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GARCILASO DE LA VEGA, INCA

El Inca Garcilaso de la Vega es el primer gran escritor hispanoamericano. Hijo natural de la prince-

sa incaica Chimpu Ocllo y del capitán extremeño Sebastián Garcilaso de la Vega Vargas, nació en el

Cuzco, el 12 de abril de 1539, y murió en Córdoba el 23 de abril (según el inventario de sus bienes)

de 1616. Fue bautizado con el nombre de Gómez Suárez de Figueroa, ligado a distinguidos

antecesores españoles. Vale notar que, por la rama materna, estaba emparentado con los soberanos

del Incario. Su madre era hija de Huallpa Tupac y de la princesa Cusi Chimpu, nieta del emperador

Tupac Inca Yupanqui, sobrina de Huayna Capac y prima de Huascar y Atahualpa, contendientes al

trono del Tahuantinsuyu. Por parte de la familia paterna contaba con notables ascendientes entre los

cuales sobresalen el poeta y humanista Iñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, y su

homónimo, Garcilaso de la Vega, introductor en España de los metros italianos.

Gómez Suárez de Figueroa pasó la infancia y juventud en el Cuzco, la antigua capital del

Tahuantinsuyu convertida para entonces en un importante centro colonial. Esta etapa de su vida

estuvo especialmente marcada por los vínculos con sus parientes de la nobleza incaica, las guerras

civiles (1541-1554) entre conquistadores y contra la corona, y por el matrimonio de su padre (1549)

con una joven española.

El primer idioma que habló el niño mestizo fue el quechua, lengua que, según él mismo explica,

«mamó» en la leche. De los parientes maternos que lo visitaban con frecuencia, aprendió a descifrar

los «quipus» o nudos donde se llevaban las cuentas del Incario; con sus tíos conoció la historia

imperial que guardó en el corazón y la memoria para recrearla después. Pero en este diálogo el hijo

de la princesa incaica y del capitán español no sólo aprendió los nombres y hechos de los reyes, las

leyes y los cantos que regulaban el presente y el pasado del imperio: estas pláticas familiares y las

antiguas ceremonias que presenció en el Cuzco, le enseñaron a amar y respetar la cultura materna, a

admirar esa civilización de la cual él tenía prendas. Como sus deudos, añoró las grandezas

imperiales, lamentó la derrota del Tahuantinsuyu y sufrió las consecuencias del descalabro,

paradójicamente causado por los compañeros de armas de su padre.

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La violencia de la conquista se acrecentó durante el período de guerras civiles iniciado con la

decapitación de Diego de Almagro (1538), la rebelión de su hijo, Almagro el Mozo, y el asesinato

de Francisco Pizarro (1541). Después Carlos V, a través del primer virrey del Perú, Blasco Núñez

Vela, intentó imponer las Nuevas Leyes (1542) que limitaban las encomiendas y regulaban el

servicio y tributo indígenas. Apoyado por un grupo de conquistadores y auxiliares indígenas y por

Francisco de Carvajal, el temido «demonio de los Andes», Gonzalo Pizarro se rebeló contra estas

ordenanzas, y en la batalla de Añaquito (1546) derrotó y decapitó a Núñez Vela. Según la versión de

su hijo, el capitán Garcilaso de la Vega se vio forzado a unirse a los pizarristas y presentarse en el

campo rebelde durante la decisiva batalla de Guarina (1547). Más tarde, con la anuencia de la

corona, Pedro de la Gasca, presidente de la Audiencia de Lima conocido después como el

«pacificador», ofreció el perdón a quienes pasaran a su bando y así logró diezmar las filas rebeldes

hasta que Pizarro fue derrotado en Jaquijahuana y degollado en el Cuzco (1548). Las guerras civiles,

sin embargo, continuaron hasta 1554, cuando las fuerzas realistas vencieron a Francisco Hernández

Girón en Pucará. El joven Gómez Suárez fue testigo de varios episodios relacionados con estos

conflictos armados --su propia casa fue cañoneada por un rebelde-- y conoció o vio en el Cuzco a

dirigentes de ambos bandos --Gonzalo Pizarro, Francisco de Carvajal, Pedro de La Gasca-- a los

cuales describe en la segunda parte de Comentarios Reales (V.). Sobre este cruento período de la

historia virreinal el autor observó después en su obra maestra: «porque la calamidades que la guerra

en ambos sexos y en todas edades, en setecientas leguas de tierra, causó, no es posible que se

escriban por entero» (CR, 2ª parte, III, xxii).

La corona quería contener de cualquier modo las ambiciones de los conquistadores influyentes

cuyas alianzas con mujeres indígenas de sangre real eran vistas con desagrado y juzgadas como

peligrosas, ya que los hijos mestizos de tales enlaces podrían reclamar su derecho a gobernar el Perú

basándose en una doble ascendencia, la noble incaica y la conquistadora española. Además de la

conveniencia personal de la dote y el parentesco con una familia distinguida, el matrimonio del

capitán Garcilaso de la Vega con la dama Luisa Martel de los Ríos seguramente fue impuesto por

las presiones reales que en diversas cédulas urgían a los conquistadores a casarse con mujeres

españolas. Poco después, la princesa Isabel Suárez Chimpu Ocllo, ya bautizada, contrajo

matrimonio con Juan del Pedroche, un oscuro comerciante español.

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El joven Gómez Suárez continuó viviendo en la casa paterna y familiarizándose con las costumbres

españolas. Como otros mestizos hijos de conquistadores pudientes, aprendió a jinetear, a cazar, a

jugar cañas, a leer y escribir, y rudimentos de latín «entre armas y caballos, entre sangre y fuego de

las guerras» civiles (CR, II, xxviii). El talento de estos alumnos mestizos e indios fue alabado por

uno de sus maestros, el canónigo Juan de Cuéllar, quien les decía «¡Oh hijos, qué lástima tengo no

ver una docena de vosotros en aquella universidad de Salamanca!» (CR, II, xxviii). El aprovechado

Gómez Suárez le sirvió de escribiente a su padre cuando éste ejerció el cargo de corregidor del

Cuzco (1554-1556).

El capitán Garcilaso de la Vega murió en 1559. En su testamento declaró el amor que le tenía a su

hijo natural, a quien le dejó cuatro mil pesos de oro y plata ensayada para que viajara y estudiara en

España. El 20 de enero de 1560 Gómez Suárez de Figueroa comenzó la jornada que lo llevaría a la

tierra de sus ascendientes por la rama paterna. Pero antes de partir, en la casa del licenciado Polo de

Ondegardo en el Cuzco, vio las momias de sus antepasados maternos, los soberanos del Incario. Im-

presionado por la majestad de las figuras regias, tocó un dedo de la mano de Huaina Capac (CR, V,

xxix). Así, entre armas y caballos, entre el pasado incaico y el presente colonial, transcurren la in-

fancia y la adolescencia del futuro escritor.

Por documentos conservados en el Archivo del Cuzco, se sabe que Gómez Suárez de Figueroa tenía

por destino Badajoz, pueblo extremeño donde vivían algunos parientes suyos. Después de un

accidentado periplo, arribó a Lisboa de donde pasó a Sevilla y probablemente a Badajoz para

establecerse finalmente en Montilla (1561), villa cercana a Córdoba donde vivía su tío, el capitán

Alonso de Vargas, y donde el joven cuzqueño residiría por treinta años. Dentro de esta primera eta-

pa española, es imprescindible destacar su estancia en Madrid (1562-1563), a donde se desplaza en

busca de mercedes reclamadas en calidad de ser hijo de conquistador y descendiente de la familia

imperial incaica. Mas, las gestiones no tuvieron éxito porque al capitán Garcilaso de la Vega se le

acusaba de haber apoyado y salvado al rebelde Gonzalo Pizarro en la batalla de Guarina. Aunque

estas diligencias fracasaron, esos días de pobre pretendiente fueron cruciales para el posterior

quehacer histórico y literario del joven. En efecto, allí se reencontró y estrechó lazos de amistad con

Gonzalo Silvestre, el soldado amigo de su padre que había participado en la fallida expedición de

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Hernando de Soto a la Florida antes de trasladarse al Perú.

Desesperanzado ante el fracaso de sus pretensiones, Gómez Suárez de Figueroa pide y se le concede

licencia en 1563 para volver al Perú. Por razones hasta hoy ignoradas, nunca retornó a su patria y

pasó a establecerse en Montilla donde, amparado por Alonso de Vargas, se dedicó a leer y a

estudiar. Aunque no se sabe qué lecturas llevó a cabo en esa temprana época, el inventario de su

biblioteca hecho a raíz de la muerte del autor en 1616 ofrece una idea de sus preferencias. Allí se

encuentran obras religiosas como biblias y hagiografías; libros de autores griegos y romanos

traducidos al castellano y al latín, como los Comentarios de Julio César, la Eneida de Virgilio, las

Tragedias de Séneca; una buena selección de autores italianos donde figuran, entre otros, Dante,

Petrarca, Bocaccio, Ariosto, Castiglione, Marsilio Ficino y Francesco Guicciardini; y obras de

autores españoles como San Isidoro de Sevilla, fray Luis de Granada, Luis Vives, Fernando de

Rojas, Juan de Mena y Mateo Alemán. Entre los cronistas de Indias, aparecen en la colección,

Cristóbal Colón, Gonzalo Fernández de Oviedo, Pedro de Cieza de León, Francisco López de

Gómara, el Palentino y José de Acosta. El inventario permite precisar los amplios intereses del autor

y su predilección por la historiografía.

Los cambios en el nombre del joven, quizá accidentales al principio y después intencionales,

reflejan su deseo de identificarse tanto con el Incario como con España, con su herencia indígena y

linaje paterno. En 1563 aparece como Gómez Suárez de la Vega en una partida de bautismo; días

después figura en otro documento con los apellidos del padre, Garcilaso de la Vega. Ya afincado en

Montilla, participó y ganó el grado de capitán en la campaña de las Alpujarras contra los moriscos

rebeldes. El año de 1570 es decisivo en la biografía del autor: muere su deudo y protector Alonso de

Vargas, cuya herencia compartiría con una tía después del fallecimiento de la viuda, Luisa Ponce de

León. Esta nueva situación económica y social le da tiempo para criar caballos y continuar leyendo

más reposadamente. Sin embargo, tristes noticias del Perú ensombrecerían esa época de relativo

sosiego. En 1571 murió en el Cuzco la princesa Isabel Suárez Chimpu Ocllo; en 1572 el virrey

Toledo mandó degollar en la plaza de esa ciudad a Tupac Amaru I, el último Inca refugiado en las

montañas de Vilcabamba, y ordenó la persecución y el destierro de los descendientes indios y

mestizos del linaje real incaico. Las medidas implantadas por Toledo, especialmente sus disposi-

ciones sobre la mita y otras formas de trabajo forzado indígena, establecieron el coloniaje en el

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virreinato del Perú. Bajo su gobierno, historiadores serviles trocaron las glorias del Incario en

tiranías; y los osados conquistadores pasaron a ser súbditos sospechosos. Si bien el mundo conocido

por Garcilaso desapareció ante las nuevas presiones económicas y políticas, él lo guardó en la

memoria y en el corazón para después recrearlo en Comentarios Reales.

El joven Garcilaso continuó adelantando en su preparación y se aficionó entonces a la lectura de

Diálogos de amor (1535), obra representativa de la filosofía neoplatónica escrita en toscano por el

judío español León Hebreo (Judas Abarbanel, 1460?-1521?). No se sabe cómo ni en que fecha

aprendió el italiano, pero su cuidadosa traducción al castellano de esta importante muestra de la

escuela neoplatónica florentina ha sido elogiada por los críticos más severos. Con esta primicia

cultural dedicada a Felipe II para conseguir mercedes que le permitieran vivir más holgadamente,

Garcilaso se inicia como hombre de letras.

Al comentar su traducción de los Dialoghi, conviene recordar que en la primera (1586) de varias

dedicatorias, Garcilaso figura con el nombre de Inca; más tarde, cuando el libro se imprimió en Ma-

drid en 1590, apareció con el siguiente título: La traducción del Indio de los tres «Diálogos de

Amor» de León Hebreo. Urgido por un afán conciliatorio seguramente aprendido en la lectura de los

textos neoplatónicos, el escritor liga su traducción de ese libro ejemplar del Renacimiento, a la

otredad americana, a las grandezas del Tahuantinsuyu, al linaje materno, para mostrar que él y otros

mestizos e indios, pueden y deben acceder a las más complejas muestras de la cultura letrada euro-

pea. Tal reafirmación de su doble identidad cultural va más allá del reto lingüístico y convierte el

ejercicio de traducción en un desafío al Viejo Mundo donde éste, en virtud precisamente de su

saber, debe reconocer e incorporar los aportes del Nuevo.

Por esos años Garcilaso maduraba su proyecto de escribir una historia del Perú y visitaba con

frecuencia al enfermo soldado Gonzalo Silvestre en la villa cordobesa de Las Posadas, donde ambos

trabajaban en la redacción de la historia de la expedición de Hernando de Soto. Esta primera versión

de La Florida (V.) seguramente se concluyó para 1589, tres años antes de que falleciera Silvestre.

Además de la esencial colaboración del hazañoso soldado, Garcilaso aprovechó sendas narraciones

de dos participantes en la fallida expedición: las Peregrinaciones de Alonso de Carmona y la

Relación de Juan de Coles, hallada esta última en Córdoba, muy comida de polillas y ratones. Cita

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también los Naufragios (V.), donde Alvar Núñez Cabeza de Vaca da cuenta del fracasado periplo de

Pánfilo de Narváez a tierras floridianas. Como pensaba dedicarle la obra a un ilustre pariente, in-

corporó a ésta la Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas, posteriormente separada

del relato floridiano.

Dedicada a Teodosio de Portugal, Duque de Braganza y Barcelos, y publicada en 1605 en Lisboa,

La Florida del Inca tiene como propósito llamar la atención a la España católica sobre la importan-

cia de este inexplorado territorio ambicionado por Francia y los hugonotes. Desfilan en el relato

valientes caballeros españoles y portugueses que llevan el pendón imperial por bosques y pantanos,

e intrépidos indígenas que defienden su territorio contra los invasores. Si sus extrañas aventuras

recuerdan las pérdidas, naufragios y reencuentros aprovechados en la novela bizantina para

mantener el interés del lector, el arrestado comportamiento de ambos bandos remite a las novelas de

caballería y al concepto clásico del carácter ejemplar de la historia, tan caro al Inca Garcilaso.

Las hazañas europeas son comparables a la heroicidad de los caciques a quienes el autor llama

caballeros «porque en España se entiende por los nobles, y [como] entre indios los hubo nobilísimos

se podrá también decir por ellos» (Florida, II, 1ª parte, i). De esto modo el Inca Garcilaso no sólo

subraya la hidalguía de los antiguos americanos, sino también una concepción moderna del honor

fundamentada en las acciones de cada persona y no en las riquezas ni el linaje. Por su propia

experiencia y conocimiento de la filosofía neoplatónica, Garcilaso pudo notar y describir como

ninguno las afinidades entre gentes y culturas diversas. Sin duda escribe consciente de que al igualar

y alabar las acciones de europeos y amerindios en territorio floridiano, se prestigia a sí mismo y a su

estirpe incaica destacando a la vez las bondades del común patrimonio cultural indígena con el cual

se identifica en el título del libro, La Florida del Inca.

Dedicado por entero a las letras, la situación económica del Inca Garcilaso mejora notablemente

cuando, al fallecer la viuda del capitán Alonso de Vargas, entra en posesión de su herencia. En

1591, fecha en la que se cree que nació su hijo natural, Diego de Vargas, el Inca vende su casa de

Montilla y se muda definitivamente a Córdoba, ciudad donde podría alternar con un respetado

círculo de humanistas. Sobresalen entre ellos el exigente historiador Ambrosio de Morales

(1513-1591), quien había leído y divulgado entre sus eruditos amigos los trabajos del autor de La

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Florida, y Bernardo José de Alderete o Aldrete (1565-c.1641), que en su famoso libro Del origen y

principio de la lengua castellana o romance que hoy se usa en España (Roma, 1606) cita al Inca

como autoridad. Fuentes documentales indican que el escritor peruano fue clérigo menor. En 1605

se le nombró mayordomo del Hospital de la Limpia Concepción donde vivió hasta su muerte en

1616.

En su nuevo hogar cordobés el Inca Garcilaso continuó la redacción de Comentarios Reales. Para

componerlos compulsó y confrontó una variedad de fuentes: sus propios recuerdos como testigo

presencial de muchos de los hechos que cuenta; informes orales de españolas e indígenas; las

crónicas de Indias disponibles; información solicitada de otros por él mismo, especialmente de sus

condiscípulos del Cuzco; y relatos inéditos. De las fuentes manuscritas es imprescindible recordar

Historia de los Incas, crónica en latín del jesuita mestizo Blas Valera (1545-1598), dañada durante

el saqueo de Cádiz por los ingleses (1596) y hoy perdida.

Terminada para 1603 y retocada en 1604, la primera parte de Comentarios Reales, apareció en

Lisboa (1609) dedicada a Catalina de Portugal, duquesa de Braganza. Concluyó la Segunda parte de

los Comentarios Reales, también conocida como Historia general del Perú, para 1612, pero se

publicó póstumamente en 1617. Cansado de buscar mecenas terrenales, el autor se la dedicó a la

Virgen María y la acompañó de un conmovedor prólogo dirigido a los «indios, mestizos y criollos»

del Perú» juzgado por la crítica como su testamento espiritual. Mientras Comentarios Reales ofrece

un extenso panorama de los orígenes y el desarrollo de la civilización incaica hasta la llegada de los

españoles, la Historia general del Perú se ocupa de la conquista y las guerras civiles. Prontamente

traducida al inglés (1625) y al francés (1633), la primera parte de la obra se difundió y ganó fama

por ser la única historia completa de la civilización incaica escrita por un americano. En efecto,

cuando el autor resalta su ascendencia indígena, conocimiento del quechua o lengua general del

Tahuantinsuyu, y el hecho de haber sido testigo presencial de muchos de los sucesos narrados, se

reviste de autoridad para corregir los errores y malas interpretaciones de los cronistas europeos. Por

todo ello promete un relato puntual a través del cual el público conocerá y comprenderá las

grandezas del Incario.

Apreciada tanto por su valor histórico como por su calidad literaria, Comentarios Reales fue

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considerada por mucho tiempo el documento más importante para el estudio de la civilización

incaica y las primeras décadas de la colonización en el virreinato del Perú. Con todo, investiga-

ciones más recientes basadas en diversos materiales y en antiguos manuscritos publicados

modernamente, cuestionan la versión garcilasiana del pasado. Ello no desmerece el valor de

Comentarios Reales, obra imprescindible de justipreciar dentro del contexto cultural en que fue

concebida y teniendo muy en cuenta las concepciones historiográficas prevalentes en el

Renacimiento, así como el propósito del autor y su cercanía a la nobleza cuzqueña que respaldó a

Huascar en la contienda por la borla imperial.

Cuando escribió este complejo relato, Garcilaso siguió el modelo clásico de la concepción ejemplar

de la historia ya ensayado en La Florida. De ahí que les confiera carácter heroico tanto a los sobera-

nos incas como a los conquistadores europeos. Siguiendo la filosofía neoplatónica, intenta

armonizar en su discurso dos mundos antagónicos. Sin embargo, la cruel realidad de la conquista y

colonización muchas veces subvierte el plan de concierto ideado por el Inca. Con los historiadores

modernos, el autor reconoce el valor de la anécdota, del mito, de las fábulas y de las fuentes orales.

Esta particularidad, y el afán de perfección evidente en textos pulidos donde el equilibrio de la

forma y la insistencia en el vocablo exacto producen un discurso evocador, acercan Comentarios

Reales a las obras de creación.

Siempre consciente de su doble herencia, Garcilaso equipara la contribución de los reyes incas y de

los conquistadores europeos valiéndose de un esquema providencialista. En ese plan, la labor

civilizadora de los primeros prepararía el camino para la introducción del cristianismo por los

segundos. Pero es más importante precisar que esta apología de los incas le sirve para contradecir

ideas muy divulgadas acerca de su supuesta tiranía y barbarie. Vistos de este modo, los Comentarios

Reales se ofrecen como una crítica al colonialismo español cuyas bondades proclamaban los

cronistas oficiales.

El Inca Garcilaso de la Vega llevó a España una admiración profunda por el imperio incaico y las

hazañas de los conquistadores a la vez que un cariño entrañable por su patria americana y las

diversas gentes que la habitaban --los indios, mestizos y criollos--. En Montilla y en Córdoba leyó,

se preparó e hizo suyas avanzadas concepciones lingüísticas, filosóficas e historiográficas del saber

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renacentista. Su asimilación de esta cultura humanística fundamentó una atrevida reinterpretación de

la historia donde era lícito parangonar al Incario con los grandes imperios de la antigüedad para así

tender un puente entre el Viejo y el Nuevo Mundos. A través de las letras el Inca ganó en su época

la fama que anhelaba, y obtuvo para la posteridad un sitio imperecedero dentro de la cultura

hispánica, entendida ésta en la rica pluralidad de sus componentes. La obra del primer gran escritor

americano enaltece a sus dos estirpes, honra al capitán Garcilaso de la Vega y a la princesa Chimpu

Ocllo, a España y a América. Gracias al esfuerzo del Inca Garcilaso para armonizar en sus escritos

mundos en pugna, perseverar en su empresa literaria en circunstancias adversas, y aprovechar

disímiles recursos para dar a entender la historia, es posible calar en el pasado americano,

comprender mejor el presente, y avizorar el futuro con esperanza.

[Raquel Chang-Rodríguez]

BIBLIOGRAFIA SELECTA

A)

a)

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[R. Ch-R.]

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