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Guezerá Negra

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Guezerá Negra

j.m.m.Albiol

Guezerá Negra

A mis padres, a M.J., a Samuel Guillad, gran capitán, a Pilar y al buen pastor

Miguel Fernández.

¡Oh, santísima Cruz!

¡Oh, inocente y piadoso cordero!

¡Oh, pena grave y cruel!

¡Oh, pobreza de mi Cristo redentor!

¡Oh, llagas muy lastimadas!

¡Oh, corazón traspasado!

¡Oh, sangre de Cristo amarga!

¡Oh, dignidad de Dios digna de ser reverenciada!

Ayúdame, Señor, para alcanzar la vida eterna.

Amén.

Del “Tesoro de Milagros y Oraciones de la SS. Cruz de Caravaca, de gran

virtud y eficacia para curar toda clase de dolencias así del cuerpo como del

alma como también un sinnúmero de prácticas para librarse de hechizos y

encantamientos con bendiciones y exorcismos, etc...”

Chaouen

-¡Ha caído de mazal!- Exclamó la comadrona en la lengua que todavía

conservaban algunos sefardíes del norte de Marruecos en cuanto expuso el

menudo cuerpo de la recién nacida a la insuficiente luz que, a través de la

ventana, se filtraba en la casa. Enseguida inclinó al bebé para que cayera de su

boca el exceso de líquido amniótico y se lo entregó a la madre, que lo abrazó

sobre su pecho sin reparar en la malformación congénita de sus extremidades,

acabadas todas en seis minúsculos dedos, como los que pintó Rafael en la mano

de San Sixto. -Esto tiene que ser una guezerá negra.- Dijo al marcharse, ya

desde la puerta y dirigiéndose a la abuela de Mercedes. -¡Una calamidad muy

grande!

La curandera se perdió a toda prisa entre las estrechas callejuelas sin

separarse de los muros, pues temía exponerse a los demonios que

indudablemente vendrían ahora para asistir a la neonata, los yin, cuya idolatrada

existencia estaba asociada a todo tipo de males. Era el fomento de tales

creencias fetichistas lo que daba pábulo a la práctica de su oficio, que abarcaba

el dilatado epítome de los rudimentos y los métodos de sanación locales, el

embaimiento supersticioso, el decaimiento de la fe legítima y la inconsideración

que ensopaba la suma de sus actividades. Toda su sabiduría se fundamentaba en

la feraz combinación fitológica de sus recetas, cuya efectividad curativa se

atribuía también al carácter mágico de los mismos genios, los yin, que

habitaban en algunas plantas y era habitual verla por las inmediaciones de la

Mezquita de los Andaluces, donde abusaba de la ignorancia del populacho

proporcionando a sus pacientes ungüentos elaborados a base de aceites y

esencias aromáticas o simulando aspirar gusanos con una cánula del interior de

sus oídos para extraer el mal que se les acumulaba en el interior.

Los yin, sin embargo, y por mucho que barruntara la ensalmadora local,

se encontraban en aquel momento a varios kilómetros de Chaouen, desde donde

era inaudible el fragor de la batalla que estaba librándose en el Rif. Allí

diferentes cábilas rifeñas, postergando la fidelidad que habían convenido con el

general Fernández Silvestre, se adherían a una encarnizada Guerra Santa

instigada por su Cadí, el juez de jueces de la Sharía, Abd el-Krim, en contra de

la preponderancia colonial de España.

Aquel general había mandado el avance enhiesto de sus tropas, que fue

vertiginoso e insólito por incruento, con el propósito de tomar a la bahía de

Alhucemas, desde donde operaban las cábilas rifeñas más pugnaces y belicosas,

pero la tropa estaba compuesta en su mayor parte por reclutas arrancados de sus

hogares y alistados a la fuerza que carecían de la experiencia y del

adiestramiento adecuados. Ni siquiera estaban equipados con el armamento

apropiado y en casi todos los casos, al llegar a sus destinos, acababan hacinados

en precarios baluartes infestados por plagas de ratas y todo tipo de parásitos y

sin una provisión de suministro que garantizara las condiciones mínimas de su

supervivencia.

Mientras el general español planeaba, desde el cuartel general emplazado

en Annual, la inminente y definitiva incursión en Alhucemas, porque sólo así

podría neutralizarse el control que la beligerante cábila de Beni Urriaguel

ejercía sobre la estratégica franja costera, se vio de improviso sitiado por el

exorbitante contingente de las fuerzas hostiles. Por entonces apenas contaban

con reservas de provisiones, pertrechos y municiones para resistir durante unas

pocas horas, así que el general tomó la decisión de hacer retroceder a todos sus

efectivos hacia la fortaleza de Dar-Drius, en la retaguardia, confiando en que

desde esta plaza resultaría más factible la contención del enemigo, pero las

sendas por donde emprendieron su éxodo desesperado se hallaban a aquellas

alturas atestadas de sombras negras que se les vinieron encima en cuanto se

encontraron a campo abierto. Los soldados de dispersaron a la desbandada

tratando cada cual de salvarse a sí mismo y sin detenerse para mirar atrás ni

para socorrer a sus propios compañeros, ni a los que iban cayendo heridos, ni a

los que el enemigo emboscaba con brutal ensañamiento, y mientras al grito de

sálvese quien pueda sucedía esto entre la tropa, su general, todavía en el

campamento, entraba en su tienda de campaña y con solemnidad marcial se

volaba los sesos de un disparo. Las pocas fuerzas que lograron salir con vida,

que fueron menos de la mitad, recabaron casi de milagro en un deficiente

campamento ubicado en el monte Arruit tras una larga y caótica andadura que

duró una semana, pero en semejantes condiciones la imposibilidad de combatir

a las huestes de Abd el-Krim se hizo inexorable y el campamento cayó en

Agosto de 1921. Los rifeños cargaron sin piedad contra los soldados españoles

y en cuanto estos abandonaron sus posiciones defensivas sometiéndose a su

voluntad fueron embestidos con brutalidad. Los rifeños se condujeron obviando

las condiciones elementales de su propia humanidad y en plena orgía criminal

quemaron y descuartizaron a sus prisioneros dejando el yermo cubierto de

cadáveres insepultos.

Aquel mismo día, probablemente mientras la sanadora que ejercía

eventualmente labores propias de una comadrona vaticinaba exclamándose en

jaketía la suerte de la niña que acababa de venir al mundo, su padre,

combatiente indígena a la orden del Protectorado Español, caía salvajemente

asesinado junto a otros defensores en la espantosa carnicería del monte Arruit.

Jamás conocería a su hija, ni regresaría al hogar, como ya no volverían a sus

casas los quince mil hombres que también perdieron la vida en los sucesos

acaecidos en la zona oriental del Protectorado de Marruecos

Cuatro años después el desembarco de un copioso contingente de

efectivos militares españoles serviría para poner fin a la dolorosa guerra de

Marruecos y para dar pie a un nuevo período en el arbitraje español del norte de

África que significaría la definitiva implantación del Protectorado Español

sobre Marruecos.

Entretanto crecía Mercedes subiendo y bajando las callejuelas

empedradas de su natal Chaouen, una pequeña ciudad que gravitaba en las

estribaciones del Rif, sobre un valle entre los montes Tissuka y Meggu,

inherentes al paisaje de la misma ciudad que progresaba en sentido casi vertical

buscando los manantiales de Ras Al-Ma. La medina de Chaouen, de contextura

medieval, se distribuía en siete barrios a los cuales se accedía a través de sus

respectivas puertas: Rif Sebalim, El Onzar, Camino de la Fuente, el Sok, en la

zona norte, o el Rif Andaluz, instaurado por los nazaríes expulsados de

Granada. De hecho las reminiscencias de un venero andalusí eran notables en el

desigual trazado de sus callejuelas, en la arquitectura de sus edificaciones y en

la grata combinación de los colores blanco y añil.

Crecía pues la niña en este singular escenario, aunque azorada por las

penurias que la guerra había encadenado, como en tantos otros casos, a su

reducido ámbito familiar y penosamente estigmatizada por aquellas

malformaciones congénitas de las que no se liberaría hasta mucho tiempo

después, porque los niños, lo mismo que los adultos, se cebaban dejando de

lado al débil, a aquel que por cualquier motivo fuera diferente, y hacían bromas

y escarnio a su costa hasta que doblegaba la cerviz. Sin embargo la debilidad de

Mercedes sólo era una proyección de aquello que los demás se empeñaban en

ver eludiendo el fondo imperturbable de su naturaleza. Mercedes sobrevivía año

tras año a los supuestos rebrotes de la gripe española, pandemia purpúrea que

había arrastrado al otro mundo a varios millones de almas, muchas convecinas

suyas. Los dedos que nunca deberían haber aparecido en sus manos apenas se

desarrollaron y pendían como minúsculos apéndices muertos prorrumpiendo de

las falanges de sus meñiques. Los que emergían de sus manitas nunca

supusieron un impedimento para su correcto funcionamiento y desde que tuvo

la capacidad de coordinar sus movimientos con normalidad empezó a colaborar

con su madre trenzando tiras ásperas de esparto para la manufacturación de

todo tipo de adminículos, bordando por encargo las vainicas de las mantelerías

y ropas de ajuar, lavando los uniformes de los militares en el limpio y caudaloso

arroyo que se desplomaba en una espectacular cascada y haciendo, en

definitiva, cualquier cosa que garantizara su complicada subsistencia.

El Vendrell

-Junte los pies. Tranquila, relajada. Sienta el peso de sus brazos y cierre los ojos

mientras yo paso a su espalda.- Dijo situándose justo detrás de la mujer,

asiéndola con suavidad del cuello y sin alejar el aparatoso micrófono que

mantenía a la altura del mentón. -Va a llenar al máximo sus pulmones de aire;

los hinchará como si fueran balones. Y ahora suelte el aire despacio, muy

despacio, lentamente. Esto hace que usted se relaje. Y se relaja más y más. Va

soltando el aire despacio... Muy lentamente... Despacio.... Ahora vuelve a llenar

sus pulmones y suelta el aire muy despacio; muy lentamente. Y esto hace que

usted se vaya relajando más, más y más... Más y más relajada. Una última vez

llena sus pulmones al máximo... Mantiene ahora el aire en sus pulmones...

Uno,dos,tres... ¡Duerma!- Exclamó doblando a la mujer sobre su cuerpo

convenientemente flexionado, como si su columna vertebral fuera de algún tipo

de goma elástica, después de haberla inducido a un estadio de sueño aparente. -

Duerme profundamente y se siente muy bien.- Añadió acompañando con

notable dificultad el cuerpo de la voluntaria que había seleccionado entre el

público y que tal vez estaba resultando más voluminosa de la cuenta, hasta el

piso de tablones claveteados del escenario. -Siente que todo su cuerpo está

rígido. Rígido como una barra de acero. Completamente rígido. Y duerme

profundamente.- Iba recitando el hipnotizador contratado para las fiestas

patronales del pueblo con una voz convenientemente modulada mientras daba

la vuelta alrededor de la mujer, tendida cuan larga era en el suelo, estirándole

las piernas y pegando sus brazos a los costados para a continuación colocar dos

taburetes altos, separados entre sí algo más de un metro, detrás de ella. Luego,

con un gesto sutil, conminó a otro de los cuatro seleccionados, que se hallaban

en un segundo plano, aguardando su turno de someterse al escarnio público al

fondo del escenario, para que le ayudara a levantar a pulso el cuerpo inanimado

de la señora. -Su cuerpo está rígido como una barra de acero. Es una barra de

acero.

La maniobra consistente en levantar a la mujer, que por efecto de la

hipnosis ahora debía creer que era una barra de acero, para depositarla sobre los

dos taburetes como si fuera un tablón, no fue sencilla porque su masa corporal

estaba descompensada, y así como las piernas se le veían descarnadas en

proporción al resto del cuerpo, era en el tronco donde se le debía acumular casi

todo el peso de su anatomía. Esto hizo que el hipnólogo se desequilibrara y

tuviera que hacer ostensible el enorme esfuerzo físico que le suponía aquella

operación. La escena provocó gran hilaridad entre la concurrencia, que hasta el

momento se había mantenido más o menos expectante y se oyeron prorrumpir

las primeras voces entre el público que los focos dirigidos al escenario

convertía en siluetas irreconocibles.

-¡Que no podéis con la barra de acero! ¡Ay!

-¡Ay que se le cae!

-¡A ver si se va a despertar!

Aún seguían bromeando cuando la mujer estuvo colocada sobre los

taburetes, uno por debajo de los tobillos y el otro a la altura de las cervicales,

con la cintura expuesta en el considerable intersticio y el trasero describiendo

desde aquella perspectiva una grotesca parábola. Pero el hipnólogo iba a lo

suyo y no había dejado de sugestionar la mente aletargada de aquella mujer

durante todo el proceso.

-Duerme más.- Siguió diciendo. -Duerme más y más.

Y a continuación dio un salto y se sentó sobre la mujer sin que el cuerpo

de esta se estremeciera haciendo que ambos rodaran por el suelo, que habría

sido lo más lógico, sino todo lo contrario. Sobre la base inconsistente de

aquellos taburetes el cuerpo de la mujer soportaba sin ninguna dificultad

aparente el peso de quien le había inducido a aquel estado sin doblegarse, sin

partirse por la mitad. Ahora el público había enmudecido porque aquel tipo

parecía haber logrado hipnotizar realmente a su vecina y era evidente que ella

se había creído que era una barra de acero, pero prorrumpieron en un aplauso

cuando el artista abrió sus brazos en cruz y empezó a retreparse dando saltitos

sobre la hipnotizada sin que su horizontalidad se alterara un ápice a pesar de

soportar el peso de un adulto en tan inconcebible disposición.

Luego bajó de un salto y con un gesto de su mano solicitó la ayuda del

mismo que ya había colaborado con él a la hora de subirla hasta los taburetes,

solo que en esta ocasión la operación se hizo más compleja y antes de que

depositaran el cuerpo en el suelo los taburetes cayeron estrepitosamente

desvirtuando parte del éxito del espectáculo.

-Voy a contar hasta tres y abrirá sus ojos. Cuando tenga los ojos abiertos estará

sorprendida de estar en el suelo. No podrá levantarse y cuanto más lo intente,

más pegada al suelo estará. Después, cuando yo pronuncie la palabra duerma,

volverá a dormir más profundamente aún. Ahora cuento hasta tres y abre los

ojos: uno,dos,tres.- Chasqueó los dedos y se flexionó aproximándose un poco

más a la mujer. -Hola.¿Qué hace usted en el suelo?

-No lo sé.- Dijo con una risita nerviosa que hacía casi ininteligibles sus

palabras.

-Bien, tranquila. Usted sabe que puede, pero quizá alguien piense que está

fingiendo. Intente levantarse.

La mujer se convulsionaba, pero daba la impresión de que estuviera

anclada a los tablones del escenario por un correaje invisible.

-¿Qué ocurre?

-La cabeza la puedo mover... Pero el resto del cuerpo no...

-¿Pero usted está despierta, verdad?

-Si.

-Haga un pequeño esfuerzo. Inténtelo. Bien, tranquila. Yo le voy a ayudar.- Dijo

ante la creciente jocosidad de un público, que no podía dejar de reírse de

aquella vecina suya ahora que la veían en tan humillante tesitura. -Voy a contar

hasta tres, y cuando lo haga su brazo izquierdo se despegará del suelo, pero el

resto de su cuerpo permanecerá pegado. Solamente su brazo... Uno, dos, tres.

Y como si fuera una marioneta que actuara dependiendo de las

intenciones del artista, el brazo izquierdo de aquella mujer ridículamente

tendida sobre el escenario habilitado en medio del paseo mariposeó durante

unos instantes en el aire para caer a continuación sobre su vientre.

-Estupendo.- Dijo dando un paso atrás para recuperar uno de los endebles

taburetes que había empleado durante la primera parte del número. -Y ahora

voy a darle un pequeño punto de apoyo que va a emplear para levantarse. Tome

el pie del taburete con su mano... Agárrese aquí... Y ahora, cuando yo cuente

hasta tres, su cuerpo se despegará del suelo y podrá levantarse perfectamente.

Pero a partir de este momento su cuerpo quedará completamente agarrotado,

pegado al pie del taburete. Adonde usted vaya tendrá que ir con el taburete

porque su mano estará soldada a él. Ahora cuento hasta tres y se levanta. Uno,

dos, tres.

El público rió un buen rato a costa de aquella mujer que anduvo de un

extremo a otro del escenario con el taburete a cuestas hasta que le pareció al

hipnotizador. Después sometió a los otros voluntarios a una soberbia

humillación haciéndoles participar en cuantas situaciones histriónicas quiso.

Les hizo rascarse con desesperación convenciéndolos de que una plaga de

pulgas se les había echado encima para mordisquearles la carne con saña y

después tocaron instrumentos imaginarios como si fueran miembros de un

cuarteto musical de cámara y también les proporcionó a cada uno un par de

gafas, también invisibles, a través de las cuales adquirían la capacidad de ver a

todo el mundo desnudo, ocasión que aprovecharon ellos para reír a gusto hasta

que les hizo caer en la cuenta de que sus propias vergüenzas quedaban

igualmente al descubierto.

-Voy a contar hasta tres, y cuando lo haga, todos despertarán y no recordarán

nada de lo que aquí ha sucedido. Uno, dos, tres.

A continuación subieron al escenario un grupo numeroso de niñas del

barrio que rondaban los doce años, ataviadas como las modernas cabareteras

con la dispensa de que aquel era el insustituible vestuario para su representación

de un baile actual que sería el referente durante todo el verano. Después llegaría

el coronamiento de la noche, la aclamada a bombo y platillo por parte de la

organización orquesta de variedades que destacaba por encima de cuantas

proliferaban en la provincia por las cuatro coristas brasileñas que se dedicaban a

contorsionar su esqueleto hasta casi romperlo para deleite del personal

congregado.

Entretanto, Juan Diego y su tullido ayudante, Dominique, acababan de

cargar los pocos elementos de atrezo empleados durante el espectáculo en el

maletero de su coche, un Mercedes Coupé del 79 repintado de blanco y lleno de

abolladuras, con la intención de salir pitando de aquel agujero en cuanto el

presidente de la Asociación de Vecinos les abonara el porcentaje acordado al

final de la función. Juan Diego, que artísticamente empleaba el seudónimo de

Amrafel, el Gran Amrafel, que le había usurpado a su propio padre, era alto y

de movimientos equilibrados, con una tupida cabellera negra que peinaba al

estilo de los galanes del cine clásico y que matizaba un cráneo de proporciones

perfectas. La nariz parecía un largo apéndice fuera de lo corriente y sus labios le

delineaban una expresión en el rostro que le hacía parecer tan distante como

lejano parecía el fondo de su mirada penetrante que, en combinación con sus

conocimientos a la hora de modular el tono de su voz propiciaban un

incoercible efecto sobre su público.

Su cuñado Dominique era físicamente todo lo contrario de cuanto él

aparentaba. Pequeño y oscuro como un grajo, de frente prominente y mandíbula

extraordinariamente huidiza, acostumbraba a permanecer siempre en un

segundo plano, entre bambalinas o inmerso en la penumbra de donde sólo salía

renqueando con sus piernas raquíticas cuando su ayuda se hacía imprescindible

o siempre que una idea malvada se le venía a las mientes, porque aunque nadie

lo habría sospechado aún tratándolos de continuo, él era el instrumento que con

milimétrica precisión sometía a aquel que tan habituado estaba a controlar a

placer la voluntad de los demás.

Juan Diego conducía en dirección a Tarragona, punto intermedio entre El

Vendrell y Alzira, que era el lugar en donde debía representarse la siguiente

función mientras Dominique repasaba en voz alta toda la información referente

a las tres ancianas que pretendían desvalijar en la ciudad de Tarragona sumando

las aptitudes más notables que cada uno de ellos poseía. La mente de Juan

Diego se ausentaba como si las luces parpadeantes de la carretera le indujeran

al sueño hipnótico que tanto conocía, y por momentos se preguntaba si todo el

dinero del mundo compensaría la carga moral que tarde o temprano se le

vendría encima. Pero aquellos pensamientos eran fugaces y no le afectaban

porque la carga era ya tan excesiva que apenas le cabía la conciencia.

El Prat

La primera parte del viaje resultaba inquietante en cualquier caso porque

desde el aeropuerto del Camp de Tarragona los vuelos estaban limitados a

destinos más o menos próximos. Londres, Hamburgo, Praga y poco más. Para

trasladarse a cualquier otro lugar del orbe se hacía indispensable tomar el avión

desde Barajas, que contabilizaba casi todas las entradas y salidas de la

península y en menor medida, desde El Prat, condenado por presiones continuas

y en buena parte por la eterna injerencia local a luchar por no quedar relegado a

la categoría de un aeropuerto accesorio. Por suerte desde allí se cubría el

destino hasta Israel y ya no era preciso, como cuando no existía una relación

lógica entre ambos países, hacer transbordo en otro aeropuerto europeo para

llegar a este país. El inconveniente, o uno de ellos, estribaba en hallar un modo

efectivo para desplazarse desde una ciudad hasta la otra habida cuenta del

penoso estado en que se hallaban por entonces las infraestructuras catalanas tras

décadas de desidia institucional. Los Ferrocarriles de la Generalitat habían

dejado de funcionar con regularidad y no convenía arriesgarse porque las

continuadas averías en la catenaria, un día aquí y otro allá, podían arruinarle a

uno la experiencia. El tren de alta velocidad salía desde un pueblo llamado

Perafort que casi nadie conocía antes de que se estableciera allí la estación,

demasiado lejos de la ciudad y muy mal comunicado, y de las restantes

opciones, autocar o coche particular, quedaba descartada la primera por falta de

costumbre, quizá por exceso de celo, de manera que Biel se decantó por hacer

la ruta en su propio coche a dejarlo todo en manos de otro conductor que, como

fuera, acabaría encontrando en el camino los mismos óbices si los había. Y en

efecto esto mismo acabó sucediendo llegando al peaje de Martorell, perpetuo

embudo de engendros metálicos desde que el asfalto cubría los caminos y unos

hombres explotaban la necesidad que tenían otros de transitarlos.

-A este paso no llegamos.

-Déjalo Ana, por favor. No me pongas más nervioso de lo que estoy.

-No lo digo para ponerte nervioso. Pero es la pura verdad. Mira qué cola hay.

Deberíamos haber cogido el tren en Perafort.

-Para conducir hasta Perafort prefiero hacerlo hasta el aeropuerto.

-Pues ya veremos si llegamos.

-Y dale.

Apenas habían recorrido ochenta kilómetros y aún les restaban miles.

Empezaba la hora prima y aún así las luces de los coches se extendían por

delante de ellos hasta el infinito y en el fondo era aquella evidencia de lo que

Ana venía diciendo desde hacía un buen rato lo que traía de cabeza a Biel.

Nunca se disponía de tiempo suficiente para llegar a ningún lugar por mucha

antelación que se tomara porque los inconvenientes eran muchos e

impredecibles sus consecuencias.

-Seguro que el atasco empieza en el peaje de Martorell.

-Pues reza para que así no sea, porque a este ritmo y con lo lejos que queda, aún

nos quedamos en tierra.

Biel resopló porque no quería reconocer que su novia tenía toda la razón

del mundo. Se limitaba a cabecear chasqueando la lengua y evitando cualquier

comentario que revelara su profundo malestar, ya que eso representaba que

también asumía la gravedad de la situación, y aunque era obvio que se sentía

tan agitado como ella o más, no era momento de exteriorizar la punzante

desazón. Uno de los dos debía sacrificarse para mantener equilibrada la

balanza. De lo contrario, posicionándose en cualquier extremo, el malestar

podía derivar en una discusión sin sentido, para lo cual siempre habría algún

momento a lo largo del día y millares durante una vida en común. Sin dejar de

prestar atención al gusano luminiscente que se extendía hasta donde la vista le

alcanzaba, condujo a trompicones, pasando el pie del freno al acelerador y del

acelerador al freno continuamente, sujetando el volante con una mano firme que

contenía sobre el material plástico toda la tensión y acariciando la pequeña Cruz

de Caravaca que sobre su pecho pendía de un fino cordón de plata. Al poco, y

como por arte de magia, la circulación empezó a fluir progresivamente.

-Esto no tiene sentido.- Dijo a medida que se obligaba a aumentar la velocidad

sin acabar de fiarse de la nueva situación.

El tráfico acabó de normalizarse apenas discurridos un par de kilómetros,

cuando rebasaron a un camión accidentado que había quedado panza arriba

ocupando parte de uno de los carriles de la autopista. Pasaron junto al vehículo

siniestrado pensando que en aquel estado evocaba su armazón al de un

gigantesco insecto agonizante y deseando, en el sucinto silencio que sólo el olor

próximo de la muerte era capaz de inducir, que los daños resultantes fueran

únicamente materiales. Y con un secreto sentimiento de tranquilidad que traía

adheridos velados matices de culpabilidad, siguieron aliviados su camino hasta

el aeropuerto de El Prat.

Encontraron una plaza de aparcamiento no demasiado lejos de la terminal,

y hacia allí se encaminaron a toda prisa, con la prisa que es propia de los

viajeros que durante años han esperado con mezcla de arrobo y desesperación la

culminación de un proyecto que de tan manido parece inaccesible.

Ambos iban a sumarse al significativo turismo cristiano que peregrinaba a

los Santos Lugares en donde tuvo lugar la existencia de Jesús, el Hijo de Dios

hecho hombre, concebido por el Espíritu Santo y parido por la Virgen María.

Biel y Ana no componían una pareja católica enteramente disciplinada,

pues al no haber sellado aún su unión ante Dios y su representación terrena, su

convivencia basculaba indefectiblemente en torno a la región más proclive al

pecado. Por contra, otros consideraban que por su incondicional aquiescencia

religiosa venían a ser una suerte de timoratos supersticiosos y en el centro de la

pista, pisando con las puntas de los pies aquella inestable cuerda floja,

pugnaban a diario tratando de hallar el equilibrio sin acabar de comprender por

qué para unos resultaban de la cáscara amarga mientras que los demás les

consideraban un par de beatos sin que ni estos ni aquellos fueran capaces de

entender que pudiera existir un término medio, una manera personal de

entender la vida y de combinarla con la espiritualidad.

Deseaban exprimir al máximo los siete días que tenían a su disposición y

recorrer paso a paso los pasajes relatados en el Nuevo Testamento, desde la

Basílica de la Natividad, en Belén, territorio palestino, hasta la del Gólgota,

pasando por el mar de Galilea y por otros muchos lugares mencionados en los

primeros libros de las Sagradas Escrituras. Pero habían decidido de antemano

no limitarse, como a tantos viajeros les sucedía en su misma tesitura, y apurar al

máximo la posibilidad que la vida les brindaba de visitar uno de los lugares mas

extraordinarios del planeta por sus características y por lo que representaba para

la historia de toda la humanidad. Esa era la razón que les había impelido a

decantarse por contratar a una agencia de viajes local en lugar de sumarse a las

peregrinaciones que organizaban los franciscanos y algunas parroquias locales,

mucho más económicas pero con el inconveniente que podía acabar resultado el

hecho de andar ceñidos a un programa que a la postre les privaría de visitar

Masada, Cesarea, los jardines Bahaim o de disfrutar de un baño terapéutico en

la ribera oleaginosa del Mar Muerto. En consecuencia se vieron forzados a

invertir más dinero con la garantía de contar con un experimentado guía local

hispano parlante que les conduciría a lo largo del país sólo a ellos.

-¿Tú qué dices?- Preguntó Ana cuando les sirvieron el presupuesto en la oficina

sucursal de la agencia de viajes.

-Es un lujo. Estas cosas se pagan. Pero en este caso yo creo que merece la pena

hacer el sacrificio. Si fuéramos a la vuelta de la esquina aún, pero en este caso...

El circuito programado incluía, entre otras lindezas, una salida al Monte

de las Bienaventuranzas, donde tuvo lugar el sermón de la montaña, una visita a

Nazareth, a la Basílica de la Anunciación, a la Fuente de María, a la Carpintería

de José, a Canaán de Galilea, al Huerto de Getsemaní y a Ein Karem, lugar de

nacimiento del Bautista. Luego estaba el Muro de las Lamentaciones, el Monte

del Templo, la Vía Dolorosa, el Santo Sepulcro, ¡el Monte Sión!, la Basílica de

la Dormición y la Tumba del mismísimo Rey David y recorrerían el trayecto

que iba desde Jericó hasta Jesusalén por el camino que atravesaba el desierto de

Judea, y hasta podrían visitar el museo del Holocausto. Y el caso era que a

ambos, especialmente a Biel, el conjunto de aquel paquete les sonaba como a

cosa quimérica, a música celestial.

Arrastraron las maletas a lo largo de los interminables corredores que

conducían hacia la terminal caminando a paso ligero incluso en aquellos tramos

mecanizados por donde no era necesario caminar si no se quería.

-No hace falta que corramos tanto. Vamos bien de tiempo.

-Ya lo sé, pero tengo ganas de soltar todo esto y verme ahí dentro aunque tenga

que estar dando vueltas alrededor del avión dos horas.

Cada uno llevaba una maleta con ropa y enseres mezclados por si alguna

se extraviaba en el viaje. Prevenir no estaba de más y hasta el dinero que habían

considerado suficiente para comprar algunos recuerdos y para todo cuanto no

incluyera el paquete contratado lo repartieron a partes iguales por la misma

razón. Biel llevaba una gorra con el logotipo de una atracción de un parque

temático que se habían visto obligados a visitar con los sobrinos de Ana y vestía

unos tejanos y una camisa negra, y Ana, con su oscura cabellera recogida en

una vistosa cola de caballo, también se había decantado por unas prendas

cómodas pero bastante formales para que nadie los tomara por un par de paletos

sin tener que lamentarse durante las horas que les aguardaban a causa de los

rigores que les sugería la elegancia llevada al extremo, y porque en realidad no

estaban excesivamente habituados a vestir de un modo que no fuera informal.

Continuaron caminando ya en el interior de la terminal intentando

orientarse, pues las dimensiones del edificio les sobrepasaban se obligaban a

recular y a detenerse de continuo en el intento de descifrar cuál era la dirección

que debían tomar para llegar al mostrador de embarque que les correspondía.

Cientos de pasajeros, mezclándose con el personal interno del aeropuerto,

deambulaban con seguridad arrastrando el equipaje, envolviéndolo en film

transparente y ayudándose con unos carros metálicos que por regla general

conducían sin ninguna habilidad provocando aglomeraciones y aparatosos

accidentes que solían terminar con la carga derramándose sobre el pulimentado

piso. La mayoría se mostraban determinados y con aparente solvencia se

adherían a las colas serpenteantes que se describían a partir de sus respectivos

mostradores de punta a punta del laberinto componiendo auténticas barreras

humanas que eran casi infranqueables y que hacían más ardua al inexperto la

tarea de ubicarse. Vieron por el camino a algún que otro personaje famoso

también presto a emprender algún tipo de aventura: un futbolista africano con

su nueva mujer y un par de críos asistido por un maletero que acarreaba su

desproporcionado equipaje, un cantante de relativo éxito a quien sólo se

recordaba por una melosa balada después de una densa carrera, aunque sus aires

fueran los de un Sinatra revivido y una popular presentadora de un programa

televisivo que se dedicaba a escarbar en las miserias de otros profesionales

como el futbolista negro o el cantante, como si estos hubieran contraído la

obligación de dispensar un peaje social por el mero hecho de haber alcanzado,

con mejor o peor fortuna, sus objetivos. Aquellos fueron los especímenes más

singulares de sus propios congéneres que fueron capaces de reconocer, y en

ellos, un futbolista, un cantante mediocre y una periodista cotilla, quedaba

tristemente condensado el sofístico Olimpo patrio, todo cuanto la gente parecía

esperar de la vida. Con esa certidumbre y mientras una turba de fanáticos

envolvía al futbolista igual que si este no fuera otra cosa que una figura

mesiánica surgida en medio del desierto urbano, prosiguieron hasta llegar a los

tres mostradores que correspondían al vuelo de la compañía El Al que debían

tomar en no menos de dos horas. Apenas les llamó la atención que allí los

viajeros no estuvieran organizados en fila india porque la ansiedad tenía la

capacidad de obnubilar ciertos aspectos de su percepción. Ni siquiera habían

advertido que el espacio correspondiente a las gestiones de facturación de

equipaje de aquella compañía se hallaba delimitado físicamente por varias

peanas de aluminio unidas entre sí por unas gruesas bandas de cinta extensible.

-Buenos días.

Dos muchachas rubias y uniformadas que la pareja supuso azafatas les

saludaron amablemente barrándoles el acceso al área restringida sin ningún

disimulo.

-Buenos días.- Correspondieron imaginando que estaban allí para facilitar a los

pasajeros toda la burocracia previa al embarque.

-¿Nos permiten los pasajes y sus pasaportes?

-Sí. Cómo no.

-¿Es su primer viaje a Israel?

-Podría decirse que es nuestro primer viaje a alguna parte.- Contestó Biel con

tono distendido habiendo interpretado que la pregunta no tenía carácter formal.

-¿Viajan juntos?

-Pues sí.

-¿Están casados?

-No.- Contestó Biel empezando a componer en su rostro un mohín de extrañeza.

-Pero son pareja.

-Eh... Sí.

-¿Y viven juntos?

-¿Estáis de broma, verdad?- Preguntó entonces Ana, que ya había empezado a

perder la paciencia como era habitual en ella en determinadas circunstancias por

una deformación de su profesión.

Las dos empleadas se miraron furtivamente y sin mediar palabra entraron

en el cerco llevándose toda su documentación. Observaron que charlaban con

un tipo que, como ellas, vestía pantalón azul marino y una camisa más clara.

Tenía la faz enjuta y olivácea y una cabellera oscura y engarbullada, abultada

como la del primer Uri Geller, que también era judío. Observaron además que

en interior de aquella área incomprensiblemente acotada del aeropuerto, todos

los pasajeros sin excepción, fuera su aspecto el que fuera, se prestaban a que

otros individuos les entrevistaran con profusión. Esto les hizo pensar que se

trataba de una circunstancia normal, pero Biel no dudó en sugerirle a su

compañera que se relajara y les dejara hacer como si se hallaran ya fuera del

territorio de Barcelona.

-No te pongas como si estuvieras negociando un convenio sindical con una

empresa. A ver si estos nos van a dejar en tierra.

Ana asintió frunciendo el ceño y reprimiendo su disconformidad, pues no

había tenido en cuenta que su viaje implicaba aceptar unas reglas del juego

ajenas a su propia realidad. El tipo del cabello peinado al estilo de Uri Geller se

encaminó hacia ellos dejando plantado a un hombre de mediana edad con quien

había estado discutiendo en hebreo. Este debía ser un ciudadano israelí que

regresaba a casa después de una vacaciones en la ciudad condal, yendo de

donde ellos venían, pero lucía sobre el pecho descamisado una reluciente cruz

de oro y ostentaba su cristianismo a través de un bocadillo por cuyos bordes

asomaban las lonchas aceitosas del jamón curado que para el otro debía

suponer, sin duda, una provocación.

Con disimulo se abrochó Biel el último botón de su camisa por si la Cruz

de Caravaca que había heredado de su abuela parecía inapropiada al otro, y

aunque solo lo hizo por precaución, no pudo evitar que su propio gesto le

avergonzara en lo más profundo de su ser.

-Buenos días.- Se presentó el muchacho con un marcado acento semítico

resultando en la distancia mucho más joven, incluso demasiado.

-¿Qué tal?¿Hay algún problema?

-No que yo sepa.-Espetó con sequedad.- Estamos aquí para ayudarles. No se

preocupen. Todo es por su bien.

-Bueno. Si es así.

-En efecto.- Afirmó revisando concienzudamente sus pasaportes.-¿Es su primer

viaje a Israel?

-Sí. Ya se lo hemos dicho a las chicas.

-¿Conocen a alguien en Israel?

-Claro que no. Bueno... Conocemos a David Broza, pero no personalmente,

claro.

-Ah, sí, David Broza. Pero este vive en Madrid, creo.- Repuso sin dejar de

mirar la documentación y el programa de viaje. -¿Han recibido algún encargo

de alguien? Algo así como un paquete o un regalo que algún conocido les haya

confiado para consignárselo a alguien o algo por el estilo.

-No, no.

-¿Qué motivo les ha impulsado a visitar nuestro país?

-Pues no sé. Ahora mismo no lo sabría decir exactamente.

-Curiosidad.- Intervino Ana.

-¿Curiosidad?

-Más o menos. Quiero decir que no hay una razón concreta como la religión o

qué sé yo.

-Sólo somos un par de turistas.

-No es lo más habitual.- Dijo mirando a Biel de soslayo sin variar un ápice el

tono. -¿Viajan ustedes juntos?

-Si.

-¿Entonces son pareja?

-Por supuesto.

-Viven juntos.

-Sí.

-¿Están casados?

-No.

-Y me han dicho que no conocen a nadie en Israel.

-No. A nadie.

-Bien, bien.- Dijo mirándoles y tamborileando los dedos delgados sobre los

papeles que sostenía, ademán que a ambos recordó al que solía caracterizar a

los agentes de tráfico cuando estos, después de inmovilizarlos sin encontrar

motivo alguno que fuera susceptible de sanción, daban la impresión de quedarse

con las ganas de romperles un piloto o el retrovisor, o de sacar un pie de rey

para, rizando el rizo, comprobar el dibujo de los neumáticos como si su

verdadero objetivo, más que preventivo, fuera recaudatorio. -Van ustedes a

disfrutar mucho de nuestro país. Estoy seguro de que les encantará. Pero con

esa ropa puede que se desintegren, porque estos días está haciendo una

temperatura insufrible.- Añadió extendiéndoles sus documentos para, a

continuación acompañarles hasta el mismo mostrador donde debían facturar su

equipaje y adquirir las tarjetas de embarque.

Luego volvió a enzarzarse con el cristiano israelí que apuraba el bocadillo

de jamón serrano sin reparos, incumpliendo adrede los preceptos del cashrut y

provocando, en consecuencia, a su imperante interlocutor.

No tenían la menor idea, pero acababan de encontrarse cara a cara con un

sabras y ni siquiera habían salido del país. Sabras era el gentilicio popular que

designaba a cuantos hubieran nacido en Israel después de 1948 porque se

suponía que, lo mismo que el cactus característico del Oriente Próximo

designado con el mismo nombre, bajo su superficie espinosa e infranqueable se

ocultaba una personalidad afable y azucarada.

Biel se sintió observado durante todo el viaje mientras Ana dormitaba

intermitentemente con la cabeza recostada sobre su hombro. Leía un artículo de

una revista acerca de los pueblos prerromanos, las tribus Íberas y la defensa

empecinada de Numancia, pero por más que se afanaba en el intento de

sumergirse en la profundidad contextual de aquellas pretéritas culturas, cada

vez que pasaba una página miraba a su alrededor sintiéndose observado por

este pasajero o por aquel, como si todos, a excepción de él y su compañera,

formaran parte del equipo de seguridad del vuelo o, peor aún, del mismísimo

Mossad.

Cinco horas después el aparato aterrizaba en el aeropuerto de Ben Gurión,

en Tel Aviv, la puerta que comunicaba al mundo con Israel, y ellos, en menos de

lo que duraba una jornada laboral, pisaban el extremo opuesto del

Mediterráneo. Recorrieron con emoción la espectacular Terminal Tres

preguntándose si, a pesar de haber contratado el servicio, habría alguien allí o

no aguardando su llegada o si bien se hallarían súbitamente perdidos en el

epicentro del Próximo Oriente. ¿Y qué carácter tendría aquel guía con quien

forzosamente iban a compartir sus pocos días de vacaciones? ¡Esperaban que al

menos no se pareciera al tipo que les había entrevistado antes de salir de

Barcelona!

Beit Sahur

-¡Hadi!¡Fuera!¡Hadi!¡Fuera!

La voz estentórea del pequeño Mohamed le llegaba amortiguada y

terriblemente distorsionada, como si fuera la de otro, por el efecto resonante de

las paredes de la galería, que se extendía más de un kilómetro por debajo de la

tierra. Hadi, estirado cuan largo era y con espacio apenas suficiente para mover

sus brazos, se detuvo extasiado depositando la piqueta y la linterna en el capazo

de esparto repleto de arena y cascotes y hundió su rostro en la tierra húmeda,

empapada por el sudor que se le desaguaba por todos los poros de la piel.

-¡Fuera!-Seguía escuchando en la lejanía.

Poco a poco fue recomponiéndose en la medida de lo posible,

recuperando el insuficiente resuello y el valor que de continuo precisaba para

que su cuerpo no se paralizara por el miedo. Luego empezó a reptar hacia atrás,

lentamente, empujando todo su cuerpo con los brazos, flexionando las piernas a

continuación y estirándose una y otra vez arrastrando el capazo hacia sí para

volver a alejarse unos centímetros. Le costaba respirar porque el oxígeno, en el

interior del estrecho túnel, era insuficiente. Por esa razón ninguno de los