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ISSN: 0313-1329 Estudios Humanísticos. Filología 37 (2015). 139-160 139 GUERRA, COMPROMISO Y AMOR: DE LA LLAMA DE ARTURO BAREA A LA NOCHE DE LOS TIEMPOS DE ANTONIO MUÑOZ MOLINA JAVIER SÁNCHEZ ZAPATERO y JESÚS GUZMÁN MORA 1 Universidad de Salamanca Resumen Este artículo propone un acercamiento entre La llama (1951), de Arturo Barea, y La noche de los tiempos (2009), de Antonio Muñoz Molina. Desde una perspectiva republicana, pero que huye de maniqueís- mos, los protagonistas y narradores de ambas obras ofrecen una visión similar de la Guerra Civil espa- ñola que denota la inuencia del libro de Barea sobre el de Muñoz Molina. Palabras clave: Guerra Civil española, Compromiso, Memoria, Antonio Muñoz Molina, Arturo Barea Abstract This essay proposes a rapprochement between La llama (1951), by Arturo Barea, and La noche de los tiem- pos (2009), by Antonio Muñoz Molina. From a republican perspective that avoids the simplication, the protagonists of bouth books show a similar view of the Spanish Civil War that denotes the inuence of Barea’s book over Muñoz Molina’s. Key Words: Spanish Civil War, Commitment, Memory, Antonio Muñoz Molina, Arturo Barea 1. La llama, tercera parte de La forja de un rebelde 2 , la trilogía de base autobiográca que Arturo Barea escribió en el exilio londinense, reconstruye el ambiente de tensión y violencia que se vivió en España –y, de forma concreta, en Madrid– en las postrimerías del régimen de la II República y los primeros años de la Guerra Civil. Tomando como punto de partida la experiencia del autor, que desarrolló durante la contienda un destacado papel al servicio de la causa republicana, la obra describe el progresivo envilecimiento del clima social en España en los meses previos al estallido bélico, la confusión que siguió al levantamiento militar del 18 de julio y la paulatina adaptación de la ciudadanía a la precariedad, el miedo y la violencia inherentes a la vida en tiempos de guerra. Al igual que en La forja y La ruta, primera y segunda parte de la saga, en La llama 1 Universidad de Salamanca. Correo: [email protected]. Recibido: 23-01-2015. Aceptado: 09-04-2015. 2 Aunque fue redactada en español, la trilogía se publicó por primera vez en inglés entre 1941 y 1956. La primera edición en castellano, aparecida en el catálogo de la editorial argentina Losada, data de 1951 y, debido a la pérdida de parte del manuscrito original, incluye algunos fragmentos traducidos de la versión inglesa. En España no se publicó hasta 1977, cuando fue incluida en el catálogo de la editorial Turner. 139

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ISSN: 0313-1329 Estudios Humanísticos. Filología 37 (2015). 139-160 139

GUERRA, COMPROMISO Y AMOR: DE LA LLAMA DE ARTURO BAREA A LA NOCHE DE LOS TIEMPOS DE ANTONIO MUÑOZ MOLINA

JAVIER SÁNCHEZ ZAPATERO y JESÚS GUZMÁN MORA1

Universidad de Salamanca

ResumenEste artículo propone un acercamiento entre La llama (1951), de Arturo Barea, y La noche de los tiempos (2009), de Antonio Muñoz Molina. Desde una perspectiva republicana, pero que huye de maniqueís-mos, los protagonistas y narradores de ambas obras ofrecen una visión similar de la Guerra Civil espa-ñola que denota la infl uencia del libro de Barea sobre el de Muñoz Molina.Palabras clave: Guerra Civil española, Compromiso, Memoria, Antonio Muñoz Molina, Arturo Barea

AbstractThis essay proposes a rapprochement between La llama (1951), by Arturo Barea, and La noche de los tiem-pos (2009), by Antonio Muñoz Molina. From a republican perspective that avoids the simplifi cation, the protagonists of bouth books show a similar view of the Spanish Civil War that denotes the infl uence of Barea’s book over Muñoz Molina’s.Key Words: Spanish Civil War, Commitment, Memory, Antonio Muñoz Molina, Arturo Barea

1.

La llama, tercera parte de La forja de un rebelde2, la trilogía de base autobiográfi ca que Arturo Barea escribió en el exilio londinense, reconstruye el ambiente de tensión y violencia que se vivió en España –y, de forma concreta, en Madrid– en las postrimerías del régimen de la II República y los primeros años de la Guerra Civil. Tomando como punto de partida la experiencia del autor, que desarrolló durante la contienda un destacado papel al servicio de la causa republicana, la obra describe el progresivo envilecimiento del clima social en España en los meses previos al estallido bélico, la confusión que siguió al levantamiento militar del 18 de julio y la paulatina adaptación de la ciudadanía a la precariedad, el miedo y la violencia inherentes a la vida en tiempos de guerra. Al igual que en La forja y La ruta, primera y segunda parte de la saga, en La llama

1 Universidad de Salamanca. Correo: [email protected]. Recibido: 23-01-2015. Aceptado: 09-04-2015.2 Aunque fue redactada en español, la trilogía se publicó por primera vez en inglés entre 1941 y 1956. La primera edición en castellano, aparecida en el catálogo de la editorial argentina Losada, data de 1951 y, debido a la pérdida de parte del manuscrito original, incluye algunos fragmentos traducidos de la versión inglesa. En España no se publicó hasta 1977, cuando fue incluida en el catálogo de la editorial Turner.

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la peripecia personal de Barea –marcada por el compromiso ideológico que determinó su participación en la contienda y por una errática vida personal sucesivamente convulsionada por el fracaso de su matrimonio y el inicio de una relación sentimental con la periodista austriaca Ilsa Kucsar– se imbrica en el entramado colectivo de la época. La obra trasciende así lo meramente autobiográfi co y personal para convertirse en un fresco histórico coral que, por encima de acontecimientos puntuales, describe el ambiente social y humano del país durante la guerra.

En 2009, más de sesenta años después de la primera edición de La llama, la editorial Seix Barral publicó La noche de los tiempos, novela en la que Antonio Muñoz Molina relata la historia de Ignacio Abel, un arquitecto que a fi nales de 1936 se ve obligado a abandonar España ante el desarrollo de los acontecimientos de la Guerra Civil. La narración comienza en la estación de Pennsylvania, donde el protagonista se dispone a tomar un tren con destino a la universidad estadounidense que le ha ofrecido un trabajo y, con ello, una posibilidad de reiniciar un nuevo proyecto vital en el exilio. Desde allí comienza a recordar el tiempo vivido en Madrid desde septiembre de 1935 a octubre de 1936, cuando trabajaba como arquitecto en la construcción de la Ciudad Universitaria y su tranquila vida burguesa se vio alterada por dos acontecimientos: en el plano personal, la aparición de Judith Biely, mujer de la que se enamora y con la que mantiene una relación adúltera que precipita el fi nal de su matrimonio; en el plano colectivo, el comienzo de la Guerra Civil española, cuyos primeros meses, llenos de violencia y horror, presencia instalado en Madrid, separado de su familia y sin olvidar sus convicciones republicanas. Gracias a su continua rememoración, y a la vuelta al pasado del tiempo de la narración a través de procedimientos analépticos, la novela presenta la vida cotidiana a mediados de la década de 1930, incidiendo primero en la situación de tensión política y violencia latente que precedió al estallido de la contienda y después en la degradación física y humana sufrida por la capital durante los primeros meses de guerra.

Además de por las evidentes coincidencias temáticas, lógicas en cualquier narración que aborde lo sucedido en Madrid durante el confl icto bélico3, La llama y La noche de los tiempos presentan numerosas similitudes, hasta el punto de que puede detectarse entre ambas una “relación hipertextual” (Genette, 1989: 14) que determina el innegable peso que en la creación de la segunda ha tenido la primera. Algunos de los críticos que se han ocupado de la novela de Muñoz Molina han señalado la infl uencia de la obra de Barea. Así, Enrique Arroyas se ha referido a cómo La noche de los tiempos sigue “la línea de la trilogía de Arturo Barea sobre la guerra civil” (2012: 20), mientras que José María Pozuelo Yvancos ha afi rmado que “entronca con La llama, de Arturo Barea” (2009). Y el propio Antonio Muñoz Molina ha llegado a manifestar que “Ignacio Abel le debe mucho a Arturo Barea, sobre todo al tercer tomo de sus memorias, La

3 En ese sentido, son múltiples las concomitancias temáticas y formales que La llama y La noche de los tiempos tienen con otras narraciones que relatan lo sucedido en Madrid en los primeros meses de la Guerra Civil, como las novelas Campo abierto (Max Aub, 1951), Madrid, de corte a cheka (Agustín de Foxá, 1938) o San Camilo, 1936 (Camilo José Cela, 1969) y las colecciones de cuentos A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (Manuel Chaves Nogales, 1937), Largo noviembre de Madrid y Capital de la gloria (Juan Eduardo Zúñiga, 1980 y 2003).

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llama (cit. en Ruiz Mantilla, 2009). En concreto, y tal como se irá desgranando a lo largo de estas páginas, pueden establecerse puntos en común entre las dos obras a nivel argumental e ideológico, así como en la construcción y evolución de los protagonistas y del espacio físico por el que se mueven. Las dos obras coinciden, además, en imbricar una trama sentimental en el violento y desconcertante contexto de la Guerra Civil.

Lejos de ser baladí, semejante infl uencia está relacionada con la admiración de Antonio Muñoz Molina por Arturo Barea, que parece trascender lo meramente literario y que ha sido manifestada a través de artículos periodísticos, declaraciones públicas y acciones como la participación en una recaudación de dinero para restaurar su lápida en el cementerio la localidad británica de Faringdon o la adquisición de la máquina de escribir con la que mecanografi ó sus textos en el exilio londinense4. En numerosas ocasiones, el autor jienense ha elogiado la actitud, comprometida y ética, que llevó al autor de La forja de un rebelde a exponer en sus obras una “angustia moral [...] atenta al desgarro de la experiencia humana concreta” (Muñoz Molina, 2008). Asimismo, ha alabado su comportamiento en la guerra, que le llevó a defender sus ideales republicanos sin dogmatismos –en las páginas de La llama, como se verá más adelante, hay críticas a los desmanes y la violencia indiscriminada con la que actuaron muchos milicianos, así como a la desorganización que imperó en buena parte de la administración republicana– y a continuar en Madrid “como voluntario de la guerra contra los fascistas” (Barea, 2010: 288) cuando el gobierno republicano se había trasladado a Valencia y la caída de la capital parecía inminente. De todas las obras de Barea, ha sido La llama la que ha merecido una valoración más positiva por parte de Muñoz Molina, que la ha defi nido como el “testimonio atroz, contado por un socialista intachable, de los crímenes sin justifi cación que se cometieron en Madrid entre el verano y el otoño de 1936” (Muñoz Molina, 2008) y de la que ha destacado cómo su autor no pone “sus prejuicios ideológicos o sus lealtades políticas por encima de la torturada decisión de contar la verdad, lo que había visto con sus ojos” (Muñoz Molina, 2008).

4 La defensa de la fi gura y la obra de Arturo Barea no ha sido la única que ha llevado a cabo desde su posición referencial en el campo literario Antonio Muñoz Molina, que también ha contribuido a la reivindicación de otros autores del exilio republicano español como Manuel Chaves Nogales, José Moreno Villa o Max Aub –a quien, de hecho, dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia Española. No en vano, la recuperación del legado artístico e intelectual de los autores afi nes al régimen de la II República que tuvieron que abandonar España después de la Guerra Civil ha sido constante tanto en la producción narrativa de Muñoz Molina –además de en La noche de los tiempos aparece, por ejemplo, en Beatus Ille (1986)– como en sus ensayos y artículos de opinión. El escritor ha llegado a afi rmar que “la cultura española [no podrá] lograr su verdadera plenitud si no recobra la tradición abolida en 1939, la herencia intelectual y cívica que representan con tal exactitud los escritores [exiliados]” (Muñoz Molina, 2004: 87). Sin abogar por una reivindicación mitifi cadora, su actitud memorialista está relacionada con su concepción de la II República como un “proyecto político, cultural y social que venía [...] de una idea liberal, de la Institución Libre de Enseñanza o de personajes que estaban en la Junta de Ampliación de Estudios, como Ramón y Cajal, que con eso impulsa una formación europeísta de la que después vienen Negrín, Antonio Machado, Ortega y Gasset, Francisco Ayala...” (Muñoz Molina cit. en Ruiz Mantilla, 2009). De este modo, su pretensión “no es [evocar] un pasado mítico que nunca existió, sino la universidad y el ambiente intelectual español de fi nales de la República, de los más ricos de Europa en aquel momento” (Oropesa, 1999: 46).

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2.

A pesar de las analogías que pueden establecerse entre La llama y La noche de los tiempos, cualquier análisis comparativo entre ambas ha de partir de sus diferencias formales y pragmáticas. La primera está relatada por un narrador homodiegético con focalización interna cuyo punto de vista se identifi ca con el del propio Barea y presenta una estructura temporal lineal, mientras que en la segunda la historia es transmitida por un narrador heterodiégetico omnisciente que altera frecuentemente el tiempo de la narración a través de diversas anacronías y que, como ha advertido Sanz Villanueva, “asume la voz refl exiva del propio autor” (2009). Se trata de dos obras que, además de haber sido escritas en dos épocas históricas –y contextos literarios– diferentes, surgen de un disímil proceso compositivo. Mientras que Barea se basó en sus recuerdos y experiencias personales para trazar una crónica personal y colectiva de lo ocurrido en Madrid en los meses inmediatamente anteriores y posteriores al Golpe de Estado del 18 de julio, Muñoz Molina tuvo que recurrir a una intensa labor de documentación, a través de periódicos y testimonios personales escritos en aquel periodo, para recrear lo sucedido en la capital durante los primeros meses de guerra. En consecuencia, La llama ha de inscribirse dentro de la categoría de las “novelas del yo”, variante de la autofi cción con la que Manuel Alberca se ha referido a las “narraciones que mantienen una relación ambigua con respecto a lo real y a lo vivido” (2007: 61), mientras que La noche de los tiempos se inscribiría en el subgénero narrativo de la novela histórica.

La imposibilidad de considerar la obra de Barea –y, por extensión, toda la trilogía en la que se enmarca– como un texto estrictamente autobiográfi co reside en la ambigüedad que habitualmente ha rodeado su recepción. El autor siempre se refi rió a La forja de un rebelde como rigurosamente autobiográfi ca –y más exactamente, como “libros de memorias, por retratar más lo colectivo que lo individual” (Barea cit. en De Villena, 2001: 5)– y, de hecho, formalmente las obras que integran la trilogía mantienen evidentes analogías con los textos autobiográfi cos: uso de la primera persona; identidad nominal entre autor, personaje y narrador; recurrencia a expresiones como “yo lo he visto” o “es verdad” para reforzar el compromiso de la referencialidad de lo narrado; presencia de personajes y situaciones reales y verifi cables, etc.5 Además del propio Barea, todos los personajes que aparecen en la obra se corresponden con seres reales. Aunque muchos de ellos son anónimos, otros son conocidos y, por tanto, su existencia ha podido ser empíricamente demostrada. Es el caso, por ejemplo, de la periodista Ilsa Kucsar; de los políticos Luis Rubio Hidalgo, Constancia de la Mora o Julio Álvarez del Vayo o de los periodistas internacionales Louis Delaprée, Sefton Delmer o Mijail Koltsov. Los escenarios por los se mueven estos personajes son espacios reales de la ciudad de Madrid a los que se alude de forma explícita, mencionando nombres de

5 De hecho, se han referido a la obra como autobiografía autores como Brown –quien ha señalado que la trilogía de Barea “no tiene nada de novela” (1983: 224)–, Ponce de León –que ha afi rmado que “lo autobiográfi co no está disfrazado bajo ninguna fi cción literaria” (1971: 61)–, Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala –que la han defi nido como “crónica” (2000: 28-39)–, o Rodríguez Richart –para quien La forja de un rebelde está formada por “fragmentos de la autobiografía” (1989: 225) de su autor. En cambio, para Marra-López, “es difícil precisar qué hay de real y qué de inventado en la obra”, a la que se ha referido como híbrido “novelesco-autobiográfi co” (1963: 289).

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calles y características físicas de edifi cios, confi rmando con ello su valor referencial. Asimismo, la recreación de la vida cotidiana en el Madrid sitiado de la guerra se corresponde con el desarrollo diacrónico de los acontecimientos, tal y como ha sido corroborado por los principales estudios historiográfi cos sobre la contienda.

Sin embargo, y probablemente por la importancia el aparato paratextual, que ha tendido a presentar la obra como novela –así se la denominaba en la cubierta de la primera edición en castellano, publicada en 1951 por la editorial argentina Losada en la colección “Los grandes novelistas de nuestra época”–, y por la continua inclusión de Barea en el grupo de novelistas del exilio junto a Ramón J. Sender, Max Aub o Manuel Andújar en los ámbitos académicos y científi cos, la trilogía tradicionalmente ha sido considerada como una narración fi ccional. Por tanto, La llama es percibida por los lectores como una novela histórica, una novela autobiográfi ca o una novela testimonial, lo que explica que nadie deslegitime la lectura si topa con un dato inexacto –algo totalmente inadmisible en una autobiografía– y, en consecuencia, que el autor quede “liberado de responsabilidad de sumisión a las pruebas de verifi cación” (Soldevila Durante, 2001: 87-88). Más allá de la exactitud referencial, por tanto, obras como la de Barea reclamarían lo que Georg Lukács defi nió en su estudio sobre narrativa histórica como “fi delidad histórica”, basada en la “reproducción literaria de las necesidades históricas, [ante las que] poco importa que algunos hechos o detalles no correspondan con la verdad histórica” (1971: 66). Su recepción sería análoga, pues, a la denominada por Alberca como ambigua, en la medida que, sin implicar una lectura fi ccional, tampoco mantiene todas las características de interpretación de los textos autobiográfi cos.

A la imposibilidad de determinar la exacta referencialidad de lo leído en La llama, y la consiguiente ambigüedad que despierta su recepción, también contribuye su relación con Valor y miedo (1938), la colección de cuentos que Arturo Barea escribió sobre la Guerra Civil, tradicionalmente interpretada por la crítica como “testimonios [...] basados en su propia experiencia” (Soldevila Durante, 2001: 402) en los que “el tema [impone] sus tiránicas leyes a la literatura, y no a la inversa” (Trapiello, 1994: 282). Catorce de los textos que forman la compilación aparecen “generalmente resumidos y concentrados en unas pocas líneas” (Rodríguez Richart, 1989: 227) en La llama, que incluye idénticos acontecimientos, personajes y escenarios. A pesar de que se ha considerado que la última parte de la trilogía de Barea “es una confi rmación y complementación de las narraciones de Valor y miedo en un contexto a veces más amplio y explícito, con antecedentes y consecuentes” (Rodríguez Richart, 1989: 227), lo cierto es que “la correspondencia entre las dos versiones de los mismos hechos y los detalles de los personajes [...] no es casi nunca idéntica” (Soldevila Durante, 2001: 402-403). Aunque las variaciones entre lo relatado en las dos obras son mínimas y afectan más a detalles superfi ciales que a la propia naturaleza de los hechos, da la sensación de que en La llama algunos acontecimientos reales, presenciados o conocidos por Barea durante la guerra, son ligeramente modifi cados para encajar en el desarrollo de la historia narrada, sin que semejante intención creativa menoscabe su voluntad de ser verídico y veraz en el relato.

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Ahora bien, al basarse en lo vivido y experimentado por su autor durante la Guerra Civil, La llama asume dos características recurrentes de la literatura del exilio –y, en concreto, de la diáspora republicana española. Por un lado, relatar la propia vida ha de relacionarse con el lógico sentimiento de nostalgia inherente a todo exiliado, pues escribir es, de algún modo, volver al país del que se ha sido expulsado y al que se ansía regresar6. Por otro, la obra se relaciona con la labor de resistencia contra los discursos hegemónicos que llevan a cabo quienes permanecen forzosamente alejados de su patria. No en vano, Josebe Martínez ha llegado a señalar que el recuerdo para el exiliado “trasciende claramente la mera recolección y reproducción de datos pasados, siendo una posición ideológica frente al olvido y el desentendimiento histórico nacional” (1998: 328). De ese modo, el hecho de que Barea se centre en lo sucedido en la Guerra Civil –desde los meses inmediatamente anteriores a su comienzo hasta 1938, cuando el autor abandonó el país– permite a su obra presentar una interpretación de la contienda bélica diferente a la que estaba siendo difundida desde el régimen franquista. Frente a la legitimación del golpe de Estado como medio para restituir el orden y los valores tradicionales en la sociedad española, la tercera parte de La forja de un rebelde denuncia las penurias por las que hubo de pasar la ciudadanía madrileña durante el confl icto, sometida a los bombardeos de la aviación franquista y al aislamiento que conllevó el asedio militar. Así, Barea se une al amplio listado de narradores de la literatura del exilio republicano español que, partiendo en muchas ocasiones de vivencias personales, evocaron lo sucedido en la contienda bélica, como Ramón J. Sénder (El rey y la reina, 1948; Réquiem por un campesino español, 1953 o Los cinco libros de Ariadna, 1957), José Ramón Arana (El cura de Almuniaced, 1952), Esteban Salazar Chapela (En aquella Valencia, 1960), Max Aub (Campo cerrado, 1943; Campo de sangre, 1945; Campo abierto, 1951; Campo del Moro, 1963; Campo de los almendros, 1968), Mercé Rodoreda (La plaza del diamante, 1962) o Paulino Masip (El diario de Hamlet García, 1942).

En el caso de La noche de los tiempos, la adscripción a la categoría de novela histórica plantea menos problemas, puesto que las características de la obra coinciden con las habitualmente señaladas como defi nitorias de este subgénero narrativo. La novela, siguiendo con los preceptos establecidos por Lukács, “tiene como propósito principal ofrecer una visión verosímil de una época histórica [...], de forma que aparezca una visión verosímil de una cosmovisión realista de sus sistema de valores y creencias” (1971: 132). El propio Muñoz Molina ha señalado que, en su reconstrucción de la realidad pretérita, le interesaba “ponerse en la piel de las personas que vivieron esas circunstancias en el Madrid de 1936: qué llevaban en los bolsillos, cómo era un billete de tranvía, la entrada del cine, la servilleta que te ponían en un café, qué tipo de postales se escribían, cómo vivían su sexualidad, cómo vestían, qué veían al realizar un trayecto en taxi por la Gran Vía...” (Muñoz Molina cit. en Ayén, 2009: 32). Santos Sanz Villanueva ha llegado a señalar que la novela “trata de cómo eran los españoles

6 Marra López explicó la vinculación entre exilio y nostalgia aludiendo a que “el tiempo pasado es el de mayor signifi cación para el narrador [exiliado], el único que verdadera y realmente [...] está unido a la patria, la verdadera vida con sentido y esperanza, lúcida y con un cierto orden” (1963: 98). Por su parte, Michael Ugarte ha señalado que “es fácil comprender la necesidad por recordar si tenemos en cuenta que la existencia del desterrado depende de los recuerdos pasados” (1999: 26).

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y su sociedad en el tiempo de la República [...] metiéndose dentro de la piel de un ciudadano de entonces” (2009).

Como es habitual en las narraciones históricas, en La noche de los tiempos se combinan sucesos y personajes de base real con peripecias fi cticias, con lo que la referencialidad de lo narrado en la novela apunta a un doble modelo de mundo: uno histórico y verifi cable –al que pertenecerían personajes como Juan Negrín, José Moreno Villa, Rafael Alberti o Pedro Salinas, y acontecimientos como el proceso de construcción de la Ciudad Universitaria o la evolución de la guerra en Madrid– y otro imaginario pero verosímil –formado por seres fi cticios como el propio Ignacio Abel y su entorno familiar, así como por el desarrollo de sus vidas y relaciones–. Se sigue así con la tendencia habitual de este tipo de narraciones, que suelen plantear “explícitamente su conexión con los materiales históricos” al tiempo que presentan “rasgos formales, temáticos y pragmáticos específi cos que hacen posible distinguirla[s] tanto de las narraciones históricas como de otras clases de fi cción” (Fernández Prieto, 1998: 179). De ese modo, lo histórico y lo fi cticio se funden, haciendo así que un protagonista fi cticio como Ignacio Abel se mueva por un espacio físico y humano que se corresponde con la realidad del Madrid de la década de 1930; presencie acontecimientos históricos como, por ejemplo, los disturbios y enfrentamientos callejeros que se produjeron en Madrid tras los atentados contra José Calvo Sotelo y el teniente Castillo; o converse con personajes identifi cados con seres reales como Juan Negrín o José Bergamín.

Además de relacionarse con otras novelas de Muñoz Molina en las que se observa su interés por el pasado reciente español –y, en concreto, por la Guerra Civil– como Beatus Ille o El jinete polaco (1991), La noche de los tiempos ha de inscribirse en un movimiento de la narrativa española contemporánea que, habitualmente denominado como “literatura de la memoria”, se ha dedicado a relatar lo acontecido durante la contienda bélica y el posterior régimen franquista7. Semejante tendencia ha de ser encuadrada dentro de un contexto social y cultural en el que, como ha señalado Txetxu Aguado, “el debate sobre la memoria, y su opuesto el olvido, ha ocupado buena parte de la producción cultural [...] y el espacio público” (2010: 19). Más allá de las evidencias de que la contienda “constituye todavía un referente fundamental en la mayoría de quienes tienen uso de razón cultural en España” (Mainer, 2006: 11) y de que la reivindicación de la memoria se ha convertido en “una de las nuevas señas de identidad de Europa” (Judt, 2005: 811), lo que distingue a este grupo de novelas es su voluntad de recuperar pasajes de la historia reciente no demasiado transitados

7 Sin ánimo de exhaustividad, de la importancia que el tema de la memoria ha adquirido en la literatura española dan fe títulos como Maquis (Alfons Cervera, 1997), El lápiz del carpintero (Manuel Rivas, 1998), La mala memoria (Isaac Rosa, 1999 –reelaborada en 2007 como ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!-), Días y noches (Andrés Trapiello, 2000), Soldados de Salamina (Javier Cercas, 2001), La voz dormida (Dulce Chacón, 2002), Las trece rosas (Jesús Ferrero, 2003), Los girasoles ciegos (Alberto Méndez, 2004), Los rojos de ultramar (Jordi Soler, 2004), Enterrar a los muertos (Ignacio Martínez de Pisón, 2005), Mala gente que camina (Benjamín Prado, 2006), Camino de hierro (Nativel Preciado, 2007), Inés y la alegría (Almudena Grandes, 2010), Donde nadie te encuentre (Alicia Giménez Bartlett, 2011), etc., que han convertido en tendencia el tratamiento de una problemática ya aparecida en algunos títulos durante la primera década de la democracia, como Luna de lobos (Julio Llamazares, 1985), El pianista (Manuel Vázquez Montalbán, 1985) o la propia Beatus Ille.

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ISSN: 0313-1329146 Estudios Humanísticos. Filología 37 (2015). 139-160

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por el discurso hegemónico, en especial los relacionados con la violentísima represión que el franquismo llevó a cabo durante la Guerra Civil y la dictadura, al ceder el protagonismo a los vencidos, otorgándoles así la voz que el régimen les intentó arrebatar y reivindicando su presencia –y con ella, la de la memoria republicana- en la confi guración del relato histórico. Tal y como ha señalado Malva Filer, la recreación artística de la realidad que efectúan estos relatos se convierte en “espacio privilegiado para la creación de visiones del pasado que completan, originan y contraponen a la verdad historiográfi ca” (1998: 159) .

3.

Los protagonistas de La llama y La noche de los tiempos presentan evidentes analogías en su trayectoria vital, más allá de las que les sitúan en el mismo contexto histórico y espacial. Algunas son anecdóticas, como el pasado militar en Marruecos que ambos comparten –Barea participó de forma activa en la guerra, tal y como relató en La ruta, mientras que Abel cumplió con su servicio militar en una ofi cina–, pero otras tienen gran trascendencia en su confi guración como personajes. Así, los dos consiguen, a pesar de provenir de entornos humildes, ascender en la escala social hasta llegar a ocupar una destacada posición gracias a su actividad profesional –trabajando en una ofi cina de patentes Barea y como arquitecto Abel– y, en el caso del protagonista de Muñoz Molina, a su matrimonio con Adela, integrante de una pudiente familia madrileña con la que se traslada a vivir al lujoso barrio de Salamanca. Sus modestos orígenes, intensifi cados por el hecho de haberse quedado huérfanos de padre desde muy pequeños, aparecen en los textos al referirse Barea en el primer tomo de su trilogía a las estrecheces económicas sufridas durante su infancia, manifestadas tanto en la descripción de la espartana buhardilla en la que vive en el barrio de Carabanchel como en la insistencia obsesiva con la que, ya desde niño, deseaba progresar en el mundo laboral para permitir a su madre abandonar su trabajo de lavandera en el río Manzanares. En La noche de los tiempos, por su parte, se alude a la genealogía del personaje, al que se presenta como “hijo de un maestro de obras socialista y de una portera de la calle Toledo” (Muñoz Molina, 2009: 216). La vinculación entre los dos protagonistas se hace aún más explícita cuando el narrador se refi ere a los prejuicios con los que los compañeros de la Escuela de Arquitectura observan a Ignacio Abel, cuya “madre había sido portera o algo peor aún, lavandera en el Manzanares (lo había sido de muy joven, mucho antes de que naciera él)” (Muñoz Molina, 2009: 716).

La posición social que adquieren no es óbice para que los dos mantengan fi rmes sus convicciones ideológicas, que les llevan a apoyar a formaciones de izquierda y, consecuentemente, a defender la legitimidad del régimen de la II República al estallar la guerra. De hecho, ambos están afi liados a la Unión General de Trabajadores, y Abel también al Partido Socialista Obrero Español, como su padre –evidenciando así que los orígenes humildes y la tradición familiar infl uían, y mucho, en su adscripción política–. Las convicciones políticas de los dos personajes, así como su defensa de la legitimidad del régimen republicano –cuya labor en pos de la igualdad social y la modernización de

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España ambos reconocen y elogian–, provocan su toma de partido durante la Guerra Civil. En las páginas de La llama, Barea llega a reconocer que “no podía continuar al margen de los acontecimientos” y que “sentía el deber y tenía la necesidad de hacer algo” (2010: 220), lo que le lleva a desarrollar cuatro actividades diferentes al servicio de las fuerzas republicanas: instructor de milicianos –aprovechando su experiencia como combatiente en la Guerra de Marruecos–, censor en el servicio de prensa extranjera, censor en la radio y locutor del programa “La voz incógnita de Madrid”8. De todos estos trabajos, el que más importancia revistió fue el que, gracias a su conocimiento de idiomas –hablaba con fl uidez el francés y entendía el inglés–, desarrolló en la Sección de Prensa y Propaganda del Ministerio de Estado como censor de las noticias que los corresponsales extranjeros enviaban a sus periódicos, al que se incorporó en octubre de 1936. Desobedeciendo las consignas de sus superiores, que antes de partir con el resto de autoridades republicanas a Valencia le ordenaron abandonar el trabajo, Barea decidió mantenerse en la ofi cina de prensa. Aunque su confi anza en las posibilidades de resistencia de Madrid era mínima –y su consciencia de que sufriría las represalias del ejército franquista, absoluta–, continuó en la ciudad luchando por la República. De este modo, se convirtió en el máximo responsable del departamento de prensa extranjera en Madrid, viendo cómo a la ofi cina se incorporaban nuevos colaboradores como Ilsa Kucsar, voluntaria austriaca que aportó su don de lenguas –además de alemán y español, hablaba inglés, francés, checo y húngaro– y su experiencia en los servicios de propaganda del Partido Socialista de su país. Barea y Kucsar, que terminarían por enamorarse e iniciar una sólida relación sentimental que se mantuvo hasta su muerte, desarrollaban su trabajo en frenéticas jornadas, a veces de más de veinticuatro horas ininterrumpidas, en las que no era inusual que se vieran sorprendidos por el estallido de bombas en los alrededores del edifi cio de la Telefónica, en plena Gran vía, donde estaba situada su ofi cina9. En La llama, de hecho, Barea confi esa haber aguantado aquellas condiciones “a fuerza de café negro, espeso, y coñac [...], borracho de fatiga, café, coñac y preocupación” (2010: 308).

Frente al destacado papel de Barea en la contienda, Ignacio Abel adopta una actitud más pasiva, que no es óbice para que jamás esconda sus convicciones

8 Según Trapiello (1994: 63), entre los escritores que se encontraban en Madrid al inicio de la guerra pueden establecerse tres grupos en función de la postura adoptada: “uno, formado por aquellos que estaban abiertamente a favor de la República, representó lo que se vino a llamar la ‘España leal’. Otro grupo, muy numeroso, lo formaron aquellos que de una manera habilidosa lograron soslayar compromisos políticos directos, y evitaron signifi carse. Dentro de este grupo, están los que terminaron saliendo de España [...] y los que [...] esperaron al fi nal de la guerra y decidieron quedarse, porque su discreción no les hacía temer depuraciones ni represalias. Y en tercer lugar, y por último, los que tuvieron que refugiarse en embajadas o evadirse del Madrid republicano, ya que su pública adscripción al bando de los sublevados o su oposición al de los republicanos (que no tenía por qué coincidir) les habría llevado a la cárcel o a la checa y al eventual paseo”. Barea, evidentemente, ha de ser incluido en el primer grupo.9 Construido durante la década de 1920 a imagen y semejanza de los grandes rascacielos neoyorquinos, el edifi cio era en aquella época el de mayor altura de toda España. Varios capítulos de La llama transcurren en su interior, mientras que en La noche de los tiempos hay varias menciones al edifi cio. En una de ellas, uno de los personajes de la novela se refi ere a él como una “catedral” y un “símbolo” (Muñoz Molina, 2009: 143).

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republicanas –alabadas por José Bergamín, quien lo califi ca de “republicano cabal” (Muñoz Molina, 2009: 725)– y evidenciadas en su admiración por Juan Negrín y en su defensa del laicismo. En todas las conversaciones sobre política que se incluyen en la novela, el protagonista muestra sin reparos su defensa del régimen republicano y su condena a la actitud de las tropas sublevadas, como puede observarse en el pasaje en el que ante Víctor –su cuñado falangista-, no duda en defender la legitimidad del gobierno republicano, “más de fi ar que una banda de militares perjuros” (Muñoz Molina, 2009: 633). No en vano, Justo Serna ha llegado a defi nir al protagonista de la novela como “un reformador, alguien que confía en el progreso modesto de las cosas, en la edifi cación y en la calefacción, en la mejora y en el avance” (2009), y que, en cierto modo, puede ser interpretado como un símbolo de la II República. Así lo ha manifestado el propio Muñoz Molina, que afi rmó en una entrevista que “Ignacio Abel pertenece a ese mundo [republicano], el de la modernización social de España” (cit. en Ruiz Mantilla, 2009). No se ha de olvidar, en ese sentido, que uno de los objetivos políticos que persiguió el régimen republicano desde su instauración en 1931 fue el de, precisamente, “llevar a las gentes, con preferencia a las que habitan en localidades rurales, el aliento del progreso y los medios de participar en él, en sus estímulos morales y en los ejemplos del avance universal, de modo que los pueblos todos de España, aún los apartados, participen de las ventajas y goces nobles reservados hoy a los centros urbanos”, tal como se expuso en el “Decreto de creación del Patronato de Misiones Pedagógicas” de 1931. El mismo espíritu del texto legal parece bullir en el trabajo de Ignacio Abel como arquitecto de la Ciudad Universitaria –obra destinada, más allá de la construcción física, a transformar cultural e intelectualmente el país–, así como en las palabras con las que critica la situación social y económica del país –“no tomes por exotismo lo que es sólo atraso [...]: a los españoles nos ha tocado la desgracia de ser pintorescos” (Muñoz Molina, 2009: 195), afi rma en un diálogo-; o en las del narrador omnisciente cuando desvela que el protagonista cree necesarias para el progreso “la buena alimentación, la leche diaria en las escuelas para fortalecer los huesos de los hijos de los pobres, las viviendas espaciosas y aireadas, la educación higiénica para que las mujeres no se cargaran de hijos” (Muñoz Molina, 2009: 42).

Una de las escasas ocasiones en las que Abel se ve obligado a implicarse activamente en el confl icto se produce cuando Bergamín –al que el autor protagonista conoce, al igual que a otros escritores, desde antes de la guerra por su presencia habitual en ambientes intelectuales como los que se daban cita en las actividades de la Residencia de Estudiantes, de las que era asiduo– le requiere para acompañar a un grupo de milicianos en una misión a Illescas con el objetivo de salvar un retablo que contiene varios cuadros de El Greco. La misión no se puede completar, ya que en el camino un autobús que se dirige al asedio del Alcázar de Toledo es bombardeado, por lo que se ven obligados a retornar a Madrid mientras observan dantescas escenas de destrucción y barbarie que el narrador de La noche de los tiempos describe con minuciosidad. Curiosamente, Toledo está muy presente en La llama, tanto por los orígenes toledanos de la madre de Barea y por su residencia temporal en la localidad de Novés, como por su desplazamiento hasta la capital de la provincia dos veces durante

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la guerra para llevar a cabo una misión que terminó también por resultar infructuosa. En su primer viaje acude a la fábrica de armas de Toledo para solicitar unas granadas para distribuirlas entre los milicianos de Madrid y describe el asedio del Alcázar; en el segundo, cuando acudía a recoger el material armamentístico encargado, se ve obligado a retroceder hacia Madrid cuando observa el avance de los sublevados y el repliegue de los republicanos tras la toma de la ciudad por las tropas sublevadas.

Lejos de centrarse únicamente en la guerra, en las dos obras el tiempo de la narración se retrotrae a los meses inmediatamente anteriores al 18 de julio de 1936, mostrando así el ambiente de confl ictividad social y política que se vivía en España. Las refl exiones de los dos protagonistas ante lo que está ocurriendo en el país parecen anticipar el estallido de la contienda. Ambos coinciden en señalar la tensión entre clases sociales –representada en el enfrentamiento que opone a los terratenientes y los empresarios con los trabajadores– como una de las causas estructurales y remotas del confl icto. En La llama, Barea advierte la división y la desigualdad sociales en Nogués al observar cómo el pueblo estaba dominada por un cacique, dueño de buena parte de las casas y las explotaciones agrícolas, que se negaba a emplear a aquellos obreros y agricultores que pedían una mejora en sus condiciones laborales, llegando incluso a la dramática paradoja de dejar a “la gente sin trabajo y las tierras abandonadas” (Barea, 2010: 67). Paradigmático ejemplo de la violencia latente que subyacía a las relaciones entre las diferentes capas sociales del país es el pasaje en el que Barea acude al casino de obreros de Nogués, donde es observado con suspicacia por los parroquianos por su apariencia burguesa. Algo similar le ocurrirá a Ignacio Abel en La noche de los tiempos, cuando, acompañado de Eutimio, uno de los capataces de las obras de la Ciudad Universitaria en las que trabaja como arquitecto, se adentra en el barrio obrero de Cuatro Caminos y es examinado “de arriba a abajo sin disimulo y también sin simpatía” (Muñoz Molina, 2009: 398). Precisamente en la conversación que tienen en el trayecto hacia allí, Abel y Eutimio charlan sobre la situación de España a principios de 1936, criticando, como Barea, la actitud de los terratenientes que “pisan a las personas y luego se escandalizan si el que han pisado se revuelve y les muerde”, y observando con cautela cómo, ante la desigualdad social del país, “cosas muy tremendas pueden ocurrir” (Muñoz Molina, 2009: 388 y 393)10. Que la situación del país había llegado en el primer semestre de 1936 a una situación insostenible lo evidencia que en La noche de los tiempos aparezca un diálogo en el que la familia política del protagonista, de inclinaciones falangistas, señale que “después de un gran baño de sangre la cosa comenzaría a enderezarse en España” (Muñoz Molina, 2009: 500), poniendo con ello de manifi esto que todos los españoles, independientemente de su posición social e ideológica, preveían el confl icto que se avecinaba11.

10 En esa conversación, Eutimio se refi ere a la necesidad de una revolución social que acabe con la desigualdad en España en términos muy parecidos a los que utiliza Ángel, uno de los personajes de La llama (Muñoz Molina, 2009: 386-402 y Barea, 2010: 143-144).11 En el Madrid prebélico en el que aparecen los dos personajes al comienzo de la historia se produce uno de los acontecimientos que desencadenó el estallido de la Guerra Civil: la cadena de atentados que acabó con las vidas del Guardia de Asalto José del Castillo Sáenz de Guevara y del político José Calvo Sotelo en la noche del 12 de julio de 1936. En La llama, Barea, tras ser informado del asesinato del

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4.

Tanto La llama como La noche de los tiempos retratan el espacio físico y humano de Madrid en los primeros compases de la Guerra Civil a partir de la peripecia individual de dos protagonistas, con lo que la lectura de las obras permite observar cómo la capital fue pasando del sentimiento de euforia con que se vivió el derrocamiento del golpe de Estado y la resistencia ante las embestidas de las tropas franquistas al hastío y la desesperación provocados por el hambre, la destrucción, los confl ictos internos del gobierno republicano y, sobre todo, la constatación de que la guerra se iba decantando hacia la victoria del bando sublevado. De este modo, las obras recogen el espíritu de fervor popular con el que se vivió lo que Antonio Machado defi nió como la “heroica y abnegada defensa”12 de la ciudad, de la que nació el mito del Madrid del “¡no pasarán!”, convertido con el paso del tiempo en icono totémico para los republicanos. Barea y Muñoz Molina, de hecho, relatan el entusiasmo con el que se vivió la toma del Cuartel de la Montaña, en los días inmediatamente posteriores al golpe de Estado del 18 de julio; el optimismo que produjo en la ciudadanía la llegada de las primeras unidades de las Brigadas Internacionales, instaladas en los frentes que rodeaban Madrid desde la segunda semana de noviembre; el efecto de la propaganda que, a través de carteles, canciones, discursos radiofónicos y mítines públicos, intentaba infundir ánimos y transmitir fe en la victoria; el sentimiento, a medio camino entre la sed de venganza y el miedo a las represalias, con el que se recibían las noticias del avance de las tropas franquistas; la violenta represión que se llevó a cabo contra religiosos, conservadores, quintacolumnistas y, en general, cualquier sospechosos de simpatizar con el bando nacional; el traslado del gobierno a Valencia que, lejos de infundir derrotismo, convenció al pueblo de la necesidad de seguir luchando con dignidad; la convicción de que la guerra iba a ser una etapa larga que iba a obligar al pueblo a sobrevivir en condiciones casi infrahumanas, etc. Las dos narraciones exponen las nuevas rutinas de la población madrileña, convertida en una multitud aterrorizada que se resguardaba en las estaciones de metro, convertidas en improvisados refugios antiaéreos, al mismo tiempo que se acostumbraba a vivir entre cascotes y cadáveres, y sufría el hambre y la

dirigente conservador por uno de los empleados de la ofi cina de patentes, relaciona inmediatamente lo ocurrido con el asesinato del integrante del cuerpo policial republicano. Además de interpretarlo como una venganza, advierte de las peligrosas consecuencias que se pueden desencadenar. “La única cuestión era si aquello iba a convertirse en la mecha que incendiaría el barril de pólvora” (Barea, 2010: 171), afi rma en una refl exión que, evidentemente, guarda gran relación con el título de la última parte de su trilogía. Por su parte, Muñoz Molina combina las dos acciones mediante extractos pertenecientes a una serie de textos informativos en los que se intercalan referencias a los asesinatos con fragmentos de otras noticias de la época sin aparente relación. El propio narrador de la novela advierte de la peculiaridad del modo de introducir en el relato los atentados –caracterizado formalmente por el uso de la frase corta y la aparente ausencia de coherencia y linealidad– al señalar que “en los libros de historia [...] los hechos se suceden como cadenas inapelables de causas y efectos; [...] en el presente puro, todo es una agitación minuciosa, un aturdimiento de voces que se superponen, de páginas de periódicos pasadas apresuradamente” (Muñoz Molina, 2009: 584-585). 12 “En España lo mejor es el pueblo. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo”. Fragmento de una carta enviada durante la guerra al escritor ruso David Vigodsky y publicada en abril de 1937 en Hora de España.

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miseria debido a la escasez de alimentos y los problemas de abastecimiento. El paisaje urbano de la capital comenzaba a sentir los efectos devastadores de la guerra, no solo por el impacto de las bombas y la consiguiente destrucción de casas, la construcción de barricadas y los cambios de función de algunos edifi cios –como el hotel Palace, convertido en hospital–, sino también por el abigarramiento de una sociedad en la que, junto a los milicianos que acudían al frente y los trabajadores que seguían desarrollando su actividad, convivía una ingente masa de refugiados que huían de los franquistas. Procedentes de diversas zonas rurales de Extremadura y del sur de Madrid, vagaban por la ciudad con todas sus pertenencias a cuestas, rebaños de ganado incluidos, y se instalaban en algunas de las propiedades incautadas por las autoridades republicanas a los simpatizantes del enemigo.

Durante la guerra, los dos personajes comparten su rechazo por el ambiente de violencia indiscriminada que se vive en Madrid, germen del proceso de degradación física y moral que afecta a la ciudad. Por un lado, en las dos obras se muestra cómo el espacio urbano estaba siendo sometido a un continuo proceso de destrucción. En La llama hay numerosas descripciones de los destrozos –y de las muertes– provocadas por las explosiones en el centro de la ciudad, al que Barea había de desplazarse diariamente para trabajar en el rascacielos de la Telefónica, en la Gran Vía. El narrador y protagonista confi esa su miedo ante el peligro que suponía “tener que cruzar solo la Gran Vía”, así como su desesperación y su “sentimiento de impotencia personal frente la tragedia” (2010: 342):

Todo a mi alrededor era destrucción, repugnante y asquerosa como una araña pisada; y era la destrucción de un pueblo; la destrucción bárbara de un rebaño de gentes, azotadas por el hambre, por la ignorancia y por el miedo de ser, sin saber por qué, espachurradas, destruidas (Barea, 2010: 342).

En La noche de los tiempos también se muestra cómo las bombas cambiaban el paisaje de la capital a su antojo, llegando en cualquier momento y sin previo aviso, como cuando sorprenden a Ignacio Abel en una de las bocas de metro de, precisamente, la Gran Vía “perdido como entre dos desfi laderos de negrura, pisando cristales rotos, tropezando en escombros, viendo sombras asustadas en los quicios de las puertas” (Muñoz Molina, 2009: 925). El dantesco panorama de la ciudad sitiada y bombardeada en que se convirtió Madrid durante la guerra que muestra Muñoz Molina es muy similar al que describió Barea. Así, mientras el primero se refi ere a cómo durante la contienda “las sirenas volvieron ininteligible el estruendo: aviones enemigos, volando bajo y eligiendo sin prisas los objetivos de sus bombas en una ciudad sin más defensas antiaéreas que los disparos insensatos de fusiles y hasta de pistolas contra los junkers alemanes” (Muñoz Molina, 2009: 738), el segundo afi rmó que la ciudad permaneció “palpitando como una herida profunda de navaja de la que surge la sangre a borbotones” (Barea, 2010: 327).

La paulatina degradación física y moral que sufre la ciudad es expuesta por los dos autores. En el caso de Barea, resulta de sumo interés comparar el tratamiento del espacio urbano de La llama con el de La forja. Frente al tono costumbrista con el que se muestra la vida en la capital en la primera parte de la trilogía, la tercera expone

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de modo dramático cómo la contienda fue envileciendo el escenario madrileño, en el que se caminaba “con la muerte al lado” (Barea, 2010: 307). En La noche los tiempos también se muestra cómo Madrid se había ido convirtiendo progresivamente en un siniestro y apocalíptico espacio bélico, hasta el punto de que llega a ser defi nido como un lugar “más oscuro y más peligroso y más deshabitado que un bosque medieval” sumido en “la oscuridad y en el silencio como en el fondo del mar, cruzado si acaso por faros veloces y linternas que horadan la negrura espesa como lámparas manejadas por buzos” (Muñoz Molina, 2009: 935 y 958).

La refl exión sobre la degradación de la ciudad es complementada en La noche de los tiempos con la destrucción del espacio público cultural y político madrileño –y, por extensión, nacional–13. La novela expone la aniquilación del plan político y cultural del régimen republicano a través de la historia de Ignacio Abel, quien pasa de trabajar en uno de los proyectos emblemáticos impulsados por el gobierno y de codearse con las altas esferas intelectuales a huir al exilio norteamericano tras haber tenido que vivir atemorizado y en convivencia con la muerte durante los años de la guerra, rodeado de milicianos exaltados que desconfían de él por tener su domicilio en el barrio de Salamanca y de intelectuales que, como Bergamín, abandonan la literatura convencidos de que en el contexto bélico no debe preocupar “el volumen de la sangre que se está derramando a cuenta de la revolución sino su efi cacia” (Muñoz Molina, 2009: 720-721). Resulta sintomática, en ese sentido, la transformación de la Residencia de Estudiantes –lugar de especial importancia en la novela, tanto por su condición de icono cultural e intelectual alrededor del que se aglutinó buena parte de la intelectualidad de la década de 1930 como por ser el sitio donde se conocieron Ignacio Abel y su amante–, convertido en la guerra en cuartel de milicianos, “un desorden de hombres armados que entraban y salían con fusiles al hombro, de jergones repartidos por el suelo y olor a tabaco y a rancho” (Muñoz Molina, 2009: 747).

Ahora bien, a pesar de su ideología y su adscripción política, ninguno de los dos personajes limitaron su crítica a la actitud del bando nacional. Es cierto que Barea siempre muestra su repulsa contra “los fascistas [...] herederos de la casta que había regido en España durante siglos” (Barea, 2010: 342) y que Ignacio Abel condena la actitud de quienes se levantaron “en armas contra el gobierno legítimo porque no les gustaba el resultado de las elecciones” (Muñoz Molina, 2009: 400), pero también lo es que algunos miembros defensores de la causa republicana fueron objeto de sus

13 Tal y como ya ha sido apuntado, la reivindicación del proyecto político y cultural republicano relaciona La noche de los tiempos con Beatus Ille. El propio Muñoz Molina evidenció el valor reivindicador de esta última novela, que evoca el ambiente cultural de la década de 1930, al manifestar, en una entrevista realizada en 1986, que una de las razones que le llevaron a la escritura fue la necesidad de recordar a una generación de creadores que “representa a la mejor tradición, verdaderamente democrática, estética, civil y política” (López de Abiada, 2000: 138) de la historia de España. De este modo, y al igual que La noche de los tiempos, Beatus Ille vertebra una crítica que alcanza tanto al poder aniquilador del régimen franquista, responsable de haber silenciado la obra de buena parte de esos autores, como a la desmemoria de la democracia, incapaz de afrontar un debate lúcido y sereno sobre lo acontecido en el pasado. Según Oropesa “al reivindicar la vuelta [...] a esta tradición cultural lo que hace Muñoz Molina es rehistorizarla, ya que lo que ha hecho el franquismo ha sido distorsionar la tradición cultural de la República y procurar que nos olvidemos de su existencia” (1999: 46).

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reproches por la violencia, indiscriminada y gratuita, con la que se emplearon. El protagonista de La llama llega a señalar que en Madrid durante la guerra “nadie estaba libre de la denuncia o del terror” (Barea, 2010: 307), mientras que el de La noche de los tiempos argumenta, frente a quienes defendían los excesos del bando republicano, que “no se hace justicia matando inocentes” (Muñoz Molina, 2009: 726). La misma actitud ecuánime que denotan las palabras de Ignacio Abel parece detectarse en el discurso del narrador, quien equipara el comportamiento de los dos bandos durante la contienda afi rmando que unos “destruyen con métodos más modernos” y otros “con furia y torpeza” (Muñoz Molina, 2009: 191) o criticando la barbarie de quienes van “con camisas rojas o camisas azul marino [...], alzando manos abiertas o puños cerrados” (Muñoz Molina, 2009: 411).

Los dos personajes principales se muestran muy críticos con la quema de iglesias y colegios. En las dos obras se relata cómo arden las escuelas religiosas de las que fueron alumnos, provocando con ello que la crítica a la barbarie con la que se comportaron algunos grupos incontrolados de milicianos y simpatizantes de la República se complemente un lamento personal por ver desaparecer a las instituciones que les habían ayudado a confi gurarse personal e intelectualmente. Arturo Barea reacciona así al enterarse del incendio de la Escuela Pía, por la que tanto aprecio siente en La forja y en cuyos profesores había encontrado algunos amigos:

Me era imposible aplaudir la violencia. Estaba convencido de que la Iglesia en España era un daño que había que corregir, pero a la vez me revelaba contra esa destrucción estúpida. ¿Qué habría ocurrido a la biblioteca del colegio con sus viejos libros iluminados, con sus manuscritos únicos? ¿Qué habría ocurrido a las salas de física y de historia natural, tan espléndidas, tan escasas en España? ¡Y toda la riqueza destruida en material de enseñanza! (Barea, 2010: 196).

A Ignacio Abel la quema de la iglesia de los Escolapios y del colegio anejo, donde había realizado sus estudios de bachillerato, le sugiere la misma indignación que a Barea. De hecho, al presenciar las llamas muestra su decepción ante la constatación de la destrucción de casi los mismos elementos de la escuela que se enumeraban en La llama:

Ardería la biblioteca, las bancas de las aulas, las largas mesas del laboratorio, los mapamundis de hule, reventarían en esquirlas las vasijas de vidrio y los tubos de ensayo [...]. Pero la gente se arracimaba en torno al camión de bomberos para evitar que se acercara (Muñoz Molina, 2009: 628).

También las checas aparecen en varios episodios en los libros bajo un prisma crítico que las identifi ca con espacios en los que se ejercía la violencia con crueldad y aleatoriedad. Barea, que defi ne a estos lugares como “tribunales terroristas” (Barea, 2010: 264), llega a tener que intervenir en uno de ellos para defender a don Pedro, un hombre falangista y contrario a sus ideas, pero a quien estima y salva de una ejecución segura. En La noche de los tiempos, Ignacio Abel las conoce de primera mano cuando quiere adivinar el paradero de un antiguo amigo alemán que residía en Madrid, el profesor Rossmann, y es enviado a buscar información al “Círculo de Bellas Artes, en la Dirección General de Seguridad, en la checa de la calle de Fomento” (Muñoz Molina, 2009: 709). En su indagación, el personaje de Muñoz Molina pone en relación el asesinato de los presos en las checas con una de las tradiciones madrileñas más

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signifi cativas, la festividad de San Isidro, puesto que una de las personas a quien pregunta dice que busque a su amigo “en el depósito, o en la pradera de San Isidro, que allí hay todas las noches romería’” (Muñoz Molina, 2009: 709). Esas mismas prácticas son también señaladas en La llama, cuando un miliciano le dice a Barea que “se han llevado a unos cuantos fascistas a la pradera de San Isidro [...] y [han] suprimido a más de ciento” (Barea, 2010: 236). La conversión de un lugar de fi esta en un gran campo de tiro provoca la indignación de Barea e Ignacio Abel, que también muestran su repulsa –y su sorpresa– por el poco respeto que algunos republicanos parecen mostrar por la vida de sus enemigos. Barea, por ejemplo, reprocha a un vecino al que consideraba “alegre y trabajador [...], honrado y decente” (Barea, 2010: 236) haberse convertido en un asesino que relata sus ejecuciones de fascistas entre risas, mientras que Ignacio Abel comenta extrañado y dolido como uno de los cadáveres que poblaban las cunetas de Madrid apareció “con un churro que algún bromista le había puesto entre los dientes” (Muñoz Molina, 2009: 686).

No sólo se denuncia la violencia incontrolada e ilegal con la que muchas veces actuaron determinadas bandas de milicianos, sino que en las obras también se muestra cómo para algunos la guerra se convirtió en un contexto propicio para la venganza personal o el enriquecimiento. Asimismo, en La noche de los tiempos también se cuestiona el comportamiento de determinados intelectuales republicanos, como el ya citado Bergamín o Rafael Alberti, a los que se acusa de “hace[r] la guerra editando un periodiquillo con poesías revolucionarias [...] [mientras que] para descansar de sus rigores dan bailes de disfraces usando el vestuario de los marqueses, que no sé si están huidos o difuntos, o los ex marqueses, como hay que decir ahora (Muñoz Molina, 2009: 714).

5.

Además de la guerra, el otro fenómeno que trastoca abruptamente las vidas de los dos protagonistas es el inicio de una relación sentimental adúltera con sendas mujeres extranjeras: Arturo con Ilsa Kucsar e Ignacio con Judith Biely. Además de sus orígenes foráneos –austriaco y estadounidense, respectivamente–, las dos mujeres tienen en común el hecho de haber estado ya antes casadas –Ilsa enviuda cuando había iniciado los trámites de separación y Judith estaba divorciada–, su elevada preparación cultural y su ideal político, muy cercano al de sus parejas. Cuando Ilsa llega a la ofi cina de censura de prensa extranjera, enviada desde Valencia para trabajar junto a Arturo, confi esa que “era una socialista austriaca con dieciocho años de lucha política detrás de ella; había tomado parte en la revolución de los trabajadores de Viena en febrero de 1934 y en el movimiento ilegal que siguió” (Barea, 2010: 311). La estancia de Judith en España forma parte de su recorrido por Europa, fi nanciado con los ahorros de su madre, con intenciones de aprendizaje lingüístico y cultural. Al contrario que Ilsa, que pasó buena parte de la Guerra Civil en España, Judith permanece en Madrid los meses previos al estallido de la contienda, cuando conoce y mantiene su relación con Ignacio, y regresa a Estados Unidos el día después del golpe de Estado del 18 de julio. Al volver

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a su hogar, toma conciencia de su papel dentro de la lucha contra el fascismo, y desde allí decide volver para acompañar a las Brigadas Internacionales a Madrid porque, tal y como le confi esa a Ignacio –ya fuera del país por aquel entonces– “uno ha de vivir de acuerdo con sus principios. Yo no puedo tranquilizar mi conciencia asistiendo de vez en cuando a un acto a favor de la República Española o saliendo a la calle con una hucha para recoger donativos” (Muñoz Molina, 2009: 904).

Sin embargo, la principal analogía que puede establecerse entre los dos personajes femeninos no tiene tanto que ver con su descripción y confi guración sino, más bien, con la importancia que su presencia adquiere en la trama de las historias en las que aparecen. La irrupción de Ilsa tiene un efecto doble: por un lado, provoca el fi n del matrimonio de Barea –en permanente crisis por cuestiones de “incompatibilidad” (Barea, 2010: 62) que habían causado ya alguna separación temporal y que habían hecho que hubiera mantenido relaciones adúlteras con otras mujeres–; por otro, permite al protagonista soportar las dramáticas circunstancias de la guerra y dotar de algo de sentido a un dantesco panorama caracterizado por la irracionalidad y la barbarie. Gracias a la presencia de Ilsa en su vida, Barea afi rma “ver las cosas y las gentes con ojos distintos, en una luz diferente, iluminados por dentro” (Barea, 2010: 320-321), al tiempo que confi esa que “había desaparecido [su] cansancio y [su] disgusto” por la situación que le había tocado vivir en el Madrid sitiado. A pesar de los recelos mostrados al conocerla –cuando llegó a defi nirla, no sin ironía, como “revolucionaria, intelectual y sabihonda [...]: o es muy lista o está como una cabra” (Barea, 2010: 311-312)–, Barea pronto se sintió atraído por ella y ya en una de las primeras jornadas que compartieron en la ofi cina de censura de prensa extranjera en la que ambos trabajaban afi rmaba sentir “el deseo furioso de poseer allí mismo a esa mujer” (Barea, 2010: 316). Su relación, de hecho, se formalizó muy rápidamente, hasta el punto de que a los pocos días de haberse iniciado Barea se declaraba absolutamente enamorado de Ilsa, “con una sensación inmensa de liberación, [...] una sensación etérea, como si estuviera bebiendo champán y riendo con la boca llena de burbujas que estallaban con cosquilleos” (Barea, 2010: 320-321) y ya se refería a ella como “mi mujer”, como “si la hubiera conocido de siempre” (Barea, 2010: 320).

La misma pasión que marcó el inicio de la relación entre Barea e Ilsa puede observarse entre Abel y Judith. El protagonista de La noche de los tiempos admite estar “hechizado” (Muñoz Molina, 2009: 237) por la estadounidense, con quien confi esa sentirse en un “universo paralelo” (Muñoz Molina, 2009: 525), diferente al de su vida familiar, que le había instalado en una continua sensación de “decepción y conformidad, así como [en] una profunda indiferencia hacia todo aquello que no fuera la solitaria exaltación intelectual que le deparaba su trabajo” (Muñoz Molina, 2009: 130). De ahí que conocer a Judith suponga para el protagonista un aldabonazo vital que le lleva a “despertar al cabo de más de diez años, atónito de haber estado dormido tanto tiempo y no haberse dado cuenta de su sonambulismo” (Muñoz Molina, 2009: 136-137). El cambio que sufre en su vida le lleva a decir que la compañía de su amante “ha dilatado su capacidad de mirar [...], [por lo que] Madrid fue otra ciudad porque la había descubierto a través de los ojos de ella” (Muñoz Molina, 2009: 847). Dominado

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por el “deseo físico [...] que le producía desconcierto” y por una atracción irrefrenable que le lleva a engañar a su mujer y acabar con la estabilidad de su vida marital, Ignacio parece encontrar el verdadero amor en Judith, a quien no duda en califi car como su auténtica mujer (Muñoz Molina, 2009: 483), tal y como hacía Barea con Ilsa. El desenlace de la relación, sin embargo, no es el mismo que se narra en La llama, puesto que, por un lado, los amantes terminan separándose y, por otro, las consecuencias en el círculo familiar de Ignacio Abel son de extrema gravedad, hasta el punto de que su mujer, Adela, intenta suicidarse al conocer el adulterio poco antes de la ruptura defi nitiva del matrimonio14.

La reacción de la esposa al conocer el engaño, unida al origen y características de Judith y al exilio estadounidense de Ignacio Abel, vincula la historia de amor adúltera narrada en La noche de los tiempos con la vivida por Pedro Salinas y la hispanista estadounidense Katherine Reading Whitmore, con la que parece tener más concomitancias que con la de Barea e Ilsa. El propio Muñoz Molina ha llegado a señalar que la relación del hispanista y poeta del 27 con quien fuera su alumna es “el marco emocional de la historia” (cit. en Azancot, 2009). Tal y como ha señalado Iwasaki, “Judith Biely se inspira en Katherine Whitmore, de la misma forma que Adela mantiene algunas simetrías con la esposa de Pedro Salinas, Magdalena Bonmatí” (2009), quien también intentó quitarse la vida al saber de la relación que mantenía en secreto su marido. Ignacio y su amante, de hecho, discuten en varias ocasiones sobre la interpretación de los poemas amorosos de Salinas y, en concreto, de La voz a ti debida, el libro que compuso inspirándose en sus amoríos con Whitmore pero que muchos atribuyeron en un primer momento al estímulo de su matrimonio. El protagonista de la novela “no acababa de creerse esos versos [...] porque no asociaba esos arrebatos de amor con la señora Bonmatí” (Muñoz Molina, 2009: 930), con lo que parece estar identifi cando la monotonía y la falta de pasión de su propio matrimonio con las de Salinas. Los diálogos de los dos amantes incluyen a veces la transcripción de algunos de los versos del poeta, como los de “¡Qué alegría de vivir…!” –“Que no hay otro ser por el que miro el mundo / porque me está queriendo con sus ojos” – que se mencionan en la conversación en la que Judith decide poner fi n a su relación con Abel15. No es esa la única vez que se menciona a Salinas en la novela, en la que también aparece como personaje, al igual que su mujer. Judith llega a decir a Ignacio Abel que Salinas le “recuerda mucho a él” (Muñoz Molina, 2009: 892). Y el propio Muñoz Molina ha puesto de manifi esto las analogías entre su personaje y la fi gura del hispanista y poeta al señalar que ambos representan “al profesional ilustrado de esa generación magnífi ca que intentó construir la modernidad civilizadora de España” (cit. en Azancot, 2009). No en vano, el escritor jienense ha interpretado la actitud de

14 Para Fernando Iwasaki, el comportamiento de Ignacio Abel en su vida personal dota de complejidad y humanidad al personaje y otorga a la novela su “verdadera épica íntima [...], pues toda la decencia que le concede como espectador de la autodestrucción de la República, se le arrebata cuando lo convierte en el destructor de su propia familia” (2009).15 Curiosamente, en Beatus Ille el mismo verso aparece citado dos veces (Muñoz Molina, 2003: 182 y 194)

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Salinas, identifi cándola con la de Barea, de un modo que también podría servir para referirse al comportamiento de Ignacio Abel durante el confl icto:

Personas divididas por dentro como Salinas, Moreno Villa, Chaves Nogales o Barea. Los cuatro se negaron a dejarse arrastrar por el sectarismo o apartar los ojos de lo que estaba ocurriendo o a justifi car ningún crimen. Los cuatro se marcharon de España y no volvieron nunca (Muñoz Molina cit. en Ruiz Mantilla, 2009).

6.

Tal y como se ha expuesto en las páginas precedentes, la vinculación entre La llama y La noche de los tiempos no resulta baladí. Las razones para relacionar estas dos obras y emparentarlas dentro del ingente corpus literario sobre la Guerra Civil española tienen que ver, más que con sus características formales, con la construcción de sus personajes principales, sus tramas argumentales y su ideología. No obstante, resulta ingenuo limitar La noche de los tiempos a la condición de mera reescritura de La llama. Es cierto que las analogías entre ambas son notorias, y no hay duda de que la última parte de la trilogía autobiográfi ca fue un referente a partir del que Muñoz Molina creó su fi cción sobre la España de mediados de la década de 1930, pero también lo es que las infl uencias manejadas trascienden la obra de Barea. En la historia de Ignacio Abel, y el marco contextual en que se inscribe, pueden detectarse ecos que remiten tanto a fuentes literarias como a historias reales protagonizadas por escritores, evidenciando con ello que La noche de los tiempos es una novela estrechamente vinculada con la tradición cultural española que la Guerra Civil tajó abruptamente en 1936. Además de La llama, entre las infl uencias literarias pueden señalarse El laberinto mágico, de Max Aub, del que toma su combinación realidad y fi cción en un fresco poliédrico y coral de personajes, y A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, de Manuel Chaves Nogales, con la que le une el refl ejo de la cotidianeidad en la guerra a través de un fi ltro ecuánime que denuncia la barbarie de los dos bandos. Por lo que se refi ere a las peripecias de escritores, más allá de las de la vida del propio Barea, de la ya mencionada relación furtiva de Salinas o de las explícitas alusiones a escritores como Bergamín, Moreno Villa o Alberti, la novela parece evocar la búsqueda desesperada que John Dos Passos llevó a cabo para tratar de encontrar a José Robles, desaparecido en la zona republicana durante la guerra, a la que parece remitir a través del pasaje en el que se narran las pesquisas del protagonista para localizar al profesor Rossmann.

Ahora bien, semejante crisol de infl uencias no ha de esconder la relación genética que parece establecerse entre La llama y La noche de los tiempos. Especialmente relevante resulta su analogía en lo que se refi ere a la visión de la contienda, y de todo lo que conllevó, como un gran fracaso colectivo. Al esbozar un panorama de intolerancia y fanatismo en el que la importancia de lo ideológico y lo social rebajó hasta la más mínima consideración la vida, la historia de amor que las dos narraciones relatan puede interpretarse como un alegato humanista que reivindica la pasión individual frente a la pasión política como motor de la existencia. El pesimismo con el que Barea y el narrador de La noche de los tiempos –cuya identifi cación con la visión que de la historia reciente ha acostumbrado a mostrar su creador es evidente, como ya ha sido apuntado,– observan

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el clima de barbarie cainita en el que se ha instalado España se manifi esta en la mesura con la que analizan lo sucedido. Sin esconder sus simpatías políticas, denuncian la violencia desmedida con la que los dos bandos se comportan y reclaman una actitud más responsable a todos los implicados en el confl icto. Lejos de ser anecdóticas, todas estas críticas resultan de suma importancia, pues demuestran que el compromiso de Barea y Muñoz Molina es más ético que político, y que el apoyo a la causa republicana que late en sus obras no implica un ciego seguidismo, sino una posición de compromiso humanista. Los dos autores parecen identifi car el régimen republicano, más que con una postura política o unas siglas determinadas, con un proyecto de transformación social y cultural de España. Las diferentes fechas de composición de las dos obras, así como las circunstancias que rodearon la escritura de cada una de ellas, otorgan un cariz distintivo a esa interpretación. En el caso de Barea, la defensa de la República tiene que ver con la necesidad de mantener vigente el recuerdo de un proyecto modernizador del país que el franquismo intentaba demonizar y condenar al olvido, mientras que en el de Muñoz Molina parece estar relacionada con la reivindicación de que la memoria republicana sea incorporada, como hito cultural y político, al legado nacional.

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