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William Shakespeare Hamlet, príncipe de Dinamarca Prólogo de Marcos Mayer Estudio de Juan José Delaney

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William Shakespeare

Hamlet, príncipe de Dinamarca

Prólogo de Marcos MayerEstudio de Juan José Delaney

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Muchos espectadores de El rey León desconocían que esta-ban asistiendo a una peculiar recreación de Hamlet, la

pieza teatral más célebre de William Shakespeare. Es habitual que alguien cite la frase “¡Ser o no ser: he aquí el dilema!”, sin tener idea de que es pronunciada durante un extenso y desga-rrador monólogo por el príncipe dinamarqués que protagoniza esta trama de venganzas y vacilaciones. Y así como aparece sin que se la reconozca, también con el tiempo esa figura ves-tida de negro y sosteniendo una calavera se ha transformado en el símbolo del teatro, y no hay actor en el mundo que no aspire a interpretar algún papel en esa obra. Cuando ese deseo se cumple, haber participado en Hamlet es una consagración definitiva. Filósofos y psicoanalistas han reflexionado sobre cada una de las palabras de Hamlet sin lograr llegar a con-clusiones definitivas, con lo cual la creación de Shakespeare sigue siendo un misterio que continúa representándose en los más diversos escenarios, incluso en la pantalla grande. Para las versiones cinematográficas se ha convocado a los actores más disímiles, desde el estudiado refinamiento del mayor actor inglés, sir Laurence Olivier, hasta la desprolija furia del norteamericano Mel Gibson. Incluso una mujer interpretó el papel de Hamlet en una película muda: fue Sarah Bernhard en 1900. A falta de palabras, la actriz participó de un film lleno

[Prólogo]Marcos Mayer

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de escenas de acción, porque Hamlet es también una historia de aventuras. Y quienes intentan experimentos teatrales han trasladado la trama a los tiempos actuales, dándole un fuerte significado político.

¿Qué es lo que hace que una obra escrita más de cuatro siglos siga teniendo semejante vigencia y atrapando inclu-so a aquellos poco afectos a la lectura y al teatro? Tal vez convenga saber que en verdad no es una creación original de Shakespeare sino una adaptación –como ocurre también con la gran mayoría de sus obras, como es el caso de Romeo y Julieta o de Macbeth– de una leyenda de origen danés que circulaba en varios textos de la época. Es que Hamlet fue escrita en tiempos en que la originalidad no era una exigen-cia como lo es hoy en día. Pero lo más importante es que a comienzos de 1600, nuestra civilización estaba atravesando una crisis que marcó el paso de una era a otra y que llega hasta la actualidad. A eso contribuían el descubrimiento de nuevos continentes, los avances científicos y los cambios en las formas de las sociedades que tuvieron entre sus conse-cuencias que el hombre pasara a ser el centro de todas las cosas. Una crisis que afecta el modo en que llegamos a la verdad. Hoy decimos “ver para creer”. Pero durante mucho tiempo no fue así. El criterio de verdad pasaba por la auto-ridad y el lugar social de quien afirmaba algo. Por ejemplo, si un párroco sostenía un hecho, se lo daba por cierto, y si quien hablaba era el último de los campesinos, sus pala-bras eran recibidas con desconfianza. Shakespeare, al igual que Miguel de Cervantes en el Quijote (se dice que los dos escritores murieron el mismo día), trabajan con la diferencia entre lo que nos dicen y lo que vemos, al mismo tiempo que sus personajes no terminan de aceptar que aquello que ven

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sea lo verdadero. Hoy se mantiene algo de esa dualidad, por ejemplo, en nuestra experiencia directa: lo que se nos apa-rece a la vista. No es que la Tierra sea redonda sino que nos resulta plana, tal como creyó la humanidad por largos siglos. Sin embargo aprendemos que es redonda y con ese concepto nos movemos.

Esto fue toda una revolución que llevó mucho tiempo, y el teatro de Shakespeare es un espacio en el que las nue-vas convicciones entran en contradicción con las antiguas. Hamlet escucha la verdad sobre la muerte de su padre de los labios de su fantasma: que ha sido asesinado por su propio hermano, quien se ha casado con su madre. Accede de este modo a esa verdad, pero no ha visto directamente los hechos ni cuenta con testigos que la corroboren. A partir de esta situación, la obra plantea un largo recorrido –es la obra más extensa de Shakespeare y no se la suele representar comple-ta– a través de las vacilaciones del príncipe que busca que su tío confiese haber hecho lo que le dijo el fantasma a su hijo. Mientras espera a que esto ocurra, Hamlet va sembrando la muerte de inocentes a su alrededor, incluyendo la de su pro-pia novia, Ofelia, quien se suicida luego de ser impulsada a la locura por las palabras desaprensivas de su pareja.

Esta lucha por convertir las palabras en una realidad visible no es la única interpretación que puede hacerse de Hamlet. El príncipe busca en la venganza la manera de hacer justicia a su padre. Trata de que su padrastro –y también su madre, con la que mantiene una relación absolutamente complicada, porque la ama como hijo y la detesta por ser cómplice de la muerte de su padre– se vea obligado a admitir públicamente su culpa. Ese deseo de venganza se apodera de su vida, se convierte en la razón misma de su existencia, si se

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puede decir así, deja de vivir para sumergirse en el duelo por el padre perdido, algo que queda en evidencia porque durante toda la obra aparece vestido de negro. Esta elección lo lleva a preguntarse permanentemente por los grandes temas: la muerte, el sentido de la vida, los destinos del amor, la manera de distinguir entre la realidad y las apariencias. El genio de Shakespeare es haber logrado que esas palabras, aparte de su avasallante belleza, estén integradas a la trama. Y no sólo eso, logra que lectores y espectadores revivan en sí mismos todos esos dilemas a los que se enfrenta Hamlet sin terminar de resolverlos, tal vez porque no hay una respuesta que pueda presentarse como definitiva. Y el punto más alto de todos esos interrogantes es el monólogo del acto III, aquel que empieza con “Ser o no ser” y que se plantea la alternativa “¡Morir…, dormir! ¡Dormir!… ¡Tal vez soñar!”.

De todos modos y contra lo que puede suponerse, la obra tiene mucho suspenso y mucha acción, y se la puede seguir casi como si fuera un relato policial. Nadie en sus cabales podría decir que Shakespeare es aburrido, justamente porque ha logrado construir un personaje que, pese a sus debilidades y vacilaciones o tal vez justamente por ellas, logra que los espectadores se pongan de su lado. Y aunque desean que su búsqueda de justicia tenga el resultado que anhela, presumen que algo terrible se avecina. Hamlet pertenece a lo que se conoce como el “periodo oscuro” de Shakespeare, que inte-gran otras obras célebres como El rey Lear y Macbeth, en el cual predomina el signo de la tragedia. Lo trágico es no poder escapar a un destino. Contrariamente a lo que sucedía en la leyenda de la que partió el autor, no hay final feliz y todo termina con esa frase magistral y conmovedora: “¡Lo demás es silencio!”.

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La serie de entramados que llevan a esa conclusión también diferencia la tragedia de Shakespeare de otras tradiciones en las que el héroe está sujeto a fuerzas que no controla. Es lo que ocurre en las tragedias griegas, donde el protagonista ya lleva escrito un destino del cual no podrá escapar: el destino de Edipo es matar a su padre y casarse con su madre, y no podrá salir de esa fatalidad. Hamlet elige su destino y lo que cuenta la obra son sus pensamientos y dudas en torno a la libertad de optar. El príncipe se entrega a esa tarea de venganza por su propia voluntad. Ser libre es también su tragedia, porque lo vuelve esclavo del deber que se ha impuesto a sí mismo.

Al hablar de todas esas cosas, los personajes y las situa-ciones parecen formar parte de nuestro presente, en el cual nos enfrentamos, cada uno a su manera, a los mismos y eternos dilemas de Hamlet. Y aunque veamos a los personajes en traje de época y hablando un lenguaje muy diferente al actual, son contemporáneos nuestros. En eso reside la persis-tencia de esta obra que casi no ha dejado de representarse y leerse durante cuatro siglos. Los grandes artistas como Shakespeare descubren cuáles son las claves de su tiempo, que hablan de aquello que trasciende las épocas y las cir-cunstancias. Y tienen la virtud de hacérnoslas disfrutar.

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Claudio, rey de Dinamarca. Hamlet, hijo del difunto rey y sobrino del actual.Fortinbrás, príncipe de Noruega.HoraCio, amigo de Hamlet.Polonio, lord chambelán. laertes, hijo del anterior.

Voltimand

Cornelio rosenCrantz

Guildenstern

osriC

Un Caballero.Un saCerdote.

marCelo bernardo

FranCisCo, soldado. reinaldo, criado de Polonio. Un CaPitán. embajadores de Inglaterra.

Hamlet, príncipe de Dinamarca

} Oficiales.

Dramatis personæ

} Cortesanos.

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aCtores.Dos Clowns, sepultureros.Gertrudis, reina de Dinamarca y madre de Hamlet.oFelia, hija de Polonio. Señores, Damas, Oficiales, Soldados, Marineros,

Mensajeros y otros Servidores.La sombra del padre de Hamlet.

esCena. — Elsinor

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Elsinor. — Explanada delante de castillo

FranCisCo, de centinela en su puesto. Entra bernardo, dirigiéndose a él

bernardo. — ¿Quién vive?FranCisCo. — ¡No, contestadme a mí! ¡Alto y descubríos!bernardo. — “¡Viva el rey!”1 FranCisCo. — ¿Bernardo?bernardo. — El mismo.FranCisCo. — Llegáis muy puntualmente a vuestra hora. bernardo. — Acaban de dar las doce. Vete a dormir,

Francisco. FranCisCo. — Muchas gracias por el relevo. Hace un frío

cruel, y estoy delicado del pecho.bernardo. — ¿Ha sido tranquila vuestra guardia?FranCisCo. — Ni un ratón se ha movido. bernardo. — Está bien; buenas noches. Si halláis a

Horacio y Marcelo, mis compañeros de guardia, decid- les que se den prisa.

FranCisCo. — Me parece oírlos. ¡Alto! ¡Eh! ¿Quién va?

Acto primeroEscena I

1 Santo y seña de aquella noche.

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Entran HoraCio y marCelo

HoraCio. — ¡Amigos del país!marCelo. — ¡Y vasallos del rey de Dinamarca! FranCisCo. — Os doy las buenas noches. marCelo. — ¡Oh, adiós, pundonoroso militar! ¿Quién os

ha relevado? FranCisCo. — Bernardo ocupa mi puesto. ¡Buenas,

noches! (Sale). marCelo. — ¡Hola, Bernardo! bernardo. — ¡Digo! ¿Está ahí Horacio? HoraCio. — Un pedazo de él.bernardo. — ¡Bien venido, Horacio! ¡Bien venido, que-

rido Marcelo! marCelo. — Y qué, ¿se ha vuelto a aparecer eso esta

noche?bernardo. — Yo no he visto nada. marCelo. — Horacio dice que todo es pura ilusión nues-

tra, y no quiere creer lo referente a esa espantosa aparición que hemos visto ya en dos ocasiones. Le he rogado, por lo tanto, que venga con nosotros a velar toda la noche, para que, si vuelve a salir ese fantasma, pueda dar crédito a nuestros ojos y hablarle.

HoraCio. — ¡Bah, bah! ¡Qué ha de salir!bernardo. — Sentémonos un rato, y dejad que asaltemos

nuevamente vuestros oídos, tan inexpugnables con-tra la narración del suceso que hemos presenciado ya dos noches.

HoraCio. — Vaya, pues sentémonos, y a ver qué nos cuenta de eso Bernardo.

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bernardo. — La noche pasada, cuando esa misma estrella que se ve al occidente del polo había hecho su curso hasta iluminar la parte del cielo en que ahora brilla, Marcelo y yo, a tiempo que el reloj daba la una…

Entra la sombra

marCelo. — ¡Silencio! ¡Detente! ¡Míralo por dónde viene otra vez!…

bernardo. — ¡Es la misma figura, semejante al rey, difunto!

marCelo. — ¡Háblale, Horacio, tú que eres hombre de letras!

bernardo. — ¿No se parece en todo al rey? ¡Fíjate, Horacio!

HoraCio. — ¡Exactamente! ¡Me estremece de asombro y de terror!

bernardo. — Querrá que le hablen. HoraCio. — ¿Quién eres tú, que así usurpas esta hora a

la noche, con esa noble y guerrera presencia con que en otro tiempo solía marchar al frente de los ejércitos la majestad del sepultado dinamarqués? ¡Por el Cielo te conjuro! ¡Habla!

marCelo. — ¡Está enojado!bernardo. — ¡Mira, se aleja altivo! HoraCio. — ¡Detente! ¡Habla! ¡Habla! ¡Te conjuro que

hables! (Sale la sombra). marCelo. — ¡Se ha ido sin querer contestar! bernardo. — ¿Qué tal, Horacio? ¡Os veo temblar y pali-

decer! ¿Era esto algo más que fantasía? ¿Qué opináis de ello?

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HoraCio. — ¡Por Dios, que jamás lo hubiera creído, sin la sensible y patente demostración de mis propios ojos!

marCelo. — ¿Y no se parece al rey? HoraCio. — ¡Como tú a ti mismo! Tal era la armadura que

llevaba cuando combatió con el ambicioso noruego, y así frunció el ceño cuando, en airada entrevista, derribó de su trineo al polaco, haciéndolo rodar por la nieve. ¡Esto es maravilloso!

marCelo. — Pues ya en dos ocasiones, y justamente a esta hora de silencio mortal, ha pasado con marcial continente por delante de nuestra guardia.

HoraCio. — No sé a punto fijo qué pensar acerca de ello; pero, en mi humilde y modesto parecer, esto augura alguna extraña conmoción en nuestro Estado.

marCelo. — Pues bien: sentémonos, y que me diga quien lo sepa por qué fatigan de tal modo por las noches a los súbditos del país con estas guardias tan extrema-das y rigurosas, y por qué tanta fundición de caño-nes de bronce y ese acopio extranjero de pertrechos de guerra; por qué esa leva de calafates, cuya penosa labor no distingue el domingo del resto de la semana; qué peligro se avecina para que esa jadeante activi-dad convierta la noche en compañera de trabajo del día; ¿quién podrá explicármelo?

HoraCio. — Yo puedo explicártelo, o, al menos, así se susurra. Nuestro último rey, cuya imagen acaba de aparecérsenos, fue, como ya sabéis, retado en singular combate por Fortinbrás de Noruega, a quien aguijo-neaba la más celosa envidia. En aquel desafío, nuestro valeroso Hamlet, que tal timbre de gloria adquirió en esta parte del mundo que nos es conocida, dio

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muerte a Fortinbrás, quien, en virtud de un contrato sellado y plenamente ratificado, según la ley y el fuero de armas, al perder la vida cedía al vencedor todas aquellas tierras sobre las cuales se extendía su dominio. Nuestro rey, en cambio, se comprometió a entregarle una porción equivalente de territorio, que debía pasar a poder de Fortinbrás, caso de que éste saliera triunfante. Y sucedió que, por el expresado convenio y a tenor de los artículos estipulados, reca-yó todo en Hamlet. Ahora, señor, Fortinbrás el joven, henchido de un carácter indómito e inexperto, ha ido reclutando aquí y allá, en las fronteras de Noruega, una turba de desheredados, resueltos, por comida y dieta, a alguna empresa a prueba de resolución, y que no es otra, como ha entendido perfectamente nuestro gobierno, sino venir a recobrar, con mano airada y términos conminatorios, las mencionadas tierras que de tal modo perdió su padre. Y éste es, en mi sentir, el motivo principal de nuestros preparativos, la causa de estas guardias que venimos haciendo y la razón capital de ese febril trajín y bullicioso trastorno en que se halla la nación.

bernardo. — Opino que no debe de ser más que eso, que bien pudiera explicar por qué se aparece armada en medio de nuestra guardia esa visión portentosa tan semejante al rey que fue y es la causa de estas guerras.

HoraCio. — ¡He aquí una motita para nublar los ojos del entendimiento! En la época más gloriosa y florecien-te de Roma, poco antes de sucumbir el poderosísimo Julio, las tumbas quedaron vacías, y los difuntos,

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envueltos en sus mortajas, vagaban por las calles de Roma dando alaridos y confusas voces; viéronse también raros prodigios en el cielo, como estrellas de colas encendidas, lluvia de sangre y maleficio en el sol; y el húmedo planeta, a cuya influencia está sujeto el imperio de Neptuno, padeció eclipse, como si hubiera llegado el día del Juicio Final. Y estos mis-mos pronósticos de espantables sucesos, a modo de nuncios que preceden siempre a los hados y prólogo de calamidades inmediatas, son los que, cielo y tierra juntos, se han manifestado a nuestros climas y com-patriotas.

Vuelve a entrar la sombra

Pero ¡silencio! ¡Mirad! ¡Ved dónde aparece de nuevo!… ¡He de salir al encuentro, aunque me hechice! ¡Detente, fantasma! ¡Si puedes emitir sonidos o usar la voz, háblame! ¡Si hay alguna buena obra que hacer, que te reporte a ti un alivio y a mí la gracia divina, háblame! ¡Si eres sabedor del destino que amenaza a tu país y que, previéndolo, felizmente pueda evitarse, ¡oh, habla! O si en vida depositaste en las entrañas de la tierra tesoros mal adquiridos, por cuya causa, según se dice, vosotros, los espíritus, con frecuencia vagáis errantes después de la muerte, dímelo… ¡Detente y habla!… (Canta el gallo). ¡Ciérrale el paso, Marcelo!

marCelo. — ¿Le doy con mi alabarda? HoraCio. — ¡Dale, si no quiere detenerse! bernardo. — ¡Aquí está! HoraCio. — ¡Aquí! (Sale la sombra).

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marCelo. — ¡Se ha ido!… ¡Mal hemos hecho, con toda su majestuosidad, en ofrecerle demostraciones de violen-cia, porque es invulnerable como el aire, y nuestros vanos golpes una burla cruel!

bernardo. — ¡Estaba a punto de hablar cuando cantó el gallo!

HoraCio. — ¡Y entonces se estremeció, como un delin-cuente bajo un terrible requerimiento! He oído contar que el gallo, trompeta de la mañana, despierta al dios del día con la alta y aguda voz de su garganta sonora y que a esta señal los espíritus que vagan errantes, ya se encuentren en el agua o en el fuego, en la tierra o en el aire, huyen presurosos a su región. Y de la ver-dad de esto es clara prueba lo que acabamos de ver.

marCelo. — ¡En efecto, desapareció al cantar el gallo! Dicen que cada vez que se aproxima el tiempo en que se celebra el nacimiento de nuestro Salvador, el ave del alba pasa cantando la noche entera, y entonces, según aseguran, ningún espíritu se atreve a salir de su morada. Las noches son saludables. Ningún planeta ejerce entonces maleficios, ni hada ni hechicera algu-na tienen poder para encantar. ¡Tan sagrado y lleno de gracia es aquel tiempo!

HoraCio. — Así lo tengo entendido, y en parte lo creo. Pero ¡ved cómo la aurora, envuelta en su manto de púrpura, viene pisando el rocío de aquella empinada colina que se ve hacia el Oriente! Rindamos nuestra guardia y, siguiendo mi consejo, vayamos a comuni-car al joven Hamlet lo que hemos visto esta noche, pues, por mi vida, ese espíritu, mudo para nosotros, pretende hablarle. ¿Os parece bien que le informemos

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de ello, como exige nuestro afecto, cumpliendo nues-tro deber?

marCelo. — Hagámoslo, os lo suplico; que yo sé dónde podremos verlo esta mañana con toda seguridad. (Salen).

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Escena II

Salón del trono en el castillo

Trompetería. Entran el rey, la reina, Hamlet, Polonio, laertes, Voltimand, Cornelio, Señores y acompaña-miento

rey. — Aunque todavía permanezca vivo el recuerdo de la muerte de nuestro querido hermano Hamlet, y no incumba mantener en duelo nuestro corazón y contraído a todo nuestro reino en un solo gesto de pesar, sin embargo, tanto y tanto ha combatido la discreción con la naturaleza que pensamos ya en él como un dolor más prudente y sin olvidarnos de nosotros mismos. A este fin hemos tomado por esposa a la que un tiempo fue nuestra hermana y es hoy nuestra reina, la consorte imperial de este beli-coso Estado, si bien, por decirlo así, con una alegría malograda, con un ojo risueño y el otro vertiendo llanto, con regocijo en los funerales y endechas en el himeneo, pesando en igual balanza el placer y la aflicción. No hemos dejado de seguir en esto vuestro acertado juicio, que libre y espontáneamente se mos-tró favorable al asunto. Por todo lo cual os damos

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las gracias. Pasando ahora a otra cuestión, ya sabéis que Fortinbrás el joven, formándose una idea mez-quina de nuestro poder, o presumiendo que por la reciente muerte de nuestro querido hermano nuestra nación se halla desquiciada y desunida, apoyado en el sueño de una ocasión ventajosa, no ha cesado de importunarnos con mensajes, pidiéndonos la entrega de aquellos territorios perdidos por su padre y adqui-ridos, por nuestro valeroso hermano, con todas las formalidades de la ley. Esto, en cuanto a él atañe. Ahora, en cuanto a mí y al objeto de nuestra reunión, he aquí de qué se trata. Hemos escrito este despacho al rey de Noruega, el tío del joven Fortinbrás, que, achacoso y postrado en cama, apenas tiene noticias de los proyectos de su sobrino, a fin de que le impi-da llevarlos adelante, ya que las levas, enganches y aprestos completos se efectúan todos en su jurisdic-ción. Y os despachamos a vos, buen Cornelio, y a vos, Voltimand, para que transmitáis nuestro saludo al anciano monarca noruego, sin revestiros de más facultad personal para las negociaciones con el rey sino la permitida dentro de los límites que estos artícu- los detallan. ¡Adiós, y que vuestra diligencia realce vuestros servicios!

Cornelio y Voltimand. — En esto, como en todo, cumpli-remos nuestro deber.

rey. — No lo dudamos. ¡Nuestro cordial adiós! (Salen Voltimand y Cornelio). Y ahora, Laertes, ¿qué se os ofrece? Me hablasteis de cierta petición. ¿Cuál es, Laertes? Ninguna cosa razonable podrás exponer al rey de Dinamarca y ser desatendido. ¿Qué solicitarías

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de mí, Laertes, que no se adelantara a tu demanda mi oferta? No es más afín la cabeza al corazón ni más servicial la mano al labio que la corona de Dinamarca a tu padre. ¿Qué desearías, Laertes?

laertes. — Mi respetable señor, vuestro permiso y bene-plácito para volver a Francia, pues, si bien vine de allí gustoso a Dinamarca para rendiros homenaje en vuestra coronación, debo confesaros que, cumpli-do este deber, mis pensamientos e inclinaciones se enderezan de nuevo a Francia y se someten humilde-mente a vuestra generosa venia y permiso.

rey. — ¿Habéis obtenido ya licencia de vuestro padre? ¿Qué dice Polonio?

Polonio. — La tiene, señor; a fuerza de tenacidad, consi-guió mi tardío permiso, tras laboriosas peticiones, y al fin selló sus deseos con mi arduo consentimiento. Os suplico, pues, que le otorguéis licencia para partir.

rey. — Escoge la mejor hora, Laertes; tuyo es el tiempo, e inviértanlo tus excelentes dotes con la medida de tu gusto… Y ahora, Hamlet, primado de mi trono, mi hijo…

Hamlet. — (Aparte). Un poco menos que primado y un poco más que primo.

rey. — ¿Por qué te envuelven todavía esas nubes de tristeza?

Hamlet. — Nada de eso, señor mío; me da demasiado el sol.

reina. — Querido Hamlet, arroja ese traje de luto, y miren tus ojos como a un amigo al rey de Dinamarca. No estés continuamente con los párpados abatidos, buscando en el polvo a tu noble padre. Ya sabes que

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ésta es la suerte común; todo cuanto vive debe morir, cruzando por la vida hacia la eternidad.

Hamlet. — Sí, señora; es la suerte común. reina. — Pues si lo es, ¿por qué parece que te afecta de

un modo tan particular? Hamlet. — ¡“Parece”, señora! ¡No; es! ¡Yo no sé parecer!

¡No es sólo mi negro manto, buena madre, ni el obli-gado traje de riguroso luto, ni los vaporosos suspiros de un aliento ahogado; no el raudal desbordante de los ojos, ni la expresión abatida del semblante, junto con todas las formas, modos y exteriorizaciones del dolor, lo que pueda indicar mi estado de ánimo! ¡Todo esto es realmente apariencia, pues son cosas que el hombre puede fingir; pero lo que dentro de mí siento sobrepuja a todas las exterioridades, que no vienen a ser sino atavíos y galas del dolor!

rey. — Es una hermosa acción que enaltece vuestros sentimientos, Hamlet, el rendir a vuestro padre ese fúnebre tributo; mas no debéis ignorar que vuestro padre perdió a su padre; que éste perdió también al suyo, y que el superviviente queda comprome-tido por cierto término a la obligación filial de consagrarle el correspondiente dolor; pero perse-verar en obstinado desconsuelo es una conducta de impía terquedad; es un pesar indigno del hombre; muestra una voluntad rebelde al cielo, un corazón débil, un alma sin resignación, una inteligencia limitada e inculta. Pues, si sabemos que esto ha de suceder necesariamente y que es tan común como la cosa más vulgar de cuantas se ofrecen a nuestros sentidos, ¿por qué con terca oposición hemos de

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Ham

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prín

cipe

de

Dina

mar

ca

tomarlo tan a pecho? Vaya, ése es un pecado contra el cielo, una ofensa a los muertos, un delito contra la naturaleza, el mayor absurdo a la razón, cuyo tema común es la muerte de los padres, y que desde el primer difunto hasta el que muere hoy no ha cesado de exclamar: “¡Así ha de ser!”. Os rogamos, por lo tanto, que moderéis ese inútil desconsuelo y me miréis como a un padre, porque, sépalo todo el mundo, vos sois el más inmediato a nuestro trono, y no menos acendrado que el amor que el más tierno padre siente por su hijo es el que yo os pro-feso… En cuanto a vuestra intención de volver a la Universidad de Wittenberg, nada hay más opuesto a nuestros deseos, y os suplicamos que consintáis en permanecer aquí, bajo la alegría y el deleite de nues-tros ojos, como el primero de nuestros cortesanos; sobrino e hijo nuestro.

reina. — No sean vanos los ruegos de tu madre, Hamlet. Te suplico permanezcas con nosotros; no vayas a Wittenberg.

Hamlet. — Haré cuanto esté de mi parte por obedeceros, señora.

rey. — ¡Bien, he ahí una respuesta amable y respetuosa! ¡Sed cual yo mismo en Dinamarca! Señora, venid; esa noble y espontánea decisión de Hamlet se posa risue-ña en mi corazón; en gracia de lo cual, ningún alegre brindis habrá hoy en Dinamarca sin que lo anuncie a las nubes el potente cañón, y sin que a cada libación del rey retumben estrepitosamente los cielos, repitien-do el trueno de la tierra. ¡Vamos allá! (Trompetería. Salen todos, menos Hamlet).

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