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George Griffith Los forajidos del aire (avance editorial) Cápside Editorial

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Los forajidosdel aire

(avance editorial)

CCááppssiiddee EEddiittoorriiaall

1895, George Griffith

Traducción© 2014, Sergio Marshttp://rescepto.wordpress.com

Ilustración de portada: © 2014, Olga Estherhttp://olgaesther.blogspot.com.es/

De esta edición:© 2014, Cápside Editorial

Primera edición: Septiembre 2014

ISBN: Pendiente de asignaciónDepósito legal: Pendiente de asignaciónImpresión: Pendiente de asignación

Prohibida la reproducción de cualquier parte de estapublicación, así como su transmisión o almacenamiento

por ningún medio, sin permiso previo del editor.

Editorial

Los forajidos del aire

George Griffith

Traducción Sergio Mars

PPrróóllooggooEEnn eell bbaannddoo ddee IIssmmaaeell

nos pocos minutos antes de la una a.m., un do-mingo, el uno de julio de 1894, un hombre cami-naba con zancadas rápidas si bien algo irregulares,

tal y como lo hacen ciertos hombres cuando se hallan pro-fundamente abstraídos en sus pensamientos, CaledonianRoad arriba, desde la estación de King’s Cross. Por su ves-timenta, podría haber pertenecido a la aristocracia de laclase trabajadora, o bien podría haber sido uno de losmiembros más pobres de la clase que vulgarmente se con-sidera por encima de ella.

Pero cualquier duda que cupiera albergar respectoa su posición en la vida, no podía existir ninguna acercadel temple del rostro sobre el cual su sombrero de fieltronegro, ligeramente retrasado, permitía que cayera la luz delas lámparas de gas, mientras caminaba con los pulgaresen los bolsillos del chaleco y la cabeza echada hacia atrás,separada apenas una pizca de la perpendicular. Era unrostro moreno, franco y bien rasurado, con brillantes ojosazules que contrastaban vivamente con las cejas negras yrectas sobre ellos; una nariz ligeramente aquilina, con ven-tanas finas, sensitivas; labio superior corto, boca firme ydecidida, barbilla cuadrada y mandíbula inferior fuerteaunque no pesada.

Un simple vistazo bastaría para revelar que era elrostro de un hombre en el que unas convicciones fuertesse hallaban unidas a la voluntad y el coraje para llevarlasa término, sin importar las dificultades o los peligros quepudieran interponerse en el camino que le fuera marcadopor lo que él considerara su deber.

En estatura, se encontraba por encima de la media,y de no ser por unos hombros ligeramente encorvados,

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U

que le conferían el aspecto de un estudiante, confirmado porla frente amplia y cuadrada y dos pequeñas líneas perpen-diculares entre los ojos, hubiera alcanzado casi los seis pies,calzado como iba con zapatos bajos de paseo.

A la mirada casual de los transeúntes, no habíanada que lo diferenciara de cualquier otro joven de su apa-rente edad y condición; y, por tanto, queda bastante fuerade discusión el que el policía que estaba dando inicio a sujornada nocturna, apuntando con su linterna sorda hacialos portales y comprobando los pomos de las puertas y lascelosías de las tiendas, le dedicara más que un vistazofugaz, bastante desprovisto de interés, mientras pasaba porsu lado. Estaba sobrio y se veía respetable, según parecíavolviendo con tranquilidad a casa tras pasar decentementeuna noche de sábado.

No había nada que advirtiera al guardián de la pazque el hombre más peligroso de Europa pasaba a escasospies de él, o que tan sólo con que hubiera podido arrestarlobajo algún pretexto válido que le hubiera permitido man-tenerlo encerrado por el resto de la noche, para entregarlodespués al Departamento de Investigación Criminal delNuevo Scotland Yard, cuyos oficiales habían pasado losúltimos doce meses precisamente a la caza de tal hombre,hubiera prevenido la comisión de un crimen que, en vein-ticuatro horas, iba a sumir a toda una nación en el pánicoy la aflicción y a hacer que un estremecimiento de horrorrecorriera Europa.

Pero hubiera logrado mucho más que eso, pues sólocon mantener a Max Renault, electricista y anarquista,preso durante ese tiempo, hubiera posibilitado el descu-brimiento de las pruebas documentales que hubieran per-mitido su extradición a Francia y el proceso subsiguiente,lo que hubiera salvado al mundo de un reinado de terror yuna época de masacre y destrucción en comparación conla cual lo peor que la sociedad había llegado a temer de laanarquía acabaría probándose una nimiedad.

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¿Pero cómo podría un policía británico, el menosimaginativo y más práctico de los mortales, saber que enel bolsillo del chaleco llevaba un telegrama extranjero, elcual, convenientemente interpretado, transmitía la infor-mación de que Caserio Santo se encontraba de caminohacia Lyon, para aguardar allí la orden en obediencia a lacual, de un cuchillazo, enviaría una conmoción a travésdel mundo civilizado? ¿O cómo podría adivinar que en elcerebro bajo esa frente despejada y de apariencia honestabullían pensamientos que en breve podrían incendiar elmundo?

En San Petersburgo, o incluso en París, un hombrecomo él sería vigilado de cerca, cada uno de sus movimien-tos observado, todas sus idas y venidas conocidas, y en unmomento dado —tal cual éste, por ejemplo— sería inter-ceptado y registrado como persona sospechosa; y a buenseguro, en dicho caso, los esfuerzos de la ley se abatiríansobre el él de tal forma que poco menos que un milagro lepermitiría quedar libre de nuevo.

Pero aquí en Londres, el refugio de la anarquía y elpunto focal de las fuerzas más peligrosas del mundo, siguiósu camino sin preguntas y sin sospechas, porque, aunquela policía poseía la certeza moral de que tal hombre existía,no tenían ni idea acerca de su personalidad, ni la menornoción de que este joven inteligente y de buena apariencia,cuyo nombre nunca se había escuchado en relación conninguna de las sociedades anarquistas de las que se sabíaque tenían sede en Londres, ni mucho menos, por tanto,en relación con ninguno de los crímenes que habían sidoatribuidos a la anarquía, era en realidad un criminal mayorincluso que Valliant o Henry, o que el mismísimo infameRavachol.

Ellos fueron sólo herramientas ciegas aunque cons-cientes, instrumentos del asesinato político, las manos vi-sibles que obedecían al cerebro oculto, aquellos queejecutaban el trabajo y sufrían el castigo. Pero Max Renault

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era el cerebro mismo, el intelecto que concebía los planespor cuya ejecución los discípulos más mezquinos y pres-cindibles de la sanguinaria hermandad del cuchillo y labomba morían en el patíbulo o echaban a perder sus vidasen las prisiones o las minas de Siberia.

En pocas palabras, él era el espíritu motor y la in-teligencia rectora de lo que pronto llegaría a ser el conjuntode hombres y mujeres más temido del mundo, pero quepor ahora era conocido sólo por los iniciados como «GrupoAutónomo Número 7».

Pero el golpe que, de haber sido conocido su ver-dadero carácter, hubiera cortado en seco su carrera, yafuera por la cuerda o por el hacha, hubiera logrado másque paralizar el cerebro que había maquinado la mitadde los crímenes que se habían cometido en nombre de laanarquía durante los cinco años precedentes, y otros enlos que la mano roja nunca había llegado a entreverse.Hubiera interrumpido su carrera en el momento másimportante de su vida y hubiera prevenido que actuaracomo vínculo entre dos conjuntos de circunstancias que,pese a ser de naturaleza extremadamente antagónica,lograrían una vez unidas en una personalidad como lasuya provocar una explosión que bien podría estremecerel mundo.

Pasados unos pocos cientos de yardas de la cimade la colina, Max giró abruptamente a la izquierda, ca-minó a lo largo de la calle lateral, giró a la derecha al finalde ésta y entró en otra. Tres minutos de caminata rápidale llevaron a la puerta de servicio de una casa que teníaun pequeño almacén de madera de un lado y del otro unacervecería abandonada, que había perdido su licencia ypermanecía desocupada porque las instalaciones no seajustaban a ningún otro tipo de negocio.

La casa en sí presentaba un escaparate bajo,con la mitad inferior del cristal pintado de un verdemate y en la parte superior un arco de letras blancas

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que componían la leyenda: «Club Social e InstitutoEcléctico». Una lámpara sobre la puerta de la tiendamostraba la misma inscripción en letras blancas sobrecristal azul, pero la lámpara se encontraba ahora apa-gada, pues una de las normas del club era que todos losmiembros debían abandonar las instalaciones no mástarde de las doce de la noche entre semana y de las oncey media los domingos.

Esta norma, sin embargo, parecía ser de aplicaciónsólo para cierta fracción de los miembros. Después de queMax hubo abierto la puerta de servicio con su llave y huboascendido las escaleras al final del pasillo, con una fami-liaridad que le permitía prescindir de luz en la oscuridadabsoluta, llamó a la puerta de una habitación del pisosuperior que encontró sin la menor vacilación. La abrie-ron y se encontró en presencia de cuatro hombres y tresmujeres, sentados en torno a una mesa sobre la que sedisponían los restos de lo que evidentemente había sidouna cena sustanciosa, lujosa incluso.

Lo que Renault hizo nada más entrar en la habi-tación confirmó de sobra cuanto se ha dicho acerca desu carácter y del trabajo desesperado en que se hallabacomprometido. Devolvió con un asentimiento brusco,fugaz, los saludos de la concurrencia, y entonces, apo-yando su espalda contra la puerta, extrajo su manodiestra del bolsillo de su pantalón y dijo, con voz suave,casi distinguida, que presentaba el más leve rastro deacento extranjero:

—¡Victor Berthauld, quieto en tu sitio!Había un pequeño colt, de tambor fino y seis recá-

maras, en su mano, y su boca apuntaba a un pequeñofrancés, delgado, recio, de boca oscura, bien rasurado,que había empezado a agitarse con incomodidad en suasiento en el mismo momento en que Max había hechosu aparición. Sus ojos negros, girando en el interior deunas cuencas profundas, pasearon una mirada asustada

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de cara en cara, y entonces dijo, con una voz a la que envano trataba de imprimir un tono bravucón:

—Bien, camarada Renault, ¿qué es lo que quieresde mí y para qué has desenfundado ese revólver?

—No me trates de camarada, rata —dijo Max, conuna risa breve y salvaje—. Dime quién intentó alertar ala policía de París de que la vida de Carnot se encontrabaen peligro. Dime quién habría hecho arrestar a Santo enMarsella tan sólo con que este telegrama hubiera llegadoa las manos a las que estaba destinado.

»Dime quién pretende reenviar este mensaje ma-ñana por la mañana a la policía de París y Lyon, y quiénpretende que este lugar sea objeto de una redada por partede la policía inglesa a una hora inconveniente durante lapróxima semana, con la excusa de que aquí se permite eljuego ilegal. Dime eso, perro asqueroso, y entonces tediré, si es que no lo sabes, lo que solemos hacer a lostraidores.

Berthauld siguió sentado un rato, mudo demiedo. Entonces, con una imprecación en sus labios,se puso en pie de un salto. Ni una mano se movió pararetenerlo, pero mientras terminaba de erguirse, el brazode Renault se estiró, hubo un restallido y un fogonazoy una nubecilla de yeso reducido a polvo se alzó en unrincón de la pared tras él; pero antes de que la bala alcan-zara la pared, había pasado a través de su frente y habíasalido por su cogote. Su cuerpo se encogió y se desplomóen un montón apelotonado sobre la silla y Max, devol-viendo su pistola al bolsillo, dijo, con la misma suavidadque antes:

—Es curioso que incluso entre ocho de nosotros de-bamos tener un traidor. Confío en que no haya más poraquí. Llevaos esa cosa a la bodega y pongámonos a trabajar.Tengo algo importante que contaros.

Tras decir esto, caminó alrededor de la mesa hastaun sillón vacío que se encontraba en el extremo opuesto de

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la puerta, se arrellanó en él, extrajo un puro y lo encendióy, con la misma mano firme que momentos antes le habíaarrebatado la vida a un semejante, se llenó un vaso bienservido de champán de la botella que se erguía medio vacíajunto a él.

Mientras tanto, dos de los hombres se habían le-vantado de sus asientos. Uno de ellos ató con fuerza unpañuelo rojo alrededor del cráneo del muerto, para conte-ner la poca sangre que surgía de las dos heridas limpias,y a continuación ambos lo sostuvieron y, sin una palabra,se lo llevaron fuera de la habitación.

—Espero no haberte impresionado con una admi-nistración de la justicia tan expeditiva —dijo Max, mediogirándose en su asiento para dirigirse a una chica que sesentaba a mano derecha junto a él.

—No —dijo la chica—. Era obviamente necesario.Con que fueran ciertas la mitad de tus acusaciones, hubieradebido ser no ya tiroteado, sino crucificado. No se meocurre de qué podría servir una sabandija así.

Mientras hablaba, desprendió la ceniza del cigarrilloque sostenía entre los dedos, lo puso entre un par de labiostan delicados como cualesquiera que hayan sido creadospara besar y lanzó una delicada espiral de humo azul areunirse con la neblina que ocupaba la parte superior dela habitación.

—Y bien ¿qué es eso tan interesante que tenía quecontarnos, monsieur Max?

—Todo a su debido tiempo, ma’m’selle. Debo pedirleque espere hasta que Casano y Rolland estén de vuelta,pero mientras tanto, excitaré su curiosidad diciéndole queestoy pensando seriamente en exiliarme por un par deaños o así.

Mientras decía esto, miraba atentamente a travésde sus pestañas medio entornadas a los ojos de la chica,como si esperase, o quizás sólo medio desease, algún in-dicio de emoción.

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Dos párpados ribeteados de oscuro se cerraron porun instante y luego se abrieron de nuevo, y en ese instantedos líquidos ojos gris oscuro, que en el pasado él habíavisto volverse casi negros por la pasión, le miraron inqui-sitivamente. Y eso fue todo.

—He ahí grandes noticias —dijo—. Debe de sermuy importante lo que aparte a monsieur Max del centrode la acción en un momento tan crítico como éste.

—Sí —dijo Renault fríamente y con una casi im-perceptible contracción de las cejas—, es importante; tanimportante, de hecho, que no creo exagerar cuando digoque de no haber regresado esta noche en vez de mañana,y de haberle concedido a ese sujeto doce horas másde gracia, el destino de todo el mundo se hubiera vistoalterado.

—¡Cómo! ¿El destino del mundo? —dijo ella medioincrédula, mientras los otros interrumpían sus conver-saciones y se volvían para escuchar esa extraña con-catenación de palabras.

—Sí —dijo Max, alzando ligeramente la voz hastaque hubo en ella una nota de triunfo, y al mismo tiempohaciendo descender su mano sobre la de ella, que descan-saba en el brazo de su silla. Un sonrojo acudió a las meji-llas de la chica y un relámpago de enfado a sus ojos, e hizoun esfuerzo por retirarla, pero él la sujetó con rapidez y,antes de que pudiera hablar, continuó:

—Sí, Lea, si la empresa que voy a acometer cul-mina en éxito, tendré el destino de la sociedad humanaen mis manos, tal y como ahora sujeto esta preciosamanita tuya, aunque con un apretón un tanto másrecio, y entonces...

—Y entonces, monsieur Max —le interrumpió lachica, escamoteando su mano en cuanto la presión de élse relajó un momento—, supongo que tendrá lo que notiene ahora, el derecho de tomar lo que quiera por la leyuniversal del poderoso.

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—Sí —dijo él, con otra risa, algo más agradable estavez—. Y en cuanto tenga el poder, lo usaré, tanto en elamor como en la guerra. ¿Estás de acuerdo?

Lea lo miró con atención durante unos momentos,y luego, con un veloz rubor extendiéndose por una caratan bella como cualquiera en la que se hubieran posadoojos de hombre con amor y deseo, dijo en voz baja, conun temblor apenas perceptible en ella:

—Sí, supongo que el poder conlleva el derecho des-pués de todo, tanto en el amor como en la guerra, y en lasociedad del siglo diecinueve. Aquel que pueda tomarpuede tener; pero, si no te importa, esperaremos hasta quepuedas tomar.

—¡De acuerdo! —dijo él—. Trato hecho. Y ahoranos dedicaremos a los negocios. ¿Le habéis encontradoun lugar de descanso tranquilo al camarada Berthauld?—continuó, dirigiéndose a los dos hombres que acababande regresar a la habitación.

—Sí —dijo Casano con su agradable entonaciónitaliana de tenor—. Li hemos donato un banio. Non creoque quede multo de él o sus ropas por la maniana.

—Muy bien —dijo Max, sacando algunos papelesdel bolsillo del pecho de su chaqueta. —Ahora, sentaosy escuchad.

Obedecieron en silencio, aunque Casano aseguróantes la puerta.

—Primero —dijo Max, alzando la vista de sus pape-les y dedicando un rápido vistazo a las caras expectantesalrededor de la mesa—, el camarada Caserio Santo, delGrupo Cette, ha sido escogido al azar para ejecutar la sen-tencia dictaminada por este grupo el 6 de febrero contraSadi Carnot en retribución por las vidas que se negó aperdonar. Santo estará en Lyon poco después del ama-necer. Si esa rata de Berthauld hubiera salido vivo deesta habitación, Santo hubiera sido arrestado y Carnothubiera escapado. Tengo las pruebas de su traición aquí,

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por si desearais verlas. Así pues, ¿estamos de acuerdoen que debo dirigirme a él para que le brinde nuestrasfelicitaciones a Monsieur le President en su visita aLyon?

Se detuvo y miró alrededor de la mesa otra vez.Los otros asintieron en silencio, pero Lea alzó la vista conalgo parecido a la ternura en sus ojos, y dijo:

—¡Qué pena! El pobre Carnot es un tipo excelentea su manera burguesa, ¿no? Un buen modelo de maridoy padre, incorruptible en política y todo eso. ¿No serviríacualquier otro en su lugar, digamos Casimir-Perier oDupuy? Hoy en día no abundan precisamente en Francialos políticos incorruptibles.

—Cuanto mejor el hombre, mayor el efecto —dijoMax con sequedad—. Es tan fácil golpear alto como unpoco más bajo. Hay muchos políticos en Francia, pero sóloun presidente.

—¡Ja! Vaya si lo hay —dijo un pequeño alemán derostro brillante y cabeza cuadrada que se sentaba frente aLea—. Golpea alto y golpea dugro. Ésa es la forgma de con-seguirg que esos cabezovejas abrgan sus ojos y lean lospegriódicos del lunes. Dejemos que Cargnot vaya prgimegroy luego... bien, luego algún otrgo. Hay muchos otrgosprgescindibles.

Una risotada siguió a este discurso de Franz Hartog,que puede ser presentado aquí tan bien como en cualquierotro lugar como el ingeniero más inteligente de Europa yun anarquista de corazón y alma... si es que tenía alma,punto que algunos de sus más allegados se sentían muyinclinados a dudar.

—Muy bien —dijo Lea—; retiro mi objeción, si dehecho alguna vez la tuve.

El veto de uno de los miembros, según las reglasdel Grupo, hubiera sido fatal para la ejecución de la pro-puesta. Mientras Lea retiraba el suyo, sacudió un pocomás de ceniza del extremo de su cigarrillo, y con ella, a

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efectos prácticos, cayó el hombre cuya muerte lloraríatoda Europa antes de cuarenta y ocho horas.

—Entonces está dispuesto —dijo Max—. Lo pri-mero que haré por la mañana será cablegrafiar a Lyon.Ahora, Hartog, ¿tienes algo que decirnos acerca de esacañonera tuya?

—Ja, está todo prgepagrado. Nos entrgegagrán elcasco en la dárgsena el mes prgóximo. He diseñado yomismo los motogres, y la velocidad especificada en elcontrgato con el gobiergno rguso segrá de trgeinta cinconudos, y podéis apostarg que mis motogres hagrán quelos consiga. Hagremos una prgueba prgivada, con todoel cargbón y las argmas y la munición a borgdo, deacuergdo con el contrgato, en dieciocho meses, y podéiscontarg con que estagré a borgdo pagra entonces, conla trgipulación y los argtillegros suficientes pagra hacerglo que quegramos con ella.

»Podéis estárg segugros también de que los demástendrgán algo dentrgo que no les hagrá mucho bien sillega a dargse alguna escagramuza pagra que entrgemosen posesión del bargco. Luego nos rgeunigremos en ellugar aprgopiado, y a continuación pasagremos un pe-gríodo salvaje en las rgutas del Atlántico y el Cabo, porgdonde trgaen las especias y los diamantes.

»Ja, crgeedme, monsieur Max y camagradas, FrganzHargtog os hagrá los señogres del marg, y os podrgéis rgeírgde todas las flotas de Eugropa cuando intenten captugra-gros. Eso sí que megrecegrá el nombrge de anargquía. Ja, esun buen plan, y lo cumpligremos, crgeedme.

El pequeño alemán se detuvo y miró alrededor dela mesa, frotándose las manos, y entre los murmullosde aprobación que siguieron a su discurso, Max asintiócontento y dijo:

—Sí, amigo mío, tienes mucha razón. Es un granplan, y si puedes capturar ese pequeño galgo para nosotroscuando esté construido y armado, habrás hecho más por

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la anarquía y habrás hundido un clavo más largo en elataúd de la tiranía del comercialismo que ningún hom-bre antes. Y ahora voy a revelaros un plan mayor inclusoque ése.

—¡Mayorg que ése! —exclamó el alemán, con susacerados ojos brillando de excitación tras sus lentes—.¡Cómo puede ningún plan serg mayorg que ése!

—Escucha y lo oirás —dijo Max—, y no me llevarámuchas palabras contároslo.

»Hace algunos años, cuando era poco más que unmuchacho, y antes de llegar a la convicción de que no hayotra solución para enmendar la situación actual que lafuerza y el terrorismo, me uní a una sociedad de idiotasafables que se reúnen en sus respectivas casas por todoLondres y que se autodenominan la Hermandad por unaVida Mejor.

»He mantenido mi afiliación, en parte porque memaravillan y me interesan, y en parte porque tenía la vagaidea de que algún día podría surgir algo de todo ello. Haceya mucho tiempo que tienen en marcha un plan para emi-grar a algún remoto lugar del mundo y poner en marchauno de esos asentamientos socialistas que, por supuesto,siempre acaban en desgracia de un modo u otro, comoacaba de ocurrir con el de Freeland; pero, hasta hace unaspocas semanas, no habían tenido oportunidad de ponerseen marcha por falta de dinero.

»Entonces, hará aproximadamente un mes, está-bamos en una reunión ordinaria cuando ocurrió algo a loque nunca hubiera dado crédito de no haber sucedidoante mis propios ojos. Hace casi seis meses, uno de losmiembros que fingía ser un artesano, pero que en realidadno tenía nada de eso, pues era lo que se suele decir un ca-ballero de la cabeza a los pies, desapareció.

»Durante cinco meses no supimos nada de él y en-tonces, una noche, después de una conferencia impar-tida por una especie de profeta de los últimos días de los

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nuestros, un tipo muy inteligente aunque errado llamadoEdward Adams, un desconocido se destacó de entre el pú-blico y pidió que se le permitiera decir unas palabras.

»Por supuesto, se lo permitimos, y entonces em-pezó diciéndonos que era el padre del joven al que nohabíamos vuelto a ver, que su hijo estaba muerto y queen su lecho de muerte había convertido a su padre a suspropios puntos de vista socialistas; y no sólo esto, sinoque le había hecho prometer que donaría lo que hubierasido su herencia a la asociación, para que se llevara a lapráctica el plan para el asentamiento socialista. Enton-ces nos dijo que había acudido a dar cumplimiento a supromesa y, si se lo permitíamos, a tomar parte él mismoen la empresa.

»Pues bien, consentimos, con la condición de queaceptara la Constitución que habíamos estado, como siem-pre había pensado, jugando a esbozar, y aceptó hacerlo, yentonces nos dejó atónitos cuando dijo cuánto estaba dis-puesto a dedicar a la ejecución del plan. Esperábamos unospocos cientos como mucho, quizás lo bastante para darnosun impulso con el que organizarnos, así que os podéis ima-ginar lo que sentimos —y yo en particular— cuando la cifraresultó estar por encima de las cien mil libras.

—¡Einhunderttausend librgas! —gritó Hartog, in-capaz de refrenar su entusiasmo—. ¡Casi podrgíanconstrguirgse trges bargcos de trgeinta y cinco nudos contanto! ¿Puede apodegrargse de ellas, monsieur Max?

—No voy a apoderarme de ellas, amigo Franz, sinode algo mucho más importante que el dinero. Resultó quenuestra particular hada madrina era ni más ni menos queFrederick Austen, el director de la empresa de alta inge-niería Austen e Hijo, entre Queen Victory y Woolwich. Lamuerte de su hijo ha imposibilitado que un Austen le su-ceda en el negocio, y ello, combinado con el cambio en susconvicciones sociales, le ha hecho decidirse a renunciarpor completo a ellos.

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»Por supuesto, no tendría ni que deciros que leaceptamos a él y a su dinero con gratitud. Pero aún faltabapor llegar lo más extraño. La noche pasada, durante unareunión del comité, del cual tengo el honor de ser miem-bro, nos confió un secreto que, tal y como dijo, permitiríaal asentamiento no sólo defenderse contra quienquieraque quisiera interferir con él en caso de que prosperara,sino que permitiría a los colonos imponer una lecciónpráctica de paz, buena voluntad sobre la Tierra y todo esetipo de cosas a las primeras naciones que fueran a la gue-rra entre sí tras encontrarse ellos en posición de esgrimirel poder que les otorgaría.

»Entonces —y aquí Max Renault se inclinó sobrela mesa e instintivamente bajó la voz, mientras el resto seinclinaba también para escuchar lo que se avecinaba—nos dijo que, justo antes de la enfermedad fatal, su hijohabía completado una serie de experimentos que le per-mitían sostener, sin faltar a la verdad, que el problema dela navegación aérea al fin estaba resuelto, y que él lohabía resuelto.

»Le contó el secreto a su padre, y éste al instantepuso todos los recursos de sus negocios a su disposición,y, camaradas, creedme o no, como prefiráis, pero os digoque hace menos de veinticuatro horas he visto en acciónun modelo funcional del navío volador que Frederick Aus-ten va a construir, asistido por mí, en la Nueva Utopía dela Hermandad.

Un murmullo, mitad de asombro, mitad de incre-dulidad, corrió de boca en boca mientras Renault musitabaestas palabras trascendentales, y Lea de súbito se enderezóen su silla, estiró sus hermosos brazos hacia arriba y en-tonces, entrecruzando sus manos tras la cabeza, miró aMax con admiración indisimulada en los ojos y dijo, con untimbre de júbilo en la voz:

—Ah, por fin te comprendo, después de pasarmetodo este tiempo preguntándome adónde conduciría tu

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relato. ¡Excelente, monsieurMax, excelente! No ha estadojugando a ser un lobo anarquista con piel de cordero so-cialista por nada. Emigrará con esos buenazos a suNueva Utopía, doquiera que la encuentren, asimilaráaquellas de sus ideas que podrían resultar útiles, se pre-sentará ante ese excelente capitalista converso como in-geniero aéreo y luego...

—Sí, y luego —dijo Max, con un movimiento signi-ficativo de sus manos hacia el bolsillo que contenía surevolver—, cuando el Crucero del Aire esté construidoy equipado y yo esté satisfecho con su desempeño, loencontrarán a faltar la mañana menos pensada, y a mítambién.

»No voy a exiliarme con un montón de gente comoésa para nada, eso puedo asegurarlo. Si soy el hombrepor el que me tengo, en tres años la aeronave llevará labandera roja por entre las nubes y aterrorizará la Tierraentera, de este a oeste y de polo a polo.

»Y ahora —continuó, poniéndose en pie ante elimpulso de sus propias palabras— si tenéis algo másde champán, llenad las copas. Tengo un brindis paravosotros. Por un año o dos deberéis llevar adelante el tra-bajo sin mí, o paralizarlo por completo, lo que os parezcamejor; y mientras tanto tú, Hartog, deberás poner tu dia-blo marino de treinta y cinco nudos a flote y en acción,hasta recaudar de los océanos el tributo necesario paraproporcionarnos fondos con los que construir una flotaaérea según el modelo del navío que os traeré, y entoncesya no habrá más asesinatos clandestinos ni más lanza-mientos nimios de bombas. Declararemos la guerra, unaguerra sin cuartel, al mundo que odiamos y que nos odiay nos teme a nosotros, y entonces...

—He aquí tu vaso, mi futuro Señor del Aire —dijoLea, alzando y tendiéndole una copa llena de champáncon un gesto de deferencia que no era del todo fingido—.De modo que propón tu brindis.

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—Lo tendréis, breve y dulce —dijo Max, tomando elvaso y alzándolo sobre su cabeza—. Que haya vida paraaquellos que amamos y muerte para aquellos que odiamos.¡Vive l’anarchie y los Forajidos del Aire!

—¡Mein Gott, si ése es un grgan plan! Incendiagráel mundo a poco que se cumpla —dijo Franz Hartog,antes de vaciar su vaso de un trago, y después se quedócontemplando a Max Reanult, con una mirada en susojillos parpadeantes que era casi de adoración.

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CCaappííttuulloo IIUUttooppííaa eenn eell ssuurr

l 21 de noviembre de 1898, el Calipso, un yategrande, aparejado como una goleta de tres mástilesy de entre cuatrocientas y quinientas toneladas de

desplazamiento, sufrió un accidente bastante grave en susmotores durante uno de esos huracanes breves pero mor-tíferos que son conocidos por los navegantes de los Maresdel Sur como «descargas australes».

Se trata de las tormentas blancas del sur, y pobredel infeliz barco al que golpean sin previo aviso. Sobrelas aguas lisas y soleadas se abate con rapidez parali-zante una masa de olas sibilantes y bullentes, disgrega-das en espuma y luego abatidas de nuevo por la fuerzaterrible del viento que ruge sobre ellas. A menudo, elbarco no experimenta ni una brisa ni una bocanada deaire hasta que lo golpea la tormenta, y entonces las rá-fagas impactan con la fuerza conjunta de un centenar dearietes.

Si el barco está desaparejado y preparado para elgolpe, hunde la proa hasta que el agua escapa por los ori-ficios de drenaje, con media cubierta inundada. Si quedaalgún jirón de vela en un estay o una verga, se escuchaun restallido, como el disparo de una escopeta de caza,y, si tienes ojos rápidos, podrías ver cómo desaparecevolando a sotavento, como un pedazo de papel ante unvendaval; y si no ha sido aprestado con bastante diligenciapara enfrentarse a la tormenta, un mastelero desgajadoo toda una línea de aparejos serán quienes sufran elcastigo por resistirse.

Mientras tanto, lo que pocos minutos antes era unmar calmo y deslumbrante, apenas alterado por una ondu-lación, es ahora una masa blanca y bullente de olas que se

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E

alzan con rapidez, contra las que el esforzado y batalladornavío lucha por su vida cual animal hostigado.

Así había sido con el Calipso. Habían izado un resis-tente foque nuevo con la esperanza de encarar la tormentaantes de que golpeara de costado, y éste había resistido unpoco demasiado, a costa de quebrar el mastelero del trin-quete. Después, un intento de hacerlo girar a fuerza dehélice había desembocado en el desastre que práctica-mente lo había dejado inutilizado.

Un golpe de mar lo había alcanzado de proa, elmorro había descendido y la popa se había alzado, con elpropulsor girando en el aire, y antes de que tuvieran oca-sión de parar el motor había surgido un chirrido horriblede la sala de máquinas, y momentos después el yatenavegaba a la deriva por delante de la tormenta con uncigüeñal roto.

Cuando todo esto ocurrió, el Calipso estaba via-jando de Nueva Zelanda a las Islas Marquesas, entre cua-trocientas y quinientas millas al noreste de Auckland. Lahélice había sido izada fuera del agua y se le había aco-plado al trinquete un mastelero de repuesto; pero sólocinco días después de hacerlo les había atrapado una ga-lerna del suroeste y les había castigado con tanta sañaque, para cuando ya había sido usado en las reparacionesel último palo de repuesto disponible a bordo, sólo podíancargar suficiente velamen para avanzar a cuatro o cinconudos por hora con una buena brisa en las gavias.

El resultado de este doble infortunio fue que un mesdespués aún se encontraba en el límite austral de los tró-picos, lidiando con desconcertantes vientos ligeros, incapazde alcanzar la región de los alisios del sudeste.

El Calipso pertenecía y era capitaneado por sirHarry Milton, de Seaton Abbey, Nothumberland, terrate-niente y siderúrgico, que menos de tres años antes habíacumplido la mayoría de edad y entrado en posesión de suherencia de muchos acres de terreno, minas y herrerías,

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que le reportaba unas rentas no muy inferiores a treintamil al año, y sumadas a éstas, un confortable fondo decasi medio millón en efectivo y en valores seguros.

Durante el pasado año y medio había estado viendomundo del modo más placentero, navegando de puerto enpuerto y de océano en océano, en su yate, en compañía desu hermana Violet, una morena preciosa, sana y distin-guida, entre los dieciocho y los diecinueve años.

El propio sir Harry era un buen espécimen del tí-pico caballero inglés, que alcanzaba cerca de los cincopies diez en sus náuticas, bien construido, de hombrosanchos, piel sonrosada y ojos claros, con rasgos que eranfrancos y agradables en su abierta hombría, más que es-trictamente apuesto, y aun así salvados de la mediocridadpor esa indefinible aunque inequívoca huella de buenacrianza que distingue, según reza el ingenioso si bien algocínico dicho, al hombre que posee un abuelo del que sólotiene progenitores.

Dejando aparte la oficialidad y la dotación del Ca-lipso, sólo había otro tripulante del yate que precisa serintroducido de forma especial: Herbert Wyndham, tenientesegundo en la cañonera de Su Majestad Sandfly, un viejocompañero de colegio y amigo íntimo de Sir Harry, que seencontraba en licencia de un año por invalidez, a conse-cuencia de una fea herida de bala que había recibido du-rante el asalto a la fortaleza de un cacique esclavista delÁfrica occidental, a la cabeza de sus casacas azules. SirHarry lo había recogido en Ciudad del Cabo, donde estabaempezando a caminar después de las fiebres que habíanseguido a su herida, y, con la ayuda de su hermana, habíaconseguido sin demasiadas dificultades persuadirle paraque pasara el resto de su permiso de crucero por los Maresdel Sur en el Calipso.

En persona, el teniente Wyndham era un mucha-cho de veintiséis años bien parecido y de miembros esbel-tos, con un rostro jovial y brillantes ojos color avellana, que

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miraban alertas bajo una frente cuadrada y fuerte, quehacía juego con la barbilla firme, la cual, en consonanciacon la moda reciente entre los oficiales navales, estabaadornada con una barba bien recortada y delineada, untono o así más claro que el tupido y rizado pelo castaño queno constituía el menor de sus atractivos personales.

A medida que pasaba semana tras semana y noaparecían a la vista desde las cubiertas del yate medioinutilizado ni tierra ni velas, sir Harry empezaba a sentiruna natural preocupación por la seguridad de su bellonavío y la de aquellos de entre los que a bordo se encon-traban que le eran cercanos y queridos. Otra tormentao galerna como las que ya habían padecido, casi contotal seguridad acabaría en su actual estado por hacerlonaufragar, y tanto él como su piloto se hubieran ale-grado incluso de encontrar el abrigo de un atolón cora-lino, dentro del cual poder refugiarse para efectuar laconcienzuda reparación que resultaba impracticable enmar abierto.

Pero casi todo llega a su fin —incluso las calmas enel Pacífico sur—, y para nochebuena el Calipso por fin sehabía arrastrado fuera de la región de calmas y había em-pezado a sentir las primeras bocanadas irregulares de losalisios. Entonces, una hora antes del amanecer del día deNavidad, el inesperado, pero no por ello menos bienvenido,grito de «¡Tierra a la vista!» sacó a todo el mundo, desde elpropio sir Harry hasta la doncella de su hermana, o la«dama de honor», como solía llamarla el tenienteWyndham, de sus literas y los hizo subir tambaleándosehasta la cubierta.

Nadie que no haya contemplado el sol nacientesobre una isla del Pacífico Sur se puede formar una idacabal de la escena que saludó a los ojos de la tripulacióndel Calipso a medida que la luz crecía y se hacía másbrillante al este de su ubicación. Los paraísos isleños delMar del Sur son como ningún otro lugar de la Tierra. Su

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belleza les es propia. Ninguna descripción puede jamáshacerles justicia, así que el lector deberá por tanto con-formarse con la simple descripción geográfica, que ven-drá en su momento, de la isla que se veía emerger de unplácido mar azul zafiro desde la toldilla del Calipso lamañana de Navidad de 1898.

Menos de media hora después de que las exclamacio-nes de bienvenida hubieran recorrido la cubierta, sir Harryy el piloto escudriñaban con ilusión la tierra, ahora a unasdiez millas de distancia, a través de sus lentes.

—¿Qué opina, señor Topline? —preguntó sir Harry,después de un prolongado reconocimiento de la tierra mis-teriosa, apartando los binoculares de sus ojos y mirando alviejo lobo de mar con una expresión de perplejidad.

—No sabría decirle, sir Harry. Nunca antes habíavisto esta isla, y no creo que esté registrada en las cartas.Verá, nos hemos apartado por completo de las rutas delos navíos mercantes y los paquebotes, y esta porción delMar del Sur, incluso hoy en día, es muy poco conocida. Notenía ni idea de que hubiera tierra en trescientas millas ala redonda— contestó el piloto.

—No, no está en las cartas, pues ayer mismo meencontraba con el señor Martin mientras trazaba el cursoy no había nada en nuestra proximidad. ¡Desconcertanteviento! Aquí tenemos de nuevo la calma chicha. ¡Hola!¿Qué canastos es eso?

Mientras hablaba, sir Harry se abalanzó, lente enmano, hacia la barandilla que rodeaba la cubierta inferiordel yate, trepó por los obenques media docena de cabos yde nuevo apuntó sus lentes en dirección a la isla. Un mo-mento después pegó un grito al piloto:

—Topline, ¿qué diría de una lancha a vapor vi-niendo desde su isla desconocida?

—¡Una lancha a vapor! Bien, ¡que me zurren si nolo es! —dijo el otro, subiendo al aparejo opuesto y cen-trando la vista en el artilugio que se aproximaba—. Debe

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de ser la gabarra a vapor de algún buque de guerra queesté reconociendo la isla, o recogiendo fruta y agua, sóloque no tiene chimenea y no... ¡Vaya, si hará los veintenudos por hora por el agua si es que hace una yarda! ¡Noes la gabarra de ningún buque, no lo es!

A bordo del Calipso, todos los ojos se encontrabanahora fijos en el extraño artilugio que, a estas alturas, yahabía salvado el arrecife y se dirigía a toda velocidad haciaellos sobre el mar calmado y sin viento, a un ritmo queprobaba que, fuera cual fuese su fuerza motriz, no teníacarencias en cuanto a eficiencia. En menos de media horase encontraba describiendo una amplia curva hacia lapopa del yate, preparándose para navegar a la par.

Pronto resultó evidente que el piloto había erradobastante en su hipótesis de que se trataba de la gabarra avapor de algún buque de guerra. Se trataba de una em-barcación que desplazaba diez o doce toneladas, larga, es-trecha y baja, pintada de blanco, con una banda doradabrillante de proa a popa y cubierta a todo lo largo por unatoldilla de nívea blancura, bordeada por un fleco de coloresbrillantes. De hecho, por lo que respectaba a la apariencia,podría haberse visto trasladada por arte de magia desde elTámesis superior el día de una Regata Henley hasta la dis-tante y solitaria región del Mar del Sur de la cual emergíanahora las abruptas colinas y las verdes laderas de la isladesconocida de donde había llegado.

Cuando se puso a la par del Calipso, un joven deunos dieciocho años, que se erguía al timón en medio dela embarcación, saludó al yate en inglés, y deseó a los re-cién llegados «¡Feliz navidad!» con una entonación que nodejaba la menor duda respecto a su nacionalidad. SirHarry devolvió el saludo con la misma cordialidad conque había sido dado, maravillándose no poco, como elresto de navegantes, no sólo por la presencia de un arti-lugio tan primoroso en unas aguas tan apartadas, sinotambién por el extraño contraste entre las maneras y el

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lenguaje del joven que les había saludado y su aparienciaincivilizada por completo —incivilizada, cabe precisarlo,desde el punto de vista de la moda actual.

Su porte y su discurso eran los de un caballerojoven, culto y bien educado, de finales del siglo diecinueve,pero su vestimenta se asemejaba más a la de un marinerofenicio de mil años antes. Su largo pelo castaño caía enrizos sobre sus anchos hombros y se arracimaba densosobre su suave frente, apartado de su apuesto rostrobroncíneo por un estrecho aro metálico que parecía dealuminio bruñido.

Su vestimenta consistía en una túnica de lana grisclaro, ribeteada con seda azul bordada con refinamiento,abierta por el cuello, por donde asomaba una ajustada ca-miseta interior de lino blanco, y sujeta a la cintura por unafaja de seda roja, enrollada con dos o tres vueltas y con losextremos, terminados en flecos, colgando sobre su caderaizquierda. Un par de mocasines de piel amarilla clara, be-llamente trabajados con cuentas de colorines bordadas,cubrían sus pies y llegaban hasta media altura de las pan-torrillas de sus musculosas piernas desnudas.

—¿Qué artefacto es ése y de dónde surgís? —pre-guntó sir Harry, con vagas ideas sobre piratas asociándoseen su mente con los fabulosos ropajes del joven al mandode la embarcación.

—Ésta es la lancha eléctrica Sirena, y esa de allá laisla de Utopía —contestó—. Vinimos para ver si podíamosprestarles cualquier ayuda. Parece que han sufrido bas-tante mal tiempo por ahí, a juzgar por cómo se ven susaparejos.

Al escuchar esta respuesta extraña, si bien ex-presada con amabilidad, sir Harry empezó a pensarque el Calipso debía de haber derivado desde los domi-nios de la realidad hacia las regiones de la ficción, puesde la única Utopía de la que había oído hablar era dela de Tomás Moro. Pero los buenos modales prohibían

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cualquier muestra de sorpresa o incredulidad, así quecontestó risueño:

—No tenía ni idea de que Utopía existiera sobre laTierra en estos días decadentes, pero estoy encantado dedescubrir que estaba equivocado, y también muy agrade-cido por que hayan venido a nosotros. Tenemos los motoresaveriados y el aparejo gravemente dañado. ¿Pero por qué nosube a bordo y permite que nos presentemos?

—Gracias, si me lanzan una cuerda, eso haré. No semolesten con la pasarela. Aquí, Tom, toma el timón y nodejes que esas chicas te arrastren lejos de aquí.

—Eso es justo lo que él querría que hiciéramos —seescuchó la voz jovial de una chica desde debajo de latoldilla delantera, mientras el joven asía la cuerda y seizaba con presteza hasta la barandilla del Calipso.

—No sabía que hubiera damas a bordo —dijo sirHarry, encontrándose con él a la altura de la pasarela ysujetando su mano—, si lo hubiera sabido, no le hubierasaludado tan informalmente.

—No hay damas en Utopía, y a los utópicos no nosgustan demasiado las formalidades, así que mejor de estemodo —le contestó el joven, con una risa, mientras tomabala mano de sir Harry.

—Pero sin duda lo que acabo de escuchar es la vozde una joven dama, y muy dulce además, si he escuchadobien.

—Bien, se trataba de la voz de una chica, cierta-mente. Hay tres a bordo de la Sirena, pero no les gustaríaser calificadas como jóvenes damas. Sólo hay mujeres y chi-cas en Utopía. Dejamos las damas atrás en Inglaterra.

Cuando sus ojos se encontraron con los de Violet,mirándolo con franca e indisimulada sorpresa, compusosus ropas con cierta brusquedad. Después, con un levesonrojo en sus mejillas, continuó:

—Pero discúlpeme, mejor haría presentándomeantes de hablar acerca de nuestros usos y costumbres,

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que me atrevo a suponer que conocerán pronto. SoyFrank Markham, patrón de la Sirena, y su tripulaciónactual se compone de Tom Harris, Ralf Smith, LucySummers, Annie Milton y Dora Merton, la chica que harealizado ese comentario tan atinado acerca del señorTom mientras yo subía a bordo.

Mientras el joven Markham decía esto, fue hasta elcostado y gritó:

—¡Venga, sirénidos, mostraos! Quisiera presentarosa nuestros visitantes. Por cierto, aún no me han dicho susnombres —continuó, volviéndose hacia sir Harry.

—Yo soy Harry Milton; el dueño y patrón del Calipso.Ésta es mi hermana Violet, éste el teniente Wyndham, delnavío de Su Majestad Sandfly, y éste es el señor Topline,mi piloto.

Mientras sir Harry realizaba las presentaciones, lascortinas que rodeaban la cubierta frontal de la lancha fue-ron descorridas, mostrando a tres preciosas chicas de pelolargo, vestidas de forma pintoresca, si bien algo escasa,con túnicas brillantes, capas y largos mocasines, profu-samente adornados con bordados de seda y cuentas, conbroches y brazaletes de curiosa manufactura en lustrosometal blanco y amarillo. Instintivamente, todos los hom-bres que miraban por sobre la borda del Calipso alzaronel sombrero o la gorra, mientras las tres chicas, a mediassolemnes, a medias con timidez, respondían a los saludosque recibían desde la cubierta del yate.

—Y ahora, ¿qué podríamos hacer por ustedes?—preguntó Markham cuando esta pequeña formalidadhubo concluido—. Supongo que desearán entrar en puertoy reacondicionar el barco tan pronto como sea posible.

—Eso es justo lo que quisiera hacer desesperada-mente —contestó Harry—. ¿Pero dónde podría encontrarun puerto y un astillero en esta región del Pacífico?

—Ambos se encuentran a menos de media docenade millas de aquí, y la Sirena les remolcará hasta allí en

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una hora si primero me hace el favor de concedermecinco minutos de conversación en privado.

—Por supuesto; venga a mi camarote —dijo sirHarry, mostrándole el camino a su acompañante.

Menos de diez minutos después regresaron, con sirHarry visiblemente perplejo, y sin pérdida de tiempo seextrajo una guindaleza y se lanzó a la Sirena, y los dosnavíos empezaron a moverse suavemente hacia el blancoarrecife en la distancia, que circundaba la hasta la fechadesconocida isla de Utopía.

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CCaappííttuulloo IIIIEEnnttrraannddoo eenn ppuueerrttoo

e costó poco más de una hora a la Sirena remolcaral Calipso desde donde había quedado inmovilizadopor la calma hasta el interior de la laguna de Uto-

pía. A medida que el yate se aproximaba a la isla, se hizopronto evidente que, ya fuera la casualidad o la inten-ción lo que hubiera guiado a los utópicos en la elecciónde su remoto hogar, habían tenido la fortuna de escogeruna localización que bien merecía ser tildada de her-mosa, incluso en un rincón del mundo donde tierra, mary cielo parecen conspirar para vestir sus más brillantesy hermosos semblantes.

Se le aproximaban por el oeste, y antes de alcan-zarla, el sol se había alzado sobre el horizonte, y contra laavenida de luz que encendió el horizonte oriental vieron,irguiéndose claro y afilado, el cono truncado de un volcánextinto, que se alzaba en solitaria grandeza entre cuatroy cinco mil pies sobre el nivel del mar. A mitad ladera, anorte y sur, dos arcos de colinas, apenas arboladas en lascimas, pero con las faldas recubiertas por la vegetaciónmás densa y lujuriosa, se extendían hacia el sureste y elnoroeste, decreciendo gradualmente en altura hasta queterminaban abruptamente en acantilados de roca des-nuda que se alzaban ochocientos o novecientos pies envertical sobre el agua.

Entre estos dos cabos se extendía una bahía anchae irregular, con una amplia extensión de agua brillante deun tono esmeralda al frente y a continuación verdes laderasque, recubiertas con toda la maravillosa vegetación de lostrópicos australes, se alzaban y caían, valle tras valle y co-lina tras colina, hasta que se fundían en la distancia con lasalturas del volcán y sus cordilleras acompañantes.

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L

—Ése el monte Platón —dijo Markham, quien a in-vitación de sir Harry había permanecido a bordo del yatepara actuar de cicerone para los visitantes de Utopía—.Lo llamamos así porque bajo su sombra esperamos fundarnuestra Nueva República.

—¿Pero todavía no está fundada la República?—preguntó Violet—. Si me permite decirlo, no sólo hubierapensado que ya lo estaba, sino que había alcanzado unconsiderable nivel de prosperidad.

—Sí —apostilló Wyndahm, con un movimiento desu mano hacia la Sirena—. Si lanchas eléctricas de veintenudos no son signo de una civilización bastante próspera,a duras penas puedo imaginar qué lo sería.

—¡Veinte nudos! —se rio Markham—. Vaya, la Si-rena puede correr a treinta cuando tenemos prisa, y dispo-nemos de un buque de tres mil toneladas en el dique secodel astillero, que estamos construyendo basándonos en unnuevo principio, del que esperamos sacar cuarenta.

—¡Fiu! —silbó Wyndham, alzando sus cejas conasombro indisimulado—. ¿Cuarenta nudos? Si puedenconstruir buques como ése, todos los utópicos podrían sermillonarios. Vaya, no hay ni un solo gobierno europeo queno estuviera bien dispuesto a pagarles medio millón porcabeza por cada uno de ellos que produjeran.

»Nuestro propio Almirantazgo es quizás la institu-ción más obtusa de su clase bajo el sol; pero creo queincluso ellos accederían a un buen trato por el secretode un barco como ése, si me dejaran llevármelo a casaconmigo.

En vez de responder directamente, Markham miróa sir Harry, que al instante se dio por aludido y dijo, agi-tando la cabeza.

—No, Wyndham, me temo ni eso ni nada parecidocuenta con la menor posibilidad. De hecho —dijo—, podríadecirte, y también a ustedes, caballeros —continuó, conuna mirada en dirección al piloto y su contramaestre— que

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he aceptado la invitación a entrar en Utopía con la solacondición con que se me ha ofrecido, y he comprometidomi palabra de honor, por mí mismo y por todos a bordo delyate, de que no habrá ningún intento por aprender nadaque no nos sea revelado libremente, y que incluso si apren-diéramos algo por accidente, nos conduciremos tanto aquícomo en casa como si nunca lo hubiéramos conocido.

»Ya veis, no tenemos el menor derecho a husmearen los secretos o descubrimientos de nuestros anfitriones,y estoy seguro de que convendrán conmigo en que al acep-tar este compromiso no estaba haciendo sino lo mínimoque pudiera esperarse por retribuir la amabilidad y laayuda que estoy seguro recibiremos en tierra firme.

—¡Oh, claro que sí, claro que sí! —dijo el teniente—.Sólo estaba bromeando, por supuesto. Un hombre queactuara con tamaña desconsideración merecería que ledispararan. Sin embargo, tan sólo un apunte. Comosaben, un navío de cuarenta nudos bien armado seríasimplemente inapreciable, no sólo para una nación enparticular como la nuestra, sino para el mundo civilizadoen su conjunto. Ya saben a lo que me refiero.

—¡Ah, sí! —replicó sir Harry, componiendo en uninstante un rostro serio—. Te refieres a dar caza a esabestia de la bandera roja y perseguirla hasta su guarida,doquiera que se encuentre. Sí, un barco que pudiera lo-grar eso sería barato por un par de millones, y creo queEuropa reuniría el dinero para adquirirlo en una semana,incluso si los gobiernos no pudieran encontrarlo. Yomismo aportaría con gusto diez mil.

—Discúlpeme —dijo Markham, girando el cuerpodesde la barandilla donde había estado en pie, señalandolos distintos rasgos característicos de la isla a Violet mien-tras sir Harry hablaba—, pero eso suena casi como unareedición moderna de una de las viejas historias de piratas.Seguro que no pretende insinuar que hay piratas hoy endía, ya sea con banderas negras o rojas.

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—Lamento decir que hay al menos uno —dijo sirHarry—, y puede hacer más daño en un mes del quetodos los antiguos piratas hubieran podido lograr juntosen un año.

—¡Que desvergüenza más ruin! —dijo Markham,pareciendo por un instante más solemne y severo de loque hubieran creído posible—. He ahí noticias para quie-nes están en tierra, si no le importa relatarles la historia.De hecho, me temo que ejerceremos una considerablepresión sobre su generosidad en ese sentido, dado que endoce meses bien cumplidos no hemos tenido noticias delmundo exterior.

»Pero ya tenemos aquí la entrada a la laguna. ¿Quéles parece? ¿No piensan acaso que nuestra Utopía es unlugar adorable?

—Adorable en verdad —dijo Violet, quien durantela conversación no había dejado de mirar alrededor contoda su atención, como si nunca pudiera obtener sufi-ciente belleza del panorama—. Había escuchado y leídotodo tipo de historias sobre las islas del Pacífico, pero nohubiera podido creer que nada terrenal pudiera ser tanbello como esto.

Y ciertamente, el panorama que era visible desde elpuente del Calipso sobre el que se encontraban era acree-dor del entusiasmo de sus palabras. Todos los colores quela naturaleza emplea para pintar sus paisajes incompara-bles estaban allí, ya fuera fusionados o contrastados paraproducir los efectos más exquisitos.

En tierra se entremezclaban un centenar de tonosde verde y oro, desde los matices sombríos de las hojasde higuera hasta las espigas doradas de las plantacionesde maíz que maduraban en las laderas de la colinas su-periores; árboles y arbustos de toda forma y altura se su-cedían, desde los bananos rastreros hasta las altísimaspalmeras y los espléndidos pinos que coronaban lascumbres más altas de las formaciones montañosas; y,

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elevado sobre todas las cosas, el cono gris azulado delvolcán se alzaba para coronar una estampa que no haypalabras para describir con propiedad.

Pero cuando a la mezcla de colina y valle, rocamontañosa y barranco, presentada por la propia isla, sele añadía la nívea blancura de las olas rompiendo en elarrecife —que, salvo por una estrecha apertura, se ex-tendía de punta a punta de la bahía—, el verde esme-ralda de la laguna en su interior y, fuera, el azul intensodel océano abierto reflejando el zafiro del cielo sin nubes,la estampa se volvía casi sobrenatural en su extraño yvariado encanto.

El rugido de las olas volteando sobre el arrecifesonó más y más fuerte en los oídos de los ocupantes delCalipso a medida que la Sirena y su carga se precipitabanhacía la apertura.

—Creo que lo mejor sería que tomara su timónahora —dijo Markham a sir Harry cuando se encontrabana unas quinientas yardas del arrecife—. Es una maniobrabastante peliaguda para cualquiera que no conozca lascorrientes.

—Eso creo, sí —dijo Wyndham, mirando al frente,mientras Markham tomaba el timón de manos del mari-nero que estaba dirigiendo el barco—. Yo no me molestaríaen traer aquí un torpedero en la oscuridad. Vaya, no parecehaber mucho más de sesenta pies de aguas libres paracruzar. Si este lugar fuera defendido adecuadamente, po-dría resistir frente a todas las armadas de Europa por tantotiempo como decidieran quedarse aquí.

—Sí —rio sir Harry—, en especial con uno o doscruceros de cuarenta nudos deambulando por ahí fueray distribuyendo juiciosamente sus torpedos. ¿Qué opina,Topline?

—Opino, sir Harry —gruñó el viejo lobo de mar—,que creeré en cruceros de cuarenta nudos cuando los vea.Si tal velocidad es posible, ¿por qué no pueden todos los

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gobiernos de Europa, con todo su dinero, construir uncrucero para capturar a ese artilugio, lo que quiera quesea, que ha estado personificando al Viejo Scratch entrelos cruceros de línea del Atlántico, a decir de las noticiasque obtuvimos en Sidney?

—Porque no saben cómo —dijo Markham sin vol-ver la cabeza—, y porque hay secretos que el dinero nopuede comprar.

Mientras hablaba, imprimió un giro al timón y viróel barco unos cuatro grados en dirección al puerto, a ima-gen de una maniobra similar de la Sirena, que al pareceravanzaba sin motor hacia el arrecife. A cincuenta yardasdel agua blanca, la Sirena salió disparada hacia la láminade espuma, giró abruptamente y corrió hacia estribor enángulo recto con el yate. Esto provocó que la guindalezase tensara, y mientras salía goteando del agua y se esti-raba, Wyndham no pudo contener una exclamación desorpresa:

—Qué remolque más extraño; ¿para qué diablos loestá haciendo?

—Lo verá en un momento —dijo Markham, vol-teando el timón y haciendo virar en redondo al yate si-guiendo a la lancha. A juzgar por la tirantez de la cuerda,era evidente que la Sirena estaba tirando con muchafuerza de ella. El Calipso giró, y entonces su popa viró conun chapoteo hacia las arremolinadas aguas blancas quebullían en torno a la estrecha entrada.

Entonces, mientras el grupo sobre el puente mi-raban con apenas disimulada ansiedad los rompientesque a cada instante se encontraban más cerca, hastaque estuvieron rugiendo a apenas un tiro de piedra, lalínea se aflojó ligeramente, y justo cuando el piloto, in-capaz de contenerse por más tiempo, gritó: «¡Estarásobre el arrecife en un minuto! ¡Dile a la lancha que re-molque más fuerte, hombre; ¿no puedes ver que se nosva?», la masa espumosa y oscilante de los rompientes de

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repente pareció deslizarse fuera del camino, y un minutodespués el Calipso había derivado a través de la aper-tura con la popa por delante y flotaba inmóvil sobre lastranquilas y brillantes aguas de la laguna, con la Sirenareposando unas pocas yardas más allá.

—Hay una corriente de doce nudos al girar el ex-tremo del arrecife —dijo Markham, abandonando eltimón y volviéndose hacia el piloto—. Sería tan factibleremolcar un barco inutilizado a través del hueco comosobre el propio arrecife. La única forma de conseguir queel yate entrara era dejar que pasara a la deriva; con unasupervisión adecuada, por supuesto.

—Ruego que me perdone, joven caballero —dijoTopline, pareciendo un tanto alicaído—. Estaba equivo-cado y usted tenía razón. Conoce el lugar y yo no; y que mecuelguen si hubiera podido lograrlo yo mismo.

La Sirena reemprendió ahora al camino, y empezó aremolcar al Calipso a través de la laguna hacia los altosacantilados del brazo sur de la bahía. El agua tranquila ybrillante de la bahía ya se encontraba salpicada de docenasde canoas con batanga primorosamente construidas, al-gunos catamaranes de doble casco, con esas grandes velasblancas que los impulsan a la velocidad por la que son fa-mosos, otras canoas, del tipo que se ve en los lagos y ríoscanadiense, y aun otras, construidas justo como las quepueden verse cualquier día de verano en el Támesis, entrePutney y Richmond, grandes y espaciosos botes de remo,con balancines finos y amplios y llanos cascos centrales,con sus lonas níveas extendidas a todo lo largo.

Todos se acercaban a la carrera, impulsados por labrisa terrestre que provenía del fondo de la bahía, dondemedia docena de malecones se adentraban en el agua ydonde, tras la nívea playa coralina, las verdes laderas seencontraban salpicadas de casitas blancas, que asomabanentre bosquecillos sombreados de tilos, naranjos y grandeshelechos arborescentes, sobre los cuales las majestuosas

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palmeras elevaban sus copas que se agitaban suavementea un centenar de pies en el aire.

El Calipso se encontró pronto rodeado por las em-barcaciones de poco calado, y sus tripulantes, vestidoscon ropajes coloridos, dedicaron multitud de saludos debienvenida a los recién llegados, y así escoltado, el yatefue remolcado hacia los acantilados. Parecía como si laSirena fuera a darse de bruces contra la ceñuda pared deroca que se elevaba cientos de pies sobre ella, pero a unpar de cientos de yardas de su base, Markham tomó denuevo al timón.

La lancha giró bruscamente hacia puerto, y al man-dar al Calipso tras ella, los que se encontraba en el puentevieron cómo la pared de roca se abría en un arco vasto, elápice del cual se encontraba a más de doscientos piessobre el nivel del agua. Se deslizaron a su través duranteunas cincuenta yardas, y entonces la media luz del túneldio paso de nuevo al la brillante luz del sol y se encontraronflotando en una cuenca oval perfectamente cerrada, de unamilla de longitud y sobre tres cuartos de milla de anchura,rodeada por todos lados por acantilados que se alzabanperpendiculares sobre el agua hasta alturas que variabanentre los ochenta y los ciento cinco pies.

—¡Por fin hemos llegado! —dijo Markham—. Éstosson los astilleros de Utopía, y en un par de horas su yatese encontrará en dique seco. Mientras tanto, si vienen abordo de la Sirena conmigo, iremos a tierra firme.

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