en el rincón, quejándose y con una pierna rota.

Lo bajó como pudo y corrió luego a la casa del padre del mozo, hecha un mar de lágrimas:

-Su hijo -se lamentó- ha causado una gran desgracia, ha echado a mi marido escaleras abajo, y le ha roto una pierna. ¡Llévese enseguida de mi casa a esta calamidad!

Corrió el padre, muy asustado, a casa del sacristán, y puso a su hijo de vuelta y media:

-¡Eres una mala persona! ¿Qué maneras son ésas? Ni que tuvieses el diablo en el cuerpo.

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-Soy inocente, padre -contestó el muchacho-. Le digo la verdad. Él estaba allí a medianoche, como si llevara malas intenciones. Yo no sabía quién era, y por tres veces le advertí que hablase o se marchase.

-¡Ay! -exclamó el padre-. ¡Sólo disgustos me causas! Vete de mi presencia, no quiero volver a verte.

-Bueno, padre, así lo haré; aguarda sólo a que sea de día, y me marcharé a aprender lo que es el miedo; al menos así sabré algo que me servirá para ganarme el sustento.

-Aprende lo que quieras -dijo el padre-; lo mismo me da. Ahí tienes cincuenta monedas; márchate a correr mundo y no digas a nadie de dónde eres ni quién es tu padre, pues eres mi mayor vergüenza.

-Sí, padre, como quieras. Si sólo me pides eso, fácil me será obedecerte.

Al apuntar el día embolsó el muchacho sus cincuenta monedas y se fue por la carretera. Mientras andaba, iba diciéndose:

«¡Si por lo menos tuviera miedo! ¡Si por lo menos tuviera miedo!». En esto acertó a pasar un hombre que oyó lo que el mozo murmuraba, y cuando hubieron andado un buen trecho y llegaron a la vista de la horca, le dijo:

-Mira, en aquel árbol hay siete que se han casado con la hija del cordelero, y ahora están aprendiendo a volar. Siéntate debajo y aguarda a que llegue la noche. Verás cómo aprendes lo que es el miedo.

-Si no es más que eso -respondió el muchacho-, la cosa no tendrá dificultad; pero si realmente aprendo qué cosa es el miedo, te daré mis cincuenta monedas. Vuelve a buscarme por la mañana.

Y se encaminó al patíbulo, donde esperó, sentado, la llegada de la noche. Como arreciara el frío, encendió fuego; pero hacia medianoche empezó a soplar un viento tan helado, que ni la hoguera le servía de gran cosa. Y como el ímpetu del viento hacía chocar entre sí los cuerpos de los ahorcados, pensó el mozo: «Si tú, junto al fuego, estás helándose, ¡cómo deben pasarlo esos que patalean ahí arriba!».

Y como era compasivo de natural, arrimó la escalera y fue desatando los cadáveres, uno tras otro, y bajándolos al suelo. Sopló luego el fuego para avivarlo, y dispuso los cuerpos en torno al fuego para que se calentasen; pero los muertos permanecían inmóviles, y los llamas prendieron en sus ropas. Al verlo, el muchacho les advirtió:

-Si no tienen cuidado, los volveré a colgar.

Pero los ajusticiados nada respondieron, y sus andrajos siguieron quemándose. Se irritó entonces el mozo:

-Puesto que se empeñan en no tener cuidado, nada puedo hacer por ustedes; no quiero quemarme yo también.

Y los colgó nuevamente, uno tras otro; hecho lo cual, volvió a sentarse al lado de la hoguera y se quedó dormido.

A la mañana siguiente se presentó el hombre, dispuesto a cobrar las cincuenta monedas.

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-Qué, ¿ya sabes ahora lo que es el miedo?

-No -replicó el mozo-. ¿Cómo iba a saberlo? Esos de ahí arriba ni siquiera han abierto la boca, y fueron tan tontos que dejaron que se quemasen los harapos que llevan.

Vio el hombre que por aquella vez no embolsaría las monedas, y se alejó murmurando:

-En mi vida me he topado con un tipo como éste.

Siguió también el mozo su camino, siempre expresando en voz alta su idea fija: «¡Si por lo menos supiese lo que es el miedo! ¡Si por lo menos supiese lo que es el miedo!». Lo escuchó un carretero que iba tras él, y le preguntó:

-¿Quién eres?

-No lo sé -respondió el joven.

-¿De dónde vienes? -siguió inquiriendo el otro.

-No lo sé.

-¿Quién es tu padre?

-No puedo decirlo.

-¿Y qué demonios estás refunfuñando entre dientes?

-¡Oh! -respondió el muchacho-, quisiera saber lo que es el miedo, pero nadie puede enseñármelo.

-Basta de tonterías -replicó el carretero-. Te vienes conmigo y te buscaré alojamiento.

Lo acompañó el mozo, y, al anochecer, llegaron a una hospedería. Al entrar en la sala repitió el mozo en voz alta:

-¡Si al menos supiera lo que es el miedo!

Oyéndolo el posadero, se echó a reír, y dijo:

-Si de verdad lo quieres, tendrás aquí buena ocasión para enterarte.

-¡Cállate, por Dios! -exclamó la patrona-. Más de un temerario lo ha pagado ya con la vida. ¡Sería una pena que esos hermosos ojos no volviesen a ver la luz del día!

Pero el muchacho replicó:

-Por costoso que sea, quisiera saber lo que es el miedo; para esto me marché de casa.

Y estuvo importunando al posadero, hasta que éste se decidió a contarle que, a poca distancia de allí, se levantaba un castillo encantado, donde, con toda seguridad, aprendería a conocer el miedo si estaba dispuesto a pasar tres noches en él. Le dijo que el Rey había prometido casar a su hija, que era la doncella más hermosa que alumbrara el sol, con el hombre que a ello se atreviese. Además, había en el castillo valiosos tesoros, capaces de enriquecer al más pobre, que estaban guardados por espíritus malos, y

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podrían recuperarse al desvanecerse el maleficio. Muchos lo habían intentado ya, pero ninguno había escapado con vida de la empresa.

A la mañana siguiente, el joven se presentó al Rey y le dijo que, si se le autorizaba, él se comprometía a pasarse tres noches en vela en el castillo encantado.

Lo miró el Rey, y como su aspecto le resultara simpático, le dijo:

-Puedes pedir tres cosas para llevarte al castillo, pero deben ser cosas inanimadas.

A lo que contestó el muchacho:

-Deme entonces fuego, un torno y un banco de carpintero con su cuchilla.

El Rey hizo llevar aquellos objetos al castillo. Al anochecer subió a él el muchacho, encendió en un aposento un buen fuego, colocó al lado el banco de carpintero con la cuchilla y se sentó sobre el torno.

-¡Ah! ¡Si por lo menos aquí tuviera miedo! -suspiró-. Pero me temo que tampoco aquí me enseñarán lo que es.

Hacia medianoche quiso avivar el fuego, y mientras lo soplaba oyó de pronto unas voces, procedentes de una esquina, que gritaban:

-¡Au, miau! ¡Qué frío hace!

-¡Tontos! -exclamó él-. ¿Por qué gritan? Si tienen frío, acérquense al fuego a caliéntense.

Apenas hubo pronunciado estas palabras, llegaron de un enorme brinco dos grandes gatos negros que, sentándose uno a cada lado, clavaron en él una mirada ardiente y feroz. Al cabo de un rato, cuando ya se hubieron calentado, dijeron:

-Compañero, ¿qué te parece si echamos una partida de naipes?

-¿Por qué no? -respondió él-. Pero antes muéstrenme las patas.

Los animales sacaron las garras.

-¡Ah! -exclamó el muchacho-. ¡Vaya uñas largas! Primero se las cortaré.

Y, agarrándolos por el cuello, los levantó y los sujetó por las patas al banco de carpintero.

-He adivinado sus intenciones -dijo- y se me han pasado las ganas de jugar a las cartas.

Acto seguido los mató de un golpe y los arrojó al estanque que había al pie del castillo.

Despachados ya aquellos dos y cuando se disponía a instalarse de nuevo junto al fuego, de todos los rincones y esquinas empezaron a salir gatos y perros negros, en número cada vez mayor, hasta el punto de que ya no sabía él dónde meterse. Aullando lúgubremente, pisotearon el fuego, intentando esparcirlo y apagarlo. El mozo estuvo un rato contemplando tranquilamente aquel espectáculo hasta que, al fin, se amoscó y, empuñando la cuchilla y gritando: «¡Fuera de aquí, chusma asquerosa!», arremetió contra el ejército de alimañas. Parte de los animales escapó corriendo, el resto los mató, y arrojó sus cuerpos al estanque. De vuelta al aposento, reunió las brasas aún encendidas, las sopló para reanimar el fuego y se sentó nuevamente a calentarse. Y estando así sentado, le vino el sueño, con una gran pesadez en los ojos. Miró a su alrededor, y

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descubrió en una esquina una espaciosa cama. «A punto vienes», dijo, y se acostó en ella sin pensarlo más.

Pero apenas había cerrado los ojos cuando el lecho se puso en movimiento, como si quisiera recorrer todo el castillo. «¡Tanto mejor!», se dijo el mozo. Y la cama seguía rodando y moviéndose, como tirada por seis caballos, cruzando umbrales y subiendo y bajando escaleras. De repente, ¡hop!, un vuelco, y queda la cama patas arriba, y su ocupante debajo como si se le hubiese venido una montaña encima.

Lanzando al aire mantas y almohadas, salió de aquel revoltijo, y, exclamando: «¡Que pasee quien tenga ganas!», volvió a la vera del fuego y se quedó dormido hasta la madrugada.

A la mañana siguiente se presentó el Rey, y, al verlo tendido en el suelo, creyó que los fantasmas lo habían matado.

-¡Lástima, tan guapo mozo! -dijo.

Lo escuchó el muchacho e, incorporándose, exclamó:

-¡No están aún tan mal las cosas!

El Rey, admirado y contento, le preguntó qué tal había pasado la noche.

-¡Muy bien! -respondió el interpelado-. He pasado una, también pasaré las dos que quedan.

Al entrar en la posada, el hostelero se quedó mirándolo como quien ve visiones.

-Jamás pensé volver a verte vivo -le dijo-. Supongo que ahora sabrás lo que es el miedo.

-No -replicó el muchacho-. Todo es inútil. ¡Ya no sé qué hacer!

Al llegar la segunda noche, se encaminó de nuevo al castillo y, sentándose junto al fuego, volvió a la vieja canción: «¡Si siquiera supiese lo que es el miedo!». Antes de medianoche se oyó un estrépito. Quedo al principio, luego más fuerte; siguió un momento de silencio, y, al fin, emitiendo un agudísimo alarido bajó por la chimenea la mitad de un hombre y fue a caer a sus pies.

-¡Caramba! -exclamó el joven-. Aquí falta una mitad. ¡Hay que tirar más!.

Volvió a oírse el estruendo, y, entre un alboroto de gritos y aullidos, cayó la otra mitad del hombre.

-Aguarda -exclamó el muchacho-. Voy a avivarte el fuego.

Cuando, ya listo, se volvió a mirar a su alrededor, las dos mitades se habían soldado, y un hombre horrible estaba sentado en su sitio.

-¡Eh, amigo, que éste no es el trato! -dijo-. El banco es mío.

El hombre quería echarlo, pero el mozo, empeñado en no ceder, lo apartó de un empujón y se instaló en su asiento.

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Bajaron entonces por la chimenea nuevos hombres, uno tras otro, llevando nueve tibias y dos calaveras, y, después de colocarlas en la posición debida, comenzaron a jugar a bolos. Al muchacho le entraron ganas de participar en el juego y les preguntó:

-¡Hola!, ¿puedo jugar yo también?

-Sí, si tienes dinero.

-Dinero tengo -respondió él-. Pero sus bolos no son bien redondos.

Y, cogiendo las calaveras, las puso en el torno y las modeló debidamente.

-Ahora rodarán mejor -dijo-. ¡Así da gusto!

Jugó y perdió algunos florines; pero al dar las doce, todo desapareció de su vista. Se tendió y durmió tranquilamente. A la mañana siguiente se presentó de nuevo el Rey, curioso por saber lo ocurrido.

-¿Cómo lo has pasado esta vez? -le preguntó.

-Estuve jugando a los bolos y perdí unas cuantas monedas.

-¿Y no sentiste miedo?

-¡Qué va! -replicó el chico-. Me he divertido mucho. ¡Ah, si pudiese saber lo que es el miedo!

La tercera noche, sentado nuevamente en su banco, suspiraba mohíno y malhumorado: «¡Por qué no puedo sentir miedo!».

Era ya bastante tarde cuando entraron seis hombres fornidos llevando un ataúd. Dijo él entonces:

-Ahí debe de venir mi primito, el que murió hace unos días.

-Y, haciendo una seña con el dedo, lo llamó:

-¡Ven, primito, ven aquí!

Los hombres depositaron el féretro en el suelo. El mozo se les acercó y levantó la tapa: contenía un cuerpo muerto. Le tocó la cara, que estaba fría como hielo.

-Aguarda -dijo-, voy a calentarte un poquito.

Y, volviéndose al fuego a calentarse la mano, la aplicó seguidamente en el rostro del cadáver; pero éste seguía frío. Lo sacó entonces del ataúd, se sentó junto al fuego con el muerto sobre su regazo, y se puso a frotarle los brazos para reanimar la circulación. Como tampoco eso sirviera de nada, se le ocurrió que metiéndolo en la cama podría calentarlo mejor. Lo acostó, pues, lo arropó bien y se echó a su lado. Al cabo de un rato, el muerto empezó a calentarse y a moverse. Dijo entonces el mozo:

-¡Ves, primito, cómo te he hecho entrar en calor!

Pero el muerto se incorporó, gritando:

-¡Te voy a estrangular!

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-¿Esas tenemos? -exclamó el muchacho-. ¿Así me lo agradeces? Pues te volverás a tu ataúd.

Y, levantándolo, lo metió en la caja y cerró la tapa. En esto entraron de nuevo los seis hombres y se lo llevaron.

-No hay manera de sentir miedo -se dijo-. Está visto que no me enteraré de lo que es, aunque pasara aquí toda la vida.

Apareció luego otro hombre, más alto que los anteriores, y de terrible aspecto; pero era viejo y llevaba una larga barba blanca.

-¡Ah, bribonzuelo -exclamó-; pronto sabrás lo que es miedo, pues vas a morir!

-¡Calma, calma! -replicó el mozo-. Yo también tengo algo que decir en este asunto.

-Deja que te agarre -dijo el ogro.

-Poquito a poco. Lo ves muy fácil. Soy tan fuerte como tú, o más.

-Eso lo veremos -replicó el viejo-. Si lo eres, te dejaré marchar. Ven conmigo, que haremos la prueba.

Y, a través de tenebrosos corredores, lo condujo a una fragua. Allí empuñó un hacha, y de un hachazo clavó en el suelo uno de los yunques.

-Yo puedo hacer más -dijo el muchacho, dirigiéndose al otro yunque. El viejo, colgante la blanca barba, se colocó a su lado para verlo bien. Cogió el mozo el hacha, y de un hachazo partió el yunque, aprisionando de paso la barba del viejo.

-Ahora te tengo en mis manos -le dijo-; tú eres quien va a morir.

Y, agarrando una barra de hierro, la emprendió con el viejo hasta que éste, gimoteando, le suplicó que no le pegara más; en cambio, le daría grandes riquezas. El chico desclavó el hacha y lo soltó. Entonces el hombre lo acompañó nuevamente al palacio, y en una de las bodegas le mostró tres arcas llenas de oro:

-Una de ellas es para los pobres; la otra, para el Rey, y la tercera, para ti. Dieron en aquel momento las doce, y el trasgo desapareció, quedando el muchacho sumido en tinieblas.

-De algún modo saldré de aquí -se dijo.

Y, moviéndose a tientas, al cabo de un rato dio con un camino que lo condujo a su aposento, donde se echó a dormir junto al fuego.

A la mañana siguiente compareció de nuevo el Rey y le dijo:

-Bien, supongo que ahora sabrás ya lo que es el miedo.

-No -replicó el muchacho-. ¿Qué es? Estuvo aquí mi primo muerto, y después vino un hombre barbudo, el cual me mostró los tesoros que hay en los sótanos; pero de lo que sea el miedo, nadie me ha dicho una palabra.

Dijo entonces el Rey:

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-Has desencantado el palacio y te casarás con mi hija.

-Todo eso está muy bien -repuso él-. Pero yo sigo sin saber lo que es el miedo. Sacaron el oro y se celebró la boda. Pero el joven príncipe, a pesar de que quería mucho a su esposa y se sentía muy satisfecho, no cesaba de suspirar: «¡Si al menos supiese lo que es el miedo!».

Al fin, aquella cantinela acabó por irritar a la princesa. Su camarera le dijo:

-Yo lo arreglaré. Voy a enseñarle lo que es el miedo.

Se dirigió al riachuelo que cruzaba el jardín y mandó que le llenaran un barreño de agua con muchos pececillos. Por la noche, mientras el joven dormía, su esposa, instruida por la camarera, le quitó bruscamente las ropas y le echó encima el cubo de agua fría con los peces, los cuales se pusieron a coletear sobre el cuerpo del muchacho. Éste despertó de súbito y echó a gritar:

-¡Ah, qué miedo, qué miedo, mujercita mía! ¡Ahora sí que sé lo que es el miedo!

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Los músicos de Bremen

Un hombre tenía un burro que, durante largos años, había estado llevando sin descanso los sacos al molino, pero cuyas fuerzas se iban agotando, de tal manera que cada día se iba haciendo menos apto para el trabajo. Entonces el amo pensó en deshacerse de él, pero el burro se dio cuenta de que los vientos que soplaban por allí no le eran nada favorables, por lo que se escapó, dirigiéndose hacia la ciudad de Bremen. Allí, pensaba, podría ganarse la vida como músico callejero. Después de recorrer un trecho, se encontró con un perro de caza que estaba tumbado en medio del camino, y que jadeaba como si estuviese cansado de correr.

-¿Por qué jadeas de esa manera, cazadorcillo? -preguntó el burro.

-¡Ay de mí! -dijo el perro-, porque soy viejo y cada día estoy más débil y, como tampoco sirvo ya para ir de caza, mi amo ha querido matarme a palos; por eso decidí darme el bote. Pero ¿cómo voy a ganarme ahora el pan?

-¿Sabes una cosa? -le dijo el burro-, yo voy a Bremen porque quiero hacerme músico. Vente conmigo y haz lo mismo que yo; formaremos un buen dúo: yo tocaré el laúd y tú puedes tocar los timbales.

Al perro le gustó la idea y continuaron juntos el camino. No habían andado mucho, cuando se encontraron con un gato que estaba tumbado al lado del camino con cara avinagrada.

-Hola, ¿qué es lo que te pasa, viejo atusabigotes? -preguntó el burro.

-¿Quién puede estar contento cuando se está con el agua al cuello? -contestó el gato-. Como voy haciéndome viejo y mis dientes ya no cortan como antes, me gusta más estar detrás de la estufa ronroneando que cazar ratones; por eso mi ama ha querido ahogarme. He conseguido escapar, pero me va a resultar difícil salir adelante. ¿Adónde iré?

-Ven con nosotros a Bremen, tú sabes mucho de música nocturna, y puedes dedicarte a la música callejera.

Al gato le pareció bien y se fue con ellos. Después los tres fugitivos pasaron por delante de una granja; sobre el portón de entrada estaba el gallo y cantaba con todas sus fuerzas.

-Tus gritos le perforan a uno los tímpanos -dijo el burro-, ¿qué te pasa?

-Estoy pronosticando buen tiempo -dijo el gallo-, porque hoy es el día de Nuestra Señora, cuando lavó las camisitas del Niño jesús y las puso a secar. Pero como mañana es domingo y vienen invitados, el ama, que no tiene compasión, ha dicho a la cocinera que me quiere comer en la sopa. Y tengo que dejar que esta noche me corten la cabeza. Por eso aprovecho para gritar hasta desgañitarme, mientras pueda.

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-Pero qué dices, cabezaroja -dijo el burro-, mejor será que te vengas con nosotros a Bremen. En cualquier parte se puede encontrar algo mejor que la muerte. Tú tienes buena voz y si vienes con nosotros para hacer música, seguro que el resultado será sorprendente.

Al gallo le gustó la proposición, y los cuatro siguieron el camino juntos.

Pero Bremen estaba lejos y no podían hacer el viaje en un sólo día. Por la noche llegaron a un bosque en el que decidieron quedarse hasta el día siguiente. El burro y el perro se tumbaron bajo un gran árbol, mientras que el gato y el gallo se colocaron en las ramas. El gallo voló hasta lo más alto, porque aquél era el sitio donde se encontraba más seguro. Antes de echarse a dormir, el gallo miró hacia los cuatro puntos cardinales y le pareció ver una lucecita que brillaba a lo lejos. Entonces gritó a sus compañeros que debía de haber una casa muy cerca de donde se encontraban. Y el burro dijo:

-Levantémonos y vayamos hacia allá, pues no estamos en muy buena posada.

El perro opinó que un par de huesos con algo de carne no le vendrían nada mal. Así que se pusieron en camino hacia el lugar de donde venía la luz. Pronto la vieron brillar con más claridad, y poco a poco se fue haciendo cada vez más grande, hasta que al fin llegaron ante una guarida de ladrones muy bien iluminada. El burro, que era el más grande, se acercó a la ventana y miró hacia el interior.

-¿Qué ves, jamelgo gris? -preguntó el gallo.

-¿Que qué veo? -contestó el burro-, pues una mesa puesta, con buena comida y mejor bebida, y a unos ladrones sentados a su alrededor que se dan la gan vida.

-Eso no nos vendría mal a nosotros -dijo el gallo.

-Sí, sí, ¡ojalá estuviéramos ahí dentro! -dijo el burro.

Entonces se pusieron los animales a deliberar sobre el modo de hacer salir a los ladrones; y al fin hallaron un medio para conseguirlo.

El burro tendría que alzar sus patas delanteras hasta el alféizar de la ventana; luego el perro saltaría sobre el lomo del burro; el gato treparía sobre el perro, y, por último, el gallo volaría hasta ponerse en la cabeza del gato. Una vez hecho esto, y a una señal convenida, empezaron los cuatro juntos a cantar. El burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato maullaba y el gallo cantaba. Luego se arrojaron por la ventana al interior de la habitación rompiendo los cristales con gran estruendo. Al oír tan tremenda algarabía, los ladrones se sobresaltaron y, creyendo que se trataba de un fantasma, huyeron despavoridos hacia el bosque.

Entonces los cuatro compañeros se sentaron a la mesa, dándose por satisfechos con lo que les habían dejado los ladrones, y comieron como si tuvieran hambre muy atrasada.

Cuando acabaron de comer, los cuatro músicos apagaron la luz y se dedicaron a buscar un rincón para dormir, cada uno según su costumbre y su gusto. El burro se tendió sobre el estiércol; el perro se echó detrás de la puerta; el gato se acurrucó sobre la cocina,

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junto a las calientes cenizas, y el gallo se colocó en la vigueta más alta. Y, como estaban cansados por el largo camino, se durmieron enseguida. Pasada la medianoche, cuando los ladrones vieron desde lejos que en la casa no brillaba ninguna luz y todo parecía estar tranquilo, dijo el cabecilla:

-No deberíamos habernos dejado intimidar.

Y ordenó a uno de los ladrones que entrara en la casa y la inspeccionara. El enviado lo encontró todo tranquilo. Fue a la cocina para encender una luz y, como los ojos del gato centelleaban como dos ascuas, le parecieron brasas y les acercó una cerilla para encenderla. Mas el gato, que no era amigo de bromas, le saltó a la cara, le escupió y le arañó. Entonces el ladrón, aterrorizado, echó a correr y quiso salir por la puerta trasera. Pero el perro, que estaba tumbado allí, dio un salto y le mordió la pierna. Y cuando el ladrón pasó junto al estiércol al atravesar el patio, el burro le dio una buena coz con las patas traseras. Y el gallo, al que el ruido había espabilado, gritó desde su viga:

-¡Kikirikí!

Entonces el ladrón echó a correr con todas sus fuerzas hasta llegar donde estaba el cabecilla de la banda. Y le dijo:

-¡Ay! En la casa se encuentra una bruja horrible que me ha echado el aliento y con sus largos dedos me ha arañado la cara. En la puerta está un hombre con un cuchillo y me lo ha clavado en la pierna. En el patio hay un monstruo negro que me ha golpeado con un garrote de madera. Y arriba, en el tejado, está sentado el juez, que gritaba: «¡Traedme aquí a ese tunante!». Entonces salí huyendo.

Desde ese momento los ladrones no se atrevieron a volver a la casa, pero los cuatro músicos de Bremen se encontraron tan a gusto en ella que no quisieron abandonarla nunca más. Y el último que contó esta historia, todavía tiene la boca seca.

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Las tres hilanderas

Había una vez una joven muy perezosa que no le gustaba hilar, y aunque su madre le insistía, no había manera de que se pusiera a hilar. Un día su madre se impacientó y se molestó tanto, que la regañó con dureza, y ella se puso a llorar sonoramente. En ese momento pasaba por ahí la reina, y cuando oyó los lamentos paró su carruaje, fue a la casa y preguntó a la madre que por qué estaba castigando a su hija que lloraba tan fuerte que desde lejos se oían sus gritos.

Entonces la madre, sintiendo vergüenza de lo inútil que era su hija le dijo:

-"Es que no puedo hacer que pare de hilar. Ella insiste en hilar e hilar, y como somos pobres, no puedo darle todo el material que me pide."-

Entonces contestó la reina:

-"Para mí no hay sonido tan gratificante como cuando están hilando, y nunca me siento tan feliz como cuando están las ruedas girando. Permítame llevar a su hija a mi palacio, allí yo tengo suficiente lino y podrá hilar todo lo que ella quiera."

La madre se alegró muchísimo con la propuesta, y la reina se llevó a la joven. Cuando llegaron al palacio, la reina llevó a la muchacha a tres recámaras que estaban repletas del más fino lino, de pared a pared.

-"Ahora hílame este lino"- dijo la reina, -"y cuando hayas terminado, te ofrezco a mi hijo mayor como esposo, no importa que seas de familia pobre. Eso no me molesta, tu infatigable industriosidad es de un valor suficiente."-

La muchacha, secretamente, se sentía aterrorizada, porque veía que no podría hilar el lino, ni aunque viviera trescientos años sentada todo el día de la mañana a la noche. Entonces, cuando ya estuvo sola, comenzó a llorar, y por tres días se sentaba sin mover siquiera un dedo. Al tercer día volvió la reina, y cuando vio que nada se había hilado aún, se sorprendió. Pero la joven se excusó diciendo que no se había sentido en condiciones de comenzar debido a su tristeza de haber dejado la casa materna. La reina quedó satisfecha con eso, pero le dijo al salir:

-"Mañana ya debes empezar a trabajar."-

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Cuando la joven quedó sola de nuevo, no sabía que hacer, y en su congoja se acercó a la ventana. Vio que tres mujeres venían hacia ella, la primera tenía un anchísimo pie aplanado; la segunda tenía el labio inferior tan agigantado que le colgaba sobre la barbilla; y la tercera tenía un dedo pulgar enorme. Ellas se pararon bajo la ventana, miraron hacia arriba, y le preguntaron que era lo que la estaba inoportunando. La muchacha les explicó su problema, y entonces ellas le ofrecieron ayudarla y le dijeron:

-"Si nos invitas a tu boda, y no te avergüenzas de nosotras, y nos llamas "tías", y además nos sientas a la mesa principal, nosotras hilaremos el lino por ti, y en un tiempo bien corto."-

-"Con todo mi corazón"- replicó ella, -"pero entren y comiencen el trabajo de una vez."-

Y dejó entrar a las tres desconocidas mujeres, y les aclaró un espacio en la primera habitación, donde ellas se sentaron y comenzaron a hilar. La primera jalaba el hilo y pedaleaba la rueda, la segunda humedecía el hilo, y la tercera lo trenzaba, y golpeaba la mesa con su pulgar, y en el tanto que la golpeaba, una madeja de hilo caía al suelo, quedando la hilada del modo más fino posible.

La muchacha encubrió a las tres hilanderas de la vista de la reina, y cuando ella llegaba, le mostraba la gran cantidad de lino hilado, y a la reina no le quedaban palabras con que elogiarla.

Cuando ya se vació la primera habitación, pasaron a la segunda y por último a la tercera, la que fue aclarada rápidamente. Entonces las tres mujeres se marcharon, no sin antes decir:

-"No olvides lo que nos prometiste. Eso te llenará de fortuna."-

Cuando la joven le mostró a la reina las habitaciones vacías, y la gran cantidad de hilado, la reina dio las órdenes para la boda, y el novio se regocijó de que tendría una inteligente e industriosa esposa, y la elogió grandemente.

-"Yo tengo tres tías"- dijo ella, -"y han sido muy buenas conmigo, y no me gustaría olvidarlas en mi buena fortuna. Permíteme invitarlas a la boda, y que compartan con nosotros a la mesa principal."-

La reina y el novio dijeron:

-"¿Cómo no las invitaríamos?"-

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Así, cuando la fiesta empezó, las tres mujeres entraron vestidas extrañamente, y la novia dijo:

-"Bienvenidas, queridas tías."-

-"¡Huy!"- dijo el novio, -"¡Qué tías más raras tienes!"-

Se levantó él entonces y fue donde la que tenía el pie ancho y aplanado y le preguntó:

-"¿Cómo llegó a deformarse así su pie?"-

-"Pedaleando"- contestó, -"pedaleando."-

Entonces el novio fue donde la siguiente y le preguntó:

-"¿Cómo se le formó ese labio tan caído?"-

-"Humedeciendo."- respondió.

Por último preguntó a la tercera:

-"¿Cómo se le hizo tan gordo ese pulgar?"-

-"Trenzando el hilo"- le contestó, -"trenzando el hilo."-

Con todo eso, el hijo del rey se alarmó tanto que dijo:

-"Ni ahora ni nunca, volverá mi querida novia a tocar una hiladora."-

Y así ella se libró para siempre del odiado trabajo de hilar.

Enseñanza:

Cumplir lo prometido, trae un tesoro escondido.

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Blancanieves

Había una vez una niña muy bonita, una pequeña princesa que tenía un cutis blanco como la nieve, labios y mejillas rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache. Su nombre era Blancanieves. A medida que crecía la princesa, su belleza aumentaba día tras día hasta que su madrastra, la reina, se puso muy celosa. Llegó un día en que la malvada madrastra no pudo tolerar más su presencia y ordenó a un cazador que la llevara al bosque y la matara. Como ella era tan joven y bella, el cazador se apiadó de la niña y le aconsejó que buscara un escondite en el bosque.

Blancanieves corrió tan lejos como se lo permitieron sus piernas, tropezando con rocas y troncos de árboles que la lastimaban. Por fin, cuando ya caía la noche, encontró una casita y entró para descansar.

Todo en aquella casa era pequeño, pero más lindo y limpio de lo que se pueda imaginar. Cerca de la chimenea estaba puesta una mesita con siete platos muy pequeñitos, siete tacitas de barro y al otro lado de la habitación se alineaban siete camitas muy ordenadas. La princesa, cansada, se echó sobre tres de las camitas, y se quedó profundamente dormida.

Cuando llegó la noche, los dueños de la casita regresaron. Eran siete enanitos, que todos los días salían para trabajar en las minas de oro, muy lejos, en el corazón de las montañas.

-¡Caramba, qué bella niña! -exclamaron sorprendidos-. ¿Y cómo llegó hasta aquí?

Se acercaron para admirarla cuidando de no despertarla. Por la mañana, Blancanieves sintió miedo al despertarse y ver a los siete enanitos que la rodeaban. Ellos la interrogaron tan suavemente que ella se tranquilizó y les contó su triste historia.

-Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros -dijeron los enanitos-, puedes quedarte aquí y te cuidaremos siempre.

Blancanieves aceptó contenta. Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles la comida y cuidando de la casita. Todas las mañanas se paraba en la puerta y los despedía con la mano cuando los enanitos salían para su trabajo.

Pero ellos le advirtieron:

-Cuídate. Tu madrastra puede saber que vives aquí y tratará de hacerte daño.

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La madrastra, que de veras era una bruja, y consultaba a su espejo mágico para ver si existía alguien más bella que ella, descubrió que Blancanieves vivía en casa de los siete enanitos. Se puso furiosa y decidió matarla ella misma. Disfrazada de vieja, la malvada reina preparó una manzana con veneno, cruzó las siete montañas y llegó a casa de los enanitos.

Blancanieves, que sentía una gran soledad durante el día, pensó que aquella viejita no podía ser peligrosa. La invitó a entrar y aceptó agradecida la manzana, al parecer deliciosa, que la bruja le ofreció. Pero, con el primer mordisco que dio a la fruta, Blancanieves cayó como muerta.

Aquella noche, cuando los siete enanitos llegaron a la casita, encontraron a Blancanieves en el suelo. No respiraba ni se movía. Los enanitos lloraron amargamente porque la querían con delirio. Por tres días velaron su cuerpo, que seguía conservando su belleza -cutis blanco como la nieve, mejillas y labios rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache.

-No podemos poner su cuerpo bajo tierra -dijeron los enanitos. Hicieron un ataúd de cristal, y colocándola allí, la llevaron a la cima de una montaña. Todos los días los enanitos iban a velarla.

Un día el príncipe, que paseaba en su gran caballo blanco, vio a la bella niña en su caja de cristal y pudo escuchar la historia de labios de los enanitos. Se enamoró de Blancanieves y logró que los enanitos le permitieran llevar el cuerpo al palacio donde prometió adorarla siempre. Pero cuando movió la caja de cristal tropezó y el pedazo de manzana que había comido Blancanieves se desprendió de su garganta. Ella despertó de su largo sueño y se sentó. Hubo gran regocijo, y los enanitos bailaron alegres mientras Blancanieves aceptaba ir al palacio y casarse con el príncipe.

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La Cenicienta

Érase una mujer, casada con un hombre muy rico, que enfermó, y, presintiendo su próximo fin, llamó a su única hijita y le dijo:

- Hija mía, sigue siendo siempre buena y piadosa, y el buen Dios no te abandonará. Yo velaré por ti desde el cielo, y me tendrás siempre a tu lado.

Y, cerrando los ojos, murió. La muchachita iba todos los días a la tumba de su madre a llorar, y siguió siendo buena y piadosa. Al llegar el invierno, la nieve cubrió de un blanco manto la sepultura, y cuando el sol de primavera la hubo derretido, el padre de la niña contrajo nuevo matrimonio. La segunda mujer llevó a casa dos hijas, de rostro bello y blanca tez, pero negras y malvadas de corazón. Vinieron entonces días muy duros para la pobrecita huérfana.

- ¿Esta estúpida tiene que estar en la sala con nosotras? -decían las recién llegadas-. Si quiere comer pan, que se lo gane. ¡Fuera, a la cocina!-. Quitáronle sus hermosos vestidos, pusiéronle una blusa vieja y le dieron un par de zuecos para calzado-: ¡Mirad la orgullosa princesa, qué compuesta!

Y, burlándose de ella, la llevaron a la cocina. Allí tenía que pasar el día entero ocupada en duros trabajos. Se levantaba de madrugada, iba por agua, encendía el fuego, preparaba la comida, lavaba la ropa... Y, por añadidura, sus hermanastras la sometían a todas las mortificaciones imaginables; se mofaban de ella, le esparcían, entre la ceniza, los guisantes y las lentejas, para que tuviera que pasarse horas recogiéndolas. A la noche, rendida como estaba de tanto trabajar, en vez de acostarse en una cama tenía que hacerlo en las cenizas del hogar. Y como por este motivo iba siempre polvorienta y sucia, la llamaban «Cenicienta».

Un día en que el padre se disponía a ir a la feria, preguntó a sus dos hijastras qué deseaban que les trajese.

- Hermosos vestidos -respondió una de ellas.

- Perlas y piedras preciosas -dijo la otra.

- ¿Y tú, Cenicienta -preguntó-, qué quieres?

- Padre, cortad la primera ramita que os toque el sombrero cuando regreséis, y traédmela.

Compró el hombre para sus hijastras magníficos vestidos, perlas y piedras preciosas; de vuelta, al atravesar un bosquecillo, un brote de avellano le hizo caer el sombrero, y él lo cortó y se lo llevó consigo. Llegado a casa, dio a sus hijastras lo que habían pedido, y a Cenicienta, el brote de avellano. La muchacha le dio las gracias, y se fue con la rama a la tumba de su madre, allí la plantó, regándola con sus lágrimas, y el brote creció, convirtiéndose en un hermoso árbol. Cenicienta iba allí tres veces al día, a llorar y rezar,

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y siempre encontraba un pajarillo blanco posado en una rama; un pajarillo que, cuando la niña le pedía algo, se lo echaba desde arriba.

Sucedió que el Rey organizó unas fiestas, que debían durar tres días, y a las que fueron invitadas todas las doncellas bonitas del país, para que el príncipe heredero eligiese entre ellas una esposa. Al enterarse las dos hermanastras que también ellas figuraban en la lista, pusiéronse muy contentas. Llamaron a Cenicienta, y le dijeron: - Péinanos, cepíllanos bien los zapatos y abróchanos las hebillas; vamos a la fiesta de palacio. Cenicienta obedeció, aunque llorando, pues también ella hubiera querido ir al baile, y, así, rogó a su madrastra que se lo permitiese.

- ¿Tú, la Cenicienta, cubierta de polvo y porquería, pretendes ir a la fiesta? No tienes vestido ni zapatos, ¿y quieres bailar?

Pero al insistir la muchacha en sus súplicas, la mujer le dijo, finalmente: - Te he echado un plato de lentejas en la ceniza, si las recoges en dos horas, te dejaré ir.

La muchachita, saliendo por la puerta trasera, se fue al jardín y exclamó: - ¡Palomitas mansas, tortolillas y avecillas todas del cielo, venid a ayudarme a recoger lentejas!:

«Las buenas, en el pucherito las malas, en el buchecito».

Y acudieron a la ventana de la cocina dos palomitas blancas, luego las tortolillas y, finalmente, comparecieron, bulliciosas y presurosas, todas las avecillas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palomitas, bajando las cabecitas, empezaron: pic, pic, pic, pic; y luego todas las demás las imitaron: pic, pic, pic, pic, y en un santiamén todos los granos buenos estuvieron en la fuente. No había transcurrido ni una hora cuando, terminado el trabajo, echaron a volar y desaparecieron. La muchacha llevó la fuente a su madrastra, contenta porque creía que la permitirían ir a la fiesta, pero la vieja le dijo: - No, Cenicienta, no tienes vestidos y no puedes bailar. Todos se burlarían de ti. - Y como la pobre rompiera a llorar-: Si en una hora eres capaz de limpiar dos fuentes llenas de lentejas que echaré en la ceniza, te permitiré que vayas.

Y pensaba: «Jamás podrá hacerlo». Pero cuando las lentejas estuvieron en la ceniza, la doncella salió al jardín por la puerta trasera y gritó: - ¡Palomitas mansas, tortolillas y avecillas todas del cielo, venid a ayudarme a limpiar lentejas!:

«Las buenas, en el pucherito; las malas, en el buchecito».

Y enseguida acudieron a la ventana de la cocina dos palomitas blancas y luego las tortolillas, y, finalmente, comparecieron, bulliciosas y presurosas, todas las avecillas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palomitas, bajando las cabecitas, empezaron: pic, pic, pic, pic; y luego todas las demás las imitaron: pic, pic, pic, pic, echando todos los granos buenos en las fuentes. No había transcurrido aún media hora cuando, terminada ya su tarea, emprendieron todas el vuelo. La muchacha llevó las fuentes a su madrastra,

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pensando que aquella vez le permitiría ir a la fiesta. Pero la mujer le dijo: - Todo es inútil; no vendrás, pues no tienes vestidos ni sabes bailar. Serías nuestra vergüenza.

Y, volviéndole la espalda, partió apresuradamente con sus dos orgullosas hijas. No habiendo ya nadie en casa, Cenicienta se encaminó a la tumba de su madre, bajo el avellano, y suplicó:

«¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas, y échame oro y plata y más cosas!».

Y he aquí que el pájaro le echó un vestido bordado en plata y oro, y unas zapatillas con adornos de seda y plata. Se vistió a toda prisa y corrió a palacio, donde su madrastra y hermanastras no la reconocieron, y, al verla tan ricamente ataviada, la tomaron por una princesa extranjera. Ni por un momento se les ocurrió pensar en Cenicienta, a quien creían en su cocina, sucia y buscando lentejas en la ceniza. El príncipe salió a recibirla, y tomándola de la mano, bailó con ella. Y es el caso que no quiso bailar con ninguna otra ni la soltó de la mano, y cada vez que se acercaba otra muchacha a invitarlo, se negaba diciendo: «Ésta es mi pareja».

Al anochecer, Cenicienta quiso volver a su casa, y el príncipe le dijo: - Te acompañaré -deseoso de saber de dónde era la bella muchacha. Pero ella se le escapó, y se encaramó de un salto al palomar. El príncipe aguardó a que llegase su padre, y le dijo que la doncella forastera se había escondido en el palomar. Entonces pensó el viejo: «¿Será la Cenicienta?», y, pidiendo que le trajesen un hacha y un pico, se puso a derribar el palomar. Pero en su interior no había nadie. Y cuando todos llegaron a casa, encontraron a Cenicienta entre la ceniza, cubierta con sus sucias ropas, mientras un candil de aceite ardía en la chimenea; pues la muchacha se había dado buena maña en saltar por detrás del palomar y correr hasta el avellano; allí se quitó sus hermosos vestidos, y los depositó sobre la tumba, donde el pajarillo se encargó de recogerlos. Y enseguida se volvió a la cocina, vestida con su sucia batita.

Al día siguiente, a la hora de volver a empezar la fiesta, cuando los padres y las hermanastras se hubieron marchado, la muchacha se dirigió al avellano y le dijo:

«¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas, y échame oro y plata y, más cosas!».

El pajarillo le envió un vestido mucho más espléndido aún que el de la víspera; y al presentarse ella en palacio tan magníficamente ataviada, todos los presentes se pasmaron ante su belleza. El hijo del Rey, que la había estado aguardando, la tomó inmediatamente de la mano y sólo bailó con ella. A las demás que fueron a solicitarlo, les respondía: «Ésta es mi pareja».

Al anochecer, cuando la muchacha quiso retirarse, el príncipe la siguió, empezado en ver a qué casa se dirigía; pero ella desapareció de un brinco en el jardín de detrás de la suya. Crecía en él un grande y hermoso peral, del que colgaban peras magníficas. Subióse ella a la copa con la ligereza de una ardilla, saltando entre las ramas, y el príncipe la perdió de vista. El joven aguardó la llegada del padre, y le dijo: - La joven forastera se me ha escapado; creo que se subió al peral.

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Pensó el padre: «¿Será la Cenicienta?», y, cogiendo un hacha, derribó el árbol, pero nadie apareció en la copa. Y cuando entraron en la cocina, allí estaba Cenicienta entre las cenizas, como tenía por costumbre, pues había saltado al suelo por el lado opuesto del árbol, y, después de devolver los hermosos vestidos al pájaro del avellano, volvió a ponerse su batita gris.

El tercer día, en cuanto se hubieron marchado los demás, volvió Cenicienta a la tumba de su madre y suplicó al arbolillo:

«¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas, y échame oro y plata y más cosas!».

Y el pájaro le echó un vestido soberbio y brillante como jamás se viera otro en el mundo, con unos zapatitos de oro puro. Cuando se presentó a la fiesta, todos los concurrentes se quedaron boquiabiertos de admiración. El hijo del Rey bailó exclusivamente con ella, y a todas las que iban a solicitarlo les respondía: «Ésta es mi pareja».

Al anochecer se despidió Cenicienta. El hijo del Rey quiso acompañarla; pero ella se escapó con tanta rapidez, que su admirador no pudo darle alcance. Pero esta vez recurrió a un ardid: mandó embadurnar con pez las escaleras de palacio, por lo cual, al saltar la muchacha los peldaños, quedósele la zapatilla izquierda adherida a uno de ellos. Recogióla el príncipe, y observó que era diminuta, graciosa, y toda ella de oro. A la mañana siguiente presentóse en casa del hombre y le dijo: - Mi esposa será aquella cuyo pie se ajuste a este zapato.

Las dos hermanastras se alegraron, pues ambas tenían los pies muy lindos. La mayor fue a su cuarto para probarse la zapatilla, acompañada de su madre. Pero no había modo de introducir el dedo gordo; y al ver que la zapatilla era demasiado pequeña, la madre, alargándole un cuchillo, le dijo: - ¡Córtate el dedo! Cuando seas reina, no tendrás necesidad de andar a pie.

Hízolo así la muchacha; forzó el pie en el zapato y, reprimiendo el dolor, presentóse al príncipe. Él la hizo montar en su caballo y se marchó con ella. Pero hubieron de pasar por delante de la tumba, y dos palomitas que estaban posadas en el avellano gritaron:

«Ruke di guk, ruke di guk; sangre hay en el zapato. El zapato no le va, La novia verdadera en casa está».

Miróle el príncipe el pie y vio que de él fluía sangre. Hizo dar media vuelta al caballo y devolvió la muchacha a su madre, diciendo que no era aquella la que buscaba, y que la otra hermana tenía que probarse el zapato. Subió ésta a su habitación y, aunque los dedos le entraron holgadamente, en cambio no había manera de meter el talón. Le dijo la madre, alargándole un cuchillo: - Córtate un pedazo del talón. Cuando seas reina no tendrás necesidad de andar a pie.

Cortóse la muchacha un trozo del talón, metió a la fuerza el pie en el zapato y, reprimiendo el dolor, presentóse al hijo del Rey. Montóla éste en su caballo y se marchó

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con ella. Pero al pasar por delante del avellano, las dos palomitas posadas en una de sus ramas gritaron:

«Ruke di guk, ruke di guk; sangre hay en el zapato. El zapato no le va, La novia verdadera en casa está».

Miró el príncipe el pie de la muchacha y vio que la sangre manaba del zapato y había enrojecido la blanca media. Volvió grupas y llevó a su casa a la falsa novia.

- Tampoco es ésta la verdadera -dijo-. ¿No tenéis otra hija?

- No -respondió el hombre-. Sólo de mi esposa difunta queda una Cenicienta pringosa; pero es imposible que sea la novia.

Mandó el príncipe que la llamasen; pero la madrastra replicó: - ¡Oh, no! ¡Va demasiado sucia! No me atrevo a presentarla.

Pero como el hijo del Rey insistiera, no hubo más remedio que llamar a Cenicienta. Lavóse ella primero las manos y la cara y, entrando en la habitación, saludó al príncipe con una reverencia, y él tendió el zapato de oro. Sentóse la muchacha en un escabel, se quitó el pesado zueco y se calzó la chinela: le venía como pintada. Y cuando, al levantarse, el príncipe le miró el rostro, reconoció en el acto a la hermosa doncella que había bailado con él, y exclamó: - ¡Ésta sí que es mi verdadera novia!

La madrastra y sus dos hijas palidecieron de rabia; pero el príncipe ayudó a Cenicienta a montar a caballo y marchó con ella. Y al pasar por delante del avellano, gritaron las dos palomitas blancas:

«Ruke di guk, ruke di guk; no tiene sangre el zapato. Y pequeño no le está; Es la novia verdadera con la que va».

Y, dicho esto, bajaron volando las dos palomitas y se posaron una en cada hombro de Cenicienta. Al llegar el día de la boda, presentáronse las traidoras hermanas, muy zalameras, deseosas de congraciarse con Cenicienta y participar de su dicha. Pero al encaminarse el cortejo a la iglesia, yendo la mayor a la derecha de la novia y la menor a su izquierda, las palomas, de sendos picotazos, les sacaron un ojo a cada una. Luego, al salir, yendo la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, las mismas aves les sacaron el otro ojo. Y de este modo quedaron castigadas por su maldad, condenadas a la ceguera para todos los días de su vida.

Los tres pelos del diablo

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Érase una vez una mujer muy pobre que dio a luz un niño. Como el pequeño vino al mundo envuelto en la tela de la suerte, predijéronle que al cumplir los catorce años se casaría con la hija del Rey. Ocurrió que unos días después el Rey pasó por el pueblo, sin darse a conocer, y al preguntar qué novedades había, le respondieron: - Uno de estos días ha nacido un niño con una tela de la suerte. A quien esto sucede, la fortuna lo protege. También le han pronosticado que a los catorce años se casará con la hija del Rey. El Rey, que era hombre de corazón duro, se irritó al oír aquella profecía, y, yendo a encontrar a los padres, les dijo con tono muy amable: - Vosotros sois muy pobres; dejadme, pues, a vuestro hijo, que yo lo cuidaré. Al principio, el matrimonio se negaba, pero al ofrecerles el forastero un buen bolso de oro, pensaron: «Ha nacido con buena estrella; será, pues, por su bien» y, al fin, aceptaron y le entregaron el niño. El Rey lo metió en una cajita y prosiguió con él su camino, hasta que llegó al borde de un profundo río. Arrojó al agua la caja, y pensó: «Así he librado a mi hija de un pretendiente bien inesperado». Pero la caja, en lugar de irse al fondo, se puso a flotar como un barquito, sin que entrara en ella ni una gota de agua. Y así continuó, corriente abajo, hasta cosa de dos millas de la capital del reino, donde quedó detenida en la presa de un molino. Uno de los mozos, que por fortuna se encontraba presente y la vio, sacó la caja con un gancho, creyendo encontrar en ella algún tesoro. Al abrirla ofrecióse a su vista un hermoso chiquillo, alegre y vivaracho. Llevólo el mozo al molinero Y su mujer, que, como no tenían hijos, exclamaron: - ¡Es Dios que nos lo envía! Y cuidaron con todo cariño al niño abandonado, el cual creció en edad, salud y buenas cualidades. He aquí que un día el Rey, sorprendido por una tempestad, entró a guarecerse en el molino y preguntó a los molineros si aquel guapo muchacho era hijo suyo. - No -respondieron ellos-, es un niño expósito; hace catorce años que lo encontramos en una caja, en la presa del molino. Comprendió el Rey que no podía ser otro sino aquel niño de la suerte que había arrojado al río, y dijo. - Buena gente, ¿dejaríais que el chico llevara una carta mía a la Señora Reina? Le daré en pago dos monedas de oro. - ¡Como mande el Señor Rey! -respondieron los dos viejos, y mandaron al mozo que se preparase. El Rey escribió entonces una carta a la Reina, en los siguientes términos: «En cuanto se presente el muchacho con esta carta, lo mandarás matar y enterrar, y esta orden debe cumplirse antes de mi regreso». Púsose el muchacho en camino con la carta, pero se extravió, y al anochecer llegó a un gran bosque. Vio una lucecita en la oscuridad y se dirigió allí, resultando ser una casita muy pequeña. Al entrar sólo había una anciana sentada junto al fuego, la cual asustóse al ver al mozo y le dijo: - ¿De dónde vienes y adónde vas? - Vengo del molino -respondió él- y voy a llevar una carta a la Señora Reina. Pero como me extravié, me gustaría pasar aquí la noche. - ¡Pobre chico! -replicó la mujer-. Has venido a dar en una guarida de bandidos, y si vienen te matarán. - Venga quien venga, no tengo miedo -contestó el muchacho-. Estoy tan cansado que no puedo dar un paso más - y, tendiéndose sobre un banco, se quedó dormido en el acto.

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A poco llegaron los bandidos y preguntaron, enfurecidos, quién era el forastero que allí dormía. - ¡Ay! -dijo la anciana-, es un chiquillo inocente que se extravió en el bosque; lo he acogido por compasión. Parece que lleva una carta para la Reina. Los bandoleros abrieron el sobre y leyeron el contenido de la carta, es decir, la orden de que se diera muerte al mozo en cuanto llegara. A pesar de su endurecido corazón, los ladrones se apiadaron, y el capitán rompió la carta y la cambió por otra en la que ordenaba que al llegar el muchacho lo casasen con la hija del Rey. Dejáronlo luego descansar tranquilamente en su banco hasta la mañana, y, cuando se despertó, le dieron la carta y le mostraron el camino. La Reina, al recibir y leer la misiva, se apresuró a cumplir lo que en ella se le mandaba: Organizó una boda magnífica, y la princesa fue unida en matrimonio al favorito de la fortuna. Y como el muchacho era guapo y apuesto, su esposa vivía feliz y satisfecha con él. Transcurrido algún tiempo, regresó el Rey a palacio y vio que se había cumplido el vaticinio: el niño de la suerte se había casado con su hija. - ¿Cómo pudo ser eso? -preguntó-. En mi carta daba yo una orden muy distinta. Entonces la Reina le presentó el escrito, para que leyera él mismo lo que allí decía. Leyó el Rey la carta y se dio cuenta de que había sido cambiada por otra. Preguntó entonces al joven qué había sucedido con el mensaje que le confiara, y por qué lo había sustituido por otro. - No sé nada -respondió el muchacho-. Debieron cambiármela durante la noche, mientras dormía en la casa del bosque. - Esto no puede quedar así -dijo el Rey encolerizado-. Quien quiera conseguir a mi hija debe ir antes al infierno y traerme tres pelos de oro de la cabeza del diablo. Si lo haces, conservarás a mi hija. Esperaba el Rey librarse de él para siempre con aquel encargo; pero el afortunado muchacho respondió: - Traeré los tres cabellos de oro. El diablo no me da miedo-. Se despidió de su esposa y emprendió su peregrinación. Condújolo su camino a una gran ciudad; el centinela de la puerta le preguntó cuál era su oficio y qué cosas sabía. - Yo lo sé todo -contestó el muchacho. - En este caso podrás prestarnos un servicio -dijo el guarda-. Explícanos por qué la fuente de la plaza, de la que antes manaba vino, se ha secado y ni siquiera da agua. - Lo sabréis -afirmó el mozo-, pero os lo diré cuando vuelva. Siguió adelante y llegó a una segunda ciudad, donde el guarda de la muralla le preguntó, a su vez, cuál era su oficio y qué cosas sabía. - Yo lo sé todo -repitió el muchacho. - Entonces puedes hacernos un favor. Dinos por qué un árbol que tenemos en la ciudad, que antes daba manzanas de oro, ahora no tiene ni hojas siquiera. - Lo sabréis -respondió él-, pero os lo diré cuando vuelva. Prosiguiendo su ruta, llegó a la orilla de un ancho y profundo río que había de cruzar. Preguntóle el barquero qué oficio tenía y cuáles eran sus conocimientos. - Lo sé todo -respondió él. - Siendo así, puedes hacerme un favor -prosiguió el barquero-. Dime por qué tengo que estar bogando eternamente de una a otra orilla, sin que nadie venga a relevarme. - Lo sabrás -replicó el joven-, pero te lo diré cuando vuelva. Cuando hubo cruzado el río, encontró la entrada del infierno. Todo estaba lleno de hollín; el diablo había salido, pero su ama se hallaba sentada en un ancho sillón. - ¿Qué quieres? -preguntó al mozo; y no parecía enfadada. - Quisiera tres cabellos de oro de la cabeza del diablo -respondióle él-, pues sin ellos no

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podré conservar a mi esposa. - Mucho pides -respondió la mujer-. Si viene el diablo y te encuentra aquí, mal lo vas a pasar. Pero me das lástima; veré de ayudarte. Y, transformándolo en hormiga, le dijo: - Disimúlate entre los pliegues de mi falda; aquí estarás seguro. - Bueno -respondió él-, no está mal para empezar; pero es que, además, quisiera saber tres cosas: por qué una fuente que antes manaba vino se ha secado y no da ni siquiera agua; por qué un árbol que daba manzanas de oro no tiene ahora ni hojas, y por qué un barquero ha de estar bogando sin parar de una a otra orilla, sin que nunca lo releven. - Son preguntas muy difíciles de contestar -dijo la vieja-, pero tú quédate aquí tranquilo y callado y presta atento oído a lo que diga el diablo cuando yo le arranque los tres cabellos de oro. Al anochecer llegó el diablo a casa, y ya al entrar notó que el aire no era puro: - ¡Huelo, huelo a carne humana! -dijo-; aquí pasa algo extraño. Y registró todos los rincones, buscando y rebuscando, pero no encontró nada. El ama le increpó: - Yo venga barrer y arreglar; pero apenas llegas tú, lo revuelves todo. Siempre tienes la carne humana pegada en las narices. ¡Siéntate y cena, vamos! Comió y bebió, y, como estaba cansado, puso la cabeza en el regazo del ama, pidiéndole que lo despiojara un poco.

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Los tres pelos de oro del diablo

Érase una vez una mujer muy pobre que dio a luz un niño. Como el pequeño vino al mundo envuelto en la tela de la suerte, predijéronle que al cumplir los catorce años se casaría con la hija del Rey. Ocurrió que unos días después el Rey pasó por el pueblo, sin darse a conocer, y al preguntar qué novedades había, le respondieron:

- Uno de estos días ha nacido un niño con una tela de la suerte. A quien esto sucede, la fortuna lo protege. También le han pronosticado que a los catorce años se casará con la hija del Rey.

El Rey, que era hombre de corazón duro, se irritó al oír aquella profecía, y, yendo a encontrar a los padres, les dijo con tono muy amable:

- Vosotros sois muy pobres; dejadme, pues, a vuestro hijo, que yo lo cuidaré.

Al principio, el matrimonio se negaba, pero al ofrecerles el forastero un buen bolso de oro, pensaron: «Ha nacido con buena estrella; será, pues, por su bien» y, al fin, aceptaron y le entregaron el niño.

El Rey lo metió en una cajita y prosiguió con él su camino, hasta que llegó al borde de un profundo río. Arrojó al agua la caja, y pensó: «Así he librado a mi hija de un pretendiente bien inesperado». Pero la caja, en lugar de irse al fondo, se puso a flotar como un barquito, sin que entrara en ella ni una gota de agua. Y así continuó, corriente abajo, hasta cosa de dos millas de la capital del reino, donde quedó detenida en la presa de un molino. Uno de los mozos, que por fortuna se encontraba presente y la vio, sacó la caja con un gancho, creyendo encontrar en ella algún tesoro. Al abrirla ofrecióse a su vista un hermoso chiquillo, alegre y vivaracho. Llevólo el mozo al molinero Y su mujer, que, como no tenían hijos, exclamaron:

- ¡Es Dios que nos lo envía!

Y cuidaron con todo cariño al niño abandonado, el cual creció en edad, salud y buenas cualidades.

He aquí que un día el Rey, sorprendido por una tempestad, entró a guarecerse en el molino y preguntó a los molineros si aquel guapo muchacho era hijo suyo.

- No -respondieron ellos-, es un niño expósito; hace catorce años que lo encontramos en una caja, en la presa del molino.

Comprendió el Rey que no podía ser otro sino aquel niño de la suerte que había arrojado al río, y dijo.

- Buena gente, ¿dejaríais que el chico llevara una carta mía a la Señora Reina? Le daré en pago dos monedas de oro.

- ¡Como mande el Señor Rey! -respondieron los dos viejos, y mandaron al mozo que se preparase. El Rey escribió entonces una carta a la Reina, en los siguientes términos: «En

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cuanto se presente el muchacho con esta carta, lo mandarás matar y enterrar, y esta orden debe cumplirse antes de mi regreso».

Púsose el muchacho en camino con la carta, pero se extravió, y al anochecer llegó a un gran bosque. Vio una lucecita en la oscuridad y se dirigió allí, resultando ser una casita muy pequeña. Al entrar sólo había una anciana sentada junto al fuego, la cual asustóse al ver al mozo y le dijo:

- ¿De dónde vienes y adónde vas?

- Vengo del molino -respondió él- y voy a llevar una carta a la Señora Reina. Pero como me extravié, me gustaría pasar aquí la noche.

- ¡Pobre chico! -replicó la mujer-. Has venido a dar en una guarida de bandidos, y si vienen te matarán.

- Venga quien venga, no tengo miedo -contestó el muchacho-. Estoy tan cansado que no puedo dar un paso más - y, tendiéndose sobre un banco, se quedó dormido en el acto.

A poco llegaron los bandidos y preguntaron, enfurecidos, quién era el forastero que allí dormía.

- ¡Ay! -dijo la anciana-, es un chiquillo inocente que se extravió en el bosque; lo he acogido por compasión. Parece que lleva una carta para la Reina.

Los bandoleros abrieron el sobre y leyeron el contenido de la carta, es decir, la orden de que se diera muerte al mozo en cuanto llegara. A pesar de su endurecido corazón, los ladrones se apiadaron, y el capitán rompió la carta y la cambió por otra en la que ordenaba que al llegar el muchacho lo casasen con la hija del Rey. Dejáronlo luego descansar tranquilamente en su banco hasta la mañana, y, cuando se despertó, le dieron la carta y le mostraron el camino. La Reina, al recibir y leer la misiva, se apresuró a cumplir lo que en ella se le mandaba: Organizó una boda magnífica, y la princesa fue unida en matrimonio al favorito de la fortuna. Y como el muchacho era guapo y apuesto, su esposa vivía feliz y satisfecha con él. Transcurrido algún tiempo, regresó el Rey a palacio y vio que se había cumplido el vaticinio: el niño de la suerte se había casado con su hija.

- ¿Cómo pudo ser eso? -preguntó-. En mi carta daba yo una orden muy distinta.

Entonces la Reina le presentó el escrito, para que leyera él mismo lo que allí decía. Leyó el Rey la carta y se dio cuenta de que había sido cambiada por otra. Preguntó entonces al joven qué había sucedido con el mensaje que le confiara, y por qué lo había sustituido por otro.

- No sé nada -respondió el muchacho-. Debieron cambiármela durante la noche, mientras dormía en la casa del bosque.

- Esto no puede quedar así -dijo el Rey encolerizado-. Quien quiera conseguir a mi hija debe ir antes al infierno y traerme tres pelos de oro de la cabeza del diablo. Si lo haces, conservarás a mi hija.

Esperaba el Rey librarse de él para siempre con aquel encargo; pero el afortunado muchacho respondió:

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- Traeré los tres cabellos de oro. El diablo no me da miedo-. Se despidió de su esposa y emprendió su peregrinación.

Condújolo su camino a una gran ciudad; el centinela de la puerta le preguntó cuál era su oficio y qué cosas sabía.

- Yo lo sé todo -contestó el muchacho.

- En este caso podrás prestarnos un servicio -dijo el guarda-. Explícanos por qué la fuente de la plaza, de la que antes manaba vino, se ha secado y ni siquiera da agua.

- Lo sabréis -afirmó el mozo-, pero os lo diré cuando vuelva.

Siguió adelante y llegó a una segunda ciudad, donde el guarda de la muralla le preguntó, a su vez, cuál era su oficio y qué cosas sabía.

- Yo lo sé todo -repitió el muchacho.

- Entonces puedes hacernos un favor. Dinos por qué un árbol que tenemos en la ciudad, que antes daba manzanas de oro, ahora no tiene ni hojas siquiera.

- Lo sabréis -respondió él-, pero os lo diré cuando vuelva.

Prosiguiendo su ruta, llegó a la orilla de un ancho y profundo río que había de cruzar. Preguntóle el barquero qué oficio tenía y cuáles eran sus conocimientos.

- Lo sé todo -respondió él.

- Siendo así, puedes hacerme un favor -prosiguió el barquero-. Dime por qué tengo que estar bogando eternamente de una a otra orilla, sin que nadie venga a relevarme.

- Lo sabrás -replicó el joven-, pero te lo diré cuando vuelva.

Cuando hubo cruzado el río, encontró la entrada del infierno. Todo estaba lleno de hollín; el diablo había salido, pero su ama se hallaba sentada en un ancho sillón.

- ¿Qué quieres? -preguntó al mozo; y no parecía enfadada.

- Quisiera tres cabellos de oro de la cabeza del diablo -respondióle él-, pues sin ellos no podré conservar a mi esposa.

- Mucho pides -respondió la mujer-. Si viene el diablo y te encuentra aquí, mal lo vas a pasar. Pero me das lástima; veré de ayudarte.

Y, transformándolo en hormiga, le dijo:

- Disimúlate entre los pliegues de mi falda; aquí estarás seguro.

- Bueno -respondió él-, no está mal para empezar; pero es que, además, quisiera saber tres cosas: por qué una fuente que antes manaba vino se ha secado y no da ni siquiera agua; por qué un árbol que daba manzanas de oro no tiene ahora ni hojas, y por qué un barquero ha de estar bogando sin parar de una a otra orilla, sin que nunca lo releven.

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- Son preguntas muy difíciles de contestar -dijo la vieja-, pero tú quédate aquí tranquilo y callado y presta atento oído a lo que diga el diablo cuando yo le arranque los tres cabellos de oro.

Al anochecer llegó el diablo a casa, y ya al entrar notó que el aire no era puro:

- ¡Huelo, huelo a carne humana! -dijo-; aquí pasa algo extraño.

Y registró todos los rincones, buscando y rebuscando, pero no encontró nada. El ama le increpó:

- Yo venga barrer y arreglar; pero apenas llegas tú, lo revuelves todo. Siempre tienes la carne humana pegada en las narices. ¡Siéntate y cena, vamos!

Comió y bebió, y, como estaba cansado, puso la cabeza en el regazo del ama, pidiéndole que lo despiojara un poco.

A los pocos minutos dormía profundamente, resoplando y roncando. Entonces, la vieja le agarró un cabello de oro y, arrancándoselo, lo puso a un lado. - ¡Uy! -gritó el diablo-, ¿qué estás haciendo?

- He tenido un mal sueño -respondió la mujer- y te he tirado de los pelos.

- ¿Y qué has soñado? -preguntó el diablo.

- He soñado que una fuente de una plaza de la que manaba vino, se había secado y ni siquiera salía agua de ella. ¿Quién tiene la culpa?

- ¡Oh, si lo supiesen! -contestó el diablo-. Hay un sapo debajo de una piedra de la fuente; si lo matasen volvería a manar vino.

La vieja se puso a despiojar al diablo, hasta que lo vio nuevamente dormido, y roncando de un modo que hacía vibrar los cristales de las ventanas. Arrancóle entonces el segundo cabello.

- ¡Uy!, ¿qué haces? -gritó el diablo, montando en cólera.

- No lo tomes a mal -excusóse la vieja- es que estaba soñando.

- ¿Y qué has soñado ahora?

- He soñado que en un cierto reino crecía un manzano que antes producía manzanas de oro, y, en cambio, ahora ni hojas echa. ¿A qué se deberá esto?

- ¡Ah, si lo supiesen! -respondió el diablo-. En la raíz vive una rata que lo roe; si la matasen, el árbol volvería a dar manzanas de oro; pero si no la matan, el árbol se secará del todo. Mas déjame tranquilo con tus sueños; si vuelves a molestarme te daré un sopapo.

La mujer lo tranquilizó y siguió despiojándolo, hasta que lo vio otra vez dormido y lo oyó roncar. Cogiéndole el tercer cabello, se lo arrancó de un tirón. El diablo se levantó de un salto, vociferando y dispuesto a arrearle a la vieja; pero ésta logró apaciguarlo por tercera vez, diciéndole:

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- ¿Y qué puedo hacerle, si tengo pesadillas?

- ¿Qué has soñado, pues? -volvió a preguntar, lleno de curiosidad.

- He visto un barquero que se quejaba de tener que estar siempre bogando de una a otra orilla, sin que nadie vaya a relevarlo. ¿Quién tiene la culpa?

- ¡Bah, el muy bobo! -respondió el diablo-. Si cuando le llegue alguien a pedirle que lo pase le pone el remo en la mano, el otro tendrá que bogar y él quedará libre. Teniendo ya el ama los tres cabellos de oro y habiéndole sonsacado la respuesta a las tres preguntas, dejó descansar en paz al viejo ogro, que no se despertó hasta la madrugada.

Marchado que se hubo el diablo, la vieja sacó la hormiga del pliegue de su falda y devolvió al hijo de la suerte su figura humana.

- Ahí tienes los tres cabellos de oro -díjole-; y supongo que oirías lo que el diablo respondió a tus tres preguntas.

- Sí -replicó el mozo-, lo he oído y no lo olvidaré.

- Ya tienes, pues, lo que querías, y puedes volverte.

Dando las gracias a la vieja por su ayuda, salió el muchacho del infierno, muy contento del éxito de su empresa. Al llegar al lugar donde estaba el barquero, pidióle éste la prometida respuesta.

- Primero pásame -dijo el muchacho-, y te diré de qué manera puedes librarte-. Cuando estuvieron en la orilla opuesta, le transmitió el consejo del diablo: - Al primero que venga a pedirte que lo pases, ponle el remo en la mano.

Siguió su camino y llegó a la ciudad del árbol estéril, donde le salió al encuentro el guarda, a quien había prometido una respuesta. Repitióle las palabras del diablo: - Matad la rata que roe la raíz y volverá a dar manzanas de oro.

Agradecióselo el guarda y le ofreció, en recompensa, dos asnos cargados de oro. Finalmente, se presentó a las puertas de la otra ciudad, aquella en que se había secado la fuente, y dijo al guarda lo que oyera al diablo:

- Hay un sapo bajo una piedra de la fuente. Buscadlo y matadlo y volveréis a tener vino en abundancia.

Dióle las gracias el guarda, y, con ellas, otros dos asnos cargados de oro.

Al cabo, el afortunado mozo estuvo de regreso a palacio, junto a su esposa, que sintió una gran alegría al verlo de nuevo, y a la que contó sus aventuras. Entregó al Rey los tres cabellos de oro del diablo, y al reparar el monarca en los cuatro asnos con sus cargas de oro, díjole, muy contento:

- Ya que has cumplido todas las condiciones, puedes quedarte con mi hija. Pero, querido yerno, dime de dónde has sacado tanto oro. ¡Es un tesoro inmenso! - He cruzado un río -respondióle el mozo- y lo he cogido de la orilla opuesta, donde hay oro en vez de arena.

- ¿Y no podría yo ir a buscar un poco? -preguntó el Rey, que era muy codicioso.

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- Todo el que queráis -dijo el joven-. En el río hay un barquero que os pasará, y en la otra margen podréis llenar los sacos.

El avaro rey se puso en camino sin perder tiempo, y al llegar al río hizo seña al barquero de que lo pasara. El barquero le hizo montar en la barca, y, antes de llegar a la orilla opuesta. poniéndole en la mano la pértiga, saltó a tierra. Desde aquel día, el Rey tiene que estar bogando; es el castigo por sus pecados.

- ¿Y está bogando todavía?

- ¡Claro que sí! Nadie ha ido a quitarle la pértiga de la mano.

Fin.