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Georges Gusdorf LA CONCIENCIA EN EL SIGLO DE LAS LUCES Editorial Verbo Divino

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Page 1: Gusdorf, Georges - La Conciencia Cristiana en El Siglo de Las Luces

Georges Gusdorf

LA CONCIENCIA

EN EL SIGLO DE LAS LUCES

Editorial Verbo Divino

Page 2: Gusdorf, Georges - La Conciencia Cristiana en El Siglo de Las Luces

GEORGES GUSDORF

La conciencia cristiana

en el siglo

de las luces

EDITORIAL VERBO DIVINO Avda. de Pamplona, 41

ESTELLA (Navarra) 1977

Page 3: Gusdorf, Georges - La Conciencia Cristiana en El Siglo de Las Luces

Tradujo: Alfonso Ortiz García . Título original: Dieu, la nature, l'homme au siécle des lumiéres . © Payot - © Editorial Verbo Divino, 1976 . Es propiedad . Printed in Spain . Talleres gráficos: Editorial Verbo Divino, Avda. de Pamplona, 41 . Estella (Navarra) . Depósito Legal: NA.: 211-1977 ISBN 84 7151 113 4

CONTENIDO

Prólogo a la edición española 9

1. Ambigüedades de una descristianización 15

2. El nuevo espíritu religioso 45

3. La internacional deísta. El pietismo europeo 73

4. La internacional deísta 115

1. La inversión de las relaciones entre la filosofía y la teología 115

2. La demistificación del cristianismo: crítica del entu­siasmo 136

3. La desmitologización 154 4. El deísmo y la teología racional 168

5. La aparición de las ciencias religiosas 199

1. De la revolución de Galileo a las ciencias religiosas 199 2. Religiones y religión 221 3. De la mitología comparada a la historia de las reli­

giones 237 4. La hermenéutica cristiana 271 5. Conclusión 332

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PROLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Según una interpretación generalmente admitida, al menos entre los historiadores franceses, el siglo xvm habría sido el si­glo del ocaso de la providencia. La incredulidad y el ateísmo, que culminarían en la impiedad triunfante de la revolución fran­cesa, serían las señales precursoras del fenómeno moderno de la muerte de Dios.

Pero se trata de una visión parcial —en el doble sentido de la palabra—, contraria a una sana apreciación histórica. Los sabios se han dejado influir por ciertas opciones ideológicas; han escogido, entre la masa de datos, los que correspondían a sus deseos. La historiografía, bajo las apariencias del rigor y de la honradez, es con frecuencia fruto de la apologética o de la polémica.

La reputación del siglo de las luces intelectualista, crítico, irreligioso y «pre-revolucionario», quedó establecida a partir de 1815, por obra de los adversarios de un sistema de pensamiento al que hacían responsable de los excesos y catástrofes del pe­ríodo 1789-1815. Los vencedores de la restauración escribieron a su modo la historia de un siglo culpable a sus ojos de las desdichas de Europa. La revolución francesa les parecía como la culminación de un complot satánico elaborado por los impíos

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del siglo xvin. El inglés Burke y el saboyano Joseph de Maistre fueron de los primeros en afirmar esta teoría, que repetirían otros muchos, entre ellos el joven Lamennais en la requisitoria del Essai sur l'indifférence en matiére de religión contra el «pro­digioso desvarío de la conciencia contemporánea».

Frente a esta ofensiva de los reaccionarios triunfantes, los vencedores, ufanándose de aquello mismo que les reprochaban, aceptaron esta imagen de un pasado reciente, garantía de sus esperanzas. Contra los jesuítas, contra los oscurantistas de toda índole, reanudaron el combate de Voltaire, de Helvetius, de Holbach, de los grandes antepasados revolucionarios, fraternal­mente confundidos en un cliché estilizado.

Estas disputas alimentan el combate político durante los si­glos xix y xx en terreno francés. Por eso, la historiografía de las luces en Francia resulta ser patrimonio de los liberales, de los progresistas de toda especie, y actualmente de los marxistas. El combate republicano, laico, masónico, se despliega en los es­tudios consagrados al siglo xvm desde hace ciento cincuenta años. Las raras excepciones no hacen más que confirmar la regla.

Este esquema, inspirado por el racionalismo inconsciente de los escritores franceses, ofrece una idea inexacta de la situación cultural en el terreno occidental. Francia no es Europa, ni el catolicismo francés es el cristianismo en su conjunto. La crisis francesa de la ilustración se sitúa en la esfera de influencia de la iglesia romana; Inglaterra y una gran parte de Alemania se sitúan en el espacio de la reforma, en donde el cuestionamiento del cristianismo tradicional no presenta ni mucho menos el ca­rácter inexplicable que se observa en ciertos teóricos de Francia. Locke y Newton, maestros del pensamiento del siglo xvm ilus­trado, son creyentes perfectamente convencidos; el propio Kant, considerado a veces injustamente como anticristiano, es un cris­tiano liberal.

Otra confusión frecuente consiste en considerar el anticleri­calismo, la crítica de las estructuras eclesiásticas, como un signo de ateísmo. Pues bien, el cuestionamiento de ciertas tradiciones, de ciertos abusos y usurpaciones de las autoridades religiosas,

Prólogo a la edición española 11

no puede considerarse como una marca de ateísmo. Es verdad que el ateísmo va acompañado generalmente de anticlericalismo; pero no siempre ocurre lo inverso. El mejor ejemplo sería aquí el de la supresión de la Compañía de Jesús, considerada de ordi­nario como uno de los grandes combates y triunfos de las luces. Se olvida que esta supresión fue realizada por los soberanos católicos y ratificada finalmente por la Santa Sede, lo cual obli­ga a reconocer que no se trata de ateísmo en este asunto capital. El caso personal de Voltaire es igualmente significativo; los par­tidarios y los adversarios del cristianismo se han puesto muchas veces de acuerdo para ver en él al campeón de la irreligión. Pues bien, este anticlerical decidido, este enemigo apasionado de los jesuítas, es un admirador de los cuákeros anglosajones, cristianos evangélicos de estricta observancia. La actitud de Voltaire frente a la religión no es negativa; se pueden vislumbrar en él los ras­gos de un cristianismo muy liberal, cercano al deísmo; habría encontrado, sin duda, sitio en la iglesia de Inglaterra que, en su prudencia, practicaba una amplia apertura teológica y filosó­fica.

La religión de los ilustrados, en el siglo xvm, podría caracte­rizarse como una especie de protestantismo liberal, abierto al racionalismo crítico, cuya teoría se esforzaban en elaborar los neólogos luteranos en Alemania. No se trata ni mucho menos de una contestación radical de la religión, sino más bien de un neocristianismo, deseoso de integrar las nuevas certidumbres del conocimiento científico y filosófico. Al condenar a Galileo en 1633, la iglesia católica había puesto a la ciencia fuera de la ley religiosa. Pero este éxito de la contrarreforma tendría conse­cuencias tremendas. Los que habían condenado a Galileo se vieron a su vez condenados por la historia sucesiva de la ciencia. El protestante Newton no estaba bajo la competencia del Santo Oficio; su obra genial, canonizada por la razón de los ilustrados, imponía un nuevo curso al pensamiento científico y filosófico.

La sentencia de 1633 recaía sobre un católico convencido, acusado de herejía; proclamaba que las adquisiciones de la in­vestigación científica no son compatibles con la revelación bíblica. Galileo objetó inútilmente en su defensa de que la biblia no es un tratado de física o de matemática, y que su autoridad se

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limita al terreno espiritual. Sus jueces, asustados de las posibles consecuencias de un choque de la razón con la revelación, eli­gieron rechazar pura y simplemente todo cuestíonamiento de la verdad tradicional. Solución fácil, porque al rechazar la revolu­ción de Galileo, la iglesia católica no hacía más que retroceder para saltar luego mejor. El aggiornamento se realizará con un retraso de cuatro siglos en el Concilio Vaticano II. Este largo retraso es una de las razones más importantes de la crisis de la conciencia europea en el siglo xvin. Los espíritus ilustrados no aceptan la condenación de las nuevas evidencias; la emprenden contra las autoridades eclesiásticas, a las que acusan de oscu­rantismo, y se comprende que esta reacción resultase especial­mente violenta en la esfera de influencia romana, en donde se perpetúa con frecuencia un catolicismo barroco, hostil a la re­novación de los valores.

En Inglaterra, en Alemania y en los países protestantes se afirma, por el contrario, un nuevo espíritu religioso, preocupado por realizar un compromiso entre la ciencia moderna y el cris­tianismo tradicional. En esta perspectiva, que podría llamarse galileana, se va abriendo paso la idea de que se puede admitir un desdoblamiento de la revelación: el Dios de la revelación bí­blica es al mismo tiempo el creador del orden del mundo que descifran los sabios. La revelación natural de la razón y de la ciencia no debe considerarse como incompatible con la revelación sobrenatural de las escrituras sagradas. Esta nueva alianza define la orientación dominante del pensamiento de las luces, fuera de toda referencia al ateísmo o a la incredulidad. Todo lo contra­rio, el conocimiento científico ofrece los elementos de una nueva apologética, la fisioteología, nueva versión racionalizada del cán­tico de las criaturas, que encuentra en el orden de las cosas y en la estructura de los seres de la naturaleza un motivo de edi­ficación incensantemente renovado.

Dicho esto, es cierto que hubo en el siglo xvm cierto nú­mero de ateos, declarados o enmascarados; pero siempre los hubo, incluso en los grandes siglos de cristiandad. Unas cuantas excepciones no permiten definir una regla. El pensamiento de las luces, incluso en sus osadías, sigue siendo de obediencia cris­tiana.

Prólogo a la edición española 13

Este análisis es, por otra parte, insuficiente y puede ser ilu­sorio. La cultura de las luces no concierne más que a una parte muy restringida de la población europea. El noventa por ciento de los franceses son campesinos y esta cifra puede ser todavía más elevada en otros países de Europa. La intelligentsia se reclu­ta entre las gentes de la ciudad; y está muy lejos de abarcar a la totalidad de los ciudadanos. Por consiguiente, el nuevo espí­ritu religioso no concierne más que a un número muy pequeño de individuos, de los que puede hacerse una idea pensando en la cifra de alumnos que frecuentan los colegios, que no pasan del tres por ciento en los países más avanzados. Las masas ru­rales siguen siendo fieles a la religión tradicional. En España y otros lugares, los campesinos, guiados por sus sacerdotes, harán fracasar todos los intentos de una élite por hacer prevalecer en el reino un espíritu nuevo. Estadísticamente, el cambio religioso no es más que un fenómeno de superficie; los pueblos de Euro­pa siguen viviendo en un régimen de cristiandad.

En la situación espiritual del siglo xvm, otro de los hechos importantes es la aparición de un movimiento de resistencia con­tra el triunfo del intelectualismo patrocinado por la ciencia de Galileo y de Newton. Los espíritus ilustrados chocan con la ob­jeción de conciencia de las almas sensibles, cuyas evidencias y certezas se arraigan, no en las demostraciones físico-matemáticas, sino en las razones del corazón, extrañas a la razón propiamente dicha según la palabra de Pascal. A las luces del espacio de fuera se oponen las iluminaciones del espacio de dentro. Existe, frente a la Europa de las luces, una Europa pascaliana. El Dios sensible al corazón es el Dios de Fénelon y de madame Guyon, el Dios de Zinzendorf y de Wesley, de otros muchos creyentes oscuros, que buscan una fe silenciosamente viva en la amistad con Dios. El pietismo protestante y el quietismo católico emprenden por caminos paralelos la aventura espiritual del amor divino. Los historiadores de las luces han hecho mal en dejar de lado este segundo camino del siglo; porque en el debate entre los espíritus ilustrados y las almas sensibles, son éstas últimas las que pre­valecerán cuando la ola romántica sumerja al pensamiento euro­peo. La revolución galileana choca con otra revolución no-gali-leana, fenómeno de compensación y explosión de lo reprimido.

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Las luces y el corazón parecen señalar los dos polos del espa­cio mental de un siglo xvm, considerado no ya en una óptica partidista, sino en la plenitud de su afirmación. Esta oposición polar obliga a una lectura por partida doble de un tiempo que no se sitúa exclusivamente ni en una parte ni en otra. El ensayo que presentamos al lector se propone introducirle en una nueva comprensión de una época muy rica en su diversidad. Quizá puedan encontrarse aquí algunos elementos para una reflexión sobre la historia contemporánea del cristianismo.

G. GUSDORF

Ambigüedades de una

descristía n ización

Desde la época constantiniana, las sociedades de occidente ha­bían vivido dentro de unos cuadros mentales inspirados en una axiomática cristiana. La dislocación de la Romanía en tiempos de la reforma, si por una parte había roto la unidad dentro de la obediencia, había reforzado por otra parte las motivaciones religiosas en las provincias desmembradas de la cristiandad tra­dicional, divididas entre sí y opuestas unas a otras en aquellas sangrientas contradicciones de las guerras de religión. En el si­glo xvm a nadie se le hubiera ya ocurrido que la religión pu­diera dar origen a una guerra; los espíritus ilustrados no soña­ban más que con la paz religiosa, adquirida incluso a costa de una disolución de la fidelidad cristiana. El hecho de que antaño se hubieran matado alegremente entre sí por la mayor gloria de Dios y del evangelio, lejos de haber sido un honor para ese Dios, la verdad es que acabó separando de él a los hombres de buena voluntad, orgullosos de su cosmopolitismo fraternal.

Ya antes del siglo de las luces había habido objetores de conciencia frente al cristianismo reinante, algunos de los cuales ni siquiera retrocedieron ante las negaciones radicales. Pero el ateo del siglo xvn no es más que la excepción que confirma la regla, así como el punto de aplicación de una apologética con-

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denada a luchar en el vacío contra un adversario que siempre aca­ba vencido. El interlocutor de Pascal es un hombre encubierto; por otro lado, Pascal denuncia, como buen jansenista, la increencia de esos cristianos sin convertir que pueblan las iglesias, con la misma energía con que combate al ateísmo en el sentido propio de la palabra, absolutamente incapaz —y con razón— de poner de manifiesto su negación radical. La profesión de ateísmo con­vierte a su autor en un fuera-de-ley en lo divino y en lo huma­no, excluido por el sabio y tolerante Locke de todo pacto social.

Las cosas parecen ser distintas en el aspecto mental del si­glo xvill. En octubre de 1765, Hume fue invitado a la mesa del barón de Holbach; como se le hubiera ocurrido declarar que no se había encontrado nunca con ningún ateo, su anfitrión le res­pondió que por lo menos quince de los dieciocho comensales presentes eran ateos.1 Esta anécdota, significativa de la diferen­cia de clima espiritual entre las dos orillas del canal de la Man­cha, demuestra que el ateísmo y la incredulidad en sus diferen­tes formas podían en adelante afirmarse en Francia, si no con absoluta libertad, sí al menos con algunas precauciones elemen­tales. El caballero de la Barre fue ejecutado en 1766, no ya por ateísmo, sino como consecuencia de un escándalo público en el que intervenían ciertas acusaciones de sacrilegio y blasfemia.

En aquella Francia totalmente católica, en donde la iglesia ro­mana gozaba de un estatuto de unanimidad teórica y de privile­gios exorbitantes, el cristianismo parecía estar afectado de una consunción interna: «Ante el fulminante progreso de la propa­ganda filosófica, cambia el tono de los apologistas —escribe un historiador—; tras la confianza altiva de los primeros viene ha­cia el 1730 la inquietud y la indignación, y hacia el 1750 la amargura. En el último tercio de siglo, las blasfemias ya no preo­cupan y se presenta el cansancio de las tardes de derrota; toda­vía se lucha por el deber, por el honor, pero sin ilusiones».2 Y también en Inglaterra, Leslie Stephen subraya los signos de lo

' DIDEROT, Lettres á Sophie Volland, 6 octubre 1765; ed. Babe-lon, N.R.F. 21938, II, 77.

2 A. MONOD, De Pascal a Chateaubriand. Les défenseurs trancáis du chrístianisme de 1670 a 1802. Alean 1916, 9.

Ambigüedades de una descristianización 17

que él llama «una eutanasia natural de la teología»,3 que parece dormirse dulcemente en una muerte tranquila.

Esta degradación de la energía teológica se presenta como un fenómeno europeo, sin distinción de denominaciones confe­sionales. Los problemas del deísmo habían apasionado, en un sentido o en otro, a los mejores espíritus de Inglaterra; la disputa se había ido acallando poco a poco; en 1750, podemos decir que la polémica se ha extinguido por falta de combatien­tes, en medio de un letargo general: «¡Era el final de un siglo de literatura apologética! Había ido declinando paulatinamente aquella disposición a justificar el cristianismo poniendo de re­lieve su excelencia espiritual...».4 Esta falta de interés no afecta solamente a los defensores de la fe, sino incluso a quienes la critican, cuyas obras van cayendo en el olvido. En 1790 observa Burke: «De entre los nacidos en los últimos cuarenta años, ¿quién ha leído una sola palabra de Collins, de Toland, de Tin-dal, de Chubb y de Morgan, y de toda aquella ralea que se da­ban el nombre de librepensadores (freethinkers)? ¿Quién lee actualmente a Bolingbroke? ¿Quién lo ha leído alguna vez por entero?».5 En Francia, por el año 1750, monseñor de Fitz-James, obispo de Soissons, señala un desinterés análogo: «Habría que pensar seriamente en reanimar los estudios de teología, que se hallan totalmente postrados, y procurar formar ministros de la religión cristiana que la conozcan y sean capaces de defenderla. La religión cristiana es tan hermosa que no creo que sea posi­ble conocerla sin amarla; los que blasfeman contra ella es por­que la ignoran. Si pudiéramos resucitar a Bossuet, a Pascal, a Nicole, a Fénelon, la sola consideración de sus doctrinas y de sus personas haría más bien que mil censuras...».6

Entre los cuatro nombres ejemplares que se le han ocurrido a monseñor de Fitz-James figuran dos jansenistas y uno conde-

3 L. STEPHEN, History of Englisb Thought in the 18tb Century (1876). London 41927, I, 32.

4 O. c, I, 462. 5 Citado en L. STEPHEN, O. C, ibíd. 6 Carta a Montesquieu del 29 setiembre 1750, en P. HAZARD, La

pensée européenne au XVIII' siéde. Boivin 1846, I, 107.

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nado por quietista; Bossuet es el único representante de la or­todoxia doctrinal. La causa de la fe movilizó en el siglo x v n a los grandes espíritus y a los mejores escritores. Todavía quedan apologistas en el siglo de las luces, pero se trata de personalida­des de segundo plano, cuyos nombres sólo recuerdan los erudi­tos. El defensor más célebre del cristianismo de lengua francesa es Jean-Jacques Rousseau; pero su Profession de joi du Vicaire savoyard no tiene nada que ver con el mundo eclesiástico.

Si la teología ha quedado abandonada, es porque la religión resulta sospechosa a los ojos de la opinión ilustrada. El obispo anglicano Joseph Butler (1692-1752) observa en 1736: «No sé cómo muchas personas han llegado a considerar como una ver­dad sólidamente asentada que no vale la pena interrogarse por el cristianismo y han acabado por descubrir que todo él era una pura invención. En consecuencia, lo tratan como si éste fuera, en nuestra época, un punto adquirido para todos los buenos espíritus y como si no hubiera ya nada que hacer con él más que convertirlo en objeto de burla y de ridículo, en venganza, por lo visto, de la larga interrupción que ha impuesto a los pla­ceres de este mundo».7

Montesquieu, que visitó Inglaterra de 1729 a 1731, confir­ma la idea del obispo Butler: «No hay ya religión en Inglaterra; hay cuatro o cinco personas de la cámara de los comunes que van a la misa o al sermón de la cámara, excepto en las grandes ocasiones en que todos van puntualmente. Si alguno habla de religión, todos se echan a reír. Una persona dijo en cierta oca­sión: 'Lo creo como si fuera artículo de fe'; todos estallaron de risa. Hay un comité para estudiar la situación de la religión; todo eso se mira como ridículo».8

El químico y teólogo Joseph Priestley (1733-1804) fue ad­mitido en 1774 en los círculos ilustrados de París. «Yo había tomado la determinación de presentarme siempre como cristiano —indica en sus memorias—. Algunos me dijeron que era la

7 BUTLER, The analogy of religión, natural and revealed, to the cons-titution and course of nature. Advertisement, en P. GAY, The Enlighten-ment. Alf. A. Knopf. New York 1967, 339.

' MONTESQUIEU, Notes sur l'Angleterre, en Oeuvres. Pléiade, I, 883 s.

Ambigüedades de una descristianización 19

única persona que conocían de cierto mérito que profesase creer en el cristianismo. Pero, cuando pregunté sobre el tema a mi interlocutor, descubrí en seguida que nunca se había interesado en serio por esta cuestión y que ignoraba lo que era realmente el cristianismo».9 La increencia camina a la par de la ignorancia; las dos son señales de un total desinterés.

En Alemania parece ser que fueron más lentos los progresos de la indiferencia religiosa; en este país, dividido en pequeñas soberanías, las fronteras políticas coinciden muchas veces con las fronteras religiosas, y esto produce y mantiene las tensiones in­ternas. La subida de Federico I I al trono de Prusia en 1740 permite ocupar el primer plano al discípulo y amigo de Voltaire y de d'Alembert; sus ideas irradiarán a partir de Berlín a tra­vés del espacio germánico. En 1740, el Directorio planteó la cuestión de si podía ser admitido un católico como ciudadano de Frankfurt; Federico le respondió que «todas las religiones son iguales y buenas, con tal que quienes las profesan sean perso­nas honradas. Si se presentasen los turcos y los paganos con la intención de poblar el país, les construiríamos mezquitas y tem­plos». Hay que mantener las escuelas militares católicas, ya que «todas las religiones tienen que ser toleradas, y el administrador debe velar solamente para que ninguna haga daño a las otras, ya que cada uno tiene que conseguir la salvación a su modo {nach setner Fasson)».w Federico considerará un honor acoger en sus territorios a los desterrados y perseguidos de toda clase, ateos o jesuítas. La academia de Berlín es el hogar internacional de un

' Citado en B. WILLEY, The 18th Century Background. Penguin Books, 165.

10 En P. GAY, O. C, 348-349; cf. el siguiente pasaje del Essai sur les formes de Gouvernement de Federico II, Oeuvres, ed. Preuss, IX, 207: «Se le puede obligar a la fuerza a un pobre miserable a pronunciar ciertas fórmulas en las que niegue su consentimiento interior; pero con eso no ha ganado nada su perseguidor. Pero si nos remontamos a los orígenes de la sociedad, es evidente que el soberano no tiene ningún derecho so­bre la forma de pensar de los ciudadanos... Esta tolerancia es tan pro­vechosa para las sociedades en donde está establecida que constituye la felicidad del estado... Cuando el culto es libre, todo el mundo está tran­quilo... En Francia ha habido provincias cuya población sufrió y sigue sufriendo todavía por la revocación del edicto de Nantes» (en H. BRUN-SCHWIG. La crise de l'Etat prussien a la fin du XVIII' siecle et la gene se de la mentalité romantique. P.U.F., Paris 1947, 9-10).

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pensamiento más libre que el que se afirma en las demás socie­dades sabias de Europa. Si la doctrina de Reimarus casi no logra salir de la clandestinidad, otros hombres como Lessing, Mendels-sohn y Nicolai, ya antes de Kant, tratan las cuestiones religiosas con una gran independencia de espíritu.

La tolerancia, afirmada de hecho y de derecho por Federi­co II , es normal en Inglaterra. En Francia va ganando terreno, gracias a las campañas de los filósofos; pero los protestantes ten­drán que esperar hasta las vísperas de la revolución para obte­ner una existencia legal. En Austria, en varios de los estados italianos, en Portugal y hasta en España, se va afirmando con­tra la autoridad de la iglesia católica un anticlericalismo de es­tado, cuyos signos aparentes son la persecución de los jesuítas y las trabas que se oponen al funcionamiento de la inquisición. Este nuevo espíritu administrativo y jurídico tiene que compren­derse como una afirmación de la soberanía del estado moderno, que no admite ingerencias por parte de autoridades extranjeras, de cualquier naturaleza que sean. Pero esas políticas anticlericales no habrían sido posibles sin el consentimiento de la opinión pú­blica, que aprueba este género de medidas y a veces las recla­ma. El espíritu de las leyes, el espíritu de las costumbres, en los países occidentales, se niega a verse arrastrado por la pasión que suscita esas guerras santas, nacionales o internacionales. Sólo la revolución francesa será capaz de dar a los batallones de ma­sas la inspiración mesiánica de una cruzada sin cruz, decidida­mente laica.

El elemento religioso que predominaba hasta hacía poco en la vida social e individual deja de desempeñar un papel predo­minante en el contexto de una desacralización general. Pero in­cluso esta comprobación merece que la examinemos más de cer­ca; la aparición de un nuevo estilo religioso ha sido interpretada como el triunfo de la irreligión por los partidarios del viejo es­tilo; la acusación de ateísmo o la de escepticismo ha sido lanza­da demasiado contra los innovadores. Es un error afirmar tan pronto, para alegrarse de él o para deplorarlo, el fracaso del cris­tianismo en el siglo de las luces. Lo que afirman los testimonios es una transformación de la conciencia religiosa ante la prueba de las evidencias y de las exigencias de los nuevos tiempos. Si

Ambigüedades de una descristianización 21

tomamos como referencia los esquemas dogmáticos del siglo XIII,

e incluso el integrismo católico o reformado del siglo xvn, el espíritu del sínodo de Dordrecht o el de Bossuet, entonces el si­glo xvnr con su cultura se presenta como la época de la gran ab­juración, prefiguración sacrilega de todos los modernismos veni­deros. Pero semejante actitud carece de sentido histórico y de sentido común: no vemos por qué una época va a tener que se­guir siendo prisionera de las normas de la época anterior, y de tal época en vez de tal otra. Se ha dicho que el siglo de las lu­ces ha sido un siglo anticristiano, como si esta expresión tuviera un sentido evidente por sí misma. Sería necesario precisar de qué cristianismo se trata y cuáles son los individuos calificados para representar válidamente a un «siglo» cultural. Estas sencillas cuestiones bastarían para justificar la apertura de un proceso de revisión de la opinión recibida. Y entonces se descubre la com­plejidad casi irreductible del problema verdadero, que equival­dría a establecer un índice de religión válido de un individuo y de un período determinado. Un caso límite sería el de Voltaíre, largamente expuesto a la execración de la gente bien; la religión de este campeón del anticristianismo ha sido objeto de una pro­funda investigación, cuyas conclusiones no son ni mucho menos un certificado de ateísmo; hay una «religión de Voltaire», que define uno de los ejes privilegiados de la vida y de la actividad de Voltaire." Se ha catalogado demasiado pronto a Voltaire; primero habría que leerlo y procurar entenderlo. Para decretar la irreligión de Voltaire, los historiadores, consciente o incons­cientemente, han adoptado la actitud dogmática del inquisidor, o la del anti-inquisídor, que es por el estilo.

Una manera objetiva de plantear la cuestión consistiría, su­poniendo que fuera posible, el intentar determinar la parte que tuvo la religión en el conjunto de la cultura; esto permitiría llegar a una valoración del lugar y de la función del elemento religioso en el espacio mental de la época. Los métodos cuanti­tativos pueden darnos indicaciones muy útiles. Albert Monod, que ha intentado un inventario de la apologética en lengua fran­cesa, católica o protestante, observa que «desde 1670 hasta 1802

11 R. POMEAU, La religión de Voltaire. Nizet 1956.

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se publicaron cada año 7 apologías por término medio, es decir, 950 obras, algunas de ellas en varios volúmenes».'2 Esta estima­ción, limitada sólo a los libros de apologética en sentido estric­to, no señala una baja de este género de producción a medida que pasa el tiempo; el número sigue más o menos constante; lo único que sufre cierta modificación es el tono de estas obras, en el sentido de una inquietud cada vez mayor y de cierto des­ánimo de la ortodoxia.

Gatterer, el historiador de Gottingen, en el primer número del «Historisches Journal», la veterana de las revistas históricas, presenta en 1772 una estadística del trabajo editorial en Ale­mania, según los catálogos de Leipzig de 1769-1771, en plena época de la ilustración.13 Los datos indican una producción en vías de crecimiento, que se sitúa alrededor de los 1.500 títulos por año, 4.709 en total. De esta cifra, Gatterer señala 935 obras de teología, algo más del 20 %; los libros de historia se presen­tan en número ligeramente superior (956), pero habría que tener en cuenta el hecho de que un gran número de las obras de esta categoría pertenecen a la historia eclesiástica, calculándose la proporción en un cuarto para la producción editorial francesa de esta época.14 Si conservamos, a falta de otros datos, este mismo porcentaje en Alemania, tenemos 20 + 5 = 25 % de libros re­ligiosos, a los que habría que añadir sin duda la porción de obras jurídicas referentes al derecho canónico y a la administración eclesiástica. Para un período que se dice de descristianización, la cifra resulta bastante elevada. Es verdad que Gatterer, bien situado en Hannover para observar las realidades inglesas, opina que las publicaciones religiosas no representaban más que el 11-12 % de las ediciones británicas, mientras que los libros políti­cos constituían el doble de esta cifra, lo cual pone de relieve la situación original de Inglaterra en oposición a la Europa con­tinental.

12 A. MONOD, De Pascal a Chateaubriand. Les défenseurs trancáis du christianisme de 1670 á 1802. Alean 1916, 8.

13 GATTERER, Historisches Journal, I. Goetting^n 1772, 281. ,4 F. FURET, La «librairie» du royaume de France au XVIII' siécle.

Mouton, Paris-La Haye 1965, 18.

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En el terreno francés, los modernos continuadores de Gat­terer que han hecho algunos sondeos en el número de autoriza­ciones para publicar libros concedidos en el siglo xvm señalan una franca regresión en las obras religiosas. Los gráficos señalan, para los años 1723-1727, una proporción del 35 % de libros de carácter teológico; esta proporción baja al 25 % para el período 1750-1754; es solamente del 10 % en 1784-1788, cifras a las cuales conviene añadir las publicaciones de historia eclesiástica y de derecho canónico.15 Estos datos corresponden, a comienzos del siglo xvm, al «desarrollo autorizado de una abundante lite­ratura de devoción popular de matiz jansenista, que constituye más de la mitad de nuestras obras de religión».16 Los entusias­mos jansenistas se van apagando con el siglo y se va desarrollan­do paralelamente la deflación de la literatura religiosa, mientras que va aumentando por otra parte el número de libros sobre temas científicos, artísticos o literarios; estos dos movimientos correlativos ofrecen, según opina el investigador, «una luz inte­resante sobre los ritmos de la desacralización del mundo». Las obras de religión que desaparecen son las de liturgia y devoción. La teología y la apologética movilizan hasta finales de siglo, bien sea a la sensibilidad jansenista, o bien a un tradicionalismo que aparece por los años ochenta contaminado por la «filosofía»: las verdades cristianas «filosóficamente demostradas se han puesto de moda. Por otra parte, se ha abandonado casi por completo el latín. Pero la relativa escasez de folletos piadosos y de ritua­les mandados editar por las diócesis constituye un índice de la falta de público...».17

Se observará la prudencia de este juicio, confirmado por otra parte por las investigaciones realizadas sobre el contenido de dos de los principales periódicos franceses del siglo xvín, el «Journal des savants» y las «Mémoires de Trévoux». La estadística de artículos pone de relieve «el retroceso de la teología y del dere­cho eclesiástico»: «La sequedad de las cifras demuestra palpa­blemente el desinterés del público por las cuestiones religiosas,

15 Ibíd., gráfico de la p. 21. 16 Ibíd., 18. 17 Ibíd., 20.

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una indiferencia peor que la hostilidad y que debió ser la acti­tud de la mayoría».18 También aquí hay que subrayar el carácter hipotético de las conclusiones a que da lugar la frialdad de un rigor matemático. Las cifras no gozan de una validez absoluta; a veces su exactitud es decepcionante, y hasta engañosa. A me­diados de siglo, se nos dice, «el análisis de las cifras relativas a las ciencias nos deja perplejos: estamos lejos de aquel progreso triunfante de que a veces se habla. ¿Habrá que creer que la cu­riosidad científica fue tan pujante a comienzos de siglo, a me­nos en los ambientes intelectuales, que ya no se podía progresar más?».19 En otras palabras, se les pide a las estadísticas que ve­rifiquen una opinión recibida y, si se niegan a ello, estará dis­puesto el crítico a darles la vuelta y a reducirlas a su afirmación preconcebida. Del mismo modo, «podría uno extrañarse del ex­traordinario progreso de la categoría 'literatura' en vísperas de la revolución, en el 'Journal des savants', en tiempos en que la opinión ilustrada —según se cree— tenía otras preocupaciones en la cabeza. Pero es que la 'literatura' desempeña entonces la función de categoría-refugio (...). Se comprende mejor que es posible leer el 'Journal des savants' entre 1785 y 1789 sin vis­lumbrar, ni por un solo instante, que Francia va a emprender una revolución...».20

No se trata, evidentemente, de rechazar en bloque los mé­todos cuantitativos; pero conviene interrogarse sobre la signifi­cación de sus resultados. Las estadísticas sobre publicaciones de­berían completarse con otras estadísticas sobre tirada y difusión de las obras publicadas. Un título es diferente de otro en valor y en derecho; el sufragio universal de los catálogos tiene que ser corregido y compensado por el sufragio no menos universal de los compradores y por el sufragio todavía más difícil de computar de los verdaderos lectores. Habent sua fata libelli; los libros tienen un destino, que no se encuentra predestinado en su partida de nacimiento. La dimensión cuantitativa no dispensa

18 J. EHRARD y J. ROGER, Deux périodiques francais du XVIII' siécle: le Journal des Savants et les Mémoires de Trévoux, en la colec­ción citada Livre et Société, 54.

19 Ibíd. Ibíd., 56.

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de la interpretación cualitativa, que reconoce ciertos núcleos de resistencia, ciertos puntos de elevada intensidad en la continui­dad de la trama estadística. Robinson Crusoé, el Espíritu de las leyes, la Crítica de la razón pura, son acontecimientos biblio­gráficos especiales, que merecen una consideración particular, incluso desde el punto de vista editorial.

La relación entre las estadísticas editoriales y la vida inte­lectual no puede ser una identificación pura y simple. Los libros de los novelistas populares se venden más que los de los gran­des escritores; las obras de vulgarización superan en número a las de los verdaderos sabios. El rigor de las cifras corre el riesgo de hacer caer en la ilusión o en el error, si se computa de la misma forma a La nueva Eloísa y a un catecismo diocesano apa­recido en 1762. Lo que pasa es que nos meteríamos en dificul­tades insolubles si quisiéramos ponderar la notación de cada obra en función de consideraciones de valor. En sus estudios siste­máticos sobre los catálogos de bibliotecas en el siglo XVIII, Da­niel Mornet se ha encontrado muchas más veces con el Spectacle de la nature del abate Pluche, considerable obra apologética de matiz científico, que con la Enciclopedia? Pues bien, se designa el siglo xvin como el «siglo de la Enciclopedia», sin que a na­die se le ocurra definirlo como el «siglo del Spectacle de la natu­re». Parece fallar aquí la estadística y no se ve cómo podría salir por sí misma de esta dificultad. Habría que tener en cuenta la repercusión que tuvo el libro en su tiempo y en el curso de los años posteriores. La Enciclopedia sigue leyéndose hoy; el Spec­tacle de la nature es ilegible, excepto en el caso de obligaciones profesionales. ¿Cómo medir el coeficiente de actualidad caracte­rístico de una gran obra y que persiste por encima de su época de aparición?

Más todavía. Aunque sólo se les reconozca a las indicaciones estadísticas el valor de una sociología del conocimiento, de un inventario de las opiniones de un tiempo determinado, esos cálcu­los se inscriben en el marco de una clasificación previa, inspira-

21 Cf. D. MORNET, Les sciences de la nature en France au XVIII' siécle. Colin 1911, 9; Mornet ha contado 206 ejemplares de Pluche por 82 de la Encyclopédie.

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da en la que prevalece en la clasificación de las grandes biblio­tecas. Hay una rúbrica referente a la teología y a la religión, otra al derecho y a la jurisprudencia, otra a la historia, otra a la lite­ratura, etcétera. Y cada una de esas divisiones se subdivide en rúbricas más especializadas. Esta distribución metódica resulta indispensable, pero plantea el problema de las obras que no pue­den encuadrarse en ese esquema o que habría que clasificar a la vez en varios conceptos.

Catalogamos sin ninguna vacilación una obra de teología sis­temática; pero un libro puede tener una significación religiosa sin ostentar de manera evidente la marca teológica. El Spectacle de la nature suele considerarse como una obra de ciencias natu­rales, pero pertenece al género tan floreciente en el siglo xvm de la físico-teología; es un libro de religión que tiene muchas oportunidades de no ser catalogado como tal. La Profession de foi du Vicaire savoyard es uno de los textos religiosos funda­mentales del siglo xvm europeo; se trata de una parte del Emi­lio, que el estadístico clasificará bajo el título de pedagogía, sub-sección de la filosofía. Las dos obras de mayor tirada de la lite­ratura francesa del siglo xvm han sido el Telémaco y La nueva Eloísa; pues bien, estas novelas son inseparables de las grandes corrientes de la vida espiritual. Han ejercido en este terreno una influencia que no puede compararse con la de la de ningún tra­tado de teología; han inspirado actitudes, han dado estilo a sen­timientos, han dictado decisiones que, además de poner en cri­sis a los conformismos eclesiásticos, correspondían a una autenti­cidad religiosa indiscutible. Las estadísticas de bibliotecas no pueden reconocer en el Telémaco y en la Eloísa más que obras literarias, encuadradas en la literatura. Si por religión se entien­de cierta presencia del hombre ante sí mismo y ante los demás, ante el mundo y ante Dios, una relación con la totalidad y con la trascendencia que da sentido a la existencia, esta preocupación no resulta ciertamente extraña al siglo de las luces. Se afirma cla­ramente en las novelas de Richardson y en Robinson Crusoé, en la Mesíada de Klopstock y en las Confesiones del alma de Wil-helm Meister; la encontramos en esa vena poética que empapa las obras de Gray y de Young, de Gesner y de Haller, en los

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poemas de Ossian, y en los innumerables imitadores de estos cé­lebres maestros.

La cuestión de la descristianización en el siglo xvm es una cuestión mal planteada. Las estadísticas demuestran que los li­bros de teología y los manuales de espiritualidad, todavía muy numerosos, son sin duda menos abundantes a finales del si­glo xvm que al principio. Pero esta comprobación pierde mu­cho de su rigor si se reconoce como uno de los caracteres signi­ficativos de aquel tiempo el hecho de que la religión viva se sitúa con frecuencia fuera de las teologías decadentes y más o menos desacreditadas. Si es cierto que la exigencia religiosa que­da fuera de los marcos de las rúbricas bibliográficas, hay que prescindir de esas cuentas. Tendremos que contentarnos con la indicación, ciertamente importante, de que la religión en el si­glo xvm hay que buscarla preferentemente fuera de las religio­nes positivas, y entonces hay que reconocer la falta de exactitud de los estudios estadísticos.

Pero hay más todavía. Suponiendo que se llegara a contabili­zar de manera adecuada la presencia del factor religioso en el conjunto de la producción literaria, cabe preguntarse qué es lo que significa ese dato en relación con la realidad histórica. La correspondencia exacta entre lo impreso y lo vivido no pasa de ser un postulado; como hemos visto, el catálogo de textos reco­gidos en vísperas de la revolución de 1789 no muestra ninguna huella de aquel acontecimiento inminente, del que se reconoce generalmente que fue suscitado en gran medida por la propagan­da intelectual. Los hombres no dicen todo lo que piensan, y el pensamiento de uno no puede identificarse con las palabras que pronuncia; más aún, los hombres no publican tampoco todo lo que piensan ni todo lo que dicen. Existen varios grados de dife­rencias, cuya exploración ni siquiera se ha intentado, entre lo impensado y lo pensado, entre lo pensado y lo dicho, entre lo dicho y lo escrito, entre lo escrito y lo publicado en letra impresa.

Suponiendo que hayan sido resueltas todas estas dificultades y que se haya podido establecer la variación en el índice de reli­giosidad para la materia impresa en el siglo xvm, semejante re-

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sultado solamente concernería a la categoría social de los que escriben y leen, pero no afectaría para nada al conjunto del pue­blo inglés, del pueblo francés o del pueblo alemán, ni tendría un sentido real más que para lo que hemos llamado la «clase cultural».22 En la Europa predominantemente agrícola del si­glo XVIII, son mayoría los analfabetos; y dentro de la minoría de los que saben leer, son una minoría lo que se interesan por las publicaciones de las grandes ciudades. Las especulaciones teoló­gicas no han apasionado nunca más que a un número restringido de individuos; partiendo de los documentos teológicos, se ob­tendrán estadísticas relativas a ese mundillo cerrado de los teó­logos, y esas estadísticas tendrán ciertamente su significado. La historia, realizada a partir de un conjunto de documentos, sólo vale dentro de los límites restringidos del campo documental. Las especulaciones que pueden hacerse a partir de las publicacio­nes teológicas no comprometen la vida religiosa de una sociedad en su conjunto. La «eutanasia» de la teología en el siglo xvm afecta al pequeño grupo de especialistas en esta disciplina y a su clientela, que es también de una amplitud restringida. La opinión ilustrada sólo se moviliza accidentalmente por estas cuestiones; por ejemplo, cuando las disputas jansenistas y el genio literario de Pascal confieren a las Provinciales un relieve de actualidad; en la prolongación de ese mismo debate, el proceso a los jesuí­tas en los años 1755-1765 concederá también amplia resonancia a un asunto religioso, convertido en polémica política. Pero, fuera de esas ocasiones, la teología de los teólogos será un mero asunto entre eruditos.

En cuanto a los progresos de la crítica y del libre pensamien­to, podrían realmente estudiarse en una estadística de la irreli­gión, suponiendo que se descubriera un medio para discernir, a través de diferentes rúbricas en la contabilidad de los libros re­ligiosos, los que están a favor de los que están en contra. Pero tampoco aquí los resultados tendrían ningún sentido, a no ser en relación con el grupo restringido de los que constituyen la «opinión ilustrada» en un país concreto. Los casos particulares que se aducen para subrayar la irreligión del siglo de las luces

22 Cf. G. GUSDORF, Les principes de la pensée au siécle des Lumiéres. Payot, 466 s.

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conciernen casi siempre a la aristocracia, especialmente a la alta aristocracia, y más en concreto a los hombres de letras y al am­biente en que se mueven. No hay nada que nos permita consi­derar a esas categorías como representativas del conjunto del pueblo, del que ellos constituyen, estadísticamente, un porcen­taje muy bajo.

Se habla de descristianización en el siglo xvm, en la medida en que se señalan en esta época ciertos índices de desánimo teó­rico, de independencia intelectual y de indisciplina frente a los sistemas religiosos establecidos. Pero la sociología religiosa, que también recurre a los métodos cuantitativos, no justificaría ni mucho menos la tesis de un descenso en la tensión del pueblo cristiano. El bautismo, el matrimonio, la sepultura, son puntos de paso obligado para el conjunto de la población; es imposible nacer, vivir y morir fuera de la iglesia. El ministro del culto es un funcionario civil, y esto obliga a los protestantes franceses a un régimen de inexistencia legal. El propio Voltaire, en el pa­roxismo de su gloria, no tiene derecho a morir más que como cristiano. Las estadísticas de la sociología religiosa, en lo que con­cierne a la recepción de los sacramentos, darían porcentajes muy cercanos a la unanimidad.23 Los historiadores con ganas de rea­lizar un censo de los analfabetos en una población determinada toman como base de referencia los archivos parroquiales en don­de se registran los matrimonios, para contar en ellos —entre los casados y los testigos— cuántos son capaces de firmar y los que firman con el dedo. Estadísticamente, los datos así establecidos valen de la población en su conjunto.

En las diversas regiones de Europa, la parroquia no repre­senta únicamente un marco religioso, sino también un marco so­cial y político. El sacerdote transmite a los fieles, durante los servicios religiosos, las normas e instrucciones del gobierno. En la Prusia del siglo xvm, «más que el funcionario real o señorial, es el pastor el que representa a la aldea»;24 «en los países cató-

" Cf. las indicaciones estadísticas sobre la práctica religiosa en países católicos que ofrece J. DELUMEAU, Le catholicisme entre Luther et Vol­taire. P.U.F., Paris 1971, c. V.

24 H. BRUNSCHWICG, La crise de l'Etat... 25.

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lieos, el párroco desempeña un papel análogo. Europa vive en régimen de cristiandad; hasta los potenciales inconformistas tie­nen que aceptar la conformidad, aunque sólo sea para su tranqui­lidad personal».25 Voltaire, señor de Ferney, cumple solemne­mente con pascua en 1761; vuelve a hacerlo en 1768, subiendo incluso al pulpito en aquella ocasión, para pronunciar un sermón contra el robo y la embriaguez.26 Voltaire y Buffon, en quienes a nadie se le ocurriría ver unos cristianos ejemplares, figurarían entonces de una manera positiva en las estadísticas de la prác­tica religiosa católica.

Cuando se le pidió al psicólogo Binet una definición de la inteligencia, de la que había emprendido una investigación expe­rimental, se contentó con responder: «La inteligencia es lo que yo mido por medio de mis tests». Las conclusiones sacadas de los métodos cuantitativos corren el riesgo de ilusionarnos; lo que miden con tanto rigor es algo sumamente impreciso. Las di­ferentes indicaciones que se ponen de relieve tienen un valor de síntoma y provienen de un juicio de apreciación mucho más que de un cálculo numérico.

El cristianismo del siglo x v m , bajo sus diferentes denomina­ciones, es una religión de masa; la cristiandad vive un régimen de unanimidad; el presupuesto totalitario pone en seguida de re­lieve la más pequeña señal de inconformismo. El historiador, al sentir atraída su atención por el hecho de excepción, no tiene que olvidar la existencia de la regla. La parroquia anglicana o luterana, católica o reformada, no es solamente una estructura administrativa; define para la mayoría de la población el marco

25 BUFFON «manifestó todos sus respetos por una religión que con­sideraba necesaria. En sus tierras de Montbard, se sometía incluso a las prácticas de culto, comulgaba, iba a misa, y entregaba todos los domingos un luis de oro en la colecta»... El mismo declaró a Hérault de Séchelles: «Cuando caiga gravemente enfermo y sienta cercano mi fin, no dudaré en pedir los sacramentos; es el tributo que debemos al culto pú­blico, y los que obran de otra manera son unos locos; no hay que chocar nunca de frente, como hicieron Voltaire, Diderot y Helvetius; este último era amigo mío; en diferentes ocasiones pasó más de cuatro años en Montbard; yo le recomendaba, esta moderación y, si me hubiera hecho caso, habría sido más feliz» (MOREAU DE LA SARTHE, Eloge de Buffon, en su edición de las Oeuvres de Vicq d'Azyr, 1805, I, 61-62).

26 R. POMEAU, O. C, 431-434.

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elemental de la vida. La comunidad aldeana se reúne en la igle­sia el domingo por la mañana, bajo la mirada vigilante de su pastor (sir Roger de Coverley, el señor de la aldea descrito por Addison, o el señor de Buffon, ocupan la presidencia). En un tiempo en que no existe todavía la idea nacional, o el civismo está reducido a una vaga lealtad monárquica, la celebración del servicio divino es uno de los raros signos de la alianza entre los notables y el pueblo, fuera de los vínculos de dependencia económica y social.

Esta preeminencia del marco religioso es uno de los rasgos esenciales del antiguo régimen. La desintegración de la comuni­dad religiosa consagrará el final de la sociedad tradicional. En el siglo x v m , la iglesia sigue siendo el centro cultural de los que no tienen acceso a la cultura; asegura la enseñanza de una moral elemental, a nivel del catecismo y de los sermones; rompe la mo­notonía de los días de trabajo mediante la celebración de fiestas, domingo tras domingo; va dando ritmo al desarrollo del año con las festividades litúrgicas, navidad, pascua, Pentecostés, fiestas patronales. Ayuda a los hombres y a las mujeres a vivir bien y a bien morir, instruye a los niños, socorre a los pobres, vela por los desamparados. Es cierto que no todas las parroquias son ideales; hay sacerdotes incapaces y sacerdotes indignos; no hay que confundir al pastor de Wakefield con el cura Meslier, aun­que puede pensarse en que el cura Meslier, cuando realizaba sus funciones eclesiásticas, respetaba más o menos las reglas del jue­go: guardaba para su interior sus opiniones radicales y se con­tentaba prudentemente con confiar a sus papeles su profesión de fe comunista y atea. Si el cura Meslier estaba totalmente descris­tianizado, su parroquia no lo estaba.

Este caso límite nos permite tomar conciencia del equívoco de la «descristianización». Los pensadores más osados del siglo de las luces no se forjaban ilusiones a este propósito. Diderot confía a un interlocutor que hay que «acuchillar a la teolo­gía»,27 pero este proyecto no tiene sentido más que en lo que concierne a la especulación reservada a los iniciados. Por muy

" Conversación con un visitador inglés, en J. TEXTE, Jean-Jacques Rousseau et les origines du cosmopolitisme littéraire. Hachette 1895, 465.

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libre que fuera, Diderot no se imagina a una sociedad privada de los socorros de la religión. En un texto confidencial, desti­nado solamente a Catalina de Rusia y fechado en los últimos años de su vida, el animador de la Enciclopedia se expresa claramente sobre este punto: «El grueso de una nación seguirá siendo siem­pre ignorante, cobarde y consiguientemente supersticioso. El ateís­mo puede ser la doctrina de una pequeña escuela, pero nunca la de un gran número de ciudadanos, y mucho menos la de una nación un poco civilizada. La creencia en la existencia de Dios, el viejo tronco, permanecerá siempre en pie. Pues bien, ¿quién sabe lo que ese tronco, dejado a su libre vegetación, puede pro­ducir de monstruoso? Por eso yo no conservaría a los sacer­dotes como depositarios de las verdadees, sino como obstácu­los contra unos posibles errores más monstruosos todavía; no como preceptores de la gente sensata, sino como guardianes de los locos; y dejaría que siguieran en pie sus iglesias como asilos o refugios de cierta clase de imbéciles que podrían ponerse fu­riosos si se les desatendiera por completo».28

Voltaire comparte las ideas de Diderot en esta materia: «Dis­tingue siempre entre las personas honradas que piensan y el po­pulacho que no está hecho para pensar. Si la costumbre te obli­ga a asistir a una ceremonia ridicula para agradar a esa canalla, y si por el camino te encuentras con alguna persona inteligente, indícales con una señal de cabeza, con un guiño, que piensas como ellos y que no se rían». Por eso Voltaire, en Ferney, cum­plirá con pascua. La prudencia consiste en favorecer a las luces, pero sin romper abiertamente con el orden social y sin escanda­lizar a los pobres de espíritu: «Vete debilitando poco a poco to­das las supersticiones antiguas y no introduzcas ninguna nueva... Si la sirvienta de Bayle muere en tus braos, no le hables como a Bayle, ni a Bayle como a su sirvienta...».29

Nos encontramos aquí con el tema tradicional de la doble verdad, cuyos orígenes se remontan al averroísmo medieval. La

28 Plan d'une université pour le gouvernement de Russie (anterior a 1776), en Oeuvres de Diderot, ed. Assezat, III, 517.

29 VOLTAIRE, Dictionnaire philosophique, en la palabra Ble; Voltaire, siguiendo la opinión corriente, considera a Bayle como incrédulo.

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fe de los ilustrados, fuente de valores, puede prescindir de toda justificación religiosa. Pero esta radical autonomía de juicio y de acción queda reservada a una minoría de espíritus lúcidos y ani­mosos, que pueden prescindir de los consuelos de la fe. Incapaz de semejante desprendimiento, la masa de individuos tiene que mantenerse dentro de los marcos doctrinales y disciplinares de las iglesias instituidas. Diderot y Voltaire manifiestan un estado de espíritu común a los deístas, a cuyos ojos la religión de la razón no exige ni mucho menos la descristianización de los pue­blos. Como dice un portavoz de Hume, «la religión, por muy corrompida que esté, vale mucho más que la ausencia de toda religión. La doctrina de la existencia de un estado futuro es para la moral una seguridad tan fuerte y tan necesaria que nunca jamás hemos de abandonarla ni descuidarla. Porque si las recompensas y los castigos finitos y temporales tienen tanto efecto como ve­mos todos los días, ¿cuánto más hemos de esperarlo de los cas­tigos y recompensas infinitas y eternas...? Es oficio propio de la religión dirigir los corazones de los hombres, humanizar su conducta, empaparlos del espíritu de templanza, de orden y de obediencia...».30

El tema de la «religión para el pueblo» hace de ella un prin­cipio de conservación del orden establecido. En vísperas de la revolución, el financiero y estadista protestante Necker, en su ensayo De l'importance des opinions religieuses, no rotrocede ante esta forma cínica de apologética: «En nuestros viejos esta­dos europeos en que aumenta continuamente la diferencia de for­tunas con el aumento de las riquezas y va siendo cada vez mayor la distancia de las diversas condiciones sociales, en nuestros vie­jos cuerpos políticos en que estamos apretados unos contra otros y en donde la miseria y la magnificencia se encuentran continua­mente mezcladas, se necesita absolutamente una moral, robuste­cida por la religión, para contener a esos numerosos espectado­res de tantos bienes y objetos envidiables y que, colocados tan cerca de todo eso que ellos llaman la felicidad, no pueden jamás

10 HUME, Dialogues sur la religión naturelle, XII (1779); trad. de M. DAVID, Oeuvres philosophiques de Hume. Alean 1912, II, 294; cf. F. E. MANUEL, The 18th Century conjronts the Gods. Harvard University Press, Cambridge Mass. 1959, 65 s.

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pretenderlo».31 Voltaire no habría seguramente criticado el punto de vista de Rivarol: «Si mi lacayo no me mata en un rincón del bosque por miedo al diablo, no se me ocurrirá quitarle ese freno al pobre idiota, lo mismo que tampoco le quitaré el miedo a la horca; si no puedo convertirlo en una persona decente, lo con­vertiré en un devoto».32

No se trata aquí de pronunciarse sobre la autenticidad reli­giosa del cristianismo considerado como una fuerza fundamental para el mantenimiento del orden. Lo cierto es que ese estado de espíritu es una realidad histórica. Después de la experiencia re­volucionaria, Bonaparte negociará con Roma un concordato, con la intención manifiesta de procurarse los servicios de una «gen­darmería sagrada». Estas indicaciones impiden esperar resultados apreciables de una estadística de la irreligión en la Europa del siglo xvin. La increencia es cuestión de un pequeño número de privilegiados de la cultura y de la fortuna, que se prohiben a sí mismos difundir sus certezas —o sus incertidumbres— entre la mayoría; está arrinconada en una porción muy estrecha del es­pacio mental y social, en donde sus construcciones voluntarias y las censuras oficiales la mantienen en un estado de latencia y de represión. No es ciertamente un elemento despreciable, pero sí un factor recesivo.

La cuestión se complica todavía mas si pensamos en que no existe un frente de batalla que separe a los creyentes de los no creyentes. La organización eclesiástica presupone un estatuto de unanimidad; teóricamente, las iglesias abrazan a todo el mundo; pero la pertenencia eclesiástica no corresponde necesariamente al repudio de las nuevas ideas. El equipo de la Enciclopedia com­prende un gran número de abates; y el propio cura Meslier, a pesar de sus choques con la jerarquía que le dieron aquel aire de independencia, vivió hasta su muerte dentro del estado cleri­cal; estadísticamente hablando, es un sacerdote. Sin llegar al ra­dicalismo de sus actitudes, gran número de sus hermanos simpa-

31 NECKER, De l'importance des opinions religieuses, 1788, 58 s.; citado en B. GROETHUYSEN, Origines de l'esprit bourgeois en Trance, I: L'église et la bourgeoisie. N.R.F. 1927, 292.

32 RIVAROL, Seconde lettre a M. Necker, en Oeuvres, 1808, II, 138.

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tizaban con las nuevas tendencias del pensamiento. «De todos los auxiliares de la Aufkl'árung —escribe un historiador ale­mán— el más precioso es sin duda el pastor».33 Esto no significa que el pastor se haya convertido en un agente eficaz de la des­cristianización, sino que ha descubierto, a la luz de la Aufkla-rung, un nuevo sentido al mensaje cristiano. Otro tanto podría decirse de gran número de clergymen de la iglesia en Inglaterra, ya que también el debate del deísmo, en lugar de oponer a esta iglesia contra sus adversarios, se situó en el propio seno de la iglesia establecida entre los que mantenían opiniones diferentes. Hume tenía no pocos amigos en las filas de la iglesia de Escocia.

En Francia, el monolitismo católico no impidió al clero sen­tir los efectos de la renovación de los tiempos. Es cierto que la formación adquirida en el universo concentrado de los seminarios no predispone a los clérigos a simpatizar con las luces. Pero la administración eclesiástica es la única red cultural extendida de una forma continua por toda la superficie del país. La crisis jan­senista, a la que no consiguió poner fin la bula Unigenitus de 1713, obligó a los eclesiásticos a afirmarse individualmente, en un debate político tanto como religioso. La reflexión, una vez despertada, no se duerme en el camino. Un historiador subraya «el nuevo lugar que ocupa el bajo clero en la vida de la iglesia», y esto ya en el reinado de Luis XIV; «tanto si el obispo es un cortesano, que vive en Versalles siempre lejos de su diócesis, como si es uno de esos obispos jansenistas, siempre devorados por la actividad apostólica y administradores incansables, el re­sultado es el mismo: ese párroco (cuya importancia en la vida eclesial se ha hecho bruscamente sensible después de la firma del Formulario de 1661, impuesto a todos) está ya presente en to­dos los debates de la época».34 La tormenta jansenista desempe­ñará un papel de reactivo durante un largo período; todavía en 1752, el asunto de las células de confesión, que hace de la repro­bación de las ideas condenadas una exigencia de conciencia para los sacerdotes, obliga a cada uno de ellos a tomar partido. La

33 H. BRUNSCHWICG, O. C, 24. 34 R. MANDROU, La Franoe aux XVII' et XVIII' siécles. Colín 1967,

157.

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expulsión de los jesuítas será el contragolpe de su triunfo com­pleto; los sacerdotes, tanto como los laicos, se apasionarán por esa disputa religiosa que se había convertido en toda Europa en un asunto de estado.

El clero, que aprueba o desaprueba la actitud de las autori­dades políticas y religiosas en esta materia, o que quizá juzga es­tériles todos estos debates, se ve provocado al ejercicio libre de su juicio; «a finales del siglo xvm, se codea con Rousseau y la Enciclopedia».15 Estos sacerdotes, en su mayoría, no renuncian sin embargo al ejercicio de su ministerio después de esta forzosa reflexión; pero desembocan muchas veces en una concepción nue­va de este ministerio. Sensibles a los valores de humanidad, de filantropía, descubren que el servicio de Dios camina a la par con el servicio a los hombres; el lugar privilegiado del sacerdote en la comunidad le permite ser el agente eficaz de una transfor­mación del género de vida. De ahí la aparición de un cristianis­mo encarnado, utilitario, y a veces tecnológico, cuyos represen­tantes característicos podrían ser esos sacerdotes españoles que participaron en los esfuerzos de las sociedades de Amigos del País, institución significativa de la ilustración ibérica en benefi­cio de las poblaciones especialmente atrasadas.

La adhesión decidida de la mayor parte del bajo clero fran­cés a la revolución francesa en sus comienzos demuestra esa sen­sibilización de los eclesiásticos a los nuevos valores. Pero, excep­to algunos casos particulares, no hay que ver en esa actitud la consecuencia de una renuncia al cristianismo; se trata de la afir­mación de un sentido nuevo de la exigencia cristiana. Igualmen­te, es también un hecho que el siglo de la luces vio la decadencia de la institución monástica, tan floreciente a comienzos del si­glo xvn. «Tras la fiebre de vocaciones y de nuevas órdenes que empieza a calmarse por los años 1640-1650, escribe Robert Man-drou, empezaron a cerrarse muchas casas abiertas precipitada­mente por falta de medios materiales y de nuevas vocaciones, en la segunda mitad del siglo XVIII».36 Es un hecho indiscutible, ciertamente; pero hay que interpretarlo, no como un signo de

Ibtd., 158. Ibtd., 154-155.

Ambigüedades de una descristianización 37

descristianización, sino como una modificación del sentido cris­tiano. Ese «retroceso de la vida regular en el interior de la igle­sia galicana» se debe a múltiples causas: «Prestigio del laicado, prioridad de las funciones seculares, e incluso de las misiones fuera de Francia, a las que se consagran casi por entero ciertas órdenes, como las Ursulinas...».37 Los espíritus ilustrados ven con malos ojos a los contemplativos y la contemplación; en los países católicos, los monasterios han ido acumulando a través de los siglos inmensoo territorios, que cultivan para su exclusivo be­neficio en vez de ponerlos al servicio del bien público. En el ar-tí:ulo Population de la Enciclopedia se lee: «Las riquezas de las gentes de manos muertas y, en general, de todos los cuerpos cu­yas adquisiciones toman un carácter sagrado y se hacen inaliena­bles, tienen para el estado solamente la utilidad que tiene un cofre para un avaro, que lo abre sólo para meter más dinero en él... ¿No sería más provechoso a la república que unos terre­nos tan extensos permitiesen vivir en el trabajo a un número de familias igual al número de ciudadanos célibes y aislados que viven de ellos en la ociosidad?».38

Hay en este texto una nota de anticlericalismo, pero este an­ticlericalismo es tan antiguo como la propia institución monásti­ca. En el siglo xvm, se tratará de un anticlericalismo guberna­mental. En 1766, el gobierno real francés crea una comisión para el examen de los regulares, encargada de censar y reorganizar los conventos, de los que cerrará por su cuenta unos quinientos;39

en 1773, hay menos de doscientos novicios en el conjunto de monasterios. Las medidas tomadas por la monarquía cristianísi­ma de Francia corresponde a la política deformadora emprendida por José II en el sacro imperio de Austria. También él, por ra­zones de utilidad, la emprenderá con las órdenes religiosas, ce­rrará muchos conventos y consagrará sus terrenos a mejores usos.

El josefismo no era una política destinada a descristianizar a Austria; tampoco el gobierno de Luis xvi pretendía seguramente

37 Ibtd., 55. 38 El artículo es de Damilaville; Turgot, en el artículo Fondations,

había formulado ideas análogas. 39 MANDROU, O. C, 154.

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descristianizar a su reino. El anticlericalismo gubernamental es una tradición europea. Al encarnizarse contra los templarios, Fe­lipe el Hermoso no pensaba en cuestionar al catolicismo. Los valores cristianos sufren la influencia del estilo propio del con­texto socio-cultural de cada época de la historia. El «cristianis­mo» no constituye un modelo intemporal (quod semper, quod ubique, quod ab ómnibus) con el que sea suficiente confrontar la diversidad de los tiempos para descubrir la dosis de religión o de irreligión característica de tal o cual época. El integrismo, muchas veces inconsciente, de los historiadores suscita falsas res­puestas por haber planteado falsas cuestiones. ¿Cuál será, por otra parte, el modelo elegido?

Desde la reforma no han dejado de multiplicarse los tipos de cristianismo, viéndose obligados por la fuerza de las circuns­tancias a reconocerse mutuamente por lo menos cierto grado de autenticidad. El fiel de la iglesia de Inglaterra no puede consi­derar en bloque como ateos a los papistas, a los adeptos de la Kirk presbiteriana de Escocia o a los inconformistas de cualquier género. El luterano de Sajonia no puede negar la cualidad cris­tiana del reformado del Pala tinado o de Prusia. El propio cato­licismo presenta una diversidad intrínseca: el modelo de Bossuet no es el de Raneé; la religión que se practica en Versalles no se parece mucho a la que reina en la Trapa; hay un catolicismo jan­senista y un catolicismo jesuítico, y los observadores objetivos del siglo de las luces estarían seguramente de acuerdo en que el catolicismo más descristianizado es el que prevalece en Roma.

La cultura del siglo xvm sigue siendo cristiana, por la sen­cilla razón de que los espíritus más independientes y más avan­zados serían incapaces de definir los valores fundamentales de una cultura de recambio. Las afirmaciones de irreligión e inclu­so de ateísmo tienen el carácter de excepciones que confirman la regla. Los casos de conciencia de algunos intelectuales extremis­tas no pueden ser considerados como representativos de la si­tuación de la masa, apegada a un género de vida inseparable de la inspiración cristiana. La modificación de ciertos hábitos y ac­titudes de pensamiento se sitúa en el interior del propio cris­tianismo. La Compañía de Jesús es atacada, perseguida y final­mente expulsada de los países católicos de occidente y suprimida

Ambigüedades de una descristianización 39

por la Santa Sede en 1773. Este conjunto de hechos, revelador de una modificación de la sensibilidad religiosa en el terreno ca­tólico, pertenece a la historia religiosa, pero no a la historia de la irreligión o del ateísmo.

Los signos disonantes en que tanto insisten algunos no pue­den prevalecer contra el testimonio unánime de un género de vida que se impone a las multitudes. Este cristianismo masivo puede ser de calidad muy desigual; a partir del momento en que los ritos y las observaciones religiosas resultan impuestos por el conformismo social, es imposible pronunciarse sobre la autenti­cidad de las demostraciones individuales. El principio cujus re­gio, ejus religio, que terminó prevaleciendo en el siglo xvi en el terreno alemán, sigue teóricamente determinando en el espacio germánico a la religión de los subditos en función de la del prín­cipe. La iglesia establecida goza en todas partes de privilegios exorbitantes. En Inglaterra, un papista es un traidor en poten­cia, y en Francia un reformado no tiene existencia civil.

El orden político y el orden religioso son estrechamente so­lidarios entre sí; los asuntos eclesiales son asuntos de estado; el orden religioso es un aspecto más del orden público; cualquier escándalo en este terreno tiene que ser reprimido por la fuerza pública, responsable del mantenimiento del orden. Esto no sig­nifica solamente que deben ser censurados y puestos en entre­dicho los libros peligrosos para la ortodoxia instituida, sino tam­bién que las decisiones de la jerarquía eclesiástica sobre las cues­tiones que dividen a los fieles tienen el mismo valor ejecutorio que los decretos de la administración pública.

El abogado parisino Barbier, espíritu ilustrado y buen obser­vador de las realidades francesas, no puede admitir los desórde­nes suscitados por los partidarios del jansenismo, condenado ofi­cialmente por la bula Unigenitus: «Habría sido mejor, opina, no haber dado esa bula, tan inútil en sí misma; pero, como ha sido registrada en el parlamento y ha sido más o menos recibida de buena gana por la mayor parte de los obispos y de la Sorbo-na, como es absolutamente indiferente para el público y para el comercio que hayan sido justa o injustamente condenadas las ciento una proposiciones, había que apagar de todas formas esta

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disputa y castigar con severidad y de la misma forma a los sujetos de ambos partidos que hubieran faltado contra ella».40 Cuando vuelve a brotar la discusión quince años más tarde, el mismo Bar-bier indica: «Para imponer silencio al mismo tiempo a los dos par­tidos, habría que desterrar a la vez a los obispos, párrocos y demás personas que sean violentos molinistas, y por otra parte a los obispos, sacerdotes y consejeros del parlamento que sean janse­nistas avanzados y agentes de partido; con esto se tranquilizarían las personas de paz».41

El abogado Barbier no es ni un iletrado ni un imbécil. Pero no le entra en la cabeza que estas disputas teológicas son tam­bién problemas de conciencia y que hay que respetar las convic­ciones de todo el mundo. La conformidad religiosa es de orden público; cualquier falta contra la fórmula oficial de la religión toma el sentido de una oposición política. Por eso, a través de toda la Europa católica, en Francia, y especialmente en Italia, el jansenismo, vacío de su sustancia teológica, revestirá el signifi­cado de un liberalismo opuesto al absolutismo monárquico. La politización de lo religioso es también sensible en Inglaterra, en donde el episcopado, que ocupa 24 asientos en la cámara de los lores, representa para el gobierno un apoyo interesante; el poder se preocupará de promocionar a los obispos para pagar su fide­lidad política. En la Alemania protestante, la administración ecle­siástica constituye una sección especializada de la administración general.

Esta situación corre el peligro de ser mal comprendida por los modernos, habituados a la autonomía más o menos completa

40 Chronique de la Régeme et du régne de Louis XV (1718-1763) o Journal de BARBIER, edición de 1857, en noviembre de 1937, III, 416, citado en M. ROUSTAN, Les philosophes et la société francaise au XVIII' siécle. Lyon 1906, 301.

" BARBIER, Journal, mayo de 1752, V, 224, en M. ROUSTAN, O. C, 302; cf. las reflexiones de Barbier a propósito del escándalo suscitado por las tesis del abate de Prades, uno de los colaboradores de la Enci­clopedia (enero de 1752, V, 148; en ROUSTAN, O. C, 301): «Hay que confesar que semejantes proposiciones son demasiado finas y delicadas y que la buena educación no debería admitir todas estas disputas de escuela, basadas en distinciones y en interpretaciones de los pasajes dé­las escrituras».

Ambigüedades de una descristianización 41

del orden religioso. Pero en la Europa del siglo XVIII, lo espi­ritual y lo profano seguían siendo inseparables y sus intereses andaban mezclados. La opinión francesa atribuye a Madame de Pompadour, aliada del duque de Choiseul y del «partido» de los filósofos, la responsabilidad de la expulsión de los jesuítas. La Pompadour murió en 1764 y su sucesión volvió a poner en cuestión la política religiosa. Los vencidos de ayer cobran nue­vas esperanzas: «El reinado de Madame du Barry proporcionaría a los jesuítas una revancha inicial; el destierro de Choiseul y la supresión de los parlamentos fueron considerados por el partido devoto como el castigo por la expulsión de 1762, atribuyendo su mérito a la nueva dueña». En todo esto no hay nada que re­sulte chocante para las costumbres de la época: «La presenta­ción de la favorita en la corte (febrero de 1769) fue saludada por el clero de París como la señal de una nueva orientación de la política interior; según decían, es hoy cuando ha tenido lugar la presentación de la nueva Ester, que ha de sustituir a Aman para sacar al pueblo judío de la opresión».42

Los signos de descristianización no conciernen más que a una porción estadísticamente despreciable de la población europea. Pero este estatuto de unanimidad impide al observador forjarse una idea concreta de la autenticidad de las actitudes personales. Según un historiador anglosajón, que estudió particularmente la vida religiosa en una provincia francesa, «uno siente la tentación de preguntarse: ¿en qué medida la masa de la población celebra el don de la gracia sacramental y en qué medida no hace más que abandonarse a su gusto por la pompa cívica y por las festivida­des íntimas? No es posible dar una respuesta satisfactoria a estas preguntas, ya que se trata de una sociedad en donde lo espiri­tual y lo temporal se encontraban tan estrechamente asociados y en donde la imaginación general ni siquiera concebía la posi­bilidad de disociarlos. En virtud de toda la legislación existente, 'feligrés' y 'ciudadano' eran sinónimos... Es difícil encontrar cri­terios para valorar la vida religiosa de la gente ordinaria, que seguía en su vida cotidiana el ciclo del calendario eclesiástico de una forma tan automática como se levantaba por la mañana al

42 M. ROUSTAN, O. C, 122.

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sonido de la campana catedralicia o se cambiaba de ropa de in­vierno y ropa de verano por pascua y por Todos los Santos...».43

El observador puede señalar la decadencia de ciertas formas de devoción, pero la verdad es que hay otras nuevas que las sus­tituyen. La religión, una parte más de la decoración de la exis­tencia, se afirma en cada esquina de la calle y figura en las pa­redes de las casas particulares bajo la forma de emblemas fami­liares. Resulta entonces difícil apreciar la dosis de la impiedad o de la piedad popular. En 1731, el asunto de los convulsiona­rios del cementerio de San Medardo apasiona a todo París; en 1757, un canónigo de la catedral de Angers abrió en aquel edi­ficio una tumba olvidada, corrió el rumor de que aquel sepulcro era el de un santo y corrió la muchedumbre en busca de reli­quias. El 8 de febrero y el 8 de marzo de 1750 se sintieron en Londres algunas ligeras sacudidas sísmicas; se extendió el ru­mor de que el 8 de abril habría un terrible cataclismo; la pobla­ción abandonó en masa la ciudad amenazada. Hume refiere en su correspondencia que el obispo de Londres publicó entonces una pastoral recomendando las mejores «pildoras contra los temblo­res de tierra (earthquake pills): el ayuno, la oración, el arrepen­timiento y la mortificación». Aquella pastoral obtuvo un éxito enorme y el filósofo añade, no sin cierta ironía, que el editor de sus Ensayos filosóficos sobre el entendimiento humano juzgó más prudente retrasar la salida de una reedición, que habría caído mal en aquellos momentos.44

El fervor de las masas permanece casi intacto en el siglo xvni; las poblaciones, que seguían siendo en su mayor parte iletradas, no recibían más instrucción que el catecismo, y no se compren­de en nombre de qué podrían haber discutido aquella única en­señanza. Se mantiene la religión más vulgar; la que se transfor­ma es la religión de los ilustrados. Un historiador reciente, des­pués de haber pasado revista a los datos estadísticos relativos a la práctica religiosa, subraya el hecho esencial: «Una historia

43 J. MCMANNERS, Vrench ecclesiastical society under the Ancien Ré­geme. A study of Angers in the 18th century. Manchester University Press 1960, 19.

" J. DELUMEAU, O. C, 307.

Ambigüedades de una descristianización 43

total del cristianismo que rechace las simplificaciones, tiene que dar razón, por lo menos a partir del siglo xvm, de dos curvas que se entrecruzan continuamente. Una sube y otra baja. La pri­mera expresa una religión cualitativa y la segunda una adhesión cuantitativa; la primera traduce la fidelidad a un mensaje evan­gélico cada vez mejor comprendido, la segunda revela un confor­mismo que se hunde a medida que se va transformando la civi­lización».45

En el siglo de las luces, la fe de los fieles gana en inteligen­cia y en fervor; pero los cristianos consuetudinarios van siendo cada vez menos numerosos.

El cristianismo sigue predominando en las ideas y en las cos­tumbres. Los vencedores de la Bastilla no eran ateos; subieron en procesión a Santa Genoveva. «Había por las calles las mis­mas colgaduras y las mismas flores que antaño, el incienso se elevaba por los aires y subía hasta el cielo mezclado con las ple­garias. El 31 de mayo de 1793, en el barrio de las Halles, los parisinos arrodillados inclinaban sus frentes bajo la bendición de los sacerdotes constitucionales, mientras que el sagrado cortejo desfilaba con los esplendores acostumbrados. Aquel mismo día fue invadida la asamblea, y Robespierre, tras una larga requisi­toria, proponía el arresto de los girondinos, que serían ejecuta­dos poco después. Empezaba el Terror, pero el pueblo seguía celebrando sus fiestas religiosas según los ritos de los siglos cris-nanísimos».

45 Cf. P. GAY, The Enlightenment; an Interpretation, o. c, 253-354. 44 M. ROUSTAN, o. c, 408.

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2 El nuevo espíritu

religioso

Si queremos iluminar la autenticidad religiosa del siglo xvm, será en el interior del terreno cristiano donde habrá que buscar los signos de renovación o de diferencia. Esta investigación tiene que trasladarse del orden sociológico, casi sin explorar, al terre­no de la religión como conciencia individual y como experiencia vivida. Hay nuevos valores y nuevas actitudes que se van afir­mando tanto en lo que se refiere a la reflexión intelectual como en lo que atañe a la orientación de la piedad. Hay ciertos cam­bios que afectan a la relación de los hombres con Dios, signos de una fidelidad viva que no se contenta con repetir los mó­dulos estereotipados, las liturgias y las devociones esclerotizadas, heredadas del pasado.

El radicalismo de algunos espíritus fuertes, comprometidos en la cruzada anticristiana, se cree que corresponde a la opinión media de los espíritus ilustrados. De ahí una concepción mani-quea que opone a los «filósofos», hombres de tolerancia y de progreso, encarnación de las fuerzas del bien, a los campeones oscurantistas de una fe reaccionaria y caduca, en quienes se afir­ma el espíritu del mal. Pero este esquema no corresponde a la realidad histórica; en esta cuestión el partido filosófico predo­mina quizás en intolerancia, en sectarismo y en dogmatismo, y

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quizás en mala fe, sobre el partido clerical. La cultura francesa del siglo xvm no queda resumida en las figuras de Voltaire, de Holbach, de Diderot y de d'Alembert, ni en el personaje simbó­lico del cura Meslier, a los que se presenta de ordinario en las escuelas de niños como campeones sin miedo y sin tacha de la buena causa laica y republicana, a pesar de las persecuciones que les valió su animosa atividad. Voltaire, Holbach, Diderot y d'Alembert, que supieron aprovecharse del régimen establecido, no vacilaban ni mucho menos ante la posibilidad que se les ofre­cía de recurrir al brazo secular para que censurasen o encarce­lasen a sus adversarios, como la Baumelle, Fréron, etcétera, a quienes calumniaban cuanto podían.

Albert Monod reconocía en 1916: «El siglo xvm es el gran siglo anticristiano. Hasta ahora solamente ha sido estudiado a través de los filósofos. Sabido es que de las luchas entre jansenis­tas y ultramontanos nació una abundante literatura de contro­versias; se ignora generalmente al enemigo común».1 Más re­cientemente, un historiador anglosajón observaba: «El pensa­miento de la época de las luces, más que el de cualquier otra época de la misma importancia en la historia moderna, ha sido estudiado principalmente a través de unos escritos que no ex­presan más que un lado de la cuestión».2 Los grandes escritores y los espíritus más originales se encontraban todos del mismo lado; la literatura apologética recogida por A. Monod y por R. R. Palmer resulta actualmente ilegible; sin embargo, la ver­dad es que entonces se leyó. Además, se olvida demasiadas ve­ces, en Francia, que el campo de los defensores del cristianismo cuenta con un gran espíritu y un escritor genial, Jean-Jacques Rousseau, al que de ordinario se margina en este aspecto por no ser católico y porque demuestra una libertad de espíritu que los historiadores formados en una atmósfera católica juzgan in­compatible con el cristianismo.

El ciudadano de Ginebra pertenece a la otra Europa, cuyo espacio espiritual no está regido por la alternativa maniquea que

; ' A. MONOD, O. c, 1. 1 R. R. PALMER, Catholics and Unbelievers in 18tb Century France.

Princeton University Press 1939, 7,

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prevalece en Francia. La renovación del espíritu puede realizarse allí sin romper abiertamente con la creencia tradicional, lo cual hará de la Europa protestante el lugar de origen o la fuente de desarrollo de los nuevos valores religiosos. Leslie Stephen, autor de la History of the english thought in the 18th century, cuenta que su proyecto inicial no era el de presentar una historia ge­neral del pensamiento británico en el siglo xvni; deseaba limi­tarse al terreno del pensamiento religioso; pero se dio cuenta de que este pensamiento se prolongaba en el conjunto del es­pacio cultural. «He intentado, escribe, indicar la aplicación de los principios admitidos en filosofía y en teología a las cuestio­nes morales y prácticas, y su proyección en la literatura de ima­ginación contemporánea».3 El pensamiento religioso vivo no pue­de disociarse de las diversas formas de afirmación de la concien­cia humana. «Esta obra, tal como es, concluye el autor, ha ad­quirido tales dimensiones que me he sentido incapaz de caracte­rizarla de manera suficiente y satisfactoria con un título distinto del que le he dado, a pesar de su ambición».4

El gran eje religioso atraviesa de parte a parte la cultura bri­tánica; Newton y Locke, los inspiradores de la ciencia físico-matemática y de la ciencia del hombre, pertenecen ambos a la historia del pensamiento religioso. La controversia deísta movili­za a todos los animadores de la conciencia británica en un sen­tido o en otro, sin poner en causa al propio cristianismo, cuya validez es reconocida por unos y por otros. La existencia del ca­tolicismo proporciona a los no católicos una bonita excusa; cuan­do se trata de denunciar los abusos y perversiones de la religión auténtica, siempre cabe el recurso de atacar al papismo, aman­sando de esta forma la susceptibilidad de los defensores de la iglesia establecida.

Una situación por el estilo es la que se da en la Alemania protestante. Emmanuel Hirsch, autor de una considerable Histo­ria de la teología evangélica moderna en su relación con los mo­vimientos generales del pensamiento europeo, para situar las co­rrientes de la conciencia protestante, evoca la evolución de la

3 L. STEPHEN, O. C, I, VIII. 4 Ibid., IX.

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filosofía occidental en su conjunto.5 Nos cuesta trabajo imaginar­nos una historia de la teología católica, concebida dentro del mismo espíritu; ésta, en vez de ir simpatizando a través de los tiempos con el espíritu contemporáneo, parece mostrarse deseo­sa de apartarse, de encerrarse dentro de sus propias certezas, lanzando el anatema contra las diversas expresiones de la con­ciencia profana. Ocurre como si la diversidad de denominacio­nes religiosas se tradujese, a nivel de la conciencia, en un dua­lismo de lo cerrado y lo abierto, que supone en las regiones ca­tólicas un bloqueo de la afirmación de la fe; ésta, condenada a mantenerse en una actitud defensiva, no podrá asumir un ros­tro conforme con la renovación de los valores.

Teniendo en cuenta esta diferencia de terreno, el cristianis­mo europeo del siglo xvm posee ciertos caracteres comunes, de los que el más evidente es que ha dejado de ser un cristianismo triunfante. Las jerarquías eclesiásticas, aliadas con los poderes políticos, conservan todavía un dominio muy fuerte sobre las masas cuya gestión espiritual aseguran gracias a la administra­ción de los sacramentos. Pero esta soberanía totalitaria se ve en crisis debido a un profundizamiento interior de la conciencia cristiana, tanto en el orden de la reflexión como en el orden de la fe, entre los individuos de mayor cultura. Aunque domina sociológicamente, el cristianismo va dejando de ser poco a poco lo que antes era, en el secreto de los corazones y de las concien­cias, para una minoría ilustrada.

Las religiones del siglo xvn viven bajo el régimen del espí­ritu de la ortodoxia. La autoridad jerárquica decide de lo ver­dadero y de lo falso; determina de forma soberana las obliga­ciones impuestas a los fieles, so pena de sanciones graves y a veces capitales, cuya ejecución será asegurada por el poder civil. Esta estructura absolutista se advierte de forma especial en el caso de la iglesia romana, en la que reina el espíritu del conci­lio de Trento y que se defiende a base de anatemas contra las amenazas reales o supuestas. La condenación de Galileo en 1633

5 E. HIRSCH, Geschichte der neuern evangelischen Theologie im Zu sammenhang mit den allgemeinen Bewegungen des europáischen Den-kens. Bertelsmann Verlag, Gütersloh 1949 s.

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basta para conjurar la tentación del espíritu científico; la física matemática tiene que refugiarse en la clandestinidad y en la ile­galidad hasta finales del siglo xvin. Cuando sus consejeros ecle­siásticos pusieron al rey de Francia en guardia contra el movi­miento jansenista, éste obtuvo de su iglesia, y luego de Roma, las medidas necesarias para poner fin a aquellas tendencias sub­versivas. La bula Unigénitas, de 1713, acabaría con las últimas resistencias. La desviación molinosista es tratada en Roma de la misma manera; Molinos, después de haber reconocido sus erro­res y los escándalos de su vida, fue condenado en 1687 y murió en la cárcel nueve años más tarde. Fénelon, arzobispo de Cam-brai, pareció que renovaba la herejía de Molinos en su Explica-üon des máximes des Saints (1697); el libro fue condenado en 1699, Fénelon tuvo que abjurar de su quietismo y sufrió en su diócesis un destierro que duró hasta su muerte en 1715.

El papa de Roma, que tiene las llaves del cielo, ha de tener siempre en todo la última palabra. Roma locula, causa finita. Esta política de la íuetza encuentra su campeón en la persona de Bossuet, hombre de todas las intransigencias, que combate en todos los frentes y no deja de actuar hasta que logra aplastar al ad­versario. La revocación del edicto de Nantes por Luis XIV en 1685 es el símbolo de este absolutismo; de un plumazo, y para la mayor gloria de Dios, una gran parte de la población francesa queda despojada de su identidad cristiana. Surgirán protestas en los países no católicos, pero la opinión francesa aprueba y se calla. Y Roma entona un Te Deum,

Fuera del ámbito de Roma, las otras denominaciones cristia­nas adoptan de buena gana una actitud autoritaria en materia de religión, imponiendo también a los fieles unas conformidades obligatorias. En 1619, el sínodo reformado de Dordrecht, en los Países Bajos, decide en favor de los ortodoxos el debate sobre la predestinación. Los pastores arminianos, más liberales, tienen que sufrir el destierro durante varios años. En Inglaterra, du­rante todo aquel siglo, las diversas confesiones se entregan a luchas sangrientas por el poder; los vencidos pasan a ser ciuda­danos de segunda clase. En los diversos estados alemanes existe también de hecho, en diferentes grados, un césareopapismo. El dogmatismo religioso no vacila lo más mínimo en hacer causa

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común con el poder político para asegurar su dominio sobre las almas.

Este dogmatismo no encontró oposición alguna durante la mayor parte del siglo xvn, pero pronto se hicieron sentir algu­nos síntomas de cambio; el integrista Bossuet se preocupaba ya por las repercusiones de la nueva filosofía en la fe tradicional. Creía haber encontrado en el pensamiento de Descartes un apoyo para la apologética de la iglesia, pero pronto se dio cuenta de los nuevos signos de los tiempos. Y anuncia: «Veo que se está preparando un gran combate contra la iglesia bajo el nombre de la filosofía cartesiana..., porque con el pretexto de que no hay que admitir más que lo que se entiende con claridad —lo cual, reducido a ciertos límites, es muy verdadero— todos se toman la libertad de decir: 'y° entiendo esto y no entiendo aquello'; y sólo con este fundamento aprueban o rechazan lo que les gus­ta... Bajo este pretexto se introduce una libertad de juicio que hace avanzar temerariamente, sin consideración alguna con la tradición, todo lo que uno piensa...».6

Denunciando este peligro inminente, Bossuet saluda al siglo nuevo en el que se realizará el desanquilosamiento de la verdad religiosa. Esta no se reducirá ya a un formulario impuesto a cada individuo por el azar geográfico de su nacimiento. El espí­ritu de ortodoxia implica la subordinación de la conciencia indi­vidual a la tradición, mantenida por la autoridad eclesiástica con la colaboración del poder civil. Hasta el siglo xvm, la religión se presenta como un presupuesto del ambiente social, como una fórmula de vida a la que hay que respetar sin más por parte de los miembros de tal o cual comunidad concreta. Montaigne no ve razón alguna para no seguir la religión de su nodriza, y Des­cartes se acoge a la de su rey. Semejante fidelidad extrínseca permanece sujeta a caución y el propio catolicismo, en principio, pide mucho más, ya que concibe a la fe con toda su autentici­dad, como una adhesión íntima y una consagración de la vida personal a las normas de espiritualidad difundidas por el apa-

6 Carta a un discípulo del P. Malebranche (M. d'Allemans), 21 de mayo de 1687, en BOSSUET, Correspondance, ed. Urbain et Levesque, Ha-chette 1910, III, 372-373.

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rato eclesiástico, que tiene la misión de transmitir a los hombres las exigencias divinas. La disciplina externa, la obediencia, no debería estar nunca separada de la convicción plena y entera. El siglo xvm no careció de grandes figuras religiosas, cuya profe­sión de fe seguía siendo la expresión de una fe auténtica. Bossuet fue uno de esos hombres; pero resulta que la fe no está de acuer­do con la profesión de fe impuesta por la autoridad, y surge en­tonces el drama de los jansenistas. Pascal se reserva el derecho de apelar del juicio de Roma al tribunal de Cristo. Y resulta también a veces que la profesión de fe no es más que un vano simulacro que dispensa de la fe.

Hasta el siglo xvn, pudo mantenerse el equilibrio, como re­gla general, entre la exigencia de las aspiraciones íntimas y la presión impuesta por la pertenencia a una organización eclesiás­tica. Las excepciones suscitaban ciertas medidas represivas que aseguraban más o menos bien la vuelta al orden; el no-confor­mista se veía obligado a entrar en vereda o, en todo caso, a ca­llarse y a marcharse a veces. Este sistema funcionará, en el si­glo xvm, cada vez peor; se irán concretando aquellas amenazas que vislumbraba Bossuet, y los medios que empleaba eficazmente el obispo de Meaux no bastarán ya para conjurar los signos de in­conformismo que se multiplicaban por todas partes. La autori­dad eclesiástica, a pesar de la ayuda del poder político, no logra hacerse dueña de una situación que se le escapa. Los gritos de alarma de los dirigentes de las iglesias establecidas, sus precau­ciones frente a lo que consideran como una descristianización ge­neral, son síntomas del retroceso general de las ortodoxias.

En la cristiandad tradicional, la institución eclesiástica era el lugar de la relación del hombre con Dios, que tenía que llevarse a cabo siguiendo el camino obligado del orden jerárquico. La iglesia, medio de acceso a la trascendencia, se había convertido en un fin en sí; se había sacralizado a sí misma, identificándose con la realidad divina; era imposible distinguir el servicio a Dios del servicio a la iglesia. El clericalismo es una tentación con­tinua para los que poseen un poder sacramental, que confunden de buena gana sus deseos y sus ambiciones con los caminos de la divinidad. La reforma de Lutero, después de otras muchas tentativas fracasadas, había afirmado la necesidad de una bus-

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queda de Dios fuera del aparato eclesiástico esclerotizado, que constituía un obstáculo a todo encuentro auténtico del fiel con la divinidad. Pero Lutero y los demás reformadores habían caído a su vez en la misma dificultad que atacaban en el catolicismo: la inspiración, para subsistir, degenera en institución, en virtud de una inevitable degradación de la fidelidad religiosa. Las igle­sias nacidas de la reforma habían formulado por su cuenta nue­vos conformismos teológicos y, para hacer prevalecer su sobera­nía dentro de su esfera de influencia, habían establecido fruc­tuosas alianzas con los poderes temporales.

El cristianismo, que comienza con la afirmación de la liber­tad gloriosa de los hijos de Dios, se había atascado en las argu­mentaciones teológicas, los formularios eclesiásticos y las sutile­zas del derecho canónico. Si los contemporáneos de la reforma habían podido esperar que las iglesias nuevas se verían libres de los defectos de la iglesia tradicional, esa esperanza había desapa­recido al cabo de siglo y medio. La reforma no se había hecho; estará haciéndose siempre: ecclesia reformata semper reformártela. La autenticidad cristiana tiene que ir conquistándose continua­mente, a costa de un combate y de un esfuerzo por subir la cuesta del costumbrismo sacramental y del sopor dogmático. Pascal había cosido en sus vestidos el famoso Memorial, como un toque de atención contra la tentación constante de olvidar que la relación con Dios debe prevalecer sobre todas las demás re­laciones de la vida del cristiano. Combatía a su manera contra la alienación eclesiástica de la fe. Otros, como Bayle por ejem­plo, o como Locke, reaccionaban contra la alienación teológica de la razón: los teólogos jugaban con una razón de iglesia tan funesta como la razón de estado, que —con el pretexto de obe­diencia a Dios— impone el respeto a intereses demasiado huma­nos. Una teología que justifica la revocación del edicto de Nan-tes no proclama la verdad de Dios.

Pascal y Bayle eran herejes, sospechosos cada uno de ellos para sus ortodoxias respectivas. Pascal fue considerado a veces como un escéptico por no admitir la soberanía de la razón; por ese mismo motivo, Bayle pasó por ser un apologista del agnos­ticismo, si no del ateísmo. Pero Pascal y Bayle representan unos valores cristianos que se fueron afirmando durante el siglo XVIII.

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Si ciertos individuos como Voltaire y Condorcet, campeones del espíritu crítico en la línea de Bayle y de la tolerancia, se inte­resaron tan seriamente por Pascal y dialogaron con él, es por­que reconocían en él al testigo de una autenticidad cristiana, en los antípodas de su propio pensamiento; se sentían atraídos por ese hechizo que ejercen uno sobre otro los extremos opuestos. Pascal representa al cristiano en estado puro, sin adulteraciones eclesiásticas; su experiencia está emparentada con la experiencia pietista, una de las formas maestras de la espiritualidad del siglo XVIII.

Si se admite que la preocupación religiosa constituye, tanto para Pascal como para Bayle, el núcleo de todo pensamiento, no se extrañará uno de que cierto historiador haya podido declarar: «El cristianismo condiciona el curso de la filosofía del siglo XVIII en su conjunto».7 La apologética se desarrolla en el sentido del pro y el contra. La relación con Dios, en ambos casos, sigue siendo el objeto principal, el meollo del pensamiento. La crítica de alguna de las formas de cristianismo no es ni mucho menos un testimonio de irreligión. El que ataca las adulteraciones y los abusos, el que denuncia las mistificaciones y los absurdos ecle­siásticos, incurre ante los mantenedores del orden establecido en la acusación de ateísmo. Algunos espíritus como John Toland y Anthony Collins, partidarios de un cristianismo razonable, han sido denunciados como ateos por sus adversarios. Samuel Reima-rus, profesor de Hamburgo, cuyos fragmentos postumos fueron publicados por Lessing en los años 1774-1778 con el título de Fragmentos de un anónimo, incurrió en esta misma acusación por parte de ciertos campeones de la ortodoxia luterana. Pues bien, el manuscrito de Reimarus se titulaba Apología para los adoradores racionales de Dios; no se trataba, ni mucho menos, de negar la existencia de Dios, sino de buscar los caminos de un culto razonable, en espíritu y en verdad, de los que se habían desviado los cristianos. Reimarus no es más ateo que Spinoza, otro de los que habían permanecido mucho tiempo bajo la exe­cración de Ja gente bien. Lessing se inspira en una espirituali-

R. P. PALMER, Catholics and Unbelievers in 18tb Century Frunce. Princeton University Press 1939, 136.

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dad análoga; el cristianismo no tiene a sus ojos una validez ab­soluta, sino que constituye una encarnación histórica de la reli­gión universal.

Estas acusaciones de ateísmo son características de un nuevo aspecto de la situación espiritual. En adelante, será ya posible pensar fuera de los marcos de tal o cual religión establecida; cabe manifestar expresamente ciertas reservas sobre tal o cual dogma de la iglesia anglicana o de la iglesia luterana; se puede criticar en la Enciclopedia o en el Diccionario filosófico ciertos aspectos del catolicismo. Sigue habiendo riesgos todavía, pero no tan graves como en las épocas anteriores; las polémicas han sus­tituido a las guerras de religión, de las que representan una for­ma considerable atenuada. Empieza a prevalecer la idea de que la religión no puede identificarse con la profesión de fe ni con la estructura eclesiástica vigente en un país determinado. Ya la reforma había relativizado al cristianismo pluralizándolo; en el siglo xvni, los progresos de la información en materia de geo­grafía cultural y de historia de las civilizaciones introducen en las costumbres intelectuales un ensanchamiento del espacio reli­gioso, en cuyo seno el cristianismo pierde su monopolio y se convierte en una religión entre otras varias. En adelante, la pa­labra «religión» admite el plural: una idea ante la que retroce­dían anteriormente la mayoría de los espíritus decentes. Y la di­versidad de religiones está pidiendo una unidad más amplia, en cuyo seno el cristianismo tiene que aceptar la confrontación con modalidades diferentes de la relación con Dios a través del mun­do. Todas las confesiones, afectadas por una especie de desinsta­lación, encuentran el terreno resbaladizo en este nuevo espacio, en cuyo seno no pueden ya disfrutar de sus seguridades fami­liares.

El sentido de este cambio no está inmediatamente claro. Ni los defensores del orden establecido en materia eclesiástica ni sus adversarios se dan cuenta de antemano del conjunto del fenó­meno. Unos y otros reaccionan confusamente, a propósito de in­cidentes locales, cuyas consecuencias no acaban de medir. Lo que los contemporáneos, y tras ellos los historiadores, consideran como la subida de la irreligión o el progreso de la descristiani­zación corresponde a un complejo proceso de descentramiento y

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de recentramiento de la vida religiosa; ya no es lo que había sido desde siempre, y esto hace pensar que está en vías de des­aparición. De aquí esa impresión de extrañeza y de malestar para algunos, llenos de angustia ante una realidad que contradice sus hábitos más queridos. El presidente de Brosses, en Roma, tiene la impresión de que el catolicismo está a punto de morir por consunción; y Winckelmann, que a pesar de todo se convirtió para poder vivir entre los tesoros de la antigüedad, comparte a veces este sentimiento,8 que es también el de los pensadores ra­dicales, sensibles a todos los signos de debilidad que atestiguan que al «infame» le queda ya poco tiempo de vida. Voltaire solo, sin otra ayuda, es capaz de hacer retroceder las fuerzas oscuras que han promovido la condenación del desventurado Calas y de imponer su rehabilitación. El mismo Voltaire puede impunemen­te dedicar al papa de Roma una tragedia titulada Mahomet, en donde predica la tolerancia, sin atraer sobre su cabeza más que complacidas enhorabuenas. ¡Cuánto han cambiado los tiempos!

No son nuevas estas ideas; se iban afirmando ya en las re­flexiones de ciertos espíritus del renacimiento: Nicolás de Cusa, Guillaume Postel, Jean Bodin...; pero habían sido el secreto de estas personalidades excepcionales. En el siglo de las luces no se trata ya de especular sobre el futuro, sino de comprobar un es­tado de hecho. El joven Turgot llevó la sotana en la Sorbona hasta 1750; renunció a ella sin romper abiertamente con el esta­do eclesiástico. Destinado a elevadas funciones administrativas y políticas, este amigo de los enciclopedistas y de los fisiócratas no es ni un fanático ni un rebelde. El juicio que da sobre el cris­tianismo es sumamente significativo: «Reconozco el bien que el cristianismo ha hecho al mundo, pero el mayor de esos benefi­cios ha sido el de haber iluminado y protegido a la religión na-

8 Cf. C H . DE BROSSES, Lettres familiéres sur l'ltdíe (1739-1740), ed. Y. Bezard, II. Didot 1931, 149: «Si se va perdiendo cada vez más el crédito del pontífice, es porque también se va perdiendo la manera de pensar que lo hizo nacer... Fijémonos en la diferencia sobre este artículo entre Jos tiempos de Enrique IV y los nuestros». Winckelmann escribe en 1760 que «el dominio de los sacerdotes va disminuyendo por todas partes; comienza ya su caída y su desaparición». En esta misma época, el estadista napolitano Tanucci anuncia la disolución de la iglesia cató­lica (cf. C. JUSTI, Winckelmann und seine Zeitgenossen. Leipzig 31923, III, 17).

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tural. Por otra parte, la mayoría de los cristianos sostiene que el cristianismo no es el catolicismo; y los más ilustrados, los me­jores católicos, sostienen que menos aún es la intolerancia. En esto están de acuerdo con todas las demás sectas verdaderamente cristianas, ya que los signos más característicos del cristianismo son y tienen que ser la mansedumbre y la caridad».9

Cincuenta años después de la muerte de Bossuet, portavoz del absolutismo religioso, se encuentra relativizada la idea misma de religión. Ninguna confesión puede pretender imponerse a todos los espíritus por la fuerza de la autoridad; ante la posible plura­lidad de opciones, le toca a cada individuo decidir en lo que le atañe. «Los hombres pueden juzgar de la verdad de la religión, escribe Turgot, y precisamente por eso no son los otros los que tienen que juzgar por ellos, ya que las cuentas se le presentarán a cada uno; por otro lado, en todo caso, si alguno pudiera juz­gar por otros, ¿acaso habrían de ser los príncipes?; ¿sabía más de todo esto Luis XIV que Leclerc o Grotius?».10 El estado no debe conceder sus privilegios a ninguna religión particular; y mu­cho menos tiene derecho a imponer a los ciudadanos tal o cual forma particular de culto: «Exactamente hablando, ninguna reli­gión tiene derecho a exigir más protección que la libertad; pero pierde sus derechos a esa libertad cuando sus dogmas o su culto son contrarios al interés del estado».11 Los valores se han trastro­cado por completo; todas las religiones sin discriminación que­dan sometidas a la condición restrictiva del orden público.

Más aún, el análisis de Turgot, al separar a las iglesias del estado, separa al individuo de la iglesia en el mismo momento en que decide por su cuenta la actitud que va a tomar. Si la Aufklarung, según Kant, es la situación de un espíritu que ha al­canzado la mayoría de edad, la emancipación se extiende también a la elección de una confesión: «El interés de cada individuo es independiente en relación con la salvación; en su conciencia no tiene más que a Dios como testigo y como juez... La ayuda de

' Deuxiéme lettre a grand Vicaire sur la Tolérance (1754), en Oeuvres, ed. Schelle. Alean 1913, I, 425.

,0 lbíd., 413. " Premiére lettre a un grand Vicaire (1753): lbíd., 387.

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los demás hombres sería aquí imposible, y el sacrificio de su ver­dadero interés sería un crimen. El estado, la sociedad, los hom­bres en grupo, no significan nada respecto a la elección de una religión; no tienen derecho a adoptar una de ellas arbitrariamen­te, ya que una religión está basada en una convicción. Por tanto, una religión no es dominante más que de hecho, no de dere­cho».12 Turgot, después de haber desechado a la irreligión y a la superstición fanática, se pronuncia en favor de la religión na­tural, la que favorece a la concordia en todos los terrenos: «La religión natural, debidamente sistematizada y acompañada de un culto, al defender menos terreno, ¿no resultaría también más inatacable?».13

La reorganización del espacio religioso está inspirada en los principios ya desarrollados por Bayle y por Locke. Lo más cu­rioso es que, sin darse cuenta de ello, Turgot, partiendo del ca­tolicismo, llega a preconizar un estatuto que corresponde a las exigencias de un protestantismo liberal, el mismo que Rousseau propondrá en la profesión de fe de su poco católico vicario. Este protestantismo liberal, que cobraba fuerzas en Bayle y en Locke, y que se encontrará en el pensamiento religioso de Kant, corres­ponde a un punto medio en la evolución de los valores confe­sionales en el siglo de las luces. Los observadores católicos del siglo XVIII y los historiadores franceses posteriores no han sa­bido reconocerlo: se trataba en aquel caso de una forma de reli­gión que ignoraban y que correspondía quizá, a sus ojos, a la designación de una religión digna de ese nombre.

El hecho de que Turgot haya podido concebir estas ideas de­muestra la transformación del clima intelectual en la esfera de influencia católica, al menos en lo que se refiere a los espíritus ilustrados. El integrismo no tiene ya fuerzas para hacer prevale­cer su fuerza; a pesar de las censuras persistentes, pero impo­tentes, el espíritu de ortodoxia queda reducido a una defensiva sin muchas esperanzas. La Enciclopedia fue víctima de toda clase

'- lbíd., 388. 13 lbíd., 391; pueden relacionarse estas ideas de Turgot con la opi­

nión de ROUSSEAU sobre la «religión civil», al final del Contrato social, 1. IV, c. VIII.

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de persecuciones, pero la empresa pudo llegar a buen fin. Y los 4.000 suscriptores de la edición original, lo mismo que los nu­merosos compradores de sus reediciones, pudieron leer, además de otras condenaciones del clericalismo, la que figura en el ar­tículo Population, bajo la pluma de Damilaville: «Ese ansia de reducir a todos los hombres a una misma fórmula religiosa y obligarles a pensar todos lo mismo... es un azote cuyos horrores no experimentó la humanidad en el paganismo... Este despotis­mo espiritual que pretende sujetar hasta el pensamiento bajo su cetro de hierro tiene que tener todavía el terrible efecto de pro­ducir a la larga el despotismo civil. El que cree que puede for­zar las conciencias, no tarda en convencerse de que lo puede todo. Los hombres están demasiado inclinados a aumentar la autori­dad que tienen sobre los otros; y ansian demasiado igualarse con los que creen que están por encima de ellos para resistir el ejem­plo que les da el fanatismo en nombre de la divinidad».

El despotismo civil y el despotismo religioso se alian fácilmen­te en una política en la que la autoridad establecida reivindica una soberanía de derecho divino, fuera de todo arbitraje racio­nal. Pues bien, el absolutismo confesional es contrario al dere­cho natural. «La naturaleza, sigue escribiendo Damilaville, no ha grabado más que un culto en el fondo de los corazones»; el es­píritu de ortodoxia rompe la unidad humana. Los hombres «le­vantan entre sí unas barreras que todos los esfuerzos de la razón no pueden destruir. Se diría que no son ya seres de una misma especie ni habitantes de un mismo globo. Cada culto, cada secta forma un pueblo aparte, que no se mezcla con los demás...»

Se puede ver en la Enciclopedia una suma del ateísmo. Pero el anticlericalismo, el liberalismo en materia confesional no pue­den considerarse igual al ateísmo propiamente dicho. La Enciclo­pedia no ha sido redactada por ateos para otros ateos; es más legítimo ver en ella una expresión de ese nuevo espíritu religio­so que prevalece en Europa occidental y que se impone también a la oponión ilustrada en Francia, en donde un Voltaire, un Tur-got o un d'Alembert no pueden ser catalogados como ateos, a pesar de sus sospechas en contra de las iglesias establecidas, a las que reprochan, y con razón, que abusan de las masas y que utilizan lo espiritual para fines temporales.

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Este nuevo espíritu religioso anima en el fondo los grandes debates del siglo; está ya presente en el enfremamiento entre Leibniz y Bossuet, cuando el pensador alemán sostenía las tesis de un pluralismo confesional y del respeto a las conciencias fren­te al monolitismo granítico del obispo de Meaux, empeñado en mantener la inmutable divinidad del dogma católico. Leibniz es uno de los maestros del pensar del siglo de las luces, en el que Bossuet se queda sin discípulos, incluso entre los defensores de las iglesias establecidas, obligadas a toda clase de concesiones. El antiguo régimen confesional se ve afectado de consunción inter­na mucho antes de la revolución francesa.

La religión tradicional imponía una armadura rígida a todas las existencias indistintamente; realizaba una síntesis del género de vida, fundamento de los valores más diversos. Las normas morales se definían por los mandamientos de Dios; si fallaba ese fundamento, el individuo no podía menos de caer en manos de todos los desórdenes, y esto convertía al ateo en un criminal en potencia, excluido del pacto social, según opina el propio tole­rante Locke. Fianza de la obligación moral, la religión es tam­bién garantía del orden público; sólo Dios puede asegurar la autoridad de un régimen político, ya que todo poder viene de Dios (omnis potestas a Deo). Hobbes, a pesar de todas las sos­pechas que caían sobre él por materialista y ateo, asocia a la autoridad política con la autoridad religiosa, que la reviste de su trascendencia. Por tanto, se aplica una estilización religiosa uni­forme a la vida moral y a la vida social, que parecen inconcebi­bles fuera de un control ejercido desde el punto de vista del ab­solutismo teológico. La religión orienta en el sentido de la his­toria, decidiendo el significado del pasado y el porvenir de la humanidad. Dicta los valores epistemológicos,, ya que el conoci­miento humano no puede transgredir sin error y sin delito las indicaciones ofrecidas por la palabra de Dios. No es libre el juego de la inteligencia, y los tribunales eclesiásticos tienen la misión de llamar al orden a los temerarios que se fían de sus razona­mientos y de sus cálculos más que de la revelación.

Hasta el siglo xvn, el cristianismo se había impuesto umver­salmente como una axiomática del pensamiento y de la acción para unos hombres que vivían en situación de cristiandad. Como

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escribía Faguet, «las diversas tendencias religiosas son las formas que iban tomando en los hombres las ideas fundamentales y los sentimientos profundos. En el seno del cristianismo en que vi­vían, pensaban todos ellos según su complexión íntima; y su pen­samiento, en vez de convertirse en un sistema filosófico, tomaba como forma y como expresión una de las diversas interpretacio­nes del cristianismo que entonces existían».14 Es casi imposible para un hombre del siglo xx no referirse más o menos a una de las tendencias políticas dominantes; del mismo modo, antes del siglo xvin, un hombre no podía afirmar su identidad personal más que en función de unas referencias religiosas.

La religión había proporcionado un fundamento a la induc­ción, un principio de orden en el mundo y en el hombre. San Agustín le pedía a Dios que asegurase y mantuviese la unidad de su personalidad, amenazada de dislocación, a partir del mo­mento en que Dios dejase de concederle la garantía de su gra­cia. Bossuet no puede imaginarse que haya un vínculo social fue­ra de la obediencia a Dios; la política se deduce de la sagrada escritura. El cambio consiste en el descubrimiento de que el hom­bre y la sociedad, en ausencia de la contra-seguridad teológica, pueden mantenerse en virtud de un orden puramente humano. «A través del medio siglo transcurrido entre 1700 y 1750, resu­me Roger Mercier, la religión y la moral van ultimando la trans­formación que les llevó a situar al hombre en el centro en lugar de Dios».15 Los hombres de la ilustración experimentan la muer­te de Dios: a sus ojos Dios está muerto, al menos el Dios de la religión tradicional. Dios ha muerto; pero el mundo, privado del sostén teológico, no por eso se hunde en una catástrofe sin pre­cedentes. Los hombres siguen viviendo, y no faltan incluso bue­nas razones para pensar que son todavía más felices que antaño.

Bayle había enunciado la aparentemente peligrosa paradoja de que podía concebirse una sociedad sin religión. El mismo Hob-bes, espíritu valiente, no se habría atrevido a llegar a concebir un estado sin religión de estado. «No pondré ninguna dificultad,

14 E. FAGUET, Dix-septiéme siécle. Boivin s. d., 447. 15 R. MERCIER, La réhabilitation de la nature humaine, 1700-1750.

V".emomble 1960, 441.

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escribe Bayle, si se desea saber mi opinión sobre una posible so­ciedad de ateos; me parece que, en lo que se refiere a los cos­tumbres y a las acciones civiles, sería muy parecida a una socie­dad de paganos. Es cierto que habría en ella leyes muy severas, y muy bien ejecutadas, para el castigo de los criminales. Pero ¿es que no se necesitan en todas partes?».16 El temor del Señor no es necesariamente el comienzo de la sabiduría. Con referen­cia o sin referencia a Dios, es la organización jurídica, apoyada en el aparato represivo, lo que permite mantenerse a las socie­dades. Por consiguiente, cabe la posibilidad de disociar a la co­munidad social de la comunidad religiosa, a fin de evitar los abusos que acarrea el clericalismo. El orden político puede encontrar sus justificaciones según los principios de la religión universal y de la utilidad común; el pacto social se basa en una libre asociación con vistas al bien de todos. La tolerancia se dará por descontado cuando la religión pase del terreno público al terreno privado.

Lo mismo que la cohesión social, la cohesión personal tiene que verse asegurada por nuevos medios. Agustín opinaba que, fuera de la invocación a Dios, su personalidad caería en pedazos. La psicología y la moral del siglo xviu emprenden una nueva búsqueda a fin de asegurar la unidad, ya problemática, del ser humano. El principio de identidad, asegurado hasta ahora dog­máticamente como una responsabilidad delante de Dios, se ba­sará en las responsabilidades y utilidades sociales. Hume duda de la realidad del yo, por la misma razón con que duda de los argumentos en favor de la existencia de Dios. Kant refiere el origen de los valores, no ya a la razón teórica, sino a la razón práctica, orgullosa de su autonomía, que decreta libremente su orientación. Estos valores, caídos del cielo a la tierra, buscan fines apropiados a la existencia humana: «El objetivo que se propone el hombre de bien no es ya la obediencia a la ley dic­tada por Dios, sino la realización de la felicidad de los hombres, del mayor número de hombres posible...».17 Por tanto, no es que se niegue a Dios; pero interviene solamente en segundo lu­gar. Antes había cubierto con su autoridad soluciones ya hechas:

16 P. BAYLE, Pettsées diverses sur la Comete, 1682, CLXI. 17 R. MERCIER, O. C, Ibíd.

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ahora que ha sido puesto entre paréntesis, aparecen las verda­deras cuestiones, que habían enmascarado los conformismos re­ligiosos.

También en el orden intelectual se impone la tarea de recons­truir un espacio mental que no esté sometido al dominio de la revelación, de la que los teólogos hacían un principio regulador del conocimiento y de la ciencia. La revolución de Galileo con­sagra la emancipación del discurso científico, nuevo prototipo de verdad. La universalidad racional de las leyes de la ciencia re­vela la arbitrariedad de los dogmas teológicos, que no han po­dido probar nunca su catolicidad verdadera. Buffon, cuando vio condenados por la Sorbona los primeros volúmenes de su His­toria natural, se contentó con publicar la condenación en la pri­mera página de las siguientes ediciones, añadiendo que se re­tractaba humildemente de todos los errores denunciados por los señores teólogos. Esta «retractación» tiene el mismo valor que un indiferente encogerse de hombros; no engañó a nadie, ni si­quiera a los teólogos, que no insistieron más, porque sabían que la situación había dejado de serles favorable.

La razón reivindica el control del espacio mental en su tota­lidad. Descartes se negaba a poner en cuestión a la revelación, le daba un prudente rodeo y se esforzaba en subordinar siem­pre su reflexión metafísica y científica a los imperativos de los teólogos. Kant escribió un tratado sobre La religión dentro de los límites de la simple razón; no le toca a la razón inscribirse dentro de los límites que le imponía la religión. La fe y la doc­trina de las iglesias tienen que someterse a una verificación de sus poderes. La crítica filológica, la exégesis histórica, la psicolo­gía, reivindican un derecho de examen de la afirmación cristia­na, lo mismo que de las demás religiones del universo. El men­saje religioso no se impone ya como un dato macizo; se analiza en sus diversos elementos, que están lejos de presentar todos ellos el mismo valor. Las ciencias religiosas no son el fin de la religión, sino el comienzo de una concepción que emplea una nueva inteligencia para desembocar en la afirmación de una fe de un nuevo estilo.

Esta peripecia corresponde al desgaste de los absolutos reli-

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giosos que habían prevalecido hasta entonces en la cristiandad de occidente: absoluto de la iglesia, absoluto de la tradición, ab­soluto de la biblia. La iglesia jerárquica deja de presentarse como una estructura de comunicación entre el cielo y la tierra, que goza de una garantía divina que se ejercería de arriba abajo por la mediación del sacramento. El anticlericalismo ataca a la insti­tución, denunciando su carácter demasiado humano; lo sagrado, en manos de quienes lo manejan, se convierte en un medio de poder, en un instrumento para gobernar las almas recurriendo a todas las técnicas de la mistificación. En cuanto a la tradición, que pretende marcar la afirmación de la iglesia a través de los tiempos con el sello de la inmutabilidad, queda desmentida por el hecho de que existe una historia de la iglesia, que enseña las variaciones que ha habido en su pensamiento y en sus dogmas, al compás de las renovaciones del contexto cultural. La perspec­tiva histórica sugiere una desacralización del devenir religioso. En una humanidad en transformación constante, el cristianismo no permanece fijo en una postura de eternidad, bajo la tutela de una jerarquía revestida con todos los atributos de la trascen­dencia.

La reforma había denunciado lo absoluto de la iglesia y lo absoluto de la tradición. Pero había mantenido lo absoluto de la biblia, en la que Dios se había anunciado en un tiempo, pero para todos los tiempos. El literalismo bíblico era una postura de repliegue para quienes reprobaban la confiscación y la adultera­ción de la afirmación cristiana inicial por parte de la institución católica. Pero también empezaría a cuartearse la fortaleza bíblica, debido a la misma atención que se le dirigía desde que fue con­siderada como la fuente única de la autenticidad cristiana. El progreso de los estudios hebraicos, la reconstitución de la situa­ción histórica de los pueblos de la biblia iluminan con una luz nueva la lectura de los textos sagrados. Fuera incluso de los mal­entendidos que la han deformado a través de las vicisitudes de los tiempos, la palabra de Dios no se ha pronunciado en un vacio total de significaciones, como un mensaje dirigido por un orador divino a todo el mundo y a nadie, para siempre y para nunca. La revelación bíblica es siempre uno que habla a otro, en cir-

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cunstancias muy concretas, que conviene restablecer si se quiere comprender lo que está en cuestión.

Lo absoluto de la iglesia y lo absoluto de la tradición pa­recían estar ya fuera de cuestión para la mayoría de los espíri­tus ilustrados, y el anticlericalismo se extendía por doquier. Al contrario, la interpretación de la biblia planteaba problemas co­munes a los católicos y a los protestantes e interesaba incluso a los pensadores independientes y a los teóricos radicales. Pero era un asunto que habían de resolver los especialistas, formados en las disciplinas históricas y exegéticas, ciencias que se estudiaban en las universidades de Alemania y de Holanda, en donde se proseguían los estudios hebreos, renovados en el renacimiento y fecundados por los descubrimientos y reflexiones de Spinoza y de Richard Simón. A pesar de las resistencias con que tropeza­ban los pioneros, a pesar de las sospechas de los ortodoxos, esas investigaciones permitieron precisar el alcance de las enseñanzas del Antiguo y del Nuevo Testamento, fundamentos obligados de toda teología.

El advenimiento de las ciencias religiosas se presenta como una ventaja de la razón sobre la revelación. Apoyado en las lu­ces de la exégesis, el teólogo descubre que la teología no es un discurso de Dios sobre Dios, sino un discurso en el que el hom­bre es a la vez sujeto y objeto. No hay teología revelada; Dios no es el primer teólogo, ni Jesús de Nazaret el segundo. La teo­logía, reflexión humana sobre la verdad de Dios, se constituye como una visión humana de la eternidad, y como la humanidad no deja de cambiar, el propio diálogo tiene también que reno­varse a medida que se renuevan los lenguajes culturales. La her­menéutica bíblica se esfuerza en descubrir el sentido intrínseco del mensaje escriturario en su tiempo; la teología tiene la tarea de poner de relieve la actualidad de ese mensaje para los tiem­pos que sucedieron a las épocas de la revelación histórica.

Este es el significado del debate religioso en el siglo xvni, disimulado muchas veces por las acusaciones de ateísmo y la po­lémica a favor o en contra de los derechos del libre pensamien­to. Estos temas son un producto de la disgregación de la antigua síntesis que aseguraba la cohesión del género de vida en su con-

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junto. El fracaso del dogmatismo y de los métodos autoritarios lleva consigo una impresión de angustia en unos hombres cuyas certezas fundamentales se hunden con ese mismo fracaso. Son muy pocos los que, a golpe de anatemas, emprendieron un com­bate desesperado para defender unas posiciones fijadas una vez para siempre. Algunos se desanimaron, profesaron un escepticis­mo de buen tono y respetuoso de las conveniencias sociales, o bien, dejándose llevar de lejanos resentimientos, dieron curso li­bre a su agresividad y adoptaron un ateísmo más o menos radical.

Sin embargo, el devenir de la conciencia religiosa no se suje­ta a esas actitudes negativas. La descalificación de los confor­mismos sociológicos, el fracaso de la institución y del espíritu de ortodoxia, tienen como consecuencia una transformación de la verdad religiosa. Hasta entonces era una verdad lógica, natu­ral; apenas se exigía el consentimiento del fiel, al que se impo­nía sin más, sin que fuera posible una hipótesis de alternativa. Pero a partir de entonces la religión plantea cuestiones; se ve aparecer un nuevo tipo de creyentes y un nuevo tipo de no-creyentes, a cuyos ojos el cristianismo podría no ser verdadero. Hasta entonces, se le había exigido al fiel renunciar a su propio juicio, recibir una verdad religiosa ya hecha, garantizada por la autoridad superior. El dogmatismo, el juridicismo, el literalismo bíblico eran las modalidades de aplicación de una certeza obje­tiva, a la vez transpersonal e impersonal. La sumisión de la con­ciencia individual le aseguraba un confort espiritual, decorado por las liturgias de la práctica religiosa y exonerado de todo ries­go. Es verdad que en la historia del cristianismo había habido refractarios, que se habían negado a dejarse reducir a la condi­ción de almas muertas manipuladas por la jerarquía: un Lutero, un Pascal; pero habían sido sospechosos, herejes, de los que ca­bía esperar que acabarían abjurando sus errores para ponerse más pronto o más tarde bajo el amparo de la ortodoxia.

Todo ocurre como si, en el siglo xvni, la conciencia religio­sa dejara de ser una conciencia colectiva para pasar a ser una conciencia individual. La fe no es ya la aceptación pasiva de una certeza impuesta masivamente, sino el compromiso por el que cada uno decide tomar una actitud. Las razones de creer son insuficientes, y por otra parte la superabundancia de razones que

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aducen los teólogos debería preocupar a los espíritus sin preven­ciones. Bayle es un creyente sin ilusiones sobre la validez de las pruebas del cristianismo; Hume, cuya reflexión se mantiene en el plano intelectual, suspende su juicio. Kant distingue entre la ciencia, cuyas enseñanzas son satisfactorias tanto en lo referente a la razón objetiva como a la suficiencia personal, y la fe, que mediante una decisión subjetiva colma las insuficiencias de los motivos objetivos de credibilidad.18

El siglo de las luces realiza la revolución copernicana en ma­teria de religión. Mientras que la conciencia individual giraba hasta hace poco en torno a la iglesia una y santa, que tenía en sus manos el monopolio de la presencia divina, desde ahora el compromiso personal será el que decida sobre la pertenencia eclesiástica. Dios mueve de fuera hacia adentro; conviene bus­carlo en la intimidad de la conciencia más que sobre los altares de tal o cual confesión. La tradición enseñaba: fuera de la igle­sia no hay salvación; los espíritus auténticamente religiosos del siglo XVIII tienden a proseguir la obra de la salvación fuera de las iglesias en donde se reúne la muchedumbre, en el fervor de pequeños grupos de fieles o en la soledad de un cara a cara se­creto entre el alma y su Dios. Del mismo modo, los hombres de reflexión se creen capaces de llevar a cabo la elucidación del problema religioso fuera de toda pertenencia eclesiástica. El libre pensadador (free thinker), a la manera de Anthony Collins, no hace ni mucho menos profesión de anticristianismo; pero se toma el derecho de separar, en el cristianismo establecido, los elemen­tos válidos para la razón de los que carecen de validez.

Béat de Muralt, observador suizo de las realidades inglesas, indicaba: «En materia de religión, casi podría decirse que cada inglés ha tomado su propio partido; unos la aceptan, al menos a su modo, y otros no; en esto su país, a diferencia de todos los demás, no conoce la hipocresía».19 El punto de aplicación del pensamiento religioso, como el de la fe, es la conciencia de cada

18 Cf. Crítica de la razón pura, II: Teoría trascendental del método, c. II, tercera sección: De la opinión, la ciencia y la fe.

" B. DE MURA.LT, Leltres sur les anglais et les ¡raneáis et sur les voyages, 1125, 16; del mismo autor, cf. L'instinct divin presenté aux bom-mes (1727). Muralt es un pietista de Berna.

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uno, en donde se pronuncia ese «instinto divino», fundamento de toda obligación, para recoger una fórmula del mismo Béat de Muralt, que encontraría una prolongación de sus ideas en la obra de Jean-Jacques Rousseau, así como en las de Jacobi y de Kant.

La ortodoxia como religión de la institución y de la letra deja paso a una religión del espíritu y del corazón, en el res­peto a la libertad de una conciencia que no debe verse coaccio­nada por ninguna fuerza exterior. Las iglesias establecidas no carecerán de campeones que defiendan su causa; pero incluso entonces, lo cierto es que la apologética eclesiástica triunfante, al estilo de la de Bossuet, dejará sitio a un estilo más humano. Las iglesias tienen que justificarse por medio de argumentos que presuponen el derecho nuevo que tiene cada persona de decidir de sus orientaciones fundamentales.

De esta remodelación del espacio religioso podríamos ver un ejemplo, a la vez internacional e interconfesional, en la singular estima de que gozan los cuáqueros anglosajones entre los maes­tros franceses de la ilustración. Las cuatro primeras de las Car­tas filosóficas de Voltaire (1734) están dedicadas a su apología, que se convierte en un lugar común y que vuelve a aparecer en la monumental Histoire... des établissements et du cotnmerce des européens dans les deux Indes, de Raynal (1770), verdadera su­ma del radicalismo filosófico. «Si hay algo, escribe Raynal, que distinga honorablemente a los discípulos de Jesús de los hijos de Mahoma, son las armas que los primeros parecían haber aban­donado en manos de los últimos. ¿No fue la persecución y el martirio lo que distinguió al cristianismo en su nacimiento? Pues bien, los cuáqueros se han multiplicado bajo los verdugos, bajo los conquistadores... La virtud, cuando va dirigida por el entu­siasmo de la humanidad, por el espíritu de fraternidad, se re­anima lo mismo que el árbol bajo el golpe del hacha... El hom­bre justo, el cuáquero, no pide más que un hermano para reci­bir de él una ayuda o para prestársela. Id, pueblos guerreros, pueblos esclavos y tiranos, id a Pensilvania, y allí encontraréis todas las puertas abiertas, todos los bienes a vuestra discreción, ni un solo soldado, y muchos comerciantes y labradores...».20

20 RAYNAL, Histoire philosophique et politique des établissements et

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En el siglo xvm nos encontramos con toda una literatura en alabanza del cuáquero, el buen civilizado, como contrapartida del buen salvaje. No cabe duda de que va también muchas ve­ces mezclado el anticlericalismo y el anticatolicismo en la exalta­ción de este tipo ideal del siglo de la filantropía. La paradoja está en que los cuáqueros son cristianos de una intransigencia radical, cuya fe no retrocede ante esas manifestaciones y «entu­siasmo» que deberían resultar molestas a los racionalistas ilus­trados: «cuáquero» significa «el que tiembla», y esa denomina­ción se les dio a los discípulos de George Fox y de William Penn, debido a las convulsiones en las que ellos reconocían la señal de la presencia divina en un individuo.21 Pero el cuáquero subordina su vida a la exigencia religiosa, que se le impone como un «dictamen de la conciencia», por recoger una fórmula de Bayle. Estos cristianos absolutos son partidarios de la libertad absoluta de conciencia, son anticlericales que no se inclinan ante ninguna grandeza eclesiástica o política, son antimilitaristas por objeción de conciencia, y por eso defienden un cristianismo so­cial y utilitario, que trabaje por el bien de la humanidad reco­nociendo a los demás la tolerancia que reivindican para ellos mismos.

La existencia de los cuáqueros es la prueba de la posibilidad de una coexistencia entre los hombres de fe y los hombres de razón. Voltaire le presta a uno de estos creyentes la idea de que «la religión natural es el comienzo del cristianismo, y el verda­dero cristianismo es la ley natural perfeccionada».22 Los cuáque­ros se habrían negado a admitir semejante doctrina; pero, gra­cias a ella, Voltaire opina que puede relacionarlos con una de las experiencias más importantes de la ilustración, que será tam­bién la de un Lessing y la de un Kant. A los ojos de los pensa­dores radicales, no se trata ni mucho menos de negarle al cris­ma commerce des Européens dans les deux Indes. Amsterdam 1770, VI, 294.

21 La denominación auténtica de los cuáqueros es Sociedad de ami­gos; de ahí el nombre de Filadelfia, ciudad de la amistad fraternal, que se dio a aquella metrópoli americana.

22 Lettre d'un Quaker a Jean Georges le Franc de Pompignan, évéque du Puy-en-Velay..., 1763, en Oeuvres de VOLTAIRE, ed. Lahure-Hachette 1860, XIX, 94.

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tianismo el derecho de existir. Lo que se pone en discusión es el mal uso del cristianismo, sobrecargado de significaciones abu­sivas por las autoridades eclesiásticas, con la complicidad de los poderes públicos. No hay ninguna alternativa entre la religión na­tural de la humanidad, basada en la razón universal, y la reli­gión basada en la revelación sobrenatural, con tal de que ésta se deje reducir a la pureza de su significación.

Este acuerdo entre la razón y la religión resulta inadmisible para los defensores de esos absolutos, ya caducados, que son la iglesia instituida, la tradición y el literalismo bíblico. El catolicis­mo, prisionero de sus presupuestos dogmáticos, parece que es el más amenazado; los progresos del espíritu nuevo le obligan a replegarse a unas posiciones defensivas. Tiene que ceder terre­no; los gobiernos ilustrados, sensibles a los valores del siglo, proceden a ciertas reformas que imponen a la jerarquía religiosa la ley del poder civil. José II de Austria, Carlos III de España y sus imitadores encarnan el nuevo espíritu religioso; su anti­clericalismo de gobierno demuestra que es posible ser católicos sin encerrarse dentro de las barreras oscurantistas.

Así, pues, existe un catolicismo ilustrado, al nivel de la con­ciencia individual o del dirigismo administrativo, que sigue este movimiento. El origen del mismo se encuentra en el pensamien­to protestante. El clima del debate religioso en el siglo xvm, el planteamiento de las cuestiones y la orientación de las respues­tas corresponden al estado de espíritu del protestantismo libe­ral. Esta denominación se aplica del mismo modo a Locke y a Newton, maestros de las luces, que a Rousseau, a Lessing, a Herder y a Kant. Raynal se había dado cuenta de esta transfor­mación: «Con un impulso basado en la naturaleza misma de las religiones, escribía, el catolicismo tiende sin cesar al protestan­tismo, el protestantismo al socinianismo, el socinianismo al deís­mo, el deísmo al escepticismo».23 El catolicismo se libraría de la disolución protestante y volvería a afirmarse en el siglo xix, a salvo del escepticismo. Sin embargo, el punto focal del debate de la ilustración en el terreno religioso se sitúa ciertamente entre

23 RAYNAL, O. C, ed. de Genéve 1782, X, 9.

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el protestantismo y el deísmo. En cuanto al socinianismo, esa forma del protestantismo que minimiza o que niega la divinidad de Cristo, perseguido como tal, se desparramó tanto por el si­glo XVIII que no aparece ya presente, por así decirlo, bajo ese nombre, sino que se confunde con ese cristianismo razonable en el que se sueña un poco por todas partes.

El espíritu de las luces es anticlerical; más generalmente po­demos decir que, cuando falta la pasión, es no clerical, e incluso a veces no confesional. Las distinciones establecidas por el dog­matismo entre catolicismo, protestantismo, socinianismo, deísmo, etcétera, tienden a difuminarse en aquellos que reivindican un libre acceso al terreno religioso, fuera de todo control de una autoridad extrínseca. La puesta en discusión del antiguo régi­men religioso permite el desarrollo de una búsqueda libre de pre­supuestos, en la que cada interesado tiene que correr sus propios riesgos y peligros. La especulación reflexiva, lo mismo que la in­vestigación experimental del encuentro con lo divino, se convier­ten en aventuras en las que puede precisarse el sentido de la con­dición humana. La religión, que era hasta hace poco un conjun­to de formularios prefabricados, una cárcel del espíritu y del corazón, se presenta ahora como una plenitud en la que la per­sona logrará afirmarse poniendo de relieve sus auténticos valores.

Lo que pierde terreno, al menos entre los espíritus adultos, es la religión de masa, ese conjunto de hábitos estereotipados, que continúa dominando todavía entre la gente iletrada, caída en una somnolencia dogmática. Pero los cristianos despiertos go­zan de un lavado de la inteligencia y de la piedad, que suscita una nueva edad religiosa, por encima del fracaso de las teologías tradicionales. Se puede hablar ciertamente de una retirada de Dios, característica de la mentalidad de las luces. En el univer­so de Newton no queda ya lugar para el milagro; el orden de los valores, en vez de mirar a la gloria trascendente y gratuita de Dios, obedece a fines utilitarios, al servicio de los hombres. Pero esta naturalización de la naturaleza, esta humanización de la humanidad, no significa un abandono de toda referencia a lo divino. La presencia divina se advierte en filigrana, en la re­flexión cósmica de Newton y de los físico-teólogos. Y esta mis­ma referencia a Dios justifica esa actividad múltiple de los fi-

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lántropos, de los educadores, de los administradores que traba­jan por mejorar la condición humana. No es una casualidad que ciertos cuáqueros hayan desempeñado un papel capital en la lu­cha contra la esclavitud, o en la reforma de las cárceles, o en una psiquiatría liberada de los métodos bárbaros de antaño. El cristianismo tradicional había conseguido muchas veces oponer a los hombres en conflictos contrarios a su inspiración más profun­da; el cristianismo ilustrado, desprendido de las alienaciones cle­ricales, emprende la tarea de acercar a unos y a otros, afirmando en todos ellos la vocación de humanidad. Y esto permite a Vol-taire y a los cuáqueros, a pesar de sus diferencias, encontrarse en el mismo terreno.

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El terreno religioso del siglo xvm no puede comprenderse a partir del mapa confesional en el que cada denominación cris­tiana se afirma como distinta y separada de todas las demás. Las fronteras han dejado ya de definir los frentes de batalla entre apologéticas opuestas; las tensiones más serias no se dan ya entre sistemas teológicos contradictorios, sino que se sitúan tanto en el interior como en el exterior de cada comunidad ecle­siástica. Los teólogos siguen polemizando entre sí, pero también tienen que vérselas con el campo nuevo de los no teólogos, o de los antiteólogos, filósofos sin iglesia, que pondrían volunta­riamente a todas las iglesias dentro del mismo saco, lo cual su­pone la apertura de un frente nuevo donde los adversarios de ayer tienen que hacer causa común contra el enemigo de hoy.

El cristianismo occidental no ha logrado reconstruir esa uni­dad comunitaria con la que soñaba, entre otros, Leibniz. Pero, a falta de esa unidad administrativa y jurídica, elaborada por ciertos teólogos expertos de las diversas denominaciones, parece que se realiza una unidad de hecho, indiferente a las divergen­cias dogmáticas. En el orden de la piedad, como en el de la re­flexión, hay una comunidad de inspiración que relaciona a algu­nos cristianos pertenecientes a horizontes espirituales diversos.

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Las iglesias tradicionales siguen en pie, pero su vitalidad está en baja; el devenir del cristianismo se escapa del control de las estructuras jerárquicas eclesiales. El catolicismo vivo no reside en Roma, y sólo la modestia congénita de los clérigos no roma­nos les impide observar el papel difuminado de sus dignatarios. El siglo xvni es la época de las iglesias sin cristianos y de los cristianos sin iglesia. La espiritualidad, la piedad viva, se sitúan fuera del orden establecido, bien en la oposición, bien en la in­diferencia frente a las apelaciones controladas y las actitudes cerradas.

Esta situación se va afirmando tanto en el terreno de la re­ligión vivida como en el orden de la especulación religiosa. Pas­cal distinguía entre el Dios de los filósofos y de los sabios, el Dios de la razón especulativa, y el Dios de Abrahán y de Ja­cob, el Dios vivo de la revelación histórica. Este desdoblamiento de la divinidad, que disocia los caminos racionales de acerca­miento existencial, sigue siendo un rasgo fundamental del de­bate religioso en el siglo de las luces. Las devociones de la época no tienen mucho en común con la reflexión especulativa, que se ingenia en compensar la ausencia de la divinidad, la inmensa distancia que la separa de la humanidad, recurriendo a las me­diaciones racionales. El cristianismo que conciben los filósofos y los teólogos es un cristianismo para todo el mundo, o mejor dicho, un cristianismo para los demás. De esta religión imper­sonal hemos de distinguir la fe, vivida como un acontecimiento personal, en el interior de sus perspectivas de adhesión insus­tituible, en primera persona.

La distinción entre una religión existencial y una religión problemática corresponde a una polaridad permanente, en el in­terior de la afirmación cristiana. La vocación de los primeros discípulos, tal como nos la refieren los evangelios, se presenta como una interpretación directa, que suscita la adhesión plena del individuo que responde a ella; su vida cambia entonces de sentido, y es esto precisamente lo que significa la palabra «con­versión». Pero bien pronto, apenas ha desaparecido Cristo, la predicación cristiana sólo puede llevarse a cabo a través de la persona de otro, de los primeros apóstoles. El mensaje no deja de ir despersonalizándose o impersonalizándose; la persuasión

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concreta del testimonio vivo se ve sustituida por la retórica abs­tracta y universal de la argumentación, que se apoya en los principios del pensamiento más que en la adhesión a la realidad humana en su integralidad.

Jesús no era un teólogo; tampoco lo eran sus discípulos. La historia de la teología comienza con san Pablo, el único de los apóstoles que no tuvo ocasión de encontrarse personalmente con Cristo vivo. Las epístolas de Pablo son los primeros signos de la mediatización de la experiencia cristiana, que deja de ser un contacto directo para proyectarse en el orden de la especula­ción, según las normas de aquella cultura antigua cuya herencia había recibido Pablo, una vez más solo entre los demás após­toles. El mismo éxito de la predicación, su difusión cada vez más amplia, hasta su triunfo dentro del marco del imperio cons-tantiniano, no dejan de acentuar cada vez más esta desnaturaliza­ción de la afirmación inicial. Una religión de muchedumbres, convertida en regla de conformidad para masas inmensas, no puede conservar el carácter propio de la fe de unos cuantos ele­gidos, iluminados por la gracia divina. La enseñanza y la pro­paganda exigen formulaciones sencillas y explicaciones satisfac­torias para la mayoría de la gente. Por lo que atañe a los es­pecialistas, ya sabían ellos desplegar para su uso doctrinas refi­nadas, capaces de rivalizar con los brillantes sistemas de los fi­lósofos paganos, de los que no tendrán ningún reparo en sacar ciertos elementos para sus nuevas construcciones.

El misterio cristiano de la fe ha quedado proyectado en una problemática teológica. En adelante, a lo largo del progreso cris­tiano de la cultura habrá también una historia de la espiritua­lidad, en donde se irán definiendo las formas sucesivas que fue revistiendo cada siglo el trato del alma cristiana con el Dios «sensible al corazón». Paralelamente se irá desarrollando la tra­dición de los filósofos y de los doctores, que van elaborando el dato de la revelación según las normas del entendimiento. En principio, la creencia y el discurso tienen el mismo conte­nido; pero de hecho no dejan de separarse o de ponerse mutua­mente en cuestión, tal como demuestra la distinción pascaliana entre el orden del espíritu y el orden de la caridad. Pero este debate, interior a la conciencia cristiana y a su devenir cultural,

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es una fuente de renovación; la fe y la reflexión se mantienen vivas gracias a sus mutuos desafíos. El cristianismo en primera persona de Agustín, arraigado en la experiencia de la presencia divina, recurre a las formas de la especulación según el espíritu platónico. El cristianismo en tercera persona de Tomás de Aqui-no, que parece subordinarse a los axiomas lógicos y dialécti­cos de Aristóteles, no tiene sentido más que en el horizonte de una adhesión de orden cuasi-místico a la divinidad de Dios, trascendente a todos los tinglados discursivos. La fe y la espe­culación se sirven mutuamente de trasfondo de referencia; las épocas más preclaras de la cultura cristiana, por ejemplo el si­glo xni occidental, son aquellas en que ambas logran combi­narse en una armonía superior. En otros tiempos prevalece la tensión y amenaza la ruptura.

Tal es la situación espiritual del siglo xvm, de la que nos ofrece una anticipación el testimonio de Pascal. Matemático y físico, Pascal comprueba el carácter ineludible de la revolución de Galileo; el discurso científico ha conquistado su autonomía. La razón especulativa, anclada sólidamente en las certezas con­quistadas en su lucha, se escapa del control de los teólogos, que tienen que renunciar al absurdo y nefasto combate que habían emprendido por frenarla. El cristianismo no es una ciencia de la ciencia; tiene que evacuar el terreno que había ocupado im­prudentemente para volver a su propio terreno, en donde las pretensiones de la racionalidad objetiva pierden todo su signi­ficado. El corazón tiene sus propias razones, que definen la es­pecificidad del orden religioso. El combate de Bayle contra los abusos de la razón dogmática y teológica van en el mismo sen­tido que el análisis pascaliano. El triunfo legítimo de la razón tiene que desembocar en una delimitación de los poderes de la misma. Bayle ha sido juzgado por sus contemporáneos y por la mayor parte de sus historiadores como si fuera un escéptico, pero su escepticismo tiene que comprenderse en toda la pleni­tud de su significado: escepticismo en cuanto a la validez de la fe en materia de razón, y escepticismo en cuanto a la validez de la razón en materia de fe. Bayle ha sido uno de los autores más leídos del siglo xvm, y sus enseñanzas son sin duda una de las mejores preparaciones para la famosa fórmula de Kant:

El pietistno europeo 11

«Tuve que anular el saber para reservar un sitio a la fe»} Un Rousseau, un Jacobi, un Hamann, se inscriben en esta línea de pensamiento que conduce de Pascal a Bayle hasta llegar al maes­tro de Kónigsberg. Kierkegaard prolongará, en el siglo xix, este camino regio de la conciencia occidental.

Designamos con el nombre de pietismo esta actitud espiri­tual, sin desconocer la insuficiencia de este término, que no puede aplicarse sin riesgo de equívocos a Pascal y a Fénelon, o al inglés Wesley, extraños todos ellos a la historia confesional de los países germánicos. El molinosismo y el quietismo de ins­piración católica, el metodismo de origen anglicano, no pueden ser considerados como variedades del pietismo, cuyos orígenes propios y cuyos desarrollos se sitúan más bien en el terreno lu­terano. No obstante, y a falta de otra palabra más apropiada, el término «pietismo» en su significación más amplia y fuera de todo egoísmo confesional parece que puede aplicarse a un movimiento de espiritualidad viva, en el que comulgan sin dis­tinciones de etiqueta religiosa gran número de europeos, entre los que los más representativos resultan sospechosos a sus or­todoxias respectivas y se sienten a veces desligados de todo vínculo con una iglesia establecida.

Más bien que una especificación tardía del cristianismo, el pietismo constituye un aspecto continuo de la afirmación cris­tiana, a través de las vicisitudes de los tiempos. El pietismo his­tórico no sería entonces más que la expresión de un estado de espíritu independiente de las circunstancias particulares. La re­ligión de los primeros cristianos había sido la afirmación espon­tánea de una fe exenta de toda axiomática clerical, pero la es­pera escatológica del retorno inminente de Cristo en su gloria había dejado su lugar a una fe de tipo distinto. El reino de Dios, prometido a la esperanza de los elegidos en sus comienzos, pa­rece haberse ido alejando a medida que se desarrollaban las co­munidades cristianas. La fe de los apóstoles y de los discípulos no estaba hecha para durar mucho, ya que se proponía vincu­lar directamente al tiempo con la eternidad; pero la eternidad

' Crítica de la razón pura. Prólogo a la segunda edición, trad. de M. Fernández Núñez. Madrid 1934, I, 156.

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no vino y la iglesia fue entonces el medio, para los cristianos, de poder tomar partido por el tiempo, de establecerse en el tiempo, para durar en él sin olvidarse por completo de la eter­nidad prometida. La invención de la iglesia remedió la ausencia de Dios por medio de la constitución de un gigantesco tinglado, a la vez litúrgico, administrativo y jurídico, destinado a asegu­rar un encuadramiento a la humanidad, resignada finalmente a permanecer en la espera de un Dios que no acaba de venir. La cultura de occidente se ha visto impregnada en sus más hondas profundidades por esta disciplina totalitaria, que ha ido madu­rando lentamente en el curso de los siglos.

La estabilidad eclesiástica lleva consigo un riesgo de dege­neración para la inspiración religiosa. El espíritu se siente sofo­cado por la letra; la iglesia pasa a ser un sistema de institucio­nes, un estado mayor sagrado, encargado de hacer que se res­pete la corrección de las liturgias y la administración de los sacramentos. La teocracia lleva dentro de sí el riesgo de olvi­darse, en medio de sus triunfos, de su razón de ser; se desarro­lla buscando unos fines que le son propios. Se encuentra más a gusto en la celebración de un Dios muerto que en la de un Dios vivo, tal como lo manifiesta la parábola del Gran Inqui­sidor, imaginada por Dostoyevski. El Gran Inquisidor reconoce en un agitador religioso, traído a su presencia, al Cristo que ha vuelto a la tierra; declara sospechoso a aquel hombre, a quien ha reconocido, y lo condena a la pena capital, por el hecho de que su presencia no puede menos de perturbar el buen funcio­namiento de la iglesia. La iglesia que ha proclamado su propia santidad no sabe ya qué hacer con la santidad de Dios.

Existe una tradición de objetores de conciencia contra el im­perialismo eclesiástico, desde los heresiarcas de los primeros si­glos hasta los franciscanos, los hermanos del espíritu libre y los hermanos de la vida común; el dualismo entre la inspiración y la institución, que anima a los intentos de reforma, representa una tradición tan antigua como !a misma iglesia. El sistema eclesiástico se defiende de estas amenazas, reprimiendo con la violencia ciertas iniciativas y admitiendo otras a costa de cier­tas correcciones que las hacen lo más inofensivas posible. Mu­chos de estos contestatarios de la fe se verán condenados a la

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hoguera; otros, como Francisco de Asís, serán canonizados des­pués de haber quitado mordiente a su empresa. En sus oríge­nes, la revuelta de Lutero no es muy distinta de otros muchos movimientos anteriores: se trataba de despertar a una cristian­dad dormida en el sueño dogmático de la iglesia establecida. El propio Lutero, después de haber arruinado a la institución ro­mana, chocó con la necesidad, contradictoria con su propia ini­ciativa, de restablecer un orden nuevo, so pena de ver triunfar un anarquismo religioso, del que los anabaptistas ofrecían un buen ejemplo. Constituidas en iglesias establecidas, las comuni­dades salidas de la reforma conocieron a su vez las dificultades insolubles del espíritu de ortodoxia y las trampas de la insti­tución; la ventaja de las iglesias reformadas sobre la iglesia de Roma consiste en que, al ser más pequeñas y menos poderosas, se neutralizan unas a otras; su modestia congénita les impide divinizarse.

La cristiandad tradicional mantiene el equilibrio entre las exigencias contradictorias gracias a la autoridad. La verdad teo­lógica y la verdad espiritual no están bajo el poder del indivi­duo; su validez es a la vez transpersonal y transracional. La doctrina del magisterio de la iglesia asegura el orden dentro de la esfera de influencia romana; en los países reformados, las instancias episcopales o sinodales logran con mayor o menor eficacia definir ciertos conformismos más o menos obligatorios. Sin embargo, el siglo xvn conoció algunas crisis: la crisis jan­senista en el campo romano, la crisis arminiana entre los refor­mados; a pesar de las muchas y obstinadas resistencias, acabó prevaleciendo el orden y la autoridad, al menos a nivel de las apariencias.

El siglo xvni parece estar caracterizado por el fracaso de las jerarquías, que no consiguen ya controlar las conciencias. A pesar de todas las condenaciones, el jansenismo logró sobre­vivir, tanto en Francia como fuera de Francia; en cuanto al protestantismo liberal, condenado bajo su forma arminiana en 1619 en Dordrecht, se muestra más pujante que nunca en el siglo xvni.

El pietismo es una vuelta a la autenticidad cristiana, ocul-

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ta bajo revestimientos abusivos. El primer obstáculo es el de la teología, discurso sobre Dios que reduce a Dios a no ser más que un objeto del discurso, siendo así que en su esencia misma Dios se sitúa fuera y más allá de todo discurso; la fidelidad re­ligiosa ha quedado seducida por la pasión lógica; la presencia real se disuelve en análisis intelectual, engendrando conflictos insolubles en favor de los cuales los cristianos no han cesado de olvidar las exigencias cristianas. En este punto, el pietismo hace causa común con el espíritu general de la época. Lo que Leslie Stephen califica de «eutanasia de la teología» es la con­secuencia de un descrédito general en el que están de acuerdo fieles e infieles. En su programa de educación nueva, La Cha-lotais, que no es pietista, pero que tampoco hace profesión de irreligión, declara que «las discusiones teológicas... son el opro­bio de la religión y de la razón, el azote de los estados, de las letras y de los buenos estudios».2 Esas «bagatelas sagradas» son extrañas al espíritu del cristianismo. Leibniz, cristiano con­vencido, pero no pietista, coincide en este punto con La Chalo-tais: «Encuentro en la historia, escribe a la electriz Sofía, que las sectas han nacido ordinariamente por culpa de la gran opo-sión que se mostraba contra aquellos que tenían alguna opinión particular; con el pretexto de impedir las herejías, se les daba nacimiento... Por miedo a que les falten herejes, los señores teólogos hacen a veces todo cuanto pueden para encontrar algu­nos y para inmortalizarlos. Les dan nombres de partido, como chiliastas, jansenistas, quietistas, pietistas, payonistas. Algunos obtienen con frecuencia el honor de ser heresiarcas sin saberlo».5

Los teólogos transforman el espíritu de la piedad cristiana en un espíritu de ortodoxia; la devoción auténtica se degrada hasta convertirse en una pasión que se olvida de la inspiración que pretendía defender. La caridad ha desaparecido cuando se afirma el espíritu de partido. El fanatismo, la rabies theologica,

2 LA CHALOTAIS, Essai d'éducation nationale, 1763, 109; cf. DIDEROT, Projet d'une université pour le gouvernement de Russie: «hay que sim­plificar todo lo posible la enseñanza teológica; de ahí es de donde salen todas las herejías, las disputas y las agitaciones más funestas» (Oeuvres, ed. Assezat, III, 514).

3 Leibniz a la duquesa Sofía (1691), en Klopp, Die Werke von Leibniz. Hannover 1864-1884, VII, 151-152.

El pietismo europeo 81

deshonran a la humanidad y al mismo tiempo a la divinidad, tal como las conciben los mejores espíritus del siglo xvni. El conde Zinzendorf (1700-1760), el gran pietista alemán, vivió en París durante su juventud durante los años 1719 y 1720; allí frecuentó los ambientes eclesiásticos y trató especialmente con el cardenal de Noailles, arzobispo de París, que desempeñó un gran papel en las disputas teológicas de su tiempo. Pero, nos cuenta Zinzendorf en su autobiografía, aquellos señores se die­ron cuenta de que tenían que vérselas con un individuo al que le repugnaba entrar en ese género de debates y que buscaba la religión de la fidelidad del corazón, fuera de toda idea de ne­gociar un sincretismo intelectual entre las confesiones. «Se su­mergieron conmigo en la insondable profundidad de la pasión y de los méritos de Cristo, y de la gracia, adquirida a ese precio, de la alegría y de la santidad. Y así permanecimos juntos, ínti­mamente unidos, con el corazón lleno de un gozo celestial, sin preocuparnos ya de lo que podía ser exactamente la religión del uno o del otro». Añade Zinzendorf que esta amistad espi­ritual continuó hasta la muerte del cardenal, que le escribió en cierta ocasión: «Que la diferencia de nuestros sentimientos (opi­niones) no llegue hasta el corazón».4 El diálogo entre Zinzen­dorf y Noailles se enmarca dentro de un clima espiritual muy distinto de aquel enfrentamiento sin salida entre Leibniz y Bos-suet unos veinte años atrás.

Según los cristianos más auténticos del siglo xvín, los in­tentos por restablecer la unidad cristiana a la fuerza o por el camino de la negociación habían fracasado. El ecumenismo de los perseguidores y el ecumenismo de los teólogos iban por mal camino. La unidad cristiana tiene que ser la de los corazones y de la buena voluntad, en el espacio interior, donde la salvación no se decide por las etiquetas confesionales de cada uno. Un historiador católico emplea, a propósito de Madame Guyon, la ninfa quietista de Fénelon, la expresión de «cosmopolitismo re­ligioso». Durante su estancia en Blois, a partir de 1704, la se­ñora Guyon se rodeó de un grupo de ingleses y escoceses no

4 Citado en M. WIESER, Der sentimentale Mensch, gesehen aus der Welt hollandischer und deutscher Mystiker im 18en ]ahrbundert. Gotha-Stuttgart 1924, 48.

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católicos; pero no usó de su autoridad para convertirlos: «A Madame Guyon no le preocupa mucho llevar a sus discípulos al catolicismo cuando son protestantes; a su juicio, es suficiente con el puro amor, bajo su dirección. Ellos eran sus 'queridos samaritanos', a los que decía con maternal indulgencia: 'Estáis divididos de nosotros a la hora del sacrificio, pero creéis en Dios; lo esperáis todo del mismo salvador. A vosotros se diri­ge el mismo espíritu interior... Y en vosotros lo hará también fructificar Jesucristo'».5

El joven escocés Ramsay, curiosa figura de aventurero re­ligioso (1686-1743), se instaló en Cambrai, junto a Fénelon (1651-1715), hacia el año 1710. Será el biógrafo y el editor postumo del autor del Telémaco, bajo cuya influencia hizo pro­fesión de catolicismo. Madame Guyon desaprueba aquella con­versión;6 a pesar de ser católica, teme el abuso del espíritu de ortodoxia, cuyos rigores ella misma tuvo que sufrir. Por su par­te, el pietismo germánico se desarrolla en el seno de las iglesias luteranas, como un movimiento de «réveil», que se propone so­lamente convertir a los propios cristianos a la verdad religiosa que profesaban sin haber jamás profundizado en ella. El pietis­mo encontrará su prolongación en los ambientes calvinistas, con un movimiento de espiritualidad exento de toda denominación confesional.

La internacional píetista se reconoce por esa negativa del espíritu de campanario propio de las iglesias establecidas, que tienden cada una de ellas a considerar la fe cristiana como un patrimonio que administran en exclusiva. Los pietistas se verán reprobados y condenados donde el control eclesiástico es fuer­te; serán sencillamente sospechosos, donde es débil. El español Molinos (1628-1696), que profesa un misticismo anticlerical, es condenado por Roma en 1687, lo mismo que su discípulo, el cardenal italiano Petrucci y otros comparsas. Fénelon es conde­nado en 1699; Madame Guyon conoció en varias ocasiones los rigores de la Bastilla; la mayor parte de los historiadores, si­guiendo los pasos de los inquisidores eclesiásticos, han considé-

5 A. CHEREL, Fénelon au XVIII' siécle en Frunce. Hachette 1917, 55. • Ibid.

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rado que su caso tenía que ver más bien con la patología men­tal; pero entonces también Fénelon era un loco, al haber sido hasta el final, y a pesar de sus protestas de sumisión al juicio de la iglesia, un amigo, admirador y discípulo de aquella loca. Un caso análogo es el de Antoinette Bourignon (1616-1680), mística y visionaria, también de origen católico, refugiada en Holanda, donde encontró algunos discípulos y no pocos enemi­gos; su predicación fue un signo de contradicción para toda Europa, lo bastante duradero para que su nombre volviera a aparecer al cabo de un siglo en la pluma de Kant. A su lado, y después de ella, el pastor calvinista Pierre Poiret (1646-1719) será el Fénelon de esta otra Guyon, filósofo, escritor y editor incansable de su mensaje espiritual.

La historia religiosa, que se muestra de buena gana confe­sional, no ve bien a todos e3tos heterodoxos; desde el punto de vista de una historia de la verdad, todos ellos constituyen una historia del error. Molinos, Bourignon, Guyon, se ven arro­jados al cubo de la basura de la historia; por lo que se refiere a Fénelon, todos subrayan de buena gana que abjuró de sus errores e incluso algunos sostienen que «Fénelon no fue jamás quietista»;7 esto significaría no solamente que la Santa Sede se engañó al tratarle como tal y condenarle por ello, sino además que el propio Fénelon estaba equivocado cuando creía que se­guía las ideas de Madame Guyon. Estos absurdos demuestran que el presupuesto de ortodoxia ofrece una perspectiva poco adaptada para hacer justicia a una actitud espiritual extraña al espíritu de ortodoxia. En este sentido, la obra de Leszek Kola-kowski, Chrétiens sans église; la conscience religieuse et le lien confessionnel au xvm e siécle? permite una visión más justa de las cosas, ya que pone en el centro de su estudio a aquellas per­sonas que los historiadores confesionales sitúan al margen. Ko-lakowski recoge el proyecto que ya había utilizado el historia­dor pietista Gottfried Arnold (1666-1714) en su gran Histoire impartíale des églises et des hérétiques depuis le Nouveau Tés­tame»t jusqu'a Van de gráce 1688. La historia, proyección re­trospectiva de la fe, impone la necesidad de una generalización

. ' . F. VARILLON, Fénelon et le pur amour. Aubier 1957. 8 Trad. A. POSNER. N.R.F. 1969.

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sin exclusivismos. El cristianismo aparece como una unidad su­perior, en la que comulgan las aspiraciones de todos los cre­yentes de buena voluntad. El éxito considerable de Fénelon en el siglo XVIII no quedó circunscrito a las fronteras de la esfera de influencia católica. El arzobispo de Cambrai, condenado en Roma y desterrado de Versalles, es un maestro espiritual de la cristiandad de occidente; su influencia fue grande en Ingla­terra, considerable en Holanda y en Alemania, fuera de toda referencia confesional.

El inglés Wesley (1703-1793) se levantó contra la esclero­sis espiritual y social de la iglesia establecida; tenía la inten­ción de devolverle el sentido de su vocación, cuando se limi­taba a mecer las almas muertas de los cristianos dormidos en el confort espiritual y las buenas costumbres litúrgicas, olvidán­dose de las masas miserables, abandonadas a sí mismas y mo­vilizadas por la revolución industrial. Wesley no pensó jamás en dejar la iglesia de Inglaterra; el nacimiento del metodismo, en cuanto denominación distinta, fue contrario a las esperanzas iniciales de su creador. La fe de Wesley estaba alimentada por maestros católicos, a quienes concedió un amplio espacio en su Christian Library, en 50 volúmenes, aparecidos de 1749 a 1755; encontramos allí los Pensamientos de Pascal, así como ciertos textos de Fénelon, las obras de Saint-Cyran, de Molinos, y el Traite de la solide vertu de Antoinette Bourignon; en 1776, Wesley publicó un resumen de la vida de Madame Guyon.9

Esta actividad espiritual demuestra un horizonte religioso de singular amplitud. Ha pasado ya el tiempo en que se refutaba a los autores de las otras confesiones, sin tomarse la molestia de leerlos. Ahora se les lee, para edificarse con su lectura y sin la más mínima idea de refutarles. Ya antes de Wesley, el refor­mado Pierre Poiret había desarrollado en el continente una ac­tividad análoga, publicando incansablemente, no sólo los 19 vo­lúmenes de escritos de Antoinette Bourignon, sino también los textos fundamentales de la mística católica española, francesa e italiana, la Théologie germanique, los escritos de Molinos y los tratados de Fénelon.

' C£. J. ORCIBAL, Les spirituels francais et espagnols chez }ohn Wes­ley et ses contemporains: Revue de l'Histoire des Religions (1951).

El pietismo europeo 85

Estas mismas influencias, y especialmente la de Fénelon,10

se dejan sentir en el pietismo alemán, que ha ejercido una in­fluencia considerable en el curso de la cultura germánica, tan considerable incluso que resulta difícil determinar dónde co­mienza y dónde acaba, en el caso de unas personalidades como las de Klopstock, Jacobi, Hamann, Kant, Goethe, Novalis o Kierkegaard. Mejor que el metodismo en Inglaterra, el pietis­mo pudo desarrollarse en el seno de las iglesias establecidas, no sin despertar ciertas sospechas, pero evitando de ordinario la ruptura. El denominativo de «pietista» ha sido utilizado por los contemporáneos extraños al movimiento para designar a los que participaban en las reuniones de pequeños grupos de fieles (collegia pietatis), fuera de los oficios regulares, para la lectu­ra de la biblia y la edificación mutua. La iniciativa había veni­do del pastor luterano de origen alsaciano Philipp Jacob Spener (1635-1705); su idea central era que había que volver a la fe de Lutero, apagada por la institución luterana y por la alianza demasiado estrecha de las iglesias con los poderes políticos; se trataba sencillamente de enlazar de nuevo con la tradición de la autenticidad cristiana.11

Los pietistas habrían prescindido de buena gana de toda de­nominación particular. El mismo Zinzendorf protestaba contra «ese viejo término tan antipático de 'pietista', que de todas for­mas no es ni griego, ni latino, ni alemán... No sería necesario matarse mucho la cabeza para encontrar una definición. El hom­bre que quisiera pasar de 'su' religión a la nuestra no tendría necesidad de abrir muchos libros; podría saber, sin escuchar nada más que nuestro nombre, que somos los hombres del sal­vador, como si la rueda del tiempo hubiera dado una vuelta completa y hubiera regresado al punto de partida, al día en que se empezó a llamar a los discípulos cristianos según el nombre de Cristo».12 Siguiendo a Spener, a August Hermann Francke y a sus seguidores, Zinzendorf pretende únicamente conducir de

Sobre la influencia de Fénelon en Alemania, cf. M. WIESER. O. C, ai s.

La obra fundamental para el estudio del pietismo alemán sigue siendo la de A. RITSCHL, Geschichte des Pietismus. Bonn 1884.

Citado en J. B. NEVEUX, Un siécle de vie spirituelle entre le Rhin et la Baltique. Klincksieck, XIII-XIV.

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nuevo a los pseudofieles de las iglesias demasiado bien estable­cidas a la fe de los primeros días. Recogiendo ciertas fórmulas de Kierkegaard, podríamos decir que la intención del pietista es la de hacerse un contemporáneo de Cristo, un discípulo de primera mano.

La intención del pietismo europeo es la de un retorno a la fuente cristiana, que se había perdido de vista por culpa de la estabilización cristiana. El desánimo teológico deja su sitio li­bre para una fe que se niega a dejarse enmarcar dentro de las profesiones de fe. El pietismo no es una confesión, ni una sec­ta, sino un estado del alma, que desafía a las clasificaciones de los especialistas de la teología y de la historia de las religiones. Por eso ha quedado muchas veces ignorado por los historiado­res de la cultura europea, fuera del ámbito alemán, en donde se manifestó con suficiente densidad sociológica. El metodismo de Wesley es admitido como una historia británica sin relación alguna visible con el continente. El molinosismo y el quietis­mo, condenados por la autoridad jerárquica, pasan por ser sólo unas aberraciones del catolicismo. Parece como si fuera mate­rialmente imposible una percepción de conjunto de estos epi­sodios disociados; automáticamente, se ve reforzada la hipótesis de un siglo XVIII «descristianizado», una vez que se niega la realidad de su afirmación religiosa más interesante.

La internacional pietista agrupa, desde finales del siglo xvn y durante todo el siglo XVIII, a toda una red de afinidades es­pirituales en la que es preciso reconocer un cosmopolitismo cris­tiano, que a pesar de todos los entredichos del mapa confesio­nal realiza esa unidad de los cristianos, imposible de reconstruir jurídicamente. De ahí la simpatía de un Leibniz por Fénelon, víctima como él de la rigidez y del exclusivismo de Bossuet.13

El siglo XVIII será feneloniano y Bossuet no tendrá ningún su­cesor digno de él. También Rousseau demuestra una admiración apasionada por el autor del Telémaco. El vicario saboyano, edu­cador religioso del joven Emilio, es un sacerdote católico, qui­zás por la sencilla razón de que el libro iba destinado al pú-

13 Cf. E. NAERT, Leibniz et la querelle du Pur Amour. Vrin 1959, 32 s.

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blico francés, ignorante de toda otra forma de religión. Pero ese vicario ha tenido conflictos con su obispo y ha tenido que refugiarse en Italia, esperando siempre obtener de nuevo el fa­vor de su prelado para volver a encontrar un sitio en su dióce­sis de origen.

Pues bien, el personaje encargado, en el libro cuarto del Emilio, de presentar a ese honrado vicario no puede disimular sus dudas a propósito de su ortodoxia: «¿Qué iba yo a pensar cuando le oía a veces aprobar ciertos dogmas contrarios a los de la iglesia romana y dar la impresión de estimar poco todas sus ceremonias? Habría creído que era un protestante disfra­zado, si no lo hubiese visto fiel a esas mismas prácticas de las que parecía hacer tan poco caso; pero, al ver que cumplía con sus deberes sacerdotales con la misma perfección en privado que cuando estaba delante de los demás, no sabía ya qué pen­sar de esas contradicciones».14 Será el propio vicario quien re­suelva esta dificultad: «Sirvo a Dios con sencillez de corazón, explica. Procuro saber sólo lo que importa a mi conducta. En cuanto a los dogmas, que no influyen ni en las acciones ni en la moral, y por los que se atormenta tanta gente, la verdad es que me preocupan muy poco. Yo veo a todas las religiones par­ticulares como otras tantas instituciones saludables que prescri­ben en cada país una manera uniforme de honrar a Dios por medio de un culto público y que pueden todas ellas tener sus propias razones en el clima, en el gobierno, en el genio del pue­blo o en cualquier otra causa local que hace a una preferible a las demás según los tiempos y los lugares. Creo que son todas buenas cuando se sirve en ellas a Dios de una forma conve­niente. El culto esencial es el del corazón...».15 Y el vicario se­ñala el resumen de su fe: «Sea cual fuere su opinión, piensa que los verdaderos deberes de la religión son independientes de las instituciones humanas; que un corazón justo es el ver­dadero templo de la divinidad; que en todo país, en toda secta, la ley se resume en amar a Dios por encima de todo y al pró­jimo como a sí mismo».16

" Entile, 1. IV, en Oeuvres. Bibliothéque de la Pléiade, IV, 563. 15 lbid., 627. 14 lbid., 631-632.

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El vicario es cristiano por esencia y católico por accidente; su actitud no se distingue en nada de la de un Poiret o de un Wesley, fieles de otras confesiones separadas de Roma, que no vacilan en publicar para el uso de las cristiandades reformadas las obras de los maestros espirituales del catolicismo. Rousseau pertenece a la internacional pietista, cuyas enseñanzas ha reci­bido por medio de Madame de Warens; esta señora era natu­ral del país de Vaud, en donde las iglesias reformadas habían sufrido muy pronto la influencia de la renovación cristiana en las iglesias luteranas germánicas. Algunos jóvenes pastores se convirtieron en propagandistas de este movimiento: «Durante los treinta primeros años del siglo, el pequeño rebaño místico esparcido por toda la Suiza protestante hizo brillar a su alre­dedor la fe que la animaba...».17 La futura Madame de Wa­rens, nacida en 1699, había tenido por tutor a Francois Magny (1650-1730), magistrado valdés, pietista convencido, traductor de los inspiradores alemanes y testigo de la renovación evan­gélica, a pesar de todas las molestias que esta actitud le valió por parte de las autoridades civiles y religiosas.

Estos hechos permiten comprender la conversión de Mada­me de Warens, así como el paso del joven Rousseau al catoli­cismo bajo la influencia de su protectora y su vuelta al calvi­nismo en 1762. Las etiquetas confesionales se sitúan en el or­den de la oportunidad, mientras que la fe viva encuentra su sentido en el respeto a las indicaciones del «instinto divino» que se pronuncia en el corazón de nuestra vida espiritual. El no-clericalismo de Rousseau, su indiferencia dogmática, el acen­to que pone en las relaciones con Dios fuera de toda mediación racional, hacen de él un miembro de la familia pietista en el sentido amplio de la palabra; más aún, la espiritualidad propia de Rousseau lleva consigo ciertos rasgos de misticismo que per­miten hablar de pietismo a propósito de sus ideas. Las influen­cias de Fénelon y de Madame Guyon lo han marcado honda­mente, a través de Madame de Warens.18

'' E. RITTER, La famille et la jeunesse de ]ean-]acques Rousseau. Hachette 1896, 243.

" Sobre el quietismo de Rousseau, cf. P. M. MASSON, La religión de ]ean-]acques Rousseau, II: La «profession de fot» de Jean-Jacques. Ha­chette 1916, 230.

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La profesión de fe del vicario saboyano es una expresión fundamental de la conciencia religiosa del siglo XVIII. Voltaire, el adversario por excelencia, se dejó escapar un día, después de haber expuesto sus quejas, estas sorprendentes palabras: «En fin, ha compuesto el Vicaire savoyard; por eso se lo he perdo­nado todo».19 Rousseau es un hombre aislado, un refractario, un sospechoso. Su genio lo convierte en el representante ejem­plar de todos esos inconformistas que, al margen de todos los apelativos controlados, actúan como francotiradores de un cris­tianismo liberado de las alienaciones confesionales. Esos hom­bres oscuros, a veces reprobados y condenados, constituyen una iglesia del semi-silencio y de la oscuridad; convendría que una historia finalmente cristiana les restituyese el lugar que se les debe, reconociendo que las herejías forman parte de un cristia­nismo, cuyo monopolio exclusivo no puede reivindicar ninguna institución humana. Ha llegado para la historiografía el momen­to de manifestar un espíritu de tolerancia.

La obra de Kolakowski sobre los «cristianos sin iglesia» ha sacado recientemente de la sombra a algunos de esos irregulares del siglo xvn.20 Esos creyentes que reivindican una relación di­recta con Dios, agrupando a su alrededor a algunos fieles, si­guen siendo todavía numerosos en el siglo XVIII. Algunos crean sectas más o menos duraderas; otros no llegan a romper con las instituciones eclesiásticas de su país de origen, sobre todo en las regiones protestantes en donde se muestran más inciertas las exigencias de la ortodoxia. El libro de Max Wieser, Der sen-timentale Mensch, presenta a un buen número de estos perso­najes atípicos, como Zinzendorf, Wolf de Metternich, Johann Michael von Loen (1694-1776), etcétera.

El fervor y la mística no están ausentes del siglo de las lu­ces. El ilustre biólogo holandés Swammerdam (1637-1680) es­tuvo entre los fieles de Antoinette Bourignon. El químico y

" VOLTAIRE, Lettre a du Peyrou (1766), en C H . GUYOT, La pensée religieuse de Rousseau, en Jean-Jacques Rousseau. Neuchátel 1962, 139.

:o A Kolakowski, historiador agnóstico, sólo se le puede reprochar el haber presentado como patológicas ciertas manifestaciones de la con­ciencia religiosa cuyo sentido está por encima de su comprensión.

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médico Stahl y el gran fisiólogo Albrecht von Haller fueron pietistas convencidos. El iluminismo y el ocultismo definen una de las grandes corrientes de aquel siglo;21 estuvieron ligados en gran parte a la masonería, que les proporcionó el refugio de su semiclandestinidad. Entre otros, podemos recordar la obra del sueco Swedenborg (1688-1772), cuyas iluminaciones suscitaron las críticas de Kant y convencieron por el contrario a Balzac. A esta rama teosófica de la aventura pietista, en cuyo seno se va preparando la explosión del romanticismo europeo, pertene­cen también Court de Gébelin, Saint-Martin y Fabre d'Olivet en Francia, Iselin y Lavater en Suiza, Jung Stilling en Alema­nia. Todos ellos buscan un acceso a la verdad en su plenitud por el camino de la experiencia interior, fuera de los caminos trillados de la ortodoxia.

La historia no confesional del cristianismo viviente se en­contraría con la diversidad de tradiciones occidentales, con la multiplicidad de opciones personales, con las contradicciones entre los campeones de la renovación, con las dificultades sus­citadas por los excesos adonde unos y otros se dejan arrastrar. No es posible definir una profesión de fe común que logre reu­nir a estos enemigos del espíritu de ortodoxia. La unidad del fenómeno no se deja percibir más que con la condición de ce­ñirse a unos cuantos temas de especial simplicidad, que cada una de las tendencias irá enriqueciendo de variaciones confor­mes con sus propias aspiraciones. Se puede vislumbrar en la internacional pietista un estilo católico y un estilo protestante; el mismo estilo luterano no es idéntico al estilo reformado; el lenguaje común no excluye la multiplicidad de las retóricas. El iluminismo de finales del siglo x v m propone una mística que mantiene ciertas distancias respecto a las cristiandades tradicio­nales; Fabre d'Olivet, Saint-Martin y sus émulos hablan un lenguaje en el que ya no se halla ninguna marca católica ni pro­testante; con ellos se lleva a cabo la laicización de la mística.

Todas estas tendencias tienen en común la importancia que conceden a la experiencia religiosa, considerada como el ele­mento fundamenta] y que relega a segundo plano la función de

21 Cf. A. VIATTE, Les sources occultes du Romantisme. Champion 1928.

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la enseñanza o del rito, predominantes en las religiones insti­tuidas. La fidelidad carece de sentido fuera de la relación in­mediata entre el hombre vivo y el Dios vivo. La asistencia a los oficios, los sacramentos, la sumisión a la autoridad jerárqui­ca no bastan para definir la identidad del cristiano, como tam­poco la reafirmación mecánica de tal o cual profesión de fe. La relación del alma con Dios puede indudablemente establecerse dentro de un marco confesional, o incluso teológico, pero pue­de también existir fuera de la fe, lo mismo que la fe puede existir fuera de ella. De ahí el aspecto no confesional del pie­tismo, a cuyos ojos la institución y la comunidad masiva llevan consigo el riesgo tremendo de olvidar lo único necesario.

Desprendida de formularios y de instituciones, la subjetivi­dad se abre un acceso a la divinidad, en su presencia total. Un pietista luterano resume así la afirmación común a todos los testigos de la nueva fe: «Ha llegado el tiempo del Espíritu Santo, aquel que anunciaban los profetas y los apóstoles, en el que brilla la luz y las tinieblas se disipan. Esto no se lleva a cabo por medio de signos exteriores, ya que el reino de Jesús no está ni aquí ni allá, no está en el desierto ni en las casas, sino en lo más profundo de nosotros mismos. Y allí es donde hemos de buscarlo con una vida oculta en Dios en Jesucristo, con una negación plena y entera, con un abandono y un sacri­ficio de nuestro ser en Dios. Es un pueblo libre lo que Dios quiere, que le sirva en virtud de una obediencia y de una su­misión voluntaria».22

Este texto, exento de toda marca confesional y desprovisto de toda originalidad en su tiempo, pertenece a la tradición mís­tica del occidente, la de Eckhart y Taulero, cuya inspiración forma un tronco común a la espiritualidad católica y a la espi­ritualidad de la reforma. La actitud mística se caracteriza por una conversión del alma al espacio de dentro; una conciencia solitaria, en su vocación particular, se expone, al peligro de Dios, recorriendo en el secreto una odisea que debe conducirle a la

32 Texto de J. S. Karl, pastor de Halle, aparecido en 1744 en el fo­lleto pietista Die Geistlichc Fama, citado en M. WIESER, o. C, 125.

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felicidad de los elegidos. La iglesia católica ha desconfiado siem­pre de los místicos y ha perseguido a los más grandes con una sospecha tenaz; un Juan de la Cruz y una Teresa de Avila han sido víctimas de su ojeriza; es algo que se comprende fácil­mente, ya que la revelación individual que experimenta el mís­tico se le escapa al magisterio jerárquico. No es posible prohi­birle a la gracia de Dios hacer algunas excepciones, pero cada una de ellas es un mentís que se inflige a la estructura ecle­siástica. Esta se defiende contra tal amenaza; por eso mismo la fe y la sinceridad del místico sólo se reconocen generalmente después de su muerte, cuando ya no cabe dudar de su locura.

El individualismo religioso busca la salvación por los cami­nos de Dios mejor que por los de la iglesia, como si la salva­ción fuera posible fuera de la iglesia. Cuando la reacción con­tra la amenaza protestante se desarrolla según los principios del concilio de Trento, resulta claro que habrá que reprimir todo atentado contra las instituciones eclesiásticas, cuestionadas por la reforma. Aparte de sus numerosos pecados, enumerados en los textos condenatorios, el molinosismo y el quietismo son obra de unas personas que esperan encontrar la salvación sólo con la ayuda de Dios. Según Kolakowski, «el ethos específico del quietismo consiste en hacer una llamada universal a una espiritualidad basada exclusivamente en una contemplación de la divinidad en sí misma, no diferenciada interiormente, libe­rada de toda reflexión, de sentimientos y de imaginaciones, una contemplación desinteresada e ininterrumpida, una vez admiti­do que dicha contemplación supone previamente la destrucción de la voluntad propia y del conocimiento de sí mismo y que es totalmente obra de la gracia, que se apodera por entero del vacío dejado por la autodestrucción del yo y que, paralizando la libre disposición de las facultades inferiores del hombre (el cuerpo y la parte animal del alma), se convierte en dueña y soberana de su parte espiritual».23

Esta descripción pone de relieve los caracteres de la nueva

23 L. KOLAKOWSKI, Cbrétiens sans église. La conscience religieuse et le lien confessionnel au XVIP siécle. N.R.F., 495.

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espiritualidad: indiferencia ante las directivas confesionales y el aparato eclesiástico, propósito de no acceder a las reclamaciones y exigencias del entendimiento, abdicación de la propia volun­tad. El español Miguel Molinos (1628-1696) publica en 1675 su Guía espiritual, que desembaraza al alma y la conduce por el camino interior hasta alcanzar la contemplación perfecta y el rico tesoro de la paz interior. Este manual, que apareció pri­mero en español y en italiano, fue traducido al francés, al ale­mán y al inglés; Roma lo condenó en 1687. Molinos lleva a los fieles hacia el abandono total en Dios mediante el «santo repo­so» del alma, una vez que ha abdicado de todos los cuidados de este mundo. Hay que amar a Dios mismo y refugiarse en él, considerando como indiferentes los cuidados, las preocupaciones y las tentaciones de este mundo, lo cual justificará por parte de las autoridades eclesiásticas la acusación tan seria de inmora-lismo.

El quietismo de Madame Guyon (1648-1717) recoge los te­mas de Molinos. En 1685, aparece el Moyen court et facile pour l'oraison que tous peuvent pratiquer tres aisément, et arri-ver par la en peu a une haute perfection. Este método, accesi­ble a los espíritus más sencillos, consiste en dejar actuar a Dios en sí mismo, por el abandono de toda iniciativa personal, en la que se afirma el egoísmo invencible de todo ser humano. En su autobiografía, después de haber narrado su conversión a la vida espiritual cuando tenía diecinueve años, Madame Guyon refiere: «Desde este momento que digo, mi oración quedó vacía de toda forma, especie e imagen; durante mi oración no pasaba nada por mi cabeza, sino que era una oración de gozo y de po­sesión en la voluntad, en la que el sabor de Dios era tan gran­de, tan puro y tan simple, que atraía y absorbía a las otras dos potencias del alma en un profundo recogimiento sin actos ni dis­cursos... Era una oración de fe, que excluía toda distinción, ya que no tenía ningún pensamiento de Dios ni de los atributos divinos; y todo quedaba absorbido en una fe sabrosa, en la que se perdían todas las distinciones, para dar lugar al amor a que amase con más amplitud, sin motivos ni razón de amar. La vo­luntad, soberana de las potencias, absorbía a las otras dos y les quitaba todo objeto distinto para unirlas mejor en ella, a fin

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de que, al no detenerlas lo distinto, no les quitase tampoco la fuerza unitiva ni les impidiera perderse en el amor».24

Madame Guyon no se cansa de describir esta experiencia fundamental. Esta autodidacta tenía tanta fuerza de persuasión que logró la adhesión de aquel enorme espíritu que fue Féne-lon, cuyas Explications des máximes des saints sur la vie inté-rieure, publicadas en 1697, fueron condenadas en Roma en 1699, por instigación de Bossuet y tras un proceso cuyas peripecias no resultan muy honrosas para el obispo de Meaux. El quietis­mo se convierte, en la meditación de Fénelon, en la doctrina del puro amor. Dios, escribe, «es él mismo su fin único y esen­cial en todas las cosas. Para entrar en ese fin esencial de nues­tra creación, hay que preferir a Dios más que a nosotros y no querer ya nuestra bienaventuranza más que por su gloria; de lo contrario, invertiríamos el orden. No es el interés propio de nuestra bienaventuranza lo que debe hacernos desear su gloria; al contrario, es el deseo de su gloria lo que debe hacernos de­sear la bienaventuranza como una cosa que él ha querido refe­rir a su gloria. •• Lo que hace que los hombres tengan tanta re­pugnancia a entender esta verdad y que esta palabra les resulte tan dura, es que se aman y quieren amarse por propio inte-

' 25

res...». El ser propio del fiel tiene que abolirse en Dios hasta llegar

de alguna forma a ser indiferente a su salvación personal. «Se puede amar a Dios con un amor que es una caridad pura y sin mezcla alguna con el motivo del propio interés. Entonces se ama a Dios en medio de las penas, de forma que no se le amaría más aun cuando colmase al alma de consuelos. Ni el temor a los castigos ni el deseo de recompensas tienen parte en este amor... Se le amaría lo mismo aun cuando, en un supuesto imposible, él tuviera que ignorar que se le ama o aun cuando quisiera hacer eternamente desgraciados a quienes lo habían amado».26

" La Vie de Madame Guyon, écrite par elle-méme. Cologne 1720, 1, 81, en KOLAKOWSKI, o. c, 523.

25 FÉNELON, Oeuvres spirituelles, ed. por F. Varillon. Aubier 1954, 238.

aé Explication des máximes des saints (1967), ed. por A. Chérel. Blond 1911, 124-125.

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Una carta de dirección espiritual a Madame de Maintenon se­ñala: «Dios se mete, por así decirlo, entre mí y yo; me separa de mí mismo; quiere estar lo más cerca posible de mí, más que yo mismo, por ese puro amor; quiere que yo me mire como miraría a un ser extraño; que yo salga de los límites estrechos de ese yo y que lo sacrifique sin recompensa».27

Fénelon, escribiendo a Madame de Maintenon, se acuerda del Deus intimior intimo meo de Agustín; recoge el tema del «yo odioso» tan caro a los jansenistas Pascal y Nicole. Los pro­cesos católicos por desviacionismo teológico tienen siempre su principio en una mezcla de política y de religión; responden a una politización de lo religioso. Molinos es víctima del odio de los jesuítas; Fénelon incurre en la cólera de Bossuet y es un enemigo discreto —pero decidido— de la política de grandeza de Luis XIV. Si prescindimos de estas consideraciones dema­siado humanas, el quietismo, constituido y solidificado hasta cierto punto por los especialistas de la represión de la herejía, defiende en su principio la permanencia de ciertos valores cristianos; pero resulta que esa pasividad con la que choca el ilumina­do exaspera su afirmación y le lleva a denunciar con vio­lencias a la iglesia establecida y visible, proclamando como inmi­nente el final de los tiempos con toda la exaltación de una con­ciencia profética. Tal es el caso de Antoinette Bourignon (1616-1680) que, separada del catolicismo, anuncia el advenimiento de una religión liberada de todos los ritos y la salvación por medio de la contemplación que identifica al creyente con Cristo.

Fénelon había sido hijo espiritual de Madame Guyon; An­toinette Bourignon encontraría también un discípulo y un evan­gelista, en su refugio de Holanda, en la persona del pastor re­formado Pierre Poiret (1646-1719), que dejó su parroquia para vivir a su lado, y luego, después de ella, la misma experiencia religiosa. Su obra principal, en siete volúmenes, apareció en 1687 con el título de L'économie divine ou systéme universel et demontre des oeuvres et des desseins de Dieu envers les hommes. Poiret enseña la teología y la pedagogía del corazón, cu-

27 Citado en A. CHÉREL, De Télémaque a Candide, en Histoire de la littérature francaise, dirigida por J. Calvet. Gigord 1933, 247-248.

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yos elementos ha encontrado en Madame Guyon y en Fénelon, en Madame Bourignon y también en la tradición de la Imita­ción de Cristo y de la mística europea hasta el visionario Jacob Boehme. De esta forma se encuentra ya definido el espacio es­piritual de la religión del sentimiento. El calvinista Poiret ase­gura la comunicación entre las vertientes católica y protestante de la Europa pietista, a la que sus numerosas publicaciones ofre­cen un repertorio de referencias bibliográficas interconfesiona­les. La tierra holandesa seguía siendo el asilo de los creyentes libres, que podían desarrollar allí sus experiencias individuales o comunitarias. Cerca de Inglaterra, Holanda se sitúa también en la desembocadura de la gran riada renana, eje de la espiri­tualidad europea desde antes de la disociación de la reforma, y que sigue siendo a continuación una vía de comunicación entre las cristiandades separadas.

El pietismo protestante se distingue del quietismo o del molinosismo en el hecho de que no reviste el carácter de una herejía perseguida. En el clima católico, el quietismo fue un peligroso privilegio de unos cuantos individuos condenados, ca­lumniados y deshonrados con un odio vigilante por parte de los guardianes de la ortodoxia; su represión tuvo como consecuen­cia la exasperación de las víctimas, que cayeron en el extre­mismo o tuvieron que someterse, de buena o de mala fe, a los entredichos que les impusieron. El pietismo católico es un fenó­meno recesivo; los individuos y los grupos —si los hubo— que se unieron a él no pudieron llevar más que una existencia clan­destina, en las afueras de la ortodoxia impuesta. En el campo protestante, el pietismo se desarrolla en el interior de las igle­sias existentes como un estilo de devoción, propagado por unos jóvenes eclesiásticos deseosos de reavivar la fe un tanto esclero-tizada por el hábito y el formalismo. Estas manifestaciones de renovación suscitaron ciertas resistencias por parte de algunos miembros del cuerpo pastoral. De ahí ciertas agitaciones y po­lémicas; algunos pastores, sospechosos por su activismo, tuvie­ron que cambiar de parroquia. Pero estas reacciones no iban mucho más allá en su amplitud que los diversos movimientos que animan la vida religiosa de cualquier iglesia.

Frente a una ortodoxia preocupada sobre todo de salvar las

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formas litúrgicas y los equilibrios teológicos, los iniciadores que­rían recordar a las masas de fieles ciertos valores esenciales del cristianismo, que había valorado Lutero, pero que sus suceso­res, herederos de una iglesia instituida, habían perdido a veces de vista. Johann Arndt (1555-1621) puede considerarse como su precursor, con sus tratados Del verdadero cristianismo (1605-1616) y De la unión de los creyentes con Jesucristo, cabeza de la iglesia. Alimentándose en Taulero, en la Teología germánica y en la Imitación de Cristo, Arndt deplora el progreso del in-telectualismo doctrinal y del formalismo ritual, que hacen olvi­dar la fe viva, descanso en Dios de los que se entregan a él hu­yendo del mundo y de sus tentaciones. El tema del matrimonio místico del alma con Dios desempeña un papel importante en esta meditación.

«Arndt es, entre los luteranos, el primero que introdujo este tema específico de la devoción medieval como proyecto fundamental de la fe viva».28 El diálogo del alma con Cristo se desarrolla bajo las formas de una experiencia espiritual por los caminos interiores del arrepentimiento y de la unión nueva­mente encontrada con el salvador, fuera de las agitaciones mun­danas. «En nuestro corazón, escribe Arndt, es donde se halla la verdadera escuela del Espíritu Santo, el verdadero taller de la santa Trinidad, la verdadera casa de oración en espíritu y en verdad».29

El pietismo propiamente dicho procede de la enseñanza y de la actividad de Philippe Jacob Spener (1635-1705), hombre de iglesia, como Arndt, que no pensó jamás en cuestionar su pertenencia al luteranismo, considerado como la forma eclesiás­tica más próxima al cristianismo auténtico. Pero esta actividad, al negar el privilegio de exclusividad a una denominación cual­quiera, le permite a cada una de ellas gozar de las riquezas es­pirituales que existen en las otras confesiones. Según la fórmula de un discípulo de Spener, «los hermanos en la fe de las otras iglesias están más cerca de nosotros que los hermanos en la igle-

a A. RITSCHL, o. c, II, I, 42.

» Ibíd., 50.

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sia de nuestra propia iglesia». De ahí la abertura a la tradición mística católica, pero también a los escritos de Fénelon y de Madame Guyon. A estas influencias hay que añadir las de un iluminismo germánico, nacido en el seno del luteranismo, y que procede de la obra de Jacob Boehme (1575-1624). El misticis­mo profético del zapatero de Silesia dará vida, a través de la historia, a un pietismo extremista que admite, fuera de la bi­blia, las revelaciones directas de la iluminación divina y el nue­vo nacimiento del alma en Dios. Pero Boehme y sus discípulos no reniegan de su pertenencia a la comunidad luterana.

El manifiesto de la nueva espiritualidad fue el prólogo pu­blicado en 1675 a una reedición de ciertos escritos de Arndt, con el título de Pia desideria necessariae emendationis evangelí­cele verae ecclesiae serio suscipienda. Este texto saca las conclu­siones de una experiencia realizada por Spener, a partir de 1670, en su parroquia de Frankfurt. Este título tiene todo el valor de un slogan, conforme con las exigencias de la reforma, que no pre­tendía reducirse a una rectificación histórica de la institución eclesiástica, realizada una vez para siempre. La intención reno­vadora tiene que mantenerse de forma permanente, si no quiere sucumbir bajo el peso de la institución y de la costumbre y caer en una inevitable degradación de la energía religiosa; hay que recomenzar continuamente la reforma (ecclesia reformata sem-per reformanda).

Para reaccionar contra el conformismo de las asambleas ma­sivas, a Spener se le ocurrió completar los oficios regulares con unas pequeñas reuniones informales de fieles, consagradas a la edificación mutua por medio de la lectura en común y la me­ditación de la escritura. Estas pequeñas iglesias en la gran igle­sia (ecclesiolae in ecclesia), dando a cada uno la palabra, ponían en práctica el sacerdocio universal, en conformidad con la afir­mación reformada. Los participantes debían realizar allí el apren­dizaje de una vida religiosa personal, en el espíritu de una pie­dad profunda. El esfuerzo por la autenticidad cristiana iba acompañado de una simplificación de la enseñanza doctrinal, de una reforma de la predicación, liberada de todo aparato re­tórico, lo cual suponía una orientación nueva de los estudios

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teológicos, a fin de preparar mejor para su misión a los guías espirituales del pueblo cristiano.30

En este programa no hay nada de revolucionario. Los colle-gia pietatis serán los puntos de aplicación de una empresa de renovación de la iglesia instituida. Los discípulos de Spener chocarán naturalmente con la resistencia de los defensores del orden establecido, que sospecharán de estos activistas y se ima­ginarán que quieren dividir a la comunidad cristiana. El mis­mo Spener prefiere la designación de «cristiano» a la de «lu­terano» y profesa un verdadero liberalismo religioso; protesta contra la denominación de «pietista» o de «speneriano» apli­cada a los miembros de los grupos constituidos según sus prin­cipios. En contra de lo que era usual entonces, reserva el nom­bre de «ateos» a los que niegan la existencia de un Dios sal­vador y creador, siendo así que esta designación infamante se aplicaba generalmente a todos los que, de una manera un poco estridente, se apartaban de la ortodoxia.31

El cristianismo de Spener es un cristianismo en primera per­sona; la fe viva, experiencia personal de la salvación, supone la iluminación del Espíritu Santo, que suscita el nuevo nacimiento del fiel, llamado de este modo a la vida sobrenatural en la co­munión con Cristo. El hombre interior encuentra su equilibrio en la habitación del salvador en su alma, que reconoce a tra­vés de la señal de la alegría que entonces siente. La angustia del pecado, abolida por la muerte de Cristo, se ve sustituida por la exaltación dichosa de su resurrección. Este cristianismo del sentimiento se encuentra a gusto en el vocabulario contem­poráneo del quietismo católico. A pesar de todas las resisten­cias, la red de células pietistas contribuiría ampliamente a sacar de su letargo a las iglesias luteranas de Alemania.

En 1686, ocho profesores de Leipzig fundan en la universi­dad un Collegium philobiblicum para el estudio de los textos

30 E. HIRSCH, Geschichte der neuern evangeliseben Theologie itn Zusammenhang mit den allgemeinen Bewegungen des europaischen Den-kens, II. Bertelsmann Verlag, Gütersloh 1951, 92.

51 Ibíd., 103; sobre Spener, cf. también, RITSCHL, O. C, 97-147.

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sagrados dentro del espíritu definido por Spener. Uno de los dirigentes de este círculo de estudios, cuyo programa engloba la exégesis y la teología, es August Hermann Francke (1663-1727), orientalista, profesor y pastor, que proporcionará a la inspiración pietista unas formas institucionales, capaces de ase­gurar su duración. En 1691, Spener fue llamado a Berlín, sede de la administración del Brandeburgo. Bajo su influencia, y gra­cias a la incansable actividad de Francke, el pietismo tendrá su centro de irradiación en la ciudad de Halle, donde se creará una universidad según el espíritu de renovación de la fe; em­pezó a funcionar en 1697 y pasó a ser rápidamente una de las mejores universidades de Europa.

Con el favor del margrave Federico de Brandeburgo, que sería pronto el primer rey de Prusia, el pietismo encontró to­das las puertas abiertas. Este reconocimiento oficial de la nue­va espiritualidad contrasta con el triste destino del molinosis-mo y del quietismo en tierras católicas. La represión deformó y desnaturalizó al quietismo, mientras que el pietismo se fue des­arrollando en la libertad y fecundó todo el conjunto de la cul­tura germánica; la fe católica estuvo ausente de la cultura de los países católicos que, al no poder desarrollarse con la fe, se desarrolló en contra de ella. Las ambiciones de Francke tenían una amplitud tan grande que han podido compararse con los proyectos de Leibniz; se trataba de trabajar por la transforma­ción del mundo, dentro del espíritu de una filantropía cristia­na.32 Las instituciones creadas por Francke son el núcleo de una empresa más considerable todavía. El «seminario universal» con que soñaba no se realizará nunca; pero logró dar impulso a va­rias instituciones de ayuda a los pobres, a un orfelinato, a una escuena normal; hizo nuevas fundaciones pedagógicas, con la esperanza de cooperar de esa manera a una gran obra de Dios. La universidad recogió todas estas iniciativas y empezó a for­mar personal selecto para guiar al mundo según el espíritu de la fe.

El pietismo de Halle está centrado en una experiencia espi-

32 Cf. F. PAULSEN, Gescbicbte des gelehrten Unterrichts auf den deut-schen Schulen und Úniversitaten... Veit Verlag, Leipzig 21896, I, 526.

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ritual cuyo modelo había sido definido por Francke. La con­versión se adquiere a costa de un combate, gracias al cual el arrepentimiento da acceso a la gracia de Dios; esta gracia per­mite al fiel llevar una vida reconciliada y gozosa, en el aban­dono a la voluntad del salvador. Este esquema, al que los con­temporáneos dieron el nombre de «sistema de Halle», no tiene mucho de original; pudo incluso haber sido un obstáculo para ciertos individuos que no lograban encontrar en las orientacio­nes de Halle el sentido propio de su destino espiritual. Francke no es un teólogo; es un hombre de acción y de organización. En materia de teología, ve a los doctrinarios de su tiempo con una sospecha muy similar a la antipatía que Lutero tenía contra la escolástica. Lo que le interesa, a pesar de su competencia en exégesis, es la teología práctica, las formas que debe revestir la afirmación evangélica si desea dar un testimonio eficaz en el mundo moderno.

La institución de Halle suponía una ruptura con las univer­sidades tradicionales, más o menos prisioneras todavía de la tra­dición escolar renovada por Melanchton. Francke se asocia, en la formación de la nueva universidad, con el jurista y filósofo Christian Thomasius; los dos, profesores en Leipzig, no podían soportar la atmósfera que allí reinaba. El racionalismo ilustra­do de Thomasius no se ponía fácilmente de acuerdo con las costumbres universitarias de Leipzig; lo mismo le ocurría al pie­tismo de Francke. La presencia de ambos en Halle hará del nuevo establecimiento el hogar de una mentalidad original. «En Halle, escribe Paulsen, emprendieron su carrera victoriosa por Alemania la Aufklarung y el pietismo, el racionalismo filosó­fico, político y finalmente teológico».33 A pesar de su oposición aparente, la religión del corazón y el intelectualismo ilustrado pudieron mantener una asociación precaria pero característica de la cultura alemana durante la primera mitad del siglo XVIII.

Hubo fricciones y tensiones internas, por ejemplo, el célebre episodio de la expulsión del filósofo Christian Wolff, que per­dió su cátedra en 1723; pero volvió a ella en 1740, con ocasión de la entronización de Federico II. El racionalismo integral de

Ib'td., 524.

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Wolff fue mal visto por los pietistas más decididos; enemigos de toda teología racional, veían con malos ojos el éxito que tenían los cursos de Wolff entre los estudiantes de teología. Inde irae.

Pero la tensión es signo de vida. Halle, orgulloso de haber­se liberado en todos los terrenos del espíritu de ortodoxia, tiene conciencia de asegurar la libertas philosophandi, en virtud de un liberalismo que no es corriente todavía en la Europa de aquel tiempo. Le toca a cada uno negociar las relaciones entre el sentimiento y el entendimiento; el diálogo entre la devoción y la reflexión resulta fructuoso para ambas. El pietismo «no es enemigo del racionalismo; podía decirse más bien que es su vál­vula de seguridad. Las dos tendencias se equilibran. Su coexis­tencia permite a los más diversos temperamentos expresarse de forma adecuada; y es la que proporciona al siglo XVIII su extraordinaria riqueza y su estabilidad moral, asegurando a su literatura la variedad de inspiración que la ha hecho tan com-pletamente humana».34 Hacia mediados de siglo, el polo pietis-ta de Halle encontrará su contrapartida en el polo racionalista de Berlín, en donde Federico II presta su patrocinio a su aca­demia reformada, a partir de 1740. Pero este antagonismo no reviste jamás el carácter de una lucha desesperada, en la que cada antagonista desearía la muerte del otro.

La Aufklarung germánica está profundamente marcada por la combinación, en dosis variables, entre el espíritu pietista y la reflexión racional, ya característica de la obra de Christian Thomasius (1655-1728). El pietismo se presenta como un mo­dernismo religioso, que separa la experiencia de la fe de las su­perestructuras teológicas que la tenían amordazada; y es esto lo que abre el camino para una inteligencia laica de pleno ejer­cicio en el terreno profano. Durante mucho tiempo podrán equi­librarse estas dos exigencias; le tocará a cada uno de los inte­resados encontrar por su cuenta una fórmula de concordia. Los racionalistas de la Aufklarung, un Lessíng, un Nicolai, no sue­ñan ni mucho menos en aplastar la vida religiosa; Moi'se Men-

" H. BRUNSCHWICG, O. C, 15.

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delssohn sigue apegado a la fe judía; el físico de Gottingen, George Christoph Lichtenberg (1742-1799), respeta las ilumi­naciones de Jacob Boehme. Esta misma actitud conciliadora aparece en el pensamiento de Kant, maestro de razón crítica, en el que se formó su juventud. La filosofía moral y religiosa de Kant respeta los valores del corazón y reconoce sus exigen­cias fundamentales. El idealismo alemán de la gran época po­dría comprenderse como una sublimación reflexiva de la afir­mación pietista.

La historia del pietismo alemán después de Francke movi­liza a varias personalidades originales, la más fuerte de las cua­les es sin duda la de Zinzendorf (1700-1760), animador de las comunidades moravas. En el seno de las iglesias luteranas y cal­vinistas, y a veces fuera de ellas, la religión del corazón se mantiene como un fermento que anima la vigilancia de las al­mas. El pietismo es una de las fuerzas vivas que suscitaron el florecimiento del Sturtn und Drang, primera ola germánica del romanticismo europeo. El romanticismo puede concebirse como un rompimiento de las olas de la marea pietista. En el orden propiamente religioso, las grandes figuras de Schleiermacher y de Kierkegaard aparecen como las prolongaciones de esta reno­vación de la fidelidad cristiana.

Hasta el presente, se ha desconocido la historia del pietis­mo europeo, ya que la amplitud de este fenómeno supera los límites de la historia tradicional de las religiones, encerrada de­masiadas veces dentro de las fronteras confesionales y naciona­les. Pues bien, la internacional del corazón extiende su irradia­ción a través del espacio cultural de occidente sin distinción de denominaciones ni de categorías especializadas. Rousseau, por ejemplo, no ha sido considerado como un hombre de iglesia, y la mayor parte de los historiadores franceses que se interesan por él, aunque no ignoren por completo que era protestante, no tienen en cuenta sin embargo esta referencia religiosa. Emma-nuel Hirsch, historiador competente, ve en él al «primer repre­sentante claro y decidido del neo-protestantismo»; este apela­tivo corresponde a una conciencia religiosa liberada de la reve­lación bíblica y de la enseñanza doctrinal, para la que el sacer-

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docio se reduce a la cura de almas».35 La inmensa influencia de Rousseau a través de Europa supone una predicación religiosa, que no reconocen como tal gran número de quienes la escuchan.

El hecho pietista nos mueve a pensar que no es posible considerar al siglo xvra como un siglo de descristianización. Es verdad que se rechazan ciertas formas religiosas, pero aparece un nuevo estilo, un neo-cristianismo podría decirse, generali­zando la expresión de neo-protestantismo aplicada por Hirsch a Jean-Jacques Rousseau. Las actitudes religiosas no son sola­mente la expresión de formularios especializados, sino que po­nen en juego a toda la vida personal en su conjunto. La rela­ción del hombre con Dios orienta también sus relaciones con el mundo, con los demás y consigo mismo. Desde el punto de vista de la antropología, el pietismo puede presentarse como el aspecto religioso de una conversión de los valores, que afecta al terreno de la sensibilidad, así como a sus expresiones en el orden cultural. El siglo de las luces es también el siglo de las almas sensibles y de los hombres de deseos, de los tormentos y de las delicias del corazón. El pietismo agrupa y estiliza bajo una rigurosa disciplina a todas estas aspiraciones confusas.

Hasta la aparición de los tiempos modernos, los axiomas doctrinales aprisionaban la intimidad dentro de la red de sus determinaciones. La vida personal estaba sometida al esquema dogmático del destino humano definido por los teólogos, que ordenan los datos naturales según las normas de lo sobrenatu­ral. La revolución de Galileo rompe los lazos que mantenían el terreno físico bajo el dominio de las categorías escolásticas de la teología. Hasta el siglo XVII, si exceptuamos a Montaigne, se creía que el devenir de cada conciencia obedecía a los rit­mos cristianos, tal como los administraban los directores de con­ciencia. La atención a sí mismo tenía que ser una consecuencia de la obediencia a Dios; la psicología se reducía a ser una de­pendencia de la liturgia. Nicole, moralista jansenista, utiliza la palabra «el yo» para denunciar a ese ídolo de la individualidad que pretende ser digno de su propia atención, emancipándose de Dios, su origen y fin. De ahí la fórmula de Pascal, cuando

E. HIRSCH, o. c, III, 127.

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denuncia el «necio proyecto», o mejor dicho, el proyecto sacri­lego de Montaigne: «el yo es odioso», porque se afirma como centro de valor, independientemente de toda referencia a la di­vinidad, que es su lugar propio y su justificación.

La conciencia pietista es una conciencia religiosa, pero una conciencia individual que se complace en afirmar su individua­lidad. El alma pietista no goza de una autonomía en pleno ejercicio; sin embargo, aunque existe para Dios, existe también para sí misma. La búsqueda de Dios es inseparable de la bús­queda de uno mismo; así se prepara el momento en que la búsqueda de sí mismo podrá llevarse a cabo independientemen­te de la búsqueda de Dios. El autor de la Profesión de fe del vi­cario saboyano es también el de las Confesiones; el pietismo es una fase intermedia en la evolución de una conciencia humana en vías de emancipación. «Incluso fuera del contexto social y político..., el término pietismo es una de las traducciones de esas ambigüedades del yo que se conoce —muy mal, por cier­to— gracias a las incertidumbres conjugadas de la introspec­ción y de la observación del otro; la conciencia de ese carácter dudoso del conocimiento de sí mismo hace que se presente como compensación eso que podría llamarse self righteousness o fariseísmo. A partir de entonces, la historia del alma es la historia de sus vacilaciones entre los períodos de duda extrema y los períodos de satisfacción íntima que dan origen a un len­guaje de iniciados, destinado a paliar ese carácter ciclotímico en que el individuo ve su mayor debilidad».36

La denominación de «pietismo» subraya la primacía conce­dida a la devoción sobre la doctrina, a la actualidad del fervor sobre la mediación racional. La fe es afirmación de sí en la pre­sencia de Dios, y eventualmente en su ausencia y su silencio. El «Dios oculto» de la biblia se mostraba por todas partes en la civilización tradicional, no solamente en la trascendencia ar­quitectónica de la iglesia, sino en cada rincón de la calle y en los símbolos piadosos presentes en cada uno de los hogares. Dios se metía en la vida cotidiana y se mostraba en ella de tal forma que ya no se le veía a fuerza de verlo tanto. Se había di-

J. B. NEVEUX, O. C, XXXI.

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suelto en signos sin significación, en automatismos. El pietis-mo, en reacción contra ese retrato de Dios, insistía en la inte­riorización de Dios. El Dios del pietismo es el Dios que se oculta en el secreto de los corazones, el Dios confidencial de una existencia confidencial, el Dios de una vocación personal que habla de alma a alma: «Yo he derramado esta gota de san­gre por ti». En oposición contra el Dios instituido de la reli­gión de masas, la revelación pasa a ser en el pietismo una aven­tura personal.

Puede considerarse al pietismo como una constante cultu­ral, como la reafirmación de una tradición espiritual que man­tiene la irreductibilidad de la conciencia religiosa, amenazada de disolución por ciertas influencias que niegan su carácter es­pecífico. La revolución de Galileo pretende dar una ex-plicación de los fenómenos, esto es, un despliegue, un desarrollo de toda realidad, a fin de exponer a la vista de todos una verdad con­cebida en extensión según las dimensiones del espacio-tiempo físico. El pietismo mantiene la autenticidad de la vida religiosa concebida como un retorno a sí mismo, como una vuelta sobre sí mismo. A una verdad de explicación corresponde una verdad de implicación; la relación del alma con Dios es una relación de profundización y de intimidad.

El pietismo se presenta como una reacción contra la ame­naza de olvido de sí mismo y de olvido de Dios, que lleva con­sigo la atención exclusiva a las realidades del mundo exterior. No se trata entonces solamente de una práctica religiosa, sino de una dimensión espiritual que encontrará su prolongación na­tural en la especulación filosófica, en donde la inspiración pie-tista justificará una renovación. En reacción contra el intelec-tualismo de los berlineses, un Nicolai, un Mendelssohn y hasta un Lessing, se desarrolla la meditación de un renano como Frie-drich Heinrich Jacobi (1743-1819). A la edad de ocho o nueve años, Jacobi tomó súbitamente conciencia de la infinidad del tiempo en cuyo seno quedaba abolida su duración perecedera; esta experiencia espiritual, cuyo sello seguirá conservando hasta el punto de que le fue posible reactivarla a lo largo de toda su vida, fue el punto de partida de una investigación, mantenida y cultivada por la lectura de Pascal, de Fénelon y de Rousseau.

El pietismo europeo 107

La conciencia individual, si desea verse libre de la amenaza de aniquilación que hace pesar sobre ella la inmensidad de la rea­lidad exterior, tiene que centrarse sobre sí misma en la expe­riencia inefable de la fe.

Frente a las contradicciones del racionalismo de los filóso­fos y de los teólogos, Jacobi no ve más salida que el salto mor­tal, ese salto peligroso por el que la conciencia, escapándose de las limitaciones y de los absurdos del intelecto, encuentra el principio de su equilibrio en la confianza en un Dios trascen­dente. Así quedan superados los caminos y los medios de la apologética demostrativa; el tema del salto mortal significa que es preciso escoger la pérdida de la razón para encontrar una verdad que dé sentido a la existencia. «Demostrar que el hom­bre es por naturaleza una criatura religiosa y que tiene que te­ner siempre presente a Dios en su pensamiento, so pena de des­cubrir que la verdad de toda verdad es que no haya verdad alguna: eso es lo que pretendo», escribe Jacobi.37 Y en una carta a su amigo Hamann concreta más aún el sentido de este realismo de lo suprasensible: «Me parece que nuestra filosofía se ha metido en un funesto callejón sin salida. A fuerza de bus­car la explicación de las cosas, pierde de vista a las cosas mis­mas. Y de esta manera, la ciencia se hace sin duda muy exacta y los espíritus muy ilustrados; pero al mismo tiempo y en esa mis­ma proporción la ciencia se queda vacía y los espíritus secos. En mi opinión, la función propia del filósofo consiste en «desvelar lo que es». La explicación no es para él más que el medio, el camino que conduce al fin, un fin provisional, pero no el fin último. El fin último es lo que no se deja explicar, lo simple, lo irreductible al análisis... Esto es lo que yo he intentado ha­cer comprender en mis obras, testimoniando de este modo mi desprecio por esa innoble filosofía de nuestro tiempo, que tanto me horroriza... La luz está en mi corazón, pero se apaga ape­nas quiero transportarla al entendimiento. ¿Cuál de las dos cla­ridades es la verdadera? ¿La del entendimiento que nos pre­senta ciertamente formas bien definidas, pero detrás de ellas un abismo sin fondo? ¿O la del corazón, que nos da sin duda al-

" JACOBI, Carta a Schlosser, del 17 enero 1971, en L. LÉVY-BRUHL, La philosophie de jacobi. Alean 1894, 70.

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gunas esperanzas sobre el más allá, pero que no nos ofrece nin­gún punto de conocimiento distinto?».38

Jacobi es un filósofo de la alternativa, en el sentido kier-kegaardiano de la palabra. Entre las exigencias contradictorias, le corresponde al hombre escoger, y su opción no puede con­sistir más que en un compromiso personal, al no haber sufi­cientes elementos objetivos para decidir. El pensamiento ilus­trado del siglo ha descubierto, con Locke y Hume, Condillac y Kant, la limitación del conocimiento humano. Pero la con­ciencia del límite implica ya una superación de ese límite; el salto mortal realiza esa transgresión, en la que culmina la expe­riencia metafísica. De temperamento fundamentalmente racio­nalista, el mismo Kant ha reconocido esa necesidad de negociar sobre las relaciones del saber y de la creencia, que hay que reconocer incluso cuando uno pisa el suelo firme del saber. Por muy diferentes que sean estos dos pensadores, su búsqueda de la verdad supone aspectos comunes, ligados a su formación pietista, y estos elementos suscitarán entre Jacobi y Kant uno de esos diálogos entre sordos que ilustran la historia de la filosofía.39

Jacobi contaba entre sus amigos al holandés Hemsterhuis (1720-1790), inspirador del iluminismo y del ocultismo de la ilustración. Estaba relacionado con el fisionomista Lavater, con Jean-Paul Richter, el escritor romántico, y también con Johan Georg Hamann (1730-1788). Pequeño funcionario de la ad­ministración de aduanas de Kónigsberg y apellidado el «mago del norte», este aduanero Rousseau de la metafísica es paisano del profesor Kant; a la Crítica de la razón pura opuso su Me-tacrítica del purismo de la razón pura; frente a Federico II, el «gran filósofo sin preocupaciones», se presentó como el «pe­queño filósofo de la gran preocupación». Pensador profundo, un tanto preciosista y de una ironía que evoca a la de Kierke-gaard, Hamann tiene la genialidad de hacer oscuro lo que es

™ Carta a Hamann, del 16 de junio de 1783, citada Ibid., 81. 39 Cf. el artículo de KANT, ¿Qué significa orientarse en el pensamiento?

(1786), que precisa la postura del autor de las Críticas ante la afirma­ción de Jacobi.

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claro y de hacer claro —mediante unos relámpagos lingüís­ticos— lo que parece impenetrable. Es uno de los objetores de conciencia contra la razón triunfante de las luces. La revolución de Galileo dio a los hombres el dominio sobre el orden de las cosas; pero el saber objetivo, para quienes lo tomen en serio, no es más que una fantasmagoría, ya que priva de la presencia a uno mismo y a Dios, punto de partida y punto de llegada de toda sabiduría digna de ese nombre.

La protesta de Hamann se sitúa en la perspectiva pietista de defensa e ilustración de la subjetividad, camino de acceso a toda verdad de cierta importancia. En efecto, «sólo el cono­cimiento de sí mismo, un verdadero descenso a los infiernos, abre el camino de la apoteosis».40 A la verdad que se enseñe en los libros de ciencias hay que oponer la verdad que se oculta en las profundidades de la conciencia. «El árbol del conocimien­to nos ha privado del árbol de la vida».41 Los filósofos de las luces se imaginan que la identidad del hombre se establece en su relación con el mundo, ya que el individuo no es más que un centro de perspectiva en una red de relaciones abiertas a la vista de todos. Según Hamann, fiel a la inspiración bíbli­ca más estricta, la identidad de la criatura se oculta en el nombre que le ha dado el Dios creador. Volviendo la espalda a la falsa razón de los intelectualistas, cuya claridad no hace más que cegar, Hamann busca el camino de la edificación intentando descifrar los textos sagrados, considerados como una inmensa parábola de las aventuras del alma humana. «La experiencia y la revelación, escribe Hamann, no constituyen más que una sola cosa, las alas o las muletas indispensables para nuestra razón, sin las cuales estaría paralizada e incapacitada para volar. La sensibilidad y la historia constituyen el fundamento y el terreno. Por muy engañosa que sea aquélla, y por muy inge­nua que sea ésta, las prefiero a todas las arquitecturas aéreas».42

40 HAMANN, Werke, ed. de F. Roth. Berlín 1821-1843, II, 193; cf. la obra de R. UNGER, Hamann und die Aufklarung. Niemeyer, Tü-bingen 21963, 2 vols.

41 Carta de Hamann a Jacobi, en P. KLOSSOWSKI, Les méditations bi-bliques de Hamann. Minuit 1948, 260.

42 Carta a Jacobi, del 14 de noviembre de 1784, en KLOSSOWSKI, O. C., 262-263.

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De este modo, el pietismo se convierte en el principio de una inversión de las alianzas epistemológicas y metafísicas. En vez de intentar reducir el cristianismo a la razón, hay que poner todo pensamiento a la escucha de la revelación. «Cada uno de los relatos bíblicos es una profecía que se cumple a través de todos los siglos y en toda alma humana. Cada relato está hecho a imagen del hombre; el hombre tiene un cuerpo que no es más que tierra y nada, la letra carnal, pero también un alma, que es el soplo de Dios, luz y vida, que brilla en las tinieblas y que no puede ser comprendida por las tinieblas...».43 El co­nocimiento humano no puede llegar a una inteligibilidad per­fecta de la verdad de Dios, cuya significación vislumbra a través de un turbio espejo. Lo ideal sería volver a la situación original, no estropeada aún por nuestra desobediencia, de las mañanas de la creación: «Cada fenómeno de la naturaleza era una palabra; el signo, el símbolo y la prenda de una unión, de una comunicación, de una comunidad de energía y de ideas divinas, nueva, secreta, inefable, pero sumamente íntima. Todo lo que el hombre escuchaba al principio, todo lo que veía y contemplaba con sus propios ojos, todo lo que tocaba con sus propias manos, era palabra viva; porque Dios era la palabra».44

Hamann, que convierte la realidad en una red de jeroglífi­cos divinos, toma a contrapelo la ideología de la ilustración. La hermenéutica no tiene nada que ver con las investigaciones de los especialistas de la exégesis científica; la paciencia del fiel, en la obediencia de la fe, espera de Dios la manifestación de los signos que habrán de decidir de su destino. El cristianismo es esta ausencia en la presencia, esta presencia en la ausencia, esta alianza íntima entre la desesperación y el gozo, ya vivida por Pascal y que pronto vivirá Kierkegaard, locura a los ojos de los hombres que se creen ilustrados, y que no es ciencia, sino profecía per speculum in aenigmate. La insistencia jansenista en la elección y en la predestinación subraya la necesidad de una relación en primera persona entre el fiel y Dios; el que

" Werke, o. c, I, 50, en J. BLUM, La vie et l'oeuvre de J. G. Ha­mann. Alean 1912, 40.

44 Les derniéres déclarations du chevalier Rosencranz sur les origi­nes divines et humaines du langage, en KLOSSOWSKI, O. C, 249.

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no ha pasado por esta experiencia, no es un cristiano auténti­co. El conformismo de la religión antigua formaba parte de la decoración de un género de vida demasiado fácil; la práctica religiosa no era más que un aspecto del respeto al orden esta­blecido. Esta idea de una religión que camina por sí misma, deja paso a la de una religión que hacemos caminar nosotros, que lleva consigo una adhesión profunda, un compromiso. Kant, después de haber mostrado la insuficiencia de todas las pruebas racionales de la existencia de Dios, hace de esta existencia un postulado de la acción moral. El hombre honrado quiere que Dios exista, ya que de lo contrario la existencia humana no tendría ningún sentido. Esta afirmación es sin duda alguna una lejana prolongación de la formación pietista recibida por Kant en su juventud.

La teoría kantiana de los postulados invierte el sentido de la marcha, haciendo depender a Dios del hombre, y no al hombre de Dios. Esta doctrina consagra la transferencia de la dimensión religiosa del terreno público al terreno privado de la vida personal. El siglo xvm ha inventado la vida pri­vada, tanto en el orden literario, especialmente con la novela, como en el orden de la disposición y de la decoración de las habitaciones. El Dios sensible al corazón de los pietistas es un Dios de la intimidad, centro de gravedad de la vida personal cuyos altibajos se miden por el grado de presencia o de ausen­cia del alma en relación con su salvador.

La novela de Goethe, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1794-1796), incluye, en el libro VI, titulado Confe­siones de un alma hermosa, un episodio pietista. El propio Goethe nos ha indicado que esa alma hermosa evoca la per­sonalidad de una amiga de su madre, la señorita de Kletten-berg: «De sus conversaciones y de sus cartas nacieron las Con­fesiones de un alma hermosa, que inserté en 'Wilhelm Meis­ter»?5 El novelista había sufrido en su juventud algunas in­fluencias de este tipo; puede concedérsele a este texto el valor de un documento auténtico. Para el «alma hermosa», lo esen-

45 Poésie et Vérité, 1. II, c. VIII, trad. de P. du Colombier. Aubier, 218.

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cial de su vida se sitúa en la relación con el «amigo invisible», con ese salvador cuyo nombre no se atreve nunca a pronunciar. «Apenas si me acuerdo de uno solo de los mandamientos; no hay nada que tome a mi vista la forma de una ley; es un ins­tinto ** el que me guía y me conduce siempre por el camino recto; obedezco libremente a mis inspiraciones y conozco tan poco el miedo como el arrepentimiento. Bendigo a Dios de que me haya dado a conocer a quién le debo esta dicha y de que no piense en estos privilegios más que con humildad. En efecto, jamás correré el riesgo de gloriarme de mi capacidad y de mis aptitudes, ya que he visto con demasiada claridad qué monstruo puede nacer y desarrollarse en el corazón de todo hombre, cuando no hay allí una fuerza superior que lo preserve».47

La motivación religiosa se convierte en el principio de una constante atención a sí mismo, ya que esta íntima vigilancia es el foco de toda verdad. La alianza del hombre con Dios será el principio de una nueva alianza del hombre consigo mismo. La biografía y la autobiografía se convierten en reveladoras de la presencia divina. Ramsay pasa a ser el biógrafo de Fénelon, Poiret el del Antoinette Bourignon; Madame Guyon narra su propia vida en tres volúmenes. Son numerosas las autobiogra­fías pietistas, desde la de Spener hasta la del «alma hermosa», pasando por otras, menos conocidas.48 Estas confesiones y estos diarios íntimos no son solamente testimonios para uso de los demás; responden a la disciplina necesaria del examen de con­ciencia, para poder definir la situación de esas relaciones del alma con Dios; constituyen una psicoterapia consigo mismo, una ascesis espiritual que se esfuerza en mantener a través de las vicisitudes de la experiencia humana una fidelidad siempre tambaleante. El famoso Memorial de Pascal, y sin duda una parte de sus Pensamientos, tienen que relacionarse con este

* Hay que recordar aquí el «instinto divino», celebrado por el pietista suizo Béat de Muralt, y después de él por el vicario de Jean-Jacques Rousseau.

" Les années d'apprentissage de Wilbelm Meister, 1. VI, final; trad. de B. Briod, en GOETHE, Romans. Bibl. de la Pléiade, 777.

,8 Cf. la selección de textos publicada por M. BEYER-FRÓHLICH con el título Pietismus und Rationalismus. Darmstadt 1970.

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género literario, que desembocó en aquella otra obra maestra de la literatura privada, las Confesiones de Jean-Jacques Rous­seau.

Desde los Pensamientos hasta las Confesiones, el camino de esta cultura del yo es el de una desacralización del yo. O mejor dicho, lo sagrado de la trascendencia se va naturalizando poco a poco en un sagrado de la inmanencia. En definitiva, en el pensamiento kantiano, la misma persona humana, considerada como un fin en sí, acaba proponiendo una sacralidad sustitutiva, tal como demuestra la autobiografía de Rousseau. Cuando el yo, emancipado de la presencia divina, sea reconocido como un objeto entre los demás objetos, como una naturaleza en la na­turaleza, habrá llegado el momento de una psicología autóno­ma, que ocupará un lugar entre las ciencias del hombre. Hay una correlación entre la afirmación del pietismo y la aparición de una psicología digna de este nombre. El diario íntimo del fisiologista Albrecht von Haller, o el del pastor Adam Berndt, en donde se registran las intermitencias del corazón y de la fe, son importantes documentos psicológicos y psicopatológi-

49 COS.

Podría sacarse una contraprueba de ello en el pensamiento de Hume, en los antípodas de la espiritualidad pietista. La crítica de Hume deshace los argumentos racionales en favor de la existencia de Dios y de las verdades reveladas; una crítica paralela lleva también consigo la disolución del yo, reducido a la condición de una «cosa vaga», como decía Valéry. Estas dos críticas son correlativas, ya que la consistencia del ser hu­mano es solidaria de la consistencia de la divinidad. Suprimida la sustancia, no quedan más que accidentes sin sujeto. El yo se pierde en el mundo, si Dios no lo reúne. Pero entonces puede nacer una ciencia del hombre, encargada de coordinar los fenómenos mentales según las leyes de asociación de las ideas, copiadas de Newton.

La experiencia pietista es una prueba entre otras varias de la interdependencia entre la teología y la antropología. Cual-

Cf. los textos que figuran en la colección antes citada.

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quier modificación de la imagen de Dios es solidaria de una modificación de la imagen del hombre. La revisión pietista de los valores cristianos no puede disociarse de la aparición de una nueva conciencia humana. Herder, cuyo pensamiento es una prolongación de la inspiración pietista, resume uno de los descubrimientos más importantes de esta renovación de la con­ciencia: «Una señal interior de la verdad de la religión es que es integralmente humana».50 Esto no significa ni mucho menos que Dios no exista a los ojos del pastor Herder, sino solamente que el hombre no puede alcanzar a la divinidad más que a través de su propia humanidad.

50 HERDER, Vom Erkennen und Empfinden der menschlichen Seele (1778), al final, en Werke, ed. J. von Müller. Karlsruhe 1820, VIII, 92.

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1. La inversión de las relaciones entre la filosofía y la teología

La teología no puede reducir el misterio de la presencia di­vina y de la fe; tiene que desarrollar, según el orden de la tercera persona, una religión problemática, enfrentándose con las consecuencias del presupuesto revelado, del que ha reci­bido, en virtud de una revelación trascendente, el dato original. Dosificando de una forma compleja el racionalismo y la irra­cionalidad, aplica al dato cristiano, presentado como un misterio, ciertos procedimientos racionales, que no conciernen al fondo de las cosas, sino solamente a la retórica de la exposición. Esta alianza entre unos elementos quizás incompatibles, impuesta ya por los padres de la iglesia, no podía cuestionarse mientras la autoridad eclesiástica mantenía el derecho de control sobre el conjunto de la cultura. La doctrina de la iglesia proporcionaba los postulados iniciales de las axiomáticas intelectuales y axio-lógicas: la teología y la filosofía, la ciencia y la moral. Si en algún terreno se manifestaba el más mínimo deseo de emanci­pación, los guardianes de la ortodoxia se apresuraban a movilizar todas las instancias represivas y las cosas volvían a su cauce,

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con el gracioso concurso del brazo secular. Así fue como la tentación del racionalismo integral, encarnada por el averroís-mo medieval, se vio, si no eliminada —ya que la inquisición no puede afortunadamente investiga1- el secreto de las conciencias—, al menos controlada para que no pudiera hacer daño.

Hasta el siglo xvn, los teólogos, en posición de fuerza, ocu­pan el terreno de la filosofía; y cuando llega la hora en que no pueden ya, como en la florida época escolástica, ejercer perso­nalmente como filósofos, al menos tienen bajo sospecha y vi­gilancia a los nuevos pensadores en quienes se afirma la voca­ción de la razón a la independencia. El prudente Descartes, cuando se permite hablar de Dios, no deja de afirmar su hu­milde sumisión a la autoridad teológica; Spinoza escoge la clandestinidad; y Malebranche, a pesar de su espíritu religioso y de su fe inquebrantable, no logró escapar de la condenación del índice. Por otra parte, también esa condenación recaerá de forma postuma sobre la doctrina de Descartes, no obstante su exquisita prudencia. Pero la multiplicidad de estas censuras demuestra que la ortodoxia se mantiene ahora a la defensiva; las condenaciones sirven de propaganda a las ideas que se pro­ponían reprimir.

La reforma consagró la derrota de este espíritu de ortodo­xia; la liberación del control de Roma de ciertas regiones de la cristiandad, al multiplicar las teologías, las relativizó a todas ellas, impidiéndoles presentarse como absolutas, aun cuando alguna siguiera proclamándose como tal. Por otra parte, las nuevas líneas doctrinales mostrarán una dureza desigual, y esto permitirá a la reflexión crítica desarrollarse en los países donde el control es más débil, aprovechándose de las facilidades ofre­cidas por el liberalismo relativo de Jas autoridades reformadas. La intransigencia católica verá sus posiciones amenazadas desde fuera; es difícil, a la larga, mantener el integrismo en un solo país. Poco a gusto en el clima francés, Descartes está dispuesto a ir a pensar entre los protestantes holandeses.

Hasta Galileo, la autoridad eclesiástica podía pretender man­tener bajo su control la totalidad del espacio mental del saber humano. Galileo denuncia lo absurdo de este conglomerado

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realizado entre ciertos elementos de la revelación bíblica y la doctrina del intelectualismo helénico. La biblia no es un libro de física; la ciencia de la naturaleza, obra de la razón, tiene que revalidar las conquistas del saber humano, con tal de que éstas se apoyen en justificaciones suficientes y controlables. No hay ortodoxia que se resista contra las adquisiciones del método físico-matemático. Galileo juzga a sus jueces, que ni siquiera logran imponerle silencio. Hay impresores en Estrasburgo y en Leyde, entre los herejes, que publican las obras del conde­nado; los hay incluso en París, en donde las decisiones ro­manas no tienen ya la autoridad absoluta de antaño. Hay toda una red de activas complicidades que asegura la evasión de los textos y la revancha del anciano florentino.1

Este precedente de Galileo consagra la transferencia a la autoridad de la razón de un territorio sometido hasta hace poco al control teológico. Se ha iniciado un proceso de desintegra­ción, que ya no se detendrá; la ortodoxia lo único que puede hacer es retrasarlo con su obstinación. Proceso ejemplar, el proceso de Galileo lo ha perdido la acusación tras la apelación ante la opinión ilustrada de Europa. Pues bien, el meollo del debate consistía en la subordinación de la razón a la fe. Reco­nocer la autonomía de la astronomía era abandonar el derecho de soberanía de la teología, intérprete de la revelación, sobre el conjunto del conocimiento. Aflojar un poco las riendas era comprometerse, a largo plazo, a soltarlas por completo. Y fue aquello lo que ocurrió, a pesar de la animosa resistencia de los jueces. Ganando cada vez más terreno, el modelo de la episte­mología galileana suscitó ciertas axiomáticas, cada una de las cuales pretendía gobernar un terreno particular del saber. Ga­lileo sostenía que la biblia no es un tratado de astronomía; otros declararán que tampoco los libros sagrados son compe­tentes en materia de química, de física, de geología, de historia natural o de medicina; y esto autorizará a los sabios a prose­guir sus investigaciones sin referencia alguna a la revelación y a sus autorizados intérpretes. El teólogo no es ya más que un especialista entre otros especialistas. Tendrá su lugar en la

1 Sobre todo esto, cf. G. GUSDORF, La révolution galiléenne. Pavot 1969, I.

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Enciclopedia, pero no le pertenece a él, sobre la base de sus presupuestos, constituir una enciclopedia. La teología no engen­dra ya ninguna suma; ha quedado reducida al estado de frac­ción; los directores de la Enciclopedia serán filósofos desligados de toda vinculación con la autoridad eclesiástica y sin ninguna afición a sus enseñanzas. Este hecho simboliza el traslado de poderes intelectuales, la translatio imperii, que se lleva a cabo en el siglo de las luces. Por muy poco que se le conceda a la razón, siempre se le da demasiado, ya que la razón no admite ningún límite a su expansión. La teología había logrado durante mucho tiempo limitar los estragos, manteniendo el uso del dis­curso racional dentro de los límites de la revelación. Pero, con los avances de la razón conquistadora, el discurso teológico tiene que echar marcha atrás ante un discurso racional que toma como tema al propio Dios. La filosofía de la religión compite con la teología; la razón, maestra de la universalidad, lejos de portarse como esclava de la teología, pretende englobarla dentro de un conjunto más amplio. La revelación cristiana se presenta como un canal represivo que particulariza la afirmación totalitaria de la verdad. El teólogo reflexiona a partir de la revelación bíblica y de la tradición dogmática, a las que atribuye una validez ab­soluta; esta pretensión queda desmentida por la irreductible pluralidad de revelaciones y de religiones, que atestigua el conocimiento de otros hombres lejanos, más allá del horizonte estrecho de la comunidad judeo-cristiana.

La generalización del concepto de religión lleva consigo una inversión de las funciones. Los filósofos de antaño tenían que justificarse ante los teólogos, como lo había hecho Descartes. En adelante, los teólogos tendrán que justificarse ante los fi­lósofos, tal como lo demuestra la nueva apologética cristiana. La idea de una religión generalizada exige la relativización de todas las religiones. El cristianismo, despojado de su condición de privilegio, tiene que emprender un nuevo combate de re­sultado incierto.

La idea de que la religión cristiana no podía mantenerse en un régimen de soberbio aislamiento no era nueva. El pensamien­to medieval había tenido que vérselas con el islam; los «infieles» pertenecen a la historia de la cristiandad, al menos como polí-

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tica exterior, y esa presencia se manifiesta en el orden del pen­samiento en un Roger Bacon, un Raimundo Lull y un Fran­cisco de Asís. Pero hay que reconocer el fracaso de la cruzada armada y de la misión intelectual, que tendían a imponer la soberanía exclusiva del monismo cristiano. El tema de una con­frontación, gracias a la cual el cristianismo habría de situarse en el concierto de las religiones, aparece ya en Abelardo. Se ve expresado luego enérgicamente, en vísperas de la conquista de Constantinopla por los turcos, en el De pace fidei de Nicolás de Cusa (1453). Un siglo más tarde, bajo el golpe de la am­pliación de los horizontes occidentales por obra del renacimiento, el De orbis terrae concordia (1544) de Guillaume Postel, y luego, hacía el 1593, el Colloquium Heptaplomeres del jurista Jean Bodin, plantean claramente la cuestión de la coexistencia pa­cífica entre las religiones, cristianas y no cristianas.

El presupuesto de todos estos escritos es que los interlo­cutores del portavoz de la ortodoxia romana, en vez de ser tratados como campeones del error, son considerados como testigos, si no de la verdad misma, al menos de una verdad disimulada bajo su propia conciencia. Si se les pide que se unan al catolicismo, es por fidelidad a sus propios principios. Jean Bodin no llega a exigir tanto, sino que se pronuncia por la tolerancia mutua en un plano de igualdad, exceptuando sola­mente al ateísmo. Incluso cuando se mantiene la preeminencia del cristianismo, se emprende el camino de una apologética abier­ta, llamada a minimizar las diferencias para ampliar las seme­janzas. Disminuye la parte de la revelación histórica, en lo que tiene de accidental, en provecho de la del verbo universal, capaz de servir de común denominador para todos los creyentes que están animados de la misma buena voluntad. Por la lógica de su demostración, el cristiano tiene que mostrar la compatibili­dad entre las enseñanzas de su confesión y aquellas otras que mantienen sus interlocutores. Habría, por tanto, una revelación de Dios a la humanidad, anterior de hecho y de derecho a las religiones positivas. La búsqueda de la armonía entre las di­versas religiones supone que el cristianismo se sitúa en esta perspectiva; la convergencia no puede establecerse más que bajo la forma de un monoteísmo racional en el que comulgan

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el judío, el musulmán, el cristiano y los que siguen otras reli­giones más lejanas, al menos tal como se los imaginan.

Pero estas ideas eran prematuras; las tesis del cardenal Ni­colás de Cusa, si no resultaron escandalosas, la verdad es que tampoco despertaron mucho eco. Postel es un irregular, un iluminado, cuyas visiones no podían tener muchas consecuencias. En cuanto al Colloquium de Jean Bodin, permaneció manuscrito hasta mitad del siglo xix; semejante liberalismo necesariamente habría de resultar intempestivo y peligroso en aquella época de las guerras de religión. La idea de tolerancia irá progresando poco a poco; brillará con toda su luz cuando se vea que las armas y la violencia no son capaces de dar la solución definitiva. En Inglaterra, en Alemania, después del cansancio de las gue­rras, hay que aceptar una fórmula de concordia; un mal com­promiso vale más que una buena guerra. El pluralismo es de hecho la escuela de la coexistencia; lleva consigo el desarme de las ortodoxias, cuyos privilegios serán defendidos en adelante de una forma mucho más suave. Sólo los países católicos man­tendrán el monopolio de la religión del estado, impuesto a hierro y fuego en España y en Italia, evitado en Francia por la política sensata de Enrique IV, pero renovado por la incons­ciencia de Luis XIV. La revocación del edicto de Nantes (1685) y la insurrección de los camisardos, que fue su consecuencia a finales del siglo xvni, son episodios de guerra religiosa. Pero la opinión europea se escandaliza ante las medidas inhumanas que tomó el gobierno francés. La injusticia de esta situación violenta que entonces se creó despertó de su letargo a ciertas conciencias, cómplices hasta entonces de la represión guberna­mental. Francia, último país en donde se encendió una guerra de religión, será también el primer foco de la guerra de irre­ligión emprendida por los filósofos contra la opresión eclesiás­tica. Desde Bayle hasta Voltaire, Helvetius y Holbach, esta in­versión del sentido de la guerra religiosa es una preparación para las medidas radicales de la revolución francesa.

La nueva Europa, que parece haber emprendido su camino siguiendo las líneas de demarcación impuestas por la reforma, tiende a reagruparse en una comunidad cultural cuyos valores permitan reducir a la unidad a las distintas variables religiosas.

Filosofía y teología 121

Por encima del antagonismo estéril de las teologías, el discurso filosófico podrá servir de enlace a los espíritus que buscan la unidad. Así es como se impone, una vez admitido el arbitraje de razón, la primacía de la filosofía sobre una teología que resulta ahora sospechosa.

La cuestión de la unidad o de la diversidad de religiones tiene mucho que ver con la cuestión de la unidad o la diversidad de la humanidad, planteada a partir del siglo xvi por el inven­tario de los nuevos horizontes de la geografía y de la etnología. Pasó ya el tiempo en que la Romanía, replegada sobre sí misma en la comunión de una fe unitaria, podía creerse exclusivamente elegida por Dios, cuando los infieles, perdidos en la lejanía, no planteaban ninguna cuestión a la buena conciencia occiden­tal. La pluralidad religiosa es ahora un hecho, y al mismo tiem­po un escándalo. La recapitulación de la historia resulta hu­millante para las pretensiones de aquellos, sean los que fueren, que pretenden ser los depositarios exclusivos de la voluntad de Dios. Si al árbol se le juzga por sus frutos, las confesiones cristianas movilizan preferentemente los bajos instintos, la fe­rocidad pasional de los hombres; lo cual no deja de ser una pa­radoja, si se piensa que esas mismas religiones apelan a un Dios de justicia y de bondad. ¿Cómo establecer la más mínima relación entre la caridad que profesan los cristianos y las atro­cidades, persecuciones y matanzas de las guerras de religión? Los chinos, los japoneses, los mismos turcos, cuyos dioses son considerados como falsos, se muestran más sensatos y más hu­manos que los europeos en este aspecto.

Los espíritus ilustrados del siglo xvm admitirían de buena gana que la religión es una cosa demasiado esencial y dema­siado delicada para abandonarla en manos de los sacerdotes, cuya preocupación esencial parece ser la de apartarla de sus propios fines; por culpa de ellos y con la complicidad de los poderes, ha logrado prevalecer un monstruoso malentendido. Hay que reducir a la religión al respeto de sus principios y al cumplimiento de sus deberes. Hay que acabar con los estragos de la razón de iglesia reduciendo a la iglesia a la razón. La auto­ridad eclesiástica pretende ser depositaría e intérprete de la voluntad de Dios; pero lo absoluto no pertenece a nadie y la

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pretensión de tener lo absoluto es el principio de todos los extravíos.

Los representantes de las iglesias establecidas denunciarán a todos los que pretendan oponer al derecho divino, que ellas afirman poseer, un derecho humano de disidencia y de protesta, sobre todo cuando esa protesta apela a las enseñanzas de Cristo. La acusación de ateísmo confunde a los inconformistas de toda especie, ya que el único cristiano auténtico es el que acepta sin vacilación ni murmuraciones la doctrina y la disciplina de tal o cual ortodoxia. Spinoza y Bayle, Toland, Locke, Collins y más tarde Reimarus, y el propio Kant, como los socinianos del siglo xvn , al negarse a aceptar la enseñanza impuesta, son acusados de no aceptar nada, y esto les vale el título de sospechosos, incluso a los ojos de los historiadores, respetuosos también ellos a su pesar de las normas integristas. Sin embargo, la actitud más honrada es la de no negar el apelativo de cristianos a quienes lo reclaman, aun cuando su profesión de fe no esté de acuerdo con tal o cual obediencia particular. En el siglo de las luces hubo algunos incrédulos, como Hume; hubo también ateos, como el abate Meslier, Helvetius, Diderot, Holbach y sus ami­gos. Pero el cristiano liberal no es un incrédulo, y el incrédulo no es un ateo; es tarea de la historia darle a cada uno lo que se le debe. No hay derecho a contar a los deístas en el número de los adversarios del cristianismo, ya que reconocen en las escri­turas cristianas un medio privilegiado de acceso a la verdad. El que se ponga el acento en la revelación natural no significa, en la mayor parte de los que así lo hacen, que se rechace pura y simplemente la revelación sobrenatural.

Si se juzga el pensamiento religioso del siglo XVIII según las normas simplistas de Bossuet, se puede hablar en este tiempo de una agonía del cristianismo. Pero quizá Bossuet sea un mal juez y un falso testigo, con su actitud de inquisidor siempre en vela y con el odio con que persigue a sus víctimas hasta aniquilarlas. El siglo XVIII consagra el fracaso de Bossuet y de la inquisición; pero si se quiere admitir que la salvación puede encontrarse fuera de Bossuet, se verá que el siglo de las luces ha concebido un estilo cristiano apropiado al estilo cultural de una época en situación cambiante. Difícilmente puede ima-

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ginarse un cristianismo inmutable en un universo que se renue­va; habría que admitir entonces que el cristianismo es extraño a las realidades concretas de la existencia humana.

El inquisidor que tortura y quema a sus víctimas en nombre de la caridad cristiana aparece como una figura simbólica. Para evitar esos absurdos tan funestos, conviene mantener el ejer­cicio de la religión bajo una vigilancia capaz de reprimir sus excesos. Y ése es el punto de partida, difícilmente discutible, del racionalismo cristiano; la experiencia histórica demuestra que ciertos individuos que se creen posesores de una verdad ab­soluta, si por ventura se hacen con el poder, acaban destruyendo a la humanidad en nombre de su verdad. Fiat veri tas, pereat mundus es la divisa de todos los fanatismos. No es posible admitir la validez incontrolada de cualquier religión; la ausencia de control es sinónimo de superstición. Un personaje de Hume, cuando uno de los interlocutores se pone a exaltar los méritos sociales de la religión, le responde agudamente: «Entonces, si la superstición vulgar es tan saludable a la sociedad, ¿cómo es que toda la historia abunda en relatos de sus perniciosas con­secuencias sobre los asuntos públicos? Facciones, guerras civiles, persecuciones, gobiernos derribados, opresión, esclavitud; ésas son las nefastas consecuencias que acompañan continuamente a su dominio sobre el espíritu de los hombres. Siempre que se trata de espíritu religioso en una narración histórica, estamos seguros de encontrar a continuación la descripción detallada de las mi­serias que lo acompañan».2

Es ésta una evidencia para el siglo XVIII , en relación con el descrédito general en que se tiene al período medieval, víc­tima de la «barbarie gótica». La conciencia ilustrada afirma sus valores en oposición a los que prevalecían en los siglos cris­tianos, «repugnantes siglos de fe, de lepra y de hambre», como diría Leconte de Lisie. De aquí no se sigue que haya que supri­mir toda religión; la mayor parte de las críticas se limitarán a exigir una depuración, que transforme a la religión salvaje en una religión ilustrada. La Aufklárung puede ser considerada como

' HUME, Dialogues sur la religión naturelle, trad. M. David, en Oeuvres philosophiques de Hume. Alean 1912, I, 294.

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una segunda reforma; la primera reforma había encontrado su principio en la exigencia de un retorno a las fuentes bíblicas, mediante una limpieza de las escorias que había ido acumulando sobre ellas la tradición romana; la segunda reforma será una vuelta a la autenticidad del sentido y de los valores que con frecuencia habían perdido de vista las iglesias históricas, in­cluidas las iglesias reformadas.

Una ortodoxia constituida en iglesia no puede ser juez de sí misma. Los mejores espíritus se esfuerzan en descubrir el principio de una ortodoxia superior, cuya autoridad universal permite rectificar los manejos dogmáticos y prácticos de las religiones particulares. Para acabar con las tentaciones continua­mente renovadas del fanatismo, hay que poner a las religiones bajo el derecho común de la humanidad. Según Hume, «Locke parece haber sido el primer cristiano que se atrevió a afirmar abiertamente que la fe no era más que una especie de razón, que la religión era solamente una rama de la filosofía y que había toda una cadena de argumentos, parecida a la que esta­blecía una verdad cualquiera en el terreno moral, político o físico, que trabajaba continuamente por descubrir todos los prin­cipios de la teología, tanto natural como revelada».3 La revo­lución de Galileo avala la reivindicación nueva de un cristia­nismo razonable.

Se le puede acusar a Locke de haber inaugurado el comien­zo del fin del cristianismo; pero entonces hay que sostener la tesis de un cristianismo irracional y desrazonable, con todas las consecuencias de semejante actitud, incluido el riesgo de fanatismo y de superstición. Locke estuvo comprometido per­sonalmente en las luchas político-religiosas; conoció las sospe­chas y el destierro; si se convirtió en abogado del sentido común y de la tolerancia, fue con conocimiento de causa; afirmó la concordancia de la fe y de la razón, sin negar por ello la auten­ticidad de la fe; pero el control racional se impone en todo lo que concierne a la fe y a sus consecuencias prácticas. Lector asiduo y comentador de las escrituras, no puede Locke resultar

Ibid., 196.

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sospechoso de querer eliminar la revelación cristiana, a la que se esfuerza en interpretar hasta el final de sus días. Locke es un hombre de razón, pero ni mucho menos un integrista de la razón, cuyas fronteras intenta delimitar en su obra filosófica. No ha llegado aún la hora de oponer el dogmatismo racional de los defensores del radicalismo filosófico al dogmatismo de los teólogos, un fanatismo contra otro fanatismo. La certeza reli­giosa posee un carácter específico que resiste todas las preten­siones del totalitarismo racional. «Esta actitud paradójica de Locke, escribe un comentador, es el resultado de una compren­sión prudente de las limitaciones humanas. La razón sola es inadecuada. Es inadecuada tanto en la esfera de la religión como en la esfera del conocimiento natural».4

El intelectualismo crítico de Locke presenta a una razón consciente de sus insuficiencias. De ahí un liberalismo de buena fe, característico del pensamiento anglosajón; volveremos a en­contrarlo en Hume, el incrédulo que, a diferencia de Locke, dudará de la validez del cristianismo. Según uno de los inter­locutores de los Diálogos sobre la religión natural, «la razón, en su fábrica y en su estructura, nos es realmente tan poco conocida como el instinto o la vegetación; y quizá incluso esa palabra vaga e indeterminada de naturaleza, a la que el vulgo lo refiere todo, no sea en el fondo tan inexplicable. Los efectos de estos principios nos son conocidos por la experiencia; pero los propios principios y su modo de obrar son totalmente des­conocidos...».5 Hume sigue siendo liberal en su escepticismo, a diferencia de los ateos franceses, cuya intolerancia le chocó du­rante sus visitas a París. No hay nada que le extrañe tanto al autor de los Ensayos renovados de Montaigne como el fanatis­mo del antifanatismo.

La glorious comprehensiveness británica explica que Inglate­rra haya podido ser la madre patria, o la tierra escogida, de las nuevas actitudes religiosas. «La bandera de la ortodoxia, escribe Leslie Stephen, cubría diferencias mayores que las que

4 R. I. AARON, John Locke, 1937, 304, en G. R. CRAGG, Reason and Authority in the 18th Century. Cambridge University Press 1964, 11.

5 HUME, o. c, 244.

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separaban a sus partidarios de sus adversarios; en muchos casos no se necesitaba más que un ligero cambio del punto de vista o un pequeño suplemento de información relativo a los resul­tados de la crítica, para que la distribución de las fuerzas se modificase por completo. El cristianismo de un gran número de autores consistía sencillamente en expresar opiniones deístas en una fraseología a la antigua usanza».6 Desde el siglo xvii, Inglaterra tuvo una brillante escuela de espiritualidad en la persona de los latitudinarios, cuya denominación indica una vo­luntad de acogida y de generosidad sin exclusivismos. Fieles a la iglesia anglicana, estos liberales hacían profesión de rechazar el espíritu de ortodoxia, dando de este modo a la Europa conti­nental una lección que por desgracia pocos escucharon.7 La pa­labra «latitudinario» no tiene equivalentes en francés o en ale­mán, ni mucho menos en italiano o en español. Este estado de espíritu aparece claramente en un texto del diplomático y en­sayista William Temple (1628-1699), que había sido en Cam­bridge alumno del platónico Cudworth: «Jamás he podido com­prender, escribe, cómo los que se dan a sí mismos el nombre de personas religiosas, y a los que el mundo da corrientemente este nombre, llegan a conceder tanto peso a esos puntos de la fe en los que jamás han podido ponerse de acuerdo los hombres, en detrimento de los de la fe y de la moral, en los que casi nunca ha mostrado nadie su desacuerdo».8

La correlación entre la razón y la fe permite a la razón corregir los extravíos de la fe, pero permite también a la fe re­mediar ciertas insuficiencias de la razón. Se da una comple-mentariedad entre la luz racional y la luz sobrenatural de la revelación «La razón es una revelación natural, por medio de la cual el padre de las luces, fuente eterna de todo conocimiento,

6 L. STEPHEN, History of english thought, I, 91. 7 Podrá consultarse útilmente el librito de R. L. COUE, Lighl

and Enlightenment. A study of the Cambridge Platonists and the Dutch Arminians. Cambridge University Press 1957; cf. también F. J. POWICKE, The Cambridge Platonists. London-Toronto 1926.

8 W. TEMPLE, Observations upon the united Provinces of the Ne-therlands, 1673, en Works. Edinburgh 1754, I, 151; citado en P. MARAM-BAUD, Sir William Temple, s. 1. 1969, 148.

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comunica a los hombres esa porción de verdad que ha puesto al alcance de sus facultades naturales. Y la revelación es la razón natural, aumentada con un nuevo fondo de descubrimien­tos emanados inmediatamente de Dios, cuya verdad establece la razón mediante el testimonio y las pruebas que ella emplea para mostrar que vienen efectivamente de Dios».9 Existe una armonía preestablecida entre la razón y la fe, ya que tienen un origen común. La razón no puede dar testimonio en contra de ese Dios de quien procede; y la fe no tiene derecho a re­chazar la razón: «El que proscribe a la razón para dejar sitio a la revelación, apaga a la vez esas dos lumbreras y hace lo mismo que el que quisiera convencer a un hombre para que se arrancase los ojos a fin de recibir mejor, por medio de un te­lescopio, la luz lejana de una estrella que no puede ver con ayuda de los ojos».10

El racionalismo cristiano de Locke se sitúa en los antípodas de la alternativa de Kierkegaard y del credo quia absurdum en todas sus formas. Sin embargo, Locke mantiene el carácter es­pecífico de un «nuevo fondo de descubrimientos» que viene a «aumentar» el capital del conocimiento racional. Opina sin duda, como ya lo había hecho Spinoza, que la enseñanza de Cristo fue un medio demasiado corto para llevar a la masa de espíritus las verdades esenciales que no habrían podido descubrir por sí mismos. Pero Locke no da nunca a entender que los sabios y los ilustrados puedan contentarse con las luces de la razón. El mismo no dejó nunca de escudriñar las escrituras. «Locke está indiscutiblemente exento de la más ligera complicidad, directa o indirecta, con todo cuestionamiento de la autenticidad de la re­velación cristiana. Su candor se afirma en cada una de las líneas de su obra... Ningún niño, ningún hombre de iglesia de la época actual podría aceptar la inspiración plena de las escri­turas con una fe más simple que aquel que fue el padre de todos los iconoclastas del siglo xvín».11

LOCKE, Essai philosophique concernant Ventendement humain (1690), trad. de P. Coste, 1700, 1. IV, c. XIX, a. 4.

10 lbid.

L. STEPHEN, History of english Thought, 94.

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La armonía de ambas revelaciones, la natural y la sobre­natural, conduce sin embargo a una reducción del sumario de la fe, depojada de las superestructuras eclesiásticas y de las sobrecargas teológicas. El cristianismo lockiano, no confesional, se contenta con afirmar la mesianidad de Cristo y su resurrec­ción, según el testimonio de los evangelistas y de los apóstoles. Las epístolas de Pablo están ya cargadas de enseñanzas adicio­nales; hay que atenerse a las interpretaciones sencillas, las más accesibles al conjunto de los mortales. Jesús es un hombre de Dios, un revelador de la voluntad de Dios; pero Locke deja de lado todo lo que se refiere a la divinidad de Cristo, así como las sutilezas teológicas de la doctrina de la trinidad. Sus rela­ciones con los arminianos y socinianos de Holanda y con los latitudinarios británicos hacen pensar que está muy cerca de los antitrinitarios, lo mismo que su amigo Newton. El socinianismo, perseguido y denunciado en el siglo xvn, lejos de haber desapa­recido en el siglo xvm, existe un poco por todas partes de forma difusa. No ha perdido más que su nombre, pero sigue siendo una de las tendencias vivas del cristianismo angloame­ricano; las iglesias unitarias, que introdujo en los Estados Uni­dos el teólogo, historiador y químico Joseph Priestley (1733-1804), se han mantenido hasta nuestros días sin dejar de afirmar su identidad cristiana.

Las dificultades relativas a la trinidad son el efecto del choque de la razón con la religión. Jesús no enseñó este dogma; no enseñó ningún dogma; los dogmas son el producto de la ac­tividad de los teólogos operando a partir de los textos sagrados según ciertas normas de su invención. La encarnación y la tri­nidad serán los puntos neurálgicos del pensamiento religioso en el siglo xvm; figuran entre los principales misterios de la teo­logía cristiana. Pues bien, el misterio es un desafío a la razón; pretende ser transracional; sirve de base a los desarrollos de los teólogos, pero se basa él mismo en una decisión gratuita atri­buida a Dios en persona, ya que ha sido su voluntad trascen­dente la que ha impuesto al respeto y a la piedad de los hombres esta cláusula irreductible al análisis.

Esta cuestión fue planteada por Malebranche en una carta del año 1714, en donde mantiene que las verdades de fe son

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inaccesibles a la razón demostrativa: «Demostrar, propiamente hablando, es desarrollar una idea clara y deducir de ella con evidencia lo que esa idea encierra necesariamente. Y, según creo, no tenemos ideas lo suficientemente claras para hacer demostraciones, más que la de extensión y la de número. La propia alma no se conoce a sí misma; no tiene más que el sentimiento interior de sí y de sus modificaciones. Por ser fi­nita, no puede ni mucho menos conocer los atributos de lo infi­nito. Entonces ¿cómo puede hacerse alguna demostración sobre esto? Por lo que a mí se refiere, yo sólo construyo sobre los dogmas de la fe en las cosas que le atañen, pues estoy cierto, por mil razones diversas, de que esos dogmas están sólidamente asentados».12

El carácter específico de los «dogmas de la fe» es una piedra de escándalo para la razón. El piadoso Malebranche admite sin reparos la humillación de una facultad que participa de la de­cadencia de la naturaleza humana. La fe, que pertenece al orden de la gracia, trasciende las exigencias del pensamiento. Pero Locke no consiente en este sacrificio del intelecto: Jesús habló a los hombres; si les dio una enseñanza, es porque confiaba en su facultad de reflexión. Las palabras del evangelio son sen­cillas; la evidencia sobrenatural no está en contradicción con las certezas naturales, pues sin ellas Cristo no habría podido ser entendido por las gentes sencillas a las que iba dirigida su predicación. Los teólogos, para imponer los dogmas con que han sobrecargado la palabra de Cristo, se apoyan en la auto­ridad de la iglesia, en la tradición. Pues bien, en vida de Jesús no había ni iglesia instituida ni tradición dogmática; si Jesús QO tenía necesidad de apoyarse en esos fundamentos para con­vencer a sus discípulos, cuya fe sigue siendo ejemplar para no­sotros, no vemos por qué los cristianos de hoy tienen que acep­tar una mutilación del pensamiento, sometiéndose pasivamente a unos «misterios» de los que no nos dijo nada el maestro de los evangelios.

Locke denuncia la usurpación de los teólogos, que se afirma

12 MALEBRANCHE, Lettre a Dortous de Mairan, 6 setiembre 1714, en Correspondance avec Dortous de Mairan, ed. J. Moreau. Vrin 1947, 171-172.

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ya en las epístolas de san Pablo. La crítica de la teología procede de la misma intención que la crítica del conocimiento; se trata de llevar a cabo una limpieza a fondo del espacio mental, que los forjadores de teorías y de sistemas habían ido llenando de construcciones abusivas. El espíritu humano, consciente de sus fuerzas y de sus límites, tiene que decidir de sus compro­misos con conocimiento de causa. La intención del cristianismo no consiste en mutilar, sino en llevar a su pleno cumplimiento la humanidad del hombre. El tema, ya presente en Spinoza, de una pedagogía divina se conjuga en el siglo de las luces con el del progreso, el desarrollo gradual de las sociedades humanas hacia un estado de civilización más cercano a la perfección. De ahí el nuevo rostro de Cristo como agente activo de esta «edu­cación de la humanidad», de la que hablará Lessing.

Locke es uno de los primeros partidarios de esta religión reconciliada con la naturaleza, en la que el peso del pecado cuenta menos que la buena voluntad del individuo moral, capaz de aceptar libremente una enseñanza dirigida a hombres libres. En 1695 publica un tratado titulado The reasonableness of Chris-tianity as delivered in the Sscriptures (El cristianismo razonable, tal como es anunciado en las escrituras); luego, en 1705, publi­ca An Essay of the understanding of Saint Paul's Epistles by consulting Saint Paul himself (Un ensayo de comprensión de las epístolas de san Pablo según el propio san Pablo). La aten­ción especial que presta a los textos de san Pablo subraya la diversidad intrínseca del Nuevo Testamento. Las epístolas de Pablo deben ser interpretadas en función de la situación con­creta de las primeras iglesias cristianas; hay que desembarazar los escritos del apóstol de las especulaciones teológicas que se han ido acumulando sobre ellos y que obstaculizan el acceso a los mismos. Una vez eliminado el camuflaje escolástico, la verdad evangélica deja de ser objeto de los juegos intelectuales y se convierte en la exigencia práctica de una vida honrada, en conformidad con el modelo definido por el maestro divino de las escrituras.

La evacuación del misterio religioso, esbozada por Locke, fue poco después radicalizada por el irlandés John Toland (1671-1722), espíritu original, que pasó a los dieciséis años del cato-

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licismo al protestantismo, hombre de gran cultura al mismo tiempo que pobre oficinista, que debía su pan cotidiano a sus protectores aristócratas. Aparte de otros escritos de polémica política y religiosa, Toland es el autor de un libro cuyo título resume todo su sentido: Christianity not mysterious, or a Trea-tise showing that there is nothing in the Gospel contrary to reason ñor above it (1696) (El cristianismo sin misterio; tra­tado para demostrar que no hay en el evangelio nada contrario a la razón o superior a ella). Locke había realizado un compro­miso entre la religión tradicional y la nueva filosofía, dentro del espíritu de los latitudinarios; Toland va más allá, afirmando resueltamente la primacía de la luz natural, que es la única llamada a proporcionar el criterio de validez de las afirmaciones que proceden de la luz sobrenatural; sobre todo, adopta el tono de una agresividad decidida en contra de las desviaciones que denuncia. Los misterios de la religión son abusos de conciencia sin los cuales «jamás habríamos oído hablar de la transubstan-ciación y de otras fábulas ridiculas de la iglesia de Roma, ni de todas esas basuras bizantinas que han caído casi todas en nuestro muladar occidental».13 El papismo sirve de testaferro para el conjunto de las doctrinas religiosas impermeables a la simple razón, desacreditadas en cuanto que son tapujos y aña­diduras de las supersticiones judías y paganas, superpuestos a la simple revelación natural. El sistema sacramental es abusivo; la religión queda absorbida en la moral. La revelación cristiana no es la única; existen otros libros sagrados; ¿cómo reconocer la validez de cada uno de ellos, a no ser por el arbitraje racio­nal? Ese arbitraje no puede dar la razón a unas pretensiones que van en contra de la razón o que pretenden huir de su control.

Las ideas del prudente Locke, con su expresión mesurada, no suscitaron reacciones de importancia; Toland promovió un auténtico escándalo; su libro fue censurado y quemado por la autoridad pública. Los defensores de la ortodoxia se esforzaron en mantener la integridad de la fe amenazada; pero la situa­ción se había transformado por el hecho de haberse dicho cier-

13 TOLAND, Christianity not mysterious... London 1696, 25.

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tas cosas. Un discípulo de Locke afirmó en alta voz que los errores papistas habían contaminado también a las iglesias pro­testantes; había que volver al principio de la reforma y darle todo su sentido a la libertad de conciencia. Tal es la tesis sos­tenida por Anthony Collins (1676-1729) en un libro publicado anónimamente en 1713, A Discours of Free-thinking, occasioned by the rise and growth of a sect called free-thinkers (Un dis­curso sobre la libertad de pensamiento, suscitado por el naci­miento y el desarrollo de una secta llamada de librepensadores).

La expresión «libre pensamiento», que habría de conocer un gran éxito en el futuro, designa «el uso del entendimiento para intentar descubrir el sentido de toda proposición, sea la que fuere, considerando la naturaleza de los elementos favora­bles o desfavorables y pronunciando su juicio en conformidad con la fuerza o la debilidad que resultan del balance de estos testimonios».14 El libre ejercicio del juicio es un fin en sí mis­mo; tiene que prevalecer la razón crítica, incluso en materia de religión, en donde es la única capaz de eliminar la supersti­ción. El libre pensamiento corresponde a la razón de ser del protestantismo, que representa una forma de cristiandad libre­mente consentida, en oposición a las supersticiones papistas, que son las que engendran la incredulidad. En las escrituras y en la doctrina cristiana hay muchos puntos oscuros, y esto es lo que suscita controversias entre las diversas confesiones, y hasta entre los representantes de una misma confesión. El texto de la biblia no está perfectamente establecido, y el mismo ca­non está sometido a discusión. Si les falta la libertad de pensar, los hombres se ven reducidos a tener que recibir una religión ya hecha y definida a gusto de los sacerdotes, que los man­tienen en la infancia, con el riesgo de suscitar la rebeldía de aquellos que no aceptan semejante disciplina; «de tal suerte que la ignorancia es el fundamento del ateísmo, y el libre pensa­miento es su remedio. El libre pensamiento puede producir ateos; sin embargo, esos ateos son siempre menos cuando se permite el libre pensamiento que cuando se impide».15 Las in-

" A Discours... London 1713, 5. 15 Ibíd., 105.

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certidumbres de la historia y de la exégesis bíblica, las contra­dicciones de la doctrina son tales que el sentido común está pi­diendo que se le deje a cada uno la libre disposición del juicio en estas materias.16 Collins evoca la larga tradición de espíritus libres que honran a la humanidad: Sócrates era «un libérrimo pensador»;17 después de él, Aristóteles, Epicuro, Séneca, pero también Salomón y los profetas, Orígenes, luego Erasmo, Ba-con y Hobbes, como también Descartes, Gassendi, Grotius, Her-bert de Cherbury, Henry Moore, Cudworth, William Temple y Locke.

Esta enumeración, que mezcla a los christiani virtuosi con los latitudinarios, traza un palmares del liberalismo europeo. Collins está cerca de Locke, de Toland, de Shaftesbury; trató con los espíritus libres que vivían en Holanda, Desmaiseaux, el amigo de Bayle, y Jean Le Clerc. El Discourse of Free-Tbinking aparece como la profesión de fe de una intelligentsia europea, que se atreve a formular públicamente ciertas ideas reservadas hasta entonces por prudencia. El libre pensamiento celebra los fu­nerales del espíritu de ortodoxia y del método de autoridad; la reflexión no tiene que ceder más que a su propia evidencia. No se rechaza al cristianismo en cuanto tal; pero su validez no se ad­mite más que en la medida en que no contradice a las exigen­cias del entendimiento; hasta entonces había gozado de una excepción de jurisdicción; pero ahora se convierte en un terre­no de pensamiento como los demás, sin privilegios de extra­territorialidad.

Esta absorción del misterio no adquiere necesariamente un carácter revolucionario. Nos encontramos con ella ya en Leib-niz, en su oposición al integrismo de Bossuet: «Para salvar al hombre del pesimismo y de la incredulidad, para liberar a la sociedad de todos los separatismos, Leibniz cree que es prefe­rible, en una época en la que tantas personas no respetan ya la revelación ni los milagros, demostrar que no hay nada en la fe que no pueda ponerse de acuerdo con la razón, y que los dog­mas son capaces de una interpretación racional que les permite

Ibíd., 98-99. ibíd., 123.

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triunfar en todas las objeciones. Para él, sólo son infalibles las luces de la razón. Bossuet no puede hacer otra cosa más que desconfiar de una metafísica que pretende englobar los miste­rios y hacerlos accesibles a una razón oscurecida y decaída».18

El Cristo de Leibniz no es ni mucho menos distinto del de Spinoza, del de Lessing o del de Kant; su misión reviste el ca­rácter de una pedagogía para el uso del género humano: «Jesu­cristo acabó de hacer pasar a la religión natural a él mismo, dándole la autoridad de un dogma público. El solo hizo lo que tantos filósofos habían intentado hacer inútilmente; y cuando los cristianos se impusieron finalmente en el imperio romano, dominando sobre la parte mejor del mundo conocido, la religión de los sabios pasó a ser la de los pueblos. Más tarde, Mahoma no se apartaría de estas grandes líneas de la teología natural...»19

La Teodicea apareció en 1710. Leibniz se encontró con To-land en Hannover en 1701; leyó el Cristianismo sin misterio, que había aparecido en 1696; lejos de escandalizarse, recogió por su cuenta su tesis fundamental. En 1700, escribía a su amiga la electora Sofía: «Estoy convencido de que la religión no tiene que tener nada que sea contrario a la razón... Entiendo por ra­zón, no ya a la facultad de razonar, que puede estar bien o mal empleada, sino al encadenamiento de verdades que no puede producir más que verdades, y una verdad no puede ser contra­ria a otra... En Europa necesitaríamos misioneros de la razón, para que predicasen la razón natural, sobre la que se funda la revelación misma, y sin la cual la religión será siempre mal aceptada».20

Leibniz es el testigo de un estado de espíritu que será co­múnmente admitido en el siglo XVIII, a pesar de algunas resis­tencias. La primacía de la razón natural entra en las costum­bres conceptuales de las luces. Según Kant, «el crecimiento es la idea de la religión que de una forma general debe estar ba-

" E. NAERT, Leibniz et la querelle du pur amour. Vrin 1959, 45. " Prólogo de la Théodicée, en Oeuvres philosopbiques de Leibniz,

ed. P. Janet. Alean 1900, II, 3. 20 Carta a la electora Sofía (abril de 1709), en O. KLOPP, Leibniz;

historisch-politische und staatswissenschaftliche Schriften, IX, 300,

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sada en la razón y ser en cierta medida natural».21 Cristo corres­ponde a «la idea personificada del buen principio»;22 el Jesús histórico tiene que ser autentificado por su referencia a las exi­gencias fundamentales del pensamiento: «El mismo santo del evangelio ha de ser primero comparado con nuestra idea de la plenitud moral antes de que se le reconozca como tal».23 El Cristo a priori de la razón legitima al Cristo a posteriori de la historia; el Cristo kantiano ha venido a traernos el evangelio de la razón práctica, de la misma manera que la buena nueva del Cristo de Spinoza se encontraba sustancialmente en su Etica. La razón y la revelación no constituyen dos fuentes distintas de la moral y de la religión; «en todas las cosas, la última piedra de toque (Probirstein) de la validez de un juicio no puede bus­carse más que en la razón solamente... Cualquier fe, incluso la fe histórica, tiene que ser racional, ya que la última piedra de toque de la verdad es siempre la razón...»,24 afirma el autor de la Crítica de la razón pura en un ensayo que lleva el título sig­nificativo de ¿Qué significa orientarse en el pensamiento?, diri­gido contra el fideísmo irracional de Jacobi.

El racionalismo religioso de Locke, de Leibniz y de Kant se va afirmando en un clima de pensamiento menos agitado que el clima francés; pero el propio Voltaire, si es verdad que se ex­presa en otro tono, no dice en el fondo nada distinto. La reli­gión natural, despojada de todas las adiciones superfluas, es una religión universal; a ella es a la que apela el joven Diderot, antes de su conversión al ateísmo: «Esta religión es preferible a todas las demás, ya que no puede hacer más que el bien y nunca el mal. Pues bien, esa es la ley natural, grabada en el corazón de todos los hombres. Todos ellos encontrarán dentro de sí mismos las disposiciones necesarias para admitirla, mien­tras que las otras religiones, basadas en principios extraños al

" KANT, Le conflil des facultes (1798), trad. Gibelin. Vrin 1935, 49. 22 KANT, La religión dans les limites de la simple raison (1793), trad.

Tremesaygues. Alean 1913, 68. 23 KANT, Cimentación para la metafísica de las costumbres (1785),

trad. C. Martín Rodríguez. Aguilar, Buenos Aires 1961, 91. 24 KANT, Was heisst: Sich im Denken orientieren? (1786), en Werke,

ed. Academia de Berlín, VIII, 140.

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hombre y por consiguiente necesariamente oscuros para la ma­yoría de ellos, no podrán dejar de suscitar disensiones. Pues bien, la experiencia nos dice que las religiones pretendidamente reveladas han causado mil desgracias, han armado a los hom­bres unos contra otros y han teñido de sangre todos los rinco­nes. Por el contrario, la religión natural no ha costado ni una sola lágrima de sangre».25

2. La demistificación del cristianismo: crítica del entusiasmo

La imposición de la revelación natural sobre la revelación so­brenatural lleva consigo la disolución del misterio, cuyas som­brías intuiciones son incompatibles con la exigencia fundamen­tal de las luces. Despojadas de todos los elementos oscuros con que se han ido rodeando, las religiones dejan de parecer irre­ductibles las unas a las otras. «¿No podría decirse, escribe Di-derot, que todas las religiones del mundo no son más que sec­tas de la religión natural, y que los judíos, los cristianos, los musulmanes, no son más que naturalistas herejes y cismáti­cos?».26 La historia de las religiones se presenta entonces como una serie de funestos malentendidos, por los que los hombres han escogido dar la espalda a las evidencias fundamentales para complacerse en las alienaciones de su razón.

Muchos pensadores de esta época tienen la impresión de que ha llegado el momento de abrir los ojos al hecho de que las grandes religiones, infieles a sus principios declarados, han sido víctimas de una intoxicación colectiva. La intolerancia, las per­secuciones, las guerras de religión, las matanzas van jalonando la historia de una religión que ha perdido la razón. Hay que acabar con esta historia de la sinrazón para inaugurar la his­toria de la humanidad encaminada a su verdadero destino. Ya Lucrecio se escandalizaba de los males engendrados por la fe

25 DIDEROT, De la suffisance de la religión naturelle (1747), a. 13, en Oeuvres, ed. Assezat, I, 270.

Ibíd., 271.

Critica del entusiasmo 137

religiosa; los espíritus ilustrados, aun cuando hagan profesión de cristianos, sienten la necesidad de romper su solidaridad con esa serie tan larga de episodios criminales que consagran el fra­caso de cierto tipo de actitudes y de comportamientos y que dan un testimonio humillante contra la validez de las profesio­nes de fe de donde proceden.

O todas las religiones son falsas o se han desviado de su sentido, corrompidas por factores inherentes a la naturaleza hu­mana o a la institución social. Para reducir el mensaje religioso a su pureza, hay que instituir una psicopatología que se re­monte hasta las fuentes del mal. Los excesos de las guerras de religión suscitaron la aparición de una antropología religiosa, preocupada por aclarar el origen y la corrupción de la fe. Pa­rece ser que fue en la Inglaterra del siglo xvm donde empeza­ron a desarrollarse estos análisis, bajo la doble influencia del empirismo baconiano y de la experiencia de los continuos y sangrientos conflictos adonde las motivaciones religiosas condu­jeron a los fanatismos contradictorios: los católicos, los angli-canos, los presbiterianos de Cromwell se disputaron el poder con diversa fortuna, invocando la voluntad de Dios al servicio de las ambiciones humanas. Los testigos de lo absoluto encuen­tran en estos enfrentamientos toda clase de ocasiones para sus­citar las pasiones, decorándolas de intenciones escatológicas, lo cual las convierte en imposibles de expiar, como si el advenimien­to del reino de Dios condujese a los hombres a un aniquila­miento fratricida.

Pero poco a poco fue llegando la desilusión, el desánimo, y al mismo tiempo la reflexión. Los platónicos de Cambrigde, tranquilos profesores de universidad, eran testigos de su época. Los ingleses estaban ya cansados de los horrores de la guerra y la paz inglesa no podía ser más que un armisticio de las reli­giones. Un espíritu equilibrado, que quiera trazar el balance de las piadosas atrocidades cometidas en las islas británicas por la mayor gloria de Dios, desde los tiempos de Enrique VIII, no podrá dejar de preguntarse si el homo r'eligiosus no represen­tará quizá una perversión peligrosa del homo humanus. Inqui­sidores y verdugos, los celadores del fanatismo parecen campeo­nes del demonio más que de Jesucristo. La pasión religiosa se

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desencadena en nombre del absoluto, lo cual constituye la más irreductible de todas las locuras. El espíritu mecanicista, que extiende su jurisdicción al conjunto del terreno humano, se pone a reducir los fenómenos demoníacos a una inteligibilidad positiva. Empezó Montaigne dando ejemplo: los hechiceros y los posesos no son más que enfermos, afirmaba, y deben ser tratados como tales. Las naciones de occidente, al llegar el final del siglo xvn, fueron poco a poco aceptando esta opinión.27 El comportamiento de los fanáticos podría tener algo que ver, no ya con la santidad, sino con la alienación mental.

Esta inversión de valores está ya esbozada en la Inglaterra del siglo xvn, en donde puede constituir el objeto de un libre debate que no pone en causa para nada a la autoridad de la iglesia. La conciencia fanática apela a Dios; se atribuye el pri­vilegio de una inspiración directa, fuera de las jerarquías ecle­siásticas y de los cauces sacramentales. En un país en que las sectas eran numerosas y apasionadas, abundan los ejemplos de esta religión salvaje, encarnada en individuos o en pequeños grupos irregulares. Por consiguiente, cabe la posibilidad de em­prender, en nombre del orden y de la disciplina, la denuncia de esos peligrosos abusos. Lutero había tomado partido en con­tra de los anabaptistas y de sus exacciones; Calvino había de­nunciado a los que él llamaba, con un nombre nuevo, los «li­bertinos». En los tiempos de agitación son numerosos los porta­voces del Espíritu Santo, promotores de revueltas tanto más terribles cuanto más urgentes son las revelaciones personales de que pretenden gozar. Sus profecías van acompañadas de fenó­menos sorprendentes: temblores, convulsiones, lenguas incom­prensibles, paroxismos afectivos y motores, que evocan ciertos episodios de las escrituras y provocan a veces en los asistentes comportamientos análogos. La historia de las religiones es rica en episodios de fascinación colectiva, que movilizan a las masas en favor de cualquier cruzada, próxima o lejana, y empujan las energías liberadas por la intervención del profeta. La conciencia cristiana tiende a interpretar las realidades naturales según las normas y valores de lo sobrenatural; atribuirá tales fenómenos

27 Cf. G. GUSDORF, La révolution galiléenne. Payot 1969, I, 174 s.

Crítica del entusiasmo 139

a la acción de Dios o a la del demonio y los tratará de manera consecuente. La actitud racional disociará a lo sobrenatural vá­lido de lo que no lo es. Sin poner en discusión la autenticidad de la revelación cristiana, se insistirá en el carácter sencillo y humanamente inteligible de la enseñanza de Jesucristo. El Jesús de los evangelios no tiene nada de visionario, ni en el orden fí­sico ni en el orden moral. El desencadenamiento de las fuerzas oscuras corresponde a una desnaturalización de la espirituali­dad, bajo el efecto de las fuerzas ocultas de la personalidad, que deben ser interpretadas, no ya en lenguaje teológico, sino en lenguaje psicológico. Ese es el cambio de perspectiva que im­pone la revolución mecanicista.

La psicopatología religiosa es una perversión de la exigencia cristiana por obra de unos factores puramente humanos. La su­perstición es una desnaturalización de la religión por parte de unos elementos que no tienen nada que ver con la dimensión de lo sagrado; no se trata ni de Dios ni del diablo, sino de una enfermedad de la imaginación cuyas alteraciones contaminan al pensamiento. Un platónico de Cambridge, John Smith (1618-1652), consagra un pequeño tratado, De la profecía, a estable­cer distinciones entre los verdaderos profetas, iluminados por Dios, que jamás «alinean la inteligencia», y los «impostores en­tusiastas de nuestra época», víctimas de un delirio, acompañado de sueños fantásticos. Smith se apoya en el análisis de los tex­tos bíblicos y se pronuncia por la elección del contexto mental como criterio de autenticidad. El verdadero profeta es un hom­bre equilibrado, cuya vida entera demuestra una salud psico­lógica; el falso profeta es un desequilibrado tanto en sus pre­tendidas relaciones con Dios como en sus relaciones con los hombres.

La profecía auténtica, exenta de cualquier tipo de frenesí vi­sionario, es propia de un hombre despierto y plenamente dueño de sí mismo: «Esta especie de inspiración divina ha sido siem­pre más tranquila y serena que el otro tipo de profecía; no im­pone una postración tan honda ni actúa sobre la imaginación, ya que —a pesar de que los hagiógrafos o escritores sagrados se han expresado siempre en forma de parábolas y de semejan­zas, que es el lenguaje de la imaginación— parecen sin embar-

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go no haberse servido de este lenguaje imaginativo más que para proponer su concepción de las cosas divinas de una ma­nera más impresionante, aunque en sí misma fuera más natural y sencilla, como ocurre en cualquier otro tipo de escritos».28

De la inspiración puede usarse bien y mal; según Willey, John Smith llegó a escribir la historia natural de un proceso que pre­tende ser sobrenatural. El profeta digno de fe es el filósofo, que posee la verdadera inteligencia de las cosas en su coheren­cia y en su contextura. «Este dominio de los primeros princi­pios es el que aseguraba la preeminencia de Moisés y hacía de él un filósofo-rey según la concepción platónica».29 La tradición religiosa expresa bajo la forma de complejos jeroglíficos unas cuantas enseñanzas muy sencillas. Pues bien, los jeroglíficos ac­túan muchas veces como invitaciones al desbordamiento de la imaginación y al frenesí de los comportamientos y de las cos­tumbres.

La reducción de la revelación sobrenatural a los límites de la revelación natural tenía como consecuencia la disminución ca­pital, si no la completa eliminación, del misterio religioso. La antropología religiosa tiende a una demistificación de la reli­gión, despojada de todos los oropeles de que la han ido sobre­cargando los fanatismos contradictorios de las pasiones huma­nas. Esta demistificación es obra de unos cristianos convenci­dos, gente de fe y de buena fe, que comprendieron, a la luz de los conflictos que presenciaban como testigos, como víctimas y quizá como actores, la necesidad de una revisión de los valo­res cristianos. La piedad que degenera en fanatismo es una pie­dad enloquecida; hay que sacar a la cristiandad de los callejo­nes sin salida en donde se ha metido, definiendo qué es lo único necesario de la enseñanza religiosa auténtica.

Locke pertenece a la misma familia espiritual que los lati-tudinarios y los virtuosos cristianos, teólogos liberales o sabios dedicados a poner en obra el espíritu de la filosofía experimen­tal. Según un texto de su juventud, «la verdadera causa del im-

M J. SMITH, Of Prophecy (1660), en B. WILLEY, The seventeenth century Background. New York, c. VIII, 153-154.

" Ib'td., 154.

Crítica del entusiasmo 141

pulso de la superstición no es de hecho más que una concep­ción errónea de la divinidad, que la hace terrible y aplastante, con todo su rigor imperativo; la representan como dura y pronta a la cólera, y sin embargo impotente y fácil de aplacar a costa de unas cuantas devociones cortesanas, sobre todo si van acompañadas de demostraciones ceremoniosas y de una solem­ne tristeza de espíritu. De esta raíz de la devoción brotan a veces la magia y los exorcismos, y con frecuencia ritos pedan­tes, vanas observaciones materiales y temporales, como lo de­mostró abundantemente Teofrasto. La superstición está consti­tuida por la aprensión de un mal que viene de Dios; a costa de solicitaciones de pura fórmula y totalmente exteriores, espera llegar a aplacarlo sin aceptar una verdadera mejora de vida».30

La superstición falsea la imagen de Dios; desnaturaliza a la divinidad al mismo tiempo que a la humanidad. La búsqueda de Dios según el cristianismo no puede separarse de un cumpli­miento espiritual. Las religiones paganas se contentaban con exigir a sus fieles unas cuantas observancias rituales irraciona­les; el cristianismo, tal como lo predicó Jesucristo, es un culto razonable, en espíritu y en verdad; pero la tentación pagana so­brevive en el interior de las iglesias cristianas, como lo demues­tra el ceremonial del papismo, los ritos y prácticas de natura­leza totalmente exterior que lo acompañan. La reforma fue una reacción saludable contra esta constante tentación de abandonar la religión del espíritu puro para acogerse a unas observancias de carácter imaginativo y folklórico.

Este desvarío de la conciencia religiosa no sería posible si no se apoyase en ciertas disposiciones inherentes a la naturaleza humana. Las directivas y tentaciones exteriores movilizan a las pasiones imaginativas, que son las trampas por las que se deja coger la conciencia racional. Los análisis de los psicólogos in­gleses son paralelos a los de Spinoza. Según el Tractatus theo-logico-politicus (1670), que corrobora ciertas indicaciones de la Etica, la religión popular se desarrolla en el nivel de la con­ciencia confusa e inadecuada y en el de las pasiones imaginati-

í0 LOCKE, Extracto del Commonplace Book (hacia 1661?), en KING, The Life of John Locke. London J1830, 11, 101.

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vas; la piedad popular, hechizada por las solicitaciones exterio­res, lleva consigo una degeneración de la exigencia religiosa, desviada de sus fines y aplicada a unos objetos absurdos.

Los liberales dan el nombre de entusiasmo a la ilusión pro­pia de aquel que se cree directamente inspirado por Dios y se arroga el derecho de hacer que se respeten sus deseos. El en­tusiasta se cree lleno de Dios, siendo así que sólo está imbuido de sí mismo. Locke ha analizado este fenómeno en su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690). El entusiamso, «cuan­do no está basado en la razón o en la revelación divina, sino que procede de la imaginación de un espíritu exaltado o lleno de sí mismo, no tiene ningún arraigo, aunque de momento tenga más influencia en las opiniones y las acciones de los hom­bres que la razón o la revelación, tomadas separadamente o juntas entre sí». Esta inflación de la subjetividad ejerce sobre el espíritu un dominio tiránico, «porque los hombres se sienten especialmente movidos a seguir los impulsos que reciben de ellos mismos... Cuando un pensamiento dominante ha llegado a apo­derarse del espíritu, como si fuera un nuevo principio, lo arras­tra fácilmente todo consigo; elevándose por encima del sentido común y liberado del yugo de la razón y del obstáculo de la re­flexión, se transforma en una especie de autoridad divina, sos­tenida al mismo tiempo por nuestra inclinación y por nuestro propio temperamento».31

De esta forma, queda esbozada una psicopatología de la ins­piración religiosa. «En todos los siglos, los hombres en quienes la melancolía va unida con la devoción y a los que la buena opinión que tenían de sí mismos ha convencido de que tenían una familiaridad más estrecha con Dios y más aceptación ante él que los demás hombres, se han jactado de tener un trato in­mediato con la divinidad y frecuentes comunicaciones con el es­píritu divino».32 No hay que creer al entusiasta por sus pala-

" LOCKE, Essai philosophique, 1. IV, c. XIX, a. 7; cf. también R. A. KNOX, Enthusiasm. A chapter in tbe history of religión with spe-cial reference to the 17th and 18th centuries. Oxford 1950; G. WILLIAM-SON, The Restoration revolt against Enthusiasm, en Seventeenth century Contexts. London 1960.

12 LOCKE, Ib'id., a. 5.

Crítica del entusiasmo 143

bras. O bien sus pretendidas revelaciones están en conformidad con la razón y con la enseñanza general de la fe cristiana, o bien no pueden compaginarse con ellas; en el primer caso, el entu­siasmo no aporta ninguna novedad y es completamente inútil; en el segundo, es un falso testigo de la religión cristiana y corre el peligro de acarrear graves consecuencias. Por consiguiente, conviene denunciarlo con vigor. «¿Qué otra causa puede haber más apropiada para precipitarnos en los errores más extrava­gantes que aceptar de este modo a nuestra propia fantasía como suprema y única guía y creer que una proposición es verdadera o que una acción es justa solamente por el hecho de que nos lo creemos? La fuerza de nuestras convicciones no es ni mucho menos una prueba de su rectitud... ¿Cómo explicar entonces ese fanatismo ardiente e intratable en unos partidos diferentes y directamente opuestos?».33

El lenguaje de Locke es el del sentido común, en el mo­mento en que la revolución de 1688, que tuvo como teorizante al autor de los dos 'Tratados sobre el gobierno civil, inaugura para Inglaterra una era de coexistencia finalmente pacífica entre las religiones. El Ensayo sobre el entendimiento humano ha sido uno de los textos fundamentales de la ilustración; su difusión a través de toda Europa contribuyó al establecimiento de un nuevo estado de espíritu frente a ciertos fenómenos considera­dos en adelante como aberrantes. Cristiano no menos conven­cido que Locke, Leibniz siente una repugnancia decidida por todas las influencias irracionales, incluso en materias de reli­gión; «tengo miedo, escribe, de que todos esos que dicen que sienten un no sé qué, que no pueden expresar, estén deslum­hrados por los falsos resplandores de la imaginación, que con­funden con las luces del Espíritu Santo».34 El autor de la Teo­dicea adopta una actitud reservada frente a los iluminados, pie-tistas y quietistas de toda especie; incluso de buena fe, corren el peligro de ser víctimas de una confusión mental y moral a la que sólo puede poner remedio el ejercicio de la razón crítica,

3i Ibíd., a. 11. 14 LEIBNIZ, Carta a Morell (29 setiembre 1698), en GRÚA, Leibniz;

Textes inédits d'aprés les manuscrits de la Bibliotheque de Hanovre. P.U.F. 1948, I, 137.

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llamada a pronunciarse sobre la autenticidad cristiana de la afirmación».35

La Europa de las luces, sin rechazar el principio de la inspi­ración religiosa, desea romper sus compromisos con todos los extremismos. El cristianismo liberal es una religión del justo medio, opuesto a todo lo que deshumaniza al hombre. El en­tusiasmo pretende trascender la condición humana apelando a Dios, pero de hecho esa trascendencia no es una trascendencia por arriba, una trans-ascendencia, sino sólo una trascendencia por abajo, una trans-descendencia, una bajada a los infiernos de la personalidad. Ese es el punto de vista que sostiene Shaftesbury, nieto de un patrono de Locke, en su Carta sobre el entusias­mo (1708).

Shaftesbury recuerda la historia de Pan, que asustaba a sus adversarios por medio de clamores ampliados y repetidos por el eco de las rocas y de las cavernas. De ahí el carácter «pánico» de las emociones suscitadas en una muchedumbre, con el apoyo de la simpatía. «Así es como el furor popular puede ser lla­mado pánico, cuando la rabia de la gente los pone fuera de sí mismos —como a veces hemos podido experimentar—, especial­mente si se mezcla en ello la religión. En esta situación, basta a veces una mirada para propagar la infección. El furor vuela de rostro en rostro y la enfermedad se transmite por simple con­tagio repentino... Hay muchos pánicos en la humanidad, aparte de los del miedo. Y de esta forma, la religión es también páni­co, cuando se desencadena un entusiasmo de cualquier natura­leza que sea, como sucede con frecuencia en ciertas ocasiones deprimentes (on melancboly occasions). Naturalmente, se elevan ciertos vapores, sobre todo cuando las circunstancias son desfa­vorables y cuando están deprimidos los espíritus de los hom­bres (when the spirits of men are low), como sucede en las ca-

35 Cf. este texto con fecha de 1687 (en GRÚA, O. C, I, 79): «Es fácil caer en la ilusión, como cayeron por ejemplo Valentín Weigelius, Antoi-nette de Bourignon y Jacob Boehme, artesano de Lusace, pero de un espíritu elevado, cuyas expresiones son admiradas por las personas sabias, hasta el punto de que la misma princesa Elisabeth, hermana del difunto elector Carlos Luis, que era una de las personas más juiciosas del mundo, no dejó de encontrar allí cierto gusto; sin embargo, yo creo que a veces ese artesano no se entendía ni a sí mismo» (cf. E. ÑAERT, O. C, 23 s.).

Crítica del entusiasmo 145

lamidades públicas, en las perturbaciones meteorológicas o die­téticas, o en los casos de cataclismos naturales: tempestades, te­rremotos u otros prodigios sorprendentes...».36

La psicopatología se completa con una psicología colectiva y con una psicofisiología mecanicista, de la que había hablado ya antes Malebranche en el segundo libro de la Recherche de la vcrité (1674), bajo el título «De la comunicación contagiosa de las imaginaciones fuertes». La reflexión de Shaftesbury estuvo moti­vada por el asunto de los profetas cevenoles, refugiados camisar-dos franceses, cuyas limitaciones escatológicas habían suscitado en Londres una gran emoción; la propia justicia tuvo que inter­venir para impedir los desórdenes. La Francia de Luis XV co­nocerá un escándalo análogo en el asunto de los «convulsiona­rios» jansenistas del cementerio de Saint-Médard en París, en 1727. Shaftesbury y los espíritu reflexivos sospechan que se da en estos fenómenos la influencia de lo que los modernos llama­rían más tarde una histeria colectiva, que no tiene nada que ver con la auténtica vida religiosa.

Shaftesbury, que se esfuerza es discernir en este terreno lo normal de lo patológico, hace del equilibrio, enemigo de los ex­iremos, un criterio de verdad. Su temperamento optimista le lleva a afirmar que «el buen humor (good humour) es no sola­mente el mejor preservativo contra el entusiasmo, sino también el fundamento más sólido de la piedad y de la religión verda­dera».37 Denuncia el carácter morboso de ciertas representacio­nes cristianas: «El carácter melancólico de la enseñanza religio­sa que hemos recibido nos impide pensar en ello con las debi­das disposiciones. Recurrimos a ella sobre todo cuando surge la adversidad, la mala salud, la aflicción o la angustia de espí­ritu, el desequilibrio del temperamento».38 De ahí el carácter sombrío y opresivo de la religión, que se proyecta en la imagen de un Dios encolerizado, vengativo y terrorífico, en contradic-

* SHAFTESBURY, A letter concerning Enthusiasm (1708), en Characte-ristics of Men, Manners, Opinions, Times, ed. J. M. Robertson. Glou-.ester 1963, I, 13.

" Ibíd., 17. Ibíd., 24.

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ción con la idea de un Dios de bondad y mansedumbre confor­me al espíritu religioso auténtico. Esta desnaturalización explica los excesos belicosos de las cruzadas y las consecuencias patoló­gicas de una actitud que debería inspirar solamente sentimien­tos de humanidad.

Shaftesbury, gran señor y hombre de mundo, de un libera­lismo religioso que ronda con el deísmo, ejerció una gran in­fluencia sobre Voltaire y contribuyó muchísimo a la hora de definir, a los ojos de los espíritus ilustrados, el tipo del hom­bre honrado según el siglo XVIII. Poco tiempo después de la Carta de Shaftesbury, otro de los arbitros del buen gusto, el es­critor y periodista Addison, recogería este mismo tema en su «Spectator», que fue a comienzos de siglo el prototipo de las re­vistas literarias europeas: «Los dos errores principales en los que puede hacernos caer una religión mal comprendida son el entusiasmo y la superstición».39 El entusiasmo es una forma de depresión melancólica, en la que corre el riesgo de caer un es­píritu que se recalienta más allá de toda prudencia. «Tenemos que velar particularmente por conservar nuestra razón dentro de la mayor frialdad posible y preservar todos los aspectos de nuestra vida de la influencia de la pasión, de la imaginación y de la complexión física. La devoción, si no se mantiene bajo el control de la razón, se ve expuesta a degenerar en entusiasmo. Cuando el espíritu se encuentra suficientemente inflamado por sus devociones, se siente muy inclinado a pensar que no está ar­diendo por su propia llama, sino que está alimentado por un principio divino que se afirma en su interior». El que se aban­dona a esta clase de sortilegio, pronto gozará de trances imagi­nativos y de éxtasis; «una vez que se imagina bajo la influen­cia de un impulso divino, no es extraño que desprecie los re­glamentos humanos y se niegue a respetar las formas de toda religión establecida, ya que se figura que está bajo la dirección de una guía muy superior».40

La superstición constituye otra alienación mental. «El en-

39 SPECTATOR 211 (octubre 1711); The works of the Right honorable Joseph Addison, ed. R. Hurd. London 21889, III, 71.

40 Ibíd., 72.

Crítica del entusiasmo 147

tusiasta en materias religiosas es una especie de payaso obsti­nado; el supersticioso se parece más bien a un galanteador in­sípido».41 Si las sectas separadas de la iglesia anglicana recogen en su seno a los entusiastas, la iglesia católica es el asilo de la superstición: «Yo he visto al papa oficiando en San Pedro, es­cribe Addison; durante dos horas largas, no dejó de ponerse y de quitarse sus distintas vestimentas según los diferentes pape­les que tenía que representar...».42 Joseph Addison no siente ninguna simpatía por la irreligión. La emprende contra los ze-lotes del ateísmo, en quienes denuncia a los beatos de un nuevo género, que practican la «beatería del sinsentido {bigotry for non sense)».43 Más bien que la razón, es la religión lo que distingue al hombre de la bestia; pero tiene que ser una religión del equi­librio y del justo medio: «La devoción abre el espíritu a las grandes concepciones; lo llena de ideas más sublimes que todas las que se pueden encontrar en la ciencia más elevada, y al mis­mo tiempo inflama y conmueve más al alma que el placer sen­sual».44 El pensamiento humano se siente naturalmente movido a rendir un culto religioso a un ser supremo, a quien implora en sus necesidades y a quien da gracias por todos los benefi­cios que recibe, tal como demuestra la práctica de todos los pueblos de la tierra. La demistificación de la religión no pre­tende ni mucho menos suprimirla; lo que quiere es reducirla a su significación esencial.

La crítica mecanicista se veía arrastrada por su lógica inter­na a eliminar del terreno natural toda usurpación de lo sobre­natural. Los hechiceros y los demonios fueron las primeras víc­timas de esta inquisición racional; pero el movimiento tendría que llegar a cuestionar necesariamente a todos los elementos sobrenaturales del propio cristianismo; las visiones, las apari­ciones, los milagros, las profecías y los presentimientos, la efi­cacia de los votos y las plegarias son comunes a todas las reli­giones; movilizan a las pasiones humanas y a la credulidad, el

41 Ibíd. 42 Ibíd., 73. 43 SPECTATOR, 185; Ibíd., 54. 44 SPECTATOR, 201; Ibíd., 71.

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miedo y la esperanza. La fe de Cristo tiene que purgarse de estos elementos regresivos. El pensamiento mecanicista mira con nuevos ojos el terreno del folklore y de la etnología religiosa. John Trenchard publica en 1709 una obra titulada The natural history of superstition, que describe el amplio universo de los poderes mágicos y de la adivinación en todas sus formas. Esta enciclopedia de la superstición presupone que, si el cristianismo se opone al paganismo como la verdad al error, tiene que ser purificado de todos los residuos arcaicos que subsisten en la piedad popular.45 Trenchard combina ciertos conocimientos psi­quiátricos con informaciones sacadas de la crítica holandesa, como por ejemplo los trabajos de Van Dale y de Baltasar Bek-ker (1691-1693), en donde se esboza una historia comparada de las religiones, que pronto recogerá y desarrollará Fontenelle.

La psicopatología religiosa, por consiguiente, ofrece explica­ciones reductoras basadas unas veces en la psicología colectiva y otras en la psicología individual, según el espíritu del método empirista y genético puesto en obra por Locke. Estas nuevas ideas están de moda a finales del siglo xvn y a comienzos del xvni. Los filósofos del siglo de las luces no harán más que vul­garizar y radicalizar estos temas del protestantismo liberal. Los filósofos franceses no tendrán reparo en mostrarse como adver­sarios del cristianismo; su combate resultará todavía más vio­lento gracias a la violencia de las resistencias que susciten; pero de hecho un Montesquieu, un Voltaire, un Holbach no añadi­rán gran cosa a los temas fundamentales de Toland, de Locke y de Shaftesbury. Holbach publicó en 1768 La contagión sacrée, ou histoire naturelle de la superstition, «obra traducida del in­glés»; dos capítulos de este libro polémico están sacados de Trenchard; los desarrollos añadidos por el barón de Holbach no son más que variaciones propagandísticas de los temas in­gleses. A través de Europa, se extiende toda una literatura de demistificación que propala los temas del «contagio sagrado», comparado con esos miasmas o esas partículas materiales sus­pendidas en el aire, que propagan las epidemias de la supers­tición.

45 Cf. F. E. MANUEL, The 18th. century confronts tbe Gods. Har­vard University Press, Cambridge 1959, 72 s.

Crítica del entusiasmo 149

Locke y Addison respetan la esencia del cristianismo; lo único que pretenden es regenerarlo. Llevados por sus pasiones, los radicales franceses no ven en las realidades religiosas más que una inmensa intoxicación colectiva, y esto les hace cerrar los ojos a las realidades históricas. En el artículo sobre Igna­cio de Loyola, del Dictionnaire philosophique, escribe Voltaire: «¿Queréis conseguir un gran renombre, ser fundadores? Vol­veos completamente locos, pero con una locura que venga bien a vuestro siglo. Tened en vuestra locura un fondo de razón que pueda servir para dirigir vuestras extravagancias, y sed ex­cesivamente obstinados. Puede muy bien suceder que os cuel­guen; pero, si no os cuelgan, también puede ser que os levan­ten altares. En conciencia, ¿hubo jamás un hombre más digno del manicomio que san Ignacio?... La cabeza le dio vueltas tras la lectura de la Leyenda de oro, lo mismo que a don Quijote de la Mancha tras la lectura de los libros de caballería... La san­tísima Virgen se le apareció y aceptó sus servicios... El diablo está sobre ascuas, viendo todo el daño que le harían los jesuí­tas algún día, y viene a armarle mil jaleos con sus diabluras y rompe todos los cristales de la casa; el vizcaíno lo echa con una señal de la cruz; el demonio se escapa por la pared... Su familia, al ver los trastornos de su espíritu, quiere encerrarlo y ponerlo en sitio seguro, pero él se libra de su familia lo mismo que del diablo...».

Esta teoría tan radicalizada de la alienación religiosa le im­pide al historiador Voltaire toda comprensión de la realidad, pues en definitiva uno de los signos de la alienación es su im­potencia para insertarse en la realidad común. «¿Cómo pudo ocurrir que semejante ser tan extravagante gozara en Roma de cierta consideración, que tuviera discípulos y que fuera el fun­dador de una orden tan poderosa, en la que ha habido hombres tan estimables?» La respuesta es poco convincente: «Es que era obstinado y entusiasta. Se encontró con algunos entusiastas como él y se los asoció». No acaba de verse cómo la locura, incluso la colectivizada, haya podido llevar a resultados positi­vos. Voltaire, llevado por su pasión, se contentó con compro­bar la omnipresencia de la alienación religiosa, englobando en esa misma reprobación a los cuáqueros, a los que en otras oca-

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siones presentó como personas ejemplares: «No hace mucho tiempo que un palurdo inglés, más ignorante que el español Ig­nacio, estableció la sociedad de los llamados cuáqueros, socie­dad muy por debajo de la de Ignacio. El conde Zinzendorf fundó también en nuestros días la secta de los moravos; y los convul­sionarios de París han estado a punto de armar una revolu­ción. . .». Sería cuestión de saber cómo unos cuantos «temblo­rosos» (quakers), variedad británica de los convulsionarios, han podido constituir y perpetuar una sociedad que el propio Vol-taire juzga respetable. Cuestión insoluble para el autor del Dic-tionnaire philosophique, que no dispone de los instrumentos epistemológicos necesarios; de la misma manera, tampoco Vol-taire, historiador del Essai sur les moeurs, logrará comprender el período medieval, viciado a sus ojos por un delirio religioso colectivo.

El fanatismo antifanático de Voltaire, en el que se refleja el clima polémico francés, tiene que confrontarse con la posición moderada y positiva de Hume, cuya filosofía está teñida de es­cepticismo. Pero este escepticismo, manifiesto en sus reflexio­nes sobre el terreno religioso, lo hace más reservado ante ese aspecto de la experiencia humana. El ensayo que lleva por tí­tulo De la superstición y del entusiasmo (1744) recoge las críti­cas tradicionales de la patología religiosa; la Historia natural de la religión (1757) analiza los datos de la experiencia religiosa en el espacio y en el tiempo, junto con los malentendidos que pueden afectar a las prácticas y observancias de este orden en la especie humana. Los Diálogos sobre la religión natural, que no aparecieron hasta el año 1779, después de la muerte de su autor, proceden a una revisión metódica de los temas de la apo­logética tradicional. Las pruebas y los argumentos en favor de la existencia de Dios y del gobierno providencial de la realidad no proporcionan las demostraciones que prometían. Pero ese libro es más irreligioso que la Crítica de la razón pura, que unos años más tarde, en 1781, concluirá igualmente que son insuficien­tes las pretendidas «pruebas» de la existencia divina.

Hume adopta la actitud crítica del especialista de la ciencia del hombre, pero no se sitúa como adversario de la religión auténtica que parece consistir a sus ojos en una forma de teís-

Crítica del entusiasmo 151

mo. Inglaterra se le presenta como purgada afortunadamente de la superstición papista. Según uno de sus historiadores, «Hume parece haber sentido cada vez más fuertemente que la iglesia anglicana era el modelo casi perfecto de una iglesia estableci­da».46 Hostil a las formas supersticiosas de la religión popular, Hume parece ver en la institución eclesiástica una regulación social adaptada a un aspecto irreductible de la realidad humana. La igle­sia de Inglaterra es objeto de un hermoso elogio por parte del his­toriador Hume: «De todas las iglesias europeas que sacudieron el yugo de la autoridad romana, ninguna procedió con tanta ra­zón y moderación como la iglesia de Inglaterra. Esta ventaja le vino en parte de la intervención de la autoridad civil en esta renovación, y en parte del progreso lento y gradual de la refor­ma en el reino. La rabia y la animosidad contra la religión ca­tólica se admitieron solamente en la medida más pequeña com­patible con semejante revolución... Moderando el genio de la antigua superstición y haciéndola más compatible con la paz y los intereses de la sociedad, la nueva religión se mantiene en ese juego que siempre han buscado los hombres sabios, y que tan raras veces ha sido capaz de mantener el pueblo».47

La neutralidad de Hume frente a las realidades religiosas es una neutralidad benévola, claramente señalada en un prólogo en donde responde a las críticas de quienes le acusaban de haber puesto de relieve las distorsiones y los abusos del cristianismo en ciertas épocas de la historia: «El sofisma que consiste en sacar argumentos del abuso de una cosa en contra del uso nor­mal de esa cosa es uno de los más groseros y al mismo tiempo de los más extendidos entre los hombres. La historia de todas las épocas, y particularmente la del período que estamos estu­diando, ofrece varios ejemplos de abuso de la religión y no he­mos hecho nada para evitar señalarlos en este volumen ni en el anterior. Pero si alguno sacara de aquí conclusiones desfavo­rables a la religión en general, razonaría de una forma muy pre­cipitada y errónea. El oficio propio de la religión es reformar la

46 J. B. STEWART, The moral and political philosophy of David Hume. Columbia University Press, New York-London 1963, 283.

47 HUME, History of England. London 1778, V, 149-150, en J. B. STE­WART, o. c, 283.

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vida de los hombres, purificar su corazón, reforzar en ellos el sentimiento de la obligación moral y asegurar la obediencia a las leyes y a la autoridad civil». Desgraciadamente, son sobre todo los abusos cometidos en nombre de la religión los que re­tienen la atención del historiador; hay que comprender, prosi­gue Hume, que éste «puede conservar el mayor respeto hacia la piedad auténtica, aun cuando exponga todos los abusos de una piedad falsificada... No es una prueba de irreligión en un historiador señalar alguna falta o imperfección en alguna secta religiosa que tenga ocasión de mencionar. Todas las institucio­nes, por muy divinas que sean, una vez adoptadas por el hom­bre, llevarán necesariamente la marca de la debilidad y de las deficiencias de nuestra naturaleza...».48

No creemos que haya motivos para dudar de la buena fe del pensador escocés. El mal uso de la religión no es toda la reli­gión. Es fácil de ver la distancia que separa a Voltaire o a Hol-bach de Hume, uno de los espíritus más libres de la tradición británica. También en Alemania los adversarios del fanatismo se limitan a señalar en él una forma patológica de la verdadera religión. Kant publica en 1766 sus Sueños de un visionario ex­plicados por medio de sueños metafísicos, en donde denuncia la perniciosa influencia ejercida por el iluminado sueco Sweden-borg sobre ciertos cristianos demasiado crédulos. Pero el pro­ceso hecho a la Sckwarmerei, al iluminismo místico, tiene sola­mente la intención de subrayar el buen uso de un cristianismo adulto, conforme con las exigencias de la humanidad, que es el que pretenderá justificar el autor de La religión dentro de los límites de la simple razón (1793).

Los espíritus ilustrados del siglo xvm han constituido de este modo una psicopatología religiosa destinada a garantizar la libertad de conciencia contra los riesgos de la alienación. El free-thinker no es un fanático de la irreligión, sino un cristiano liberal y autónomo cuya afirmación está exenta de toda impo­sición de influencias ocultas. El éxito del movimiento masónico en el siglo de la luces, particularmente en los países católicos,

" Nota a The History of Great Britain. London 1756, II, 449-450, reproducido en STEWART, O. C, 393 s.

Critica del entusiasmo 153

guarda no poca relación con esta necesidad de un culto des­prendido de toda concesión a la imaginación, en donde el hom­bre puede encontrarse con Dios en espíritu y en verdad, sin abdicar para nada de las exigencias del pensamiento.

Lo más sorprendente es que la patología religiosa, recogida en el siglo xvm y más tarde todavía por los radicales anticris­tianos, fue utilizada ya a finales del siglo xvn por un espíritu tan tradicionalista como Bossuet. El Discours sur l'histoire uni-verselle (1681) recurre a una teoría de este tipo para explicar la apostasía del pueblo de Israel durante la cautividad en Egip­to, y antes de las leyes de Moisés: «El género humano se extra­vió hasta llegar a adorar sus vicios y pasiones; pero no hay que extrañarse de eso: no había ningún poder más inevitable ni más tiránico que el de esos vicios. El hombre, acostumbrado a creer que es divino todo lo que es poderoso, al sentirse arras­trado hacia el vicio por una fuerza invencible, creyó fácilmente que esa fuerza estaba fuera de él y la convirtió en un Dios. Este es el motivo de que el amor impúdico haya tenido tantos altares y de que empezaran a mezclarse con los sacrificios ho­rrorosas impurezas. Al mismo tiempo se presentó la crueldad. El hombre culpable, que se sentía confuso por el sentimiento de sus crímenes y que miraba a la divinidad como enemiga, creyó que no podría aplacarla con las víctimas ordinarias. Necesitaba derramar la sangre humana con la de animales...».49 Los hom­bres se pusieron a adorar a los ídolos, fabricados con sus pro­pias manos; «¿quién lo hubiera podido creer, si la experiencia no nos hubiese demostrado que un error tan estúpido y tan brutal no era solamente el más universal de todos, sino además el más arraigado y el más incorregible entre los hombres?».50

De esta forma, Bossuet reconocía, lo mismo que los raciona­listas y los deístas, e incluso antes que muchos de ellos, el ca­rácter patológico de ciertos comportamientos religiosos en los que se desencadenan los bajos instintos de la naturaleza huma­na. Lo que pasa es que, a sus cjos, esa religión desnaturalizada

" BOSSUET, Discours sur l'Histoire universelle, 1681, 2.' parte, c. III; ed. Garnier-Flammarion, 174.

lb'td., 175.

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era propia de los paganos y de los idólatras. El cristianismo, en su versión auténtica, revisada y corregida por la ortodoxia romana, goza de excepción gracias a una jurisdicción que lo ase­gura contra toda influencia de las fuerzas oscuras. El catolicis­mo lleva consigo las luces de la verdad, inspiradas por el Espí­ritu Santo. Bossuet admite, lo mismo que Voltaire, la psicopa-tología religiosa; pero Voltaire, y los tres pensadores del siglo de las luces, no conceden ningún privilegio al cristianismo, so­metido al derecho común. Bossuet salva al catolicismo por la virtud de la ortodoxia; en el siglo xvm, este espíritu de orto­doxia ha desaparecido, o mejor dicho, ha sido sustituido por la referencia a la ortodoxia única de la razón crítica, llamada a autentificar las pretensiones de todas las confesiones sin ex­cepción.

3. La desmitologización

La psicopatología religiosa se aplica a los casos individuales, aislados los unos de los otros. La teoría del contagio sagrado explica la propagación del mal de un individuo a otro. Pero las diversas religiones no se contentan con ser una agrupación de individuos; los organizan, les dotan de instituciones y de reglas, destinadas a codificar su existencia y a permitir de este modo su difusión en el espacio y su permanencia en el tiempo. El análisis psicológico tiene que completarse entonces con un análisis sociológico, aplicado a la dimensión cultural. Unas cuan­tas iniciativas aisladas no bastan para dar cuenta del alcance que poseen los sistemas religiosos en la totalidad del mundo cono­cido. Para que esta forma de alienación haya adquirido tan gran ascendiente sobre la humanidad, ha sido menester que la hayan puesto en obra unos individuos lúcidos e interesados que, escapándose de la sinrazón común, hayan encontrado en esa sinrazón el instrumento de una conquista racional. Tal es el personaje del sacerdote, a los ojos de gran número de espíritus ilustrados: manipulador de la credulidad pública, justifica el anticlericalismo característico del siglo de las luces.

La mayor parte de las religiones, si no la totalidad, se pre-

La desmitologización 155

sen tan entonces como fabricaciones artificiales, destinadas a man­tener en la obediencia a las masas drogadas y fanatizadas. Esta teoría es la que defiende, por ejemplo, el abate Raynal: «La religión ha sido en todas partes una invención de hombres mañosos y políticos que, al no encontrar en sí mismos los me­dios de gobernar a sus semejantes a su antojo, buscaron en el cielo la fuerza que les faltaba e hicieron descender el terror. Sus sueños fueron generalmente admitidos con todos sus absur­dos. Solamente el progreso de la civilización y de las luces fue lo que hizo que se les sometiera a examen y que la gente empezara a avergonzarse de esas creencias. De entre los razo­nadores, unos se burlaron de ellos y formaron la clase aborre­cida de los espíritus fuertes; los otros, por interés o por pusi­lanimidad, queriendo conciliar la fe con la razón, recurrieron a ciertas alegorías de las que los forjadores del dogma no habían tenido la menor idea y que el pueblo no acabó de comprender y rechazó, para atenerse pura y simplemente a la fe de sus padres».51

De esta forma, se encuentran reunidas y articuladas la psi­cología individual y la psicología social. El análisis racional, en presencia de la universalidad de la institución religiosa, del ca­rácter tantas veces absurdo de los ritos y de las prácticas, no encuentra más recurso que la hipótesis de un complot gracias al cual una minoría de individuos lúcidos asegura el control de la opinión general. El siglo del derecho natural y de la mora­lidad universal es incapaz de interpretar la variedad de sistemas religiosos, a no ser como resultado de una sabia mistificación. Tal es el sentido de la superstición, sobrecarga artificial del de­recho natural. «En los libros inspirados hay dos morales, es­cribe Diderot: una general y común a todas las naciones, a todos los cultos, que es la que se sigue más o menos; otra, propia de cada nación y de cada individuo, que es la que se cree y se predica en los pulpitos, la que se preconiza en las casas y la que nadie sigue... Realmente, no vale la pena que un sabio legislador se preocupe de un sistema de opiniones curiosas, que

51 G. T. RAYNAL, Histoire philosophique et politique des établisse-ments et du commerce des Européens dans les deux Indes (1770), ed. de Genéve 1782, I, 62.

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sólo se impone a los niños, que incita al crimen con la como­didad de la expiación, que envía al culpable a pedir perdón a Dios por la injuria cometida contra el hombre y que envilece el orden de los deberes naturales y morales subordinándolos a un orden de deberes quiméricos».52

La interpretación racionalista está en conformidad con la tesis averroísta de la doble verdad; se necesita una religión para el pueblo, porque el pueblo no es capaz de aceptar la verdad racional en toda su simplicidad. Los espíritus ilustrados del siglo xvin parecen estar divididos entre un optimismo univer­salista, que reconoce la vocación racional de todos los huma­nos, y un pesimismo aristocrático, que cree que la masa de la humanidad es congénitamente incapaz de acceder a la cultura verdadera, fundamento de la libertad de juicio. Esta ambigüe­dad paradójica se resuelve indudablemente recurriendo al es­quema del progreso: la rehabilitación de las clases inferiores, víctimas de un pecado original de naturaleza social, aunque sea imposible por ahora, se irá realizando poco a poco según la promesa de las filosofías racionalistas de la historia.

El tema de la impostura de los sacerdotes se sitúa en esta perspectiva de la doble verdad. Para transformarse en explota­dores de la credulidad pública, fue menester que los clérigos per­cibieran el sentido de una verdad que falsearon artificiosamente para el uso de los fieles de aquellas religiones que se cuidaron de instituir. Esta traición de los clérigos es un pecado contra el espíritu; la consigna de «aplastar al infame» traduce la justa indignación de los intelectuales volterianos contra sus indignos camaradas de los tiempos oscuros que dieron origen a las re­ligiones.53 El tema de los tres impostores se encuentra en toda la tradición occidental, al menos desde la época de Federico II de Hohenstaufen: Moisés, Jesús y Mahoma, cada uno en su estilo particular, sometieron a la conciencia humana a un régi­men de opresión, para mayor beneficio de las autoridades ecle-

" Entrenen a"un philosophe avec la Maréchale de... (1776), en Oeuvres de Diderot, ed. Assezat, II, 517.

53 Cf. A. G. RAYMOND, L'Infame: superstition ou calomnie? Studtes on Voltaire and tbe 18tb century, LVII. Genéve 1967.

La desmitologización 157

siásticas y políticas. La devoción de las turbas las mantiene en situación de esclavitud voluntaria; los sacrificios consentidos en honor de los dioses acaban siempre aprovechando a terceros.

Las fuentes del anticlericalismo moderno se remontan más allá del averroísmo medieval. Desde la antigüedad, la reflexión sobre la diversidad de los cultos paganos, sobre sus pintores­quismos y sus contradicciones, planteaba la cuestión de justifi­car una floración de tradiciones poco compatible con la unidad de la razón humana. La casta sacerdotal es la que transmite los mitos y la que realiza los ritos sagrados; era natural ima­ginarse que los sacerdotes urdían en provecho propio un sis­tema de gobierno de los espíritus, en el que no creían ni ellos mismos, si es cierto que dos augures no podían mirarse a la cara sin echarse a reír. Estas ideas no son extrañas a la Auf-kliirung antigua, al espíritu crítico en materia de religión, tal como lo encarnan un Lucrecio o un Cicerón, sin hablar del radicalismo de los escépticos. Varrón, citado por san Agustín, distingue tres teologías: una teología mítica, concreta y colo­rista, humanizada, desarrollada por los poetas y los hombres de teatro; una teología natural, abstracta y razonable, objeto de las especulaciones filosóficas y, finalmente, una teología civil, de donde proceden los cultos de la ciudad y las ceremonias que consagran la unidad entre los ciudadanos. Según san Agustín, Varrón —cuyas Antiquitates rerum divinarum et humanarum se remontaban al siglo i antes de la era cristiana— opinaba que los sacerdotes habían drogado conscientemente a los hombres, aplacando sus terrores por medio de invenciones mitológicas.54

Varrón, escribe Agustín, «dice, hablando de las religiones, que hay muchas cosas verdaderas que no sólo es útil que el vulgo no las sepa, sino que también, aunque fueran falsas, conviene que las estime de otro modo. Esta es la razón, añade, que movió a los griegos a ocultar tras el silencio y las paredes sus consa­graciones y sus misterios».55 Los cultos paganos no son más que superchería (fallada); eran una obra en común de engañado-

54 Cf. el texto de VARRÓN en La ciudad de Dios, 1. VI, c. V, en Obras de san Agustín, ed. BAC XVI-XVII. Madrid 1958, 417 s.

55 La ciudad de Dios, 1. IV, c. XXXI: Ibíd., 320-321.

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res y de engañados (deceptores et deceptos). Un capítulo de La Ciudad de Dios expone «so color de qué interés quisieron los jefes de los gentiles que entre los pueblos a ellos sujetos se mantuvieran las falsas religiones».56 Agustín se contenta con resumir las ideas del filólogo romano: «Nota además (Varrón) que, en lo tocante a las generaciones de los dioses, los pueblos se inclinaron más a los poetas que a los filósofos; y ésta es la razón de que sus mayores, esto es, los antiguos romanos, ad­mitieran el sexo y las generaciones y los unieran en casamiento. En realidad, esto no parece tener otro móvil que el negocio de los hombres prudentes y sabios en engañar al pueblo en las religiones... Así como los demonios no pueden poseer sino a aquellos que han engañado con falacia, así también los hombres jefes, no ciertamente justos, sino los semejantes a los demo­nios, aconsejaban a los pueblos con el nombre de religión ver­dadera, ligándoles de esta suerte más estrechamente a la so­ciedad civil y haciéndolos juguetes suyos».57

Los análisis de Agustín se inscriben en la polémica entre el monoteísmo cristiano y el politeísmo pagano. El esquema judeo-cristiano de la creación del mundo sitúa ya en el origen la revelación de un Dios único. Consiguientemente, el paganismo introdujo una desviación incomprensible: ¿Cómo es que, a pesar de poseer la verdad, los pueblos antiguos se apartaron de ella? La explicación se buscará en las artimañas de los sacerdotes, cómplices de los maleficios del demonio; con todo conocimien­to de causa, conscientes de la verdad del monoteísmo, ellos inventaron el politeísmo para reducir a sus compatriotas a una situación de esclavitud espiritual. Agustín puede escribir: «Si (Varrón) pudiera algo contra la arcaicidad de un error tan en­raizado, sin duda juzgaría que debería adorarse a un solo Dios por quien cree se gobierna el mundo, y adorarle sin imagen. Y, al hallarse tan cerca, quizá con facilidad cayera en la cuenta de que el alma es mutable y sintiera que el Dios verdadero, creador del alma misma, es una naturaleza inconmutable».58

56 Título del c. XXXII: Ibíd., 322. 57 Ibíd., 322-323. M Cap. XXXI: Ibíd., 322; cf. 321: «Este mismo autor tan profundo

La desmitologización 159

Varrón, antes de la encarnación de Cristo y del cumplimiento de la revelación cristiana, estaba virtualmente en disposición, a pesar de que ignoraba el Antiguo Testamento, de conocer, por lo menos en parte, al verdadero Dios, gracias a la revelación natural de su razón. La tesis de la impostura de los sacerdotes nació de la necesidad de mantener la anterioridad del monoteís­mo respecto al politeísmo. El triunfo del cristianismo puso fin a las prácticas criminales de la casta sacerdotal; el clero cris­tiano está constituido por servidores de la única verdad. Se­mejante argumentación permite poner cierto orden en el de­venir de las religiones, tal como debe organizarlo el cambio de perspectivas impuesto por el cristianismo, mantenedor de un monopolio de la verdad que tiene que remontarse hasta la creación del mundo. Era indispensable situar los cultos paga­nos como una aberración del culto en espíritu y en verdad, prescrito desde el principio por el creador a sus criaturas. La interpretación de Agustín se mantendrá en la tradición cristia­na, asegurando el acuerdo entre la historia de la iglesia y la historia del paganismo; ésta fue la interpretación que recogió también Bossuet, cuando presentó el devenir de la verdad en el desarrollo de las sociedades humanas.59

La renovación de los estudios clásicos desde el renacimiento había dado nueva vida a las especulaciones antiguas. Los mitos sirven de fundamento a la literatura y a las artes, objetos de un reverencia casi religiosa por parte de los eruditos. Parecía difícil destinar a la condenación eterna, por causa del paganismo, a los maestros antiguos, considerados como modelos de una per­fección eterna. Erasmo está dispuesto a colocar a Sócrates en el número de los santos, y los devotos de Homero y de Virgilio no pueden resolverse a descalificarlos por causa de una no-conformidad cultural. Los platónicos, como Marsilio Ficino, en­cuentran a través de los escritos de su inspirador el camino de

y tan sabio dice que es de parecer que sólo comprenderán qué es Dios quienes creyeron que es ti alma gobernadora del mundo, con movimiento y razón (motu et ratione)... Sólo queda pendiente entre él y nosotros la cuestión de que él decía que Dios es un alma, y no más bien creador del alma».

Cf. más arriba, página 154.

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una espiritualidad nueva. Estas obras no cristianas, precristia­nas, tienen un valor saludable, porque conservan las huellas de la autenticidad primordial y es imposible contentarse, como lo hacía Agustín, con ver en ellas el fruto de intervenciones diabólicas. La tradición de los clásicos del humanismo tiene que comprenderse como constitutiva de una fase de la historia de la verdad; y esto puede muy bien conciliarse con la tesis de una revelación natural concedida a la humanidad en su con­junto.

Los eruditos renacentistas emprendieron la tarea de reunir los elementos de las antiguas mitologías y el conjunto de los testimonios relativos a la vida religiosa de las civilizaciones clásicas. La devoción humanista se va prolongando en la filo­logía exacta, con el acompañamiento de la crítica y de la histo­ria; poco a poco se va constituyendo una enciclopedia de datos positivos, que fue un verdadero territorio epistemológico nuevo. Los sabios holandeses toman en este terreno el relevo de los filólogos italianos: Daniel Heinsius (1580-1655), Gerard Vossius (1577-1649) y el francés Samuel Bochart (1599-1667) proponen una documentación que da una imagen concreta de la antigua conciencia religiosa.

La obra de Vossius, De Theologia gentili et Physiologia christiana, sive de origine ac progressu idololatriae (1642), sirvió de base a las reflexiones de Herbert de Cherbury (1583-1648), gentleman-filósofo, diplomático y militar, teórico de la religión natural. La intención de Cherbury es proponer un acuerdo entre las diversas confesiones que no dejan de combatirse. Cristiano liberal, admite que la verdad religiosa es coextensiva a la hu­manidad; presente desde el origen como un instinto e innata en las criaturas humanas, se encuentra en todas partes, a pesar de algunas oposiciones aparentes. El postulado de la unidad obliga a dar cuenta de las divergencias. Ese había sido el problema de Agustín; Cherbury se enfrenta con él sin tantas preocupa­ciones por la fidelidad a las exigencias particulares de la reve­lación histórica. La enseñanza bíblica era para Agustín, como lo seguirá siendo para Bossuet, el gran eje absoluto de la histo­ria humana; a los ojos de Cherbury, la religión natural es la fundamental. El cristianismo histórico ocupa todavía un lugar

La desmitologización 161

privilegiado, pero la dislocación de la iglesia desde la reforma relativiza las perspectivas cristianas. La catolicidad romana, cuyo fracaso ha sido sancionado por la historia, tiene que verse sus­tituida por una catolicidad racional de los hombres de buena voluntad.

Las tesis racionalistas del De veritate (1625) son aplicadas a la interpretación de los cultos paganos en el tratado De re-ligione gentilium errorumque apud eos causis, que apareció en 1663 después de la muerte de su autor. El clero es el respon­sable de las desviaciones politeístas respecto a la verdad origi­nal, según los dos caminos posibles: el de la superstición, que rinde un culto falso al Dios verdadero, y el de la idolatría, que rinde un culto verdadero a los dioses falsos.60 Las vanas osten­taciones y las observancias rituales absurdas apartan a los hom­bres del culto interior que cada uno tiene que rendir a la divi­nidad, en su alma y en su conciencia. Los paganos no son res­ponsables de esas monstruosidades que nos repugnan en su re­ligión; la culpa de su desviación la tienen sus jefes espirituales: «Creo que es indudable que fueron los sacerdotes los que in­trodujeron las supersticiones y la idolatría y los que contribu­yeron en todas las naciones paganas a las luchas y a las polé­micas religiosas».*1 Cherbury demuestra abundantemente cómo la casta sacerdotal imaginó cultos múltiples dando una perso­nificación divina a los elementos del universo: el sol, los pla­netas, la tierra, el agua, el aire, etcétera. Apartada de lo esen­cial, la religiosidad innata del hombre se fijó en divinidades fa­bulosas, cediendo de este modo a las solicitaciones de la impos­tura clerical.

Herbert de Cherbury parece que es la fuente principal del anticlericalismo de las luces, o por lo menos el lazo por el que se transmiten las influencias más antiguas. La acusación se refiere solamente a los sacerdotes paganos; a Cherbury le gustaría ser un conciliador en el seno del conflicto de las religiones con­temporáneas; dirige sus libros a los mejores espíritus de Euro-

60 H. DE CHERBURY, De religione gentilium errorumque apud eos causis. Amsterdam 1663, 228.

Ib'td., 2.

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pa, y esto le prohibe cuestionar al clero de tal o cual confesión actual. Pero no acaba de verse por qué los abusos de confianza y de conciencia tuvieron que acabar con el nacimiento de Cristo. Puede pensarlo así san Agustín, pero no Cherbury, partidario de la religión natural única, desnaturalizada por las diversas de­nominaciones cristianas. El autor del De religione gentilium no quiere generalizar su crítica; serán los pensadores del siglo xviu los que realicen esta generalización. La «impostura de los sacerdotes» no se referirá solamente, en ellos, al pasado, sino también y más todavía al presente, sin que el análisis cambie de carácter. Una vez puesta en cuestión la validez absoluta de la revelación cristiana, ya no es posible pensar que los sacer­dotes cristianos hayan estado exentos de las tendencias que mos­traban sus colegas paganos. Los reformadores del siglo xvi y sus numerosos precursores se habían alzado contra los abusos que infectaban a la iglesia de Roma: el culto a los santos, la explotación de las peregrinaciones, el tráfico de indulgencias, el de las reliquias y otros objetos piadosos, la sobrecarga de ritua­les litúrgicos, presentaban numerosas analogías con las prácti­cas de las religiones antiguas, y el maquiavelismo del clero cristiano había quedado patente en muchas ocasiones.

Fontenelle recoge la argumentación de Cherbury; pero mien­tras que éste se había expresado en latín, Fontenelle escribe en la lengua de todo el mundo, que maneja con una facilidad prodigiosa, tiñéndola de una ironía velada. Más agresivo que el filósofo inglés, no ataca de frente a la religión establecida, pero el lector atento descubre que sus análisis van más allá de las costumbres y tradiciones que critica directamente, desenmas­carando su carácter artificial. Los primeros cristianos atribuye­ron a los demonios las prácticas escandalosas de los cultos pa­ganos; pero el reino de los demonios no ha sido abolido por la encarnación de Jesucristo, a no ser que se decida arbitraria­mente que hay dos pesos y dos medidas en la historia de las religiones.

En 1683 había aparecido un ensayo del erudito holandés Van Dale, titulado De oraculis ethnkorum dissertatio, en donde se estudiaba la cuestión de los oráculos de la antigüedad pagana dentro del espíritu de una crítica racional y reductora. Fonte-

La desmitologhación 163

nelle emprende una traducción libre de este escrito, enrique­ciéndola con sus propias reflexiones. Detrás de la Histoire des oracles (1686), apareció un nuevo estudio, de carácter más ge­neral, redactado antes de 1700, pero publicado solamente en 1724, y que trata De Vorigine des jabíes. Allí se explica la génesis de las religiones a partir de las debilidades congénitas del espíritu humano, hábilmente explotadas por los sacerdotes. «Yo no creo que el primer establecimiento de los oráculos haya sido una impostura meditada, sino que el pueblo cayó en alguna su­perstición que dio lugar a ciertas personas un poco refinadas a aprovecharse de ella. Porque las necedades del vulgo son muchas veces tan grandes que son imposibles de prever, y con frecuencia quienes lo engañan no pensaban ni mucho menos en eso, sino que se veían invitados por él mismo a engañarlo».62

El origen del oráculo de Delfos es fácil de explicar: «Había en el Parnaso una oquedad de donde emanaba una exhalación que hacía danzar a las cabras y que se subía a la cabeza. Puede ser que alguno de los más obstinados se pusiera a hablar de ello sin saber lo que decía y dijo algo de verdad. Seguro, es preciso que haya algo de divino en esa emanación...; poco a poco se fueron organizando ceremonias...».63 La Pitia de Delfos obtuvo un gran éxito, unos cuantos sacerdotes hábiles multiplicaron los lugares santos en las montañas, en donde el relieve natural hacía las cosas más fáciles, y hasta en las llanuras, mediante la ins­talación de equipos técnicos indispensables para producir los efectos deseados.

Fontenelle, después de Van Dale, pasó revista a cierto nú­mero de oráculos famosos en la antigüedad. «En estos santua­rios tenebrosos se ocultaban todas las máquinas de los sacer­dotes; ellos entraban por pasadizos subterráneos. Rufino nos describe el santuario de Serapis completamente lleno de cami­nos ocultos. Y para presentar un testimonio todavía más fuerte que el suyo, ¿no nos habla la sagrada escritura de cómo Daniel

" FONTENELLE, Histoire des oracles, I, XII, en Oeuvres completes, ed. de Genéve 1818, Slatkine Reprints 1968, II, 126; cf. J. R. CARRÉ, La philosophie de Fontenelle ou le sourire de la raison. Alean 1932, 113 s.

65 O. c, I, XI: Ibíd., 124.

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descubrió la impostura de los sacerdotes de Belus, que sabían entrar secretamente en su templo para recoger los manjares que allí se ofrecían?... ¿Acaso atribuye la escritura este pro­digio a los demonios? Ni mucho menos, sino a los sacerdotes impostores...».64 Mediante este ejemplo, la antigüedad bíblica se sitúa dentro del marco de la antigüedad clásica; para una y para otra tienen que valer los mismos principios explicativos. La tradición patrística que decía que los oráculos eran obra del demonio ha quedado eliminada, ya que la erudición de­muestra que basta con unas cuantas maquinaciones clericales. La venida de Cristo, de la que se creía que había acabado con las intrigas de los demonios, no cambió en nada el curso de las cosas: «Los oráculos duraron cuatrocientos años después de Jesucristo; no se advirtió ninguna diferencia entre los orá­culos que siguieron al nacimiento de Jesucristo y los que lo habían precedido».65

El prudente Fontenelle se guarda mucho de afirmar con claridad que la función sacerdotal se transmitió sin cambio al­guno de los ministros de los dioses paganos a los sacerdotes de Jesucristo. Pero, de hecho, llevó muy lejos la caza a las hechice­rías y a los demonios. Para los que leen entre líneas, resulta evidente que todos los sacerdotes están en el mismo nivel y que la renovación del contenido mítico no impide la continuidad de las técnicas utilizadas. «El sofista Eunapius, pagano, parece haber tenido mucha ojeriza al templo de Serapis y nos describe su desventurado fin con bastante bilis. Dice. . . que en aquellos sagrados lugares se introdujeron unos monjes, gente infame e inútil que, a pesar de llevar un hábito negro y sucio, tenían un poder tiránico sobre el espíritu de los pueblos; estos monjes, en vez de reverenciar a los dioses que se veían por las luces de la razón, daban a adorar algunas cabezas de bandoleros cas­tigados por sus crímenes, después de haberlas salado para con­servarlas mejor. Así es como este impío trata a los monjes y a las reliquias...».66 La transmisión de poderes del paganismo

64 O. c, I, XII: Ibíd., 128. 65 O. c, II, I: lbíd., 144. 66 O. c, II, IV; Ibíd., 155-156.

La desmitólogización 165

al cristianismo no puso fin a la explotación clerical de la credu­lidad pública; los monjes del Serapeum tuvieron una larga des­cendencia de sucesores tan poco recomendables como ellos; el lector avisado no dejará de considerar al genio del cristianismo con los ojos del «sofista Eunapius, pagano», partidario de las «luces de la razón».

La Histoire des oracles pretendía explicar ciertas prácticas rituales; el ensayo De l'origine des jabíes pone de relieve los fundamentos de la mitología según las normas de un compa-ratismo del que Fontenelle es uno de los primeros artífices. Lo mismo que en la Histoire des oracles, el terreno de referencia es el de las religiones antiguas, pero los resultados del análisis pueden encontrar algunas confirmaciones en el interior del cris­tianismo. Sin pronunciarse nunca abiertamente, Fontenelle des­truye el esquema tradicional según el cual la tradición judeo-cristiana sería el eje de una historia de la verdad, en oposición al otro eje del error que definiría el devenir de las culturas no cristianas. Semejante dualismo es incompatible con la univer­salidad del espíritu humano, cuyas exigencias y reacciones son las mismas a través del espacio y del tiempo. «Podría perfec­tamente demostrar, si fuera necesario, una extraña conformidad entre las fábulas de los americanos y las de los griegos».67

De esta forma, queda denunciado el tabú que protegía a la mitología antigua, tesoro sagrado de la cultura humanista. Las fábulas de los griegos corresponden a un mismo funcionamiento intelectual que las de los salvajes. «La misma ignorancia ha producido poco más o menos los mismos efectos en todos los pueblos».68 Los mitos han sido engendrados por una función fabuladora, inherente al pensamiento humano; no hay nada que nos autorice a admitir que el campo cristiano haya podido ser preservado de forma milagrosa de este orden; hay también un folklore cristiano, que ciertos contemporáneos católicos de Fon­tenelle se esfuerzan en separar de las tradiciones de la iglesia. La explicación teológica del mundo lleva también la huella de estas implicaciones míticas. Fontenelle se guarda muy bien de

67 O. c, II, IV: lbíd., 155-156. "" De Vorigine des fables, ed. J. R. Garre. Alean 1932, 30-31.

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afirmarlo, pero resulta lógico en su manera de pensar, por poco que se prolongue la línea de su razonamiento: «examinemos los errores de estos siglos y encontraremos que los han estable­cido, ampliado y conservado las mismas cosas».69

rontenelle reconoce en la mitología una prehistoria de la razón: «Estudiemos el espíritu humano en una de sus más ex­trañas producciones; con frecuencia es allí precisamente donde se da a conocer mejor».70 Los primeros hombres narraron a sus hijos cuentos y leyendas. «En aquellos siglos bárbaros hubo también su filosofía, que sirvió mucho al nacimiento de fá­bulas. Los hombres que tenían un poco más de ingenio que los demás se veían naturalmente inclinados a buscar la causa de lo que veían...».71 Los mitos no son fruto de la casualidad, no son consecuencias sin premisas; proceden de un modo gene­ral de inteligibilidad que se sitúa en los orígenes de la con­ciencia: «A medida que uno es más ignorante y tiene menos ex­periencia, ve también más prodigios. Por consiguiente, los pri­meros hombres vieron muchos y, como naturalmente los padres cuentan a sus hijos todo lo que han visto y lo que han hecho, en los relatos de aquel tiempo no había más que prodigios. Cuando contamos algo sorprendente, nuestra imaginación se enciende sobre su objeto y se inclina a agrandarlo y a añadir todo lo que podría faltarle para hacerlo más maravilloso todavía, como si tuviese miedo de dejar imperfecta aquella cosa tan hermosa».72

Este régimen arcaico del conocimiento corresponde a una prehistoria de la explicación. A falta de datos positivos, el en­tendimiento se deja llevar por la imaginación: «De esta filoso­fía bárbara que reinó necesariamente en los primeros siglos nacieron los dioses y las diosas».73 Una vez que la explicación prevaleció en ciertos casos particulares, se fue difundiendo a

69 Ibíd., 28-29. 70 Ibíd., 11. 71 Ibíd., 15. 72 Ibíd., 12-13. 73 Ibíd., 17.

La desmitologización 167

otros por el juego de la analogía, primer principio de la gene­ralización de fábulas; «el segundo principio que contribuyó mucho a estos errores fue el respeto ciego a la antigüedad. Nuestros padres lo creyeron; ¿vamos a pretender ser más sabios que ellos? Estos dos principios juntos obran maravillas. El uno, sobre el fundamento más pequeño que ofrece la debilidad de la naturaleza, extiende la necedad hasta el infinito; el otro, por poco establecida que quede, la conserva para siempre».74

Así, pues, la mitología es el resultado de una mistificación voluntaria. La primera traición resultó fatal y la humanidad se vio prisionera de sus propias fabulaciones. «Aunque nosotros seamos incomparablemente más ilustrados que aquellos cuyo es­píritu grosero inventó de buena fe aquellas fábulas, caemos fá­cilmente en la ilusión que hacía esas fábulas tan agradables para ellos; ellos se gozaban en todo eso porque le daban fe, y nosotros nos gozamos igualmente sin creerlo; no hay nada que demuestre mejor cómo la imaginación y la razón no tienen nada que ver una con otra, y que las cosas cuya razón ha quedado plenamente en­turbiada no pierden nada de su agrado a los ojos de la imagi­nación».73

La tentación mítica es una constante del espíritu humano. El progreso de la razón, ilustrada por el conocimiento científico, asegura una desmitologización en provecho de aquellos que son capaces de enfrentarse con la realidad sin ayuda de los socorros ilusorios de la función fabuladora. Fontenelle no trató más que de los mitos griegos, con los que relacionó las fábulas americanas; pero no acaba de verse por qué el campo cristiano va a poder librarse de la invasión de la epistemología reductora. Los prodigios y los milagros, el folklore de la leyenda dorada, caen bajo los golpes de la crítica; así lo admiten algunos con­temporáneos de Fontenelle, cristianos de los que no cabe dudar, como los bolandistas, Launoi e incluso Mabillon. Pero ¿quién dirá dónde se sitúa en la tradición cristiana el límite entre lo histórico y lo maravilloso? ¿Acaso las sagradas escrituras no se vieron contaminadas por la imaginación creadora de los mitos?

Ibíd., 27-28. Ibíd., 35.

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Fontenelle evita responder a estas cuestiones; e incluso se guarda mucho de plantearlas. Pero otros las plantearán después de él, sin vacilar ante las consecuencias radicales de sus interrogantes.

4. El deísmo y la teología racional

La psicopatología y la psicosociología de los mitos permiten la constitución de una antropología y de una sociología religio­sas, que ven en este tipo de fenómenos un desenfreno de la especie humana en estado de infancia, seducida por la falta de razón. Mantenida por el clero, esta falta de razón mantiene a la humanidad en una esclavitud, de la que es preciso libe­rarla ahora gracias a la emergencia de un entendimiento clara­mente ilustrado. La función crítica de la razón hace fracasar a las potencias oscuras de la angustia y de la esperanza; se niega a toda complacencia con la función fabuladora y rechaza la pretensión de los sacerdotes al gobierno de las conciencias. Los pensadores del siglo xvín no vacilan en aplicar estos prin­cipios a la crítica del cristianismo, del que ya no se admite que pueda gozar de un especial privilegio fundacional. Al ejercer la razón su soberanía sobre el espacio mental en su conjunto, tiene que sometérsele toda opinión religiosa.

El Sermón des cinquante, obra semiclandestina de Voltai-re, presenta un resumen de la nueva fe: «La religión es la voz secreta de Dios, que habla a todos los hombres; tiene que reu-nirlos a todos ellos, y no dividirlos; por tanto, toda religión que pertenezca solamente a un pueblo es falsa. La nuestra es en su principio la del universo entero, porque adoramos a un ser supremo como lo adoran todas las naciones, practicamos la jus­ticia que todas las naciones enseñan y rechazamos todas esas mentiras que los pueblos se reprochan unos a otros; de esta forma, de acuerdo con ellos en el principio que los une, nos distinguimos de ellos en las cosas en que se combaten».76

76 Sermón des Cinquante, en Oeuvres, ed. Lahure-Hachette 1860, XVIII, 560. Según los editores de Kehl, este texto es la profesión de fe opuesta por Voltaire a la del Vicario saboyano (1762).

Deísmo y teología racional 169

A una pretendida catolicidad cristiana, desmentida por los hechos, se opone la universalidad de la razón, confirmada por las evidencias. La demistificación y la desmitización tienen que aplicarse también a la revelación bíblica; el Antiguo y el Nuevo Testamento abundan en anomalías mentales y en fabulaciones míticas, disimuladas por el velo del respeto que protege a unos textos que pretenden ser sagrados. «¡Dios mío!, exclama el orador del Sermón des cinquante, si bajaras tú mismo a la tierra, si me mandaras creer en ese amasijo de crímenes, de robos, de asesinatos, de incestos, cometidos por orden tuya y en tu nom­bre, yo te diría: No, tu santidad no quiere que yo acepte esas cosas tan terribles que te ultrajan; seguramente es que quieres probarme...».77 El hecho de que la tradición judeo-cristiana haya podido considerar a la «historia sagrada» como una fuente de valores y una reserva de significaciones se presenta como un escándalo incomprensible, que procede de una intoxicación co­lectiva, con la complicidad de un clero decidido a mantener a las masas bajo el imperio de la superstición.

«Se nos dice que el pueblo necesita misterios, que hay que engañarlo... ¿Es posible cometer este ultraje contra el género humano? ¿No quitaron ya nuestros padres al pueblo la transubs-tanciación, la adoración a las criaturas y a los huesos de los muertos, la confesión auricular, las indulgencias, los exorcis­mos, los falsos milagros y las imágenes ridiculas? ¿No está ya acostumbrado el pueblo a la privación de todos esos alimentos de la superstición? Hemos de tener el coraje de dar aún un paso más; el pueblo no es tan imbécil como se cree; recibirá sin mucho esfuerzo un culto sabio y sencillo de un Dios único, tal como nos dicen que lo profesaban Noé y Abrahán, tal como lo profe­saron todos los sabios de la antigüedad, tal como lo recibie­ron en China todos los letrados...».78 La impostura de los sa­cerdotes ha perpetuado la opresión supersticiosa de las concien­cias; la reforma empezó la demistificación; hay que ir hasta el fondo de este movimiento y reconocer que «la secta cristiana no es en efecto más que la perversión de la religión natural».

lbíd., 564. Ib'td., 571.

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170 La internacional deísta

Esta quedará restablecida dentro de su validez «cuando la razón, libre de sus cadenas, enseñe al pueblo que no hay más que un Dios; que ese Dios es el padre común de todos los hombres, qué son por tanto hermanos; que esos hermanos tienen que ser buenos y justos unos con otros; que tienen que practicar todas las virtudes y castigar los crímenes...».79

El deísmo se presenta como la culminación de la demistifi­cación religiosa, una vez que han sido disipados los equívocos del sentimiento y su utilización por parte de unos sacerdotes hábiles que saben captar las conciencias. Los sacerdotes mantienen a la humanidad bajo tutela, y los teólogos ponen el entendimiento al servicio de la revelación, sometiéndolo a ella en virtud de una fuerza extrínseca. El lema del sacerdote, según Kant, es el si­guiente: «No razonéis; creed».80 Los pensadores radicales fran­ceses denuncian las trabas impuestas por la teología al ejercicio de la razón: «Los sacerdotes, escribe Helvetius, enseñan a los niños en términos claros unas cosas ininteligibles, y a los hombres ya hechos les enseñan unas cosas claras en términos ininteli­gibles».81 Si creemos a Diderot, «perdido en un bosque inmen-: j durante la noche, no tengo más que una lucecita para orien­tarme. Llega un desconocido que me dice: 'Amigo, apaga esa candela para que encuentres mejor el camino'. Ese desconocido es un teólogo».82

En el terreno religioso, lo mismo que en todos los demás, la edad de las luces está caracterizada por el magisterio supremo concedido a la conciencia racional. Kant plantea la cuestión de saber si un sínodo, un colegio eclesiástico cualquiera, puede «fundamentarse en el derecho para hacer que se preste jura­mento sobre cierto símbolo inmutable, para hacer pesar por este procedimiento una tutela superior incesante sobre cada uno de

" Jbíd. 80 KANT, Réponse a la question: Qu'est-ce que les Lumieres? (1784),

en La Philosophie de l'Histoire, trad. Piobetta. Aubier 1947, 85. 81 HELVETIUS, Pensées et réflexions, C, en Oeuvres. 1795, XIV.

146-147. 82 Additions aux Pensées philosophiques (hacia 1762), a. 8, en Oeuvres

philosopbiques de Diderot, ed. Verniére. Garnier 1961, 59.

Deísmo y teología racional 171

sus miembros y, por medio de ellos, sobre todo el pueblo, pre­cisamente para poder eternizar dicha tutela. Yo afirmo, responde Kant, que esto es totalmente imposible. Semejante contrato, que decidiese apartar para siempre toda luz nueva del género hu­mano, es radicalmente nulo y sin valor de ninguna clase, aun cuando lo hayan intentado legitimar la autoridad suprema, los parlamentos y los tratados de paz más solemnes...».83

Las luces consagrarán esta ruptura del bloqueo de la razón humana, como consecuencia del deshielo de la metafísica. El espacio mental, fijado por la escolástica, había cambiado de figura con el advenimiento de la filosofía clásica, pero ésta se había contentado con sustituir un dogmatismo por otro; respe­taba la trascendencia de la revelación cristiana, contentándose con limitar sus efectos al terreno de la conciencia religiosa. El siglo xvín sustituyó la razón triunfante de la metafísica clási­ca por una razón militante, perteneciente a la escuela del cono­cimiento científico, y cuyo ejercicio se extiende a la totalidad del terreno humano. Las autoridades eclesiásticas pretendían tomar las riendas del juicio reflejo; la situación dio la vuelta, y ahora es la razón la que se erige en arbitro universal en mate­ria de religión. La teología tiene que justificarse ante la filoso­fía; y pronto se ve con claridad que carece de justificación. La filosofía digiere a la teología y sólo permite que pueda subsistir una modesta mínima parte de la misma. El cristianismo tiene que renunciar a sus privilegios tradicionales; ha de mantenerse dentro del estatuto de las religiones mundiales, respecto a las cuales la reflexión racional goza ahora de una anterioridad ló­gica y cronológica.

El deísmo representa una postura media entre la ortodoxia tradicionalista y el ateísmo radical. El radicalismo ateo, encarna­do —especialmente en Francia— por hombres como Fréret, el cura Meslier y el círculo de Helvetius y de Holbach, prolonga la exigencia racional hasta llegar a la completa disolución de la religión. Los deístas creen que pueden encontrar en un Dios reducido a la razón una garantía para los valores morales y sociales. Los radicales, fieles a la exigencia de un mecanismo

8j Réponse a la question..., 88.

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integral, no ven en esos valores más que unas superestructuras abusivas. El materialismo biológico somete a la misma inteli­gibilidad el terreno físico y el terreno humano. Una vez puestos en claro los principios de la epistemología científica, los sabios y los técnicos serán los dueños y señores de la humanidad, lo mismo que de la naturaleza. El problema moral se reduce a una cuestión de organización social. La etocracia, «1 reino de las leyes morales, asegurará la felicidad del género humano en este mundo, sin tener que recurrir a la ficción de un Dios remune-rador y vengador. La humanidad adulta se basta a sí misma.

El ateísmo no tiene que confundirse con la indiferencia o la incredulidad. La incredulidad enuncia una falta de certeza; una vez que se ha comprobado la ausencia de elementos sufi­cientes, no se saca ninguna conclusión y uno se contenta con seguir viviendo dentro de los marcos de la conformidad social. El ateo rompe ese pacto de conformidad, lo cual exige una fuerza de pensamiento y una fuerza de alma considerables en una época en que el ateísmo es un escándalo y hasta un crimen. Al dogmatismo de la creencia se opone otro dogmatismo, nacido de una extrapolación de los elementos positivos del conocimien­to. El materialismo mecanicista es una filosofía de la naturaleza basada en analogías, en semejanzas y en hipótesis, pero no en las inducciones de la ciencia rigurosa. Los ateos darán muchas veces la impresión de ser unos fanáticos del antifanatismo, in­cluso a los ojos de unos liberales como David Hume y Edward Gibbon. Ciertas consideraciones de prudencia obligan por otra parte al ateo a una clandestinidad total, como al abate Meslier o a dom Deschamps, o a una semiclandestinidad, a través de unas publicaciones camufladas. En ningún sitio puede el ateísmo encontrar casa propia; ofrece argumentos polémicos y retóricos a los defensores de la ortodoxia, que agitan ante el auditorio de gente bien el espectro de la impiedad radical.

Entre las posturas extremas del radicalismo de izquierda, en­carnado por el ateísmo, y del radicalismo de derecha, en el que se perpetuaría el integrismo de Bossuet, lo esencial se sitúa en el medio. Inglaterra, en donde se impone el liberalismo político, será el lugar elegido del liberalismo religioso, entorno al tema del deísmo. Esta palabra tiene ya una vieja tradición: Bayle,

Deísmo y teología racional 173

en su Diccionario, atribuye el empleo de este término por pri­mera vez al teólogo reformado Viret, en un escrito polémico de 1563. Los deístas se distinguen de los ateos en que admiten la existencia de un Dios creador y soberano, pero mantienen una prudente reserva frente a la revelación cristiana, lo cual indujo a Viret a asemejarlos a los judíos y a los turcos.84

El deísmo expresa el deseo de un universalismo religioso, que pone el acento en el monoteísmo, sin rechazar la tradición bíblica, a pesar de los acusadores, dispuestos siempre a desfi­gurar todo lo que combaten. Los que apelan a esta inspiración, afirman su fidelidad cristiana, pero ponen en cuestión el tra­bajo de elaboración teológica que ha logrado imponer la doc­trina de la trinidad, de un Dios en tres personas, que no figura en los evangelios. Se puede muy bien juzgar que la enseñanza de Jesús es de origen divino, sin identificar por ello a Cristo con Dios. Desde los mismos orígenes de la iglesia, esta actitud había acarreado la condenación de Arrio, en el concilio de Nicea, en el año 325. Arrio, para afirmar el monoteísmo cristiano, hacía de Cristo un ser creado, el primero de todos, pero se negaba a igualar al Hijo con el Padre. La herejía arriana, des­pués de la reforma, inspiró el movimiento sociniano, ala liberal del protestantismo, perseguido por todas las ortodoxias, pero que se difundió por toda Europa de una manera semiclandestina; el socinianismo inspiró especialmente a los arminianos o remos-trantes de Holanda, que tienen en Grotius, expatriado por mo­tivos religiosos, a su más ilustre representante. El socinianismo será atacado por los controversistas católicos y reformados, pero sobrevivirá a todas las denuncias, mediante algunas prudencias estilísticas.85 Desde finales del siglo xvni, los antitrinitarios serán conocidos por la denominación menos comprometedora de uni­tarios o unitarianos; entre sus simpatizantes figuran Locke, Newton y Joseph Priestley.

El deísmo británico es todo un conglomerado de tendencias

!4 Cf. G. GUSDORF, La révolution galiléenne, II, 50. !S Cf. Z. JEDRYKA, Le socinianisme et le siécle des Lumiéres. Troi-

siéme Congres international sur les Lumiéres. Nancy 1971, en Studies on Voltaire and the 18th century.

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más bien que una religión independiente. Acabará organizán­dose en iglesia separada durante el siglo XVIII y será considerado como una de las denominaciones cristianas en los países anglo­sajones. Los deístas, lejos de romper con el cristianismo, opinan que lo representan en su autenticidad. En Francia, los libros de los deístas de Inglaterra son considerados, por sus partidarios y por sus enemigos, como irreligiosos, mientras que en su país de origen se inscriben en el contexto de un debate entre cris­tianos que suscita con frecuencia el diálogo entre los clergymen de la iglesia anglicana.

Según Leslie Stephen, «de la variabilidad de opiniones con­cluía Bossuet que todas, excepto una, tenían que ser aplasta­das... Defender a una religión por la fuerza, más bien que por la argumentación, equivale a admitir que la argumentación la condena. En otras palabras, es autorizar el escepticismo. Antes de que terminara el siglo siguiente, los compatriotas de Bossuet tendrían que recoger la cosecha cuyos granos habían sido sembra­dos por su política desesperada. Los teólogos ingleses, acostum­brados a poner su confianza en la razón, aunque con una cierta dosis de tradición, y a practicar la tolerancia, aun cuando con no pocas restricciones, siguieron una línea diferente. Puesto que todos los hombres mantienen sobre muchos puntos diferencias irreductibles, tengamos en cuenta qué es en lo que están de acuerdo todos ellos. Y eso será seguramente la esencia de la religión y la enseñanza de la razón universal. De esta manera, podremos establecer un cristianismo razonable. Tenéis que ir todavía más lejos, decían los deístas, y contentaros con los axiomas comunes a todos los hombres. De este modo establece­remos, si no un cristianismo razonable, por lo menos una reli­gión de la razón».86

En Francia, la polémica entre los mantenedores de la or­todoxia y sus adversarios revistió el estilo de una guerra de religiones traspuesta a un enfrentamiento ideológico: «En Inglate­rra, el teólogo había estado de hecho tan hondamente impregnado de racionalismo que su intento de definir el esquema de una re­conciliación permanente presentaba muchas más oportunidades de

u L. STEPHEN, History of englisb thought, I, 85.

Deísmo y. teología racional 175

tener éxito que en los países católicos».87 Los nombres más brillan­tes de la cultura británica en el siglo XVIII se muestran respetuosos del cristianismo y de la iglesia establecida; son raros, u oscuros, los que adoptan una actitud agresiva. Lo que pasa es «que lo que era considerado como cristianismo en Inglaterra, habría sido en Francia una herejía caracterizada... En Inglaterra, un protestante razonable podía encontrarse con el deísta a mitad del camino».88

Como las posturas eran más dúctiles, el diálogo podía susti­tuir al anatema. Nadie podía decir con precisión dónde empe­zaba y dónde acababa la ortodoxia, y esto concedía a la investi­gación la primacía sobre la polémica. El debate deísta fue uno de los núcleos de la vida intelectual inglesa a comienzos del siglo XVIII. «Durante unos cincuenta años, el deísmo mantuvo a la vida religiosa británica en estado de agitación... El deísmo interesaba a un público mucho más extenso que el que podía normalmente verse afectado por la controversia religiosa. Se preocupaba tanto de modificar la perspectiva del lector ordi­nario como de cambiar las ideas de los expertos en teología... Nunca jamás, desde la reforma, el debate religioso había cues­tionado problemas tan fundamentales».89 Liberales por vocación, los deístas no podían definir una ortodoxia; se daban a conocer por el respeto a ciertos valores y por la insistencia en determi­nados temas. Los deístas integrales son raros, pero todo el mundo puede ser más o menos deísta, y en esta medida es como el deísmo pudo desempeñar semejante papel en la forma­ción de la conciencia espiritual de la Inglaterra moderna. En Francia, el deísmo no afectó más que a un pequeño número de individuos, iniciados en las cosas inglesas: Montesquieu, Voltaire, Rousseau, que introdujeron ciertas modas intelectuales, apañán­dolas según su óptica personal.

Inglaterra fue el teatro principal de esta experiencia inte­lectual, de la que Francia y Alemania no conocieron más que

"'" Ibíd., 86. í! Ibíd., 89. '" G. R. CRAGG, Reason and Authórity in the 18th Century. Cambrid­

ge University Press 1964, 62-63.

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sus prolongaciones exteriores. La finalidad de esta investigación era poner en claro una función universal de la religión que, aunque garantizando en lo esencial la validez del mensaje cristia­no, permitiera reconciliar a los cristianos entre sí, logrando ade­más reducir a la unidad a la totalidad de los hombres de buena voluntad. El cristianismo no puede ya pretender el monopolio de la verdad religiosa; se presenta como un caso particular, como un subconjunto respecto al conjunto de las religiones. La única salida para sacar a la humanidad de una situación desesperada, sin ser infieles a la exigencia cristiana, parece ser una genera­lización de la idea religiosa. La revelación histórica ha dividido a los hombres; la revelación natural, que se anuncia en el co­razón de cada conciencia, proporciona los elementos de una comunión basada de hecho y de derecho en el consentimiento universal. Herbert de Cherbury (1582-1648) se esforzó en des­cubrir esta base de verdad que se encuentra inmanente incluso en las religiones paganas. El De veritate (1624) afirma la norma universal del dictamen de la conciencia, instancia soberana de salvación y de bienaventuranza para cada individuo, como man­tendrán Bayle, Rousseau y Kant: «Bajo el dictado de la con­ciencia, el bien del alma es preferible al bien del cuerpo, el bien común al bien particular».90 Las nociones comunes (noti-tiae communes), afirmadas por un instinto natural (instinctus naturalis), tienen que bastar para llevar a buen fin al que acep­te esas normas con un espíritu de obediencia.91

Sería injusto castigar como infiel a aquel que, en la lejanía del espacio o del tiempo, no ha podido gozar de la revelación de Cristo. Por otra parte, es posible encontrar bajo la superes­tructura de las religiones paganas las verdades fundamentales. Herbert de Cherbury, en su tratado De religione gentilium (1663), estableció los cinco artículos de fe de la religión uni­versal: existe un Dios; tenemos que honrarlo mediante un culto; la virtud y la piedad constituyen lo esencial del servicio divino; hay que arrepentirse de los pecados y repararlos; la bondad y la justicia divina aseguran a todos la recompensa o el

" H. DE CHERBURY, De veritate (1624), 31645, 106. * Cf. Ibíd., 60 s.

Deísmo y teología racional 177

castigo bien en esta vida o bien en la ° t r a - Cherbury, que hace profesión de cristianismo, opina que estos cinco artículos constituyen un resumen de la fe, independien te de ^a revelación cristiana. La religión natural y universal p°dtá encontrar justi­ficaciones mítico-teológicas diversas, según los contextos cul­turales en los que se interprete; pero, reducida a estos cinco artículos, es necesaria y suficiente para poder asegurar a cada uno la salvación, sin distinción de confesiones.

Herbert de Cherbury hizo que llegaran sus escritos a las mejores cabezas de Europa, a fin de obtener su adhesión a su doctrina. Pero, por lo visto, no obtuvo grandes resultados: Gassendi, Mersenne, Descartes, no ahorraron sus objeciones a las ideas de este aristócrata, aficionado un poco simplista a la filosofía. Los teólogos, por su parte, no podían admitir un es­quema de la salvación en donde no se hablaba para nada de Cristo, ni de la eficacia sobrenatural de s u s méritos para el perdón de los hombres y su reconciliación c o n Dios. Pero esta atenuación, o supresión, del papel redentor de Cristo acercará a Herbert de Cherbury a las tendencias socínianas y antitrinita­rias, tan influyentes en el ala liberal del protestantismo. La postura media que había definido parecía adecuada para servir de programa común a todos los que estaban buscando una postura media en cuestión de religión. El deísmo es un estado de espíritu adaptado a una época en la <9ue ' a mayoría de los hombres, cansados de contradicciones sin salida, buscan un compromiso que asegure la paz social y ^a coex¡stencia pací­fica. El mensaje de Cherbury no podía n* mucho menos ser entendido en la Inglaterra del siglo xvix, víctima del desen­cadenamiento de las pasiones religiosas. Llegará su hora cuando el reglamento de 1688 permita clarificar *a situación político-religiosa, sobre la base de un compromiso en e^ c l u e s e reconoce la influencia del liberalismo de Locke.

Desde entonces, el deísmo se presenta como el centro de alianza de todos los que apelan al desarme e n materia religiosa; los platónicos de Cambridge, sin renegar de la fidelidad cris-

92 De religione gentilium enorumque apud eos causis- Amsterdam 1663, c. I, 2.

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tiana, se esfuerzan en definir un ecumenismo razonable, que toma como lema la anchura de espíritu.93 En este mismo sentido se deja sentir también la influencia de Locke y la más polémica de John Toland (Christianity not mysterious, 1696), así como la de Anthony Collins (Discourse of free-thinking, 1713). Las tesis del movimiento deísta se expresarán con toda claridad en una obra de un universitario de Oxford, Matthew Tindal (1653-1733), aparecida en 1730, cuando la controversia deísta empe­zaba a apaciguarse en Inglaterra.

La obra en cuestión lleva el título de El cristianismo tan antiguo como la creación, con el que se significa que lo esencial de las enseñanzas de Cristo se encuentra accesible a los hombres desde los orígenes del mundo. En virtud de una exigencia ra­cional, la verdad humana tiene que ser coextensiva a la huma­nidad; no puede concebirse que un Dios justo y bueno haya creado a los hombres privados de toda posibilidad de acceder a las normas fundamentales de la existencia. Es absurdo con­cebir al género humano excluido de toda oportunidad de sal­vación hasta la llegada bastante tardía de Jesucristo. «Voy a intentar demostraros, escribe Tindal, que los hombres, si em­prenden con toda seriedad el descubrimiento de la voluntad de Dios, se darán cuenta de que existe una Ley de la naturaleza, o Razón, así llamada porque es una ley común o natural a todas las criaturas racionales. Esta ley, lo mismo que su autor, es absolutamente perfecta, eterna e inmutable; no era designio del evangelio añadir absolutamente nada a esta ley, o cortar nada de ella, sino liberar a los hombres de la sobrecarga de su­persticiones que se le habían ido añadiendo. De aquí resulta que el cristianismo auténtico no es una religión que date de ayer, sino que es lo mismo que Dios mandó desde el principio y lo que sigue continuamente mandando a los cristianos y a todos los demás hombres».94

El evangelio histórico no es más que una reafirmación de

51 R. L. COLIE, Light and Enlightenment. A study of the Cambridge Platonists and the Dutch Arminians. Cambridge University Press, 1957; F. J. POWICKE, The Cambridge Platonists. London-Toronto 1926.

" M. TINDAL, Christianity as oíd as the Creation (1730), 21731, 7-8.

Deísmo y teología racional 179

un evangelio eterno y universal. «La religión cristiana ha exis­tido desde el principio; Dios, desde el comienzo de la crea­ción, no ha dejado de dar a la humanidad en su conjunto medios suficientes para que lo conozca. Es deber de los hombres co­nocer, creer, profesar y practicar esta religión, de forma que el cristianismo, a pesar del origen reciente de esta denomina­ción, tiene que ser tan antiguo y debe estar tan extendido como la naturaleza humana; en cuanto ley de nuestra creación, ha tenido que ser implantado en nosotros por Dios mismo».95 La religión natural es la primera cronológicamente hablando y la más decisiva: «Hay una religión de la naturaleza y de la razón, inscrita en el corazón de cada uno de nosotros desde la creación original; por ella es por donde toda la humanidad tiene que juzgar de la verdad de toda religión instituida, sea la que fuere.96

La revelación íntima de la religión natural está de acuerdo con la revelación exterior e histórica: las dos tienen el mismo con­tenido, a saber, la voluntad inmutable de un Dios bueno y sabio.

El cristianismo, desembarazado de toda su sobrecarga dog­mática, elimina las observancias rituales para atenerse a la prác­tica moral. Los partidarios del deísmo repiten indefinidamente las mismas tesis. El pastor disidente Thomas Morgan, muerto en 1743, en su obra The moral philosopher (1737-1740), de­nuncia el particularismo judío del Antiguo Testamento, restric­ción abusiva del evangelio universal. Thomas Chubb (1679-1747) escribe un tratado contra la trinidad y publica en 1738 su Evan­gelio auténtico de Jesucristo (The true Gospel of Jesús Christ asserted): incluso en el Nuevo Testamento se encuentran huellas de ritualismo y algunas adiciones que deforman la esencia del cristianismo; hay que saber distinguir entre lo esencial y lo ac­cidental; ciertas indicaciones, como no tienen más que un valor circunstancial, no vale la pena que sean conservadas por los fieles de épocas posteriores. El principio que hay que mante­ner es que «Jesucristo predicó su propia vida, por así decirlo; vivió su propia doctrina».97 El cristianismo en espíritu y en

*5 Ibíd., 4. 94 Ibíd., 52. " T. CHUBB, The true Gospel of Jesús Christ asserted, 1738, 55.

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verdad tiene que desprenderse de la superstición de la letra, para atenerse a la línea de la vida, a la inspiración fundamental.

El deísmo, dejando aparte su propia afirmación doctrinal, podía también revestir el significado de una ruptura con los hábitos intelectuales; incluso aquellos que rechazaban su dog­mática, se sentían invitados a desarrollar dentro de su espíritu el sentido crítico y la autonomía de la conciencia religiosa. Por consiguiente, la importancia del pensamiento deísta no se limita a la afirmación de un punto de vista particular en el contexto global del debate religioso. Los temas deístas irradiaron fuera del grupo, sin configuración precisa, en todos los lugares en donde se admitían estas ideas. Marcaron la cultura espiritual de la época en su conjunto. Los defensores del cristianismo tradicional, para poder enfrentarse con las objeciones deístas, tu­vieron que hacer algunas concesiones; respondían a un raciona­lismo religioso, no ya acentuando el carácter irracional y sobre­natural de las enseñanzas de la iglesia establecida, sino más bien mostrando que esas enseñanzas no chocaban ni mucho menos con el sentido común natural. La ortodoxia, en Ingla­terra, defendía las posiciones criticadas, pero los teólogos tenían libertad para poner mayor o menor firmeza en esta defensa, de modo que a veces, para preservar lo que ellos juzgaban esen­cial, tenían que recorrer una parte del camino en el sentido de sus adversarios.

Un ejemplo de esta ortodoxia moderada es el que nos ofre­ce el teólogo y filósofo Samuel Clarke (1675-1742), discípulo de Newton y conocido por su diálogo con Leibniz. Hombre de iglesia, Clarke fue escogido como orador, en 1705 y 1706, para defender las tesis de la apologética cristiana en el marco de la fundación creada por Robert Boyle; en 1712, publicó un tra­tado sobre la Enseñanza de la escritura sobre la trinidad (The Scripture doctrine of the Trinity) que, para mantener las tesis discutidas por los antitrinitarios, dejaba un amplio espacio a la religión natural y atenuaba la divinidad de Cristo; con el pre­texto de refutar al deísmo, afirmaba un deísmo parcial. Volvió a recoger esta cuestión el obispo anglicano Joseph Butler (1692-1752), que se propuso responder a la vez a Tindal y a Clarke en su Analogía de la religión, natural y revelada, con la cons-

Deismo y teología racional 181

titución y el curso de la naturaleza (1736). También aquí la ortodoxia se muestra consciente de las limitaciones de las cer­tezas humanas, tal como las puso de relieve la obra de Locke. Otros testigos de la fe de la iglesia, como William Law (The Case of Reason, 1731) o Berkeley (1685-1753), en su argu­mentación contra el deísmo, le reprochan su confianza excesi­va en la razón humana, de la que hay que reconocer que es incapaz, por sí sola, de proporcionar los elementos de una cer­teza absoluta. El cuestionamiento de la razón triunfante per­mite recurrir a la revelación sobrenatural para remediar las in­suficiencias de la razón natural.

En estas condiciones se desarrolla una apologética de la ve­rosimilitud y de la concordancia, que evita las oposiciones ra­dicales. La crisis deísta se irá calmando en Inglaterra durante el segundo tercio del siglo, en una atmósfera de compromiso. Desaparecen las reivindicaciones del deísmo, no ya porque haya perdido éste la partida, sino más bien porque ha quedado ab­sorbido por el pensamiento dominante. Ya no se trata de negar los derechos de la razón en materia de religión. El espíritu de los latitudinarios había prevalecido en la iglesia de Inglaterra, tal como demuestra la obra del teólogo William Paley (1743-1805) sobre las Pruebas del cristianismo (View of the eviden-ces of Christianity, 1794). Según Leslie Stephen, la forma de pensar de Paley «conduce naturalmente al unitarismo»; esta evolución corresponde a la de la opinión general en la segunda mitad del siglo xvin. «Las controversias sobre la trinidad pre­ceden y acompañan a la controversia con los deístas. El paso del cristianismo al deísmo supone un intento por desterrar el miste­rio de la teología y por sustituir al Dios de la revelación por el Dios de la demostración matemática».98 Se impone el espíri­tu unitario: «En la segunda mitad del siglo, el unitarismo se convierte en la fe predominante entre los antiguos no-confor­mistas», como demuestra el caso de Priestley; pero lo mismo sucede también en la iglesia anglicana: «La teología de Paley, Hey y Watson no es trinitaria más que de nombre y su orto­doxia, si se la considera con una visión no demasiado caritativa,

"s L. STEPHEN, History of english thought, o. c, I, 420.

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puede ser la simple consecuencia del hecho que concedían muy poca importancia a sus dogmas para tomarse la fatiga de po­nerse en conflicto con los 39 artículos»,99 que eran la profesión de fe de la iglesia de Inglaterra.

El triunfo de la revolución de Galileo elimina del campo epistemológico todos los residuos sobrenaturales y míticos; New­ton, cristiano convencido, era antitrinitario. Si hay una inteligi­bilidad religiosa según las normas de la razón, semejante arbi­traje eliminará las usurpaciones de la revelación histórica lo mismo que la intervención de una divinidad que estropearía con el milagro los mecanismos del orden natural. A partir del momento en que se estudia la historia del cristianismo en con­formidad con la epistemología científica, Jesús hombre empieza a predominar sobre Jesús Dios; el historiador de la humanidad no dispone de ningún instrumento metódico adecuado para la identificación de los dioses. Priestley, historiador de los oríge­nes cristianos, es un teólogo unitario. La influencia deísta rea­liza una disolución racional del elemento religioso. El pietismo, que renuncia a la dimensión intelectual, representa el único exu-torio para la religiosidad reprimida. La vía del sentimiento propone evidencias y certezas irreductibles a la crítica. El pie­tismo y el deísmo se van bordeando a lo largo de todo este siglo sin muchos riesgos de conflicto; se trata de dos lenguajes que expresan unas exigencias diferentes del ser humano.

El pietismo es la lengua de los secretos de la fe, el cántico profundo del alma en su búsqueda de Dios. El deísmo, la teo­logía racional, es el lenguaje universal que publica el orden del mundo tal como se ha revelado a la luz del conocimiento, em­prendido por los sabios y los filósofos. Se presenta como la ex­presión religiosa del espíritu de las luces a través de Europa; podríamos caracterizarlo, con A. O. Lovejoy, como «un con­junto de preconcepciones comúnmente reconocidas por la mayor parte de los pensadores y que determinan sobre toda clase de sujetos las opiniones de la mayoría de las personas cultas, du­rante más de dos siglos, en la medida en que se iban ernari-

Ibíd., 421,

Deísmo y teología racional 183

cipando del dominio de la tradición y de la autoridad».100 Los elementos de este sistema de pensamiento son la unidad de la razón y su universalidad, atestiguada por el consentimiento uni­versal, un individualismo racionalista que reconoce en cada uno de los hombres el centro del universo del discurso. A estas tesis se añaden, según Lovejoy, las del igualitarismo intelectual, que reprueba el entusiasmo y la originalidad, así como un «pri­mitivismo racionalista», esto es, la idea de que la verdad está ya íntegramente dada desde el principio, ya que es «tan anti­gua como la creación», según la fórmula de Tindal.

Lovejoy agrupa en un paradigma unitario todos los valores de la ilustración. Esta sensibilidad intelectual encuentra su cam­po de aplicación tanto en el terreno de la reflexión filosófica como en el orden estético y en el orden religioso. De esta forma, se justifica la conexión existente entre el deísmo, en cuanto orientación intelectual, y la mentalidad de la Aufklárung- euro­pea. Al lado del deísmo de estricta observancia, limitado a un número bastante restringido de pensadores, existe un deísmo di­fuso, del que no están exentos ni siquiera los teólogos que se presentan como campeones de la ortodoxia. La religión natural y la revelación natural ocupan un lugar predominante en las especulaciones religiosas, independientemente de las etiquetas que lucen los teólogos y los filósofos. El deísmo británico no se sitúa fuera del cristianismo ni en contra del cristianismo, como un factor de ruptura. Se encuentra en el interior del propio cristianismo, como un principio de orientación y de composi­ción de los valores religiosos. Interviene en la articulación de la doctrina o en la elección de los puntos de aplicación de la apologética.

Esta recurrencia de la, religión natural se hace sentir incluso entre los defensores de la ortodoxia católica. R. P. Palmer ha demostrado en su libro Católicos e incrédulos en la Francia del siglo xvin {Catholics and unbelievers in 18th century France) m

m A. O. LOVEJOY, The parallel of Deism and Classicism, 1932, en F.ssays in the hisioryof Ideas. Johns Hopkins Press, Baltimore 1948, 78.

"" R. P. PALMER, Catholics and unbelievers; cí. también A. MONOD, De Pascal a Chateaubriand. Les défenseurs franeáis du christianisme de 1670 a 1802. Alean 1916.

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que los controversistas, en las argumentaciones que presentaban contra los «filósofos», sostenían que la idea de ley natural en­contraba su origen en la teología tradicional. La apologética de lengua francesa, cuando no sigue los caminos pietistas que van desde Pascal a Rousseau pasando por Fénelon, habla el lenguaje de la razón e intenta rivalizar en modernidad con los defenso­res del deísmo; no les resiste más que imitándoles; se trata una vez más de la fascinación característica del espíritu del tiempo.

Bossuet, defensor del integrismo, escribía a un discípulo de Malebranche: «Créame, señor; del hecho de que uno sepa física y álgebra, y que haya entendido incluso algunas verda­des generales de la metafísica, no se sigue ni mucho menos que esté suficientemente capacitado para tomar partido en ma­terias teológicas».102 El obispo de Meaux se da cuenta de que empiezan a soplar los vientos de la inversión de los valores teológicos; a pesar de sus entredichos, el álgebra y la física, y hasta las «verdades generales de la metafísica» racionalista, se irán imponiendo al respeto de los defensores de la fe. Para poder dirigirse a los hombres de las luces, conviene hablar su lenguaje, esto es, acoger las certezas de un ciencia que está finalmente fuera del alcance de los anatemas de los tribunales eclesiásticos.

El ginebrino Jacques-Francois de Luc deplora en 1762 «las opiniones erróneas de esos sabios que, encerrados únicamente en las ciencias humanas, no han podido comprender jamás lo que es la humildad del corazón. Enorgullecidos con su ciencia, ponen en duda todo lo que no está matemáticamente demos­trado».103 Desde entonces se va precisando la amenaza de lo que se convertirá en el «ciencismo» del siglo xix, esa preten­sión de la ciencia por mantener el monopolio de la única certeza que el hombre es capaz de poseer. Se puede responder que la verdad religiosa trasciende a la verdad científica, destinada a

m Carta a M. D'AIXEMANS (21 mayo 1687), en Correspóndase de Bossuet. ed. Urbain et Lévéque. Hachette 1910, II, 377.

105 J. F. DE Luc, Observations sur les savants incrédules et sur quel-ques-uns de leurs écrits. Genéve 1762, 323.

Deísmo y teología racional 185

humillarse ante la revelación divina; pero semejante respuesta, lejos de dejar satisfecho al interlocutor, no hará más que afin-carlo en su rebeldía. Sería preferible intentar demostrar que no hay ninguna incompatibilidad entre las enseñanzas de la ciencia y las del cristianismo. Y esta demostración podría apo­yarse en el ejemplo de los sabios ilustres que fueron también creyentes: Newton, Linneo, Haller, Stahl, Charles Bonnet, Priest-ley, por no citar más que algunos de los más insignes.

Esta apologética de la concordancia es uno de los rasgos originales de la literatura religiosa del siglo xvm. La tesis, que repite una fórmula célebre de Bacon, es que, si el conocimiento científico parece apartar al hombre de Dios, la profundización de ese conocimiento no puede menos de llevar a la inteligencia a la veneración de su creador, al descubrir la infinita sabiduría de sus caminos. El tema del Dios relojero era ya muy antiguo; nos encontramos con él en Cicerón (De natura deorum, II , XXXIV), pero la espiritualidad de Newton le da un nuevo pres­tigio: el sabio, en quien se lleva a cabo el advenimiento de la ciencia moderna, descifra en su segunda lectura del sistema del mundo la omnipresencia providencial del Dios Pantocrátor. El scholium genérale, añadido por Newton como apéndice a la edición de 1713 de los Principia, prolonga la filosofía na­tural hasta una teología natural. Roger Cotes, miembro del Tri-nity College y profesor de astronomía y de física experimental en Cambridge, no tracionaba lo más mínimo la inspiración de Newton cuando escribía en 1713 en un prólogo a los Principia: «Se necesita ser ciego para no ver, en la más grande y la más sabia de todas las obras, la sabiduría y la bondad infinita de aquel que es su autor; pero el colmo de la locura consiste en no querer reconocerlo. Esta gran obra de Newton será, por consiguiente, un sólido bastión que jamás serán capaces de aba­tir los impíos y los ateos».104

Newton reunía los elementos de una espiritualidad que pre-existía en el ambiente de los «cristianos virtuosos», ligados a su vez con los platónicos y los latitudinarios ingleses. «La for-

"" R. COTES, Préface aux Principia, trad. de M. DU CHATELET, Prin­cipes tnathématiques de la philosophie naturelle, "1759, I, XXXVIII.

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marión de la religión natural newtoniana, con su carácter de racionalidad a ultranza, de heterodoxia 'arriana', de platonismo latente, no es obra de un hombre solo, sino de un grupo de pensadores llenos de cultura teológica y científica; Bentley, Whis-ton, Clarke, Cheyne, Derham, Raphson, fueron quizá los pri­meros en enunciar públicamente los temas de la nueva apolo­gética basada en el modelo del universo-reloj».105 A estos nom­bres hay que añadir el del naturalista John Ray (1627-1705), que pasó por ser el Aristóteles inglés y que, como teólogo, consagró un tratado a La sabiduría de Dios en la creación (The Wisdom of God in the creation, 1961). Otro teólogo liberal, Thomas Burnet (1635-1715), publicó en 1684 la primera edición de su Telluris theoria sacra, traducida al inglés con el título de Sacred theory of the Earth, donde se encuentra subrayada la perfecta armonía de la ciencia, parte integrante de la revelación natural, con la revelación sobrenatural de los libros sagrados.

Si el tema de la finalidad inmanente de la creación no era un tema nuevo, la considerable expansión de las ciencias de la naturaleza le daba una impresionante actualidad. La apologética producirá un número enorme de obras destinadas a manifestar la providencia divina a partir de las múltiples formas del saber. Las conferencias instituidas por el testamento de Robert Boyle para la defensa y la explicación de las verdades cristianas per­mitieron darle una sede social a estas especulaciones. Uno de los conferenciantes de esta fundación, William Derham (1657-1735), publicó en 1713 una Físico-teología, o Demostración de la existencia y de los atributos de Dios según sus obras en la creación, que llegó a conocer doce ediciones en cincuenta años y fue traducida al francés, al alemán y al sueco. Inspirándose en John Ray, «la Físico-teología consiste esencialmente en un largo catálogo de características apropiadas relativas al globo terrestre y a los seres vivientes que lo habitan, frecuentemente marcado con exclamaciones piadosas».106 La bibliografía europea de esta literatura edificante es considerable. Una colección de trabajos del biólogo holandés Jan Swammerdam (1637-1680),

105 P. CASOLINI, Le neiutonianhme au siécle des Lumiires, en la co­lección Dix-buitiéme siécle. Garnier 1969, I, 155-156.

m B. WILLEY, The 18th century Background. Penguin Books, 44.

Deísmo y teología racional 187

publicado en 1737, con un prólogo del médico Boerhaave, con el título de. Biblia naturae, expresa el espíritu de esta apologé­tica: la naturaleza es una biblia; el sabio descubre en la natu­raleza aquella misma presencia de Dios en su gloria que se afirma por la voz de los libros sagrados. Desde la más pequeña a la más grande, todas las criaturas rinden homenaje al creador.

Los insectos, los mariscos, recién venidos a la historia na­tural, desempeñarán un gran papel en este sector de la litera­tura religiosa. Poco a poco los peces, las ranas, las abejas, los gusanos de seda, las orugas, los sauces, las rosas, los tulipanes, incluso el fuego y el agua, la pólvora y hasta los terremotos, la estructura de los ojos, la del corazón, la de la mano, o también la distribución estadística de los nacimientos y de las muertes en las sociedades humanas, servirán de base a unos libros en los que la vulgarización científica camina a la par de la ense­ñanza religiosa.107 Basil Willey encuentra en el psicofisiólogo David Hartley el reconocimiento de «esa santa alianza entre la ciencia y la religión», viendo en él un «fenómeno específica­mente inglés»,108 aunque Europa siguió pronto a Inglaterra. Los libros alemanes de esta categoría abundan en las bibliogra­fías. Y el vicario saboyano, alumno del botánico Rousseau, prac­ticó también la Biblia naturae, a la que se refiere con más fre­cuencia que a la biblia histórica. La obra maestra de la físico-teología, a finales de siglo, es la Crítica del juicio (1790), en la que Kant reúne el conjunto de datos adquiridos sobre el problema de la finalidad.

Al apoyar las concepciones religiosas en los datos de la ciencia, la físico-teología es independiente de las denominaciones confesionales. Practicada en primer lugar por los liberales de­seosos del progreso de los conocimientos positivos, fue utilizada a continuación por los defensores de las diversas ortodoxias. El abate Pluche, que recoge los temas finalistas en su Spectacle de la nature (1732), fue mucho más leído en Francia que Buffon,

107 Cf. las listas que figuran en W. PHILIPP, Physico-theology in the age of Enlightenment, appearance and history, en Studies on Voltaire and the 18th century, LVII. Genéve 1967.

™ B. WILLEY, o. c, 133.

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lo cual demuestra hasta qué punto entró el deísmo en las cos­tumbres de Europa. Mientras que la corriente pietista atrajo hacia sí todo lo que el cristianismo podía encerrar de fervor vivo, el pensamiento religioso se contentó con lo que parecía compatible con las exigencias racionales. El resto, reducido a muy poca cosa entre los deístas, no quedó eliminado por los fieles de las diversas religiones, aunque fue relegado a segundo plano, en medio de un claroscuro muy apto para disimular las inconsecuencias de semejante actitud.

Leibniz, precursor en esta materia, hizo que precediera a su Teodicea un Discours de la conformité de la foi avec la raison, en el que puede leerse, en el artículo 29, que «la luz de la razón es un don de Dios no menor que la luz de la revelación». Un comentador observa: «Uno se siente movido a preguntarse si la religión predicada por Leibniz no estará más cerca de la religión natural de los deístas del siglo xvni que del cristianis­mo, a pesar de que afirma con toda lealtad su voluntad de per­tenecer a él. Por otra parte, lo cierto es que en su corresponden­cia posterior a 1699 se va haciendo con una insistencia cada vez más viva el abogado de una religión universal y perfecta, en la que se borrarían las divergencias entre los teólogos, las controversias entre católicos y protestantes, las discusiones entre las diversas sectas del protestantismo, los problemas agitados por la Kábala, en donde se armonizarían los diversos ritos, prác­ticas y supersticiones que trazan un foso de separación entre los europeos y los orientales».109 Esta tendencia de Leibniz se afirma en el interior de un cristianismo indudable, sin ruptura de ninguna clase y sin oposición alguna; su caso presenta ciertas analogías con el de muchos buenos espíritus europeos. Es lo que también ocurrirá con Rousseau y con Kant, así como con otros muchos teólogos y pensadores de Inglaterra y de Alemania.

En los países católicos, en donde es más estrecho el control eclesiástico, el deísmo se sitúa fuera del cristianismo y pasa por ser una forma de la incredulidad, y hasta del ateísmo. El caso de Voltaire puede considerarse como ejemplar: anticlerical obs-

"* E. NAERT, Leibniz et la querelle du pur amour, 196.

Deísmo y teología racional 189

tinado, es perseguido por el poder religioso incluso hasta su muerte y emprende a su vez una guerrilla feroz contra la iglesia católica, que veía en él, si no al anticristo, al menos un ateo caracterizado. Pues bien, según un historiador anglosajón, «en muchos puntos, Voltaire se contentó con difundir sencillamente las ideas que había sacado de los deístas».110 Pomeau, que ha hecho un estudio exhaustivo de las ideas religiosas del autor del Siécle de Louis XIV, concluye que «Voltaire es ciertamente un unitario».111 Lo que pasa es que, si es posible ser antitri­nitario en Inglaterra sin dejar de ser cristiano, a ejemplo de Locke y de Newton, no ocurre lo mismo en Francia, y esto condena a Voltaire a tener que figurar como un reprobo y a adoptar la actitud agresiva que conviene en casos semejantes. Se verifica también aquí aquella idea de Leibniz según la cual son los teólogos los que hacen nacer a los heresiarcas.

En la palabra Déisme, del Dictionnaire philosopbique, se lee únicamente esta breve indicación: «Véase teísmo»; este último es presentado como «una religión extendida por todas las re­ligiones; es un metal que se alea con todos los demás y cuyas venas se extienden bajo tierra por los cuatro ángulos del uni­verso. Esta mina se encuentra más al descubierto y ha sido más trabajada en China; por todos los demás sitios está oculta y su secreto está solamente en manos de sus adeptos. No hay país en donde tenga tantos adeptos como en Inglaterra...». A con­tinuación, Voltaire presenta las tesis principales del deísmo: «Aquel que cree que Dios se ha dignado establecer una rela­ción entre Dios y los hombres, que los ha hecho libres y capa­ces del bien y del mal, y que les ha dado a todos ese sentido común, que es el instinto del hombre y en el que está basada la ley natural, ese hombre tiene sin duda una religión; y una religión mucho mejor que todas las sectas que están fuera de nuestra iglesia, ya que todas esas sectas son falsas y la ley natural es verdadera. Nuestra misma religión revelada no es ni puede ser otra más que esta ley natural perfeccionada. De esta forma, el teísmo es el sentido común que no está aún instruido

"" G. R. CRAGG, O.C, 91.

"' R. POMEAU, La religión de Voltaire. Nizet 1956, 137.

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en la revelación, y las demás religiones son a su vez ese sentido común pervertido por la superstición».112

Esta exposición recoge los temas varias veces tratados desde Herbert de Cherbury, que se había esforzado en descubrir la esencia de las religiones, como una exigencia universalmente impuesta a la naturaleza humana, insistiendo en la moral y opo­niéndose a todas las sutilezas de la metafísica y de la teología. Sin embargo, Herbert de Cherbury no había roto con el cris­tianismo; Voltaire, por su parte, rechazó vehementemente cierto tipo de cristianismo, que le parecía incompatible con la ley natu­ral; pero se situaba aún dentro de la cristiandad. En el artículo Quakers, del Dicttonnaire philosophique, que procede del último período de su vida, puede leerse la siguiente confesión: «Yo quiero a los cuáqueros. Sí, si el mar no me perjudicase de una forma insoportable, yo estaría ya en tu seno, Pensilvania, e iría a ti a acabar el resto de mi carrera, si es que queda algún resto». Voltaire no ignora que ciertos aspectos de la experiencia religiosa de los cuáqueros están marcados por un «entusiasmo» que no acaba de gustarle; pero el eterno desterrado, el eterno inconformista, sueña con encontrar, para acabar sus días, un lugar en una comunidad cuyos miembros se llaman «filadelfia-nos», amigos de los hermanos. En medio de esos cristianos libres espera poder compartir la práctica de las virtudes que le llegan más adentro del corazón: «la paz y la tolerancia, el horror al fanatismo, a la persecución, a la calumnia, a la dureza de costumbres y a la ignorancia insolente».

La opción final de Voltaire está en favor de una forma liberal de protestantismo, que no tiene existencia legal en Fran­cia; por eso es por lo que figura como reprobado en el contexto eclesiástico de una religión tradicionalista. La religión de Voltaire no está lejos de la del vicario saboyano, tal como la presentaba su enemigo Rousseau. Se comprende entonces fácilmente por qué pudo Voltaire escribir en cierta ocasión, después de recapitular sus quejas contra su antiguo adversario: «En fin, compuso el vicario saboyano, y se lo perdono todo...».113 Esta reconciliación

" ; Vo LTAIRE, Dictionnaire philosophique, palabra Théistne. 113 Carta a du Peyrou (1766), citada en C. GUYOT, La pensée reli-

Deísmo y teología racional 191

entre cofrades enemigos define el tronco común del deísmo euro­peo, eje principal del pensamiento cristiano en el siglo de las luces.

Voltaire demuestra sus simpatías por los cuáqueros. Rous­seau, en su Lettre a Christophe de Beaumont, arzobispo de París (1762), defiende contra las críticas de ese prelado la profesión de fe de su vicario. Rechazando con indignación las acusaciones de impiedad, añade: «Dichoso de haber nacido en la religión más razonable y más santa que hay en la tierra, sigo inviolable­mente unido al culto de mis padres; como ellos, tomo a la es­critura y a la razón como las únicas reglas de mi creencia; como ellos, rechazo la autoridad de los hombres y no deseo someterme a sus fórmulas más que en la medida en que veo en ellas la verdad; como ellos, me siento unido de corazón a los verdade­ros servidores de Jesucristo y a los verdaderos adoradores de Dios...».114 Más adelante, Rousseau dice una vez más: «Me tra­táis de impío; ¿de qué impiedad podéis acusarme a mí, que jamás he hablado del ser supremo más que para rendirle la gloria que le es debida, ni del prójimo más que para inclinar a todo el mundo a amarle? Son impíos aquellos que profanan indignamente la causa de Dios poniéndola al servicio de las pasiones humanas».115

Rousseau puede apelar a su pertenencia protestante: el te­rreno reformado es lo suficientemente amplio para que cada uno pueda encontrar allí su lugar, en una iglesia o fuera de toda iglesia. Uno puede ser cristiano protestante a pesar de monseñor arzobispo de París. El caso de Voltaire es diferente: no puede llamarse católico sin el consentimiento de los obispos y de las autoridaes instituidas. De ahí su afiliación cordial a la comunidad de los cuáqueros, en la que también Jean-Jacques Rousseau habría podido solicitar un lugar.

El siglo xvin ve afirmarse un cristianismo sin fronteras, li­berado del dominio de las autoridades humanas y sometido so-

gietise de Rousseau, en el volumen Jean-Jacques Rousseau. Neucháte] 1962, 139.

'" J. J. ROUSSEAU, Citoyen de Genéve, a Christophe de Beaumont, archevéque de París (noviembre 1972), en Oeuvres. Bibl. de la Pléiade, IV, 961.

lbíd., 1.006.

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lamente a las enseñanzas de la escritura y de la razón. Este neocristianismo es la religión de la mayoría de los espíritus ilustrados, excepcionando a un restringido grupo de radicales ateos. El deísmo suscita un anticlericalismo cuya intensidad varía con la del clericalismo reinante; pero este anticlericalismo no debe confundirse con un anticristianismo, ni siquiera con un a-cristianismo. Tiene que reconocerse como una tendencia en el interior de las iglesias cristianas, en la medida en que éstas no manifiestan una ortodoxia demasiado rígida. El desinterés genera] por la teología, otro aspecto de esta misma situación, favorece la coexistencia pacífica. Gran número de sacerdotes y de fieles tienen que ser deístas hasta cierto punto, e incluso muchas veces deístas que se ignoran, y pueden muy bien resi­dir en las iglesias establecidas, especialmente en los países pro­testantes, sin encontrarse por ello en una situación poco con­fortable.

Así ocurre en Inglaterra, en Suiza, en Holanda, pero también en la Alemania protestante, abierta a las influencias británicas y holandesas. Los libros y los hombres circulan; las traducciones son numerosas; los luteranos y los anglicanos están bastante cerca unos de otros en la doctrina y en la organización eclesiástica. La ortodoxia reinante está afectada de carencia teológica y las influencias racionalistas pueden desplegarse con facilidad. A partir de la subida al trono de Federico II, en 1740, se impone de­cididamente la corriente intelectualista de la Aufklcirung, rela­cionándose también con el movimiento deísta de unas persona­lidades como el anticlerical Nicolaí, su amigo Lessing, Molse Mendelssohn, que encarna al deísmo en el seno del judaismo, y el propio Kant, que sin romper con el cristianismo lo consi­dera como una religión que necesita ser mantenida «dentro de los límites de la simple razón».

El debate teológico se lleva a cabo en una atmósfera de libertad, no solamente entre los doctos, sino en provecho del público ilustrado, gracias a las revistas y magazines que difunden las nuevas ideas. Teóricamente, el sistema eclesiástico de las iglesias establecidas mantiene a las confesiones de fe luterana o calvinista, tal como se formularon en el siglo xvi, dentro del respeto a las normas que salieron de la reforma. Pero estos

Deísmo y teología racional 193

sistemas conceptuales de referencia permanecen en un segundo plano; el movimiento pietista, sin poner en cuestión los formu­larios tradicionales, concibe fuera de esos esquemas los valores principales de la vida religiosa. En el orden de las ideas, la in­fluencia predominante de Christian Wolff, durante toda la pri­mera mitad de este siglo, impone un racionalismo estricto que cohibe los elementos irracionales del dogma, estilizando todo pensamiento según los imperativos de un intelectualismo deduc­tivo. Aunque sigue respetando al cristianismo, Wolff lo va va­ciando poco a poco de su sustancia. El pensamiento de Wolff y el pietismo se conjugan entre sí a la hora de dejar de lado a la ortodoxia.

El papel predominante en la orientación de los espíritus le corresponde a las universidades, y especialmente a las facul­tades de teología, en donde se forman los pastores, que son la élite intelectual del país. El plan de estudios asocia a las disci­plinas filológicas e históricas con la filosofía y la teología pro­piamente dichas. Esta estructura interdisciplinar permite a las universidades no ser un mero conservatorio de un saber ya ad­quirido, sino más bien institutos de investigación, en donde los pensamientos y los hombres se enriquecen con sus mutuas apor­taciones. La situación varía de una ciudad a otra; si las uni­versidades de Leipzig y de Helmstedt se caracterizan por cierto tradicionalismo, las de Halle y de Gottingen, más recientes, son los lugares más adecuados para la moderna inteligencia, en donde la «libertad filosófica» (libertas philosophandi) no es una palabra vana.

Fundada en 1694, la universidad de Halle es la capital del pietismo, aun cuando A. H. Francke sea allí el colega de Christian Wolff, lo cual producirá cierta tirantez interior, de la que el filósofo será momentáneamente la víctima. El sello pietista será en Halle la orientación en el sentido de un cristianismo práctico, más preocupado de la predicación y de la pedagogía que del rigor doctrinal; se insiste en la vida espiritual llevada a cabo sin trabas de ninguna clase y en el servicio del prójimo. En 1771, Nósselt, uno de los nuevos teólogos o «neólogos», pro­fesor de Halle, se negó a dejar su cátedra para ir a otro sitio: «La razón por la que prefiero nuestra universidad a otras muchas,

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escribe en esta ocasión, y que cuenta mucho en mi considera­ción, es la libertad plena que tengo para enseñar según mis ideas y mi conciencia y de poder descubrir el cristianismo autén­tico, conforme con la escritura, y práctico, sin sutilizas inútiles, que no nos proporcionan ninguna mejoría de vida y ningún consuelo. Y no hablo del mal uso de esta libertad, sino de esta libertad misma. Pues hay realmente muchos lugares en los que, para resultar sospechoso de heterodoxia, basta con dejar de exponer, con toda la importancia necesaria, todas las sutilezas de la escolástica...».116 El senado universitario de Halle no va­cilará en protestar, ante las amenzas de la reacción, en 1787, en nombre de los derechos imprescriptibles de la libre investi­gación. Los profesores y los estudiantes gozaban de una condi­ción privilegiada para el desarrollo de su vida intelectual y es­piritual.117

La universidad de Góttingen, fundada en 1734, se fue afir­mando igualmente como un foco de liberalismo, en donde los estudios bíblicos ocupaban un lugar creciente en la enseñanza de la teología. Sus alumnos y profesores contribuyeron nota­blemente al desarrollo de la hermenéutica moderna; podían con toda seguridad aplicar sus conocimientos en materia filológica a la crítica de los libros sagrados. Algunos sabios, como Mos-heim, Michaelis o Semler, no creyeron necesario tener que preo­cuparse de la ortodoxia, ya que ésta les dejaba realizar en paz sus trabajos. El liberalismo teológico está representado más par­ticularmente por los «neólogos», partidarios de una amplia aper­tura a las exigencias modernas de la verdad, sin tener que rene­gar por ello de su fidelidad a la iglesia cristiana. Uno de sus representantes más eminentes, el «abate» Friedrich Wilhelm Jerusalem (1708-1789), aunque perteneciente a la corte de Berlín, recibió el ofrecimiento del puesto de canciller de la universidad de Góttingen en 1755, lo cual demuestra con toda claridad que dicha universidad no se sentía acomplejada por posibles sospe­chas contra ella.

m En K. ANER Die Theologie der Lessingszeit. Niemeyer, Halle 1929, 88. Lessing decía de Nosselt: «He aquí un teólogo digno de ese nombre» (Ibid., 90).

'" Ibid., 91-92.

Deísmo y teología racional 195

Los neólogos profesan un cristianismo práctico y social, in­fluidos por el liberalismo religioso de Holanda y de Alemania. Se distinguen de los pietistas por sus recelos frente a un sen­timentalismo que puede llevar hasta el entusiasmo y el fanatis­mo. Son más bien espíritus positivos: «La experiencia es lo que me sirve de demostración», afirma Jerusalem.118 El hombre es más importante que la teoría; la vida espiritual no es un tin­glado de conceptos, sino una realidad vivida, en donde la sal­vación y la perdición, el pecado y la gracia, corresponden a unas orientaciones concretas, que no pueden reducirse a con­sideraciones lógicas. De ahí una humanización de la teología, bajo cuya luz se comprenderá e! pecado original como un fallo de la razón, que se deja captar por las redes de la sensualidad. La corrupción original de la naturaleza humana se ve reducida a una disposición hacia el pecado, que el fiel puede combatir mediante una reeducación de su voluntad.

La teología dogmática se convierte entonces en un natura­lismo psicológico. El cristianismo pasa a ser la regla de una vida recta y virtuosa. Según una fórmula de Lessing en su juventud, «el hombre ha sido creado para obrar, y no para razonar».119

No es que se haya abandonado a la razón, sino que la razón pierde aquella rigidez axiomática que la caracterizaba en la obra ejemplar de Wolff; se ensancha y se hace más dúctil; piensa más en la vida recta que en la corrección formal. Esta segunda fase de la Aufklarung, hacia mediados de siglo, representa una solución media entre el subjetivismo pietista y el dogmatismo abstracto de la ortodoxia. Los neólogos rechazan solamente aquello que en el cristianismo tradicional les parece contrario a la razón, pero aceptan la revelación cristiana en cuanto que desarrolla ciertas verdades que se ven confirmadas por la experiencia hu­mana de la existencia.

Esta posición media pudo gozar de una amplia difusión gracias a los periódicos y revistas morales que vulgarizaban sus temas. En un ambiente de franca tolerancia, se evitaban las oposiciones

"• Ibid., 148. "' LESSING, Gedanken über die Herrnhuter (1750), citado en K. ANER,

o. c, 152.

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irreductibles; cabía la posibilidad para un neólogo de ser más o menos pietista y más o menos ortodoxo. Esta situación es­piritual no deja de guardar ciertas analogías con el clima religioso británico de aquella misma época. Sin embargo, eran inevitables ciertas tensiones. La afirmación de la primacía de la religión natural tenía que suscitar algunas reacciones; éstas alcanzaron al mismo Kant, cuya obra sobre la religión le valió algunos altercados —no demasiado graves— con la censura prusiana. Mayor eco alcanzó la polémica suscitada por la aparición postu­ma de los fragmentos de Hermann Samuel Reimarus (1694-1768), orientalista, profesor de Hamburgo.120 Este sabio profesor había publicado durante su vida diversos trabajos de apologética ra­cionalista, especialmente sobre las Verdades esenciales de la re­ligión natural (1754), donde se defendía un cristianismo despo­jado de todas las sedimentaciones que habían ido acumulando sobre él las tradiciones eclesiásticas; en dicha obra se recogían las tesis ya conocidas de los deístas ingleses. A su muerte, Rei­marus dejó un conjunto enorme de estudios manuscritos de crítica filosófica y exegética, de los que Lessing, pretendiendo desconocer el nombre del autor, publicó sucesivamente siete extractos, de 1774 a 1778, bajo el título de Fragmentos de un anónimo. La obra original, destinada a «aquellos que honran a Dios según la razón», apoyaba la religión natural sobre la base de un estudio de los textos sagrados, en el que se ponía de relieve la ausencia de concordancia entre las afirmaciones del Antiguo y del Nuevo Testamento y las interpretaciones teo­lógicas recibidas en las iglesias cristianas. Ni los profetas ni Jesucristo habían dicho realmente lo que les hicieron decir a continuación, ya que vivieron en un universo mental distinto del nuestro.

De aquí resulta que la revelación natural tiene que impo­nerse a la revelación escriturística, cuyas enseñanzas no pueden recibirse al pie de la letra. Ya antes los deístas de Inglaterra habían subrayado esos elementos de mentalidad primitiva que se afirman en las escrituras. Ahora Lessing traslada la discusión al ambiente germánico, con el concurso de la erudición propia

120 Sobre la hermenéutica de Reimarus, cf. más abajo, 320 s.

Deísmo y teología racional 197

del difunto profesor de lenguas orientales. De allí se siguió una viva polémica, suscitada por un pastor de Hamburgo, Melchior Goetze, mantenedor de la ortodoxia. Pero esta discusión ideo­lógica no ponía en entredicho la libertad y la seguridad de las personas, ni mucho menos su vida. Lessing, campeón de la re­ligión natural y de la tolerancia, prolongaría más tarde sus me­ditaciones en el tratado Sobre la educación del género humano (1780), en donde se expone la idea de una revelación progresiva de la verdad en el curso de la historia de la humanidad. El dato de las escrituras está realmente inspirado; representa una etapa, querida por Dios, en el curso del desarrollo de la religión entre los hombres.

Con Lessing se introdujo la idea de una dimensión progre­siva de la conciencia religiosa. El cristianismo no ha sido dado una vez para siempre, desde el comienzo hasta el final de la historia; tiene que ser comprendido como un momento dentro de un desarrollo histórico. Lessing, que pertenece también a la internacional deísta, vuelve a presentar ciertas intuiciones de Spinoza y de Vico. Filósofo, gracias a su contacto con el exegeta Reimarus, presiente el advenimiento de esa nueva mirada sobre el terreno religioso, que permitirá la institución de las ciencias religiosas.

El deísmo, en sus intentos de reducir la tradición revelada a la razón, ha ido quizá demasiado lejos. La demistificación de la religión presupone que el misterio es una oscuridad material, de la que puede uno desembarazarse simplemente con toda tran­quilidad; la desmitización insiste además en que los mitos han sido prefabricados por los sacerdotes para engañar a los fieles. En dicha hipótesis, el dato religioso queda reducido a unas cuantas enseñanzas elementales, que pertenecen sobre todo al orden moral, y la historia de las religiones se presenta como un gigantesco malentendido. De esta forma, el deísmo desembo­ca en una transformación de h experiencia religiosa, a la que el deísmo concedía una importancia tan característica, reducién­dola a ser un mero contrasentido. Resulta difícil imaginarse que la humanidad se haya ido extraviando con tanta insistencia por los caminos de la religión, si realmente esos caminos no conducen a ningún sitio. Sea de ello lo que fuere, por el hecho

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de ser una constante del pensamiento, la religión suscita una atención no apasionada, deseosa de establecer las hechos, de poner en evidencia las funciones, independientemente de todo postulado dogmático, dentro del espíritu empírico y experimen­tal de las nuevas ciencias del hombre. La religión entonces se convierte en un objeto de ciencia.

La aparición de

las ciencias religiosas

\. De la revolución de Galüeo a las ciencias religiosas

Las ciencias religiosas, en el contexto cultural de las ciencias del hombre, representan un hecho nuevo de una importancia de­cisiva para el porvenir de la cultura occidental. Indudablemente, había habido ya antes algunos precedentes y presentimientos, especialmente la obra magistral de Richard Simón en materia de exégesis y los análisis de Spinoza;1 la historia de las reli­giones, la historia de la mitología pueden igualmente encontrar algunos precedentes anteriores al siglo xvín, pero estos elemen­tos dispersos pertenecen más bien a una prehistoria que a una historia de las ciencias religiosas. Los trabajos en cuestión son obra de unos sabios que no tenían conciencia clara del signifi­cado de sus investigaciones. Los más lúcidos, como Spinoza y Richard Simón, son personajes aislados, sometidos a la perse­cución y obligados a una semiclandestinidad.

1 Cf. G. GUSDORF, La revolution galiléenne, cuarta parte, VI: L'her-méneutique biblique, II, 347-393.

5

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200 Aparición de las ciencias religiosas

En el siglo xvm, la problemática de las ciencias religiosas se instala al aire libre, a pesar de todas las resistencias. Incluso en Francia, donde la censura tradicionalista dispone de amplias posibilidades de represión, pasó ya el tiempo en que Bossuet podía imponer a la oposición oficial sus síntesis integristas y perseguir con su odio implacable al malaventurado Simón, una de sus víctimas predilectas. En la Enciclopedia se dedican colum­nas enteras a diversos temas de las ciencias religiosas; sus re­dactores acuden frecuentemente a fuentes extranjeras, en las que se alimenta igualmente la obra de Voltaire. Las facultades de teología, privadas de su público natural, confinado defini­tivamente en los seminarios, no son capaces de contribuir al progreso del nuevo saber; pero éste encuentra sitio en el seno de la academia de inscripciones y bellas letras, reformada en 1701, que, dejando de ser una simple oficina de propaganda monárquica, va a convertirse en el senado de la erudición fran­cesa. A través de la historiografía, la historia de las religiones podrá introducirse en las costumbres intelectuales, gozando a pesar de todo de una relativa seguridad; los espíritus libres acudirán a la cita y la crítica religiosa se desarrollará bajo la capa de la crítica histórica.

El ejemplo de Fontenelle, personaje oficial y bien visto en la corte, demuestra que puede uno aventurarse hasta muy lejos por este terreno, con la condición de que actúe con prudencia y deje oírse a medias palabras. Fuera de Francia, las facultades de teología serán los lugares privilegiados de la nueva proble­mática; ya en ciertas universidades las enseñanzas de las cien­cias religiosas habían adquirido una importancia cada vez mayor, en detrimento de la teología dogmática; la filología y la historia, aplicadas al dato revelado, desarrollan una nueva inteligencia del cristianismo, que se va consolidando y articulando poco a poco. Las ciencias religiosas tienen conciencia de sí mismas en cuanto ciencias de la cultura; a pesar de las protestas de sus adversa­rios, no promulgan ni muchos menos el final de la religión, sino que anuncian el comienzo de una nueva comprensión de la misma y de su función en el devenir de la humanidad.

Esta encuesta se continúa, no sólo en el horizonte cristiano,

De Galileo a las ciencias religiosas 201

sino fuera de él y se necesitará mucho tiempo para que ios estudios convergentes o complementarios reconozcan su inter­dependencia. De todas formas, ha quedado abierto el camino y ya se empiezan a descubrir ciertos valores metodológicos ori­ginales que, nacidos en el contexto cultural de la Aufklárung, desembocarán en afirmaciones más matizadas, difícilmente com­patibles con el intelectualismo del siglo de las luces. Herder, cuya obra representa la culminación de la nueva hermenéutica, está más lejos de Kant, su contemporáneo, que de su sucesor Schleiermacher, maestro romántico de la comprensión; el his-torismo alemán sacará a relucir las intuiciones de los fundado­res de las ciencias religiosas, tercera vía, intermedia entre el deísmo y el pietismo, y que conserva a la vez algo de la razón crítica del primero y del subjetivismo del segundo. La compren­sión de los fenómenos religiosos tiene que recurrir al mismo tiempo al análisis objetivo y a la simpatía, esforzándose en reconstruir la experiencia vivida por el hombre religioso. La nueva alianza entre lo concreto y lo abstracto constituye la ori­ginalidad de esta consideración espistemológiea.

La actitud pietista considera las relaciones del alma con Dios como un absoluto, irreductible al análisis; la fe en su autenti­cidad es el secreto del creyente. El racionalismo deísta es un universalismo; disuelve el misterio de la intimidad, para no dejar subsistir más que una organización de conceptos que im­plantan su autoridad de forma definitiva. El subjetivismo pie­tista desconoce la dimensión social de la religión, así como la importancia de las articulaciones doctrinales; una iglesia es algo muy distinto de un aglomerado de compromisos individuales incomunicables entre sí. El intelectualismo religioso es incapaz de explicar el hecho de que la realidad de la fe movilice en el hombre los recursos de su sensibilidad ferviente, de los que no basta con proclamar que proceden del terreno de la ilusión per­sonal o de la manipulación clerical. La demistificación de la religión es una destrucción de la religión. Pues bien, la concien-ca religiosa ha existido siempre a través del mundo; sigue existiendo todavía y, si es un signo de retraso mental y de alienación, esa alienación ha gozado, a través del espacio y del tiempo, de un consentimiento universal. La reducción deísta

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es obra de una minoría. La ilusión, si es que hay ilusión, merece ser estudiada más de cerca, en sí misma y por sí misma, aunque sólo sea porque constituye uno de los caracteres más constantes de la naturaleza humana.

El pietista está demasiado comprometido en su fe y es dema­siado enemigo de la reflexión para hacer de su fe un objeto de reflexión. El deísta, al empeñarse en explicarlo todo, no comprende una fe que le resulta extraña y hace entonces de su falta de comprensión un principio de explicación. Las ciencias religiosas no serán posibles más que cuando desaparezca la al­ternativa entre el puro irracionalismo y el racionalismo estrecho; se necesita una hábil negociación que permita al conocimiento constituir algunos esquemas de inteligibilidad que conserven y estructuren todo lo que hay de válido en esas exigencias con­tradictorias.

La condición de las ciencias religiosas resulta ambigua. Para la mentalidad tradicional, la revelación divina, prolongada por la tradición de la iglesia y por la autoridad del magisterio, va exclusivamente dirigida a la obediencia del fiel. Hay ciertamente ciencias sagradas, esto es, una ordenación racional de las ver­dades de la fe, pero las ciencias sagradas son ciencias divinas; se contentan con explicitar el mensaje revelado y no le deben nada a la iniciativa humana. La revelación, en su conjunto, es un discurso en el que Dios habla de Dios; Moisés en el Sinaí recibe la ley del eterno, tal como el eterno la formuló en su forma definitiva; no se trata ya de diálogo, de discusión. Los teólogos podrán aclarar algunos puntos oscuros, pero queda por descontado el hecho de que no ponen nada propio en sus tra­bajos. Los padres y doctores de la iglesia no son más que trans­misores de la revelación divina, fieles a la inspiración recibida, y a los que la iglesia reconoce como tales cuando los canoniza. En estas condiciones, la noción de «ciencias religiosas», si se entiende por «ciencia» el modelo que brotó de la revolución de Galileo, no puede constituir más que una contradicción in terminis. La «ciencia» de los modernos es una institución de derecho humano que pretende someter un territorio epistemoló­gico concreto a las exigencias de una inteligibilidad coherente y rigurosa. Sería un sacrilegio y una blasfemia imaginarse que

De Galileo a las ciencias religiosas 203

el espíritu humano puede pretender hacerse dueño y señor de un conjunto de verdades que proceden solamente de Dios.

El espacio mental y social de la civilización tradicional se presentaba como una axiomática totalitaria, que subordinaba el orden del pensamiento y el orden de los hombres a los deseos imprescriptibles de Dios creador y mantenedor del universo, bajo la guardia de la jerarquía eclesiástica. La revelación se presenta como un conjunto de hechos-valores, que fija el origen absoluto del terreno humano y que preside su camino hacia los fines últimos en donde, por su cumplimiento escatológico, la historia del mundo volverá a la eternidad divina. La ciencia sagrada engloba toda ciencia posible; toda palabra humana en­cuentra su principio y su garantía en la palabra de Dios.

Galileo, primero de los modernos por su genio y por su des­ventura, no era un teólogo. Como consecuencia de unas espe­culaciones que no tenían nada que ver con la ciencia sagrada, pretendía poner de manifiesto, dentro del universo físico, unos esquemas de inteligibilidad independientes de la revelación his­tórica. La reacción inevitable de los mantenedores del orden no afectaba más que de una manera muy accesoria al terreno de la astronomía, del que los teólogos se preocupaban muy poco. Lo que estaba realmente en cuestión era el principio de la sobe­ranía de la ley divina, dueña de todo el saber humano. Galileo, después de Kepler, sostenía que la biblia no podía ser una autoridad en cuestión de mecánica celestial. Admitir la validez de semejante afirmación era aceptar la posibilidad de otras nuevas usurpaciones y el desmantelamiento progresivo de aquella sín­tesis milenaria que constituía la ciencia sagrada. La idea de un saber autónomo de derecho humano, en cualquier terreno que fuese, destruye, en su mismo principio, la concepción cristiana de la verdad. La condenación del sabio florentino estaba per­fectamente justificada.

Pero, por desgracia para los jueces, aquella condenación era inoperante; el proceso de 16>3 habría de constituir una auto­ridad en sentido opuesto al que deseaban los cardenales. La ciencia de Galileo, a pesar de todos los entredichos eclesiásti-

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eos, demostró el movimiento andando. La historia de las ciencias, en todos los terrenos, consagra la superación del esquema bíblico, desbordado por todas partes. Los mantenedores de la tradición se defienden a dentelladas, pero cuanto más pasa el tiempo menos apetecible se presenta y menos materialmente posible volver a comenzar el proceso de Galileo. Las posiciones que se intenta defender resultan enseguida insostenibles y el con­tinuo atosigamiento de la ciencia viva obliga a los teólogos a ir cediendo terreno sin cesar. En el artículo Chaos, de la En-cyclopédie, el buen apóstol Diderot observa que «en ningún sis­tema de física hay que contradecir a las verdades primordiales de la religión, que nos enseña el Génesis... No les está permi­tido a los filósofos forjar hipótesis más que en las cosas sobre las que el Génesis no se pronuncia con claridad». Por eso Dide­rot se complace en subrayar las lagunas y los puntos débiles de los libros santos en cuestión de conocimientos positivos. La biblia no es una enciclopedia y mucho menos puede pretender circunscribir el horizonte de una empresa enciclopédica en el siglo xvín de la era cristiana. «Como las sagradas escrituras no han sido hechas para instruirnos en las ciencias profanas y en la física, sino en las verdades de fe que hemos de creer y en las virtudes que tenemos que practicar, no hay ningún peligro en mostrarse indulgente en todo lo demás, sobre todo cuando no se contradice la revelación».

La fisura abierta por Galileo se ha convertido en una brecha imposible de cerrar. La física de Newton, la historia natural de Buffon, y bien pronto la antropología de Blumenbach, son verdaderas independientemente de toda referencia a los textos bíblicos. La ciencia moderna encuentra en sí misma los prin­cipios de justificación contra los que los teólogos no disponen de ninguna vía de recurso. Pascal, creyente y sabio, testigo in­dignado del proceso de Galileo, pone de relieve la autonomía del discurso científico. Por lo que se refiere a «los objetos que caen bajo los sentidos o bajo la razón, escribe, la autoridad es inútil; sólo la razón es la que interviene en ellos...; así es como la geometría, la aritmética, la música, la física, la medi­cina, la arquitectura y todas las demás ciencias que están some-

De Galileo a las ciencias religiosas 205

tidas a la experiencia y al razonamiento, tienen que ir aumentan­do para hacerse perfectas».2

El argumento de autoridad es inoperante, objeta Pascal a sus adversarios jesuítas: «Por eso fue en vano ese decreto que obtuvisteis de Roma contra Galileo, que condenaba sus opinio­nes sobre el movimiento de la tierra. No será eso precisamente lo que pruebe que permanece en reposo; y si se tuviesen obser­vaciones constantes que probasen que es ella la que gira, todos los hombres juntos no impedirían dar también ellos la vuelta con la tierra. No vayáis a creer que las cartas del papa Zacarías para la excomunión de san Virgilio, a propósito de lo que él decía sobre la existencia de los antípodas, hayan aniquilado al nuevo mundo; y aunque hubiera declarado que esta opinión era un error muy peligroso, el rey de España habría hecho mucho mejor creyendo que Cristóbal Colón volvía de allí que siguiendo el juicio de ese papa que no había estado en aque­llos lugares».3

La epistemología de Pascal es diferencial. La razón cientí­fica es dueña en su terreno en materia de observación y de cálculo; pero esta instancia no es la única; al lado de las disci­plinas de razón están las disciplinas de autoridad: «En las ma­terias en donde solamente se desea saber lo que otros autores han escrito, como en la historia, en la geografía, en la jurispru­dencia, en las lenguas... y sobre todo en la teología, y final­mente en todas aquellas que tienen como principio o el simple hecho o la institución divina o humana, se requiere necesaria­mente recurir a sus libros, ya que en ellos está contenido todo lo que se puede saber».4 En esos terrenos reservados que son las ciencias históricas y filológicas, la razón tiene que inclinarse delante de las realidades que se encuentran ya allí; no es posi­ble introducir en ellas ningún cambio, ya que esas realidades están impuestas por la autoridad de la institución. «Pero donde

1 Fragment d'un Traite du Vide (1647), en PASCAL, Pensées et opus-cules, ed. Hachette, prólogo de L. BRUNSCHWICG, 76.

3 Dix-huitiéme lettre provinciale (1657), en PASCAL, Oeuvres. Bibl. de la Pléiade, 673.

4 Traite du Vide, o. c, 75.

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esa autoridad tiene la fuerza principal es en teología, ya que allí es inseparable de la verdad y nosotros no la conocemos más que por medio de ella; de forma que para dar la certeza completa de las materias más incomprensibles a la razón, basta con hacerlas ver en los libros sagrados (lo mismo que, para mostrar la incertidumbre de las cosas más verosímiles, sola­mente hay que hacer ver que no están comprendidas en ellos); porque sus principios están por encima de la naturaleza y de la razón y, como el espíritu del hombre es demasiado débil para llegar hasta allí con sus propios esfuerzos, no puede ascender a tan alta inteligencia si no es conducido hasta allá por una fuerza omnipotente y sobrenatural».5

La actitud pascaliana pone de relieve el obstáculo que se opone a la afirmación de las ciencias religiosas, que habrían de ser disciplinas de la razón. Espíritu moderno, sabio de pri­mera fila, Pascal, que arranca de la competencia de los teólo­gos a la ciencia de Galileo, mantiene sin embargo la autoridad plena de la revelación y del magisterio eclesiástico en todo lo que concierne al terreno de la religión. Parece como si no hubiera tomado conciencia de la parte que corresponde al entendimiento en la elaboración de la verdad en materia histórica, geográfica y filológica. Estas disciplinas relacionadas con la memoria tienen que reconocer la autoridad de la tradición establecida, como si esa tradición se bastase a sí misma. «Si se trata de una cosa sobrenatural, sigue diciendo Pascal, no juzgaremos de ella ni por los sentidos, ni por la razón, sino por la escritura y por las decisiones de la iglesia».6 Esto supone que existe una línea de demarcación clara entre lo natural y lo sobrenatural, y que el sentido de la revelación bíblica no encierra nunca ambigüe­dad alguna. Es significativa esta aglomeración, dentro del grupo de ciencias de la autoridad, de unas disciplinas tan distintas como la historia, la geografía, la filología y la teología, en oposición a las ciencias de la naturaleza; se trata en este caso de los elementos constitutivos de lo que habrán de ser las ciencias religiosas, y hasta más en general las ciencias humanas.

5 lbíd. 4 Dix-huitiéme lettre provinciale, 671.

De Galileo a las ciencias religiosas 207

Pascal, cristiano fervoroso, se esfuerza en sustraer del control racional a todo cuanto concierne a las relaciones del hombre con Dios. Se reconoce la autonomía de la física; aquí está claro que ha de prevalecer la razón, pero el espíritu humano choca con todas las paredes que pretenden encerrarlo; a partir del momento en que se trata de la voluntad divina, el espíritu de obediencia prevalece sobre el espíritu de interrogación y de búsqueda. En esta materia, la razón resulta «imbécil» y tiene que «humillarse» ante las exigencias de la fe. Lo que pasa es que el reparto de las zonas de influencia parece difícil de rea­lizar.

El propio Pascal propone su epistemología diferencial en el contexto de las Provinciales, esto es, de un violento debate entre los jansenistas y sus enemigos sobre el tema de la gracia y de la predestinación, debate en el curso del cual, durante decenas de años, los adversarios no dejan de poner en movi­miento, en sentidos contradictorios, todos los recursos de la exégesis y de la teología especulativa, utilizados con todas las sutilezas de la retórica. Si verdaderamente, para poner fin a toda discusión sobre las «cosas sobrenaturales», bastase con in­vocar a «la escritura y las decisiones de la iglesia», no acaba de comprenderse esa persistencia de los conflictos entre teólo­gos, especialistas de las cosas sagradas, jesuítas contra jansenis­tas, reformados contra católicos, cristianos contra no cristianos. El otro gran combate de Pascal, en contra de los ateos y de los no convertidos, demuestra que la autoridad de la revelación, a pesar de su validez teóricamente absoluta, sigue siendo con­dicional. La apologética, arte de persuadir puesto al servicio de la fe, demuestra que el mensaje cristiano, para poder llegar a su destino, tiene que pasar por el camino de una psicología y de una antropología, que son ciencias humanas más bien que ciencias sagradas.

La actitud de Pascal evoca anticipadamente la de Bossuet, campeón intratable de los imperativos divinos. Los mandamien­tos de la revelación una e indivisible, revisados y corregidos por el magisterio infalible de la iglesia una y santa, se imponen en el terreno humano en la totalidad de sus aspectos. La na­turaleza del hombre y su pensamiento, la historia y la política

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tienen que celebrar la gloria de Dios según las normas de una dogmática triunfalista. Pues bien, la obra y la carrera de Bos-suet ofrecen el mentís más significativo a esta ideología tan simplista. Mientras que el orden querido por el Dios todopo­deroso debería imponerse por la mera evidencia de su autori­dad, Bossuet está continuamente en la brecha para defender unas posiciones cada vez más amenazadas. Las iglesias protestantes, en sus incesantes variaciones, desmienten ese monismo monolí­tico del que asegura Bossuet que tiene —él y sólo él— la ga­rantía del Dios católico; y todas las exposiciones de Bossuet no son suficientes, a pesar de su validez trascendente, para convencer a las ovejas extraviadas a que vuelvan al redil de Roma. Más todavía, en el propio interior de la única iglesia verdadera aparecen ciertas disidencias, como si la verdad tra­dicional no se impusiera ya por sí sola para mantener a los hombres bajo la autoridad de Dios, legalmente administrada por la iglesia católica.

«El hereje es aquel que tiene una opinión, escribe magní­ficamente Bossuet; eso es lo que significa la misma palabra. ¿Y qué es lo que significa tener una opinión? Es seguir su propio pensamiento y su sentimiento particular. Pero el cató­lico es católico; esto quiere decir que es universal; y al no tener sentimiento particular, sigue sin vacilar el de la iglesia...».' De esta forma habla Bossuet en 1700; pero esta voz es ya, y lo seguirá siendo cada vez más, la voz de uno que grita en el desierto. El oratoriano Richard Simón aplica a la biblia una nueva inteligencia histórica; la palabra de Dios no es ya un dato milagrosamente válido, sino que pasa a ser el objeto de una investigación emprendida por la inteligencia humana con unos medios humanos, sin que pueda preverse hasta dónde lle­gará la corrosión que ha empezado de este modo. Explota luego la cuestión quietista, poniendo en evidencia, no ya a un pobre párroco solitario, sino al mismo arzobispo de Cambrai, perso­naje muy apreciado en la corte. No se trata en esta ocasión de historia sagrada o de teología, sino de espiritualidad. El

7 Premiére instruction pastúrale sur les promesses de l'église (1700), en BOSSUET, Oeuvres, ed. Lachat, XVII, 112.

De Galileo a las ciencias religiosas 209

quietismo es un individualismo religioso y, en una medida muy amplia, un irracionalismo que denuncia esa santa alianza entre el intelectualismo teológico y la fe de la iglesia. El quietista busca una relación personal con Dios; pretende ejercer una autonomía espiritual, que no siente la necesidad de verse con­tinuamente revisada y corregida por la iglesia jerárquica.

Bossuet ganará otras batallas. De un nuevo plumazo, los protestantes serán borrados del mapa de Francia, desterrados, acosados, encarcelados, convertidos a la fuerza. Richard Simón, excluido del oratorio, seguirá viviendo miserablemente en un rincón de su provincia, y acabará quemando todos sus papeles. Condenado en Roma, Fénelon será desterrado de la corte; aunque abjuró de sus errores, tendrá que residir obligatoriamente en su archidiócesis hasta su muerte. Pero las victorias de Bossuet son demasiado ruinosas; llevan en sí mismas un germen de contradicción. La verdad de Dios, o mejor dicho, la de Bossuet, no logra imponerse más que por la coacción del aparato repre­sivo, manejado por el obispo de Meaux con un ardor incansa­ble. La verdad de Dios se degrada y pasa a ser la razón de la iglesia aliada con la razón de estado. Sólo la fuerza brutal es la que hace de Richard Simón un sacerdote en quebrantamiento de destierro, obligado a la clandestinidad, y de Fénelon, un prelado humillado y desgraciado. Sólo los dragones y los ejérci­tos reales transforman a los reformados en potenciales presidia­rios y galeotes. Un éxito sin futuro, ya que los protestantes serán los dueños del pensar en la Europa de las luces, ya que Richard Simón será el Galileo de los estudios bíblicos, ya que Fénelon es uno de los inspiradores del pietismo europeo, tanto más venerado cuanto que se presenta como víctima de la orto­doxia romana. Las obras de Bossuet, la Histoire des variations des églises protestantes, el Discours sur l'histoire universelle, la Volitique tirée de l'Ecriture sainte, servirán de contraste a los espíritus ilustrados del siglo xvm, que tomarán conciencia de sus propios valores, censurando a su vez, en nombre de la sana razón, los escritos del obispo de Meaux.

La derrota final de Bossuet es el símbolo del retroceso irre­mediable de la ciencia sagrada, correlativo con la aparición de las ciencias religiosas. La tradición había querido ver en la

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biblia el punto de partida y al mismo tiempo el coronamiento de toda especie de saber. La revolución de Galileo obligó a reconocer que los textos sagrados no constituyen autoridad en materia de física, de matemática, de arquitectura o de tecnología, en la medida en que esas disciplinas no se mencionan en los textos sagrados más que de una forma accidental o de ninguna manera. Los que creían en el espíritu racional, como el propio Galileo, Pascal o Newton, podían construir una ciencia de la naturaleza física sin tener que temblar ante un posible roce con los textos sagrados.

Pero había otros terrenos del conocimiento en los que los documentos bíblicos proporcionan enseñanzas concretas, cubiertas por la autoridad divina que inspiraba al redactor. El Génesis relata los orígenes del mundo y del hombre; presenta una histo­ria del desarrollo de la especie humana. Los libros históricos evocan detalladamente la diversa fortuna del pueblo de Dios en medio de las naciones; los libros jurídicos ofrecen un código ejemplar para la regulación de la vida social; el decálogo se impone a la moral universal. La palabra de Dios es explícita; poner en cuestión alguna de estas enseñanzas es pretender que Dios estaba engañado o que nos ha mentido. Existe, por tanto, un terreno inmenso reservado, en cuyo interior las investigacio­nes de los sabios tienen que respetar los principios de una axiomática que tiene en la biblia sus indicaciones fundamentales.

Como la palabra humana depende de la palabra de Dios, la mayor parte de las ciencias humanas se veían reducidas al estatuto epistemológico de teología aplicada, o de «teología ex­perimental»,8 según la fórmula de Rene Hubert. «La tradición bíblica parecía contener la solución de todos los problemas particulares que interesan a la ciencia de las sociedades. Junto con los dogmas de la creación y de la alianza varias veces reno­vada de Dios con el hombre, llevaba consigo cierta concepción de la naturaleza humana». La condición humana, tal como la evoca el Génesis, es la de un ser privilegiado, designado por la solicitud de Dios como cabeza de la creación, dotado de razón

" R. HUBERT, Les sciences sociales dans l'Encyclopédie. Alean 1923, 27.

De Galileo a las ciencias religiosas 211

y de lenguaje, como de una donación innata de aptitudes que distinguen a aquél que ha sido hecho a imagen de su creador.

«Al mismo tiempo que una teoría innatísta de la naturaleza humana, la tradición bíblica ofrecía una explicación del origen y de la naturaleza de las sociedades. Contenía el relato circuns­tanciado de los primeros tiempos de la humanidad con una cro­nología concreta de los acontecimientos, no exenta por otra parte de oscuridad y sujeta a ciertas controversias; suponía igual­mente la unidad absoluta de la especie humana, daba cuenta de la multiplicidad de agrupaciones que se habían ido consti­tuyendo en la humanidad, justificaba el estado de decadencia en el que muchos habían caído y en el que algunos permanecían todavía, y autorizaba finalmente las esperanzas en el desarrollo de las sociedades privilegiadas, cuyo verdadero nombre era el restablecimiento y la salvación».9

El monumento bíblico era el bastión del conocimiento cris­tiano. Los reformadores se habían levantado contra la iglesia de Roma para rendir a los libros sagrados el honor que se les debía y para proporcionar a cada una de las conciencias cris­tianas el acceso al texto sagrado. «Las controversias emprendi­das en torno a la biblia, escribe Rene Hubert, no suponían ni mucho menos en el pensamiento de sus comentadores que el libro de los libros tuviera que ser sustituido por otras produc­ciones naturales del espíritu humano. Seguía siendo el hecho superior, primordial, el hecho histórico único, en función del cual tenían que ser interpretados todos los demás aconteci­mientos. No se trataba en lo más mínimo de discutirle esta primacía, reconocida igualmente por los doctores judíos, por los exegetas protestantes y por sus adversarios católicos».10

Si la biblia es la verdad divina en su autenticidad, la acti­tud que se impone a los fieles es un respeto total por el texto en su integralidad. La tradición hebrea les confiere a las es­crituras bíblicas el valor de objetos materialmente sagrados; esa misma devoción se impone también a los cristianos que

' Ibíd., 28. 10 Ibíd., 29.

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tienen obligación de aceptar la enseñanza divina en su tenor li­teral. Abandonar en lo más mínimo ese literalismo es cometer un sacrilegio, ya que la palabra humana se toma el derecho de recurrir contra la palabra divina. Este integrismo macizo chocó con graves dificultades.

El texto recibido en la iglesia católica era el de la vulgata, traducción latina realizada por san Jerónimo. Se planteaba la cuestión de saber si esa versión estaba también inspirada, por el mismo título que los escritos de Moisés y de los apóstoles, o bien si eran solamente los originales, en hebreo o en griego, los que gozaban de la garantía trascendente de Dios. En la vul­gata había no pocas inexactitudes e incongruencias, que permi­tían pensar que debía ser considerada como obra humana y fa­lible. Lo que pasa es que la iglesia jerárquica había reconocido y legalizado el texto de san Jerónimo, y los errores de Jerónimo corrían el peligro de pasar por ser faltas de la iglesia infalible. Pero incluso cuando se reconoció la necesidad de volver al ori­ginal hebreo, apareció una nueva dificultad en el hecho de que ese original, dictado por Dios, había desaparecido. No dispo­nemos más que de copias, o mejor dicho de copias de otras copias, transcritas por los doctores de la sinagoga. Ahora bien, las copias recientes se distinguían de las más antiguas por la introducción de un sistema de puntuación destinado a facilitar la lectura, materializando las vocales que no figuraban en la grafía tradicional. Estos puntos vocálicos, sobreañadidos en un determinado momento histórico, habían sido considerados como sagrados e inspirados, también ellos, por los doctores cristianos que ignoraban su origen real. Al admitir que los signos en cuestión eran una adición humana, se corría el peligro de multiplicar las objeciones relativas a las diferencias entre los manuscritos, los errores de transcripción, etcétera. La filología y la exégesis se arrogaban el derecho, frente a los teólogos, de decidir lo que era palabra de Dios y lo que no lo era. El cla­rividente Bossuet comprendió que no había que ceder en nada, so pena de tener que ceder en todo. El ingenuo Richard Simón, que pretendía ser buen católico, fue puesto enseguida fuera de la circulación, en la medida en que lo permitían los medios policíacos disponibles.

De Galileo a las ciencias religiosas 213

Por desgracia para Bossuet, la posición del literalismo bíblico resultaba a la larga insostenible. Siempre habría algunos obsti­nados, como el propio Simón, que concederían más importancia a las normas de la crítica filológica que a los cánones de la iglesia. La autoridad romana mantendría durante varios siglos un combate sin esperanzas contra la exégesis, para acabar con una capitulación sin gloria a mitad del siglo xx. Si era imposi­ble mantener la integralidad literal del texto sagrado, todavía era más difícil atenerse al pensamiento bíblico, tal como se ex­presaba sin ambigüedad en las escrituras. «El cuerpo de verdades tradicionales formaba un sistema y un todo; el que quitase una de las piezas, aunque fuese la más alejada de la suerte del hom­bre, corría el grave peligro de derrumbarlo todo. Incluso en el aspecto teológico, el destino del hombre no era independiente de los acontecimientos del universo, en el que estaba inscrita su historia, por así decirlo, a través de las diversas ocasiones que habían cambiado su faz. Y esto ocurrió con mucha más razón cuando el hombre quedó situado en la naturaleza de las cosas y sometido exclusivamente a sus leyes. Todo ello quedó bien claro a propósito de los problemas del diluvio y de los fósiles... Una vez abierta la discusión, se fue ampliando y, con el tiempo, quedó en entredicho la extensión del diluvio y su posible repetición, e incluso la misma cuestión de la antigüedad de la humanidad»....11

Condenadas a un integrismo conservador, las autoridades eclesiásticas se ven obligadas a entrar en el camino del todo o nada: o todo es verdadero en la escritura, o no lo es nada. Posición insostenible, ya que la biblia contiene una masa enor­me de indicaciones, más o menos claras, más o menos incom­patibles entre sí, que van poniendo gradualmente en cuestión el orden de la historia y el orden social. Resulta imposible ima­ginarse que todo este inmenso conjunto no pueda verse cogido en falta, en algún punto, sobre todo a partir del momento en que se reconoce que reúne elementos tan heterogéneos, de di­versa procedencia y pertenecientes a distintas fechas. Se necesi­taba toda la fe granítica de Bossuet para creer que la biblia era

Ib'td., 30-31.

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una verdad de una sola pieza, destinada a resistir el asalto de los siglos. El sistema de defensa utiliza una lógica bivalente, basada en la alternativa entre lo verdadero y lo falso, como si la verdad y la falsedad en esta materia poseyesen una signifi­cación simple y unívoca. Entonces, la más mínima inexactitud, el más mínimo error basta para desacreditar el conjunto, lo cual beneficia al adversario, que puede elegir el terreno, mien­tras que el defensor se ve obligado a combatir a diestro y sinies­tro. Podrá quizá esperar ganar una batalla, pero a la larga puede estar seguro de que perderá la guerra.

El desarrollo de las ciencias religiosas tiene que compren­derse como un amplio esfuerzo por colmar el vacío epistemo­lógico suscitado por ese eclipse irremediable del paradigma bíblico. Bossuet está equivocado al pensar que, si la biblia no es totalmente verdadera, es totalmente falsa; pero los adversarios de Bossuet están igualmente equivocados si creen que está re­suelto el problema apenas se han aportado las pruebas de una contraverdad consignada en el texto bíblico. La revelación de la escritura constituye un documento capital para la historia del occidente, al mismo tiempo que uno de los principales do­cumentos relativos a la historia de la humanidad. La biblia no representa únicamente, en su tiempo, la expresión de una cierta coyuntura histórica, natural o sobrenatural; la tradición judeo-cristiana, arraigada en la biblia, con la que también se puede relacionar la divergencia islámica, ha proporcionado un paisaje intelectual y espiritual, durante milenios, a cierto número de sociedades humanas.

La revelación de la escritura, prescindiendo de su verdad intrínseca, ha desempeñado el papel de una reserva de valores y de significados que han inspirado el lenguaje, las actitudes y las instituciones de la humanidad occidental. Aun cuando se reconozca, en contra de Bossuet, que el Discours sur l'histoire universelle presenta un esquema estrecho y sistemáticamente falseado del devenir de las sociedades, sigue siendo verdad que este discurso resume la perspectiva histórica en cuyo interior las generaciones sucesivas de los pueblos de Europa han ido desa­rrollando sus esfuerzos durante la mayor parte de su morada en la tierra. Objetivamente erróneo, el texto de Bossuet nos

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presenta el esquema rector retrospectivo de una visión cristiana del mundo, que ha marcado con su huella la historia real de los papas y de los emperadores, de los doctos y de la gente sen­cilla, desde los tiempos de Constantino y de san Agustín hasta finales de la edad media por lo menos.

El nacimiento de las ciencias religiosas lleva consigo una multiplicación de la idea de verdad, una especie de politeísmo o de relativismo de los valores intelectuales, que sucede al mono­teísmo monolítico de antaño. Esta peripecia suponía la constitu­ción de un nuevo instrumento mental, que no podía ponerse a punto de un solo golpe, sino que exigía una transformación completa de la epistemología, incluso fuera de las disciplinas teológicas. Por ejemplo: «Bossuet aceptaba al mismo tiempo la biblia y los mitos paganos como documentos históricos precisos: Noé permitió que las artes y las técnicas sobreviviesen después del diluvio; Hércules fundó los juegos olímpicos; Jenofonte es el mejor de los escritores porque su historia está de acuerdo, mejor que la de los demás griegos, con la escritura, con esa escri­tura que, por su antigüedad y su estructuración en función del pueblo judío 'merecería, escribe Bossuet, verse preferida a todas las historias griegas, aun cuando no supiésemos que había sido dictada por el Espíritu Santo'. Los griegos no pueden constituir una época de la historia, porque su cultura les viene de prestado y su sabiduría es inferior a la de los autores sagrados; pero Ciro domina un período, porque acudió en ayuda de los judíos. La historia sagrada es más importante que cualquier otra his­toria, y desde luego más que la filosofía; la filosofía, sugiere Bos­suet, lo mismo que la ignorancia, la sensualidad, el respeto in­moderado a la antigüedad, la herejía y todas las demás ilusiones humanas, no representa más que una forma de idolatría».12

Podría uno sentir la tentación de considerar esta posición de Bossuet como un caso límite de obcecación teológica. Sin em­bargo, un espíritu tan moderno y tan liberal como el de Newton no está lejos de adoptar, en materia histórica, posturas análogas a las del obispo de Meaux. Gran lector y comentador de la

12 P. GAY, The Enligbtenment, 76-77'.

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biblia, Newton compuso por el año 1715 una cronología de la historia antigua, a petición de la princesa de Gales. El pro­blema, ya muy antiguo, consistía en asegurar una concordancia entre las generaciones de la historia sagrada, cuya sucesión es un tanto turbia, y las tradiciones de los demás pueblos de la antigüedad: egipcios, griegos, mesopotamios, etcétera. Newton se esfuerza en establecer unos cuantos sincronismos y en datar­los con la mayor precisión posible. Por ejemplo, apoyándose en el movimiento de las estrellas fijas, consigue determinar la fecha de 936 antes de Jesucristo para la expedición de los ar­gonautas. El Resumen cronológico de Newton fue traducido al francés por el erudito Nicolás Fréret, de la academia de ins­cripciones, que discutió las ideas del sabio británico.13 A Newton no se le ocurre dudar en lo más mínimo de la validez histórica del documento bíblico, que, tanto para él como para el autor del Discours sur l'histoire universelle, constituye el eje principal del devenir de la humanidad. Es posible denunciar la autori­dad de la biblia en materia de astronomía, sin que por ello se discuta la primacía absoluta de la historia sagrada.

Según Rene Hubert, «la tradición bíblica se interponía como una pantalla entre los hechos y el pensamiento crítico»; M pero también este juicio resulta simplista. La biblia no era una pan­talla que habría bastado con retirar para descubrir los hechos en su gloriosa realidad; era la biblia la que definía las coorde­nadas del saber, en función de las cuales se situaban los ele­mentos del conocimiento, tanto en materia de cronología, como en materia de paleontología. Las indicaciones de los libros sa­grados proporcionaban unos esquemas generales para la estruc­turación del espacio mental. La ciencia no se reduce a una acu­mulación de hechos granulares; el descubrimiento de los hechos presupone una orientación del pensamiento. El campo bíblico proponía una arquitectura del saber humano; ese gran diseño era un medio de conocimiento mucho más que un obstáculo epistemológico. La existencia de unos cuantos elementos no

13 Cf. F. MANUEL, Isaac Newton Historian, 1963; R. SIMÓN, Nicolás Fréret, académicien, en Studies on Voltaire and the 18th Century, XVII, 33, s.

14 R. HUBERT, O. C, 29.

De Galileo a las ciencias religiosas 217

compatibles con el modelo antiguo no sirve para definir un mo­delo nuevo, ni siquiera como bosquejo elemental. No bastaba con denunciar el paradigma bíblico; era preciso sustituir el paradigma que habían elaborado quince siglos antes los padres de la iglesia, y que había entrado en las costumbres intelectua­les de occidente, por otro paradigma nuevo. Se trataba de una refundición completa de la cultura, y entonces se comprende ese interés con que las sucesivas generaciones del siglo de las luces se aplicaron a esta tarea.

La Enciclopedia es una obra de segunda mano, cuyos cola­boradores se inspiran en otros trabajos ingleses y sobre todo alemanes, no sin una prudencia elemental, pero también con menos sectarismo que el que a veces se ha pretendido que tu­vieran. En el artículo (Philosophie) mosaique et chrétienne, aparece la idea de que el mensaje bíblico debe ser estudiado con el espíritu de una fidelidad, no ya literal, sino apropiada a la modalidad particular de su afirmación. «Leamos a Moisés, escribe Diderot, sin buscar en su Génesis unos descubrimientos que no eran de su tiempo y sobre los cuales él nunca pensó en instruirnos». Es preciso situar el texto dentro de su época y leerlo con el espíritu con que lo escribió el redactor. La biblia no es ni una suma científica ni un tratado de filosofía; los que la interrogan en estas materias no pueden menos de caer en una confusión de ideas. «Se razonó, cuando lo que se ne­cesitaba era creer; se creyó, cuando lo que había que hacer era razonar. Y entonces se vio explotar en un momento toda una turba de malos cristianos y de malos filósofos. La naturaleza es el único libro del filósofo; las sagradas escrituras son el único libro del teólogo. Cada uno de ellos tiene su argumentación particular. La autoridad de la iglesia, de la tradición, de los padres, de la revelación, determinan al teólogo; el filósofo no reconoce más que a la experiencia y a la observación como guías; los dos usan de su razón, pero de una manera particular y distinta, que no se confunde sin inconvenientes para el pro­greso del espíritu humano y sin peligros para la fe».

Medio siglo después de Bossuet, este punto de vista es el del sentido común, cuya afirmación presupone una inversión de los valores epistemológicos. La disociación de los dos len-

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guajes de la ciencia y de la fe, que fue la conclusión de la revolución de Galileo, consagra la ruptura de la síntesis basa­da en la articulación de la revelación bíblica y de la teología dogmática y manejada por los expertos de la iglesia jerárquica. La crítica disocia ese dato macizo y lo disuelve en elementos que se derivan de diferentes campos específicos, para respon­der a unos interrogantes y a unas preocupaciones incompatibles entre sí. Pero no basta con reconocer que Moisés no escribió una enciclopedia científica; todavía queda por descubrir, a costa de un conflicto mucho más grave con la letra de las escrituras, que los redactadores de los textos sagrados, incluso cuando ac­túan como historiadores, no son infalibles. Su actividad presu­pone una tradición, que hay que tener en cuenta para apreciar su testimonio en todo su justo valor. La historia sagrada, como cualquier otra historia, sometida a la crítica histórica, no es válida de derecho más que con la condición de que pueda ve­rificarse. El documento bíblico, cuya transmisión ha estado sometida a la corrosión de los tiempos, se encuentra bajo el derecho común de la crítica filológica.

Este impacto de las nuevas disciplinas de la inteligencia en la interpretación de la sagrada escritura reviste a los ojos de los defensores del integrismo tradicionalista un carácter sacrilego. Pero el progreso del saber hace inevitable esta profanación, so pena de una rendición de la razón. Las nociones fundamentales de inspiración y de revelación tienen que ser examinadas de nuevo; hay que darles su sentido en el contexto de la situación epistemológica de los tiempos modernos. El escándalo no está en proceder a este examen, sino en rechazarlo. En la mitad del siglo de Luis XV, el artículo Bible de la Enciclopedia pro­pone un programa de estudios, acompañado de una bibliografía inspirada en autores extranjeros, que no corresponde ciertamente a la situación intelectual de las facultades y de los seminarios franceses, pero que da al lector una idea bastante exacta del estado de las cuestiones en este terreno.

La Enciclopedia ha sido considerada muchas veces como una suma de polémica anticristiana. Semejante interpretación sólo estaría justificada si se confundiese al anticlericalismo con la irreligión. Sus redactores, incluidos el radical Diderot y sus

De Galileo a las ciencias religiosas 219

colaboradores, abates en entredicho, o el protestante Jaucourt, no hacen ni mucho menos profesión de ateísmo. Sus opiniones no son uniformes, y su preocupación parece ser la de ofrecer al público francés una exposición de las cuestiones que se plan­tean a propósito del cristianismo de su tiempo. Solamente los que se obstinan en rechazar la evidencia son los que pueden indignarse. Todos los demás encontrarán materia abundante para su instrucción, ya que la preocupación más intensa de la Enci­clopedia es contribuir a compensar el retraso de los estudios religiosos en la Francia del siglo xvm. Se ha demostrado que puede hablarse de todas estas cuestiones en un estilo nuevo de objetividad y de positividad.

La presentación pietista de la fe disimulaba los problemas bajo el velo de la devoción. La presentación deísta tendía a disolver el carácter específico del orden religioso bajo la invo­cación de la razón triunfante, al estilo de Descartes, en la parábola del cirio encendido, que disipa el espejismo del mundo de la percepción. La demistificación y la desmitización raciona­lista, con la lógica de su movimiento, no deja subsistir ninguna de las realidades concretas de la experiencia religiosa. El pietista no llega demasiado lejos en el camino de una epistemología comprensiva; la reducción deísta se pasa de raya; las ciencias religiosas descubrirán un tercer camino, que respete los datos reales y que se preocupe del saber objetivo. Lejos de destruir la religión, como les reprocharán continuamente sus adversarios, las ciencias religiosas contribuirán a descubrir el sentido de la admiración teológica, separando lo esencial de lo accidental, el espíritu de la letra. La biblia no es la transcripción literal de la revelación divina; pero la teoría que atribuye la invención de todas las religiones a la impostura de los sacerdotes tampoco corresponde a la realidad.

El artículo Bible de la Enciclopedia contiene un elogio del teólogo: «Hoy se tiene la falsa idea de que un teólogo no es más que un hombre que conoce el catecismo un poco mejor que los demás; y con el pretexto de que hay misterios en nuestra religión, algunos se imaginan que están prohibidos toda clase de razonamientos... Yo no sé de ninguna ciencia que exija más penetración, más exactitud, más acierto y más sutileza de es-

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píritu que la teología...». Sería equivocado considerar este texto como irónico y burlesco. El espíritu de las luces no es incon­ciliable con la persistencia del discurso teológico. Los errores que había ido acumulando la tradición no prueban ni mucho menos que el terreno del conocimiento religioso sea el reino del contrasentido. Liberadas del dominio del espíritu de orto­doxia, las ciencias religiosas se presentan como un saber entre los demás, significativo de una dimensión fundamental de la realidad humana.

Esta actitud es la que atestigua el abate Morellet, uno de los redactores de la Enciclopedia: «Yo estudiaba la teología cristiana, escribe en sus Mémoires, históricamente y no dogmá­ticamente ni por mi cuenta. Había dado a entender que ése era el tono con que tenían que ser expuestas las opiniones religio­sas, en una obra destinada a las naciones, que poseían tantas opiniones distintas, y a los siglos, para los que un gran número de esas opiniones habrían pasado ya, mientras que la Enciclo­pedia seguiría todavía en pie. También había dicho que en una colección como la Enciclopedia había que hacer la historia y la exposición de los dogmas y de la disciplina de los cristianos, lo mismo que de los de la religión de Brahma y de los musul­manes».15

Desde el obispo Bossuet hasta el abate Morellet hay toda la distancia de una revolución cultural, gracias a la cual está ahora permitido estudiar el cristianismo lejos de toda coacción impuesta por el espíritu de ortodoxia en beneficio de tal o cual monopolio confesional. Sólo una verdadera conversión de la mentalidad permite considerar la fe cristiana como una religión entre las demás, sin ningún privilegio respecto a la «religión de Brahma» o a la de los musulmanes. El cristianismo, hasta en­tonces, no se había propuesto a los fieles como un conjunto de hechos, sino que se imponía como un sistema de normas. Y ese privilegio exorbitante es el que discute el siglo de las luces.

15 Mémoires de l'abbé Morellet sur le XVIII siécle et sur la Révo-lution (1821), I, 39.

Religiones y religión 221

Hume publicaría en 1757 una Historia natural de la reli­gión: los fenómenos religiosos, fenómenos humanos, caen den­tro de una consideración epistemológica análoga a la que pre­valece en las ciencias del hombre en general. Según Hume, «Locke parece haber sido el primer cristiano que se atrevió abiertamente a afirmar que la fe no era otra cosa más que una especie de razón, que la religión era solamente una rama de la filosofía, y que siempre se utiÜ2aba una cadena de argumentos semejante a la que establecía una verdad cualquiera en moral, en política o en física, para descubrir todos los principios de la teología, tanto natural como revelada».16 Este lenguaje, influido por la reducción deísta, parece negar el carácter específico epis­temológico del orden religioso; pero demuestra la necesidad de hacer valer en este terreno una metodología objetiva. A los ojos de Hume, la teología entra dentro de las ciencias del hombre, por el mismo título que la moral y la política. Es ésta una pe­ripecia decisiva en la historia del pensamiento occidental.

2. Religiones y religión

Bossuet, en el Discours sur l'bistoire universelle, hace de la tradición judeocristianá el gran eje absoluto del devenir de la humanidad, desde la creación del mundo. El Dios de Bossuet es católico; por eso la finalidad de la historia es asegurar en el mundo el triunfo de la iglesia de Roma. En buena lógica, la cristianización del imperio romano, asegurada por la conver­sión de Constantino, habría ofrecido un happy end sublime a la sucesión de los siglos. No acaba de verse por qué, a partir de entonces, se van sucediendo los acontecimientos en medio de una confusión cada vez mayor. Carlomagno, emperador cristia­no de vidriera y «santo» sin canonización, habría podido definir un punto final de recambio. Pero la historia sigue con su obs­tinación a cuestas, y Bossuet se detiene a la mitad del camino; había prometido continuar su obra, pero no llegó a hacerlo.

16 Dialogue sur la religión naturelle, I (1779), en D. HUME, Oeuvres philosophiques, trad. M. David. Alean, I, 196.

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¿Cómo es que un Dios católico romano pudo permitir el naci­miento y la expansión del islam, más tarde el fracaso de las cruzadas, y finalmente la reforma y el establecimiento de unas cristiandades heréticas? Más vale reconocer que los caminos de la providencia son impenetrables, aunque ésto resulte molesto para quien pretendía escudriñarlos en una apologética de refe­rencia histórica, o pseudo-histórica.

La obra ejemplar de Bossuet ha contribuido ampliamente a una nueva toma de conciencia entre los intelectuales de Europa. Voltaire es en muchos aspectos un anti-Bossuet; otros pensa­dores han encontrado su camino tomando a Bossuet al revés. El cristianismo del obispo de Meaux es un absoluto, que cons­tituye una autoridad para el conjunto del tiempo y del espacio. El siglo xvin enseña a relativizar el cristianismo, como una actitud religiosa entre las demás. Hasta entonces, éste se pre­sentaba como la religión por excelencia; los demás ritos, poco conocidos por otra parte, no alcanzaban su existencia ni su significación más que por su referencia al absoluto cristiano. Desde entonces, la palabra religión se pronunciará en plural, y esta multiplicación consagrará la abolición del privilegio cris­tiano. El reconocimiento del derecho a la existencia de diversas religiones plantea la cuestión de su unidad; un concepto nuevo de la religión tiene que permitir reunir los caracteres comunes a las denominaciones coexistentes; este modelo conceptual, esta idea de la esencia de la religión no coincidirá ya con el ideal cristiano, que era el exclusivamente válido hasta entonces. El dominio unitario de la teología cristiana se encontrará privado de una parte de sus contenidos; se verá cómo empieza a cons­tituirse una historia de las religiones, así como una filosofía de la religión, separadas de toda vinculación confesional.

Una Romanía encerrada dentro de sí misma podía ahogar todas las inconformidades internas gracias a una represión apro­piada; en cuanto a las contestaciones exteriores, se esperaba ir reduciéndolas por la fuerza o por la persuasión, en el caso de los musulmanes, que eran los únicos vecinos directos. Las demás inconcordancias se perdían en una lejanía inaccesible y fabulosa: algunos espíritus ilustrados podían soñar en esas hu-

Religiones y religión 223

manidades diferentes, pero sus especulaciones sin carácter alguno de actualidad se quedaban en el terreno de la pura teoría.

Sin embargo, los pensadores cristianos se habían visto obli­gados, ya desde el principio, a plantearse la cuestión de las relaciones entre la tradición judeocristiana y el resto del espacio mental humano. La revelación bíblica empieza por la creación del mundo. En derecho, todos los hombres dependen del primer hombre; proceden de una historia única cuyos comienzos se evocan en los relatos de los textos sagrados, a partir de Adán y luego a partir de Noé que, más allá del diluvio, asegura un nuevo arranque a la humanidad. Dios se ha escogido un pueblo entre todos los demás para convertirlo en el depositario de sus deseos; pero los pueblos que no han sido elegidos se ins­criben en el desarrollo de un árbol genealógico unitario, cuyo tronco común se remonta a Adán y a Noé. La palabra pagano, de origen latino, designa a los habitantes de las aldeas, más refractarios que los otros a la evangelización; la palabra griega correspondiente evoca más bien a las naciones, a las personas que pertenecen a otros pueblos distintos del pueblo escogido. Olvidados por la gracia divina, y al mismo tiempo víctimas de una idolatría que por otra parte no ahorró al propio pueblo judío, esas gentes han practicado falsas religiones, cuya exis­tencia hay que tener en cuenta, aunque sólo sea para reprobarla. Por otro lado, la nación escogida también ha tenido mucho que ver con sus vecinos idólatras, primero los egipcios y mesopo-tamios, luego los griegos y romanos.

En las vicisitudes de una historia tan complicada, el pe­queño pueblo judío, metido en medio de imperios poderosos, no podía evitar la confrontación entre su Dios y los dioses que imperaban entre sus vecinos. Era una comparación entre la verdad y el error, entre lo absoluto y lo inexistente; sin em­bargo, no quedaba más remedio que situarse entre los demás, aunque sólo fuera para convalidar su propia posición y también para fundamentar la posibilidad de una coexistencia con el mundo contemporáneo. Hubo épocas que permitieron cierto acerca­miento, que pudo aportar algún enriquecimiento a la piedad judía; por ejemplo, durante el período alejandrino, durante el cual la tradición hebrea se dejó fecundar por la especulación

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griega. La traducción griega de la biblia en la versión llamada de los Setenta, realizada en Alejandría, demuestra esta apertu­ra al mundo exterior y este deseo de comunicación con el con­texto de una extraordinaria floración cultural. La pluralidad de cultos no es un escándalo para el pueblo escogido, cuya elec­ción se encuentra corroborada por la existencia de los idólatras, que se inscriben en cuanto tales en el plan de Dios. Su perse­verancia en el error no constituye un escándalo al que sea ur­gente poner fin. Los que tienen en su poder la verdad del Dios único tienen la tarea de preservarla intacta hasta el último día.

Esta situación se modificará con la llegada del cristianismo, que recoge por su cuenta el monoteísmo judío y la revelación de la escritura, pero rechaza el particularismo y propone sus valores religiosos al universo entero. La actitud de repliegue deja lugar para una actitud de expansión y de confrontación; nadie es cristiano por derecho de nacimiento, sino por vocación, tal como afirma san Pablo ya en la época apostólica, oponiéndose de esta forma a ciertas tendencias conservadoras entre los par­tidarios de la buena fe. El universalismo, para llevar a cabo su misión, tiene que enfrentarse resueltamente con las religiones establecidas. Toda apologética supone una comparación, aun cuando ésta se encuentre un tanto deformada por el espíritu de superioridad y la pretensión de convencer. Primero los após­toles, y luego los padres de la iglesia se vieron inducidos a negociar las relaciones del cristianismo con las demás religiones del mundo. La conquista de los espíritus y de los corazones suponía una estrategia que no podía simplemente rechazar y recluir en la nada a las divinidades paganas; había que cuidar ciertos pasajes, encontrar un lenguaje común, y mostrar por ejemplo que el Dios de los cristianos respondía a las exigencias implícitas de las conciencias paganas, como lo hizo el apóstol Pablo en un famoso discurso.

Más todavía, apoyándose en la tradición judía, el cristianis­mo reivindicaba la totalidad de la historia humana. Le in­cumbía la tarea de realizar la unidad de esa historia espiritual, en el pasado y en el presente, teniendo en cuenta todas las ad­mirables riquezas y tesoros de la cultura y del pensamiento helénico. Los cristianos de origen no judío participaban con

Religiones y religión 225

pleno derecho de esa comunión del arte y de la filosofía, pre­existente al cristianismo, en cuyo seno habían sido formados. Su situación era distinta de la de los judíos, miembros de un grupo cerrado sobre sí mismo, en estado de autarquía espiritual, y que encontraban en sólo los libros sagrados una reserva de significaciones suficientes para satisfacer todas sus necesidades. El triunfo del cristianismo le confiaba la responsabilidad de administrar la herencia helénica de la Romanía; la translatio imperii valía también para el orden intelectual. Los padres de la iglesia tuvieron que formular un concordato entre el espíritu cristiano y la cultura pagana, impregnada de una tradición re­ligiosa diferente. Ciertos espíritus radicales pensaban que era preciso repudiar todas esas riquezas impuras, pero los maestros espirituales de la cristiandad escogieron la conservación de lo esencial del patrimonio cultural mediante ciertos acuerdos que establecían una compatibilidad entre unos sistemas de pensa­miento aparentemente inconciliables.

Mientras que la cultura judía perseveraba en su aislamiento, contentándose con acumular glosas y comentarios al margen de los libros sagrados, el cristianismo iba tomando poco a poco bajo su control a la cultura pagana. La cultura occidental fue engendrada por esta nueva alianza de la tradición del mono­teísmo hebreo con la del politeísmo helénico. Para llevar a cabo esta reestructuración del espacio mental, los padres de la iglesia se vieron obligados a constituir una historia rudimentaria de las religiones. La encarnación de Cristo representa un corte en la historia de la verdadera fe que, de particularista que era, comienza a ser universalista. A partir de la creación del mundo, la línea de la fidelidad está representada por la historia del pueblo escogido. El resto de las naciones pertenece a una his­toria de la infidelidad, que empezó a separarse en un momento determinado, pero que tiene que llegar a su cumplimiento en la unidad nuevamente encontrada de la cristiandad universal. Entre el momento de la apostasía y el de la reintegración, la cultura pagana figura bajo una forma u otra en el amplio designio de la providencia.

En aquella ebullición de la cultura helenística de Alejandría, algunos sabios hebreos se habían complacido en imaginar ciertas

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relaciones entre Moisés y los inspiradores de la sabiduría egip­cia, entre los profetas y sus interlocutores paganos, lo cual permitía comprender por qué entre los impíos era posible en­contrar algunos elementos de verdad. Esta teoría mosaica de los orígenes del pensamiento y de la religión universal se irá repitiendo durante dos milenios para preservar el monopolio judeo-cristiano de la verdad. En la edad patrística empieza a abrirse paso otra teoría; algunos se inclinan a pensar que la providencia no ha podido abandonar por completo a todos aquellos a los que no se les había concedido la gracia de la revelación sobrenatural. Si entre los filósofos paganos se encuen­tran algunos elementos indiscutibles de verdad espiritual, es porque el Espíritu Santo se reveló a los maestros paganos bajo la forma abstracta de una enseñanza filosófica. Se da una ins­piración idéntica que asegura, en provecho de un mismo crea­dor, la unidad de la doble tradición.

Clemente de Alejandría, que vivió por los años 150 a 215 de nuestra era, es el representante más eminente de esta doc­trina, en la que se anunciaban la dualidad y la concordancia de la revelación natural y de la revelación sobrenatural. «La filosofía, escribe, es obra de la providencia y de la sabiduría di­vina, que se la concedió por benevolencia a los griegos para que fuesen hombres de bien».17 El mismo Clemente de Ale­jandría confirma en estos términos la unidad de la historia de la espiritualidad humana: «Antes de la venida del salvador, la filosofía era necesaria para la justificación de los griegos; ahora es útil para la piedad, ya que es una propedéutica para todos aquellos que vienen a la fe por la demostración. Ahora la filosofía sigue siendo una preparación que sitúa en el camino recto, que ha sido perfeccionado por Cristo».18 El monoteísmo judeocristiano propugna una historia de la religión, que es al mismo tiempo una historia de la filosofía. Clemente de Ale­jandría proporciona a la apologética la doctrina de la prepara­ción evangélica, según la cual la conversión filosófica puede

" CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata VI, 159, cit. en R. A. GAUT-HIER, Magnanimité. Vrin 1951, 219.

18 Stromata I, 28, cit. Ibid., 220.

Religiones y religión 227

preceder y acompañar a la conversión religiosa, en la armonía del espíritu cristiano.

A partir de entonces habrá algunos temas platónicos y estoi­cos que podrán ser acogidos en la tradición patrística, tal como se demuestra en la obra de Orígenes y de Juan Crisóstomo. La fórmula del deísta inglés Tindal: El cristianismo tan antiguo como la creación (Christianity as oíd as the creation, 1730) encuentra su aval en los primeros maestros cristianos. Esta tesis aparece incluso en ía obra de san Agustín, a pesar de que el doctor de Hipona considera a la cultura pagana como una obra diabólica. En sus Retractationes afirma: «Esa misma realidad que actualmente se llama religión cristiana existía ya en la antigüedad y no ha fallado nunca desde los orígenes del género humano hasta la encarnación de Cristo; a partir de este último momento es cuando la verdadera religión, que ya existía, empe­zó a llamarse cristiana».19 De esta forma, los sabios de la edad patrística han elaborado un esquema epistemológico que alcan­zaría un gran porvenir. «Los apologetas, escribe Ernst Benz, fueron los primeros teólogos cristianos que intentaron la em­presa de situar la historia general de la religión, la evolución religiosa de la humanidad total, en una relación positiva con la historia cristiana de la salvación, y los que progresaron en el sentido de una comprensión universal de esta historia de la salvación».20 Los esquemas modernos de la filosofía de la his­toria y de la historia de la cultura bajo sus diversos aspectos, incluida la religión, son una lejana prolongación de esta afir­mación del universalismo cristiano.

El tema de la preparación evangélica lleva a cabo, mediante una proyección retrospectiva, la ocupación de la totalidad del espacio mental bajo la hegemonía de la dogmática cristiana. Se trata de una empresa de captación o de colonización; los maestros paganos son válidos, pero a costa de una conversión

" SAN AGUSTÍN, Retractationes, I, 12, 3, cit. en G. MENSCHING, His-tüire de la sáence des religions, trad. Jundt. Lamarre ed. 1955, 44.

20 E. BENZ, Ideen zur einer Theologie der Relígionsgeschichte: Ab-handlungen der Geistes-und Sozialwissenschaften (Akademie der Wissen-schaften und der Literatur im Mainz) 5 (1960) 18.

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forzada; los padres de la iglesia se comportan como misioneros in partibus infidelium, que bautizan a los difuntos sin pedirles su parecer. Y después de la encarnación de Cristo, el tiempo de la «preparación» se ha cumplido: la revelación evangélica absorbe a la revelación natural, que no tiene ya razón de ser. La verdad cristiana, verdad integral, no puede dejar que sub­sistan verdades paralelas. La divergencia doctrinal, entre los fieles, lleva consigo la condenación por herejía; entonces la razón sola no puede ser reconocida como apta para asegurar una «preparación» para la salvación. La misma cultura esco­lástica demuestra la sospecha en la que se tiene al pagano Aris­tóteles; el aristotelismo de estricta observancia, bajo su pre­sentación averroísta, es objeto de condenaciones, que no aho­rran siquiera a Tomás de Aquino. La revelación cristiana con­trola todos los caminos de acceso a la verdad.

El cristianismo triunfante podía admitir una historia pre­cristiana de las religiones, en donde cohabitasen el judaismo y las sabidurías paganas. Pero la historia de las religiones al­canza su fin con la llegada de la religión universal, que no to­lera ninguna disidencia respecto a una verdad proclamada en su plenitud. Se impone el espíritu de ortodoxia: cualquier tipo de no-conformidad exige represión, conversión forzosa o ex­terminio. La reconquista española se lleva a cabo sobre esta base simplista, que es también el esquema de las cruzadas. El enfrentamiento entre la Romanía medieval y los demás, enfren­tará a cristianos y a musulmanes, sin posibilidad de diálogo, aun cuando las dos religiones procedan de una tradición co­mún. A los ojos de los occidentales, el islam no puede ser reco­nocido como un testigo del Dios único, bajo ningún título. Los infieles, excluidos de la historia de la salvación, encarnan la no-verdad al mismo tiempo que el no-valor. Si se muestran irre­ductibles, es legítimo poner fin por todos los medios al es­cándalo de su permanencia. Ernst Benz subraya la extraordinaria paradoja de que un Bernardo de Clairvaux, maestro del amor místico, haya sido el predicador de la cruzada, de la guerra santa contra el «otro», destinado al exterminio.21 La ideología

E. BENZ, O. C, 22.

Religiones y religión 229

de la cruzada se aplicará igualmente a los judíos, a pesar de que fueron los asociados privilegiados de la historia de la salvación. Durante toda la edad media, el cristianismo prosigue su histo­ria solitaria en el marco de un imperialismo político y ecle­siástico.

La historia de las religiones —como da a entender esta misma fórmula— presupone que la palabra «religión» puede escribirse en plural, lo cual está en contra de las costumbres medievales. En verdad que hay unos cuantos, raros y origina­les, como Abelardo, Roger Bacon (1212-1292) o Raimundo Lu-lio (1232-1325), que tendrán la conciencia abierta a la diversidad de las observancias religiosas; pero incluso éstos no piensan en el diálogo más que con la idea de reducir a los infieles a la unidad de la verdadera fe; no toman partido por un plura­lismo, que no puede ser más que provisional. La virtud de la tolerancia, la aceptación del otro dentro de su diferencia, no es cristiana; los cristianos no se resignan a ello más que a la fuerza y de mala gana, cuando su proyecto de unificación por medio de la coacción misionera, armada o desarmada, parece destinada definitivamente al fracaso.

En la época del renacimiento, el espacio cerrado del dog­matismo cristiano explota bajo la presión de nuevas evidencias. El fracaso de las cruzadas, el hundimiento del imperio cristiano de oriente, consagrado por la caída de Constantinopla (1453), demuestran que la historia no se deja convertir al cristianismo. El renacimiento filológico concede una prestigiosa actualidad al mensaje espiritual del paganismo, en unos momentos en que el círculo mediterráneo de dominio helénico y judeocristiano ve desbordadas sus fronteras gracias a la empresa de los des­cubridores de tierras lejanas. Se toma contacto con humanidades diferentes y, sin embargo, contemporáneas. La doble metodolo­gía de la guerra santa y de la misión se aplica a estas nuevas áreas, con un éxito indiscutible. Pero lo mismo que el islam resistió y sigue resistiendo a las evidencias cristianas, también otras comunidades lejanas, en la India, en China, en Japón, se muestran difícilmente penetrables a las ideas de occidente; a diferencia de los salvajes indefensos, estos pueblos poseen tra­diciones religiosas antiguas y coherentes, capaces de resistir a

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la propaganda misionera. Al mismo tiempo, la comunidad oc­cidental ve puesta en entredicho su unidad por obra de la re­forma, que rompe la unidad de fe sin que llegue a restable­cerla la represión.

El renacimiento y la reforma constituyen un desafío, a la vez interno y externo, al monolitismo cristiano. La unidad religiosa, exigible en derecho, no existe sin embargo de hecho. La mayor parte de los teólogos se contentarán con reafirmar sus dogmáticas escleróticas; pero habrá también algunos espí­ritus, menos ciegos, que tomen conciencia de ese desnivel pa­radójico que va creciendo entre la reivindicación universalista del totalitarismo cristiano y la situación real del mundo en los umbrales de la época moderna. Para una pequeña élite, el plu­ralismo religioso, ligado a la idea de tolerancia, es una solu­ción de recambio, una postura de repliegue a la que no cabe más remedio que resignarse, dado que han fallado las esperanzas católicas. El cardenal Nicolás de Cusa, en su De pace fidei (1453), intenta hacer dialogar a las religiones que acaban de combatirse sin piedad en los muros de Bizancio. Y cuando las guerras de religión desgarren a la cristiandad, Guillaume Postel (De orbis terrae concordia) (1544), Jean Bodin (1529-1596) (Col-loquium Heptaplomeres, obra postuma) y Sébastien Castellion (1515-1563), desarrollarán un pluralismo de resignación, cuya afirmación más clara se encuentra, matizada de escepticismo, en Montaigne.

El pensamiento renacentista se presenta en muchos aspectos como una segunda patrística; se trata de una tarea idéntica: la de negociar un concordato entre la situación cultural y la ins­piración religiosa. Pero los padres de la iglesia se encontraban en una situación de privilegio; el cristanismo, después de haber ganado la partida, iba recuperando las ruinas de la tradición pagana. En la época del renacimiento se han invertido las posi­ciones: la fe tradicional, heredera de un pasado milenario, choca con la contradicción de unas fuerzas nuevas, dueñas del porvenir. La segunda patrística, cuya figura más representativa es Eras-mo, no está ya caracterizada por el triunfalismo de antaño; intenta salvar todo lo salvable, pero tiene que realizar una obra de purificación de las escorias y condenar los errores y abusos

Religiones y religión 231

del catolicismo, que se había dejado corromper por sus éxitos. La iglesia romana no puede aceptar esta relativización; el con­cilio de Trento mantendrá desesperadamente todas las posicio­nes discutidas, y la contraofensiva logrará con mayor o menor fortuna salvar la cara del imperialismo católico durante otros cuatro siglos.

Existía sin embargo en el espíritu renacentista el principio de una apologética de la diversidad, basada en la idea de la fecundidad intrínseca de la divinidad. Una axiomática teológica unitaria reduce los designios providenciales a la medida de cálculos humanos. La pluralidad, la contradicción, lejos de des­honrar a Dios, podrían constituir unos medios de expresar en la inmanencia la riqueza infinita del ser en el que se realiza la coincidentia oppositorum, la unidad y la conciliación de los opuestos. Si se admite entre el hombre y Dios una diferencia de naturaleza, la trascendencia de Dios se expresa por la irre-ductibilidad de los caminos divinos a una aprensión humana que permitiese a la criatura tomar las medidas de su creador. La diversidad de las expresiones corresponde a la falta de ade­cuación del espíritu finito cuando se trata de hacer justicia a lo infinito. Nicolás de Cusa escribía: «La fecundidad inago­table de la sagrada escritura se desarrolla de diversas maneras por los diversos intérpretes (inexplicabilis divinae scripturae fecunditas per diversos diverse explicatur), de tal manera que su infinitud se manifiesta a propósito de semejante variedad. Es sin embargo la unidad del verbo divino la que brilla a través de todos ellos».22 Esta afirmación anterior a la reforma habría podido aplicarse a esta misma reforma; Leibniz ha re­tenido algo de esta idea en su concepción tan matizada de la comunidad cristiana, frente al totalitarismo de Bossuet.

Un texto del platónico Marsilio Ficino enseñaba, en los úl­timos años del siglo xv: «No hay nada que sea tan desagradable a Dios como ser despreciado, no hay nada que le complazca tanto como ser adorado... Por eso, la divina providencia no

22 NICOLÁS DE CUSA, Carta a Aindorffer (22 septiembre 1452), en CASSIRER, Individuum und Kosmos in der Philosophie der Renaissance. Teubner, Leipzig 1927, 76.

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ha permitido que hubiera jamás ninguna región del mundo que estuviera totalmente privada de toda religión, aun cuando haya permitido que los ritos de adoración variasen con los lugares y los tiempos. Puede muy bien pensarse que esta especie de variedad, ordenada por Dios, ha suscitado en el universo una especie de maravillosa belleza. El supremo soberano se preocupa más de ser honrado sinceramente que de ser honrado por tales comportamientos mejor que por otros... Prefiere ser honrado de cualquier manera, incluso de una manera poco conveniente, con tal de que sea humana, antes que verse privado de todo culto por motivos de orgullo».23 Si la imperfección congénita de los hombres condena a toda religión a una falta de adecuación, entonces todas las religiones, falsas hasta cierto punto, son también hasta cierto punto auténticas.

El principio de esta apologética no habría de ser admitido por las autoridades eclesiásticas; se comprende el horror con que Bossuet habría rechazado semejante idea. Pero el dogmatis­mo chocaba con el mentís de los hechos. Los viajeros, los mi­sioneros, demostraban la universalidad de la exigencia religiosa, la diversidad de cultos en la faz de la tierra, al mismo tiempo que la existencia de parecidos asombrosos entre las diversas concepciones y comportamientos de los hombres religiosos, a pesar de las distancias que los separaban. A partir de en­tonces, existía de hecho la variedad de religiones, con la fuerza suficiente para no poder ser negada de derecho; el inventario de los pueblos del mundo ofrecía a la naciente curiosidad et­nográfica una serie de informaciones que deberían desconcertar a la buena conciencia cristiana, dividida ya contra sí misma por las disidencias internas. En los pretendidos paganos se en­contraba una práctica de las buenas costumbres y de la virtud, tal como a veces dejaba de desearse entre los cristianos. Si el árbol se reconoce por sus frutos, resultaba paradójico que los adoradores de los dioses falsos superasen en muchos puntos a los cristianos orgullosos, avaros y crueles, más infieles que los infieles. A pesar de todas las diferencias, el observador im­parcial reconocía la unidad de la familia humana, en cuyo seno

MARSILIO FICINO, De christiana religione, c. IV, cit. Ibtd.

Religiones y religión 233

la cristiandad occidental no era más que una minoría. La empre­sa misionera por la propagación de la fe no era suficiente para atribuir al cristianismo el monopolio que pretendía, sobre todo antes de haber conseguido la unidad en su propio seno.

De esta forma, se fue abriendo camino la idea de que existe una dimensión religiosa del espacio mental, independiente de las obediencias particulares, y según la cual pueden todas ellas reagruparse de cierta manera. Aun cuando se admita una prio­ridad o una superioridad del cristianismo, no es posible negar toda significación a las demás religiones. Todas ellas deben ser, en cierta manera, comparables entre sí, lo cual presupone la constitución de una epistemología y de una axiología, capaces de definir los fines y los valores de los diversos sistemas reli­giosos. En todo esto no hay nada que resulte particularmente chocante para un reformado, un luterano o un anglicano, cons­cientes del hecho de que su denominación es una denominación entre otras varias. El reformado sabe que su opción no es la única posible; tampoco a un anglicano se le ocurriría considerar, aun cuando deteste el papismo, que los luteranos son unos impíos. Los ingleses, que no querían un rey católico, aunque fuera inglés, aceptaron de buena gana un rey calvinista holan­dés en 1688, y más tarde un rey luterano y hannoveriano.

En el seno mismo de la iglesia romana, la más absolutista de las denominaciones cristianas, algunos misioneros de la India y de China, en contacto con las espiritualidades locales, descu­brieron que éstas no estaban desprovistas de autenticidad hu­mana. Pensando en asegurar la penetración del mensaje cris­tiano en aquellos ambientes ya ricos en tradiciones morales, pusieron a punto un lenguaje ritual, en el que el catolicismo se revestía de hinduismo o de confucianismo. Por muy intere­sados que fuesen los misioneros jesuítas, el rito malabar supone un contacto positivo entre el budismo y un cristianismo que no se contenta con lanzar el anatema contra los demás. Pero Roma no se engañaría al condenar en el siglo xvn los ritos malabares, de la misma manera que condenó en repetidas ocasiones, incluso en 1742, las «ceremonias chinas». A pesar de su resultado ne­gativo, esta discusión sobre los ritos demuestra, en ambientes

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católicos, el tímido presentimiento de un comparatismo religioso que no excluye una compatibilidad entre las religiones.

El absolutismo cristiano fracasó; no existe una religión ab­solutamente verdadera. Consiguientemente, las religiones exis­tentes no se excluyen unas a otras, sino que son más bien com­plementarias. Si existe una pluralidad de religiones, cada una de ellas puede situarse en el camino humano de la verdad, pero cada religión mira hacia una verdad que no le pertenece en propiedad, que la engloba y la supera, y que puede, en virtud de su trascendencia legítima, justificarla o desmentirla. A partir de entonces, cabe una reflexión en el seno de un espacio men­tal de estructura diferente, ya que cabe la posibilidad de re­ferirse a una esencia de la religión que trasciende a las reli­giones históricas.

Para los espíritus ilustrados del siglo xvm, el fracaso del dogmatismo teológico tiene como corolario un fracaso del dog­matismo metafísico. Ninguna religión puede arrogarse el derecho de juzgar a todas las demás; ninguna razón humana puede pre­tender ser arbitro soberano de la competencia entre las reli­giones. Esta reserva ontológica caracteriza a espíritus tan di­versos entre sí como Locke, Bayle, Fontenelle, Hume y Kant. El terreno religioso es el lugar en donde se lleva a cabo el debate en conciencia de las restricciones impuestas al ejercicio del co­nocimiento. Puesto que ninguna revelación religiosa ha logrado someter a las demás bajo su supremacía, es a la inteligencia humana a quien corresponde la tarea de descubrir un lenguaje común entre los hombres de buena voluntad; el nuevo ecume-nismo será el de la crítica racional, con exclusión de todo triun-falismo. Este es precisamente el significado de la idea de tole­rancia que se impone en el orden social y político, lo mismo que en el orden especulativo.

La actitud tolerante encuentra su justificación en el descu­brimiento tardío del hecho de que la palabra religiosa no es una palabra de Dios, sino una palabra humana. Si la teología dogmática se encuentra en situación de inferioridad, es que el teólogo les resulta a los espíritus avisados semejante a aquel asno cargado de reliquias de la fábula de La Fontaine. El teólo-

Religiones y religión 235

go es el depositario de cosas sagradas, pero no es más que un asno si atribuye a sus propias construcciones intelectuales una validez trascendente y sagrada, que no tienen ni mucho menos. Gran parte de los nuevos maestros del pensar cristiano no son teólogos especializados, ni siquiera hombres de iglesia. Herbert de Cherbury y Locke, Hume y Rousseau, Lessing y Kant son laicos; este hecho es el síntoma de una desacralización del dis­curso religioso. Ha llegado la hora de la descalificación de los teólogos, hasta tal punto que los pensadores más originales, a mediados del siglo xvín del luteranismo alemán, se dirán «neó­logos, lo cual es una manera, para aquellos hombres general­mente eclesiásticos, de anunciar la renovación de las posiciones teóricas, evitando la utilización de la palabra teología, teñida de sospechas.

La evolución conduce a una desestabilización de las igle­sias, como consecuencia de su general descalificación. La ver­dad religiosa acusa ese espíritu propietario de las instituciones eclesiales, cuando pretenden tener la exclusividad del mensaje divino. Todas las religiones se encuentran en desventaja res­pecto a la plenitud de la religión en espíritu y en verdad, rea­lidad escatológica, como esa iglesia invisible, según el lenguaje cristiano, que reuniría en la fraternidad a todas las iglesias vi­sibles. Esa religión descalifica a todas las religiones, pero al mismo tiempo las cualifica a todas en nombre de un dogmatis­mo espiritual que tiene autoridad sobre todos los dogmatismos confesionales. Existe un punto en el horizonte último de la historia, hacia el que convergen las buenas voluntades religio­sas: ese foco imaginario es el que presentía Leibniz, en el que Voltaire fraterniza con los cuáqueros y en el que el cristiano Lessing se encuentra en armonía con el judío Spinoza, según la sabiduría del sabio Nathán.

Este es el fundamento en el que se basa la renovación de la epistemología religiosa. Hay que renunciar a la idea simplis­ta de que las religiones pueden revestir una verdad cero o una verdad infinita; ninguna religión puede decirse absolutamente verdadera, pero tampoco puede decirse de una de ellas que sea absolutamente falsa. La actitud religiosa es una función uni­versal de la conciencia humana; todas las confesiones expresan

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una común intención de lucidez con mayor o menor fidelidad; no todas se sostienen, pero la diferencia entre ellas está dentro del orden de más o menos, y esto permite establecer compara­ciones entre las diversas formas, sin anatematizar a ninguna. El pluralismo religioso autoriza un análisis comparativo entre los sistemas existentes, según el presupuesto de una unidad subya­cente a la variedad indefinida de las formas. La relatividad no es ni mucho menos un signo de error, sino que ofrece un prin­cipio de evaluación. Las religiones del mundo forman parte de la historia del mundo; la ciencia de las religiones pasa por la historia comparada de las religiones. La vida religiosa lleva con­sigo una intención de eternidad, pero se realiza en el tiempo y se ve sometida a la condición restrictiva de la caducidad y de la renovación de sus formas.

Una vez más la obra de Bossuet nos ofrece un buen ejem­plo. La tesis de la Histoire des variations des églises protestan­tes (1688) es que cualquier diferencia, cualquier modificación, es un signo de error, ya que la verdad, según la fórmula de Vicente de Lerins, es quod ubique, quod semper, quod ab óm­nibus. Pues bien, ninguna doctrina, ni siquiera la doctrina ca­tólica, puede apelar a semejante inmutabilidad, que es un signo de muerte, más que de vida. En la teología no es Dios, sino el hombre, el que habla a Dios, de forma que las «variaciones» no designan más que la renovación del pensamiento dentro de la renovación de los tiempos. La argumentación de Bossuet se vuelve en contra de él; la caída de los absolutos teológicos tiene como contrapartida el impulso de las ciencias religiosas, que constituirán en adelante una de las rúbricas fundamentales de los inventarios culturales. Si, como creía Bossuet, la iglesia de Roma había recibido como depósito exclusivo y perpetuo la absoluta verdad de Dios y del mundo, la tarea del teólogo no consiste en repetir indefinidamente esas afirmaciones eternas bajo su forma más literal. Pero si los hombres no pueden llegar más que a una aproximación humana de la verdad de Dios, entonces la teología se convierte en una investigación, cuyos resultados tienen que verse continuamente cuestionados. Cual quier afirmación de la verdad divina es una afirmación huma­na, sellada por las circunstancias particulares de lugar y de

De la mitología comparada a la historia de las religiones 237

tiempo en que ha sido formulada; entonces, las significaciones religiosas representan una aproximación a la divinidad en el lenguaje propio de cada época; la época siguiente tendrá que volver a comenzar la empresa de definir una fidelidad que sea propia de ella, según las modalidades de su relación con el mundo. La religión se inscribe en la rápida transformación de las formas que caracteriza a la civilización occidental desde el renacimiento; los esquemas del arte y del pensamiento, de la política y de la ciencia han sufrido considerables renovaciones. Las formas religiosas son solidarias de las demás estructuras culturales, de las que sacan tanto el lenguaje arquitectónico o musical, para el servicio del culto, como el lenguaje intelectual y científico para las necesidades de la doctrina y de la apolo­gética. El cristianismo no puede pretender una inmutabilidad, que sería por otra parte un signo de esterilidad.

Continuador de las grandes empresas del siglo de las luces, Ernest Renán resumiría en unas cuantas fórmulas este movi­miento del pensamiento: «El mayor progreso de la reflexión ha consistido en sustituir la categoría del ser por la categoría del devenir, la concepción de lo absoluto por la concepción de lo relativo, la inmovilidad por el movimiento».24 También con Renán podríamos decir que, para las mejores cabezas de la Aufklarung, «la ciencia del espíritu humano es... la historia del espíritu humano».25

3. De la mitología comparada a la historia de las religiones

Una vez admitido el principio de la permanencia de las relaciones del hombre con Dios, se hace posible la historia de las religiones, como una mirada retrospectiva de las formas que reviste en los diversos espacios y tiempos la exigencia re­ligiosa de la humanidad. Si se reconoce, y no hay más remedio

•' E. RENÁN, L'avenir de la science, ed. Calmann-Lévy, 182. " E. RENÁN, Averroes et l'averro'isme, prólogo a la 1.* edición (1852);

cd. Calmann-Lévy, VI.

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238 Aparición de las ciencias religiosas

que reconocerlo, que Dios no puede estar ausente de una fase cualquiera de este mundo que ha creado, no es posible conten­tarse con una repulsa global de las sociedades no cristianas, que privaría de la verdad a la mayor parte de la humanidad. Habrá una nueva apologética que se esforzará en manifestar la presencia del verdadero Dios bajo el reino de unas divinidades que en primer análisis se habrían podido creer falsas. Como ya hemos visto (cf. más arriba, las páginas 225 y siguientes), los padres de la iglesia, y luego los maestros del humanismo, pu­sieron ios principios de esta revalorización retrospectiva. El desarrollo de los estudios antiguos dio una nueva actualidad a estos presentimientos. Los filólogos son devotos de la cultura clásica, al mismo tiempo que cristianos; necesitaban justificar su doble fidelidad demostrando que sus inspiradores antiguos no incurrían ni mucho menos en la condenación eterna por culpa de su impiedad. Erasmo pone a Sócrates en el catálogo de los santos, o poco menos. Un Homero, un Cicerón, un Vir­gilio, un Plutarco, no merecen verse tratados como reprobos.

La revaloración de las religiones antiguas lleva consigo una nueva lectura y un desciframiento de la mitología, que los mo­dernos iban descubriendo a través de las colecciones y recopi­laciones de una edad más tardía, en donde las tradiciones auténticas se veían reducidas al estado de historietas más o menos infantiles. La leyenda dorada de los dioses y de los hé­roes, organizada a modo de mitología sistemática por los co­mentadores y lexicógrafos alejandrinos, había perdido el sen­tido de la exigencia mítica en su plentitud original, solidaria de un comportamiento ritual que aseguraba la inserción del hombre en el grupo y la inserción del grupo en el universo. La imaginación de los poetas, de los cuentistas y de los artis­tas había acabado tomando bajo su control esas tradiciones, que perdían de esa forma su verdadero sentido para sobrevivir bajo la forma de fantasías libres y divertidas. Al cabo de un milenio, no quedaba de la teología antigua, de finales del mundo anti­guo, más que unos cuantos cuentos y leyendas, un folklore ade­cuado para divertir a los espíritus simples con las aventuras de Marte y de Venus, la expedición de los argonautas y los traba­jos de Hércules o las hazañas de Teseo. La fábula pedagógica

De la mitología comparada a la historia de las religiones 239

representa el estado residual de un saber inicial vacío de su sustancia.

La devoción humanista de los filólogos tenía que remon­tarse a las fuentes. Tomar en serio a Homero y a Virgilio, o a Plutarco, era buscar la significación que podía tener a sus ojos la teología pagana. El tema de la correlación entre la re­velación bíblica de Moisés y de los profetas y la religión de Egipto, considerado como origen y maestro de Grecia, ofrecía el principio de una rehabilitación. El De genealogía deorum gen-tilium de Boccacio, redactado entre 1350 y 1360, es una suma de la mitología antigua, recopilada de los trabajos latinos de la última época, de los que algunos eran conocidos en la edad me­dia. Boccaccio acepta sin críticas las indicaciones que recoge; sus interpretaciones son muchas veces fantásticas; pero enuncia la tesis según la cual los poetas y los filósofos camuflaron bajo las apariencias del mito o de la fábula unas cuantas verdades reservadas a los que eran capaces de descifrar la alegoría. La erudición de Boccaccio demuestra una curiosidad que revaloriza los mitos antiguos por obra de la suposición de un sentido es­piritual oculto; el método alegórico es también el mismo que aplicaban los cristianos a la lectura de las escrituras. Los mitos son parábolas paganas, cuyo conocimiento vale la pena con­servar.

La autoridad de Boccaccio debía imponer su manera de ver a la mayor parte de los filólogos renacentistas; sus interpreta­ciones son eclécticas; la exégesis mitológica, lo mismo que la exégesis bíblica, se deja extraviar por el juego de analogías y de figuras. Para que sea posible algún progreso, habrá que aguardar, si creemos a Jan de Vries, a las Mythologiae sive ex-plicationum fabularum libri X, del italiano Natalis Comes, apa­recidas en Venecia en 1581. La nueva explicación de las fábu­las parte de la idea de que los mitos antiguos presentan una primera etapa del pensamiento filosófico, relacionado a su vez, según la teoría patrística, con la tradición bíblica. «Los mitos serían misterios, que ocultan pensamientos relativos a la esen­cia de la divinidad»;26 el politeísmo no es incompatible con la

26 J. DE VRIES, Forschungsgeschichte der Mythologie. Karl Alber, Frei-burg-München 1961, 68.

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unidad de Dios, cuyos diferentes aspectos se contentan con des­componer o analizar, para ponerlos al alcance de las inteligen­cias humanas. La verdad fundamental de las afirmaciones mí­ticas se habría perdido de vista posteriormente, cuando los fi­lósofos empezaron a poner en claro aquello mismo que era el contenido latente de los mitos.

«Me parece, escribe Natalis Comes, que nadie se ha atre­vido hasta ahora a explicar los mitos precisamente porque no se ha comprendido su valor intrínseco; o que, cuando uno na emprendido esta tarea, ha encontrado una explicación que sólo tenía en cuenta la corteza exterior y vulgar de los mismos, ofre­ciendo entonces una explicación vulgar y cotidiana. Pero, al menos por lo que me consta, no ha habido nadie que haya puesto en claro de una manera satisfactoria los secretos más profundos y más ocultos de los mitos, nadie que haya extraído de sus más espesas tinieblas las enseñanzas de la filosofía, que son las que explican los comportamientos y las fuerzas de la naturaleza, las que forman las costumbres y regulan nuestra vida, las que pueden dar cuenta de los movimientos de los as­tros y de sus efectos... Y esto me parece tanto más sorpren­dente cuanto que nosotros no podemos comprender ni las fór­mulas ni la intención de los poetas, de los filósofos o de cual­quier otro autor, si no llegamos a forjarnos una idea concreta de lo que significan las fábulas en cuestión».27

Se va imponiendo la idea de la existencia de un tesoro oculto en la sabiduría mítica, disimulada detrás del contenido manifiesto que los sabios y los poetas habían presentado como pasto a la curiosidad de unos pueblos incultos, incapaces de un acceso directo a la verdad. Esta tesis aparecerá con frecuen­cia hasta finales del siglo xvm. Las fábulas representan una prehistoria del pensamiento, la infancia de la razón. Según Ba-con, Homero y Hesíodo nos han transmitido simplemente un saber tradicional, que se remontaba mucho más allá; hay que considerarlo, «no como el producto de su época o la invención de los poetas, sino como la reliquia sagrada, el amable mur-

" NATALIS COMES, Mythologiae sive explicationum fabularum libri-decem, I, 1-2 (1581), en J. DE VRIES, O. C, 68-69.

De la mitología comparada a la historia de las religiones 241

mullo y la inspiración de otros tiempos mejores que, proce­diendo de otras tradiciones y pueblos más antiguos, llegó final­mente hasta las flautas y trompetas de los griegos».28 El tra­tado De la sabiduría de los antiguos propone una serie de interpretaciones alegóricas de las divinidades clásicas; Bacon reconstruye una edad de oro fantástica de la sabiduría tradicio­nal, perdida y vuelta a encontrar.

Habrá gran número de filólogos que se dedicarán a la mi­tología y. que intentarán reconstruir las etimologías del pensa­miento fabuloso, relacionándolo con la tradición hebrea. Daniel Heinsius (1580-1665) opina que la mitología griega fue susci­tada por unos cuantos temas difundidos por los fenicios, veci­nos de los hebreos. El erudito Samuel Bochart (1559-1667), en su Geographia sacra (1646), sostiene que los dioses griegos tienen orígenes cananeos o judíos, y que los fenicios sirvieron de mensajeros a su difusión. Las analogías entre ciertos temas paganos y los relatos del Antiguo Testamento presentan algu­nas pruebas en apoyo de estas tesis: el alemán Ezechiel Span-heim (1629-1710) ve en la leyenda de las manzanas de oro del jardín de las Hespérides una réplica de la historia del árbol del conocimiento en el paraíso terrenal. El francés Daniel Hust (1630-1721) utilizará métodos análogos en su Demonstratio evangélica que, con el pretexto de justificar el mensaje cristia­no, vincula a la mitología con la tradición bíblica; en virtud de unas cuantas correspondencias analógicas sistemáticamente desarrolladas, el dios egipcio Theuth se identifica con Mercu­rio, el cual a su vez se identifica con Moisés, que vuelve a aparecer en la persona de Osiris, de Apis, de Serapis, de Anu-bis, de Vulcano y de Tyfón. Un resumen de todas estas atre­vidas inducciones puede encontrarse en la obra del erudito holandés Gérard Vossius (1577-1649), titulada De theologia gentili et pbysiologia christiana sive de origine et progressu ido-lolatriae (1642); se establece un panteón común sobre el prin­cipio de la asimilación de las divinidades egipcias, fenicias y griegas, a ciertos personajes bíblicos; las analogías lingüísticas autorizan las más atrevidas semejanzas. Vossius opina que la

28 BACON, De sapieníia veterum, prólogo, en B. WILLEY, The 17th

century Background. Penguin Books 1962, 187.

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mitología es la creación artificial de unos hombres que han vuelto la espalda a la verdad, pero esa verdad permanece en estado de latencia en la enciclopedia de los mitos, en donde la fidelidad cristiana puede ir a recoger todo cuanto le per­tenece.29

Estas interpretaciones se basan en una filología fantástica, en una historiografía incierta, y representan, no ya una ciencia, sino más bien una mitología de la mitología, que es la primera etapa, prehistórica, de la historia de las religiones. Para las ne­cesidades de la apologética los eruditos conciben un campo uni­tario de representaciones religiosas. Los medios sospechosos, si no fraudulentos, permiten situar en un espacio común tradicio­nes diferentes, si no opuestas. A pesar de la diferencia de pan­teones y de teologías, en un segundo análisis todas las religio­nes tienen que inscribirse en un esquema común, ya que pro­ceden de una misma intención.

El deísmo sacará sus argumentos de esta unificación de las mitologías cuando intente descubrir la esencia común de las re­ligiones. La investigación mitológica admite en sus comienzos que la verdad está presente en todas partes, pero que la reve­lación judeocristiana representa el origen único de esa verdad difusa, lo cual obliga a los eruditos a realizar verdaderas acro­bacias sospechosas para encontrar las pretendidas etimologías bíblicas del paganismo. Una solución más sencilla habría sido reconocer una comunidad de significado, que se refiriese no ya a una religión entre las demás, sino a una unidad inmanente a los diversos proyectos mitológicos y confesionales: la religión esencial, anterior y superior a sus encarnaciones históricas. La revelación cristiana, más perfecta que las demás, no sería en­tonces más que una de tantas revelaciones, y esto evitaría mu­chas empresas discutibles de arqueología mitológica. La gene­alogía de las religiones se arraigaría entonces, no ya en la afir^ mación judeocristiana, sino en una afirmación religiosa univer­sal coextensiva a la humanidad en el espacio y en el tiempo.

Este esquema pone en cuestión el monopolio cristiano dé

29 Para más detalles, cf. la obra citada de J. DE VRIES, 70 ss.

De la mitología comparada a la historia de las religiones 243

la verdad. Irá afianzándose poco a poco, hasta llegar a la con­cepción de la religión natural, independiente de la revelación histórica tal como la interpreta la tradición bíblica. La obra de Herbert de Cherbury (1581-1648), evocada anteriormente, re­presenta una etapa importante en la fijación de esta nueva in­terpretación. El De vertíate (1624) intenta poner remedio a las luchas confesionales por medio de un arbitraje racional, suscep­tible de descubrir una profesión de fe común, independiente de los partidismos eclesiásticos. El De religione gentilium erro-rumque apud eos causis, redactado entre 1642 y 1645, pero pu­blicado en 1663, después de la muerte de su autor, aplica la tesis del De veritate a las religiones paganas. El análisis siste­mático del dato religioso lleva a un sumario en cinco artícu­los de la religión universal: existencia de un Dios supremo, al que hay que rendir un culto basado esencialmente en la virtud y en la piedad; necesidad del arrepentimiento y de la expiación por los pecados cometidos; justicia divina en esta vida y en la otra, que asegura el castigo o la recompensa según los méri­tos y deméritos de cada uno.

Cherbury concibe un monoteísmo original independiente de la tradición bíblica y, por consiguiente, capaz de una autentici­dad religiosa intrínseca sin referencia al cristianismo. El paga­nismo ha degenerado para perderse en la idolatría y en la fa-bulación más absurda. De esta deformación sistemática son cul­pables los sacerdotes, que han abusado de su autoridad para someter a las masas bajo el yugo de supersticiones abusivas que les reportaban buenos beneficios a sus inventores. Herbert de Cherbury se eleva contra esta desnaturalización de una intuición espiritual auténtica; también a los padres de la iglesia les re­procha el haber falsificado, por su intención polémica, el ver­dadero rostro del paganismo.

El De religione gentilium representa un intento de historia comparada de las religiones. Para justificar los cinco artícu­los de la religión universal, Cherbury procede a un inventario descriptivo de las representaciones paganas relativas a la varie­dad de las apelaciones de Dios; analiza los diversos cultos al sol y a los planetas, a la luna, a las estrellas; vienen a conti­nuación los cultos relativos a los cuatro elementos de la nsi-

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ca: el aire, el agua, el fuego y la tierra, para concluir con el culto a los héroes. Bajo esta variedad de mitos y de ritos, se trata de encontrar la fidelidad a un Dios único, desviada mu­chas veces de su objeto. Distinguiendo entre lo esencial y lo accidental, Cherbury pretende rehabilitar, bajo las apariencias de la idolatría pagana, una religión en espíritu y en verdad, de la que el emperador Juliano, en particular, le parece ser un testigo perfectamente honorable.30

El racionalismo religioso sirve de base a la posibilidad de una historia de las religiones liberada del hechizo judeocristia-no. Es posible estudiar las religiones en sí mismas y reconocer la autenticidad de su inspiración, sin tener por qué respetar el presupuesto de la concordancia o de la derivación respecto al prototipo mosaico. Hasta entonces, el dominio cristiano tenía que absorber a todas las religiones del mundo; los misioneros, cuando descubrieron en el extremo oriente ciertas indicaciones religiosas dignas de todo respeto, estaban convencidos de que se trataba de algunas chispas o reliquias de cristiandades anti­guas que se habían perdido por aquellos lugares. Herbert de Cherbury plantea una nueva problemática; concibe un espacio religioso, basado en la razón universal, del que el cristianismo constituye sólo una provincia, privilegiada sin duda alguna, ya que goza de una revelación particular, pero que tiene que aceptar situarse entre las demás provincias de la espiritualidad mundial.

La distinción entre religión natural y revelación sobrenatu­ral, aplicada al principio solamente a los cultos no cristianos, alcanzará en seguida al propio cristianismo. El Tractatus tbeo-logico-politicus de Spinoza (1670) se presenta como un alegato en favor de la libertad religiosa, basado en el análisis del men­saje bíblico. Cherbury distinguía entre lo esencial y lo acciden­tal en la mitología pagana; Spinoza, con una atrevida iniciativa se dedica a aplicar un análisis del mismo orden a los libros del Antiguo Testamento. Esto equivale a poner en relieve la exis-

30 Las obras de Herbert de Cherbury han sido reeditadas, con pró­logos de G. Gawlick, en las ediciones F. Frommann, Stuttgart-Bad Cann-statt 1966, 3 vol.

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tencia de una especie de mitología judeocristiana, engendrada por los mismos factores psicológicos y sociales que desnatura­lizaron al paganismo: predominio de la imaginación fabuladora, impostura de los sacerdotes. La revelación histórica, alterada por el desgaste material de los documentos,, traiciona en mu­chos puntos a esta religión de la razón, a la que tenía que ser­vir de vehículo. Spinoza radicaliza la argumentación de Cher­bury introduciéndola en el santuario mismo de la verdad cris­tiana, cuyo absolutismo se ve amenazado a la vez por dentro y por fuera.

Los espíritus libres de la ilustración desarrollan con mayor o menor osadía los principios definidos por Herbert de Cher­bury y Spinoza. Tanto en mitología como en astronomía, el mérito de Fontenelle consiste sobre todo en la virtud de su estilo, al vulgarizar en un francés elegante lo que los iniciado­res habían publicado en un latín bastante ramplón. Sus dos pequeños tratados, la Histoire des oracles (1686) y el Origine des jabíes, publicado en 1724, pero anterior sin duda alguna al texto anterior, según J. R. Carré, son estudios de mitología comparada y de historia de las religiones, basados en el pre­supuesto de una revelación original de la verdad a la especie humana, que parece constituir la contrapartida epistemológica del monoteísmo primitivo tal como lo concibe Herbert de Cher­bury. Las fábulas y los oráculos, los mitos y los ritos, no son más que degeneraciones y enfriamientos de aquella epifanía pri­mitiva de la verdad que los primeros hombres, o mejor dicho, los segundos, víctimas de sus malos consejeros, se dejaron es­capar. Los fenómenos religiosos proceden de una patología del pensamiento inducido a error por los sacerdotes; pero el espí­ritu humano puede también mistificarse a sí mismo haciendo que predomine la imaginación sobre la razón, cuando se trata de explicar los fenómenos naturales. «Aunque nosotros estemos incomparablemente más ilustrados que aquellos cuyo espíritu vulgar inventó las fábulas de buena fe, volvemos a caer fácil­mente, en. aquella ingenuidad que hizo a las fábulas tan agra­dables para ellos; ellos se complacían en todo eso porque le daban fe; y nosotros nos complacemos con la misma ilusión aunque no creemos en ello. No hay nada que pruebe mejor que

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la imaginación y la razón no tienen nada que ver entre sí, y que las cosas que la razón desautoriza por completo no pier­den por eso nada de su agrado a los ojos de la imaginación».31

La historia de las religiones adquiere una mayor amplitud gracias a la psicogénesis de las representaciones religiosas. La explicación apela a la presencia en el hombre de una función fabuladora, que constituye para Fontenelle una constante de la humanidad. «Podría demostrar perfectamente, si fuera necesa­rio, una conformidad extraña entre las fábulas de los america­nos y las de los griegos».32 Los misioneros jesuitas de la Nueva Francia, alimentados en la cultura clásica, tuvieron la sensación de encontrar en las costumbres de los indios las costumbres fru­gales y guerreras de la antigua Esparta. El mundo de los mi­tos forma un conjunto de un solo orden, regido por los mismos principios de humanidad de un cabo al otro del espacio y del tiempo, y estos mismos principios no nos resultan tan extraños como parece a primera vista. Fontenelle parece presentir qué es lo que será el espacio mental de la etnología moderna. La erudición filológica deja su lugar a una interpretación de nuevo cuño. La historia de las representaciones religiosas se sitúa en la genealogía del espíritu humano.

Los lapones, los cafres y los iroqueses, lo mismo que los griegos y que los romanos, muestran cierta etapa de desarrollo del pensamiento, víctima todavía de los fantasmas de la infan­cia. Fontenelle es uno de los precursores de esa «embriogenia del espíritu humano» que reclamará Renán en el siglo xix.33 La mitología comparada será una de las pasiones del siglo de las luces, que le concederá un enorme interés, aunque sin llegar a definir exactamente la condición epistemológica que le corres­ponde.

Una sana comprensión de las representaciones mitológicas y religiosas lleva consigo la repulsa de una lógica simplista, que juzgaría únicamente de lo verdadero y de lo falso. Esta lógica

31 FONTENELLE, De l'origine des jabíes, ed. J. R. Carré, Alean 1932, 35.

32 Ibid., 30-31. 33 E, RENÁN, L'avenir de la science, 164.

De la mitología comparada a la historia de las religiones 247

bivalente induce a pensar que los mitos son falsos, esto es, que carecen de valor y de interés, ya que se derivan del error, de la ilusión o de la mentira. Anteriormente se había opuesto de una manera bastante estéril la verdad de la tradición cristiana a la falsedad de las tradiciones paganas. Pues bien, aunque sean falsos, los mitos pueden tener un significado. La teoría de la impostura de los sacerdotes, desde Cherbury hasta Voltaire y Holbach, pasando por Fontenelle, deforma la verdad histórica al suponer que un grupo clerical, en tiempos bárbaros, podía apropiarse de la verdad y reservársela para su uso, engañando al pobre pueblo con historias absurdas. Esta proyección retros­pectiva del tema de la doble verdad es anacrónica, ya que los sacerdotes primitivos comparten la mentalidad primitiva de sus contemporáneos, a pesar de todo lo que afirman obstinadamente los mitólogos del siglo de las luces. A sus ojos, los sabios de Egipto poseían la ciencia absoluta, los secretos del oro y de la vida, pero de ese tesoro sólo le repartían al pueblo una pe­queña moneda, o una moneda falsa, bajo la forma de mitos. La historia de las fábulas no es más que una historia del error vo­luntario, aguardando a que llegue la demistificación realizada por el hombre de las luces, que descifre los mitos descubrien­do en todas partes la misma verdad de razón subyacente, sin que se comprenda a qué se debe ese inmenso retraso antes de que la verdad haya podido abrirse camino. Los mitos son el atraso de una razón incapaz de coincidir consigo misma; esa razón se niega a ceder a su propia evidencia, bajo el peso de un pecado original epistemológico, y se deja hechizar por unas cuantas quimeras en vez de ponerse a seguir el camino recto de la verdad.

La curiosidad apasionada por la mitología comparada tiene mucho que ver con la relación existente entre estos estudios y el tema de las luces. El desciframiento de los mitos equivale a una liberación de la humanidad, que se mantenía aún en las tinieblas del error. Los espíritus ilustrados tienen que dar cuen­ta de esa oscuridad, ya que, como decía Spinoza, lux seipsam et tenebras manifestat; la luz da también cuenta de las tinie­blas, sitúa a las tinieblas en el gran cuadro general de una apo­logética de la humanidad. La pasión de saber y de explicar,

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consagrada antaño a la investigación teológica, tiene que aplicar­se a la investigación mitológica. Las recopilaciones que reúnen y comparan a los diversos mitos y leyendas, responden al deseo de aclarar los orígenes de las religiones al mismo tiempo que los orígenes de las sociedades. Se ve entonces que una de las funciones de las religiones consiste en asegurar, gracias a unas cuantas creencias comunes, la cohesión social. El tema de la «religión civil», como dirá Rousseau, es admitido generalmen­te, en una época en que la idea de una comunidad atea o sim­plemente laica resultaba inconcebible a los espíritus más avan­zados. De ahí la moda del euhemerismo, renovado de la anti­güedad: se admite que los grandes hombres, los bienhechores de la humanidad, pudieron ser divinizados por la gratitud pú­blica; la imaginación fabuladora pudo transfigurarlos para dar­les la estatura mítica de dioses y de héroes, protectores de la ciudad. Esta es la interpretación que se encuentra, por ejem­plo, en los artículos Fable y Mythologie de la Encyclopédie.

El comparatismo mitológico ocupa un gran lugar en las preocupaciones del siglo.34 Entre las obras principales se pue­den citar los trabajos del abate Banier (1673-1741): Explica­ron historique des jabíes (1711), ampliado y refundido en La mythologie et les fables expliquées par l'histoire (1738-1740). Estas investigaciones dieron ocasión a ciertos debates en la Aca­demia de inscripciones, con la participación activa del historia­dor Nicolás Fréret, partidario de la interpretación histórica, que intentaba encontrar un contenido real bajo las dramatizaciones legendarias de la mitología. Al lado de la alegoría racional, los mitos proponen una alegoría histórica, justificando de este modo un desdoblamiento de la hermenéutica.

El ingeniero autodidacta Nicolás Boulanger (1722-1759) so­ñaba con elaborar un «Espíritu de las religiones» en forma se­mejante al Esprit des lois; sus trabajos tendían a constituir una colección de los mitos y de los ritos de los pueblos antiguos y modernos. Después de su muerte prematura, la «camarilla dé

34 Se encontrará un estudio del pensamiento mitológico en el siglo xvni en el libro de F, E. MANUEL, The 18th Century confronts tbe Góds. Harvard University Press 1959.

De la mitología comparada a la historia de tas religiones 249

Holbach» publicó bajo su nombre una obra en tres volúmenes titulada L'antiquité dévailée par ses usages, ou examen critique des principales opinions, cérémonies et institutions religieuses et politiques des différents peuples de la terre (1766). El título proclama toda la amplitud de este proyecto, que podía servir de máquina de guerra contra el absolutismo cristiano, hundido entre la masa de religiones del universo. Entre otras obras de esta abundante literatura hemos de citar también Le monde pri-mitif analysé et comparé avec le monde moderne consideré dans son génie aliégorique et dans les allégories auxquelles conduisit ce génie (1773-1782), recopilación en nueve volúmenes debida a Court de Gébelin, hijo de un pastor del refugio de Cevennes, relacionado con los fisiócratas y los enciclopedistas, francmasón e ilustrado como su padre. Gébelin recoge los temas de la fi­lantropía de las luces; la religión está ligada a las exigencias y a las utilidades de la vida humana; es a la vez un producto de la civilización y un factor de la misma. Pero las significaciones primitivas del pensamiento religioso fueron sepultadas bajo el cúmulo de sedimentaciones de la historia. La hermenéutica de Gébelin constituye una llamada al orden, un recuerdo de los valores olvidados, de las normas del mundo primitivo que si­guen imponiéndose en la actualidad. Finalmente, última obra de una larga serie, aparece en 1795 L'origine de tous les cuites ou religión universelle, de Charles Dupuis, que propone una vez más una enciclopedia de todas las religiones reducidas a unos cuantos principios sencillos de inteligibilidad: adoración de las fuerzas vitales, de la fecundidad, conjugada con repre­sentaciones astrológicas. Los mitos y los ritos se limitan á en­tregar a los hombres de todos los tiempos y lugares un men­saje sexual y un mensaje solar; las divinidades se identifican unas con otras; las teologías y las mitologías enseñan unas cuan­tas verdades sencillas, las mismas que los revolucionarios colo^ can en la base de esa «religión civil» que pretende ser la teo-filantropía. ..r!

Esta rápida visión de una producción considerable puede servirnos para subrayar una orientación del pensamiento: el campo religioso no se identifica ya con la cristiandad solamen­te, y la ampliación del horizonte permite poner en cuestión, al

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propio cristianismo. Es verdad que no ha quedado gran cosa de todas estas especulaciones. «Este sector de la actividad inte­lectual del siglo de las luces abunda en elucubraciones pasable­mente ridiculas; atraía demasiado a los aficionados a idear sis­temas, mientras que por su parte los eruditos mitológicos se daban de muy buena gana aires de filósofos. De esta forma, reuniendo, a falta de personalidades pujantes, un amplio grupo de espíritus ocurrentes, la mitología puede presentarse en el si­glo xvm como un sector característico del pensamiento medio­cre; de hecho, vemos repetirse en ella casi ingenuamente y hasta el psitacismo los grandes lugares comunes de la época, a través de cien obras aparentemente muy distintas e incluso mu­chas veces decididamente estrafalarias... El siglo xvm ha de­vanado, ante los enigmas de la mitología, la madeja completa de su pensamiento vulgar: una verdadera mitología del si­glo XVIII, en cierto modo, en la que los creyentes deifican a la biblia, mientras que los seguidores de Newton exaltan al zo­díaco, los fisiócratas a la agricultura, los poetas a la alegoría, los historiadores al héroe; una mitología que no sería completa si, para representar algunas manías del siglo, no ocupasen allí un lugar distinguido la alquimia y el misterio».35

Se trata de un juicio severo y cabe preguntarse si es real­mente justo. Los trabajos de los mitólogos del siglo xvm care­cían de método y no practicaban ni mucho menos la crítica de las fuentes. Pero su obra, cuantitativamente considerable, re­sulta sintomática; define un campo de aplicación de la curiosi­dad; reconoce la importancia de la mitología en cuanto dimen­sión nueva para la inserción del hombre en la humanidad. Ha pasado ya el tiempo en que no se veía en las fábulas más que historietas destinadas a la diversión de los niños. Bajo el reves­timiento de las leyendas habita una verdad permanente. No cabe duda de que esta verdad está excesivamente simplificada; por otra parte, la dan como presupuesta en vez de buscarla de verdad. La traicionan los desciframientos prematuros; pero al menos ponen en evidencia la existencia de una inteligibilidad intrínseca del orden mítico, que preludia los trabajos modernos

35 J. DESHAYES, De l'abbé Pluche au citoyen Dupuis: a la recherche de la clef des jabíes, en Studies o» Volt aire, XXIV, 457-458.

De la mitología comparada a la historia de las religiones 251

de un J. G. Frazer, de un Cassirer y de un Lévy-Bruhl. Hoy ya no admitimos que todos los mitos, expresiones de una ne­cesidad fundamental del ser humano, se deriven de una fuente común, única para todos; ya no situamos «la cuna de las fábu­las» en el prestigioso Egipto, o más lejos todavía, como otros se imaginaban, en la remota Asia, por ejemplo en la India. Al menos esta última hipótesis, sostenida particularmente por el astrónomo Bailly y por Voltaire, en un tiempo en que las con­sideraciones lingüísticas no habían impuesto todavía la idea de una comunidad cultural indo-europea, tiene que ser considerada como una anticipación bastante curiosa.

No parece posible sostener que la mitología represente en el siglo xvm el pensamiento «vulgar» o «mediocre», propio de los espíritus pequeños. Todos los pensadores, incluidos los más grandes, comparten esta preocupación, que está ligada a ciertos aspectos fundamentales de su representación del mundo. El tema de la religión primitiva implica el de la humanidad pri­mitiva, y por tanto el del estado de naturaleza, que es la pre­ocupación primordial del siglo que va desde Hobbes a Rous­seau. «Las antiguas fábulas se explican perfectamente, escribe Montesquieu, por la situación en que se encontraban los pri­meros hombres, antes de que hubiesen encontrado las armas ofensivas y defensivas. Se veían presa de las bestias feroces, débiles y tímidos, y su estado tuvo que estar rodeado de incer-tidumbres o, al menos, de peligros, hasta que llegaron a inven­tar el hierro o algunas otras materias equivalentes. Por eso, todos aquellos que mataban a los monstruos eran héroes...».36

El interés por los mitos está relacionado con la arqueología de la civilización; los que creen que la comunidad tuvo unos co­mienzos miserables, tienen que ver en los mitos la expresión de un pensamiento rudimentario, engañado por sí mismo o por sus explotadores. Voltaire, espíritu nada mediocre y apasionado por estas investigaciones, no admite la arcadia original, como lo había hecho Rousseau. De ahí una repulsa de las fábulas, muy parecida a la opinión de Fontenelle: «Se podrían escribir

J° MONTESQUIEU, Mes pensées, en Oeuvres. Bibl, de la Pléiade, I, 1.350-1.351.

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volúmenes enteros sobre estos temas; pero todos esos volúme­nes podrían reducirse a dos ideas: que la gran masa del género humano ha sido y será durante mucho tiempo todavía insen­sata e imbécil, y que quizá los más insensatos de todos hayan sido los que han querido encontrar un sentido a esas fábulas absurdas y poner un poco de razón en la locura».37

Pero si el mundo de las fábulas está bajo el dominio de lo absurdo, no acaba de comprenderse por qué Voltaire se preo­cupó, tanto por él. Su propósito era el de desatontar el espí­ritu humano, y esto le obligaba a examinar todas sus produc­ciones, incluso las más erróneas. «Como la naturaleza es en todas partes la misma, los hombres tuvieron que adoptar nece­sariamente las mismas verdades y los mismos errores en las cosas que caen más bajo los sentidos y que más impresionan a la imaginación».38 La tesis de la uniformidad y de la univer­salidad de la naturaleza humana, uno de los artículos funda» mentales del deísmo, está hasta cierto punto en contradicción corí la doctrina del carácter absurdo de las fábulas. El deísmo ad­mite una consustancialidad de la verdad con la especie huma­na; por tanto, la verdad se le dio desde el principio, aun cuan­do haya podido perderse a continuación. Una vez más Voltaire, aunque afirma el carácter absurdo de las fábulas, subraya que «Cicerón y todos los filósofos, con todos los iniciados, recono­cían a un Dios supremo y todopoderoso. Habían vuelto, por medio de la razón, hasta aquel punto de donde los hombres salvajes habían partido por instinto».39

El deísmo es un «primitivismo», según la fórmula de Boas. Los mitos en su carácter absurdo son el producto de una des­viación, de un pecado original de la humanidad primitiva en contra de su propia vocación. Court de Gébelin resuelve la contradicción de los textos de Voltaire mediante la exposición

" Essai sur les moeürs. Introducción: La philosophie de l'histbire; de la religión des pretniers hommes, en Oeuvres completes, ed. Dupont 1823, XV, 25; cf. también R. TROUSSON, Voltaire et la mythologie: Bulle-tin de l'Association Guillaume-Budé (junio 1962).

K Voltaire, o. c, 25-26. " \bíd., 2 4 . ' . ' . •

De la mitología comparada a la historia de las religiones 253

dei presupuesto deísta: «Es más natural, según creo, y más fácil comprender que unos pueblos, después de haber tenido unas ideas sanas sobre la divinidad, dejaran que se fueran al­terando poco a poco mediante diversas revoluciones, en vez de creer que comenzaron con ideas absurdas, que no pueden con­cebirse en el espíritu de una sociedad de hombres todavía re­ciente y que carece totalmente de prejuicios».40

El postulado deísta obliga al siglo de las luces a hacerse cargo de este mundo de las fábulas, a título de contraprueba o de verificación de su racionalismo universalista. La irraciona­lidad del mito se ve reducida a la razón por medio del simbo­lismo; la unidad de la humanidad hace que la explicación sea en todas partes la misma. Los mitos revelan una verdad indi­recta; pero si la «clave de los mitos» es una llave que abre todas las puertas, se convierte en una mecánica elemental que por todas partes pone de manifiesto la misma alegoría. El es­pado mítico se proyecta por entero en el plano de la inteligi­bilidad racional. Todas las fábulas quieren decir algo distinto de lo que dicen; mas, por otra parte, todas las fábulas quieren decir lo mismo. Esta dogmática deja al espíritu insatisfecho, en la medida en que no le reconoce al terreno mítico una especi­ficidad intrínseca. ¿Por qué esa razón que se presupone se ha dejado extraviar por este laberinto? ¿Y por qué las grandes mi­tologías han ejercido, y siguen ejerciendo todavía, cierta fasci­nación sobre el espíritu de los hombres? ¿No habrá que admi­tir que poseen un sentido que les pertenece en propiedad, un sentido perdido y a veces encontrado, o por lo menos vislum­brado, cuando cedemos a la solicitación de un mito antiguo o exótico? La explicación deísta tiene el fallo de ser una expli­cación reductora; su uniformidad abstracta contrasta con la ri­queza concreta y variada de las producciones míticas, cuyas in­coherencias y aspectos absurdos se complace en señalar. Se ol­vida muchas veces que el mundo de la fábula es por todas partes algo así como el horizonte de las artes y de las litera­turas, cuyas obras, que se imponen al respeto de los siglos, no pueden ser consideradas como Jas consecuencias de una mistifi­cación sin validez alguna.

Citado en J. DESHAYES, a. c, 477:

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254 Aparición de las ciencias religiosas- •. .

A partir del siglo xvm, se empiezan a abrir paso ciertas nuevas indicaciones que tienden a una rehabilitación del mito en su autenticidad. Más que una desviación de la razón, les parece a algunos que la mitología podría ser una expresión de la humanidad. Ya Fontenelle, que consideraba a la mitología como una «filosofía grosera»,'11 observaba con penetración: «Los paganos han copiado siempre a sus divinidades de sí mismos; de este modo, a medida que los hombres se iban perfeccionan­do, los hombres fueron haciéndose más dioses».42 El alegorismo de la razón deja su sitio a un alegorismo de la humanidad. Casi un siglo más tarde, se encuentra esta misma idea en la pluma de Schiller: «El hombre se representa en sus dioses (in seinen Góttern malt sich der Mensch)».*1 El tema bíblico del hombre imagen de Dios queda invertido en esta ocasión; la mitología se ve revalorizada en cuanto testimonio y documento para la historia de la humanidad.

Fontenelle había soñado con escribir una «historia de la razón»,44 desmintiendo el prejuicio de una razón intemporal. Este proyecto de una epistemología genética permitiría situar la mitología como una época de la conciencia humana. Esta idea irá avanzando; la nueva alianza de la razón y de la historia sus­citará la filosofía de la historia. Se anuncia ya una clave de los mitos, que buscará su justificación, no ya en el orden de una razón en decadencia, sino en el orden de una humanidad en camino del desarrollo. La nueva epistemología presupone otra lógica distinta, en donde ya no se contenta uno con razonar dentro de los límites estrechos de la alternativa entre lo ver­dadero y lo falso; porque los mitos no son verdaderos o fal­sos, sino que significan auténticamente un estado concreto de la conciencia humana.

En el joven Turgot se encuentra este presentimiento de una

41 FONTENELLE, De ¡'origine des jabíes, 17.

tí Ibíd., 19. 43

SCHILLER, Was beisst und zu welchem Ende siudiert man Uni-versalgeschichte (discurso inaugural). Jena 1789, en Werke, ed. Beller-mann. Leipzig und Wien, VI, 189.

44 Cf. J. R. CARRÉ, O. C, 191. ;<\:

De la mitología comparada a la historia de las religiones 255

edad mítica de la cultura humana en sus comienzos. «La po­breza de las lenguas y la necesidad de metáforas que resultaba de esta pobreza hicieron que se empleasen las alegorías y las fábulas para explicar los fenómenos físicos. Se trata de los pri­meros pasos de la filosofía, como se ve actualmente en las In­dias. Todas las fábulas de los pueblos se parecen entre sí, ya que los efectos que hay que explicar y los modelos de las cau­sas que se imaginan para explicarlos son también parecidos. Hay ciertamente diferencias, pues aunque la verdad sea única y la imaginación no tenga más que un solo camino, más o me­nos igual en todas partes, no todos sus pasos son iguales. Ade­más, los seres mitológicos que se suponen como existentes están mezclados con algunas historias de hechos, por lo que son muy variados. El sexo de las divinidades, que muchas veces depen­día del género que tenía la palabra en una lengua, hizo que también variaran las fábulas en los diversos pueblos... La mes­colanza y el comercio entre las naciones hicieron nacer nuevas fábulas por obra de equívocos y de palabras mal comprendidas que aumentaron el número de las antiguas... La física cambió, sin que se dejara de creer en las fábulas, por el doble amor a la antigüedad y a lo maravilloso, y también porque la educa­ción las iba transmitiendo de siglo en siglo. Las primeras his­torias son también fábulas inventadas de la misma manera, para suplir la ignorancia del origen de los imperios».45

Turgot, bajó la influencia del presupuestó deísta, vislumbra que la mitología podría ser estudiada en sí misma y por sí misma, lo mismo que una edad mental de la humanidad. En ese mismo discurso propone un esquema en tres etapas del des­arrollo del conocimiento, evocando la ley de los tres estados de Auguste Comte. El primero de estos momentos epistemológi­cos corresponde a la edad del mito. «Antes de conocer la rela­ción de los efectos físicos entre sí, no hubo nada tan natural como suponer que eran producidos por seres inteligentes, invi­sibles y semejantes a nosotros; ¿a quién, si no, habrían de pa­recerse? Todo lo que acontecía sin que los hombres participa­sen en ello tenía su Dios; y la esperanza o el miedo hicieron

• •" TURGOT, Plan du second discours sur les progres de l'esprit humain (hacia 1751), en Oeuvres, ed. Schelle. Alean 1913, I, 306-307.

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256 Aparición de las ciencias religiosas

que se rindiera culto a ese Dios. Ese cuitó se imaginó de nuevo según las atenciones y reverencias que se tributaban a los hombres poderosos, ya que los dioses no eran más que per­sonajes más poderosos y más o menos perfectos, según fueran obra de un siglo más o menos ilustrado sobre las verdaderas perfecciones de Ja humanidad».46

El orden del mito posee una inteligibilidad intrínseca, y esta inteligibilidad es de naturaleza antropológica. Turgot sufrió la influencia de su amigo el presidente de Brosses, que publi­caría bajo el anonimato en Ginebra, en 1760, su tratado Du cuite des dieux fetiches ou paralléle de l'ancienne religión de l'Égypte avec la religión acfuelle de la Nigritie. De Brosses, que creó la palabra fetichismo, destinada a tener un gran éxito, estableció gracias al método comparativo la existencia de un ré­gimen de la conciencia religiosa, caracterizado por el culto a los seres naturales: animales, plantas, fuentes, piedras, etcétera, que se encuentra en todas las religiones del mundo, y hasta en la bi­blia; que incluso persiste a veces bajo un revestimiento cris­tiano. Una parte de este tratado está sacada literalmente del en­sayo de Hume sobre la Historia natural de la religión f El cho­que amigable entre Turgot, de Brosses y Hume resulta signifi­cativo de un estado de la conciencia europea.

De esta forma/las religiones se inscriben en el devenir de la humanidad. La edad mínima constituye una etapa en la his­toria de las religiones, en donde encuentra su lugar natural antes de la revelación cristiana. Este esquema quedó definido con toda claridad por Lessing en su pequeño tratado sobre la Educación del género humano (1777-1780). Hay una perspec­tiva providencial que reúne en su proyecto al pasado, al pre­sente y al porvenir de las religiones del mundo. «Suponiendo incluso, escribe Lessing, que el primer hombre vino al mundo con la idea de un Dios único, era imposible que este concepto transmitido desde fuera y que no había adquirido por sí mismo permaneciese mucho tiempo en su pureza primitiva. Desde que

40 Ibid., 315. •...".:-.Sobre.-el pensamiento del presidente de Brosses, cf. F. E. MANUEL,

o. c , 1 8 4 . s . •": . . . ; ' \ . - . . • ; • - - • : : : - . - • : ;:.-: . . — ; . , •:.•: . . * : . • : . : )

De la mitología comparada a la historia de las religiones 257

la razón humana dejada a sus propias fuerzas se aplicó al tra­bajo de la reflexión, dividió a lo uno inconmensurable en una multiplicidad de seres más accesibles y le dio a cada una de esas partes un signo distintivo. Así es como nacieron por un camino sumamente natural el politeísmo y la idolatría».48

El tiempo mítico duró hasta el momento en que «plugo a Dios, mediante un nuevo impulso, dar al espíritu humano una dirección mejor».49 La revelación hecha a Moisés y al pueblo judío señala un progreso en el sentido de una religión más pura, que la doctrina de Cristo perfeccionará más todavía. Pero tampoco el cristianismo constituye la etapa definitiva de la his­toria religiosa; está llamado a una superación y Lessing profe­tiza el porvenir del cristianismo como una religión en espíritu y en verdad: «Llegarán ciertamente los tiempos del nuevo evan­gelio, de ese evangelio eterno que está prometido a los hom­bres incluso en los libros de la nueva alianza».50

El universalismo deísta tenía un carácter estático: como se presuponía la razón desde el principio, cualquier modificación era una desviación más o menos incomprensible. El cambio, la historia, son el camino del contrasentido. El dinamismo de la filosofía de la historia restituye un sentido positivo a la sucesión de las edades, que justifica el advenimiento progresivo de la verdad. Cada una de las etapas del desarrollo posee una validez intrínseca, que tiene que reconocer el historiador, ya que «la revelación es la forma de educación que se le ha dado al género humano y que se le sigue dando»;51 la revelación bíblica se convierte así en un caso particular histórico de la comunicación de Dios con la humanidad. Sin duda sería ya válida para Lessing la célebre fórmula de Ranke: «Cada época está en relación di­recta e inmediata con Dios». Pero el tema del desarrollo, según la categoría de progreso, impone la primacía de la dimensión longitudinal; la diaconía se impone a la sincronía, ya que

" LESSING, L'éducation du genre humain, a. 6-7, trad. Grappin. Aubier 1946, 81-93.

"> Ibid., a. 7, 93. 50 Ibid., a. 86, 129. 51 Ibid., a. 2, 91.

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258 Aparición de las ciencias religiosas

cada etapa de la evolución se define por su relación con la etapa superior y con la etapa siguiente. La verdad no invade al presente más que por anticipación; será el final de los tiem­pos lo que cumpla el sentido de la historia. El secreto de una época no pertenece a la época; el sentido no es inmanente al momento que anima; no puede ser manifestado más que por me­dio de una extrapolación, cuya justificación última se sitúa al final de los tiempos.

De ahí él riesgo de una mutilación del sentido, dado que los hombres de tal o cual momento de la historia son considerados como testigos de una verdad que se les escapa. El cristianismo, como la edad de los mitos, es tributario de un tiempo que no ha evolucionado, en el que quedará de manifiesto su verdad, a la luz de una revelación que todavía no poseemos. Para Lessing, lo mismo que más tarde para Hegel, hay que aguardar al final de la historia para conocer el sentido de la misma. Pero ¿cómo puede un hombre situado en la historia pretender conocer desde ahora lo que sólo será conocido en el último día? Cualquier fi­losofía de la historia, en la medida en que pretenda descifrar el sentido de la historia, es negación de la historia.

Por otra parte, el presupuesto racionalista presenta el incon­veniente de separar los mitos del contexto global en que han nacido. Los hacedores de mitologías coleccionan las fábulas y crean a partir de ellas todo un mundo del discurso dotado de una especie de autonomía. La finalidad buscada parece constituir un sistema análogo a los sistemas de pensamiento creados en todas sus piezas por los metafísicos de profesión. Cada mito forma una articulación abstracta, destinada a ofrecer la expli­cación de una categoría concreta de fenómenos. Se proyectan re­trospectivamente en la conciencia mítica los esquemas de la teología o de la metafísica, como si los hombres de las edades arcaicas hubiesen razonado de la misma manera que nosotros. Este anacronismo epistemológico autoriza la teoría de la impos­tura de los sacerdotes, que no es posible más que con la condi­ción de que el pensamiento de los hechiceros y adivinos de antaño hubiese funcionado como la del jesuíta moderno.

A partir del siglo xvni, hay algunos que sospechan que el

De la mitología comparada a la historia de las religiones

mito, en su esencia, es algo distinto de la analogía anticipada di-una forma intelectual. Las primeras épocas de la humanidad están caracterizadas por una espontaneidad no refleja, que se extiende a nivel de una experiencia no reducida todavía a la razón. Las fábulas no son los elementos de una axiomática constituida en todas sus piezas por unos cuantos espíritus lúcidos; los ritos y los mitos son vividos y experimentados inicialmente; la formali-zación mitológica interviene cuando el comportamiento mítico se ve recuperado por una empresa de axiomatización, cuando está ya a punto de perder su evidencia intrínseca. La coincidencia mítica, en su validez primordial, es una orientación inmanente de la presencia en el mundo; al ser a la vez conciencia de sí y conciencia de universo, despliega un régimen de inteligibilidad concreta que consolida la estancia de los hombres dando a cada existencia la madurez ontológica que necesita.

El desciframiento racional tiene que ceder su lugar a una hermenéutica comprensiva; el sentido del mito se revela sola­mente a aquel que simpatiza con la experiencia vivida en un tiempo en que la exigencia mítica constituía un sentido y un valor de humanidad. El napolitano Giambattista Vico (1668-1743) fue el primero que tuvo la intuición de lo que significaba en su realidad viviente la conciencia mítica. Su gran obra, apare­cida por primera vez en 1725 con el título de Principios de una ciencia nueva relativa a la naturaleza común de las naciones, pro­pone una hermenéutica de las civilizaciones fundada en una revalorización de la mitología. La ciencia del universo físico ha precedido a la ciencia del universo humano, lo cual resulta pa­radójico, ya que el objeto de la física newtoniana nos resulta más extraño que el objeto de las ciencias del hombre. Nuevo Newton, Vico formula el principio de la «ciencia nueva» de las culturas: «En medio de esas tinieblas que cubren los tiempos más recón­ditos de la antigüedad, aparece una luz que no se puede apagar, una verdad que no puede ponerse en duda: el mundo civil es ciertamente la obra del hombre y por consiguiente se puede y se debe encontrar sus principios en las modificaciones de su propia inteligencia».52

52 Vico, La science nouvelle, 1725; texto de la tercera edición en 1744, trad. A. Doubine. Nagel 1953, 1. I, sec. 3, a. 331, 101.

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El pensamiento de Vico resulta muchas veces oscuro, ya que, al .ser demasiado nuevo, no dispone de un vocabulario adap­tado a las ideas que desea presentar; fue incomprendido en su tiempo y lo sigue siendo para muchos todavía. El tema funda­mental es el de un análisis de las culturas; el género de vida de un pueblo en un momento dado corresponde al despliegue de las relaciones con el mundo que viven y mantienen los hom­bres de aquel tiempo. Los mitos no son fabulaciones gratuitas, cuyos significados se desarrollarían solamente siguiendo la dimen­sión de lo imaginario, sino que constituyen la inteligibilidad in­manente de una cultura cuyas diversas expresiones remiten a una arquitectónica de las intenciones humanas fundamentales. Vico la emprende contra el intelectualismo cartesiano, según el cual los comportamientos de los hombres estarían siempre inspi­rados en motivaciones racionales. Las religiones, las instituciones jurídicas, las tradiciones de toda especie, las mismas lenguas, llevan la marca común de ese conjunto de valores, como diríamos hoy, en el que se despliega la unidad viva de una cultura.

La ciencia nueva se presenta por consiguiente como «una historia ideal eterna en cuyo plano va evolucionando a través del tiempo la historia particular de todos los pueblos; para ello se necesita partir de los orígenes de las sociedades, seguirlas en su continuo progreso, en su período de estabilización y en su final».53 Vico distingue tres edades de la humanidad, relaciona­das entre sí por una ley continua cuyo descubrimiento se atribuye a los egipcios, concesión a la moda que hacía de este pueblo el inventor de la civilización. Gracias a este ciclo ternario se van sucediendo una edad de los dioses, una edad de los héroes y una edad de los hombres, siguiendo el ritmo del eterno retorno {ricorsi), motor de la historia. La edad de las dioses es de estruc­tura teológica; la organización de la cultura está colocada bajo el patrocinio de unas divinidades trascendentales. La edad de los héroes relaciona toda la autoridad con los superhombres; es de carácter aristocrático en todos los aspectos de su cultura. Final­mente, la edad de los hombres es la de aquellos gobiernos en los que se reconoce la igualdad entre los hombres, repúblicas o

lbtd., 1. I, sec. 4, a. 348, 110.

De la mitología comparada a la historia de las religiones 261

monarquías ilustradas. Pero no se trata, para Vico, de definir unos regímenes políticos a la manera de Montesquieu; los mo­delos culturales proceden de una sociología del conocimiento y nos dan la clave de un género de vida en el conjunto de sus manifestaciones. Vico esboza entonces una ciencia de las culturas. Por ejemplo, la edad de los dioses en los orígenes de la civiliza­ción clásica, o bajo su forma renovada en la edad media, está caracterizada por una «razón poética»; es esa sabiduría la que inspira las fábulas: «Mientras que la metafísica desprende el es­píritu de los sentidos, la facultad poética quiere, por el con­trario, sumergirlo en ellos; mientras que la metafísica se eleva a las ideas universales, la facultad poética se vincula a los casos particulares».54 La representación mítica se relaciona con todas las formas del conocimiento; éste es el motivo de que «la antigua historia profana tenga en todos los pueblos unos orígenes fa­bulosos».55

La mitología, como por otra parte las religiones que le han sucedido, no es jamás una especulación gratuita, que pueda ser estudiada en sí misma y por sí misma. Todas las culturas son de esencia religiosa. Por eso, «cuando los hombres llegan a per­der el sentimiento religioso, pierden de pronto todo lo que puede relacionarlos con la sociedad y lo que les hace vivir en ella; pierden todo medio de defensa, toda posibilidad de entendimien­to mutuo; se derrumban los fundamentas del estado social y se disgrega la forma misma de su agrupación».56 La función mítica asegura entonces la cohesión social y por eso mismo merece un examen profundo y respetuoso. La hermenéutica de Vico se sitúa en los antípodas de la de su contemporáneo Fontenelle, que estaba caracterizada por una falta sistemática de respeto frente a todo aquello que le parecía ser un producto más o menos ab­surdo de la función fabuladora. Vico manifiesta para con la mi­tología el mismo respeto apasionado que Wagner; Fontenelle la considera con el escepticismo divertido de Offenbach.

El correr de los tiempos acabaría dando la razón a Vico, re-

5' lbtd., 1. III, sec. 1, c. V, a 821, 341-342. 55 lbid., 1. III, sec. 1, c. VI, a. 840, 345. 56 lbtd., conclusión, a. 1.109, 454.

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conociendo a la función mítica un significado fundamental en la definición de una edad del pensamiento, el de la «mentalidad primitiva», como dirá dos siglos más tarde Lévy-Bruhl. Pero la obra genial y confusa del sabio napolitano no llegó a imponerse al público ilustrado de su época; tenía que luchar con las co­rrientes de su tiempo, al valorar las fuerzas irracionales y al discutir el imperialismo del intelecto. Las obras de Vico fueron muy poco leídas y cayeron rápidamente en el olvido. Cuando Goethe visitó Ñapóles en el año 1787, el joven jurista Fi-langieri le reveló la existencia de «un viejo autor, cuya profun­didad insondable reconforta y edifica a estos modernos italianos amigos de las leyes; se llama Gian Battista Vico, y ellos lo pre­fieren a Montesquieu». Y Goethe dice que «echó también una ojeada a aquel libro que pusieron en sus manos como si fuera algo sagrado». Aquella ojeada fue suficiente para hacerle com­prender que «había allí presentimientos sibilinos de lo bueno y de lo justo que habrá de llegar algún día...».57 Michelet, histo­riador romántico, después de haber hecho un descubrimiento análogo, llegó más lejos que Goethe; tradujo aquel viejo libro y lo presentó al público francés en 1827, aunque no consiguió sacar a Vico de un injusto purgatorio.

La hermenéutica comprensiva, que había tenido a Vico como profeta, se vio reafirmada, independientemente de toda filiación directa, por un amigo de Goethe, Johann Gottfried Herder (1744-1803). Rebelándose contra el intelectualismo de la Aufkla-rung, Herder se esfuerza en ampliar los dominios del conoci­miento, reconociendo las diversas formas que éste puede revestir en el desarrollo de la cultura. Vico sostenía que el universo social es una creación de los hombres; Herder vuelve a encon­trarse con esta idea, que será también, un siglo más tarde, el tema fundamental de Dilthey: no vivimos en la naturaleza fí­sica, sino en un mundo cultural, cuyos aspectos son todos ellos significaciones humanas. Por consiguiente, la tarea del intérpre­te consiste en descubrir en ese paisaje tan variado de las civi­lizaciones las indicaciones de humanidad que la mirada de los hombres ha inscrito en él, y que permanecen en él como sedi-

5' GOETHE, Voyage en Italie (5 marzo 1787), trad. Mutterer. Cham­pion 1931, 193-194.

De la mitología comparada a la historia de las religiones 263

mentadas o fosilizadas. La hermenéutica se propone la misión de devolver al hombre lo que le pertenece, reactivando las ideas, los temas y los valores dormidos, olvidados en el panorama de los siglos.

Herder sueña con llevar a cabo Otra filosofía de la historia, según el título de un ensayo de 1774; es decir, no ya una filoso­fía reductora, que pretende someter bajo la disciplina de la ra­zón todos los absurdos del pasado, sino una filosofía compren­siva, que sería una «resurrección integral» de las antiguas cultu­ras, como diría Michelet, preocupado por restituir la inspiración original de las épocas culturales. La estabilización de una comu­nidad humana supone la determinación de un horizonte en donde se encuadrarían las exigencias constitutivas de la existencia. Cada espacio-tiempo habitado tiene que ser considerado como un lugar de verdad. Lo que se designa con el nombre de mitología es una forma de residencia, una estancia definitiva que contiene en sí misma el sentido de su validez y que no debe ser sopesada y juzgada demasiado a la ligera en función de una ideología ex­trínseca.

El problema de la mitología se le presenta a Herder dentro de la perspectiva de una multiplicación de la verdad, en reacción contra la idolatría de una razón intemporal, ausente de la historia de los hombres, siendo así que es realmente omnipresente, con tal de que se la sepa descifrar bajo las formas en que se encarna. Asociada a la poesía y al lenguaje, la mitología expresa la esencia simbólica vivida espontáneamente en la presencia en el mundo de unos pueblos cuyo genio no ha sido aún corrompido por las desnaturalizaciones intelectuales. El sentimiento estético es la afirmación más sublime del alma; la función fabuladora, lejos de reducirse a un juego de la fantasía, tiene que ser reconocida por lo que realmente es, o sea, divinización del mundo y divini­zación de sí al mismo tiempo. «De esta forma, resulta posible, escribe Herder, una teoría filosófica que ilumine la fe en la mitología y en los relatos fabulosos... Sería una teoría de la fá­bula, una historia filosófica de los sueños despertados, una expli­cación genética de lo maravilloso y de la aventura, a partir de la naturaleza humana, una lógica del poder poético, que se ha ido viviendo a través de todos los tiempos y de todos los pue-

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blos, a través de las formas de la fábula, desde los chinos hasta los judíos, desde los judíos hasta los egipcios, los griegos, los normandos; una lógica grandiosa y sumamente útil».58

Esta lógica de la mitología, que sustituye a la filosofía racio­nalista, define el proyecto principal de Herder. Desde su juven­tud sueña con escribir, «en cuanto hombre y para los hombres», un libro sobre la aventura del alma humana, que «contendría los principios de la psicología y, siguiendo el desarrollo del alma, los sucesivos desarrollos de la ontología, de la cosmología, de la física. Llegaría luego la hora de una lógica viva, de una estética, de una ciencia histórica y de una doctrina del arte; a partir de cada uno de los sentidos se desarrollaría una de las bellas artes, y a partir de cada facultad del alma un ciencia; vendría más tarde como consecuencia una historia de la cultura y de la ciencia en general, una historia general del alma humana a través de las épocas y de los pueblos». «¡Qué libro!».59 Las Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, aparecidas de 1784 a 1791, corresponden a la realización de esta «leyenda de los siglos», que recoge sin saberlo el tema de la «ciencia nueva», ya desarrollada por Vico, aunque en un sentido muy diferente.

«Actualmente, escribe un historiador contemporáneo, cuan­do volvemos a la idea de que la mitología es una intuición del mundo, en la que el hombre ha intentado expresar lo más profundo y lo esencial de su experiencia de la exterioridad del mundo y de la intimidad de sí, hemos de reconocer que Herder fue el primero en llegar a esta idea... Herder fue uno de los fundadores de la futura ciencia mitológica, quizá el más gran­de, y desde luego el más influyente. Porque fue él quien re­conoció que en el mito y en el arte actúan ciertos elementos religiosos y que son precisamente esos elementos los que cons­tituyen su valor y su significación».60 Herder transmitió al ro­manticismo la idea de que cada pueblo posee su propia mito­logía, expresión del alma popular y tesoro tan precioso como la

58 Journal meíner Reise im ]ahre 1769, en Werke, ed. Suphan, IV, 360.

59 Ibíd., 368. 6(1 J. DE VRIES, O. C, 124.

De la mitología comparada a la historia de las religiones 265

herencia de los sabios. Poesía sin poeta, sabiduría sin filósofo, según la norma comunitaria del espíritu de aquella época (Zeit-geist): «La mitología de cada pueblo es la consecuencia natural y lógica del aspecto bajo el cual se ha vislumbrado la natura­leza; indica sobre todo cuál de los dos, el bien o el mal, do­mina en él según su clima y su genio propio, y cómo los hom­bres han intentado explicar al uno por el otro. De esta forma, tanto en sus rasgos más groseros como en sus contornos más imperfectos, se aprecia allí un ensayo filosófico de la imagina­ción humana, que sueña mientras llega la hora de despertarse, feliz de vivir así en un estado de infancia».61 Herder escribirá algunos ensayos sobre Las canciones populares más antiguas y Sobre el espíritu de la poesía hebrea; esos poemas revelan a sus ojos el canto profundo de la humanidad universal en sus encarnaciones temporales.

Herder sabe encontrar la vida latente bajo las formas de los más viejos documentos que nos han dejado todos los pue­blos de la tierra. La mitología es una arqueología espiritual. La hermenéutica, restitución del sentido de los mitos, completa la obra de los historiadores y de los anticuarios, de los des­cubridores de Pompeyo y de Herculano, la obra de Winckel-mann (1717-1768), alemán de Roma, que creó la historia del arte en contacto con las obras maestras de los escultores anti­guos. La vuelta a lo antiguo, la gran moda artística de finales de siglo, está asociada a la renovación de la mitología clásica, que atestiguan las obras de Goethe, de Hólderlin y de Kleist. Herder lleva a cabo una generalización de esa mitología des­cubierta de nuevo en su intención esencial. La categoría mito­lógica engloba los orígenes del hombre en su conjunto; se apli­ca a la biblia, pero también a las escrituras sagradas de todas las culturas, a las tradiciones y canciones populares de todos los países, en donde se encarna la historia secreta, o la prehis­toria, del alma humana en sus inspiraciones más originales.

Con el genial Vico y con el mythistoricus Herder, los es­tudios mitológicos se convierten en la introducción a una her-

"' HERDER, Philosopbie de l'Histoire de l'Humanité (Ideen), 1. VIII, c. 2; trad. Tandel. Lacroix 21874, II, 27.

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menéutica de las culturas. El impulso de la historiografía en el siglo xix le debe mucho a estos dos fundadores. Vico es el maestro de Michelet, mientras que Herder inspira al hístorismo alemán. Desde finales del siglo xvm, la nueva comprensión de los mitos deja sentir sus efectos en el terreno de la inter­pretación de los textos y de las obras de arte. La mitología queda asociada a la filosofía y el desarrollo de los estudios homéricos es correlativo al de los estudios bíblicos. El am­biente intelectual de las universidades alemanas, en donde se codean las diversas disciplinas, en donde los mismos profeso­res y los mismos estudiantes se entregan juntos a la teología y a la exégesis, a la filología hebrea, griega y latina, resulta propicio al progreso conjunto de una comprensión global de las edades del pensamiento y de la religión. Menos poetas que Winckelmann o que Herder, los sabios llegan a unir la erudi­ción y la inspiración, tal como demuestra el ejemplo de Frie-drich August Wolff, iniciador de los estudios homéricos mo­dernos.

Hay además otros universitarios que emprenden la tarea de estudiar la mitología clásica según las exigencias de la meto­dología crítica en vías de constitución. Entre ellos, Christian Gottlob Heyne (1729-1812), de la universidad de Gottingen, en donde se formará Wolff, puede ser considerado como «el fun­dador de una metodología verdaderamente científica en mate­ria de mitología griega».62 Fue él el que definió, como una forma primordial del discurso poético, el sermo mytbicus, la expresión mítica, propia de los pueblos civilizados, ciencia y sabiduría a la vez, presentadas en un lenguaje sometido al predominio de la sensibilidad y de la imaginación. Las causas y los efectos se dan allí bajo la forma de personalidades y de acontecimientos, con lo que el relato se convierte en la forma universal de la explicación.63 Alumno de Heyne, Martin Gott-fried Hermann publica en 1787 un Manual de Mitología según Homero y Hesíodo, para servir de fundamento a una verdadera

62 C. BURSIAN, Geschichte der classischen Philologie in Deutschland. München-Leipzig 1883, 484.

" Ibíd., 487.

De la mitología comparada a la historia de las religiones 267

doctrina de las fábulas de la antigüedad; el caos de la mitología griega sale de la confusión; hay que descifrar en él un estado residual de los sistemas arcaicos de representación, identifican­do sus elementos y reconstituyendo su distribución en el te­rreno geográfico de la cultura antigua.64

De esta forma, se organizan los datos que los recopiladores humanistas se contentaban con enumerar sin orden ni método. Las conquistas de la filología clásica sirven de modelo para la constitución de una mitología general, que reagrupa las tradi­ciones de todos los pueblos según los principios de una inteli­gibilidad unitaria. Pronto llegará la hora, en el contexto de la espiritualidad romántica, de que elabore una síntesis Georg Friedrich Creuzer (1771-1858), con el título significativo de Simbólica y mitología de los pueblos antiguos, publicada de 1810 a 1823. Acabó ya la época de las luces; Creuzer propone una mitología de la mitología, que encenderá apasionadas polé­micas. Se ha llevado a cabo una revolución cultural; el mito considerado hasta entonces como una falta a la verdad pasará a figurar en adelante como una verdad transracional.

La discusión mitológica demuestra que las fábulas no son el residuo del pensamiento, sino una materia noble cuya interpre­tación pone en discusión los fundamentos de la presencia del hombre en el mundo. El redescubrimiento del mito está en correlación con una hermenéutica que interesa a la vida reli­giosa en su conjunto. El cristianismo no puede separarse de las otras formas de la espiritualidad humana; su comprensión está comprometida por el estudio de la función mítica. La crítica racionalista del mito ponía en crisis indirectamente al mensaje bíblico; la nueva hermenéutica valdrá paralelamente para los libros sagrados del cristianismo. Y estas confrontacio­nes pertenecen a la problemática de una historia de las religio­nes, que será en adelante una de las más importantes entre las ciencias religiosas en vías de constitución. La unidad de las religiones no se llevará a cabo por una reducción a la razón, según esperaban los deístas; exige un análisis de las formas

Ibíd., 488 s.

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de la experiencia religiosa en la diversidad de espacios y de tiempos. Los procedimientos intelectualistas desembocan en una disolución de su propio objeto; pues bien, el hombre religioso no acude a procedimientos lógicos para encontrar la solución económica a unos problemas racionales, sino que desarrolla ciertas exigencias de su naturaleza global, aspirando a una ver­dad que sea un cumplimiento de su corazón y de su alma. La historia de las religiones no debe ser una axiomática formal, sino una antropología religiosa.

El punto de llegada de este movimiento del pensamiento será la obra considerable de Christoph Meiners (1747-1810), profesor de Góttingen a partir de 1772, espíritu enciclopédi­co y pionero de las ciencias humanas, olvidado hoy injusta­mente. Consagró importantes obras al desarrollo de las univer­sidades, a la historia de las ciencias y de la filosofía, e incluso a la Historia del sexo femenino (4 volúmenes, 1788-1800); su Esbozo de una historia de la humanidad (Lemgo, 1785) podría ser perfectamente el primer manual de etnología. En este contexto se sitúa también la Historia general y crítica de las religiones, en dos gruesos volúmenes (Hannover, 1806-1807), en la que se afirma una disciplina consciente de su propio objeto y de su orientación epistemológica.65 La concepción y la realización de una obra semejante no habría sido posible fuera de Góttingen, en donde se enseñaba una teología liberal, apoyada en un bri­llante desarrollo de los estudios bíblicos; la universidad de Han­nover era el centro activo de las ciencias históricas en Europa. El propio Meiners se casó con la hija del profesor Achenwall, el estadístico más célebre de su tiempo.

Meiners expone su concepción de la historia de las religio­nes en la primera parte de su obra, que trata de los caracteres generales y de la problemática de esta disciplina. Entre las cues­tiones planteadas figuran las siguientes: ¿Cuál es la antigüedad de las religiones? ¿Ha habido pueblos sin religión? ¿Cuáles son los verdaderos orígenes de las religiones? ¿Cuáles son los

" Allgemeine kritische Geschichte der Religionen, a propósito de la cual podemos referirnos a una mediocre disertación de Tübingen: H. WEN-ZEL, Christoph Meiners ais Religionhistoriker. Frankfurt 1917.

De la mitología comparada a la historia de las religiones 269

caracteres generales de las religiones primitivas y de las pri­meras divinidades? ¿Qué culto se les rendía? ¿Cuál fue la influencia de esas religiones primitivas, verdaderas o falsas, mo­noteístas o politeístas, en los conocimientos, las costumbres y la felicidad de los hombres? Meiners estudia las relaciones de contaminación entre las religiones primitivas y su posibilidad de unificación. El segundo libro es una «historia del fetichismo (Fetichismus)», esto es, de los ritos concernientes a las divi­nidades animales, los cultos del fuego, los cultos fálicos, etcéte­ra. A continuación se estudian los cultos a los muertos y los que se dirigen a los planetas y a las estrellas. Hay un libro consagrado a las imágenes religiosas, a los templos y altares. Viene luego el estudio descriptivo de los rituales de sacrificio, de purificación, de ayuno, y de la vida eremítica; las buenas obras, la magia, las profecías y presagios, los funerales y la representación de la vida del más allá dan lugar a otros tantos análisis sistemáticos. La amplitud de las lecturas de Meiners se ve confirmada por una abundante bibliografía; se encuentran en ella tanto los relatos de viajes como las obras relativas a las religiones antiguas y a los tiempos bíblicos .

La obra de Meiners impresiona por su objetividad; no se trata de reprobar las religiones «paganas» en nombre de la su­perioridad del cristianismo, ni de atacar subrepticiamente a la religión cristiana, demostrando que acude a ciertos mecanismos de mistificación montados por unos cuantos sacerdotes astutos. El profesor de Góttingen explora un terreno epistemológico au­tónomo; su método es descriptivo y no reductivo: la religión, el culto, la piedad se muestran como conjuntos de fenómenos, estudiados en sí mismos y por sí mismos, fuera de todo pre­supuesto axiológico. El método comparativo descubre ciertos caracteres generales, que definen unas consecuencias de huma­nidad. Meiners precisa que, con el nombre de «historia de las religiones», no intenta presentar una exposición cronológica del origen y del desarrollo de las diversas confesiones: «El relato del destino de las religiones se encontraba totalmente fuera de mi proyecto. Mi intención era solamente la de estudiar y expo­ner lo que fueron antaño las religiones desaparecidas y lo que son todavía las religiones subsistentes, pero no señalar cómo

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las unas y las otras han llegado a ser lo que fueron o lo que son».66 Comprendida de esta forma, «la historia de las religio­nes constituye una de las partes más importantes de la historia de la humanidad (Geschichte der Menschheit) o de la verdade­ra historia natural del hombre (Naturgescbichte des Menschen).61

La obra de Meiners es una antropología religiosa, más cer­cana en su neutralidad axiológica a los trabajos de Van der Leeuw y de Mircea Eliade que a los de Frazer y Lévy-Bruhl, orientados por ciertos partidismos ideológicos. Nacidas bajo el espíritu de la crítica, las ciencias religiosas, que se refieren a la autoridad de la razón y ponen en discusión el monopolio cristiano, así como las pretensiones dogmáticas, parecen estar relacionadas ante todo con la polémica anti-religiosa. El progre­so general del pensamiento en el siglo de las luces y el espí­ritu de tolerancia suscitan un desarme general, con cuyo apoyo se introduce una generalización del concepto de religión. El cristianismo se presenta a los espíritus ilustrados como una re­ligión entre las demás. Entonces, las formas de la experiencia religiosa pueden estudiarse con un espíritu de exactitud, y se descubre que esta investigación, lejos de destruir la fe cris­tiana, permite precisar su significación, aunque denunciando algunas de sus desviaciones y perversiones. La idea de una ciencia de las religiones podía haber parecido, a comienzos de siglo, una contradicción in terminis, y habría resultado sos­pechosa de impiedad. A finales de siglo, la obra de Herder y la de Meiners demuestran un nuevo espíritu religioso; si los enciclopedistas y los radicales franceses creían todavía que com­batían a la religión cuando la analizaban racionalmente, los maestros alemanes demuestran que es posible conciliar lo in­conciliable en el seno mismo de la facultad de teología.

Más todavía, la antropología religiosa no concierne única­mente a las relaciones del hombre con Dios, según la norma extrínseca de los rituales. Permite también la exploración de una dimensión capital de la conciencia humana, ya que tiene como

" Ch. MEINERS, O. C, I, 3-4. 67 Voíd., II, Vorrede, VI.

Hermenéutica cristiana 271

objeto propio la relación del hombre consigo mismo y con los demás. Al ser ciencias del hombre, las ciencias religiosas per­miten conocer mejor la elaboración de la cultura gracias al desarrollo del espíritu humano. La Historia general y crítica de las religiones de Meiners es más o menos contemporánea de la gran obra de Hegel, la Fenomenología del espíritu. Este sin­cronismo no es una casualidad; la dialéctica hegeliana ata Ja gavilla del saber histórico y cultural elaborado por los maes­tros de las universidades de Alemania.

4. La hermenéutica cristiana

Sea cual fuere la importancia que se les reconoce a las re­ligiones primitivas o exóticas, el cristianismo sigue siendo la religión de los occidentales, asociada estrechamente a la cultu­ra y a la existencia cotidiana de los europeos. La expansión marítima y colonial, la explotación económica del universo en provecho de las naciones que gozan del poder conferido por la revolución técnica e industrial, contribuyen a hacer del cristia­nismo la religión conquistadora por ser la religión de los con­quistadores. La colonización se mueve en un sentido único; el imperalismo religioso acompaña y sostiene al predominio político. Cuando llegue la hora de la descolonización, es cuando las iglesias descubrirán de veras la pluralidad y la relatividad de las espiritualidades; entonces la inquietud hará fracasar el soberbio egocentrismo de siempre y habrá llegado el tiempo de la búsqueda de los demás y del diálogo.

En el siglo XVIII, ni los mismos anticlericales ni los adversa­rios de la colonización, como el abate Raynal, ponen en discu­sión la superioridad de los valores occidentales, revisados y co­rregidos por el espíritu de las luces. Rousseau no es más que la excepción que confirma la regla, aunque permanece fiel a la inspiración cristiana. Todo ocurre como si no hubiera, en ma­teria de moral y de religión, una solución de intercambio. Ni Voltaire ni Diderot se imaginan el fin del cristianismo, la ins­tauración de unos nuevos valores sociales y éticos. La religión

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popular es indispensable; lo único que hay que hacer es hacer­la lo más útil y lo menos nociva posible. A finales de siglo, la revolución francesa dará lugar a la primera experiencia, en occidente, de un culto no cristiano; pero la celebración del ser supremo y la teofilantropía siguieron siendo invenciones de los intelectuales, sin ninguna raigambre popular. Estos sistemas, inspirados en el deísmo y en los rituales masónicos, se contenta­ron con poner en escena unas cuantas abstracciones, que eran el resultado de la digestión del cristianismo por obra del aná­lisis racional. No se trataba de nada que fuera radicalmente distinto respecto a la religión tradicional. El espacio mental de occidente no dejaba de estar sometido a unas cuantas normas salidas del cristianismo, cuyo vocabulario, formas estereotipadas y significaciones convertidas en hábitos seguían proporcionando a los occidentales un sistema de referencia casi universal.

Pero, para los doctos, este cristianismo es un cristianismo en mutación. La cultura de las luces no ha sido aún descris­tianizada, pero tiende a laicizarse; se multiplican las iniciativas en todos los terrenos, escapándose de todo control eclesiástico; ya no se respetan las normas de conformidad; el arte, la po­lítica, la ciencia, el pensamiento, ejercen cada uno por su cuen­ta una autonomía de hecho. Ha pasado el tiempo del imperia­lismo dogmático; el triunfalismo teológico ha dejado el puesto a una actitud defensiva; los mejores de entre los cristianos se interrogan ante esta nueva situación. Ya no tienen conciencia de poder vivir en la eternidad; habitan en el tiempo y se ven enfrentados con una evidencia, cuyo sentido tienen que desci­frar en función de la exigencia cristiana.

En la nueva situación epistemológica, los representantes auténticos del cristianismo no se podrán ya contentar con ser los administradores de una verdad prefabricada, los repetidores de unas ideas ya hechas. El mensaje cristiano para el tiempo presente tiene que quedar establecido mediante una negocia­ción entre los principios intemporales de la fe y las condiciones actuales de su afirmación; entre lo indefinido y lo finito hay que asegurar algún ajuste precario y sometido a revisión. La teología tendrá que hablar el lenguaje de la época y la apologé­tica deberá aplicarse a la interpretación de los hechos nuevos

Hermenéutica cristiana 273

de la ciencia y de la historia. La esclerosis escolástica había fijado el discurso religioso en las formas aristotélico-tomistas en el momento de su apogeo medieval. La reforma había sa­cado a la cristiandad de su sueño dogmático, pero las fuerzas de la inercia habían logrado imponerse gracias a la represión católica de la contrarreforma, e incluso en las mismas iglesias nacidas de la reforma, que pronto empezaron a preocuparse de restablecer una ortodoxia, dejando por sentado que la reforma había sido hecha ya definitivamente. Melanchton, el preceptor de la Alemania luterana, había pedido de prestado a la última escolástica católica el estilo aristotélico de la dogmática, tal como se la enseñaba en Wittenberg y en Leipzig. La degrada­ción de la energía religiosa introduce inexorablemente el reino del formalismo en las instituciones y en el pensamiento. La reforma está continuamente por hacer, si se quiere evitar que la fe viva no caiga en la trampa de la letra muerta.

El siglo de las luces presenta un nuevo reto que aviva el reto de la reforma. La muerte de una teología no es la muerte de la teología, a pesar de las protestas de los defensores del orden caducado. Si la masa del pueblo cristiano se mantie­ne más o menos dentro de los marcos tradicionales, existe tam­bién un grupo de pensadores y de sabios para quienes la verdad en materia de religión es el objeto de una verdadera búsqueda. La fidelidad no se reduce a una sumisión pasiva a unas cuantas consignas trascendentes que apartan al ser humano de su carrera terrestre; se procura y se realiza dentro de una presencia al mundo y a sí mismo, inseparable de la presencia al Dios vivo de la revelación cristiana. Esta conversión de la espiritualidad arrastra consigo la adhesión de numerosos cristianos a los va­lores de la época. La beneficencia y la filantropía, el cosmo­politismo, el progreso, la utilidad, pueden ser reconocidas como auténticas categorías religiosas, capaces de dar una orientación moral y social a la actividad de los fieles, y hasta de renovar la escatología. Un Iselin, un Pestalozzi, un Lavater, filántropos y educadores, dan una orquestación religiosa a las aspiraciones del siglo.

El cristianismo había sido el elemento motor de la cultura

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que había modulado todas o casi todas sus significaciones. Pero en adelante no tendrá ya ese predominio; tiene que seguir a un movimiento que ya no dirige con sus manos; en este sentido, el siglo XVIII es auténticamente un siglo de laicización. Detrás de la ciencia, también el derecho, la política, la literatura y el arte se irán desarrollando independientemente del control reli­gioso. El pensamiento teológico se convierte en un pensamien­to especializado entre otros pensamientos especializados. Pero esta situación de relativa humillación tiene como contrapar­tida una actitud nueva de los teólogos ante el universo del conocimiento. La verdad religiosa no puede contentarse con ser una verdad separada, replegada sobre sí misma, so pena de destrucción. Aunque se encuentra decaída de su primitiva prio­ridad, la exigencia cristiana conserva la esperanza de dar un sentido a la existencia humana; pierde todo su valor si cesa de orientar y de justificar la presencia en el mundo de la concien­cia fiel. Si, en la nueva coyuntura epistemológica, cada disci­plina se desarrolla de una manera autónoma, ese mismo desarro­llo obliga al teólogo a incesantes confrontaciones; sufre el con­tragolpe de las adquisiciones del saber, muchas de las cuales po­nen en cuestión a la revelación, bien desmintiéndola o bien contentándose con interrogarla.

La actitud de represión se seguirá afirmando a principios del siglo XVIII ; la Sorbona censurará los primeros volúmenes de la Histoire naturelle de Buffon, con el pretexto de que no res­petaban el esquema cosmológico correspondiente al relato de la creación del mundo en el Génesis. Pero, a mitad del siglo XVIII , semejante condenación carece de importancia; ni siquiera es­candaliza a la gente. Los más inteligentes de entre los teólogos, en vez de anatematizar a la ciencia desde arriba con su pre­tendida trascendencia, aceptan el testimonio de los sabios, en la medida en que pueden juzgar de su fundamento, y empren­den la tarea de estudiar sus consecuencias para la afirmación cristiana de la verdad. La política intelectual que se tapa la cara ante los hechos que desmienten lo que siempre se había creído, es una actitud de debilidad. En vez de vociferar exor­cismos o de gemir sobre la desgracia de los tiempos, hay que aceptar una reflexión nueva, que se enfrente con el desafío de

Hermenéutica cristiana 275

los tiempos para establecer de nuevo a la teología sobre otras bases.

La reflexión sobre la historia de la tierra, muy activa,68 no considera ya las indicaciones del Génesis como un dogma cien­tífico, impuesto a la investigación de los sabios. La prehistoria de la teología está hecha de especulaciones en favor de las cuales surge un pensamiento objetivo, que tiene en cuenta los hechos conocidos e interpreta de una manera amplia los re­latos del Antiguo Testamento, para llegar a un discurso cohe­rente sobre el devenir físico del mundo. Estos ensayos y estos errores todavía quedan, como es lógico, muy lejos de la verdad, a falta de datos precisos y de utensilios mentales adecuados. Pero lo esencial es la afirmación de un estilo de pensamiento liberado del literalismo bíblico. Queda claro que el relato del Génesis tiene que ser comprendido como una alegoría, como una especie de mito, que no permite desmentir los datos de hecho elaborados por el trabajo científico. Como éstos no son cuantitativamente suficientes para la constitución de una ver­dad objetiva, la protogeología sigue siendo todavía un terreno de conjeturas, en donde los temas de los «días» o «épocas» de la creación y el tema del diluvio universal se combinan con las observaciones sobre la historia de la tierra y los fósiles, en unas combinaciones cada vez más elásticas, como puede verse en las obras de los sabios ingleses o de Buffon.

La geología de Lyell, por los años 1830, pondrá fin a la era de los titubeos. Entre tanto, el espíritu nuevo se reconoce en el hecho de que el Génesis ha dejado de ser considerado co­mo una solución definitiva a las cuestiones planteadas por la historia de la tierra; incluso para los espíritus auténticamente religiosos, ofrece un punto de partida para la interpretación de los hechos, pero no un punto de llegada que bloquea toda investigación. De estos intentos por comprender el pasado de nuestro planeta se va desprendiendo poco a poco un modus vivendi intelectual; la cosmología, en busca de su especificidad

88 Cf. especialmente M. MANDELBAUM, Scientific Background of evolu-tionary Theory in Biology, en Roots of scientific Thought, ed. Wiener and Noknd. New York 1957.

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científica, se muestra solidaria de una nueva lectura de la bi­blia. De buena o de mala gana, los teólogos tienen que recono­cer la emancipación de los sabios; ante este hecho, mediante un retorno sobre sí mismos, se ven obligados a reconsiderar el sentido de la revelación escrituraria. Si la historia de la tierra, tal como se vislumbra ahora, no coincide con el relato del Gé­nesis, esto no significa que este relato sea falso. Su modalidad de significación no es la del discurso científico; entonces la tarea del teólogo consistirá en descubrir esa modalidad específica de la enseñanza bíblica. Por este camino, todo el pensamiento cristiano se irá cuestionando poco a poco y necesitará establecerse sobre nuevas bases; este nuevo encuadramiento será uno de los puntos centrales de la vida cultural del siglo xix, en el que abundarán los debates estériles y los malentendidos a propósito de este tema fundamnetal. La autoridad católica, en particular, rechazará entretanto todo aggiornamento; pero ya desde el si­glo xvni se ha emprendido el camino y los mejores espíritus vislumbran cuál habrá de ser el sentido de la marcha.

Las ciencias religiosas vivas definen un punto focal interdis-ciplinar, en donde se hacen sentir las repercusiones de los acon­tecimientos epistemológicos localizados en los diversos terre­nos del conocimiento. En los orígenes de la cultura occidental, la revelación escrituraria proporcionaba los puntos de partida y de llegada de una verdad absoluta, la de la ciencia sagrada. El paso de la ciencia sagrada a las ciencias religiosas se presen­ta como una consecuencia de esta ruptura de la estabilidad de la revelación, que ha perdido su control en provincias cada vez más numerosas del saber y no puede conseguir ya que prevalez­ca una axiomática de lo absoluto. Se siente ella misma relativi-zada y tiene que interrogarse sobre su propio estatuto y sobre el género de autoridad en que puede apoyarse en adelante. Los cristianos tienen que aplicar a sus propias convicciones la meto­dología crítica, y es ése precisamente el sentido de la aparición de las ciencias religiosas.

El cristianismo es una religión del libro. La palabra de Dios se le propone como una escritura sagrada, que reúna en un cuerpo toda clase de elementos dispares, prosa y poesía, libros de historia, códigos jurídicos, colecciones de proverbios y ale-

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gorías morales. Al Antiguo Testamento, enciclopedia de la vi­sión del mundo propia del pueblo judío, hay que añadir una colección de documentos relativos a la predicación de Jesús de Nazaret, iniciador de un cambio en la espiritualidad judía. Los evangelios nos dan varias exposiciones paralelas de su vida y de sus ideas; tras ellos viene una relación de la actividad de los primeros discípulos después de la muerte del maestro y una serie de cartas espirituales procedentes de algunos de ellos. Este conjunto heteróclito había recibido la sanción de las au­toridades, de los concilios y de la tradición; se presentaba como un conjunto de un solo tenor, que gozaba de una autoridad trascendente y de una validez absoluta. Los escritores sagrados, Moisés para el Pentateuco, el rey David para los salmos, los profetas y los evangelistas, no habían sido más que portavoces del Espíritu Santo. La unidad de la inspiración garantizaba la unidad del texto, que pasaba por constituir un discurso per­fectamente coherente. En consecuencia, aunque se reconocía una diferencia temporal entre Ja redacción del Antiguo Testa­mento y del Nuevo, no había nada que impidiese leer los tex­tos más antiguos a la luz de los más tardíos e interpretar el mesianismo judío en función del cumplimiento cristiano. La historia sobrenatural de la salvación asegura sin anacronismos la contemporaneidad, o por lo menos la correspondencia, entre unos textos que se escalonaban en el tiempo. Era preciso ser tan ciego como los judíos para creer que el Pentateuco y los libros proféticos tienen un sentido que se basta a sí mismo, mientras que su mensaje no resulta comprensible más que en referencia con la revelación evangélica. La exégesis alegórica se encuentra en la base de la especulación teológica, de la mís­tica y de la predicación.

Bajo la autoridad formidable del magisterio eclesiástico, la revelación histórica constituye un bloque sin fisuras, impuesto a la fidelidad de los creyentes por unos hábitos mentales mi­lenarios. La ciencia sagrada administra un capital inmenso de textos y de comentarios según unos métodos que tienen que ver más con la retórica que con una epistemología objetiva. En todo ello no hay nada de chocante mientras reine un mismo espíritu en todos los compartimentos del saber. Pero la ruptura

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del equilibrio se presenta cuando la reforma denuncia el pacto que hacía de la iglesia romana la gerente de la interpretación de los textos, y consagra el libre acceso de los fieles al texto bíblico, liberado de los formularios tradicionales y del latín de la vulgata, que parecía haber fijado una vez para siempre la inteligencia de la revelación escrituraria. La traducción en lenguas vulgares, la obligación impuesta al cristiano de leer y de meditar personalmente la palabra de Dios, le concede a esta palabra una actualidad que había perdido hacía muchos siglos. El efecto de esta desoxidación espiritual se ve aumen­tado gracias al recurso a la filología griega y hebrea, a fin de alcanzar sin los rodeos del latín eclesiástico el texto original de los libros sagrados.

La nueva teología y la nueva filología suscitan una expe­riencia espiritual basada en la confrontación de un pensamiento ilustrado con el mensaje bíblico, liberado del régimen de alta vigilancia al que estaba sometido por el magisterio eclesiástico. Vino más tarde la revolución de Galileo, que condujo a la de­finición de un nuevo paradigma de la verdad. La idea de cien­cia rigurosa vale también en el terreno de la investigación his­tórica y crítica; la exégesis, aunque estuviera equipada de todos los medios de la filología, seguía estando cautiva del método retórico. La metodología científica denuncia las facilidades de la alegoría y de la analogía; descubre en la biblia un documen­to histórico cuya exacta inteligencia pasa por los caminos y los medios de la epistemología trazados por los especialistas de la interpretación del pasado. Para comprender un texto en nuestra época, hemos de entender qué es lo que quería decir en su tiempo, poseer la clave no solamente del vocabulario, que descifra palabra por palabra, sino también del espacio mental de las ideas y de los conceptos, de las incidencias históricas pro­pias de la época considerada. La esperanza de un acceso direc­to al dato de la escritura se borra delante de la necesidad de una aproximación indirecta, que utiliza un instrumental de 1.a mente cada vez más complejo.

La hermenéutica bíblica había cobrado nuevos impulsos en las facultades de teología reformadas, que se impusieron la ta­rea de poner en obra un texto fundamental, no cubierto ya por

Hermenéutica cristiana 279

el velo de la tradición romana. Liberada del control del magis­terio, la biblia se presenta como un objeto de investigación, fuente única y norma de la fe, lo cual le da un relieve decisivo en el terreno reformado. Estas investigaciones filológicas e his­tóricas tendrán como resultado una disgregación del documento bíblico, cuya unidad aparente parece quedar disuelta, como si sólo la autoridad de la iglesia pudiera asegurar la unidad y la integridad de la colección canónica, así como la uniformidad de su interpretación. Los partidarios de la ortodoxia romana asisten con inquietud al desmantelamiento de sus certezas por obra de la exégesis protestante, sembradora de anarquía. El judío Spinoza va todavía más lejos, negándose a reconocer en Moisés al autor del Pentateuco y pretendiendo encontrar en los libros sagrados la mano y las intenciones del hombre; la misma inspiración de los textos queda ahora en entredicho.

El católico Richard Simón, sabio orientalista, armado de todos los recursos de la exégesis, adopta por la misma época de Spinoza una actitud epistemológica análoga. La exégesis his­tórica y crítica se impone ante la razón; pero, frente a las ame­nazas que de allí se siguen para la integridad de la fe, la única salida consiste en reconocer la soberanía del magisterio eclesiás­tico en lo que concierne a la fijación de normas doctrinales. Las incertidumbres y variaciones de las iglesias protestantes demues­tran que la biblia sola no constituye una autoridad religiosa suficiente; es preciso leer la biblia a la luz de la tradición, tal como la reconoce la iglesia romana. Bossuet, fiel a la línea general de su integrismo, considerará como una blasfemia cri­minal a la exégesis bíblica de Simón, a pesar de la buena fe del interesado. La biblia está inspirada por el Espíritu Santo; Richard Simón duda de la autenticidad de la biblia y la salva gracias a la tradición; Bossuet mantiene la validez integral de la biblia, en su inspiración literal, y la de la tradición, en la que se perpetúa la vigilancia del Espíritu.69

El hecho de que Simón fuera víctima de la persecución de las autoridades católicas y de que sus obras tuvieran que ser publicadas en Holanda, le valió la simpatía por parte de los

"' Para más detalles, cf. La révolution galiléenne, II, 382-394.

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reformados. Incluso en Francia era imposible prohibir absoluta­mente los estudios bíblicos. Lo mismo que la física y la astro­nomía, a pesar de todas las censuras, tenían que tener en cuen­ta los trabajos de Galileo y de Newton, si no querían padecer la machaconería estéril que cundía en los colegios, también la lectura de la biblia tenía que emprender de buena o de mala gana el camino abierto por la nueva exégesis. Las obras extran­jeras penetraban en Francia; sus títulos figuran en un lugar de honor en la bibliografía de los artículos de la Enciclopedia dedicados a la teología bíblica. Voltaire hace gala de una eru­dición asombrosa, aunque no siempre sea de la mejor ley. «Vol­taire, escribe Renán, es más bien un filósofo y un artista que un sabio y un crítico. Es un hombre de acción, un hombre de guerra; todo se convierte en arma en sus manos, pero no es posible desarrollar una buena ciencia ni un arte serio con la polémica... Lo que entonces se busca no es la verdad, sino la victoria».70

Según indica Renán, cuyo testimonio no puede resultar sos­pechoso de parcialidad, Voltaire «no entiende nada de la alta antigüedad»; su talante espiritual no le inclina a este género de inteligencia; en sus escritos, «no hay ninguna deducción realizada sabiamente, y las cuestiones están mal planteadas; se trata de ese poco más o menos propio de las conversaciones, de las ideas rápidas características del hombre de mundo, a veces justas, a veces atrevidas, pero no basadas nunca en inves­tigaciones sólidas». Sin embargo, «aunque Voltaire ha hecho una exégesis muy pobre, gracias a él tenemos nosotros derecho a hacer una buena exégesis». Pero este resultado positivo no se alcanzó más que a largo plazo; de momento, «el éxito de Voltaire mató a la erudición en Francia; los benedictinos tuvie­ron que detener sus publicaciones por falta de lectores...».71

¡Singular concordancia entre la influencia de Voltaire y la de Bossuet!

El único lugar de erudición seria en Francia era la Acade-

70 E. RENÁN, L'exégése biblique et l'ésprit francais: Revue des Deux Mondes (noviembre 1865) 242-243.

" Ibíd., 243.

Hermenéutica cristiana -ÍKI

mia de las inscripciones, ambiente cerrado en donde seguía adc lante la investigación, entre especialistas, en una relativa liber­tad; desgraciadamente, «los estudios bíblicos fueron la disci­plina más débil de esta sabia compañía».72 No obstante, Renán juzga dignos de una mención honorable al abate Barthélemy, que hizo progresar los estudios fenicios, así como a Fréret y a Burigny, que «son ya sabios laicos completos, que se sirvieron de los textos sagrados como de todos los demás textos anti­guos, aplicándoles las mismas reglas críticas, sin pretender com­batir la religión ni defenderla».73 Pero sus investigaciones si­guen siendo tímidas y limitadas. Bossuet había vencido: «Los estudios serios habían sido estrangulados en Francia. Primero Holanda, y luego Alemania llevaron la dirección de los grandes estudios aplicados a la antigüedad... Si se exceptúa a Silvestre de Sacy, no había en Francia, hacia el año 1800, un solo hom­bre que entendiese algo de filología hebrea; e incluso Silves­tre de Sacy no publicó nada sobre estas materias».'4

Este juicio parece encerrar un pesimismo excesivo. Si es verdad que Francia no poseía, en lo que concierne a los altos estudios literarios, filológicos e históricos, una enseñanza su­perior digna de este nombre, y si el predominio católico man­tenía a las preocupaciones religiosas bajo un régimen regresivo, si los espíritus más libres corrían muchas veces el riesgo de verse cegados por su anticlericalismo, existían sin embargo ca­sos aislados que se entregaban a la investigación bíblica en la seguridad de una semiclandestinidad. El oratoriano Charles-Francois Houbigant (1686-1783) publicó en 1732 un tratado de Racines hébrdiques sans points voyelles ou Dictionnaire hé-braique, citado con honor por los especialistas extranjeros. In­cluso en Italia, Gian Bernardo de Rossi, profesor de lenguas orientales en Parma, publicó de 1774 a 1778 una gran obra: Variae lectiones Veteris Testamenti ex immensa manuscripto-rum editorumque codicum congerie haustae et ad samaritanum textum ac vetustissimas versiones, ad accuratiores sacras fontes ac leges examinatae. A! abrigo de la lengua latina y bajo la

72 Ibíd., 244. ' " Ibíd. . - '

7' Ibíd., 245.

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protección de una erudición fuera del alcance de la curiosidad pública, semejante trabajo aporta una importante contribución al progreso de la ciencia.

La contribución francesa a los estudios bíblicos, después de la obra ejemplar de Richard Simón, está representada por un ensayo debido a un aficionado que, si pasó desapercibido en Francia, señaló sin embargo un decisivo paso adelante. Jean Astruc (1684-1776), hijo de un pastor del sur convertido al catolicismo, estudió la carrera de medicina primero, a partir de 1716, en la facultad de medicina de Montpellier, en cuyo seno contribuyó a la crítica de aquel fisicalismo que constituía el iatro-mecanismo reinante. En 1728, se instaló en París, en donde fue médico de consulta del rey, médico de cabecera de Madame de Tencin y profesor en el Colegio real (1731). No era un espíritu valiente; en los debates médicos de la época tomó partido por el campo conservador: combatió la vacuna contra la viruela, defendida por el célebre Tronchin y por Voltaire, sostuvo los intereses de la corporación médica en contra de la joven academia de cirujía, fundada en 1731, y cuya creación supuso un progreso indudable de las ideas terapéu­ticas.

Este médico, que se interesó también por la filosofía y por la psico-fisiología, fue también, sin que sepamos con certeza el motivo, un gran lector y estudioso del Antiguo Testamento.75

En 1753, después de muchas vacilaciones, publicó en Bruselas y bajo el velo del anonimato unas Conjetures sur les mémoi-res originaux dont il parait que Móise s'est serví pour compo-ser le livre de la Genése. Los trabajos de Spinoza y de Richard Simón habían demostrado la imposibilidad de atribuir a Moi­sés, que escribía bajo el dictado de Dios, la redacción íntegra del Pentateuco, tal como defendía la tesis tradicional. Se había impuesto la idea de que el escritor sagrado, distinto de Moisés, había puesto en orden los antiguos archivos del pueblo he­breo. Se imaginaba confusamente una masa de documentos es­critos, de crónicas y de tradiciones orales, sintetizadas por obra

75 Cf. A. LODS, ]ean Astruc et la critique biblique au xvme siécle: Cahiers de la Revue d'Histoire et de Philosophie Religieuse. Strasbourg-Paris 1924, de donde saco mi 'documentación.

Hermenéutica cristiana 283

del redactor sagrado, a quien no había nada que impidiese gozar del beneficio de la inspiración trascendente. En su Introductio ad libros canónicos Veteris Testamenti omnes (1721), el teólo­go alemán J. G. Carpzov escribía: «Más vale atribuirlo todo a la inspiración divina, sin la cual ninguna memoria humana ha­bría podido fácilmente abrazar con tanto detalle tan gran nú­mero de datos, de lugares, de personas, sobre todo de nombres y de genealogías, ni ofrecérselos a otros sin riesgo de caer en falta o en error».76

Sin el amparo de la inspiración divina, la unidad del Pen­tateuco corría el riesgo de disolverse en fragmentos de distinta fecha y origen, con un grave desconcierto de los exegetas ante esta dislocación de los fundamentos escriturarios de la fe. Tras la crítica de Richard Simón, la ortodoxia podía volver a situarse en una línea de repliegue, mantenida con mayor o menor ener­gía contra las incursiones de la filología. Una posición difícil de defender; una vez que se ha despertado la curiosidad, ya no se detiene. En sus Observationes sacrae (1683), el calvinista ortodoxo Campegius Vitringa, holandés, señala en los prime­ros capítulos del Génesis algunos textos más o menos concor­dantes, más o meons coherentes, cuyo carácter distinto se ha­bía escapado a la atención de los doctos. Vitringa pone de re­lieve la existencia de dos relatos de la creación, puestos con­juntamente al comienzo del libro sagrado. Esta indicación es recogida por algunos teólogos, especialmente por Witter, pas­tor de Hildesheim, que señala en 1711 cómo estas dos ver­siones se distinguen por las diferentes denominaciones que se atribuyen a Dios.77

Las Conjectures de Jean Astruc procederán a partir de estos indicios, añadiéndoles algunos más. Los textos sagrados presen­tan dos relatos del diluvio; a veces se invierte el orden crono­lógico de los acontecimientos; gran número de transiciones pa­recen totalmente arbitrarias. Astruc ordena en dos series dife­rentes los textos en los que se designa al creador como Elohim

76 Cf. A. LODS, o. c, 46. 77 Cf. lbíd., 50-54.

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(Dios) y los que le dan el título de Y ave (el eterno), en confor­midad con las indicaciones de Witter, y obtiene de esta manera unos conjuntos coherentes. Astruc señala diez o doce fuentes diferentes a partir de las cuales habría realizado el redactor del texto definitivo su propia recopilación. La obra de Astruc no es perfecta, pero tiene un valor ejemplar; incluso los que le critican tienen que inspirarse en los métodos que él determinó. El autor de las Conjetures toma como hilo conductor sola­mente el nombre de Dios, que es una señal de importancia in­discutible; pero hay otros términos y otras ideas, así como tam­bién otros procedimientos estilísticos que pueden igualmente servir de criterio para la interpretación de los componentes del texto sagrado. La exégesis de Astruc sigue siendo tímida, si no timorata, en la explotación de los resultados adquiridos; se guarda mucho de poner en cuestión la doctrina recibida en lo que se refiere a la historicidad y a la inspiración de los tex­tos sagrados. Se trata de un trabajo de aficionado amigo de las luces, y no de la empresa de un fanático; por eso mismo la ob­jetividad del procedimiento queda asegurada.

Según el juicio de un especialista contemporáneo, Astruc se distingue, en su época, por su rigor y su sagacidad; «la re­constitución de los documentos primitivos que propone coincide casi exactamente, para los catorce primeros capítulos del Gé­nesis, es decir, para la parte del libro en que no aparece la segunda fuente elohísta, con la que adoptan todavía en la actua­lidad la mayor parte de los críticos autorizados. Su descompo­sición del relato actual del diluvio, en concreto, resulta suma­mente interesante».78 Una persona que no es especialista, pero que es un hombre sin pasión, ha abierto de esta forma una nueva dimensión al análisis crítico: «Astruc no tuvo ciertamente la longitud de miras históricas de un Spinoza o de un Le Clerc; no poseyó la erudición de un Richard Simón ni los conocimien­tos lingüísticos de un Cappel... No discutió las cuestiones de método; se limitó a aplicar unas reglas muy sanas a la solu­ción de un problema limitado. Pero, aunque no supo o no quiso sacar todas las consecuencias, su descubrimiento, preciso y só-

lbtd., 59.

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lidamente apoyado, permitió a la crítica bíblica progresar mucho más que las ingeniosas pero frágiles hipótesis de sus ilustres predecesores sobre el mismo tema».79

La obra semiclandestina de Astruc, aunque no pasó del todo desapercibida, tampoco suscitó el escándalo de los trabajos de Spinoza o de Richard Simón. La amplitud de la investigación seguía siendo limitada, y sólo los especialistas podían captar todo su significado y su alcance. Pues bien, no había especialistas de este tipo en Francia; en Alemania, sin embargo, los méritos del análisis de Astruc fueron reconocidos y debidamente apre­ciados por Johan Gottfried Eichhorn, en su Introducción al An­tiguo Testamento (1781); «la mayor parte de los jóvenes exege-tas y hasta un gran número de veteranos se rindieron a la fuerza de la demostración de Astruc y de Eichhorn; Johan David Mi-chaelis la aceptó personalmente, aunque con algunas reservas».80

La distinción entre el yavista y el elohísta, las dos fuentes pri­mitivas, iría revelándose cada vez más fecunda a través de toda la investigación exegética del siglo xix; pero la intervención de Astruc sigue siendo un relámpago en medio de la noche; no hay una escuela francesa de exégesis; y es ésta una situación fácil de comprender, en la medida en que el catolicismo no concedía una importancia primordial al fundamento bíblico de la fe cristiana. Cualquier discusión sobre las interpretaciones recibidas corría el peligro de poner en movimiento el aparato represivo de la jerarquía eclesiástica. Astruc se libró de la ca­tástrofe porque, al no ser un hombre de iglesia, podía pasar muy bien por un aficionado cuyas paradojas no podían tener muchas consecuencias. Además, tomó todas las precauciones po­sibles para evitar el escándalo, publicando en el extranjero un libro sin el nombre de su autor.

Los trabajos de los eruditos católicos tenían ante la vista a la apologética más bien que el conocimiento científico; su finalidad era combatir para defender las posturas tradicionales de la iglesia. Tal fue el benedictino dom Calmet (1672-1757), abad de Senones en Lorena, recopilador infatigable de un Dic-

Ibid., 60. Ibid., 79.

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tionnaire historique, critique, chronologique, géographique et littéral de la bible, en cuatro volúmenes, y de un Commentaire littéral sur tous les livres de VAnclen et du Nouveau Testament, en veintiocho tomos. De este monumento de un pensamiento tradicionalista no hablaría ya nadie si Voltaire, protegido de dom Calmet y su huésped en algunos momentos espinosos de su carrera, no hubiera utilizado alegremente las tesis del abad de Senones para ilustrar sus escritos polémicos contra la igle­sia católica, especialmente en el Dictionnaire philosophique. El saber sin crítica del honrado benedictino sirvió para ridiculizar a la causa que él se imaginaba servir.

Todavía más reveladora de la actitud romana es la teoría, sostenida por algunos jesuítas, según la cual no debe tomarse en consideración a la exégesis crítica, porque se basa en un te­rreno poco seguro. Gomo el magisterio jerárquico es el maestro de la fe, es a él a quien pertenece administrar el texto sagrado según la tradición de la iglesia, negando toda validez a las in­vestigaciones históricas y filológicas. Los escritos bíblicos tienen que someterse a la norma definida por la institución eclesiás­tica. De esta forma, Richard Simón, poniendo en evidencia la fragilidad demasiado humana de los textos bíblicos, creía nece­sario reforzar, en contra de los protestantes, la necesidad de fiarse únicamente de la autoridad del magisterio romano. Como el concilio de Trento había decretado la autenticidad del texto latino de la vulgata, argumentaban los autores jesuítas, es inú­til y peligroso referirse por vanas preocupaciones arqueológicas a otro texto históricamente anterior a éste. Tal es la tesis sos­tenida en 1753, el mismo año en que aparecen las Conjectures de Astruc, por el padre Février, en un escrito que lleva el tí­tulo significativo de La Vulgate authentique dans tout son texte, plus authentique que le texte hébreu, que le texte grec qui nous restent.

Su argumentación desarrolla la idea de que ninguno de los manuscritos de los textos sagrados puede decirse que sea ori­ginal; hay que aceptar en este punto las conclusiones de la crítica. Entonces, las copias de las copias de que disponemos no son más que obras demasiado humanas y poco dignas de confianza. La vulgata, por el contrario, avalada por la iglesia

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una y santa, puede ser considerada como verdaderamente ins­pirada, y esto es lo que permite escapar de las contradicciones sin salida suscitadas por la exégesis moderna. El padre Hardouin, en sus Ad censuram scriptorum veterum prolegomena (1766), pone en duda, al mismo tiempo que el texto hebreo y griego de la biblia, la mayor parte de los textos consagrados de la antigüedad clásica, corroídos también por el desgaste de los tiem­pos, manipulados y falsificados por los escribas y los monjes de la edad media. La iglesia puede subsistir sin las escrituras, como ocurrió ya en los tiempos primitivos, antes de la redacción de los evangelios. San Agustín, observa el padre Hardouin, dice que los católicos creen en la escritura porque creen en la iglesia, y no viceversa. La iglesia, en su actualidad viva, es la fuente de toda autoridad; las mismas afirmaciones de los padres están sujetas a posibilidad de error; por eso, hay que atenerse a las normas definidas una vez para siempre por el concilio de Trento.

Las tesis del padre Hardouin se verían más radicalizadas por uno de sus hermanos en religión, el padre Isaac Berruyer, que utiliza también el escepticismo engendrado por los métodos históricos con el designio de reforzar la tradición. Berruyer pu­blica de 1728 a 1758 una considerable Histoire du peuple de Dieu, en el estilo más libremente moderno, que sostiene, según R. R. Palmer, una teoría de los «climas de opinión»: «Cada épo­ca, opinaba, tenía su propia atmósfera intelectual. Los antiguos autores, incluidos los mismos autores sagrados, escribieron para unos hombres animados por las ideas y los intereses de su épo­ca».81 Cada época lee la biblia a la luz de sus propias evidencias; de ello resulta, en contra de lo que afirman los protestantes, que la biblia no tiene en sí misma un sentido objetivo. El medio de evitar las dificultades sin solución que se presentan es acudir a la autoridad soberana de la iglesia romana, maestra de la fe, que es la que define en cada tiempo el «presente absoluto. No hay ningún argumento sacado del pasado que pueda valer con­tra ella. Lo que la iglesia ha creído en un momento cualquiera es lo que ha definido su creencia para todas las edades, pasado, presente y futuro. Sea cual fuere la importancia de los posibles

R. P. PALMER, O. C, 69.

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cambios, la iglesia no ha podido nunca cambiar, ya que lleva siempre consigo su pasado y su porvenir. La tradición ha triun­fado sobre la historia en cuanto método de conocer el pasado; la idea de perpetuidad ha prevalecido sobre la idea de desarro­llo, la autoridad de la creencia presente ha ganado a la autoridad de los documentos históricos...»82.

La Histoire du peuple de Dieu daba una transcripción libre y desenvuelta de los textos sagrados acomodada al gusto de la época, con el fin de ofrecer un equivalente actual de las histo­rias sagradas en su frescor original. El padre Berruyer no había sido comisionado por nadie para llevar a cabo esa interpretación modernista. Por ello fue condenado en Roma y por la Sorbona, desautorizado por la Compañía de Jesús y vio cómo era que­mada su obra por el verdugo, lo cual no le impidió proseguir su publicación, después de haberse sometido públicamente a la autoridad romana. Esta discreta tolerancia frente a un autor que profesaba una teología humanista y que manifestaba ten­dencias favorables a la religión natural, demostraba que los je­suítas eran sensibles a la renovación de los valores religiosos. El radicalismo de Berruyer no puede ser considerado como repre­sentativo de la opinión católica; pero es revelador de la gra­vedad de la situación epistemológica suscitada por el nacimiento de la exégesis moderna. El catolicismo se veía colocado ante un dilema ruinoso: o bien aceptar una inaceptable revisión de los fundamentos de la fe, o bien rechazarla en bloque, a costa de unas dificultades cuyo ejemplo más elocuente lo constituye la obra de Berruyer. Durante dos siglos todavía, la iglesia cató­lica se negará a elegir, obstinándose en defender a base de en­tredichos y de condenaciones unas posiciones indefendibles.

Desgraciadamente para Roma, la investigación exegética se iba desarrollando fuera de su esfera de influencia; resultaba im­posible neutralizar todas las repercusiones en los países cató­licos de los resultados obtenidos en otras partes. El joven Diderot leyó la obra del «jesuíta Berruyer»; planteaba las cuestiones que se derivan de la confrontación de la historia sagrada con

Ibíd., 71.

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la historia profana: «La divinidad de las escrituras, opina el ilustre enciclopedista, no es un carácter tan claramente impreso en ellas que la autoridad de los historiadores sagrados llegue a ser absolutamente independiente del testimonio de los autores profanos. ¿En dónde estaríamos si fuera preciso reconocer el dedo de Dios en la forma de nuestra biblia? ¿Acaso no resulta miserable su versión latina? Los mismos originales tampoco puede decirse que sean obras maestras en su composición. Los profetas, los apóstoles y los evangelistas escribieron lo mejor que pudieron. Si nos fuera permitido ver la historia del pueblo hebreo como una simple producción del espíritu humano, Moisés y sus continuadores no resultarían ni mucho menos superiores a Tito Livio, a Salustio, a César y a Josefo, personajes todos ellos de los que nadie sospecharía seguramente que habían escrito bajo la inspiración divina...».83 Esta negativa obstinada a acep­tar unas verdades de sentido común necesariamente reforzaría las convicciones de los que opinaban que el catolicismo era una forma perniciosa del oscurantismo. Siempre se tiene el an­ticlericalismo que se merece; al rechazar el diálogo con el es­píritu de los tiempos, la iglesia romana exaspera las resistencias. Se había puesto en contradicción con la sana razón, convenciendo a los partidarios de la razón de que el advenimiento de la misma presuponía el final de la religión establecida. Las medidas ra­dicales que tomaron los revolucionarios franceses no serán más que la conclusión de esta lógica.

La espiritualidad católica no se alimenta más que de una forma indirecta de las fuentes de la escritura; el fiel no está ni mucho menos obligado a una lectura asidua del Antiguo y del Nuevo Testamento, de los que no conoce más que unos cuantos fragmentos digeridos de antemano en el contexto de la liturgia, preservada a su vez de toda curiosidad inoportuna gracias al velo de la lengua latina. Para los clérigos, el runruneo del bre­viario pone la sordina sobre la actualidad de la lectura bíblica, absorbida dentro del inmenso aparato de la institución religio­sa. La fidelidad cristiana pone en juego elementos muy diversos, entre los cuales desempeñan un papel preponderante la sumi-

" DIDEROT, Pensées pbilosophiques (1746) a. 45, en Qeuvres philo-sophiques, ed. P. Verniére. Garnier 1961, 35.

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sión a la autoridad y el respeto a la tradición. Por este motivo, la aparición de la nueva hermenéutica podía pasar desapercibida a la autoridad eclesiástica, para la cual no se trataba en este caso de cuestiones de primera urgencia. Sólo unos cuantos eru­ditos tomaban eventualmente la cosa en serio, pero bastaba con llamarles al orden de vez en cuando o con mandarles callar para que las aguas volvieran a su cauce.

El protestantismo es un cristianismo del libro antes de ser un cristianismo de la iglesia; esto es lo que explica la pluralidad de denominaciones, incomprensible o escandalosa a los ojos de los católicos. Sólo la biblia tiene una autoridad absoluta, mien­tras que las iglesias no representan más que instituciones hu­manas, formas humanas de fidelidad a la única exigencia in­condicional de la escritura. Cualquier renovación de la exégesis alcanza directamente a la religión de todos y de cada uno, ya que entonces queda en crisis el fundamento escriturario. El pro­blema hermenéutico, marginal para los católicos, resulta central para los protestantes. La desigualdad en el desarrollo de los es­tudios bíblicos según los diversos terrenos religiosos es enton­ces fácil de comprender.

Las facultades de teología protestante se ven obligadas a centrar su enseñanza en la lectura e interpretación de la biblia, fuera de toda referencia a la vulgata latina. El hebreo, el griego y hasta las lenguas orientales ocupan un lugar importante en los estudios, y esto tiene como consecuencia la formación de un cuerpo de profesores especializados. Las universidades de Leyde y de Cambridge serán focos vivos del orientalismo que, centrado al principio en la biblia, se irá desarrollando a con­tinuación en direcciones independientes. La teología reformada no quiere ser más que un comentario de la palabra de Dios, que desarrolle sus exigencias, y a la que por consiguiente tendrá que subordinarse el conjunto de su argumentación. Mientras que los seminarios romanos pretenden sobre todo cultivar en los futuros sacerdotes la virtud de la obediencia, las facultades protestantes de teología constituyen centros de investigación, en un sector particularmente importante de la cultura. Los pen­sadores luteranos de mitad del siglo xvín se llaman «neólo­gos», lo cual significa que se proponen cambiar el estilo del

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pensamiento religioso; la teología tiene que caminar al ritmo de los tiempos y para ello servir de compañera, y hasta de estímu­lo, a la renovación general de los valores. La universidad sigue siendo una estructura unitaria en la que comulgan las facultades especializadas, sin que las separen departamentos estancos. Queda asegurada la comunicación de saberes, a nivel de las instituciones pedagógicas y a nivel de los individuos. Los profesores y los estudiantes demuestran una curiosidad que favorece la circu­lación de las ideas y la fecundación mutua de las disciplinas.

Para los protestantes, la meditación de la palabra de Dios es el punto focal de la espiritualidad cristiana, el alimento co­tidiano de una piedad que, en general, no apela mucho a los recursos de la tradición ascética y mística. La interpretación de los textos sagrados reviste el significado de un acto de fe; como demuestra perfectamente el caso del pietismo, se encuentra asociada la lectura edificante y la lectura filológica, a pesar de la tensión que puede existir entre estos dos órdenes de valores. Los pequeños grupos de fieles constituidos por Spener a fin de trabajar desde dentro en la renovación de la iglesia se reúnen regularmente para la lectura de la biblia. August Hermann Franc-ke, organizador del pietismo alemán, es profesor de lenguas orientales. Desde 1686, mientras enseña en la universidad de Leipzig, Francke crea con unos cuantos colegas un Collegium philobiblicum, consagrado a la lectura del Antiguo y del Nuevo Testamento, que por otra parte suscitará la desconfianza de la facultad de teología, celosa de ver nacer fuera de ella un centro religioso abierto a las nuevas ideas. Francke tendrá que aban­donar Leipzig, pero podrá suscitar en Halle un nuevo foco intelectual conforme con sus ideas.

La lectura pietista de la biblia no tiene nada en común con la exégesis científica. Consagra más bien el retorno a las formas de interpretación tradicionales, abandonadas después de la re­forma.84 El fiel no se interesa por la arqueología bíblica, sino que busca en los textos una actualidad eterna, una interpela­ción con vistas a la conversión y a la salvación. Sólo aquel que

" E. HIRSCH, Geschichte der neuern evangelischen Theologie. Bertels­mann Verlag, Gütersloh 1951, II, 169 s.

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ha percibido esa llamada, el convertido, enseña Francke, descubre el corazón de una enseñanza, de la que el no convertido sólo descubre la corteza. La experiencia religiosa auténtica consiste en captar más allá del sentido literal (sensus litterae) el sentido espiritual {sensus mysticus sive spiritualis), lo cual autoriza el recurso a la analogía y a la alegoría, con los peligros inherentes a este género de solicitación de los textos. El pietismo se pre­senta como una búsqueda de la inspiración divina a través de los relatos de la escritura sagrada, descifrada como una in­mensa parábola del alma humana en busca de su salvación. La verdad del texto sagrado se cumple en el momento en que la letra escrita se encarna en iluminación viva dentro del alma del fiel, que ha descubierto en ella la gozosa esperanza de la eter­nidad.

Semejante hermenéutica parece estar más cerca de la Imi­tación, o del maestro Eckhart y de Taulero, que de Richard Si­món y de la exégesis sabia. Sin embargo, el pietismo tuvo el mérito de atraer la atención de los fieles hacia los textos bí­blicos, convertidos frecuentemente en letra muerta bajo los efec­tos de la rutina suscitada por la práctica religiosa. Produjo una desoxidación que suscitó un enfrentamiento directo entre el creyente, sacudido de su somnolencia, y el mensaje revelado. La lectura pietista de la biblia reacciona contra la racionalización teo­lógica y filosófica, que tiene la tendencia a contentarse con un análisis conceptual de los textos sagrados. El célebre Christian Wolff había formulado unas cuantas reglas de interpretación, que reducían la interpretación de las escrituras a un análisis lógico; la atención recaía en la definición exacta de los términos y la verificación de los encadenamientos deductivos. La palabra de vida se convertía en una axiomática de donde había desaparecido toda afirmación de lo sobrenatural.85 La interpretación racio­nal linda con los límites del absurdo, como demostrará Hamann frente a los racionalistas de Berlín, que tendían a convertir a Jesucristo en un profesor de matemáticas elementales.

El pietismo afirma la necesidad de una lectura espiritual

85 Cf. C H . WOLFF, Vernünftigen Gedanken von den Kraften des men-schlichen Verstandes und ihrem richtigen Gebrauche in Erkenntnis der Wahrheit (1711). Halle "1742, c. XII, 191 s.

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de un texto espiritual; pero no es posible ni mucho menos al­canzar el espíritu sin descifrar debidamente la letra, y los ins­piradores del pietismo lo sabían perfectamente. Spener protesta contra la obstinación de la filosofía racionalista y de la esco­lástica aristotélica en materia de teología. Es preciso leer la biblia bíblicamente, sin adulteraciones. «Spener deplora en varias ocasiones que no nos sea ya posible reconocer el trasfondo es­piritual del campo conceptual de la biblia, lo que él llama 'filo­sofía judía'. A partir de allí es como podríamos llegar a una comprensión mucho más exacta de las palabras y de las ideas bíblicas, lo cual permitiría elaborar una teología mucho más fiel a la biblia. Esta repulsa del intelectualismo helénico y este anhelo de un pensamiento puramente bíblico siguieron actuando en el seno del pietismo».86 Spener carecía de la formación ne­cesaria para llevar a cabo la forma de exégesis que vislumbraba; pero al menos concebía, para llegar a una espiritualidad verda­dera, la necesidad de recurrir a los caminos y a los medios de una exégesis histórica y crítica. El pietismo, a pesar de ciertos aspectos regresivos, podía desembocar en una hermenéutica.

La renovación de la atención a los textos sagrados se mani­festó en las nuevas ediciones que aparecieron, rompiendo con las traducciones y comentarios de Lutero, carta de fe de la ortodoxia protestante. Los pietistas radicales dieron a luz para su uso unas biblias «místicas y proféticas», destinadas a suscitar el fervor de los fieles: en primer lugar la biblia de Marburgo (1712), luego la de Berleburgo, más considerable, en ocho grandes volúmenes (1726-1742), cuya inspiración revela la influencia de los maestros de la internacional pietista: Madame Guyon, Antoinette Bou-rignon, Pierre Poiret, etc. Estas ediciones daban la preponde­rancia a la intención edificante por encima de la preocupación científica; correspondían a las necesidades de los pequeños grupos fervientes, más que a las exigencias del trabajo académico. La universidad de Halle alentó otros trabajos más rigurosos, como los de Johann Heinrich Michaelis (1668-1738), colaborador de Francke y profesor de lenguas orientales, y luego de teología, a partir de 1699. Michaelis publicó en 1720 una edición del An-

E. HIRSCH, o. c, 100.

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tiguo Testamento hebreo, basada en la confrontación de nume­rosas ediciones y traducciones, esforzándose por restituir el tex­to masorético, que se completaba con tres volúmenes de notas. Esta empresa, interesante desde luego, no permitía sin embargo abordar los verdaderos problemas, ya que el texto masorético no representa más que un estado tardío del Antiguo Testamento, fruto de una elaboración muy cuidada respecto a la redacción inicial. Este texto masorético fue de nuevo objeto de las inves­tigaciones del inglés Kennicott, publicadas en 1772, y basadas en la colación sistemática de todos los manuscritos conocidos.

El hecho más importante fue, no obstante, el progreso de la filología clásica que, al suscitar nuevos hábitos mentales, modificó el mismo planteamiento de los problemas. En 1795 aparecieron los Prolegomena ad Homerum de Friedrich August Wolff. A la luz de las leyendas populares, Wolff formulaba la teoría del «ateísmo homérico». Homero no existió, por la misma razón que tampoco existió el Ossian de Macpherson; la obra de Homero es una obra sin autor, reunida y recopilada en una época deter­minada, sin que por ello sufra en lo más mínimo su autentici­dad. La desacralización del texto, consagrado por el respeto de generaciones de humanistas, permite estudiarlo en los detalles de su composición. Al acabar el siglo, los ilustrados empiezan a sentir simpatía por las literaturas populares de las épocas tra­dicionales, con el mundo legendario del norte germánico, celta y escandinavo; se anuncia ya la revaloración de la edad media, uno de los aspectos significativos de la cultura romántica. Esta nueva inteligencia contribuye a modificar la actitud de los lec­tores frente a ciertos textos fundamentales; Homero y la bi­blia encuentran una nueva juventud, no ya como productos tar­díos y perfectos de una civilización en su apogeo, sino como recopilaciones en las que se experimenta la marca creadora de unos pueblos adolescentes. Esta nueva perspectiva, iluminada por un retorno a los orígenes, sitúa bajo una nueva luz tanto a la cuestión de Homero, autor de la litada y la Odisea, como a la cuestión ya muy discutida de Moisés autor del Pentateuco. Lo mismo que se borra, con el ateísmo homérico de F. A. Wolff, una concepción de lo sagrado propia de la filología humanista, también se ve desmentido el tabú que prohibía ensuciar los

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textos bíblicos con preocupaciones epistemológicas demasiado humanas.

Según un historiador que resume la situación a finales de siglo, «es solamente entonces cuando se empezó a tratar a los textos originales del Antiguo y del Nuevo Testamento como a los escritos clásicos de los griegos y de los romanos, y consi­guientemente se empezaron a utilizar y a comparar los ma­nuscritos, las traducciones antiguas, las citas de los padres de la iglesia y las demás fuentes».87 Este trabajo se llevó a cabo en ediciones, comentarios y otros instrumentos de trabajo pu­blicados en Alemania y en Inglaterra, en donde la filología bíbli­ca se impone como una disciplina independiente, o por lo menos como un conjunto de disciplinas. Hubo un tiempo en que la biblia, el Antiguo y el Nuevo Testamento reunidos, podía con­siderarse como un bloque, redactado en la única lengua sa­grada, él latín de la vulgata. Desde la reforma, el latín perdió su carácter privilegiado en los países protestantes, donde los fieles leían los textos sagrados en su lengua nacional, mientras que los hombres de iglesia tenían que vérselas con el griego de los evangelios y el hebreo del Antiguo Testamento. La apli­cación de los métodos filológicos puso de relieve el carácter particular de la lengua evangélica, intensamente teñida de he­braísmos. Por otra parte, el Antiguo Testamento hebreo se pre­sentaba como una masa compuesta de varios elementos, de la que cada parte tenía que constituir el objeto de estudios esti­lísticos, gramaticales, y también históricos y arqueológicos. Sur­gen especializaciones que esbozan una división del trabajo entre los teólogos, que tienen su competencia en lo que concierne a la doctrina de la iglesia, y los maestros de estudios bíblicos, para los que resulta indispensable una formación amplia en materia de lenguas orientales. Richard Simón proclamaba que en él no había nada de teólogo; lo mismo que sus sucesores del siglo XVIII, él había estudiado el Antiguo Testamento y el Nuevo, pero llegará algún día en que la amplitud y extensión de

87 J. G. MEUSEL, Leitfaden zur Geschichte der Gelehrsamkeit. Leip­zig 1800, III. 1319.

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los conocimientos obligará a los sabios a limitarse a los estudios neo o véterotestamentarios.

Esta nueva programación de los estudios provocará tensio­nes en el seno de las facultades de teología. Los teólogos, guar­dianes de la ortodoxia, tenderán a poner obstáculos al despliegue de las investigaciones exegéticas, sospechosas de poner en cues­tión los fundamentos de la doctrina eclesiástica. El exegeta de­sea ser un sabio, pero lo malo es que a veces los resultados de su ciencia tienen ciertas consecuencias d_ orden teológico, desmintiendo algún que otro punto de la doctrina recibida. La teología tradicional se ve metida entre dos fuegos, atacada desde fuera por la crítica racional y minada en sus fundamentos por la crítica histórica.

El orientalista Johann David Michaelis (1717-1791), nacido en Halle, hijo de un profesor de esta universidad, después de haber estudiado en Holanda y en Inglaterra, en donde sufrió la influencia de las corrientes racionalistas dominantes, enseñó en Góttingen desde 1745 hasta su muerte. Consagró una ac­tividad considerable al terreno vétero-testamentario, aun cuando sus investigaciones afectan igualmente, como veremos, al Nuevo Testamento. Espíritu liberal, Michaelis no pretende desviarse de la línea prescrita por la iglesia a la que pertenece, pero sus trabajos exigen, a un plazo más o menos largo, una renovación de los valores religiosos. Consagra a la filología hebrea los dos volúmenes de sus Supplementa ad léxica hebraica (1786), que registran los progresos realizados desde hace dos siglos en el terrea" positivo de la comprensión de los textos. Tiene además otra., obras consagradas a la geografía bíblica (1769) y al de­recho mosaico (1770); se trata de conocer la tierra, los hombres y las instituciones de que se trata en el texto sagrado. Estas investigaciones serán sistematizadas, en 1787, en una gran In­troducción a las escrituras divinas de la antigua alianza (Einlei-tung in die góttlichen Schriften des Alten Bundes), cuyo título tiene el aire de un manifiesto en favor de la inspiración de los textos sagrados. Michaelis va pasando revista a todas las hipó­tesis e interpretaciones relativa:, a la composición del Antiguo Testamento, incluidos los trabajos de Richard Simón y de As-truc. El hecho de exponer e n toda objetividad las diversas tesis

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de la crítica demuestra la amplitud de su horizonte epistemo­lógico; no faltan tampoco ciertas concesiones en algunos puntos de detalle que denotan una negociación con el espíritu nuevo.

En su hermenéutica, «Michaelis quiere atenerse a la inter­pretación ortodoxa de la escritura. Intenta una especie de des-cerrajamiento de esta ortodoxia bajo la influencia de la razón y de la crítica; de esta forma, lleva lo más lejos posible hacia el exterior los límites del dogma de la inspiración de la escri­tura».8* Por ejemplo, Michaelis mantiene las correspondencias alegóricas entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Semejante lectura profética y mesiánica de los escritos de la antigua alian­za es incompatible con el espíritu histórico; conduce de ordinario a una interpretación del texto en un sentido muy alejado de su sentido literal. Los ensayos de racionalización intentados por Michaelis adolecen todavía de timidez; más atrevido se mostrará en su interpretación del Nuevo Testamento.

El otro nombre importante de la exégesis alemana es el de Johann Salomo Semler (1725-1791), que enseñó en Halle a partir de 1752. La posición de Semler en teología, más avaiv záda que la de Michaelis, rompe con el conservadurismo orto­doxo; pertenece al movimiento de los neólogos, marcado por el racionalismo de la Aufklárung. La universidad de Halle, ciuda-dela del pietismo, había tenido entre sus profesores al raciona­lista Christian Wolff; la facultad de teología ofreció una cá­tedra a un partidario de la razón crítica, a un especialista de la exégesis que manifestaba sus simpatías reeditando la Historia crítica del Antiguo Testamento de Richard Simón. Semler se presentó a sus contemporáneos como un reformador de los estudios bíblicos, sin comprometer su posición oficial. También Lutero había apelado a la libertad de su conciencia en contra de la autoridad establecida; cualquier inconformista, en la esfera de influencia de la reforma, puede invocar este ilustre prece­dente.

- **. A. J. KRAUS, Geschichte der historisch-kritischen Erforschung des Alten Testaments von der Reformation bis zum Gegenwart. Neukirchen 1956, 91; cf. también The Cambridge History of the Bible: The West from the Reformation to the present day, ed. S. L. Greenshde. Cambridge University Press 1963; E. G, KRAELINÜ, The Oíd Test amen! since the Reformation. Luttervvorth Press, London 1955.

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En su autobiografía, Semler afirma la legitimidad de la crí­tica exegética: «Nunca jamás he podido resolverme a admitir que ese género particular de estudio y de técnica, que se designa con el hombre de crítica, no pueda ni tenga que ser aplicado a la biblia, sea cual fuere su utilidad en el caso de los demás libros antiguos de la humanidad. Yo hacía tiempo que admitía la divinidad del texto sagrado, su importancia y la utilidad y el carácter provechoso de las verdades que contenía. Pero consi­deraba la reproducción de la biblia mediante sus copias o me­diante la impresión como una tarea humana del mismo orden que si el copista o el impresor trabajasen con Platón o con Horacio. Los que sostienen que Dios ejerce una dirección y una vigilancia especial y extraordinaria sobre semejante trabajo de copia tienen que haber perdido por completo de vista al mundo real».89 Es preciso distinguir entre el contenido de los libros santos y la forma accidental bajo la cual nos ha llegado ese contenido. La encuesta histórica que se abre de esta forma per­mite discernir entre los textos tan dispares del Antiguo Testa­mento aquellos que tienen un carácter esencial de otros que pudieron presentar para los judíos un interés peculiar, sin que tengan para los cristianos esa misma utilidad.

Los neólogos introdujeron en Alemania la crítica exegética libre del Antiguo Testamento, ya que, en sus deseos de renovar el pensamiento religioso, preferían apoyarse en el Nuevo Testa­mento más bien que en el Antiguo. La colocación de la biblia hebrea dentro de una perspectiva histórica y crítica acentúa su carácter documental, permitiendo al espíritu tomar sus distancias respecto a unas enseñanzas de las que al menos una parte tiene que ser considerada como ya caducada. Lo esencial de la reve­lación divina está constituido por las verdades que edifican, que contribuyen a la mejoría moral del fiel. De esta forma, se ven derrumbadas las posiciones del literalismo tradicional. La exége-sis científica puede adueñarse de la letra de los textos sagrados, abandonada por los teólogos, que no le reconocen más que un interés secundario. La humanización de la religión y la acentua-

" Aus der von ]. S. Semler selbst entworfenen Lebensbeschreibung, 1781, II Teil, 125, en H. J. KRAUS, O. C, 97.

Hermenéutica cristiana 299

ción de los valores morales y utilitarios lleva al reconocimiento de que cierto número de textos del Antiguo Testamento se re­fieren más bien a las antigüedades juc'ías que a la espiritualidad cristiana viva, que es la que se ifirma claramente en los evan­gelios. En consecuencia, las ciencias religiosas pueden perfec­tamente desarrollar sus investigaciones sin correr el riesgo de chocar con los entredichos eclesiásticos. La obra de Semler ates­tigua la preponderancia que se concedía a la revelación natural, de esencia moral, por encima de la revelación histórica, que reviste en la retrospección de los tiempos un carácter exótico y folklórico, teñido de sobrenaturalismo y de irracionalidad.

La exégesis bíblica de Semler está marcada por el espíritu de la Aufklarung. Es preciso buscar la inspiración divina en la actualidad de la conciencia o en las lecciones espirituales del evangelio más bien que en los textos destinados a los antiguos hebreos, que han perdido para nosotros su significación inme­diata. Según los neólogos, convendría en definitiva dejar que los muertos del Antiguo Testamento sepultaran a sus muertos, con la ayuda de los arqueólogos cualificados. En contra de esta des­calificación, al menos relativa, del terreno hebraico, en donde se vuelve a encontrar el espíritu de Spinoza, también hebraizante y «neólogo», se sitúa la actitud de Herder, deseoso de captar en toda su plenitud la actualidad de la biblia. Herder, en su juventud de Konigsberg, sufrió profundamente, después de la influencia de Kant, la de Hamann, objetor de conciencia contra los valores de las luces, tanto prusianas como francesas, y par­tidario de un literalismo bíblico de nuevo cuño. Los textos bí­blicos son la encarnación del Verbo divino; no tienen que ser objeto de una reconstitución histórico-arqueológica sacrilega, sino que hay que acercarse a ellos como a los jeroglíficos, mensajes secretos y sagrados cuyo sentido se abre al alma fiel en la actua­lidad de la fe, que es la única que, a través de la oscuridad, vis­lumbra la revelación del misterio.

Herder no quiso utilizar los aspectos esotéricos de las me­ditaciones bíblicas de Hamann, pero comprendió que la verda­dera hermenéutica exigía que el lector de los textos sagrados se hiciera contemporáneo de la revelación, para recoger una fórmula de Kierkegaard. El obispo inglés Robert Lowth (1710-1787), en

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un ensayo De sacra poési hebraeorum, traducido por J. D. Mi-chaelis en 1770, había restituido su relieve cualitativo a una literatura de la que se olvidaba demasiadas veces que había te­nido un valor de arte y de vida para todo un pueblo en su realidad carnal. Herder se esfuerza en devolver a los textos sa­grados su densidad concreta; quiere ver en la literatura bíblica, expresión del alma hebrea, una forma de poesía popular, que pueda compararse sin sacrilegio con los demás conjuntos legen­darios de la humanidad. La filología externa, reconstitución científica del texto, recibe así el apoyo de una filología interna, de una hermenéutica espiritual. Bossuet, lo mismo que sus con­temporáneos, leía las historias de la biblia y se representaba a sus personajes a la manera de Racine, que ponía en escena a sus personajes griegos y romanos, vestidos como los cortesanos de Luis XIV y portándose como ellos.

El siglo XVIII descubre en sus últimos decenios la importan­cia de esta «filosofía judía» que Spener sospechaba y a la que Herder se esforzó en restituir su sentido. Se trataba de de­volver a la biblia su colorido local, de leerla en su autenticidad humana, con el mismo espíritu con que había sido concebida. Herder distingue dos niveles en la interpretación; en primer lu­gar viene el erudito bíblico (biblischer Antiquar) que establece el texto palabra por palabra, con toda su exactitud literal; pero esta etapa, que es sin duda necesaria, no es sin embargo sufi­ciente: «Qué estrechez de espíritu tendríamos, según creo, si no quisiéramos ver más allá del sentido de unos cuantos elemen­tos aislados; el conjunto se nos propone con vistas a una in­tuición global». Se tratará de buscar, a costa de una captación totalitaria, lo que la providencia quiso manifestar a los hom­bres a través de todas las épocas y los pueblos.90 Herder no es solamente un teólogo, sino también un filósofo y un poeta; su lectura de la biblia se empeña, mucho más que la de sus con­temporáneos, en la restitución de la autenticidad del sentido.

«La biblia, el libro de Dios, que nos ha llegado desde el

,ü HERDER, Briefe das Studium der Tbeologie betreffend. Vierter Teil (1781-1786), carta 29, en Werke, ed. Suphan, XI, Berlín 1879, 10-11.

Hermenéutica cristiana 301

fondo de tantas épocas y generaciones, posee todavía ese ca­rácter particular de su extremada variedad en su modo de ex­posición, como si quisiera dirigirse a todos los tiempos y a todos los hombres. ¿Hay acaso algún género literario que no haya sido allí utilizado en alguna parte?».91 La prosa y la poesía, todas las formas de expresión componen un conjunto, como un jardín lleno de flores y de frutos. Esta diversidad de medios demuestra la riqueza intrínseca de la creación y el poder infinito del creador. «Lejos de perder en claridad, en precisión y en verdad, la revelación de Dios ha ganado allí mucho poniéndose al alcance de todas las edades, de todos los redactores y de todos los tipos de hombres... Cada género literario ha nacido con su época y según las necesidades de la época; se ha modificado con ella; y en función de ellas es como debe ser apreciado, reconstituido y juzgado. Moisés y los profetas, los profetas y los apóstoles, éstos y Cristo, todos dicen la verdad de Dios con el poder de Dios, pero cada uno la dice a su modo, y no hay dos profetas ni dos apóstoles que lo hagan de una manera idéntica. Cada uno de ellos habla como el espíritu de Dios le hace hablar, fiel a su sentido de la verdad».92

Herder se ha dado cuenta con toda claridad de la importancia del ambiente y de las mentalidades bíblicas, así como del papel de los géneros literarios en la redacción de las escrituras. Con él empieza una nueva época de la hermenéutica, que se escapa de las problemáticas opuestas de Bossuet y de Richard Simón: «La biblia tiene que leerse humanamente, puesto que se trata de un libro escrito por los hombres y para los hombres (mensch-lich nmss man die Bibel lesen; denn sie ist etn Buch durch Menscben für Menscben gescbrieben); es humana la lengua, son humanos los medios exteriores con los que ha sido redactada y conservada, es humano el sentido que permite captarla, son humanos finalmente los procedimientos de elucidación, así como la finalidad y las necesidades a las que tiene que ser aplicada». En este comienzo de la primera de sus Cartas sobre el estudio de la teología, Herder invita a sus jóvenes corresponsales a bus-

" Ibid., carta 38, 6. "! Ibid., 7-8.

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car decididamente la actualidad humana de los libros sagrados: «Podéis creer con toda seguridad que cuanto más leéis la palabra de Dios humanamente (en el mejor sentido de la palabra), más os aproximáis a las intenciones de su autor, que creó al hombre a su imagen y que en todas las obras y los beneficios en que se nos revela como Dios se comporta humanamente con no­sotros».93

Esta consideración hermenéutica pone en cuestión a toda la teología bíblica. Herder no piensa ni mucho menos en discutir la autenticidad de los textos sagrados, pero apoyándose en los datos de la exégesis plantea con términos nuevos el problema de la inspiración. Esta deja de ser un carácter materialmente inherente al documento escriturario en el que el espíritu de Dios se habría encarnado una vez para siempre, en un cierto punto del espacio y del tiempo. Esta concepción cae por su base a par­tir del momento en que se admite que el texto bíblico de que disponemos no es el texto original, sino el último estado de una tradición incierta, sobrecargado de adiciones y de pretericiones. La fe cristiana no puede considerarse cautiva de una palabra dada en el rincón del pasado y deformada por el desgaste de los siglos. La actualidad de la fe pasa, no ya por la letra de las escrituras, sino por su espíritu, que tiene que reactivarse y reencarnarse en el presente.

£1 sentido del mensaje para todos los tiempos tiene que descubrirse a partir del mensaje formulado en un tiempo par­ticular. La teología deja de ser la repetición de un dato antiguo; es búsqueda y resurrección de un sentido presente; el devenir de la humanidad, al que el filósofo Herder se mostraba espe­cialmente atento, implica una génesis paralela de la verdad di­vina en diálogo con el devenir del ser humano. De ahí aquella profunda observación de Herder: «El hecho de que la religión sea integralmente humana es un signo de reconocimiento ín­timo de su verdad... Su conocimiento es un conocimiento vivo, es la suma de todos los acontecimientos y de todos los senti­mientos, es la vida eterna. Si existe una razón general y una

* O. c, parte 1.', carta 1 (1780-1785), ed. Suphan, X, 7.

Hermenéutica cristiana 303

sensibilidad de la humanidad, es precisamente en el conoci­miento religioso, del que constituyen el aspecto más ignorado».**

El pensamiento de Herder abre nuevas posibilidades, sin rom­per con el cristianismo, al que Herder sirvió con fidelidad en calidad de dignatario eclesiástico. El hecho de que pudiera formu­lar con libertad unas opiniones tan atrevidas demuestra el cambio de clima que se había operado en Alemania, en donde la teología acompañó al desarrollo general del pensamiento, es­capándose del bloqueo al que se la sometía en los países católicos y hasta en Inglaterra, en donde, al no haber podido llevar a cabo su aggiornamento, parecía estar afectada de consunción. El trabajo de la exégesis humaniza a la revelación. Un texto del físico y moralista de Góttingen, Georg Christoph Lichtenberg, más o menos contemporáneo de estas afirmaciones de Herder, demuestra que éste no es un caso aislado en su tiempo: «Los cabellos se erizan en la cabeza cuando se piensa en la cantidad de tiempo y de trabajo que ha devorado la exégesis de la biblia. Probablemente un millón de in-octavo... ¿Y cuál será en definitiva el resultado de todos estos esfuerzos después de centenares de millares de años? No cabe duda de que será éste sencillamente: la biblia es un libro escrito por hombres, como todos los libros; por unos hombres que eran diferentes de no­sotros, porque eran un poco más simples que nosotros en mu­chas cosas, y también infinitamente más ignorantes que nosotros. Por consiguiente, la biblia es un libro que contiene una parte de verdad, una parte de error, unas cuantas cosas buenas y unas cuantas cosas malas. Cuanto mejor sitúe la biblia una expli­cación exegética en un nivel de libro absolutamente ordina­rio, mejor será esa explicación...».95

Lichtenberg, original, pero no incrédulo, demuestra la po­sibilidad de una nueva lectura de la biblia, no ya velada de devoción al estilo pietista, sino objetiva y positiva. El escéptico Gibbon observaba, a propósito de una traducción de Edda por

94 HERDER, Vom Erkennen und Empfinden der menscblicben Sede (1778), en Werke, ed. J. von Müller. Karlsruhe 1820, VIII, 92.

53 G. C. LICHTENBERG, Aphorismes, cahier 1755-1779, trad. M. Ro-bert. Club trancáis du libre 1947, 199.

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una especialista de las antigüedades escandinavas: «Poseemos actualmente una media docena de biblias, incluyendo a la nues­tra».96 La palabra «biblia» puede escribirse en plural; existen otras escrituras santas distintas de las escrituras cristianas, y aunque se les conceda a éstas un estatuto preferencial, no hay nada que permita sustraerlas a la legítima curiosidad de la in­vestigación científica. El literalismo bíblico y el integrismo han fracasado definitivamente; la inspiración divina no garantiza ya a la letra, que no es más que la conclusión de unas vicisitudes demasiado humanas, capaces de someterse a utia investigación espiritual, en la que una teología renovada podrá desplegar todos sus recursos.

Desde el punto de vista de la ortodoxia, se trata de un desmantelamiento de la revelación y de una desnaturalización de la fe. El nacimiento de las ciencias religiosas parece impo­nerle al fiel la obligación de saber antes de creer; se desmorona el fundamento bíblico y las certezas de antaño parecen desapa­recer para siempre. El vicario de Rousseau se siente desolado ante estas condiciones restrictivas impuestas por el entendimien­to a las certezas del corazón: «¡Cómo! ¿Seguimos con testimo­nios humanos? ¡Continuamente hombres que me refieren lo que' otros hombres les han referido! ¡Cuántos hombres entre Dios y nosotros! Tendremos que ver las cosas, examinarlas, comparar­las, verificarlas...».97 Es que la crítica de los testimonios resulta ardua: «Considerad en qué tremenda discusión tengo que me­terme, qué inmensa erudición es la que necesito para adentrarme en las más altas antigüedades, para examinar, sopesar, confrontar las profecías, las revelaciones, los hechos, todos los monumentos de fe propuestos en todos los países del mundo, para determi­nar los tiempos, los lugares, los autores, las ocasiones. ¡Qué crí­tica tan exacta se necesita para distinguir entre las piezas autén­ticas y las supuestas, para adecuar las objeciones a las respues­tas, para comparar las traducciones con los originales, para juz­gar de la imparcialidad de los testigos, de su sentido común,

" E. GIBBON, An examination of Mallet's lntroáuction to the His-tory of Denmark (1764), en Miscellaneous Works, III, 231.

"" ROUSSEAU, Entile, 1. IV, en Oeuvres, ed. de la Pléiade, IV, 610.

Hermenéutica cristiana 305

de sus luces, para saber si no se ha suprimido nada, si no se ha añadido nada, si no se ha traspuesto, cambiado o falsificado nada, para superar las contradicciones que todavía quedan, para calcu­lar cuál es el peso que tiene que tener el silencio de los ad­versarios en los hechos alegados contra ellos, si fueron co­nocidas esas alegaciones, si se hizo suficiente caso de ellas para dignarse responder, si los libros aquellos eran lo suficientemente comunes para que llegaran a ellos nuestras escrituras, si tuvimos la buena fe suficiente para permitirles que los suyos tuvieran libre curso entre nosotros y para recoger sus objeciones más fuertes tal como ellos las formularon...».98

Semejante programa de estudios bíblicos demuestra un buen conocimiento de la situación epistemológica por aquellos años de 1762. El vicario saboyano, cuya fe es la de un Dios sensible al corazón, tiene miedo de meterse por un camino tan erizado de espinas, y que quizá no tenga salida. Su cristianismo es muy poco bíblico; le gusta más recorrer los caminos de la revela­ción natural que los de la revelación escrituraria, reacción normal ante los progresos de la exégesis que parecen ir haciendo cada vez más difícil la fe de los simples en conformidad con las normas tradicionales. Entre el Dios de la gente sencilla y el de los ilustrados parece como si se levantara una muralla. El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, despojado de su inmediatez trascendente, cae en manos de los filósofos y de los sabios de la facultad de teología, que, al controlar sus títulos de credi­bilidad, los encuentran cada vez más discutibles.

El Nuevo Testamento, más aún que el Antiguo, se pres­tará al examen de la crítica, con lo cual quedará también cues­tionado el personaje de Cristo y el significado de su testimonio. Los estudios neotestamentarios conocen una expansión rápida, quizá por el hecho de que son relativamente más fáciles que las investigaciones sobre el Antiguo Testamento, documento más ex­tenso y más variado y que necesita un conjunto de conocimientos más vastos y profundos que el estudio de los evangelios. Los trabajos que designan los alemanes con el nombre de Leben-Jesu-Forschung empiezan precisamente por esta época. Según

Ibíd., 611.

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Albert Schweitzer, «la obra más importante de la teología ale­mana es la investigación relativa a la vida de Jesús. Lo que se ha llevado a cabo en este terreno es fundamental y decisivo para el pensamiento religioso del porvenir». Schweitzer opinaba que este terreno particular roza con las profundidades de la teología, en donde se encuentran realizados al mismo tiempo el pensamiento filosófico, la percepción crítica, la representación histórica y el sentimiento religioso».w

El cristianismo primitivo había demostrado una «indiferen­cia absoluta por la vida del Jesús histórico».100 El personaje real había quedado absorbido por la representación teológica, de la que se había hecho indisociable. Los textos evangélicos no habían sido leídos como testimonios sobre un momento determinado de la historia de un pueblo concreto, sino que presentaban un origen absoluto y transhistórico impuesto a la obediencia de los fieles. Los dogmas que habían ido elaborando poco a poco los concilios proyectaban retrospectivamente su inteligibilidad sobre los documentos escriturarios, de los que se consideraban como meros extractos. Los primeros cristianos, que vivían en la espera del retorno inmediato del mesías, concebían un Cristo profé-tico, cuyas promesas resumidas en su muerte y su resurrección deberían tener su efecto en un futuro ya próximo, lo cual hacía inútil y sacrilega toda preocupación por los detalles de la exis­tencia concreta del salvador. Pero Cristo no había vuelto; en su lugar, la iglesia se había ido instituyendo como gerente y com­promisaria de la larga paciencia de la humanidad. Cristo había tomado sobre los altares el lugar de cabeza visible de la iglesia invisible, personaje hierático y anclado en su eternidad. De esta forma, Jesús de Nazaret había recibido el carácter de «una per­sonalidad históricamente extraña al tiempo»,101 disuelta y re­constituida por las influencias gnósticas y las concepciones neo-platónicas, que prolongaban una inspiración ya presente en el evangelio de Juan. La escatología se había tragado a la historia;

99 A. SCHWEITZER, Geschichte der Leben-Jesu-Forscbung (1906). Mohr, Tübingen 51933, 1. ,

100 Ibíd., 2. Wid., 3.

Hermenéutica cristiana 307

la divinidad de Cristo, hijo de Dios, absorbía a la humanidad de Jesús, hijo del hombre.

Esta situación no había sido modificada por la reforma, que acentuó más todavía el papel del Cristo transhistórico, en la medida en que le quitó su importancia a la Virgen y a los san­tos, personajes secundarios del drama sagrado. «Era menester que se cuarteara de antemano el mismo dogma, escribe Albert Schweitzer, antes de que se pudiera poner en cuestión al Jesús histórico, e incluso antes de que se pudiera solamente concebir la idea de su existencia».102

La revisión de los valores religiosos en el siglo de las luces, al romper con todas las coacciones dogmáticas, hizo posible una visión nueva de los textos evangélicos, una visión cuya exi­gencia se irá descubriendo poco a poco, al traspasar las for­midables barreras que se le oponían. Desde finales del siglo xvi, el movimiento sociniano, al minimizar la divinidad de Cristo, le restituía su identidad humana; el arminianismo holandés, susti­tuido por la inspiración unitaria, muy poderosa en el siglo xvín, generalizó una sensibilidad religiosa que se fue afirmando con el deísmo y con la importancia cada vez mayor que se le recono­cía a la religión natural. El deshielo de la axiomática teológica condujo a una reconversión de la atención que se dirigía a los textos evangélicos, provista en adelante de los nuevos medios de la exégesis crítica. Será necesario todavía un plazo para que se pongan en obra todas estas posibilidades, teniendo en cuenta especialmente que el Nuevo Testamento parecía más indispensa­ble a la fe de la iglesia que el Antiguo. Es significativo que el gran jurista Hugo Grotius (1583-1645), política y espiritual-mente ligado a los arminianos, haya sido también uno de los fundadores de la exégesis neotestamentaria con sus Adnotationes in libros evangeliorum (tres volúmenes, 1641-1650). Su obra, basada en una interpretación filológica de la lengua y de los temas de los evangelios y en la confrontación de las tradiciones directas e indirectas, constituye una verdadera «preparación para un estudio realmente histórico del Nuevo Testamento».103

m Ibíd., 4. I0J G. KÜMMEL, Das Neue Testament. Geschichte der Erforschung sei-

ner Probleme. Sammlung Orbis Academicus, Freiburg-München 1958, 32.

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Después de Grotius, Richard Simón (1638-1712), arrastrado por el impulso de la metodología que había utilizado en la in­terpretación del Antiguo Testamento, prosiguió su obra en su Histoire critique du texte du Nouveau Testament (1689), que se prolongó con una Histoire critique des versions du Nouveau Testament (1693). Estos trabajos demuestran la constitución de una disciplina neotestamentaria, distinta de los estudios relativos a la biblia hebrea. «Si no he seguido el método de los teólogos escolásticos, escribe Simón, es porque lo he encontrado poco seguro. He procurado en la medida en que me ha sido posible no adelantar ninguna proposición que no estuviera apoyada en buenos fundamentos... Como la religión consiste principal­mente en cosas de hecho, la sutileza de estos teólogos, que no han tenido un conocimiento exacto de la antigüedad, no pueden descubrirnos la certeza de esos hechos».104

Las pretensiones de los teólogos tienen que ceder ante el respeto a los hechos filológicos e históricos. Simón publicará en 1702 una Traduction du Nouveau Testament, con notas y comentarios, que suponía un progreso sobre las ediciones pre­cedentes, incluida la de Erasmo, cuyo texto resultaba bastante dudoso. «Simón fue el primero que se preocupó de restituir, según un método crítico, la génesis del texto tradicional del Nue­vo Testamento y de plantear históricamente la cuestión de su comprensión correcta».105 Hizo algunos descubrimientos muy con-cietos; puso de manifiesto cómo el episodio de la mujer adúltera (Jn 7,53 s) no figura en los manuscritos griegos, lo mismo que los doce últimos versículos del evangelio de Marcos; formuló la hipótesis de que la vulgata de san Jerónimo tuvo que estar precedida de otras traducciones latinas. Pero su obra queda hipotecada por sus prejuicios apologéticos. Tenía la finalidad de justificar la posición católica frente a las amenazas protestantes; si el texto del Nuevo Testamento, tal como ha llegado hasta nosotros, resulta un tanto dudoso, los reformados no pueden apoyarse en un fundamento tan frágil. Solamente la autoridad

104 R. SIMÓN, Histoire critique du texte du Nouveau Testament. Rot­terdam 1689, prólogo sin paginar.

,05 G. KÜMMEL, O. C, 41 .

Hermenéutica cristiana 309

de la iglesia, inspirada por el mismo Dios, puede garantizar la validez del texto recibido; lo mejor es entonces atenerse a la vulgata, avalada desde hace siglos por el magisterio pontificio: «La sabiduría de estos papas y la de los más hábiles teólogos de la iglesia romana se demuestra en el hecho de que no quisieron que el pueblo tuviera otras versiones de la biblia más que aque­llas que se hicieran sobre la antigua edición latina. En efecto, ¿qué utilidad pueden tener en esta ocasión unas traducciones hechas sobre el hebreo y el griego, cuando lo único que se pretende es conseguir que el pueblo sencillo entienda lo que se lee o se canta públicamente en las iglesias?».106

La investigación crítica reniega de sí misma. Richard Simón pone su ciencia al servicio de la dogmática establecida, de forma que esta ciencia no sirve para nada, a no ser para confirmar el régimen religioso del que se ha demostrado por otra parte que carece de fundamento real. Pero esta inconsecuencia, ligada a los prejuicios del catolicismo, nos permite comprender por qué la autoridad romana emprenderá un combate desesperado contra la hermenéutica bíblica hasta la mitad del siglo xx.

Otras resistencias análogas deberían manifestarse en otros territorios espirituales diferentes. El filólogo Johann August Er-nesti (1707-1781), profesor de Leipzig, es también un teólogo consciente de la importancia de la disciplina filológica en ma­teria de exégesis. Su Institutio interpretis Novi Testamenti (1761) pone el acento en la necesidad de una interpretación gramatical rigurosa, si se desea de verdad llegar a una comprensión his­tórica, en relación con el conocimiento del ambiente y de las instituciones. Si esto es así, la interpretación de los libros sa­grados tiene que estar sometida al derecho común del estudio de los textos en general, con la única salvedad de que, al estar inspirado el texto sagrado, no puede comportar ni error ni con­tradicción. Las dificultades de la exégesis tienen que atribuirse a la debilidad de la inteligencia humana, y no a eventuales de­ficiencias o lagunas en su redacción. Ernesti, fiel a la ortodoxia

m R. SIMÓN, Histoire critique des Versions du Nouveau Testament. Rotterdam 1690, advertencia preliminar, sin paginar.

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luterana, tan pujante en Leipzig, retrocede ante las posibilidades abiertas por las nuevas ciencias religiosas.107

Bloqueados en Leipzig, los estudios neotestamentarios podrán progresar en otras partes, especialmente bajo la influencia del pietismo, que irradia su espíritu desde la nueva universidad de Halle. Las investigaciones se dirigirán en primer lugar al texto de los evangelios que en los países reformados procede de la edición del Nuevo Testamento griego, preparada por los herma­nos Estíenne en 1550. El perfeccionamiento de este texto fue el objeto de las investigaciones de los sabios británicos, espe­cialmente en la segunda mitad del siglo xvn en Oxford; el apa­rato crítico se fue enriqueciendo en sucesivas ediciones; la de John Mili, en 1707, presenta 30.000 variantes para el texto re­cibido. Con el progreso de estos estudios, los pietistas de Halle no tienen más remedio que admitir la necesidad de renunciar a atenerse al texto reconocido por Lutero. Ha quedado abierto el camino para un trabajo de rectificación progresiva, cuyo primer artífice fue Johann Albrecht Bengel (1687-1752), que presentó en 1734 una edición considerablemente mejorada del texto tra­dicional, completada poco después por un comentario, que apa­reció en 1742, con el título de Gnomon Novi Testamenti. Ben­gel permanece todavía sometido a las normas pietistas, y su co­mentario se dirige especialmente a la edificación de los lectores; no se ha llevado a cabo todavía la revolución epistemológica, aunque se palpa ya su aparición en aquella preocupación por respetar el lenguaje hebraizante de los evangelios, su estilística y su retórica tan especial. La predicación de Jesús queda situada en su momento histórico y espiritual, rompiendo con el hiera-tismo intemporal de que se había revestido hasta entonces.108

El punto de ruptura se presenta en el momento en que la reflexión crítica obliga a renunciar a la idea de que el Nuevo Testamento forma un conjunto unitario y homogéneo, impuesto por la divinidad al respeto de los fieles. Fue el Antiguo Tes­tamento el que perdió primero su consistencia casi ontoló-gica, para adquirir el carácter de una colección variada, cuyos

107 Cf. G. KÜMMEL, o. c, 67-70.

»08 Cf. E. KIRSCH, O. C, II, 179-186,

Hermenéutica cristiana 311

elementos no eran válidos más que como piezas de un inventario. Estas mismas conclusiones se imponen con algún retraso en lo que concierne al Nuevo Testamento: su unidad externa queda disuelta en el análisis que de él se hace; el libro sagrado en el que se encierra la enseñanza de Cristo se presenta como una colección de documentos de los que es preciso estudiar la fecha de composición, determinar los autores y verificar la exactitud; los textos no son más que el resultado de un proceso histórico cuyos puntos de partida es preciso estudiar. Es esta la proble­mática que se impone a los sabios de finales de siglo, a pesar de todas las consecuencias peligrosas que podían seguirse de ello para las profesiones de fe de la iglesia cristiana. Hasta estos momentos, era la ortodoxia la que controlaba la exégesis; en adelante, será la ortodoxia la que tendrá que acomodarse a las adquisiciones de la exégesis.

Esta revisión de los valores teológicos es la que se anuncia en la obra de Johann David Michaelis (1717-1791), exegeta e historiador del Nuevo Testamento, en su Einleitung in die gottlichen Schriften des Neuen Bundes (Introducción a las divinas escrituras de la Nueva Alianza), cuya primera edición apareció en 1750, y la cuarta, después de continuas revisiones, en 1788. La letra de las escrituras neotestamentarias ha dejado de ser un bloque intocable; se ha convertido en el punto de partida de un trabajo de investigación, lo cual presupone como un hecho adquirido que el Espíritu Santo no debe ser consi­derado como el inspirador directo del texto en su letra. Puede una persona ser cristiana, e incluso profesor de una facultad de teología, sin considerarse como ligado por un texto impuesto por la autoridad eclesiástica. Los documentos evangélicos forman un conjunto histórico, del que es preciso establecer las fuentes y el desarrollo histórico, recurriendo a las vías y a los medios del método filológico, cuyos resultados tendrán que completarse con unas conjeturas, que pedirán a su vez una verificación. La cer­teza dogmática deja lugar a la inducción racional y a la hipótesis consciente de su fragilidad.

Bajo la mirada crítica de Michaelis, se divide el canon tra­dicional; por una parte hay que poner los escritos de origen apostólico, mensajeros directos de la revelación divina, y por

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otra los que emanan de fuentes indirectas. Hay que dejar aparte los casos de la epístola a los hebreos y del Apocalipsis, a falta de datos seguros sobre su origen. Los evangelios de Marcos y de Lucas, así como los Hechos de los apóstoles, tienen que haber sido redactados por algunos discípulos de los primeros apóstoles; el evangelio de Mateo podría ser una traducción griega de un original arameo; el evangelio de Juan revela algunas in­fluencias gnósticas. Michaelis es el primero que emite la hipóte­sis de un protoevangelio, de una primera redacción de la que derivarían las tres redacciones paralelas de la vida de Jesús. Cabe pensar entonces que las palabras y los discursos de Cristo, ci­tados en los evangelios, son literalmente auténticos, inspirados por el Espíritu Santo; las divergencias y contradicciones entre los relatos de los evangelistas deben atribuirse al fallo humano de sus redactores, cuyo testimonio conserva sin embargo la va­lidez que merece la relación de cualquier historiador concienzudo. Si el texto de Mateo no es el original, sino una traducción del original, no hay nada que impida pensar que en ese texto puedan presentarse a veces algunas contradicciones. Si la epístola a los hebreos no es de Pablo, debería ser retirada del canon; lo mismo hay que decir de la epístola de Santiago y de la de Ju­das; pero, aunque no sean apostólicos, estos textos conservan un gran valor histórico.

Michaelis demuestra tanta prudencia como sagacidad. Se per­filan ya las dificultades inevitables a partir del momento en que el exegeta, el historiador, reivindique un derecho de pree­minencia en materia de teología dogmática; efectivamente, le correspondería pronunciarse sobre la autenticidad y la canonici-dad de los textos fundamentales para la profesión de fe de la iglesia. Como escribe Kümmel, «a partir del momento en que los textos neotestamentarios son reconocidos como realidades his­tóricas, que deben someterse a una investigación histórica rigu­rosa, la investigación histórica se eleva a la dignidad de criterio de la inspiración de los escritos neotestamentarios. Desde en­tonces, de una forma equivocada, se toma en consideración para solucionar una cuestión dogmática, e incluso se ve tan intensa­mente sometida a la presión del interés dogmático que el de­sarrollo de una verdadera investigación histórica corre el grave

Hermenéutica cristiana 313

peligro de verse peligrosamente entorpecida».109 La repercusión de la exégesis sobre la dogmática era inevitable; el conflicto so­lamente podría ser superado por el establecimiento de unas nuevas relaciones entre la hermenéutica y la teología, pero este malentendido todavía habría de producir numerosas víctimas, entre las que Renán no sería ni la primera ni la última.

Contemporáneo de Michaelis, Johann Salomo Semler (1725-1791) es un hombre de Halle, en donde estudió y en donde fue profesor. La exigencia crítica reacciona en él contra la forma­ción pietista, sin llegar a abolir sus efectos. Como reacción en contra de la institución y de sus coacciones, Semler afirma la primacía de la religión interior, fiel a la inspiración personal. Escritor fecundo, formula su pensamiento, con algún desorden, en los cuatro volúmenes de su Abhandlung von freier Untersu-chung des Canons (1771-1775). El progreso de la crítica justi­fica una revaloración de los textos sagrados, cuya inspiración no hay que poner en duda ni mucho menos; pero esta inspira­ción no debe identificarse con la letra ni las formas de los textos tradicionales. La palabra de Dios no coincide con la escritura, en la que hay algunas partes, correspondientes a situaciones particu­lares, que ya han caducado, por haber dejado de responder a las necesidades del hombre de hoy. El canon tradicional, cuyo ca­rácter arbitrario ha sido puesto de relieve por la crítica exegé-tica, no posee siquiera una unidad espiritual; lo único que hace es sancionar el acuerdo de la iglesia establecida sobre cierta colección de textos sagrados destinados a ser utilizados en el culto público. Pero los fieles, individualmente, no están obliga­dos ni mucho menos a conceder el mismo valor al conjunto de escritos evangélicos; éstos constituyen una especie de programa, determinado desde hace muchos siglos por razones puramente oportunistas y pedagógicas por las autoridades eclesiásticas. Cada uno de los cristianos puede y debe buscar la presencia y la inspiración del Dios vivo en los textos que le interpelan de forma más particular. En virtud de este individualismo reli­gioso, el Espíritu Santo se pronuncia, no ya en la iglesia como cuerpo, sino en la conciencia del fiel que busca una verdad

G. KÜMMEL, O. C, 87.

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edificante. En todo esto se reconoce la marca pietista; la salva­ción es un asunto personal; tal texto evangélico, decisivo para uno, no le dice nada al otro.

Desde el punto de vista individual, Semler se pronuncia por tanto en favor de Una hermenéutica privada, dentro del respeto más absoluto a la libertad de conciencia. Pero la her­menéutica es una ciencia o, mejor dicho, un conjunto de cien­cias, que deben también desarrollarse con plena libertad. El co­nocimiento exacto del significado de los textos es el fundamento de la edificación, que no tiene que desarrollarse a partir de errores o de malentendidos. La exégesis científica tiene que rea­lizarse en dos niveles, el del conocimiento gramatical y el del conocimiento histórico. Resulta indispensable una filología ri­gurosa, como afirmaba Ernesti; la lengua del Nuevo Testamento no es el griego clásico; además, está teñida de hebraísmos; uti­liza una estilística y una retórica particular, cuyos matices son los únicos que permiten captar todo el valor de las expresiones y de las imágenes. Este conocimiento preciso del discurso evan­gélico es fundamental. Tiene que ir acompañado además de una investigación histórica, que es la que determinará la época, las circunstancias, las incidencias cronológicas que pueden haber dejado su huella en los textos. Esta relatividad temporal nos da la clave de una lectura en profundidad de los textos consagrados. Es preciso comprender el significado de la enseñanza evangélica en su tiempo, si se desea llegar a la comprensión correcta de esta enseñanza para nuestro tiempo.

La hermenéutica de Semler le permite hacer cierto número de observaciones importantes. EL estudio riguroso de los textos descubre unas cuantas familias de manuscritos, procediendo de la misma manera que se procedería para clasificar las fuentes manuscritas de Homero o de Virgilio. Semler distingue una tradición oriental y una tradición occidental. Pone de relieve, especialmente en las epístolas, la existencia de una tensión entre los judeocristianos, de tendencia hebraizante, que tendría a Pe­dro como representante primordial, y los helenistas que, guiados por Pablo, se preocupaban de difundir la enseñanza de Cristo entre los gentiles. De ahí ciertas diferencias entre el cristianismo palestiniano y el cristianismo predicado por el apóstol Pablo

Hermenéutica cristiana 315

a los paganos. De esta observación se deduce que el libro del Apocalipsis, de inspiración judía, no puede ser atribuido al autor del evangelio de Juan. El mismo canon tiene también su historia; las diversas iglesias primitivas no recibían todas ellas los mismos textos como canónicos.110

Richard Simón, con una ciencia y una tenacidad admirables, había emprendido la tarea de hacer la historia del texto de las escrituras; había verificado la letra y había comprobado que era dudosa y que estaba alterada en varios lugares; solamente la autoridad de la iglesia una y santa podía garantizar la validez de un documento tan sospechoso. Semler no se interesa por la letra del texto, sino por la coherencia interna de la colección neotestamentaria, que las diversas iglesias cristianas habían iden­tificado con cierta ligereza con la revelación misma de Dios. Su estudio minucioso le demuestra que el libro por excelencia de los cristianos es en realidad una composición literaria muy variada, cuyos elementos deben ser estudiados cada uno por sí mismo y apreciados según su valor particular. En una pri­mera etapa conviene disociar de él todo lo que ha sido añadido y como solidificado por la tradición de las iglesias cristianas; luego, en un segundo tiempo, habrá que aplicar a cada uno de los elementos del conjunto un estudio de génesis, que sitúe a cada texto en el espacio y en el tiempo y se esfuerce en de­terminar el porqué y el cómo de los mismos.

Por consiguiente, hay que renunciar a considerar la colec­ción neotestamentaria como el contenido literal de la revela­ción. Fue redactada para consolidar la fe de los primeros tiempos y no para codificar de una vez para siempre la fe de los tiempos futuros, cuya posibilidad ni siquiera podían imaginarse los pri­meros cristianos en su espera escatológica. En vez de proyectar las representaciones ulteriores en los textos primitivos, hay que procurar captarlos en su actualidad, como si fueran la cristali­zación del germen cristiano en el ambiente judío de Palestina. A los ojos de Semler, en los documentos evangélicos, la exigencia cristiana va acompañada —o contaminada— por elementos ad­venticios; «para él, la biblia no contiene la verdad absoluta; si

110 Sobre todo esto, cf. G. KÜMMEL, O. C, 73-80.

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se quiere llegar a esa verdad, es preciso limpiarla de todo lo que la biblia contiene de local y temporal».111 Los libros sagra­dos contienen mucho más que la religión esencial; y por otra parte el cristianismo es anterior a las escrituras, que se han for­mado a partir de una comunidad de fe anterior a ellas. Los evan­gelios y las epístolas van jalonando un desarrollo histórico; cada uno de esos textos está más o menos alejado del origen que conmemora, de forma que su conjunto no es ni mucho menos contemporáneo. La exégesis tiene que constituirse como si fuera una arqueología de la revelación, descubriendo las sucesivas capas que se han ido sobreponiendo e intentando determinar la configuración de la afirmación original.

Los trabajos de Semler, lo mismo que los de Michaelis, de­muestran que se ha llegado ya a crear un espacio mental para la exégesis, que se ha convertido en una disciplina emancipada de la tutela eclesiástica. Semler y Michaelis ocupan cátedras uni­versitarias, en las que imparten una enseñanza dentro del mar­co de la facultad de teología. Sus investigaciones chocarán con no pocas resistencias por parte de sus colegas de temperamento ortodoxo; estas críticas se limitarán sin embargo al terreno po­lémico y allí es donde los adversarios de estos renovadores ten­drán que enfrentarse con ellos dentro de su propio campo. La autoridad jerárquica no dejará de mostrarse inquieta, pero in­tervendrá con timidez y de manera indirecta; sus medios de acción serán también limitados. Semler y Michaelis son autén­ticos cristianos, para quienes el cristianismo no es incompatible con la libre investigación de la verdad. La hermenéutica, disci­plina de progreso, evita a las iglesias ponerse en contradicción con el espíritu del tiempo, anclándose en un conservadurismo, a la vez estéril para el presente y ruinoso para el porvenir.

Un alumno de Semler, Johann Jakob Griesbach (1745-1812), publica en 1774-1775 una edición griega del Nuevo Testamento, en la que se registran los progresos de la exégesis y se intenta discernir los elementos del texto primitivo a través de la diver­sidad de las tradiciones. Griesbach separa el evangelio de Juan

l" W. DILTHEY, Das Erlebnis und die Dicbtung. Teubner, Leipzig-Berlin s1922, 105.

Hermenéutica cristiana 317

del grupo de los otros tres, que imprime en columnas paralelas y que designa con el nombre de sinópticos. Este procedimiento tipográfico lleva naturalmente a una confrontación, de la que se deduce que ha de ser abandonado el tema tradicional de la «armonía de los evangelios»; las discordancias son efectivamente demasiado evidentes. El inglés Edward Evanson (1731-1805) recogerá este mismo tema en un ensayo, publicado en 1792, sobre La disonancia entre los cuatro evangelistas generalmente recibidos. Los diversos relatos evangélicos, decía ya Griesbach, no se presentan en el mismo orden cronológico; no es posible discernir el orden verdadero de los acontecimientos, y esto pone en cuestión la significación y la autenticidad misma de los tes­timonios. Pues bien, dice Evanson, la verdad religiosa no puede ponerse en contradicción con la verdad histórica de los docu­mentos que le sirven de fundamento. Si no quiere venir abajo, el cristianismo tiene que integrar los elementos de la nueva investigación.

El trabajo de los exegetas universitarios, al levantar el velo que protegía a los textos sagrados de los tiros de la crítica, salía al encuentro de las reflexiones deístas, tan activas en el plano filosófico. El Jesús de la hermenéutica dejaba de pre­sentarse como un ídolo hierático; la investigación histórica le restituía un rostro más humano. El Cristo deísta no había sido a su vez en su origen más que un personaje desencarnado, el «maestro de los evangelios», una especie de profesor de filo­sofía, tal como aparecía en la obra kantiana. El pensamiento deísta, que se inclina por la universalidad de la razón, se sitúa al nivel de las abstracciones; la figura histórica del Jesús de los evangelios no había llegado a preocuparle mucho. La nueva lectura del Nuevo Testamento, a través del esfuerzo por captar los matices del estilo y la retórica del discurso, las particula­ridades de la mentalidad, autoriza una visión a la vez más concreta y más auténtica. En adelante, puede uno preguntarse por la personalidad de Jesús de Nazaret, lo mismo que por la de todos los demás personajes de la historia. Por muy extraño que parezca cuando uno piensa que los evangelios son autobio­grafías, la verdad es que hubo que esperar hasta finales del si­glo XVIII de la era cristiana para que los especialistas de la es-

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critura se preguntaran quién había sido en realidad el fundador del cristianismo. Hasta entonces, el Jesús dogmático de los teó­logos, y más tarde el Jesús racional de los filósofos, bloqueando todas las perspectivas, habían apartado la atención del Jesús histórico, convertido en portavoz de unas ideas preconcebidas, a costa de un anacronismo sistemático. Los católicos veían en él a un superpapa; los protestantes, a una especie de inspector eclesiástico, y los racionalistas, a un doble anticipado de Spinoza.

Según Albert Schweitzer, «antes de Reimarus, nadie había sentido la tentación de considerar históricamente la vida de Jesús. Lutero no había experimentado ni una sola vez la ne­cesidad de ver claro en la sucesión de los acontecimientos re­feridos por los evangelistas».112 Hermann Samuel Reimarus (1694-1768), profesor de lenguas orientales en Hamburgo, autor de un ensayo en favor de la religión natural, dejó manuscrita a su muerte una enorme Apologie oder Schützschrift für die ver-nünftigen Verehrer Gottes (Apología o defensa para los adora­dores racionales de Dios). Esta apología para los que honran a Dios según la razón llegó a las manos de Lessing, que fue pu­blicando sucesivamente siete extractos de la misma bajo el título general de Fragmente eines Ungenannten (Fragmentos de un anónimo) (1774-1778). El último de estos textos, Sobre la fi­nalidad que pretendían Jesús y sus discípulos, intenta una de­mistificación de la leyenda cristiana. Prescindiendo de lo que el cristianismo ha hecho de Cristo, Reimarus, con una lucidez seca e implacable, reconstruye lo que fue Cristo antes del cris­tianismo, sus intenciones reales y la medida de su cumplimiento. «Este escrito, opina Schweitzer, no es solamente uno de los más grandes acontecimientos en la historia del espíritu crítico, sino al mismo tiempo una obra maestra de la literatura univer­sal... Lessing era un pensador, Reimarus solamente un histo­riador, pero era la primera vez que una cabeza histórica, con pleno conocimiento de las fuentes, emprendía la crítica de la tradición. La grandeza de Lessing consistió en comprender el significado de esta crítica y en vislumbrar de antemano que de­bería conducir bien a la aniquilación o bien a la transformación

112 A. SCHWEITZER, O. C, 13.

Hermenéutica cristiana 319

del concepto de revelación. Reconoció que el elemento histórico llevaría consigo la reconversión y la profundización del racio­nalismo».113

Reimarus restituye la enseñanza de Jesús a partir de su pre­dicación, poniendo de relieve el desnivel existente entre las afirmaciones del maestro y la utilización que de ellas hicieron los discípulos después de su desaparición. Una vez formulada esta hipótesis de trabajo, resulta evidente que no es posible situar en el mismo plano a los evangelios, a los Hechos de los apóstoles y a las epístolas, que corresponden a momentos diferentes de maduración del pensamiento. Los mismos evangelios, testimo­nios de los discípulos después de la desaparición de Jesús, tienen que ser leídos con la preocupación de distinguir en ellos lo que pertenece al héroe de la historia y lo que procede del redactor. Se trata de llevar a cabo un análisis estratigráfico, separando las capas sucesivas del mensaje evangélico, en contra de la opinión comunmente admitida, según la cual Cristo y sus após­toles habrían estado animados de una perfecta unidad de in­tención, al pronunciarse su predicación en una contemporaneidad ideal.

Reimarus distingue entre lo que Jesús dijo y lo que le hicieron decir. Se puede admitir la autenticidad de las ideas atribuidas al maestro, y que proceden sin duda de las tradiciones que se constituyeron inmediatamente, pero es preciso leer esas ideas en sí mismas y por sí mismas, independientemente de los co­mentarios e interpretaciones de los discípulos decepcionados por la desaparición de aquel en quien habían creído y que, para salvar su empresa, transformaron al Jesús judío en el Cristo de la nueva iglesia. Reimarus, buen hebraizante, deduce de su lectura de los evangelios la existencia de un maestro espiritual o de un pequeño profeta, cuya predicación se inscribe en el contexto de la mentalidad judía tradicional; predicó el arrepentimiento y la inminencia del reino de Dios, pero no explícito cuál era su con­cepción de ese reino, demostrando de ese modo que estaba en

'" Ibíd., 15; G. KÜMMEL, o. c, 105-106, tiende a minimizar la ori­ginalidad de Reimarus, que había subrayado intensamente D. F. STRAUSS en el siglo xix.

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conformidad con las esperanzas alimentadas durante siglos, en las que ocupaba un gran espacio el tema de la liberación del pueblo escogido, oprimido por los invasores romanos. Jesús no quiso fundar una religión nueva; no pretendió abolir la ley; no instituyó ritos nuevos; no soñó en dirigirse a los paganos. En sus afirmaciones no se encuentra ni una sola huella de los dogmas del cristianismo futuro; especialmente está ausente de ellas toda anticipación del sistema trinitario. Jesús tenía es­peranzas de ser reconocido como mesías por el pueblo judío, cuya liberación estaba dispuesto a asegurar en breve plazo; la entrada en Jerusalén fue el momento culminante de estas espe­ranzas. Pero aquella aventura acabó en un fracaso; Dios no reconoció la misión de su siervo y lo abandonó en manos de sus enemigos. Jesús desapareció sin haber anunciado ni su muer­te ni su resurrección.

En consecuencia, el cristianismo habría encontrado su origen en la decepción de los discípulos y en su voluntad de com­pensar ese fracaso gracias a una transferencia de la esperanza mesiánica, que pasó del orden natural y político al orden sobrenatural y espiritual. Los discípulos hicieron desaparecer el cuerpo de su maestro difunto y crearon el mito de la resu­rrección. Anunciaron el regreso de Cristo en su gloria para liberar a su pueblo; según Jesús, esa liberación debería lle­varse a cabo en el espacio de una generación humana; los fun­dadores del cristianismo la hicieron retroceder hasta las más lejanas escatologías. Esta argumentación, que pone de relieve un gran número de puntos esenciales en la historia de los orígenes cristianos, sitúa el advenimiento de la nueva espiritua­lidad en el devenir de la mentalidad hebrea y de su evolución histórica. Donde los cristianos habían visto un comienzo radi­cal, el principio de una nueva era, Reimarus restablece una innegable continuidad. Los cristianos se olvidaban de que Jesús había sido judío, como lo demuestra el hecho de su frecuente antisemitismo. Reimarus descubre a un Jesús judío, y esto le permite comprenderlo en función de sus orígenes y no en la perspectiva de unos herederos que han desnaturalizado su he­rencia. Reimarus hace que intervengan también las representa­ciones escatológicas propias del judaismo tardío; subraya la

Hermenéutica cristiana 321

existencia de varias capas en este pensamiento apocalíptico, una de ellas propia del mismo Jesús y las otras añadidas por los apóstoles después de su muerte.

Reimarus se siente animado por la pasión de demostrar el malentendido original en que se basa la tradición cristiana. Pero la pasión, en su caso, en vez de cegar, hace más lúcido al apasionado. Los Fragmentos de un anónimo señalan una etapa irreversible en la historia de los orígenes cristianos. La obra de Reimarus, opina Schweitzer, «quizá sea lo más deci­sivo que se haya realizado en el conjunto de investigaciones relativas a la vida de Jesús en general, ya que fue el primero que consideró históricamente el espacio mental (Vorstellungs-ivelt) de Jesús como una representación escatológica».114

El anónimo de Hamburgo, que murió sin haberse atrevido a publicar sus pensamientos, iba demasiado adelantado sobre su época para poder esperar que lo comprendieran. Fue un ho­nor para Lessing el haber reconocido la importancia de estos textos, cuyo autor se ignoraba, y haberlos publicado, a pesar de todo el escándalo previsible. Surgieron entonces apasionadas polémicas, en las que se distinguió el pastor Goetze, de Ham­burgo, espíritu particularmente conservador. En el clima de la Aufklárung, el asunto se limitó a un intercambio de ideas, sin que llegaran a intervenir las autoridades frente a los textos o frente a quien los publicaba. Espíritu liberal y científicamente avanzado, Semler se tomó la fatiga de publicar, a partir de 1779, una refutación de más de 400 páginas, para defender palmo a palmo el terreno ortodoxo contra las afirmaciones revolucionarias de Reimarus. Semler había abierto el camino; sin duda le resultaba halagüeño decretar por sí mismo hasta dónde era lícito llegar por aquel camino. Y la contraofensiva tuvo éxito; la obra de Reimarus fue cayendo en el olvido, hasta que llegó el momento en que los sabios del siglo xix emprendieron de nuevo la investigación en el sentido de Rei­marus y demostraron el acierto de aquel anónimo, su pionero desconocido.

114 A. SCHWEITZER, O. C, 23; he sacado de la obra de Schweitzer los elementos de este análisis de la obra de Reimarus.

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Lessing no permaneció impasible durante la discusión sus­citada por sus publicaciones, a pesar de que sus amigos Men-delssohn y Nicolai le aconsejaban prudencia. Respondió a los ataques con una serie de escritos destinados a defender la liber­tad de la exégesis; su Anti-Goetze demuestra que el racionalista Lessing es capaz de participar en los debates con una compe­tencia técnica indiscutible. Uno de los escritos de este período, Nueva hipótesis sobre los evangelistas considerados como histo­riadores puramente humanos (1778), recoge la cuestión de los sinópticos tal como la habían planteado los trabajos de Gries-bach y formula la posibilidad de relacionar los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas con un texto primitivo, del que se ha­brían ido derivando sucesivamente. Este texto hebreo habría sido traducido al griego, debido a las necesidades de la propa­ganda apostólica, al tener que franquear los límites de las co­munidades judías para extenderse a eventuales simpatizantes paganos. El texto de Mateo habría sido el primero en derivar de la fuente original; el evangelio de Juan, el último cronológi­camente, tampoco es extraño a esta fuente, aunque toma sus distancias frente a él, y lleva el sello del espíritu helénico, que facilitó la cristianización de occidente. Lessing formula la hi­pótesis de un protoevangelio {Urevangelium) en arameo, cuyo texto, desaparecido, habría sido el fundamento común de la literatura evangélica.115 Esta hipótesis sería desarrollada poco después por un alumno de Michaelis, J. G. Eichhorn, en su tratado Ueber die drei ersten Evangelien {Sobre los tres prime­ros evangelios) (1794) y luego en su Introducción al Nuevo Testamento (1804). La tradición de los maestros y de los estudios queda asegurada. La sabia Alemania será, durante todo el siglo xix, el foco de irradiación de los estudios bíblicos.

Lessing, al final de su vida, consagró sus esfuerzos a la bús­queda de la esencia del cristianismo y, por encima de ello, a la búsqueda de la esencia misma de la religión. Semler había des­truido la autoridad del canon en cuanto tal; era preciso des­cubrir otro principio de reagrupación de la exigencia cristiana, a pesar de todas las incertidumbres históricas. Lessing atribu-

Cf. G. KÜMMEL, o. c, 89-92.

Hermenéutica cristiana 323

ye al evangelista Juan un papel decisivo en la constitución de la fe cristiana: «Ha sido solamente su evangelio el que le ha dado a la religión cristiana su verdadera consistencia; a este evangelio es al que debemos el hecho de que la religión cristiana, consolidada de este modo, a pesar de todos los ataques que se le han dirigido, persista todavía y persistirá sin duda mientras haya hombres que crean tener necesidad de un mediador entre ellos y la divinidad, esto es, eternamente».116 Lessing no es un simple deísta, satisfecho con unos cuantos razonamientos que se limitan al orden intelectual. Lessing es un hombre de fe, a cuyos ojos la religión adquiere el sentido de un compromiso del hombre entero. Su religión no se deja reducir a una ortodoxia de cual­quier clase; su proyecto consistirá en descubrir en el seno del cristianismo, cuyos documentos fundamentales ha estudiado con verdadera pasión, una ortodoxia profunda y algo así como el sello de una revelación transhistórica de Dios a la humanidad entera.

El caso de Lessing, hombre de letras, hombre de teatro, mantenedor de las grandes ideas filosóficas de aquel siglo, pue­de ponerse en paralelismo con el de Voltaire, maestro de las luces a la francesa. Lessing y Voltaire son racionalistas de tendencia deísta y, en definitiva, militantes de la misma ideolo­gía. Pero el historiador Voltaire no llega a comprender mucho de los orígenes cristianos, que conoce únicamente de segunda mano. En aquella ausencia total de estudios franceses real­mente válidos sobre el campo neotestamentario, ha ido sacando toda su información de los trabajos extranjeros, en los que ha estado buscando armas más bien que conocimientos. En su lucha anticlerical, no ve por todas partes más que engaños, im-

116 Citado en W. DILTHEY, O. C, 117. El pensamiento religioso de Lessing podría sin duda compararse con el de Leibniz; entre el uno y el otro se perciben resonancias comunes y una misma generosidad espi­ritual. Cf. también el juicio de SCHLEGEL: «Lessing era uno de esos espíritus revolucionarios que, desde cualquier lado adonde se vuelvan, provocan comunmente, con ei mismo vigor que un producto químico, las más violentas fermentaciones y las sacudidas más fuertes. Tanto en teolo­gía como en el teatro o en la crítica, no solamente hizo época, sino que produjo por sí solo, o por lo menos fue el principal promotor de una revolución general» (Prosaischen Jugendschriften, ed. Minor 1882, II, 141).

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posturas de los sacerdotes y mitomanía, y esto le hace incom­prensible el triunfo de un sistema religioso fabricado en todas sus piezas por unos cuantos astutos charlatanes, explotadores de la ignorancia humana. Por eso mismo, el historiador Voltai-re no puede conceder ningún valor a la cultura y a la civiliza­ción cristianas de la edad media, construidas sobre el funda­mento de la superstición. Lessíng no es historiador; no le re­conoce a la religión cristiana una validez absoluta, pero no nie­ga ni el significado ni el valor de esta religión. Emprende se­rios estudios exegéticos, que lo hacen capaz de pronunciarse con conocimiento de causa en este terreno y de hacer justicia, en su Educación del género humano, a las formas sucesivas que va revistiendo el espíritu religioso en la evolución de la humanidad.

El pensamiento de Herder es el punto final de la herme­néutica neotestamentaria en el siglo xvm. El pastor Herder (1744-1803) pone de relieve los resultados adquiridos por la investigación contemporánea, y esto le permite poner los pri­meros jalones de lo que habrá de ser la teoría de la Formge-schichte, interpretación de los textos sagrados, no según su materia, sino según la forma particular y la intención de su afirmación. A finales de siglo publica dos ensayos Sobre el redentor de los hombres, según los tres primeros evangelios (1796) y Sobre el Hijo de Dios, salvador del mundo, según el evangelio de ]uan (1797), en donde explota los descubrimien­tos hechos por Griesbach y Lessing en lo que se refiere a la composición y agrupación de los cuatro evangelios. «Puede ser, escribe Kümmel, que Herder, en su concepción de los evan­gelistas como narradores de tradiciones orales, se haya visto influido por las hipótesis del filólogo F. A. Wolff sobre el ori­gen de los poemas homéricos; pero fue mucho más esencial su intuición penetrante del carácter testimonial de la más an­tigua tradición cristiana relativa a Jesús, sobre la base de la historia apostólica, y su capacidad poética de adivinación de la individualidad literaria de los evangelistas».117 Su finalidad es la de reconstruir la personalidad propia de los redactores del

G. KÜMMEL, O. C, 98.

Hermenéutica cristiana 325

Nuevo Testamento, de los que Herder supone que han proce­dido, no ya a partir de una obra escrita, de un protoevangelio, sino a partir de una tradición oral, fijada por escrito en fecha posterior, una vez que desaparecieron los apóstoles, por obra de unos cuantos escritores, de los que hay que comprender a cada uno en función de su situación particular.

La fe cristiana es anterior a los evangelios, que tienen que ser considerados como productos del cristianismo, de las pro­fesiones de fe, más bien que como biografías que presentan el carácter de un documento histórico. La misma palabra «evan­gelio» subraya ese carácter de testimonio propio de los textos sagrados, que se proponen perpetuar los recuerdos del maes­tro desaparecido. Esos materiales tradicionales, palabras y pará­bolas, discursos, gestos y acciones, son ordenados por cada uno de los evangelistas en función de sus preocupaciones y prefe­rencias particulares. El testigo fiel se afirma a sí mismo al afir­mar su testimonio; la fe viva es un diálogo que cada uno de los cristianos tiene que entablar por su propia cuenta. El Jesús de los evangelios es también el de cada uno de los evangelistas, como debe serlo también el de cada cristiano en particular, que ha de volver a comenzar por su cuenta la tarea de aquellos que, al anunciar a los demás la «buena nueva», se anunciaban al mismo tiempo a sí mismos.

La obra neotestamentaria de Lessing demostraba la posibi­lidad de aliar las exigencias racionales con la metodología his­tórica y crítica. La obra de Herder, síntesis más rara todavía, manifiesta que es posible la coexistencia y la colaboración entre las dos corrientes de la Aufklarung, el pietismo y el racionalis­mo. La razón y la fe, cuya incompatibilidad afirmaban los radi­cales franceses, encuentran en Alemania un modus vivendi, que reconoce lo esencial de esas dos exigencias opuestas. Pero por ese mismo hecho van a verse trastornados los fundamen­tos de la afirmación religiosa. El cristianismo deja de definirse como la repetición de un depósito de verdades definitivas, con­fiadas por una iniciativa trascendente a una autoridad soberana, que aseguraría su gestión perpetua. El inmovilismo no es más que una ficción; los teólogos proyectan retrospectivamente en los documentos originales las deducciones y los desarrollos que

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sacan de ellos en el curso de los tiempos. La revelación cristia­na, adulterándose y deformándose cada vez más, se ha conver­tido en una amalgama en la que es imposible separar lo divino de lo humano; el fracaso final de la escolástica y el hundimien­to general de la teología dogmática en occidente reciben de esta forma su justificación más completa. Esta dialéctica abstracta ni siquiera les interesa ya a los encargados de defender las orto­doxias, que parecen dudar a su vez de las mismas verdades que enseñan.

Las ciencias religiosas y más particularmente la hermenéu­tica proponen un nuevo fundamento para esa fe amenazada. La exégesis, en conformidad con los principios científicos, procede a una investigación de las etimologías judeocristianas, despren­didas del velo de la tradición. Se necesita comprender en pri­mer lugar qué es lo que fue, en su tiempo, la fe de los prime­ros días, si se desea descubrir qué es lo que puede ser la fe de nuestra época. El teólogo es tributario de la exégesis; la antigua teología tiene que dejar lugar a una «neología». La re­velación no puede ya identificarse con un libro escrito al pie de la letra y redactado por el propio Dios o bajo su dictado; la crítica disuelve la unidad y la eternidad del documento bí­blico, analizado como un conjunto de textos escritos por mano del hombre. Esta colección documental está sin embargo inspi­rada en la medida en que relata los testimonios de cierto número de hombres referentes a su relación con Dios. La revelación no es ya un dato literal; toma la forma de un com­promiso, el de los conductores del pueblo escogido, el de los profetas, el de los apóstoles y discípulos; y este compromiso, cuyo sentido hay que precisar cada vez en una situación con­creta y determinada, tiene que servir de modelo al compromi­so del fiel, a su relación con Dios, en una situación histórica diferente.

La exégesis bíblica descubre el sentido del documento an­tiguo en su actualidad precisa; la exégesis pietista insiste en la conversión del fiel, en la movilización de su ser más íntimo en la obediencia a la palabra de Dios. Herder demuestra que estos dos grandes ejes espirituales, el uno histórico y científico, el otro personal, pueden ponerse en correspondencia, sin que ni

Hermenéutica cristiana 327

el uno ni el otro tengan que renegar de sus principios. Schleier-macher, restaurador del pensamiento religioso en el siglo xix, se situará en esta perspectiva, en la que se reconocen los de­rechos del conocimiento objetivo, sin que haya que sacrificar la prerrogativa de la subjetividad.

Los innovadores descubren que esta manifestación de la historicidad de la fe va ligada a la de su actualidad. Una teo­logía de la eternidad es una teología de intemporalidad; lleva a una religión de la indiferencia y de la ausencia. La revelación cristiana en su autenticidad es un hic et nunc; sólo la manifes­tación del hic et nunc bíblico, del aquí y del ahora de cada afirmación revelada, conduce a la formulación del hic et nunc de la fidelidad presente. La ruptura del bloqueo histórico de la revelación, lejos de conducir a su relativización, lleva consigo su reactualización. La humanidad vive en el tiempo, tal como pone de manifiesto la obra de los historiadores, así como tam­bién, en un sentido distinto, la obra de Lessing y la de Herder. La categoría del progreso, del desarrollo o de la evolución se aplica a la captación humana de la eternidad. La relación del hombre con Dios se historializa; la relación con Dios pasa por el devenir de la cultura.

De ahí es de donde surgen unas cuantas. iniciativas que se­rían inconcebibles en el espacio mental de los siglos preceden­tes. El neólogo Friedrich Wilhelm Jerusalem (1709-1789), en una carta a Gottsched, hacia mediados de siglo, le pone al co­rriente de un proyecto revolucionario: «Tengo la intención, si Dios me concede vida para ello, de coronar mi carrera con la herejía que consiste en mostrar la validez de la religión cris­tiana en todas sus afirmaciones auténticas. Y como no puede desecharse el testimonio de la iglesia primitiva, hace ya algu­nos años que he empezado una historia de los dogmas a partir de los primeros siglos (eine historia dogmatum ex prioribus sae-culis), que podría constituir el preámbulo de esta empresa; me atendré en general al esquema de Jerónimo y de Agustín».118

Jerusalem reprocha a estas autoridades su injusticia y su mala

118 Carta de Jerusalem a Gottsched (12 enero 1747), en K. ANER^ Die Theologie der Lessingzeit. Niemeyer, Halle 1929, 223.

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328 Aparición de las ciencias religiosas

fe frente a Pelagio, que llevaron a enredar irremediablemente la doctrina de la gracia, abriendo la puerta a todos los extremis­mos. Los que han estudiado estas cuestiones no han obtenido resultados satisfactorios «porque, a mi juicio, se han olvidado, en el caso de cada uno de los doctores de la iglesia, de con­siderar suficientemente el carácter particular de sus afirmacio­nes, que estaban fuertemente influidas por su forma de ser original y su temperamento, e incluso por el carácter particular de su cultura o de la filosofía que profesaban. Mientras los es­tudiosos han cerrado los ojos a estas consideraciones, fue posible demostrar sobre la base de los textos patrísticos tanto la fórmu­la de la concordia, como el concilio de Trento o el Catecismo de Heidelberg; y, por eso mismo, durante todo aquel tiempo las críticas estaban destinadas a proseguir indefinidamente».119

Según Karl Aner, en este texto «aparece por primera vez, en el suelo del protestantismo alemán, la idea de una historia de los dogmas».120 Jerusalem no podría realizar su proyecto, pero es significativo que ,haya podido concebir la idea de situar en perspectiva la doctrina teológica en función de las peculia­ridades de los tiempos, de los lugares y de las culturas que afectaron a cada uno de los padres de la iglesia. Hasta enton­ces se había pensado que éstos habían pronunciado de forma absoluta una verdad inmutable, a pesar de que no son en reali­dad más que testigos de la encarnación histórica y cultural de una verdad en devenir. Los trabajos exegéticos de la escuela anglo-holandesa, prolongados luego por la escuela alemana, con­ducen a la toma de conciencia del carácter móvil de la verdad cristiana, puesta en juego en cada época y por obra de cada maestro espiritual, en los antípodas del inmovilismo dogmático de Bossuet. En adelante, según señalaba en 1805 un historia­dor, «la exégesis y la historia de la iglesia serán las raíces de la teología».121

'" Ibid., 224. m Ibid. "' J. A. H. TITTMANN, Pragmatische Geschichte der Theologie und

Religión wahrend der zweiten Hálfte des 18. Jahrhunderts, 1805, 72; ci­tado en K. ANER, O. C, 233.

Hermenéutica cristiana 329

Y no se trata en este caso de unos piadosos deseos. Los pro gramas de las facultades de teología tienen en cuenta esta re­novación de los estudios. A título de ejemplo, podemos refe­rirnos a un libro de Haffner, «profesor de teología en la uni­versidad de Estrasburgo», titulado De l'éducation Httéraire ou Essai sur l'organisation d'un établissement pour les hautes Scien­ces. Publicado en 1792, este texto va dirigido al gobierno re­volucionario, que proyectaba suprimir las universidades del an­tiguo régimen, en nombre de la única universidad francesa que, por ser luterana, se ve libre de la decadencia general de la enseñanza superior en los países católicos. La constitución y los programas de la universidad de Estrasburgo se parecen mu­cho a las instituciones germánicas modernas. Según Haffner, «la interpretación sabia de los libros sagrados será uno de los cursos más importantes que tendrán que frecuentar los estu­diantes de teología... La filología y una juiciosa crítica han hecho en el espacio de este siglo considerables progresos... El espíritu humano ha tomado en general una marcha más libre; y el temor de proponer con cierta osadía una idea nueva no detiene ya tanto al laborioso y modesto comentador. Hay otros dos cursos que es preciso relacionar con el de sagrada escritura y que sirven para completarlo: el primero es una introducción histórica a los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, y el segundo es una historia crítica»;122 en estos momentos se alega la autoridad de Richard Simón.

No faltan algunos detalles para aclarar estas indicaciones. «Se puede y se debe ciertamente exigir de un eclesiástico que sepa por qué autor y en qué tiempo han sido escritas las obras que componen su sagrado código, que conozca las pruebas que demuestran su autenticidad. Cada uno de los escritores del An­tiguo y del Nuevo Testamento escribe de una manera más o menos pura, siguiendo su propio talante y con unos giros esti­lísticos especiales... ¿Qué se diría de un humanista que no fuera capaz de decir cuál es el genio y el carácter de las obras de Cicerón o de Demóstenes? ¿Y qué habría que decir de un ministro de la religión que se encontrase en esa misma igno-

i¡B HAFFNER, De l'éducation Httéraire ou Essai sur l'organisation d'un établissement pour les hautes sciences. Strasbourg 1792, 61-62.

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330 Aparición de las ciencias religiosas

rancia respecto a los escritores de su sagrado código?».123 La hermenéutica es una ciencia de la cultura; «el genio de la len­gua hebrea y de la lengua hebreo-griega en la que se ha escrito el Nuevo Testamento difiere esencialmente de la marcha y de las expresiones familiares de las lenguas occidentales... Se tra­ta de los usos, de las costumbres, de la religión, de las ideas y de las opiniones particulares que influyen al mismo tiempo en el significado de los términos que le son familiares. Hay que buscar en la falta de estos conocimientos tan necesarios la fuente de tantas interpretaciones místicas, típicas, alegóricas, que son igualmente falsas y ridiculas».124

La renovación de los valores lleva consigo una reforma en los estudios. «Para servirse de la escritura en el sentido teoló­gico, hay que empezar por entenderla de antemano en el sentido gramatical. Pero, desgraciadamente, casi siempre se ha seguido el camino contrario. Se ha interpretado la escritura según un sistema teológico ya adoptado previamente, mientras que ha­bría sido necesario reformar y depurar continuamente el sis­tema a medida de que, con la ayuda de un conocimiento más profundo de la filología y de la crítica, se iban realizando ma­yores progresos en la inteligencia del sentido literal de los tex­tos sagrados. Cuando se ve a los mejores oradores franceses, que han ilustrado la sagrada cátedra, citar la mayor parte de las veces los pasajes de la escritura sin ton ni son, no cabe más remedio que concluir que este género de estudios y esta ciencia les resultaban absolutamente desconocidos».125

Esta última alusión despectiva —en 1792— subraya el des­nivel mental que separaba a la enseñanza impartida por la facul­tad de teología protestante de la que seguía dándose en los seminarios católicos. Herder había estudiado en Estrasburgo y había elaborado allí algunos de sus temas fundamentales; ha­cia mediados del siglo siguiente, el joven Renán abandonará el seminario de San Sulpicío por las razones que habrían hecho

123 lbíd., 61-62. 124 lbíd., 63. , s lbíd., 63-64.

Hermenéutica cristiana 331

de él un eminente profesor en una facultad de teología germá­nica y protestante, en Halle o en Gottingen, en Marburg o en Tübingen. La nueva hermenéutica fundamenta la posibilidad de una espiritualidad a la medida de los tiempos nuevos. Las ciencias religiosas se anunciaban ya en el siglo xvn, pero Ri­chard Simón, el más brillante de los exegetas, no se había atre­vido a poner en discusión el marco de la dogmática tradicional. Los continuadores de Simón liberarán a la revelación cristiana de las axiomáticas tradicionales que la tenían cautiva. Los tiempos están ya maduros para un neo-cristianismo.

Las ciencias religiosas, si es verdad que conciernen a los fundamentos epistemológicos de la religión, no son, sin embar­go, toda la religión. Una religión es un conjunto de institucio­nes y de hábitos sociales, un fenómeno total de mentalidad, que engloba otros muchos elementos distintos del estado pre­sente de las cuestiones en tal o cual sector de la ciencia. Las confesiones cristianas proporcionaban a la Europa tradicional unos marcos de vida comunitaria; ofrecían su garantía a las prácticas de la existencia y daban validez a las autoridades administrativas y políticas. Había un considerable desnivel que separaba al cristianismo tal como podían definirlo los exegetas y los teólogos ilustrados, del cristianismo en cuanto género de vida que modulaba desde hacía varios siglos el devenir de las sociedades de occidente. La fe de los antiguos tiempos, animada por la enorme fuerza de la inercia, estaba demasiado ligada a intereses temporales; como resultaba peligroso cualquier cam­bio en el orden establecido, los descubrimientos de la her­menéutica difícilmente lograban tener algún efecto en la con­ciencia y en la existencia del conjunto de los cristianos.

La historia de las ciencias religiosas tampoco es toda la historia del cristianismo. Había un gran número de autorida­des cristianas que opinaban que el cristianismo podía prescindir perfectamente de las ciencias religiosas, que presentaban el in­conveniente bastante serio de poner en cuestión un orden social complejo y sutil, en el que las motivaciones religiosas no ocu­paban quizá un lugar tan considerable como parecía a primera vista. Quieta non moveré, respetar el sueño dogmático de las cristiandades tradicionales, este lema vaticano habría podido

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332 Aparición de las ciencias religiosas

valer fuera de la esfera de la influencia romana. Incluso en donde se les permitía a los sabios y a los profesores de teología proseguir con mayor libertad sus estudios, no convenía sacar todas las consecuencias de la renovación de ideas y de valores en materia de exigencia cristiana. Para reactualizar de verdad un cristianismo desencarnado, habría sido preciso pensar en una crítica radical de las actitudes y de los hábitos en materia moral, social y política. Muy poca gente, incluso entre los sabios reformadores de la hermenéutica, estaban dispuestos a aceptar semejante revolución. Pero esto es otra historia dis­tinta.

5. Conclusión

La cultura del siglo xvm se presenta como el lugar central en la transformación de la conciencia religiosa. Después de una crisis de adolescencia, cuyos orígenes se remontan a la reforma, la edad de las luces afirma que ha llegado la madurez en las relaciones del hombre con Dios. La teología tradicional imponía a los espíritus un régimen de obediencia bajo la auto­ridad conjunta de la revelación y de la iglesia. Los espíritus ilustrados ponen en cuestión la trascendencia de la iglesia y entregan la revelación al examen de la razón. Según Kant, la religión, en cuanto institución, en cuanto disciplina cultual y en cuanto modo de pensamiento, tendrá que inscribirse en ade­lante «en los límites de la simple razón».

Esta inversión de las autoridades lleva consigo una reestruc­turación del espacio mental. Marx decía que la crítica de la re­ligión es el comienzo de toda crítica: la religión es el principio de conservación del orden establecido en las sociedades antiguas. El desarrollo de occidente, en las diversas formas de cultura, se había llevado a cabo dentro del marco de una axiomática cris­tiana, sistema de seguridad que garantizaba las estructuras men­tales y sociales. La comunidad humana puede sentirse segura en su posición ontológica y axiológica mientras permanezca fiel a las enseñanzas de Cristo, interpretadas por sus legítimos su-

Conclusión 333

cesores; de esta forma, se encuentran garantizadas la verdad y la continuidad de la moral y de la política, de las doctrinas y de las costumbres, por los siglos de los siglos. La reforma trastornó esta estructura inmutable. La institución de un plu­ralismo cristiano destruye el espejismo de una verdad absoluta y definitiva. El fiel tiene que escoger una verdad que ya no resulta tan lógica; hay posibilidad de opción. Para el más con­formista de los hombres, la existencia del otro, del no confor­mista, se presenta vitalmente como una amenaza, ya que im­plica, al menos en potencia, una disminución capital de la ver­dad. La verdad ya no será nunca lo que había sido en una época en que no tenía rival. Por eso mismo, todo lo que servía de base al Dios único y unitario se encuentra sometido a una re­visión, cuya exigencia se va propagando poco a poco a todos los aspectos de la cultura.

La relativización de la autoridad divina crea un vacío de autoridad, que tiene que llenar la iniciativa del hombre. El es­píritu más tradicional, un Bossuet, tiene que justificar lo que hasta hace poco no tenía necesidad de justificación. La demos­tración, para combatir las dudas del otro, impone al apologeui una duda provisional, que es un comienzo del fin. El que argu­menta en favor de Dios, acude en ayuda de Dios; pero Dios, por hipótesis, no debería tener necesidad de esa ayuda. Es tan absurdo y tan peligroso demostrar que Dios existe como demostrar que no existe. El Dios de Bossuet no necesita los servicios de Bossuet. Por otra parte, si Bossuet se engañase en sus cálculos, Dios dejaría de ser católico para hacerse calvinista o sociniano.

El combate de Bossuet es ya un combate de retarguardia, per­dido de antemano. Bossuet no tendrá sucesores dignos de él; en el siglo xvm, las dogmáticas no son más que problemáticas; sus autores dan la impresión de estar socavando el terreno bajo sus pies y minando sus propios fundamentos. Aquello que Les-lie Stephen ha llamado «la eutanasia de la teología» no es un accidente de la historia del pensamiento religioso de Inglate­rra, ligado a una penuria momentánea de personal cualificado en un compartimento particular del saber. Se trata de un fe­nómeno europeo, y la teología tradicional no es más que el

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epicentro de una renovación de la organización de la cultura. La decadencia de las axiomáticas, cuya red servía de protección a los sistemas eclesiásticos, demuestra hasta dónde ha llegado la debilidad de las ortodoxias, al mismo tiempo que denuncia el desplazamiento de las preocupaciones epistemológicas, en so­lidaridad con la afirmación de los nuevos valores.

La nueva distribución del espacio mental consagra también el abandono del proyecto de teodicea en beneficio de un pro­yecto de antropodicea. El hombre sustituye a Dios en cuanto punto de partida y punto de llegada del saber; es la presencia del hombre la que delimitará en adelante esa esfera cuya cir­cunferencia está por todas partes y que no tiene el centro en ningún sitio. No es que haya triunfado la impiedad, ni que el hombre haya eliminado a Dios, ni siquiera que se haya pro­puesto eliminarlo. Lo que ha cambiado ha sido la identidad del hombre y al mismo tiempo la identidad de Dios, con la percepción más clara de una correlación entre el hombre y Dios. En el antiguo esquema, la eternidad de Dios contrastaba con la temporalidad del hombre; esta falta de proporción se va atenuando a partir del momento en que se impone la idea de que la religión no es un soliloquio de Dios en el silencio de los hombres, sino la confrontación de Dios y de los hombres en una historia que comienza siempre de nuevo, el diálogo de los hombres con el Dios a quien invocan.

La teodicea y la teología tradicionales se presentaban como un discurso sin perspectiva, en donde se llevaba a cabo la epi­fanía de lo absoluto. La intervención del teólogo revestía el sentido de una causa ocasional; a través de él, Dios hablaba de Dios; y toda presencia humana tenía que guardar silencio ante la proximidad de la trascendencia. Del mismo modo, la filoso^ fía era discurso del ser, ontología, desarrollo del orden eterno de las primeras verdades en las que se arraigan las segundas verdades. En su atrevida innovación, la filosofía de Descartes había empezado con un «yo pienso», en primera persona; pero ese «yo pienso» encontraba inmediatamente su fuente y su fundamento en un «Dios es», sin cuya garantía todas las evi­dencias se disiparían como el humo.

Conclusión 335

El siglo XVIII consuma el final del régimen teocrático, tanto en el campo de la política como en el del conocimiento. La gracia de Dios no justifica ya a los soberanos que, si no reinan —como en Inglaterra— por el consentimiento de sus subditos, toman conciencia del hecho de que su autoridad está ligada a su utilidad y se esfuerzan en obrar por el bien de sus pueblos. La monarquía francesa es la que lleva más retraso; por eso la Convención verá al «hijo de san Luis» «subir al cielo»126 por no haber sabido reinar entre los hombres. La trascendencia del «rey sacerdote» no se impone ya solamente por la virtud de la unción sacramental; ha pasado ya el tiempo de la autoridad carismática, tal como lo manifiesta, por un acto deliberado, la ejecución del rey. En 1649, la revolución de Inglaterra había dado muerte a Carlos I, pero aquel regicidio no había sido un sacrilegio, a pesar de todas las protestas de Bossuet. Carlos I había muerto víctima de un conflicto religioso; atrapado entre dos exigencias concurrentes, había sido condenado en virtud de la justicia trascendente del Dios más fuerte, o mejor dicho, del Dios del más fuerte. Luis XVI es condenado a muerte por la execración del pueblo francés y de sus legítimos represen­tantes, sin que Dios haya tenido nada que ver en este punto.

Locke hace la crítica de la monarquía teocrática en sus Tra­tados sobre el gobierno (1690); la trascendencia carismática del soberano cede su lugar a una autoridad basada en el contrato, según la tradición de los monarcómacos calvinistas. Se da una relación evidente entre la política de inspiración democrática de Locke y su liberalismo religioso, que propugna una moral de la tolerancia. El paso del absolutismo al relativismo en religión, en política y en pedagogía es solidario de la teoría del conoci­miento expuesta en el Ensayo filosófico sobre el entendimiento humano (1690). El foco central de todo pensamiento no es ya el entendimiento divino, que escapa a toda captación por parte de la reflexión filosófica. La ontología es un espejismo; ha apa­recido una nueva sabiduría que invita al hombre a reconocerse como un «indígena intelectual de este mundo», según dirá Kant un siglo más tarde. El hombre tiene que aceptar esta evi-

126 Exhortaciones del capellán a Luis XVI en el cadalso.

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336 Aparición de las ciencias religiosas

dencia: él no puede ponerse en lugar de Dios; y esto modifica la peculiaridad de todas las afirmaciones humanas.

La filosofía se convierte entonces en una investigación de los límites del conocimiento. Anteriormente, el espacio del sa­ber se había concebido como virtualmente infinito; no había nada que prohibiese a la conciencia humana, iluminada even-tualmente por una ayuda sobrenatural, pretender abrazar a la realidad total dentro de las redes de la inteligibilidad. Locke subraya el fracaso de estas tentativas que se pierden en fraseo­logías vanas y contradictorias. El pensador tiene que tomar conciencia de la falta de proporción irremediable que existe en­tre un entendimiento humano, de medios limitados, y la capa­cidad infinita de Dios todopoderoso. La ciencia experimental, al aumentar la cantidad y la calidad de nuestras certezas, pone también de relieve la inmensidad de nuestras incertidumbres. Lo que sabemos bien es ciertamente muy poco al lado de lo que sabemos mal y de lo que no sabemos de ninguna manera.

La nueva epistemología, basada en el paradigma de Newton, será una epistemología comparada, fraccionada según los gra­dos de credibilidad que se han alcanzado en los diversos com­partimentos del conocimiento. Es importante saber lo que se sabe y estar seguro de que lo sabemos según las normas más rigurosas; pero también es de importancia capital estar seguros de que ignoramos muchas cosas y de que otras sólo las cono­cemos de una manera aproximativa e insuficiente. Locke ense­ña la necesidad de establecer, antes de cualquier empresa filo­sófica, un estatuto de las regiones del saber. El Ensayo de Locke se propone «examinar la certeza y la amplitud de los conocimientos humanos, así como los fundamentos y los prados de la creencia, de la opinión y del asentimiento que se pueden tener en relación con los diferentes objetos que se presentan a nuestro espíritu».127 Estas fórmulas no consienten ninguna ex­cepción de jurisdicción, ni siquiera en favor de las «ciencias sa­gradas», que hasta hace poco habían gozado de un régimen de inmunidad epistemológica.

127 LOCKE, Essai philosophique concemant l'entendement bumain (1690); trad. Coste, prólogo, a. 2. . :.

Conclusión 337

A partir del momento en que la ciencia exacta define el máximum de verdad accesible, queda invertido el orden de prioridad en el conocimiento. Convertir al entendimiento huma­no en el punto de arranque de todo conocimiento es renunciar a tomar como punto de partida o como punto de llegada al entendimiento de Dios o a su voluntad. Si los procedimientos de la ciencia moderna definen el prototipo de una verdad en conformidad con las exigencias de la razón, hay que dejar de considerar al conocimiento teológico como fuente de justifica­ciones satisfactorias. La¿ bases no son seguras, los conceptos si­guen siendo imprecisos y parece imposible toda verificación. Esta conversión epistemológica, aceptada por Hume, por Con-dillac y sus seguidores, e impuesta finalmente por Kant, lleva a consagrar la primacía de la antropología sobre la teología. La teoría del conocimiento, puerta estrecha por la que tiene que pasar toda afirmación válida, permite distinguir los grados de probabilidad como si se tratara de un escalonamiento de las certezas, desde lo necesario hasta lo imposible, pasando por lo probable y lo dudoso. Las últimas líneas de la Investigación sobre el entendimiento humano de Hume (1748) señalan cuál ha sido la conclusión de este movimiento del pensamiento: «Si tomamos en la mano un volumen de teología o de metafísica escolástica, por ejemplo, preguntémonos: ¿Contiene acaso ra­zonamientos abstractos sobre la cantidad y el número? —No— ¿Contiene razonamientos experimentales sobre algunas cuestio­nes de hecho y de existencia? —Tampoco— Entonces, echadlo al fuego, porque no contiene más que sofismas e ilusiones».128

Hume no es un ateo. Tampoco lo son Locke, Condillac o Kant. No se trata ni mucho menos de matar a Dios, sino de concretar las condiciones en las que el hombre puede hablar de Dios y el grado de validez de ese discurso. Porque Dios, por definición, situado más allá de todos los límites de lo hu­mano, se resiste a toda tentativa de los hombres por englobarlo en las redes de su discurso. Las burlas de Hume se dirigen a los libros, testigos falsos de certezas sin fundamento; denun­cia en ellos un pseudolenguaje. La intención del autor de los

128 D. HUME, Enquéte sur l'entendement humain (1748), XII, 3; trad. A. Leroy, Aubier 1947, 222.

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Diálogos sobre la religión natural consiste en determinar si el hombre puede hablar de Dios; y el resultado de esta investiga­ción no es diferente de las ideas ya antiguas de Nicolás de Cusa, cardenal romano, y de los partidarios de la teología ne­gativa, también auténticamente cristiana, que subrayan la falta de proporción, la inadecuación entre la existencia divina y la existencia humana. El teólogo y el metafísico sufren continua­mente la tentación de invertir los papeles y de considerar su discurso como el origen y el fin de toda verdad, siendo así que la prioridad corresponde al Verbo de Dios, cuya validez abso­luta desmiente y relativiza las ideas del hombre.

La reflexión especulativa no puede por consiguiente esta­blecer una relación entre la región estrechamente limitada de las certezas humanas y el reino de la verdad divina. Para una fi­losofía que se define como conocimiento de los límites, Dios se sitúa más allá de los límites; Kant, en este punto, piensa exac­tamente lo mismo que Hume. Lichtenberg (1742-1799), en sus cuadernos íntimos, llama a Dios «esa gran qualitas occul-ta»;129 y plantea la cuestión: «Nuestro concepto de Dios ¿es otra cosa distinta de la personificación de lo incomprensible? (personifizierte U'nbegreiflichkeit)».m

La filosofía crítica, al reforzar los poderes de la razón, en­gendra cierto escepticismo. Si la palabra humana no puede coincidir con la palabra de Dios, se sigue que el hombre no está ya obligado a creer en Dios por testimonio, o al menos por el testimonio de sus portavoces tradicionales. En el estilo anti­guo, las verdades religiosas eran verdades ya hechas, formuladas por los teólogos y administradas por las iglesias. El pensamien­to nuevo, al ser problemático y no dogmático, desconfía de todas esas verdades preestablecidas. El conocimiento de Dios no puede ya reducirse a la recitación de un catecismo; tiende a convertirse en una búsqueda de Dios, cuyos partícipes se ven obligados a un compromiso.

125 G. C H . LICHTENBERG, Aphorismen, ed. A. Leitzmann. Berlín 1902-1908, J 1265 (1790-1791).

130 Ibid., L 737.

Conclusión 339

El Dios de la cristiandad tradicional era la clave de bóveda de una axiomática cuyos desarrollos abarcaban el conjunto de los dominios del hombre. Pero una vez que se rompió la con­tinuidad axiomática entre Dios y el hombre, la realidad huma­na tomó sus distancias respecto a una trascendencia que ya había dejado de oprimirla bajo el peso de sus determinismos. El siglo clásico estaba apasionado por el tema de la predesti­nación; esta cuestión no preocupa ya a los espíritus del siglo XVIII ; ha perdido toda su actualidad porque el vínculo de la divinidad con la humanidad no presenta ya la inteligibilidad aplastante que tenía en la edad mental anterior. La humanidad ha recuperado un derecho de iniciativa que los teólogos ya no se atreven a discutirle. Con alguna que otra excepción, el nuevo régimen no es el de la ausencia de Dios; hace que intervenga una presencia de Dios, que tiene una significación intrínseca diferente. El Dios de los tiempos nuevos se ha alejado del es­pacio mental humano, como consecuencia de la interrupción en la continuidad del discurso. De ahí se ha seguido una descom­presión del terreno humano, en el que se ha afirmado la auto­nomía del sujeto; pero, en su retroceso, la presencia de Dios sigue siendo necesaria para que el hombre pueda situarse en su lugar correspondiente. Despojada de su carácter masivamen­te ontológico, esta presencia se afirma como un foco de irradia­ción imaginario respecto al cual se organiza el dominio mental, moral y social. Sin la referencia a ese Dios, la humanidad se perdería en un vacío de significaciones. El Dios del deísmo cumple la misión de salvaguardar esta función fundamental de una base para la inducción de las verdades y de los valores; el deísta Voltaire profesa con toda lucidez que, si Dios no exis­tiera, habría que inventarlo.

La existencia de Dios, comprendida como el foco de una polaridad que se ejerce en el terreno humano, autoriza un nue­vo despliegue de las iniciativas personales. Todo ocurre como si se asistiera a una inversión del sentido, o a una conversión; el movimiento natural del pensamiento metafísico que procedía de Dios al hombre, se dirige en adelante del hombre a Dios, tal como atestigua la afirmación de Kant, según el cual el hom­bre honrado quiere que Dios exista. Al ser Dios la condición

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de posibilidad de la moralidad y de la justicia, en este mundo y en el otro, se convierte en un postulado de la razón prác­tica. La afirmación de Dios no es impuesta ya por la omnipo­tencia de Dios, que aplastaría al libre albedrío del hombre, sino que es la expresión de la voluntad de un hombre libre, que encuentra en la divinidad la plenitud de su realización.

La religión de las luces es la religión de un hombre adulto, que afirma —según decía Kant— su mayoría de edad. El An­tiguo Testamento enseñaba que nadie puede ver a Dios y seguir viviendo; esta confrontación le parece insostenible al hombre del siglo xvm. La imagen de Dios ha cambiado; los atributos que hacían de él un ser formidable, tremendum et fascinans, parecen haberse atenuado; la sacralidad de la intimidación ha dejado lugar a una sacralidad de justicia y de razón, como si el mismo Dios hubiese asumido aquella virtud de la filantropía que era característica del siglo de las luces. La humanización del hombre ha tenido como corolario la humanización de Dios; el culto oficial establecido por las autoridades revolucionarias, prolongación del deísmo y de los rituales masónicos, llevará el nombre significativo de teofilantropía, ya que se encuentran asociados y confundidos en él el amor de Dios y el amor de los hombres.

En la misma medida en que Dios, convertido en problema, ha aflojado sus lazos, el hombre accede también a una nueva comprensión del ser supremo. La inteligencia teológica no se propone ya describir a Dios según Dios, hablar de Dios desde el punto de vista de Dios; se toma el atrevimiento de pasar a ser el instrumento de una confrontación entre lo humano y lo divino. Se establece un diálogo, no ya según el orden de la devoción, de la humildad de corazón y de espíritu, sino en la conciencia cada vez más lúcida de una interdependencia entre la humanidad y la divinidad. Fontenelle, en los orígenes de la historia comparada de las religiones, comprendía que esta his­toria tenía el sentido de un debate entre los hombres y sus dioses. «A medida que los hombres se iban haciendo más per­fectos, los dioses fueron también creciendo en perfección».131

FONTENELLE, De ¡'origine des jabíes (1724) 19.

Conclusión 341

El terreno de la teología es un aspecto privilegiado de la cul­tura. La teología cristiana, que hasta entonces había quedado aparte como un elemento sagrado e inmutable, liberado del desgaste del tiempo {quod ubique, quod semper, quod ab ómni­bus), se inscribe ahora en el contexto solidario de un pensa­miento en devenir. La universalidad de la exigencia religiosa camina a la par con la relatividad de las formas que reviste en la diversidad de los espacios y de los tiempos. En la época de los inventarios de la presencia humana en la tierra, de las colecciones y de las enciclopedias, la teología se convierte en un sector de la antropología cultural, y esta correlación modi­fica al mismo tiempo la imagen de Dios y la imagen del hombre.

Lichtenberg observa: «Dios ha creado al hombre a su ima­gen: esto quiere decir sin duda que el hombre ha creado a Dios a la suya...».132 Un poco más tarde, a propósito de los primitivos que habían preocupado a Fontenelle, Schiller seña­la: «El hombre se representa a sí mismo en sus dioses {in sei-nen Gottern malt sich der Mensch)».ni Semejantes ideas ex­presan una nueva orientación de la conciencia religiosa. La religión no es ya una enseñanza extrínseca, inculcada en el te­rreno humano por una voluntad extraña. La religión es una vocación del hombre a la humanidad por medio de la divini­dad; su certificación se encuentra en lo más profundo del ser humano. Herder lo dirá con estas palabras: «El hecho de que la religión es integralmente humana es un signo de reconoci­miento íntimo de su verdad».134

Herder es un testigo privilegiado de la nueva alianza esta­blecida entre lo sagrado y lo profano. La trascendencia y la inmanencia, desligadas de sus antiguas incompatibilidades, se interpelan y se autentifican mutuamente. Herder enseña que

132 LICHTENBERG, O. C, D 198 (1773).

"3 SCHILLER, Was heisst und zu welchem Ende studiert man Uni-versalgeschichte. (Discurso en Jena. 1789), en Werke, ed. L Bellermann, VI, 189.

134 HERDER, Vom Erkennen und Empfinden der menschlichen Seele (1778), en Werke. Karisruhe 1880, VIII, 92.

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«hay que leer la biblia de una manera humana, ya que se trata de un libro escrito por los hombres y para los hombres».'35 Al humanizarse, el texto sagrado no se desacraliza, sino que ad­quiere, gracias a esa humanización, una sacralidad nueva. Leer la biblia humanamente equivaldrá a salir en búsqueda de su sentido original según los caminos del espacio y del tiempo por los que la palabra se ha hecho carne, asumiendo las nor­mas de la cultura instituida en un momento de la historia. La hermenéutica tiene que remontarse de la letra al espíritu, para volver a encontrar la eternidad actual bajo los revestimientos humanos. No se trata ya de repetir unas cuantas fórmulas es­tereotipadas, como si sus palabras estuvieran dotadas de una eficacia sacramental, sino de liberar la intención real, que está sepultada bajo los sedimentos de la historia del lenguaje y de las costumbres, de las instituciones abolidas. La exégesis tiene que remontar la pendiente de la degradación de la energía re­ligiosa para despertar en el lector una nueva conciencia de Dios, al mismo tiempo que una nueva conciencia de sí mismo.

En vez de estudiar el devenir de la religión en el siglo xvm según las normas integristas del siglo xvn, o del siglo xin, para condenarlo o para alabarlo, gracias a ese no-conformismo evi­dente que demuestra respecto a las ortodoxias, una apreciación histórica tiene que reconocer la aparición de un nuevo estilo religioso. La religión tradicional imponía un marco de institu­ciones, un marco ritual y un marco de pensamiento; al fiel se le exigía que se adhiriese en bloque a ese conjunto de estructu­ras estables; una vez que ha aceptado esa obediencia, el cristiano recibe la tutela solícita de la iglesia y puede estar seguro de su salvación eterna.

Los hombres del siglo xvm no aceptan ya ese sacrificio del espíritu y de la vida personal, aunque les vaya en ello la perdis da de su confort espiritual, la seguridad en este mundo y en el otro. El antíclerícalismo de la época de las luces significa que a la iglesia no se la ve ya como investida de una validez ontológica; se la considera como un cuadro social de ímportan-

135 HERDER, Briefe das Studium der Theologie betreffend(carta 1), en Werke, ed. Suphan, X, 7,

Conclusión 343

cia secundaria. Gran número de cristianos, y no precisamente de los de menor categoría, se niegan a conceder un valor de­cisivo a las etiquetas confesionales. Camino obligado hasta hace poco entre la humanidad y la divinidad, el orden eclesiástico se presenta ahora más bien como una pantalla, y muchas veces como un obstáculo, en esta confrontación entre el fiel y su Dios, que parece definir lo esencial de la religión. Si el siglo xvm, según una fórmula de Starobinski, es el «siglo de la invención de la libertad», el punto original de esta invención de valor tiene que encontrarse en el trato que se establece entre la criatura y el creador según las dimensiones de la existencia humana. El principio de la libertad es la espontaneidad del su­jeto, que pretende asumir la responsabilidad de todas sus afir­maciones. No es que el hombre pretenda situarse en el lugar de Dios, o eliminar a Dios; lo que quiere es que sus posiciones y sus proposiciones en este terreno lleguen a expresar un com­promiso personal y deliberado.

El fenómeno europeo del pietismo afirma la preocupación por un rejuvenecimiento de la devoción, basado en el diálogo entre el alma fiel y el maestro divino, sin interposición de ningún cuadro eclesiástico y de ninguna estilización litúrgica. En el orden intelectual, la reflexión religiosa opone a la teología basada en el método de autoridad una especulación racional que desemboca en las diversas formas del deísmo, elaboración de la religión natural y universal; el deísmo es una teología de la liber­tad intelectual. Pero el cristianismo es una religión histórica, localizada en el espacio y en el tiempo por el dato textual de la biblia. También aquí el espíritu humano reivindica su derecho de iniciativa, procediendo a una lectura de los textos sagrados según las exigencias de la filología y de la historia. «La teología bíblica queda separada del método dogmático y trasladada al terreno de la historiografía crítica».136

El siglo xvm explora en el mundo de la religión nuevos caminos: el camino del corazón, el camino de la razón, el cami­no de la historicidad. Estas aproximaciones a la divinidad se

134 H. J. KRAUS, Geschichte der historiscb-kritischen Erforschung des Alten Testaments. Neukirchen 1956, 140.

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fecundan mutuamente. La piedad puede alimentar la tensión de la reflexión; la crítica histórica repercute en la exigencia racional. La colocación de la razón dentro de una perspectiva temporal introduce en el terreno religioso la categoría de la evolución. El diálogo actual del hombre con Dios se presenta como un momento provisional, que prolonga las formas del pasado y que cederá su lugar a otras formas en el porvenir. La historia de la humanidad es al mismo tiempo una historia de la divinidad y, en esta educación progresiva, el Dios que ha venido anuncia a un Dios que ha de venir. El presente y el pasado son la profecía de un porvenir del cristianismo, según piensan Lessing y Herder.

En reciprocidad de acción con los demás elementos cultura­les, la «neología» cristiana contribuye a la aparición de un pen­samiento a la medida del mundo moderno; le reconoce al hom­bre un nuevo estatuto dentro de un universo en camino de re­novación. El espacio mental, regido hasta ahora por la analogía de la divinidad, se organiza según la analogía de la humanidad; no es que la presencia de Dios se haya borrado, sino que la evidencia del hombre predomina sobre la evidencia de Dios, y la búsqueda de Dios se convierte en un aspecto de la búsqueda del hombre. En la hora de la revolución agrícola y de la revo­lución industrial, en la hora de la evolución económica y téc­nica de occidente, la inteligencia religiosa afirma en su propio orden las responsabilidades asumidas por una humanidad capaz de tomar en sus manos al planeta tierra. El hombre ilustrado puede ser un hombre religioso, pero de la misma forma que ha roto la antigua alianza del hombre con el cosmos, según los ritos inmemoriales de la civilización tradicional, también tiene necesidad de inventar una nueva espiritualidad. Las relaciones con Dios no se dejan aprisionar para siempre en los formula­rios de una época caduca; las relaciones con Dios, autentificación y certificación de las relaciones con los hombres y con el mundo, exige a cada una de las épocas la elaboración de una alianza renovada entre el tiempo y la eternidad.

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