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año xxxiii • noviembre 2013 Gestos literarios

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Colección de Gestos 2013

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Contenido

8 Presentación

11 Escriba antonio ortuño

17 Santa Teresa visita el Beth Israel carmen boullosa

27 El sí de Yoko Ono cristina rivera garza

31 Cuaderno africano lauri garcía dueñas

43 4 poemas de Diario de fatigas francisco serrano

51 Cabeza de perro julián herbert

57 Sobre este más frágil espesor maría baranda

65 La uña de Richards mónica lavín

71 Tardes con mamá mónica lavín

77 Poemas paula abramo

91 Guácala, me gusta un itamita juana inés dehesa

101 Eso que se diluye en los espejos jorge f. hernández

107 Manos (fragmentos) sandra lorenzano

115 De fronteras, migraciones y lluvias sandra lorenzano

118 Sobre los autores

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Presentación

Dijo algún mago porteño que dijo alguien que Mallarmé dijo que “nombrar un objeto es suprimir las tres cuartas partes del goce del poema, que reside en la felicidad de ir adivinando”. El poeta (el mago o Mallarmé) enunciaba algunas de las claves más bellas para escuchar los gestos que la escritura nos regala. Opone al mundo del Nombre con el del desconcierto: la aspiración mesurada por conocer unívocamente y el incesante impulso por cuestionarse. Más aún: la auténtica experiencia de goce se accede solamente por la adivinación, por la magia que destruye a pedazos toda captura de “lo real”.

El mago es un alquimista. Su poción secreta no existe y sólo así es efectiva. Sabe que la tiene cuando no lo sabe, se acerca a ella sin poseerla, sólo gesticulando: su errante búsqueda infinita (sin grandes esperanzas) lo acerca al universo del gozo, al mágico caos que solamente puede ser llamado “felicidad”.

Si la escritura se entiende como el ejercicio alquímico por excelencia, nos encontramos por lo tanto con uno de los experi-mentos más sensatos. La “ficción”, el poema o el cuento, en persistente tarea adivinatoria, son los lugares privilegiados para abolir el Nombre. Si la escritura es una búsqueda que ya no dice, sino que muestra, es entonces el sitio extraordinario de los gestos: el momento en el que el escriba se engaña con un guiño y hace gozar a quien lo descifra.

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El alquimista se encuentra en una búsqueda. La búsqueda del “elixir mágico” que detone toda nominación absoluta: un nombre que es un mueca y que explota absolutamente –vertigi-nosamente– los significados del mundo.

Dijo algún filósofo mediterráneo que decía la tradición mística que “la magia no es conocimiento de los nombres, sino gesto: trastorno y desencantamiento del nombre”, y por tanto el más feliz encantamiento.

En un intento por trastocar los Nombres, Opción toca la puerta del país de los magos de hoy, de los alquimistas que sólo hablan con gestos. Puerta que desaparece cuando se toca, se tiene enfrente cuando se ha fugado, se apropia con parpadeos y sin fórmulas definidas… sólo mágicas.

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Antonio Ortuño

Escriba

Buenas noches. La noticia de hoy es que el Señor ordenó carne para la cena. Carne prohibida por la religión de sus abuelos, pero que habrá que ponerle en el plato porque él no cree lo que ellos o lo hace de un modo menos enfático (tampoco ha respetado el lecho de la Señora como sus dogmas mandan, pero no entraré en habladurías). Los hijos del Señor, al ver el menú, nos mostrarán las lenguas, lo sabemos, porque la carne no es de su agrado. Suaves y lánguidos, embarnecidos a fuerza de potajes y gimnasia, dicen que no mancharán sus bocas y tripas con carroña de animal. Me contentaré con los trozos que desechen. Tienen, esos despojos, un sabor sumamente delicado y me complace deglutirlos, que-ridos amigos. Me enloquece.

Debo aceptar que he escrito casi todo el párrafo precedente al dictado de uno de los hijos del Señor. El mayor de ellos. Porque heredará su posición y propiedades y se encuentra particular-mente interesado en que no se le relacione con la monda bestia-lidad de su padre. Él, me señala, ha estudiado, no consume carne de animal, no ha profanado el lecho de su propia mujer (insiste) ni aceptará, siquiera, ser reconocido como Señor cuando su padre falte y volteemos hacia él en busca de orden. La parte final del párrafo, esa en la que me complazco en destacar mi gula por la carne rechazada, me fue sugerida (y, por tanto, ordenada) por el hijo menor, quien considera a su propio hermano demasiado blando en las medidas de distanciamiento con el patriarca y quien aspira, más que nada en el mundo, a ser considerado un insolente, un insubordinado. Tampoco es afecto a la carne, el

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menor, y no puede serle desleal a una mujer puesto que no ha contraído matrimonio con ninguna. Sus amigos son artistas, cor-tesanos, prostitutas, y él, establece, se esfuerza en ser considerado un tipo común.

El Señor me pide que agregue aquí una nota en la que explique que no le resultará sencillo, al menor de sus vástagos, ser con-fundido con un cualquiera dado su apego a los ropajes ostentosos, las joyas extravagantes y la sostenida compañía de miserables que tan sólo toleran a ese gusano aristócrata malnacido porque les paga el vino y la hierba para las pipas y debo transcribirlo tal cual porque temo que se me golpee y se me envíe a una celda si no lo hago. Por lo tanto, este es un buen momento también para señalar que, a diferencia de lo que sucede con el menor, en quien no ha depositado esperanza alguna para la salvaguarda de su heredad, el Señor declara una rotunda decepción por los dichos de su primogénito, de quien espera un proceder distinto si es que aspira a obtener la herencia a la que está llamado.

El Señor parece una fiera huida de un jardín zoológico cuando sus hijos lo hacen disgustar. Esto lo he escrito a petición del mayor quien, pese al disgusto que le provocan las reconvenciones de su padre, me ha traído unas manzanas todavía comestibles y un poco de jabón. Deseoso de ser igualmente obedecido, el menor me ha proporcionado una botella de vino y algo de hierba. Mi po-sición en la casa no me permite hacer uso de tales obsequios, pero me las arreglaré para que me sean comprados a buen pre-cio por alguno de los servidores de rango bajo. A cambio de esa ganancia inesperada debo asentar que el Señor es un cerdo vil, que hace años que tiene a la Señora en el abandono pero se entre-tiene sodomizando cabras, puercos, reclutas de la armada y ser-vidores de rango menor. Yo mismo he sido víctima de sus soeces e indebidos apetitos. Me ha sido prometida una botella adicional por escribir la frase anterior.

Tiene gracia, dice el Señor, que venga a acusarlo de acciones tan reprensibles un entregado cultor de las visitas forzosas a tra-seros ajenos. He de ser más claro aún, a riesgo de que se me

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golpeé o se me violente con un jarrón de porcelana: el Señor piensa que su hijo es un sodomita rastrero y añade a sus acusa-ciones, incluso, la posibilidad de que en sus escarceos la parte pasiva sea la suya. (Salva sea la parte.) En cuanto al hijo mayor, no ve la necesidad de responder sus insultos ni entrar en polé-micas. Es claro que lo único que consigue al negar su ansia por el Señorío es demostrar lo inconmensurable de su anhelo.

Así que el viejo cree, realmente, que soy un perro, que soy él, repone el primogénito, quien acude a monitorear el estado que guarda el escrito y me obsequia, al paso, una mano de plá-tanos. No tengo necesidad de sentarme en su silla, contar sus monedas o explotar sus tierras. No discutiré más. Que no soy como él lo sabrá la gente cuando mi padre falte y se voltee hacia mí en espera de orden (que sabré imponer).

El hermano menor me ha traído una prostituta y pide, a cambio de que la mujer acceda a cometer conmigo un listado de suciedades planeadas por su contratista (y ante su atenta mirada), que exprese aquí que el Señor no es más que un impotente y que haría bien en meterse por el culo la mano de plátanos que el hermano mayor me ha obsequiado ( y que, temeroso yo de que se vea involucrada en el disenso, oculto bajo mi camastro).

El Señor se ha reído, agitándose como una montaña aque-jada por una avalancha, al verme junto al cuerpo retorcido de la ramera y no ha perdido el humor ante las frases del más joven de sus retoños. Echa a la mujer de una patada y me levanta ti-rándome de los pelos, con unos modos que habrían hecho quejarse a más de un escriba pretérito (cuya fugacidad en el cargo y la misma existencia física, quizá, se habrá debido a tan aventurados reparos). A cenar, puerco, me berrea el Señor en la oreja y debo seguirlo pasillo arriba, vistiéndome por el camino.

Nos encontramos con el primogénito a la entrada del sa-lón comedor. Se saludan, inclinan las cabezas y se estrechan en un abrazo que el heredero extiende hacia mí al emplear su mano derecha para hacerme una vaga caricia en el mentón. Me siento bendecido. Eso me ha sido dictado.

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La carne se sirve en grandes platones. El Señor se inclina a devorarla y ordena a la Señora, silenciosa y pálida a su lado, que lo acompañe. Se arrebatan ambos los huesos y los roen y chu-petean con deleite. Hay placer allí. El heredero, con un mohín minúsculo, murmura que por evitarle espectáculos así es que no invita a su esposa a las cenas familiares. Hace que le sea reti-rado el plato de carne y en su lugar ingiere un tazón de huevos de codorniz y una ensalada confeccionada con los vegetales que nuestra más reciente incursión a las granjas vecinas ha logrado enajenar. Los músicos y el generoso escanciado de vino consiguen que se instale en el salón una atmósfera expansiva, generosa.

Cuando el menor aparece, las ropas brillantes pero mancha-das, la sonrisa torva pero amplísima, su padre se levanta y rodea todo el perímetro de la mesa para dar un abrazo y un coscorrón ad-monitorio al pequeño. Hay que traer a toda prisa otra ración de huevos de codorniz y vegetales (y me veo obligado a anotar en el libro de las cuentas la necesidad de ejecutar una incursión que resurta lo que ha sido cocinado y servido esta noche).

Antes de retirarme observo al menor: mira el abierto escote de la Señora y arriesga hacia ella gestos que incluyen el uso de la lengua, los dedos cordiales y una recia cantidad de saliva. No, no hay motivo de escándalo: pese a que el protocolo establece que sea llamada por ellos Madre, la Señora no parió a ninguno de los dos. Es una chica robada de una granja y entregada como tri-buto al Señor para su regocijo. El cadáver de la madre auténtica fue devorada por los perros hace años, junto con el escriba que accedió a consignar sus envenenadas palabras contra el Señor (ay de aquel que ose desafiarlo).

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A punto de perderme por el pasillo, un grito me hace volver sobre mis pasos. El Señor me indica que tome algunos trozos de la carne despreciada por sus hijos, que me apresuro a esconder en mi camisa y que lameré más tarde con fruición de perra. Me ha sido indicado que lo escriba así. Mientras salgo otra vez, el menor se pone de pie y pide un brindis a mi salud. Tu honradez es motivo de festejo y tu ecuanimidad está a salvo de toda duda; me demanda que lo escriba así y yo, naturalmente, lo hago.

Ha sido este, sin duda, un día extraordinario, que quedará en los anales de la.

Me ha sido ordenado que lo exponga así.

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Carmen Boullosa

Santa Teresa visita el Beth Israel*

Mi marido forma piedras en el riñón. Es en cuanto emprende muy constante y empecinado, esto no podría escapar a la regla. Desde que cumplió veinte hasta el día de hoy, las hace con lenta paciencia; cada tres o cuatro años las arroja con espantosos dolores y ahí acaba ese ciclo, a empezar la siguiente camada de corpúsculos. Hace unos días traía cargando una que había alcanzado dimen-siones estratosféricas, si así puede decírsele a un centímetro y medio, era imposible se deshiciera de ésta por vía natural. No era la primera vez que le practicarían el procedimiento que des-morona las formaciones calcáreas con ondas de sonido, algo casi rutinario, pero en menos de doce horas estábamos en problemas. La piedra había quedado deshecha a punto de arena y ésta le tapó los conductos. El hombre quedó en un hilo continuo de dolor, un cólico nefrítico tras otro. La cura se había convertido en un castigo. Por mi parte, imposible dormir, mi sueño es ligero y difícil y la situación era más que un pretexto de insomne. Tomé mi ejemplar de santa Teresa, que no sé por qué había sacado del librero hacía unos días con la intención de leerlo de pe a pa y no a brincos, encendí mi lámpara de noche y comencé a marcar con lápiz en los márgenes sus descripciones de enfermedades propias y ajenas, cayendo otra vez en el vicio de leerla salteado, preciso lo que esta vez dizque iba a evitar: “Diome un mal del corazón tan grandísimo

* Este cuento forma parte de la recopilación El fantasma y el poeta, que publicó la Editorial Sexto Piso.

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que ponía espanto en quien lo veía, y otros muchos males juntos… harto mala salud… Y como era el mal tan grave que casi me privaba del sentido siempre”.

En lugar de leerla y de buscarle los pasajes que aludieran a las enfermedades propias o ajenas, debí invocarla y pedirle que nos amparara, para algo es santa, ¿o no?, porque a la tres y media de la mañana corrimos a la sala de urgencias del hospital donde atiende su nefrólogo, el Beth Israel, porque el dolor era ya inso-portable y sospechamos alguna complicación. No fue mala movida, ahí fue donde supimos lo de la arena y que estaban tapados todos los conductos; un rato más y váyase a saber qué le hubiera pasado al riñón y al señor que lo trae puesto. De inmediato hicieron pasar al paciente, tuvimos suerte. Me senté en la sala de espera, seguí mi lectura del Libro de la vida, “estaba una monja enferma de gran-dísima enfermedad y muy penosa, porque era una boca en el vientre… opilaciones… Echaba lo que comía… moría presto de ello”. Me pareció que tardaban horas en llamarme y cuando por fin lo hicieron para permitirme entrar y darme informes, ya es-taba yo muy en otro mundo, entre dormida y concentrada en la lectura, en un estado de semiconciencia o sobreconciencia que no me ayudaba en lo mínimo a lidiar con las cosas de la vida real. Dejé el libro abierto en el asiento de al lado, tomé el abrigo, la bufanda, el gorro, los guantes; se me cayó la bufanda; pesqué quién sabe cómo el chamarrón de invierno de mi marido, su mo-chila azul y su bufanda; recogí la mía; se me fueron de las manos los guantes y la bufanda, se enredó mi abrigo con la de Mike, traté de separarlos, se me cayeron; pesqué prenda por prenda lo que estaba en el piso; como Diosito me dio a entender, sujeté todo medio hecho bola, supe apretarlo compacto contra mí con mi izquierda, tomé mi bolsa, me la eché al hombro, levanté del asiento donde lo había dejado boca abajo el libro, y eché a andar llevándolo abierto en la mano derecha, bien de par en par en la página que iba. Fue así como hice ingresar conmigo a Teresa de Ávila a la sala de urgencias del Beth Israel. En cuanto la vi a mi lado, la di como un hecho, qué iba yo a hacer si apenas podía con

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la carga de mis triques, no estaba como para andar peleando con apariciones, y menos sacratísimas.

Lo primero con lo que topamos la santa y yo fueron los letreros escritos en varias lenguas y alfabetos en los que el hospital jura atención al enfermo, tenga o no seguro médico, tenga o no dinero. A Teresa el cirílico le llamó menos la atención que el inglés, el diseño usado para estampar la lengua mayoritaria es aparatoso. Apenas trasponer una segunda puerta, topamos con la primera de las muchas camas alineadas a todo lo ancho y largo del salón, algunas de las pocas que estaban ocupadas (era el 24 de diciembre, no quería decirlo para no invocar innecesarios sentimentalismos) tenían corrida a su alrededor su respectiva cortina. Teresa señaló la camita, le pareció en extremo delgada, apuntó a los dos ba-randales de tubo y al sinnúmero de tripas que iban del enfermo a la complicada maquinaria que estaba en la mesa rodante ad-junta, los sensores para encéfalo y cardiogramas, el termómetro digital, la pantalla donde se movían líneas de diferentes colores, el largo tripié del que colgaban bolsas de líquidos, el suero, los antibióticos. Teresa no acertaba a preguntar qué es porque no encontraba palabras para formularlo, así que sólo comenzaba fra-ses que dejaba incompletas y a las que en la ofuscación tampoco daba un principio. Hablaba, digamos, con pésima prosa.

A mí, lo que me llamó la atención fue que el hombre tendido en la primera camita que nos quedó visible tuviera un tamaño tan diminuto. Arrugado y ojón, parecía que lo hubieran enchufado para extraerle masa, para drenarlo, para convertirlo en minúsculo. Traía puesto el camisón azul cielo de los otros pacientes, impreso con pequeñas florecitas amarillas y mal anudado a la espalda. Si alguno se echaba a andar, enseñaría el culo, por suerte de Teresa (y mía) ninguno nos hacía el show.

Teresa no quería moverse, se había puesto en jarras, estaba como clavada al piso. Yo apenas podía conmigo misma bajo esa mon-taña de abrigos y bolsas, y además llevaba el libro en la mano derecha, pero lo puse un momento entre las prendas de vestir y mi pecho, deslicé mi brazo entre el torso y el izquierdo de Teresa,

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apergollándola, regresé el libro a mi mano y, más empujándola que guiándola, conseguí moverla, literalmente la remolqué frente a varias camas vacías antes de llegar a la de mi marido, también enfundado ya en la dicha camita.

Lo habían conectado a una bolsa transparente colgada de un alto tripié de donde goteaba suero con morfina. A su lado, sin cor-tina divisoria corrida, un negro voluminoso parecía derramarse hacia sendos lados de su camita, remoloneaba para un lado y el otro y maldecía y bendecía usando alternativamente el inglés (para imprecar) y el español (para bendecir). Apenas ver al negro, Teresa gritó:

—¡Santos cielos! ¡Tráiganme agua bendita!Intenté calmarla.—¡Es el diablo que es negrillo! ¡Agua bendita! ¡Agua bendita! Gritaba como una descosida y yo con mi montaña de abrigos

y el libro y el marido a un paso y sin saber qué hacer. Armó tal alharaca que dos enfermeras corrieron hacia nosotras.

Las enfermeras de la sala de emergencias del Beth Israel son filipinas, se hablan entre ellas en tagalo y con el mundo se entien-den en inglés. No es la primera vez que oigo este tipo de gimnasia lingüística. Creo que la primera vez fue cuando niña, vivíamos en Huejutla, en Hidalgo, en México, y los días de mercado las Marías bajaban de la sierra a vender. Extendían sus productos en el piso, y cuando las güeritas (mi hermana Lolis y yo) se acercaban a comprarles algo, éramos motivo de comentarios burlones cruzados entre ellas en su lengua.

Eso pasó hace cuatro decenas de años, no recuerdo detalles, sólo la risa socarrona de una mujer que llevaba en la cabeza el rebozo vuelto un cordel compacto, como un moño-turbante, también me acuerdo de que tenía los dientes cafés y carcomidos, debía de estar enferma, su voz era vivaz y festiva, la tengo grabada al detalle.

A las que he podido observar con mucho detenimiento y cuya memoria tengo bien fresca, son a las despachadoras de la ofi-cina de correos de mi barrio aquí en Brooklyn, siempre atestada y siempre exasperantemente lenta. Hay dos cajeras chinas que se

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hablan entre sí en su lengua mientras lidian en su inglés lleno de acento con los peticionarios de un buti de lenguas, los más árabes, francófonos o hispanohablantes, aunque en este barrio hay de todo. Va de ejemplo esta escena: un caribeño ya entrado en años pide insistentemente que le den “guancrismás”. La primera sílaba, el «guan», pienso, puede querer decir uno, “one”, fácil de entender, y además el hombre hace señas con la mano derecha o con la izquierda, agita un dedo u otro, pero sólo uno a la vez. Sí, pues, uno, pero uno de qué, si es que es uno lo que pide. Las chinas alegan en su lengua, intercalan entre ellas comentarios, mientras que la que está despachando al Mr. Guan le dice en su cargado inglés: “I down’t ondershtand iueu”, y siguen entre ellas con su alegato, imagino que recitándose una a la otra una serie de “qué carajos quiere este güey”, lo mismo que estamos pensando muchos en la lenta fila, vuelta todavía más aturdida por el malentendido lin-güístico. Alguien delante de mí, un árabe de barba espesa y bien rizada, ojotes negros, la cabeza cubierta con esas gorrillas tejidas que acostumbro encasquetarme en el otoño porque protegen mag-níficamente el cabello, vestido con su camisola gris larga de la que sobresale el borde de los jeans que rematan en un par de es-pléndidos Nike, dice con voz alta y muy clara, acento como de ex alumno de Oxford: “This honorable man wants to buy from you a Christmas stamp; please be kind enough to provide it to him”. ¡Ah!, quiere un timbre con imagen navideña, arbolito y demás, antes lo comprende el árabe políglota que la mensa mexicana. Me avergüenzo de mi torpeza. Las chinas regresan a su conver-sación privada, según el traductor se dicen “¡otro puertorriqueño que pide su nieve!”, “¡dásela de limón!”, y se ríen, primera –y única– vez que he visto reírse a las amarguetas. Se han ido po-niendo más gorditas, viven cansadas, son gruñonas, se las ve de a tiro enojadas con la vida. No todo es negativo, cada día son más cercanas la una a la otra. Aunque la administración las ha ido separando, colocándolas en ventanillas cada vez más distantes (empezaron en la 1 y 2, ahora están en la 1 y la 5), se hablan a gritos de lado a lado del edificio en su lengua oriental. Ya no

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pueden acomodarlas más lejanas pero ni para qué intentarlo, la distancia no les hace mella, su nexo es indestructible.

En el Beth Israel, las filipinas enfermeras no tenían un ápice de amarguetas. Teresa de Ávila seguía con su denme “¡agua bendita!”, en franco rapto de iluminada. Más enfermeras –todas filipinas– se reunían a nuestro alrededor, alarmadas por los gritos de la santa.

El negro encamado les tradujo la petición de Teresa, a estas alturas emitido en desgañite. Las enfermeras alegaban entre sí, según el traductor decían:

—Otra que viene por ración gratis de morfina.—Es una fresca, ni siquiera fingió dolor, se lanzó directo a

pedirla. El negro pescó la palabra “morfina” de su plática, y les dijo

muy dulzonamente:—No, girls –las dos regordetas parecieron halagadas con su

girls–, lo que pide es agua del baptisterio, agua de iglesia. ¿No ven que tiene miedo? Tiene miedo, es todo. Miren, es su primera visita al hospital, les pasa a todos… —Cambió de lengua, al español, también sin acento, y se dirigió a Teresa—: Ahorita te traen tu agua bendita, mamita.

Llamó a una de las enfermeras con un gesto y le dijo muy quedo al oído, también en inglés impecable: —Tráigale un poquito de agua, yo le digo que es de iglesia, ande, no sea usted así, téngale compasión a la monja.

Deberían tenérsela. Todo es extraño para Teresa, no sólo la multitud de lenguas a lo Babel, el material de que están cubiertos el piso o las paredes, de pe a pa los teléfonos, las pantallas, los timbres de alarma que suenan continuo, las agujas metálicas perforando la piel y entrando a las venas, los tripiés cargados con bolsas de sangre, suero, medicamentos, las ropas de tirios y troyanos, los zapatos de las enfermeras (los de la más bajita tenían focos colo-rados en los talones), los relojes, un teléfono celular que repica y que algún pariente ha colado al área restringida, por no hablar de la cabeza rota que vimos pasar, era de un pobre infeliz que se había caído de un sexto piso confundiendo la terraza con el

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vacío. Cuando lo vi deslizándose hacia los rayos X, pensé que era un viejecito, pero cuando lo traían de vuelta, sereno bajo los efectos de los matapenas, sospeché que el distraído, güey o borra-chales –dependiendo lo que lo hubiera llevado a perder el piso a tan peligrosa altura– tendría cuando mucho mi edad. Pensé por un momento en que nuestra situación no era tan mala, o por lo menos mucho menos mala que enfrentar a Teresa de lleno con las calles del siglo veintiuno, qué tal que se hubiera apersonado en Bryant Park, a unos pasos de Times Square, rodeada de ras-cacielos, automóviles, multitudes, las bocas humeando gente del subway. En comparación, el Beth Israel parece un convento. Tranquila, pensé, tranquila, Teresiña, no sabes lo que te espera, mejor serénate y vete acostumbrando porque esto se va a poner de aúpa. Y yo le apretaba el brazo con el mío para infundirle alguna tranquilidad. Las enfermeras alegaban en tagalo:

—¿Un ataque de ansiedad?—Cuál, mírale la mirada.—Calmadita, ¿no?, ojitos de vaca.—Súper serena, le veo ojitos de pescado.—Es morfina lo que pide, no me cabe duda.—Ya dijo el loco que no, qué le insistes.—Yo digo que hagamos lo que dice el negro, le damos

aguacualquiera…—De ninguna manera –dijo la jefa–, aquí no engañamosa

los pacientes.—No es paciente, es visita.—Es paciente.—Es visita.—Es paciente.—No es paciente, ¿quién la recibió?, ¿dónde está el fólder

con su caso?—El negro no es loco, tiene piedras en el riñón.—No, el de las piedras del riñón es el judío de al lado.—Las piedras del riñón no le quitan lo loco al loco.—Que no, que las piedras son del judío.

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—¿Cuál judío?—¡El de la tele!, ¿cuál otro?La respuesta para identificar a mi marido es porque en este

pueblo hasta las enfermeras han visto el documental de Burns sobre la historia de la ciudad donde él aparece, en mucho mejor estado que el que lo tiene ahora postrado, aunque también con camisa azul, pero no del mismo tono, la de ahora es azul cielo, y además la de la tele no va anudada atrás, sino con botones al frente, como Dios manda.

—¿Es judío el barbón? ¿Con ese apellido?—Yo digo que no.—¿Estás ciega?El dicho, mi marido, muy bajo el efecto de la mentada mor-

fina, no puso ninguna atención a este alboroto; todo le parecía bien, el dolor se evaporaba, los párpados parecían pesarle un número incontable de kilos. ¿Teresa de Ávila? ¿Tagalo? Para él de plano era como que ni ocurría la escena.

Teresa comenzó a gritar a todo pulmón. Las filipinas le tomaron las dos manos, seguramente con la

intención de tranquilizarla, me la arrebataron del brazo con pericia de cirujanos, destrenzándonos sin que me dieran tiempo de re-accionar. La separaron unos centímetros de mí, lo suficiente para que yo pudiera verle la expresión de terror en su cara. Paró de gritar. Fue hasta este momento que salí de mi aturdimiento, supe que debía ganarme otra vez su brazo. Di dos pasos al frente para dejar mis cosas al pie de la cama de mi marido, empecé a desem-barazarme del bulto. Creo que tardé demasiado en liberarme de mi éste. Sólo me faltaba, para tener las manos completamente libres, deshacerme del libro que todavía cargaba abierto de par en par, cuando Teresa musitó empalideciendo:

—Esto será peor que mi estancia con la curandera en Beceda… ¡ay!… el tormento en las curas que me hicieron tan recias…

Comprendí su horror ante la inminencia de la repetición del tratamiento de caballo de aquella curandera. Cerré el libro. Teresa se desvaneció. Literalmente, conforme se iba desplomando, también

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se iba desbaratando a ojos vistas, se nos desdibujaba, no de una manera brutal o abrupta, sino con una delicadeza digna de su persona. Así como había llegado a estar con nosotros en carne y hueso, se retiró. Se esfumó en nuestras narices. Fue en un tris.

Las enfermeras volvieron presurosas a atender a otros pa-cientes, el negro grandísimo tornó a maldecir y a bendecir alter-nativamente en sus dos idiomas, yo me apoyé sobre la pila de abrigos, bolsa y bufandas, aplastándole los pies a mi marido –sin ninguna mala intención–, esperando apareciera el doctor y cui-dándome muy bien de no volver a abrir el volumen de Teresa de Ávila, mientras que él, los ojos vidriosos por el efecto de la mor-fina, miraba no sé qué extrañas visiones.

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cristina Rivera Garza

El sí de Yoko Ono

Hay varias cosas que colocaré aquí: Una alberca luminosa, por ejemplo. Mira. Es una alberca azul de grandes dimensiones que está dentro de un balneario que se construyó en 1930 cerca de una costa. Poseo el cartel que lo comprueba. Esta es una es-calera de caracol hecha de hierro, sinuosa y angosta, sí. Desvencijada. Ruidosa. Su último escalón da a una ventana. Del otro lado de la ventana está Yoko Ono sobre una escalera de caracol soste-niendo la palabra Sí en la mano derecha, y una lupa en la mano izquierda. Es para que veas mejor, dice la lupa sin que nadie le pregunte nada. Así es como nos damos cuenta de que no es una lupa sino un lobo. En algún lado de esta escena hay una enre-dadera. No la vemos, eso es cierto, pero podemos aspirar su aroma. La clorofila es a veces así.

Abajo de la escalera de caracol hay otra escalera, pero ésta es de piedra. Viejas rocas. Grafito o malaquita, da lo mismo. Abajo de las piedras se yergue un teatro diminuto. Dentro del teatro, justo sobre el escenario, colocaré a un hombre de tirantes y sombrero panamá (estoy segura de que tiene dos rodillas) y a una pequeña bailarina con un vestido de tul y una diadema de insectos.

Este es el momento en que se encienden las luces. Hay murmu-llos. Alguien tose.

Habitantes de la casa del verano (esto lo dice una voz). Ex-habitantes de la intemperie del otoño y de la intemperie del

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invierno y de la intemperie de la primavera (continúa la misma voz: grave, limpia, masculina).Ex-intempéricos (pareciera que lo repite aunque en realidad lo dice por primera vez).

Las luces han cambiado de color y de intensidad ahora mismo. Los murmullos se expanden por la platea. Alguien tose todavía. A esto en otros lugares se le conoce como silencio.

Habitantes del siglo xix y del siglo xxi (continúa el eco a través de varios altavoces).Hombres y mujeres capaces de hablar en oraciones completas y cláusulas dependientes y vagones repletos de acentos.Queridos astronautas atados a objetos flotantes que miran sin cesar una libélula mientras imaginan una cueva.Todos los que se llaman Cuerpo de Té de Regaliz y de Menta.

Es hora de que sepan esto: Estamos a un lado de la alberca lu-minosa, bajo una escalera de caracol que da a una ventana por la que es posible ver el sí de Yoko Ono, y bajo una escalera de piedra sobre la que, según cálculos, se han posado algunos cientos de millones de zapatos muy viejos, para presenciar, que es otra manera de decir comulgar, con una pequeña obra de teatro.

Habitantes del verano (y aquí la voz alza la voz) toda conversación es un drama, eso se sabe. O una comedia.Ex-intempéricos, habitantes del siglo xix con dos rodillas y una escafandra, miren:

(y justo aquí haré aparecer el sonido de un remo o de varios remos sobre las aguas tranquilas de algo que todavía no decido si es un río o una laguna o uno de los cuatro océanos)

Este es el momento en que la bailarina avanza por el esce-nario dando de vueltas, una y otra vez, y otra vez y otra vez con su corto vestido de tul y su diadema. Los brazos en alto. Las piernas más resueltas. La actividad continúa sin cambio alguno hasta que, exhausta, sudorosa (el ambiente, de hecho, ha

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dejado de oler a clorofila para oler a sudor, un olor punzante que entra por las fosas nasales y se clava luego en los huesos), recar-gada ya contra los talones de los zapatos de charol del hombre de tirantes que ha puesto atención a toda la escena, sudando también, acaso exhausto de antemano, toma conciencia de lo que ha escrito con las piernas a lo largo de la pista:

DEJEN QUE TODO MUNDO EN LA CIUDAD PIENSE EN LA PALABRA SÍ POR AL MENOS 30 MINUTOS AL MISMO TIEMPO. HÁGANLO CON FRECUENCIA.*

Este es el momento en que los hago levantar los brazos y flexionar los codos y golpear una palma de la mano contra la otra. Ahora se miran, embelesados. Ahora dicen, aunque en realidad murmuran: El verano nunca había sido tan largo.

La voz, masculina y clara, regresa por los altavoces del teatro: Habitantes de las escaleras y de las piscinas luminosas (incluso aquellos disfrazados de agentes ultrasecretos o de campesinos rusos o de mujeres con trece meses de embarazo), astronautas que miran el paisaje terrestre con esa larga, oh tan dúctil, con esa atroz melancolía, todos los que se llaman Cuerpo de Vapor de Agua que Hierve, esto ha sido, en efecto, una instrucción.

Y aquí es cuando se apagan las luces y una cortina de tercio-pelo rojo cae con un pesado ruido sobre el escenario. Ahora un helicóptero arroja papeletas de cartón sobre una ciudad de grafito que ha estado desierta por al menos 121 años. Las papeletas contienen la palabra: Respira. Las palabras: Esto es un abrazo. ¿Es eso un bosque de taiga? Está bien, aquello es un bosque de taiga. ¿Hay alguien sobre el borde del trampolín más alto que, inmóvil, observa las aguas que brillan allá abajo? Sí, en efecto, hay alguien allá arriba, estático.

Justo en este instante haré que los relojes digan la verdad.Ahora es cuando sonrío. Y, sí, alguien tose.

* Yoko Ono, fragmento de Let´s Piece I, Spring 1960.

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Lauri García Dueñas

Cuaderno africano

Lunes 29 de julio de 2013, Ciudad de México-Ámsterdam.0Para no desentonar, lloré en el aeropuerto.

Viernes 2 de agosto de 2013, Kisii, Kenya.

IMamas nos reciben en el camino de tierrael amarillo de sus vestidos parpadeaalgo conecta con el centro de mi cuerpoquizás esta es la primera bienvenida de mi viday tengo una nueva abuela que me repetirápalabras ininteligibles para sanarme.

Bailo y no piensosoy el danzante del fuego que alguien imaginó en otro

[territorio.Me integro a lo desconocido.Me vuelvo el largo instrumento para beber del conjuro de mis

[muertos.He venido hasta aquí para esto.Bailo y no pienso.

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Domingo 4 de agosto de 2013, Lago Victoria, Kenya.

IITal vez alguien toma la imagen para otro que no la puede vertal vez vine hasta aquí para mirar el largo lago negro y sentir que una mujer blandía un pez muerto cerca de míy que dos niños se acercaban para evitar mi maldición.

Alguien me ha dado la luz pero todavía no sé para qué.

IILeo:

Loukoumas,Ahora puedo confesarte algunas cosasporque somos una sola carne, sino: nada.

IVMartes 6 de agosto de 2013, Nairobi, Kenya.

Cuando se hubo cerrado la puertalloró como si su cara fuera un puño“buenas noches” dijo el filósofo griego cuando se despidió el

[poetaincólume en el dintella mujer en el pequeño reducto ya no puede decir.

Al otro lado de la rejala ciudad espesó sus insultosla mujer recogió los restos plásticospuso en orden el aire de la habitación

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decidió que leer cierto libro convertiría de nuevo su cara en un[puño

cambió de opinióny creyó en la posibilidad de que Hamlet espesara lo que ella no pudo decir esa noche.

VMartes 6 de agosto de 2013, Nairobi, Kenya.

Todavía está dentro de mí el hombre.

Estas horas lánguidas en las que esperaréserán recreaciones de huesos de luz que todavía esplenden en los resquicios de un tiempo lejos.

Miércoles 7 de agosto de 2013, Kigali, Rwanda.

VIMe toca aceptar que a diario vivo en medio de una avalancha

[de información personalinútilinnecesariaendogámicaculposay que cuando no la tengo o fallame desespero.

Por lo queme entrego hoy a la posibilidad de estar a media luz sobre telas hermosasen una cama a 14.156 kilómetros de mi camarepasando mi cuerpo mi pensamiento mi

[soledad

No soy ese montón de dígitos ni palabras de otros.

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Miércoles 7 de agosto de 2013, Kigali, Rwanda.

El aeropuerto de Nairobi se quemó ayer. Un día después de mi[viaje a Kigali.

VII

El retorno siempre es un signo de interrogación. Sin cerradura.

Viernes 9 de agosto de 2013, Akagera National Park, Rwanda frontera con Tanzania.

VIIIDe este lado del planeta pienso en vos. Sentí haberte visto

[felino ayer.

IXAquí hace 19 añoslos vecinos salieron con machetes a hacer pedazos a sus

[vecinosahora la gente habla de eso cuando me voy a dormiro susurra al respecto durante la cena.

Un millón de vecinos asesinados por sus vecinosdurante cien díaspor la gente que un día se tomó un trago con ellos en el bar por aquellos que se decían ‘buenos días, que te vaya bien’.

Durante el genocidioeste hotel se quedó vacíoy los búfalos y los monos babuinos vacacionaron a sus anchasluego de que las personas mataran a miles de personas.

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Ahorauna paz a mediastensa y meditabundapero el rostro de ira de algunos vivosme hace pensar que en cualquier momentoen cualquier lugarlos vecinos pueden matar a sus vecinosasí los edificios se quedarán vacíosy los animales vacacionarán a sus anchassobre nuestros escombros.

XDicen que hay un elefante que se volvió locodurante los enfrentamientosporque algunos hombres mataron a toda su familiapara comérseladicenque hay que tener cuidado con el elefante solitarioporque ataca a las personas.

Y con razón, pienso.

XIEl mantel azul está bailandoen la sobremesa de un desayuno continentalal otro lado de la Tierra.

Un hombre me cuida con un palode los traviesos monos babuinos y me sobreviene la culpa histórica de que para escribir estas

[manchas azules

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haya un hombre parado a mi derechacuidándome con un palo de unos monos que creen que esta es

[su casay quizás lo sea.

XII

Ver a los monos comer flores rojas se siente bien.

XIIIDe este lado, quisiera recordar toda la músicame quito el obstáculo del sentido conservola sensación del baile.

Tarareo.

XIVCebras jirafas topis antílopes gacelas hipopótamos monos

[pájaros.

XVAlmuerzo con Margot y nueve jirafas Masai en la cima de una

[pequeña colina.

Viernes 9 de agosto de 2013, Kigali, Rwanda.XVILost in traslation

Cierta belleza desconocida en las fiestas de desconocidos me pone triste.

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XVIISueño: Veo un caballo negro, negrísimo, su pelo flota en el viento, el caballo me muerde la mano derecha, me come la piel y en su lugar aparece una mancha de jirafa Masai.

Sábado 10 de agosto de 2013, aeropuerto de Kigali, Rwanda.

XVIIIMujeres musulmanas con su vestido como casasonríen.

Sábado 10 de agosto de 2013, aeropuerto de Nairobi, Kenya.

“Está sujeto a su linaje: no le es dado, como a personas sin valor, darse gusto a sí mismo”, Hamlet, William Shakespeare.

XIX Linaje-Estirpe

Imágenes entrecortadas de diferente naturalargas horas de espera en la autopista del territorio que no cesatrazos de un hombrejirones en una habitación pequeñamás horascuántas horas son necesarias para decirlinajeestirpey que el ideal de una belleza primitiva/repentinase resquebraje hasta que un caballo negro muerda mi mano

[derechay me dibuje una herida con la forma de una manchaque coincide con las de las jirafas Masaiayer.

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Un cúmulo de aguas acumulándose en el cuerpo sin conexiónsin analogíaun atrincherarse a la Tierra porque era necesarioun temblor de aireun temblor continuode esa sustancia blanda que algunos llaman almacharco en medio del esternónenfermedades de otros no es mía la enfermedadaccidentes de otros no deseo mi propio accidentelos miles de kilómetros hicieron crecer el pozo provocaron el terror de que alguien remueva la prótesis del

[alfabeto.Confirmo que la excesiva búsqueda de sentido ocasiona una

[irrupción insalvable en la traducciónno es mi enfermedad, repitoloadinglost in traslationsolo mi estirpe que se conectó telúricamente con el canto el baile los siglosel rechazoel tiempo se distorsionó y las niñas que escucharon palabras en otra lengua confesaron –sin cabellos– el arrebato ante el código olor a engrudo siglos de no oler (eso)que ya no nos perteneceese-diferente-sudor ácido invade todo alrededorestirpe linaje susurro quedamenteimposibilidad/ cierta tristeza por las fiestas de los

[desconocidosel dorado de los pastizalesla sabana la montaña las piedras las moscas

[taladraron la paciencia y las curvas

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a la vista del felino arde el estómago de esos-siglostodo desaparecese desvía el lenguaje ante ese-felino a secas en la hojarasca

[prodigando manchas ver un animal salvaje es saber que todo saber anterior fue a

[mediaspensamiento empapado en ese olor incomprensibleen ese tiempo y abandono al que fuimos sometidosperolos niños dijeron adiós con la mano a la orilla de las carreteraslas mujeres crecieron del asfalto en fotogramas de coloreslas bicicletas pidieron perdón por la falta de aguael pozo fue la alegría de los poblados rumbo a la ciudadel cielo se desplomó en su tibieza deslucidabailé con ese fuego antiguo que me devino rastrojo(palmas que se zurcen)¿el zurcido del sexo?la oscuridad desde dentro con la distancia y el anonimato zumbando en el Dados Hotel subrayó la fortuna y si alguien me dio la luzy si no sé para quétal vez he de apretar mandíbulas y sobre las cenizas de una terminal intercontinentalclavaré a la tierra el flujo sanguíneo que palpitaaún frente al lago ennegrecidoa pesar de las maldiciones y peces muertosporque la sangre del linaje y la estirpequedará intacta aun cuando termineeste doloroso desplazamiento al que me entregué con la vehemencia que una se entrega a lo

[desconocido.

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Domingo 11 de agosto de 2013, París.

XX

No sé cuántas veces tuve que quitarme los zapatos para los controles migratorios. Viajar es andar descalzo.

XXIHamlet me cuida.

Jueves 22 de agosto 2013, Ciudad de México.

XXLatitud

Gran parte del viaje es volverrepito mientras agito la copa para llevármela a la bocay marco números de teléfono para que me digan que no

[pueden o no me contestenla lluvia desaparece en la liviandad y el oprobio de saberse

[realmente solo en el mundoy el mundo una imagentotalmente equivocada de uno mismo.

Conclusión: Tomar una cerveza en la barra de un bar es mejor en el exotismo de la compañía por ser remota.

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De este ladohe despertado ya sin sabermerecuperado mis células tercas que me persiguieron hasta aquíaceptado la dispersión del cuaderno africanoafinado la latitud de mi propio folclor temblado mis dientesmovido el dorso de la mano para saber que no hay nadie a mi lado en la camay que el rumor el vértigose mantiene intacto desde el Hotel Dadosdonde dije que no todos los amigos son amigos y reconocí la maldición de las sombras que juegan a

[abrazarme.

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Francisco Serrano

4 Poemas de

Diario de fatigas

Insonmio

Subí las escaleras Subí las escaleras a trancos tropezándomeNo había nadie pero el ruido No dejaba dormirDeambulé de un lado al otroNadie la bóveda nocturnaDestilaba un vaho azulosoTe había dicho que no me siguierasUn murmullo tenaz estaba ahíSeguí subiendo sóloPara saber qué se sentíaCuando pude llegar a la terrazaSupe que no importaba lo que hicierasTeníamos que cruzar el umbralLas cosas ya se habían puesto color de hormigaCon todo te fui fielY no cejé seguí subiendoAunque el aire dijera lo contrarioAl fin amaneció nos repartimos La noche cada quien

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Intrincación

Les dije claramente les roguéQue no lo divulgaranLes pedí discreciónPara el caso no bien me di la vueltaNo hablaban de otra cosaCada quien externó su parecerQue si ayer que si un énfasis que lo otro La cosa es que alguien sí la vio

¿Dónde? pregunté ansiosamente ¿Están seguros? Me dolió La crudeza lo insólito Del hecho el horror de la insidiaFinalmente me decidíEstuve hurgando en sus papelesCon la vaga esperanzaDe encontrar un indicio Alguna señal algo Debajo de aquel cúmulo de notasAuténticas en apariencia Rigurosas precisas sistemáticasUn nombre alguna direcciónLlamadas cualquier cosa pero nada No había dejado rastroImposible saber cuándo tomó la decisión

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El desengaño es torvo Constatar que hemos sido Si no ingenuos sí crédulos cala hondoY no hay nada que hacerErré completamente en blancoMuchos días semanas poco a pocoEl estupor al fin cedióPero no la congojaLa niebla desde entonces no me deja

Rompimiento

Que te quede bien claroEs inútil que llamesYa no hay nada que hacerMe dice con cierto énfasisY un dejo de impacienciaPerdiste la oportunidadPara la próxima queridoVas a tener que ser más cautoLo más probable es que no vuelvasA verme ni en pinturaConvéncete no habrá próxima vez Y colgó abruptamente

Aunque no me intimido No consigo librarme del desánimo Debo reconocer Que el reconcomio dueleY que la perspectiva de perderlaDe haberla ya perdido Es para-decirlo-alto insoportable

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El huevo azul

1Yo tuve un huevo azulUn huevo bien plantado grande liso Y turgente de fárfara hialinaOrbicular orondo encascaradoDe vivo azul turquesa¡Ah qué elegante era mi huevo azul!Facundo y desenvuelto como pocos Sensible competente Dispuesto todo el tiempo a dar de síLo mejor a los otrosEra un huevo ejemplar No le importaba el riesgoFactible ciertamente siempre De romperse la crisma

¡Qué huevo tan azul! decía la genteViéndolo prodigarse Ante cualquier apuroNo prestaba atención a la maledicenciaNi daba pábulo a murmuracionesEra para decirlo prontoUn dechado de garbo y de buenas maneras

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Yo le cuidaba la figura ¿Y por qué no decirlo? La reputación lo mimabaLo guardaba en un sitio fresco y seco A veces por las tardes lo sacaba a pasear Le daba su maicito lo arreglaba Le acicalaba el peloEl huevo y yo compartimos muchas cosas

Si cualquier panegírico era nimio Parangonado con su gallardía No era menos verdad que él no le dabaLa menor importanciaPero un mal día el huevo se paróPerdió de pronto el pulso no latíaY aunque no escatimé los medios de alentarloYa no hubo modo de que caminaraNo obstante todos mis esfuerzosNo volvió a dar un pasoSe pasmó simplementeLo arropé lo curtí Le inyecté vitaminas pero nada

Desde entonces no puedo tratar con ningún huevoDe la forma o color que seanDesde luego los arduos blanquillos de avestruz O los pardos de pato o los de pezSimplemente no puedoNo los tolero másNi uno –íngrimo– de codorniz

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2Mi huevo azul no toleraba el agua En los días de lluvia se recluíaCeñudo enfurruñadoNo le gustaba ni mirar la calle Se quedaba detrás de la ventanaEnsimismado y triste recelosoDe quién sabe qué líquidos amagosAlgún temor a hundirse a endurecerseA perder su color nunca lo supeDiagonal vertical finita o a raudalesFuera como cayeraLa lluvia le hacía mal Le ponía escamado insoportable Quería incluso sacarme mis trapitosLo único era esperar a que escamparaEntonces le volvía la clara yema al cuerpo

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3Luminoso farolEn la calle tinieblas en su casaMuchas veces el huevo y yo Discutimos nos enfrascábamos En discusiones más que bizantinasEra prolijo necio hasta ampuloso Lo que tenía de azul lo teníaDe soberbio no soportaba Que le llevaran la contrariaPagado de sí mismo huevo huero Alardeaba de su galladuraY solipsista al finAcababa mirándose el ombligo Le obsesionaba su perfil(Yo sospechaba que algoLo estaba jorobandoPero nunca lo dije)Incubaba odios súbitosY entusiasmos no menos sorpresivosY cacareaba quizáEvocando su origen sinrazonesInsostenibles (como él mismoQue no sabía estarse en pie)Frangible albuminadoNada veía más allá de síCon todo he de decir que me hace faltaY que lo echo de menosY hubiera preferido incorporármeloA tener que tirarlo a la basura ya inservible

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Julián Herbert

Cabeza de perro

Conseguí un fugaz empleo de estibador en almacenes de la Wilhelm-Kabus-Straße. Por más de 15 días tomé, en hora pico, el S2 en SüdKreuz, ese impersonal bastión de Schöneberg en cuyo interior (ballena transmoderna) media humanidad habla eslovaco y hay un montón de cámaras con letreros que dicen “Te Estamos Filmando” y existe un platillo típico llamado Burger King. Cada tarde, al salir del trabajo, tenía que viajar de contrabando desde ahí hasta el extremo norte de la Hundekopf, a Pankow, donde estaba montada mi tienda de campaña. Una pareja gay me había hospe-dado en su patio luego de que les enseñé, en una fiesta, a prender el carbón al viejo estilo coahuilense: usando solo una servilleta, un puñito de azúcar, un chorrito de aceite y un cerillo.

A veces, si me tocaba hacer transbordo de plataforma, salía de los andenes hasta un estanquillo y compraba una cerveza de a euro. Si no, nomás aguantaba. Al menos desde Potsdamerplatz a Nordbahnhof, el trayecto era un asco: trenes llenos.

El día de mi último recorrido (todavía no me enteraba de que los gays me habían echado tras un pleito de celos), gané asiento en el mero rincón de uno de los vagones, junto a una señora que hablaba por celular en una lengua marciana; o tal vez era hún-garo. Frente a nosotros quedaban dos sitios vacíos. O casi: justo en la colindancia de ambos yacía, muy modoso y muy propio y muy bonito, un croissant mordisqueado. Parecía, visto de golpe, un espléndido mojón de caca rubia.

Lo chistoso empezó en Anhalter Bahnhof. Cada nuevo pa-sajero ponía cara de alegría al notar, desde atrás del respaldo,

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junto a la puerta rinconera, dos butacas vacías entre tanto cris-tiano de pie. Pero luego, al venir hasta acá para sentarse frente a mí y frente a la voz de celular con guardabajos de la húngara, se topaban con el cacho de masa babeada y, evidenciando su asco, giraban la cabeza hacia otra parte o se quedaban ahí de pie, mirando fijamente el croissant, haciendo muecas medio estúpidas y sujetándose fuertemente al tubo. Luego de unos instantes de vacío referencial, se trasladaban hacia otra área del carro.

El S2 terminó de colmarse en Potsdamerplatz. La indigna-ción también. Algunos viajeros intercambiaban monosílabos (lo cual en alemán es muy difícil) y mutuas miradas reproba-torias: ¿cómo era posible que alguien, en este perfecto mundo luterano, se atreviera a dejar su bolo alimenticio sobre la silla de El Otro?… ¿Qué acaso no se enteran de que La Gran Pesadilla es el contacto sin control con fluidos y huellas digitales ajenos (a menos, claro, que se trate de románticos y ecológicos meados de zorro invisible dejados mansamente sobre el césped de Tiergarten, o de un tierno y silvestre erizo herido al que es necesario enviar al veterinario en un taxi)?…

Mientras el tren agarraba una curva cerrada para ingresar a la estación de Friedrichstraße, sonreí para nadie imaginando el destino de ese incómodo croissant en el caso de que su domicilio hubiera sido el metro de la ciudad de México. El 70 por ciento de los pasajeros lo habría botado al piso del vagón sin pensárselo siquiera con tal de adueñarse del asiento. Y, de paso, habría derri-bado a tres o cuatro pasajeros que intentaban hacer lo propio. El 30 por ciento restante se las habría ingeniado para, además, echarse el pan al bolsillo.

Con tal de aislarme emocionalmente de la cabina, acudí a un truco que nunca falla: entrecerrar los ojos como quien dormita y aferrarme a la botella de Berliner Kindl a medio consumir.

Una pareja de jóvenes entró al vagón. Él era guapo y atlético. La chica tenía unas facciones extraordinariamente bellas pero era un poco gorda. Ambos vestían ropa deportiva y llevaban sendos iPods en la mano. Ella no paraba de hablar en voz bajita. Él nunca

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respondió. Imaginé que el mal humor de la mujer se debía a que su novio la estaba obligando a bajar algunos kilos a punta de dieta, discursos de autoestima y jogging por el Mitte en hora pico.

Pasó lo mismo que antes: los chicos estaban a punto de sen-tarse cuando el croissant mordido (que a estas alturas se había vuelto ya una pieza de arte conceptual) les obligó a frenar en seco. La bella gorda soltó un par de grititos dirigidos a su com-pañero, como si él hubiera puesto el pan ahí. Mas luego, cuando ya casi llegábamos a la Oranienburgerstraße, con una valentía que dejaba en ridículo a decadentes hombretones herederos de in-hóspitas cuanto extintas tribus bárbaras, la muchacha se inclinó y, con una delicadeza que la hizo bajar automáticamente al menos dos tallas a mis ojos, empujó tantito el pan con la punta de su iPod hasta incrustarlo en la rendija que se forma entre el asiento acojinado y la pared del vagón. Luego ordenó a su hombre ins-talarse junto a la ventanilla mientras ella, como si nada, se dejaba caer en la butaca del pasillo. Pensé: pendejo novio. Yo en su lugar me le hubiera echado encima a la novia en ese instante.

Luego, de golpe, la carga de pasajeros se aligeró: los últimos parados descendieron en Nordbahnhof, y con ellos la húngara –pegada todavía al celular. El chavo atlético miraba cada tanto, de reojo, el cuernito clavado a la derecha de su asiento (supuse que temería que el pan resucitara de no sé muy bien qué clase de muerte) mientras la gorda seguía quejándose de algo invisible para mí. Lo hacía otra vez en voz muy baja –aunque ahora con menos mal humor. Así salimos del túnel e ingresamos a una zona arbolada mientras la voz automática anunciaba: Nächste Station…

Para mi sorpresa, la chava choby se paró, besó a la carrera los labios de su acompañante y se bajó del S-Bahn en Humboldthain: una estación con pinta engañosamente suburbana, rodeada de abedules. Cuando cruzó la puerta del coche la seguí con la mi-rada y volví a pensar: pendejo novio. Yo en su lugar la dejaba caminar un poquito y luego la acechaba: la-trip-cochinita-y-el-lobo-feroz. Entonces noté que el atlético joven me miraba fija-mente mientras yo hacía lo propio con su chica. Me dio pena.

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Entrecerré otra vez los ojos y sujeté con firmeza mi botella de Berliner (vacía ya, para entonces).

En Gesundbrunnen, el vagón terminó de vaciarse. Al otro extremo quedaban una pareja de viejitos, un ciclista malenca-rado y una señora pelirroja. Pero acá, de este lado, solamente el (ex) novio de la gorda y yo. Él seguía mirándome fijo. Yo aún pretendía dormitar mientras lo espiaba desde una rendija entre los párpados. El convoy volvió a ponerse en marcha. Entonces, como si se tratase de la cosa más normal del mundo, el chavo agarró el croissant mordido y, sin quitarme los ojos de encima, abrió mucho la boca, sacó toda la lengua imitando a Gene Simmons y comenzó a darle largos y lentos lengüetazos al pedazo de pan hasta empaparlo de saliva. Dejó de verme un momento para comprobar que ninguno de los pasajeros al otro lado del vagón había notado lo que él estaba haciendo. Luego fijó su vista nueva-mente en mí mientras, metiendo la mano dentro de sus pants, se limpiaba con los restos de croissant el sudor y las bacterias del culo, los huevos y las ingles. Terminada esta labor se levantó, reacomodó el croissant entre los dos asientos con una diligencia digna de un museógrafo y, haciéndome un guiño (que yo fingí no ver), descendió del S-Bahn en la estación Bornholmer Straße.

Yo continué hacia el norte, a Pankow, hasta la casa de los gays. Ahí encontré mi ropa y mi tienda de campaña tiradas sobre la banqueta. Toqué y toqué la puerta y nadie abrió. Acabé dur-miendo junto a las escaleras del U-Bahn.

Al menos era primavera.

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María Baranda

Sobre este más frágil espesor

El salitre chorreando de los ojosel salitre descascarado como un sonoro clavecínde la cabezaesa cabezala cabeza que cuelga de ese puenteel puente que está aquí delante.

La cabeza es la boca de las sílabasy las sílabas deambulan por la noche.La noche es la silueta afilada de esa cabezasemejante a otra noche perdida en una noche.

La cabeza, esa cabezalleva su nombre tatuado en las pestañasdice: olvídame/ güey/ déjamecomo si fueran palabras nuevas y propiasmanoseadas por todos los voceros de la calle.

La cabeza es algo así como el silencioque se ramifica en las esquinasde la palabra cable, es suyo ese temblorheráldico del cuervo, el denso caminarde la muchacha con tacones.

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La cabeza es más que tiempo,no toca tierra ni aire ni infierno,se desmaraña polvorienta en el idiomay se pronuncia seca en luz directa.

La cabeza es exterior como una piedraindividual si habla de ella un chulo metafísico en la acera,sufrida en máculas vacías, en cuencas, es ambiguacomo un niño que limpia río abajo la tristeza.

La cabeza, esta cabeza, está colgada de este puentecomo si fuera un pedazo de basuraque brillara empírica en el ritual de los salonesplanos, simples, acomodados en diversas geometríasdel pensamiento.

A veces, la cabeza oye palabras necesariasaunque sus oídos estén cerrados por enormes grapas.Habla del mal tiempo entre la escama,dice del mal chorro de la sed, hace muecassi en sus párpados brotan lentos los relámpagoscomo si fueran peces en el agua de un soneto.

Alguien puede decir entonces,alguien puede callar primero,alguien puede juzgar el blanco cuellode gallo volado por la callecomo ojo de vidrio o como voz y linaje de vecinoen su herida de boca para el rintintín del vientoel viento que aúuuuuuuuuuuuulla fanático y pendenciero.

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La cabeza yace tranquila, trasquiladatotalmente abisal en el puente solitario, ese puentedonde alguna vez oímos a los remeros hablar de ellacomo si fuera la tribu de todos los postigoscomo si resbalara por la sirga y fuera el áncorade la tripulación, el hipocampo visto en lontananza,la proa amanecida gimiendo en la otra orillamientras los pájaros picotean su herviderode voces tibias deslumbradas.

La cabeza es un simple bebederodonde un señuelo es humo y el humoel canto corriente hasta los mismos ojosde un navío destruido en el sueño del sueñode los hierros y yunques trepidantesque forjaron el puente en el vacío.

Quizás un día atrás, más atrás, muy atrás,en la gracia del aire concebido, como una monedade tiempo alguien dijo: “suerte, que tengasun buen día” y la cabeza entonces tuvo un día de gozoy de buenaventura en el amor y como un ciriopalpitante vio, porque alguna vezhubieron ojos en sus cuencas, caballos pardos trotandoalados en el chillido del templo en el amor, un amor, ese amor, aquel amor primero en la burbuja del sol.

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Y la cabeza, como una reina de hambre en el vacíoahora cuelga expectante del zopilote y sus trabajos bulliciosos,se mira deshecha suavemente en el manto del moscoy la ciega ala renacida de un insecto cuando un carrode familia pasa zumbando su furia en el asfaltocon la voz de madre, la voz diciendo en la cavernaseveramente condenando los ojos, la miradaen el grito “¡agáchense y no vean!” y los niños, los niños mirando, mirando, mirando, las veces necesariaspara forrar sus párpados de fuego y salen la fina ladera de la infancia.

Esta cabeza ahora es un medusarioen el ojo del pájaro, una Venus radiante y suscitadacomo sexo primario en las gallinas blancas.Y dile Irina ensabanada,Magdalena rugiente como instrumentode risa vigorosa, cazadora en el airebajo tierra flotando, ¿y si fuera hombreen la tumba? Se llamaría Caronte,Heráclito, Poncio, Teófilo, Demónico.

La cabeza sin sexo repica en remolino de rama alta y ruidosay desplomada en el huerto de limones y naranjaso en el grito más hondo, más hondo, tan hondo “¡apriétame el pechoy bésame, bésame para morir bien pronto!”

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La cabeza cascada de salitre chorreandosu pródiga suerte, su casa flotante, su soly su bote desplumado con su tum-tum de sorderay su pardo estropajo abovedado en el pueblo,junto al Motel de paso para ícaros del caminoy garzas de un álbum de finas heridasal borde de la carretera,mientras el auto sisea junto al arroyo y las floresrevientan una última vez, una más, una másen las bridas de los álamos.

Calabrote, cálamo, calavera, calaverita,bruja viva asustada, uva de mar podrecidabajo tierra flotando,en el aire desvaneciéndote, desvaneciéndote,miembro de qué familia ahogada sin alfabetosin huerto sin bote posible y sin depósito,en la puerta de qué casa acurrucada,en un roce de hierba, un ahora casuchapestilente y análoga como el agua verdede los verdes peces en las ruinas verdes, ancha pala espantada, contradictoria y demóticaplena de majaderías,cabeza, cabezota, hija de la chingadacomo un anzuelo que pende en el tribunal del vacíoshh shhhh shhhhhhhhh

¿Quién pronunció alguna vez tu cara?

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Cabeza, cabeza moteada de espantocomo una frágil ramita, un despertar anónimoy silencioso en nuestras camas abullonadas,nuestros lechos de sol y paraísomoderados por el rostro de dios, un dios, ese dioscualquiera como sonido de moneditay la cabeza, esta cabezaen el crin de la mañana, ¿Quién desplomará por ella su grito en la mañana?

Ahora es un apenas sonidoque pronto se acallará y se irá galopandoen el lomo de la noche tuerta,se irá trotando hostigada por el óxido de la penumbradonde nadie renuncia a este país palabrero,este país sucedido al otro lado siempredel otro río, en el otro llano del otro instante justificadoen el otro monte plano, se irá,se irácon su toque de plomoy su cristal de sibilina decoradaindescifrablemente/ indistintamente/ indiscutiblementeen la horda hinchada de una tumba, otra tumba mejory se quedará la voz flotante de los peces enlutadosque susurran en el tablero de un taxi:

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México México México México México

sonando como pistola herida:

méxicoméxicoméxicoméxicoméxicoméxico

sonando como cohete que revientaa la altura de un Imperio:

Rá- Rá- Rá

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Mónica Lavín

La uña de Richards

No a cualquiera le llueve la plumilla de Keith Richards a sus pies. No cualquiera siente que la danza de esa cuña plástica por los aires, entre los rasgueos del requinto, contraviene al azar y la elige a una para doblar el cuerpo y atrapar ese aleteo fortuito. No cualquiera es herido de júbilo ante la vista de la lengua rolling-stonera justo al borde del zapato (¿tenis?, ¿bota?). La memoria no retiene mas que el rojo de la lengua en la uña que ofreció Richards y que para envidia de los circundantes cayó a mis pies. La tomé como quien recoge una mariposa frágil, la prensé con fuerza y la elevé como un trofeo inusitado. Plástica, insignificante, efímera no sospechaba que sería mi salvoconducto para pasar trasbambalinas, cuando al final del concierto, Jagger me señalara y los vigilantes me escoltaran. Yo, entre los diez mil espectadores, había sido lamida por la venia de sus majestades. Me colocaron en un sillón blanco entre sacos y cajas con botellas de agua. Los técnicos estaban a la suyo y nadie parecía advertir mi presencia. Me puse a jugar con la plumilla y a sentirme incómoda por no mirarlos mientras tocaban la canción de cierre: Out of time. Enton-ces, entre tarareos y sumida en aquella blancura, noté una extraña estructura. Parecía una enorme jaula cubierta por una tela que dejaba ver el extremo inferior de los barrotes. La tela que la cubría llevaba impresa la lengua enorme, lasciva y roja. Quise espiar tras la tela, pero no me moví del sillón. Desde allí, buscaba som-bras que se proyectaran en la esquina descubierta de la jaula. Algo que delatara al bicho que allí guardaban. De pronto vi

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la punta de un zapato rojo. Quise salir del sillón blanco, pero se escucharon aplausos. Los Rolling cantaban de nuevo: Lady Jane. Me estremecí (en verdad me gusta su melancolía), pero descubrir lo que habitaba esa jaula arrebataba mis sentidos. El zapato desa-pareció de la esquina visible. Dejé la vista quieta como si esperara a mi presa, al rato vi el zapato de nuevo atado a un pie que reve-laba un trozo de pantorrilla pálida. En ese momento estuvo claro, muy claro. Comprendí que no era producto del azar tener la plumilla de Richards en mis manos ni estar atrás del foro a la espe-ra de las piedras rodantes. Con zapatos rojos, metida en aquella jaula, estaba Ruby Tuesday.

El tiempo debe haberse colocado de mi lado pues las notas y las voces se reblandecieron y estiraron y la baqueta de Watts ascendía y descendía con la lentitud precisa para que yo, desde el sillón blanco, entendiera aquella presencia enjaulada. La mis-ma que al final del concierto estibaban en el camión de carga hasta el Four Seasons y pedían fuese colocada, cubierta, en el cuarto de Jagger o en el de Richards. Y que allí, los dos, con un whisky en la mano, descubrían para mirarla entre los barrotes; vestida de rojo con el pelo rubio canoso enmarañado indiferente a los rockeros cansados, lacios por el concierto, satisfechos y dis-puestos a brindar con su musa. Jaggers le acercaba su whisky entre los barrotes pero ella lanzaba un zarpazo.

—¿Qué te pasa, Ruby? ¿No te gustó el público de hoy?—Déjala, Mick, no está de humor.—Nunca está de humor. —Lo estarías dentro de una jaula.—Es diferente. A mí no me inventó nadie.—La inventamos hace mucho –dijo Richards mirándola can-

sado– Y no nos quedó mal. Sigue viéndose bien, en verdad, Ruby.—Le dimos el don de la mudanza.—¿Le dimos?, ni que fuéramos dioses.—Ruby es nuestra criatura –dijo Mick preparándose otra co-

pa–. Y me fastidia discutir lo mismo concierto tras concierto.—Un día te voy a sacar, nena- la miró Richards.

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Ruby sentada en un rincón se lamía las manos ajena a la conversación.

—Buen título de canción.—Para blues a la Richards.—Ves como la nena inspira todavía.—Al rato va a inspirar lástima.—No lo creo, anda persiguiendo sueños.—¿Allí encerrada?—No, en la canción. Ella es una canción.—¿Y qué tenemos a la vista? ¿Y qué cargamos con tanto sigilo

de ciudad en ciudad? Te advierto que como canción es bastante estorbosa para documentar en los aviones.

—No te quejes, que al rato disfrutarás que repose entre no-sotros– metió Mick un brazo por los barrotes e intentó acariciarle la melena.

Ruby quiso morderlo.—Se ha vuelto una leona.—Otra canción: Nena, te has vuelto una leona. Si te acaricio

me muerdes… Salud, Ruby. —Sólo porque ese martes conocí a la pelirroja, lo siento Ruby–

miró Richards su vaso afligido.—Y porque me lo contaste. Y porque la pelirroja no te dio su

nombre ni su mano ni un beso y te enloqueció.—Eso no pasó, es la canción.—La canción es lo único que pasó. Lo demás no importa.

Mira, aquí está la canción tras los barrotes.—Me hartas. —Pero te gusta tocar Ruby Tuesday– dijo Mick con soberbia.—Me encanta comenzarla.—A mí decirla. —Pregúntale a ella qué piensa. Debe estar fastidiada.—¿Te gusta, muñeca? A nosotros nos ha dado millones de

dólares…—¿Y a ella?—Tú tienes la culpa por meterte tanta porquería.

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—Tú por meterte con ella.—Nunca me la he cogido. (Volteando hacia la jaula) Perdona,

mi lenguaje, nena.—No estoy seguro de que no lo hayas hecho.—No. Ruby no es mía.—La tenemos en una jaula. —Es de los dos. —Pues yo la quiero soltar– dijo Richards decidido.—Sólo por las noches para dormir con ella. Aunque me gus-

taba más cuando dormíamos con ella una vez tú otra yo. No ahora que debe dormir entre los dos para que no le dé por esca-parse como cuando tuvimos que recogerla en recepción.

—She just can´t be chained…—Está encadenada a nuestras cabezas, de allí salió.—A mí me salió del corazón– dijo Richards simulando una

voz dulzona.—A mí de los güevos.—Ya decía yo.—¿Y si le preguntamos a ella qué piensa?—Ella sólo piensa mientras cantamos. Ella sólo es rebelde

e inquieta mientras su canción se oye. Ella vive tres minutos doce segundos cada vez, lo demás es esto. Y yo no pienso dejar de cantarla –insistió Mick.

—¿No me digas que piensas que es necesaria su presencia para cantarla?

—Ella es la canción.—¿Y si la soltamos?—Se va la canción. Es todo lo que tenemos. —Y dólares.—El dinero no compra musas.—Pregúntale a otros. Keith da un trago largo a su copa–.

Dormir con la musa vaya perversión. —Vaya privilegio –se relame Mick–. Salud, Keith.Entonces Jagger toma la llave que cuelga de su cuello y la

mete en el cerrojo. Ruby no se mueve de su rincón.

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—Ven, nena, es hora de dormir.Keith empieza a tararear la canción. Ruby se levanta lenta-

mente, se sacude el polvo de su vestido rojo ceñido al cuerpo, sonríe y le extiende la mano a Mick. Mick le acaricia el pelo y la lleva hacia la cama. Quita las mantas y la acuesta suavemen-te en el centro de la cama. Keith no deja de tararear mientras se coloca en el costado opuesto. Los dos enlazan sus brazos a la cin-tura de Ruby y cada uno por su lado le dice Good bye, Ruby Tuesday, ciertos de seguirla cantando. Keith apaga la luz.

No sé cuánto tiempo sostuve la plumilla ostentosamente con-tra el cielo oscuro y el escenario iluminado, contra los ojos de los que me rodeaban. Fue la canción la que me hizo reaccionar. Who could hang a name on you, when you change with every new day… No podía saber si Ruby estaba enjaulada tras bamaba-linas, pero estaba segura que no había muerto. Y que no era sólo una canción.

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Mónica Lavín

Tardes con mamá

No es fácil tener una mamá que actúa como una abuela y una adolescente. Se conmueve con los bebés que ve por las calles; se detiene frente a las carreolas y cuando ve pies desnudos agitarse en el aire, usa frases como la libertad despreocupada de los bebés y dice que siempre nos traía descalzas, que los bebés con zapatos son ridículos. Y se le nublan los ojos. Enseguida dice que ya quiere tener un nieto entre sus brazos, que es la única posibilidad de oler la piel de un bebé. Luego se ríe y dice que no tan pronto, que nos falta mucho. La verdad es que a mi hermana y a mí nos gustan los bebés también y queremos que pronto haya uno en la familia aunque mamá diga que cuando tengamos pareja pues ella no va a mantener y cuidar a otro aparte de nosotras. Cuando vemos revistas o visitamos tiendas fantaseamos con la ropa que tendrán los bebés nuestros, sus nietos y ella insiste en que nos regalará la cómoda forrada de tela en que se guardó nuestra ropa. Eso sí, a la primera que tenga un bebé. Nos reímos pues la cómo-da aunque tiene un valor sentimental para las tres, es un mas-todonte que ninguna queremos tener en nuestra casa ni como refugio del vestuario del futuro hijo nieto que ingresará a la fa-milia, a las tardes nostálgicas de mamá, a sus propósitos de coser de nuevo o de hacer galletas que esta vez no se le quemarán. Tardes así nos gustan a las tres y no es fácil tenerlas, mamá tra-baja y luego tiene muchos compromisos y difícilmente se niega a una reunión o evento, pues le parece un desaire para con los otros. Mi hermana y yo estudiamos y vamos a clases de idiomas y baile por la tarde. Así es que es fortuito cuando hay una tarde

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sin prisa, para nosotras, para reírnos y platicar y sacar álbumes de foto y escuchar las mismas descripciones que si una nació con el pelo oscuro y alborotado, que la otra una pelona sin cejas, que una comía y dormía de maravilla, que la otra no rellenaba, dormía a pedazos, berreaba y se privaba. Como a la fecha, dice cuando se enoja. Sabe, como todas las mamás pues he visto lo mis-mo en casa de mi amiga Rafaela, cuando se sirve más, la madre dice te haría bien cuidarte un poco, y entonces Rafaela sube a su cuarto llorando porque le ha devuelto el retrato de su gordura frente a aquel plato de lentejas irresistible, dar donde duele. Y, para su desgracia, lo hemos aprendido. Ella lo reconoce cuando murmura Cría cuervos… y mi hermana y yo divertidas, como si le hubiéramos ganado la batalla, concluimos “y te sacarán los ojos”. En tardes como esas donde nadie tiene prisa ni pendientes ni el ceño fruncido y mamá no está pendiente de lo luido del sillón, de la taza que nadie recogió o del cuaderno que lleva una semana abandonado en el estante, nos da por ver revistas o mirar la tele. Entonces cuando aparece algún hombre guapo –que en los pro-gramas de televisión se dan en ramillete– las tres suspiramos y cada quien anuncia su preferencia. Mamá y yo coincidimos a veces, que si el mentón, que si qué bonita mirada, que si los labios; mi hermana normalmente se cuece aparte y ella se apunta por los más exóticos pero hay veces que mamá la secunda. Es interesante, me gusta su rostro cacarizo. Esos güeritos tan per-fectos aburren. Mamá nos cuenta de algún chico que le gustó cuando joven, antes de casarse con papá, siempre añade pruden-temente. Mi hermana y yo le recitamos las resobadas facciones del galán juvenil: sus manos largas, sus ojos azules, la barba par-tida. Acabamos riendo y contándole qué chico nos gusta y por qué. Y sacamos comida del refrigerador porque esas conversa-ciones nos dan hambre. Y cada quien prepara platillos por turno: salami con maggi y limón, pan con paté, tacos con salsa rema-tamos con un helado al que las tres metemos la cuchara. Esas veces mamá se divierte, le brillan los ojos y creo que, aunque la piel del cuello está arrugada y se le asoman las canas cuando

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le hace falta ir a la peluquería, parece joven. Casi la podemos ver con el novio de los ojos azules aunque mi hermana diga que los ojos claros son muy insípidos y que ella nunca se casaría con uno así de desabrido. Yo le digo que qué bueno que se encontró a nuestro papá porque somos unas hijas muy guapas. Y mamá nos mira orgullosas porque le he recordado el pasado de golpe y la edad, y la posibilidad de que sea abuela.

Por eso hoy que es una de esas tardes en que las tres estamos en casa nos parece raro que mamá se haya subido a recostar y no baje para tomar el té de la tarde. Mi hermana dice que es por lo que pasó ayer, cuando llegó aquel muchacho con el que trabaja en algún proyecto. Yo le abrí y pasó a esperarla, mi hermana salía a su clase y lo saludó, mamá llegó apurada y yo me subí al cuarto. O sea que aparte de mamá las dos tuvimos ocasión de verlo. ¿A poco no es guapo?, preguntó mamá esa noche. Le confesé que al abrir la puerta creí que era un modelo, y me pareció raro que trabajara con mamá. Que hasta pensé que mamá haría anuncios y que ahora sí tendríamos dinero, o por lo menos no sólo actua-ríamos como si lo tuviéramos sino que estaría allí para que no escucháramos más: esto está muy caro, ya me rebotaron el che-que, cómo pago las tarjetas… Y mi hermana dijo que era muy varonil, que ella se casaría con uno así. Y de pronto las tres nos sentamos en la sala, calladas como si fuéramos actrices en una obra de teatro. Después de un rato, mamá rompió el silencio y dijo pausada: por una vez tenemos los mismos gustos.

Pero aquel momento no podía perjudicar nuestras tardes. Mi hermana que veía más allá de lo que resaltaba dijo que a mamá le gustaba ese muchacho. Estás loca, le contesté. Si es mucho más chico que ella y me dio vergüenza imaginar que mi madre lo miraba con los mismos ojos que los míos cuando le abrí la puerta: nerviosa, torpe, por aquella manera que tenía de son-reír, por su andar hasta el borde del sillón mirando como si no mirara. Fotografiando la casa.

Ve por ella, le dije cansada de hacer bocetos. Ve tú, me con-testó y nos quedamos inmóviles mientras la tarde se ponía parda.

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Mamá, le grité. Mi hermana encendió el televisor. Después de un rato nos miramos las dos y resueltas subimos a su recámara. Tocamos y no respondió. La creímos dormida y abrimos la puer-ta con sigilo. Pero mamá miraba al frente tensa, como si explorara la composición del acabado en el muro, y ni siquiera nos miró. Mamá, vamos a la tele. Tenemos hambre. Y mamá sólo movió la cabeza para arriba y para abajo, asintiendo. Cuánto tiempo ha pasa-do, dijo, y señaló las fotos de la cómoda: cuando me llevaba en brazos, cuando salimos de vacaciones a la playa, cuando terminé la primaria, en otro viaje, mi hermana y yo disfrazadas. Acomodó el brazo a su costado, abatida. Entonces nos sentamos en su cama y la abrazamos, cada una de un lado, y la dejamos llorar sin saber qué hacer.

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Paula Abramo

Poemas

Δαίδαλον

Nadie nunca me dijo vaca,pero soy una vaca: me cosieron al mito. Me cosieron la pielcon doloa los huesos de roble.Ya no sé decir si tenía ruedas.El cuero no era mío,el cuerpono mugía,o mugió tal vezcon un grito prestado.

Me metieron una reina que, según, brillaba como luna,pero yo no vi el brillo.Le presté mis costillascomo amarres.

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La reina caminabaoliendo el cuero nuevode mi cuerpo;mi cuerpo, en cambio, iba olfateandomatojos de díctamoaplastados.Mi morro sin dientes,mi morro donde nunca hubo leche,del que nuncaescurrió la baba fértilde la alfalfa,era un morro de vaca.

Con mis ojos de piedra yo también vi al toro blanco,Lo quise adentro cuando se acercaba¿a mí? ¿a la reina?Se acercaba: yo fuiquien lo sedujo.

Res extensa, mi piel nueva,recién curtida ἔξω τειχῶνen tinajas de seso y orinay alumbre y mierda,apestaba hacia adentro.

Y, cuando el toro nos montó,clavó su propio sexo en sexo doble:la reina y yo acopladas.Y era una el eco de la otra, pero ¿cuál de cuál?Me cosieron al mito.

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La reina, luego, parió un monstruo;su esposo eyaculó serpientes;el toro enloqueció, arrasó ciudades

Me cosieron al mito:me escondieronen un rincón del laberintoy yo, autómata, sin reina,recorrí, infinita,galerías.

Yo soy una vacaparí quince novillos blancosde miembro articulado, paría los toros carnívoros de la India,de cuernos giratorios.Yo rodé lenta noches y noches,me llevó el mar,me pudrí a medias,fui mascarón de proa en Salamina,fui zapato en Marsella,prótesis de brazo en Londres,leña en Estambul.

Todavía mujo en algún claxon.

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Invocación bastante abstrusa

Que venga el gesto deícticoenhiesto de hierba hipotética,hirsuto de oxitonísimas iotase índice enfático. Que diga:mira despacito, observael mar que todavía no es,pero será,sin duda será,iterativamente oleando, goteando en cuerpos de bañistas, casi casi como si el gerundio no fuera suficiente.Que venga y diga como sin querer:mirala mañana de gatos que vuelvena su diurna máscara de sueño.Y que luego se vaya el gesto deíctico,agotado hasta la ronquerade tanto indicar ése, allá, que se vayadiciendo yo, aquí, yo,hasta saciarse.

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Lupus eritematoso

Qué manera de llamarle a esto mariposa,como si aleteo, destello esquivo de sepia, azul o plata;como si de pronto amarillo en un resto efímero de lluvia.

Ningunamariposatiene este tinte de carne casi abierta, pero virgen de sol, de campo libre.

Te dicen: mariposa.Como si acto seguido hubiera que embutirlo todo, todo de

algodones,cerrar todas las ventanas, la luzestá proscritadesde ahoray para siempre,hasta que los huesos se disuelvan en sal blanca,y la piel en retorcidos laberintos de eritema.

Qué ganas de correrte las cortinas, de sacudirte la niebla [persistenteen la pupila

y enseñarte los penachos de un fresno inaugurando el año,allí,justo en la esquinade tu casa.

Pero ya estás toda cruzada de pespuntes, llevas encima un amplio mapa históricoque indicala migración de la fístula,el orto rosáceo del mezquino,la neuritis que boreal, metálica, se embute en tu cadera.

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A esto le dicenlobo.

Pero bueno fuera, mejor al menos una mordeduraque esta geología imprecisa,demasiado aceleradade úlceras y aullidos,de torrentes de sangre corrosiva desbordándose en la sordina permanente de tus cócleas.

Sacar, sacarte todos esos algodones,dejar que entren el polvo, las palomas, el salitre,abolir las gasas y el silencio,susurrarte: mantequilla, Samarcanda, esmerilado.Mostrarte el fresnode la esquina.

Despacho telegráfico

Gobierno extiende a gobiernolas finísimas atencionesde su saludo.Que no le cuenten.

Un minuto de silencio oscuro aquípra não dizer que eu não falei das floresde cementerio,para que no digan.

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Aquí viene, está,sin anunciarse,la hecatombe, el sacrificio inmensose acerca, incinerado,disuelto en heridas afónicas,miembros cortados, muñóndel muñón delmuñónes lo que queda.

Sílabas sueltas,arroyitos viscosos,tuntún de metrallaborrando nombres;la rosa de los vientosdespetalada.

Había muchas historiasque contar, el ritmo era otro.La mañana, los niños, la maquila,que ahora se mezclan con el lododisueltos en pasmo y en silencio.

¿El ritmo era otro, las cosasvalían de otra manera?¿O todo era este mismopáramoahora a cielo abiertoen guerra por tasarla onírica fuga a los confines,sobre la vida misma del fugado?

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Cartago arada en sal,ni olivo en pie, ni campo en siega,ni suaves viudaspara la ventaquedan.

Que no le cuenten.Venga a olfatear usted mismo:

Informo. Rogoprovidências.

Ciudadano de nombre Hermínio Cardoso, cruzófronteras. 1.73, cabello largo. Ojos azules.Dos dientes de oro, quemaduraen pantorrilla izquierda.Familia ignora las trazasde su vestido.Ningún tatuaje, ambas orejasperforadas.Un brillante en cada una.Familia describe, pideque lo encuentren. País de origen aclara, de paso,que no, que no paga

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repatriaciones.Si acaso encuentran,en San Fernando,como ojos de sapo,dos brillantes, dosdientes de oro,sonrisa hedionda de la negra,negrísima Ker,gobierno no pagarestitución del cuerpoextraño,como espina expulsado de su cuerpo esplendorosode nación pujantesalve, salve.No paga.Que para eso sirvenlos países. Despacho telegráfico 506.

Que no le digan.Sal mezclada con tierra mezcladacon sangre.Muñón del muñón del muñónya sin nombre de miembroes lo que queda.

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En memoria de Anna Stefania Lauff, fosforera

la palabra alegría no dicesalto al centro del charco sol abiertono dice inmersión matutina en tu irisflores de jacaranda arriba y abajo no dicemira ahí está el mar no hunde los piesen la arena cada tantono sabe al primer sorbo del café de cada día

la palabra dolortendríaque prohibirse

quien escribe dolor se obligaa aclarardónde y cuándo y por qué y si irradiapunza corta hiede o raspa por adentro o por

[afuerao ambaso si desemboca por ejemplo en unas ganas locas de

/rompersetodo contra un muroo en discreta náuseao en el absoluto pasmo del reptil que siente al gato

de lo contrarioes caligráfico desagüe de la culpafácil justificación del verso

en cambiola palabra cerilloalgo tiene de breve y fricativados o tres dedos que se unen la palabrafósforoalgo dice de incendio pequeñitopero ninguna de las dos explica verbi gratia que:

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In principio creavit deus caelum et terram. Terra autem erat inanis.Dixitque deus:

Produtos tradicionais da Companhia Fiat Luxde fósforos de segurança,há mais de vinte anos fabricando e distribuindofósforosem todo o Brasil.

Dixit quoque deus:Por la niña, la mitad: salario del menor, menor salario,y en una de esas, si perseveray pagaun cursito de dos añosse convierte en aprendiz de fosforera.No cualquiera.

Dixit vero deus:Marca Olho,Pinheiroe Beija-flor.Refratários à humidadedo nosso climatraiçoeiro.

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Tum ait:Ademásno hablaportugués,y el país del que vienequién sabesi existió alguna vez.

Dixit quoque:Confie na mais alta qualidadeda indústria suíça.

Atque dixit:¿Fosfonecrosis?Tonterías.Antimonio, clorato de potasioy alotropíasrubicundasdel elementomás fundamental.Su hija sólo va a molerun pocode cristal.

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Ait etiam:Palitos de embaúba,vários portes.Caixinhas com belos desenhoscolecionáveis.

Dixit vero:De ocho a seis.que traiga su comida.o dinero.

Dixitque deus:Fiat Lux:pensando semprenas nossas meigase faceirasdonas de casabrasileiras.

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Juana Inés Dehesa

Guácala, me gusta un itamita

A Toby, feliz cumpleaños

Lo más difícil de todo iba a ser decirle a Esteban. La cara que iba a poner cuando le dijera que me gustaba un tipo del itam. Lo único peor que eso, creo, sería que le fuera al América o que fuera diputado de Nueva Alianza.

El Metrobús, para variar, venía atascado. A fuerza de “comper-miso, compermisos” y de encajar el codo cuando una viejita se me hizo la sorda, logré escurrirme como gato en rendija hasta el escaloncito que hay detrás del chofer. De vez en cuando pienso en la cantidad de bacterias que tiene que haber ahí abajo y sí me cuestiono si mi lugar de emergencia será tan buena idea, pero total, mis jeans viven cochinos, qué más da. Era eso o quedarme parada hasta Doctor Gálvez, la parada de Loreto. No es que me en-cante ir ahí, pero a Esteban le gustaba ir a esos cines cuando salía de su clase de Teoría Literaria porque decía que los lunes en la tarde no había gente. Y a veces, cuando la ocasión lo ame-ritaba, lo convencía de llevarme al Sanborn’s por una malteada de chocolate. Hoy, la conversación pintaba como para dos mal-teadas, la verdad.

Apoyé la cabeza en la pared (si ya me iba a dar tifoidea a través de los pantalones, qué más daba adquirir algunos piojos) y miré mi celular. A partir del sábado cuando salimos de la co-mida, no habíamos parado de mensajear. Los fui pasando y eran como de secundaria: desde “¿y qué comiste?” hasta videos de YouTube y titulares de La Jornada. Y bueno, unas cursiladas espantosas, que nomás de verlas me daban ganas de beber Drano.

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“¿Ya en el Metrobús?” Era el de dos minutos antes.“Sí, en el piso.”“Le va a dar lepra.”“Ya sé.”“¿Lista para confesarle a Esteban que le entregó su corazón

a un tecnócrata?”“¿Entregar? Yo no he entregado nada.”“No finja, Mariana; no es propio de comunistas.”Guácala. Lo único que me faltaba era comprarme un pony

y un vestido con crinolina. Estaba hecha una cursi y una inso-portable. Menos mal que ahí donde estaba nadie me veía, porque sonreía como mensa y sentía los cachetes rojos, rojos. A ver, yo no le entrego mi corazón a nadie ni muero por nadie ni nada de esas cosas; a mí hay tipos que me laten y tipos que no, y tipos que me hacen gracia y tipos que no. Punto. Además, llevaba dos años, desde que había salido de prepa, sin novio y tan tran-quila. Bueno, tranquila no; estaba en friega entre trabajar de asistente de Estrada, el director de cine, y hacer la carrera abierta (mis papás se colgaron de las lámparas cuando pasaron los exá-menes de admisión y vieron que yo no me inscribía; al final tuve que acceder a meterme a Historia en sistema abierto para que me dejaran de torturar con la importancia de tener un título universitario ), no tenía tiempo para nada. Ni ganas. Ni lugar donde conocer a nadie, la verdad. En la escuela había pura vieja o puro tipo súper raro, y nomás salía con Esteban, que ya había-mos sido novios un rato y con eso tuve, muchas gracias, y con Sandra, pero ella, desde que se fue a la Ibero a estudiar Teolo-gía, andaba súper rarita. Y en Santa Fe todo el día, así que tenía-mos años sin vernos.

Por eso fue que terminé diciéndole que sí a la mensa de mi prima Lorena cuando me invitó a la dichosa comida. La orga-nizaba un tipo con el que sale, pero, según ella, todavía no estaban saliendo “bien”, sino que habían salido nomás como dos veces, y entonces tampoco era que fuera su novia y que se iba a ver súper mal que fuera sola. O algo así. Yo mientras aquella hablaba

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sin parar (Lorena odia mandar mensajes porque dice que con tantas letras se hace bolas) estaba buscando en internet una bibliografía para una tarea, así que no es que le hiciera mucho caso. Sólo le dije que no, porque la vida me ha enseñado que a Lorena siempre hay que decirle que no.

—¿Una comida con puro itamita? Ni muerta, gracias.—Bueno, creo que van a ir unos amigos suyos de la up.—No, bueno, ¡menos!—Ay, sí, Mariana, ándale. —¿Por qué no le dices a Fer? –Fer es su mejor amiga y, hasta

eso, no es mala gente.—Porque tiene una boda. Ya le hablé.—¡Ah! –momento perfecto para hacerse la ofendida–, o sea

que yo ni siquiera soy tu primera opción —Obvio no, Mariana, cómo crees. Pero ¿qué más tienes que

hacer el sábado, a ver?Claramente, nada. Mis sábados, cuando no tenía llamado,

se limitaban últimamente a ir al gimnasio y ver películas en Netflix. O, todavía más deprimente, a ir al cine con mi mamá, que yo creo que andaba preocupadona de que mi vida social se estuviera yendo al hoyo y hacía lo imposible por sacarme a la calle. Y ese fin de semana había amenazado con una retrospec-tiva de Gregory Peck en la Cineteca

—Va, pues. ¿A qué hora o qué?Llegó a mi casa a la una. Yo pensé que porque era fiesta in-

fantil y se nos iban a pasar la piñata y el payaso, pero no; en realidad, lo que quería era supervisar que fuera bien vestida y peinada. Tenía terror de arruinar su reputación presentándose con su prima toda andrajosa.

—Esa blusa no –dijo–, ponte la blanca. Y los pantalones que traías en la comida en casa de la abuela. Se te ven mejor las pompas.

No sé qué me horrorizaba más: si que se supiera de memoria mi guardarropa o que le pusiera tanta atención a mi persona.

Con mi pelo, al menos, no tuvo tantos problemas. Me costó, pero encontré un corte que más o menos lo mantiene a raya y ya

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trato de desenredármelo más seguido, y de todas maneras no hay mucho que hacer con el pelo súper chino, como no sea ala-ciarlo, y eso toma horas y felices días, así que sólo me planchó unos mechones y ya. Peleamos, eso sí, por el maquillaje; yo quería algo leve, o nada, de plano, pero no estaba en discusión, aparen-temente: sombras, delineador, rímel, más rímel, todavía más rímel y la boca rosa clarito.

Terminamos saliendo de mi casa a las tres. Y, después de perdernos bastante, llegamos a la comida a las cuatro. Yo estaba angustiadísima.

—¿Y si ya se acabó todo?Me volteó a ver por encima de sus lentes oscuros enormes y

no dijo nada. Pensé que sería una manifestación más del enorme desdén que siente mi prima hacia cualquier persona que piensa que comer es una actividad divertida y saludable y no un capri-chito que se dan los seres que no saben ejercer el autocontrol.

Pero no, claramente, Lorena y yo no íbamos a las mismas fiestas. Aquí nadie se quedaba con su botella ni sacaba tacos de una canasta, como en las pocas a las que había ido con los dos compañeritos de la Facultad que se dignaban platicar conmigo. Aquí había una carpa inmensa, una barra con mesero y un asador con montañas de carne asada. Y el mayor amontonamiento de fresas que hubiera visto nunca. Las mujeres eran como clones de Lorena y todos los hombres tenían camisas azules, jeans oscu-ros y, diosantoquécosatanespantosa, zapatos. ¿Quién usa zapatos pudiendo usar tenis? Yo sólo porque Lorena me había obligado a ponerme tacones, pero, francamente, no veía la necesidad.

Cumplí con ir a saludar al de la fiesta, que no resultó tan mala onda, y me fui a buscar una cerveza y una mesa. Era obvio que Lorena no me iba a pelar más, así que más me valía arreglar-me por mi cuenta. La ventaja de trabajar con tanta gente, que cambia todo el rato, es que puedo obligar a cualquiera a conver-tirse en mi mejor amigo en veinte segundos.

Como al tipo ese que estaba sentado en una mesa como hongo.

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—Hola. ¿Me puedo sentar? –Puse mi mejor tono y mi mejor sonrisa.

Dijo que sí, que claro, y quitó de la silla un casco enorme de motocicleta y unos guantes. Mta. Iba a ser de ésos que pasan horas y horas discutiendo de marcas y curvas y carreteras.

No. Resultó uno de ésos que trabajan con su papá vendiendo y colocando techos de asbesto y, lo que es peor, el asunto les entusiasma. Yo sólo pregunté, normal, ¿y tú qué haces?, y ¡mo-cos!, que se avienta un rollo como de quince minutos sobre todos y cada uno de los detalles de su chamba. Al principio, yo como que lo oía y hasta le echaba ganitas y trataba de participar, tipo “ah, qué bien”, y hasta le hacía preguntas (qué tal que era el hombre de mi vida y mi primera película la iba a financiar el asbesto); pero después de un rato como que se me fueron aca-bando las preguntas y hasta las ganas de vivir. Ya nada más lo oía y le iba quitando pedacitos a la etiqueta de mi cerveza.

Finalmente, cuando terminó y fue su turno de preguntarme qué hacía, como que la respuesta lo sacó de onda.

—Ah –fue lo único que dijo–, dicen que el cine mexicano es todo una porquería, ¿no?

Le dije que tenía que ir a hacer algo muy urgente, que orita regresaba.

Fui a la barra por otra cerveza. Había un tipo peleando con una bolsa de hielos que se veía que estaba tan perdido como yo. De entrada, no le habían avisado lo de la camisa azul obliga-toria o algo, porque llevaba una playera negra y unos jeans claros. Los zapatos no los alcancé a ver porque justo cuando yo me acerqué, azotó la bolsa de hielos contra la pared para romperlos y lo que se rompió fue la bolsa. Fue tal su cara cuando le queda-ron los pies cubiertos de hielo, que me dio un ataque de risa de ésos incontenibles y que me hacen tan popular.

—Eso no resultó tan bien –dijo. —No, evidentemente –le contesté–, aunque los del itam te

dirían que no es un problema, sino un reto.—Pues entonces lo afrontaremos como tal.

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Lo vi levantar el hielo y llevarlo a la cubeta de las cervezas, como hormiguita. Cuando terminó, sacó dos cervezas y me ofre-ció una.

—Gracias por el apoyo. —Cuando quieras.Se río. Tenía una sonrisa chistosa, como que se le levan-

taba la esquina derecha de la boca, pero no fea. Nada fea. Y los ojos del color del café de Sanborn’s. Tampoco nada feos. Y sus chinos, negros, andaban más incontrolables que los míos, hacía ya un ratito que no se cortaba el pelo. Pero tampoco eran nada feos.

Me gustó, pues. Le dije mi nombre. Me dijo el suyo. —¿Toby? ¿Neto?—No, pero es una larga historia. Me dijo que me había visto ser víctima del tipo del asbesto.

A él ya le había tocado un rato y sabía de lo que estaba hablan-do. Nos reímos muchísimo del pobre.

Terminamos sentados en una mesa, platique y platique. Casi me desmayo cuando me salió con que estudiaba Ciencias Políticas en el itam.

—¿En serio? –Fue como escuchar que Santa Claus no existía.—En serio.Algo se me debe haber notado, porque se cruzó de brazos y

me preguntó:—¿Nada más por eso me va a poner en su lista negra? –Otra

vez la sonrisa chueca– ¡Cuánta discriminación!Le dije que lo estaba considerando seriamente. Me dijo que

por qué. Le expliqué que mi experiencia con los de su escuela era fatal: que todos eran unos arrogantes.

Pensé que a lo mejor se ofendía, pero no se veía que se ofen-diera muy seguido.

—¿Y en la unam? –me preguntó–, ¿cómo son?Le iba a decir que no éramos nada arrogantes, hasta que

me acordé del idiota de mi clase de Metodología que cada vez

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que levanta la mano es para citar a Nietzsche. Mejor le dije que al menos ejercíamos la conciencia crítica.

Se rió más.—Claro, por eso siguen pensando que Fidel es un héroe… A mí, la verdad, no es que Fidel me parezca un héroe, más

bien me da un poco igual, pero en ese momento me injerté en la jefa de propaganda del Partido Comunista y me aventé unos rollos de esos que escuchaba decir a mis papás cuando era chica, sobre la revolución y los poderes fácticos y el proyecto latino-americano. Una cosa horrible.

Discutimos toda la tarde. Resultó que siempre sí había comida para todos y me consiguió platos y platos de carne. Nos divertimos como enanos.

Hasta que vino Lorena a decirme que ya nos íbamos. Creo que el dueño de la fiesta no la trató con la reverencia que ella siente que merece, así que le puso tache y decidió abandonarlo.

Yo, por mí, me hubiera quedado citando más estrofas de La Internacional, pero Lorena me puso cara de que nos íbamos ahorita, pero ahorita, así que no me quedó más remedio que des-pedirme, intercambiar teléfonos y aventarme el tiro de que me dijera “a ver si luego nos vemos, ¿no?”

Que en mi experiencia quiere decir “voy a olvidarme de tu existencia en cuanto cruces la puerta”.

Pero no, apenas íbamos saliendo del fraccionamiento, y me llegó un mensaje.

“¡Un gusto! Nos vemos luego.”Supongo que la sonrisa se me notó cañón, porque Lorena me

preguntó quién era. Le dije.—¿El de la playerita y los lentes? –volteó los ojos al revés–,

ay, prima; de veras que tienes un ojo para los intensos pero tipo cañón, te lo juro.

Lo de menos era que fuera intenso. Que sí era, igual que yo y que todos los tipos que me han gustado en la vida. El problema estaba en que fuera itamita. Bueno, y que se juntara con tipos que usan camisa azul y te dicen “niña”, aunque luego me explicó

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que no eran tan malas personas, sólo un poco aburridos. Pero, sobre todo, la parte de admitirle a mis amigos que me gustaba un itamita, ésa era la que me mataba.

Como ahora a Esteban. Que, claro, cuando me vio revisar compulsivamente mi teléfono cada diez milésimas de segundo a ver si no me había escrito, se dio cuenta de que algo pasaba.

—¿Y ora? ¿Estamos esperando mensaje? ¿De quién?—De nadie… Estrada quedó de mandarme unos presupuestos. —Sí, ajá. ¿De cuándo acá tan eficiente?—Yo soy súper eficiente –Tomé un trago de malteada sin

levantar los ojos–. Son urgentes.—Nah, no mames, Mariana. Eso es un güey. ¿Quién es?—Nadie, te digo.Pero Esteban no se deja convencer así nomás. Cruzó los bra-

zos sobre la mesa y se me quedó viendo a los ojos. Me empecé a reír como tonta.

—¡Oh, pues! ¡Que nadie! –Pero la risa nerviosa no ayudaba en nada a mi argumento.

Total, me sacó la sopa. Le dije que lo había conocido en una comida y que me gustaba mucho.

—Sólo tiene un problema –dije.—Mta. Seguro es de la up…—No –Ahora sí, levanté los ojos–. Es diputado de Nueva

Alianza y le va al América.

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Jorge F. Hernández

Eso que se diluye en los espejos*

Sabes de qué se trata. Has escuchado o leído este tipo de relatos y seguramente conoces cómo se tipifican estos crímenes. Todo lo irás recordando como una vaga imagen del pasado, porque todo esto será como un sueño tranquilo, como una lectura en silencio. En otros tiempos quizá se vuelva una costumbre terri-blemente cotidiana, pero aquí y ahora, está muy mal visto. Sabes que tu barrio y tus costumbres son minucias ante la oficialidad monumental que te espera. Todo es parte de un silencioso desem-barco que aquí se inicia en tu recuerdo.

Las imágenes reflejan su recorrido como si fueran escenas de una película gris y borrosa: una residencia de lujo, las plantas silenciosas y unos espejos que reproducen el choque de copas y la caída accidentada de un collar de perlas. Es como si los espejos guardaran la imagen íntegra de aquella fiesta en tu mente, ¿qué más les queda? Nunca más podrán reproducir las risas ni los secretos. Esa mansión ya quedó clausurada por las autoridades.

El silencio de tus recuerdos se va volviendo cómplice de tu condena. Es un aullido callado, acusador, como los momentos sin un solo ruido que de niño te confirmaban la magia de tus trene-citos y la culpa escondida de tus mentiras. En silencio estas letras van formando visiones que se diluyen en los espejos de tu recuer-do. Te faltan pocos párrafos para ir a entregarte.

Abrirás la puerta como siempre lo has hecho y saldrás con cierta prisa, como saliste ayer, como lo haces a diario. Quizá

* Escrito en 1984 bajo el título El crimen perfecto.

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te convenga afeitarte, procurar la elegancia y lucir tu corbata roja. Al llegar, simplemente entrégate, bien sabes que no es ne-cesario describir los hechos –la prensa ya se encargó de reseñar detalladamente tu hazaña– y son muchos los que, de boca en boca, han memorizado el número de muertos y los enigmas de tu crueldad.

Los recuerdos que quedaron encerrados en esa residencia de lujo la han convertido en la mansión de tu propia mente. Una casona callada y fría que te desconcierta hasta calentarte las sienes. Los pocos muebles que no fueron alcanzados por las balas o salpicados con la sangre de tu noche son ahora los únicos habi-tantes de esa casona abandonada en tu memoria. Son como fantasmas que encarnan toda tu existencia, residentes de tu mente, inquilinos del recuerdo. Vuelan y desaparecen en los espejos de tus sueños enmarcados en maderas decimonónicas, doradas y colgantes.

De joven, en tus delirios confundías a los espejos con venta-nas; los veías como cuadros de agua espectral, estanques poblados de sueños como si fueran paisajes de un túnel que se abrían ante tus ojos como pasajes a lo imposible. Pensabas que al incorporarte al vidrio despertarías en un lago de dimensiones infinitas y en medio de una placidez interminable. Esa noche, que ya es tu noche, veías en los espejos de la casa del crimen las lámparas de mil cristalitos como si fueran las olas de tus lagunas mentales, y en su reflejo escuchabas la música en vivo y sentías correr tu sudor, pero sin nervios.

Dos copas te ambientaron, te redujeron a la plática y abrie-ron tu apetito. Ese sabor picante del hielo convertido en agua de whisky se mezclaba con tu saliva con la misma amargura que tienen los rencores incomprensibles. Tarareabas un tango mien-tras te iluminaba un candil con oros; luz tenue que no dejará de ser amarilla, como una luz de madrugada, como la nieve que nunca se derrite en tu memoria. Tarareabas al son de la legítima plata Christophle, mientras tu traje de luto se paseaba entre los exagerados azules de la auténtica cerámica de Talavera, las

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alfombras ocres y los repetidos destellos de la elegancia que te rodeaba. Formabas una melodía interna al contemplar las imágenes que se deslizaban en tu mirada, reproducidas, multi-plicadas en tus espejos.

Alargaste tu tonadita cuando saliste al coche por las metra-lletas. No tardo, es que dejé en el coche mis cigarros… No, de ver-dad, no es necesario. En serio, no tardo y además, no hace falta… si dejé mi coche hasta delante, ¡Claro!, fui de los primeros en llegar… No camines todavía, termina de leer. Entiendo que quie-ras cerrar los ojos, incorpórate y recrear tus pasos al coche. El jardín se ve más grande en tu recuerdo; con estas letras lo ima-ginas inmenso. Te distrajiste un momento al ver las velitas que flotaban en la piscina imperial. Si fuera de día, sería una al-berca cualquiera, pero de noche es una piscina de residencia de lujo con velas que son reflejos en un espejo acostado que te in-vitan a sumergirte. Sentiste ganas de nadar, pero no. Tú tenías que cumplir tu sueño. Estaba todo arreglado.

Recuerdas tus manos al abrir la cajuela del coche. Primero levantaste la metralleta más grande; no sentiste el peso hasta cargar con la otra. Ni te molestaste en cerrar el auto; sentías prisa por volver a tu fiesta. Tu paso firme, arrastrando suficien-tes cartuchos como para abatir a un ejército. Subes los escalones de la entrada de mármol, sólo te ha visto un hombre que está en la puerta de la calle. Él piensa que las armas que llevas en brazos son una broma más de la fiesta. Al periódico declaró que en todas las reuniones de esa mansión hacían “loquera y media”.

La primera ráfaga sonó como si las balas fueran tamborazos de la banda de música. Muchos pensaron que eran cohetes del más puro despilfarro. Los espejos se metían a tu vista bambolean-tes porque tu cara, tus brazos y todo tu cuerpo vibran como un terremoto. Hacías fuerza para poder pasear tus metralletas de izquierda a derecha, como un regadero de muerte. Sentías cómo las balas perseguían a los gritos y rompían los cristales de tus espejos y esas ventanas que para ti son lo mismo. Veías cómo se teñían de rojo los fracs. Rojo y negro, declarando la vida en

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huelga. A tus pies rodaban las perlas, oías los gritos… los sigues oyendo con sólo leerlos.

El recibidor y la sala convertidos en una magnífica pintura horrorosa: los meseros vestidos ya de rojo total, boquiabiertos, jadeantes algunos, muertos la mayoría. Montones literales de gente estorban tus pasos, pero sigues firme, rematando. Que no se escape ni uno solo. Te recreas masacrando al pavo que reposaba en la mesa y de un solo golpe rompes los cisnes de hielo que decoraban la escena… los echas a volar… hacia los espejos.

Se te confunden las lociones y los perfumes con los olores de muerte y sangre. Algunos de tus fantasmas quedaron con los ojos fijos, mirándote horrorizados para siempre. Ahora ves los char-cos rojos en las alfombras terriblemente persas y uno de los mú-sicos tiene la última osadía de quejarse cuando le atraviesas la garganta con el pico de la chimenea. Recorres la sala pisando manos y caras. Todos reproducidos para siempre en el terrible silencio de tu recuerdo, su propia tragedia en estas páginas.

Escuchas ruidos que vienen de arriba, de alguna habitación. Al subir, los encuentras vistiéndose. El asco que te da ver las ca-nas demasiado blancas del viejo te impulsa a despedazarlos con tus propias manos; la muchacha pelirroja llora inmóvil, intenta huir. Te gusta ver cómo se le empapa la ropa interior con su sangre. Disparas la última ráfaga a las almohadas llenando de plumas la habitación, como si limpiaras las risitas y los quejidos que se vivían aquí hace unos momentos.

Fumando, bajaste la escalera. Tu cuadro de horror sigue in-móvil; ni un solo muerto ha cambiado de lugar. Sales de la cocina tranquilo y sin importarte que te puedan agarrar o que te estu-vieran esperando.

Todo lo recuerdas como una visión borrosa, un reflejo en un espejo viejo y manchado. Al leer estas líneas te preguntarás si es simplemente un cuento, un sueño de los que sueles inventarte. Quieres incorporarte y huir, dejar estas hojas y salir corriendo. Sabes que eres culpable. Al leer estas líneas has recreado los gritos y la angustia. Estas hojas se han vuelto un espejo de papel.

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Con sólo leerlas has recreado los oleajes de tu memoria borrosa. En tu mente has vuelto a leer esas caras espantosas, has recor-dado los olores y aquella tonadita de tango.

Piensas que no puede ser cierto, pero te intrigan tus nervios. Dudas, como la primera vez que te viste en un espejo. Eres otro. Los planos se intercambian, los lados cambian de sentido. Al afeitarte verás que la navaja en tu mano derecha amenaza con cortar tu mejilla izquierda; los lados se intercalan, todos tus planos son un contrasentido.

Trata de recordar tus actos, todo lo que has hecho desde hace un mes, desde ayer; no puedes, te confundes. Prefieres olvidar. Intuyes que todo salió como en un sueño; nadie te vio ni mucho menos capturó. Sabes que fue de noche, vestido elegante y en una desconocida residencia de lujo ajeno. Nunca has sido sonám-bulo, pero no importa, porque da lo mismo si mataste dormido o insistes en el consuelo de olvidarlo. La culpa es la misma. Según crees, llevas una vida normal; tus amigos, tus calles, tus rutinas… Sientes miedo porque ya es inevitable tu entrega y el despertar retrasado de esta pesadilla que creías desconocer.

Tus imágenes se consumirán en pocas líneas y te entre-garás sin mucha explicación. No será necesario hablar de estas paginas ni pedir confesor. No te despidas de nadie y procura no pensar. No intentes explicártelo, no lo entenderás; tu recuerdo, aunque lo releas, seguirá siendo vago y casi ausente. Mejor entrégate, deja estas páginas que sólo han servido para inten-tar reflejarte. Deja de leer; quema, guarda o, mejor aún, regala estas líneas. Apresúrate, después de todo, sabes que sólo entre-gándote completas las letras que hacen de este reflejo el cri-men perfecto.

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Sandra Lorenzano

Manos* (fragmentos)

1Cada vez que pone las manos sobre el teclado de la computadora se descubre una nueva herida. Son pequeñas, algunas casi im-perceptibles. De pronto se da cuenta que tiene una gota de sangre seca en el borde de las uñas. Como si durante la noche se hubiera estado arrancando los pellejos. ¿Hace eso por las noches? ¿En sue-ños? ¿Será una sonámbula obsesionada con las manos?

Hace poco leyó algo de Sábato (¿en Antes del fin?) donde habla del sonambulismo que tenía en la infancia. Su madre le con-taba cada mañana el episodio de la noche anterior: él se levantaba de la cama, iba al cuarto de los padres y hablaba. ¿Estás segura? preguntaba dudoso y asustado. Quizás lo que leyó no sea exac-tamente así, pero ésa es la historia que recuerda. Piensa que a ella nunca antes le había interesado ese tema. Tampoco está segu-ra de que le interese ahora. Nadie le ha dicho que hable o camine cuando está dormida. Pero le preocupa ese ir arrancándose la piel de a poco, sin conciencia de hacerlo, y descubrir las marcas al día siguiente al apoyar las manos sobre el teclado. Tiene la certeza de que esas heridas contaminarán de alguna manera lo que escriba. Ha llegado a pensar incluso en ponerse guantes para escribir. ¿Guantes de cirujano para no perder la sensibilidad en la yema de los dedos? Un bisturí cada palabra. Y la gota de sangre. Seca.

* El texto presentado a continuación es un fragmento del libro inédito de prosa poética Herencia.

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2Antes de tus ojos suave hermana, las moscas se resecaban sobre la tierra. Eso es lo que dicen los cubos con los que juega a hacer poesía. “Haikubes”, se llaman. No le interesa hacer versos de cinco y siete sílabas, sino dejar que las palabras fluyan confiando en el azar y en el misterio de las imágenes. ¿”Suave hermana”? Le molesta un poco el adjetivo. Sacude cuatro dados a ver si el nuevo resultado es mejor: tortura, superficie, clamor, agua. (…) Tampoco. Se queda con la suave hermana. Combinar “reseca” con “agua” es un demasiado obvio. “Tortura” es una palabra que no le gusta. Leyó alguna vez los testimonios del Nunca más. Ayer alguien le contaba que también a los migrantes centroamericanos les arrancan las uñas. Uno de ellos –apenas un adolescente– no se atreve a salir del albergue. Lleva meses encerrado ahí. Llora en las noches. Cuando duerme. Grita. Empezó muy chico a ganar-se unos pesos asesinando en su país a quien le señalaran. Dice que cuando cierra los ojos se le aparecen los rostros de esos muertos. Quiso llegar a Estados Unidos para reencontrarse con su hermano mayor. Lo detuvieron en la frontera. En la del sur. Lo torturaron. Y ahora grita por las noches.

Ella se mira los dedos y las pequeñas gotas de sangre. Otra herida en la muñeca izquierda. La tiene desde hace varias sema-nas. Le había parecido que ya estaba cicatrizando. Pero hoy vuelve a ser de un rojo encendido. ¿Se quitará la costra en sueños?

3Sabe que de chica dibujaba personajes sin manos. Rebatía cual-quier invitación a hacerlas explicando al adulto de turno que le resultaba muy difícil. Cuando escuchaba las interpretaciones psicológicas que les daban a sus padres, sentía que hablaban de otra persona. Nadie parecía darse cuenta que el suyo era un problema puramente estético.

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4Se extasía mirando las manos ilustradas que ha fotografiado Shirin Neshat. Historias infinitas narradas en las palmas de alguien fren-te a una pistola. Caligrafía exacta. Imagina un pincel que, mojado en henna, dibuja los sueños amenazados por no sabemos qué afán de borrar a los tejedores de historias. Podrían ser también imágenes esbozadas con sutiles puntadas sobre la piel. Un camino de sangre apenas insinuado llevaría al origen del relato. Ritual de mujeres que sella así las complicidades de la memoria. Caricia, golpe, cuna, cuenco.

5Hoy despertó con una nueva herida. En la muñeca derecha. ¿Contra qué se golpea cuando duerme? Sus manos parecen inde-pendizarse del resto del cuerpo. Recuerda la historia de un soldado cuyas manos ignoraban lo que hacía la compañera. Como si pertenecieran a dos personas diferentes. Una llevaba la comida a la boca. La otra se la arrebataba. La herida de la muñeca de-recha es más profunda que las demás. La izquierda la acaricia sorprendida. Las apoya sobre el teclado: el haikú tendría que hablar de algo diferente. Ni tortura ni tierra reseca, hermana. El azar le regala “nunca”, “lugares”, “inventar”. Ella sólo percibe una imposibilidad, pero no se atreve a descartar ninguna de las palabras. Acomoda los tres dados junto a la computadora. Intenta ignorarlos. Como si no hubieran llegado ahí convocados por ella misma. Como si el juego aún no hubiera comenzado. Siete sílabas. Cinco. Siete.

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6Los lugares del nuncaDel caracolInventan serpentinas

Guarda los dados. Podría dibujar esa imagen sobre las palmas de las manos que alguien le ofreciera. Con un delicado pincel mojado en henna. O con suaves puntadas que apenas atravesaran capas de piel transparente. Un caracol avanzando despacio entre los dedos.

6La persigue la imagen perturbadora de un bebé con las manos cubiertas. Alguien le ha contado que les ponen medias para que no puedan chuparse los dedos. ¿O lo ha leído? Tal vez ella dejaría así de lastimarse. Imagina las pequeñas gotas de sangre sobre la media que no podría ser sino blanca.

7También le han aparecido algunas manchas. Pecas, dicen. Por la edad. Le da vergüenza sentirse más joven que sus manos. Le da ver-güenza recordar el horror que le provocaban las manos de las tías viejas de su madre. Llegaban cada tanto: altas, gritonas, y ella les miraba las manos pecosas. Eran los puntos a unir para dibujar la vejez. Como los puntos que unía en la revista infantil que el repartidor les dejaba cada sábado. La vejez llegaba con gritos y manchas. Con olores en los cubos oscuros de los edificios. Prefiere arrancarse las costras. Dibujar otro mapa posible con el bisturí del insomnio.

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8Tiene la palma grande. Lo ha contado otras veces. Como si gene-raciones de campesinos se hubieran dado cita en sus manos. Son fuertes, como eran las de su madre, y dejan ver venas claras, duras, casi violentas. No le gustan las manos pequeñas y sua-ves. O las que la gente deja caer cuando ella busca estrechar, apretar. Hay manos que se escurren. Y a pesar de eso no hubo campesinos en la historia materna. Tenían prohibido trabajar la tierra. Nada que propiciara las raíces, ni la voz sedentaria que habla junto al fuego. Pero sostenían el mundo y su destino cada vez que cambiaban la hoja del Libro.

9Pone las manos sobre el teclado. Sin guantes de cirujano. Sin bisturí. Sin las puntadas que dibujan como henna el mapa del desarraigo. Sólo unas gotas de sangre seca junto a la uña más pequeña de la mano izquierda. Anoche no se arrancó la costra en sueños. No hubo nuevas heridas. Como si hubiera dormido con las manos metidas en medias blancas. “Abre la mano, la extiende y dice calma”, escribió Chantal Maillard. Una poeta de la pérdida. Pero no aconteció. La calma, piensa. En ninguna de las fronteras del sueño. El sicario casi niño llora apenas cie-rra los ojos. Ruega tener sueños blancos. No poblados de rostros. Se arranca las vendas de las manos. Nada ha cicatrizado aún.

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10Y a pesar de todo, las moscas se resecarán sobre la tierra, como di-jeran los cubos. Habrá entonces quien tome alguna entre los dedos para mirar al trasluz la filigrana de las alas y tratar de adivinar los cientos de pares de ojos. No obstante, ellas se saben inmortales. Habitantes de un presente eterno. En el umbral de la vigilia se coloca cinco en cada mano, lentamente, con devoción casi las acomoda sobre la piel. Como si toda su vida no hubiera sido sino la búsqueda de ese instante. Sabe que es otra en la multiplicación vertiginosa de las miradas.

11El verso sería despojo de otras guerras. Aun si sólo se quedara con el 5 – 7 – 5. Porque el ritmo se repite incluso al respirar. O al cantar (mal, desafinando, quién le creería el linaje al escu-charla). Por eso sacude los dados (dentro de las manos). Cada palabra: una nueva puntada (o una pincelada de henna oscura). Los lugares del nunca. El hilo atraviesa la piel finísima. Prueba nuevamente con el azar: cada herida es paralela al viaje del cara-col (del inicio) entre las manchas. Aparecían siempre después de la lluvia, como recién sembrados, para respirar el aire renovado, la tierra húmeda. Los caracoles, piensa. La calma.

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12El corte más reciente dibuja el tramo ínfimo de un mapa que no logra identificar. Como si estuviera perdida dentro de su propia casa. Ausente de su cuerpo. Las manos responderían entonces a un orden diferente. Caricia. Golpe. Cuna. Cuenco. El deseo que se arrastra por un sueño ajeno. El bisturí de las palabras. Hubo quien prefirió quedarse sin párpados antes que ver lo que soñaba el chico de la frontera. (Aún se despierta gritando y sin uñas) Ella sigue con el índice derecho el rastro del caracol (puntada suave bajo la transparencia de la piel).

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Sandra Lorenzano

De fronteras, migraciones y lluvias*

* Una versión de este texto fue publicada en La Jornada Semanal del 20 de octubre de 2013

¿Fronteras? Vivo entre el ansia por encontrar un territorio y la resistencia a anclarme. Por eso deambulo intentando hacer caso omiso a las fronteras, salvo cuando en la garita de Otay, allá, en plena línea divisoria entre ellos y nosotros (aunque muchos de esos ellos sean también nosotros y al revés), junto a uno de los monumentos más horribles que hemos sido capaces de crear (¿han visto ustedes esa obra que dizque rinde homenaje al jara-be tapatío? ¡Le dan ganas de escaparse a cualquiera!), allí digo en el norte norte, cuando me miran con cara de que soy una transgresora (¿me saben algo? Me siento culpable a priori. Soy culpable, a priori y a posteriori), casi delincuente y de que no saben si me dejarán pasar del otro lado. Y soy una privilegiada, lo sé, porque tengo visa y no tengo que arriesgar la vida para ver a mi familia o a mis amigos del otro lado, no me violan como a las miles de mujeres migrantes que salen de nuestro país o pasan por él cada año. Ni me retachan a la primera de cambio.

¿Fronteras? Geográficas, genéricas (de géneros literarios y sexuales), afectivas. He deambulado por todas, con esa misma ansia que les decía por encontrar un territorio y la resistencia a an-clarme. La escritura rodea, palpa, las fronteras, los límites. Del sur al norte y de regreso, en la memoria, en el deseo. Del ensayo a la novela, del cuento a la poesía; también en la memoria;

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también en el deseo. ¿O cuál será la regla, la ley, el papel, que me obliguen a hacer mi hogar en otro cuerpo que el deseado?

¿Fronteras? Nací el mismo año en que Luchino Visconti estrenaba “Rocco

y sus hermanos”, esa impresionante película, maravilla del neorrea-lismo italiano de este aristócrata seducido por el marxismo, que habla de la vida y de la muerte, de los sueños y los dolores, como hablan las cosas que verdaderamente valen la pena; y que habla también de la migración interna de Italia, de un pau-perizado sur a un moderno y pujante (y prejuicioso) norte. Los cinco hermanos Parondi llegan a Milán desde la Potenza pro-funda, con una madre que es todas las madres, “madre coraje” que presiente la tragedia en la piel. La película fue siempre una suerte de objeto de culto en mi familia, casi un fetiche. Recién ahora puedo entender por qué (o inventar el porqué). Hacia el final del film, un jovencísimo Alain Delon –Rocco– le dice, con lágrimas en los ojos a su familia mientras celebran su triunfo como boxeador, “Mi verdadero deseo es volver a nuestro pueblo, a nuestro hogar”, y volteando a ver al menor de sus hermanos, agrega, “Tú sí podrás volver, Luca… Nunca olvides que somos del pueblo del olivo…”. Debo confesar que después de haber vis-to peleas, desalojos, violaciones, robos, golpes, injusticias y demás horrores que la película muestra, ésta es la única escena que me hace llorar. “Mi verdadero deseo es volver a nuestro pueblo…”. La frase “Tú sí podrás regresar, Luca”, me recuerda al poema “Ulises a Telémaco”, de Joseph Brodsky, otro inmigrante, en otra épo-ca y, sin embargo, el mismo desgarramiento, la misma imposible nostalgia: “No recuerdo ya cómo acabó la guerra, / ni cuántos años tienes hoy. / Hazte hombre, Telémaco, y crece. / Sólo los dio-ses saben si hemos de encontrarnos”.

¿Pensarían nuestros abuelos en el regreso a su pueblo, como Rocco? ¿Piensan todos los exiliados, los migrantes, los despla-zados, los desterrados, en el regreso? Hay quienes permanecen atados a la nostalgia, al pasado, y hay quienes se incorporan a la nueva realidad, con mayor o menor esfuerzo. “Y sin embargo

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–escribió Nabokov–, algún día miraré por la ventana y veré un otoño ruso”.

Él se preguntaba por el otoño, yo me pregunto por la lluvia: ¿Cuáles son las lluvias que me mojan? ¿Dónde están aquéllas que eran cómplices de los días de escuela en el invierno? Mamá nos servía el café con leche, y veíamos caer la tormenta con la alegría del que sabe que le espera no el guardapolvo blanco de todas las mañanas sino largas horas de juego, sin salir de casa, oyendo el repicar de las gotas en el techo. Bendecíamos la llu-via como si fuéramos campesinos. Y ahora, ¿cuáles son las lluvias que me mojan? Somos todos dolidos exiliados del tiempo; ésa es la marca que determina nuestra vida. No hay “permanen-cia voluntaria” ni segunda función. Ulises nunca volverá real-mente a Ítaca.

Juan Gelman tituló “Bajo la lluvia ajena” el largo texto que incluyó en el libro Exilio del que es coautor junto con Osvaldo Bayer. “La lluvia ajena”. De pronto pensé que me convertí en argen-mex no el día de 1983 en que me llamaron de la Secretaría de Relaciones Exteriores para decirme que yo era “oficialmente” mexicana; tampoco cuando al poco tiempo me llamaron, ahora de la Embajada Argentina en México, para decirme que la nacio-nalidad argentina es irrenunciable, con lo cual ambas instituciones fomentaron y alimentaron lo que yo ya sentía como una esquizo-frenia galopante. Decía que no me convertí en argen-mex enton-ces, sino el día en que la lluvia que caía en la ciudad dejó de ser ajena y se volvió tan mía como aquéllas que nos regalaban una mañana completa de juegos y libros en el invierno porteño.

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Paula Abramo. (Ciudad de México, 1980). Es licenciada en Letras Clásicas por la unam, institución en la que impartió clases de Literatura Brasileña. Es traductora del portugués al español. Entre sus traducciones se encuentran el Poema sucio, de Ferreira Gullar (uanl, 2010), y la novela El Ateneo, de Raul Pompeia (FFyL, unam, 2012). Es autora del poemario Fiat Lux (feta, Conaculta, 2012) que obtuvo el Primer Premio de Poesia Joaquín Xirau Icaza en 2013. Actualmente es beneficiaria del programa Jóvenes Creadores del fonca en el área de poesía, apoyo del que gozó también en 2010-2011.

María Baranda. (Ciudad de México, 1962). Escritora, poetisa y traduc-tora. Es Licenciada en Psicología y ha colaborado con numerosas revistas, entre las que se encuentran Casa del Tiempo y Vuelta. Ha participado en numerosos festivales poéticos como el iv Festival Internacional de Esmirna que se realiza cada año en Turquía. Ha sido galardonada con diversos e importantes premios literarios, tales como el Nacional de Poesía “Efraín Huerta”, el Internacional de Poesía “Villa de Madrid” y ser incluída en la Lista de Honor de International Books on Board for Young People. Entre sus obras publicadas se encuentran El jardín de los encantamientos, Ficción de cielo, Dylan y las ballenas y Arcadia. También participó en anto-logías como Ávido mundo (2008) y El mar insuficiente (2011).

Carmen Boullosa. (Ciudad de México, 1954). Novelista, poeta y dra-maturga. Recibió el Premio Xavier Villaurrutia, los premios Liberatur y Anna Seghers y el Premio de novela Café Gijón por El complot de los románticos. Fue Becaria Guggenheim, del Cullman Center de Nueva York, del Centro Mexicano de Escritores y escritora re-sidente de la daad en Berlín. Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de México y ha sido profesora visitante de las

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universidades Columbia, Georgetown y sdsu. También fue parte del cuerpo docente de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (cuny), en City College. Participa en el programa de televisión Nueva York (cuny t.v.), por el que ha recibido cuatro ny-emmys. Además, publica una columna quincenal en el periódico El Universal de México. Entre sus publicaciones recientes están Las paredes hablan (novela, Siruela, 2011) y Texas (novela, Alfaguara, 2013).

Juana Inés Dehesa. (Ciudad de México, 1977). Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la unam y maestra en literatura infan-til y escritura para niños por el Center for the Study of Children’s Literature. Además, es consultora en temas de cultura escrita y columnista semanal en la sección “Ciudad” del periódico Reforma. Entre sus publicaciones están Treintona, soltera y fantástica. Manual de supervivencia y las novelas Pink Doll y Rebel Doll.

Lauri García Dueñas. (San Salvador, 1980). Escritora y periodista. Maestra en Comunicación por la unam. En 2005 publicó su primer poemario La primavera se amotina, traducida al catalán para la antología Panamericana. Su trabajo también ha sido incluido en las antologías Mujer Rompe tu silencio (El Salvador, 2005) y Conjuro de Luces (México, 2006). Participó en el ii Festival Internacional de Poesía (El Salvador, 2003), en el xiv Encuentro Internacional de Mu-jeres Poetas en el País de las Nubes (México, 2006) y en el Sexto Festival de la Lectura Paseo de La Reforma (México, 2006). Sus tra-bajos literarios, periodísticos y académicos han sido publicados en periódicos y revistas de El Salvador, Nicaragua y España. Otros poe-marios publicados son: Sucias palabras de amor y Del mar es el ahogo, así como un fragmento de su novela Ella no solas.

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Julián Herbert. (Acapulco, 1971). Novelista, poeta y ensayista. Estudió la Licenciatura en Letras Españolas en la Universidad Autónoma de Coahuila. Profesor de literatura, editor y pro-motor de cultura infantil en el Instituto Coahuilense. Además, es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Ganó el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen en el 2003 y el Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola en el 2006. Ha publicado varios libros de poesía, entre ellos El nombre de esta casa (1999), La Resistencia (2003), Kubla Khan (2005). También figuran entre sus publicaciones las novelas Un mundo infiel (2004) y Canción de tumba (2006).

Jorge F. Hernández. (Ciudad de México, 1962). Escritor de cuento, ensayo y novela. Es candidato al Doctorado en Historia por la Universidad Complutense de Madrid, ha sido profesor en la unam, itam, Universidad Anáhuac y el Centro Cultural Helénico. Como cuentista, ha publicado En las nubes (El Equi-librista/cnca 1997) y en 2000, obtuvo el Premio Nacional de Cuento “Efrén Hernández” con el relato “Noche de ronda”, incluido en su segundo libro de cuentos Escenarios del sueño (cnca, 2005). Otros libros de cuentos son SeisCuentosSeis y uno de regalo (Ficticia/uanl) y El álgebra del misterio (Fondo de Cultura Económica, 2011); en 2010, la Secretaría de Cultura del Estado de Colima publicó una edición no venal de Un montón de piedras, su primera antología de cuentos, ahora en edición de Alfaguara, 2013. Ha sido colaborador en las revistas Vuelta de Octavio Paz, Artes de México, FMR, Matador y, en sus inicios, Opción.

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Mónica Lavín. (Ciudad de México, 1955). Novelista, cuentista y ensayista. Ha sido editora, guionista y conductora de radio. Ha impartido conferencias y lecturas en foros y universidades de México y del extranjero. Sus cuentos aparecen en anto-logías nacionales e internacionales. Realizó una antología de cuento mexicano de autores nacidos en los cincuenta y sesenta que fue publicada por la editorial City Lights de San Francisco (Points of Departure). Escribe la columna “Dorar la píldora” en El Universal. Fue maestra de la Escuela de Escritores de sogem de 2001 a 2008 y actualmente es profesora investi-gadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en la Academia de Creación Literaria. Además, pertenece al Sistema Nacional de Creadores. Entre sus cuentos figuran: Ruby Tuesday no ha muerto, que recibió el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen en 1996 y Uno no sabe (2003), finalista del premio Antonin Artaud. Entre sus novelas des-tacan: Café cortado, Hotel Limbo (Alfaguara, 2008), Yo, la peor (Grijalbo, 2009) y Las rebeldes (Grijalbo, 2011).

Sandra Lorenzano. (Buenos Aires, 1960). Escritora. Su novela más reciente es Fuga en mí menor (Tusquets). Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, se desempeña como Vicerrectora de Investigación y Proyectos Creativos de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Creó y conduce el programa de radio “En busca del cuento perdido” del In-stituto Mexicano de la Radio. Creó y conduce el programa “Las otras voces” en tv unam.

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Antonio Ortuño. (Guadalajara, 1976). Escritor y periodista mexi-cano. Es autor de novelas como El buscador de cabezas, Recursos humanos y Ánima. Entre su obra también se en-cuentran algunos libros de cuentos. Es colaborador de pu-blicaciones como El Informador, Letras Libres y La Tempestad. De acuerdo con la crítica, su prosa se caracteriza por ser precisa y mordaz.

Cristina Rivera Garza. (Matamoros, 1964). Narradora, poeta e historiadora. Obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz dos veces –con sus novelas Nadie me verá llorar y La muerte me da–, convirtiéndose en el único autor en haberlo logrado. Su obra es extensa: cuenta con siete novelas, tres libros de cuentos, cinco libros de poesía, tres libros de ensayo, además de diversas compilaciones y traducciones. Actualmente es pro-fesora de Escritura Creativa en la Universidad de California en San Diego y tiene una columna semanal titulada “La mano oblicua” en el periódico Milenio.

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Francisco Serrano. (Ciudad de México, 1949). Poeta y escritor. Fue becario de poesía del Centro Mexicano de Escritores y no es hasta 1971 que publica su primer libro, Canciones egipcias. Como discípulo de Octavio Paz, muy pronto expe-rimentó con la utilización de procesos aleatorios en la com-posición poética. Publicó In/cubaciones y la pieza de poesía estocástica El cubo de los cambios. Más tarde incursionó en la poesía visual y en el teatro. Ha explorado de modo siste-mático las relaciones de la poesía con otras artes, la pintura y la música principalmente. Ha publicado trece títulos de poesía, entre ellos Libro de hexaedros (1982), No es sino el azar (1984), Confianza en la materia (1997), Música de la lengua (1999), Aquí es ninguna parte (2000), Prosa del Popocatépetl (2005) y Cuenta de mis muertos (2006).

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rector

Dr. Arturo Fernández Pérez

vicerrector

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opción. Revista del alumnado

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difusión cultural

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comité consultivo

Dra. Claudia Albarrán

Lic. Aldo Aldama

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Dr. Mauricio López Noriega

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alexbrije + kpruzza

ilustraciónTomadas de: Alexander Roob, Alquimia & Mística,

el museo hermético, editorial Taschen, 2006

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Tiraje: 2,000 ejemplares

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