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Narrativas e “historias dominantes”. Reflexiones en torno a los relatos en el ámbito de la clínica psicoterapéutica María Christiansen [email protected]

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Narrativas e “historias dominantes”. Reflexiones en torno a los relatos en el

ámbito de la clínica psicoterapéutica

María [email protected]

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¿Bajo qué condiciones filosóficas se ha vuelto

importante la hermenéutica para la epistemología de las prácticas psicoterapéuticas?

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Donde hay sistemas que usan el lenguaje, hay AUTORREFERENCIA: el sujeto que habla y el objeto del cual se habla son frecuentemente el mismo. Toda descripción supone un descriptor que a su vez debe ser descrito (solo que dicha autorreferencia constituye nuestro punto ciego: ingenuidad de la tradicional epistemología edificada sobre la distinción sujeto-objeto).

Transformaciones concatenadas y

ligadas con múltiples

reconocimientos:

El ámbito psicoterapéutico se ocupa de las relaciones interpersonales, en las que el LENGUAJE es clave (insuficiencia del modelo médico de la salud mental).

Donde hay autorreferencia hay también paradojas autorreferenciales, pragmáticamente importantes. Ej: es la misma persona la que miente y la que desea dejar de mentir: conflicto de voces internas (miopía de la epistemología clásica que intentaba resolver toda paradoja prohibiéndola).

Desde Freud hasta hoy, la psicoterapia se define como un proceso de AUTOEXAMEN. Por lo tanto, los terapeutas son expertos en materia de autorreferencia. Sus conversaciones hacen referencia a sus propias conversaciones. Inseparabilidad del espacio semántico y el espacio perceptivo (contra quimera del terapeuta que se cree un observador epistémicamente privilegiado).

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La existencia misma de la psicoterapia (“cura de la conversación”) es el reconocimiento de que los problemas de un paciente son, al menos en parte, semánticos. A pesar de que podemos estandarizar los significados de términos en los manuales de diagnóstico, en el análisis final no apuntan a procesos de enfermedad objetivos e identificables, sino a convenciones sociales y posibilidades de acción comunal.

Las designaciones del lenguaje no son nada triviales: pueden marcar la diferencia entre una persona que decide celebrar algo o que decide suicidarse.

Ej. Las personas han sufrido desde tiempos inmemoriales por infortunios amorosos pero solo recientemente se han convertido en “inadaptados” que requieren asistencia de un profesional de la salud mental.

Incluso fuera de la terapia los adjetivos que usamos para describir/nos no son declaraciones de hechos objetivos.

Ej. una persona puede considerarse a sí misma como “fracasada” aún cuando en términos de su carrera sea un ejecutivo que en un año gana más dinero del que nosotros veríamos en toda una vida.

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En el uso del lenguaje es donde se crean los significados. Las expresiones del lenguaje no son abstracciones sino actos con consecuencias. El lenguaje duele: golpear a una persona con un trozo de lenguaje puede ser tan potente como hacerlo con un trozo de metal. Las críticas impuestas por formas particulares de lenguaje pueden ser tan formidables como paredes de acero. Las palabras, al igual que las balas de un arma, cambian la estructura de las personas y sus vidas (incluso el lenguaje no verbal). Sin embargo, las palabras no tendrían este poder si no estuvieran entretejidas a la tela de nuestra existencia.

Sin lenguaje, la vida tendría que ser vivida momento-a–momento, sin narrativa, sin evaluación, sin comparación ni contemplación. El lenguaje nos crea la posibilidad de actuar como si fuera posible salirnos de nosotros mismos para observarnos “desde afuera”, es decir, para “autoobservarnos”. Al construir un “yo” observador, el lenguaje lo cambia todo porque permite evaluar la experiencia. Pero tales evaluaciones modifican aquello que se experimenta llevándonos a la ciénaga de la autorreferencia que genera trabajo para los psico-terapeutas.

Ej. un ratón puede quedar atrapado en una trampa, pero difícilmente se amargará maldiciendo que esa mañana se levantó con el pié izquierdo.

Ej. Si digo “estoy deprimida” soy observador y observada, me veo como me vería un externo, o como vería yo a un externo con ciertas características ligadas al desánimo.

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En el consultorio los relatos se vuelven muy parecidos. Predominan:

_las “historias tristes” (“esta personalidad explosiva se la debo a mi infancia infeliz”); _las explicaciones monocausales y simplificantes (“mi padre maltrataba a mi madre”);_los personajes y los roles atrincherados (“siempre soy yo la que termina cediendo”, “mi marido es un mentiroso”, “mis hijos no me valoran, soy la cenicienta de la casa”).

Los seres humanos somos descriptores y relatores empedernidos y habilidosos, y acostumbramos convertirnos en las historias que contamos. Con la repetición, las historias se imponen y quedamos cautivos en los relatos dentro de los límites que nosotros mismos hemos creado. Cuando un paciente llega con un terapeuta, viene armado no sólo con la experiencia en bruto sino con un conjunto de fábulas a compartir. Sus problemas adquieren la forma de fallas en una narrativa típicamente dramática.

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Las historias que construimos por medio del lenguaje son como mapas que luego confundimos con el territorio. Materializamos nuestras distinciones básicas y nos apegamos tanto a ellas que no podemos imaginar otras formas de narrar.

Ej. No nos percatamos de que somos constructores activos de nuestros recuerdos, de que éstos nunca pueden describir una realidad objetiva, de que no son transcripciones verídicas sobre sucesos reales sacadas de algún archivo mental. Los recuerdos son relatados una y otra vez a través de los filtros del lenguaje, la experiencia y el contexto relacional del narrador y sus oyentes.

Por lo tanto, el terapeuta que trabaja con la creencia objetivista de que el relato de una persona sobre el pasado puede ser preciso, se engaña. Los recuerdos no son verdades literales sino construcciones activas. Es decir, la veracidad de lo que se recuerda es menos importante que su efecto sobre la actual visión del paciente sobre su vida :

“Los hombres no se perturban por las cosas sino por la opinión que tienen de éstas” (Epicteto).

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En la autonarrativa, los recuerdos advienen para explicar nuestras creencias. Sin embargo, tales explicaciones son igualmente reformulaciones de hechos en campos de conversación alternativos, esto es, construcciones. Ni los recuerdos ni las explicaciones reemplazan lo que se recuerda o se explica (“lo ocurrido”), pero condicionan nuestras formas de experimentarlo, crean “realidad” semántica .

Ej. Saber que el miedo a las arañas me inició a los 5 años no me hace perder necesariamente el miedo a las arañas. Pero, la explicación de tal temor en términos de “fobia” podría suscitarme un “problema” quizás inexistente si a nadie le preocupara o si nadie hablara del temor a ciertos animales en términos de enfermedad o psicopatología.

Los miembros de una cultura inventan, cambian y resuelven problemas al crear y poner en práctica nuevas y diferentes distinciones. Así como la conversación toma distintas direcciones, los problemas cambian de aspecto.

Formas de comportarse que antes no eran un problema pueden pasar a serlo bajo el manto de nuevas explicaciones aceptadas: un individuo descrito y clasificado como “agorafóbico” peregrinará de terapeuta en terapeuta percibiéndose como inmerso en un esquema explicativo que anula descripciones alternativas y que lo constriñe dentro de una “historia oficial”, o “dominante” (una metanarrativa).

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Para los demás, y frecuentemente para nosotros mismos, somos nuestras historias; nuestras narraciones organizan nuestra acción. Nuestras formas de conversar (incluso en un diálogo interno) configuran un problema como “problema”, al punto que termina impregnando nuestra conversación y anexando a ella a una gran parte de interlocutores que coinciden en que “el problema” es problema (olvidando su naturaleza conversacional, erigiéndolo en un “hecho objetivo” y frecuentemente cronificándolo).

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Las narraciones condensadas en las historias clínicas, en las viñetas, en los estudios de caso, etc., retroalimentan la ontologización de realidades conversacionales (especialmente al etiquetar formas de conducta mediante una categórica descontextualización vivencial).

nuestras narraciones producen un cuadro incompleto de la vida tal como es vivida. No relatamos todo, sino que hacemos una selección de momentos que para nosotros han sido significativos. La experiencia (a diferencia de la historia que narramos de ella) no está separada del modo en que nosotros la separamos al relatarla.

La historia resultante que contamos de nosotros mismos es en tal sentido mutilante, y confunde el plano de la acción con el de la evaluación: pasar horas en Internet pertenece a un plano, y castigarse a sí mismo por perder el tiempo pertenece a otro plano.

Tanto los “pacientes” como los terapeutas pueden confundir estos campos y creer que “persona y problema son lo mismo”, cuando en realidad el “problema” pertenece al campo de las valoraciones, que a su vez pertenece al lenguaje.

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Conceptos como causa, propósito y culpa complican las conversaciones de la vida al gestar confusiones filosóficas relacionadas con estas palabras y las historias en las cuales están incluidas. La pregunta “¿Por qué?” la aprendemos desde niños y la vamos sofisticando en la adultez y mediante el lenguaje llenamos nuestros relatos de herramientas organizativas que dan significado a un pasado y a un futuro pero desde el marco de un “presente”. Son construcciones útiles para imprimir en nuestras autonarraciones un sentido de coherencia, de continuidad, de progreso. La mayoría de nuestras explicaciones las construimos de acuerdo a la causalidad eficiente del esquema aristotélico, cayendo en atolladeros lógicos que apenas percibimos como tales. Separamos los fenómenos integrados y los dividimos en partes arbitrarias y sostenemos que una parte causa la otra o es el objetivo por el cual la otra existe. Construimos nuestras descripciones en secuencias de causa-efecto:

Mezclamos reglas antitéticas para explicar nuestras vidas: el éxito lo explicamos en términos de mérito, logro, esfuerzo, empeño, pero el fracaso lo adjudicamos a la malasuerte, al sabotaje externo, al destino.

“La profesora actúa así porque es neurótica”, “Yo no padecería este stress si tuviera tu salario”, “Ahora me doy cuenta de que protejo a mi pareja porque soy codependiente”, “él no puede dejar de limpiar porque es compulsivo”, “ése niño presenta fracaso escolar porque así logra captar la atención de sus padres”).

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En este ejemplo, el divorcio como campo para la discusión de problemas no tiene límites automáticos: no hay causas u objetivos predeterminados. Dado que un problema y su solución son un conjunto que se corresponde (como una pregunta y una respuesta) tiene gran importancia saber dónde se fijan los límites. Los límites establecen la forma en que se encara el problema, los sentimientos que alberga, las variables analizadas y los resultados que pueden ser aceptados como soluciones. Tales límites no se dan objetivamente y no pueden establecerse apelando a los hechos. Son los participantes los que deben decidirlos, como una función de la negociación en el campo de la conversación.

Contamos con múltiples opciones explicativas, pero la naturaleza jamás dicta qué esquema utilizar (nosotros lo escogemos). Cuando se aplican varios modelos o se los une en combinaciones ad hoc, surge la confusión.

Ej. Un paciente y un terapeuta buscan la solución a las causas de un divorcio inminente. Pasan horas cavilando: ¿Cuándo comenzó el divorcio, quién tiene la culpa y a qué propósitos sirve? Fue tal vez cuando el marido cumplió los 40 que se sintió infeliz y culpó a su mujer? Tal vez fue cuando contrató a una nueva secretaria? Podría remontarse al noviazgo, cuando era evidente su tendencia a la coquetería y nunca se debatió el tema abiertamente? Quizá tuvo algo que ver con que es hijo de padres divorciados? O se debió a las tensiones relacionadas con la crianza de dos hijos revoltosos?

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Las fórmulas simples de causa-efecto pueden parecer funcionar bien en segmentos estrechamente circunscriptos de nuestro mundo, como cuando se derrama el vaso de leche y debemos decidir quién debe limpiarlo. Pero incluso en esos casos limitados nuestro análisis causal puede errar el camino a menos que todos los involucrados acepten el mismo conjunto de premisas iniciales y condiciones de límite.

Si damos por sentado que quien derramó la leche debe limpiarla, habrá tantos culpables, intencionalidades y explicaciones causales como candidatos a limpiar la leche.

Ej. el niño que con el brazo hizo caer el vaso de leche explica que se debió a que su hermano peleaba con él (y no debería haberlo hecho), o seguía moviendo la mesa cuando le habían advertido que dejara de hacerlo. Cada participante puede proponer una secuencia de causa-efecto que invalida la explicación del otro niño y utilizando muchos de los mismos hechos: “sí, le pegué, pero porque no quería devolverme el balón”. Y así sucesivamente.

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Ej. Los terapeutas suelen decirle a los alcohólicos que son ellos mismos los que están a cargo de sus propias vidas y que sólo ellos tienen el poder de cambiar (autodeterminación, autonomía). Al mismo tiempo, admiten de inmediato que dicho alcoholismo es resultado de una historia familiar corruptiva, de potentes fuerzas incontrolables que provocaron la adicción y de desafortunados legados hereditarios (es decir, todo menos autodeterminación).

El terapeuta en este caso aplica una visión determinista hacia el pasado y antideterminista hacia el presente y el futuro. Si el terapeuta no se percata de estas inconsistencias, la vida del paciente se puede convertir en un campo de batalla donde los preceptos causales incompatibles terminarán por marearlo aún más.

Si los terapeutas no reexaminan su vocabulario profesional y no desentierran aquellas construcciones que perpetúan las limitadas nociones causales de sus pacientes, éstos seguirán encarcelados en la locura lógica que engendran las conversaciones en las cuales participan rutinariamente (y la terapia devendrá un sitio más en el cual conversar de la misma manera improductiva y dolorosa).

Losmundo semántico desatando juegos mentales interminables. Cuando los terapeutas toman demasiado en serio las formulaciones causales de sus pacientes retroalimentan un juego que posiblemente no verá el final análisis causales (lineales, circulares, recursivos) transcurren en nuestro.

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Si estudiamos cualquier historia clínica psiquiátrica desde esta perspectiva, descubriremos muchas de estas contradicciones atributivas. En el campo de la salud mental, la descripción es prescripción: la forma en la cual se describen los objetivos y las causas de la conducta de un paciente presagian el modo de interacción que el personal tendrá con él. En estos informes, se describe a algunos pacientes como tristes víctimas de las circunstancias, mientras que a otros se los caracteriza como manipuladores despiadados, niños egoístas o animales brutos. De acuerdo con esto, a algunos se los protege, a otros se los maniobra, a otros se los corrige, a otros se los disciplina, a otros se les ofrece amistad, a otros se los convierte y a otros se los ignora.

En el campo de la enfermedad mental, las diferencias de procedimiento son extremas y la situación se agrava por el velo objetivista que cubre al diagnóstico y a las prácticas terapéuticas.

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Desde hace mucho tiempo los supuestos epistemológicos y éticos de la psicoterapia han quedado enterrados bajo una jerga pseudoobjetivista edificada sobre la ilusión de que la neutralidad terapéutica es posible. Todo lo dicho o hecho por el terapeuta y por el paciente tiene una resonancia afectiva sobre el Otro, por la sencilla razón de que, al relacionarnos entre seres humanos “no es posible no influirnos”. Incluso si un terapeuta afirma que sólo hizo lo que demandan los cánones de su profesión, sigue siendo responsable por mantener dicha tradición, en lugar de trabajar para su desaparición. Es hora de que en la psicoterapia las narraciones se traten como narra-ciones, que las opiniones se presenten como opiniones, que las preferencias, se asu-man como preferencias y que las construcciones, se defiendan como construcciones.

ConclusiónLa forma en la que se construye y narra un hecho es inseparable de la forma en la que se lo experimenta. En el universo psicoterapéutico, los cambios de descripción son cambios de vida, y así como mantener las autodescripciones conserva los acuerdos lingüísticos que mantenemos en nuestro círculo relacional, las rupturas definicionales también impactan sobre éste último. Un terapeuta no debe dejar de lado que la realidad de significados con la cual trabaja es una construcción social, pero tampoco debe perder de vista que participar en una cultura compromete a sus miembros a usar las convenciones establecidas por esa comunidad de lenguaje. Invitar a los pacientes a explorar conversaciones nuevas, formas diferentes de dar sentido, de narrar su vida y de relatar historias no debe confundirse con llevar adelante maniobras estratégicas que solo sean artimañas verbales buscando efectos inmediatos pero a la postre cosificadores, ni con sustituir una “historia dominante” por otra historia igualmente dominante (presentada ahora como “Verdad Última”).