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HABITANDO EN UN NOGAL: RELATOS Y NOTICIAS DEL AÑO 1231 FRANCISCO SUÁREZ SALGUERO

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HABITANDO EN UN NOGAL:

RELATOS Y NOTICIAS DEL AÑO 1231

FRANCISCO SUÁREZ SALGUERO

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Francisco Suárez Salguero ha compuesto estos escritos esmerándose en ofrecer

la crónica cronológica que el lector podrá aprovechar y disfrutar. Lo ha hecho

valiéndose de cuantas fuentes que ha tenido a mano o por medio de la red in-

formática. Agradece las aportaciones a cuantas personas le documentaron a tra-

vés de cualquier medio, teniendo en cuenta que actúa como editor en el caso de

algún texto conseguido por las vías mencionadas. Y para no causar ningún per-

juicio, ni propio ni ajeno, queda prohibida la reproducción total o parcial de este

libro, así como su tratamiento o transmisión informática, no debiendo utilizarse

ni manipularse su contenido por ningún registro o medio que no sea legal, ni se

reproduzcan indebidamente dichos contenidos, ni por fotografía ni por fotocopia,

etc.

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A MODO DE PRÓLOGO

LA MILAGROSA CRUZ DE CARAVACA

En el 3 de mayo del año 1231 se sitúa el milagro de la Cruz en la ahora murciana

localidad de Caravaca de la Cruz. Según la tradición o legendaria historia, se trata de

una Cruz relicario conteniendo Lignum Crucis o Vera Cruz que hizo su aparición

portada por unos ángeles para que el presbítero hecho prisionero de los moros, Ginés

Pérez Quirino (o Chirinos), pudiera celebrar una misa ente Zayd Abu Zayd, el que fue

último gobernador almohade de Valencia, acabando con sus muchas incidencias. Aque-

lla misa, a la que Zayd acompañado de otros moros quiso asistir, se celebró en su alcá-

zar de Caravaca, ocurriendo todo del modo que a continuación relatamos.

Dominaba entonces Ibn Hud reinando en la poderosa taifa de Murcia extendiendo su

poder por gran parte de la cada vez más reducida Al-Ándalus, pero que aún tenía su

amplitud territorial por el sur peninsular español. Como llegase a Caravaca una partida

de cautivos cristianos, Zayd Abu Zayd, que allí gobernaba, preguntó al clérigo Ginés,

que provenía de Cuenca siendo uno de tantos capturados por los musulmanes, a qué se

dedicaba, pues a los cautivos, para sacarles partido, se les preguntaba por sus oficios o

habilidades. El clérigo respondió que lo suyo era celebrar misas y todo lo demás refe-

rente a la liturgia cristiana. Entonces se le despertó a Zayd la curiosidad de saber cómo

es el desarrollo de una misa, le entraron ganas de presenciar una misa, mandándole al

clérigo que la oficiara. A tal fin se le proporcionaron al clérigo cuantos enseres pidió. Al

decir el sacerdote que precisaba también de un crucifijo para tal menester, aparecieron

entonces dos ángeles que, transportando el relicario con el Lignum Crucis, lo colocaron

sobre el improvisado altar que se había dispuesto. La milagrosa aparición produjo la

conversión de Zayd Abu Zayd, el cual, con toda su gente y cortesanos, acabó cristiano y

bautizado, siguiéndole en esto todos sus allegados.

Algunos años después pasó el reino murciano al vasallaje del rey Fernando III de

Castilla y León, convirtiéndose Caravaca de la Cruz en bastión de la frontera hispano-

musulmana de la época.

Como reliquia, la Cruz de Caravaca es significativa del mensaje de salvación que

Cristo nos dejó, de la redención que tan misericordiosamente nos obtuvo. Procedente de

Jerusalén, se trata de una cruz oriental, de una reliquia medieval y patriarcal, que se

custodió en la Ciudad Santa y en Caravaca tanto por los caballeros templarios como por

los de la Orden de Santiago. Por su fama de portentosa y milagrosa, la Cruz de Cara-

vaca posee un marcado poder de atracción sobre muy numerosos visitantes peregrinos.1

1 Durante la invasión napoleónica o Guerra de la Independencia Española (1808-1814), la Cruz de Cara-

vaca estuvo oculta por temor a que fuera presa de la rapiña que caracterizó a las tropas francesas.

Más tarde, en 1934, la Cruz fue objeto de un robo sacrílego, llevándose los ladrones la santa reliquia

propiamente dicha o sagrada astilla, dejando abierto el relicario cruciforme. Jamás se descubrió la autoría

del hecho. Tras la Guerra Civil Española (1936-1939), el Papa Pío XII (1939-1958) concedió a Caravaca

un nuevo Lignum Crucis, en 1945. Se celebró entonces en Caravaca mucha fiesta por el restablecimiento

del relicario.

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Ofrecemos como testimonio en este a modo de prólogo la homilía que pronunció en

Caravaca de la Cruz, el 1 de diciembre de 2002, primer domingo de Adviento, el en-

tonces cardenal Joseph Ratzinger, posteriormente Papa Benedicto XVI, como sabemos.

He aquí el texto:

Queridos hermanos y hermanas:

Con el primer domingo de Adviento, que hoy celebramos, inauguramos la tercera fase

del Año Preparatorio para el “Año Santo Jubilar”, en el que, según acontece cada siete

años, deseamos venerar de manera especial el misterio de la Cruz de Cristo. Y es que la

venerable Cruz de este santuario nos presenta encarecidamente ese misterio.

En primer lugar nos viene a la mente la tradición, según la cual el tres de mayo de

12322 apareció esta cruz aquí de manera misteriosa en medio de un territorio bajo domi-

nación islámica. El rey musulmán Zayd Abu Zayd, que en aquellos años dominaba en

Murcia, quería saber de un sacerdote católico, que estaba apresado en su residencia, qué

era ser sacerdote, qué significaba celebrar la misa. El sacerdote Ginés Chirinos le ex-

plicó brevemente que la prescripción más elevada del sacerdote era la celebración de la

Eucaristía, instituida por el Señor en la Última Cena, y que en esa celebración el pan y

el vino se transforman en la carne y la sangre del Redentor: “Cuerpo de Dios puro y

verdadero”. Pero para ello –continuó diciendo Ginés Chirinos– el sacerdote tiene que

vestirse con las santas vestiduras, como Cristo, y pronunciar las mismas palabras que

Cristo pronunció en la Última Cena. La curiosidad del rey se avivó, hasta el punto de

querer asistir a una misa, e hizo traer todas las vestiduras y utensilios necesarios para tal

efecto, tal como le había explicado el sacerdote. Cuando la misa iba a empezar, se die-

ron cuente de que se habían olvidado de una cosa: una cruz, que tenía que estar sobre el

altar para la celebración del sacrificio. Mientras el sacerdote trazaba con sus dedos la

figura de una cruz, el rey le dijo lleno de asombro: “¿Es eso que está sobre el altar?”.

Y, cuando el sacerdote dirigió su mirada al altar, vio que estaba plantada una cruz: la

Cruz de Caravaca, que de manera misteriosa se había hecho presente, de modo que en-

tonces pudo celebrarse la sagrada liturgia mirando a Cristo crucificado.

Mucho nos da que pensar este antiquísimo relato de la Cruz de Caravaca. El sacerdote

es plenamente sabedor de que su mayor servicio es invocar la presencia verdadera del

Cuerpo y la Sangre de Cristo, abrir el cielo para que venga a la tierra. Él sabe así, con

santa admiración, cuán grande es el sacerdocio; sabe que no obra él mismo, sino que él

“se ha revestido de Cristo”, no sólo por fuera, sino desde dentro: el Señor ha tomado

posesión de él, actúa y obra por medio de él. Él mismo, el Señor, está presente de nuevo

y pronuncia por la boca del sacerdote las palabras santas que transforman cosas terrenas

en un misterio divino. El sacerdote sabe que no puede celebrar la Eucaristía de cualquier

manera, sino que es humilde servidor de un gran misterio al que sólo puede acceder en

obediencia y veneración. Sabe que esta celebración no está subordinada a su capricho y

que incluso la forma externa es –y tiene que ser– manifestación del obrar oculto de

2 Lo mismo puede ser el año 1231 que el 1232 (fecha que aparece en esta homilía).

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Dios. Y sabe que la mirada a la Cruz, al Crucificado es esencial para la Misa. Clara-

mente esta frase de la Carta a los Hebreos le ha llegado al alma: “Fijemos los ojos en

Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, por el gozo que se le proponía, soportó la

cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios” (Heb 12,

2).

De esto se trata precisamente en el próximo Año Santo: que dirijamos la mirada del

corazón a Jesús. Y esta tiene que ser la orientación interior de la mirada en cada celebra-

ción eucarística: aprender a mirar por encima de las cosas de la vida cotidiana, por en-

cima de la marea de imágenes del televisor, para llegar a ver desde nuestro interior a

Jesús y así reconocer el Camino, la Verdad y la Vida. A consecuencia de la marea de

imágenes de nuestro tiempo, nos amenaza una ceguera del corazón; ya no podemos ver

más hacia nuestro interior, porque lo que nos llega de fuera nos embarga por completo.

Ya no estamos en condiciones de percibir el interior de las cosas y de los seres huma-

nos: la belleza de la creación, la bondad oculta, lo puro y lo grande que habita en un

hombre y a través de lo cual nos contempla la bondad misma de Dios. Mantener diri-

gida la mirada a Jesús: la Carta a los Hebreos nos dice al respecto algo muy importante.

Jesús mismo –así dice la mencionada Epístola– fijó su mirada en el gozo de Dios. Y por

eso pudo soportar la cruz y pasar a través de su ignominia exterior. Él miraba no sólo el

gozo que Dios le daba, él miraba el gozo que Dios quiere darnos a todos y al que no-

sotros no alcanzamos porque no lo reconocemos. Puesto que nosotros no lo anhelamos,

no nos ponemos en marcha para buscarlo, y no nos ponemos en marcha porque otras

alegrías más veloces nos distraen y nos ciegan. Pero Jesús quiere allanarnos el camino

que nos lleva a la alegría de Dios. Por eso toma la cruz sobre sí, la cruz que abrirá nues-

tros corazones. Él lleva nuestras oscuridades, nuestros dolores, para que se abran nues-

tros ojos, para que lleguemos al camino que nos lleva a la alegría de Dios. Mirar a Jesús

significa dirigir la mirada a la alegría de Dios, aprendiendo de Jesús que precisamente la

renuncia y el dolor nos llevan al camino de la verdadera alegría.

Pidamos al Señor que sepamos ver por dentro, que seamos cada vez más capaces, en

la celebración de la eucaristía, de buscar y encontrar su rostro. Retornemos de nuevo a

la historia de la primera aparición de la Cruz de Caravaca. En esa historia se nos cuenta

que la cruz olvidada se hizo presente por sí sola inmediatamente después de pedir por

ella. Los milagros exteriores no se repiten y tampoco son lo esencial. Pero el milagro

interior sucede en la Eucaristía siempre de nuevo: la Cruz del Señor se hace, en reali-

dad, presente. La Misa no es sólo un banquete; en ella el misterio de la Cruz está en me-

dio de nosotros. El sacrificio de Cristo en la Cruz no pertenece simplemente al pasado.

Es cierto que todo lo que los verdugos hicieron, todos los actos de su crueldad e irre-

flexión, todo eso ya pasó. Pero, a decir verdad, aquel sacrificio no consistió en esos

actos externos. Consistió más bien en que Jesús mismo, en su interior –“voluntaria-

mente”, nos dice la segunda plegaria eucarística– lo aceptó transformando en su interior

los actos externos de crueldad en un acto de amor. Ese acto es el que rasgó el velo del

templo, el que partió en dos el muro que separaba a Dios y el mundo. Con ese acto

Jesús ha elevado el género humano hacia Dios. En ese acto de amor se unen lo humano

y lo divino en Cristo: el amor humano y el divino se hacen uno –Dios es amor. En la

entrega de Jesús, su humanidad se hace amor, y así se unen Dios y el hombre.

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Ya no hay muro de separación: ese es el acontecimiento de la Eucaristía, el misterio

profundo de la Cruz, su profundo contenido. Conforme a eso, la Carta a los Hebreos

describe de nuevo lo que sucede en la Misa con las siguientes palabras: “Vosotros os

habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miría-

das de ángeles, reunión solemne, y a la asamblea de los primogénitos inscritos en los

cielos, y a Dios, juez universal, ...y a Jesús, mediador de una nueva alianza, y a la as-

persión purificadora de una sangre que habla más fuerte que la de Abel” (Heb 12, 22-

24). En otro pasaje la Carta a los Hebreos describe de manera semejante el proceso in-

terno de la celebración eucarística: “Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono

de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia de un auxilio oportuno”

(Heb 4, 16). Esta es la grandeza de la Santa Cruz. Esta es la grandeza de la Eucaristía.

La redención se hace presente porque el amor crucificado se hace presente. Todo amor

humano tiene que ver con la Cruz, con la renuncia de uno mismo, con la donación de

uno mismo: sólo el que se pierde se encuentra (Mt 10, 39). Tenemos que aprender de

nuevo esta grandeza de la Eucaristía, y el Año Santo de la Cruz de Caravaca nos ha de

ayudar a ello.

Con todo lo anteriormente dicho, también se hace patente la relación entre el mensaje

de la Cruz y el Adviento, cuyo comienzo celebramos hoy. Qué significa el Adviento

está expresado sobre todo en dos textos de la liturgia de hoy. Primero resalta la oración

del profeta Isaías: “Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos...? Vuélvete por amor

a tus siervos... ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases...!” (Is 63, 17-19). ¡Qué cercana a no-

sotros es la situación del profeta! Cuán oscuro y velado parece el cielo, cuán impenetra-

ble parece la frontera del mundo y de nuestro conocimiento, de modo que no podemos

alzar la vista a Dios. Muchas nubes cubren la mirada hacia el Dios vivo. Y sus siervos,

los hombres que quieren creer, se sienten con frecuencia tan abandonados. Sí, con el

profeta gritamos al Señor: ¡Rasga el cielo! ¡Vuelve a tus siervos! Y el Señor nos res-

ponderá: ¿No veis que yo ya he rasgado el cielo? Entonces, en la hora de la Cruz, con el

velo del templo se rasgó también el velo que separaba el cielo y la tierra. Cuando el

soldado romano atravesó su lanza en mi costado y brotaron de esa herida sangre y agua,

entonces esa lanza penetró en lo hondo del corazón de Dios. Ahora podéis contemplar

mi costado abierto al Padre y llegar hasta Él. Con mi corazón abierto Dios mismo se os

ha dado. Sí, yo he rasgado el cielo en la hora de la Cruz y siempre lo rasgo de nuevo en

la hora de la Santa Eucaristía. Esto es Adviento. Esto es llegada. Ahora yo entro en me-

dio de vosotros y me dono a vosotros para que me toquéis de cerca, e incluso me dono

hasta llegar a lo más íntimo de vosotros. ¿Veis el cielo abierto? Y nosotros sólo pode-

mos responder humildemente diciendo: Señor, ¡sana nuestra ceguera interior, rasga

también nuestro corazón para que pueda ver!

El segundo texto que define el Adviento se encuentra en el Evangelio, que el Señor

resume con la palabra: ¡Vigilad! ¿Qué quiere decir cuando habla de vigilancia? Está

vigilante aquel que percibe la realidad en su totalidad y a fondo y no el que simplemente

se deja impresionar por ella. Vigilar significa contemplar las cosas penetrando a través

de la superficie y así experimentar lo verdadero, es decir, a aquel que está detrás de

todo, al Dios vivo: a Cristo, en quien Dios se hizo hombre, al Emmanuel, Dios-con-

nosotros. Estar vigilante significa no sólo defender lo que se refiere a nuestros intereses

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y deseos externos, sino ver los más profundos signos del tiempo con los que el Señor

golpea suavemente nuestra alma para que le abramos la puerta. ¡Qué dormidos estamos

frente a Dios! La Cruz, a la que remite la Santa Eucaristía y cuyo signo exterior es la

Santa Cruz de Caravaca, es la fuerza santa con la que Dios golpea nuestros corazones y

nos despierta. Ver a Cristo crucificado significa vigilar y luego vivir con rectitud. Sí,

Señor, ¡abre el cielo! Haznos vigilantes para que te reconozcamos a ti, que estás oculto

en medio de nosotros.

Amén.

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AÑO 1231

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ADELANTAMIENTO DE CAZORLA (REINO DE CASTILLA)

SEÑORÍO ECLESIÁSTICO DE TOLEDO EN LA FRONTERA

DE ANDALUCÍA Y BATALLA DE JEREZ

El rey Fernando III de Castilla y León creó, como señorío eclesiástico para el ar-

zobispado de Toledo, en pro de la reconquista hacia el sur peninsular,3 el Adelanta-

miento de Cazorla, el 20 de enero de este año 1231.4

Entendemos el origen de esta concesión por la insuficiencia de medios, tanto mate-

riales como personales, de los que el rey no puede disponer para afrontar su doble avan-

ce de reconquista: por el valle del Guadalquivir desde donde nace el río y por la cuenca

del Guadiana Menor5 en dirección a Almería. La cesión del monarca tiene como obje-

tivo implicar o involucrar a la sede episcopal toledana en la planeada y decidida re-

conquista de Granada en cuanto sea posible.6 De hecho, ya a partir del año pasado

(1230), el arzobispo de Toledo, Don Rodrigo Jiménez de Rada, fue impulsando la con-

quista de unos cuantos castillos mientras creaba una verdadera y ya lograda marca mi-

3 Por la actual provincia de Jaén.

4 El ámbito o espacio geográfico del adelantamiento de Cazorla ocupaba unos 1.900 km² del reino de

Jaén (o Santo Reino, como fue considerándose el territorio jiennense al ser reconquistado), estando Ca-

zorla en la cabecera de la falla del Guadalquivir, siendo los límites del adelantamiento: las comarcas de

Chiclana de Segura y Beas de Segura (por el norte), las cumbres de Sierra Castril y los territorios de la

Orden de Santiago, como Segura de la Sierra (por el este), la cuenca del Guadiana Menor (por el sur) y la

Loma de Úbeda y las Villas y la sierra de Cabra del Santo Cristo (por el oeste). Eran 6 las poblaciones

principales que servían de centro y apoyo a un buen número de fortalezas, atalayas, torres de vigilancias

(también llamadas ópticas), castillos rurales, de observación, etc. Las poblaciones o villas eran: Cazorla,

La Iruela, Villacarrillo, Iznatoraf, Villanueva del Arzobispo y Sorihuela del Guadalimar. En una primera

época se incluyó también Quesada, capital por un período de tiempo, aunque más tarde se transfirió dicha

capitalidad al concejo de Úbeda.

5 Afluente del Guadalquivir por entre las actuales provincias de Granada y Jaén.

6 La reconquista de Granada por parte del rey Fernando III era clara intención suya, si bien, como sabe-

mos, no pudo lograrla, demorándose este asunto, entre unas cosas y otras, como iremos viendo, hasta

1492, por obra de los Reyes Católicos.

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litar,7 poniéndose al frente de la misma un adelantado, verdadero representante del ar-

zobispo ostentando plenos poderes civiles y militares.8

Fernando III va repoblando Baeza y deslinda su término, otorgándole un amplio al-

foz que incluye el castillo de Garcíez y llega por el sur hasta Torres y el castillo de

Xandulilla. Tropas del rey castellano conquistaron Albánchez (que pasó al alfoz de

Baeza), y Bedmar (que pasó al señorío de Sancho Martínez, de Jódar).9

7 Rivera Recio, J. F. (1948): El Adelantamiento de Cazorla, Toledo, E. Católica Toledana; Eslava Galán,

J. (1999): Los castillos de Jaén, Granada, E. Osuna.

Eslava Galán divide la historia del Adelantamiento de Cazorla en tres etapas: la de su formación y es-

plendor (1231-1495), la de su decadencia y mayor independencia respecto al arzobispado de Toledo

(1496-1618) y la del abocamiento a su desaparición y la desaparición misma, entre los años 1619-1812.

La base del que vino a ser el Adelantamiento de Cazorla la estableció la concesión del señorío de Fer-

nando III al entonces arzobispo de Toledo Don Rodrigo Jiménez de Rada, experto guerrero, ya con el

señorío de Quesada y sus territorios, como fuimos viendo. El primer objetivo del rey al otorgar el adelan-

tamiento era el de la conquista de Baza (Granada), la cual le había sido prometida por el rey al arzobispo

en virtud de dos bulas pontificias de cruzada que el prelado toledano había conseguido, en cuanto cola-

borador de la empresa y repartidor de tierras. Ya iremos viendo cuanto resulte de todo ello o al respecto

en adelante.

8 El término “adelantado”, referido a las oficialidades del rey y de los concejos, comienza a aparecer por

primera vez en documentos navarros y castellanos del siglo XI, aunque se ignora qué competencias tenían

exactamente aquellos primeros oficiales.

El título de “adelantado mayor” se otorgaba por lo general a algunos militares que se distinguían por su

lealtad, siendo de particular estima y aprecio por el rey, ya que ostentaban poderes jurídicos y materiales

conllevando “adelantar” la empresa que se les proponía, para la cual habrían de ser de la entera confían-

za ante el monarca y sus cortes, sin que se pudiera ser adelantado sin ser amigo del rey, también y de or-

dinario por hechos consumados de armas o vínculos de parentesco y lealtad con otros adelantados.

Durante la Baja Edad Media, el de adelantado era un cargo oficial del reino de León, del reino de Cas-

tilla y de la posteriormente unificada Corona de Castilla, siendo un cargo que reunía competencias mili-

tares, gubernativas y judiciales sobre una circunscripción determinada. Las facultades de los adelantados

se describen sumariamente, y con más detalles cada vez, en la ordenación de los oficios de la adminis-

tración de Justicia hecha por los monarcas y cortes sucesores de Fernando III.

Relacionado con las tareas y campañas de reconquista fueron surgiendo y manteniéndose los adelanta-

dos de fronteras, muy particularmente en los contextos guerreros en las líneas fronterizas. Así, la “Fron-

tera de Andalucía” fue establecida por las reconquistas a los musulmanes ya durante las primeras décadas

del siglo XIII, siendo época de repartición de tierras entre los repobladores cristianos, con fundación de

concejos y concesión de fueros; el monarca necesitaba, para gobernar y poblar los territorios ganados en

Andalucía, un representante leal en quien delegar sus poderes para administrar las funciones gubernativas,

judiciales y sobre todo las militares, por el siempre riesgo latente de contraofensiva.

En cuanto adelantados de frontera sabemos de algunos como Sancho Martínez de Xodar (señorío de

Jódar, Jaén). El primer adelantado de frontera en tiempos de Fernando III para la Frontera de Andalucía

fue Álvaro Pérez de Castro el Castellano, muerto el cual, en 1240, vino a sucederle Rodrigo Alfonso de

León, hijo (ilegítimo) de Alfonso IX de León (padre de Fernando III, muerto, como sabemos, en 1230). Y

fue habiendo otros, siempre destacados, para otras “Fronteras”. Ya iremos viendo más en lo por venir y

en los demás reinos o ámbitos que hayamos de considerar.

9 El castillo de Jandulilla, generándose por aquí el señorío de Jódar. El castillo de Jandulilla juntamente

con Jódar pasaron a manos de Sancho Martínez, por lo que el paso del río Jandulilla y su defensa quedaba

en poder de don Sancho Martínez, mientras que Garcíez se situó bajo la órbita del concejo de Baeza. Las

nuevas incorporaciones de Albanchez (1231) y Jimena (1234) pasaron al alfoz de Baeza, mientras que

Bedmar (1231) pasó a depender de Sancho Martínez de Jódar. En 1245 cae Cabra, el último castillo mu-

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De otra parte, Muhammad Handon, reyezuelo de Tiscar, que tenía una torre estra-

tégica en sus dominios, acabó rindiéndola ante el rey Fernando III, y éste la llamó To-

rreperogil al entregársela a Pedro Xil (o Gil) de Zático,10

uno de los infanzones de

Baeza que se distingue en la lucha de reconquista junto al monarca castellano.

Vino luego la batalla de Jerez,11

entre otras que también contamos. Iba al frente de la

campaña de reconquista a la que nos referimos Álvaro Pérez de Castro el Castellano,

enfrentándose a las tropas musulmanas de Ibn Hud,12

resultando éstas derrotadas.

En este año 1231, mientras Fernando III recorría los centros o ciudades más impor-

tantes de su logrado reino de León sumado al de Castilla, envió a su hijo Alfonso, de

tan sólo 9 años de edad, desde Salamanca, a que invadiera los reinos musulmanes de

Córdoba y Sevilla, claro está que acompañado y más que tutelado por Álvaro Pérez de

Castro y por el magnate Gil Manrique.13

Desde Salamanca y pasando por Toledo fue el recorrido, y en la ciudad del Tajo se les

unieron cuarenta caballeros toledanos; se dirigieron hacia Andújar,14

y desde allí se en-

caminaron a devastar la tierra de Córdoba, y posteriormente fueron al pueblo de Palma

del Río,15

donde hicieron mucha masacre, exterminando prácticamente a todos los ha-

bitantes; tomaron esta localidad y se dirigieron luego a tierra de Sevilla y hacia Jerez,

en cuyas inmediaciones, casi a orillas del río Guadalete, instalaron el campamento mi-

litar.

El emir Ibn Hud, que había reunido un numeroso ejército dividido en siete cuerpos, se

interpuso con estas tropas entre el ejército cristiano y la ciudad de Jerez, obligando a los

sulmán en la margen izquierda del Jandulilla. Dos importantes castillos de la margen derecha, Bélmez y

Huelma, también pasan a poder cristiano, entre 1243 y 1246. Con esto, la totalidad del Valle del Jandu-

lilla fue cayendo en manos cristianas.

10

De donde o de quien deriva el topónimo.

11

Jerez de la Frontera (Cádiz).

12

Rey de la taifa de Murcia, con mucho y extenso poderío andalusí, aunque ya reduciéndose, como veni-

mos viendo desde años atrás.

13

No obstante, varios historiadores han señalado que el infante Alfonso al que se refieren las crónicas de

la época no fue el hijo de Fernando III el Santo, sino su hermano, el infante Alfonso de Molina, hijo del

difunto Alfonso IX de León y de Berenguela de Castilla. No obstante, según la versión que sostiene que

el infante Alfonso (futuro Alfonso X el Sabio) presente en la batalla era en realidad el hijo del rey, Fer-

nando III: “Mandó a don Alvar de Castro, el Castellano, que fuese con él, para guardar el infante y por

cabdillo de la hueste, ca el infante era muy moço e avn non era tan esfforçado, e don Alvar Pérez era

omne deferido e muy esforçado” (Crónica de Veinte Reyes. Edición Burgos. 1991. Pág. 306).

En este año 1231 le nació a Fernando III, de su mujer Beatriz de Suabia, su hijo Felipe, que llegará a

ser arzobispo electo de Sevilla (1249-1258).

14

Provincia de Jaén.

15

Provincia de Córdoba, en el límite con la de Sevilla.

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castellano-leoneses a combatir. Durante la batalla que hubo a continuación,16

los caste-

llano-leoneses, mandados por Álvaro Pérez de Castro el Castellano a la vanguardia,

derrotaron a los musulmanes, aunque éstos eran muy numerosos, sobrepasando a los

cristianos y aventajándoles estratégicamente, pues los castellano-leoneses se ubicaban

atrapados, sin posibilidad de darse a la fuga.

Álvaro Pérez de Castro,17

después de arengar a sus hombres y recordarles que no ha-

bía retirada posible y que no había otra esperanza sino la de morir combatiendo, orde-

nó el ataque del ejército cristiano, que avanzó y abrió una brecha en las filas musul-

manas, las cuales se vieron rodeadas por los flancos y por la retaguardia con el ataque

de las tropas cristianas; viéndose así atacadas las tropas musulmanas, cundió el pánico

en ellas y se deshicieron en sus líneas de combate; emprendieron la retirada y la batalla

se convirtió entonces en una masacre generalizada y por doquier de musulmanes que

huían hacia la ciudad de Jerez. Durante la batalla se distinguieron los hermanos Garci

Pérez de Vargas y Diego Pérez de Vargas, siendo apodado este último “Machuca” por

la acción llevada a cabo durante la batalla, si bien se atribuyó la victoria cristiana a la

milagrosa intervención del Apóstol Santiago.18

Lo cierto es que la batalla de Jerez tuvo sus consecuencias, destacándose que se debi-

litó el poder de Ibn Hud. Al mismo tiempo se acrecentó la influencia de su rival y

eyezuelo de Arjona,19

Muhammad ibn Nasr,20

aliado de Fernando III, a quien le facili-

taba la penetración por el valle del Guadalquivir.21

16

Batalla de Jerez de la Frontera, en sus inmediaciones y en este año 1231.

17

Según refieren las crónicas de la época.

18

Tras la victoria cristiana en la batalla de Jerez de la Frontera, Pérez de Castro regresó a Castilla y dejó

al infante Alfonso con su padre el rey, cuando se encontraba en Palencia.

19

Provincia de Jaén.

20

Nacido en 1194. Como Muhammad I será el primero de los reyes nazaríes de Granada (1238-1273),

tras haber ostentado el sultanato de Arjona entre los años 1232-1238.

Descendiente por línea paterna de un miembro de la familia de los Banu Nasr, conocido por el apodo

Ibn al-Ahmar (“el descendiente de Bermejo, el Rojo”), que afirmaba proceder de uno de los compañeros

que siguieron al profeta Mahoma durante la hégira, su ascendencia se asentó en la taifa de Zaragoza y en

ella permaneció hasta el año 1118, cuando la taifa fue reconquistada por el rey Alfonso I de Aragón el

Batallador, siendo entonces cuando los Banu Nasr se trasladaron a Arjona.

En 1212, a raíz de la batalla de Las Navas de Tolosa, el poder de los almohades, como bien sabe-

mos, empezó a declinar, originándose a partir de entonces las denominadas terceras taifas, siendo una de

las más destacadas la taifa de Murcia extendiendo su dominio sobre toda Al-Ándalus, exceptuando su

control sobre las taifas o reinos de Valencia y de Niebla (Huelva).

Muhammad ibn Nasr, aunque dedicado a la agricultura, a sus campos, alcanzó también su prestigio gue-

rrero o militar, teniendo en cuenta que sus tierras eran fronterizas y apetecibles (al menos para pasar por

ellas) tanto para los cristianos como para los musulmanes.

Las incursiones cristianas y las continuas derrotas que sufren las tropas de Ibn Hud, provocando el ma-

lestar en la zona contra éste, las aprovechó a su favor Muhammad ibn Nasr para alzarse contra el emir

murciano, con el apoyo de su familia encabezada por su tío Yahya ibn Nasr y de los Banu Asquilula, fa-

milia con la que se había emparentado por matrimonio. Así pues, el 16 de julio de 1232, se proclamará

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SABUGAL (FRONTERA ENTRE LOS REINOS

DE PORTUGAL Y LEÓN)

LA FIRMA DE UN TRATADO

El territorio que ocupa Sabugal22

quedó encuadrado en el reino de León cuando

Fernando II de León (1157-1188) venció a los portugueses en la batalla de Argañán,23

en 1179. Más tarde24

se consolidó esta zona como leonesa, defendida de los portugueses

por parte del rey Alfonso IX de León. De este modo, fundó este monarca el concejo de

Sabugal,25

repoblando su territorio.

Durante este año 1231, concretamente el 2 de abril, se firmó en Sabugal un tratado bi-

lateral entre los reyes Sancho II de Portugal y Fernando III de Castilla y León, com-

prometiéndose ambos monarcas a respetar las zonas de expansión de ambas coronas,

siendo una de las consecuencias, desde León, la devolución de Chaves al reino de Por-

tugal.26

Las consecuencias del tratado de Sabugal se prevén beneficiosas para portugueses y

castellano-leoneses, también en pro de la reconquista contra los musulmanes hacia el

sur peninsular.27

sultán de Arjona contra el emir de la taifa de Murcia. De este modo tenemos que la taifa de Arjona vino a

ser el germen del reino nazarí de Granada.

21

Por donde conquistará Fernando III ciudades tan señeras como Jaén, Córdoba, Sevilla y Murcia.

22

Actualmente en la región portuguesa de Beira.

23

Zona salmantina de Ciudad Rodrigo.

24

En 1199.

25

Más o menos en 1209.

26

Chaves se sitúa al norte de Portugal. Chaves tiene el significado de “llave”.

27

Después de este tratado con Castilla y León sobre zonas de expansión, Portugal completó la reconquista

del Alentejo (Serpa y Moura en 1232) y la del Algarbe al este del Guadiana (Ayamonte en 1239). Des-

pués de 1249 sólo hubo algunos reajustes fronterizos con Castilla y León que, desde 1232, había puesto

bajo su protección al reino taifa de Niebla (Huelva) pare evitar la posible conquista por los portugueses.

En el ámbito leones, el avance prosiguió por la actual Extremadura, zona de máxima resistencia militar

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OSMA (REINO DE CASTILLA)

JUAN DE SORIA, CANCILLER REAL, NOMBRADO OBISPO DE OSMA

El conocido como Juan de Soria,28

canciller de Fernando III de Castilla,29

fue desig-

nado en este año 1231 obispo de Osma.30

Caben destacar de él muchas cosas, entre ellas

haber sido uno de los delegados hispanos enviados al IV Concilio de Letrán en 1215,

ingresando a partir de entonces en la casa y cancillería real de Castilla como canciller,

siéndolo de Fernando III desde 1217, desde el inicio mismo de este reinado.

Sustituye plenamente en este año 1231 a los arzobispos de Toledo y Santiago de Com-

postela como canciller mayor de Castilla y León, coincidiendo esto con su nombra-

miento como obispo de Osma. Es así un prelado de mucho poder y prestigio,31

además

de muy culto y erudito.32

musulmana: Valencia de Alcántara (1221), Cáceres (1229), Mérida y Badajoz (1230), Trujillo (1232).

Mientras tanto, se progresaba en la otra gran línea de avance, específicamente castellana, a partir de La

Mancha y alto Guadalquivir: Alcaraz (1215), Quesada y Cazorla (1224), Baeza (1232) y Córdoba (1236).

Desaparecían ya los últimos restos del poder almohade en las tierras andalusíes.

28

También como Juan de Osma, Juan Díaz, Juan Domínguez o Juan Ruiz de Medina.

29

Vinculado a la cancillería de Castilla desde al menos 1211.

30

Provincia de Soria. Como eclesiástico fue sucesivamente abad en Santander y Valladolid, luego obispo

de Osma y posteriormente obispo de Burgos. En 1237 fue elegido obispo de León (ocupando sede va-

cante tras la renuncia del obispo Arnaldo), pero no llegó a tomar posesión de esta diócesis, a pesar de que

el Papa Gregorio IX había dado su aprobación para ello, porque el rey Fernando III no lo consintió.

31

Se le verá acompañando al rey Fernando III en sus campañas de 1235 y 1236 contra los almohades de

Al-Ándalus. Como legado pontificio de cruzada cristiana actuará en sustitución del arzobispo de Toledo

Rodrigo Jiménez de Rada. Se hallará presente en la reconquista de Córdoba y será él quien protagonice la

consagración de la catedral.

32

Fue autor de la Chronica latina regum Castellae (Crónica de los reyes de Castilla), conocida también

como Crónica de Castilla, redactada entre 1223 y 1237.

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CHELES

RECONQUISTA DE TEMPLARIOS POR EL GUADIANA

HACIA EL SUROESTE PENINSULAR

Cheles33

es un lugar reconquistado a los moros por parte de los caballeros templarios,

encontrándose dicho lugar por donde transcurre el río Guadiana, en uno de sus tramos

más hermosos, hacia el sur peninsular.

Como en todos los lugares de estas zonas que van reconquistando por ahora los caba-

lleros templarios se prevé la aplicación del fuero del Baylío o de Bailío.34

33

Provincia de Badajoz, localidad en la frontera con Portugal, en la comarca de los Llanos de Olivenza.

34

Ir a Epílogo I.

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REINO DE NAVARRA

ACUERDO DE TUDELA

El rey Sancho VII de Navarra y el rey Jaime I de Aragón, a 2 de febrero, firmaron en

Tudela un solemne acuerdo o pacto por el que se prohíjan mutuamente, de modo que, a

la muerte de uno de ellos y prescindiendo de los derechos de descendencia, el otro he-

redará sus dominios o reinos. Hay que tener en cuenta que el rey Sancho, sin descen-

dencia, es 54 años mayor que el rey Jaime, aún joven. El Acuerdo de Tudela compro-

mete también a ambos monarcas firmantes a prestarse ayuda contra el poderío de ex-

pansionismo imperialista del reino de Castilla y León.35

Sancho VII consiguió de Jaime I que le empeñe lugares o castillos como los de Fe-

rrera,36

Zalatamor,37

Castielfabib y Daymuz (Ademuz),38

logrando hacerse presente en

territorios de Aragón.

Documento firmado como acuerdo de Tudela (Archivo General de Navarra)

35

Sancho VII de Navarra había visto desgajarse de su reino las actuales provincias vascas, llevándoselas

a su órbita el rey Fernando III de Castilla y León. En espera de lograr la ayuda necesaria, el navarro buscó

plasmar alianza con el rey Jaime I de Aragón. La firma del correspondiente acuerdo tuvo lugar en Tudela,

en la fecha que señalamos, siendo en realidad un pacto de mutua adopción. Jaime I heredaría al navarro

(sin descendencia) y Sancho heredaría al aragonés, que ya tenía a su hijo Alfonso (1222-1260).

La avanzada edad de Sancho (61 años) hacía pensar que sería el aragonés quien heredara, en contra de

los intereses y derechos legales del sobrino del monarca navarro, Teobaldo de Champaña. No obstante,

Jaime I, cuando muera Sancho VII, en 1234, no reivindicará lo pactado en Tudela, entronizándose enton-

ces en Navarra Teobaldo I, de la Casa de Champaña.

36

Peñas de Herrera, en la sierra del Moncayo, entre las provincias de Soria y Zaragoza.

37

Cerca de Calatorao (Zaragoza).

38

Provincia de Valencia.

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DIÓCESIS DE CUENCA (REINO DE CATILLA)

SENTENCIA O RESOLUCIÓN SOBRE JURISDICCIÓN ECLESIÁSTICA

Con la sentencia del obispo García Frontín II de Tarazona,39

que el Papa Gregorio IX

nombró árbitro y juez que afrontara el largo conflicto sobre jurisdicción entre los obis-

pados de Cuenca y de Albarracín,40

se llegó a estos resultados, siendo obispo de Cuenca

Don Lope y de Albarracín Don Domingo:

1º.- Que el obispado de Cuenca se queda con las iglesias de Mira41

y Alcalá de la Ve-

ga, sucesora de Serreílla.42

2º.- Que el obispado de Albarracín se queda con las iglesias de Santa Cruz de Moya43

y la recién creada de Vallanca.44

3º.- Queda desmontado el casi señorío o feudo de cierta consistencia que le creó el

arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada a su primo Gil Garcés de Azagra.

4º.- Se deniegan al arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada los derechos y pre-

tensiones diocesanos que reclamaba al obispo de Cuenca sobre Moya,45

entre otros.

39

Provincia de Zaragoza.

40

Provincia de Teruel.

41

Mira (Cuenca) y su castillo habían sido musulmanes y los reconquistó en 1219 el arzobispo de Toledo

Rodrigo Jiménez de Rada, quien en 1221 entregó todo ello en feudo a su primo el noble aragonés Gil

Garcés de Azagra.

42

En la provincia de Cuenca. Los restos del castillo de Serreilla (pues sólo quedan vestigios del mismo)

se encuentran sobre un cerro formado por un meandro del río Cabriel situado a unos 2 kilómetros en di-

rección sur de la localidad de Alcalá de la Vega, por donde hay una ermita dedicada a la Virgen de los

Remedios.

El castillo de Serreilla fue reconquistado en 1210 por el rey Pedro II de Aragón. Cayó de nuevo en po-

der musulmán, pero fue luego reconquistado definitivamente, en 1219, por el arzobispo de Toledo Ro-

drigo Jiménez de Rada.

43

Provincia de Cuenca. Su fortaleza musulmana se había llamado castillo de Sierra. El lugar fue recon-

quistado, también en 1219, por el arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada, entregándolo luego en

feudo a su primo Gil Garcés de Azagra.

44

Provincia de Valencia, del territorio conocido como Rincón de Ademuz.

45

Provincia de Cuenca.

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Aclarado el lioso asunto, en abril de este año 1231, Fernando III renovó sus privile-

gios a la villa de Moya, los mismos privilegios que en su día le había concedido conce-

diera a Cañete, devenida aldea.46

46

La diócesis de Cuenca se vio bastante sometida a las intromisiones del arzobispo de Toledo durante la

Edad Media, por ejemplo en lo concerniente al nombramiento de sus obispos. No menos estuvo sometida

al parecer e intervenciones del rey de Castilla. Mucho del inmiscuirse de Rodrigo Jiménez de Rada, con

no poco embrollo, en la diócesis de Cuenca, se debió al estar emparentado el arzobispo toledano con los

poderosos señores de Albarracín (Teruel).

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REINO DE ARAGÓN

LO SUCEDIDO EN LAS BALEARES DURANTE ESTE AÑO Y LA

EXPECTATIVA DE RECONQUISTAR VALENCIA

Habiendo ido el rey Jaime I a Mallorca, con muchos catalanes, en febrero derrotaron y

dieron muerte a Abu Hafs ibn Sayri,47

como a la mayoría de sus hombres, que eran co-

mo media docena de miles, los cuales se habían refugiado de tiempo atrás en la sierra de

Tramuntana. Luego, habiendo elegido los musulmanes supervivientes a uno como jefe,

llamado por los catalanes Xuaip de Xivert, pactaron los catalanes con él la rendición;

pero todavía unos dos mil musulmanes no aceptaron las condiciones y fueron a resistir

al castillo de Bullansa.48

De otra parte, siendo aún del todo musulmana la vecina isla de Menorca, hubo envia-

dos del rey Jaime I hacia allí49

con la intención de lograr pactar con los representantes

musulmanes, a la sazón Abu Abd Allah Muhammad (alfaquí, caíd o jefe militar y cadí o

juez), Abu Said Utman ibn Hakam (almojarife o recaudador de impuestos o tributos) y

algunos otros, los cuales tras sus consultas (fuqaha), se atuvieron luego al vasallaje de

pertenencia al reino de Mallorca mediante el Tratado de Capdepera,50

firmado el 17 de

junio, acordándose la misma tributación anual de la isla de Mallorca y evitándose así

que Jaime I invadiera Menorca.51

El rey prefiere reservarse sus tropas para la recon-

quista de Valencia, que es su mayor intención y atención. Se acordó, por tanto, la co-

rrespondiente cantidad en bueyes, ovejas, cabras, cebada, trigo y mantequilla, etc.52

Y

Jaime I se arrogó o reservó el derecho a establecer y mantener una guarnición suya en la

capital menorquina, Medina al-Yazira.53

47

Lo mataron el 14 de febrero de este año 1231, equivalente al 10 de rabí del año 628 de la hégira.

48

Actual Pollença o Pollensa, la antigua Pollentia romana.

49

El maestre templario Ramón de Serra, el caballero Bernardo de Santa Eugenia (consejero del rey y lue-

go gobernador de Menorca) y Pero Masa (muy de confianza del rey, señor de Sangarrén, un pueblo de

Huesca).

50

Mallorca.

51

Aunque será invadida en 1287.

52

Añadiéndose más tarde 200 besantes (los dólares medievales) de plata.

53

La actual Ciutadella o Ciudadela.

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Pasó, pues, que habiendo conquistado el rey Jaime Mallorca, pensó que necesitaba las

tropas para su futura conquista de Valencia, por lo que ideó una estratagema para en-

gañar a los musulmanes que residían en Menorca y hacer que éstos se rindiesen sin ma-

yores dificultades. El rey ordenó encender gran número de llamativas hogueras en Cap-

depera, visibles desde la isla vecina, a modo de hacerles creer a los sarracenos menor-

quines que tenía ahí un gran ejército acampado y preparado para invadirles. La treta dio

resultado, por lo que finalmente, se firmó allí el Tratado de Capdepera, haciendo su-

misos y tributarios a los musulmanes menorquines sin necesidad de invadirles.

Así pues, por el Tratado de Capdepera, en el castillo mallorquín de este lugar,54

se

acordó, entre el rey Jaime I de Aragón y el cadí musulmán de Menorca Abu Abd Allah

Muhammad, a 17 de junio de 1231, que la isla de Menorca puede continuar bajo el po-

der musulmán, pero en régimen de vasallaje y tributación respecto al reino de Aragón.

Durante el mes de julio, el rey Jaime I en Mallorca conquistó o consolidó para sí lu-

gares como Bunyola (Buñola), el castillo de Santueri, Pollensa y su castillo, etc. En este

último lugar murió el cadí y jefe de los defensores musulmanes, el sabio Umar ibn

Ahmad ibn Ahmad al-Amiri, conocido como Abu Alí Umar. Se cuenta que los últimos

musulmanes de Mallorca fueron cazados como conejos, de modo que en agosto de este

año 1231 ya era de los cristianos casi toda la isla de Mallorca, también el castillo de

Alaró.

Los judíos de Mallorca55

recibieron de Jaime I, en julio, un estatuto de régimen espe-

cial que los protegerá como comunidad.56

Los judíos mallorquines son destinatarios de

una “Universitas judeorum calli Maioricarum”.

Terminando estos relatos de 1231 sobre el reino de Aragón, podemos señalar que el

rey Jaime I, a 29 de septiembre, otorgó las islas Baleares de Ibiza y Formentera res-

pectivamente a Nuño Sánchez (señor de Rosellón y Cerdaña) y a Pedro de Portugal,

conde consorte de Urgel. El monarca se las concede con la condición de reconquistarlas

en un plazo de dos años.57

En 1229 se casó Pedro de Portugal con la condesa Aurembiaix de Urgel, la misma que

(luego lo ampliamos) muere en este año 1231. Pedro hereda entonces los dominios cas-

tellanos de la Casa de Urgel, pero cede el condado al rey Jaime, a cambio de la posesión

feudal del reino de Mallorca y de las islas de Ibiza y Formentera, además de los domi-

nios de los castillos de Pollensa y Alaró y del mismo palacio real de la Almudaina. Este

cambio incrementó la influencia de la Corona de Aragón sobre el condado de Urgel.58

54

El castillo de Capdepera, en esta localidad, es una fortaleza con recinto amurallado. Su plena construc-

ción o reconstrucción se llevó a cabo a partir del año 1300.

55

No se sabe con total certeza si los había allí antes de la reconquista cristiana.

56

Pero musulmanes no quedará ni uno.

57

Como no cumplirán estas condiciones, perderán sus derechos.

58

Pero Jaime I reconocerá posteriormente los derechos reclamados sobre Urgel por parte de Ponce I de

Urgel, hijo del intruso Guerau IV de Cabrera.

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De otra parte, señalamos que el destacado noble aragonés Blasco de Alagón, todavía

al servicio de Zayd Abu Zayd, conquistó Cinctorres,59

tras lo cual Jaime I, abrumado

por la amenaza de Zayyan contra Ulldecona y Tortosa,60

lo llama a Alcañiz,61

donde se

reconcilian, y el rey lo incita a conquistar cuantos castillos pueda en tierras valencianas,

con la promesa de nombrarle señor de ellos.62

59

Provincia de Castellón.

60

Ambas en la provincia de Tarragona.

61

Provincia de Teruel.

62

Blasco de Alagón, conquistador de Morella (Castellón), fue en su momento capitán general del reino

de Valencia. Una de las primeras referencias de su persona se encuentra en la boda del rey Jaime I, en

1221, ostentando el cargo de mayordomo mayor de Aragón. Como podemos recordar, estuvo presente al

lado del monarca cuando se produjo la trágica muerte de Pedro de Ahones en 1226, suceso que desen-

cadenó una muy seria sublevación nobiliaria de Aragón. Blasco de Alagón se alineó fielmente junto al rey

durante la decisiva guerra civil. Tras la victoria, Jaime I decide recompensarlo prometiéndole la posesión

de todo pueblo, castillo y fortaleza que conquistase.

En 1227, como sabemos, estalló guerra civil en el reino musulmán de Valencia, resultando finalmente

que Zayyan se alzó allí como rey destronando al señor almohade Zayd Abu Zayd, quien vio reducida su

influencia del todo ceñida a Segorbe (Castellón), donde residía. Se reconoce éste vasallo de Jaime I en

1229, sucediendo que Jaime I se compromete a dejarle en feudo cuanto conquiste. Así, entre los años

1230-1232, Blasco de Alagón está con Abu Zayd al servicio del monarca, desterrado según algunas fuen-

tes o, según otras, mandado por el propio rey para ayudar a su nuevo vasallo.

Durante el verano de 1232 el rey se reúne en Alcañiz con el maestre de la Orden del Hospital, Hugo de

Folcalquer, consejeros reales y Blasco de Alagón, donde se prepara ya decisivamente la reconquista de

Valencia.

El 26 de octubre de 1232, Blasco de Alagón reconquistará la estratégica población de Morella, al norte

de Castellón. Pero el rey le reclama la posición, pese a la promesa hecha por su fidelidad. Para forzar al

noble aragonés, las tropas reales conquistan la población de Ares, muy próxima a Morella, cortando las

líneas de suministro de la ciudad. Desde el punto de vista del rey, Morella era una plaza, tan fuerte que no

podía especular dejando una guarnición ajena, prefería poseerla y con una guarnición de las tropas reales.

Aunque después se le entrega en feudo. Para compensarle, en 1233 le hace entrega de la villa de Sástago

(Zaragoza) y su señorío. Sus descendientes fueron condes de Sástago. La muerte de Blasco de Alagón

será en 1239.

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BALAGUER (CONDADO DE URGEL)

ÓBITO DE LA CONDESA AUREMBIAIX

Murió en este año 1231 la condesa Aurembiaix de Urgel, con 35 años de edad, tras

ostentar el título desde 1209, al morir su padre. Era hija y heredera del conde Ermengol

VIII de Urgel y de Elvira Núñez de Lara,63

hija del conde Nuño Pérez de Lara (muerto

en 1177) y de la condesa Teresa Fernández de Traba (muerta en 1180).64

El luctuoso

suceso de la muerte de Aurembiaix ocurrió en Balaguer.65

En 1212 se casó Aurembiaix con Álvaro Pérez de Castro el Castellano, de la Casa de

Castro, hijo de Pedro Fernández de Castro (muerto en 1214).

Podemos recordar de Aurembiaix66

lo ocurrido cuando los moros sitiaron Martos en

1227. La condesa se hallaba allí porque el lugar era tenencia de su esposo, como tam-

bién lo era Andújar.67

Aurembiaix logró que Martos se salvara de caer en poder de los

musulmanes empleando un ardid, que consistió en disfrazar a varias mujeres con ropas

de hombre y apostarlas en los adarves de la muralla, a fin de hacer creer al ejército ene-

63

Según E. Fernández-Xesta (2001: Relaciones del condado de Urgel con Castilla y León, E&P Libros

Antiguos, S. L.), Ermengol VIII de Urgel contrajo matrimonio hacia el año 1176 con Elvira Núñez de

Lara, con la que mantuvo, sin que se expliquen, muy fuertes desavenencias entre agosto y diciembre de

1203, a raíz de lo cual ambos esposos “se prometen tratarse con amor y que el uno no dañaría al otro ni

dará causa para ello”.

64

La cual fue esposa del rey Fernando II de León (muerto en 1188).

65

Balaguer está en la provincia de Lérida. De su pasado medieval cabe destacarse que su importancia pa-

rece estar relacionada con los Banu Qasi, aquellos muladíes que dominaron por el valle medio del Ebro

durante los siglos VIII y X, como podemos recordar entre muchos relatos del pasado.

Balaguer se convirtió en residencia de los condes de Urgel. En 1111 pasaron la ciudad y las tierras de

Balaguer a la diócesis de Urgel, del todo relacionada con este condado.

La capital histórica del condado de Urgel fue primero Seo de Urgel (La Seu d‟Urgell) y más tarde Ba-

laguer. Aunque la capital política, como sede de sus condes, fue Agramunt, donde se acuñó la moneda

propia, la denominada “agramuntesa”. En un panteón condal del monasterio de Bellpuig de las Avella-

nas, en Os de Balaguer, se enterraron algunos de sus antiguos condes y puede que también Aurembi-

aix. Andorra fue cedida al obispo de La Seo de Urgel por el conde Ermengol IV de Urgel en el siglo XI.

Después de muchas vicisitudes y tres dinastías sucesivas, el condado se extinguió y pasó finalmente a la

Corona de Aragón, en el siglo XV.

66

Según la Primera Crónica General de Alfonso X el Sabio (cap. 1054).

67

Martos y Andújar están en la actual provincia de Jaén.

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migo que la población estaba bien defendida. La plaza, sin embargo, estaba desguarne-

cida, porque el caballero al mando se había largado con todas las tropas disponibles para

realizar una incursión en busca de provisiones. El reyezuelo o señor moro de Arjona (el

emir Muhammad ibn Nasr)68

lo supo de inmediato y aprovechó la ocasión para intentar

apoderarse de Martos, siendo él, con invasores moros de Sevilla, quien sitió la pobla-

ción, pero la reacción enérgica de las mujeres impidió que se atreviera a conquistarla.69

Poco después acudió a socorrer la localidad sitiada Gonzalo Yáñez, hijo del conde Gó-

mez, acompañado de setenta caballeros, al tiempo que el rey Fernando III ordenaba a

Álvaro Pérez de Castro, a Alfonso Téllez de Meneses, y a los Maestres de las Órdenes

de Santiago y de Calatrava, que acudiesen prestos junto a sus huestes en socorro de la

localidad sitiada, la cual se vio libre del cerco musulmán cuando las tropas de Álvaro

Pérez de Castro y sus acompañantes rompieron el cerco, obligando a huir a los musul-

manes atacantes, que no obtuvieron ninguna ganancia territorial con aquella intentada

empresa. El día 8 de diciembre de 1228, un año después de aquello, la localidad de Mar-

tos fue entregada a la Orden de Calatrava por el rey Fernando III.70

El matrimonio de Aurembiaix con Álvaro Pérez de Castro fue anulado en 1228, cuan-

do retornó la condesa a Urgel para reivindicar sus derechos sucesorios frente a Guerau

IV de Cabrera. Aurembiaix tuvo en ese mismo año el apoyo del rey Jaime I, con quien

firmó tratado de concubinato en Agramunt.71

Fue entonces cuando el monarca arago-

nés emprendió acciones contra los Cabrera, pero la nobleza de Urgel llegó a un com-

promiso con el conde, temerosos de una posible unión matrimonial que implicara a

Urgel con Aragón, en desventaja de Urgel. Aurembiaix validó el título de condesa ca-

sándose en 1229 con el infante Pedro de Portugal, hijo del rey Sancho I de Portugal72

y

convertido en conde Pedro I de Urgel.

A su muerte, no deja Aurembiaix descendencia de ninguno de sus dos matrimonios. Y

en contra de las disposiciones o cláusulas testamentarias de su padre y de su abuelo, el

condado de Urgel pasó a su viudo Pedro, obligando a Jaime I a dar a éste (en docu-

mento de 29 de septiembre de 1231) el reino de Mallorca y la isla de Menorca, en feu-

do, a cambio de los derechos del condado que revierten así al monarca.73

68

Provincia de Jaén.

69

Ésta es una de esas hazañas que se cuentan como célebres de mujeres interviniendo en guerras. Pese al

escepticismo de algunos historiadores modernos, ver a mujeres peleando en las murallas de un castillo o

una ciudad amurallada es un hecho bélico muy bien documentado en innumerables asedios desde la Edad

Antigua.

70

Lo que pudo estar motivado por el cerco al que había sido sometida la localidad en el año anterior.

71

En la actual provincia de Lérida y comarca de Urgel.

72

Muerto en 1211.

73

Por su parte, Jaime I cederá el condado de Urgel a Ponce I de Urgel, hijo y heredero de Guerau IV de

Cabrera, correspondiéndole por acuerdo firmado en Tárrega (Lérida) a 21 de enero de 1236.

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~ 25 ~

La condesa Aurembiaix

Declaración de vasallaje de Menorca a favor de Jaime I

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~ 27 ~

BESANZÓN (CONDADO DE BORGOÑA)

ÓBITO DE BEATRIZ II DE BORGOÑA

El 7 de mayo, en Besanzón,74

murió la condesa titular de Borgoña75

Beatriz II, que fue

también duquesa consorte de Merania, en la zona dálmata e istria por el mar Adriático.

Tenía 40 años de edad. Era de la familia suabia de los Hohenstaufen, hija del conde

Otón I de Borgoña (muerto en 1200) y de Margarita de Blois (muerta en 1230), siendo

así nieta del emperador Federico I Barbarroja (muerto en 1190).

Su padre fue asesinado en Besanzón y su hermana Juana I de Borgoña murió en 1205,

siendo entonces cuando la siguió en la sucesión Beatriz II. Su tío Felipe de Suabia, po-

deroso rey de Alemania desde 1198,76

le había asegurado la herencia borgoñona.

En 1208 se casó Beatriz con el duque Otón I de Merania,77

perteneciente a la Casa

bávara de Andechs.78

Beatriz y Otón tuvieron 6 hijos: Otón (que sucede ahora a su ma-

dre en el condado de Borgoña como Otón III), Inés, Beatriz, Margarita, Adelaida79

e

Isabel.

74

Francia.

75

El franco condado de Borgoña, que no debemos confundir con el ducado de Borgoña que fue uno de

los estados más importantes de la Edad Media en Europa y se prolongó entre los años 982-1678.

76

Asesinado en 1208.

77

Será su muerte en 1234.

78

Una importante línea feudal de príncipes alemanes.

79

Sucederá a Otón III de Borgoña al morir éste sin descendencia en 1248.

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~ 28 ~

BAGDAD (CALIFATO ABASÍ)

MURIÓ ABD AL-LATIF AL-BAGHDADI

En este año murió en Bagdad80

el sabio musulmán Abd al-Latif al-Baghdadi. Iba a

cumplir sus 80 años de edad. Pasa a la historia como reconocido médico, historiador,

viajero, explorador…, siendo muy numerosos sus escritos de índole y temática muy

variada.

Nos deja escritas sus memorias, entre muchos relatos por los que sabemos bastante

acerca de la educación o enseñanza superior (universitaria) en Bagdad, consistiendo en

completar lo que un joven del lugar aprende básicamente, dedicándose al minucioso es-

tudio de reglas y principios gramaticales, a la memorización completa del Corán, al

aprendizaje de filosofía, jurisprudencia y poesía árabes.

Tras lograr gran destreza en cuanto hemos dicho, Al-Baghdadi se aplicó en el estudio

en profundidad de filosofía natural81

y medicina. Con el objeto de conocer a los sabios

de la época, viajó primero a Mosul82

(año 1189) y después a Damasco.83

Visitó Egip-

to con cartas de recomendación del visir de Saladino, cumpliendo allí su deseo de con-

versar con Maimónides,84

conocido como el águila de los doctores.

Más tarde formó parte de uno de los círculos de eruditos que Saladino reunió en torno

suyo en Jerusalén. También enseñó medicina y filosofía en El Cairo85

y en Damasco du-

rante varios años y, por más breve espacio de tiempo, en Alepo.86

Su pasión por viajar y moverse le condujo a visitar diferentes lugares de Armenia y

Asia Menor, recorriendo lugares incluso ya anciano. Estaba haciendo los preparativos

para hacer peregrinación a La Meca cuando le llegó su muerte, en Bagdad, como queda

dicho.

80

Actualmente en Irak y entonces capital del califato abasí o propiamente dicho de Bagdad.

81

La que fue derivando en la ciencia física.

82

En el norte de Irak.

83

Siria.

84

Muerto en 1204.

85

Egipto.

86

Siria.

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~ 29 ~

Podemos resaltar que Al-Baghdadi ha sido sin duda un erudito en toda regla, un hom-

bre de gran saber, de mente inquisitiva, preclara y penetrante.87

Como viajero compuso,

en dos partes, un gráfico y detallado Viaje a Egipto.88

Contiene esta obra una cruda des-

cripción de una hambruna causada por escasa o ausente inundación anual del Nilo,

cuando hubo sequía durante la residencia de Al-Baghdadi en Egipto. Deja escrito que

durante la hambruna que asoló Egipto en el año 597 de la hégira (1200 de la era cris-

tiana) pudo observar y examinar muchos cadáveres y sus esqueletos, sacando conclu-

siones.89

También describe pormenorizadamente muchos aspectos de los antiguos mo-

numentos egipcios.

Al-Mukhtarat fi al-Tibb fue una de sus obras de medicina, tratando de la hirudoterapia

(el uso médico de las sanguijuelas). Introdujo así un uso actualizado de la sanguijuela en

medicina, declarando que puede ser usada para limpiar los tejidos después de las opera-

ciones quirúrgicas. Sin embargo, entiende y advierte también que hay un riesgo en el

uso de las sanguijuelas, que a los pacientes hay que limpiarlos bien antes de aplicárse-

lea, y que la suciedad o polvo que pueda poseer el animalito ha de quitarse antes de

cualquier aplicación. Escribe además que, una vez que la sanguijuela ha succionado la

sangre, es del todo recomendable espolvorear sal en la parte afectada del cuerpo huma-

no.

También escribió Al-Baghdadi el libro titulado Al-Tibb min al-Kitab wa-al-Sunna

(Medicina del Libro y vida del Profeta), describiendo las prácticas médicas en tiempos

de Mahoma (siglo VI).

Igualmente dejó escrito un gran libro de medicina sobre la diabetes.

87

Destacaron sobre todo sus trabajos de medicina, conocidos sólo o más que nada en Oriente.

88

Su única obra conocida o un tanto divulgada en Europa. Puede decirse que esta obra es uno de los pri-

meros trabajos de egiptología.

89

Fue éste uno de los primeros ejemplos conocidos de autopsia de muertos en medicina. Al-Baghda-

di descubrió que Galeno (siglos II-III) estaba equivocado en lo que se refería a la formación de algunos

huesos, como el maxilar inferior o mandíbula y el sacro.

El manuscrito árabe fue descubierto en 1665 por el orientalista británico Edward Pococke (1604-1691)

preservado en la Biblioteca Bodleiana de Oxford. Él mismo publicó el manuscrito árabe en la década de

1680. Su hijo, Edward Pococke el joven, lo tradujo al latín, a pesar de que sólo pudo publicar algo menos

de la mitad de su trabajo. Thomas Hunt (1730-1801) intentó publicar, sin éxito, la traducción completa de

Pococke en 1746. La traducción completa al latín de Pococke fue finalmente publicada por el profesor

Joseph White de Oxford en 1800. Después fue traducido al francés, en 1819, con valiosas notas, por Sil-

vestre de Sacy (1758-1838).

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Abd al-Latif al-Baghdadi

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~ 31 ~

REIMS (REINO DE FRANCIA)

MURIÓ UN EXCELENTE ARQUITECTO

Murió en este año 1231 Jean d‟Orbais. Fue arquitecto gótico de la catedral de Reims

(reino de Francia). Tenía 56 años de edad.90

Provenía de las obras que se realizaban en

la cercana iglesia abacial de Orbais, teniendo buenos conocimientos de las catedrales de

Laon, Chartres y Soissons. Esto le permitió llevar a cabo una síntesis admirable, de mo-

do que puede calificarse de excelente a este arquitecto.

Los trabajos góticos de la catedral de Reims comenzaron por el lado en el que está si-

tuado el arzobispado, partiendo del costado meridional del transepto y del coro. Se eleva

la construcción del ábside, del transepto y del coro y se ejecuta gran parte de la nave, los

seis grandes pilares del lado norte partiendo del crucero y dos del lado sur, los que se-

paran el quinto intercolumnio. Las partes del coro parecen desplazar aún el nivel del tri-

forio y comprenden las jambas de las ventanas altas hasta la carga por encima de

los capiteles de las bóvedas. A Jean d‟Orbais se debe la construcción de gran parte de la

nave de la catedral de Reims, hasta el cuarto intercolumnio, y la elevación de los muros

exteriores de los arcenes con ventanas, a excepción de la cornisa.91

Realizó sus trabajos

hasta el año 1228, cuando fue despedido por el arzobispo Henri de Braisne.

90

Si nació, como parece, en 1175.

91

La catedral de Reims es muy significativa y paradigmática en la arquitectura gótica francesa. Su facha-

da se organiza o establece en tres cuerpos. En el cuerpo inferior, hay tres puertas que se corresponden con

las tres naves del templo. La puerta central, siguiendo la estructura del edificio, al encontrarse en la nave

central, es más alta que las dos laterales. Siguiendo la disposición habitual del arte gótico, se encuentra

abocinada y con arquivoltas decoradas llevando esculturas. El tímpano de la puerta central está decorado

con un rosetón realizado con tracería y vidriera. Los tímpanos de las naves laterales también abren un va-

no, decorado con tracería y vidriera, sin llegar a formar el rosetón de la central.

En el segundo cuerpo, en la calle central encontramos un gran rosetón, enmarcado en un arco apuntado;

en las calles laterales, encontramos arcos apuntados geminados decorados con tracería, y rematados por

gabletes que incrementan las sensación de verticalidad de la fachada.

En el tercer cuerpo, se encuentra una galería de estatuas reales correspondiente a los reyes de Francia

desde tiempos merovingios, los cuales se corresponden con los reyes de Judá, pretendiendo vincular la

monarquía con el derecho divino. Estas figuras se enmarcan bajo doseletes de arcos apuntados, rematados

por gabletes. Finalmente, en las naves laterales se encuentra dos torres campanario.

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Catedral de Reims

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~ 33 ~

HOSPITAL DE LA HERRADA (REINO DE CASTILLA)

MURIÓ DON GONZALO RODRÍGUEZ GIRÓN

El Hospital de Santa María de la Herrada, conocido también del modo más abreviado

como de la Herrada,92

fue fundado en 1209 por el magnate castellano Gonzalo Rodrí-

guez Girón, quien al morir en este año 1231 recibió allí sepultura.93

Se trata de un es-

tablecimiento o albergue de peregrinos jacobeos, asistencial para enfermos o aquejados

de la fatiga del caminar.

Gonzalo Rodríguez Girón fue mayordomo real, destacado por su lealtad a Castilla en

los reyes, Alfonso VIII, Berenguela y Fernando III.

92

En Carrión de los Condes (Palencia). No quedan actualmente restos de la edificación, pero se sabe que

estuvo en el lugar que se conoce como Huerta de la Herrada.

93

Rodeado del cariño y la cercanía de su numerosa familia.

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~ 34 ~

ROMA

EL PAPA GREGORIO IX INSTITUYE FORMALMENTE

EL TRIBUNAL DE LA INQUISICIÓN

No funcionando bien la conocida como Inquisición Episcopal, el Papa Gregorio IX se

hizo cargo del asunto en este año 1231, instituyendo formalmente el Tribunal de la In-

quisición con carácter pontificio y encargando a los dominicos el trabajo procesal como

inquisidores, estableciendo que los herejes sean entregados al brazo secular (de monar-

cas o soberanos) en cuanto a la aplicación de los correspondientes castigos o penas, en

los casos de condena.94

Yendo unos años atrás, a 1184, recordemos que el Papa Lucio III (1181-1185) ya ins-

tituyó la Inquisición, precisamente contra los cátaros, mediante la bula Ad abolendam,

diciendo que se trataba de un instrumento para acabar con dicha herejía. Mediante esa

bula, el Papa exigía a los obispos que interviniesen activamente para extirpar el perni-

cioso error herético y les concedía potestad para juzgar y condenar a los herejes en sus

respectivas diócesis.

Ahora en 1231, constatando el fracaso o escasos resultados de la Inquisición Epis-

copal, el Papa Gregorio IX, mediante la bula Excommunicamus, crea la Inquisición Pon-

tificia, directamente dirigida por él o por su propia delegación.

La bula decretal del Papa Lucio III (Ad abolendam), en 1184, que ahora ofrecemos

traducida, es de gran importancia en la evolución de esta institución.95

94

Al tratar ahora de la Inquisición, será necesario que nos despojemos de todo prejuicio indebido, si que-

remos entender este fenómeno objetivamente. Hemos de saber, en riguroso contextualizar histórico, que

Europa era cristiana (en lo que ha de entenderse como cristiana en esa época), comprendiendo que lo que

cohesionaba la vida social era precisamente la religión. Por eso, al estar presentes las distintas herejías y

atacar la doctrina cristiana a veces de manera virulenta, se hacía patente el peligro de la unidad o cohesión

de los distintos reinos. De aquí que los reyes y príncipes también aceptaran muy complacidos la Inqui-

sición.

Así pues, la Inquisición fue una institución de la Iglesia que surgió en una época en la cual la unidad en

la fe constituía el elemento integrador de la sociedad civil. Para comprender esta institución, hemos de si-

tuarnos en el tiempo, en la mentalidad, en la antropología, en la sociología, en las concepciones teológicas

y jurídicas de aquellos momentos y en cómo se aplicó y desenvolvió todo ello en el transcurso de la his-

toria.

La Inquisición combatió un mal real, la herejía, que ciertamente amenazaba la fe y destruía la unidad de

eclesial. La Iglesia combatió ese mal, pero se equivocó en los medios y en sus aplicaciones. Fue un error,

del que tuvo que pedir perdón.

Para abundar más en el tema, ir al Epílogo II.

95

Fue llamada la “Carta Magna” de la institución inquisitorial.

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~ 35 ~

Aunque ya la Iglesia antigua, desde los tiempos del emperador Constantino (siglo IV),

conoció la práctica de perseguir a los herejes, usando incluso la violencia, la bula de

Lucio III instauró una nueva práctica, pues cada obispo, como juez ordinario en cuestio-

nes de herejía, en la visita que cada dos años debía hacer en su diócesis estaba obligado

por sí mismo a buscar a los herejes sin aguardar una acusación en forma (procedimiento

de inquisición o búsqueda en lugar del procedimiento de acusación). El documento pon-

tificio delineaba además todo un procedimiento para actuar en el proceso inquisitorial y

establecía las penas correspondientes al delito de herejía, consideradas la diversa con-

dición de cada persona y su pertenencia a un estamento social determinado.

He aquí la bula Ad abolendam del Papa Lucio III:

Para abolir la depravación de las diversas herejías que en los tiempos presentes

han comenzado a pulular en diversas partes del mundo, debe encenderse el vigor

eclesiástico, a fin de que –ayudado por la potencia de la fuerza imperial– no sólo

la insolencia de los herejes sea aplastada en sus mismos conatos de falsedad, si-

no también para que la verdad de la católica simplicidad que resplandece en la

Santa Iglesia, aparezca limpia de toda contaminación de los falsos dogmas.

Por ello Nos, sostenidos por la presencia y el vigor de nuestro queridísimo hijo

Federico,96

ilustre emperador de los Romanos, siempre augusto, con el común

acuerdo de nuestros hermanos, y de otros patriarcas, arzobispos y de muchos

príncipes que acudieron de diversas partes del mundo, por la sanción del pre-

sente decreto general, nos levantamos contra dichos herejes, cuyos diversos

nombres indican la profesión de diversas falsedades, y condenamos por la pre-

sente constitución todo tipo de herejía cualquiera sea el nombre con que se la co-

nozca.

En primer lugar determinamos condenar con anatema perpetuo a los cátaros y

patarinos, y a aquéllos que se llaman a sí mismos con el falso nombre de Humi-

llados o Pobres de Lyon, a los Pasaginos [o valdenses],97

Josefinos y Arnaldis-

tas.98

Y puesto que algunos bajo apariencia de piedad y como dice el apóstol, per-

virtiendo su significado, se arrogan la autoridad de predicar, aun cuando el mis-

mo apóstol dice “¿cómo predicarán si no son enviados?”, [condenamos] a todos

aquéllos que, bien impedidos, bien no enviados, presumieran predicar ya sea en

público o en privado, sin haber recibido la autorización de la Santa Sede o del

obispo del lugar.

También ligamos con el mismo vínculo de anatema perpetuo a todos aquellos

que respecto al sacramento del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo,

o sobre el bautismo, o la remisión de los pecados, el matrimonio, o sobre los

96

Federico I Barbarroja (1155-1190).

97

Seguidores de Pedro Valdo (1140-1218).

98

Seguidores de Arnaldo de Brescia, ya condenado a la hoguera y muerto en Roma, en 1155.

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~ 36 ~

demás sacramentos de la Iglesia, se atreven a sentir o enseñar algo distinto de lo

que la sacrosanta Iglesia Romana predica y observa; y en general [ligamos con el

mismo vínculo] a quien quiera que sea juzgado como hereje por la misma Iglesia

Romana, o por cada obispo en su diócesis, o bien, en caso de sede vacante, por

los mismos clérigos, con el consejo –si fuera necesario– de los obispos vecinos.

Determinamos que queden sujetos a la misma sentencia todos sus encubridores

y defensores y todos aquellos que prestasen alguna ayuda o favor a los predichos

herejes con el fin de fomentar en ellos la depravación de la herejía, bien a aqué-

llos [que llaman] consolados, o creyentes, o perfectos, o con cualquiera de los

nombres supersticiosos con que se los llame.

Y puesto que a veces sucede –a causa de los pecados– que sea censurada la

severidad de la disciplina eclesiástica por aquellos que no comprenden su signi-

ficado; por la presente ordenación establecemos que aquéllos que manifiesta-

mente fueran sorprendidos en las acciones antes nombradas, si es clérigo, o se

ampara engañosamente en alguna religión, sea despojado de todo orden ecle-

siástico y del mismo modo sea expoliado de todo oficio y beneficio eclesiástico

y sea entregado al juicio de la potestad secular, para ser castigado con la pena

debida, a no ser que inmediatamente después de haber sido descubierto el error

retornase espontáneamente a la unidad de la fe católica y consintiese –según el

juicio del obispo de la región– a abjurar de su error y a dar una satisfacción con-

grua.

En cambio, el laico al cual manchase una culpa –ya sea privada o pública– de

las pestes predichas, sea entregado al fallo del juez secular para que reciba el

castigo debido a la calidad del crimen, a no ser que como se ha dicho, habiendo

abjurado de su herejía, y habiendo dado satisfacción, al instante se refugiase en

la fe ortodoxa.

Aquéllos empero, que provocasen la sospecha de la Iglesia serán sometidos a

la misma sentencia, a no ser que a juicio del obispo y consideradas la sospecha y

la cualidad de las personas demostrase la propia inocencia con una justificación

pertinente.

Aquéllos, no obstante, que después de la abjuración del error, o después de que

–como dijimos– se hubiesen justificado frente al obispo, fuesen sorprendidos

reincidiendo en la herejía abjurada, determinamos que deben ser entregados al

juicio secular sin ninguna otra investigación; y los bienes de los condenados, con

arreglo a las legítimas sentencias, sean entregados a las iglesias a las cuales ser-

vían.

Determinamos pues, que la excomunión predicha, a la cual queremos que sean

sometidos todos los herejes sea renovada por todos los patriarcas, arzobispos y

obispos en todas las solemnidades, o en cualquier ocasión, para gloria de Dios y

para reprensión de la depravación herética. Estableciendo con autoridad apostó-

lica que si alguien del orden de los obispos fuese encontrado negligente o pere-

zoso en este punto, sea suspendido de la dignidad y administración episcopal por

el espacio de tres años.

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~ 37 ~

A las anteriores disposiciones, por consejo de los obispos y por sugerencia de

la autoridad imperial y los príncipes, agregamos el que cualquier arzobispo u

obispo, por sí o por su archidiácono99

o por otras personas honestas e idóneas,

una o dos veces al año, inspeccione las parroquias en las que se sospeche que ha-

bitan herejes; y allí obligue a tres o más varones de buena fama, o si pareciese

necesario a toda la vecindad, a que bajo juramento indiquen al obispo o al archi-

diácono si conocen allí herejes, o a algunos que celebren reuniones ocultas o se

aparten de la vida, las costumbres o el trato común de los fieles. El obispo o el

archidiácono convoquen ante su presencia a los acusados, los cuales sean casti-

gados según el juicio del obispo, a no ser que a juicio de aquéllos y según las

costumbres patrias hubiesen purgado el reato imputado, o si después de haber

hecho penitencia recayesen en la perfidia primera. Pero si alguno de ellos re-

chazando el juramento por una superstición condenable, se negasen tal vez a

prestar juramento, sea considerado por este mismo hecho como hereje y sea so-

metido a las penas que fueron indicadas más arriba.

Establecemos además que los condes, barones, magistrados, cónsules de las

ciudades y de otros lugares, que bajo advertencia de los arzobispos y obispos,

prometan bajo juramento, que ayudarán a la Iglesia con fortaleza y eficacia con-

tra los herejes y sus cómplices de acuerdo a todo lo prescrito cuando les fuera

requerido; y se ocuparán de buena fe de hacer ejecutar según su oficio y su poder

todos los estatutos eclesiásticos e imperiales que hemos dicho. Empero, si no

quisieran observar esto, sean despojados del honor que han obtenido, y no ob-

tengan ningún otro de ninguna forma, y sean sujetos a excomunión y sus tierras

a entredicho eclesiástico. La ciudad que se resistiera a cumplir con las decretales

establecidas, o que contra la advertencia del obispo se negase a castigar a los

opositores, carezca del comercio con las demás ciudades y sepa que será privada

de la dignidad episcopal.

Todos los fautores de los herejes sean excluidos de todo oficio público y no

sean aceptados como abogados ni como testigos considerándoselos como con-

denados a perpetua infamia.

Si hubiera algunos que, exentos de la jurisdicción diocesana están sometidos

únicamente a la potestad de la Sede Apostólica, no obstante, quedan sometidos

al juicio de los arzobispos y obispos respecto a lo que más arriba ha sido esta-

blecido contra los herejes, y aquéllos sean obedecidos en este asunto como lega-

dos de la Sede Apostólica, no obstante los privilegios de exención.

Llegado su momento, en este año 1231, el Papa Gregorio IX, mediante su bula Ex-

comommmunicamus, estableció la Inquisición ya dependiente de la Santa Sede, enco-

mendándola a los dominicos. Previamente había negociado una solución para la revuelta

99

O arcediano, que administraba en cada diócesis, actuando también al modo de los actuales vicarios ge-

nerales.

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~ 38 ~

estudiantil que hubo en París en 1229, emitiendo una bula al respecto, de confirmación

propiamente fundacional, en este año 1231.100

100

Teniendo que ver con la fundación de la Universidad de París, la cual se instituyó casi al mismo tiem-

po que la Universidad italiana de Bolonia, pero con muy diferentes características.

La Universidad de París surgió en 1150 como asociación de profesores y estudiantes (Universitas ma-

gistrorum et scholarium Parisiensis) complementaria a la catedralicia Escuela de Teología de Notre Da-

me. El primer testimonio documental de la Universidad es una carta del 15 de enero de 1200 del rey Fe-

lipe II de Francia por la que otorga a los integrantes de la Universidad el privilegio de ser juzgados por un

tribunal eclesiástico en lugar de civil. La Universidad fue reconocida por el Papa Inocencio III por una

bula de 1215 y confirmada por Gregorio IX en 1231, como acabamos de señalar.

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~ 39 ~

PADUA (ITALIA)

MUERTE Y EXEQUIAS DEL CÉLEBRE PREDICADOR FRANCISCANO

ANTONIO DE PADUA

En Padua (Italia), concretamente en la Cella,101

hay un convento de Hermanas Da-

mianitas Pobres.102

Allí, el 13 de junio de este año 1231, en la estancia o humilde habi-

tación del franciscano capellán de las monjas, murió de hidropesía103

el célebre fraile

Antonio,104

tras recibir los últimos sacramentos. Murió mientras entonaba un canto diri-

gido a la Virgen María, sonriendo luego mientras decía: “Veo venir a Nuestra Señora”.

Iba a cumplir 40 años de edad.105

El pueblo, al enterarse de su muerte, decía con gran

fervor por las calles: “¡Ha muerto un Santo!”.

Había estado predicando durante la Cuaresma en diversos lugares. Aquejado de hidro-

pesía, empeoró bastante tras la Pascua de este año 1231, por lo que decidió retirarse

convaleciente a la localidad de Camposampiero, para descansar y orar, acompañado por

dos frailes que le ayudaron fraternalmente en todo. Antonio vivió allí en una celda que

él mismo se construyó bajo las ramas de un nogal. Cuando lo vio conveniente, decidió

101

Actualmente extensión o barrio de la ciudad. El monasterio de las clarisas con la iglesia de Santa Ma-

ría de La Cella fue demolido en 1517 por la República de Venecia debido a razones tácticas. Los cuatro

frailes de esta casa de La Cella estaban destinados a la asistencia espiritual y material de las clarisas. No

corresponde al actual convento de los franciscanos en La Arcella.

102

Clarisas.

103

La hidropesía no es una enfermedad en sí, sino que es un padecimiento que generalmente se encuentra

asociado a diversas enfermedades que pueden causarla, siendo esta uno de sus síntomas. Básicamente se

trata de la retención de fluidos en los tejidos internos. Pero veamos con más detalle de qué se trata.

104

San Antonio de Padua, cuya vida ahora contamos. Se conmemora el 13 de junio. Fue canonizado por

el Papa Gregorio IX a menos de un año de su muerte (concretamente 352 días después), el 30 de mayo de

1232. Se le conoce como Doctor Evangélico tras ser declarado así, en 1946, por el Papa Pío XII (1939-

1958). Con la Carta apostólica “Exulta, Lusitania felix”, de fecha 16 de enero del mencionado año 1946,

fiesta de los Protomártires Franciscanos de Marrakech, cuyos restos mortales fueron trasladados al mo-

nasterio de Santa Cruz de Coímbra en 1220, como sabemos, el Papa Pío XII constituyó y declaró a San

Antonio Doctor de la Iglesia, con ese mencionado título de Doctor Evangélico.

105

O tal vez menos, dependiendo de cuál hubiera sido el año de su nacimiento.

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~ 40 ~

regresar a Padua. Ya cerca de la ciudad, se detuvo en el mencionado convento de la

Cella, donde le sobrevino la muerte, considerada prematura por sus acompañantes.

Fueron multitudinarias sus exequias y muchos los milagros que, sin cesar, se le fueron

atribuyendo. No se conoce un predicador con tanta fama y aprobación unánime de la

gente, rendida a conversión por su vida ejemplar y virtuosa. Esto hace que todo el mun-

do esté promoviendo ya su pronta canonización.

Ciertamente, su gran capacidad comunicativa como predicador se hizo pronto prover-

bial. El Papa Gregorio IX gustó de llamarlo “Arca del Testamento” y “Archivo de las

Sagradas Escrituras”, pues su bagaje bíblico y su preparación escolástica no tenían

parangón.106

Sus predicaciones, muy particularmente las últimas, pronunciadas durante la Cuares-

ma de este año 1231, son destacadísimas y absolutamente encomiadas por multitud de

oyentes. Sus palabras y obras ante la multitud de personas que acudían a escucharlo se

recogen en una biografía de Antonio que habrá de difundirse muchísimo con toda segu-

ridad. Se trata de una biografía que se titula Legenda Assidua:107

“Reconducía a la paz

fraterna a los desavenidos. Hacía restituir lo sustraído con la usura y la violencia. Li-

beraba a las prostitutas de su torpe mercado, y disuadía a ladrones famosos por sus

fechorías de meter las manos en las cosas ajenas. No puedo pasar por alto cómo él in-

ducía a confesar los pecados a una multitud tan grande de hombres y mujeres, que no

bastaban para oírles ni los religiosos, ni otros sacerdotes, que en no pequeña cantidad

lo acompañaban”.108

Antonio no era Antonio, ni tampoco de Padua, pero así se le conoce, como el Santo

(sic) Antonio de Padua, pues fue Padua donde más estuvo y donde murió.109

De él ofre-

cemos ahora el relato de su vida, primero en resumen y luego un poco más en detalles

también.110

106

Las citas bíblicas en sus Sermones dominicales y Sermones festivi (obras ambas de su acreditada auto-

ría) rebasan las seis mil, lo que supone un nivel de conocimiento bíblico y escolástico que justifica el es-

pecífico título eclesiástico de Doctor Evangélico.

De la edición de los Sermones dominicales y festivos de San Antonio de Padua que publicó en 1995 la

Editorial Espigas, Murcia, además del texto bilingüe (latín-español) de los Sermones, se ofrece una am-

plia y documentada introducción escrita por Rafael Sanz Valdivieso (o. f. m.), introducción de la que se

entresacan y elaboran aquí los relatos y referencias que aparecen en esta parte del cronicón en que esta-

mos.

107

Escrita en el lenguaje propio de la época, es la primera biografía de San Antonio de Padua, compuesta

por un escritor anónimo y contemporáneo del Santo.

108

Assidua 13, 11-13.

109

Los franciscanos conventuales son quienes actualmente están en el convento de la ahora Arcella y en

la basílica de San Antonio en Padua, donde está la sepultura y relicario del Santo.

110

La vida de San Antonio, el portugués más conocido y festejado en todo el mundo, fue breve en años,

pero de gran intensidad biográfica según los testimonios conservados. Después de muchas controversias,

problemas e investigaciones, hoy se ha llegado a un consenso y opinión común sobre sus orígenes fami-

liares, su nombre y el de sus padres, su formación en la escuela catedralicia de Lisboa, su vida de niño y

joven, su estancia y estudios entre los Canónigos Regulares de San Agustín, su paso a la Orden francis-

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~ 41 ~

Nació en Lisboa (reino de Portugal), en 1195, de familia noble, y se llamó Fernando

Martins de Bulloes y Taveira de Azevedo.111

Como ya contábamos en su momento, se

cambió el nombre, llamándose Antonio, cuando ingresó en la Orden Franciscana de los

Hermanos Menores, en 1221.

Fue muy inteligente, agradable, vivaz, alegre, comunicativo… Había adquirido gran

conocimiento bíblico y dominó mucho saber. Providencialmente, ya franciscano, fue a

parar a Italia. Se cuenta que las autoridades de Rímini prohibieron ir a escuchar al pre-

dicador Antonio; y entonces él se fue a la orilla del mar y se puso a gritar: “Escuchad la

Palabra de Dios los pececillos del mar, pues los pecadores de la tierra no acuden a es-

cucharla”. Se cuenta que acudieron a él miles y miles de peces que sacudían la cabeza

en señal de aprobación. Aquel milagro se conoció y las autoridades tuvieron que permi-

tir al pueblo ir a la iglesia donde Antonio predicaba.

cana (en Coímbra) atraído por el ejemplo de los primeros mártires franciscanos en Marruecos, su labor de

predicador evangélico y de ministro preocupado por el bien de los hermanos a él confiados, de escritor de

Sermones según las reglas y procedimientos de la oratoria de su época, etc. Además, murió efectivamente

como un Santo, en 1231, siendo canonizado once meses después de su muerte, por aclamación del pueblo

cristiano, confirmada dicha aclamación con la declaración solemne de la Iglesia.

111

Aunque los datos no son seguros del todo, se sabe que era de Lisboa, nacido probablemente en 1195

(aunque también pudo haber sido hasta en 1191). Sus padres, de familia noble y tal vez caballeresca, po-

seían una casa frente a la puerta principal de la catedral, hacia el barrio lisboeta de Alfama. Su padre se

llamaba Martín y su madre Teresa. San Antonio fue bautizado, en su vecina catedral, como Fernando

Martins de Bulloes. Parece ser que tuvo tres hermanos.

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~ 42 ~

Como dijimos, Antonio padecía de hidropesía, y no dejaba de predicar porque tuviera

dolencias; se daba mucho a la predicación intensa y a diario durante las cuaresmas. A su

paso, la gente se ponía a tocarlo y los más atrevidos o afortunados le arrancaban algo de

su hábito como reliquia; pasaba que tuvieron que escoltarle para protegerlo después de

sus predicaciones.

Los sermones que Antonio predicaba no eran simples palabras que la gente escuchaba

encantada o con agrado sino que eran prédicas efectivas: hacían cambiar de actitudes y

comportamientos. Las ancestrales o enquistadas disputas y tensiones familiares se arre-

glaban definitivamente, los encarcelados mejoraban hasta quedar libres y muchos de los

que habían obtenido ganancias ilícitas las restituyeron, a veces en público, dejando títu-

los y dineros a los pies del predicador para que éste los devolviera a sus legítimos due-

ños o los llevara a su destino.

Retomamos ahora, desde atrás, su biografía, allá por cuando tenía sus más o menos 15

años de edad, transcurridos cristianamente y sin problemas en el hogar familiar. Pero en

esta época, en torno al 1210, vivió Fernando (Antonio) mucho de crisis personal y tenta-

ciones, por lo mundano y carnal de la edad, viéndose acompañado de dudas, angustias y

un estado de ánimo tristón a veces y alternativamente eufórico. Supo lo que es luchar y

combatir contra el pecado hasta llegar a despreciar las más disipadas diversiones mun-

danas. Más de dos años le costó asentarse en una afianzada personalidad de juventud

madura, mientras se integraba en la comunidad de canónigos regulares de San Agustín

en Lisboa. A partir de aquí no le faltó un desasosiego que a veces le parecía excesivo o

lo sufría como tal. En aquella vida monástica, del monasterio agustino de San Vicente,

bastante confortable, las visitas de parientes y amigos de juventud eran más frecuentes

de lo necesario y perturbaban la vida y piedad cenobítica.112

Fernando decidió entonces,

con la debida obediencia, trasladarse al monasterio, también agustino, de Santa Cruz en

Coímbra, cuando ya rondaba sus 20 años de edad. Pretendía también Fernando andarse

ajeno a los trasiegos políticos entre Lisboa, Coímbra, Oporto, tanto desde el punto de

vista cortesano como eclesiástico-episcopal y monástico. Se centró en la piedad y en el

estudio, algo por lo que verdaderamente sentía gran inclinación desde niño.113

Llegado el momento, Fernando recibió la ordenación presbiteral.114

Era sacerdote an-

tes de hacerse franciscano.115

Sabemos que los franciscanos ya estaban presentes en

112

Así lo señalan las fuentes biográficas.

113

La Assidua, al referir su traslado a Santa Cruz de Coimbra, “deseoso de una más severa disciplina y

por amor de una tranquilidad más fecunda”, indica la dedicación de Fernando al estudio de la Escritura,

de los Padres y de las disciplinas propias del estado eclesiástico, destacando la memoria prodigiosa con la

que sostenía su “feliz curiosidad” al escrutar los “secretos de la palabra divina”. Confiaba a su memoria

tenaz lo leído, con tanto aprovechamiento, que pronto demostró un conocimiento extraordinario de la Bi-

blia.

114

Probablemente de manos del obispo de Coímbra, Pedro Soares (1192-1232).

115

Según todos los indicios.

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~ 43 ~

Portugal116

en 1218. Fue por entonces cuando llegaron algunos a Coímbra y fundaron

allí el convento de San Antón o Antonio de los Olivos, siendo patrocinados y protegidos

por la princesa Sancha de Portugal117

y por la reina Urraca de Castilla, su cuñada, muer-

ta en 1220. Sabemos que en 1219 llegó a Coímbra un nutrido grupo de frailes francis-

canos, estando al frente de ellos fray Juan Parente. Portaban cartas del Papa Honorio III

para que fueran recibidos sin sospechar de ellos como herejes.

Los frailes franciscanos de San Antonio de los Olivos pedían limosna también en el

monasterio agustino de Santa Cruz en Coímbra, cuando aún no había ocurrido la muerte

de aquellos protomártires franciscanos en Marrakech en enero de 1220. Como podemos

recordar, los restos mortales de los cinco frailes mártires, Berardo, Pedro, Acursio,

Adyuto y Otón fueron recogidos y repatriados a Portugal por el príncipe don Pedro,

hermano del rey Alfonso II, y entregados a don João Roberto, canónigo del monasterio

de Santa Cruz de Coímbra, para que los depositase en su iglesia.

Entonces fue, a la vista de aquellos mártires, cuando Fernando Martins tomó la deci-

sión de hacerse franciscano, pues se sintió muy movido por el testimonio de aquéllos

que dieron su vida evangelizando en tierra de infieles. Fernando se sintió atraído por la

vida evangélica que trataban de seguir los frailes franciscanos y quiso ser uno de ellos,

anhelando él el martirio. Así fue. Su deseo de entregar la vida en el martirio y su pro-

pósito de ir a Marruecos, siguiendo el ejemplo de los frailes allí decapitados por anun-

ciar a Cristo, le movieron a vestir la estameña franciscana y a cambiar su nombre.

Desde entonces conocemos como Antonio y fraile mendicante a Fernando Martins, he-

cho misionero pidiendo ser enviado de inmediato a tierras de Marruecos.

Siendo ya el verano de 1220, del todo franciscano y llamándose Antonio (en honor al

titular de aquel convento de frailes de Coímbra), partió hacia Marruecos y allí desem-

barcó, a primeros de noviembre, siendo bien acogido por buenos y prudentes frailes en

aquel lugar.118

Allí enfermó y tuvo que estar encamado durante aquel invierno.119

Cuan-

do ya mejoró, juzgaron los superiores que volviera a Portugal hasta que se restableciera

por completo. Como un repatriado, Antonio se hizo a la mar de nuevo en una embar-

cación con su tripulación, pero se produjo un recio temporal, con tormenta y fuerte vien-

to empujando al barco hacia el este en vez de hacia el oeste por el Mediterráneo. El bar-

co atracó azarosamente en las costas de Sicilia.

116

Y en España.

117

Beata Sancha de Portugal, muerta en 1229. Era hermana del rey Alfonso II de Portugal (1211-1223).

118

O bien siendo acompañado por algún fraile en este viaje.

119

Antonio obtuvo enseguida permiso para ir a tierra de infieles. Entre finales de otoño de 1220 y hasta

marzo de 1221, fue misionero en Marruecos. Desconocemos el itinerario que siguió y las ciudades o lu-

gares donde estuvo; según la costumbre franciscana tenía que llevar consigo un compañero, pero igno-

ramos quién fue con él. Lo cierto es que estuvo en Marruecos, y que allí se puso bastante enfermo durante

aquel invierno, estando en cama de noviembre a febrero. Se vio obligado a regresar a Portugal sin haber

logrado su deseado martirio. Los planes de Dios no coincidían del todo, ni mucho menos con los de An-

tonio.

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~ 44 ~

Antonio se refugió en el convento franciscano de las afueras de Mesina y de allí, sin

demasiada tardanza, se encaminó luego al Capítulo General que se celebraba en Asís (el

último de las esteras), en mayo de 1221. Allí conoció a San Francisco. Pero aparte de

alguna formalidad, Antonio pasó inadvertido en medio de aquella multitud de frailes,

incluidos los novicios, reunidos en torno a sus provinciales.120

Así regresaban luego to-

dos lo hermanos a sus respectivos lugares de procedencia al término de la gran asamblea

capitular. Antonio quedaba a disposición del ministro general, fray Elías de Cortona. Fi-

nalmente se resolvió que Antonio marchase con el provincial de Romagna, fray Gra-

ciano, y acabó ejerciendo de cura rural, con no poca provechosa soledad eremítica, en

Monte Paolo, cerca de Forli. Aquí, durante unos quince meses, pudo Antonio madurar

con sosiego su vocación franciscana, sacar conclusiones de su experiencia misionera,

sumergirse en la contemplación y en la vida ascética. Hasta que un hecho, en apariencia

fortuito, iba a cambiar el rumbo de su vida.

El 24 de septiembre de 1224 acudieron a Forli multitud de frailes, muchos de ellos

para recibir órdenes sagradas, yendo también Antonio; luego de esta celebración habrían

de participar, el día 29, fiesta de San Miguel, en el capítulo provincial. Antes de que los

ordenandos se trasladaran a la catedral, sucedió la escena, ya famosa, que tuvo lugar en

la residencia que acogía a los Hermanos Menores: se debía dirigir una exhortación espi-

ritual a los ordenandos, y resultó que ninguno de los sacerdotes presentes, ni siquiera de

los dominicos que habían acudido, se había preparado, por lo que rehusaron improvisar

el “fervorín” o exhortación de circunstancias. En tal situación el superior franciscano de

aquella comunidad ordenó a Antonio que dijera unas breves palabras de edificación;

Antonio, sin pretenderlo y sin tenerlo previsto, habló poniendo de manifiesto su gran

cultura bíblica y teológica, así como su profunda espiritualidad, causando mucho asom-

bro y alegría en todos los presentes.

A finales de aquel mismo mes de septiembre, llegó a oídos de fray Graciano, que

como ministro provincial presidía el capítulo de San Miguel, lo que había sucedido días

antes, y hechas las oportunas averiguaciones confirió a fray Antonio, de acuerdo con la

norma de la Regla no bulada, el oficio de la predicación, que lo habilitaba para predicar

en todo el territorio de su provincia religiosa.

En octubre de ese mismo año 1222, comenzó Antonio su misión encomendada de pre-

dicar itinerante por Romagna. Se consagró por entero a la tarea de evangelizar a fondo,

peregrinando por los pueblos; fue acudiendo a donde se le invitaba o reclamaba como

predicador, ejerciendo también el ministerio de la Palabra de Dios dirigida a los propios

hermanos franciscanos, a grupos de estudiantes, a confraternidades; pronunciaba discur-

sos en sínodos, en capítulos canonicales o reuniones monásticas, e incluso ante la Curia

Pontificia de Roma. A su predicación moral y penitencial hay que asociar su acción pa-

120

Como podemos recordar, el Capítulo se prolongó entre los días 30 de mayo al 8 de junio, 9 días en

total. A la cabeza de la magna reunión estuvo San Francisco. Se informó cumplidamente del pasado mar-

tirio de los cinco frailes en Marruecos y se aprobó la Regla no bulada de la Orden.

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~ 45 ~

cificadora, su enseñanza de la Sagrada Escritura a sus hermanos,121

su enfrentamiento

con los herejes, etc., como ahora contamos.

En 1223 tuvo estancia misionera en Rímini.122

Aquello era una saturación de herejes.

A ellos se enfrentó Antonio con sus mejores pertrechos evangélicos, primando su ejem-

plo, su testimonio en la más profunda verdad de su coherencia y la de sus hermanos,

también manteniendo discusiones públicas, debates limpios, exhortaciones al pueblo y

consejos personales. El efecto de su predicación fue notable tanto entre los católicos

como entre los cátaros; cabe destacar la conversión de Bononillo, veterano dirigente u

obispo cátaro.123

Desde el otoño de 1224 hasta finales de 1227, estuvo Antonio por el sur de de Francia,

en la Occitania y el Languedoc, dedicado a una multiforme actividad apostólica o mi-

sionera. El estado en que se encontraban y se siguen encontrando esas regiones, tan tra-

bajadas y transitadas por la acción de los herejes albigenses, tan atormentadas por la

gran cruzada y sus secuelas, preocupaba y sigue preocupando a la Iglesia; el Papa Ho-

norio III había pedido a los maestros de teología de París y de otros lugares que se hi-

121

Las fuentes históricas (no la Assidua) permiten concretar que San Antonio fue el primer “lector” o

maestro de teología de la Orden Franciscana y que comenzó su docencia en Bolonia, capital de Romagna,

entre finales de 1223 y comienzos de 1224, prolongándose allí su magisterio de las ciencias sagradas por

espacio de un año aproximadamente; respecto a las fechas hay que tener en cuenta la carta o nota que le

dirigió San Francisco, en la que se cita un pasaje de la Regla bulada, que fue aprobada por Honorio III el

29 de noviembre de 1223; de otro lado, a finales de 1224 o principios de 1225 San Antonio se encuentra

ya en Francia. En la actualidad no hay dudas sobre la autenticidad sustancial de la breve carta que envió

San Francisco a San Antonio, en la que el Poverello le dice a “mi obispo”, así llama a Antonio, que le

agrada que enseñe teología a los hermanos, con tal que el estudio no apague el espíritu de oración y de-

voción. Las fuentes subrayan que Antonio se dedicó a la enseñanza de la teología, no por propia ini-

ciativa, sino accediendo a las insistentes súplicas de los frailes, por la necesidad de una mejor formación

de los predicadores, y tras obtener la aprobación del mismo San Francisco.

122

Éste es el único de los lugares evangelizados por Antonio al que se refieren expresamente las fuentes

históricas.

123

Bononillo (o Bononilo) no creía en la Eucaristía, ni que Jesús estuviera realmente en ella. Se burlaba

de cuantos creían en la transubstanciación. Hasta que un día San Antonio le desafió así: “Si su mula de

usted se pusiera de rodillas adorando el Cuerpo de Cristo en el pan eucarístico, ¿creería usted en el sa-

cramento de la Eucaristía?”. Bononillo le respondió rotundamente que sí. De este modo se puso a fun-

cionar la apuesta. En pocos días, pondría Antonio ante la mula el Santísimo Sacramento y un montón de

heno, para ver qué haría el animal.

Bononillo difundió bien entre mucha gente lo que se estaba preparando, esperando probar que él tenía

razón y Antonio estaba equivocado, teniendo que perder y fracasar en la apuesta. Antes de la prueba, Bo-

nonillo dejó sin comer a la mula durante dos días largos. Pensaba que la mula pasaría de largo ante la Eu-

caristía y sin más se lanzaría hambrienta a comerse el heno.

Llegado el día, San Antonio estaba allí, con el Santísimo en una custodia, frente a una gran multitud

congregada. Bononillo se fue acercando con su mula, yéndose el animal con toda reverencia hacia la Eu-

caristía. Bononillo reclamaba a la mula hacia el heno, y le restregaba por el hocico un morral con la hier-

ba. Pero la mula rechazaba comer y no hacía sino girar la cabeza hacia San Antonio portando al Santísi-

mo. La mula se le acercó por fin, doblando reverentemente sus patas delanteras, adorando de rodillas la

Eucaristía. Incluso Bononillo se arrodilló, diciendo ver claramente a Cristo todo entero y en su plenitud

en la Eucaristía. Y fue su conversión.

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~ 46 ~

cieran presentes por donde abundaban los albigenses; allí se encontraban ya los cister-

cienses, los dominicos y también los franciscanos, a los cuales enviaron como destacado

refuerzo a Antonio los superiores de la Orden de los Hermanos Menores, secundando al

máximo la preocupación de la Iglesia Católica.124

Mientras Antonio predicaba en el capítulo provincial que se estaba celebrando en Ar-

lés (Provenza),125

se apareció allí San Francisco estigmatizado.126

Más tarde, en 1226,127

Antonio fue nombrado “custodio” de los frailes de la región de Limoges.128

Antonio re-

cibió un “lugar” para que en él se hospedaran los Hermanos Menores, que habían lle-

gado a la ciudad y alrededores un par de años antes. Abrió también otro “lugar” o con-

vento en Brive. Por supuesto, nunca dejó de enseñar y predicar.129

En 1227,130

se encaminó Antonio a Italia, yendo a pie a través de la Provenza.131

Quería y debía asistir132

al Capítulo General de Asís, que se celebró el 30 de mayo.133

124

Hacia 1225 estaba San Antonio de “lector” o maestro de teología y dedicado a la predicación en

Montpellier, señorío y ciudadela de la ortodoxia católica como sabemos, donde se formaban los domi-

nicos y los franciscanos para predicar a los albigenses de la región. Aquí sitúan algunas fuentes un mila-

gro, entre otros, de bilocación de San Antonio mientras predicaba.

125

En fecha que ha de situarse entre septiembre de 1224 y mayo de 1225.

126

No hay dudas sobre el hecho, atestiguado ya por las primitivas fuentes biográficas franciscanas (1 Cel

48; 3 Cel 3; LM 4, 10; etc.). Pero resulta muy difícil, como decimos en nota anterior, precisar la fecha de

tal acontecimiento. El análisis de los datos de que se dispone sólo permite establecer el espacio de tiempo

que hemos señalado.

También resulta probable que, por el año 1225, San Antonio estuviera predicando en Toulouse (Fran-

cia), donde eran fuertes los albigenses, y, como maestro o “lector” de teología, diera clase a sus herma-

nos franciscanos; una de las fuentes históricas dice que aquí sucedió el famoso milagro de la mula que se

arrodilló ante la Eucaristía.

127

Año en que murió San Francisco, como sabemos. No parece que San Antonio estuviera en los funera-

les.

128

“Custodio” era cargo intermedio entre el ministro provincial y el guardián o superior local. Es posible

y hasta probable que el nombramiento lo hiciera fray Juan de Florencia, ministro provincial de Provenza,

el que presidía el capítulo de Arlés en el que se apareció San Francisco cuando San Antonio predicaba (cf.

1 Cel 48).

129

Fuentes históricas algo tardías refieren actividades apostólicas, viajes y estancias, milagros, etc., de

San Antonio durante su permanencia en el sur de Francia; así por ejemplo: predicación en Saint-Junien y

anuncio de un hecho prodigioso; estancia, encontrándose enfermo, en la abadía benedictina de Solignac;

predicación en el sínodo de Bourges, en la que denunció el mal comportamiento del arzobispo, que se

convirtió; guardián de los frailes en Le-Puy, donde realizó varios milagros o hechos prodigiosos.

130

Sin que pueda determinarse la fecha exacta.

131

O fue mandado a ir, sin que se sepan los motivos de su retorno. Tampoco se sabe si se estableció fijo

en algún lugar o emprendió vida de predicador itinerante.

132

Muy probablemente.

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Como ministro provincial del norte de Italia, actuó Antonio del modo que pide la Re-

gla de la Orden Franciscana, entregado a su misión, visitando los lugares, pueblos y ciu-

dades en los que residen los frailes. En Milán estuvo repetidas veces, desde que allí se

133

Parece ser que Antonio asistió al Capítulo de Asís como custodio de la francesa Limoges, siendo im-

portante aquel Capítulo, primero que se celebraba tras la muerte de San Francisco.

Se deduce con seguridad de las fuentes de que se dispone que Antonio fue elegido ministro provincial

del norte de Italia, pero este hecho está envuelto en numerosas cuestiones de difícil solución. Se desco-

nocen los límites de la circunscripción territorial al frente de la cual estuvo. Después de su renuncia y, tal

vez en el Capítulo General de 1230, la Italia septentrional se dividió en varias provincias. Más difícil aún

es determinar la fecha aproximada en que fue elegido, aunque lo fue ciertamente a continuación de su es-

tancia en el sur de Francia. Hasta 1239, los provinciales eran elegidos por el ministro general, y no por los

capítulos; por tanto, tuvo que ser elegido por fray Elías, que gobernó la Orden hasta el capítulo de Pente-

costés de 1227, o por su sucesor, fray Juan Parente. El provincialato no tenía entonces una duración pre-

establecida, y la mayoría de autores estima que el de Antonio duró un trienio, aunque no falta quien o

quienes lo reducen a un año. Lo cierto es que las fuentes alaban la figura de Antonio como servidor y mi-

nistro de sus hermanos, subrayando su ejemplaridad, su clemencia y benignidad, su capacidad de conmo-

ver los corazones de los tibios y negligentes, su bondad, su defensa y protección del buen nombre de sus

frailes, su buen humor en la convivencia, etc. Sabemos con seguridad que Antonio dejó el oficio de mi-

nistro provincial en mayo de 1230, cuando se celebró Capítulo General y hubo traslado de los restos mor-

tales de San Francisco a la basílica que se le construía en Asís.

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~ 48 ~

establecieron los franciscanos en 1227, siendo esta ciudad un foco muy activo de

herejes arraigados, como sabemos de mucho tiempo atrás.

Difíciles y harto confusas134

fueron las relaciones de Antonio con la ciudad de Verce-

lli. Allí predicó Antonio, siendo muy impactantes sus sermones, influyendo incluso en

el clero catedralicio. Hubo amistad135

entre Antonio y el famoso teólogo Tomás Galo,

comentador de los escritos del Pseudo-Dionisio (de los siglos V-VI), canónigo regular

de San Agustín y abad del monasterio de San Andrés de Vercelli, en el que estuvo An-

tonio durante algún tiempo.136

De junio de 1229 a junio de 1230, se promovió una gran misión eclesiástica por la paz

en la amplia y compleja región véneta en torno a Treviso,137

una zona de Italia liosa-

mente atormentada por crueles enfrentamientos de facciones nobiliarias. En calidad de

ministro provincial franciscano, Antonio hubo de participar en aquella delicada y nece-

saria misión. Antonio supo armonizar el cuidado y solicitud por sus frailes y los viajes

evangelizadores o predicando que hubo de realizar con aquellas tareas de pacificación

en las que se vio involucrado. Una de las cosas que hizo fue buscarse la colaboración de

los hermanos mejor preparados; tuvo que visitar repetidas veces Padua y fijó allí138

su

residencia.139

En los largos períodos por años que140

Antonio pasó en Padua, tuvo mucha dedicación

también a escuchar confesiones, además de no dejar la predicación y la enseñanza teo-

lógica a los frailes. El mismo Antonio deja fundada su escuela paduana de los Herma-

134

También en lo cronológico, siendo fecha verosímil la de 1228.

135

Sin duda alguna, y muy provechosa en lo cultural y teológico.

136

Sin embargo, no parece probable que Antonio y el también franciscano Adam Marsh, muy erudito,

coincidieran, como dice alguna fuente, en dicho monasterio, si bien es cierto que ambos mantuvieron con-

tactos e intercambios culturales con el abad Tomás Galo.

Es posible que Antonio predicara, pronunciara conferencias o diera alguna clase sobre temas particula-

res a la comunidad del monasterio de San Andrés mientras residió allí; pero no parece históricamente ad-

misible que actuara en Vercelli como maestro de teología en sentido propio, ni en el monasterio, ni en la

casa de los Hermanos Menores.

137

La medieval Marca de Treviso. Dominaban por allí varias familias liosas, patrimoniales y de abolengo,

con no pocos conflictos entre sí. Con el tiempo, la región fue quedando bajo el control de la República de

Venecia.

138

Muy probablemente.

139

Es fácil deducir esto, por la redacción definitiva de sus Sermones dominicales y por la profunda amis-

tad con el pueblo o gente de Padua que se vislumbra o se deja traslucir en sus vivencias.

Parece lo más probable que entre los años 1229-1230, accediendo Antonio a la súplica insistente de los

frailes, terminara la redacción de los Sermones dominicales y su preparación para la publicación, durante

los inviernos de esos años, cuando disminuían las visitas a los hermanos y la predicación itinerante. Todo

eso fue, segura y concretamente en el convento franciscano de Santa María Mater Domini en Padua.

140

Indudablemente.

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~ 49 ~

nos Menores. También mantuvo coloquios y conferencias de temática bíblica y moral

fuera del convento, en los ambientes universitarios de Padua, adquiriendo mucha vene-

ración y granjeándose mucha simpatía por todas partes.

El sábado 25 de mayo de 1230, los restos mortales de San Francisco fueron solemne-

mente trasladados de la iglesia de San Jorge a la nueva basílica dedicada al Poverello de

Asís. Con este motivo se reunieron en Capítulo General todos los dirigentes o superio-

res de la Orden, entre ellos San Antonio, quien dejó en esta circunstancia el oficio de

ministro provincial, para dedicarse141

más de lleno a la predicación y a la docencia.

De junio a septiembre de 1230, Antonio estuvo con el Papa Gregorio IX. El Capítulo

General de aquel año resolvió enviar a Roma a un grupo selecto de hermanos, entre

ellos Antonio, con el encargo de exponerle al Papa los problemas urgentes o acuciantes

de la Orden, a saber, cuál era el valor jurídico del Testamento de San Francisco y, dada

la rápida evolución de la Orden, con tan notable crecimiento, cómo interpretar algunos

pasajes de la Regla. La estancia en la Curia Pontificia, en Roma y en Anagni, tuvo que

prolongarse algunos meses, pues se veía necesario sopesar todos los valores que estaban

en juego y preparar la mejor respuesta posible.142

No hay duda acerca de cómo habría

contribuido Antonio a elaborar la bula pontificia “Quo elongati” del 28 de septiembre

de 1239 con la que Gregorio IX trató de resolver las cuestiones que la Orden Francis-

cana le había planteado. Además, Antonio continuó ejerciendo el ministerio de la Pa-

labra, predicando y dando conferencias espirituales.

En aquel otoño de 1230, cumplida la misión que la Orden le había encomendado ante

la curia papal, Antonio regresó a Padua, donde, libre de la responsabilidad de cuidar de

sus hermanos, podía dedicarse plenamente a la predicación itinerante y a la preparación

de sus sermones por escrito.

Accediendo a los ruegos del cardenal Reinaldo de Segni,143

Antonio consagró el in-

vierno de 1230-1231 a la redacción de sus Sermones festivi, sermones para las fiestas

del año litúrgico; sin embargo, al acercarse la Cuaresma, interrumpió este trabajo para

dedicarse a la predicación, y, terminada la Cuaresma, lo reemprendió en Camposam-

piero; la obra quedó bruscamente interrumpida para siempre en el sermón que preparaba

para la conmemoración festiva del Apóstol San Pablo.144

Así pues, del 5 de febrero al 23 de marzo de 1231, Antonio predicó sermones cua-

resmales a diario en Padua –práctica desconocida hasta el momento–, siendo todo muy

profuso en catequesis y en horas dedicadas a oír confesiones y propiciar mucho el sacra-

141

Seguramente.

142

Gregorio IX, en la bula de canonización de San Antonio, en 1232, recodará su trato personal con él, su

virtud y su ciencia, sus amplios y profundos conocimientos bíblicos, su gran capacidad como escrutador

de las Escrituras, llamándolo por todo ello, y entre otras cosas, “Arca del Testamento”.

143

Que entre los años 1254-1261 será el Papa Alejandro IV. Pertenecía a la familia de los condes de Seg-

ni, al igual que dos de sus antecesores pontífices, Inocencio III y Gregorio IX, tío suyo, de quien le vino

el nombramiento de cardenal en 1227 y su designación como cardenal obispo de Ostia en este año 1231.

144

Que entonces se celebraba el 30 de junio.

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~ 50 ~

mento de la penitencia. No es extraño que tan admirable misión cuaresmal y de Semana

Santa agotara las fuerzas de Antonio minando su salud; pero los frutos de aquella pro-

funda evangelización fueron muchos, indudablemente.

El 17 de marzo de este año 1231, Lunes Santo, Antonio, que estaba terminando la pre-

dicación de la intensa y gran Cuaresma, se presentó al podestà (señor y juez) de Padua y

a su Consejo pidiendo que se cambiaran los estatutos comunales en vigor, según los

cuales el deudor que no pagaba, permanecía encarcelado hasta que sus familiares u otros

pagaran su deuda, lo que, para los más pobres, podía significar como una cadena per-

petua. El prestigio de Antonio, con sus razonamientos y exhortaciones, hicieron que la

autoridad competente de Padua cogiera aquellos estatutos y los cambiara en justos por

la compasión y la misericordia.

En la segunda mitad de mayo de 1231, Antonio, después de aquella agotadora Cua-

resma, con la actividad pastoral y litúrgica que había continuado desarrollando hasta

Pentecostés y su octava, se retiró al eremitorio de Camposampiero, cerca de Padua.145

Antonio necesitaba retirarse y descansar en reparador sosiego, cuidar su quebrantada

salud. Al mismo tiempo, quería dedicarse a ir completando sus Sermones festivi, todo

ello sumergiéndose en la oración, manteniéndose en espiritual recogimiento, no ajeno a

ese buen prepararse franciscano para el encuentro con la hermana muerte, presentida

ciertamente no muy lejana.

El 13 de junio de este año 1231, cuando murió santamente fray Antonio, era viernes.

Antes, en el eremitorio franciscano de Camposampiero, Antonio había dispuesto de una

peculiar celda de tablas y esteras instalada en un nogal. Aquel día bajó a comer con los

hermanos y, estando a la mesa, sufrió un repentino colapso; no perdió la lucidez en

ningún momento, pero sintió que se moría; pidió que lo llevaran a Padua, a la iglesia de

Santa María, para estar con su comunidad a la hora del tránsito y para ser sepultado allí.

Lo trasladaron en un carro y, al acercarse a Padua, para no cruzar la ciudad por el centro

y evitar así tumultos, se desviaron hacia el monasterio de las clarisas de la Cella, donde

los franciscanos que las atendían tenían un modesto hospicio. En este pequeño convento

empeoró la salud de Antonio, que se confesó, cantó a la Virgen el himno litúrgico “O

gloriosa Domina”, tuvo la visión de Cristo, se le administró la unción de los enfermos,

cantó con los frailes los salmos penitenciales, y, tras una media hora de sopor, expiró.

La noticia de la muerte corrió como a raudales y precipitadamente por toda la ciudad,

quedando allí muy conmocionada toda la gente.146

El entierro de Antonio estuvo precedido de una serie de fuertes enfrentamientos, y

hasta brotes de violencia. Toda la sociedad paduana se interesó por el asunto: sectores

de la población enfrentados, las monjas y los frailes, el podestà y el obispo. Unos que-

rían que se le enterrase donde había muerto, en la Cella, en las afueras de Padua, y otros

en el convento de Santa María de los Hermanos Menores en la ciudad de Padua. Final-

mente se impuso el parecer de los frailes, y el martes 17 de junio los restos mortales de

Antonio fueron trasladados en procesión fúnebre de la Cella a la iglesia de Santa María,

145

Bien pudo ser esto el 19 de mayo.

146

Y algunas fuentes señalan que Antonio se apareció a su amigo el abad Tomás Galo.

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~ 51 ~

atravesando toda la ciudad; tras la Misa solemne de Requiem oficiada por el obispo, el

cuerpo del Antonio se guardó en un arca, dentro de la iglesia de los Hermanos Menores

de Padua.147

San Antonio enfermo llevado a Padua

147

El proceso de canonización de San Antonio fue inmediato, siendo uno de los más rápidos de la histo-

ria: duró menos de once meses, de principios de julio de 1231 hasta el 28 de mayo de 1232. Los milagros

se multiplicaron a partir de aquel mismo 17 de junio, y la devoción generalizada de la gente y en el mun-

do estudiantil universitario creció y se extendió con gran rapidez por todas partes, al tiempo que se multi-

plicaban las peregrinaciones. Toda la ciudad quería que se iniciase y no se detuviese el proceso de cano-

nización; y a principios de julio de 1231, se encargó a una comisión que presentara al Papa la súplica co-

rrespondiente. Gregorio IX puso de inmediato en marcha el proceso diocesano y luego el apostólico, de

modo que, cumplidos todos los requisitos, el 28 de mayo de 1232 decidió proceder a la canonización,

siendo ésta el 30 de mayo, en la catedral de Spoleto, donde se encontraba la Curia Pontificia.

El 8 de abril de 1263, con motivo del solemne reconocimiento y traslado de los restos mortales de San

Antonio de la pequeña iglesia de Santa María a la nueva basílica construida en su honor, actos que pre-

sidió San Buenaventura, se encontró incorrupta la lengua del Santo, que se conserva como reliquia.

Para abundar más sobre San Antonio, sin ánimo de exhaustividad, sino tan sólo como alguna que otra

muestra de ampliación o aportes, ir a Epílogo III.

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~ 53 ~

IMPERIO JOREZMITA O DE CORASMIA

MURIÓ ASESINADO JALAL AD-DIN MINGBURNU

Los Jorezmitas son en estos tiempos una dinastía musulmana sunní de origen ma-

meluco turco, fundadores imperiales de Corasmia, gobernando el Gran Irán,148

primero

como vasallos de los selyúcidas149

y más tarde (desde el siglo XI) como gobernantes in-

dependientes. Como tal Imperio, el Jorezmita o de Corasmia perduró, como sabemos,

hasta la invasión de los mongoles que allí se sufrió en 1220. Pero aquí contamos ahora

noticias residuales de los restos de aquel Imperio.

La dinastía jorezmita se fundó con Anush Tigin Gharchai, que había sido esclavo de

los sultanes selyúcidas y gobernó Corasmia. Su hijo Qutb ud-Din Muhammad I, convir-

tiendo la dinastía en hereditaria, le sucedió como primer sah o soberano de Corasmia.

Pero la fecha de la fundación del Imperio Jerozmita nos resulta incierta, pues Coras-

mia fue una provincia del conocido como Imperio Gaznávida desde 992 hasta 1041. En

1077, el gobierno de la provincia, que entonces pertenecía a los selyúcidas, cayó en

manos del mencionado Anush Tigin Gharchai. En 1141, el sultán selyucida Ahmed

Sanjar fue derrotado por los asiáticos Kara-Kitai, y el nieto de Anush Tigin, Ala ad-Din

Aziz, se vio forzado a someterse como vasallo a los Kara-Kitai.

El sultán Ahmed Sanjar fue asesinado en 1156, a partir de lo cual, cuando el estado

selyúcida cayó en el caos, los jorezmitas expandieron sus territorios hacia el sur. En

1194, el último sultán del gran estado selyúcida, Togrül III, fue derrotado y muerto por

el gobernante jorezmita Ala ad-Din Tekish, quien también se liberó a sí mismo de los

Kara-Kitai. En 1200, Tekish murió y le sucedió su hijo Ala ad-Din Muhammad, quien

para 1205 había conquistado todo el territorio del Gran Selyúcida y se declaró a sí mis-

mo sah de Corasmia. En 1212 derrotó a Gur-Jan Kutluk y conquistó los territorios de

148

Que incluye geográfica y culturalmente toda la meseta iraní, extendiéndose hasta el Asia Central

(Bactria), con el Hindukush (macizo montañoso) al noreste y Afganistán y Pakistán en el sureste, y hasta

Siria Oriental y el Cáucaso al noroeste.

149

Antigua dinastía turca que dominó en los actuales territorios de Irán e Irak, así como en Asia Menor

entre mediados del siglo XI y finales del XIII. Llegaron a Anatolia procedentes del Asia Central a finales

del siglo X, causando estragos en las provincias bizantinas y árabes, acabando con el califato abasí de

Bagdad y debilitando considerablemente el que había sido Imperio Bizantino y cuanto quedaba del mis-

mo, siendo de gran empuje hacia Occidente.

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~ 54 ~

los Kara-Kitai, ahora gobernando un territorio desde el río Sir Daria150

por casi todo el

camino hasta Bagdad, y desde el río Indo hasta el mar Caspio.

En 1218, Gesgis Kan (muerto en 1227) envió una misión comercial al estado, pero en

la ciudad de Otrar sospechó el gobernador que eran espías y confiscó sus bienes, tras lo

cual los hizo ejecutar. Gengis Kan reclamó una reparación que el sah rechazó pagar.

Gengis respondió entonces con una fuerza de 200.000 hombres, lanzando una invasión

en varios frentes. En febrero de 1220, el ejército mongol cruzó el Sir Daria y lanzó

la invasión de Asia Central. Los mongoles tomaron por asalto Bujará, Samarcanda151

y

Urgench,152

la capital corasmia. El sah huyó y murió semanas más tarde en una isla

del mar Caspio.

El hijo de Ala ad-Din Muhammad, Jalal ad-Din Mingburnu, rechazando el título de

sah, se convirtió en el nuevo sultán, pero tuvo que huir hacia la India, siendo alcanzado

por los mongoles antes de ponerse a salvo: fue derrotado en la batalla del valle del Indo

(24 de noviembre de 1221). Jalal escapó y buscó asilo en el sultanato de Delhi. Iltumish,

sin embargo, le denegó dicho asilo, por deferencia a la relación con los califas abasíes.

Regresando a Persia, Jalal reunió un ejército y restableció un reino. Pero nunca llegó a

consolidar su poder, pasando el resto de su vida en lucha contra los mongoles, contra los

pretendientes al trono persa de Corasmia y contra los turcos selyúcidas de Rüm. Perdió

su poder sobre Persia en una batalla contra los mongoles, en los montes Elburz,153

hu-

yendo al Cáucaso y capturando Azerbaiyán en 1225, estableciendo su capital en Ta-

briz.154

En 1226 atacó Georgia y saqueó Tiflis.155

Siguiendo por las tierras altas arme-

nias chocó con los ayubíes,156

capturando la ciudad de Ahlat, en la orilla occidental del

lago de Van, por donde buscó la ayuda selyúcida del sultanato de Rüm. El sultán Kaiku-

bad I chocó con él en Arzinjan, en el Éufrates superior, en la batalla de Yassi Chemen

(año 1230), de donde escapó Jalal huyendo a Diyarbakir, mientras los mongoles, en la

liosa confusión que sobrevino, conquistaban Azerbaiyán. Jalal ad-Din Mingburnu

(Manguberdi)157

murió en agosto de este año 1231, asesinado a manos de un asesino

contratado por los selyúcidas.158

150

En el Asia Central.

151

Importantes ciudades de Uzbekistán.

152

Actual Kunya-Urgench, en Turkmenistán, país de los turcomanos.

153

Una cordillera al norte de Irán.

154

Ciudad actualmente situada al noroeste de Irán.

155

Capital de Georgia.

156

La dinastía iniciada por el famoso Saladino (1174-1193).

157

El último gobernante del Imperio Jorezmita o de Corasmia.

Aunque los mongoles habían destruido el Imperio Corasmio en 1220, muchos jorezmitas sobrevivieron

trabajando como mercenarios en el norte de Irak. Los seguidores de Manguberdi permanecieron fieles a él

incluso después de su muerte en 1231, y asaltaron las tierras de Jazira y Siria durante los años siguientes,

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~ 55 ~

MARBURGO (ALEMANIA)

MURIÓ ISABEL DE HUNGRÍA

Hija del rey Andrés II de Hungría159

y de Gertrudis de Andrechs-Merania (asesinada

en 1213),160

Isabel de Hungría, de quien ahora relataremos resumidamente su vida,

llamándose a sí mismos los Jorezmiyyas. El sultán ayubí Salih Ayyub (1240-1249), en Egipto, más tarde

los contrató contra su tío Salih Ismail. Los Jorezmiyyas marcharon hacia el sur desde Irak hacia Egipto,

De camino invadieron Jerusalén (por entonces en manos de cristianos) el 11 de julio de 1244. La ciuda-

dela de la ciudad, la famosa “Torre de David”, se rindió el 23 de agosto de ese año. Esto será, como ve-

remos, lo que impulsará desde Europa la convocatoria de la séptima cruzada (1248-1254), pero los cru-

zados nunca volverán a conquistar con éxito Jerusalén. Después de ser conquistada por las fuerzas jorez-

mitas, la ciudad siguió bajo control musulmán hasta 1917, cuando se la conquisten los británicos a los

otomanos.

Después de tomar Jerusalén, las fuerzas jorezmitas siguieron hacia el sur, y el 17 de octubre del año

1244 lucharon al lado de los egipcios en la batalla de Harbiyah, al noreste de Gaza, destruyendo allí los

restos del ejército cristiano, resultando muertos o vencidos unos 1.200 caballeros. Fue el mayor enfrenta-

miento desde la batalla de los Cuernos de Hattin, que podemos recordar del año 1187.

Los restos de los jorezmitas musulmanes sirvieron en Egipto como mercenarios mamelucos (esclavos

guerreros) hasta que finalmente fueron derrotados por Mansur Ibrahim unos años después, avanzando la

segunda mitad del siglo XIII.

158

O tal vez a manos de bandoleros kurdos.

159

Reinante entre los años 1205-1235.

160

Reina consorte de Hungría, siendo la primera de las tres esposas que tuvo sucesivamente el rey An-

drés II. Había nacido en 1186, siendo la hija menor del duque Bertoldo IV de Merania (muerto en 1204) y

de su consorte Inés de Rochlitz. Su hermana mayor, Inés de Merania (muerta en 1201), era famosa por su

belleza y fue dada en matrimonio al rey Felipe II Augusto de Francia (muerto en 1223); su otra hermana

mayor fue Santa Eduviges de Silesia (muerta en 1243). El hermano menor de Gertrudis fue Bertoldo, ar-

zobispo de Kalocsa, en Hungría, y entre otros hermanos se hallaban Eckbert, obispo de Bamberg (Ale-

mania), y Enrique, conde de Istria.

Gertrudis se casó antes de 1203 con el príncipe húngaro que sólo dos años después, en 1205, fue coro-

nado como Andrés II de Hungría. Pronto la pareja tuvo varios hijos, entre ellos Béla IV de Hungría

(1206), Santa Isabel de Hungría (1207), el príncipe Colomán (1208) y Andrés de Galitzia (1210). En

1208, Eckbert y Enrique, dos de los hermanos menores de Gertrudis, llegaron a Hungría porque estaban

entre los sospechosos del asesinato del rey alemán Felipe de Suabia, y pronto hallaron protección junto a

su hermana la reina consorte húngara. El Papa Inocencio III los acusaba de ser partidarios de Otón IV del

Sacro Imperio Romano Germánico e instó al rey húngaro a que los privase de su protección.

La familia de la reina ya había cobrado gran fuerza e importancia en el reino húngaro desde 1206,

cuando el rey había nombrado arzobispo de Kalocsa a Bertoldo de Merania, incrementándole cargos y

prebendas.

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murió en Marburgo (Alemania), el 17 de noviembre de este año 1231, a la edad de 24

años.161

Puede decirse que murió por agotamiento y por tanta dedicación caritativa.162

Isabel creció en la corte húngara junto a sus hermanos los príncipes Béla, Colomán y

Andrés. En 1215, tomó su padre nueva esposa, dos años después del asesinato de su

madre, y nació una única hija, Violante.163

En 1221 se casó Isabel con el landgrave Luis

IV de Turingia-Hesse, siendo muy feliz el matrimonio. A Luis, cercano y proclive con

los Hohenstaufen, no le preocupaba demasiado el reparto de su riqueza entre los pobres

que Isabel solía llevar a cabo, ya que creía que la labor caritativa de su esposa le traería

una recompensa eterna.

En la primavera de 1226 representó Luis al emperador Federico II cuando se vio Tu-

ringia asolada por inundaciones, plagas y hambruna teniendo lugar la Dieta de Cre-

mona.164

En esta ocasión, Isabel asumió el control de muchos asuntos apremiantes y

repartió limosnas por todo su territorio, incluso dando vestidos y adornos de la corte a

los pobres. Debajo del castillo de Wartburgo, hizo construir un hospital con 28 camas, y

visitaba todos los días a los enfermos para atenderlos personalmente.

La vida de Isabel cambió radicalmente cuando Luis murió a causa de la plaga de pes-

te, en Otranto,165

el 11 de septiembre de 1227, cuando se dirigía a unirse a la que pode-

mos recordar como sexta cruzada, guiada por el emperador Federico II. Pocos días

después, el 29 de septiembre, Isabel dio a luz a su hija Gertrudis,166

no siendo ésta la

única progenie suya, pues había tenido antes un hijo y otra hija.167

Pasó que, en 1213, un grupo de la nobleza húngara conformado por el ispán Pedro, Simón de Kacsics,

el bán Bánk y Simón planearon un atentado contra Gertrudis, acusándola de beneficiarse del poder real

húngaro para favorecer a sus familiares. Mientras Andrés II se hallaba en una campaña militar en Galit-

zia, asesinaron a Gertrudis. Andrés II amaba a su esposa y luego de su asesinato la depositó en un esplén-

dido enterramiento, en un claustro cisterciense de las montañas de Pilis.

161

Se trata de Santa Isabel de Hungría, terciaria franciscana. Nacida en 1207. Al quedar viuda muy joven,

se dedicó por entero a los pobres, con sus muchos bienes. Se convirtió en un símbolo muy representativo

de la caridad cristiana. Su culto se extendió rápidamente por toda Europa. Fue canonizada por el Papa

Gregorio IX en 1235, el 28 de mayo, solemnidad de Pentecostés, estando presente en la celebración el

emperador germano Federico II. Se conmemora el 17 de noviembre.

162

Se encuentra enterrada en la Elisabethkirche (Iglesia de Santa Isabel) de Marburgo. Ahora es una igle-

sia protestante, pero cuenta con espacios reservados a los católicos.

163

En su momento fue esposa del rey Jaime I de Aragón.

164

Ciudad del norte de Italia.

165

Al sur de Italia, en Apulia.

166

La beata Gertrudis de Altenberg (donde murió). Recibió el nombre de su abuela materna, Gertrudis de

Merania, esposa del rey Andrés II de Hungría. Su madre, Santa Isabel de Hungría, le enseñó a rezar y a

leer desde pequeña, recibiendo así una profunda educación religiosa. Por conflictos familiares y suceso-

rios tras la muerte de Luis IV, los dos hermanos del fallecido monarca desplazaron a la viuda Santa Isabel

y tomaron la custodia a la fuerza de su hijo varón. Santa Isabel pronto abandonó el palacio abrazando una

vida de pobreza y humildad, enviando a Gertrudis aún de niña al convento de las monjas premonstra-

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~ 57 ~

Isabel murió testimoniando la más excelsa caridad cristiana a favor de los más pobres

y necesitados, con fama de santidad.168

Santa Isabel de Hungría. Murillo. Hospital de la Caridad. Sevilla

tenses junto a Wetzlar, en Altenberg. Gertrudis nunca más dejó el claustro, y a partir de 1248 se convirtió

en abadesa de la comunidad con tan sólo 21 años de edad. Gertrudis fue siempre una religiosa obediente y

comprometida con su comunidad. Se esforzó por ayudar a los pobres igual que lo hizo su madre, y bajo su

gobierno como abadesa (que duró 49 años en total) construyó una residencia para pobres y enfermos jun-

to al convento, la cual condujo laboriosamente. Según su hermana mayor, tuvo una vida ascética, e inclu-

sive también profetizó en varias ocasiones. Murió hacia el año 1300, a la avanzada edad de 73 años. Fue

beatificada por el Papa Clemente VI en 1311, siendo su conmemoración el 13 de agosto.

167

En 1222, con 15 años de edad, tuvo Isabel a su primogénito, Herman, que murió joven. Otra hija suya

fue Sofía, más tarde duquesa de Brabante.

168

Ir a Epílogo IV.

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~ 58 ~

ABADÍA DE SCHEYERN (ALEMANIA)

ASESINADO EL DUQUE LUIS I DE BAVIERA

En la abadía benedictina de Scheyern (Alemania) recibió sepultura el duque Luis I de

Baviera, asesinado el 15 de septiembre de este año 1231, en un puente de Kelheim.169

Su asesino resultó muerto inmediatamente a causa del linchamiento que sufrió.170

Luis tenía 58 años de edad, habiendo nacido el 23 de diciembre de 1173, en Kelheim.

Ostentó el título de duque de Baviera desde 1183, siendo también conde palatino del

Rin desde 1214, suponiendo este título ser elector del Sacro Imperio Romano Germá-

nico.

Luis era hijo de Otón I de Wittelsbach (muerto en 1183) y de su esposa Inés de Laon.

Tenía 10 años de edad cuando sucedió a su padre en el ducado. Su madre y un tío suyo

administraron el gobierno hasta su mayoría de edad. Luis extendió el ducado de Baviera

fundando en él numerosas ciudades, tales como Landshut171

(en 1204), Straubing (en

1218) y Landau an der Isar (en 1224).

Apoyó al emperador Otón IV (1209-1215),172

quien confirmó el señorío hereditario de

la familia Wittelsbach sobre Baviera. Sin embargo, en 1211, se pasó Luis al bando Ho-

henstaufen, correspondiente al emperador Federico II, siendo éste quien le premió con

el título de conde palatino del Rin, en 1214, como señalábamos antes.

En Kelheim (año 1204), se casó Luis I de Baviera con Ludmila de Bohemia.173

Les

nació un hijo, ahora sucesor y heredero en el ducado de Baviera,174

Otón II.175

169

Importante ciudad bávara que se encuentra en la confluencia de los ríos Danubio y Altmühl, próxima

a Ratisbona e Ingolstadt.

170

El crimen nunca pudo aclararse. Por este suceso la familia le tuvo ya para siempre aversión a la ciu-

dad de Kelheim que perdió su estatus como una de las residencias ducales.

171

A orillas del río Isar, afluente del Danubio.

172

Muerto en 1218.

173

Una hija del duque Federico de Bohemia.

174

Hasta el 29 de noviembre de 1253.

175

Éste se casó con Inés del Palatinado, nieta del duque Enrique el León (muerto en 1195) y de Conrado

de Hohenstaufen, heredando el Palatinado, que la familia Wittelsbach conservaría hasta 1918. La familia

llevó el símbolo heráldico de un león.

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~ 59 ~

En 1221 se unió Luis a la quinta cruzada,176

siendo capturado por Al-Kamil en Egipto,

pero no tardó en ser liberado. En 1225 Luis se hizo cargo de la tutela del joven rey de

los romanos Enrique de Hohenstaufen.177

Asesinato de Luis I de Baviera

176

Desarrollada entre los años 1217-1221.

177

Rey de Romanos y de Sicilia y duque de Suabia, siendo hijo único del emperador germano Federico II

y de su primera esposa Constanza de Aragón.

En 1228, Enrique entró en disputa con su tutor el duque Luis I de Baviera, sospechoso de conspirar con-

tra el emperador Federico II, y al final de ese año Enrique asumió el gobierno por sí mismo. Su política

favorable a las ciudades molestó a la nobleza, la cual le forzó a concederles en el Privilegio de Worms

(mayo de 1231) unos privilegios en detrimento del poder real y en contra de las ciudades.

Las disposiciones de la Dieta de Rávena de 1231, en contra de las ciudades lombardas, provocó una

nueva alianza entre ellas, vinculándose con el malestar en Alemania. Enrique, opuesto a los privilegios a

favor de la nobleza, se negó a aparecer en la Dieta. Sin embargo, en mayo de 1232, Enrique prestó obe-

diencia a su padre en Cividale del Friuli (provincia italiana de Udine), prometiendo seguir la política del

emperador a favor de los príncipes y obedecer sus disposiciones, ya que su padre el emperador dependía

del apoyo de los príncipes en Alemania para continuar su política en Italia; por eso confirmó el Privilegio

de Worms, en mayo de 1232, mediante el Statutum in favorem principum. Con posterioridad se llegó a

una paz temporal con las ciudades lombardas, en junio de 1233. Pero a su vuelta a Alemania, el rey En-

rique no mantuvo su palabra y se encargó de contradecir la voluntad del emperador, publicó un mani-

fiesto a los príncipes y se erigió en símbolo de la revuelta en la alemana Boppard (año 1234).

Federico II reaccionó y proscribió a su hijo, el 5 de julio de 1234. Enrique entonces, en diciembre, pactó

una alianza con las ciudades lombardas. Abandonado por la mayor parte de sus seguidores, tuvo que ren-

dirse a su padre el emperador, en Wimpfen (2 de julio de 1235). Dos días después, Federico II y la no-

bleza juzgaron a Enrique en Worms y lo destronaron. Su hermano menor, Conrado, fue designado duque

de Suabia y resultó elegido rey de los romanos como Conrado IV.

El emperador, para superar el debilitamiento del poder real por la querella con su hijo, reaccionó con

una Reunión Imperial en Maguncia, el 25 de agosto de 1235, promulgando la Primera Ley de Paz del

País, y los aliados de Enrique fueron perdonados cuanto se pudo.

Enrique permaneció preso en varios sitios de Apulia, y tal aislamiento, entre otras causas, pudo haberle

provocado lepra, como denota el análisis de su esqueleto realizado entre 1998-1999.

Enrique murió probablemente el 12 de febrero de 1242, en Martirano (provincia calabresa de Catan-

zaro), por una caída de su caballo cuando estaba siendo trasladado a otro castillo. Su padre le dio sepul-

tura con honores reales en la catedral de Cosenza (capital de la provincia homónima en Calabria).

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~ 60 ~

TOULOUSE (LANGUEDOC)

ÓBITO DE FULCO, POETA, TROVADOR Y OBISPO CATÓLICO

Fue célebre poeta y trovador, llegando a ser el obispo Fulco de Toulouse,178

donde

murió, en este año 1231, en el navideño día 25 de diciembre. Tenía 76 años de edad.

Su familia provenía de la italiana república de Génova y se dedicaba al comercio, co-

mo él, habiendo crecido en ella. No tardó en llegar a ser trovador, alcanzando gran fa-

ma.179

Sus obras poéticas, siendo de temática amorosa, promovían también las cru-

zadas hacia Oriente, conteniendo también asuntos y consejos pedagógicos y morales.

En 1195 se hizo monje cisterciense en la abadía de Thoronet.180

En 1291, fue nom-

brado abad de ese mismo monasterio. Cuatro años después recibió la ordenación epis-

copal con nombramiento para la difícil Toulouse. Allí conoció y trató a Domingo de

Guzmán, padre y fundador de la Orden de Predicadores (dominicos), cuando éste tuvo

la misión de predicar en la ciudad, respondiendo así a la empresa de atajar la herejía

cátara en la zona.

Acompañado por Domingo de Guzmán, participó Fulco en el IV Concilio de Letrán,

siendo allí, en Roma, muy propicio y favorable apoyando a la Orden de Predicadores.

Fue muy valioso y meritorio aquello por parte de Fulco.

Sin embargo, el conde de Foix181

le recriminó su pasado como trovador y que sus poe-

mas se vieran encuadrados en el marco de las composiciones amorosas de la época, con

trasfondo doctrinal sospechoso de ser calificado como cátaro, herético.

178

Conocido también como Fulco de Marsella, por ser esta ciudad occitana la de su nacimiento, proba-

blemente en el año 1155.

179

Es mencionado por Dante, en su Divina Comedia, como el único trovador que se encuentra en el canto

IX del Paraíso.

180

La Abadía de Thoronet (actualmente destacada como museo) se erigió a finales del siglo XII, encon-

trándose entre las poblaciones francesas de Draguignan y Brignoles (departamento Var de Provenza, en el

sureste de Francia). Las abadías de Thoronet, Sénanque y Silvacane son conocidas con el apelativo de las

“Tres Hermanas de Provenza”.

La abadía de Thoronet representa uno de los mejores ejemplos del espíritu monacal cisterciense. Incluso

la acústica de la iglesia impuso cierta disciplina a los monjes; debido a los peculiares muros de piedra,

que crearon un prolongado eco, los monjes se vieron obligados a cantar lenta y perfectamente juntos.

181

Raimundo Roger I (1188-1222).

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~ 61 ~

Fulco se hizo cargo de la formación de la llamada Militia Christi o Compañía Blanca

de la cité de Toulouse (parte antigua o vieja de la ciudad), transcurriendo el año 1209,

en plena cruzada albigense; dicha Militia la compusieron combatientes ligados a él bajo

juramento con el objetivo de perseguir a sospechosos de herejía y usureros. En una

ciudad como Toulouse, de tan frecuentes tensiones sociales entre estamentos, Fulco se

convirtió en guía del partido más defensor de los pobres y de la clase artesanal frente a

los abusos o injusticias de los mercaderes más enriquecidos. Poco más tarde, a él y a un

hijo que tenía, le fueron otorgadas las tierras conquistadas de Verfeil, por parte del des-

tacado jefe cruzado Simón IV de Montfort.182

Favoreció en todo a la Orden de Predicadores y le proporcionó muy buenas disposi-

ciones y orientaciones. En 1221, yendo de nuevo a Roma, acompañado por monjes cis-

tercienses de la abadía de Grandselve, obtuvo el reconocimiento oficial de la reciente-

mente fundada Orden, que Domingo de Guzmán había iniciado en Prouille, cerca de

Fanjeaux.183

En 1229, con el conde Raimundo VII, fundó Fulco la Universidad de Toulouse.

Fulco

182

Muerto en 1218.

183

Aquí se considera que está la cuna u origen de los dominicos (y dominicas) como Orden de Predica-

dores.

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~ 62 ~

EPÍLOGO I

EL FUERO DEL BAYLÍO

(Orígenes, contenido, localidades en que se aplica, inicio el régimen de comunidad y

situación actual).184

Antecedentes

El Profesor Antonio Román García, en su magnífico estudio sobre el Fuero del Baylío

(El régimen económico-matrimonial del fuero del Baylío, aproximación al estudio de su

normativa) quiere encontrar el origen del Fuero en su aplicación celtibérica, en aquellas

comunidades de bienes matrimoniales que sobrevivieron en el Derecho Español, muy

alejadas de la influencia del Derecho Romano y musulmán y más cercanas a la del ele-

mento germánico (aunque, al parecer de otros autores, tampoco existen testimonios his-

tóricos serios sobre la existencia de una comunidad universal entre los primitivos pue-

blos celtíberos).

La costumbre jurídica de reparto igualitario de bienes en el matrimonio, independien-

temente de su origen, se venía además observando antes del siglo XIII, en el territorio

extendido en territorios colindantes con la Bética y Lusitania Romanas, en lo que hoy

corresponde a la actual provincia de Badajoz y la frontera con Portugal.

La expresión misma de Fuero del Baylío se refiere a un Baylío (dominio o enco-

mienda) de la Orden del Temple, que fuera fundado por Hugo de Payns,185

con autori-

zación del Papa Honorio II (1124-1139), por lo que parece que estos Caballeros Tem-

plarios se asentaron en Castilla y Navarra y en parte de Extremadura, durante la primera

mitad del siglo XII. Parece seguro, dice Román García, que fue el Rey Fernando III

quien otorgó a la Plaza de Jerez de los Caballeros, a los Templarios en la primera mitad

del siglo XIII y, posiblemente, fuera, este Baylío, el encargado de autorizar los matri-

monios celebrados en la zona, aunque no tuviera autoridad para conceder el Fuero, sino

que, su concesión, debió corresponder a una decisión tomada por el Capítulo General de

la Orden, de acuerdo con la Corona.

Se sabe también que durante el siglo XIII, casi toda la Extremadura Meridional estaba

en poder de los musulmanes y que fue Don Alfonso Téllez de Meneses, yerno del rey

portugués Sancho II, que conquistó la plaza de Alburquerque, el que concedió a sus va-

sallos que pudieran regirse por la ley portuguesa de la llamada Carta de a Metade, por

la que se produciría una comunidad absoluta de todos los bienes aportados por los cón-

yuges al matrimonio. Por tanto Alburquerque fue la primera plaza en la que se aplicó el

Fuero y las demás localidades que ahora veremos recibieron su otorgamiento por su

vinculación al dominio de los Caballeros del Temple; así se explica la vigencia del

184

Página Notarios y Registradores. Admin, 24/06/2015. Autor Jorge López Navarro, con los menciona-

dos en una nota al final.

185

Muerto en 1136.

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~ 63 ~

Fuero en Olivenza, no por su transitoria incorporación a Portugal, sino como conse-

cuencia de la recepción de la legislación de las Ordenanzas Portuguesas.

No está clara, sin embargo, la aplicación del Fuero en Ceuta, ya que pese a haber sido

conquistada por los portugueses, nunca existió allí una aplicación consuetudinaria del

Fuero y si se aplicó en su momento la Carta de a Metade portuguesa.

El Fuero del Baylío estuvo vigente desde el siglo XIII hasta el XVIII, siendo respe-

tado por las Leyes de Toro,186

y aunque hubo alguna duda en cuanto a su vigencia, la

consulta realizada por la villa de Alburquerque al Consejo de Castilla, dio lugar a la

promulgación por Carlos III de una ley que garantizaba su vigencia y legalidad, reser-

vándose la Corona la facultad de suprimirlo cuando las circunstancias lo requirieran. Sin

embargo el mismo fue recopilado por la Ley XII, Título IV del Libro X de la Novísima

Recopilación y existen datos de su confirmación por el rey Fernando VII, cuando se

promulga la Ley de Vinculaciones, en la que se establece la vigencia de dicho Fuero.

Decía así la Novísima Recopilación: “Apruebo la observancia del Fuero denominado

del Baylío, concedido a la villa de Alburquerque por Alfonso Téllez, su fundador, yerno

de Sancho II, Rey de Portugal, conforme al qual todos los bienes que los casados llevan

al matrimonio o adquieran por cualquier razón, se comunican y sujetan a partición co-

mo gananciales; y mando que todos los Tribunales de estos mis Reynos se arregle a él

para la decisión de los pleitos que sobre particiones ocurran en la villa de Albur-

querque, Xerez de los Caballeros y demás pueblos donde se ha observado hasta ahora;

entendiéndose sin perjuicio de providenciar otra cosa, si la necesidad o transcurso del

tiempo acreditase ser más conveniente que lo que hoy se observa en razón del citado

Fuero, si lo representasen los pueblos”.

Vigencia

Para Don Federico de Castro su vigencia es indudable, ya que el Fuero tiene el ca-

rácter de Fuero Municipal y no existen dudas de que el territorio en que se produce su

aplicación estuvo sometido, con esta excepción, primero al Derecho común de Castilla y

después al Código Civil, y concluye que para demostrar su vigencia será necesario

probar su uso ininterrumpido. Efectivamente las normas del Fuero no sólo están vivas

en su perspectiva histórica, sino que se utilizan actualmente en la práctica jurídica, ya

que nunca quedó afectado por la disposición final derogatoria del c.c. art 1976, puesto

que dicho precepto debe ponerse en contacto con el art 13 del mismo, según la redac-

ción última del Decreto 1836/1974, ya que tras de excluir de entre las normas que tienen

aplicación general y directa en toda España las relativas al régimen económico matri-

monial, dice que “en lo demás y con pleno respecto a los derechos especiales o forales

186

Las Leyes de Toro de 1505, resultado de la actividad legislativa de los Reyes Católicos, fijada tras la

muerte de Isabel la Católica, en un conjunto de 83 leyes promulgadas el 7 de marzo de ese año en nombre

de la reina Juana I de Castilla, en un determinado contexto.

La iniciativa de esta tarea legislativa había partido del testamento de Isabel la Católica, a partir del cual

se creó una comisión de ilustres letrados.

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~ 64 ~

de las provincias o territorios en que estén vigentes, regirá el c.c. como derecho suple-

torio en defecto del que lo sea en cada una de aquellas, según sus normas especiales”.

En todo caso la vigencia del Fuero ha sido declarada tajantemente por las sentencias

del TS de 8 febrero de 1892 y 28 de enero de 1896, aunque ambas sentencias resol-

vieron de forma distinta la problemática referida al momento en que se producía la co-

municación de bienes en el matrimonio (¿al tiempo de contraerlo o al de su disolu-

ción?).

Para Román es lamentable que el malogrado sistema de Apéndices al c.c. (sólo se

publicó, creo recordar el de Aragón, luego nos invadieron las Compilaciones Forales y

más tarde los Códigos Civiles como Cuerpos cerrados de normas) se perdiera la posibi-

lidad de darle cabida al Fuero del Baylío, perdiéndose la oportunidad de provocar una

clarificación normativa de su alcance territorial y personal. De todas formas ya en el

famoso Congreso Nacional de Derecho Civil celebrado en Zaragoza en 1946 y del Con-

greso Jco sobre los Derechos Civiles Territoriales en la Constitución, se concluyó que

las CCAA de acuerdo con el art 149.1.8 podían asumir en sus Estatutos, como compe-

tencia exclusiva, la legislación sobre Derecho Civil, foral o especial en ellas existente.

No se ha recogido, creo, en el Estatuto de Extremadura (L.O. 1/193 y Reforma

1/2011) una referencia concreta al Fuero del Baylío, pero sí he encontrado, posible-

mente relacionado con ello, una Proposición de Ley del Grupo Popular de fecha 17 de

octubre de 1984, en la que se viene a dar una regulación del mismo, aunque posterior-

mente no se transformó en Ley, y al que ahora me referiré.

PROPOSICION DE LEY SOBRE EL FUERO DE 17 DE OCTUBRE DE 1984:

Dice su exposición de motivos, que “desde la ley de bases de 11 de mayo de 1988, au-

torizando al gobierno para la publicación del c.c., pende el mandato de presentar a las

Cortes Generales los Proyectos de Ley que contengan instituciones forales de las pro-

vincias o territorios con diferente legislación civil de la común. La costumbre conocida

como Fuero del Baylío ha existido y subsiste en determinadas áreas de Extremadura y

en la región de Ceuta, y está expresamente reconocida por la Real Resolución de 20 de

diciembre de 1778, dictada por Carlos III (Ley XII, tomo V, Novísima Recopilación) y

por el Tribunal Supremo en sentencia de 8 febrero de 1892, así como por la Dirección

General de los Registros en Res 19 de agosto de 1914 y 11 de agosto de 1939. Su regu-

lación cumplirá la función de complementar la legislación civil y evitar la inseguridad

jurídica.”

Artículo uno: “El Fuero del Baylío, rige:

a).- En las localidades y sus términos municipales de la actual provincia de Badajoz

siguientes: Alburquerque, Alconchel, Atalaya, Burguillos del Cerro, Cheles, Fuentes de

León, Higuera de Vargas, La Codosera, Jerez de los Caballeros, y sus agregados, Bro-

vales, La Bazana y Valuengo, Oliva de la Frontera, Olivenza y sus agregados, San Be-

nito, San Francisco de Olivenza, San Jorge, San Rafael, Santo Domingo, y Villarreal,

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~ 65 ~

Táliga, Valencia de Mombuey, Valencia del Ventoso, Valverde de Burguillos, Valle de

Matamoros, Valle de Santa Ana, Villanueva del Fresno y Zahínos.

b).- Y en la Ciudad de Ceuta (así decía la proposición legal).

Artículo dos: Las proposiciones administrativas que pudieran afectar al territorio del

Fuero, no producirán alteración en su propio ámbito territorial, ni respecto al estatuto

personal de los aforados.

Artículo tres: Los efectos del estatuto personal, real y formal, que confiere el Fuero,

se regularán por las normas del código civil.

Artículo cuarto: El régimen económico matrimonial de las personas será el que esta-

blezcan libremente en capitulaciones matrimoniales. En defecto de pacto, el régimen

supletorio será el de comunidad absoluta de bienes, con independencia de que el vín-

culo se contraiga en territorio de Fuero o fuera de él, y se establece por el mero hecho

del casamiento. La comunidad absoluta de bienes comprende inmuebles, muebles, se-

movientes y títulos valores, así como los derechos de naturaleza patrimonial, cual-

quiera que fuera el lugar donde se encuentren, incluso en el extranjero y bien per-

tenezcan a los cónyuges antes del matrimonio o bien hayan sido adquiridos, por cual-

quier título, después de contraído y hasta su disolución. Cualquiera de los cónyuges

puede solicitar que la comunidad de bienes conste en los Registros donde los bienes fi-

guren inscritos o anotados.

(Como vemos aquí, quizá intencionadamente, se omitió uno de los problemas funda-

mentales que plantea el Fuero, es decir si el régimen se inicia al principio o al final del

matrimonio, tema que como hemos visto, incluso en el Tribunal Supremo ha motivado

soluciones dispares. Sin embargo y conforme a lo dispuesto por los artículos siguientes,

parece darse a entender que se constituía al inicio del matrimonio).

Artículo cinco: El cambio de vecindad civil de los cónyuges no alterará el régimen

económico del matrimonio aforado, salvo acuerdo expreso o disposición legal del terri-

torio de la nueva vecindad.

Artículo seis: La administración de los bienes de la comunidad corresponde al mari-

do, salvo pacto en contrario. Es necesario el consentimiento de ambos cónyuges para

adquirir, gravar o enajenar, transigir o permutar bienes o derechos de naturaleza pa-

trimonial. El juez suplirá el consentimiento, en su caso, oída la negativa del cónyuge

disidente.

Artículo siete: Constituida la comunidad de bienes, responden los mismos de todas

las deudas contraídas por la sociedad conyugal, de las anteriores de cualquiera de los

cónyuges y de las cargas y gravámenes que pesen sobre los mismos.

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~ 66 ~

Artículo ocho: Las deudas y las responsabilidades civiles por razón de delito, exigi-

bles a cualquiera de los cónyuges y originadas con posterioridad al casamiento, podrán

hacerse efectivas sobre los bienes de la comunidad. No obstante, su importe será dedu-

cido a la disolución de la comunidad, de la mitad del patrimonio que correspondiera al

cónyuge responsable.

Artículo nueve: La comunidad de bienes subsiste durante el matrimonio y se extingue

a la disolución del mismo, sin perjuicio de la libertad de los cónyuges para realizar en

cualquier momento capitulaciones matrimoniales.

Artículo diez: A la terminación de la comunidad se dividen por mitad, entre el cónyu-

ge sobreviviente y los herederos del premuerto, todos los bienes y derechos patri-

moniales, así como las deudas, observándose las siguientes reglas: Al cónyuge viudo se

le adjudicarán con preferencia los bienes raíces que él hubiera aportado a la comuni-

dad. Se completará la parte correspondiente al viudo, en su caso, con bienes de la co-

munidad que no fueren originariamente del premuerto y en último término con los de

éste.

Artículo once: El c.c. regula todas las reservas de bienes en el territorio aforado.

Artículo doce: El cónyuge viudo no tiene derecho a la cuota vidual usufructuaria es-

tablecida en el c.c., sin que ello suponga impedimento para ocupar el lugar que le co-

rresponda en el sucesión intestada del premuerto.

Disposición final: El c.c. rige como supletorio.

Crítica de la regulación: Tras de una lectura reposada es evidente que la proposición

de ley no recogía ni con mucho la verdadera regulación que da el Fuero al matrimonio

aforado, y posiblemente de ahí, que no fuera aceptado. Partía de una comunidad uni-

versal entre cónyuges que se originaba en el momento del matrimonio, cuando, como

veremos, este régimen económico, respeta la total libertad de cada esposo para disponer

de sus bienes sin limitación durante el matrimonio y es, al finalizar el mismo cuando se

origina la comunidad universal, con independencia del origen de los bienes de cada uno.

Localidades en que se aplica el Fuero

Nos pueden servir como relación de localidades en que se aplica el Fuero, las que

indica la proposición citada, con exclusión de Ceuta, donde la mayoría de los autores

estima que no existe una aplicación consuetudinaria del mismo. Dice Castán, en este

sentido, que, pese a la opinión de Borrallo, según la cual la aplicación del Fuero alcanza

a la zona española de influencia de Marruecos, parece sin embargo que en la misma

plaza de Ceuta, el Fuero no estaba en uso, al promulgarse el c.c.

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~ 67 ~

Cuándo se origina la comunidad de bienes

El punto de inflexión del régimen foral es el de determinar si la comunidad universal

de bienes entre los esposos se constituye al inicio del matrimonio o al final del mismo,

cuando se disuelve, bien sea por muerte, divorcio o separación (o incluso estimo yo, por

mutuo acuerdo):

a).- Para algunos autores incluido Borrallo e incluso Castán, como veremos, la comu-

nidad del Fuero tiene lugar desde el instante mismo del matrimonio, como da a entender

que los bienes se comunican, y por lo tanto no puede el marido enajenar, sin el con-

sentimiento de la esposa. Esta dice Castán es la interpretación que ha prevalecido desde

el punto de vista histórico y racional, y es el sentido de la legislación portuguesa y de la

práctica extremeña.

b).- Pero para otros autores, por el contrario, la comunidad universal, surge única-

mente al disolverse el consorcio conyugal, de modo que durante la vigencia del régi-

men, los esposos pueden disponer libremente de aquello que constituye su patrimonio

particular, adquirido antes del consorcio o durante éste a título lucrativo, y puede el ma-

rido enajenar los que fueron gananciales, ajustándose a lo que disponía el artículo 1413

del c.c.

c).- Sin embargo desde la sentencia del TS de 8 de febrero de 1892, rige la segunda

doctrina, ya que, dicha sentencia, viene a declarar que la comunidad de bienes no se

constituye al tiempo del matrimonio, sino conforme al Fuero, su objeto es comunicarlos

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y sujetarlos todos a partición, como gananciales, al tiempo de disolverse la sociedad,

que es el momento en el cual, con arreglo a la legislación común, se determina este ca-

rácter, en lo que exceda de las peculiares aportaciones de los cónyuges y por tanto, du-

rante el consorcio, los sometidos a dicho Fuero, pueden disponer libremente de los bie-

nes de su particular patrimonio. Esta inteligencia, dice el TS, es conforme al principio

del libre uso de la propiedad y no debe entenderse limitado sino por las disposiciones

expresas de las leyes, por los pactos particulares y por la interpretación estricta de los

fueros y costumbres contrarias al Dcho. Común, y la misma doctrina se reitera por el Rs

de la DGRN de 19 de agosto de 1914. Dice esta última: “Considerando según lo decla-

rado por el TS en sentencia de 8 de febrero de 1892, que la observancia del Fuero del

Baylío, no consiste en la comunidad de los bienes desde el instante del matrimonio, sino

en comunicarlos y sujetarlos todos a partición como gananciales al disolverse la socie-

dad conyugal en los que excedan de las peculiares aportaciones de los cónyuges, por lo

que los sometidos a dicho Fuero pueden disponer libremente durante el matrimonio de

los bienes de su particular patrimonio…”. En el caso concreto la DG admite un em-

bargo, por un delito de lesiones del esposo, que había sido adquirido por él, durante el

matrimonio, pero que se había inscrito como ganancial, cuando realmente según el Fue-

ro y la interpretación de la DG era privativo del mismo, por lo que era viable el embargo

declarado contra él, ya que, si no, no sería posible hacer efectivas sobre los bienes pri-

vativos las responsabilidades pecuniarias de los reos de delitos.

d).- Por último esta opinión la ha sostenido la misma DGRN en reciente RS de 6 de

mayo de 2015, (BOE 8 de junio de 2015) en la que se estudia una interesante

cuestión, la de la aplicación del derecho de transmisión a una herencia sujeta al

Fuero del Baylío, en la que resultaba que la esposa estaba viuda, cuando se formaliza la

herencia de sus padres, pero casada al tiempo efectivo de la muerte de los mismos, lo

que exige determinar si en esta herencia deberían intervenir también los herederos del

esposo de la misma, ya que se podía entender según la ley foral, que tenían derechos en

la comunidad universal que se había constituido al tiempo de la muerte de dicho esposo,

posterior al fallecimiento de los padres de su esposa.

Añado aquí el comentario que hice en el resumen de dicha Rs:

1.- Momento de la constitución de la Comunidad Universal: El régimen económico

matrimonial del Fuero del Baylío, permite que cada cónyuge pueda actuar libremente,

durante su matrimonio, respecto de sus bienes propios, de suerte que, por sí solo, puede

vender, comprar, hipotecar etc., sin necesidad del consentimiento ni intervención del

otro. Es al tiempo de la muerte del otro cónyuge, o del divorcio, separación etc., cuando

surge una comunidad universal, en la que se integran todos los bienes materiales o in-

materiales, muebles o inmuebles, comunes o privativos, de ambos cónyuges y es esta

comunidad la que se divide por partes iguales.

El problema del derecho de transmisión: Los problemas surgen, como en el caso de

la Rs comentada, con el posible derecho de transmisión, como sucede cuando muere

uno de los cónyuges y existen otros actos anteriores que pueden influir en el activo

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o pasivo de dicha comunidad, y tal es el caso del cónyuge viudo hoy que, estando

casado, recibe bienes de sus padres o parientes por herencia o por donación u otro título

(los padres habían fallecido antes que el esposo y la esposa había recibido su herencia.

En estos supuestos hay que fijar claramente el hecho y el momento que da lugar a la

comunidad universal).

En este caso, cuando la hija formaliza la herencia de sus padres se encuentra viuda,

pero se encontraba casada, cuando fallecen sus dos padres. Y aquí se produce el pro-

blema de la aplicación del 1006 del c.c. a dicha herencia, supuesto que no encaja muy

bien con el Fuero del Baylío.

Solución de la DG: Si la heredera o heredero viudo, lo estaba ya cuando fallecen sus

padres, no hay problema, los bienes adquiridos no se integran en la masa universal. Pero

si el cónyuge hoy viudo, estaba casado al tiempo del fallecimiento de los padres, y re-

sulta que la herencia se formaliza más tarde, estando viuda o viudo, hay que dar entrada

a los herederos del cónyuge fallecido, por aplicación del Fuero.

Y la solución que se da por la DG es la siguiente: si lo que se acepta o repudia es el

derecho in abstracto, pero sin partición, no se precisa la intervención de los herederos

del cónyuge finado (por tanto la viuda o viudo puede renunciar o aceptar por sí solo).

Pero si lo que se hace es una partición “convencional” (así la llama la DG) con adju-

dicaciones, entonces deben intervenir tales herederos del cónyuge fallecido y en tal ca-

so, puede ocurrir que el viudo acepte y los herederos del finado no lo hagan o se nie-

guen a comparecer: en estos casos hay que ir buscando a los herederos hasta dar con

quienes acepten (hijos, sustitutos, herederos abintestato etc.) o, en el último caso, hay

que ir a una partición judicial.

Quiénes están sometidos al Fuero del Baylío

Se sigue lo establecido por el artículo 9.2 del c.c.: Están sujetos al Fuero:

..- aquellos cónyuges cuya ley personal común, al tiempo de contraer matrimonio sea la

de uno de los pueblos en que se aplica el Fuero.

..- en su defecto cuando uno de los contrayentes tenga la ley personal de uno de dichos

pueblos o su residencia habitual y se elija tal régimen por ambos en documento público

antes del matrimonio.

..- Cuando uno de tales pueblos de Fuero sea el de la residencia común del matrimonio

inmediatamente posterior a la celebración de matrimonio.

..- Y a falta de dicha residencia, cuando sea uno de dichos pueblos el del lugar de cele-

bración del matrimonio.

¿Cabe el cambio de régimen de comunicación del Fuero del Baylío por otro

distinto, bien sea de comunidad o separación de bienes?

Arriesgándome un tanto, creo que ello es posible. El artículo 1315 dice que “El régi-

men económico del matrimonio será el que los cónyuges estipulen en capitulaciones

matrimoniales, sin otras limitaciones que las establecidas en este Código”. Y el art

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1325 del c.c. dice que “En capitulaciones matrimoniales podrán los otorgantes estipu-

lar, modificar o sustituir el régimen económico de su matrimonio o cualesquiera otras

disposiciones por razón del mismo”. Por tanto y más en los tiempos que corren, estimo

que cabría una liquidación previa del régimen económico foral, constituyendo una co-

munidad universal de todos los habidos por uno u otro cónyuge, antes o durante el ma-

trimonio y dividiéndolos por mitad, para luego pasar a un nuevo régimen económico.

MODELO DE TESTAMENTO SUJETO AL FUERO: He encontrado el testamen-

to foral que otorgó Don Juan Martín Lázaro en 1820, y que se encuentra en el Archivo

Histórico de Protocolos de Badajoz (son de notar las manifestaciones previas, que he

procurado acortar y el respeto absoluto a la religión):

“En el nombre de Dios todo poderoso Amén: Sepan cuantos esta mi carta de testa-

mento vieren como yo Juan Martín Lázaro natural y vecino de esta villa, hallándome

por la divina misericordia, aunque enfermo gravemente, en mi entero y cabal juicio,

memoria y entendimiento natural, creyendo como firmemente creo en el altísimo e ine-

fable misterio de la Beatísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas que

aunque realmente distintas tienen los mismos atributos y son un solo Dios verdadero, y

en todos los demás misterios que cree y confiesa nuestra Santa Madre Iglesia, C. A. R.

en cuya verdadera fe y creencia he vivido, vivo y protesto vivir y morir como católico y

fiel cristiano.

Ítem. Quiero se paguen cuanto legítimamente resulte estar debiendo, y asimismo que

se cobre lo que del mismo modo se me adeude, señalando con especialidad la cantidad

de ciento y sesenta reales que me es en deber Antonio Carmelo vecino de Llerena, y

otra igual que también me debe mi convecino Vicente Núñez de las que no tengo reci-

bos.

Ítem. Declaro me hallo casado en segundas nupcias con María Giles, de cuyo ma-

trimonio no hemos tenido procreación alguna; y que en primeras lo estuve con Agusti-

na Martín, del cual tuvimos a mi hija Rosa Martín Lázaro, mujer legítima de Francisco

Soriano, a la cual, al tiempo del fallecimiento de la expresada su madre, le fue entrega-

do cuanto le correspondía, que fue la mitad de lo que teníamos en nuestro matrimonio

en uso al fuero de baylío que esta villa goza, lo que así declaro para que conste”.

NOTA: El presente artículo se ha hecho en base a los siguientes trabajos: “El llamado

Fuero del Baylío en territorio de Olivenza” de Antonio García Galán. Régimen econó-

mico matrimonial del Fuero del Baylío de Dr. Antonio Romás García. Nociones Gene-

rales sobre el Fuero del Baylío o carta a mitad de Ángel Álvarez Giles. Y el Informe

sobre el Fuero del Baylío de la Registradora de Olivenza Cristina Martínez de Sosa.

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EPÍLOGO II

LA INQUISICIÓN MEDIEVAL

Se elabora este epílogo sobre la base documental que recogemos y citamos bajo au-

toría de Javier Belda Iniesta (Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Católica

de Valencia “San Vicente Mártir”): “Excommunicamus et anathematisamus: Predica-

ción, Confesión e Inquisición como respuesta a la herejía medieval (1184-1233)”.187

Introducción

Al ungir con el crisma en la celebración del Bautismo, el ministro del sacramento di-

ce: Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que te ha liberado del pe-

cado y dado nueva vida por el agua y el Espíritu Santo, te consagre con el crisma de la

salvación para que entres a formar parte de su pueblo y seas para siempre miembro de

Cristo, sacerdote, profeta y rey.

Cuando surge la institución de la Inquisición, Iglesia y Estado mantienen una estrecha

relación que se prolongará todavía durante algunos siglos,188

pues cuestiones como ju-

risdicciones o potestades no estaban aún perfectamente definidas. La propia Inquisición

surgirá en el ámbito canónico a consecuencia de la petición del mundo secular, que veía

en la herejía un peligro para la cristiandad, o mejor dicho, que veía precisamente en este

ataque a la cristiandad el riesgo de fractura de su propio mundo, ya que no podemos ol-

vidar que cristiandad y mundo occidental suponen, al menos durante esta época, tér-

minos prácticamente sinónimos.

De este modo, no era posible atacar el poder temporal sin que por ello se sintieran

tambalear los cimientos del poder espiritual, ni podíamos pretender zarandear el edificio

sacro sin que sintieran temblar la corona sobre su cabeza las autoridades civiles. La

herejía, por tanto, es un mal que afecta a todo el orbe, y se deben emplear todos los

medios necesarios para evitar su propagación.

Desde el punto de vista eclesiástico, la herejía es una enseñanza errónea del depósito

de la fe que rompe la comunión y atenta contra la autoridad de la Iglesia. Los medios

para combatirla, por lo tanto, no quedan reducidos a la represión o la persecución.

Desde nuestro punto de vista, tres serán los ámbitos sobre los que la Iglesia planteará la

187

Anuario de Derecho Canónico 2 [Abril 2013], 97-127.

188

En la época, el derecho ve en la fe “un valor inmanente, la naturaleza de las cosas y un valor tras-

cendente, el Dios creador de normas propio de la tradición canónica, uno en absoluta armonía con el

otro según los dictados de la teología cristiana, constituyen un ordo, un ordo iuris. El derecho es así una

dimensión óntica, y la ciencia del derecho, o el derecho como ciencia, es la percepción o la declaración

de ese ordo interno a la realidad, es interpretatio de algo que no se crea por el jurista, sino que más bien

se declara o se hace explícito partiendo de un Derecho que está más allá de la pura interpretación, como

algo que ella misma presupone” (cf. Grossi, P., 2006: La primera lección de derecho, Madrid, 13).

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lucha contra la herejía, correspondientes con su triple función, cada uno adecuado a los

tres niveles en los que impacta la actitud herética: uno preventivo, con la predicación

para enseñar la verdad y para remover las almas (munus docendi); otro sacramental, con

importantes cambios en lo referente a la confesión (munus santificandi), encaminados a

restituir a la comunión a aquellos que se han alejado y, por último, otro judicial (munus

regendi), donde la autoridad intentará en último extremo forzar esa contrición en el pe-

cador. Además, en estas renovaciones emprendidas en los campos sacramentales y for-

mativos, unidos a las normas dictadas en materia de herejía, veremos cómo la Iglesia,

poco a poco cobra conciencia de su propia identidad, hasta ser capaz de dar una res-

puesta orgánica al problema al convocarse el IV Concilio de Letrán.

Este trabajo pretende simplemente ser un bosquejo de la articulación de la respuesta

eclesial al problema de la herejía medieval, orquestado sobre el principio del favor fidei

inquisitorial como elemento necesario de la salus animarum.

1.- La situación jurídica y religiosa durante el surgimiento de la Inquisición

La toma de conciencia eclesiástica de su propia identidad y la respuesta orgánica de-

rivada de su triple función no se harán de un día para otro, ni el derecho canónico se

convertirá en un ordenamiento propio y absolutamente independiente con un solo golpe

de pluma. Así, si bien es cierto que “la historiografía jurídica suele contemplar el orde-

namiento canónico como un ordenamiento peculiar cuya principal característica radica

en su carácter universal y común a la cristiandad”,189

durante muchos años la coexis-

tencia paralela del derecho romano y del derecho general del reino, junto a la del de-

recho canónico, fue no sólo algo habitualmente aceptado, sino que una de las fuentes

normativas incluidas generalmente en el ius commune era, sin duda, el derecho canó-

nico.190

La labor fundamental del jurista hasta el siglo XVI será la de ser capaz de localizar e

interpretar la solución al problema de entre todas las normas existentes,191

lo que pone

de manifiesto la estrecha relación existente entre la tradición canónica medieval y la es-

colástica con el ejercicio de su labor.192

Poco a poco, las fuentes del derecho dejarán de

estar reducidas al trono o a la costumbre, surgiendo una gran cantidad de textos que irán

poco a poco llenando las lagunas y respondiendo a las necesidades surgidas en una so-

189

Cf. Bolaños Mejías, C. (2000): “La literatura jurídica como fuente del derecho inquisitorial”, en Re-

vista de la Inquisición 9, 191.

190

Cf. García y García, A. (1967): Historia del Derecho Canónico, Salamanca, 88.

191

Cf. Grossi, P., La primera lección de derecho, cit., 13; Bolaños Mejías, C., “La literatura jurídica co-

mo…”, cit., 191.

192

Cf. Bolaños Mejías, C., ibídem.

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ciedad cambiante que requería un derecho más vivo.193

Probablemente, esta necesidad

surge también por la variación de la realidad política que se ha ido produciendo y que

alteró el panorama existente así como las necesidades fundamentales de la sociedad. Si

durante mucho tiempo la única preocupación consistirá en obtener lo necesario para so-

brevivir y en mantenerse protegidos de los posibles ataques de vecinos hostiles, el paso

a una sociedad distinta requerirá además un derecho diverso. A este nuevo derecho, o a

la interpretación de éste de un modo distinto y sistemático, contribuye también el sur-

gimiento de otra institución que marcará aquella época: la Universidad.194

En ella, juris-

tas, teólogos y canonistas encontrarán el lugar perfecto para que surja un ambiente mul-

tidisciplinar, nutriéndose a vicenda unos y otros saberes, con el fin de responder de un

modo coherente y sistemático a los nuevos retos que plantean tanto la religión como la

realidad política existente. Evidentemente, es complicado separar al civilista del cano-

nista, pues todos son expertos en ambos derechos, ya que ambos son los ordenamientos

vigentes en el mundo en el cual desarrolla su actividad.195

2.- La primera represión de la herejía: de la misericordia a la pena capital

En este contexto, es lógico pensar que cualquier situación que pretendiese alterar el

orden establecido en la sociedad de la época supusiera un problema contra el cual se

debía luchar, si bien cada uno intentará hacerlo con sus propias armas. Con relación a la

herejía, la Iglesia intenta aplicar sus propios medios para conseguir defenderse de lo que

suponía un ataque directo a su situación. No supone un intento desesperado por man-

tener el dominio y la sumisión de toda la cristiandad bajo el yugo opresor de un poder

que se sabían o creían superior; no debemos olvidar, a este respecto, que vivimos en una

época agitada por las constantes luchas de poder y dominio entre el brazo secular y el

brazo espiritual, donde todavía no están perfectamente definidas cuestiones como la ju-

risdicción o la potestad, ni siquiera cuáles son los ámbitos en los cuales un poder puede

considerarse exclusivo a la hora de decidir. Todavía resuenan con fuerza en los oídos de

todos tanto las graves injerencias por parte del poder imperial de oriente en la labor de

la Iglesia –que alcanzarán su máxima expresión en el cisma de oriente– como la lucha

de las investiduras y la grave crisis política y religiosa que cristalizó en la reforma gre-

193

Ibídem, 191: “Jurídicamente la Edad Moderna se reconoce como „Era de las recopilaciones‟ ya que

en este período, pierde protagonismo la imagen del Rey-juez que crea y aplica la norma, a la par que se

supera la fase en que el poder político reconoce e impone el derecho producido por la sociedad”.

194

Ibídem, 195: “Los juristas partían de textos de la antigüedad, concebidos para otro tipo de sociedad,

como era el caso del derecho romano y parte del derecho canónico. Después realizaba su particular la-

bor de adaptación que consistía en rescatar los principios jurídicos válidos para aplicarlos a una so-

ciedad distinta a la que produjo los textos originarios. Con este método abordaron los problemas de su

época, como fueron la ética de la conquista de América, el tiranicidio, la reforma protestante y la cató-

lica”.

195

Cf. De Ridder-Symoens, H. (1995): “Las Universidades en la Edad Media”, en Historia de la Univer-

sidad en Europa 1, Bilbao, 56.

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goriana y las mutuas deposiciones entre el emperador y el Papa. Podemos recordar

cuanto supuso la Donatio Constantini y los Dictatus Papae como hitos de las relaciones

Iglesia-Estado.

No es por ello extraño que, con respecto a la herejía, la Iglesia y el poder secular in-

tenten responder juntos a una más que seria amenaza. Desde el punto de vista ecle-

siástico, se intentaron aplicar los medios habituales para conseguir la enmienda de aque-

llos que profesaban verdades distintas a las declaradas por la autoridad. Necesario es

también darnos cuenta de la variación que había sufrido durante los últimos siglos el

propio concepto de herejía: en los primeros suponía una diferencia de opinión de los

miembros de la autoridad eclesiástica sobre verdades que todavía no habían sido perfec-

tamente definidas y, por tanto, requerían una profunda reflexión (no olvidemos que la

Iglesia, si bien recibe todo el depósito de la fe de Cristo, tiene como labor madurar e ir

entendiendo poco a poco ese mismo depósito, custodiándolo para mantenerlo exacta-

mente igual que fue recibido de su creador).196

En esta época, sin embargo, la herejía suponía directamente un ataque a la propia

constitución de la Iglesia y la propia constitución del poder temporal, tal y como era

entendido. Así, esos remedios habituales para reprimir las conductas desviadas en ma-

teria de fe, a saber: disputas, reprimendas e incluso excomuniones, eran, a todas luces,

insuficientes. No se trataba solamente de un problema de fe, o de una divergencia de

opiniones sobre el desarrollo de algún dogma que debía ser aceptado y asumido por

todos, sino que suponía un golpe directo a la propia estructura eclesial. Se hacía nece-

saria una intervención que fuera capaz de extirpar y prevenir el posible alcance de las

falsas doctrinas, y el primer remedio que se empleará será no sólo la localización y

persecución de los herejes, sino también la predicación. Ésta supone un remedio efec-

tivo para paliar el doble efecto negativo de la herejía: por un lado, es capaz de remover

las conciencias de los culpables, por otro, formar en la recta doctrina al pueblo de Dios.

Desde el punto de vista canónico, esta convicción de la insuficiencia de los medios

aplicados deriva en una variación del modo de combatir tales actitudes heterodoxas. De

ese modo, verá la luz la bula Ad abolendam del Papa Lucio III, sobre el año 1184, en

Verona, donde el Papa decidirá que los herejes pertinaces deben ser entregados a los po-

deres seculares.197

Tal declaración se hará en presencia del emperador Federico, acaso

más acostumbrado a emplear otros medios para enfrentarse a un enemigo. El primer

objetivo será combatir las herejías presentes en los territorios lombardos (valdenses, cá-

taros, etc.), y el Papa, si bien es consciente de la urgencia que requiere la situación vi-

vida en aquellas tierras y de su propia función de garante de la fe, tampoco olvida que es

pastor de todos, y que en muchos casos el pecado encuentra un terreno favorable sobre

todo en aquellos más débiles. Por tanto, el fin no es tan sólo castigar, sino también re-

primir la herejía y enmendar a los contaminados.198

196

Cf. Catecismo de la Iglesia Católica nº 84.

197

Cf. Martínez Díez, G. (1997): Bulario de la Inquisición española hasta la muerte de Fernando el

Católico, Madrid, 5.

198

Así lo leíamos en Ad abolendam (ir al texto).

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Puede verse en Ad abolendam cómo se premia la vuelta al rebaño de las ovejas per-

didas. La herejía no deja de ser un error, y si bien debe ser satisfecha la maldad co-

metida y profesada, el objetivo sigue siendo que ninguno se pierda.199

No pretendemos

dulcificar las actitudes pontificias ni la dureza con la cual fue reprimida la herejía, sino

hacer ver que en la óptica de la salvación, tal y como era enfocada en la época, la mi-

sericordia sigue estando presente en las disposiciones papales.

Esta bula pasará a las Decretales,200

donde se dispone que sea el Obispo el juez ordi-

nario en su propia diócesis, y que deberá tratar de localizar a los herejes mientras se

realiza la visita canónica, establecida periódicamente dentro de su propio territorio.201

El

hecho de que no sea necesario esperar a que exista una acusación formal para dar co-

mienzo al proceso de persecución, represión y castigo del hereje supone adoptar defini-

tivamente el método inquisitivo en el proceso, lo que podría situarnos ante el naci-

miento efectivo de la Inquisición.202

Además, queda en un primer momento delimitada

la jurisdicción episcopal, que durante épocas posteriores dará lugar a diversos proble-

mas. Vemos aquí también la similitud con la delimitación jurisdiccional de la adminis-

tración del sacramento de la confesión, que posteriormente ampliaremos.

La bula Vergentis in senium de Inocencio III, en 1199, reafirmó las disposiciones de

su antecesor, equiparando por primera vez en el derecho canónico la herejía con el de-

lito de lesa majestad, y añadiendo duras sanciones contra los herejes. Esta equiparación

del delito de herejía y el de lesa majestad no es ninguna novedad, pues deriva directa-

mente del derecho romano,203

si bien la renuncia a la fe verdadera será considerada en

algunos casos incluso de mayor gravedad: “es mucho más grave delinquir contra la ma-

jestad eterna que contra la temporal”.204

Si no hay mayor delito en el mundo civil y se

considera tan o incluso más grande su equivalente en el mundo espiritual, tanto mayor

deberá de ser el modo de reprimir tales actitudes, con el fin de salvaguardar una so-

ciedad que se siente atacada:

“La primacía de la defensa de la fe por encima de otros intereses se manifiesta

también en la configuración del delito de herejía… sobre la plantilla del más atroz de

199

Cf. Catecismo de la Iglesia Católica nº 851; 2 Pe 3, 9; Mt 18, 14.

200

Cf. Sánchez Herrero, J. (2005): “Los orígenes de la Inquisición medieval”, en Clio & Crimen 2, 23.

201

Esta visita no es una nueva imposición, pues ya se realizaba anteriormente. Cf. González de Caldas,

V. (2000): ¿Judíos o cristianos? El proceso de Fe Sancta Inquisitio, Sevilla, 106, nota 78.

202

Evitaremos hacer una distinción detallada y precisa de los distintos tipos de inquisiciones, pues no es

tanto el objeto de nuestro estudio, sino las causas y los objetivos perseguidos con la adopción de este tipo

de proceso.

203

En una constitución de 22 de febrero de 407, recogida en el Código Teodosiano, consta la asimilación

procesal del delito de herejía con el de lesa majestad. Cf. Pérez Marín, A. (1989): “La doctrina y el pro-

ceso inquisitorial”, en Escudero, J. A.: Perfiles Jurídicos de la Inquisición Española, Salamanca, 279-

280.

204

Martínez Díez, G.: Bulario de la Inquisición… cit., 11; etc.

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los delitos seculares, el de lesa majestad, en cuya represión se acumulan las facultades

judiciales, con lo cual, consiguientemente, las posibilidades de defensa del reo resultan

aún más disminuidas que en los delitos ordinarios”.205

Sin embargo, y a pesar de esta equiparación, Inocencio III no olvidará cuál es el fin

perseguido en el intento de erradicar toda doctrina sospechosa y de purificar a quienes

hayan podido ser contaminados. De hecho, no dudará en reprender a aquellos que, so

capa de defensa de la fe, utilizan la lucha contra la herejía en su propio provecho.206

Tampoco habrá ninguna referencia a la pena de muerte.207

Estas normas y disposiciones se convertirán en ley común para la Iglesia a partir de la

Constitución III sobre los heréticos del Concilio Lateranense IV, al que nos referiremos

después. Pasados unos años, en abril de 1226, con Honorio III en la Sede, se da un paso

más allá. El rey de Francia [?]208

dispone que todo condenado por herejía en un tribunal

episcopal sea castigado con la animadversatio debita.209

Posteriormente se incluirá la

205

Cf. Gacto Fernández, E. (1989): “Aproximación al Derecho penal de la Inquisición”, en Escudero, J.

A.: Perfiles Jurídicos de la Inquisición Española, Salamanca, 182.

206

Sánchez Herrero, J.: “Los orígenes de la Inquisición medieval” cit., 25: “Inocencio III acusó al jefe de

los cruzados „de derramar la sangre del justo…‟ para servir a sus intereses propios y no a la causa de la

religión”.

207

Ibídem, 22-23: “La Iglesia se manifiesta en contra, durante largo tiempo, de estas medidas de rigor

(…). Capiantur non armis, sed argumentis, afirma San Bernardo; otros no quieren emplear contra ellos

sino penas espirituales como la excomunión, destinada a preservar los fieles de toda contaminación,

véase el concilio de Reims, 5 de octubre de 1049, y de Toulouse, 13 de septiembre de 1056; otros, final-

mente, admitiendo penas temporales contra los heréticos (…), le pena de muerte quedaba en todos los

casos excluida de todo sistema de represión: tanto las leyes eclesiásticas como las seculares prohíban

derramar sangre humana, escribía el Papa Alejandro II (1061-1073) al arzobispo de Narbona. Sin em-

bargo, la extensión que toma la herejía conduce a un recrudecimiento de la severidad. En 1162 el rey de

Francia, Luis VII (1137-1180), señala al Papa Alejandro III las perversidades de los maniqueos en

Flandes: <<Que vuestra sabiduría preste una atención particular a esta peste, afirma el rey, y que la su-

prima antes que pueda engrandecerse. Os lo suplico por el honor de la fe cristiana. Concedo toda liberta

en este asunto al arzobispo (de Reims), él destruirá a los que se levantan contra Dios, su justa severidad

será alabada en este país, por todos los que esté animados de una verdadera piedad. Si vosotros actuáis,

las murmuraciones no desaparecerán fácilmente y lanzaréis contra la Iglesia romana los reproches vio-

lentos de la opinión popular>>. Leyendo estas líneas es fácil deducir que Alejandro III reprobaba la vio-

lencia. En su respuesta, el 11 de enero de 1163, el Papa promete, al menos, no decidir, en la cuestión de

los heréticos de Flandes, sin la opinión del arzobispo de Reims”.

208

[El autor de este estudio nombra a Carlos, pero deberá referirse a Felipe II Augusto o más bien, por la

fecha, a su hijo Luis VIII].

209

O animadversio debita, que acabará en pena de muerte en el fuego o la hoguera, no dejando de ser in-

comprensible este cambio radical de actitud, pues hasta hace muy poco tiempo estaban expresamente

prohibido tales hechos. Así, el Concilio IX de Toledo (675), en su canon 6, prohíbe a “aquellos que de-

ben administrar los sacramentos del Señor, actuar en un juicio de sangre o imponer directa o indirec-

tamente a cualquier persona una mutilación corporal”. Cf. Melloni, A. (1993): “Los siete concilios „pa-

pales‟ medievales”, en Alberigo, G. (ed.): Historia de los Concilios Ecuménicos, Salamanca, 166.

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muerte por fuego, si bien mencionado en la ordenanza previa.210

Todo aquel que co-

laborase de algún modo con los herejes sería acusado de infamia, y quedará establecido

de forma definitiva que será el poder secular el que colabore directamente con la per-

secución de la herejía. Es evidente que la herejía trasciende ya el pecado personal o la

cuestión religiosa, para convertirse en una cuestión de Estado, sobre todo cuando los

herejes se han extendido por una de las zonas más ricas y cultas de Europa, y no dejan

de ser apetecibles los territorios en los que viven. “En 1231 el Papa Gregorio IX, para

remedio contra los herejes y quizás como respuesta a una exagerada intromisión del

poder civil en materia religiosa, establece en toda la Iglesia la Inquisición romana o

pontificia con tribunales competentes y jueces extraordinarios que actúen en nombre

del Papa primero en la búsqueda y luego en el juicio de los herejes”.211

De todas formas, el poder secular ya había realizado algunas declaraciones normativas

donde se arrogaba esta aplicación de las penas, e incluso otras que le podrían ser más

convenientes; así, Federico II, en su coronación (1220), mandará exiliar a los herejes y

confiscar sus bienes, lo cual ya ponía de manifiesto un cierto interés particular en la

aplicación de las citadas penas.

Los orígenes de la Inquisición medieval y pontificia tienen que ver con la obra legis-

lativa de Federico II Hohenstaufen,212

la cual tiene su máxima expresión en el Liber Au-

gustalis o Constituciones de Melfi,213

de junio de 1231, aprobadas con la oposición del

Papa Gregorio IX, que veía en ellas una entidad nueva que escapaba por completo al

control de la Iglesia, un laicismo total peligroso para el poder temporal del Papa y, qui-

zás, hasta para su poder espiritual. Las Constituciones de Melfi, amplísimas, se ocupa-

ban, también, de la herejía. Más aún, éste era el primer delito tratado contra la santa re-

ligión, junto con la apostasía y la blasfemia (castigada con el corte de la lengua), un po-

co para contentar al Papa, presentándose Federico como defensor de la ortodoxia cató-

lica, un poco porque Federico veía en los herejes peligrosos perturbadores del orden pú-

blico, rebeldes frente a la autoridad constituida y, por lo tanto, reos de lesa majestad.

Por eso confirmó contra ellos las peores penas que la mentalidad medieval pensó: con-

fiscación de los bienes, destrucción de las casas, muerte en la hoguera de los herejes en

las plazas públicas.

210

El mismo Inocencio III ya había ordenado que “la Iglesia intercediese eficazmente para que la conde-

nación quedase a salvo la vida del reo, lo cual se introdujo en el Derecho común y debía observarlo todo

juez eclesiástico que entregaba al brazo secular a un reo convicto y obstinado”. Cf. Melloni, A.: “Los

siete concilios „papales‟ medievales”, cit., 168.

211

Martín Hernández, F. (1980): “La Inquisición en España antes de los Reyes Católicos”, en Pérez Vi-

llanueva, J.: La Inquisición Española: nueva visión, nuevos horizontes, Madrid, 12.

212

Cf. Sánchez Herrero, J.: “Los orígenes de la Inquisición medieval”, cit., 27-28.

213

Hacia el sur de Italia, en la región Basilicata, el emperador Federico II Hohenstaufen eligió Melfi co-

mo residencia de verano, donde pasó el tiempo libre que se tomaba dedicándose a la cetrería, que tanto le

apasionaba. En su castillo de Melfi proclamó las denominadas Constituciones de Melfi, código legislativo

para el reino de Sicilia, una obra fundamental en la historia del derecho.

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Algunos años después de su coronación, decretó el emperador germano la pena de la

hoguera para los herejes lombardos que hubiesen sido declarados tales por la Iglesia,

extendiendo posteriormente estas disposiciones al resto de territorios. Gregorio IX no

será especialmente proclive a aceptar tales disposiciones, pero finalmente las acogió, en

1231, como queda dicho, poniendo una vez más en evidencia la necesaria colaboración

de ambos poderes para un problema que es absolutamente común.

Sin embargo, el hecho de dejar en manos de los obispos la persecución y la erradi-

cación de la herejía resulta por completo ineficaz, pues la lentitud de sus actuaciones y

la extensa carga de trabajo hacían prácticamente inoperante su función represiva. Surge

así la conocida Inquisición papal que, si bien debería sostener a la episcopal, en la prác-

tica cubrió la tarea plenamente como consecuencia de la más eficiente actuación, itine-

rante y más preparada.214

Es así como el Papa Gregorio IX crea la Inquisición en 1231, confiándola dos años

más tarde, en 1233, a la Orden de los Predicadores y subsidiariamente a la Orden de

Frailes Menores, los Franciscanos. La vida de estos frailes al ser itinerante se adapta

mejor que la de los miembros de otras órdenes a la tarea de la lucha contra la herejía.

Resultado de la expresión de la autoridad absoluta del Papa, las nuevas órdenes depen-

derán directamente de Roma e igualmente, los inquisidores, los Dominicos, van a reci-

bir, a través de la constitución Excommunicamus et anathematisamus, el título oficial de

jueces delegados por la autoridad del Papa para la Inquisición de la perversión herética.

Los primeros problemas de jurisdicción en materia de herejía, dejando al margen el

poder secular, surgirán dentro de la propia Iglesia, y un problema paralelo, como vere-

mos, aparecerá en las curias diocesanas con las órdenes religiosas y la administración de

la confesión.

Posteriormente, en 1252, con la constitución Ad extirpanda,215

se producirá la ulterior

organización de la Inquisición papal. Inocencio IV (1243-1254) encargará a las órdenes

religiosas ejercer la función de inquisidores, en un primer momento a los dominicos y

posteriormente también a los franciscanos. Esta utilización de la predicación como ins-

trumento para combatir la herejía pone de manifiesto que la Iglesia era consciente de

que la mera represión de los herejes no es la solución para un problema que alcanzaba

un espectro social muy amplio. Al igual que los herejes predicaban e intentaban exten-

der sus doctrinas en medio del pueblo, del mismo modo la Iglesia tendría que utilizar

métodos similares para contrarrestar la difusión de las falsas creencias. Además, la ne-

cesidad de renovación de la vida eclesial en todos sus niveles ya había sido reclamada

desde la reforma gregoriana, y el surgimiento de las órdenes de predicadores será la de-

mostración práctica de reavivar la fe del pueblo.216

214

Cf. Jiménez Sánchez, P. (2003): “La Inquisición contra los Albigenses en Languedoc (1229-1239)”,

en Clio & Crimen 2, 66.

215

Bula emitida y promulgada por el papa Inocencio IV el 15 de mayo de 1252, siendo posteriormente

confirmada por Alejandro IV el 30 de noviembre de 1259, y por Clemente IV el 3 de noviembre de 1265.

216

Surge así el exemplum: “modalidad del discurso didáctico cuya característica más notable es, preci-

samente, la de hacer coincidir en uno solo dos artes diferentes: el arte de enseñar y el arte de contar. A él

recurren a lo largo de la Edad Media, y de forma especialmente masiva a partir del siglo XIII, profeso-

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Así pues, queda claro que la herejía no es vista sólo como un problema que debe ser

extirpado, sino que aquéllos que pueden haber sido de algún modo tocados por ésta de-

ben recibir un tratamiento adecuado a su modo de entender y comprender. Una vez más

el pecado es considerado como un error,217

y será la actitud de quien desea permanecer

en ese error la que sea castigada.

Otra cuestión será que se hace necesario distinguir la materia del pecado. Surgirán en-

tonces manuales y documentos de apoyo que serán utilizados por los inquisidores,

donde encontrarán explicación más o menos precisa de las distintas herejías, lo que fa-

cilitaba conocer aquello contra lo que se lucha. También, desde el punto de vista nor-

mativo, serán muchas las distintas aportaciones que recibirán la legislación canónica y

civil en torno a la cuestión de la ortodoxia de la fe, algunas derivadas de la praxis ju-

rídica y otras de las diferentes situaciones ante las cuales deberá responder la sociedad.

También, de un modo similar, surgirán manuales de apoyo al sacramento de la confe-

sión y a la predicación, poniendo una vez más de manifiesto cómo el pretendido aire de

renovación de la Cristiandad sigue una triple vía judicial, sacramental y formativa, que

con el paso de los años madurará hasta convertirse en los triple munera que ejerce la

Iglesia: docendi, regendi y santificandi.218

3.- Algunas notas comunes del proceso inquisitivo y la misión de la Iglesia

Si observamos las fases del proceso, es sencillo reconocer este triple eje. Una vez que

el inquisidor llegaba a un lugar, congregaba en la plaza pública a todos los habitantes de

la zona, para invitar públicamente a través de la exhortación a todo aquel que se supiera

culpable de algún delito contra la fe, por pequeña que fuera la falta cometida, a presen-

tarse ante su autoridad de modo voluntario. Habitualmente, el tiempo que se concedía

para la voluntaria confesión de los pecados contra la fe iba desde los 15 días hasta el

mes. Aquellos que durante este “tiempo de gracia” –tempus gratiae sive indulgentiae–

res, oradores, moralistas, místicos y predicadores, para ejemplificar y adornar sus exposiciones ilus-

trándolas mediante todo tipo de fábulas, anécdotas, cuentecillos, bestiarios, relatos históricos, apólogos,

historietas, leyendas, etc. De origen sagrado o profano, tomado de fuentes orientales u occidentales, im-

provisado por el autor o sacado de la tradición popular, de la antigüedad clásica o medieval, el fondo

narrativo del que se nutre el discurso didáctico medieval es propiamente ilimitado. Función narrativa

concebida para servir de demostración, el ejemplo es, pues, a un tiempo, un método didáctico y un gé-

nero literario”. Cf. Bravo, F. (1999): “Arte de enseñar, arte de contar. En torno al exemplum medieval”,

en La enseñanza en la Edad Media. X Semana de Estudios Medievales, Nájera.

217

La imagen del hombre pecador como ignorante o errado es habitual, y Cristo será visto como el Maes-

tro que instruye. Entre otros, Clemente de Alejandría escribe el Stromata, donde Cristo es el gran Peda-

gogo. Cf. Belda Iniesta, J. (2009): Pedagogía Pneumatológica en Clemente Alejandrino, Roma.

218

Hasta aquí los hitos principales del surgimiento de la Inquisición medieval. No entraremos en los mo-

mentos constitutivos de la Inquisición española ni en el posterior surgimiento de la congregación creada a

tal efecto, como consecuencia del concilio tridentino, pues si bien continúan con un proceder similar, res-

ponden a momentos históricos completamente diversos, poseen fuentes normativas distintas y alargarían

sobremanera este trabajo.

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se presentaban y confesaban una falta que hasta entonces había permanecido escondida

quedaban exentos de toda culpa pública y simplemente se les imponía una frugal peni-

tencia de carácter secreto.219

Aquí vuelve a verse que el objetivo principal es la conver-

sión del pecador, haciendo buena la sentencia bíblica: “Si el malvado se convierte de los

pecados cometidos y guarda mis preceptos, practica el derecho y la justicia, ciertamen-

te vivirá y no morirá” (Ez 18, 21).

Después del tiempo de gracia se promulgaba un edicto por el cual todo aquel que co-

nociese la existencia de actitudes sospechosas o heréticas tenía la obligación de denun-

ciarlo ante la autoridad (diffamatio o infamia). Los denunciados eran citados a través del

cura del lugar. Sin embargo, no sólo aquellos que confesaban la profesión de doctrinas

heréticas eran los únicos que entraban dentro de la jurisdicción de la Inquisición, pues a

pesar de que era la infamia aquella que designaba a los que podían ser ajusticiables,220

en realidad todos aquellos sospechosos de conducta no ortodoxa caían bajo la autoridad

de este tribunal.

Una vez citados, si se negaban a presentarse ante la autoridad del tribunal podrían ser

juzgados como contumaces y se ordenaba su arresto. Realizado éste, el acusado era in-

formado de los cargos formulados contra él, exigiéndosele el juramento sobre los santos

Evangelios de declarar toda la verdad con la famosa formulación “se ut principalis,

quam de aliis vivis et mortuis, ut testis”.

En un primer momento, la acusación era ejercida por los denunciantes, pero las te-

rribles complejidades de estas acciones hicieron que se abandonase la acusación legal.

Sin embargo, esto no implicaba que cualquier acusación fuese aceptada; el principio, el

inquisidor debía fiarse sólo de personas discretas, para los enfrentamientos entre tes-

tigos y acusados, y no se admitían, al menos en un primer momento, que herejes acu-

saran a otros herejes, si bien también se abandonó esta práctica, pues, lógicamente, era

normal que sólo aquellos que profesaban la misma doctrina conociesen sus prácticas se-

cretas. Por último, hay que poner de relieve que se evitaron los enfrentamientos per-

sonales ajenos a las causas, esto es, los enemigos mortales o habituales no eran admi-

tidos como testigos.

219

Sánchez Herrero, J.: “Los orígenes de la Inquisición medieval”, cit., 36: “Los que se aprovechan y

cuya falta había permanecido hasta entonces escondida, eran dispensados de toda pena y no recibían

sino una penitencia secreta muy ligera; aquellos cuya herejía era manifestada quedaban exonerados de

la pena de muerte y de la prisión perpetua y no podían ser condenados más que a una corta peregri-

nación o a otras penitencias canónicas habituales”.

220

Ibídem, 35: “Los cátaros, los valdenses, los judíos, los apóstatas y los excomulgados (Los judíos como

tales no pertenecían a la Inquisición. La observación de sus ritos estaba autorizada por la Iglesia. Pero

les era prohibido hacer proselitismo. Los cristianos que ellos llevaran al judaísmo caían necesariamente

bajo la jurisdicción de los inquisidores. Los judíos convertidos que apostataban y retornaban a la ley de

Moisés sufrían la misma regla), espirituales, beguinos, beguinas, begardos y falsos apóstoles. Los espiri-

tuales franciscanos, seguidores de las teorías de Joachim de Fiore y de Juan de Olieu, los acusados de

brujería y los delincuentes de derecho común: adulterio, incesto, concubinato. Benedicto XIII permitió

que fueran juzgados por los inquisidores. Nicolás V admitió el derecho de castigar no solamente la blas-

femia y la brujería, sino también los actos sacrílegos y los actos contra natura”.

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A partir de aquí, toda la actividad del tribunal iba dirigida a obtener la confesión del

acusado. Podrían utilizarse todo tipo de medios para obtenerla, intentando, por todas las

vías posibles, vencer la resistencia del reo. Tradicionalmente, lo único que ha trascen-

dido de esta parte del proceso es la aplicación de diversos medios de tortura, permitida

en procesos concernientes a la fe desde Inocencio IV (con la bula Ad extirpanda del 15

de mayo de 1252).

Bastaría recordar que la práctica de la tortura, no como pena sino como medio para

obtener la confesión del reo, era habitual en el derecho común, así como había sido de

uso habitual como medio de ascesis y de represión del mal comportamiento en la tra-

dición cristiana.221

Sin embargo, la necesidad de la confesión, de la aceptación de la propia condición de

pecador, tiene en el mundo cristiano unas connotaciones diversas: “Conviértenos a ti,

Señor, y nos convertiremos” (Lm 5, 21). No se trata tan sólo de la certeza de la culpa y,

por tanto, del merecimiento por parte del reo de la pena que le será impuesta, sino por-

que es justamente ese reconocimiento de la propia miseria y del propio error lo que (si-

guiendo la doctrina tridentina)222

permite la auténtica contrición, y por lo tanto devuelve

al hombre al lugar en el cual Cristo le tiende la mano para volver a la senda perdida. En

palabras del santo Juan Pablo II:223

El acto esencial de la Penitencia, por parte del penitente, es la contrición, o

sea, un rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de

no volver a cometerlo, por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arre-

pentimiento. La contrición, entendida así, es, pues, el principio y el alma de la

conversión, de la metánoia evangélica que devuelve el hombre a Dios, como el

hijo pródigo que vuelve al padre, y que tiene en el Sacramento de la Penitencia

su signo visible, perfeccionador de la misma atrición. Por ello, “de esta contri-

ción del corazón depende la verdad de la penitencia”.

No pretendemos equiparar exactamente los tribunales inquisitoriales con el tribunal de

la misericordia del sacramento de la reconciliación,224

pero ciertamente ambos están

instituidos con el fin de enmendar el error al que es conducido el ser humano cuando

peca, como también tendrá ese objeto la predicación de la Palabra, dar a conocer la

Verdad. Así, la Iglesia es consciente de que es el pecado la raíz de todas las faltas hu-

manas,225

que pervierten la naturaleza del hombre hasta herirla de gravedad, pero sin

221

Son innumerables los casos donde las disciplinas acompañan a los santos, cosa que no se debe con-

fundir con los disciplinantes que luego colmarán pliegos y pliegos en procesos de la Suprema.

222

DS 1712-1713: 1820.

223

Exhortación Apostólica Reconciliación y Penitencia, 2 de diciembre de 1984, nº 31 III.

224

Partiendo del hecho de que uno es de institución divina y otro de institución humana.

225

“Y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en

lo referente al juicio. En lo referente al pecado, porque no creen en mí” (Jn 16, 8-9).

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llegar a aniquilarla (como vemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1426).226

Justamente por ello, por el hecho de que la naturaleza y la libertad humana han sido

heridas pero no aniquiladas, son necesarias la instrucción sobre el mal cometido, la mi-

sericordia y la posibilidad de enmienda, y también la necesaria pena que servirán para

purgar el mal cometido (como vemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1472).227

El arrepentimiento,228

gracia que se obtiene por medio de la Sangre de Cristo, es raíz

para la conversión.229

Y es justamente ese enfrentamiento con Cristo a través de la pre-

dicación lo que nos hace descubrir nuestro error, paso previo para el arrepentimiento y

el perdón.

No estamos justificando ni la aplicación de torturas ni la relajación posterior por parte

del brazo secular, sino que ponemos de manifiesto que dentro del orden que corres-

ponde a la Iglesia, esto es, la salvación de las almas, es necesaria la aceptación del pro-

pio error para poder ser salvado.230

De ahí que los esfuerzos de renovación no estuvie-

226

La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el Cuerpo y la

Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho “santos e inmaculados ante Él” (Ef 1, 4), como

la Iglesia misma, esposa de Cristo, es “santa e inmaculada ante Él” (Ef 5, 27). Sin embargo, la vida nue-

va recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la

inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de

que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios (cf. DS

1515). Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa

de llamarnos (cf. DS 1545; LG 40).

227

Para entender esta doctrina y esta práctica de la Iglesia es preciso recordar que el pecado tiene una

doble consecuencia. El pecado grave nos priva de la comunión con Dios y por ello nos hace incapaces de

la vida eterna, cuya privación se llama la “pena eterna” del pecado. Por otra parte, todo pecado, incluso

venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después

de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera de lo que se llama la “pena

temporal” del pecado. Estas dos penas no deben ser concebidas como una especie de venganza, infligida

por Dios desde el exterior, sino como algo que brota de la naturaleza misma del pecado. Una conversión

que procede de una ferviente caridad puede llegar a la total purificación del pecador, de modo que no

subsistiría ninguna pena (cf. Concilio de Trento: DS 1712-13; 1820).

228

Con referencias en la Patrística y en diversos autores al sacramento de la penitencia como nuevo bau-

tismo, que en esta nota, de manera extensa, expone Javier Belda Iniesta.

229

Ídem.

230

Concilio de Trento (Denzinger 1680): De aquí se colige que es necesario que los penitentes refieran

en la confesión todos los pecados mortales de que tienen conciencia después de diligente examen de sí

mismos, aun cuando sean los más ocultos y cometidos solamente contra los dos últimos preceptos del de-

cálogo (Ex 29, 17; Mt 5, 28), los cuales a veces hieren más gravemente al alma Y son más peligrosos que

los que se cometen abiertamente. Porque los veniales, por los que no somos excluidos de la gracia de

Dios y en los que con más frecuencia nos deslizamos, aun cuando, recta y provechosamente y lejos de to-

da presunción, puedan decirse en la confesión [Can. 7], como lo demuestra la práctica de los hombres pia-

dosos; pueden, sin embargo, callarse sin culpa y ser por otros medios expiados. Mas, como todos los pe-

cados mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres hijos de ira (Ef 2, 3) y enemigos de Dios, es

indispensable pedir también de todos perdón a Dios con clara y verecunda confesión. Así, pues, al es-

forzarse los fieles por confesar todos los pecados que les vienen a la memoria, sin duda alguna todos los

exponen a la divina misericordia, para que les sean perdonados [Can. 7]. Mas los que de otro modo obran

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ran dirigidos exclusivamente a la persecución, sino también a la predicación y a facilitar

la confesión sacramental. Lógicamente, la obsesión por obtener la confesión puede dar

lugar, y de hecho así fue, a crueldades sobrehumanas y a terribles injusticias, pues no

siempre la negación del delito era signo de contumacia sino que, en algunas ocasiones,

era simplemente indicio de inocencia.

Tampoco queremos obviar o empequeñecer algunas de las actuaciones que con poste-

rioridad entraron a formar parte de los procesos inquisitoriales, tales como la exhuma-

ción de cadáveres y su posterior juicio y otra suerte de barbaridades cometidas en nom-

bre de la fe, sino que tratamos de entender que empujaba tanto a eclesiásticos como a ci-

viles, que en aquella época tienen una mentalidad común, y ambos ejercen la autoridad

en nombre de Dios, a actuar de un modo tan concreto en cuestiones concernientes a la

fe.

4.- El camino hacia la contrición

4. 1.- La necesidad de conversión

El poder para absolver los pecados, confiado por Cristo a la Iglesia en la figura de Pe-

dro: “A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará

atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt

16, 19), en su primera forma se reviste de un marcado carácter jurídico, y acompañará

su administración hasta convertirse en notas propias del sacramento. Puede verse la pre-

sencia de un reo y de un tribunal, de una culpa y de una pena que debe ser cumplida. La

nota donde ambas justicias difieren, esto es, la divina y la humana, reside en el hecho de

que todo acusado que acude voluntariamente a confesar su culpa queda suelto por el tri-

bunal de la misericordia.231

Esta es una nota, sin embargo, que se asemeja a los períodos

de gracia que acompañaban a la llegada de un inquisidor y al objetivo de los sermones

de los predicadores itinerantes:232

[…] La segunda convicción se refiere a la función del Sacramento de la Peni-

tencia para quien acude a él. Este es, según la concepción tradicional más anti-

gua, una especie de acto judicial; pero dicho acto se desarrolla ante un tribunal

de misericordia, más que de estrecha y rigurosa justicia, de modo que no es com-

parable sino por analogía a los tribunales humanos, es decir, en cuanto que el pe-

cador descubre allí sus pecados y su misma condición de criatura sujeta al peca-

y se retienen a sabiendas algunos, nada ponen delante a la divina bondad para que les sea remitido por mi-

nisterio del sacerdote. “Porque si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina

no cura lo que ignora”.

231

Cf. Concilio de Trento (Denzinger 1682).

232

Cf. San Juan Pablo II: Exhortación Apostólica Reconciliación y Penitencia, 2 de diciembre de 1984,

nº 31 II.

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do; se compromete a renunciar y a combatir el pecado; acepta la pena (peniten-

cia sacramental) que el confesor le impone, y recibe la absolución.

Pero reflexionando sobre la función de este Sacramento, la conciencia de la

Iglesia descubre en él, además del carácter de juicio en el sentido indicado, un

carácter terapéutico o medicinal. Y esto se relaciona con el hecho de que es fre-

cuente en el Evangelio la presentación de Cristo como médico, mientras su obra

redentora es llamada a menudo, desde la antigüedad cristiana, “medicina salu-

tis”. “Yo quiero curar, no acusar”, decía San Agustín refiriéndose a la práctica

de la pastoral penitencial, y es gracias a la medicina de la confesión que la expe-

riencia del pecado no degenera en desesperación. El Rito de la Penitencia alude

a este aspecto medicinal del Sacramento, al que el hombre contemporáneo es

quizás más sensible, viendo en el pecado, ciertamente, lo que comporta de error,

pero todavía más lo que demuestra en orden a la debilidad y enfermedad huma-

na.

Es precisamente por este carácter medicinal que se hace necesaria la comprensión

simple y transparente de la gravedad del pecado cometido, así como el grave peligro

que entraña para la propia salvación la persistencia en actitudes pecaminosas.233

De he-

cho, cuando la Iglesia castiga con la pena más alta, esto es, la excomunión, un acto, lo

hace para poner de manifiesto la terrible gravedad del hecho cometido, no sólo para el

propio actor sino para toda la comunidad eclesial, ya que es justamente esa pertenencia

a la comunión eclesial lo que hace que todos los pecados repercutan necesariamente en

los demás, y ante tal amenaza se debe defender,234

pero deseando profundamente la

vuelta de todos al redil, pues es el objetivo de la acción de los ministros, la salvación:

233

Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1473: El perdón del pecado y la restauración de la comunión con

Dios entrañan la remisión de las penas eternas del pecado. Pero las penas temporales del pecado perma-

necen. El cristiano debe esforzarse, soportando pacientemente los sufrimientos y las pruebas de toda clase

y, llegado el día, enfrentándose serenamente con la muerte, por aceptar como una gracia estas penas tem-

porales del pecado; debe aplicarse, tanto mediante las obras de misericordia y de caridad, como mediante

la oración y las distintas prácticas de penitencia, a despojarse completamente del “hombre viejo” y a re-

vestirse del “hombre nuevo” (cf. Ef 4, 24).

234

Santo Tomás de Aquino (S. Th., II-II, 11, 3): En los herejes hay que considerar dos aspectos: uno, por

parte de ellos; otro, por parte de la Iglesia. Por parte de ellos hay en realidad pecado por el que mere-

cieron no solamente la separación de la Iglesia por la excomunión, sino también la exclusión del mundo

con la muerte. En realidad, es mucho más grave corromper la fe, vida del alma, que falsificar moneda con

que se sustenta la vida temporal. Por eso, si quienes falsifican moneda, u otro tipo de malhechores, justa-

mente son entregados, sin más, a la muerte por los príncipes seculares, con mayor razón los herejes con-

victos de herejía podrían no solamente ser excomulgados, sino también entregados con toda justicia a la

pena de muerte. Mas por parte de la Iglesia está la misericordia en favor de la conversión de los que ye-

rran, y por eso no se les condena, sin más, sino después de una primera y segunda amonestación (Tit 3,

10), como enseña el Apóstol. Pero después de esto, si sigue todavía pertinaz, la Iglesia, sin esperanza ya

de su conversión, mira por la salvación de los demás, y los separa de sí por sentencia de excomunión. Y

aún va más allá relajándolos al juicio secular para su exterminio del mundo con la muerte. A este propó-

sito afirma San Jerónimo y se lee en el Decreto: Hay que remondar las carnes podridas, y a la oveja sar-

nosa hay que separarla del aprisco, no sea que toda la casa arda, la masa se corrompa, la carne se pudra y

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“Porque cuando los que presiden a los santos pueblos desempeñan la lega-

ción que les ha sido encomendada, representan ante la divina clemencia la

causa del género humano y gimiendo a par con ellos toda la Iglesia, piden y

suplican que se conceda la fe a los infieles, que los idólatras se vean libres de

los errores de su impiedad, que a los judíos, quitado el velo de su corazón, les

aparezca la luz de la verdad, que los herejes, por la comprensión de la fe ca-

tólica, vuelvan en sí, que los cismáticos reciban el espíritu de la caridad redi-

viva, que a los caídos se les confieran los remedios de la penitencia y que, fi-

nalmente, a los catecúmenos, después de llevados al sacramento de la regene-

ración, se les abra el palacio de la celeste misericordia. Y que todo esto no se

pida al Señor formularia o vanamente, lo muestra la experiencia misma, pues

efectivamente Dios se digna atraer a muchísimos de todo género de errores y,

sacándolos del poder de las tinieblas, los traslada al reino del hijo de su amor

[Col 1, 13]”.235

4. 2.- La confesión. La publicidad del pecado y los penitentes en los primeros siglos

Es justamente este carácter público el que implicará algunas condiciones especiales en

algunos pecados. La herejía, al igual que la apostasía en los momentos de persecución,

reúne las condiciones habituales del pecador (un bautizado, que retiene el nombre de

cristiano) y del acto (error intelectual con pertinacia) como por parte del objeto o ma-

teria (aliquam ex veritatibus fide divina et catholica credendis),236

así como el carácter

público de su acto, causa de escándalo para los demás y de necesaria reparación públi-

ca.237

el ganado se pierda. Arrio, en Alejandría, fue una chispa, pero, por no ser sofocada al instante, todo el or-

be se vio arrasado con su llama.

235

Cf. San Celestino I, “epist. 21, ad episcopos Gaellicum. Apostolici verba praecepti”, en PL 50, 530

A.

El Papa San Celestino I, como podemos recordar, tuvo su pontificado entre los años 422-432. Resultó

elegido Papa por aclamación y hubo de hacer frente a muchas herejías de su tiempo: nestorianismo, pela-

gianismo, donatismo, maniqueísmo, novacianismo. Debido a tanto desvarío herético se celebró el Conci-

lio de Éfeso, en el año 431, donde resultaron las condenas del pelagianismo y del nestorianismo. En aquel

Concilio se batieron entre sí Nestorio, patriarca de Constantinopla, y San Cirilo de Alejandría, represen-

tando al Papa (hereje y ortodoxo respectivamente).

236

Santo Tomás de Aquino entiende que hay herejía en la negación de todo artículo de la fe: “verdades

de la Escritura revelada, exposiciones de la Sagrada Escritura, verdades de cuya negación se sigue algo

contrario a la fe… lo cual puede ser muchas veces una verdad formalmente revelada e incluso explíci-

tamente” (Pozo, C., 1960: “La noción de „herejía‟ en el Derecho Canónico Medieval”, en Revista de Es-

tudios Eclesiásticos, 35, 238).

237

“Los cristianos lloran como a muertos a los que han caído en la intemperancia o cualquier otro pe-

cado, porque, perdidos, han muerto para Dios. Mas, si dan prueba suficientemente de tener un sincero

cambio de corazón, son admitidos otra vez al rebaño después de pasado algún tiempo (…) como si resu-

citasen de entre los muertos” (Orígenes, Contra Celsum, en PG 11, 453).

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Tertuliano, en torno al año 203, escribía: “rehúyen este deber como una revelación

pública de sus personas, o que lo difieren un día y otro… ¿Es acaso mejor ser conde-

nado en secreto que perdonado en público?”.238

Hasta el siglo VII, la Iglesia reconoce tres formas de perdón de los pecados: el bau-

tismo, que limpia al hombre de todo pecado previo;239

la penitencia cotidiana, reservada

a los pecados de menor gravedad,240

y la penitencia pública, exigida para pecados gra-

ves, como el adulterio, el homicidio y la apostasía.241

Esta última, la confesión pública (lo que podríamos llamar específicamente sacramen-

to), sólo se recibía una vez,242

y era considerada como un segundo bautismo.243

Cierta-

mente, dado el grado de estrecha comunión existente entre los miembros de las primeras

comunidades y la intimidad de éstas, era complicado que un pecado no fuese público,

bien porque la apostasía durante las persecuciones no era extraña, bien porque el modo

de vivir la fe es fundamentalmente comunitario, sentido que acaso en los últimos tiem-

pos se ha pretendido recuperar. La familiaridad de la vida espiritual, por tanto, difi-

cultaba la privacidad, amén de la diferencia de concepción de lo privado o íntimo en

aquella época.244

Además, debemos considerar también que el pecado era una ofensa a

toda la comunidad, que perdía grandeza y se resentía en su camino hacia el cielo. Un de-

talle que demuestra la gravedad de esta separación de la grey del Señor es el hecho de

que, como comenta Cesáreo, la imposición del cilicio durante la ceremonia de ingreso al

238

Tertuliano, que afirma que para alcanzar el perdón el penitente debe sufrir la έξομολόγησις, o confe-

sión pública, además de cumplir los actos de mortificación (cf. Tertuliano, De penitencia, en PL 1, 1243-

1248).

239

Recordemos que, si bien el bautismo de infantes no era tampoco extraño en la época, el cristianismo

está aún abandonando la clandestinidad, y llegando por primera vez a los habitantes del Imperio, lo que

hacía habitual que se recibiese el sacramento ya en edad adulta, como todo el proceso que eso conllevaba

y que no explicaremos aquí.

240

Cf. 1 Pe 4, 8. Algunos de estos medios eran la oración, la escucha de la Palabra, la comunicación de

bienes o el ayuno. El Pastor de Hermas dirá: “Ayuna, para Dios un ayuno de este modo: sin hacer mal al-

guno en tu vida, sino que servirás al Señor con puro corazón; cumple sus mandamientos, caminando en

sus preceptos, y ningún deseo mal entre en tu corazón” (Hermas, Pastor, en PG 2, 961-962; Lib. III, Sim.

V.

241

Delitos que caen siempre dentro de la jurisdicción de la Inquisición.

242

Hermas, Pastor, en PG 2, 971-972, Lib. III, Sim. VIII: “Los que de corazón hagan penitencia, y no

sumen pecados a pecados, recibirán del Señor el perdón”.

243

Tertuliano habla de la segunda tabla (de salvación) después del naufragio, que es la pérdida de la gra-

cia (cf. De penitencia 4, en PL 1, 1233).

244

Hasta la literatura religiosa del siglo XVI no aparecerá el término íntimo, relacionado habitualmente

con el lugar en el cual nos encontramos con Dios.

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grupo penitencial, al que obliga el Concilio de Agde (Occitania), representa que ya no

se es oveja sino cabrito.245

Por tanto, a pesar del consejo evangélico, que invita a la corrección íntima y fraterna a

solas (Mt 18, 15),246

durante los primeros siglos la práctica pública de la confesión es lo

habitual. Esta penitencia exigía al pecador un proceso largo, público y severo. Tenía, a

grandes rasgos, tres partes bien delimitadas: el ingreso in ordine poenitentium, con la

acusación de los pecados delante del Obispo, quedando separado del resto (locus poeni-

tentiae, ad limen ecclesiae) y con la mencionada imposición del cilicio; el período de

expiación de los pecados, que podía ser extenso o limitarse al período de cuaresma, en

función de la decisión del Obispo, y pasar de la oración, el ayuno y el vestido a la re-

clusión en un monasterio,247

así como el recibimiento de la absolución solemne por

parte del Obispo248

durante la noche de Jueves Santo,249

con la recuperación del derecho

a la Eucaristía (reconciliatio altaris).

Pero no se produce un abandono de los penitentes, a pesar de la humillación que su-

pone su separación del resto del rebaño, que llegaba a afectar incluso a las relaciones

familiares, y que en no pocas ocasiones provocaba la conmoción de la comunidad. La

liturgia ambrosiana incluye la oración por los penitentes, y San Jerónimo nos cuenta

cómo Fabiola, una ilustre de la comunidad que pecó, se presentó en Letrán vestida de

saco, cubierta de ceniza y descalza, gimiendo por sus pecados. Fue tal la conmoción,

tota urbe spectante romana, que inmediatamente fue readmitida entre los fieles.250

El pecador ha de ser incluido entre los catecúmenos (humilitas lugentium debe impe-

trare misericordiam). Esto pone de manifiesto nuevamente la necesidad de re-educación

del pecador, que debe recomenzar el camino de la salvación.

Además, con vistas a tomar el pulso a la vida espiritual del pueblo, existía, como diji-

mos, la visita diocesana, habitual desde al menos el siglo VI, cuyo fin era comprobar la

salud del coetus fidelium a él encargado, y solía realizarse mediante el proceso inqui-

sitivo. Aún no era exactamente una cuestión disciplinar, pero ya deja entrever que las

visitas de los inquisidores para extirpar la herejía y mover a la conversión no son nove-

245

Cf. Vives, J. (ed.) y otros (1963): Concilios visigóticos e hispano-romanos, sermo 56, Barcelona-Ma-

drid, 160.

246

En el 856, Rábano Mauro, siguiendo el parecer de San Agustín, decía: “Poenitentia publica de pecca-

tis publicis, oculta de occultis”. Cf. Rankin, T. (2011): Jurisdiction in the sacrament of penance: a ca-

nonical-theological schema, K. H. Leuven, 10.

247

Cf. Ritual del Sacramentario Gelasiano (siglo VIII).

248

El perdón está reservado al Obispo: “Otórgale, oh Señor todopoderoso, a través de Cristo, la partici-

pación en Tu Santo Espíritu para que tenga el poder para perdonar pecados de acuerdo a Tu precepto y

Tu orden, y soltar toda atadura, cualquiera sea, de acuerdo al poder el cual has otorgado a los Apósto-

les” (cf. Constitución Apostólica VIII, 5, p. i., 1. 1073).

249

Cf. Sacramentario Gelasiano, 352-359.

250

San Jerónimo, Epístola 77, ad Oceanum, en PL 22, 748-752.

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dades de la época medieval, sino que responden a un modo empleado durante siglos pa-

ra cuidar de las almas.

Con posterioridad, la penitencia irá poco a poco, bajo influencia de la praxis de las

islas británicas, abandonando su cariz público y casi único para, finalmente, quedar ex-

tinta cualquier práctica solemne y pública.251

Tanto es así que, en el año 589, el III

Concilio de Toledo advierte de que “en algunas iglesias de España los hombres hacen

penitencia por sus pecados, no según los cánones, sino de una forma reprochable de

modo que cada vez que pecan le piden la reconciliación al sacerdote”.252

Se dice tam-

bién que “a fin de acabar con esta presunción tan execrable, este santo concilio esta-

blece que la penitencia sea dada según la forma canónica de los antiguos”.253

4. 3.- De las islas británicas al propio sacerdote:

Los problemas de jurisdicción y las órdenes mendicantes

Esta situación se mantendrá estable en el continente durante algunos siglos, hasta que

los religiosos son enviados a las islas británicas para evangelizar aquellas lejanas tierras.

Surgen allí los libros penitenciales. Elaborados junto al derecho secular, de marcado

acento germánico, adquieren forma junto con la codificación de dicho derecho secular,

adoptando muchos de los principios jurídicos de la época transferidos a un contexto

cristiano. Así, la idea popular de la justicia en Irlanda durante este período desempeña

un papel importante en la formación de la literatura penitencial de la Iglesia local, espe-

cialmente en la filosofía del castigo que rige las penas prescritas por pecados particula-

res.

Nace así un instituto jurídico-sacramental particular, la conmutación, que verá la luz

para los casos en que resultaba imposible una penitencia ya fueran por motivos de enfer-

medad, discapacidad, edad, etc. Se prevé la posibilidad de sustituir con el pago de una

cantidad de dinero la satisfacción prevista. Era costumbre del lugar la aceptación de

multas monetarias en lugar de sanciones impuestas por las autoridades seculares, y esto

fue recibido en algunos de los penitenciales en forma de relajación de la penitencia a

cambio de la restitución patrimonial. Tales prácticas irregulares cruzaron el canal de la

Mancha y llegaron al continente, abriendo la puerta a una variedad de abusos en la ad-

ministración de la penitencia a los cuales era necesario responder. Otro de los problemas

será la cuestión de la jurisdicción, problema harto habitual en materia inquisitorial, pues

251

No es menos cierto que, a partir del siglo V, se alzan algunas voces que reclaman la privacidad de la

penitencia (San León Magno) y la reiteración (San Juan Crisóstomo). Este último enseñará: “Si pecas una

segunda vez, haz penitencia una segunda vez, y cuantas veces vuelvas a pecar, vuelve a mí y yo te cura-

ré”. Cf. San Juan Crisóstomo (2007): “Homilía 61”, en Homilía sobre el Evangelio de San Mateo 2,

Madrid.

252

Cf. Rodríguez Barbero, F. – G. Martínez Díez (eds.) (1992): La colección canónica hispana. Conci-

lios hispanos 5/2, Madrid, c. 11.

253

Cf. Ibídem.

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religiosos y seculares chocarán en diversos momentos a la hora de administrar el sa-

cramento.

Ya en el siglo IX encontramos que este tema se aborda a nivel regional. Un ejemplo

de los esfuerzos realizados en este sentido se encuentra en la decisión del Concilio de

París de 813, que determinará que los sacerdotes monásticos deben administrar peniten-

cia sólo a los monjes de su monasterio.

A pesar de que la autoridad ya se hubiese pronunciado sobre el asunto, la jurisdicción

penitencial se había ido convirtiendo en una fuente de conflicto entre el clero secular y

órdenes religiosas. Aparte de la necesidad de resolver los conflictos entre el clero secu-

lar y el religioso, la legislación eclesiástica también intentó regularizar la administración

de la penitencia dentro de la curia diocesana. Este proceso fue, sin embargo, lento, acaso

porque los convulsos años que precedieron al Concilio Lateranense IV no ayudaron en

absoluto a determinar la jurisdicción de religiosos, seculares y misioneros con la entrada

de predicadores e inquisidores y el constante rumor de injerencia civil a través de los

sacerdotes particulares. En lo referente a la predicación, su importancia, lógicamente, no

es una característica especial de la Edad Media, ni siquiera la introducción de exemplum

como medio de evangelizar. Al margen de que fuera el estilo propio de Cristo, ya la

Doctrina christiana de San Agustín afirma que los ejemplos aprovechan más que las pa-

labras enrevesadas. Pero el paso de los años hizo que se perdiese esta práctica; de he-

cho, durante la Edad Media se distinguen tradicionalmente tres etapas: “una primera

que se corresponde con la llamada Alta Edad Media y se caracteriza por una predica-

ción destinada exclusivamente a los clérigos –ad cleros–; la Baja Edad Media, cuando

se recupera una predicación popular –ad populum–; y un último período de transición

entre ambas etapas, que se extendería desde el siglo X hasta el XIII aproximada-

mente”.254

5.- Formación, Sacramentos e Inquisición. El Concilio Lateranense IV

Así, el inminente cambio de milenio se vio sorprendido por una lucha ad intra en la

curia diocesana, especialmente entre el archidiácono medieval y el Obispo Diocesano en

asuntos relacionados con la administración de la penitencia, y se hacía cada vez más

urgente una reforma expresa que alcanzase todos los niveles de las funciones eclesiales.

La intención del Papa Inocencio III al convocar el concilio pone de manifiesto, más

aún si cabe, el triple revestimiento del único fin que persigue la Iglesia, pues pretende

“desarraigar vicios y avivar virtudes, para corregir los excesos y la moral de la refor-

ma, para eliminar las herejías y fortalecer la fe del pueblo”.255

Inocencio entiende que

254

Cf. Marcotegui Barber, B. (2005): “Ad eruditionem simplicitum. La transmisión del mensaje evangé-

lico a la sociedad bajomedieval”, en Medievalismo. Boletín de la Sociedad Española de Estudios Medie-

vales, 15, 9-38.

255

Cf. Rankin, T.: Jurisdiction in the sacrament…, cit., 12.

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la auténtica reforma depende de la renovación del culto litúrgico de la Iglesia y vio la

necesidad de establecer leyes que permitieran su digna celebración.256

Toda norma eclesiástica está dirigida a ordenar la vida de la Iglesia. Parte fundamental

de la estabilidad será el culto divino y, por lo tanto, los sacramentos como expresión li-

túrgica. Además, parte de esa expresión es el depositum fidei, y lógicamente se debe

pretender fortalecer la unidad ante cualquier tipo de ataque. Nuevamente, vemos que sa-

cramento, predicación y lucha contra la herejía son lados de un mismo prisma, pues si

se consigue formar el pueblo y que celebre dignamente la fe que profesa, se habrá avan-

zado mucho en lo que supone la represión de la herejía, así como en la prevención del

surgimiento de nuevas desviaciones, tanto doctrinales como estructurales.

Mediante el Decreto Omnis utriusque sexus, el IV Concilio de Letrán insta a todos los

bautizados que hayan alcanzado el uso de razón, sean hombres o mujeres, a confesar sus

pecados con el propio257

al menos una vez al año, y esforzarse después en cumplir la

penitencia que le fuere impuesta. Mientras que la práctica de la confesión frecuente

había sido bien establecida bajo la influencia de los penitenciales irlandeses, no se había

pronunciado todavía la suprema autoridad del concilio. Debe observarse aquí que antes

era una decisión local es elevada a norma universal por la autoridad competente: “Me-

diante esta acción [promulgación del Decreto] el Concilio no estableció nuevos dere-

chos y no impuso ninguna obligación nueva, pero dio sanción ecuménica y carácter

universal a una disciplina ya existente”.258

La referencia al término propio supone una delimitación clara de la jurisdicción del

sacerdote. La confesión, si bien ya no es pública, se realizará con el sacerdote que, dada

la situación y el modo de vivir de la época, nos conoce plenamente. Esto significa que

es perfectamente consciente de la existencia de algún tipo de pecado público. Al mismo

tiempo, supone el enlace perfecto con quien hasta ahora tenía la autoridad de resolver

los pecados. Como dijimos antes, durante los primeros siglos es una actividad reservada

exclusivamente al Obispo, pero el hecho de marcar claramente la jurisdicción del con-

fesor supone encuadrar la extensión territorial dentro de los términos de jurisdicción del

pastor de la comunidad. La importancia de la jurisdicción penitencial que emana del de-

creto podría ser mejor entendida desde la perspectiva de la única excepción al requisito

del propio sacerdote. Aquí estamos hablando de la cláusula, “a menos que ha obtenido

el permiso [el sacerdote adecuado] para confesar a otro”. Sin tal autorización, se nos

dice por el canon, el otro sacerdote “no ata ni desata”.259

Así, encontramos una relación

causal entre el permiso del sacerdote adecuado y la validez de la absolución sacramental

256

Cf. Inocencio III, De Sacro Altaris Mysterio Libri VI, S. I., Silvae-Ducum 1846.

257

En el párrafo siguiente se aclara este término.

258

Cf. Rankin, T.: Jurisdiction in the sacrament…, cit., 16.

259

Cf. Ibídem.

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dada por otro. Esta concesión de permiso, lejos de ser una mera formalidad que hay que

observar, establece la nulidad de la absolución (no possit solvere).260

Además, será este concilio el que fije las líneas que caracterizan la institución de la

Inquisición y su modo de proceder, desde las investigaciones realizadas en las parro-

quias durante las visitas hasta la legitimidad de la apertura del proceso sin necesidad de

acusación, así como posibles penas y sanciones impuestas al final de éste, y el posterior

envío al brazo secular para que aplicase las penas establecidas. Esto, unido a la obliga-

ción de la confesión anual, puede interpretarse como dos modos de abordar la salud es-

piritual del pueblo de Dios: mantener limpia la propia alma y, si esta disposición interior

no naciese porque el pecado nos ha llevado a negar la propia fe, regular el modo en que

los medios humanos pueden forzar ese arrepentimiento. Además, el propio texto conci-

liar insta a los Obispos a cuidar la formación del pueblo, renovando la atención sobre la

homilía: recomienda a los prelados una mayor atención a la instrucción del pueblo, e

impulsarán decisivamente la renovación del munus docendi a través de la homilía, a

cuyo éxito, cristalizando en los diversos exempla que nutrirán los sermones, contribuyen

decisivamente las órdenes de predicadores en un primer momento y, posteriormente, las

órdenes mendicantes. Nuevamente, vemos que confluyen aquí los tres aspectos que re-

saltábamos, pues en muy poco tiempo, como veremos, los predicadores recibirán el en-

cargo de poner en práctica la Inquisición papal.261

No deja de ser relevante el hecho de que sea el propio concilio el que regule explícita-

mente la Inquisición y la obligación de la confesión anual, así como que en la propia

convocatoria de éste se subraye la necesidad de formar tanto a clérigos como a laicos y

se mencione específicamente la necesidad de la predicación. De hecho, las nuevas ór-

denes mendicantes, que habían sido fundadas como respuesta a esa crisis formativa del

clero, se convirtieron en los artífices de la reforma lateranense, concretamente en lo re-

ferente a la cura de almas y a la predicación y a la persecución de la herejía. Incluso die-

ron mucha importancia a la formación teológica de sus miembros, fundamental para el

cumplimiento de sus obligaciones, hasta el punto de ser más valorados que el clero se-

cular (no siempre se cumplía la obligación de la existencia de una cátedra de teología, la

misma que también preconizó obligatoriamente el Lateranense IV), desembocando este

asunto en no pocos conflictos de interés entre ambas partes (órdenes mendicantes y cle-

ro secular). Parece ser que las órdenes mendicantes constituyeron a los ojos del pueblo

una alternativa preferente y preferible sobre el clero secular, cuya formación, costum-

bres y dedicación pastoral debían ser sensiblemente inferiores.

Conclusiones

Nuestra intención, lógicamente, no es defender ni denostar a la manida Inquisición,

sino simplemente poner de manifiesto que esta institución es consecuencia del intento,

260

Cf. Ibídem, 17.

261

Por la bula Ille humani generis del Papa Gregorio IX en 1232. Cf. Sánchez Herrero, J.: “Los orígenes

de la Inquisición medieval”, cit., 29.

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por parte de la Iglesia, de responder a una labor que le es propia, que no es otra que la

cura de almas, y que no será esta institución la única empleada para hacer frente a las

difíciles circunstancias en la cuales se encontrará durante toda la Edad Media, sino que,

como hemos visto, supone un intento de forzar la conversión incluso de aquél que se

resista a ésta. La misión de la Iglesia es la salvación de las almas, de ahí su carácter mi-

sionero y, cuando la herejía ataque esa misión en todos sus ámbitos (decíamos que la

herejía es una enseñanza errónea del depósito de la fe que rompía la comunión y aten-

taba contra la autoridad de la Iglesia), intentará llevarla a cabo incluso contra la vo-

luntad de aquéllos que se resisten a ser salvados. Pero no será el único medio empleado;

como hemos visto, el sacramento de la confesión también sufrirá durante esta época de

conformación diversas variaciones que responden al mismo interés salvífico del pueblo

de Dios. Todo ello se verá a su vez acompañado de un gran impulso dado a la actividad

de predicación, que tenía por objetivo remover conciencias para poder de ese modo ob-

tener los beneficios de la salvación de Cristo.

Así, es normal que descubramos que existen similitudes entre el sacramento de la

confesión y el proceso inquisitivo; entre la necesidad de compensar los pecados para

poder obtener la absolución y la persecución de la pública confesión por parte del he-

reje; la semejanza, en fin, que existe entre la tradicional postura doctrinal de la Iglesia

sobre los pecados públicos –que exige la reparación pública de éste– y la persecución de

la retractación del delito cometido por el reo y la necesidad de arrepentimiento y reniego

del pecado para poder obtener los beneficios de la absolución sacramental. Pero no sólo

es relevante la similitud del tratamiento que se le da al delito de herejía y al pecado

público, sino también la existente entre el proceso inquisitivo y los requisitos que du-

rante la historia han sido necesarios para obtener la absolución sacramental. Dichas si-

militudes, como decíamos, son fruto de un proceso de renovación y de conversión al

cual se enfrentará la Iglesia durante toda la Edad Media, que le permitirá reflexionar so-

bre su propia identidad y tomar conciencia de su triple misión.

Esta semejanza nos permite exponer lo que el profesor Gacto definió con la célebre

expresión “favor fidei”,262

que incluye la fe, la comunidad cristiana e incluso al propio

hereje, pues tiene su raíz en la persecución de preservar la salus animarum,263

que

siempre alcanza todo lo creado. No podemos olvidar que el objetivo principal del de-

recho canónico, de toda la ley eclesiástica y de la propia institución de la Iglesia, no es

otro que el de obtener la salvación de las almas. Es precisamente la obtención de esta

salus animarum la que podría, siempre en la mentalidad medieval, justificar cualquier

tipo de acción que comportase obtener tan altos resultado.

262

Gacto Fernández, E.: “Aproximación al Derecho penal de la Inquisición”, cit., 179: “la consecuencia

más importante de esta filosofía jurídico-penal en la que los intereses de la fe prevalecen sobre cualquier

otro valor es la de provocar, como reflejo, la aplicación al reo de auténticas penas aflictivas aún antes

del pronunciamiento de la sentencia”.

263

Catecismo de la Iglesia Católica, nº 766: Pero la Iglesia ha nacido principalmente del don total de

Cristo por nuestra salvación, anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la cruz. “El agua

y la sangre que brotan del costado abierto de Jesús crucificado son signo de este comienzo y crecimien-

to” (LG 3).

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El IV Concilio de Letrán, como hemos apuntado, es la cúspide de esta triple vertiente

de renovación derivada del ejercicio de la triple función de la Iglesia. Por una parte, se

organiza definitivamente la Inquisición, se insiste en la formación del pueblo, aprove-

chando los carismas de contemporánea aparición entre las órdenes religiosas, y se obli-

ga a la confesión anual con el propio párroco. Para el momento, supone definitivamente

dar un carácter orgánico a los aspectos más relevantes de la reforma gregoriana y que

Inocencio ejerce ya de modo consciente: su función de pontífice, la de maestro y la de

juez. Esto será fundamental para la propia articulación de la Iglesia, así como para la

delimitación de potestades que se acabarán de perfilar con el tiempo.

Quizá sería excesivamente riguroso considerar que el efecto obtenido no fue el de-

seado: lo que pretendía evitar condenaciones y fracturas concluirá con el terrible cisma

de Occidente, pues no es menos cierto que ni la primera reforma que provocó estos

cambios en Letrán ni la posterior de carácter protestante estaban exentas de causas

temporales y de poderes civiles.

Será el Concilio de Trento el que ponga más en evidencia el carácter jurídico de la

confesión, y vuelva a dar normas sobre ello. Y es este mismo concilio el que marcará las

líneas del nacimiento de la congregación del Santo Oficio, así como del nacimiento de

los seminarios destinados a formar a los futuros pastores de almas.

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EPÍLOGO III

SOBRE SAN ANTONIO DE PADUA

Iconográficamente, a partir del siglo XVII y de modo muy popular, se fue represen-

tando a San Antonio de Padua con el Niño Jesús en brazos, lo cual se debe, según se

cuenta y se recoge en antigua tradición, a la visión que tuvo un amigo del Santo cuando

se encontraba de visita en su casa: que al mirar por la ventana lo vio con el Niño Jesús

en sus brazos, acunándolo y con muy reverentes y gozosos arrumacos. En otras oca-

siones se le representa con un lirio en la mano y otro es también el distintivo o atributo

de un libro, símbolo de su sabiduría respecto a las Sagradas Escrituras.

EL OTRO SAN ANTONIO DE PADUA

(Por Lázaro Iriarte, o. f. m. cap.)264

Los centenarios franciscanos se suceden uno tras otro. Ahora toca el turno a Antonio

de Lisboa, comúnmente conocido como Antonio de Padua, por la ciudad donde se ve-

nera su sepulcro y donde es conocido simplemente como el Santo. Es, sin duda, el Santo

de la piedad popular, no sólo entre los católicos de todo el mundo, sino aun en las de-

más confesiones cristianas y entre los fieles de otras religiones. Hace un año, en Addis

Abeba, pude observar un martes, en la misa vespertina, una iglesia totalmente llena de

católicos, cristianos coptos y musulmanes; a éstos se les avisó que la comunión euca-

rística estaba reservada a los cristianos. Pasando días después a Asmara, capital del

nuevo estado de Eritrea, el mismo espectáculo en un pequeño santuario. En Albania,

nación balcánica con población mahometana casi en su totalidad, había una ermita de

montaña dedicada a San Antonio, que fue arrasada por el régimen comunista; ahora, al

cabo de medio siglo, ha sido reconstruida por iniciativa franciscana, y se ha convertido

en centro de peregrinación. No deja de causar sorpresa que el Santo, apodado por Gre-

gorio IX en la bula de canonización “martillo de los herejes”, esté obrando hoy como

agente oculto de ecumenismo.

Icono popular y retrato histórico

La piedad popular tiende siempre a colocar al Santo fuera del tiempo y del espacio,

perennizado; tal vez para tenerlo más presente, más propicio, por estar menos ligado a la

común condición humana. En la Edad Media fue esa tendencia devota la que inspiró el

modelo hagiográfico y el arte, de modo especial en el Oriente cristiano, creador del ico-

264

Selecciones de Franciscanismo, vol. XXIV, n. 70 (1995), 71-85.

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no. No interesaba la realidad histórica del Santo, sino su imagen liberada y estereotipa-

da, imperturbable, pero no abstracta, sólo al alcance de la fe y de la devoción.

En el siglo XIII, por influjo del nuevo humanismo que arranca de San Francisco, se

comienza a situar al Santo en el marco de su realidad personal y ambiental, sujeto a las

condiciones de todo mortal, pero que ha tenido el valor de ser diferente y, por lo mismo,

susceptible de imitación.

Así es como aparece el retrato. Francisco de Asís es el primer Santo que ha sido

“retratado”. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, nos ha dejado la descripción fiel y

pormenorizada, no sólo de su fisionomía moral y espiritual, sino del físico: estatura, ros-

tro, frente, ojos, nariz, orejas, boca y dientes, pelo, voz, manos, pies, uñas, color de la

piel… (1 Cel 85). Las pinturas más antiguas que de él se conservan corresponden a esos

datos, son su verdadero retrato (la tabla de Greccio, probablemente realizada en vida del

Santo, y el conocido fresco de Cimabue). Se echa de ver un esfuerzo por reproducir la

verdadera imagen del Poverello, aun a trueque de restarle belleza.

Desde entonces en Occidente el icono románico-bizantino deja paso a la efigie, más o

menos idealizada. Pero de nuevo la piedad popular se apodera del Santo protector con la

misma tendencia a colocarlo fuera de su realidad terrena, no para hacer de él una ima-

gen lejana e imperturbable, sino al contrario: un amigo de Dios presente y hasta com-

prometido en la brega cotidiana de sus devotos, compasivo, pronto a escuchar y soco-

rrer. No interesa lo que el Santo fue o hizo, sino lo que actualmente es y obra desde su

sede de gloria, o mejor quizá, desde su imagen sacralizada.

Dada la popularidad alcanzada por San Antonio inmediatamente después de su muer-

te, no hemos de extrañar que la piedad se apoderase de él como de ningún otro, idea-

lizándolo y contorneándolo conforme a la función mediadora que se le fue asignando.

Así es como se creó esa imagen de un fraile gentil y delicado, de rostro juvenil, im-

berbe, porque así lo prefería la piedad. Pero la biografía de la canonización, conocida

con el nombre de Legenda Assidua, describe a San Antonio como corpulento y pesa-

do –homo corpulentia quadam pressus–; el reciente examen de su esqueleto ha confir-

mado ese dato: el Santo era de complexión membruda y fuerte. Esa corpulencia fue

agravada en los últimos dos años a causa de la hidropesía, que le producía opresiones

alarmantes; fue la enfermedad que lo llevó al sepulcro. Las pinturas más antiguas, en

efecto, transmitieron esa tradición fisonómica externa; así el fresco de Giotto en la ba-

sílica superior de Asís, donde Antonio aparece predicando al capítulo de los hermanos

en Arlés, una tabla de la escuela de Giotto en Padua y algunas miniaturas de códices.

A la corpulencia debía de corresponder una voz potente y clara, que se hacía oír de

miles de personas en abierta campaña. Tenía el mentón amplio y una dentadura bien

conservada, como aparece en los mismos restos. Su piel era, según el primer biógrafo,

de color aceitunado, como la de muchos portugueses aún hoy día, pero rugosa, por

efecto de sus penitencias y de las fiebres contraídas en aquel invierno africano, rumbo al

martirio. Se le veía con el rostro y la mirada habitualmente elevados al cielo.

Por lo que hace a la edad no existe una base crítica para precisarla, los historiadores

colocan su nacimiento entre 1190 y 1195. Al morir podría tener unos 40 años, pero las

arrugas de su piel y sus achaques le hacían parecer más entrado en años.

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Andando el tiempo, la piedad y, por lo tanto, la versión iconográfica, harían que el

Santo se sobrepusiera al hombre, más aún, que el taumaturgo se sobrepusiera al Santo,

el icono al retrato.

Entre las varias iniciativas de estos últimos decenios dirigidas a estudiar el caso de

Antonio de Padua, una de las más interesantes fue el Coloquio interdisciplinar celebra-

do en Padua en 1979 sobre el tema “La imagen de San Antonio”. Los temas de mayor

interés, a cargo de especialistas de solvencia, fueron acerca de la imagen antoniana con-

temporánea, vista desde visuales muy diversas: sociológica, psicológica, periodística,

litúrgica, artística, histórica, iconográfica…

Muy interesante ha sido la evolución de la tipología iconográfica a través de los si-

glos, pasando por el primero y segundo renacimiento, el barroco, el romanticismo y los

tiempos modernos. Se convino en que la época más decadente, desde el punto de vista

artístico y simbólico, ha sido la nuestra, que ha comercializado un San Antonio de pa-

cotilla, de colorete, por llevar el aire a una piedad sensiblera y superficial.

Con ocasión del Coloquio citado se tuvo una exposición de estampas modernas y se

hizo una encuesta para ver cuáles eran las preferidas de los devotos antonianos. El

resultado fue que se llevan la primacía las estampitas de gusto más adocenado bajo el

punto de vista artístico y aun espiritual. De ello son responsables las casas editoras que,

por interés puramente comercial, difunden ese San Antonio dulzaino y manido por la

única razón de que es el género que más rinde en las estamperías de los santuarios

antonianos. Lo mismo podría decirse de la imaginería barata que se pone a la venta.

Por fortuna van teniendo éxito, en otro nivel, verdaderas obras de arte en las imágenes

encargadas a escultores modernos de fama reconocida y conscientes del mensaje que

debe transmitir el arte religioso. El arte tiene una parte importante en la educación recta

de la piedad del pueblo.

Otro elemento interesante de la evolución seguida en la interpretación de la imagen de

San Antonio es el de los símbolos iconográficos. Como es sabido, desde la Edad Media,

cada Santo ha venido siendo representado con un símbolo invariable, cuyo sentido co-

nocía muy bien el pueblo fiel. En la iconografía antoniana los símbolos son varios y ha

habido una evolución curiosa según las épocas.

Primero, el Santo era figurado con el libro en la mano; así lo vemos en la mayor parte

de las pinturas y vidrieras de las basílicas inferior y superior de Asís y en otras imá-

genes del tiempo. El libro significa la Sagrada Escritura, y es también símbolo del ma-

gisterio ejercitado por el Santo, según la idea que predominó en la canonización y en

la Legenda Assidua.

Contemporánea al símbolo del libro, aparece en la región véneta la representación del

Santo sentado, con una mesa o escritorio delante, sobre el nogal de Camposampiero,

donde puso por escrito sus sermones. Es siempre la idea del maestro enseñando, como

le conocieron sus hermanos de hábito.

Sucesivamente, se abre paso, especialmente en el siglo XV, el símbolo del lirio (azu-

cena), para significar la pureza virginal del Santo, puesta de relieve en la primera bio-

grafía –victoria de Fernando adolescente– y en la bula de canonización.

Finalmente, en pleno Renacimiento prevalece el símbolo del Niño Jesús en brazos del

Santo, o también sobre el libro. Responde a una visión que habría tenido, según fuentes

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biográficas tardías; fue pintada por Murillo en el conocido lienzo de la catedral de Sevi-

lla.

Es ésta la imagen preferida por los devotos y más aún por las devotas de San Antonio.

No faltan quienes ven en esa preferencia una cierta motivación inconsciente en relación

con el misterio virginidad-paternidad; parece más bien que la fe de la gente sencilla la

prefiere porque le habla de la eficacia de la intercesión del Santo, que tiene por amigo al

Niño Jesús.

Se ha querido hallar, asimismo, una explicación de la popularidad de San Antonio en

la relación de su culto con ciertas aprensiones supersticiosas muy arraigadas aun entre

gente de fe madura. Por ejemplo el hecho de que su fiesta se celebre, por ser el día de su

muerte, en un trece, número universalmente supersticioso en Occidente; el hecho de que

le esté dedicado el martes de cada semana, día también mirado con recelo supersticioso:

“en martes ni te cases ni te embarques”.

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“Si buscas milagros, mira…”

La razón principal de la popularidad de San Antonio es, sin duda, su fama de tauma-

turgo. Hecho tanto más llamativo cuanto que en vida no hizo ningún milagro a juzgar

por las fuentes más antiguas. Uno sólo le atribuye el biógrafo de la canonización, pero

entre los que hizo después de la muerte, siendo así que, en otros procesos de canoniza-

ción de la misma época, los milagros en vida constituían un argumento primordial para

demostrar la santidad del siervo de Dios. Los conocidos milagros de la predicación a los

peces, de la mula que se arrodilla ante el Sacramento, del pie cortado por un oyente

arrepentido que luego recompone el Santo, el corazón del avaro hallado en su arca, las

repetidas bilocaciones…, aparecen por primera vez en la llamada Leyenda Rigaldina,

escrita a fines del siglo XIII y, sobre todo, en el Liber miraculorum, compilado hacia

1370, o sea, siglo y medio después de la muerte del Santo.

Eso sí, a raíz de su muerte, fue una verdadera explosión de milagros de toda clase ob-

tenidos por su intercesión; cincuenta y tres de ellos fueron reconocidos en el proceso de

canonización con rigurosas pruebas testificales. El primer biógrafo resume en estos

términos lo que sucedió junto a la tumba del Santo:

“Allí los ojos de los ciegos se abren; allí se descierran los oídos de los sordos; allí el

cojo salta como un gamo; allí la lengua de los mudos, desatándose, proclama rápida y

claramente las alabanzas de Dios; allí los miembros deformados por la parálisis reco-

bran sus movimientos normales; allí la gibosidad, la gota, la fiebre, toda clase de do-

lencias son puestas en fuga milagrosamente; allí, finalmente, los fieles obtienen todos

los beneficios deseados: hombres y mujeres, llegados de diversas partes del mundo,

consiguen el efecto saludable objeto de sus plegarias”.

Esta realidad, que no ha cesado de ser actual en más de siete siglos y medio, inspiró el

conocido responsorio de Julián de Spira, compuesto para el oficio rítmico de la fiesta

unos tres años después de la canonización:

Si quaeris miracula,

mors, error, calamitas…

El mismo autor de la primera biografía dio, en cierto modo, el sentido teológico de la

misión taumatúrgica del Santo de Padua en la Iglesia:

“La vida de los Santos se transmite a la posteridad de los fieles para que, al oír los

signos milagrosos obrados por Dios por medio de ellos, sea Dios quien reciba gloria

siempre y en todo”.

No olvidemos que, en el Evangelio, los milagros realizados por Jesús tienen valor de

signo: “para que se manifiesten las obras de Dios” (Jn 9, 3); son señales de la presencia

del Reino (Mt 11, 4ss).

La intercesión taumatúrgica de San Antonio no comprende solamente las curaciones

milagrosas cuando fallan los remedios humanos o la liberación de un peligro inminente,

sino también ese tejido de pequeñas contingencias que para la persona afectada pueden

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tener importancia vital: el hallazgo de una cosa perdida, el logro de un puesto de tra-

bajo, el aprobado de un examen, la fortuna de encontrar novio…

Como en toda manifestación de la religiosidad popular, por una parte hay que tener

una actitud de benévolo respeto por muy inficionada que esté de errores por ignorancia,

de supersticiones o de resabios de magia; pero, por otra parte, una recta acción pastoral

deberá preocuparse de depurar la devoción sin eliminarla, elevando a los fieles a la

causa de todo beneficio grande o pequeño: es el poder y el amor de Dios el origen de

todo bien, sea que lo realice por los medios normales o por los que llamamos prodi-

giosos.

El San Antonio de la historia

No es que la imagen taumatúrgica de San Antonio no sea histórica. Pero esa que po-

demos llamar “misión eclesial” suya peculiar carecería de explicación si no hallara jus-

tificación, por decirlo así, en la dimensión excepcional de la santidad que veneraron en

él sus contemporáneos, y en la talla, también excepcional, de su personalidad humana.

Es éste el San Antonio que la masa de sus devotos generalmente desconoce y que hoy

estamos en condiciones de profundizar, gracias al interés que ha despertado su figura

desde hace tiempo entre los estudiosos. Hoy son conocidas críticamente las fuentes an-

tonianas, se han estudiado las varias etapas de su vida, los diversos aspectos de su for-

mación teológica, de su espiritualidad, de su predicación, de su influjo religioso y so-

cial, no obstante la brevedad de su labor evangelizadora. Una adecuada pastoral, que

vaya más allá de los manidos formularios de las novenas y del acostumbrado panegí-

rico, haría bien en aproximar el Santo de la devoción al Santo de la imitación. Veamos

algunos rasgos más característicos:

1.- Maestro “in sacra pagina” por Coímbra

Fernando Martins hizo sus primeros estudios en la escuela episcopal aneja a la cate-

dral de Lisboa. Con 15 años cumplidos entró en el monasterio de San Vicente, de ca-

nónigos regulares de San Agustín. En toda Europa existían agrupaciones de clérigos que

vivían en común bajo la regla de San Agustín; algunos de sus prioratos eran famosos

por el alto nivel científico alcanzado, como el de San Víctor de París, cuyos maestros

estaban en boga por entonces.

Pasados unos dos años de intensa formación espiritual, el joven se trasladó al gran

monasterio de Santa Cruz de Coímbra, el centro cultural de más prestigio en el reino de

Portugal. Contemplación y estudio, en la más genuina línea agustiniana, fue el binario

que orientó su vida por espacio de unos nueve o diez años, siempre atento a modelar su

espíritu al dictado de la ciencia sagrada. Escribe el primer anónimo biógrafo:

“Cultivaba el ingenio con fuerte aplicación al estudio y ejercitaba su espíritu en la

meditación; ni de día ni de noche interrumpía la lectio divina. Al leer los textos bíbli-

cos, sin quitar importancia al sentido histórico, robustecía su fe con las interpretacio-

nes alegóricas y, aplicando a sí mismo las palabras de la Escritura, acrecentaba los

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afectos con la práctica de la virtud… Todo cuanto leía lo confiaba a una memoria tan

tenaz, que en poco tiempo demostró un insospechado conocimiento de la Biblia”.

No fue sólo esa teología positiva –derivada del texto sagrado y de los comentarios

patrísticos, diversa de la teología deductiva que iba dominando en Europa–, la que atra-

jo la pasión científica de Fernando, sino también la erudición en materias que eran con-

sideradas marginales, como la historia natural tal como entonces era concebida; de ésta

hizo buen acopio en la bien surtida biblioteca monástica; más tarde le serviría para co-

municar interés a su predicación popular, ejemplificando y alegorizando sus conoci-

mientos.

Al recibir la ordenación sacerdotal, con 25 años de edad, estaba plenamente formado

como teólogo. Ante él se abría un porvenir de prestigio. Pero los planes de Dios eran

diversos.

Era el año 1220. En enero de aquel año, en Marrakech, habían padecido el martirio los

cinco primeros misioneros franciscanos. Sus restos fueron recogidos y llevados a Co-

ímbra por el infante Don Pedro y depositados en la iglesia canonical de Santa Cruz. El

ejemplo de aquel heroísmo hizo tal impacto en el espíritu de Fernando que le hizo im-

primir un viraje total a su vida: ofrendaría a Cristo su vida y, con ella, su bagaje cien-

tífico, su porvenir terreno: el martirio era su único anhelo. Se presentó en el eremitorio

de Olivais, donde moraban los primeros hermanos menores o franciscanos llegados a

Portugal, y pidió ser recibido como hermano menor. “Ellos, si bien eran iletrados –dice

el primer biógrafo–, enseñaban con las obras la sustancia de la Escritura divina”. Fer-

nando vistió el nuevo hábito con el nombre de Antonio.

2.- El docto que supo liberar su ciencia

Antonio había entrado decididamente por el camino del desapropio total; y Dios le pi-

dió también la renuncia a su anhelo martirial. Habiendo partido para el África de cara a

la inmolación, una larga enfermedad le obligó a reembarcarse para volver a su patria,

pero fue arrojado por la tempestad a las costas de Sicilia. Allí se identificó como her-

mano menor ante un grupo de seguidores de Francisco y, con ellos, se puso en camino

para Asís, donde por Pentecostés de ese año, 1221, debía celebrarse el capítulo de la

fraternidad. Entre aquella masa de frailes de toda procedencia, el hermano portugués

pasó desapercibido. Al término del capítulo se fueron formando los grupos que, con el

provincial respectivo a la cabeza, debían volver a sus respectivas “provincias”. Nadie

se preocupó del oscuro extranjero; ni él trató de atraer la atención sobre su persona.

Viéndolo solo, el ministro provincial de la Romagna, por compasión, lo incorporó a su

grupo.

Fue acogido en el eremitorio de Monte Paolo. Nadie vislumbraba, a través de su ma-

nera sencilla y humilde de convivir, la talla intelectual del portugués; hasta que un día,

con ocasión de un encuentro entre franciscanos y dominicos, en Forlí, hubo de impro-

visar un discurso espiritual por mandato del superior, ya que era el único sacerdote del

grupo. Allí se reveló su profunda ciencia teológica.

Todo cambió desde entonces en derredor suyo. Recibió del provincial la autorización

de predicar, y lo hizo con sorprendente resultado. Además del tesoro de la ciencia, la

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gente descubrió la santidad del fogoso predicador. Eso ocurría en 1224. El caso del

hermano portugués llegó a oídos de San Francisco, el cual vio en él un dechado del

hombre docto que acierta a liberar su ciencia renunciando a ella, en el sentido evangé-

lico.

El Santo fundador, en efecto, acogía con gozo a los candidatos doctos; sentía vene-

ración por los teólogos y por todos los que administran la divina Palabra, “ya que ad-

ministran espíritu y vida” (Testamento 13). Pero, al igual que el rico de bienes ma-

teriales debía renunciarlos para seguir a Cristo pobre, también el docto debía desapro-

piarse de su riqueza cultural no para anularla, sino al contrario, para liberarla. El teó-

logo que esto hiciera –decía– saldría luego a anunciar el Evangelio “como un león libre

de las cadenas, dispuesto a todo” (2 Cel 194).

Recelaba, no obstante, que al religioso docto le resultara difícil ese desapropio tra-

tándose la ciencia sagrada; no faltaban teólogos que caían en una fea apropiación de “la

divina letra”, haciendo un capital del estudio de la misma. Para ellos dictó su hermosa

Admonición 7.265

Ese temor mantenía al fundador en cierta reserva sobre la introducción

de los estudios organizados en la fraternidad. La autosuficiencia de los hombres de cul-

tura podía poner en peligro la sencillez de los menores y la igualdad fraterna.

Ahora vio que el Señor le deparaba al hombre que llenaba cabalmente esas condicio-

nes. Y le escribió en estos términos:

“Al hermano Antonio, mi obispo, el hermano Francisco: salud. Me agrada que ense-

ñes la sagrada teología a los hermanos; pero a condición de que, como dispone la re-

gla, no apagues, en el estudio de la misma, el espíritu de devoción”.

Es la condición que Francisco había puesto en la regla definitiva, publicada un año

antes, para el trabajo manual; ahora la extendía al trabajo intelectual que también, y aun

más, puede vaciar de contenido tan alta ocupación. Tomás de Celano escribió a propó-

sito de un sermón predicado por Antonio a los hermanos reunidos en capítulo en Arlés:

“El Señor le abrió la inteligencia para que comprendiera las Escrituras y hablara de

Jesús en todo el mundo con palabras más dulces que la miel” (1 Cel 48).

Antonio acertó, sin esfuerzo, a hermanar ciencia y unción contemplativa, conforme a

la noción que más tarde dará San Buenaventura de la teología, que así se transforma

en sapientia.

No sólo los Hermanos Menores, sus discípulos, pudieron admirar la riqueza del saber

teológico del maestro Antonio, sino la Corte Pontificia. Debió de ser en 1230, con

ocasión de su presencia en la Curia Romana, cuando el Santo pronunció ante el Papa y

los cardenales el memorable sermón de que hablan las Florecillas (cap. 39). Consta la

impresión que dejó en Gregorio IX; así lo testificaría éste en la bula de canonización:

265

Dice el Apóstol: La letra mata, pero el espíritu vivifica (2 Cor 3, 6). Son matados por la letra aquellos

que únicamente desean saber las palabras solas, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder

adquirir grandes riquezas que dar a consanguíneos y amigos. Y son matados por la letra aquellos religio-

sos que no quieren seguir el espíritu de la divina letra, sino que desean más bien saber únicamente las pa-

labras e interpretarlas para los otros. Y son vivificados por el espíritu de la divina letra aquellos que no

atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que, con la palabra y el ejemplo, la de-

vuelven al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien.

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“Nos mismo experimentamos personalmente la santidad de su vida y su admirable

ejemplo, ya que tuvimos ocasión de tenerlo con Nos y de observar su conducta lauda-

ble”.

El autor de la Legenda Assidua recoge en estos términos el efecto de esa predicación

de Antonio en la Corte romana:

“El Altísimo le dio el don de despertar tal estima en los venerables príncipes de la

Iglesia, que el sumo Pontífice y toda la asamblea de los cardenales escucharon con de-

voción ardentísima sus sermones. En efecto, sabía sacar de las Escrituras significados

tan originales y tan profundos con espléndida elocuencia, que el papa mismo lo llamó,

con una expresión muy personal, Arca del Testamento”.

3.- “Ministro y siervo” de sus hermanos

Es uno de los méritos de Antonio que suele pasarse por alto, quizá porque no interesa

al público en general; pero, para los hermanos de hábito del santo, ofrece interés par-

ticular por tratarse de un momento histórico de vital importancia en la evolución de la

Orden. Ciertamente no acertamos a explicarnos cómo pudo alternar las tareas de go-

bierno con la enseñanza de la teología a los hermanos y las campañas de predicación en

regiones bien diversas.

A la muerte de San Francisco, en 1226, había seguido un breve período de tanteo ins-

titucional de cara a una evolución que estaba ya en curso. Fray Elías continuó go-

bernando la Orden hasta el Capítulo General de 1227, en que fue elegido para sucederle

el provincial de España, Juan Parente (1227-1232). En 1228 era canonizado solemne-

mente el fundador por Gregorio IX, el cual daba orden a Elías de construir en honor del

Poverello la grandiosa basílica en Asís.

Ya en 1226, mientras recorría el sur de Francia con su predicación, Antonio había sido

nombrado “custodio” del grupo de hermanos de la comarca de Limoges. Al año si-

guiente intervino en el Capítulo General de Pentecostés, en que recibió el cargo de mi-

nistro provincial de la propia provincia de Romagna, que comprendía todo el norte de

Italia (Romagna, Véneto, Lombardía y Liguria). Dedicó tres años a recorrer esas re-

giones, visitando los “lugares” existentes y fundando otros nuevos. La Orden, itineran-

te en los quince primeros años, había iniciado en 1224, ya en vida de San Francisco y

con su aquiescencia, la fijación en moradas estables, que habían de ser “pobrecillas” y

tales que no hicieran perder a los hermanos la conciencia de ser “viajeros y forasteros

en este mundo”, como el fundador se había expresado en su Testamento. La fidelidad a

los ideales evangélicos, especialmente a la pobreza-minoridad, estaba planteada al vivo.

Pasado el trienio, Juan Parente convocó, conforme a la Regla, el Capítulo General pa-

ra Pentecostés de 1230. Fue una jornada de júbilo el 25 de junio, en que se hizo el tras-

lado del cuerpo de San Francisco a la nueva basílica, levantada con pasmosa celeridad;

se hallaron presentes dos mil hermanos. Precisamente el hecho de la enorme obra em-

prendida por Elías de las dos iglesias, una sobre la otra, y del “sacro convento”, con di-

nero recaudado en toda la cristiandad con indulto pontificio, a pesar de la prohibición

tajante de la Regla, puso sobre el tapete, en las sesiones capitulares, un conjunto de se-

rios problemas relacionados con la observancia de la Regla de San Francisco: la autori-

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dad del Testamento del fundador, la obligatoriedad del Evangelio, la capacidad de do-

minio de la fraternidad como tal, los criterios sobre el compromiso central de una vida

pobre…

De creer al cronista Tomás de Eccleston, generalmente bien informado, hubo mo-

mentos de fuerte tensión en los que se enfrentaron, de una parte, los partidarios de una

adaptación de la letra de la Regla a las exigencias reales de la evolución, capitaneados

por Elías –éste habría incluso orquestado una presión extracapitular de partidarios su-

yos–, y de otra parte, los fidelísimos al ideal primitivo, que miraban con preocupación la

ruta emprendida por el partido de los “prudentes”. Juan Parente y Antonio eran de este

número; hubieran preferido que la Orden misma, es decir, el Capítulo, asumiera la res-

ponsabilidad de trazar los cauces para una recta adaptación, no de la letra, sino del es-

píritu de la Regla.

Juan Parente hubo de aceptar, con desagrado, la decisión de la mayoría de remitir la

solución al Romano Pontífice. Fue designada una comisión de seis hermanos, eminentes

por su ciencia y su amor a la Orden; el primero de la lista, no sabemos si también jefe

del grupo, era Antonio. El resultado de la gestión de la comisión fue la bula Quo elon-

gati de Gregorio IX (28 de septiembre de 1230), primera declaración pontificia de la

Regla franciscana. Debió de ser en esta ocasión, como se ha dicho, cuando el Santo tuvo

su predicación a la Corte romana.

Del supuesto o real antagonismo entre San Antonio y fray Elías se harán eco fuentes

franciscanas tardías, con particulares pintorescos.

“Exonerado del gobierno de los hermanos –refiere el primer biógrafo– Antonio obtu-

vo del ministro general, Juan Parente, la plena libertad para darse a la predicación”.

4.- La audacia profética de su predicación

En Antonio nació el predicador aquel día en que, por obediencia, dejó que la lengua

hablara de la abundancia del corazón (Mt 12, 34). Recibida de su provincial la misión

de evangelizar, escribe el primer biógrafo, “comenzó a recorrer ciudades y castillos, al-

deas y campiñas, diseminando por doquier la simiente de vida con generosa abundan-

cia y con ferviente pasión”.

Los biógrafos no se han planteado la cuestión de la lengua en que predicaba el Santo.

Portugués, llegado a Italia a la ventura, hizo oír su voz en regiones lingüísticas tan di-

versas como la Romagna, el Véneto, Lombardía, el Mediodía de Francia: no tuvo tiem-

po para aprender los varios idiomas. ¿Cómo hacía para hacerse entender del pueblo?

Con toda probabilidad él hablaba en latín; en efecto, el biógrafo hace constar el domino

que poseía de la lengua eclesiástica. Pero el latín sólo lo entendían los letrados y aun

éstos hallarían dificultad en captar la diferente pronunciación latina por la que, en la

Edad Media, eran ya conocidos los clérigos hispánicos. El autor de las Florecillas, al

referir el sermón predicado por Antonio ante la Corte romana, recurre al milagro de

Pentecostés para dar una respuesta (Florecillas cap. 39). Quizá lo que enardecía a la

gente sencilla no era tanto lo que decía el predicador, sino quién lo decía y cómo lo de-

cía. En Antonio, como en Francisco, predicaba la persona y la vis profética de su men-

saje.

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A través de sus sermones, escritos mucho tiempo después de haberlos predicado y

para destinatarios cultos, es difícil hacernos una idea de lo que fue la predicación de

Antonio. Ha sido proclamado Doctor Evangelicus por Pío XII. “Heraldo del Evange-

lio” es el apelativo que le da muchas veces el primer biógrafo. Un heraldo evangélico

es, ante todo, un testigo y un enviado, un profeta. En esos mismos sermones, Antonio

traza repetidas veces los rasgos del auténtico predicador: es un enviado, un simple por-

tavoz, ministro de la Palabra, la cual posee eficacia en sí misma; ha de basarse siempre

en la Palabra de Dios, estudiada, meditada, asimilada; el predicador ha de predicarla

primero a sí mismo y después a los demás, nunca en nombre propio, sino siempre en

nombre de Dios. Se puede ser predicador eficacísimo también callando… Como Jesús,

el hombre del Evangelio ha de ser testigo de la VERDAD, mártir de su propio mensaje.

Dejó escrito en uno de sus sermones:

“La verdad engendra odio; por esto algunos, para no incurrir en el odio de los de-

más, echan sobre su boca el manto del silencio. Si predicaran la verdad tal como es y la

misma verdad lo exige y la divina Escritura abiertamente lo impone, ellos incurrirían

en el odio de las personas mundanas… Jamás se debe dejar de decir la verdad, aun a

costa de provocar escándalo” (Sermones, I, 332).

Así lo hizo él. En el texto latino de sus sermones se percibe, bien que lejanamente, la

vehemencia profética con que arremetía contra la prepotencia, la opresión y la violencia,

contra todos los delitos sociales del tiempo. Nadie escapa a la libertad evangélica con

que denuncia a príncipes, señores feudales, prelados de la Iglesia, dueños burgueses,

usureros sin entrañas, magistrados, leguleyos… Todos son citados ante el tribunal del

Dios justo y recto, el cual “no hace discriminación de personas”, como repite muchas

veces. Ante una sociedad estructurada según la desigualdad de la pirámide feudal –prín-

cipes, nobles, plebeyos, siervos de la gleba– él proclama la igualdad entre los hombres:

“Todos los fieles son reyes, por ser miembros del Rey supremo… Cualquier hombre

es príncipe, teniendo por palacio la propia conciencia”.

Alza la voz contra los nobles que “despojan a los pobres de sus bienes insignificantes

y necesarios, a título de que son sus vasallos”. Y contra los prelados y grandes del

mundo, los cuales, “después de haber hecho esperar a los necesitados a la puerta de

sus palacios, implorando una limosna, una vez que ellos se han saciado opíparamente,

les hacen distribuir algunos residuos de su mesa y el agua de fregar”.

Se muestra particularmente duro con los ricos avaros y con los usureros, “pajarracos

rapaces”, “las siete plagas de Egipto”, “reptiles al acecho”, “árboles infructuosos,

que chupan la tierra”, “posesión del demonio”, “sordos que tienen los oídos taponados

por el dinero”, “gentuza maldita que infesta la tierra”, “raza de hombres cuyos dientes

son armas; roban y despojan a los pobres indefensos que no pueden resistirles con la

violencia”.

La emprende con leguleyos y abogados: “idumeos, sanguijuelas que chupan la sangre

de los pobres”. “Como los que trabajan en la lana, cardan y tejen sutilezas y argucias”

para engarbullar a sus clientes.

No calla los vicios de los pobres, pero trata de excusarlos. Denuncia la marginación a

que se hallan relegados, “alejados por medio de estacadas de palos afilados y de espi-

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nos, que significan los aguijones, los dolores y las enfermedades que tienen que sopor-

tar”. Y hace oír su grito de profeta:

“¡Ay de los que poseen depósitos llenos de vino y de grano y dos o tres pares de ves-

tidos, mientras los pobres de Cristo imploran a sus puertas con el estómago vacío y con

los miembros desnudos, a los cuales si se les da alguna cosa, es muy poco y no de las

cosas mejores, sino todo de desecho!”.

“¡Llegará, llegará la hora en que ellos implorarán de pie, fuera de la puerta: Señor,

Señor, ábrenos!, y oirán lo que no quisieran oír: ¡En verdad, en verdad os digo, no os

conozco!”.

Defiende el principio cristiano de la función social de la propiedad, en virtud del cual

los bienes que no son necesarios al rico para las exigencias fundamentales de la vida,

pertenecen al pobre que se halla en necesidad.

Un buen conocedor de los escritos del Santo ha hecho notar que, mientras son cons-

tantes las invectivas contra los delitos de orden social, no se halla mención del pecado

sexual. Pero se sabe que, como efecto de su predicación, muchos libertinos de ese

desorden se convertían.

La Legenda Assidua resume en esta forma el éxito de la última campaña de Antonio

en Padua:

“Devolvía la paz fraterna a los desunidos, la libertad a los detenidos; hacía restituir

lo que había sido robado con la usura o la violencia. Llegó a tanto que, hipotecando

casas y tierras, se ponía el precio a los pies del Santo y, con el consejo de él, se resti-

tuía a los perjudicados cuanto les había sido quitado por las buenas o por las malas.

Libraba a las prostitutas del torpe mercado. Lograba que ladrones famosos por sus fe-

chorías se abstuvieran de meter mano a los bienes ajenos”.

Pero San Antonio no fue un demagogo ni un predicador tremendista. He citado arriba

el testimonio de Tomás de Celano, que escribía la Vida de San Francisco entre 1228 y

1229, dos o tres años antes de la muerte del Santo Antonio: “Hablaba de Jesús en todo

el mundo con palabras más dulces que la miel” (1 Cel 48). Aun así no le faltaron per-

secuciones y denuncias por causa de su libertad evangélica; pero la fama de Santo, que

le precedía y le acompañaba, le ponía a cubierto de toda maledicencia.

No sólo con sus sermones, sino también con la acción directa, intervino diversas veces

como agente de paz privada y pública. Consta que en mayo de 1231, un mes antes de su

muerte, llevó a cabo una misión de paz en Verona ante Ezzelino de Romano, sin re-

sultado positivo. Su amigo Tiso, que puso a su disposición sus tierras en Camposam-

piero, era un convertido: había sido un “condotiero” inquieto y turbulento.

5.- “Martillo de los herejes”

En un tiempo en que la herejía tenía en sobresalto a los responsables de la Iglesia y de

la sociedad civil, y se trataba de hacerle frente con la inquisición, la cruzada y la con-

troversia, Francisco de Asís pareció ignorar el problema. Cuidó, eso sí, en sus dos Re-

glas y en el Testamento, de mantener a los hermanos menores inmunes del contagio;

pero en sus escritos no aparece mención alguna de los herejes; es más, los primeros

biógrafos, que respiraban ese clima antiherético, no le atribuyen alusión alguna en su

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predicación, ni un gesto, ni un milagro polémico que tuviera como mira combatir a los

herejes, no obstante que tenía muy cerca, en el mismo valle de Spoleto, grupos de cá-

taros. Prefirió afirmar sin ambigüedad lo que ellos negaban, como lo hace en sus es-

critos. Pero por donde él pasaba, afirma Tomás de Celano, la herejía se desvanecía y

triunfaba la verdadera fe (1 Cel 62).

El Papa Gregorio IX, en la bula de canonización, llamó a San Antonio Malleus hae-

reticorum –Martillo de los herejes–, no porque hubiera movido una cruzada armada

contra ellos ni porque, en sus sermones, se hubiera dedicado a rebatir victoriosamente

los errores, sino porque, con su predicación evangélica y positiva, con el testimonio de

su santa vida hizo reflorecer entre los fieles la pureza de la fe. En la Romagna, y parti-

cularmente en la ciudad de Rímini, era fuerte la presencia de los herejes patarinos, que

negaban la validez de los sacramentos administrados por sacerdotes indignos. Bastó la

eficacia de su palabra para que abjuraran sus errores, comenzando por aquel jefe de la

secta de nombre Bononillo. Una evolución biográfica tardía dramatizaría la arremetida

del Santo contra la herejía, inventando el milagro de la mula que se arrodilla ante la

Eucaristía y el sermón a los peces. No parece que el recurso a los milagros polémicos

entrara en el estilo de Antonio, sin excluir el sentido de genuina florecilla que, en su

origen, pudo tener la alocución a los “hermanos peces”, recogida en el libro de las

Florecillas (cap. 40). También al sermón de San Francisco a los pájaros se atribuyó más

tarde cierta intención polémica: una lección a los habitantes de un lugar que se negaban

a escuchar la divina palabra.

La siguiente campaña en el Mediodía de Francia pudo haber sido solicitada al Santo

con el fin de contrarrestar el influjo de los albigenses en las poblaciones, ya que seguían

siendo fuertes, no obstante la cruzada dirigida contra ellos por Simón de Montfort y la

labor de controversia llevada a cabo por Santo Domingo y su Orden. Nada sabemos del

resultado.

La Legenda Assidua pasa por alto esas campañas. Y cuando describe detalladamente

la predicación de la Cuaresma en Padua en 1231, no menciona a los herejes entre las

categorías sociales que eran objeto de su denuncia profética; en cambio habla de herejes

convertidos por efecto de los milagros realizados en la tumba del Santo después de la

muerte de éste, fruto recogido en el responsorio de Julián de Spira: “mors, error, ca-

lamitas…”.

Repasando los sermones del Santo, casi se diría que para él no existían los herejes. Su

predicación iba dirigida a la conversión de los fieles; denunciaba, no tanto los errores,

cuanto la conducta contraria a la fe profesada. Esa renovación de la vida cristiana, en

coherencia con el Evangelio, es lo que hizo perder legitimidad al desafío de los herejes

contra la institución eclesial.

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SAN ANTONIO DE PADUA, MAESTRO “IN SACRA PAGINA”

(Por Silvestre Larrañaga, o. f. m., aquí en texto condensado y sin notas)266

Según la tradición constante de la Orden franciscana, San Antonio es el primer Lector

de Teología, o lo que es lo mismo, Lector de Sagrada Escritura, ya que en la Edad Me-

dia, sobre todo hasta mediados del siglo XIII, no había más que una ciencia teológica: la

ciencia de la Sagrada Escritura. Nos agradaría, pues, conocer qué estima hacía nuestro

Santo de la Sagrada Escritura; qué estudios había hecho y qué conocimientos poseía so-

bre los Libros Santos; cuáles eran sus principios hermenéuticos y criterios de interpre-

tación; cuál era su caudal de ciencias auxiliares de la exégesis; cuáles son, en suma, sus

dotes y méritos como escriturista.

Grandes son los elogios que han tributado a su doctrina, y en especial a su saber es-

criturístico, los autores, así antiguos como modernos, según lo afirmaba el Papa Pío XII

en su Carta Apostólica Exsulta, Lusitania felix, en 1946, con estas palabras: “Los auto-

res contemporáneos del Santo ponderan unánimemente, y con ellos los más recientes,

la luz abundante que San Antonio difundió por todas partes, tanto por la actividad do-

cente cuanto por la predicación de la Palabra de Dios, y alaban su sabiduría con gran-

des elogios y ensalzan la virtud de su elocuencia”. Y refiriéndose en particular a su

ciencia escriturística, añade la misma carta: “Quienquiera que lea con atención los

„Sermones‟ hallará un Antonio exégeta peritísimo en las Sagradas Escrituras y un teó-

logo eximio al analizar las verdades dogmáticas, un doctor y maestro insigne en el mo-

do de tratar las doctrinas ascéticas y místicas”. Quien desee ver confirmadas tales afir-

maciones, lea los juicios emitidos por algunos historiadores o editores de las obras del

Santo, como Wadding, F. Rafael Maffeo, De la Haye, Antonio María Locatelli o el P.

Victorino Facchinetti, y sobre todo lea atentamente y sin prejuicios los “Sermones”

auténticos del Santo Doctor, y logrará su intento. Los que no hayan tenido paciencia de examinarlos detenidamente o los juzguen con

un espíritu exegético moderno, prescindiendo del ambiente y finalidad con que fueron

compuestos, estimen acaso hiperbólicas estas alabanzas, y se pregunten, tal vez, cuándo

y cómo pudo adquirir el Santo esa pericia extraordinaria y esa profunda sabiduría de

los Santos Libros, a no ser por una ciencia infusa, puesto que, luego de ordenado de

sacerdote, se consagró al apostolado de la predicación y apenas tuvo desde entonces un

momento de reposo para dedicarse a los libros. Además vivió en una época en que

faltaban al exégeta los conocimientos más elementales de las ciencias auxiliares de la

interpretación, como el de las lenguas originales, la historia y la arqueología; y todo el

estudio de la Sagrada Escritura se reducía a aprender de memoria algunos textos, hacer

sutiles combinaciones de palabras y buscar en todos los hechos y dichos alegorías y

simbolismos morales, con soberano desprecio del sentido literal.

266

En Verdad y Vida 4 (1946), 615-667.

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Quisiéramos responder en este artículo a estos reparos. Para ello daremos primero una

mirada al ambiente intelectual de la época en que vivió el Santo, para ver lo que pu-

do estudiar; después, recogiendo los testimonios de los biógrafos antiguos más autori-

zados, podremos formarnos una idea más aproximada de la ciencia sagrada que de he-

cho adquirió, y finalmente, con el examen de sus escritos, trataremos de confirmar e

ilustrar algo más esta misma idea, en especial en lo que se refiere a los conocimientos

escriturísticos.

I.- LOS ESTUDIOS DE SAN ANTONIO

Y EL AMBIENTE INTELECTUAL DE SU ÉPOCA Lo común y corriente en la vida de un personaje célebre no se anota en su biografía. A

lo más se insinúa y se deja entrever de vez en cuando. Tal sucede también en la vida de

San Antonio. Los biógrafos antiguos nos dan muy pocos detalles acerca de la formación

intelectual del Santo Doctor, de los cursos y programas escolares que siguió, maestros

que tuvo, procedimientos y métodos a que se atuvo, etc. De ahí la dificultad de formar-

nos un concepto exacto de su formación intelectual. Otro escollo, en que fácilmente po-

demos caer, consiste en juzgar del valor de un sabio de otra edad según los gustos, cri-

terios y progresos del momento actual. Leído con este espíritu, hasta el mismo Sermón

de la Montaña podría parecernos cosa vulgar y no hallar en él nada extraordinario. Para

obviar estos inconvenientes es necesario resucitar el medio ambiente en que vivió el

personaje de quien se trata. A eso va dirigido principalmente este primer apartado.

A.- PRIMERA EDUCACIÓN De la primera educación del hijo primogénito de doña Teresa y don Martín antes de

abrazar la vida monástica en la Orden agustiniana poco nos dicen sus antiguos biógra-

fos. Con todo, podemos conjeturar cuál sería su instrucción elemental por la que común-

mente recibían los jóvenes de su condición. En efecto, los hijos de las familias nobles o

de posición acomodada, como era la de Fernando, solían educarse en las escuelas aba-

ciales o catedralicias, en las que, según los decretos del Concilio Lateranense IV (1215),

debía haber al menos un maestro de gramática que diese la instrucción elemental a los

jóvenes, especialmente a los que habían de seguir la carrera eclesiástica o abrazar la vi-

da religiosa. Los alumnos aprendían a leer y a escribir la gramática latina y nociones de

retórica y de lógica. El estudiante, al salir de estas escuelas (entre los 14 y los 16 años

de edad) debía estar preparado para hablar correctamente el latín.

En estas condiciones debemos suponer también a Fernando cuando hacia el año 1210,

a la edad de 15 años, entró en el monasterio de los Canónigos Regulares de San Agus-

tín, de San Vicente de Fora, extramuros de Lisboa.

B.- ESTUDIOS SUPERIORES

Durante los dos años que pasó en San Vicente de Fora, entre las prácticas de piedad,

el aprendizaje de la Regla, de los usos y costumbres de la vida monástica y las fre-

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cuentes visitas de sus amigos y familiares, poco tiempo pudo quedarle libre para dedi-

carse a los estudios. Con todo, no dejaría de aprender de memoria el salterio, como era

costumbre de los monjes de su tiempo.

En cambio, cuando se trasladó a la abadía de Santa Cruz, de Coímbra, residencia ha-

bitual del Maestro General de los Canónigos Regulares y centro principal de los es-

tudios de la Orden en Portugal, las cosas cambiaron de todo en todo. Durante los ocho o

nueve años (del 1212 al 1220) que allí permaneció, aquella alma privilegiada se consa-

gró con todo su ardor juvenil a los ejercicios de piedad y al estudio de la verdadera sa-

biduría, disponiéndose así a la misión providencial a que Dios le tenía destinado. Los

Canónigos Regulares no vivían en sus monasterios separados de todo contacto con el

pueblo, sino que debían ocuparse en el apostolado; y para prepararse dignamente al sa-

grado ministerio, tomaban muy en serio el estudio de las ciencias sagradas, además de

prestarse a la instrucción elemental de la niñez.

¿Cuáles eran las ciencias que se estudiaban y el espíritu que las animaba? Nos lo dirá

brevemente nuestro Ministro General, Valentín Schaaf, en su Carta circular del 15 de

febrero de 1946 can estas palabras: “Enquiridion máximo y principal para los estudios

en sagrada teología lo constituían a la sazón los libros de la Sagrada Escritura, perte-

necientes a los dos Testamentos, explicados según los principios del obispo de Hipona,

conforme se hallan en sus libros De doctrina christiana. Con todo, en plan de interpre-

tar los libros sagrados más segura y plenamente, aquellos teólogos, discípulos de San

Agustín, se aplicaban asimismo al estudio de las obras escritas con sabiduría por otros

padres y doctores de la Iglesia. Más todavía: manejaban con diligencia producciones

de escritores profanos, tratados filosóficos y narraciones históricas de los aconteci-

mientos, no ocultándose a su escrutadora mirada los fenómenos físicos y las demás rea-

lidades que constituyen el campo de las ciencias naturales, dilatadísimo objeto de cono-

cimientos que sometían a investigación y a sutiles disputas, según era costumbre enton-

ces”.

Hagamos un breve comentario o aclaración de estas palabras.

Teología y Sagrada Escritura

Hoy día, bajo el nombre genérico de “teología” entran disciplinas muy variadas como

la apologética, dogmática, moral, ascética y mística, patrística, pastoral, etc. ¿Sucedía

otro tanto en la época de San Antonio? ¿Qué ciencias eran consideradas como ramos de

la teología? La respuesta no puede ser más sencilla: no había más que una ciencia, la

ciencia de la Sagrada Escritura. Teología, en su amplio sentido, y ciencia de la Sa-

grada Escritura eran expresiones sinónimas. Llegar al conocimiento más perfecto del

sentido de los Libros Santos, con el subsidio de la tradición, era el fin y objetivo de to-

dos los estudios teológicos. De ahí que estudiar, leer, enseñar “in Sacra Pagina” fuera

equivalente a estudiar o enseñar teología; lo mismo que maestro “in Sacra Pagina” se

empleaba para designar a los doctores o profesores de teología.

Y es que en la Sagrada Escritura, se creía entonces, estaban contenidas explícita o vir-

tualmente todas las verdades reveladas y se encerraba toda la sabiduría. Por lo mismo

nada que sea saludable a las almas podemos predicar fuera de lo que nos ofrece la Sa-

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grada Escritura, fecundada por el soplo del Espíritu Santo. Si se pueden y deben estu-

diar otras ciencias, como la filosofía o las ciencias naturales, ha de hacerse con la vista

puesta en la Sagrada Escritura, con el fin de entenderla y exponerla mejor. Siendo esto

así, se comprende que el único texto de teología no podía ser otro que la Biblia, y así lo

fue al menos hasta que los autores de las Sumas tomaron como base de su enseñanza el

libro de las Sentencias.

De este amor y estima de los Libros Santos estaban tan penetrados, y aun al expresar

sus propios pensamientos afluía a sus plumas tal copia de textos bíblicos, que sus es-

critos parecen un mosaico entreverado de citas de la Sagrada Escritura, muchas veces

interpretada en sentido espiritual, moral o acomodaticio.

Con todo, aunque se puede conceder que los medievales no eran tan exigentes en

cuanto a la crítica textual e histórica, ni poseían en general (había no pocas excepciones)

grandes conocimientos filológicos, no es cierto que careciesen de principios hermenéu-

ticos y de una teoría de los sentidos, y, menos aún, que despreciasen el sentido literal.

Los Santos Padres Comprender el sentido de la Sagrada Escritura: he ahí el objetivo al que tendían todos

los estudios teológicos y los esfuerzos de los teólogos. Pero a nadie se le ocurría pensar

en la Edad Media que se pudiese definir el sentido de los Libros Santos con solas las lu-

ces naturales de la razón, con el examen privado. Era necesaria la moción de la autori-

dad de la Iglesia, y el sentir de la Iglesia se manifiesta principalmente por los Santos Pa-

dres. Por eso todos los cultivadores de las ciencias sagradas de la Alta Edad Media se

dedicaron con tanto ahínco al estudio de los Santos Padres, de los que no querían apar-

tarse un punto en la interpretación de la Biblia, y cuyas palabras y sentencias citaban al

pie de la letra y las acumulaban junto con las del sagrado texto, como si formaran un

todo, como lo atestiguan los Glosarios y las Cadenas. Estas compilaciones de textos pa-

trísticos eran una necesidad del tiempo, ya que las obras originales de los Santos Padres

formaban muchos y enormes volúmenes y eran accesibles a muy pocos. Entre los San-

tos Padres ocupaba el primer puesto San Agustín, así en las cuestiones teológicas como

en las escriturísticas.

Las ciencias profanas

De lo que llevamos dicho acerca de la importancia que en la Edad Media se daba a la

Sagrada Escritura o Teología podemos deducir el puesto que ocuparían en el programa

escolástico las ciencias profanas, como la filosofía, las artes liberales, las ciencias natu-

rales y las lenguas. Su pensamiento en este punto lo resume San Buenaventura cuando

dice que la filosofía es sierva de la Teología, a cuyo conocimiento se ordenan todos los

demás conocimientos; o un discípulo de Abelardo: “No hay que envejecer en las artes;

basta saludarlas desde los umbrales, y de ellas pasar rápidamente a la Sacra Pagina”.

Esto no quiere decir que los escolásticos dejasen de estudiar las ciencias seculares, y

menos que las despreciasen; con esto sólo indicaban el puesto que ellas deben ocupar en

la jerarquía de los conocimientos humanos y cristianos y su subordinación a la Sacra

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doctrina. Comprendían la conveniencia y aun la necesidad de estudiarlas, para mejor

entender el sentido de los Libros Santos.

1.- La Filosofía

Como facultad independiente, no se enseñaba en la alta Edad Media. Como ciencia

autónoma fue constituyéndose poco a poco desde el siglo IX en adelante, hasta que al

fin, en el siglo XIII, los grandes escolásticos llegaron a su sistematización. Con todo,

anteriormente, una de las disciplinas que con la gramática y la retórica formaban el Tri-

vium era la Lógica, como complemento de la ciencia del lenguaje. Con el tiempo se fue-

ron traduciendo las obras de los filósofos griegos, algunos de los cuales eran conocidos

por las obras de los Santos Padres.

2.- Las Ciencias Naturales

Las ciencias naturales, como la física, química, botánica, zoología, medicina, etc., no

eran depreciadas por los contemporáneos de San Antonio, sino que se trataba de ad-

quirirlas en la forma rudimentaria que en aquellos tiempos cabía esperar.

3.- Las Lenguas Originales

Se ha censurado a la exégesis medieval de falta de base científica a causa de la abso-

luta ignorancia de las lenguas originarias de los libros bíblicos. No se puede negar que,

en comparación de nuestros tiempos, en la Edad Media era muy escaso y raro el cono-

cimiento del hebreo y sobre todo del griego; pero no tan raro como lo suponen los pro-

testantes. Hubo, en efecto, una gran renovación y florecimiento de los estudios filoló-

gicos y exegéticos entre los judíos del siglo X al XII. El gran iniciador de este movi-

miento fue Saadia (siglo X, en Mesopotamia), verdadero padre de la filología hebraica.

Tradujo la mayor parte del Antiguo Testamento al árabe y comentó muchos libros según

el principio de que en la Sagrada Escritura no debía buscarse más que el sentido literal

conforme a las leyes del lenguaje y contexto lógico. La semilla arrojada por Saadia no

quedó estéril e infecunda: trasplantada al Occidente, primero al suelo hispano y después

al de Francia, produjo frutos muy abundantes.

4.- La Historia

Finalmente digamos algunas palabras sobre el estudio de la Historia. Una de las carac-

terísticas de la exégesis moderna es el amor a los estudios históricos y casi predilección

por la interpretación de los libros históricos. No sucedía así en la Edad Media. Pero “si

el conocimiento de la historia dejó mucho que desear en aquellos estudiosos de férreo

temperamento, fue defecto de los tiempos, fue la escasez de medios, no fue mala dispo-

sición de ánimo ni vicio de principios” (P. Vaccari). Gran muestra de “esta buena dis-

posición de ánimo”, de la estima en que se tenía la Historia, es la enorme difusión que

adquirió en la Edad Media la Historia Scholastica de Pedro Comestor (1178), llamada

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así porque fue como el manual de los estudios bíblicos en las escuelas, y en la que el

autor hace un comentario continuado de los libros históricos de la Biblia desde el Gé-

nesis hasta el libro de los Hechos, fundiendo la narración de los diversos libros en forma

armónica, discutiéndolos e ilustrándolos con noticias tomadas de fuentes profanas, in-

tercalando sincrónicamente sucesos contemporáneos de la historia profana.

No era muy copiosa la biblioteca histórica de que disponían los medievales: además

de los historiadores clásicos latinos (Curcio, Salustio, Tito Livio, Tácito, etc.), sus prin-

cipales fuentes de información eran Flavio Josefo, Eusebio, San Jerónimo, Orosio, Sul-

picio Severo y sobre todo la mencionada Historia Scholastica.

Tales eran las principales disciplinas que sin esenciales variaciones se explicaban en

todos los centros docentes de alguna importancia en la Edad Media. Tales serían, a no

dudarlo, también los estudios a que se consagró San Antonio durante los años que per-

maneció en Santa Cruz de Coímbra, preparándose al sacerdocio y al apostolado. A falta

de noticias detalladas de los historiadores antiguos sobre los estudios de San Antonio,

nos ha parecido de absoluta necesidad dar esta ojeada al ambiente y programas escola-

res de su tiempo.

II.- TESTIMONIO DE LOS ANTIGUOS BIÓGRAFOS DE SAN ANTONIO

Aunque las primeras leyendas del Santo no nos den todos los detalles que nuestra cu-

riosidad moderna deseara acerca de los maestros que tuvo, de las diversas materias que

cursó y de los libros y medios de que disponía para su aprovechamiento en las ciencias,

no dejan, con todo, de indicarnos de paso su asiduidad al estudio y sus maravillosos pro-

gresos en las ciencias sagradas. Y no podía ser de otra manera, si tenemos en cuenta el

medio ambiente en que se encontraba, y las dotes intelectuales y morales de que estaba

adornado el joven Fernando.

El monasterio de Santa Cruz de Coímbra superaba con mucho al de San Vicente de

Lisboa desde el punto de vista intelectual; en cuanto a la parte moral, aunque no parece

que todo iba demasiado bien, no faltaban tampoco dechados de perfección a quienes

imitar; todavía no se había evaporado el olor de santidad de San Teotonio, que lo había

fundado a mediados del siglo XII. El Santo fundador, sabiendo que en el sacerdote la

santidad es inseparable de la ciencia sagrada, había provisto al monasterio de una buena

biblioteca y había enviado con este fin algunos religiosos a otros monasterios para co-

piar los escritos de los Santos Padres y otras obras útiles; y las dádivas de los reyes de

Portugal, patronos de la abadía, habían permitido que la biblioteca fuese enriquecién-

dose de tal modo, que llegó a ser célebre en todo el reino. Era superior del monasterio

Dom Juan Cesar, y maestros de teología Dom Raymundo y el Maestro Juan, laureados

en París.

Imaginémosle al joven Fernando, dotado de aguda inteligencia, de prodigiosa memo-

ria, de corazón puro y ardiente, ávido de saber y de santidad, en medio del silencio de

aquel claustro, rodeado de experimentados maestros en las vías de la ciencia y de la per-

fección, embebido en la lectura de aquellos famosos códices escriturísticos y patrís-

ticos. Ya no le molestan las visitas de sus amigos y familiares como en San Vicente de

Fora. Todo invitaba al olvido del mundo, al estudio, a la meditación, a la virtud. ¿Qué

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progresos no haría, pues, en la ciencia y en la santidad? Extractaremos los preciosos,

aunque parcos, datos que nos ofrecen sobre este punto las antiguas leyendas.

A.- ANTES DE INGRESAR EN LA ORDEN FRANCISCANA

La Legenda Prima o Assidua se expresa de esta manera: “Con una aplicación poco

común no cesaba un momento de cultivar su ingenio y de ejercitar su espíritu en la me-

ditación; y cuando sus ocupaciones se lo permitían, no dejaba la lectura espiritual ni de

día ni de noche. Ya leyendo el texto sagrado, fuente de verdad histórica, trataba de re-

forzar su fe con el sentido alegórico; ya tomando las palabras de la Escritura en un

sentido figurado, buscaba la edificación de sus afectos y costumbres. Ahora escrutando

con feliz ansiedad la profundidad de las palabras de Dios, preservaba su inteligencia

contra los lazos del error con los testimonios de la Sagrada Escritura; ahora se apli-

caba a la indagación y meditación de los dichos de los Santos. Lo que había leído, lo

confiaba a su tenaz memoria, de suerte que muy pronto adquirió tal ciencia de las Le-

tras Sagradas, que todos quedaron maravillados”.

La Legenda Raimondina abunda en los mismos sentimientos: “El joven religioso,

abstrayéndose de las cosas terrenas, se había entregado día y noche a la meditación de

las Sagradas Escrituras con aquel ardor y entusiasmo que son propios de las almas ele-

gidas. En efecto, el tiempo que le quedaba libre del servicio divino no lo malgastaba en

el ocio, sino en el estudio de las ciencias sagradas. Despreciando los laberintos de la

humana sabiduría que hincha y enorgullece, no se contentaba con aprender de me-

moria el texto sagrado, sino que también quería penetrar los sentidos alegóricos y ana-

gógicos. Se encaraba además con las más intrincadas cuestiones, a fin de conocer las

reglas para ilustrar la verdad y refutar el error, como estupendamente lo demuestra su

doctrina”.

Continuemos revolviendo las leyendas antiguas, y nos encontraremos con otro dato

precioso de un fraile menor que escribía a fines del siglo XIII, Fr. Juan Rigaul: “En este

lugar (Monasterio de Santa Cruz) hizo nuestro Santo rápidos progresos en la santidad

y perfección religiosas; aquí también, gracias al auxilio de Aquel que no necesita de

largo espacio para enseñar su verdad, se armó él de la solidísima doctrina de los Pa-

dres, para poder predicar más tarde a los herejes y defender los dogmas de nuestra fe.

Y aconteció que aquel Dios, que lo había elegido entre millares y por el cual lo había

despreciado todo, le iluminase tan claramente que la memoria podía servirle de códice,

y bien pronto se vio lleno del espíritu de la sabiduría”.

Estos testimonios nos dan alguna idea de las dotes intelectuales y morales de que es-

taba adornado San Antonio y del objeto predilecto de sus estudios, como también de sus

progresos en las ciencias sagradas.

Cualidades intelectuales y morales

1.- Todos están conformes en afirmar la singular aplicación y asiduidad con que se

dedicó San Antonio a los estudios todo el tiempo que le permitían sus deberes reli-

giosos, sin descansar ni de día ni de noche. Uno de los motivos que le pudieron inducir

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a pedir el permiso de los superiores para trasladarse de San Vicente de Lisboa a Santa

Cruz de Coímbra fue, tal vez, la celebridad de que gozaba este monasterio por la or-

ganización de sus estudios, por su bien nutrida biblioteca y por sus profesores. Bien sa-

bía que una de las partes esenciales del sacerdote era la ciencia sagrada, y que nadie

puede realizar dignamente la misión que se le ha encomendado, si no la posee en grado

eminente, como tantas veces repetirá en sus sermones. Por otra parte, no desconocía los

escollos de la ociosidad en una edad en que la actividad es una necesidad fisiológica, y,

si no se la orienta hacia un elevado ideal, busca su válvula de escape por las más bajas

pasiones. Por eso se consagró al estudio de las ciencias sagradas “con aquel entusiasmo

y ardor propio de las almas elegidas” (Legenda Raimondina); y como si no le bastasen

las horas del día para saciar su sed de saber, también robaba a la noche una buena parte

para el mismo fin.

2.- Otras condiciones no menos necesarias que la aplicación para el aprovechamiento

nos las insinúan también las leyendas: el espíritu de abstracción de las cosas humanas,

la pureza de corazón y el recurso a la oración humilde. Un corazón embebido en ne-

gocios y preocupaciones terrenas, un ánimo dominado por la soberbia, por la sensuali-

dad o por cualquiera otra pasión desordenada, no puede ser morada de la verdadera

sabiduría. Una inteligencia que se cree suficiente y confía en sus propias fuerzas, nunca

escalará las alturas de la sabiduría que mora junto al Altísimo. En cambio, un corazón

puro, humilde, desligado de lo terreno, siempre vuelto hacia la luz rutilante que ilumina

a todo hombre que viene a este mundo, en comunicación constante con la fuente inde-

ficiente de la sabiduría, siempre se mueve en una atmósfera de luz, de alegría, de fervor

y entusiasmo, y está en las mejores condiciones para hacer los máximos progresos en

todas las ciencias. Y tal era San Antonio.

3.- Entre las dotes que más hacen resaltar los historiadores del Santo es una memoria

tenacísima, casi prodigiosa: todo cuanto leía se le grababa, de suerte que su memoria era

como un códice donde todo quedaba como escrito indeleblemente (Legenda Rigaul-

dina). En aquellos tiempos, en que no abundaban como ahora los libros y los ficheros,

la memoria ejercía un papel importantísimo en la educación y adquisición de los conoci-

mientos. De San Buenaventura y de San Agustín se dice lo que después se ha repetido

de San Antonio, que, aun cuando hubieran perecido todos los códices de la Sagrada

Escritura, habrían podido restituirla valiéndose de su memoria. La de San Antonio era

tan extraordinaria, que los que la conocieron, la tuvieron por un don sobrenatural del

cielo (Legenda Prima). Este juicio de los contemporáneos viene confirmado por sus

escritos. Hay sermón en el que las citas pasan de ciento ochenta, y son muy pocos los

que no contengan una cincuentena. Si tenemos en cuenta su casi no interrumpida activi-

dad apostólica, que bien poco espacio y quietud le había de dejar para dedicarse a es-

cribir, y las condiciones del tiempo en que vivió, sin libros impresos de fácil manejo, sin

concordancias bíblicas, sin división de la Escritura en versículos, etc., nos inclinamos a

creer que sabía de memoria todas los libros sagrados y podía citar cualquier pasaje

cuando y como lo quisiera.

4.- Pero no se vaya a creer que toda la ciencia escriturística de San Antonio se reducía

a atiborrar la memoria de textos inconexos y mal entendidos para citarlos con ocasión o

sin ella. No; poseía una inteligencia suficientemente penetrante, ágil, comprensiva para

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entender lo que leía, antes de encomendarlo a la memoria y ordenarlo convenientemente

para aducirlo en la ocasión oportuna; y sobre todo meditaba “día y noche” y asimilaba

lo leído para después aplicarlo a sí mismo y a los demás.

Materia de sus estudios

1.- Como podía suponerse de un discípulo de San Agustín y de un teólogo de princi-

pios del siglo XIII, la Sagrada Escritura era para San Antonio la primera fuente, el prin-

cipal objeto y el último fin de su estudio y meditaciones, conforme al unánime testi-

monio de las antiguas leyendas que hemos citado y del mismo Santo en el Prólogo de

sus Sermones. Y no se contentaba con la corteza de la letra, sino que buscaba ese “co-

razón de las escrituras” de que habla San Agustín, su sentido recóndito, la concordia

del Antiguo y del Nuevo Testamento, los tesoros de ciencia y sabiduría que se encierran

en cada una de sus sentencias, palabras y acontecimientos. Y tanto leyó, tanto meditó,

tan bien se asimiló su doctrina, que Gregorio IX le pudo llamar Arca del Testamen-

to y Armario de las Escrituras (Wadding).

2.- No se contentó el Santo con el estudio de la Sagrada Escritura, sino que además

leyó e indagó los escritos de los Santos Padres para una más plena y segura inteligencia

de la misma. Un espíritu tan aristócrata y ávido de saber puro no podía contentase con el

agua turbia de esos riachuelos de las Glosas, que sólo recogían una parte de la doctrina

escriturística que nos legaron los siglos patrísticos, dispensándose de recurrir a los ori-

ginales de los Santos Padres, que no habían de faltar en la biblioteca de Santa Cruz de

Coímbra. En un Estudio agustiniano, como el de Coímbra, sería incomprensible que no

leyese y estudiase las obras de su padre San Agustín, cuando en todas las escuelas de la

Edad Media era el maestro predilecto de todos los estudiosos.

Lo que podría suponerse a priori, se comprueba con la lectura de sus escritos. En to-

dos ellos se descubre un lector asiduo y conocedor de la doctrina de los Santos Padres,

en especial de San Agustín, cuyo nombre aparece citado expresamente más de cincuenta

veces y de cuya doctrina y espíritu están empapadas todas sus páginas. En San Agustín

debió de aprender esa admirable concordia del Antiguo y del Nuevo Testamento que

trata de establecer en sus Sermones Dominicales. De San Agustín se deriva su predilec-

ción por las explicaciones alegóricas y simbólicas y por las aplicaciones morales y con-

clusiones teológicas, de que están llenos sus escritos. De San Agustín aprendió, sobre

todo, la norma suprema para la interpretación de la Sagrada Escritura, el móvil único y

el fin último de toda ciencia y de toda actividad apostólica: la caridad, el amor de Dios y

del prójimo. San Antonio, tanto al predicar como al poner por escrito sus sermones, no

se propuso otro fin, como dice en el Prólogo de sus Sermones: “Así, pues, para gloria

de Dios, edificación de las almas y consuelo tanto del lector como del oyente, enten-

diendo debidamente las Sagradas Escrituras...”. Pero no fue San Agustín el único San-

to Padre que consultó y estudió Antonio; en los Sermones vienen citados otros muchos.

3.- Las ciencias seculares ocupaban, como arriba dijimos, un lugar muy secundario en

el programa escolástico de la Edad Media en general, y lo mismo sucedía, aún con más

razón, en las escuelas monásticas. Sobre este particular apenas hay más que alguna alu-

sión vaga en la Legenda Raimondina al afirmar que estudió “las más intrincadas cues-

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tiones para conocer las reglas, para ilustrar la verdad y refutar el error”. Entre estas

“reglas” tal vez deban incluirse, además de las hermenéuticas para deducir y dilucidar

el sentido de las Escrituras, también las normas y preceptos que daban los dialécticos

para refutar los sofismas del error y propugnar la verdad. De todos modos la lectura de

los sermones del Santo demuestra que poseía un espíritu muy observador de la natura-

leza y no carecía de ninguno de aquellos conocimientos de la filosofía y ciencias natura-

les que en aquella época tenían las personas estudiosas y cultas.

El conocimiento de los diversos ramos de las ciencias naturales, como la anatomía, la

botánica, la zoología y la medicina, que ostentan sus escritos, no parece que se pueda

explicar con la simple observación de la naturaleza, sino que supone la lectura y algún

estudio, al menos de alguno de aquellos libros lapidarii, bestiarii y de otras enciclope-

dias de ciencias naturales que eran de uso corriente en su tiempo.

4.- ¿Estudió San Antonio las lenguas originales de los libros bíblicos, el hebreo, el

arameo y el griego? Deslumbrados con el aparato de explicaciones etimológicas de pa-

labras, no sólo latinas, sino también griegas y hebreas, que en cada página de sus escri-

tos aparecen, muchos autores antiguos y algún moderno han sostenido que San Antonio

conocía y leía corrientemente el hebreo, el siríaco, el arameo y el árabe. Pero, aunque en

muchas ciudades de España, y sobre todo en Toledo, centro principal de los estudios fi-

lológicos, florecían ya desde el tiempo del arzobispo Raimundo (1126-1152) los estu-

dios árabes, hebraicos y griegos, y en Portugal tampoco faltarían quienes se dedicasen a

semejantes estudios, no hay ningún documento o testimonio que demuestre, ni es pro-

bable, que en el monasterio de Santa Cruz se enseñasen las lenguas antiguas. La expli-

cación más sencilla y probable del hecho es que tomó tales interpretaciones de San Je-

rónimo, San Agustín, San Isidoro o de algunos de los repertorios de uso común en la

Edad Media.

No perdió, pues, Antonio el tiempo transcurrido en Santa Cruz de Coímbra. Con su

prodigiosa memoria y con su aguda inteligencia, con una voluntad férrea y asiduidad en

el estudio, adquirió tal dominio de la Sagrada Escritura, que del arsenal inagotable de su

memoria podía sacar, cuando el caso lo requería, el pasaje, la palabra o el ejemplo más

oportuno para refutar un error o para defender un dogma. Los textos paralelos, las imá-

genes y comparaciones bíblicas brotaban con tal copia de su boca o de su pluma, como

si toda la Escritura la tuviese ante la vista. Los simbolismos, las alegorías y los sentidos

más recónditos le eran tan familiares, que parecía adornado del doble espíritu de sabi-

duría e inteligencia, y en ellos encontraba tesoros de doctrina dogmática y aplicaciones

morales. Adquirió además un vasto y profundo conocimiento de la Patrología, de suerte

que de las sentencias y pensamientos de los Padres están cuajados todos sus sermones.

En cuanto a las ciencias profanas, aunque no era un especialista en ellas, podía competir

con los más doctos de su tiempo, y servirse de ellas para ilustrar las verdades teológicas

y morales que exponía al pueblo.

No nos debemos, pues, sorprender de la admiración que su saber teológico y escritu-

rístico causó entre los contemporáneos, ni de las alabanzas que le tributan por ello sus

biógrafos, si tenemos en cuenta el largo tiempo que transcurrió sobre los libros y la apli-

cación que puso en el estudio, las dotes intelectuales y morales de que estaba adornado

y el programa escolástico, concentrado todo él en la teología y Sagrada Escritura, exo-

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nerado de tantas asignaturas secundarias como hoy se estudian y que tanto distraen la

atención de lo principal. En nueve largos años, sin contar lo que después pudo leer y

aprender, consagrados de lleno al estudio de la Sagrada Escritura y de los Santos Pa-

dres, con una biblioteca bien nutrida a su disposición, con maestros expertos, ¡qué te-

soros de ciencia sagrada no pudo y debió de atesorar de hecho un espíritu como el de

San Antonio, iluminado por lo demás por las luces de lo alto!

B.- DESPUÉS DE INGRESAR EN LA ORDEN FRANCISCANA La carrera teológica de San Antonio, puede decirse, estaba terminada cuando a la edad

de 25 años salió del monasterio de Santa Cruz de Coímbra para hacerse franciscano.

Desde que abrazó el nuevo estado de vida, poco tiempo debió quedarle libre para dedi-

carse de lleno a los libros. Lo único que hizo fue asimilarse bien el espíritu seráfico de

pobreza, de humildad, de sencillez, de austeridad y de amor de Dios y del prójimo como

lo propio de la nueva Orden, y adaptar a esta nueva modalidad sus antiguos conocimien-

tos.

a) Durante el año que pasó en Monte Paolo no debió de ver más libros que el sal-

terio, el misal y tal vez alguna Biblia. Su principal ocupación era la oración y la

penitencia y las ansias de retiro. No hacía ninguna ostentación de su sabiduría, si-

no que, como dice Wadding, “aquel hombre lleno de ciencia, vivió como simple

entre los simples, y, evitando con humilde corazón toda arrogancia, escondió la

luz de la gracia bajo la apariencia de una persona inculta”. De tal suerte su hu-

mildad supo encubrir el tesoro de sabiduría que poseía, que los frailes le conside-

raban más apto para fregar los utensilios de cocina, que para explicar los misterios

de la Sagrada Teología, como añade el mismo Wadding.

b) Después que el Santo fundador le dedicó al oficio de lector, tuvo ocasión de po-

nerse más en contacto y familiaridad con los libros. Pero la biblioteca del con-

vento de Bolonia o de Montpellier no sería, seguramente, tan bien surtida como la

de Santa Cruz de Coímbra; y no vamos a suponer que perdiera el tiempo en fre-

cuentes visitas a la biblioteca de la Universidad con el cartapacio bajo el brazo, pa-

ra consultar un códice raro o confrontar una cita.

c) Conviene tocar aquí una cuestión que ha preocupado no poco a los biógrafos del

Santo: sus relaciones con el célebre abad de San Andrés de Vercelli, Tomás Galo

(o Gallo). La Chronica XXIV Generalium y la Chronica Fratris Nicolai Glassber-

ger afirman que San Antonio fue el primer franciscano que por orden del Capítulo

General y con consentimiento de San Francisco, fue destinado juntamente con fray

Adam de Marsh al estudio de la teología con el abad Tomás Galo, y que con él

permaneció cinco años recibiendo las lecciones de teología mística del famoso

abad. Esta afirmación tal cual suena es evidentemente falsa, como ya lo notó Wad-

ding y se deduce de la cronología de la vida del Santo. Por consiguiente, en lugar

de “cinco años” hay que leer “cinco meses”, o los “cinco años” en que fue discí-

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pulo de Tomás Galo deben entenderse de visitas en los viajes del Santo entre

Francia e Italia.

Lo que parece innegable es que Antonio y Tomás se conocieron y estuvieron unidos

con vínculos de estrecha y santa amistad, como lo demuestra el elogio que el abad de

Vercelli dejó escrito de nuestro Santo y de cuya autenticidad no parece se pueda dudar

seriamente. Pero de este elogio no se deduce que Antonio hubiera asistido como escolar

a las explicaciones de Tomás Galo, y menos todavía que San Antonio hubiera enseñado

teología dogmática, como afirman algunos autores antiguos, al célebre abad de San An-

drés, que había sido ya famoso maestro en la escuela de San Víctor de París. Solamente

se pueden suponer relaciones cordiales e intelectuales de estrecha amistad y familiari-

dad.

Con el copioso caudal de ciencia bíblico-teológica y patrística que había atesorado en

Santa Cruz de Coímbra, con las meditaciones y luces sobrenaturales de Monte Paolo,

con el baño seráfico que tomó en el estudio de la Regla y comunicación con el espíritu

de San Francisco y con las conferencias espirituales que tuvo con el abad de Vercelli,

estaba maduro el espíritu de San Antonio para el apostolado y la enseñanza de la ciencia

sagrada en la cátedra según la mente de San Francisco. Por eso el Seráfico Fundador,

atendiendo a las exigencias del tiempo, la evolución que iba tomando la Orden y la ne-

cesidad de un maestro que dirigiera las mentes de sus hijos por el camino de la sabidu-

ría, puso sus ojos en San Antonio para nombrarle Lector de Sagrada Teología.

En el espíritu del Seráfico de Asís y de su Orden no se comprende el estudio de la

ciencia por la ciencia; con preferencia a la ciencia busca la sabiduría; separar la teoría

de la práctica, la acción y el trabajo científico o apostólico de la contemplación o espí-

ritu de oración y devoción, es destruir el espíritu de San Francisco. Por eso, escribe Ce-

lano: “Le dolía que se buscara la ciencia con descuido de la virtud, sobre todo si cada

uno no permanecía en la vocación a la cual fue llamado desde el principio. Y decía:

„Mis hermanos que se dejan llevar de la curiosidad de saber, se encontrarán el día de

la retribución con las manos vacías‟” (2 Cel 195). Sin embargo, no se vaya a creer por

esto que Francisco prohibía a sus seguidores toda clase de estudios: “No decía esto por-

que le desagradaban los estudios de la Escritura, sino para atajar en todos el afán inú-

til de aprender y porque quería a todos más buenos por la caridad que pedantes por la

curiosidad” (2 Cel 195).

Al decir el Celanense que “no le desagradaban los estudios de la Escritura”, da a en-

tender que todos los demás estudios le disgustaban; porque no le cabía en la cabeza que

sus hijos, despreciadores de las vanidades del mundo y seguidores del Evangelio, pudie-

sen ocuparse más que en la ciencia de Cristo y Cristo crucificado, la ciencia de la sal-

vación de la propia alma y de la de los prójimos: “Ésta es la que, dejando para los que

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llevan camino de perderse los rodeos, florituras y juegos de palabras, la ostentación y

la petulancia en la interpretación de las leyes, busca no la corteza, sino la médula; no

la envoltura, sino el cogollo; no la cantidad, sino la calidad, el bien sumo y estable. (...)

Por eso, en las alabanzas a las virtudes que compuso dice así: „¡Salve, reina sabiduría,

el Señor te salve con tu hermana la pura santa simplicidad!‟ (Sal Vir 1)”. (2 Cel 189).

Esta sabiduría fue la que trató de adquirir y de hecho adquirió Antonio en la escuela

de San Agustín primero y en la de San Francisco después. Tal era la sabiduría que en-

señaba en la cátedra y predicaba en el púlpito a doctos e indoctos, a fieles e infieles; ésta

es la sabiduría de que están impregnados sus Sermones.

III.- TESTIMONIO DE LOS ESCRITOS DE SAN ANTONIO

De lo que hemos dicho acerca de la orientación de los estudios en la época en que

vivió nuestro Santo, del ambiente en que se educó, del espíritu que mamó en San Agus-

tín y en San Francisco y de la misión apostólica a que Dios le tenía destinado, podemos

ya deducir cuál sería la idea que se había formado de la Sagrada Escritura y cuál el

modo de usar de ella. Veamos ahora lo que sus escritos nos dicen acerca de este punto.

La teoría de los sentidos es de mucha trascendencia en la exégesis y exposición de la

Sagrada Escritura. Dos grandes exégetas y grandes teólogos, como San Juan Crisóstomo

y San Agustín, a pesar de consagrarse ambos con preferencia a un mismo género, al

homilético, siguen caminos bien distintos y hacen en sus Homilías o Enarraciones sobre

los Libros Santos muy diferente uso de la Sagrada Escritura. San Agustín, más amante

de los sentidos místicos y espirituales, del alegorismo y simbolismo, a imitación de los

alejandrinos, con una teoría más vaga de los sentidos bíblicos, se mueve con más liber-

tad en la exposición del texto sagrado; no se ciñe tanto al sentido literal, o mejor dicho,

suponiéndolo, trasciende a otros espirituales y místicos, que trata de descubrir en los

más menudos detalles, como los números y las acciones más vulgares de los personajes

bíblicos. San Juan Crisóstomo, en cambio, con una teoría de los sentidos mucho más

precisa y vecina a la de los modernos, aunque no desprecia –ni mucho menos– las expli-

caciones morales y prácticas, siempre lo hace asido, por así decirlo, a la letra del texto

sagrado, al sentido literal que para él, como para toda la Escuela Antioquena, es lo más

esencial y el que ante todo se debe buscar, apoyando después sobre él las aplicaciones

morales y las conclusiones teológico-bíblicas.

¿Cuáles eran, pues, los principios hermenéuticos de San Antonio y cómo los puso en

práctica? No escribió –al menos no conservamos– ningún tratado teológico ni comen-

tario propiamente dicho de ningún libro sagrado, como lo hicieron los grandes esco-

lásticos; y en sus Sermones no encontramos ninguna página, ni una línea siquiera, dedi-

cada a exponer sus teorías bíblicas. No era su espíritu, por lo visto, demasiado inclinado

a estas discusiones escolásticas. De ahí que lo poco que podemos decir sobre el parti-

cular lo tenemos que deducir de la práctica, del modo como se sirve de la Sagrada Es-

critura en sus escritos. Y en la práctica, como dice nuestro Ministro General, los Ser-

mones “saben a un agustinianismo acentuado, ya por el método y estilo de interpretar y

exponer la Sagrada Escritura, ya por la extensión universal del simbolismo que se

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acepta, o ya por la primacía que San Antonio, en pos de San Agustín, concede a la

caridad sobre todas las virtudes”.

Expliquemos un poco estos puntos tomando como guía sus escritos.

A.- EL SENTIDO LITERAL

Conforme a la doctrina de San Agustín, San Gregorio, Hugo de San Víctor y todos los

grandes escolásticos, San Antonio admitía sin duda alguna el sentido literal como base

de todos los demás. La expresión “ad litteram” se lee muchas veces en sus Sermones, a

lo que opone a continuación alguna explicación moral, mística o alegórica. Por la ex-

presión ad litteram parece que entendía el Santo el sentido literal, así el propio como el

impropio, en oposición al espiritual o típico, como lo entendían ya los escolásticos del

siglo XIII, y no solamente el sonido exterior o corteza de las locuciones figuradas, en

oposición al sentido o concepto que bajo esta corteza se encierra, como muchas veces lo

hacen los Santos Padres después de Orígenes y San Agustín. Aunque San Antonio po-

see muy copiosa doctrina moral y teológica extraída del sentido literal y como asimilada

y hecha carne de su carne y espíritu de su espíritu, en cuanto a los textos escriturísticos

que cita, casi siempre prescinde de su interpretación literal, para quedarse con las expli-

caciones alegóricas o místicas. Ya en el Prólogo de sus Sermones muestra este desvío

del sentido literal y la predilección por los espirituales, cuando interpreta el texto de Gn

2, 11-12.

En las homilías dominicales, en las que tan fácil y sencillo le hubiera sido partir de la

exposición del sentido literal del texto del Evangelio o de las Epístolas para luego de-

ducir las enseñanzas dogmáticas o morales, como hace por ejemplo San Juan Crisós-

tomo, solamente en la división del texto evangélico sigue bastante de cerca el sentido

literal, para después distraerse casi completamente del texto y divagar a su gusto. Lé-

anse, v. gr., las explicaciones que da y las aplicaciones que hace de las palabras de Mt

15, 21: “Saliendo de allí Jesús se retiró hacia la región de Tiro y de Sidón”, en el ser-

món segundo del Segundo Domingo de Cuaresma: concatenando el texto evangélico

con otros varios textos bíblicos habla de la insaciabilidad de las pasiones, de la munda-

nidad de los monjes y religiosos que debiendo haber salido del todo de este mundo y

saltar hacia las alturas de la contemplación, van saltando como langostas de feria en fe-

ria, etc. Luego arremete contra los prelados de la Iglesia y finalmente habla de las tenta-

ciones con que el demonio aflige a las almas y de las condiciones de una buena confe-

sión. Y así siempre.

De tarde en tarde se encuentra alguna explicación literal, más o menos feliz, y las in-

terpretaciones etimológicas, que tanto abundan en los sermones y que a primera vista

parecen acusar un sentido filológico muy desarrollado y amor al sentido literal, están

muy lejos de pretender tal cosa; como él mismo nos lo insinúa en el Prólogo, no tienen

otra finalidad que la de servir de base o preparar las aplicaciones morales.

No seamos, empero, demasiado severos en juzgarle de ligero o de pedante por este

casi descuido del sentido literal y por este abuso de las etimologías: más que defectos

personales son “frutos de la época; como hoy no sería buen predicador aquel que en

sus argumentaciones hiciese caso omiso de todas aquellas conclusiones físicas y natu-

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rales que son patrimonio de la ciencia moderna, del mismo modo en aquel tiempo hu-

biera sido reputado despreciable el predicador que de la etimología de una palabra no

hubiera sabido aprovecharse en su argumentación; y tanto más, cuanto que tal modo

de argumentar, además de estar conforme con la moda del tiempo, era también antiquí-

simo, lo mismo que el recurrir a las alegorías, en lo cual hay que dispensarle también”

(Salvini). El mismo Santo Doctor parece que sentía los inconvenientes del método en

uso en su tiempo al excusarse en el Prólogo con estas palabras: “En nuestro tiempo hay

lectores u oyentes tan pedantes que si no hallan y oyen palabras altisonantes, rebusca-

das y novedosas les causa enojo leerlo o escucharlo”.

Hay que tener en cuenta además que los Sermones que poseemos no son reflejo exac-

to, ni mucho menos, de su predicación oral, dirigida casi siempre en lengua vulgar, se-

guramente sin tantas citas escriturísticas y explicaciones fantásticas de los nombres, con

más sencillez y espontaneidad, fervor y unción. Los sermones escritos no son copia de

los pronunciados por él, ni destinados a ser aprendidos de memoria y recitados al pie de

la letra, sino apuntes, notas y esquemas, una especie de concordancias bíblicas, una mi-

na de material teológico-bíblico, donde los futuros predicadores pudiesen encontrar algo

de la doctrina que él predicaba. Si no se detiene más en la exposición del sentido literal,

lo hace así, no por ignorancia o por desdén por él, sino porque, considerándolo más co-

nocido de los predicadores para quienes principalmente escribía, creía realizar obra más

provechosa exponiendo los morales o espirituales, siguiendo en esto el ejemplo de San

Gregorio Magno.

B.- LOS SENTIDOS ESPIRITUALES

Que San Antonio, según la tradición de los Apóstoles y de los Santos Padres y escri-

tores eclesiásticos, los admitiese sin discusión (los sentidos espirituales), no necesita de

pruebas, ya que lo atestiguan sus formales palabras y consiguiente práctica. Pero ¿cuáles

eran los sentidos espirituales que admitía?

En los Sermones se leen con frecuencia las expresiones ad litteram, allegorice, alle-

goria, sermo allegoricus; moralitas, moraliter, sermo moralis; anagoge, anagogice,

sermo anagogicus. Parece, pues, a primera vista, que conoce y sigue la teoría del cuá-

druple sentido escriturístico: alegórico, moral o tropológico y anagógico, además del

literal, teoría recientemente introducida en las escuelas, en sustitución de la antigua, que

sólo distinguía tres: literal o histórico, alegórico y tropológico. Con todo, el análisis de

los sermones alegóricos, morales o anagógicos poca luz nos da para averiguar a cuál de

estas teorías, esencialmente distintas entre sí, según el P. Vaccari, se adhiere el Santo.

Por lo demás, no parece que sea de mucha monta la cuestión desde el punto de vista ora-

torio y práctico. Y San Antonio probablemente no veía, y tal vez con razón, una dis-

tinción tan marcada y esencial como el P. Vaccari entre ambos sistemas.

Lo que en esta cuestión, como en otras tantas, hicieron tal vez los escolásticos del si-

glo XIII fue deslindar los campos, distinguir las cosas, precisar el sentido de las expre-

siones algún tanto vagas y fluctuantes, y establecer una teoría clara y neta de los senti-

dos bíblicos, poniendo como base de todos ellos el literal o histórico, sobre el que se

sostengan los demás. Al Doctor Paduano no le interesan gran cosa estas disquisiciones

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escolásticas; en los Santos Padres, en San Agustín y San Jerónimo particularmente,

tenía los elementos necesarios para su objeto: la admisión, además del literal, de los

sentidos espirituales o místicos, de los que tanto uso hicieron y tanto partido sacaron en

la predicación al pueblo; en ellos encontró también los nombres de allegoria, anagoge,

moralitas o tropologia, intellectus mysticus, etc., dados a estos sentidos espirituales; y

sirviéndose de estos elementos y nomenclatura, tejió sus sermones alegóricos, morales y

anagógicos, sin cuidarse demasiado de establecer una clara distinción entre ellos, atento

sólo a la edificación moral.

En efecto, leyendo estas diversas especies de sermones encontramos en todos ellos un

denominador común, dominante: el elemento moral y práctico. Sin embargo, alguna di-

ferencia se nota entre sus sermones alegóricos, y los morales: en los primeros suele

considerar las virtudes o excelencias de una persona como vaticinadas en algún texto de

la Sagrada Escritura, y en los morales, estas mismas u otras virtudes, en cuanto han de

ser practicadas por los fieles en general.

Aunque admite el sentido literal, todas las preferencias de San Antonio están por los

espirituales y místicos. Por una interpretación literal se encuentran mil espirituales en

sus escritos. Este método no es del gusto de los modernos; pero sí lo era de los contem-

poráneos de Antonio, y nadie, y menos todavía un orador popular, puede sustraerse al

influjo de la moda, sin exponerse al descrédito de su palabra. “Queda, por tanto, asen-

tado que si Antonio abusó en sus lecciones de este género (alegórico), no le hubiera

sido posible evitar tal abuso sin incurrir entre sus contemporáneos en un defecto que

hubiera desvalorizado sus lecciones y su predicación, con lo que, en definitiva, hubiera

perjudicado el aprovechamiento espiritual de los oyentes” (Salvini).

C.- MULTIPLICIDAD DE SENTIDOS

Entre los defensores de la polisemia o multiplicidad de sentidos literales de la Sagrada

Escritura coloca el P. Assouad, o. f. m., a San Antonio de Padua, y esta vez, al parecer,

con fundamento. Bastaría que adujéramos algunos ejemplos típicos. Si, pues, nos ate-

nemos a las varias significaciones que el Santo atribuye a una misma sentencia de la

Sagrada Escritura, tendremos que concluir que, con su gran maestro San Agustín, ad-

mitía la pluralidad de los sentidos literales.

D.- ACOMODACIÓN Y APLICACIONES PRÁCTICAS

Aunque es muy probable que San Antonio, con muchos padres y escritores antiguos,

admitiese la polisemia, sin embargo, de las varias interpretaciones y aplicaciones que él

hace de un mismo texto no se puede deducir con certeza que en teoría fuera partidario

de la multiplicidad de sentidos. La acomodación, en efecto, de la que el mismo San Pa-

blo parece que hizo uso, fue siempre muy usada en la Liturgia de la Iglesia como entre

los Santos Padres, en especial por los de la Escuela Alejandrina y los Latinos, con San

Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín y San Bernardo. Es que creían, y creían bien, que

las palabras de la Sagrada Escritura, aun vaciadas de su propio contenido, comunicaban

a las verdades que en estos moldes sagrados se vertieran, cierto espíritu y unción del to-

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do divinos, como el frasco, donde por mucho tiempo se ha encerrado un ungüento pre-

cioso comunica su perfume a los licores que, después de vaciado aquél, se vierten en él;

creían que nuestras pobres ideas, revestidas del lenguaje de las Escrituras, adquieren

cierto realce y virtud del todo sobrenaturales.

Todos los que, olvidándose un poco de las reglas de interpretación aprendidas en las

aulas o en los libros y despojándose del espíritu científico moderno, hayan leído las

obras de San Agustín, San Gregorio, San Bernardo o San Buenaventura, han sentido esa

unción especial, ese atractivo sobrenatural de las palabras inspiradas, de que están mez-

clados y engalanados sus escritos.

Y en esto a nadie cede San Antonio. Apenas hay en sus Sermones una sentencia en

cuyo apoyo, o mejor dicho, para cuya exposición e ilustración, no venga una cita escri-

turística. Es maravilloso el dominio que muestra sobre todos los libros del Antiguo y del

Nuevo Testamento, y la maestría y habilidad con que los maneja todos, y adapta a las

ideas, que quiere exponer, las palabras de la Sagrada Escritura. Las citas van concate-

nándose, muchas veces solamente por una asociación externa, sin aparente ligazón ló-

gica; una palabra se enlaza con otra formando como una cadena interminable, por aso-

ciación, al parecer, material. En el sermón de San Esteban, por ejemplo, alrededor de la

palabra lucerna va engarzando un rosario de textos escriturísticos donde aparece la

misma palabra lucerna. Y lo más admirable y lo que demuestra extraordinaria agudeza

de ingenio en el Santo es que todos esos textos, tan dispares, los va interpretando de

suerte que todos ellos los hace converger hacia un solo punto, hacia la idea o la virtud

que quiere hacer resaltar.

Muchas veces con palabras de la Escritura libremente interpretadas o acomodadas

ilustra bellísimamente las ideas que quiere exponer al pueblo. Como buen predicador y

conocedor de la psicología popular sabe también servirse de los símiles y leyendas po-

pulares para hacer grabar mejor sus enseñanzas. Sin embargo, no todo son moralitates

subtiles, acomodaciones y divagaciones. Sabe también probar robustamente los dogmas

con textos escriturísticos. Para todos los dogmas que quiere exponer tiene pronto el

texto escriturístico correspondiente.

Hay en sus sermones aplicaciones morales y ascético-místicas calcadas en el sentido

más profundo de los libros santos, dignas de un San Juan Crisóstomo o de un San Agus-

tín, en sus momentos más inspirados. Véase entre otros el comentario que hace en el

sermón segundo del Domingo III de Cuaresma a las palabras de Lc 11, 27: “Dichoso el

vientre que te llevó y los pechos que te criaron”: <<Dichoso es aquel que tiene todo lo

que quiere y no quiere nada malo. Dichoso es aquel a quien todo le sucede según sus

deseos. Dichoso, pues, el vientre de la Virgen gloriosa, que mereció llevar por nueve

meses al que es todo bien, el sumo bien, felicidad de los ángeles y reconciliación de los

pecadores... Dichoso, por consiguiente, el vientre de la Virgen gloriosa, de la cual dice

San Agustín en el libro De natura et gratia: „Cuando se trata de pecados, exceptúo a la

Santísima Virgen, de la cual, para honra del Señor, no quiero absolutamente se haga

cuestión alguna. De hecho, sabemos que a ella le fue conferida más gracia para vencer

el pecado bajo todos los aspectos, porque mereció concebir y dar a luz a aquel que

ciertamente no tuvo pecado alguno...‟. Por consiguiente, aquella Virgen gloriosa fue de

antemano llena de gracia singular, para que tuviese como fruto de su vientre al mismo

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que tuvo desde el principio como Señor del universo. Dichoso el vientre del cual, en

honor de su Madre, dice el Hijo en los Cantares (7, 4): Tu vientre, montón de trigo ro-

deado de azucenas. El vientre de la Virgen gloriosa fue como un montón de tri-

go: montón porque en él fueron reunidas todas las prerrogativas de los méritos y pre-

mios...; de trigo, porque en él, como en el granero, por diligencia del verdadero José, se

guardó el trigo para que no pereciese de hambre todo Egipto. El trigo, llamado así por

guardarlo en el granero cuando está purísimo o porque se muele y tritura su grano, blan-

co por dentro y rojizo por fuera, significa Jesucristo. Escondido durante nueve meses en

el granero del santísimo vientre de la Virgen gloriosa; en el molino de la cruz triturado

por nosotros; blanco por la inocencia de su vida, enrojecido por el derramamiento de su

sangre... Verdaderamente dichoso el que te llevó a ti, Dios e Hijo de Dios, Señor de los

ángeles, creador del cielo y de la tierra, redentor del mundo. La Hija fue portadora del

Padre, la Virgen, pobrecita, llevó al Hijo... ¡Oh terrenales hijos de Adán..., impregnados

de fe, compungidos en el espíritu, postrados por tierra, adorad el trono ebúrneo del

verdadero Salomón, grande y elevado, el trono de nuestro Isaías, diciendo: Dichoso el

vientre que te llevó>>!.

No es menos ajustada a la mente de Jesucristo y menos bella la paráfrasis que hace en

el Domingo V después de Pascua a las palabras de San Juan (1 Jn 2, 1-2): “Tenemos a

uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el justo. Él es víctima de propiciación –es

decir–, de aplacamiento, por nuestros pecados: <<Y por esta razón lo ofrecemos diaria-

mente en el sacramento del altar a Dios Padre para que perdone nuestros pecados. Pro-

cedemos, pues, como la madre que tiene un hijo pequeñito. Cuando su marido airado la

quiere golpear, ella, estrechando a la criatura en sus brazos, la pone delante del airado

marido diciendo: ¡Golpea a éste, azota a éste! La criatura llorando se compadece de la

madre, y el padre, cuyas entrañas se conmovieron con las lágrimas del hijo a quien ama

entrañablemente, perdona a su mujer gracias al hijo. De la misma manera a Dios Padre,

airado con nosotros por nuestros pecados, le ofrecemos su Hijo Jesucristo por la alianza

de nuestra reconciliación en el Sacramento del altar, a fin de que, si no por atención a

nosotros, al menos por Jesús, su Hijo amado, aleje los castigos que justamente merece-

mos, y acordándose de sus lágrimas, de sus trabajos y de su Pasión, nos perdone>>”.

No puedo dejar de transcribir otra elevación mística, digna de San Agustín o de San

Bernardo, sobre las palabras: “Ten siempre a Dios en el corazón” (Tob 4, 6): <<¡Oh

palabra más dulce que la miel y que el panal... Ten siempre a Dios en el corazón! ¡Oh

corazón, más dichoso que todo bienaventurado, más feliz que cualquier feliz, tú que

tienes a Dios en ti! ¿Qué te falta? ¿Qué más puedes tener? Lo tienes todo, porque tienes

al que lo hizo todo, que te llena Él solo, sin el cual todo lo que existe es nada. Ten, pues,

siempre a Dios en tu corazón... ¡Oh posesión que todo lo posee! ¡Dichoso el que te

posee, feliz el que te tiene! Oh Dios, ¿qué puedo yo dar para poseerte? ¿No piensas que,

si lo doy todo, podré tenerte? ¿Y por qué precio te puedo conseguir? Eres más alto que

los cielos y más hondo que el abismo del infierno; más largo que la tierra y más ancho

que el mar... ¿Qué debo, pues, darte para poseerte? Dáteme, dice, a ti mismo y yo te me

daré a ti. Dame el corazón y me tendrás en el corazón. Quédate con todas tus cosas.

Dame solamente el corazón>> (Dom. XV Pent.).

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Hay, pues, de todo en la escriturística de San Antonio: dominio sorprendente y citas

numerosísimas de todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con profundas

huellas, en cuanto a la interpretación, de su educación agustiniana y franciscana; adhe-

rencias del medio ambiente y resabios de la moda de su tiempo; uso y abuso de las

explicaciones etimológicas; exégesis literal y explicaciones alegóricas; acomodaciones

espirituales, moralidades sutiles, juegos de palabras, ágiles acrobacias mentales y atina-

das aplicaciones ascético-morales fundadas en el sentido íntimo de los textos sagrados.

Atento únicamente a la práctica, al aprovechamiento espiritual del pueblo, no se cuida

de la teoría; no abre nuevos surcos en la exégesis; se aprovecha del acervo común de la

doctrina sacra de sus predecesores.

Preñada la memoria de textos y sentencias de la Sagrada Escritura y el espíritu de su

médula más nutritiva, apenas acierta a expresar sus ideas si no es por medio de las pa-

labras inspiradas. Todo lo encuentra en los libros sagrados: el espíritu y la materia, las

ideas y el ropaje; la doctrina teológica, apologética, pastoral, moral, ascética y mística.

En sus amenos vergeles descubrió ubérrimos, pulquérrimos y sabrosísimos frutos y fue

recorriéndolos con avidez, para después distribuirlos con mano liberal a las almas.

Su profundo saber escriturístico causó admiración a los contemporáneos, que lo ensal-

zaron hasta las nubes, y continúa entusiasmando a los modernos que sin prejuicios y con

cariño le han estudiado, como Mons. Vicente Grasser, obispo de Brescia y padre del

Concilio Vaticano I, para el cual los Sermones de San Antonio encierran el meollo de

los comentarios de todos los demás intérpretes, y Locatelli, editor de las obras del

Santo, para quien la ciencia escriturística de Antonio es tan firme y profunda, que bien

puede compararse con la ciencia de los santos más doctos.

CONCLUSIÓN

Si para todos los medievales la Sagrada Escritura era el alfa y omega de sus estudios,

en especial se puede afirmar esto de San Antonio, para quien la Sagrada Escritura es to-

da ella oro purísimo en que no hay ningún desperdicio. Del sentido literal y de los espi-

rituales, de las explicaciones alegórico-simbólicas y de la acomodación, de las palabras

y de los acontecimientos: de todo saca partido para su causa, que es la causa de Dios y

de la Iglesia. En cada personaje o hecho histórico, en cada palabra o sentencia de los li-

bros santos, en cada explicación etimológica; en las costumbres o instintos de los hom-

bres o de los animales, en los elementos materiales o en las funciones fisiológicas; en

los astros, en los metales, en las piedras preciosas, en las flores, en las leyendas histó-

ricas o mitológicas: en todo descubre con ojo avizor un simbolismo moral, una ense-

ñanza práctica que exponer al pueblo. Hasta los números y cada una de las letras por

separado, de que constan algunas palabras, como Jesu, Pax, tienen su significación re-

cóndita. No hay ni una sola palabra, ni una sola tilde que no haya sido escrita para

nuestra instrucción (Rom 15, 4), y que no sea útil para enseñar, para argüir, para corre-

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gir o educar, en la justicia (2 Tim 3, 16). En la Sagrada Escritura todo hablaba a Antonio

de Dios, de Jesucristo y de su obra reparadora.

En su lectura se había empapado desde joven; de su doctrina, sentencias y palabras

están empapados sus escritos. En la alacena de su prodigiosa memoria estaban ordena-

damente colocados todos los libros, todos los capítulos, sentencias y palabras del An-

tiguo y del Nuevo Testamento, desde el Génesis hasta el Apocalipsis: era verdadera-

mente el Arca del Testamento y Armario de las Sagradas Escrituras.

Educado en la escuela de San Agustín, cuyo espíritu místico y amante de Dios y de la

naturaleza tan admirablemente concordaba con el del Serafín de Asís, en cuanto al

aprecio y modo de concebir la Sagrada Escritura y la teología como ciencia práctica y

en cuanto al fin del estudio, de la predicación y de toda actividad humana, fue el hombre

providencialmente destinado por Dios para echar los primeros fundamentos de la Escue-

la Franciscana, que había de tener su coronamiento perfecto en San Buenaventura, el

Beato Juan Duns Escoto y San Bernardino de Siena. Y en ese hombre, a quien ya ce-

lebraba la fama por su profundo saber, por su sincera humildad y santidad, puso Fran-

cisco sus ojos inspirados para hacer de él el primer maestro y educador de las jóvenes

generaciones franciscanas, a fin de que infundiese a la naciente escuela su propio espí-

ritu y le imprimiese su peculiar sello y carácter, el sello de la franciscanidad y el ca-

rácter de seraficidad, de predominio de la voluntad sobre la inteligencia, de la práctica

sobre la teoría, del afecto sobre la especulación pura, de la sapientia-sabiduría sobre

la scientia-ciencia, que había de conservar siempre en el transcurso de los siglos. A este

fin le dirigió el Fundador aquella suavísima carta: “A fray Antonio, mi obispo, el her-

mano Francisco, salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con

tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como

se contiene en la Regla”.

Por ella quedaba Antonio investido oficialmente del oficio de enseñar la teología,

conforme al espíritu del Seráfico Fundador, a los jóvenes que se preparaban para la

predicación dogmática, según lo exigían las circunstancias de la época y la evolución de

la Orden. Y Antonio desempeñó el oficio que se le encomendara a satisfacción de su

Seráfico Padre, cuyo espíritu exultaría, sin duda, de júbilo al contemplar a su carísimo

hijo y obispo coronado por fin por el Vicario de Cristo en la tierra con la aureola de

Doctor Evangélico, y en el cielo sentado en el coro de los sabios que enseñaron la

justicia a las multitudes, brillando con esplendor de cielo, rodeado de otros soles no me-

nos refulgentes que siguieron sus huellas.

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RESPUESTA DE SAN ANTONIO A LA VOCACIÓN FRANCISCANA

(Por Henrique Pinto Rema, o. f. m)267

En la celebración del VIII Centenario del nacimiento de San Antonio de Lisboa (o de

Padua, como habitualmente oímos decir y leemos, por guardar esta ciudad sus restos

mortales), nos interrogamos por la vida y obra de quien es conocido universalmente por

su fama de taumaturgo y amigo de los hombres. En realidad, sin embargo, no pasa de

ser un ilustre desconocido para la gran mayoría de sus devotos.

Hay mucha gente sencilla que ni siquiera sabe que Antonio nació en Lisboa y recibió

el nombre de Fernando en torno al año 1190, como algunos especialistas habían con-

cluido ya antes de que en 1981 los diversos análisis de los restos mortales del Santo

confirmaran la misma conclusión. A su muerte, acaecida el 13 de Junio de 1231 en

Arcella, lugar próximo a la ciudad de Padua, el Santo y sabio predicador franciscano

tenía en torno a los 40 años. Dejó Portugal en otoño de 1220, lo que significa que per-

maneció en Portugal los tres cuartos de su vida terrena. Vivió en Padua muy poco

tiempo, pero sus habitantes y los más representativos de la ciudad se honran honrando al

Santo por antonomasia. Padua sólo conoce “Il Santo”.

Cuando Fernando Martín (hijo de Martín y de María o Teresa Taveira) nace frente a la

catedral de Lisboa, Francisco de Asís todavía no tenía 10 años. Cuando se da cuenta de

su vocación para la vida consagrada, Francisco de Asís va a Roma a pedir al Papa Ino-

cencio III que le autorice a él y a sus doce primeros compañeros a vivir de cierta manera

el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Fernando tiene entonces menos de 20 años, y

al sentir idéntica vocación, sólo tiene por delante la opción de ir a llamar a la puerta de

un monasterio de Canónigos Regulares de San Agustín, en San Vicente de Fora (extra-

muros de la Lisboa del siglo XIII), a unos 10 minutos de su casa paterna. Iba ya provisto

de 10 años de estudios primarios y secundarios, que incluían las disciplinas del Trivium

y del Quadrivium, realizados en la escuela urbana y catedralicia de Santa María de Lis-

boa. Hijo de un miles, un burgués bien instalado en la vida, y dotado de una excepcional

memoria e inteligencia, como atestiguan las leyendas y lo confirman los Sermones Do-

minicales et Festivi, Fernando aprovecha las circunstancias del ambiente familiar, social

y religioso para afirmarse. La escuela catedralicia y el monasterio de San Vicente cons-

tituyen salidas naturales para un niño, un adolescente y un joven del temple de Fernan-

do.

Posee un alma inquieta y no se acomoda al ritmo de la vida del monasterio de los Ca-

nónigos Regulares de Lisboa y, pasados dos años, pide y obtiene licencia para pasar a

Santa Cruz de Coímbra. Estamos a fines de 1211. Fernando contaba ya 20 años. Coím-

bra le ofrece buen ambiente para los estudios superiores, con algunos maestros venidos

de Francia y una biblioteca razonablemente surtida. La disciplina religiosa no le agra-

267

En AA. VV. (1995): Para conocer a San Antonio de Padua. XXXIII Semana de Confres, Madrid, 11-

20.

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daría mucho, si nos atenemos a las recriminaciones dirigidas a los “Canónigos” en su

Opus Evangeliorum, donde es muy posible que tenga presentes a los canónigos que ha

encontrado no sólo en la escuela de la catedral, sino sobre todo en las referidas “canó-

nicas” de San Vicente y de Santa Cruz.

Sabemos con certeza que fue ordenado sacerdote en Coímbra hacia 1219, todavía

canónigo regular. Siendo los 30 años la edad normal para la ordenación sacerdotal,

según las indagaciones de André Callebaut, Fernando habría nacido entre 1188-1190.

Francisco da Gama Caeiro y Antonio Domingo de Sousa Costa, por otra parte, han ha-

llado documentos que admitían excepciones a esa exigencia legal del siglo XIII, espe-

cialmente en casos de cura de almas, como sucedía en Santa Cruz. ¿Se habría benefi-

ciado nuestro Santo de esta excepción? ¿A qué edad?... Uniendo estas conclusiones de

historiadores y peritos a las de los científicos que en enero de 1981 procedieron al re-

conocimiento de los restos mortales del Santo, que dieron una media de 39 años y 9

meses, podemos concluir con alguna probabilidad que San Antonio nacería el 1191 ó

1192. Y se habría ordenado sacerdote a los 26, 27 ó 28 años de edad.

Por el año 1218 llegaron a Coímbra algunos frailes menores italianos, que se alojaron

en el eremitorio de San Antonio de los Olivos (u Olivares), por entonces suburbio de

aquella capital del reino. Pobres como eran, comenzaron a frecuentar la portería del

famoso monasterio de Santa Cruz a pedir limosna para su subsistencia. El letrado y

clérigo Fernando Martín establece contacto con ellos. Crece su interés por su vida sen-

cilla, alegre e itinerante, cuando tiene conocimiento del martirio de cinco frailes en Ma-

rrakech a manos del propio miramamolín Abu Yaqub. Según parece, estos protomártires

de la Orden Franciscana habían estado en Coímbra antes de pasar a Marruecos. En este

territorio del norte de África había una colonia portuguesa de cierta importancia, diri-

gida por el infante Don Pedro, hijo del segundo rey de Portugal, Don Sancho I, y her-

mano del tercer rey de Portugal, Don Alfonso II. Lo acompañaba, como capellán suyo,

el canónigo regular de Santa Cruz de Coímbra Juan Roberto. La reina doña Urraca les

había dado medios de subsistencia para el viaje hasta Marruecos y cartas de recomenda-

ción para el cuñado. Son también estos dos hombres, el príncipe y su capellán, quienes

hacen las diligencias para la recogida de los restos mortales de los Santos mártires, ha-

ciéndolos llegar a Coímbra, donde reposan todavía hoy.

La vocación franciscana de Fernando Martín, que había ido madurando en los colo-

quios más o menos prolongados con los frailes menores que se acercaban allí desde el

eremitorio para pedir limosna, se manifiesta más clara un cierto día en que los toma

aparte y les abre su corazón: “Tengo vivo deseo de cambiar esta capilla por vuestro sa-

yal. Pero antes tenéis que prometerme que me enviaréis a tierra de sarracenos”. Los

buenos frailes quedaron encantados con esta manifestación y luego concertaron el día de

la toma del nuevo hábito para dárselo a los dos días. No es la ciencia la que cambia los

corazones, sino la santidad y la simplicidad de vida. Dios se sirve de instrumentos mez-

quinos para revelar sus designios.

Nada más regresar los humildes frailes llenos de alegría al eremitorio, Fernando se va

a anunciar al prior del monasterio, entonces Don Juan César, su resolución de hacerse

fraile menor. La licencia fue arrancada con dificultad (vix precibus extorta). Pero lo que

interesaba era la licencia, sin la cual no le estaba permitido pasar a nueva Orden. De este

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modo, en la hora previamente convenida con los frailes de los Olivares, se presentan és-

tos en Santa Cruz para imponerle el hábito de su religión. En aquel momento deja el

nombre de bautismo para asumir el del patrono del eremitorio, Antonio.

En la despedida, uno de sus compañeros canónigos, tal vez antiguo amigo, en tono

medio irónico, le habría dicho: “¡Vete, que vas a ser un Santo!”. El nuevo fraile menor

le contesta con voz suave e idéntico tono medio irónico de amigo: “Cuando oigas ha-

blar de mi santidad, alaba a Dios” (Assidua, c. 5).

En aquel tiempo era más fácil que hoy hacer un fraile. Sólo con la bula Cum secun-

dum consilium sapientis, dada en Viterbo el 22 de septiembre de 1220, se hizo obliga-

torio el noviciado. Hasta entonces la toma de hábito correspondía a la profesión. Por

otra parte, la ceremonia debió ser lo más sencilla posible, a causa del entredicho que

había lanzado el arzobispo de Braga a todo el reino, impidiendo celebrar la liturgia y

cualquier otra función eclesiástica pública.

¿Quién admitió a San Antonio en la Orden? La Regla no bulada, aprobada por el

Capítulo de las Esteras en mayo de 1221, establece que al “Ministro” compete recibir

los candidatos (1 R 2). Pudo ser el “minister loci”, o sea, el superior del eremitorio de

los Olivares. Por el verano de 1220, cuando sucedieron estas cosas, dada la fluidez

jurídica entonces existente en el movimiento minorítico, la admisión a la Orden podría

haber sido efectuada simplemente por los frailes limosneros, en el supuesto que estu-

viera en vigor todavía la costumbre inicial, cuando “cada uno tenía potestad del biena-

venturado Francisco para recibir a los que quería”, como se lee en el Anónimo de Pe-

rusa y en la Leyenda de los Tres Compañeros. ¿No estaría por allí cerca fray Juan Pa-

rente de Carmignano (Florencia), Ministro Provincial de la Provincia Ibérica, para im-

poner el hábito a tan ilustre personaje? Es sostenible la hipótesis según la cual fray Juan

Parente habría acudido a Coímbra a recibir las reliquias de los mártires de Marruecos y

habría sido él en persona quien habría admitido en la Orden a Antonio. Mera hipótesis

de trabajo, sin ninguna confirmación de los historiadores de la época.

La respuesta de Antonio a la vocación franciscana tiene algo fuera de lo normal, es

algo singular. Le interesa, en un primer momento, menos el ideal de vida de los frailes

menores, que sólo conoce superficialmente, y más el martirio, que entrevé para breve.

Dando fe a las leyendas del Santo, él abandona los canónigos regulares y entra en la

Orden Franciscana con la condición de ser enviado inmediatamente a Marruecos, para

obtener allí la palma del martirio a semejanza de los cinco frailes muertos el 16 de enero

de 1220.

Los testimonios externos, ciertamente con su valor y en correspondencia a la versión

oficial, han de ser completados por los testimonios internos, que discurren en la obra

escrita legada por el Doctor Evangélico. Hay afirmaciones en ella que nos inducen a

otros motivos y no sólo al loable deseo de martirio apuntado por las leyendas. Fernando

cambia de nombre y quiere salir rápidamente de Coímbra. De esta forma quiere romper

con el pasado. No le seduce el ambiente de Coímbra, por lo menos el del monasterio.

Por lo que se deduce de lo escrito en el Opus Evangeliorum, todo es más transparente en

la sencillez columbina de los frailes menores, que se le antojan como guiados apenas

por la regla áurea del Evangelio. Escribe: “Entiéndanlo los religiosos de nuestro tiem-

po, que añaden cargas a la estructura de su religión con variedad innumerable de insti-

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tuciones, con los más diversos preceptos y, como los fariseos, se glorían en la aparien-

cia de pureza exterior. Dios, al primer hombre, constituido en tan alto grado, le dio un

solo y breve precepto: „No comerás del árbol de la ciencia del bien y del mal‟. Y a pe-

sar de ser tan sencillo, no lo cumplió. Pero a los hombres de nuestro tiempo, caídos en

la desgracia de tanta infelicidad y ya al final de los tiempos, o por ser más exactos, co-

locados entre el desecho, se imponen muchos y nuevos preceptos y largos reglamentos.

¿Crees que los observarán? Al contrario, se hacen transgresores. Oigan tales sujetos lo

que dice el Señor en el Apocalipsis: „No os impongo ninguna otra carga; sólo que man-

tengáis firmemente hasta mi vuelta lo que ya tenéis‟: el Evangelio” (Quinto Domingo

después de Pascua, n.13).

La vida de los frailes menores se guiaba por el Evangelio. La Regla definitiva, aproba-

da por Honorio III con bula de 29 de Noviembre de 1223, comienza así: “La Regla y

vida de los Frailes Menores es ésta: Guardar el Santo Evangelio de nuestro Señor Je-

sucristo”. A los 10 años de su aprobación oral por Inocencio III, el movimiento de

Francisco de Asís conserva una frescura y un ardor contagioso, que deja campo libre a

toda forma de creatividad, desde una pobreza liberadora y alegre.

Por el contrario, las viejas instituciones se van cargando de reglamentos en el vano in-

tento de reprimir este o aquel pequeño pecado. En un determinado momento parece que

nos van a pedir cuenta hasta del aire que respiramos. Pero el hombre responde a las

amenazas con la huida, con las reservas de conciencia. El fariseo imponía a los otros

cargas pesadas, imposibles de cumplir, pero él no las tocaba ni siquiera con el dedo: se

contentaba con conocerlas.

Al cotejar la historia del monasterio de Santa Cruz en el primer cuarto del siglo XIII,

nos vienen motivos sobrantes para que el celoso canónigo regular Fernando Martín

quisiera abandonar aquel medio. Francisco da Gama Caeiro cita varios autores y pasajes

de los sermones antonianos, para concluir: “San Antonio nos ha transmitido en sus ser-

mones, con la mayor viveza, repetidos testimonios acerca del incumplimiento de las re-

glas, cuando acusó a casi todos los religiosos de corrupción, soberbia, gula, lujuria, hi-

pocresía, de dar los bienes de los monasterios a los parientes y a otras personas que no

quiso individualizar (et aliis personis de quibus non est dicendum per singula), aca-

bando por citar expresamente a los monjes benedictinos y a los canónigos regulares,

hablando también de los abades y priores que, lejos de reprimirlas, practicaban las

mismas faltas”.

Puede suponerse que el predicador apenas consideraba la corrección de las faltas de

los religiosos de un modo general; pero también es cierto que no le era posible juzgar

desde el púlpito a sus hermanos en religión y que desde él debía condenar sólo los vi-

cios y resaltar las virtudes, señalando el castigo por aquéllos y el premio por éstas, para

cumplir de este modo el mandato de su Patriarca franciscano. Ésta puede ser la explica-

ción por la que no individualiza a los que no cumplen la Regla. Sin embargo, si nos

fijamos bien en el ardor y el detalle impresionantes con que apuntó las irregularidades

de los religiosos, incluidos sus antiguos colegas agustinianos, y en la forma en que se

excusó de dar señales más pormenorizadas, que ciertamente conocía, difícilmente pode-

mos excluir la idea de que estaba recordando hechos que conocía muy de cerca y que en

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gran medida debían haber contribuido a su desilusión y consiguiente paso a los francis-

canos.

Eran graves las irregularidades que avanzaban por entonces en el monasterio de Santa

Cruz de Coímbra, comenzando por el comportamiento escandaloso de su prior, Don

Juan César, denunciado en la bula pontificia del 13 de noviembre de 1221.

Por otro lado, se concedía más valor a cualquier reglamento humano que a la letra del

Evangelio, como apostrofa en el sermón del II domingo de Cuaresma, n. 4: “Si algún

obispo o prelado de la Iglesia procede contra una decretal de Alejandro o de Inocencio

o de otro Papa, inmediatamente es acusado, una vez acusado, se le cita, una vez citado,

se le prueba su delito, una vez convicto, es depuesto. Pero si comete algún pecado mor-

tal contra el Evangelio de Jesucristo, que es lo principal que está obligado a guardar,

no hay nadie que lo acuse... Por eso, el mismo Jesucristo dice de todos éstos, tanto reli-

giosos como clérigos, (...) en San Lucas: „¡Ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diez-

mo de la menta y del eneldo y de la ruda y de todas las legumbres, y descuidáis la jus-

ticia y el amor de Dios...!‟”.

Fray Antonio de Lisboa abandona Coímbra por otoño de 1220, rumbo a Marruecos,

ciertamente con cartas de recomendación de la Corte para el príncipe Don Pedro, her-

mano más joven del monarca portugués. Lo acompañaba fray Felipe de Castilla, como

consta por la tradición del siglo XVI, o más probablemente fray León de Lisboa, mártir

de la fe en Marruecos por el 1227 ó 1232, según hipótesis reciente de Fernando Félix

Lópes.

Mientras fray Berardo, el primero de los cinco mártires franciscanos de Marruecos,

utilizó la lengua árabe para predicar a los sarracenos, fray Antonio, como todo da a en-

tender, se sirvió de intérprete para dirigirse al público local. Un intelectual, un teólogo,

tal como aparece en el Opus Evangeliorum, parece haber dejado indiferentes a los “in-

fieles” musulmanes, por lo que se desprende de las breves líneas que las diversas leyen-

das dedican a su experiencia misionera ad gentes. Leemos en el capítulo 6 de la pri-

mera, la Assidua, la más cercana a la realidad de los hechos, redactada para la cano-

nización: “Obtenida licencia, partió en seguida para la tierra de los sarracenos. Pero

el Altísimo, que conoce los corazones de los hombres, se opuso a sus proyectos, e hi-

riéndolo con grave enfermedad, lo mortificó durante todo el invierno. Viendo que no

podía cumplir nada de cuanto se había propuesto, se vio obligado a regresar al suelo

patrio para al menos recuperar la salud corporal. Sin embargo, cuando la nave se dis-

ponía a atracar en España, el ímpetu de los vientos la arrastró a tierras de Sicilia”, que

la tradición más seguida fijó en Taormina. No lejos de allí, en Mesina, existía un ere-

mitorio de frailes menores, donde Antonio convaleció, para acudir en mayo de 1221 a

Asís. El Capítulo General llamado de las Esteras, reunió unos 3.000 frailes, que tuvie-

ron que recurrir a improvisados albergues. De ahí el nombre de Capítulo de las Esteras.

El fraile lusitano recibe en Asís, como por casualidad, su mayor baño de franciscanis-

mo. Había oído hablar de Francisco, había sabido de la gesta de los protomártires de la

Orden, había tenido contactos con frailes en su vivir cotidiano en Coímbra y en Mesina;

ahora el panorama de Asís es más complejo, más enriquecedor. Comprende ahora lo

que es un auténtico fraile menor. Tiene allí el modelo más acabado en la figura sin par

de Francisco.

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Tales experiencias fueron como su postulantado. Fray Graciano, el provincial de

Romagna-Emilia, al recibirlo en su provincia para celebrar la Misa a media docena de

frailes legos del eremitorio de Monte Paolo, por altos designios de Dios le ofrece la

oportunidad de “aprender allí los rudimentos de la formación espiritual” (Assidua, c.

7), o sea, de realizar allí un noviciado, no canónico, de algo más de un año: de junio de

1221 al 24 de septiembre de 1222 (con gran probabilidad), cuando se reveló en las or-

denaciones de Forlí, a unos 8 kilómetros de Monte Paolo, efectuadas en las témporas de

septiembre, cuando los frailes se dirigían al Capítulo Provincial, celebrado entonces por

la fiesta de San Miguel (29 de Septiembre). Si aceptamos la descripción que hace la

Assidua, la vida de eremita y de anacoreta transcurrida en Monte Paolo no le fue nada

fácil. A una gran mortificación corporal unía profundísima contemplación.

El retiro de Monte Paolo completó la experiencia de fraile menor de Antonio. Por sen-

das torcidas, el Señor muestra a Antonio lo que pretende de él. Su respuesta es gene-

rosa. El sueño de martirio y de misionero ad gentes desemboca en una realidad algo

diferente: Antonio se transforma en el más famoso abanderado del Evangelio en tierras

del norte de Italia y del sur de Francia por espacio de nueve años, al tiempo que enseña

teología, por voluntad expresa del fundador, en Bolonia, Montpellier, Toulouse y, pro-

bablemente, también en Padua, escribe una obra que lo eleva a la rara galería de los

Doctores de la Iglesia, funda el convento de Brive, todavía hoy templo de peregrinación,

y ejerce las funciones de Guardián en Puy-en-Valay, de Custodio de Limoges, y de

Ministro Provincial en Romagna-Emilia. Un hombre de enormes capacidades, un fenó-

meno que se proyecta a través de los siglos hasta nuestros días.

La respuesta de Antonio de Lisboa a su vocación franciscana, si bien parece haber pa-

sado un tanto desatendida en su comienzo, no hay duda que fue generosa y abierta en lo

que juzgaba que eran los designios de Dios al respecto. Ésta se consolidó en la magna

asamblea de Asís durante el Capítulo de las Esteras en mayo de 1221, maduró plena-

mente en el eremitorio de Monte Paolo y se manifestó con todo su vigor sobre todo en

los cargos ejercidos en la Orden y también en los Sermones Dominicales (en los que se

incluyen cuatro Sermones Marianos), llamados por el autor Opus Evangeliorum, que re-

dactó a petición de sus hermanos en religión, y en los Sermones Festivos, que dejó in-

completos al sobrevenirle entretanto la muerte, redactados a petición del cardenal Ri-

naldo, obispo de Ostia.

Para concluir, será de interés ofrecer una ligera ojeada por la obra escrita del Doctor

Evangélico. Si nunca cita en ella explícitamente a los Frailes Menores ni a San Fran-

cisco de Asís, no cabe duda que a ellos se refiere en el Prólogo General, cuando afirma

que escribe “obligado por los ruegos y la caridad de los hermanos”, y en el Epílogo, al

dirigirse a los “hermanos carísimos” y al utilizar la primera persona: “Yo, el menor de

todos vosotros, vuestro hermano y siervo (...), compuse, como supe, esta obra de los

Evangelios dentro del esquema del año litúrgico (...). Y todo lo que en este volumen

fuere hallado digno de enmienda y de corrección, lo dejo a la lima de la discreción de

los sabios de la Orden para ponerlo claro y corregirlo”.

Cuando habla de simplicidad y mansedumbre columbinas (IV domingo de Pascua n.

16; XIX domingo de Pentecostés, nn. 1 y 12), San Antonio puede tener en la mente

el ordo columbinus, con que se designaba a la Orden de Frailes Menores en los tiempos

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primitivos por motivo del color de ceniza de su hábito; al referirse a la Congregatio

poenitentium (III domingo de Pentecostés, n. 4 et passim), nos sugiere a los “Penitentes

de Asís”; y al citar populus poenitentium (IX domingo de Pentecostés, n. 15), tal vez

quiera sugerir la Orden Franciscana Seglar.

Si no podemos afirmar apodícticamente dependencias literarias entre San Francisco y

San Antonio, hay no obstante un vocabulario común y unas posiciones doctrinales de

uno y otro que al menos no dejan de sorprendernos. En la Admonición 19 de San Fran-

cisco leemos: “Cuanto vale el hombre delante de Dios, tanto vale en sí y no más”. San

Antonio trae este pensamiento al pie de la letra en el penúltimo sermón que nos legó, el

de la Natividad de San Juan Bautista, n. 4, redactado muy poco antes de su muerte. San

Buenaventura, en la Leyenda Mayor (LM 6,1), atribuye el pensamiento al padre San

Francisco; lo mismo hace el Autor de la Imitación de Cristo (III, 50, 8). San Antonio ni

cita a San Francisco ni es citado por estas dos autoridades.

En la Regla no bulada, de 1221, capítulo XX, y en la obra de San Antonio, I domingo

de Cuaresma, n. 6, se recomienda la confesión a laicos en la falta de sacerdote, mientras

que en las Sentencias de Pedro Lombardo es obligatoria.

Los dos primeros Santos de la Orden Seráfica, Francisco y Antonio, están de acuerdo

en la definición de Dios: Todo bien, sumo bien, total bien...

Francisco de Asís es por antonomasia el Poverello, a pesar de que había nacido en

cuna de oro. Antonio de Lisboa, otro hijo de burgués adinerado, denuncia los excesos de

la riqueza, proponiendo como remedio la pobreza evangélica, la simplicidad, la mino-

ridad, la humildad, la penitencia, la libertad, lo que redunda todo en felicidad y alegría.

Escribe: “Grandes riquezas son la pobreza alegre y que cada uno se contente con lo

que tiene” (XVI domingo de Pentecostés, n. 5).

Cualquier buen fraile menor se sentirá bien definido en esta afirmación del Doctor

Evangélico: “Los hijos de Israel (...) significan los penitentes y pobres de espíritu, ilu-

minados por el esplendor de la humildad” (I domingo de la Octava de Navidad, n. 4).

Unas líneas más adelante da el dulce nombre de madre a la penitencia, de hermana a la

pobreza, y de hermano al espíritu de humildad. ¡Soror Paupertas!

La vocación franciscana de Antonio se transparenta en numerosos pasajes de los Ser-

mones, ya realzando virtudes tan queridas al fundador de la Orden de los Menores,

como llevando a la cima las grandes líneas de la teología inspirada por la vida y la ac-

ción del autor del primer pesebre en Greccio y del llagado del Alverna, y por quien

dedicó su Orden a la Madre de Dios en Santa María de los Ángeles. El cristocentrismo,

basado sobre todo en Dios Niño y en la Pasión, y las prerrogativas de la Virgen María,

que desembocarán en los dogmas de la Inmaculada Concepción en 1854 y de la Asun-

ción en 1950, constituyen otros tantos pilares de la doctrina expuesta por el Doctor

Evangélico. Si su pensamiento teológico-moral es agustiniano, no obstante su verdadero

y único padre espiritual es Francisco de Asís. “Se puede afirmar tranquilamente que

Antonio fue el primero en transferir al plano de la investigación teológica y, por consi-

guiente, en intelectualizar el altísimo ideal tan visible y luminosamente encarnado en

Francisco” (L. Frasson).

Dios es quien dirige la historia dentro de los condicionantes de la libertad humana. La

humanidad se enriquece cuando topa de frente con alguien que se deja seducir por Dios,

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como el profeta Jeremías (Jr 20, 7), o alcanzar por Cristo (Fil 4, 12), como el apóstol

San Pablo.

También Antonio de Lisboa prueba ser un hombre dócil a las inspiraciones de la

gracia. No se queda en la casa paterna, al escuchar la llamada del Señor a vuelos más al-

tos... y se refugia en San Vicente de Fora. Advirtiendo allí que la cercanía le impide

concretar plenamente el sueño de vida perfecta, entiende que es Dios quien lo manda

para más lejos... y cambia Lisboa por Coímbra. Inquietudes profundas se le manifiestan

cuando fortuitos contactos con los frailes menores lo llevan a la conclusión de que los

canónigos regulares no son su camino... y se va para la misión de Marruecos. El fracaso

y la enfermedad le demuestran que el Señor no lo quiere en la misión ad gentes... y de

regreso a la patria una tempestad lo conduce a Italia. En el Capítulo General de Asís de

1221 comprende y acepta su vocación de fraile menor, pero la providencia lo coloca en

Monte Paolo, donde madura en ella durante un noviciado de más de un año. La revela-

ción de Forlí, en las témporas de septiembre de 1222, le ofrece la dimensión plena de su

vocación dentro de la Orden de Frailes Menores: Ser un enamorado de Dios, de Jesu-

cristo y de su Madre María Santísima, y transmitir ese enamoramiento al pueblo ham-

briento del pan de la palabra evangélica. Sabio y Santo, Antonio distribuye generosa-

mente las riquezas con que la naturaleza y la gracia le habían dotado para bien de sus

hermanos los hombres, a los cuales, por los medios más diversos, les revela el destino

eterno y la manera para poder llegar a él.

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EPÍLOGO IV

SANTA ISABEL DE HUNGRÍA

He aquí el texto del Litúrgico Oficio de Lectura en la fiesta (memoria obligatoria) de

Santa Isabel de Hungría, el 17 de noviembre:

Isabel reconoció y amó a Cristo en la persona de los pobres

De una carta, en 1232, escrita al Papa por Conrado de Marburgo, director espiritual

de Santa Isabel de Hungría.

Pronto Isabel comenzó a destacar por sus virtudes, y, así como durante toda su vida

había sido consuelo de los pobres, comenzó luego a ser plenamente remedio de los ham-

brientos. Mandó construir un hospital cerca de uno de sus castillos y acogió en él gran

cantidad de enfermos e inválidos; a todos los que allí acudían en demanda de limosna

les otorgaba ampliamente el beneficio de su caridad, y no sólo allí, sino también en to-

dos los lugares sujetos a la jurisdicción de su marido, llegando a agotar de tal modo to-

das las rentas provenientes de los cuatro principados de éste, que se vio obligada final-

mente a vender en favor de los pobres todas las joyas y vestidos lujosos.

Tenía la costumbre de visitar personalmente a todos sus enfermos, dos veces al día,

por la mañana y por la tarde, curando también personalmente a los más repugnantes, a

los cuales daba de comer, les hacía la cama, los cargaba sobre sí y ejercía con ellos mu-

chos otros deberes de humanidad; y su esposo, de grata memoria, no veía con malos

ojos todas estas cosas. Finalmente, al morir su esposo, ella, aspirando a la máxima per-

fección, me pidió con lágrimas abundantes que le permitiese ir a mendigar de puerta en

puerta.

En el mismo día del Viernes Santo, mientras estaban denudados los altares, puestas

las manos sobre el altar de una capilla de su ciudad, en la que había establecido frailes

menores, estando presentes algunas personas, renunció a su propia voluntad, a todas las

pompas del mundo y a todas las cosas que el Salvador, en el Evangelio, aconsejó

abandonar. Después de esto, viendo que podía ser absorbida por la agitación del mundo

y por la gloria mundana de aquel territorio en el que, en vida de su marido, había vivido

rodeada de boato, me siguió hasta Marburgo, aun en contra de mi voluntad: allí, en la

ciudad, hizo edificar un hospital, en el que dio acogida a enfermos e inválidos, sentando

a su mesa a los más míseros y despreciados.

Afirmo ante Dios que raramente he visto una mujer que a una actividad tan intensa

juntara una vida tan contemplativa, ya que algunos religiosos y religiosas vieron más de

una vez cómo, al volver de la intimidad de la oración, su rostro resplandecía de un modo

admirable y de sus ojos salían como unos rayos de sol.

Antes de su muerte, la oí en confesión, y, al preguntarle cómo había de disponer de

sus bienes y de su ajuar, respondió que hacía ya mucho tiempo que pertenecía a los

pobres todo lo que figuraba como suyo, y me pidió que se lo repartiera todo, a excep-

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ción de la pobre túnica que vestía y con la que quería ser sepultada. Recibió luego el

Cuerpo del Señor y después estuvo hablando, hasta la tarde, de las cosas buenas que ha-

bía oído en la predicación: finalmente, habiendo encomendado a Dios con gran devo-

ción a todos los que la asistían, expiró como quien se duerme plácidamente.

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ÍNDICE

A modo de prólogo

La milagrosa Cruz de Caravaca ……………………………………………. pág. 3

Adelantamiento de Cazorla (reino de Castilla)

Señorío eclesiástico de Toledo en la frontera de Andalucía y batalla de Jerez pág. 10

Sabugal (frontera entre los reinos de Portugal y León)

La firma de un tratado ……………………………………………………… pág. 14

Osma (reino de Castilla)

Juan de Soria, canciller real, nombrado obispo de Osma …………………. pág. 15

Cheles

Reconquista de templarios por el Guadiana hacia el suroeste peninsular …. pág. 16

Reino de Navarra

Acuerdo de Tudela …………………………………………………………. pág. 17

Diócesis de Cuenca (reino de Castilla)

Sentencia o resolución sobre jurisdicción eclesiástica …………………….. pág. 18

Reino de Aragón

Lo sucedido en las Baleares durante este año y la expectativa de reconquistar

Valencia ……………………………………………………………………... pág. 20

Balaguer (condado de Urgel)

Óbito de la condesa Aurembiaix …………………………………………… pág. 23

Besanzón (condado de Borgoña)

Óbito de Beatriz de Borgoña ………………………………………………. pág. 27

Bagdad (califato abasí)

Murió Abd al-Latif al-Baghdadi …………………………………………… pág. 28

Reims (reino de Francia)

Murió un excelente arquitecto ……………………………………………... pág. 31

Hospital de la Herrada (reino de Castilla)

Murió Don Gonzalo Rodríguez Girón ……………………………………... pág. 33

Roma

El Papa Gregorio IX instituye formalmente el Tribunal de la Inquisición … pág. 34

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Padua (Italia)

Muerte y exequias del célebre predicador franciscano Antonio de Padua ... pág. 39

Imperio Jorezmita o de Corasmia

Murió asesinado Jalal ad-Din Mingburnu …………………………………. pág. 53

Marburgo (Alemania)

Murió Isabel de Hungría …………………………………………………… pág. 55

Abadía de Scheyern (Alemania)

Asesinado el duque Luis I de Baviera …………………………………….. pág. 58

Toulouse (Languedoc)

Óbito de Fulco, poeta, trovador y obispo católico ………………………… pág. 60

Epílogo I

El Fuero del Baylío ………………………………………………………… pág. 62

Epílogo II

La Inquisición Medieval …………………………………………………… pág. 71

Epílogo III

Sobre San Antonio de Padua ………………………………………………. pág. 94

Epílogo IV

Santa Isabel de Hungría …………………………………………………. pág. 135

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