grimson la cultura en las crisis latinoamericanas

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  • Coleccin Grupos de Trabajo de CLACSO

    Grupo de Trabajo Cultura y PoderCoordinador: Alejandro Grimson

    Director de la Coleccin: Atilio A. BoronSecretario Ejecutivo de CLACSO

    Area Acadmica de CLACSOCoordinador: Emilio H. Taddei

    Asistentes de Coordinacin Acadmica: Rodolfo GmezMiguel A. Djanikian

    Area de Difusin de CLACSOCoordinador: Jorge A. Fraga

    Arte y Diagramacin: Miguel A. Santngelo / Lorena TaiboEdicin: Florencia Enghel

    Revisin de pruebas: Mariana EnghelLogstica y Distribucin: Marcelo F. Rodriguez

    Sebastin Amenta / Daniel Aranda

    Impresin: Grficas y Servicios S.R.L.

    Arte de Tapa: Lorena Taibo

    Primera edicin:LA CULTURA EN LAS CRISIS LATINOAMERICANAS

    Buenos Aires: CLACSO, septiembre de 2004

    CLACSOConsejo Latinoamericano de Ciencias SocialesConselho Latino-americano de Cincias Sociais

    Av. Callao 875, piso 3 C1023AAB Ciudad de Buenos Aires, ArgentinaTel.: (54-11) 4811-6588 / 4814-2301 - Fax: (54-11) 4812-8459

    e-mail: [email protected] - http://www.clacso.org

    ISBN 987-1183-01-1 Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales

    Queda hecho el depsito que establece la ley 11.723.No se permite la reproduccin total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema informtico, ni su

    transmisin en cualquier forma o por cualquier medio electrnico, mecnico, fotocopia u otros mtodos, sin elpermiso previo del editor.

    Agencia Sueca de Desarrollo Internacional

    Patrocinado por:

    La responsabilidad por las opiniones expresadas en los libros, artculos, estudios y otras colaboraciones incumbe exclusivamente a los autoresfirmantes, y su publicacin no necesariamente refleja los puntos de vista de la Secretara Ejecutiva de CLACSO.

  • LA CULTURAEN LAS CRISIS LATINOAMERICANAS

    Alejandro Grimson(Compilador)

    Ana Mara Ochoa GautierMarcelo Carvalho RosaVctor VichClaudia BrionesRicardo FavaAna RosanFernando Garca S.Ludmila da Silva CatelaYolanda SalasAlejandro GrimsonEvelina DagninoGustavo Lins RibeiroElizabeth JelinRossana ReguilloDaniel MatoNstor Garca CancliniJess Martn-Barbero

  • La cultura en las crisis latinoamericanas / compilado por Alejandro Grimson. 1 ed. Buenos Aires : Clacso, 2004.320 p. ; 23x16 cm. (Grupos de trabajo)

    ISBN 987-1183-01-1

    1. Amrica Latina-Cultura I. Grimson, Alejandro, comp.CDD 306

    Otros descriptores generales asignados por la Biblioteca Virtual de CLACSOCultura / Crisis / Sociedad / Conflictos Sociales / Participacin Social / MovimientosSociales / Protesta Social / Violencia / Estado / Poltica Cultural

  • INDICE

    Alejandro GrimsonIntroduccin

    7

    Ana Mara Ochoa GautierSobre el estado de excepcin como cotidianidad:

    cultura y violencia en Colombia17

    Marcelo Carvalho RosaSobre os sentidos das novas formas de protesto social no Brasil

    Os impactos das aes do MST sobre o sindicalismo rural43

    Vctor VichDesobediencia simblica

    Performance, participacin y poltica al final de la dictadura fujimorista

    63

    Claudia Briones, Ricardo Fava y Ana RosanNi todos, ni alguien, ni uno

    La politizacin de los indefinidos como clave para pensar la crisis argentina

    81

    Fernando Garca S.La imaginacin de lo nacional en tiempos de dolarizacin y crisis:

    nuevas estrategias de representacin del movimiento indgena ecuatoriano

    107

    Ludmila da Silva CatelaNos vemos en el piquete...

    Protestas, violencia y memoria en el Noroeste argentino123

  • Yolanda SalasLa guerra de smbolos y espacios de poder

    El caso Venezuela145

    Alejandro GrimsonLa experiencia argentina y sus fantasmas

    177

    Evelina DagninoConfluncia perversa, deslocamentos de sentido, crise discursiva

    195

    Gustavo Lins RibeiroCultura, direitos humanos e poder

    217

    Elizabeth JelinReflexiones (localizadas) sobre el tiempo y el espacio

    237

    Rossana ReguilloSubjetividad, crisis y vida cotidiana

    Accin y poder en la cultura249

    Daniel MatoEstado y sociedades nacionales

    en tiempos de neoliberalismo y globalizacin271

    Nstor Garca CancliniPreguntas sobre el nacionalpopulismo recargado

    283

    Jess Martn-BarberoMetforas de la experiencia social

    293

  • CUANDO A FINES DE 2001 comenzbamos a pensar una nueva etapa para elGrupo de Trabajo de Cultura y Poder de CLACSO, despus de aos de tra-bajo coordinado por Daniel Mato y antes de iniciar efectivamente las tareasen 2002, la Argentina vivi una gigantesca conmocin. El modelo econmi-co asentado en la convertibilidad del peso, articulado con un dispositivo pol-tico que vaciaba de sentido cualquier proyecto de representacin y con unimaginario social que fantaseaba con el ingreso al Primer Mundo mientrasuna porcin de la poblacin quedaba excluida, estall. Las protestas que cre-can en las provincias desde mediados de los aos noventa se convertan enun cacerolazo en la Capital, anunciando el fin de las ilusiones en el modelode las clases medias, mientras los grupos piqueteros adquiran una nueva visi-bilidad y legitimidad social.

    La sensacin generalizada era que algo haba llegado a su fin. No resultaclaro si lo que haba terminado era solamente un modelo o si tampoco eraviable el pas. Es cierto que hoy esa sensacin puede parecer absurda. Quizsresulta tan inverosmil como hubiera parecido entonces, en medio de la tor-menta, la certeza de que siempre que llovi, par. Quizs aquella sensacingeneralizada de que el fin del modelo poda implicar el fin del pas da cuen-

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    ALEJANDRO GRIMSON

    INTRODUCCIN

  • ta del xito cultural de un proyecto econmico y poltico que lograra insti-tuirse como nica opcin (respetemos el oxmoron).

    Aunque se habl durante meses del riesgo de argentinizacin deAmrica Latina (una metfora disciplinante, dira Briones), el continenteestaba conmocionado por procesos mltiples. En Venezuela el conflictosocial y poltico asuma proporciones crecientes, con intentos de golpes deestado, huelgas por tiempo indeterminado y centenares de miles en las calles.En Colombia la violencia pareca dar nuevos saltos hacia adelante, con unpas dividido en un sentido territorial, diferente al de su vecino. En Ecuadorel movimiento indgena ganaba fuerza en su protagonismo y abra otras grie-tas en el sistema poltico. La lista continuaba con el Per despus deFujimori, el Brasil donde llegaba al poder el Partido de los Trabajadores yavanzaba el Movimento Sem Terra, y as sucesivamente.

    Cada conflicto y cada crisis en un sentido eran y son nicas, especfica-mente nacionales. Las dinmicas culturales y polticas venezolanas, ecuato-rianas, argentinas, y despus bolivianas, eran y son, en una dimensin, muydiferentes. Mientras en un pas domina un sentimiento compartido de frus-tracin y el resentimiento se identifica con la nacin, en otro prevalece ladivisin dicotmica de la sociedad y cada parte slo imagina el triunfo de sufraccin sobre la base de dominar al adversario. Mientras en un pas la pol-tica aparece reiteradamente vestida de ejrcitos y la muerte deviene cotidia-nidad, en otros los niveles socialmente aceptados de violencia son compara-tivamente bajos y un gobierno puede adelantar la convocatoria a eleccionespor haber producido dos muertos en la represin de una protesta. Mientrasen un pas los modos de identificacin histricamente excluidos, como losindgenas, asumen el papel de la renovacin del proyecto nacional, en otroslas tradiciones de organizacin obrera o campesina reaparecen en nuevosagrupamientos y nuevas organizaciones. Mientras en algunos pases losmodos de accin resultan rutinizados y tienen dificultad en interpelar aamplios sectores sociales, en otros la efervescencia social deriva en una inten-sa renovacin de los repertorios y las performances.

    Estas importantes diferencias derivan de historias particulares, institucio-nes y leyes distintas, modos de accin y sentidos comunes diferentes. Es decir,son parte de la diversidad de culturas polticas que hay en Amrica Latina.Por ello, entre los pases son distintos los sentidos de los muertos, los signifi-cados de un tipo de protesta o de una cierta medida poltica. Lo que aqu esinadmisible all es evidente, lo que en un lugar es un signo de avance enotro lo es de decadencia, lo que en un pas genera entusiasmos, en otro pro-duce resignacin. Se trata del papel de la cultura, es decir, de los sentidos ins-

    LA CULTURA EN LAS CRISIS LATINOAMERICANAS

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  • tituidos para las prcticas, las creencias, las instituciones; de los cdigos pol-ticos y culturales sedimentados, compartidos por distintas fracciones queprotagonizan las disputas en determinados escenarios nacionales.

    En otro plano tambin hay una dimensin relativamente compartida,regional, de estos procesos. Desde fines de los ochenta e inicios de los noven-ta hubo un proceso global de institucin del neoliberalismo como sentidocomn y nico pensamiento econmico-poltico viable. Eso no slo se arti-cul con los ajustes estructurales en Amrica Latina, sino con un conjunto deprocesos polticos y culturales que encontraban un captulo clave en la cues-tin de la representacin, el papel de los partidos, los movimientos sociales,los modos de accin. Este proceso todava puede ser pensado desde el anli-sis de los nuevos horizontes simblicos que anudaban los lmites de la imagi-nacin poltica en distintos pases de Amrica Latina estableciendo un lmitepreciso entre lo viable y lo absurdo, entre lo pujante y lo vetusto, entre lo ine-vitable y lo contingente.

    Este fue el tema que convoc nuestro trabajo durante un ao y medio. Setrataba de concentrar esfuerzos en dinamizar la investigacin emprica yavanzar en debates comparativos acerca de los roles de la cultura en los pro-cesos de crisis econmica y poltica en Amrica Latina. Es decir, desarrollarestudios de caso con potencialidad comparativa sobre crisis econmica, crisispoltica y sus relaciones con la cultura. Esto implicaba discutir las relacionesvarias de la cultura y las culturas en plural con los procesos polticos.

    Especialmente, se busc considerar dos dimensiones complementarias:la cultura en la trastienda de la crisis y los usos polticos de la cultura enla crisis.

    La idea de que la cultura opera en la trastienda implica concebir que haysedimentaciones histricas de los sentimientos de pertenencia, las redes socia-les, las formas organizacionales y de accin y, en general, de la imaginacinpoltica, que aparecen como si estuvieran dadas en una situacin, en unacrisis, y compelen a los agentes a actuar en ese marco independientementede su voluntad. Claro est que estas afirmaciones son polmicas: no haypura subjetividad ni agencia ex nihilo. En todo caso, la frmula que afirma laindependencia de la voluntad puede complementarse considerando hastaqu punto los agentes son concientes de esas limitaciones culturales histri-cas, cmo actan frente a esos lmites de lo posible buscando transformarloso tendiendo a reproducirlos.

    Ese camino implicaba comprender las sedimentaciones histricas comocondicin de cualquier situacin, en contraste con un subjetivismo extremoque considerase a las circunstancias como la resultante slo de un conjunto

    INTRODUCCIN

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  • de voluntades encontradas. Ms bien, los agentes continan sin tener capaci-dad de escoger las circunstancias en las cuales, sin embargo, efectivamentehacen la historia.

    Por eso, comprender los modos en que la cultura opera en la trastienda delas crisis implic analizar las maneras en que esas crisis afectan y transformanimaginarios nacionales de pertenencia, relatos de comunidad y de nacin quelos propios estados parecen incapaces de sustentar en la actualidad.Complementariamente, preguntarse tambin de qu manera esos imagina-rios y ciertas tradiciones nacionales inciden fuertemente en los modos enque las crisis son procesadas y respondidas de maneras muy diferentes endiversos pases y por distintos sectores sociales, considerando las vivencias yexpectativas, los modos de accin y organizacin. Sucede que la cultura queopera desde la trastienda es dinmica y, en ese sentido, no es una y continuaen el propio desarrollo de la crisis. Por eso, resulta necesario estudiar cmolas crisis producen fisuras en las formas en que se proyectaron las relacionesde cada pas con pases centrales y pases vecinos; tambin cmo se consti-tuan las jerarquas y desigualdades en cada sociedad; o hasta qu punto lascrisis producen grietas en los lmites de la imaginacin nacional (en los lmi-tes hegemnicos de los modos de interpelacin, identificacin y accin) yhasta qu punto esos lmites se hacen presentes dramticamente en las mane-ras en que las crisis son procesadas.

    La otra dimensin central, la contracara de la idea de trastienda, se refie-re a los usos polticos de la cultura en las situaciones de crisis. Se trataba deabordar los cambios que se producen en las identidades sociales y polticas enel proceso de crisis, los cambios en las formas de participacin,inclusin/exclusin, en las formas de nominacin, la difuminacin o reapari-cin de identificaciones tnicas o nacionales. Por otra parte, se trata de consi-derar las polticas culturales de los estados y los diversos actores sociales queactan la crisis y en la crisis. Especialmente, atender a los usos de una cultu-ra de la paz o una cultura para el desarrollo en los cuales se anuncia la pre-tensin de saldar simblicamente aquello que no hacen la economa o las ins-tituciones. En ese sentido, una entrada estratgica son las polticas de recono-cimiento cultural de los estados y de los movimientos sociales. Por ltimo,aunque no menos importante, preguntarse acerca de las nuevas formaciones omovimientos culturales y contraculturales que surgen en el proceso de crisis,la creatividad popular y las nuevas estticas. Es decir, aquello que transformaa la cultura en un epicentro de la lucha poltica, as como en otro plano esalucha poltica est hecha de modos de imaginacin y accin sedimentadas.

    LA CULTURA EN LAS CRISIS LATINOAMERICANAS

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  • A partir de estos ejes, los miembros del Grupo de Trabajo desarrollamosestudios de caso en Venezuela, Colombia, Ecuador, Per, Uruguay, Brasil,Argentina y Puerto Rico1. Esos estudios fueron posteriormente distribuidos alos miembros ms senior del GT, proponindoles que desarrollaran reflexio-nes a partir del proyecto de trabajo del Grupo, buscando, cuando valiera lapena, dialogar con los estudios de caso. Esos textos tambin fueron distribui-dos entre todos los miembros del Grupo a medida que iban llegando. Si cadatexto mostraba que se haba iniciado un dilogo, cuando nos reunimos enjunio de 2003 en Buenos Aires haba diversos temas superpuestos sobre losque los miembros del GT estbamos discutiendo.

    Esos dilogos previos a la reunin y desarrollados durante la reunin estnincorporados en los textos de este libro de maneras diversas, a veces conpequeas correcciones, otras veces dando origen a textos muy diferentes delos originalmente presentados entonces. En ese sentido, este libro es el resul-tado de un proyecto y de un dilogo colectivos que pretendieron asumir (noresolver) los desafos de las preguntas sobre el papel de la cultura en las crisis.

    Me gustara, sin embargo, puntualizar brevemente tres cuestiones debati-das en la reunin que por su carcter vale la pena explicitar en esta introduc-cin. Una cuestin conceptual clave se refiere a lo nacional en el anlisis cul-tural. Hace pocas dcadas atrs lo nacional era muchas veces un presupuestoepistemolgico invisible en el anlisis social. Cuando se hablaba de estruc-tura social o de sistema poltico muchas veces se presupona el carcternacional de la sociedad, de la poltica y, por qu no decirlo, de la cultura. Escierto que estas tendencias convivieron con perspectivas ms internacionales,pero lo nacional no era cuestionado como un marco histrico contingente.

    En los ltimos aos, al contrario, la asuncin de la contingencia de lonacional gener una dinmica opuesta que buscaba huir despavorida de cual-quier variante de adjetivar la cultura con la nacin. La investigacin histri-ca y antropolgica mostr que la nacin haba sido un proyecto histrico deconstruccin de hegemona. Pero esa constatacin, en s misma invalorable,no implicaba que lo nacional como sedimentos de aquella historia dejarade ser clave en esas trastiendas de las crisis y de la cotidianidad poltica. Lostextos reunidos en este libro no asumen una perspectiva tericamente homo-gnea respecto de lo nacional, pero s tienen en comn que trabajan sobre esatensin de maneras complejas, considerando a la vez cmo la historia operasobre las prcticas y cmo las agencias reconstruyen y apelan a las memorias(ver Garca, Grimson, Martn-Barbero, Mato, Ochoa, Salas).

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    1 No se incluyen en el libro los estudios de Uruguay y Puerto Rico.

  • Algo diferente sucede con otro trmino clave: crisis. La polisemia de cri-sis coadyuva a que usemos y a veces abusemos del trmino. En varios pasesde Amrica Latina y en el conjunto del subcontinente resulta comn diag-nosticar una situacin de crisis. Pareciera que las crisis (econmicas, polticas,culturales) se abren, pero no se cierran. Como si cada crisis fuera peor que laanterior, en una narrativa que tiene presentes elementos de una concepcinteleolgica, como si pudiera mantenerse alguna certeza del agravamiento acu-mulativo hasta el inexorable fin del sistema. El riesgo all es que una expre-sin de deseos se convierta en diagnstico. Cuando eso sucede, el diagnsti-co irreal deviene otro obstculo de la realizacin del deseo.

    La crisis se convierte en un trmino presente en todo diagnstico y, comodice aqu Ochoa respecto de Colombia, el estado de excepcin deviene coti-dianidad. Hay pases, como la Argentina, donde la crisis se convierte en unaclave del propio relato nacional (Neiburg), en una verdadera ideologa(Mar). Cuando esto ocurre es necesario asumir la crisis como una repre-sentacin social que merece ser analizada en s misma. Se trata, como siem-pre, de distinguir el uso social del uso sociolgico de un trmino. No asumirla descripcin de sentido comn como un anlisis de la realidad, sino comouna categorizacin que merece ser estudiada. Al fin y al cabo, son necesariosalgunos procesos sociales y culturales para que la poblacin de un pas serefiera a su nacin a partir de su constante crisis. O sea, el diagnstico de cri-sis puede ser tambin un objeto de investigacin. Qu sentidos de crisiscirculan entre los actores sociales? Se trata de crisis econmicas, polticas,de crisis nacionales? Cmo conceptualizar que la crisis sea una represen-tacin colectiva del pas, de la regin?

    Para analizar estas representaciones sociales resulta necesario considerarque una definicin social de crisis siempre refiere a un cierto imaginario y auna configuracin cultural. Es comn que los extranjeros visiten un pas quese autodefine como en crisis y que no puedan entender de qu se trata. Estoocurri en varias ciudades latinoamericanas, pero tambin sucede con latino-americanos que viajan a Estados Unidos, a Europa o a economas dinmicasde Asia. Y la crisis dnde est?. Mirada desde fuera la vida social pareceseguir su curso, la gente camina y se encuentra en las calles, los negocios pue-den estar ms o menos llenos, la vida sigue. Por eso, la representacin de unasituacin como de crisis es siempre una definicin localizada, inserta en unacierta tradicin y ubicada en una lnea entre el pasado y el presente.Recesin puede ser una forma general de crisis econmica, pero un ndicedeterminado de desocupacin puede ser una referencia grave en un pas ynormal en otro. As, en Venezuela crisis puede ser intento de golpe de esta-

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  • do, en Argentina corralito o desocupacin, y en Estados Unidos el aten-tado del 11 de septiembre. As, no slo los hechos son diferentes. Sobre todoson distintas las significaciones sociales de los hechos. Y crisis es la explici-tacin sinttica de una trama de significaciones. Especialmente, una sntesisde una relacin entre un pasado, real o imaginario, y un presente de anlogoestatuto.

    Ahora bien, hay otra dimensin que se refiere a cmo definimos crisisdesde las ciencias sociales. Es sabido que no resulta til un concepto que seaplica a todas las situaciones. Cul es el trabajo terico que esperamos del concepto de crisis? Se puedepensar en que slo hay crisis cuando hay momentos dominados por la rup-tura. Ahora, las crisis econmicas tienen caractersticas discutibles pero rela-tivamente definidas. Algo similar sucede con las crisis polticas.

    Cmo definir una crisis sociocultural? Qu tipo de discontinuidadesdebe haber para que podamos con rigurosidad establecer ese diagnstico?Sobre esto hay bastante trabajo terico por realizar y aqu slo querramosmencionar ciertos elementos que parecen claros despus de la reunin. Unacuestin clave se refiere a ponderar el papel de las percepciones sociales. Laspercepciones y definiciones sociales reingresan como indicador complejo aconsiderar en la elaboracin del diagnstico. En economa, una situacin dedesconfianza generalizada, es decir, una percepcin social de una situacincomo de crisis, puede ser el desencadenante de una situacin inmanejable.Justamente, la prdida de control en una dimensin tiene relacin con laeficacia acerca de las creencias, de la confianza y de las decisiones de los acto-res. Al mismo tiempo, hay indicadores relativamente claros acerca de qu espor ejemplo recesin.

    En el plano sociocultural tambin podemos distinguir la dimensin de lapercepcin de la crisis de otros elementos a considerar en el anlisis. La cri-sis de confianza o la percepcin generalizada de que una creencia comparti-da devino inviable, o de que en cualquier sentido relevante el mundo ya noes el que era (hay un desgarramiento en el sentido comn), todo ello conflu-ye en un punto: el diagnstico que los propios actores sociales hacen de lasituacin. Hay otra dimensin en la cual los diagnsticos podran ser msespecficos en el sentido de buscar puntualizar qu tipo de crisis estamosabordando, si es que en algn sentido es efectivamente una crisis. Por ejem-plo, una crisis de representacin es, tambin, una crisis de confianza.Cmo se establece el grado de confianza? Resulta claro que en la Argentina,en 2001, se abri una crisis de representacin que obviamente haba tenidoantecedentes relevantes. Esa crisis se tradujo en muchos procesos, entre los

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  • cuales se destacaron procesos de movilizacin y organizacin. Hoy las asam-bleas populares se han desdibujado seriamente y no hay movilizacionesimportantes en ese sentido. El debate pasa a otro plano del anlisis: de indi-cadores abiertos y claros se pasa al terreno sinuoso de las interpretacionesacerca de las creencias y voluntades de los electores o ciudadanos. Valdra lapena asumir que el trmino crisis de representacin no tiene la misma efi-cacia conceptual cuando se aplica a hechos tan dispares.

    Siempre existe el riesgo del etnocentrismo. Si un diagnstico de crisis delrelato nacional se realiza desde el supuesto de que alguna vez las narracionespatriticas sern lo que fueron en el pasado, si el diagnstico de crisis pol-tica se postula comparando con las pasiones que se movilizaban en otraspocas, si el diagnstico de crisis cultural se afirma desde la imaginacin decmo las cosas deberan ser, y muchas otras variantes, no se estaran deba-tiendo las caractersticas de una configuracin, sino exclusivamente intentan-do incidir en ella. Claro est que no se trata slo de asumir la tarea de inter-pretar pequeas parcelas del mundo, sino de asumir que esas interpretacionesson parte de ese mundo y lo transforman en algn sentido. Un problema quehace tiempo conocemos radica en las pretensiones de asepsia. Otro problemamuy serio consiste en concebir que las interpretaciones son instrumentales enrelacin a esa transformacin y que, por lo tanto, la calidad del anlisisdepende de sus efectos. Cuando reina ese pensamiento instrumental, dondeel anlisis es un medio, los efectos se consideran slo en el corto plazo, mien-tras que los efectos del pensamiento social son ms extensos y complejos.Valdra la pena ms bien retomar la tradicin que consideraba que el conoci-miento certero era condicin -no medio- de la capacidad transformadora.

    A esto se refiere Garca Canclini cuando planta la cuestin de las polticasculturales y el desarrollo en su dimensin nacional y latinoamericana.Complementariamente con este nivel de polticas estatales (que est muy pre-sente tambin en Ocho y Dagnino, entre otros) se plantea la cuestin de lasrelaciones entre los intelectuales y los movimientos sociales. Se trata de unaantigua y siempre renovada cuestin, sobre la que este libro ofrece una ver-dadera diversidad de posiciones. Si ningn texto en esta compilacin alcanzael pesimismo total de la razn incluso si sabemos que hay razones paraestar advertidos de excesivas ilusiones tampoco se encontrar la plenituddel optimismo de la voluntad, an si como es el caso abundan entre los auto-res el empeo y el fuerte compromiso.

    Trabajando en esas tensiones complejas, sin embargo, podrn leerse posi-ciones divergentes implcita y explcitamente. Hay anlisis de los actores(como Catela o Briones), de las acciones (como Vich), de las convergencias

    LA CULTURA EN LAS CRISIS LATINOAMERICANAS

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  • INTRODUCCIN

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    perversas (como Dagnino). Hay diferentes escalas y distancias analticas,donde muchos de estos anlisis son considerados en marcos ms abarcativos(como Jelin o Martn-Barbero). Y hay reflexiones que llevaron a dilogosdirectos entre el texto y los sujetos sobre los cuales se reflexiona, como el casode Reguillo con los zapatistas, que impulsa a explorar otros dilogos simila-res. De otra manera, retomando la cuestin de los derechos humanos, las ten-siones entre universalismo y particularismo en relacin a la cultura y la crisisson abordadas crticamente por Lins Ribeiro.

    La cultura en las crisis latinoamericanas puede leerse como un conjunto deaportes empricos y conceptuales a estos debates. El Grupo de Trabajo pre-tendi asumir as el desafo de investigar y reflexionar crticamente sobrenacin y regin, cultura y crisis, intentando dar cuenta de la multiplicidad delas hegemonas que nos atraviesan.

    Los textos que se publican aqu fueron el resultado de un ao de trabajosobre un eje temtico en diversos pases, y del dilogo construido posterior-mente. En ese dilogo, en la propia reunin participaron activamente (aunqueno hay textos de ellos en este libro) Hugo Achugar, Silvia Alvarez, EduardoArchetti, Aldo Marchessi, Pablo Semn y Kristi Anne Stolen. A todos y cadauno de ellos, as como a todos los autores incluidos aqu, muchas gracias porsus aportes a este proyecto.

  • Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna,jugu mi corazn al azar y me lo gan la violencia

    Jos Eustacio Rivera

    INVOCAR LA IDEA de crisis en relacin a Colombia significa nombrar, ms queun estado de excepcin, un estado de permanencia; o por lo menos, de ccli-co retorno de lo crtico bajo diferentes rostros, todos ellos marcados por laviolencia. Si la idea de crisis se invoca para nombrar un estado de excepcin,aqu el estado de excepcin es la regla.

    Dice Walter Benjamin: La tradicin de los oprimidos nos ensea que elestado de excepcin es la regla. Tenemos que llegar a un concepto de historiaque le corresponda. Entonces estar ante nuestros ojos, como tarea nuestra,la produccin del verdadero estado de excepcin; y con ello mejorar nuestraposicin en la lucha contra el fascismo (Benjamin, 1995: 53). Qu signifi-ca vivir un estado de excepcin como cotidianidad?

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    ANA MARA OCHOA GAUTIER*

    SOBRE EL ESTADO DE EXCEPCINCOMO COTIDIANIDAD:

    CULTURA Y VIOLENCIA EN COLOMBIA

    * Doctora en etnomusicologa, Universidad de Indiana. Profesora de etnomusicologa, Departamentode Msica, Columbia University.

  • Cmo se redefine la idea misma de crisis en dicha situacin? Cul es elestado de excepcin dentro del estado de excepcin que Benjamin invoca?Este ensayo busca elaborar estas preguntas, tomando como punto de partidaalgunas dimensiones de la actual situacin colombiana. Primero, algunascaractersticas generales del estado actual de violencia; segundo, la redefini-cin de la idea de la cultura durante las ltimas dos dcadas para nombrar elanhelo de paz y convivencia. Poniendo en relacin estos dos aspectos, podr-amos reformular las preguntas iniciales en torno a la idea de estado de excep-cin en el contexto especfico colombiano, anticipando parte del anlisis.Qu implica pedirle a la cultura que restaure mbitos de convivencia?Cul es el estado de excepcin que nombra la correlacin violencia-cultura?

    LA CULTURA, LA VIOLENCIA

    Durante las ltimas dos dcadas en Colombia la idea de cultura ha pasadoa nombrar, cada vez ms, un anhelo de resolucin no blica del conflictoarmado o del estado exacerbado de violencias. La cultura sera aquel espa-cio que hara posible generar un nuevo estado de convivencia. Dicha pro-puesta ha aparecido reiterada por un lado desde el mbito gubernamental,especialmente desde la Constitucin de 1991 y desde la creacin delMinisterio de Cultura, en 1997, llamado tambin Ministerio de la Paz1.

    Pero el discurso de la cultura como aquello que permite dar el paso haciaalguna forma de la convivencia no violenta no es, ni mucho menos, unmonopolio del gobierno. Aparece tambin reiterado por grupos de artespopulares en diversas ciudades y regiones del pas, intelectuales y artistasletrados de diverso tipo e integrantes de los movimientos sociales.

    La idea de cultura como un mbito desde el cual es posible construir lapaz se traduce de distintos modos. La cultura sera aquello que permitirareconstruir la convivencia o el tejido social; crear una zona de distensinen medio de la violencia; darle una ruta diferente a los histricos hbitos dela venganza que llevan a la persistencia infinita de la guerra; permitir la pre-sencia del duelo o transformar el sentido mismo de la poltica; deconstruir la

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    1 Como lo han remarcado varios autores, la Constitucin del 91 marca un quiebre de definicin dela relacin Estado-nacin al pasar de la nacin mestiza a la nacin plural. La redefinicin de lo cul-tural en el espacio nacional pasa por la implementacin del paradigma de la diversidad como para-digma de la relacin Estado-nacin. Esto ha sido altamente significativo y ha implicado un cambiode la nocin de cultura en el espacio pblico y de las dinmicas de los movimientos sociales en elmbito nacional.

  • historia de exclusiones para transformarla en procesos de inclusin. El hechoque confrontamos es que las diversas violencias no slo le han cambiado elrostro al pas; estn cambiando lo que nombramos por cultura. Para tratar decomprender la incidencia de las violencias en el sentido de lo cultural y loartstico, es importante considerar qu nociones de violencia, y por tanto dela relacin entre cultura y paz, se invocan.

    Cuando se le ponen cifras a la epidemia de muertes violentas en el pas,se menciona que el conflicto armado aporta del 15 al 20% de los homici-dios en Colombia y el resto se atribuye a las otras manifestaciones de la vio-lencia (Palacios, 2001: 33). Pero el problema va ms all de lo que dicen lascifras2. En Colombia varios autores han sealado la heterogeneidad de losfenmenos violentos y, ligado a esto, el emborronamiento de las fronterasentre terror organizado y desorganizado, factores ambos que contribuyen ala generalizacin cotidiana de la violencia. Como dice Daniel Pcaut: Eneste momento la violencia es una situacin generalizada. Todos los fenme-nos estn en resonancia unos con otros. Se puede considerar, como es nues-tro caso, que la violencia puesta en obra por los protagonistas organizadosconstituye el marco en el cual se desarrolla la violencia. No obstante no sepuede ignorar que la violencia desorganizada contribuye a ampliar el campode la violencia organizada. Una y otra se refuerzan mutuamente. Habra queser muy presuntuoso para pretender todava trazar lneas claras entre la vio-lencia poltica y aquella que no lo es... Lo seguro es que ya nadie est al abri-go del impacto de los fenmenos de la violencia (2001: 90).

    Este proceso de banalizacin de la violencia, que algunos asocian con sutransformacin en barbarie o en terror (Franco, 1999; Pcaut, 2001), ha lle-vado a considerar que cuando se invoca la dimensin social y cultural de lapaz no se separan tajantemente los efectos violentos de la guerra de los efec-tos violentos de un proceso avanzado de generalizacin de las prcticas de lacriminalidad y de la instauracin de ticas personalizadas de lo pblicomediadas por la violencia. En esta retroalimentacin entre prcticas violentasdiversas, se construye en Colombia una mediacin de lo social que redefinedrsticamente la relacin de los ciudadanos con el poder, con los semejan-tes, con el espacio y que se traduce en la presencia de ticas guerreras y ciu-

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    2 De hecho, la interpretacin de estas cifras ha desatado una polmica entre politlogos colombianosque va ms all de este texto. Lo importante a resaltar es que las fronteras de lo que es o no violenciapoltica y de las retroalimentaciones entre diversas formas de violencia se complejizan al cotejar losnmeros de las diferentes formas de violencia, regin por regin. Lo importante de sealar aqu esque los lmites entre diferentes formas de violencia han dejado de ser evidentes.

  • dadanas del miedo (Rotker, 2001: 5); ciudadanas donde uno de los facto-res determinantes en la mediacin de lo social es la angustia cultural(Barbero, 2000).

    Las vctimas de los conflictos blicos de fines del siglo XX y comienzos delsiglo XXI son, cada vez ms, personas de la llamada sociedad civil; en todocaso, no son combatientes militares. Este emborronamiento de las fronterasno es nuevo en Colombia, donde histricamente se ha confundido el campode la poltica con el de la guerra, el de las leyes con el de la sangre, atizandola venganza como espritu que aletea sobre el espacio pblico y el privado(Perea, 1996; Restrepo, 1997). Pero mientras la violencia de los cincuenta sedio en el contexto de un gran aislamiento del pas, la guerra actual se da enel contexto de la globalizacin y exige ser pensada desde sus tramas locales,nacionales y transnacionales, y desde la agudizacin crtica de su presencia enla sociedad (Uribe, 2001).

    Segn Pcaut, en Colombia hay una guerra contra la sociedad (2001).Pero hoy en da Colombia no es el nico pas en esta situacin. El hecho deque a lo largo del siglo XX el conflicto blico se haya desplazado de los cuer-pos militares a los cuerpos ciudadanos ha alejado la accin armada de uncampo de batalla -es decir, de un lugar donde se enmarca la accin armadafcilmente como teatro de operaciones-, y lo ha acercado a las cotidianida-des espaciales de las personas en diversos pases del globo. Segn David Heldy Mary Kaldor, en esta nueva guerra... la violencia es dispersa y fragmenta-da, y est dirigida contra los ciudadanos; y los objetivos polticos se combi-nan con la comisin deliberada de atrocidades que suponen una violacinmasiva de los derechos humanos... el objetivo... en s es conseguir poder pol-tico a travs de la propagacin del miedo y el odio (Held y Kaldor, 2001).Hay que cuestionar qu tan nuevas son estas guerras, sobre todo en pases delTercer Mundo caracterizados por impunidades, desapariciones organizadas,intervenciones externas veladas, ajusticiamientos extra-juicio y corrupcin.

    Lo que es novedoso ms bien es que estas caractersticas se han afianzadoen actores armados de muy diferente naturaleza ideolgica y se han globali-zado adquiriendo formas particulares en diferentes situaciones y lugares con-cretos. Lo que interesa sealar es que estos conflictos armados compartenvarias caractersticas con otras formas de violencia: la prdida de la distincinentre lo pblico y lo privado, la prdida de la sacralidad de la vida que com-portaba ciertas ticas guerreras (Ignatieff, 1998), la prdida de un sentido deciudadano con derechos, y el cultivo del miedo como espacio para construirpoder. La obra de Kaldor (pre-11 de septiembre) tiene el mrito de ubicar losconflictos blicos en una situacin globalizada de trfico de armas, drogas,

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  • intereses econmicos entre superpotencias y violacin masiva de derechoshumanos.

    Segn el historiador Marco Palacios, en Colombia el fratricidio colecti-vo ha sido fuente de nacionalidad (Palacios, 2000). Lo nuevo, en el casode Colombia, no es tanto el perfil del miedo y la violencia como modos deaccin poltica, sino la exacerbacin masiva de su presencia a travs de tramasen que se conjuga la historia local de la violencia con las dinmicas transna-cionales del terror. En este desplazamiento del miedo, como tctica socialmultiplicada, se transforma drsticamente la relacin cultura-violencia, yaque el momento teatral de la batalla deja de ser el espacio donde se dirime elconflicto cuando slo queda el recurso a las armas, y pasa a ser una media-cin constante del sentido mismo de la ciudadana. Asistimos, por tanto, noslo a la multiplicacin y mundializacin de guerras contra la sociedadcivil, sino tambin a la instauracin del miedo en el ciudadano no guerrero,como objetivo poltico globalizado.

    A esto debemos sumarle las caractersticas de la llamada violencia no orga-nizada. Distintos autores hacen una distincin macro entre violencia organi-zada, es decir, aquella que tiene el potencial de convertir la organizacin enelemento de acumulacin de poder (Perea Restrepo, 2000: 405) como losgrupos armados organizados o el narcotrfico y aquellas violencias de natu-raleza menos orgnica, ms cotidiana, y supuestamente espontneas, talescomo la pandilla. Tambin se hacen distinciones entre violencia poltica,obediente a un proyecto colectivo de transformacin de la sociedad, y lasviolencias restantes amarradas a resortes particulares y bsquedas econmicas(ibdem, p. 405).

    Tambin aqu se redefinen las tramas mismas del poder y del miedo. Sipara unos la posibilidad de ser vctimas o la realidad de haberlo sido se cons-tituye en una marca de angustia permanente, para otros, como los pandille-ros, la posibilidad de infligir miedo se constituye en capacidad de provocarrespeto all donde todo lo dems es exclusin (Perea Restrepo, 2000). DiceCarlos Mario Restrepo: (...) la pandilla es un proyecto de poder contun-dente, pretende el temor y la admiracin del vecindario. No le interesa nadadiferente, se basta con el control de un reducido territorio, sus intercambiosy las contingencias asociadas a la satisfaccin de sus apetencias. De resto, laconquista de espacios amplios o de injerencias polticas desborda sus clcu-los. Con todo, su poder eficaz los conecta ms all del vecino, se ligan a losflujos delictivos y adquieren una dinmica siguiendo las fuerzas de los con-textos urbanos donde habitan (Perea Restrepo 2000: 425-426).

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  • Aqu, el sentido de la lucha por el poder no radica necesariamente en lacapacidad de transformacin de una realidad social donde la exclusin esextrema, sino en la capacidad misma de producir miedo. Las ticas guerre-ras de los excluidos (Salas, 2000), la temporalidad efmera de sus vidas, lasheridas corporales de combate adquiridas en sus pequeas guerras de pavi-mento (Perea Restrepo, 2000) ostentadas como tatuajes de supervivenciaheroica (Perea Restrepo, 1999; Salas, 2000), se alimentan de la certeza de queen algunos lugares la lnea divisoria entre la vida y la muerte es extremada-mente tenue. Se alimentan tambin de la certeza, aun ms contundente, queles da un mundo descontrolado: en el terreno de las violencias contrapuestas,la lucha por el poder es un mbito crucial de supervivencia. La impunidad,la corrupcin, la tortura a los presos, los actos policiales o privados extra-jui-cio, los secuestros como prctica para solventar la economa del cotidiano opara financiar guerras, se superimponen unos a otros generando una tica deldesencanto que atraviesa el sinsentido de lo social y de lo personal.

    La trasgresin de la vida como lugar de trascendencia y de la sacralidaddel cuerpo como lugar que contiene la vida cuestiona nuestra idea de la luchapor la transformacin del poder como algo esencial para la creacin de unnuevo orden. Pero no por ello estas violencias son totalmente apolticas. Ensu habitar el extremo, en su manifestacin de la barbarie (Salas, 2000), en suopcin por romper con todo sentido de los rdenes sociales, develan la [pro-fundidad de la] crisis y la [magnitud de la] exclusin (Perea, 2000: 427).Ciudadanas del miedo, prcticas de la inseguridad, ticas del desencan-to trminos todos con los que tratamos de nombrar el desorden que noshabita. Trminos todos que nos remiten al hecho de que la violencia impac-ta profundamente las estructuras del orden social y cultural. Esto es lo que,en un primer momento, se nombra con la idea de estado de excepcin. Perono es todo.

    Es generalmente en este clima de urgencia que la cultura se invoca y apa-rece como el hilo que podra suturar las heridas sociales y restaurar el tejido dela vida en comn. Pero en ltima instancia, qu entendemos por arte y cul-tura en estos contextos? Qu es lo que se invoca cuando se nombra a la cul-tura con ansias de convertirla en remedio de una sociedad que se desangra?

    LA CULTURA Y LAS ARTES COMO MBITO DE CONVIVENCIA

    En este mbito, cuando se invoca la idea de paz se hace referencia no slo alconflicto armado sino que se la define como algo que es equivalente a dete-

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  • ner el proceso de destruccin social y hacer la transicin hacia erigir unanueva sociedad (Salazar, 2000: 178). Alonso Salazar incluso llega a decir quela paz no es la resolucin de un conflicto armado, sino la construccin deun nuevo contrato social y la institucionalizacin de un orden democrticono excluyente en lo poltico, lo econmico, lo social y lo cultural (AlonsoSalazar, 2000: 178).

    Es evidente que cuando se habla de cultura como mbito para la paz y/ola convivencia se invocan propsitos amplios que coinciden con la generali-zacin de la violencia como rasgo social definitorio: construir la paz significaentonces crear nuevas narrativas que no sean excluyentes de la diversidad denuestros pases; construir nuevas prcticas de convivencia y tica que contra-rresten el imperio de la muerte violenta; invocar un nuevo orden de civilidad;transformar la herencia de venganza a travs de la elaboracin del duelo.Vemos as que el tema de la cultura como estrategia hacia la paz entra enaquella esfera que Malcolm Deas denomina los propsitos generales de lapaz (Deas, 1999: 179). Es decir, esferas relativamente abstractas de idealestales como la justicia y la igualdad que tienen que ser traducidas en pro-puestas cotidianas de accin.

    Pero una cosa es proponer que la cultura permite un proceso de recons-truccin social hacia la paz. Otra, sin embargo, es traducir ese ideal en prc-ticas concretas. Al tratar de mediar entre la amplitud y abstraccin de las pro-puestas de la cultura como estrategia de paz y los anlisis detallados de lospolitlogos, socilogos, historiadores, antroplogos y otros del conflictoarmado colombiano, surge la sensacin de que hay un abismo entre ambasaproximaciones cuyo trnsito parece no tener mapas muy claros de recorridoconcreto. Si bien pareciera en una primera instancia que la retrica de la cul-tura como camino hacia la paz responde a los criterios instrumentales de locultural que caracterizan la poca actual, aqu tambin surge una retricasobre un sentido trascendente de la cultura que la liga no slo a nuevos tiposde movilizaciones por derechos, sino tambin a nuevos modos de construir lasubjetividad desde lo cultural. Lo que se invoca no es slo una necesidad dereestructuracin social all donde todo parece haber fallado, sino tambin unespacio para adquirir sentido de trascendencia mnima donde todo lo demsnombra el miedo y el desajuste social y poltico.

    Es en este campo que podemos constatar que la cultura no es slo asuntode derechos. Es tambin un campo abierto a los deseos, a la pregunta por elsentido de la subjetividad. En ciertos casos, por tanto, se establece una com-pleja relacin entre la instrumentalizacin de la cultura, como mbito dederechos, y la movilizacin de lo cultural y lo artstico como mbito del deseo

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  • que no siempre se traduce en meras necesidades. Es all donde podemos cues-tionar la nocin de que la esfera primordial que redefine lo cultural en laactualidad es su funcionalizacin pragmtica hacia lo social. Hay un sentidode trascendencia de lo cultural asociado al sentido de la esperanza y del deseoque acompaa la concientizacin de los extremos a que nos llevan la exacer-bacin de las violencias y los miedos (Reguillo, 2000). Pero ese sentido pare-ce aflorar cuando lo cultural se aborda no slo desde su aspecto social, sinotambin desde sus imbricaciones con lo esttico y lo comunicativo. En lasestrategias que plantean lo cultural como camino hacia la paz, se establece portanto una relacin compleja entre lo cultural como lo cotidiano y lo culturalcomo lo esttico, ligados ambos a las necesidades de alternatividad en lareconstruccin de lo social, en una dialctica permanente entre la culturacomo campo de deseo y como campo de derechos. La movilizacin de lo cul-tural como posible campo de reconstruccin nos remite al campo de las pol-ticas culturales.

    CULTURA, ARTES Y TRANSFORMACIN SOCIAL

    Todo proceso de gestin artstica pensado como poltica cultural tiene comotrasfondo la idea de que la cultura, y ms especficamente las artes, contie-nen el potencial de transformar la sociedad o por lo menos de conducir lasociedad hacia niveles cvicos de convivencia. Histricamente, una de las fun-ciones de las polticas culturales es definir los lmites culturales adecuados delsujeto a partir del cual se construye este orden cvico, tanto en trminosmorales como en su calidad de sujeto social, es decir, su tica social.

    En su libro The Well Tempered Subject (El sujeto bien temperado), TobyMiller examina cuatro tipos de sujeto social producidos por las polticaspblicas bajo el signo de civismo: el sujeto ticamente incompleto que nece-sita entrenamiento hacia su humanidad, es decir, que necesita ser entrenadocomo sujeto para convivir en sociedad; el pblico nacional en necesidad deun espejo dramtico en el cual reconocerse a s mismo; el sujeto pblico pol-ticamente incompleto que necesita entrenamiento democrtico en trminosde ciudadana y el consumidor racional que necesita ser alineado en trminosdel sujeto pblico (Miller, 1993: xi-xii). En sociedades donde logra estable-cerse la modernidad occidental como orden social primordial, las polticasculturales son vistas como parte del aparato poltico que instaura ciertos sen-tidos dominantes de lo tico y lo pblico a partir de su visin particular decivilidad. El marco terico desde el cual se formula esta propuesta presume la

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  • existencia de un poder dominante (un control relativo del uso del poder pol-tico y militar), una institucionalidad relativamente responsable y un marcojurdico y legal ms o menos confiable en sus polticas pblicas y en la inte-raccin con sus ciudadanos. Es decir, un orden relativamente racional. Lafundamentacin de esta racionalidad es que la civilidad en estas sociedades seconstruy a travs de la exclusin de la violencia. Dice Jess Bejarano: Lacivilizacin en efecto, fue normalmente entendida como un proyecto encar-gado de resolver el siempre permanente problema de descargar, desactivar ysublimar la violencia; la incivilidad (las costumbres brbaras y ruines) fuesiempre el enemigo permanente de la sociedad civil. En esa concepcin, el iti-nerario hacia la civilizacin se ve como una lenta pero regular eliminacin dela violencia en los asuntos humanos como caracterstica del proceso civiliza-torio (1999: 274).

    Autores como John Keane, Mara Cristina Rojas y Jess Bejarano sealanque la historia demuestra lo contrario: la instauracin del orden civilizatoriooccidental se ha dado a travs de la violencia3. Sin embargo, es precisamenteeste gesto conceptual -el que excluye la idea de violencia como algo que estpresente crnicamente en el proceso civilizatorio- el que permite hacer otrotipo de extrapolaciones. La idea de sociedad civil, por ejemplo, que durantelos ltimos tiempos ha sido un estandarte de la re-edicin de utopas desociedades autoreguladas (Rabotnikov, 2001), ha estado asociada fuerte-mente a un pensamiento de comunidad imaginada que no tendra los pro-blemas de autoritarismo que s tienen otras esferas (como el Estado)(Bejarano, 1999; Rabotnikov, 2001). La cultura y las artes -ambos conceptosasociados a la idea de civilidad o, por lo menos, de cohesin social, ya seadesde las bellas artes, desde el folclor o desde la antropologa- tambin ven-dran a ubicarse del lado de la idea de civilizacin en el binomio civilizacin-barbarie. La idea de polticas culturales como un eje desde el cual constituirla sociedad se da entonces al escindir lo violento de la nocin misma de civi-lizacin, sociedad civil, cultura y artes. Es decir, se da sobre la idea de que laviolencia no es uno de los rdenes de la racionalidad y de las relaciones huma-nas, lo cual ha sido uno de los supuestos de la sensibilidad burguesa occi-dental (Jackson, 1998). Este pensamiento burgus occidental sobre lo cultu-ral tiene varias consecuencias para pensar las polticas culturales.

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    3 Renato Ortiz nos recuerda que eso no es exclusivo de la historia de la civilizacin occidental. Otrosprocesos civilizatorios como el japons o el islmico tambin han tenido sus historias de violenciapara instaurarse como regmenes dominantes. Ver Ortiz (2000)

  • En primer lugar, las polticas culturales van a aparecer como un ordencohesionador- represivo (segn el lente con que se le mire) de la sociedad,especialmente cuando el trmino aparece asociado casi automticamente, ensu concepcin ordinaria, al orden dominador del Estado4. La batalla entre laspolticas culturales y los artistas como campos opuestos entre s, caracters-tica de la modernidad y an vigente en muchos crculos, est basada en granparte en una lucha por deslindar la creatividad artstica (asociada a ideales delibertad, alternatividad, trascendencia del sujeto y ruptura), de los dispositi-vos de poder, del lenguaje edificador y disciplinario de las polticas culturaleshistricamente implementadas por el Estado y la institucionalidad artstica,educativa y religiosa. Esta lucha entre lenguajes libertarios del sujeto y coop-taciones por parte de la institucionalidad oficial tambin ha trascendido a laindustria del entretenimiento y es altamente visible en la manera en quegneros populares pensados originalmente como alternativos (el rock, elpunk, la msica electrnica) se ven traicionados en su autenticidad por suinclusin en la maquinaria comercial de la industria (Ochoa Gautier, 1999).

    Este sentido del arte, como potencial estructurador o trasgresor de unorden cvico y jerrquico social establecido, subyace en muchos de nuestrospresupuestos sobre el sentido de las formas artsticas. Como bien dice SusanMcClary refirindose a la msica: Los gneros [artsticos] y las convenciones[formales] se cristalizan porque son tomados como naturales por una comu-nidad especfica: ellos definen los lmites de lo que cuenta como un compor-tamiento musical adecuado (McClary, 1992: 27). Muchos hemos experi-mentado la manera en que una trasgresin formal (el ejecutar un bambucocon una armona disonante, por ejemplo) se traduce como una trasgresinmoral del sujeto (que por tocar esa msica se vuelve moralmente cuestiona-ble) y como la fuente de un desorden ruidoso no deseado en las esferas domi-nantes de la sociedad. Tambin hemos visto cmo ciertas expresiones cultu-rales quedan vinculadas a una idea de incivilidad en la historia de violenciasrepresentacionales (le pas a las msicas de fuerte influencia africana enColombia, como la cumbia). Las polticas culturales, entonces, se presentanfrecuentemente como luchas entre formas diferenciadas de concebir la rela-cin entre artes, cultura y sociedad. Por un lado encontraramos las prcticas

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    4 Histricamente la esfera que articul las polticas culturales fue la del Estadonacin. En la actua-lidad la idea de polticas culturales remite a otras esferas de lo pblico: mercado, movimientos socia-les, grupos artsticos, instituciones transnacionales como la UNESCO. Popularmente, sin embargo,frecuentemente prevalece la nocin de que poltica cultural es algo que el estado le hace a las artes.Para nociones comparadas de poltica cultural ver Ochoa Gautier (2003).

  • artsticas dominantes, es decir, aquellas que despliegan el sentido apropiadoy cvico de un orden racional concreto. Y por otro encontraramos aquellasen que los artistas se niegan a plegarse a los cdigos y prcticas que se reco-nocen como vlidos. Desde esta perspectiva modernista, de luchas entre unorden establecido y un orden trasgresor, las polticas culturales se ubican enla coyuntura de la relacin entre tecnologas del poder -aquellas prcticas quedisciplinan la sociedad y la civilidad- y tecnologas del sujeto -aquellas prc-ticas como la sexualidad, la experimentacin artstica, la creatividad, la medi-tacin, que permiten a la persona experimentar con el sentido mismo de supropio ser (y supuestamente transgredir los cdigos autoritarios instaurados).Ms que un orden civilizatorio instaurado desde las artes, lo que tenemos esuna serie de guerras culturales a travs de las cuales se disputa el sentido de loesttico en la sociedad.

    Pero cuando el punto de partida para la pregunta por el sentido de laspolticas culturales en la sociedad es un orden social sobrepasado por diver-sas prcticas violentas, entonces la cultura y las artes pensadas como posibi-lidad de estructuracin tica y de convivencia no aparecen como ideas dis-ciplinarias en trminos de una idea impuesta de civilidad. Son interpreta-das como campos deseados por su potencial de convertirse en contendoressociales no armados all donde ni la familia, ni el Estado, ni las institucio-nes, ni las polticas pblicas han sabido dotar ni lo privado ni lo pblico deun mnimo de reglas y contenidos claros. Este tipo de interpretacin del sen-tido de las polticas culturales se da en lugares y momentos en los que ya noprima un Estado democrtico y jurdico legal claro, sino un imperio de vio-lencias que se superponen unas a otras generando estados de terror, en loscuales nada est garantizado y donde existe la desconfianza no slo como unfactor primario de relacin social entre desconocidos sino tambin como unfactor que media la relacin con las instituciones, con el Estado y con losgrupos armados. En medio de la fragmentacin social y de la multiplicacindesbordada de autoritarismos varios (que impone desde un Estado cliente-lista hasta la tica del narcotrfico; desde la del asaltante callejero hasta la delas polticas econmicas globales), las artes y la cultura se reclaman comoespacios vitales desde los cuales comenzar a elaborar un proceso de reestruc-turacin social. Esta bsqueda de la convivencia desde lo artstico nopuede ser confundida con la idea de civilidad que subyace a la nocin depolticas culturales pensadas como tecnologas de poder. Como dice SusanaRotker: Es aporte de Foucault pensar al ciudadano construido por disposi-tivos, mecanismos y tcticas de una sociedad disciplinaria racional; uno delos problemas comienza con la sensacin de irracionalidad latente, acompa-

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  • ada por el resquebrajamiento en la fe de las instituciones sociales que sehan ido revelando inoperantes, tanto para solucionar los problemas comopara mantener la credibilidad (Rotker, 2000: 16).

    All donde el reino cotidiano es el de las ciudadanas del miedo, el senti-do que se da a las artes o a la cultura, al asociarlas con la idea de paz o con-vivencia, es radicalmente diferente al que adquieren cuando los dispositivosde poder permiten diferenciar claramente entre poder dominante como prc-tica instituida y prcticas de oposicin. Esto redefine drsticamente la idea delas artes como trasgresin, sobre todo cuando, dentro de ciertos des-rdenes,lo trasgresor es la instauracin de una mnima tica de convivencia. As, elsentido de la cultura y las artes en el binomio cultura-paz vara enormemen-te segn el orden o (des)orden social que invoque su presencia. En nuestrasociedad fragmentada en mltiples regmenes autoritarios, coexisten la ideamodernista del arte como trasgresin de un orden social dominante e impe-rativo -generalmente identificado con las polticas estatales de exclusin- y laidea del arte como ruta hacia la instauracin de prcticas comunicativas, ti-cas y creativas que no sean aquellas mediadas por la violencia.

    La idea del arte y la cultura como espacio para la convivencia tambin estbasada en la nocin de que la funcin de lo cultural y de las artes es recon-ducir el vaco tico para instaurar un nuevo orden social. De alguna manerapersiste la nocin de que la violencia no forma parte de lo cultural, de lo arts-tico ni de la llamada sociedad civil. O por lo menos existe una idealizacinde lo cultural como inherentemente cohesionador.

    Paradjicamente, como seala Bejarano en su discusin sobre el papel dela sociedad civil en el conflicto armado, al disociar de la violencia la idea decivilidad (o la idea de sociedad civil o la de cultura) se imposibilita el papelmediador de la sociedad civil (en nuestro caso de lo cultural) dentro del con-flicto armado como tal: (...) el papel de la sociedad civil en la resolucin delconflicto no parece concernir a la negociacin como tal, sino a promover unacultura de la paz en todas las esferas de la vida social. De esa perspectiva sedesprende el paradigma de que la bsqueda de la paz no sea, para muchos delos promotores de las acciones de la sociedad civil, el resultado de algnacuerdo entre contendientes, sino la consecuencia de la construccin de unambiente social de tolerancia, de respeto al distinto, al otro. Ese paradigmaes obvio, tiene subyacente una definicin de paz en tanto que situacin dearmona social y no en tanto que superacin de la guerra, lo que limita laaccin de la sociedad civil a la creacin de condiciones de convivencia al mar-gen de las posibilidades de una paz negociada (Bejarano, 1999: 275-276).

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  • Este fragmento de Bejarano genera una serie de preguntas que nos obli-gan a cuestionar la manera en que se asume lo cultural como campo paraestructurar la convivencia. En primer lugar, Bejarano reinstaura la necesidadde diferenciar, para propsitos de negociacin, entre diferentes formas de vio-lencia y entre crear condiciones de convivencia generalizada y negociar unconflicto armado. La relacin entre estos dos elementos se explorar en deta-lle ms adelante, a partir de un ejemplo concreto. Por ahora, quiero abordarotro cuestionamiento que genera este pasaje. De alguna manera, Bejaranopone en entredicho la escisin violencia-cultura. Es decir, pone su definicincomo elementos en oposicin. A partir de esto, cul es entonces el estado deexcepcin que se nombra en Colombia? El estado de excepcin no sera tantola agudizacin del conflicto armado en s, sino las implicaciones de la mane-ra cmo, en esta situacin de estado de excepcin como estado permanente,se redefine la relacin violencia, cultura, sujeto, sociedad.

    Todos los rdenes se encuentran alterados, y las definiciones y las posibi-lidades de reubicarlas parecen estar en un proceso de trnsito permanente: yano hay claridad respecto de cmo definir la idea de convivencia pero se deseaun estado de convivencia que hay que reinstaurar y que se nombra con lapalabra cultura. Lo mismo pasa con las nociones de ciudadana, espaciopblico, sentido del sujeto. No funcionan los parmetros histricos desde loscuales se definieron estos mbitos. Qu hace suponer entonces que la cul-tura est exenta de esto? Al contrario, la cultura puede jugar un papel alta-mente ambivalente aqu: como aquel campo desde el cual es posible pensaren reeditar razones de relacin personal y social desde un mbito que nodisuelva la problematicidad de los enlaceso el espacio de contradiccinnecesario para nombrar la complejidad de lo que nos acontece, o, por el con-trario, como aquel campo al cual se le demandan seguridades, es decir,como un campo de instauracin de lo autoritario para solucionar los impas-ses. Es esto lo que sucede cuando el actual gobierno identifica cultura cadavez ms con seguridad. La escisin de la idea de violencia de la de culturagenera campos opuestos como cultura de la tolerancia versus cultura de laintolerancia o cultura de la paz versus cultura de la violencia, que antesque posibilitar un campo de movilizacin de lo cultural como campo de con-tradiccin, lo que hacen es reeditar la escisin histrica entre cultura y vio-lencia, desde lo cual podemos constatar la posible movilizacin de este campopara prcticas autoritarias. Dice Walter Benjamn que no existe un docu-mento de cultura que no lo sea a la vez de barbarie (Benjamin, 1995: 52), yello porque todo patrimonio cultural de alguna manera lleva las huellas desu procedencia conflictiva: Quien quiera que haya obtenido la victoria hasta

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  • el da de hoy, marcha en el cortejo triunfal que lleva a los dominadores de hoysobre los vencidos que hoy yacen en el suelo. El botn, como siempre ha sidousual, es arrastrado en el cortejo. Se lo designa como el patrimonio cultural(ibdem, p. 52). Construir el estado de excepcin dentro del estado de excep-cin equivaldra no tanto a equiparar cultura con convivencia, sino a darespacio a las manifestaciones culturales como campos desde los cuales es posi-ble construir a contrapelo de las seguridades (escuchando las contradicciones,las dificultades y los duelos). Si no, estaramos estableciendo un cierre pre-maturo de las inscripciones del conflicto armado en nuestras vidas bajo lafigura de la convivencia y la seguridad, cierre que no permitira asumir la con-tradiccin y el conflicto como lugar fundamental desde el cual pensarse, sinoque contribuira, por el contrario, a establecer un paradigma cultural de con-vivencia que ignore el conflicto.

    Ahora bien, qu pasa cuando traducimos esta discusin al campo de laexperiencia? De qu manera se traduce el deseo de lo cultural en una posi-ble experiencia de cotidianidad? Aqu la cultura y su relacin con la con-vivencia o la paz empiezan a traducirse a campos concretos de accin.Tomar una o dos experiencias de un trabajo de campo ms amplio con lafinalidad de llevar a cabo posibles traducciones de lo anterior a la experienciacotidiana.

    LA CULTURA COMO REESTRUCTURACIN DEL TEJIDO SOCIAL:BOYAC EN EL MARCO DE LAS GUERRAS LOCALES

    A finales de los ochenta, la zona esmeraldfera de Boyac, en la regin andi-na colombiana vecina a Bogot, estaba marcada por el miedo de las guerrasentre los carteles de las esmeraldas. El miedo en la zona era tal que, comosucede hoy en da en muchas regiones del pas, tiendas y negocios cerrabanen las horas tempranas de la tarde. Cuando comenzaron a darse las negocia-ciones entre los carteles de las esmeraldas, tres lderes culturales vinculadoscon actividades artsticas en Tunja deciden, de motu propio y de maneraindependiente, empezar a hacer un recorrido por las veredas silenciadas.Fueron de casa en casa, preguntando por una cantadora de guabina aqu, unartesano all, un rasgador de requinto en el pueblo vecino. Inicialmente toca-ban msica, contaban y escuchaban cuentos con la gente en sus casas.

    El eje central... era fortalecer los lazos de amistad y de vecindad y de todaesa cosa que se haba roto por la guerra. All todo era tan difcil que la gentede los campos ya no bajaba a hacer sus mercados. Se acabaron los mercados,se haban acabado las fiestas. La gente cerraba todo a las seis de la tarde. Todo

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  • el mundo aterrado. Y le preguntaban a uno: Usted qu hace por aqu...Con mi amigo arrancbamos por esas veredas, solos... (entrevista con laautora).

    Poco a poco fueron pidindoles a los dueos de las tiendas que los deja-ran hacer pequeos eventos artsticos en espacios que un da fueron pblicosy que cerraran un poco ms tarde sus tiendas: Fuimos invitando la gentecasa por casa. Trabajamos mucho la parte artstica: Usted tiene mucho quecontar, mucho que decir. Mire ese bal, mire la fotografa. Nos lo contaban.se era el material que utilizbamos; lo que nos contaban. Empezamos ahacer presentaciones artsticas, de cuentera. La gente deca, empezamos?Porque las tiendas ya no las cerraban a las cinco. Si estbamos en la rumba,pues corrmosla hasta las diez. Y as. Despus unamos tres municipios y lagente se encontraba con sus amigos y paisanos que haca rato que no se hab-an visto... (entrevista con la autora)

    Poco a poco se fue recuperando el espacio pblico. Cuando lleg el pri-mer CREA5 a la regin, gener la posibilidad de construir un espectculo querecogiera todo el proceso de movilizacin cultural y de negociacin polticaentre bandos armados y entre dos municipios enfrentados que se haba dadodurante varios aos. Segn dos funcionarios de las oficinas de CREA enBogot que fueron entrevistados, sta gener un proceso de paz en Boyac.Pero segn los tres dirigentes culturales locales, ellos se apropiaron de CREAporque le vieron la utilidad para culminar un proceso de negociacin polti-ca y construccin sociocultural de recuperacin del espacio pblico que lle-vaba por lo menos tres aos de trabajo. Es importante entender que en estecaso la recuperacin del espacio pblico y la negociacin de la paz no lasgener el escenario de CREA. Ms bien el escenario dio la posibilidad de visi-bilizar un proceso que llevaba aos de negociaciones polticas y de moviliza-cin sociocultural.

    Este relato nos remite a uno de los sentidos con el cual se nombra la ideade cultura y paz: el de transformar la interminable historia de la venganza yel miedo a travs de las palabras y la creatividad. Es la de transformar el pactohistrico con la muerte, como dice Luis Carlos Restrepo: Este pas adolori-do necesita una exploracin, a la vez cultural y sensorial, que permita avan-zar en el camino de las reparaciones colectivas, pues nuestra vida depende engran parte del tipo de pacto que establezcamos con los muertos... Cuando

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    5 Los escenarios CREA: Una expedicin por la cultura colombiana constituyeron una poltica cul-tural del gobierno entre 1992 y 1998, donde se buscaba, entre otras cosas, construir una cultura detolerancia dndoles visibilidad a las manifestaciones culturales del pas que haban sido excluidas his-tricamente. El programa fue altamente polmico, tanto al interior del Ministerio como en las regio-nes. Ver Ochoa Gautier (2003).

  • una cultura empieza a convertirse en un campo de difuntos insepultos -quenos acechan con su hedor para que derramemos de nuevo sangre y saciemossus anhelos de venganza- se hace imprescindible aclimatar la profesin deenterradores... El poder de los vivos sobre los muertos, reside en que, a dife-rencia de ellos, seguimos generando lenguaje a borbotones, exuberancia queresalta frente a la pattica mudez de los difuntos. Para no ser marionetas enlas manos caprichosas de la memoria, es importante entender nuestro dilo-go con la muerte como un campo de decisin que nos abre la posibilidad deresignificar una vida compartida (Restrepo, 1997: 188).

    La condicin de este tipo de experiencia, en la cual el miedo se transfor-m a travs de un proceso creativo, es que paralelamente al proceso culturalse dio una negociacin poltica de los actores armados en conflicto. Sin estacondicin no hubiera sido posible arrebatarle espacio al miedo y al silencio.Pero adems, lo que tenemos aqu es una clave sobre uno de los sentidos dela narracin en tiempos desencantados, en un lugar donde lo crtico se puedenegociar pero no desaparece totalmente. Daniel Pcaut ha sealado que lospolticos y los historiadores deben construir un relato nacional en donde elmomento negativo encuentre naturalmente su lugar. En Colombia... lospolticos piensan que lo nico posible es arrojar un velo de olvido sobre estosepisodios [de la violencia] y desvalorizan las tentativas de los historiadorespara interpretarlas. As pues, la catstrofe siempre queda all, tan terriblecomo una maldicin dedicada a atormentar sin fin a las generaciones futu-ras (2001: 247). Esta tendencia hacia lo apocalptico, como condicin de nofuturo de los desencantados y de los oportunistas polticos, generalmentetiene como co(r)relato la simplificacin absurda: nosotros lo intentamostodo, pero los otros lo echaron a perder. La realidad es bastante ms ambi-gua, y la necesidad de una narracin radica precisamente, como dice MichaelIgnatieff en relacin con otras guerras contemporneas, en recuperar la baseracional del compromiso entendiendo los procesos histricos, sociales y cul-turales que han constituido la violencia y dndoles su justo lugar (Ignatieff,1998: 97). Es decir, el relato que confunde lo crtico con lo catico puedeocultar tanto como el relato que identifica la solucin del conflicto con unconsenso silenciador, con el olvido. Ambos extremos comparten el acalla-miento y la no comprensin como tctica.

    Hay dos tipos de relatos que deberan entrelazarse para intentar darle unlugar apropiado a la violencia: el relato ntimo que permite llevar a cabo elduelo, y el relato de palabras responsables de los portadores de la voz pbli-ca. La condicin para salir de la catstrofe radica en la posibilidad de entre-lazar ambas narraciones. Con la voz de estos dos relatos se le da forma narra-

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  • tiva al estado de excepcin. Nuevamente, su condicin de posibilidad pbli-ca es precisamente alguna mediacin que negocie el conflicto armado comotal. Pero qu pasa all donde el miedo es el principal mediador de lo social?Qu se nombra en esos casos cuando se habla de cultura y paz? Otro de losescenarios de CREA nos provee claves importantes al respecto.

    LA CULTURA COMO ANTDOTO AL MIEDO

    En agosto del 97, fue el Encuentro departamental CREA6 del Meta, enVista Hermosa. En ese momento haba toda una imagen -lo que hacen losmedios normalmente cuando hay zonas de conflicto- y apareca VistaHermosa como tomada por la guerrilla. Cuando a nosotros el coordinadordel Meta en ese momento nos dijo que Vista Hermosa quera hacer elencuentro pues nosotros nos sorprendimos un poco, porque ese fin de sema-na haba salido en las noticias pues que las FARC estaban caminando por elmunicipio [...]. Lo cierto es que durante tres das los quince mil habitantesdel municipio se trasladaron al polideportivo, que era el nico espacio quepoda albergar ese nmero de gente, en absoluta armona. O sea, la gente ade-ms terminaba el encuentro a la una de la maana, salan cada uno a hacersu parrando llanero en cada esquina. Era un sitio digamos azotado por todoslos tipos de violencia que se ven en nuestro pas. No es simplemente el hechode la presencia de la subversin o de la presencia del narcotrfico sino quesomos un pas que nos tomamos tres tragos y sacamos el revlver y matamosal primero que est a la vuelta. Y en esas dos noches se vivi una fiesta que lagente comenz como a ver su pueblo de otra manera. Ellos nos decan: Mireaqu el pnico es que a las ocho de la noche haba un toque de queda tcitoy durante dos das la gente pudo volver a salir. Caminar por las calles, unoiba y pasaba de calle a calle, o sea fue muy importante digamos la cuestin dela escenificacin. La gente asisti en forma masiva te digo... O sea ah, dife-rente a la cuestin artstica que se estaba dando... era en trminos de encon-trarse, de sentir otra vez que podan caminar por las calles de su pueblo sinmayor temor y esa maravilla de ir uno caminando calle por calle y en cadaesquina haba un parrando7 distinto. Una cosa como nuevamente viva. Y esono es retrico. Es real. Eso estaba ah (entrevista con la autora 2).

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    6 Este encuentro se hizo, en buena medida, gracias a que el coordinador local de CREA logr nego-ciar con los actores armados del conflicto en la regin paramilitares y guerrilla la posibilidad de lle-varlo a cabo.7 Parrando es la fiesta tpica de los Llanos Orientales.

  • Unos das ms tarde la guerrilla tom el pueblo. Volvi el miedo. El esce-nario provey un quiebre temporal en medio del pnico de la guerra. En losrelatos sobre el sentido del arte en los ambientes de urgencia, sobresale elpapel de rescate que tiene la creatividad.

    Por un instante, se contrara el acallamiento al movilizar el ruido de larabia hacia la palabra, la ausencia de forma hacia la estructura del relato com-partido. Pero es necesario entender la diferencia entre el arte como tctica desupervivencia en medio del terror y el arte como posibilidad de futuro.Comparemos este testimonio con otro, uno de los muchos que aparecen enla prensa y que alimenta nuestra idea de las artes como respuesta al conflictoarmado.

    El 8 de julio de 2001 el peridico El Tiempo publica el artculo El arte,zona de distensin, donde destaca la labor de veinte aos de una familia enlas Comunas de Medelln en la cual la creacin artstica -la escultura, la pin-tura o la escritura- genera la posibilidad de juntarse desde una actividad cre-ativa que no sean las prcticas de violencia cultivadas por las bandas delbarrio. Con nombres ficticios para proteger a la familia, cuentan que en estetaller de artes los jvenes se expresan con libertad y sin censura manifiestansu interior con la tranquilidad de no sentirse sealados. La gente viene altaller a descargar sus penas y sus problemas en el barro y es que estos proble-mas son tan crueles e inverosmiles como su obras... si alguien se escandalizacon las obras es porque no ha escuchado las historias que guardan estosbarrios. Los homicidios y las violaciones son sucesos que se repiten cada da.Por eso aqu no buscamos juzgar a nadie, slo tratamos de recuperar indivi-duos (El Tiempo, 2001).

    Poder caminar de calle en calle. Expresarse con libertad. Recuperar indi-viduos. El contexto que enmarca estos dos escenarios artsticos es la presen-cia del miedo. Tanto en CREA como en Tallerarte hacen eco el miedo y lanecesidad de contrarrestarlo desde la creatividad artstica. ste no es el miedoreferido primordialmente a una faceta emotiva de interioridad naturalizada,sino un miedo que toma forma desde prcticas sociales y culturales concre-tas. Como han demostrado los historiadores Jean Delumeau y Georges Duby,o antroplogos como Fred Myers, Lila Abu Lughod, Rosana Reguillo yRenato Rosaldo, las emociones y los modos de interpretarlas se plasman a tra-vs de prcticas sociales y culturales concretas. El miedo es siempre unaexperiencia individualmente experimentada, socialmente construida y cultu-ralmente compartida (Reguillo, 2000: 65).

    Desde la multiplicacin de estos espacios la sociedad se va convirtiendo,como dice Daniel Pcaut, en un no-lugar donde las relaciones del espacio pri-

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  • vado y del pblico estn mediadas por la sobreimposicin y multiplicacinde las tcticas de la sospecha, tan hbilmente promulgadas por los distintosactores violentos (Pcaut 2001: 239). El miedo, en estos casos, es una res-puesta lgica a un contexto social que lo exige como tctica de supervivenciay en el cual los actores encargados de instaurarlo explotan hasta el mximosus ttricos tentculos. Como dice Mara Victoria Uribe: El terror es unarealidad fsica contagiosa que ha forzado a ms de dos millones de colombia-nos a abandonar sus pertenencias y los ha enviado a los cinturones de mise-ria de las grandes ciudades, en medio de enormes penurias. Los actos de bar-barie, publicitados tres veces al da sin vergenza alguna en los noticieros detelevisin y a diario en la prensa, han convertido a los colombianos en per-sonas llenas de todo tipo de miedos: miedo a la guerra, a la violencia, a la san-gre, a perder la familia, a ver el noticiero por televisin (Uribe, 2001).

    Esta omnipresencia del miedo se construye a travs de la racionalidad de lafuerza. Segn Sal Franco, la fuerza es el rasgo comunicativo primordial de laviolencia: Puede afirmarse que sin fuerza no hay violencia. O, corriendo cier-tos riesgos, que en esencia la violencia es una relacin de fuerza... Es decir, unamanera humana de interactuar en la cual todas las formas posibles de comu-nicacin se anulan y sustituyen por una nica: la fuerza (Franco, 1999: 4). Laviolencia se constituye a travs de rdenes culturales y sociales concretos ycomo tal debe ser entendida no slo en sus rasgos histricos sino tambin cul-turales. Segn Michael Jackson, la violencia es uno de los rdenes de la inter-subjetividad (Jackson, 1998). Los lenguajes del terror son mltiples e histri-camente construidos no slo sobre venganzas heredadas sino tambin sobresofisticadas -pensadas, imaginadas, planeadas, ejecutadas- tcnicas para sim-bolizar el terror (Perea, 1996; Uribe, 2001). La violencia como parte de latrama cultural.

    Ahora, si bien el miedo y la violencia son lo que enmarca estos testimo-nios, lo que sobresale de ellos es la dialctica entre miedo y esperanza que seconjuga en estos escenarios. Frecuentemente el tema principal de las obras dearte en los espacios del miedo es el de las vivencias personales o locales de laviolencia. Las formas artsticas que priman son aquellas que le dan espacio alrelato personal: las crnicas, el testimonio, picas de la oralidad tales como elcorrido, el teatro que narra los acontecimientos violentos, la escultura debarro que plasma la intimidad del duelo. Lo potico -definido como aquelladimensin comunicativa que por su forma se distancia del habla cotidiana ypermite expresar sentidos del ser que el lenguaje del habla no contiene-adquiere aqu un papel central. Estos relatos son cruciales para poder generarnuevos saberes: en la crisis de significado que produce la violencia, los sabe-

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  • res marginales y orales empiezan a tejer nuevas redes de representacin(Rotker, 2000: 11).

    El miedo causado por las prcticas de la violencia es el contexto dentro delcual las artes adquieren un sentido particularmente intenso que se asocia conla posibilidad de salir del encierro y que remite constantemente a estrategiaspara contrarrestar la presencia excesiva de la violencia como mediador socialprimordial. Dice un testimonio, escrito por integrantes de la CorporacinCultural Nuestra Gente que funciona en las comunas de Medelln: La ver-dadera tarea del Hombre es contradecir a la muerte, hacer florecer a la vida.Recuperar el canto y la poesa como manifestaciones humanas, vitales, crea-doras para devolverle a la sociedad la vida, sacndola de la confusin de lasupervivencia en que est perdida... La Corporacin Cultural Nuestra Gentees un trabajo de afectos con la capacidad creativa e imaginadora de las comu-nidades barriales de los sectores populares de Medelln... Nuestro trabajoparte de la necesidad de promover en la comunidad la negacin de la violen-cia, la formacin de un espritu crtico y a la vez artstico en el hombre coti-diano de nuestra ciudad (Blandn Cardona y Gutirrez, 1995: 211).

    Estos escenarios, entonces, nombran al mismo tiempo dos elementos: elprimero es la magnitud de la angustia cultural en nuestro pas, cuyo signoms fuerte en trminos de lenguaje es la manera en que el acallamiento y elmiedo (ya sea a travs del homicidio o del pnico que silencia a los vivos) sevuelven experiencia cultural generalizada. El segundo es un lenguaje de deseoque nombra la esperanza. En el escenario de las desapariciones y del vrtigo,toma fuerza el miedo y de manera paradjica tambin la esperanza. Unmiedo, como dir Jean Delumeau liberado de su vergenza y una espe-ranza sin programa (Reguillo, 2000: 63-64). A qu nos remite esta espe-ranza sin programa?

    CUANDO SE DESARMA EL ESCENARIO

    Es muy importante, para no caer en demagogias culturales, recoger y escu-char lo que este tipo de testimonios nos cuentan como posibilidad y lmitede lo cultural en un proceso de paz. En repetidas ocasiones escuch relatosemotivos que interpretaban este tipo de situaciones como la manera en quela cultura soluciona el conflicto armado. Colombia es un pas donde estostestimonios se podran multiplicar por miles. No slo hay ciudadanas delmiedo. Hay muchos focos ciudadanos de supervivencia que median la espe-ranza. Qu claves sobre la relacin artes-cultura-paz nos dan estos testimo-

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  • nios sobre el sentido de lo artstico all donde la cotidianidad est desborda-da por la violencia y el miedo? Lo intenso de estas experiencias nos remite ados claves: el valor existencial de estos proyectos artsticos y el potencial pol-tico de lo existencial, y el valor ritual de este tipo de experiencias en unmundo completamente desencantado.

    De qu habla la gente en este tipo de experiencias? Habla de su cotidia-nidad -poder volver a caminar, poderse expresar, rescatar individuos (nosociedades). Los relatos no remiten a una abstraccin (la cultura crea la paz)sino a un nivel experiencial del sujeto y del conocimiento. Si la condicin depresencia de estos escenarios artsticos es el desbordamiento de un problemapoltico y social, el orden que se plantea como punto de partida para algntipo de reconstruccin posible es el del sujeto y su nivel de experiencia.

    Para los acadmicos que trabajamos los problemas del poder y la culturadesde un marco post-estructural, en el cual lo primordial es deconstruir lastcticas de poder de los dominantes, en esto resuena una advertencia que nosreclama la necesidad de valorar el orden intersubjetivo en las problemticasde poder8. Lo dice Michael Jackson: Detrs de la negacin de Bourdieu yFoucault a admitir el sujeto cognoscitivo en su posibilidad de discurso, hayun rechazo a darle a las cuestiones existenciales el mismo valor que a las cues-tiones de poder poltico. Las cuestiones que tienen que ver con tratar de hacerla vida ms llevadera o encontrar sentido de vida en medio del sufrimiento,son catalogadas como menos imperativas que las preguntas por la domina-cin social (Jackson, 1996: 22).

    Adems, la intensidad desde la cual se vive este tipo de experiencia arts-tica nos remite al sentido ritual de estos lugares: la posibilidad de reencantarel mundo, aunque sea temporalmente o en un espacio circunscrito, alldonde slo hay desencanto. Aqu la idea de que la cultura es paz invoca estanecesidad de reencantamiento. En este caso, en vez de examinar el statusepistemolgico de las creencias, es ms importante explorar sus usos existen-ciales y las consecuencias de ello (Jackson, 1996: 6). El orden ritual de loartstico prevalece en aquellos momentos en los cuales todas las rutas pararazonar el desorden se han cerrado por exceso. Esto sucede precisamente enaquellos momentos en que todas las otras posibilidades de ser -la de ser desde

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    8 La presencia de la cuestin del sujeto tanto en Bourdieu como en Foucault es bastante compleja y,en ambos casos, hay cambios sobre el modo de abordar este tema entre los escritos ms tempranos yla obra ms tarda. Ese tema desborda el presente trabajo. Lo que me interesa sealar es que s existeuna tendencia en los estudios culturales sobre cultura y poder a relegar lo existencial a un lugar secun-dario.

  • el trabajo pagado justamente, la de ser desde la participacin poltica hones-ta, la de ser desde caminar en las calles, la de ser desde una creatividad abier-tamente manifestada- estn cerradas. Sin duda estos dos elementos -el valorde lo existencial en lo potico y la ritualidad reencantadora de la intensidademotiva plasmada en formas artsticas- son claves importantes para pensar elsentido de las artes en medio de las ciudadanas del miedo. La tica de lo est-tico retoma aqu una de sus significaciones ms intensas.

    Creo que la prdida del sentido esttico de la cultura, en nombre de losderechos y de poderes alternativos (es decir, en nombre de la instrumentali-zacin de la cultura), tiene que ver precisamente con una desvalorizacinsimultnea del orden existencial en los anlisis sobre cultura y poder. En esesentido, una cultura poltica no remite nicamente (aunque obviamente tam-bin lo hace) a la necesidad de re-estructurar lo pblico desde una reinven-cin de la institucionalidad poltica, sino tambin a la necesidad de re-estruc-turar un orden de la inter-subjetividad que no sea el de la violencia; posibili-tar un tipo de reconocimiento del otro que no sea el de la sospecha. Y eso notiene que ver slo con las tramas del poder en lo pblico. Tiene que ver conlo personal como un sentido complejo de experiencia en donde el poder esuna de sus dimensiones, pero no la nica y no necesariamente la que primaen ciertos momentos.

    La interculturalidad como proyecto poltico debe venir acompaada de laintersubjetividad como lugar ntimo para pensar la transformacin de la sos-pecha en la confianza. Pero no debemos confundir la intersubjetividad conun sinnimo de la experiencia compartida, entendimiento emptico o desentido de hermandad... La intersubjetividad contiene fuerzas centrfugas ycentrpetas, extremos constructivos y destructivos (Jackson, 1998: 4). Laidea no remite a pensar la convivencia como inherente a la cultura. Ms bienes tratar de pensar lo identificatorio en la cultura como una dialctica entrelo imaginario y lo comunicativo que se constituye desde los lenguajes quetengamos a mano: sea el de la violencia o el de la escucha al otro. Es decir, apartir de un mundo interno complejo, con fantasas, deseos, ansiedades, im-genes de s mismo y los otros y que, a la vez, crece en y a travs de las rela-ciones con otros... cuyas capacidades emergen en la interaccin entre smismo y los otros (Benjamin, 1988: 19-20). Lo que permite la traduccinde lo artstico como un campo de lo fantstico (de un mundo imaginado ydeseado) a lo artstico como un orden de las relaciones humanas es precisa-mente la posibilidad de plasmar un fragmento de fantasa en forma concreta(musical, visual, verbal). A travs de esta traduccin, el arte se constituye enun orden de interaccin que puede generar la posibilidad de entender que el

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  • otro existe aqu y ahora, y no slo en una dimensin simblica (Benjamin,1988: 93). Segn Mara Victoria Uribe (2001), uno de los elementos que dalugar a la masacre es la previa simbolizacin cultural del otro a travs de cate-goras que lo describen como despreciable, aniquilable. Su condicin de per-sona se determina a travs de procesos culturales que lo denigran (Uribe,2001). Lo que se rescata de los testimonios de estas experiencias artsticas esla posibilidad de constituirse como persona desde un orden social que no seael de la muerte. Hay un reclamo por la construccin de una intersubjetividaddesde la comunicacin creativa.

    Sin embargo, si no hemos de caer en una demagogia de lo cultural o enlos fundamentalismos de lo inmediato, es importante nombrar no slo lasposibilidades sino tambin los lmites de estas experiencias. En primer lugar,me parece importante distinguir la trama existencial y reencantadora queestos espacios nombran de una transformacin sociopoltica estructural. Eseso lo que se confunde cuando se dice que este tipo de experiencias est cre-ando la convivencia y cambiando la cultura de la intolerancia por la culturade la tolerancia. Pero recordemos su espacialidad y su temporalidad: estosescenarios son posibles porque, en el caso de CREA, fueron autorizados porlos comandantes locales en conflicto y, en el caso del barrio, porque hay conlas bandas un pacto que no les permite entrar al taller artstico. Es decir, nohabra sido posible ninguna de las dos experiencias si las autoridades milita-res en conflicto no las hubieran permitido (como de hecho no las han per-mitido en otras zonas). Ahora bien, eso en s es un dato diciente. En este pasde dilogos empantanados, se puede considerar este tipo de experienciascomo un primer momento del dilogo entre contrincantes; como un mbitoen el cual hay disposicin para negociar. Queda la pregunta: es posible movi-lizar este primer mbito de dilogo desde las artes hacia otros mbitos denegociacin? La clave es tan urgente que no hay que descartarla. Exige serexplorada.

    Pero por otro lado no podemos confundir el sentido de estos espacios conun cambio, de facto, de la cultura de la intolerancia a la cultura de la tole-rancia, con lo que ello implica de aceptar dicha divisin de lo cultural comoun elemento vlido. Si una de las caractersticas de las ciudadanas del miedoes el acallamiento, la otra es la circunscripcin de las actividades creativas, quese dan desde este tipo de experiencia artstica, a los ghettos que autorizan losviolentos. Ms que una nueva forma de ser, son -en su fragilidad espacial ytemporal- una nueva forma de estar all donde no se puede ser. Por su fragi-lidad, la importancia cultural que contiene este espacio existencial corre elriesgo de ser reducida a su dimensin inmediata e individualista. Como dice

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