haendel en la arcadia
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Artículo para el Orlando de Haendel representado en el Teatro de Les Arts Reina Sofía de Valencia en la temporada 2007-08TRANSCRIPT
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HAENDEL EN LA ARCADIA
Pablo J. Vayón
Haendel es el más grande compositor que jamás haya existido; quisiera
arrodillarme ante su tumba. (Ludwig van Beethoven)
Cuando el 27 de enero de 1733 Haendel estrena Orlando en el King’s Theatre
de Haymarket, su situación como empresario y autor teatral era
extremadamente delicada. No sólo tenía que combatir la competencia que los
nobles ingleses, liderados por el Príncipe de Gales, le estaban planteando ya
con sus mismas armas, sino que debía hacer frente al desprestigio generalizado
del estilo más exuberante y florido de la ópera italiana, que él había contribuido
a forjar. El género operístico había evolucionado, en efecto, desde su creación
alrededor de 1600 en torno al estilo recitativo y el cantar parlando, hasta un
belcantismo de números perfectamente cerrados (recitativos, arias) en el que
los cantantes se habían convertido en los auténticos dueños de las escenas,
imponiendo un desmedido virtuosismo de florituras y adornos para el que se
creó incluso un nuevo tipo de pieza vocal: el aria da capo, en tres secciones,
siendo la tercera una repetición libre y ornamentada de la primera.
Este modelo de ópera se extendió con cierta rapidez por Europa, con las lógicas
resistencias en aquellos países que tenían tradiciones arraigadas de teatro
musical, en especial, Francia, España e Inglaterra. Mientras vivió en Alemania,
el mismo Haendel decía desdeñar aquel estilo, que tildaba de artificioso y
recargado, pero todo cambió cuando en 1706, con apenas 21 años, emprende
un viaje por Italia. El compositor queda enseguida fascinado y absorbe con una
rapidez asombrosa el estilo local para componer algunas piezas admirables,
entre ellas un par de óperas genuinamente italianas, Rodrigo y Agrippina, esta
última su primera obra maestra indiscutible dentro del género. Con un prestigio
internacional creciente, el músico marcha entonces a Inglaterra, un país en el
que la ópera italiana no había logrado imponerse jamás. Sin embargo, su
Rinaldo, que estrena el 24 de febrero de 1711, resulta ser un éxito clamoroso.
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Hasta su establecimiento definitivo en las islas en 1714, Haendel presenta en
Londres algunos otros títulos que, sin causar el impacto de Rinaldo, sirvieron
para preparar al público británico para el establecimiento sólido en la capital de
la ópera italiana, cuyos partidarios formaban ya por entonces un influyente
núcleo aristocrático cercano a la corona. Este grupo de nobles crea en 1719 la
Real Academia de Música y coloca a Haendel a su frente. La institución se
disolvería en 1728, pero hasta entonces el compositor logró encadenar la más
exitosa serie de temporadas operísticas de su carrera, presentando más de una
docena de títulos, entre los que se cuentan algunos de los más populares y
representados en nuestro tiempo, como Giulio Cesare in Egitto, Tamerlano o
Rodelinda.
La desaparición de la Real Academia de Música se debió en gran medida al
colapso económico, aunque no faltaron ni las rencillas personales ni la lenta
pero firme extensión de un clima contrario a la ópera italiana. En Inglaterra
esta atmósfera culmina justo en 1728 cuando John Pepusch y John Gay
presentan con gran éxito popular The Beggar’s opera (La ópera del mendigo),
sátira feroz contra el estilo italiano y contra el propio Haendel. Pero en el
continente la crítica a los excesos operísticos venía de muy atrás. No en vano,
ya en 1690 se había fundado en Roma la Academia de la Arcadia, que abogaba
por la “reforma de las artes y de las ciencias” a través de la búsqueda de un
mayor naturalismo, y en los mismos años 20 Benedetto Marcello había
publicado Il teatro alla moda, otro alegato contra el divismo y los excesos de
todo tipo sobre las tablas. Cómo pudo afectar a Haendel este clima de hartazgo
hacia el belcanto barroco es algo difícil de precisar, aunque es justamente
Orlando la ópera con la que el compositor parece hacer, aun tímidamente, su
propia purga antibelcantista, una línea de trabajo que no se vio respaldada por
el éxito.
El final abrupto de la Real Academia de Música no supuso el fin de la ópera
italiana en Londres, pues John Heidegger, que había sido el principal
sustentador económico de la institución, consiguió nuevos fondos y se asoció
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con el propio Haendel, quien iba a ejercer a partir de ese momento como
empresario además de como compositor durante otras cinco temporadas.
Presenta entonces una serie de óperas que pasaron sin demasiada gloria y que
parecían profundizar en la crisis del género, antes de pretender dar un giro a su
estilo con Orlando, una obra en la que la estructura dramática sigue
confiándose a los números cerrados, pero en la que las arias son más concisas
y directas y en la que el recitativo acompañado se hace más importante que el
secco y constituye, junto a los ariosos, el elemento básico para el avance de la
acción, articulando así una estructura teatral más variada y flexible. No son
desde luego cambios radicales ni revolucionarios (la reforma de Gluck queda
aún lejanísima), pero, en comparación con sus trabajos anteriores, Haendel se
muestra más austero y bastante comedido con los pasajes virtuosísticos, lo cual
ha sido utilizado a veces como argumento para justificar la inmediata defección
de Senesino, su gran estrella, quien, supuestamente molesto por el poco brillo
de su cometido en la ópera, cerraría con este título una colaboración con el
compositor que se había iniciado en 1720.
La marcha de Senesino y de la mayoría de cantantes de la compañía de
Haendel respondía en realidad a un plan bien urdido por un importante grupo
de enemigos del compositor, que mantenía estrechas relaciones con el Príncipe
de Gales y contaba con un poderoso lobby en la prensa. Haendel tiene la
ocasión de presentar en 1734 una última ópera (Arianna en Creta) en
Haymarket (ya sin Senesino y los demás miembros más significados de su
troupe), pero la llamada Compañía de la Nobleza llevaba meses moviéndose en
la sombra con eficacia. No sólo contrató a la mayoría de cantantes de Haendel,
sino que se aseguró la colaboración del compositor y director Nicola Porpora y
del castrato Carlo Broschi, llamado Farinelli, la nueva sensación italiana del
canto, y logró instalarse en el mismísimo Haymarket. Haendel y Heidegger
inician de cualquier modo un nuevo proyecto casi desde cero, asociándose esta
vez al que fuera en su día promotor de The Beggar’s opera, John Rich, quien
acababa de abrir un nuevo teatro en Covent Garden. Aunque Haendel da lo
mejor de sí mismo para el nuevo espacio, con obras absolutamente
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excepcionales como Ariodante o Alcina, la ópera italiana estaba ya herida de
muerte en Inglaterra. En apenas tres años, las dos compañías terminaron en la
bancarrota. Haendel se esforzó no obstante por estirar su vocación operística
hasta el límite de lo financieramente posible, haciendo su última contribución al
género (Deidamia) en 1741, cuando todavía le quedaban 18 años de vida.
La trilogía de la caballería
Con Orlando, Haendel inicia una serie de composiciones que toman como base
el Orlando furioso, el gran poema épico de Ludovico Ariosto sobre el mundo de
la caballería, que culminará en los años siguientes con Ariodante y Alcina. Para
su primera incursión en el tema, el músico recurrió a un antiguo libreto de Carlo
Sigismondo Capeci que había sido utilizado ya por Domenico Scarlatti para
L’Orlando ovvero La gelosa pazzia (ópera, hoy perdida, estrenada en Roma en
1711), pero una mano anónima lo sometió a numerosos cambios, que
transformaron notablemente el sentido original del texto, basado en distintos
episodios de los libros XIX a XXXVIII de la obra de Ariosto. Como solía ser
habitual en la época, los cambios fueron determinados básicamente por causa
del elenco que el compositor tenía a su disposición. Para los papeles de
Orlando, Angélica y Medoro no había dudas. El castrato alto Francesco Bernardi
(conocido como Senesino por su nacimiento en Siena) interpretaría una vez
más el rol protagonista, en la que sería, se ha dicho ya, su última colaboración
con Haendel; la soprano Anna Maria Strada del Pò, única cantante que
permanecería fiel al compositor en los duros meses siguientes, haría el de
Angélica; mientras que la contralto Francesca Bertolli, que se había
especializado en papeles masculinos, pondría voz a Medoro. El personaje de
Dorinda se adjudicó a la soprano Celeste Gismondi, que acababa de unirse a la
compañía y había desarrollado una fértil carrera en Nápoles como soprano
buffa con el nombre de Celeste Resse. Su papel ganó sustancial espacio en el
arreglo haendeliano y se hizo más trágico, pero, de cualquier modo, las
transformaciones más radicales afectaron a la eliminación de toda una trama
secundaria, la de los amores entre la princesa Isabella y el joven príncipe
escocés Zerbino, para quienes Scarlatti había escrito nada menos que doce
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arias (seis para cada uno). En la ópera de Haendel, Isabella hace una breve
aparición en el acto I (es la misteriosa princesa salvada por Orlando), pero sin
frase, mientras que Zerbino es radicalmente eliminado. La causa de tan
extrema solución cabe atribuirla a la presencia en la compañía del célebre bajo
Antonio Montagnana. Como las convenciones de la ópera barroca no pasaban
por que un bajo diese voz a un joven príncipe, se creó para él un personaje
nuevo, el de Zoroastro, una especie de mago iniciador en los secretos de la
sabiduría.
Los cambios incidieron de forma muy notable en la duración de la ópera, de
modo que los 1633 versos de Capeci pasaron a sólo 632, y las 43 arias que
escribió Scarlatti en 1711 se vieron reducidas a 25 en las manos de Haendel.
Pero también se vio afectado el tono del argumento: los rasgos cómicos del
personaje de Dorinda desaparecen casi por completo y, lo que resulta más
importante, la locura de Orlando ya no es consecuencia de sus celos obsesivos,
sino producto de una estratagema curativa urdida por Zoroastro, como forma
de aclarar las dudas íntimas del héroe y encender su espíritu combativo. El
episodio de la locura de Orlando, centro sobre el que pivota todo el poema de
Ariosto, se convierte aquí en una excusa para presentar un conflicto sobre el
amor. En el centro, dos personajes que se aman, Angélica y Medoro (éste, un
soldado africano en el original, es transformado en príncipe, lo que era más
acorde con las convenciones de la ópera seria del XVIII), cada uno de los
cuales es a su vez amado por un tercero, Angélica por Orlando y Medoro por
Dorinda. Por su parte, Zoroastro ejerce como auténtico agente de la divinidad,
enviado para evitar la caída del héroe en el afeminamiento del amor, lo que lo
apartaría del camino de la gloria a la que está destinado.
En el fondo, la acción es muy simple, casi inexistente. Nada de enfrentamientos
directos entre los amantes rivales, nada de aventuras extremas, nada de
peripecias sangrientas. Cierto que, en su locura, Orlando destruye la casa de
Dorinda, atrapando en su interior a Medoro, pero es este un episodio que
conocemos por referencias, no ocurre en escena. Cierto que el héroe arroja a
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Angélica a las profundidades de un precipicio, pero ese acto está en realidad
envuelto en la magia de Zoroastro, quien hace que el precipicio se transmute
en el templo de Marte. Llevando la interpretación al extremo, podría incluso
aseverarse que estos episodios violentos no suceden en el mundo real, sino en
la mente enferma del caballero. Orlando se presenta así como un drama
puramente psicológico, pues es en el interior de los personajes donde se
escenifica la lucha entre sentimientos fatalmente encontrados: la búsqueda de
la gloria guerrera o de la amorosa, en el caso del protagonista principal; la
gratitud (y la compasión) hacia el héroe que la salvó y el amor espontáneo
hacia Medoro, en el de Angélica; el amor ingenuo hacia Dorinda y la gratitud,
transmutada también en amor, hacia Angélica, en el de Medoro; la decepción
por no ser correspondida y la plenitud por sentirse capaz de amar, en el de
Dorinda. La presencia del amor resulta en el fondo abrumadora, el amor como
fuerza vital que sacude el ánimo de los personajes, pues a pesar de que en las
admoniciones de Zoroastro aparezca como una pasión maléfica, casi como una
maldición divina, todos lo buscan, lo desean, lo sienten como la única
herramienta capaz de conceder la auténtica felicidad, lo exaltan, hasta tal punto
de que sólo una intervención sobrenatural hará que el héroe renuncie a buscar
en él el camino de la gloria. Todo ello se desarrolla en un decorado dominado
por una naturaleza idílica, que se presenta llena de arroyos cristalinos, vientos
acariciantes, deliciosos jardines, yerbas ondulantes, laureles incitantes y dulce
canto de ruiseñores, lo que encuadra la ópera en un ambiente arcádico, uno de
los grandes tópicos de la poesía y la música italianas desde el Renacimiento.
Un fracaso anunciado
Haendel escribió Orlando durante el otoño de 1732, dándola por acabada el 20
de noviembre, como figura en el autógrafo. La obra se estrenó el 27 de enero
del año siguiente y tuvo una acogida más bien tibia, pues sólo conoció seis
representaciones (la última el 20 de febrero) y luego cuatro más en una
reposición con cortes entre el 21 de abril y el 5 de mayo de aquel mismo año.
Siguieron después más de dos siglos de completo olvido, hasta que fue
rescatada en 1959, y de forma casi simultánea, por el Festival de Abingdon y
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por el Mayo Musical Florentino, aunque su auténtica restauración en los
escenarios internacionales no se produjo hasta los años 80 del siglo pasado,
cuando conoció hasta ocho producciones diferentes, además de varias
versiones en concierto. El poco éxito del estreno resulta aún más chocante si se
piensa que hasta ese momento sólo un título haendeliano había conocido
menos representaciones, Ezio, obra estrenada en enero de 1732 y cuyas 5
funciones pueden justificarse si se piensa que sólo un mes después Haendel
presentaba otra ópera, Sosarme, que conoció 11 representaciones y una
reposición en 1734. Además, Arianna in Creta, que fue el título que siguió a
Orlando, y la última ópera ofrecida por Haendel en Haymarket, conoció 16
funciones entre enero y abril de 1734 y 5 más entre noviembre y diciembre de
aquel año.
Quizá quepa achacar las razones del fracaso a las novedades introducidas por
Haendel, que si tenían como función primordial conseguir una mayor fluidez
dramática, reducían el papel del virtuosismo vocal al que él mismo había
acostumbrado al público británico. Ni siquiera el gran historiador Charles Burney
pareció entender en toda su dimensión la intención del compositor, pues en el
análisis que le dedica a la obra en el tomo IV de su célebre Una historia general
de la música, aparecido en 1789, no dedica una sola frase a comentar ni su
estructura dramática ni sus hallazgos en este campo, limitándose a ofrecer un
catálogo comentado de la sucesión de números de la ópera. Hay sin embargo
testimonios que demuestran que, entre algunos entendidos, la obra de Haendel
tuvo una alta consideración desde la misma noche de su estreno. Así, Francis
Colman, un diplomático que mantuvo un famoso registro de la actividad
operística de Londres entre 1712 y 1734, comentaba que la obra era
“extraordinariamente bella y magnífica”. Los grandes expertos en Haendel no
dudan hoy día de esta afirmación y la mayoría considera Orlando una de las
grandes muestras de genio del compositor alemán.
Música y dramaturgia
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La primera sorpresa la plantea Haendel antes incluso del inicio de la ópera
propiamente dicha, en la obertura. Su insólita tonalidad de fa sostenido menor,
que no aparece en ninguna otra obertura del compositor (oratorios, odas y
serenatas incluidos) y que según Burney hizo que la pieza apenas fuera
programada debido a las grandes dificultades que planteaba su ejecución,
enmarca con su tono entre trágico y melancólico toda la ópera. Cierto que
melódicamente la obertura no utiliza ningún tema del resto de la obra y que
sólo uno de sus números está compuesto en esa misma tonalidad, pero ese
número no es otro que la última aria del héroe, la del suicidio no consumado,
un pasaje, pese a su brevedad, de especial significación. Si Haendel utilizó este
procedimiento de forma consciente para componer una estructura teatral en
arco resulta difícil de saber, aunque el resto de detalles ya señalados y que
apuntan a la búsqueda de un modelo dramático más flexible de lo que era
habitual en la época bien podría respaldar esa hipótesis. En último término, la
obertura es una pieza compuesta según el típico modelo a la francesa, con una
introducción lenta en compás binario seguida de un allegro fugado en 3/4 y un
breve final de nueve compases, grave y solemne. Como era costumbre, a la
obertura sucede una danza rápida y ligera, una giga escrita en la mayor, el
relativo de la tonalidad de arranque.
El primer acto se abre con un arioso de Zoroastro, escrito en un misterioso y
nostálgico Si menor, lo que prolonga el carácter melancólico de la obertura. No
obstante, en este primer acto dominan con claridad, en proporción aproximada
de tres a uno, las tonalidades mayores y expansivas, que van a quedar
equilibradas con las menores en los actos segundo y tercero, lo cual apunta a
un progresivo oscurecimiento del drama, hasta su elevación en el luminoso y
catártico conjunto final, escrito en si bemol mayor y ritmo de gavota. Orlando
aparece en escena con una cavatina ligeramente ensoñadora, más leve e
insustancial que trágica, “afeminada”, según el parecer de Zoroastro. La
drástica reducción de recitativos seccos (hasta la octava escena no se
encuentra uno de desarrollo más o menos amplio) provoca que la acción
avance a golpe de arias, algunas precedidas por recitativos acompañados,
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aunque en ocasiones los accompagnatos se intercalan en medio de las
intervenciones de otros personajes y no conducen a aria alguna: es el caso de
la irrupción de Orlando en medio del recitativo de presentación de Dorinda; el
héroe acaba de liberar a una princesa (la Isabella a la que se ha hecho antes
referencia) y cuando todo parece indicar que va a lucir su arrogancia con una
gran aria triunfal, se marcha y deja que sea Dorinda la que continúe con su
presentación. Contando la cavatina inicial del héroe, nueve arias se suceden en
el primer acto (tres para Orlando, dos para Dorinda y Angélica, una para
Medoro y otra más, aparte su arioso de entrada, para Zoroastro). Además hay
un breve interludio instrumental (que incluye flautas dulces), un dúo en arioso
(entre Angélica y Medoro) y un trío de cierre, el número más extenso de todo el
acto, que Burney consideró “encantador”, y que en realidad es un nuevo dúo
entre Angélica y Medoro, quienes se dirigen juntos a Dorinda, que ejerce casi el
papel de actriz invitada, sin que las tres voces suenen a la vez salvo en algunos
pocos compases.
El segundo acto viene marcado por el tono pastoral con el que lo abre Dorinda
(que Medoro retoma en su aria y Angélica, flautas dulces incluidas en el
acompañamiento, prolonga luego) y, sobre todo, por su extraordinario final, la
gran escena de la locura de Orlando (precedente del de tantas otras en la
historia de la ópera), un fragmento que Burney juzgó “admirable” y en el que
recitativo acompañado, arioso y aria se suceden con una sutil flexibilidad y una
extraordinaria variedad de ritmos, procedimiento usado por Haendel para
transmitir la situación emocionalmente inestable en que se encuentra su
protagonista. Antes, siete arias se han sucedido a lo largo del acto, dándose la
circunstancia poco habitual de que dos personajes (Dorinda y Angélica) cantan
dos de forma consecutiva; Orlando, Medoro y Zoroastro se reparten las tres
restantes. Los diálogos en recitativo secco son algo más extensos que en el
acto anterior, resultando especialmente significativo desde el punto de vista
dramático el que Orlando introduce entre las dos arias de Angélica, cuando
descubre el nombre de su amada entrelazado con el de Medoro en la corteza
de un laurel, desencadenante último de su locura. Pero, al igual que en el acto
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I, el héroe sale inmediatamente de la escena sin cantar el aria que todo el
mundo espera (posiblemente, también Senesino).
El inicio del acto III queda marcado musicalmente por la locura del
protagonista, en una nueva muestra de la maestría con que Haendel hacía
coincidir los planos de la dramaturgia y de la música. Hay primero una breve
sinfonía a cuatro partes y un aria de Medoro que parece extender el tono
pastoral del acto precedente, pero enseguida entra en escena Orlando y,
primero un dúo con Dorinda, en el que el recitativo secco interrumpe
constantemente la melodía principal, y después una falsa aria da capo, en la
que todas las reglas del género resultan invertidas, nos señalan mediante
procedimientos puramente musicales el trastorno mental del personaje, cuyo
espíritu atormentado quedará luego recalcado por el “aria de la tempestad” de
Zoroastro. El acto se completa con arias de Angélica y Dorinda, un curioso y
falso dúo entre Angélica y Orlando, que en realidad sólo cantan una frase a la
vez, un segundo recitativo acompañado de Zoroastro, que culmina una corta
sinfonía, y dos arias más del héroe antes del gozoso conjunto final. Estas dos
arias merecen atención especial: resulta memorable la del sueño, escrita en un
dulce y lánguido Mi bemol mayor y que cuenta con el acompañamiento insólito
de dos violette marine. La violetta marina, que no aparece en ningún otro lugar
del catálogo haendeliano, era al parecer un instrumento similar a la viola
d’amore, cordófono que algunos tratadistas adscribían a la familia de las violas
da gamba, aunque se tañía sobre el brazo y poseía, además de las cuerdas
melódicas, otras que suenan por simpatía. El fragmento fue escrito
específicamente para que lo tocaran Pietro Castrucci, concertino de la orquesta
de Haendel, y su hermano Prospero. La última aria de Orlando (brevísima y sin
da capo) retoma, ya se dijo, la tonalidad de la obertura (fa sostenido menor); el
número se resuelve de forma teatralmente muy eficaz, con la aparición de
Angélica que canta cuatro compases en el relativo la mayor, lo que hace
descubrir al héroe, salido ya de su estado de enajenación mental, que aquellos
a los que creía muertos por su mano (Medoro y Angélica) están en realidad
vivos, lo que frena su intento de suicidio. Una vez más, un recurso musical (el
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contraste entre la tonalidad oscura y trágica de fa sostenido menor y la clara y
luminosa de la mayor) sirve a Haendel para enfatizar el sentido dramático de la
situación y la psicología de los personajes.
Cinco solistas y una orquesta
Se ha insistido ya en que Haendel concedió al virtuosismo de los cantantes
menos espacio del que era habitual en su producción operística. En el papel del
héroe, Senesino tenía en el primer acto un aria de bravura como “Fammi
combattere” y en el segundo, aparte del tour de force de la escena de la locura
(nueve cambios de metro en menos de 200 compases), otra aria como “Cielo!
Si tu il consenti”, con exigentes figuraciones en trinos y una bajada hasta el La2,
aunque a su nota más grave (un Sol2) no llega hasta el acto III, en “Già lo
stringo”, esa pieza en la que el compositor trastoca por completo las reglas del
aria da capo. El resto de sus intervenciones son de carácter
predominantemente silábico, con momentos tan hermosos como “Gia l’ebro mio
ciglio” en el que el ámbito de la tesitura no pasa de la octava. Angélica se
presenta en escena con el dúo con Medoro “Ritornava al suo bel viso”, una
especie de cantilena silábica. Luego, en el mismo primer acto Haendel le
adjudicó la brillante “Chi possessore”, aria no especialmente difícil, pese a los
pasajes melismáticos en semicorcheas. Más virtuosismo requiere sin duda su
primera aria del acto II, “Non potrà dirmi ingrata”, que exige una agilidad
considerable. El aria que la sigue, “Verdi piante” resulta muy sugerente por su
delicadeza, su tonalidad de sol menor, las dos flautas dulces y las dinámicas
entre piano y pianissimo de la orquesta, pero no por su dificultad. La tesitura
del personaje se mueve entre el Re3 y el La4, no especialmente exigente para
una soprano.
Una tesitura más ancha requiere el rol de Dorinda (dos octavas justas, entre Si2
y Si4), con la que Haendel compuso un personaje franco, espontáneo y directo,
como muestra la melodía algo naïf de “O care parolette” o la siciliana sobre la
que se construye “Se mi rivolgo al prato”, en la que el compositor obtiene un
extraordinario contraste entre el tono de pastoral y la situación patética del
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momento. Los dos números más delicados para la intérprete son “Quando
spieghi”, la típica aria de ruiseñor (sin flauta), que abre el acto II, y “Amor è
qual vento”, ya en el III, brillantísima pieza en sol mayor, con figuraciones de
alto riesgo, lo más apropiado al carácter de soprano buffa de Celeste Gismondi
en toda la obra. El personaje de Medoro es posiblemente el más insulso,
vocalmente hablando, de la ópera. En el aria del primer acto, “Se il cor mai ti
dirà” hay algunos saltos de octava en un contexto general de calma, muy
parecido al de “Verdi allori”, del acto II, una elegante siciliana en sol mayor.
Más riesgo tiene el aria que abre el acto III, “Vorrei poterti amar”, pues pese al
tono pastoral, el cantante alcanza aquí su nota más aguda, un Fa4. Por los
graves, el personaje llega hasta un Si2. Finalmente, Zoroastro deja su impronta
en recitativos acompañados y ariosos, aunque su aria del acto II (“Tra caligini
profonde”) es magnífica y peliaguda, pues el cantante alcanza el extremo grave
de su tesitura (Fa#1) y tiene saltos interválicos por encima de la octava. Por
arriba, la tesitura llega hasta el Fa3, dos octavas largas, pese a la plácida
apariencia del papel. Su aria del acto III (“Sorge infausta una procella”) es
también movida, en su intento de comparar los desvaríos humanos con las
tempestades, pero sin los ágiles alardes de la anterior.
Tampoco es la orquesta de Orlando un dechado de virtuosismo, brillantez ni
opulencia sonora, lo cual podría resultar extraño, tratándose de una ópera
basada en un tema épico, caballeresco, pero concuerda a la perfección con la
idea de drama íntimo, dominado por un tono melancólico, pastoral y reflexivo,
que he defendido en estas notas. Nada de trompetas ni de timbales que canten
la gloria guerrera del protagonista. Una pareja de trompas (instrumento más
cinegético que marcial) acompaña la segunda aria de Orlando (“Non fu già men
forte Alcide”), a lo que hay que añadir la presencia en un par de números de
dos flautas dulces (pastoriles por excelencia) y, en el aria del sueño, de las
violette marine (cuyo sugerente timbre invitaba, según Leopold Mozart, a
escucharlas “en la paz vespertina”). Eso es todo. La cuerda y las habituales
parejas de oboes y fagotes completan, junto a los instrumentos del bajo
continuo, una orquesta más bien modesta en variedad y originalidad tímbrica,
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lo que no impide al compositor dar una lección de absoluta maestría en el
manejo del color y las armonías adecuadas a cada situación. Y es que más allá
de la mayor o menor verosimilitud naturalista de la obra, lo que Orlando nos
muestra a las claras es el esplendoroso talento dramático de un músico
irrepetible.