garcía márquez, gabriel del amor y otros demonios

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DEL AMOR Y OTROS DEMONIOS

Gabriel Garca Mrquez

DEL AMOR Y OTROS DEMONIOS

EDITORIAL SUDAMERICANABUENOS AIRES

PRIMERA EDICIONMayo de 1994

OCTAVA EDICIONFebrero de 1995

IMPRESO EN CHILEQueda hecho el depsitoque previene la ley 11.723.1994, Editorial Sudamericana S.A.,Humberto 1531, Buenos Aires

ISBN: 950-07-0928-7

1994, Gabriel Garca Mrquez

Derechos exclusivos para ARGENTINA, CHILE,URUGUAY y PARAGUAY: EDITORIAL SUDAMERICANA S.A.,Humberto 1531, Buenos Aires, Argentina.Prohibida su venta en los dems pases del rea idiomticade la lengua castellana.

Para Carmen Balcellsbaada en lgrimas

Parece que los cabellos han de resucitarmucho menos que las otras partes del cuerpoTOMS DE AQUINO

De la integridad de los cuerpos resucitados,(cuestin 80, cap. 5)

El 26 de octubre de 1949 no fue un da de grandes noticias. El maestro Clemente Manuel Zabala, jefe de redaccin del diario donde haca mis primeras letras de reportero, termin la reunin de la maana con dos o tres sugerencias de rutina. No encomend una tarea concreta a ningn redactor. minutos despus se enter, por telfono de .que estaban vaciando las criptas funerarias del antiguo convento de Santa Clara, y me orden sin ilusiones:Date una vuelta por all a ver qu se te ocurre.(El histrico convento de las clarisas, convertido en hospital desde haca un siglo, iba a ser vendido para construir en su lugar un hotel de cinco estrellas. Su preciosa capilla estaba casi a la intemperie por el derrumbe paulatino del tejado, pero en sus criptas permanecan enterradas tres generaciones de obispos y abadesas y otras gentes principales. El primer paso era desocuparlas, entregar los restos a quienes los reclamaran, y tirar el saldo en la fosa comn, Me sorprendi el primitivismo del mtodo. Los obreros destapaban las fosas a piocha y azadn, sacaban los atades podridos que se desbarataban con slo moverlos, y separaban los huesos del mazacote de polvo con jirones de ropa y cabellos marchitos. Cuanto ms ilustre era el muerto ms arduo era el trabajo, porque haba que escarbar en los escombros de los cuerpos y cerner muy fino sus residuos para rescatar las piedras preciosas y las prendas de orfebrera.El maestro de obra copiaba los datos de la lpida en un cuaderno de escolar, ordenaba los huesos en montones separados, y pona la hoja con el nombre encima de cada uno para que no se confundieran. As que mi primera visin al entrar en el templo fue una larga fila de montculos de huesos, recalentados por el brbaro sol de octubre que se meta a chorros por los portillos del techo, y sin ms identidad que el nombre escrito a lpiz en un pedazo de papel. Casi medio siglo despus siento todava el estupor que me caus aquel testimonio terrible del paso arrasador de los aos. All estaban, entre muchos otros, un virrey del Per y su amante secreta; don Toribio de Cceres y Virtudes, obispo de esta dicesis; varias abadesas del convento, entre ellas la madre Josefa Miranda, y el bachiller en artes don Cristbal de Eraso, que haba consagrado media vida a fabricar los artesonados. Haba una cripta cerrada con la lpida del segundo marqus de Casalduero, don Ygnacio de Alfaro y Dueas, pero cuando la abrieron se vio que estaba vaca y sin usar. En cambio los restos de su marquesa, doa Olalla de Mendoza, estaban con su lpida propia en la cripta vecina. El maestro de obra no le dio importancia: era normal que un noble criollo hubiera aderezado su propia tumba y que lo hubieran sepultado en otra. En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio, all estaba la noticia. La lpida salt en pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre intenso se derram fuera de la cripta. El maestro de obra quiso sacarla completa con la ayuda de sus obreros, y cuanto ms tiraban de ella ms larga y abundante pareca, hasta que salieron las ltimas hebras todava prendidas a un crneo de nia. En la hornacina no qued nada ms que unos huesecillos menudos y dispersos, y en la lpida de cantera carcomida por el salitre slo era legible un nombre sin apellidos: Sierva Mara de Todos los ngeles. Extendida en el suelo, la cabellera esplndida meda veintids metros con once centmetros.El maestro de obra me explic sin asombro que el cabello humano creca un centmetro por mes hasta despus de la muerte, y veintids metros le parecieron un buen promedio para doscientos aos. A m, en cambio, no me pareci tan trivial, porque mi abuela me contaba de nio la leyenda de una marquesita de doce aos cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que haba muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel da, y el origen de este libro.Gabriel Garca MrquezCartagena de Indias, 1994

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Del amor y otros demonios

Gabriel Garca Mrquez85Del amor y otros demonios

UNO

Un perro cenizo con un lucero en la frente irrumpi en los vericuetos del mercado el primer domingo de diciembre, revolc mesas de fritangas, desbarat tenderetes de indios y toldos de lotera, y de paso mordi a cuatro personas que se le atravesaron en el camino. Tres eran esclavos negros. La otra fue Sierva Mara de Todos los ngeles, hija nica del marqus de Casalduero, que haba ido con una sirvienta mulata a comprar una ristra de cascabeles para la fiesta de sus doce aos.Tenan instrucciones de no pasar del Portal de los Mercaderes, pero la criada se aventur hasta el puente levadizo del arrabal de Getseman, atrada por la bulla del puerto negrero, donde estaban rematando un cargamento de esclavos de Guinea. El barco de la Compaa Gaditana de Negros era esperado con alarma desde haca una semana, por haber sufrido a bordo una mortandad inexplicable.Tratando de esconderla haban echado al agua los cadveres sin lastre. El mar de leva los sac a flote y amanecieron en la playa desfigurados por la hinchazn y con una rara coloracin solferina. La nave fue anclada en las afueras de la baha por el temor de que fuera un brote de alguna peste africana, hasta que comprobaron que haba sido un envenenamiento con fiambres manidos.A la hora en que el perro pas por el mercado ya haban rematado la carga sobreviviente, devaluada por su psimo estado de salud, y estaban tratando de compensar las prdidas con una sola pieza que vala por todas. Era una cautiva abisinia con siete cuartas de estatura, embadurnada de melaza de caa en vez del aceite comercial de rigor, y de una hermosura tan perturbadora que pareca mentira.Tena la nariz afilada, el crneo acalabazado, los ojos oblicuos, los dientes intactos y el porte equvoco de un gladiador romano. No la herraron en el corraln, ni cantaron su edad ni su estado de salud, sino que la pusieron en venta por su sola belleza. El precio que el gobernador pag por ella, sin regateos y de contado, fue el de su peso en oro. Era asunto de todos los das que los perros sin dueo mordieran a alguien mientras andaban correteando gatos o pelendose con los gallinazos por la mortecina de la calle, y ms en los tiempos de abundancias y muchedumbres en que la Flota de Galeones pasaba para la feria de Portobelo. Cuatro o cinco mordidos en un mismo da no le quitaban el sueo a nadie, y menos con una herida como la de Sierva Mara, que apenas si alcanzaba a notrsele en el tobillo izquierdo. As que la criada no se alarm. Ella misma le hizo a la nia una cura de limn y azufre y le lav la mancha de sangre de los pollerines, y nadie sigui pensando en nada ms que en el jolgorio de sus doce aos.Bernarda Cabrera, madre de la nia y esposa sin ttulos del marqus de asalduero, se haba tomado aquella madrugada una purga dramtica: siete granos de antimonio en un vaso de azcar rosada.Haba sido una mestiza brava de la llamada aristocracia de mostrador; seductora, rapaz, parrandera, y con una avidez de vientre para saciar un cuartel. Sin embargo, en pocos aos se haba borrado del mundo por el abuso de la miel fermentada y las tabletas de cacao. Los ojos gitanos se le apagaron, se le acab el ingenio, obraba sangre y arrojaba bilis, y el antiguo cuerpo de sirena se le volvi hinchado y cobrizo como el de un muerto de tres das, y despeda unas ventosidades explosivas y pestilentes que asustaban a los mastines. Apenas si sala de la alcoba, y aun entonces andaba a la cordobana, o con un balandrn de sarga sin nada debajo que la haca parecer ms desnuda que sin nada encima.Haba hecho siete cmaras mayores cuando regres la criada que acompa a Sierva Mara, y no le habl del mordisco del perro. En cambio, le coment el escndalo del puerto por el negocio de la esclava. Si es tan bella como dicen puede ser abisinia, dijo Bernarda. Pero aunque fuera la reina de Saba no le pareca posible que alguien la comprara por su peso en oro.Querrn decir en pesos oro, dijo.No, le aclararon, tanto oro cuanto pesa la negra.Una esclava de siete cuartas no pesa menos de ciento veinte libras, dijo Bernarda. y no hay mujer ni negra ni blanca que valga ciento veinte libras de oro, a no ser que cague diamantes.Nadie haba sido ms astuto que ella en el comercio de esclavos, y saba que si el gobernador haba comprado a la abisinia no deba de ser para algo tan sublime como servir en su cocina. En esas estaba cuando oy las primeras chirimas y los petardos de fiesta, y enseguida el alboroto de los mastines enjaulados. Sali al huerto de naranjos para ver qu pasaba.Don Ygnacio de Alfaro y Dueas, segundo marqus de Casalduero y seor del Darin, tambin haba odo la msica desde la hamaca de la siesta, que colgaba entre dos naranjos del huerto.Era un hombre fnebre, de la cscara amarga, y de una palidez de lirio por la sangra que le hacan los murcilagos durante el sueo. Usaba una chilaba de beduino para andar por casa y un bonete de Toledo que aumentaba su aire de desamparo. Al ver a la esposa como Dios la ech al mundo se anticip a preguntarle:Qu msicas son esas?No s, dijo ella. A cmo estamos?El marqus no lo saba. Debi de sentirse de veras muy inquieto para preguntrselo a su esposa, y ella deba de estar muy aliviada de su bilis para haberle contestado sin un sarcasmo. Se haba sentado en la hamaca, intrigado, cuando se repitieron los petardos.Santo Cielo, exclam. A cmo estamos!La casa colindaba con el manicomio de mujeres de la Divina Pastora. Alborotadas por la msica y los cohetes, las reclusas se haban asomado a la terraza que daba sobre el huerto de los naranjos, y celebraban cada explosin con ovaciones. El marqus les pregunt a gritos que dnde era la fiesta, y ellas lo sacaron de dudas. Era 7 de diciembre, da de San Ambrosio, Obispo, y la msica y la plvora tronaban en el patio de los esclavos en honor de Sierva Mara. El marqus se dio una palmada en la frente.Claro, dijo. Cuntos cumple?Doce, dijo Bernarda.Apenas doce?, dijo l, tendido otra vez en la hamaca. Qu vida tan lenta!La casa haba sido el orgullo de la ciudad hasta principios del siglo. Ahora estaba arruinada y lbrega, y pareca en estado de mudanza por los grandes espacios vacos y las muchas cosas fuera de lugar. En los salones se conservaban todava los pisos de mrmoles ajedrezados y algunas lmparas de lgrimas con colgajos de telaraa. Los aposentos que se mantenan vivos eran frescos en cualquier tiempo por el espesor de los muros de calicanto y los muchos aos de encierro, y ms aun por las brisas de diciembre que se filtraban silbando por las rendijas. Todo estaba saturado por el relente opresivo de la desidia y las tinieblas. Lo nico que quedaba de las nfulas seoriales del primer marqus eran los cinco mastines de presa que guardaban las noches.El fragoroso patio de los esclavos, donde se celebraban los cumpleaos de Sierva Mara, haba sido otra ciudad dentro de la ciudad en los tiempos del primer marqus. Sigui siendo as con el heredero mientras dur el trfico torcido de esclavos y de harina que Bernarda manejaba con la manoizquierda desde el trapiche de Mahates. Ahora todo esplendor perteneca al pasado. Bernarda estaba extinguida por su vicio insaciable, y el patio reducido a dos barracas de madera con techos de palma amarga, donde acabaron de consumirse los ltimos saldos de la grandeza.Dominga de Adviento, una negra de ley que gobern la casa con puo de fierro hasta la vspera de su muerte, era el enlace entre aquellos dos mundos. Alta y sea, de una inteligencia casi clarividente, era ella quien haba criado a Sierva Mara. Se haba hecho catlica sin renunciar a su fe yoruba, y practicaba ambas a la vez, sin orden ni concierto. Su alma estaba en sana paz, deca, porque lo que le faltaba en una lo encontraba en la otra. Era tambin el nico ser humano que tena autoridad para mediar entre el marqus y su esposa, y ambos la complacan. Slo ella sacaba a escobazos a los esclavos cuando los encontraba en descalabros de sodoma o fornicando con mujeres cambiadas en los aposentos vacos. Pero desde que ella muri se escapaban de las barracas huyendo de los calores del medioda, y andaban tirados por los suelos en cualquier rincn, raspando el cucayo de los calderos de arroz para comrselo, o jugando al macuco ya la tarabilla en la fresca de los corredores. En aquel mundo opresivo en el que nadie era libre, Sierva Mara lo era: slo ella y slo all. De modo que era all donde se celebraba la fiesta, en su verdadera casa y con su verdadera familia.No poda concebirse un bailongo ms taciturno en medio de tanta msica, con los esclavos propios y algunos de otras casas de distincin que aportaban lo que podan. La nia se mostraba como era.Bailaba con ms gracia y ms bro que los africanos de nacin, cantaba con voces distintas de la suya en las diversas lenguas de frica, o con voces de pjaros y animales, que los desconcertaban a ellos mismos. Por orden de Dominga de Adviento las esclavas ms jvenes le pintaban la cara con negro de humo, le colgaron collares de santera sobre el escapulario del bautismo y le cuidaban la cabellera que nunca le cortaron y que le habra estorbado para caminar de no ser por las trenzas de muchas vueltas que le hacan a diario.Empezaba a florecer en una encrucijada de fuerzas contrarias. Tena muy poco de la madre. Del padre, en cambio, tena el cuerpo esculido, la timidez irredimible, la piel lvida, los ojos de un azul taciturno, y el cobre puro de la cabellera radiante. Su modo de ser era tan sigiloso que pareca una criatura invisible. Asustada con tan extraa condicin, la madre le colgaba un cencerro en el puo para no perder su rumbo en la penumbra de la casa.Dos das despus de la fiesta, y casi por descuido, la criada le cont a Bernarda que a Sierva Mara la haba mordido un perro. Bernarda lo pens mientras tomaba antes de acostarse su sexto bao caliente con jabones fragantes, y cuando regres al dormitorio ya lo haba olvidado. No volvi a recordarlo hasta la noche siguiente porque los mastines estuvieron ladrando sin causa hasta el amanecer, y temi que estuvieran arrabiados.Entonces fue con la palmatoria a las barracas del patio, y encontr a Sierva Mara dormida en la hamaca de palmiche indio que hered de Dominga de Adviento. Como la criada no le haba dicho dnde fue el mordisco, le levant la sayuela y la examin palmo a palmo, siguiendo con la luz la trenza de penitencia que tena enroscada en el cuerpo como una cola de len. Al final encontr el mordisco: un desgarrn en el tobillo izquierdo, ya con su costra de sangre seca, y unas excoriaciones apenas visibles en el calcaal.No eran pocos ni triviales los casos de mal de rabia en la historia de la ciudad. El de ms estruendo fue el de un gorgotero que andaba por las veredas con un mico amaestrado cuyas maneras se distinguan poco de las humanas. El animal contrajo la rabia durante el sitio naval de los ingleses, mordi al amo en la cara y escap a los cerros vecinos. Al desdichado saltimbanco lo mataron a garrote limpio en medio de unas alucinaciones pavorosas que las madres seguan cantando muchos aos despus en coplas callejeras para asustar a los nios. Antes de dos semanas una horda de macacos luciferinos descendi de los montes a pleno da. Hicieron estragos en porquerizas y gallineros, e irrumpieron en la catedral aullando y ahogndose en espumarajos de sangre, mientras se celebraba el tedeum por la derrota de la escuadra inglesa. Sin embargo, los dramas, ms terribles no pasaban a la historia, pues ocurran entre la poblacin negra, donde escamoteaban a los mordidos para tratarlos con magias africanas en los palenques de cimarrones.A pesar de tantos escarmientos, ni blancos ni negros ni indios pensaban en la rabia, ni en ninguna de las enfermedades de incubacin lenta, mientras no se revelaban los primeros sntomas irreparables. Bernarda Cabrera procedi con el mismo criterio. Pensaba que las fabulaciones de los esclavos iban ms rpido y ms lejos que las de los cristianos, y que hasta un simple mordisco de perro poda causar un dao a la honra de la familia. Tan segura estaba de sus razones, que ni siquiera le mencion el asunto al marido, ni volvi a recordarlo hasta el domingo siguiente, cuando la criada fue sola al mercado y vio el cadver de un perro colgado de un almendro para que se supiera que haba muerto del mal de rabia.Le bast una mirada para reconocer el lucero en la frente y la pelambre cenicienta del que mordi a Sierva Mara. Sin embargo, Bernarda no se preocup cuando se lo contaron. No haba de qu: la herida estaba seca y no quedaba ni rastro de las escoriaciones.Diciembre haba empezado mal, pero pronto recuper sus tardes de amatista y sus noches de brisas locas. La Navidad fue ms alegre que en otros aos por las buenas noticias de Espaa. Pero la ciudad no era la de antes. El mercado principal de esclavos se haba trasladado a La Habana, y los mineros y hacendados de estos reinos de Tierra Firme preferan comprar su mano de obra de contrabando y a menor precio en las Antillas inglesas. De modo que haba dos ciudades: una alegre y multitudinaria durante los seis meses que permanecan los galeones, y otra soolienta en el resto del ao, a la espera de que regresaran.No volvi a saberse nada de los mordidos hasta principios de enero, cuando una india andariega conocida con el nombre de Sagunta toc a la puerta del marqus a la hora sagrada de la siesta. Era muy vieja, y andaba descalza a pleno sol con un bordn de carreto y envuelta de pies a cabeza en una sbana blanca. Tena la mala fama de ser remiendavirgos y abortera, aunque la compensaba con la buena de conocer secretos de indios para levantar desahuciados.El marqus la recibi de mala gana, de pie en el zagun y demor en entender lo que quera, pues era una mujer de gran parsimonia y circunloquios enrevesados. Dio tantas vueltas y revueltas para llegar al asunto, que el marqus perdi la paciencia.Sea lo que sea, dgamelo sin ms latines, le dijo.Estamos amenazados por una peste de mal de rabia, dijo Sagunta,y yo soy la nica que tengo las llaves de San Huberto, patrono de los cazadores y sanador de los arrabiados.No veo el porqu de una peste, dijo el marqus.No hay anuncios de cometas ni eclipses, que yo sepa, ni tenemos culpas tan grandes como para que Dios se ocupe de nosotros.Sagunta le inform que en marzo habra un eclipse total de sol, y le dio noticias completas de los mordidos el primer domingo de diciembre.Dos haban desaparecido, sin duda escamoteados por los suyos para tratar de hechizarlos, y un tercero haba muerto del mal de rabia en la segunda semana. Haba un cuarto que no fue mordido sino apenas salpicado por la baba del mismo perro, y estaba agonizando en el hospital del Amor de Dios.El alguacil mayor haba hecho envenenar aun centenar de perros sin dueo en lo que iba del mes. En una semana ms no quedara uno vivo en la calle. De todos modos, no s qu tenga yo que ver con eso, dijo el marqus.y menos a una hora tan extraviada .Su nia fue la primera mordida, dijo Sagunta.El marqus le dijo con una gran conviccin:Si as fuera, yo habra sido el primero en saberlo.Crea que la nia se senta bien, y no le pareca posible que algo tan grave le hubiera ocurrido sin que l lo supiera. As que dio la visita por terminada y se fue a completar la siesta.No obstante, esa tarde busc a Sierva Mara en los patios del servicio. Estaba ayudando a desollar conejos, con la cara pintada de negro, descalza y con el turbante colorado de las esclavas. Le pregunt si era verdad que la haba mordido un perro, y ella le contest que no sin la menor duda. Pero Bernarda se lo confirm esa noche. El marqus, confundido, pregunt:Por qu Sierva lo niega?.Porque no hay modo de que diga una verdad ni por yerro, dijo Bernarda.Entonces hay que proceder, dijo el marqus, porque el perro tena el mal de rabia.Al contrario, dijo Bernarda.ms bien, el perro debi morir por morderla a ella. Eso fue por diciembre y la muy descarada est como una flor.Ambos siguieron atentos a los rumores crecientes sobre la gravedad de la peste, y aun contra sus deseos tuvieron que conversar otra vez sobre asuntos que les eran comunes, como en los tiempos en que se odiaban menos. Para l era claro. Siempre crey que amaba a la hija, pero el miedo al mal de rabia lo obligaba a confesarse que se engaaba a s mismo por comodidad. Bernarda, en cambio, no se lo pregunt siquiera, pues tena plena conciencia de no amarla ni de ser amada por ella, y ambas cosas le parecan justas. Mucho del odio que ambos sentan por la nia era por lo que ella tena del uno y del otro. Sin embargo, Bernarda estaba dispuesta a hacer la farsa de las lgrimas y a guardar un luto de madre adolorida por preservar su honra, con la condicin de que la muerte de la nia fuera por una causa digna. No importa cul, precis, siempre que no sea una enfermedad de perro.El marqus comprendi en ese instante, como una deflagracin celestial, cul era el sentido de su vida. La nia no se va a morir, dijo, resuelto. Pero si tiene que morir ha de ser de lo que Dios disponga .El martes fue al hospital del Amor de Dios, en el cerro de San Lzaro, para ver al arrabiado de que le habl Sagunta. No fue consciente de que su carroza de crespones mortuorios iba a ser vista como un sntoma ms de las desgracias que se estaban incubando, pues haca muchos aos que no sala de su casa sino en las grandes ocasiones, y haca otros muchos que no haba ocasiones ms grandes que las infaustas.La ciudad estaba sumergida en su marasmo de siglos, pero no falt quien vislumbrara el rostro macilento, los ojos fugaces del caballero incierto con sus tafetanes de luto, cuya carroza abandon el recinto amurallado y se dirigi a campo traviesa hacia el cerro de San Lzaro. En el hospital, los leprosos tirados en los pisos de ladrillos lo vieron entrar con sus trancos de muerto, y le cerraron el paso para pedirle una limosna. En el pabelln de los furiosos continuos, amarrado a un poste, estaba el arrabiado.Era un mulato viejo con la cabeza y la barba algodonadas. Estaba ya paralizado de medio cuerpo, pero la rabia le haba infundido tanta fuerza en la otra mitad, que debieron amarrarlo para que no se despedazara contra las paredes. Su relato no dejaba dudas de que lo haba mordido el mismo perro ceniciento del lucero blanco que mordi a Sierva Mara. Y lo haba babeado, en efecto, aunque no sobre la piel sana sino en una lcera crnica que tena en la pantorrilla. Esa precisin no fue bastante para tranquilizar al marqus, que abandon el hospital horrorizado por la visin del moribundo y sin una luz de esperanza para Sierva Mara.Cuando volva a la ciudad por la cornisa del cerro encontr a un hombre de gran apariencia sentado en una piedra del camino junto a su caballo muerto. El marqus hizo detener el coche, y slo cuando el hombre se puso de pie reconoci al licenciado Abrenuncio de Sa Pereira Cao, el mdico ms notable y controvertido de la ciudad. Era idntico al rey de bastos. Llevaba un sombrero de alas grandes para el sol, botas de montar, y la capa negra de los libertos letrados. Salud al marqus con una ceremonia poco usual.Benedictus qui venit in nomine veritatis, dijo.Su caballo no haba resistido de bajada la misma cuesta que haba subido al trote, y se le revent el corazn. Neptuno, el cochero del marqus, trat de desensillarlo. El dueo lo disuadi.Para qu quiero silla si no tendr a quin ensillar, dijo. Djela que se pudra con l.El cochero tuvo que ayudarlo a subir en la carroza por su corpulencia pueril, y el marqus le hizo la distincin de sentarlo a su derecha. Abrenuncio pensaba en el caballo.Es como si se me hubiera muerto la mitad del cuerpo, suspir.Nada es tan fcil de resolver como la muerte de un caballo, dijo el marqus.Abrenuncio se anim. ste era distinto, dijo. Si tuviera los medios, lo hara sepultar en tierra sagrada.Mir al marqus a la espera de su reaccin, y termin:En octubre cumpli cien aos.No hay caballo que viva tanto, dijo el marqus.Puedo probarlo, dijo el mdico.Serva los martes en el Amor de Dios, ayudando a los leprosos enfermos de otros males. Haba sido alumno esclarecido del licenciado Juan Mndez Nieto, otro judo portugus emigrado al Caribe por la persecucin en Espaa, y haba heredado su mala fama de nigromante y deslenguado, pero nadie pona en duda su sabidura. Sus pleitos con los otros mdicos, que no perdonaban sus aciertos inverosmiles ni sus mtodos inslitos, eran constantes y sangrientos. Haba inventado una pldora de una vez al ao que afinaba el tono de la salud y alargaba la vida, pero causaba tales trastornos del juicio los primeros tres das que nadie ms que l se arriesgaba a tomarla. En otros tiempos sola tocar el arpa a la cabecera de los enfermos para sedarlos con cierta msica compuesta a propsito. No practicaba la ciruga, que siempre consider un arte inferior de dmines y barberos, y su especialidad terrorfica era predecir a los enfermos el da y la hora de la muerte. Sin embargo, tanto su buena fama como la mala se sustentaban en lo mismo: se deca, y nadie lo desminti nunca, que haba resucitado a un muerto.A pesar de su experiencia, Abrenuncio estaba conmovido por el arrabiado. El cuerpo humano no est hecho para los aos que uno podra vivir,dijo. El marqus no perdi una palabra de su disertacin minuciosa y colorida, y slo habl cuando el mdico no tuvo nada ms que decir.Qu se puede hacer con ese pobre hombre?,pregunt.Matarlo, dijo Abrenuncio.El marqus lo mir espantado.Al menos es lo que haramos si furamos buenos cristianos, prosigui el mdico, impasible. Y no se asombre, seor: hay ms cristianos buenos de los que uno cree.Se refera en realidad a los cristianos pobres de cualquier color, en los arrabales y en el campo, que tenan el coraje de echar un veneno en la comida de sus arrabiados para evitarles el espanto de postrimeras. A fines del siglo anterior una familia entera se tom la sopa envenenada porque ninguno tuvo corazn para envenenar solo a un nio de cinco aos.Se supone que los mdicos no sabemos que esas cosas suceden, concluy Abrenuncio. Y no es as pero carecemos de autoridad moral para respaldarlas. A cambio de eso, hacemos con los moribundos lo que usted acaba de ver. Los encomendamos a San Huberto, y los amarramos a un poste para que puedan agonizar peor y por ms tiempoNo hay otro recurso?, pregunt el marqus.Despus de los primeros insultos de la rabia, no hay ninguno, dijo el mdico. Habl de tratados alegres que la consideraban como enfermedad curable, con base en frmulas diversas: la heptica terrestre, el cinabrio, el almizcle, el mercurio argentino, el anagallis flore purpureo. Pamplinas, dijo.Lo que pasa es que a unos les da la rabia y a otros no, y es fcil decir que a los que no les dio fue por las medicinas. Busc los ojos del marqus para asegurarse de que segua despierto, y concluy:Por qu tiene tanto inters?Por piedad, minti el marqus.Contempl desde la ventana el mar aletargado por el tedio de las cuatro, y se dio cuenta con el corazn oprimido de que haban vuelto las golondrinas. An no se alzaba la brisa. Un grupo de nios trataba de cazar a pedradas un alcatraz extraviado en una playa cenagosa, y el marqus lo sigui en su vuelo fugitivo hasta que se perdi entre las cpulas radiantes de la ciudad fortificada .La carroza entr en el recinto de las murallas por la puerta de tierra de la Media Luna y Abrenuncio gui al cochero hasta su casa a travs del bullicioso arrabal de los artesanos. No fue fcil. Neptuno era mayor de setenta aos, y adems indeciso y corto de vista, y estaba acostumbrado a que el caballo siguiera solo por las calles que conoca mejor que l. Cuando dieron por fin con la casa, Abrenuncio se despidi en la puerta con una sentencia de Horacio.No s latn, se excus el marqus.Ni falta que le hace!, dijo Abrenuncio. Y lo dijo en latn, por supuesto.El marqus qued tan impresionado, que su primer acto al volver a casa fue el ms raro de su vida. Le orden a Neptuno que recogiera el caballo muerto en el cerro de San Lzaro y lo enterrara en tierra sagrada, y que muy temprano al da siguiente le mandara a Abrenuncio el mejor caballo de su establo.Despus del alivio efmero de las purgas de antimonio, Bernarda se aplicaba lavativas de consuelo hasta tres veces al da para sofocar el incendio de sus vsceras, o se sumerga en baos calientes con jabones de olor hasta seis veces para templar los nervios. Nada le quedaba entonces de lo que fue de recin casada, cuando conceba aventuras comerciales que sacaba adelante con una certidumbre de adivina, tales eran sus logros, hasta la mala tarde en que conoci al Judas Iscariote y se la llev la desgracia.Lo haba encontrado por casualidad en una corraleja de ferias pelendose a manos limpias, casi desnudo y sin ninguna proteccin, contra un toro de lidia. Era tan hermoso y temerario que no pudo olvidarlo. Das despus volvi a verlo en una cumbiamba de carnaval a la que ella asista disfrazada de pordiosera con antifaz, y rodeada por sus esclavas vestidas de marquesas con gargantillas y pulseras y zarcillos de oro y piedras preciosas. Judas estaba en el centro de un crculo de curiosos, bailando con la que le pagara, y haban tenido que poner orden para calmar las ansias de las pretendientas. Bernarda le pregunt cunto costaba. Judas le contest bailando:Medio real.Bernarda se quit el antifaz.Lo que te pregunto es cunto cuestas de por vida, le dijo.Judas vio que a cara descubierta no era tan pordiosera como pareca. Solt la pareja, y se acerc a ella caminando con nfulas de grumete para que se le notara el precio.Quinientos pesos oro, dijo.Ella lo midi con un ojo de tasadora rejugada.Era enorme, con piel de foca, torso ondulado, caderas estrechas y piernas espigadas, y con unas manos plcidas que negaban su oficio. Bernarda calcul:Mides ocho cuartas.Ms tres pulgadas, dijo l.Bernarda le hizo bajar la cabeza al alcance de ella para examinarle la dentadura, y la perturb el hlito de amonaco de sus axilas. Los dientes estaban completos, sanos y bien alineados.Tu amo debe estar loco si cree que alguien te va a comprar a precio de caballo, dijo Bernarda.Soy libre y me vendo yo mismo, contest l. Y remat con un cierto tono: Seora.Marquesa, dijo ella.l le hizo una reverencia de cortesano que la dej sin aliento, y lo compr por la mitad de sus pretensiones. Slo por el placer de la vista, segn dijo. A cambio le respet su condicin de libre y el tiempo para seguir con su toro de circo. Lo instal en un cuarto cercano al suyo que haba sido del caballerango, y lo esper desde la primera noche, desnuda y con la puerta desatrancada, segura de que l ira sin ser invitado. Pero tuvo que esperar dos semanas sin dormir en paz por los ardores del cuerpo.En realidad, tan pronto como l supo quin era ella y vio la casa por dentro, recobr su distancia de esclavo. Sin embargo, cuando Bernarda haba dejado de esperarlo y durmi con sayuela y pas la tranca en la puerta, l se meti por la ventana. La despert el aire del cuarto enrarecido por su grajo amoniacal. Sinti el resuello de minotauro buscndola a tientas en la oscuridad, el fogaje del cuerpo encima de ella, las manos de presa que le agarraron la sayuela por el cuello y se la desgarraron en canal mientras le roncaba en el odo: Puta, puta. Desde esa noche supo Bernarda que no quera hacer nada ms de por vida.Se enloqueci por l. Se iban por las noches a los bailes de candil en los arrabales, l vestido de caballero con levita y sombrero redondo que Bernarda le compraba a su gusto, y ella disfrazada de cualquier cosa al principio, y despus con su propia cara. Lo ba en oro, con cadenas, anillos y pulseras, y le hizo incrustar diamantes en los dientes. Crey morir cuando se dio cuenta de que se acostaba con todas las que encontraba a su paso, pero al final se conform con las sobras. Fueron los tiempos en que Dominga de Adviento entr en su dormitorio a la hora de la siesta, creyendo que Bernarda estaba en el trapiche, y los sorprendi en pelotas haciendo el amor por el suelo. La esclava se qued ms deslumbrada que atnita con la mano en la aldaba.No te quedes ah como una muerta, le grit Bernarda.o te vas, o te revuelcas aqu con nosotros .Dominga de Adviento se fue con un portazo que le son a Bernarda como una bofetada. Ella la convoc esa noche y la amenaz con castigos atroces por cualquier comentario que hiciera de lo que haba visto.No se preocupe, blanca, le dijo la esclava.Usted puede prohibirme lo que quiera, y yo le cumplo.Y concluy:Lo malo es que no puede prohibirme lo que pienso.Si el marqus lo supo se hizo bien el desentendido. A fin de cuentas, Sierva Mara era lo nico que le quedaba en comn con la esposa, y no la tena como hija suya sino slo de ella. Bernarda, por su parte, ni siquiera lo pensaba. Tan olvidada la tena, que de regreso de una de sus largas temporadas en el trapiche la confundi con otra por lo grande y distinta que estaba. La llam, la examin, la interrog sobre su vida, pero no obtuvo de ella una palabra.Eres idntica a tu padre, le dijo. Un engendro.Ese segua siendo el nimo de ambos el da en que el marqus regres del hospital del Amor de Dios y le anunci a Bernarda su determinacin de asumir con mano de guerra las riendas de la casa. Haba en su premura un algo frentico que dej a Bernarda sin rplica.Lo primero que hizo fue devolverle a la nia el dormitorio de su abuela la marquesa, de donde Bernarda la haba sacado para que durmiera con los esclavos. El esplendor de antao segua intacto bajo el polvo: la cama imperial que la servidumbre crea de oro por el brillo de sus cobres; el mosquitero de gasas de novia, las ricas vestiduras de pasamanera, el lavatorio de alabastro con numerosos pomos de perfumes y afeites alineados en un orden marcial sobre el tocador; el beque porttil, la escupidera y el vomitorio de porcelana, el mundo ilusorio que la anciana baldada por el reumatismo haba soado para la hija que no tuvo y la nieta que nunca vio.Mientras las esclavas resucitaban el dormitorio, el marqus se ocup de poner su ley en la casa.Espant a los esclavos que dormitaban a la sombra de las arcadas y amenaz con azotes y ergstulas a los que volvieran a hacer sus necesidades en los rincones o jugaran a suerte y azar en los aposentos clausurados. No eran disposiciones nuevas. Se haban cumplido con mucho ms rigor cuando Bernarda tena el mando y Dominga de Adviento lo impona, y el marqus se regodeaba en pblico de su sentencia histrica: En mi casa se hace lo que yo obedezco. Pero cuando Bernarda sucumbi en los tremedales del cacao y Dominga de Adviento muri, los esclavos volvieron a infiltrarse con gran sigilo, primero las mujeres con sus cras para ayudar en oficios menudos, y luego los hombres ociosos en busca de la fresca de los corredores.Aterrada por el fantasma de la ruina, Bernarda los mandaba a que se ganaran la comida mendigando en la calle. En una de sus crisis decidi manumitirlos, salvo a los tres o cuatro del servicio domstico, pero el marqus se opuso con una sinrazn:Si han de morirse de hambre, es mejor que se mueran aqu y no por esos andurriales.No se atuvo a frmulas tan fciles cuando el perro mordi a Sierva Mara. Invisti de poderes al esclavo que le pareci de ms autoridad y mayor confianza, y le imparti instrucciones cuya dureza escandaliz a la misma Bernanda. A la primera noche, cuando la casa estaba ya en orden por primera vez desde la muerte de Dominga de Adviento, encontr a Sierva Mara en la barraca de las esclavas, entre media docena de jvenes negras que dorman en hamacas entrecruzadas a distintos niveles. Las despert a todas para impartir las normas del nuevo gobierno.Desde esta fecha la nia vive en la casa, les dijo.Y spase aqu y en todo el reino que no tiene ms que una familia, y es slo de blancos.La nia resisti cuando l quiso llevarla en brazos al dormitorio, y tuvo que hacerle entender que un orden de hombres reinaba en el mundo. Ya en el dormitorio de la abuela, mientras le cambiaba el refajo de lienzo de las esclavas por una camisa de noche, no logr de ella una palabra. Bernarda lo vio desde la puerta: el marqus sentado en la cama luchando con los botones de la camisa de dormir que no pasaban por los ojales nuevos, y la nia de pie frente a l, mirndolo impasible. Bernarda nopudo reprimirse. Por qu no se casan?, se burl y como el marqus no le hizo caso, dijo ms:No sera un mal negocio parir marquesitas criollas con patas de gallina para venderlas a los circos.Algo haba cambiado tambin en ella. A pesar de la ferocidad de la risa su rostro pareca menos amargo, y haba en el fondo de su perfidia un sedimento de compasin que el marqus no advirti.Tan pronto como la sinti lejos, le dijo a la nia:Es una gorrina .Le pareci percibir en ella una chispa de inters:Sabes lo que es una gorrina?, le pregunt, vido de una respuesta. Sierva Mara no se la concedi. Se dej acostar en la cama, se dej acomodar la cabeza en las almohadas de plumas, se dej cubrir hasta las rodillas con la sbana de hilo olorosa al cedro del arcn sin hacerle la caridad de una mirada. l sinti un temblor de conciencia:Rezas antes de dormir? La nia no lo mir siquiera. Se acomod en posicin fetal por el hbito de la hamaca y se durmi sin despedirse. El marqus cerr el mosquitero con el mayor cuidado para que los murcilagos no la sangraran dormida. Iban a ser las diez y el coro de las locas era insoportable en la casa redimida por la expulsin de los esclavos.El marqus solt los mastines que salieron en estampida hacia el dormitorio de la abuela, olfateando las hendijas de las puertas con latidos acezantes. El marqus les rasc la cabeza con la yema de los dedos, y los calm con la buena noticia:Es Sierva, que desde esta noche vive con nosotros.Durmi poco y mal por las locas que cantaron hasta las dos. Lo primero que hizo al levantarse con los primeros gallos fue ir al cuarto de la nia, y no estaba all sino en el galpn de las esclavas. La que dorma ms cerca despert asustada.Vino sola, seor, dijo, antes de que l le preguntara nada. Ni siquiera me di cuenta.El marqus saba que era cierto. Indag cul de ellas acompaaba a Sierva Mara cuando la mordi el perro. La nica mulata, que se llamaba Caridad del Cobre, se identific tiritando de miedo. El marqus la tranquiliz.Encrgate de ella como si fueras Dominga de Adviento, le dijo.Le explic sus deberes. Le advirti que no la perdiera de vista ni un momento y la tratara con afecto y comprensin, pero sin complacencias. Lo ms importante era que no traspasara la cerca de espinos que hara construir entre el patio de los esclavos y el resto de la casa. En la maana al despertar y en la noche antes de dormir deba darle un informe completo sin que l se lo preguntara.Fjate bien lo que haces y cmo lo haces,concluy. Has de ser la nica responsable de que estas mis rdenes se cumplan.A las siete de la maana, despus de enjaular los perros, el marqus fue a casa de Abrenuncio. El mdico le abri en persona, pues no tena esclavos ni sirvientes. El marqus se hizo a s mismo el reproche que crea merecer.stas no son horas de visita, dijo.El mdico le abri el corazn, agradecido por el caballo que acababa de recibir. Lo llev por el patio hasta el cobertizo de una antigua herrera de la que no quedaban sino los escombros de la fragua. El hermoso alazn de dos aos, lejos de sus querencias, pareca azogado. Abrenuncio lo aplac con palmaditas en las mejillas, mientras le murmuraba al odo vanas promesas en latn.El marqus le cont que al caballo muerto lo haban enterrado en la antigua huerta del hospital del Amor de Dios, consagrada como cementerio de ricos durante la peste del clera. Abrenuncio se lo agradeci como un favor excesivo. Mientras hablaban, le llam la atencin que el marqus se mantuviera a distancia. l le confes que nunca se haba atrevido a montar.Temo tanto a los caballos como a las gallinas, dijo.Es una lstima, porque la incomunicacin con los caballos ha retrasado a la humanidad, dijo Abrenuncio. Si alguna vez la rompiramos podramos fabricar el centauro.El interior de la casa, iluminado por dos ventanas abiertas a la mar grande, estaba arreglado con el preciosismo vicioso de un soltero empedernido.Todo el mbito estaba ocupado por una fragancia de blsamos que induca a creer en la eficacia de la medicina. Haba un escritorio en orden y una vidriera llena de pomos de porcelana con rtulos en latn. Relegada en un rincn estaba el arpa medicinal cubierta de un polvo dorado. Lo ms notorio eran los libros, muchos en latn, con lomos historiados. Los haba en vitrinas y en estantes abiertos, o puestos en el suelo con gran cuidado, y el mdico caminaba por los desfiladeros de papel con la facilidad de un rinoceronte entre las rosas. El marqus estaba abrumado por la cantidad.Todo lo que se sabe debe de estar en este cuarto, dijo.Los libros no sirven para nada, dijo Abrenuncio de buen humor. La vida se me ha ido curando las enfermedades que causan los otros mdicos con sus medicinas.Quit un gato dormido de la poltrona principal, que era la suya, para que se sentara el marqus. Le sirvi un cocimiento de hierbas que l mismo prepar en el hornillo del atanor, mientras le hablaba de sus experiencias mdicas, hasta que se dio cuenta de que el marqus haba perdido el inters.As era: se haba levantado de pronto y le daba la espalda, mirando por la ventana el mar hurao. Por fin, siempre de espaldas, encontr el valor para empezar.Licenciado, murmur.Abrenuncio no esperaba el llamado.Aj?Bajo la gravedad del sigilo mdico, y slo para su gobierno, le confieso que es verdad lo que dicen, dijo el marqus en un tono solemne. El perro rabioso mordi tambin a mi hija.Mir al mdico y se encontr con un alma en paz.Ya lo s, dijo el doctor. Y supongo que por eso ha venido a una hora tan temprana.As es, dijo el marqus. Y repiti la pregunta que ya haba hecho sobre el mordido del hospital: Qu podemos hacer?En vez de su respuesta brutal del da anterior, Abrenuncio pidi ver a Sierva Mara. Era eso lo que el marqus quera pedirle. As que estaban de acuerdo, y el coche los esperaba en la puerta.Cuando llegaron a la casa, el marqus encontr a Bernarda sentada al tocador, peinndose para nadie con la coquetera de los aos lejanos en que hicieron el amor por ltima vez, y que l haba borrado de su memoria. El cuarto estaba saturado de la fragancia primaveral de sus jabones. Ella vio al marido en el espejo, y le dijo sin acidez:Quines somos para andar regalando caballos?El marqus la eludi. Cogi de la cama revuelta la tnica de diario, se la tir encima a Bernarda, y le orden sin compasin:Vstase, que aqu est el mdico.Dios me libre, dijo ella.No es para usted, aunque buena falta le hace,dijo l. Es para la nia.No le servir de nada, dijo ella. O se muere o no se muere: no hay de otra. Pero la curiosidad pudo ms: Quin es?Abrenuncio, dijo el marqus.Bernarda se escandaliz. Prefera morirse como estaba, sola y desnuda, antes que poner su honra en manos de un judo agazapado. Haba sido mdico en casa de sus padres, y lo haban repudiado porque propalaba el estado de los pacientes para magnificar sus diagnsticos. El marqus la enfrent.Aunque usted no lo quiera, y aunque yo lo quiera menos, usted es su madre, dijo. Es por ese derecho sagrado que le pido dar fe del examen.Por m hagan lo que les d la gana, dijo Bernarda. Yo estoy muerta.Al contrario de lo que poda esperarse, la nia se someti sin remilgos a una exploracin minuciosa de su cuerpo, con la curiosidad con que hubiera observado un juguete de cuerda. Los mdicos vemos con las manos, le dijo Abrenuncio. La nia, divertida, le sonri por primera vez.Las evidencias de su buena salud estaban a la vista, pues a pesar de su aire desvalido tena un cuerpo armonioso, cubierto de un vello dorado, casi invisible, y con los primeros retoos de una floracin feliz. Tena los dientes perfectos, los ojos clarividentes, los pies reposados, las manos sabias, y cada hebra de su cabello era el preludio de una larga vida. Contest de buen nimo y con mucho dominio el interrogatorio insidioso, y haba que conocerla demasiado para descubrir que ninguna respuesta era verdad. Slo se puso tensa cuando el mdico encontr la cicatriz nfima en el tobillo. La astucia de Abrenuncio le sali adelante:Te caste?La nia afirm sin pestaear:Del columpio.El mdico empez a conversar consigo mismo en latn. El marqus le sali al paso:Dgamelo en ladino.No es con usted, dijo Abrenuncio. Pienso en bajo latn.Sierva Mara estaba encantada con las artimaas de Abrenuncio, hasta que ste le puso la oreja en el pecho para auscultarla. El corazn le daba tumbos azorados, y la piel solt un roco lvido y glacial con un recndito olor de cebollas. Al terminar, el mdico le dio una palmadita cariosa en la mejilla.Eres muy valiente, le dijo.Ya a solas con el marqus, le coment que la nia saba que el perro tena mal de rabia. El marqus no entendi.Le ha dicho muchos embustes, dijo, pero ese no.No fue ella, seor, dijo el mdico. Me lo dijo su corazn: era como una ranita enjaulada.El marqus se demor en el recuento de otras mentiras sorprendentes de la hija, no con disgusto sino con un cierto orgullo de padre. Quizs vaya a ser poeta, dijo. Abrenuncio no admiti que la mentira fuera una condicin de las artes.Cuanto ms transparente es la escritura ms se ve la poesa, dijo.Lo nico que no pudo interpretar fue el olor de cebollas en el sudor de la nia. Como no saba de ninguna relacin entre cualquier olor y el mal de rabia, lo descart como sntoma de nada. Caridad del Cobre le revel ms tarde al marqus que Sierva Mara se haba entregado en secreto a las ciencias de los esclavos, que la hacan masticar emplasto de manaj y la encerraban desnuda en la bodega de cebollas para desvirtuar el maleficio del perro.Abrenuncio no dulcific el mnimo detalle de la rabia. Los primeros insultos son ms graves y rpidos cuanto ms profundo sea el mordisco y cuanto ms cercano al cerebro, dijo. Record el caso de un paciente suyo que muri al cabo de cinco aos, pero qued la duda de si no habra sufrido contagio posterior que pas inadvertido. La cicatrizacin rpida no quera decir nada: al cabo de un tiempo imprevisible la cicatriz poda hincharse, abrirse de nuevo y supurar. La agona llegaba a ser tan espantosa que era mejor la muerte. Lo nico lcito que poda hacerse entonces era apelar al hospital del Amor de Dios, donde tenan senegaleses diestros en el manejo de herejes y energmenos enfurecidos. De no ser as, el marqus en persona tendra que asumir la condena de mantener a la nia encadenada en la cama hasta morir.En la ya larga historia de la humanidad, concluy, ningn hidrofbico ha vivido para contarlo .El marqus decidi que no habra una cruz por pesada que fuera que no estuviera resuelto a cargar.De modo que la nia morira en su casa. El mdico lo premi con una mirada que ms pareca de lstima que de respeto.No poda esperarse menos grandeza de su parte, seor, le dijo. y no dudo de que su alma tendr el temple para soportarlo.Insisti una vez ms en que el pronstico no era alarmante. La herida estaba lejos del rea de mayor riesgo y nadie recordaba que hubiera sangrado. Lo ms probable era que Sierva Mara no contrajera la rabia.y mientras tanto?, pregunt el marqus.Mientras tanto, dijo Abrenuncio, tquenle msica, llenen la casa de flores, hagan cantar los pjaros, llvenla a ver los atardeceres en el mar, denle todo lo que pueda hacerla feliz. Se despidi con un voleo del sombrero en el aire y la sentencia latina de rigor. Pero esta vez la tradujo en honor del marqus: No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad.

DOS

Nunca se supo cmo haba llegado el marqus a semejante estado de desidia, ni porqu mantuvo un matrimonio tan mal avenido cuando tena la vida resuelta para una viudez apacible. Habra podido ser lo que hubiera querido, por el poder desmesurado del primer marqus, su padre, Caballero de la Orden de Santiago, negrero de horca y cuchillo y maestre de campo sin corazn, a quien el rey su seor no escatim honores y prebendas ni castig injusticias.Ygnacio, el heredero nico, no daba seales de nada. Creci con signos ciertos de retraso mental, fue analfabeto hasta la edad de merecer, y no quera a nadie. El primer sntoma de vida que se le conoci a los veinte aos fue que estaba de amores y en disposicin de casarse con una de las reclusas de la Divina Pastora, cuyos cantos y gritos arrullaron su infancia. Se llamaba Dulce Olivia. Era hija nica en una familia de talabarteros de reyes y haba tenido que aprender el arte de hacer sillas de montar para que no se extinguiera con ella una tradicin de casi dos siglos. A esa rara intromisin en un oficio de hombres se atribuy el que hubiera perdido el juicio, y de tan mala manera, que cost trabajo ensearla a que no se comiera sus propias miserias. Salvo por eso, habra sido un partido ms que mejor para un marqus criollo de tan escasas luces.Dulce Olivia tena un ingenio vivo y buen carcter, y no era fcil descubrir que estaba loca. Desde la primera vez que la vio, el joven Ygnacio la distingui en el tumulto de la terraza, y ese mismo da se entendieron por seas. Ella, cocotloga insigne, le mandaba mensajes en palomitas de papel. l aprendi a leer y escribir para corresponder con ella, y ese fue el principio de una pasin legtima que nadie quiso entender. Escandalizado, el primer marqus conmin al hijo a que hiciera un desmentido pblico.No slo es cierto, le replic Ygnacio, sino que tengo la licencia de ella para pedir su mano.Y ante el argumento de la locura, contest con el suyo:Ningn loco est loco si uno se conforma con sus razones.El padre lo desterr en sus haciendas con un mandato de dueo y seor que l no se dign utilizar. Fue una muerte en vida. Ygnacio tena terror de los animales, menos de las gallinas. Sin embargo, en las haciendas observ de cerca una gallina viva, se la imagin aumentada al tamao de una vaca, y se dio cuenta de que era un endriago mucho ms pavoroso que cualquier otro de la tierra o del agua. Sudaba fro en la oscuridad y despertaba sin aire en la madrugada por el silencio fantasmal de los potreros. El mastn de presa que velaba sin pestaear frente a su dormitorio lo inquietaba ms que los otros peligros. l lo haba dicho: Vivo espantado de estar vivo. En el destierro adquiri el talante lgubre, la catadura sigilosa, la ndole contemplativa, las maneras lnguidas, el habla despaciosa, y una vocacin mstica que pareca condenarlo a una celda de clausura.Al primer ao de destierro lo despert un fragor como de ros crecidos, y era que los animales de la hacienda estaban abandonando sus dormideros a campo traviesa y en silencio absoluto bajo la luna llena. Derribaban sin ruido cuanto les impidiera el paso en lnea recta a travs de dehesas y caaverales, torrenteras y pantanos. Delante iban los hatos de ganado mayor y las caballeras de carga y de paso, y detrs los cerdos, las ovejas, las aves de corral, en una fila siniestra que desapareci en la noche. Hasta las aves de vuelo largo, incluidas las palomas, se fueron caminando. Slo el mastn de presa amaneci en su sitio de guardia frente al dormitorio del amo. Ese fue el principio de la amistad casi humana que el marqus mantuvo con aqul y con muchos mastines que le sucedieron en la casa.Desbordado por el terror en la heredad desierta, Ygnacio el joven renunci a su amor y se someti a los designios del padre. A ste no le bast con el sacrificio del amor, y le impuso la clusula testamentaria de casarse con la heredera de un grande de Espaa. Fue as como despos en una boda de estruendo a doa Olalla de Mendoza, una mujer muy bella de grandes y varios talentos, a la que mantuvo virgen para no concederle ni la gracia de un hijo. De resto, sigui viviendo como lo que siempre fue desde su nacimiento: un soltero intil.Doa Olalla de Mendoza lo puso en el mundo. Iban a misa mayor, ms a mostrarse que a cumplir, ella con basquias de muchos vuelos y mantos de resplandor, y la toca de encajes almidonados de las blancas de Castilla, y con un squito de esclavas vestidas de seda y cubiertas de oro. En vez de las chinelas de andar por la casa que usaban en la iglesia hasta las mas remilgadas, llevaba botines altos de cordobn con adornos de perlas. Al contrario de otros principales que usaban pelucas anacrnicas y botones de esmeralda, el marqus vesta en cuerpo con ropas de algodn, y birrete blando. Sin embargo, siempre asisti obligado a los actos pblicos porque nunca pudo vencer el espanto de la vida social.Doa Olalla haba sido alumna de Scarlatti Domnico en Segovia, y haba obtenido con honores la licencia para ensear msica y canto en escuelas y conventos. Lleg de all con un clavicordio en piezas sueltas, que ella misma arm, y diversos instrumentos de cuerda que tocaba y enseaba a tocar con gran virtud. Form un conjunto de novicias que santific las tardes de la casa con los nuevos aires de Italia, de Francia, de Espaa, y del cual lleg a decirse que estaba inspirado por la lrica del Espritu Santo.El marqus pareca negado a la msica. Se deca, al modo francs, que tena manos de artista y odo de artillero. Pero desde el da en que desembalaron los instrumentos se fij en la tiorba italiana, por la rareza de su doble clavijero, el tamao de su diapasn, el nmero de su encordadura y su voz ntida. Doa Olalla se empe en que la tocara tan bien como ella. Pasaban las maanas cancaneando ejercicios bajo los rboles del huerto, ella con paciencia y amor y l con una tozudez de picapedrero, hasta que el madrigal arrepentido se les entreg sin dolor.La msica mejor tanto la armona conyugal, que doa Olalla se atrevi a dar el paso que le faltaba. Una noche de tormenta, tal vez fingiendo un miedo que no senta, se fue a la recmara del marido intacto.Soy duea de la mitad de esta cama, le dijo, y vengo por ella.l se mantuvo en sus trece. Segura de convencerlo por la razn o por la fuerza, ella sigui en los suyos. La vida no les dio tiempo. Un 9 de noviembre estaban tocando a do bajo los naranjos, porque el aire era puro y el cielo alto y sin nubes, cuando un relmpago los ceg, un estampido ssmico los sac de quicio, y doa Olalla cay fulminada por la centella.La ciudad sobrecogida interpret la tragedia como una deflagracin de la clera divina por una culpa inconfesable. El marqus orden funerales de reina, en los cuales se mostr por primera vez con los tafetanes negros y la color macilenta que haba de llevar hasta siempre. Al regreso del cementerio lo sorprendi una nevada de palomitas de papel sobre los naranjos del huerto. Atrap una al azar, la deshizo, y ley: Ese rayo era mo.Antes de terminar el novenario haba hecho donacin a la iglesia de los bienes materiales que sustentaron la grandeza del mayorazgo: una hacienda de ganado en Mompox y otra en Ayapel, y dos mil hectreas en Mahates, a slo dos leguas de aqu, con varios hatos de caballos de monta y de paso, una hacienda de labranza y el mejor trapiche de la costa caribe. Sin embargo, la leyenda de su fortuna se fundaba en un latifundio inmenso y ocioso, cuyos linderos imaginarios se perdan en la memoria ms all de los pantanos de La Guaripa y los bajos de La Pureza hasta los manglares de Urab. Lo nico que conserv fue la mansin seorial con el patio de la servidumbre reducido al mnimo, y el trapiche de Mahates. A Dominga de Adviento le entreg el gobierno de la casa. Al viejo Neptuno le mantuvo la dignidad de cochero que le concedi el primer marqus, y lo encarg de velar por lo poco que quedaba de la caballeriza domstica.Por primera vez solo en la tenebrosa mansin de sus mayores, apenas si poda dormir en la oscuridad, por el miedo congnito de los nobles criollos de ser asesinados por sus esclavos durante el sueo. Despertaba de golpe, sin saber si los ojos febriles que se asomaban por los tragaluces eran de este mundo o del otro. Iba en puntillas a la puerta, la abra de pronto, y sorprenda a un negro que lo aguaitaba por la cerradura. Los senta deslizarse con pasos de tigre por los corredores, desnudos y embadurnados de grasa de coco para que no pudieran atraparlos. Aturdido por tantos miedos juntos orden que las luces permanecieran encendidas hasta el amanecer, expuls a los esclavos que poco a poco se apoderaban de los espacios vacos, y llev a la casa los primeros mastines amaestrados en artes de guerra.El portn se cerr. Relegaron los muebles franceses cuyos terciopelos apestaban por la humedad, vendieron los gobelinos y las porcelanas y las obras maestras de relojera, y se conformaron con hamacas de lampazo para entretener el calor en las recmaras desmanteladas. El marqus no volvi a misa ni a retiros, ni llev el palio del Santsimo en las procesiones, ni guard fiestas ni respet cuaresmas, aunque sigui puntual en el pago de los tributos a la Iglesia. Se refugi en la hamaca, a veces en el dormitorio por los sopores de agosto, y casi siempre para la siesta bajo los naranjos del huerto. Las locas le tiraban sobras de cocina y le gritaban obscenidades tiernas, pero cuando el gobierno le ofreci el favor de mudar el manicomio, se opuso por gratitud con ellas.Vencida por los desaires del pretendido, Dulce Olivia se consol con la aoranza de lo que no fue. Se escapaba de la Divina Pastora por los portillos del huerto cada vez que poda. Amans e hizo suyos los mastines de presa con cebos de buen amor, y dedicaba sus horas de sueo a cuidar de la casa que nunca tuvo, a barrerla con escobas de albahaca para la buena suerte y a colgar ristras de ajo en los dormitorios para espantar a los mosquitos. Dominga de Adviento, cuya mano derecha no dejaba nada al azar, muri sin descubrir por qu los corredores amanecan ms limpios de como anochecan, y las cosas que ordenaba de un modo amanecan de otro. Antes de cumplir un ao de viudo, el marqus sorprendi por primera vez a Dulce Olivia fregando los trastos de cocina que le parecan mal tenidos por las esclavas.No cre que te atrevieras a tanto, le dijo.Porque sigues siendo el pobre diablo de siempre, le contest ella.As se reanud una amistad prohibida que por lo menos una vez se pareci al amor. Hablaban hasta el amanecer, sin ilusiones ni despecho, como un viejo matrimonio condenado a la rutina. Crean ser felices, y tal vez lo eran, hasta que uno de los dos deca una palabra de ms, o daba un paso de menos, y la noche se pudra en un pleito de vndalos que desmoralizaba a los mastines. Todo volva entonces al principio, y Dulce Olivia desapareca de la casa por largo tiempo.A ella le confes el marqus que su desprecio por las fortunas terrestres y los cambios de su modo de ser no haban sido por devocin sino por el pavor que le caus la prdida sbita de la fe cuando vio el cuerpo de la esposa carbonizado por el rayo. Dulce Olivia se ofreci para consolarlo. Le prometi ser su esclava sumisa tanto en la cocina como en la cama. l no se rindi.Nunca ms me casar, le jur.Antes de un ao, sin embargo, se haba casado a escondidas con Bernarda Cabrera, la hija de un antiguo capataz de su padre venido a ms en el comercio de ultramarinos. Se haban conocido cuando ste la encarg de llevar a la casa los arenques en salmuera y las aceitunas negras que eran la debilidad de doa Olalla, y cuando ella muri sigui llevndoselas al marqus. Una tarde en que Bernarda lo encontr en la hamaca del huerto le ley el destino escrito a flor de piel en su mano izquierda. El marqus se impresion tanto con sus aciertos que sigui llamndola a la hora de la siesta aunque no tuviera nada que comprar, pero pasaron dos meses sin que l tomara la iniciativa de nada. As que ella lo hizo por l. Lo acaball en la hamaca por asalto y lo amordaz con las faldas de la chilaba que l llevaba puesta, hasta dejarlo exhausto. Entonces lo revivi con un ardor y una sabidura que l no habra imaginado en los placeres desmirriados de sus amores solitarios, y lo despoj sin gloria de su virginidad. l haba cumplido cincuenta y dos aos y ella veintitrs, pero la diferencia de edades era la menos perniciosa.Siguieron haciendo el amor en la siesta, de prisa y sin corazn, a la sombra evanglica de los naranjos. Las locas los alentaban con canciones procaces desde las terrazas, y celebraban sus triunfos con aplausos de estadio. Antes de que el marqus tomara conciencia de los riesgos que lo acechaban, Bernarda lo sac del estupor con la novedad de que estaba encinta de dos meses. Le record que no era negra, sino hija de indio ladino y blanca de Castilla, de modo que la nica aguja para zurcir la honra era el matrimonio formal. l le dio largas hasta que el padre de ella llam al portn a la hora de la siesta con un arcabuz arcaico en bandolera. Era de verba lenta y ademanes suaves, y le entreg el arma al marqus sin mirarlo a la cara.Sabe qu es eso, seor marqus?, le pregunt.El marqus no saba qu hacer con el arma en las manos.Hasta donde alcanza mi ciencia, creo que es un arcabuz, dijo. y pregunt, de veras intrigado:Para qu lo usa?Para defenderme de los piratas, seor, dijo el indio, todava sin mirarlo a la cara. Ahora lo traigo por si su merced me quiere hacer la gracia de matarme antes que yo lo mate.Lo mir a la cara. Tena unos ojitos tristes y mudos, pero el marqus entendi lo que no le decan. Le devolvi el arcabuz y lo invit a seguir adelante para celebrar el acuerdo. El prroco de una iglesia vecina ofici la boda dos das despus, con los padres de ella y los padrinos de ambos. Cuando terminaron, Sagunta apareci de donde nadie supo y coron a los recin casados con las guirnaldas de la felicidad.Una maana de lluvias tardas, bajo el signo de Sagitario, naci sietemesina y mal Sierva Mara de Todos los ngeles. Pareca un renacuajo descolorido, y el cordn umbilical enrollado en el cuello estaba a punto de estrangularla.Es hembra, dijo la comadrona. Pero no vivir.Fue entonces cuando Dominga de Adviento prometi a sus santos que si le concedan la gracia de vivir, la nia no se cortara el cabello hasta noche de bodas. No bien lo haba prometido cuando la nia rompi a llorar. Dominga de Adviento, jubilosa, cant: Ser santa!. El marqus que la conoci ya lavada y vestida, fue menos clarividente.Ser puta, dijo. Si Dios le da vida y salud.La nia, hija de noble y plebeya, tuvo una infancia de expsita. La madre la odi desde que le dio de mamar por la nica vez, y se neg a tenerla con ella por temor de matarla. Dominga de Adviento la amamant, la bautiz en Cristo y la consagr a Olokun, una deidad yoruba de sexo incierto, cuyo rostro se presume tan temible que slo se deja ver en sueos, y siempre con una mscara. Traspuesta en el patio de los esclavos Sierva Mara aprendi a bailar desde antes de hablar, aprendi tres lenguas africanas al mismo tiempo, a beber sangre de gallo en ayunas y a deslizarse por entre los cristianos sin ser vista ni sentida, como un ser inmaterial. Dominga de Adviento la circund de una corte jubilosa de esclavas negras, criadas mestizas, mandaderas indias, que la baaban con aguas propicias, la purificaban con la verbena de Yemay y le cuidaban como un rosal la rauda cabellera que a los cinco aos le daba a la cintura. Poco a poco, las esclavas le haban ido colgando los collares de distintos dioses, hasta el nmero de diecisis.Bernarda haba agarrado ya con mano firme el poder de la casa, mientras el marqus vegetaba en el huerto. Su primer empeo fue restablecer la fortuna repartida por el marido, escudada en los poderes del primer marqus. ste, en su tiempo, haba obtenido licencias para vender cinco mil esclavos en ocho aos, con el compromiso de importar al mismo tiempo dos barriles de harina por cada uno. Con sus trpalas maestras y la venalidad de los aduaneros vendi la harina pactada, pero tambin vendi de contrabando tres mil esclavos ms, lo cual lo convirti en el tratante individual ms afortunado de su siglo.Fue a Bernarda a quien se le ocurri que el buen negocio no eran los esclavos sino la harina, aunque el negocio grande, en realidad, era su increble poder de persuasin. Con una sola licencia para importar mil esclavos en cuatro aos, y tres barriles de harina por cada uno, hizo el agosto de su vida: vendi los mil negros convenidos, pero en vez de tres mil barriles de harina import doce mil.El ms grande contrabando del siglo.La mitad del tiempo la pasaba entonces en el trapiche de Mahates, donde estableci el ncleo de sus asuntos por la cercana del ro Grande de la Magdalena para el trfico de todo con el interior del virreinato. A la casa del marqus llegaban noticias sueltas de su prosperidad, de la cual no renda cuentas a nadie. En el tiempo que pasaba aqu, aun antes de las crisis, pareca otro mastn enjaulado. Dominga de Adviento lo dijo mejor: El culo le caba en el cuerpo.Sierva Mara ocup por primera vez un lugar estable en la casa cuando muri su esclava, y arreglaron para ella el dormitorio esplndido donde vivi la primera marquesa. Le nombraron preceptor que le imparti lecciones de espaol peninsular y nociones de aritmtica y ciencias naturales. Trat de ensearle a leer y escribir. Ella se neg, segn dijo, porque no entenda las letras. Una maestra laica la inici en la apreciacin de la msica. La nia demostr inters y buen gusto, pero no tuvo paciencia para aprender ningn instrumento. La maestra renunci sobrecogida y dijo al despedirse del marqus:No es que la nia sea negada para todo, es que no es de este mundo.Bernarda haba querido apaciguar los propios rencores, pero muy pronto fue evidente que la culpa no era de la una ni de la otra, sino de la naturaleza de ambas. Viva con el alma en un hilo desde que crey descubrir en la hija una cierta condicin fantasmal. Temblaba slo de pensar en el instante en que miraba hacia atrs y se encontraba con los ojos inescrutables de la criatura lnguida de los tules vaporosos y la cabellera silvestre que ya le daba a las corvas. Nia!, le gritaba, te prohbo que me mires as!. Cuando ms concentrada estaba en sus negocios senta en la nuca el aliento sibilante de serpiente en acecho, y daba un salto de pavor.Nia!, le gritaba. Haz ruido antes de entrar! Ella le aumentaba el susto con una retahla en lengua yoruba. De noche era peor, porque Bernarda despertaba de golpe con la sensacin de que alguien la haba tocado, y era que la nia estaba a los pies de la cama mirndola dormir. Fue intil el intento de la esquila en el puo, porque el sigilo de Sierva Mara le impeda que sonara. Lo nico que esa criatura tiene de blanca es el color, deca la madre. Tan cierto era, que la nia alternaba su nombre con otro nombre africano que se haba inventado: Mara Mandinga. La relacin hizo crisis una madrugada en que Bernarda despert muerta de sed por los excesos del cacao, y encontr una mueca de Sierva Mara flotando en el fondo de la tinaja. No le pareci en realidad una simple mueca flotando en el agua, sino algo pavoroso: una mueca muerta.Convencida de que era un maleficio africano de Sierva Mara contra ella, resolvi que las dos no caban en la casa. El marqus intent una mediacin tmida, y ella lo fren en seco: o ella o yo.De modo que Sierva Mara volvi al galpn de las esclavas, aun cuando su madre estaba en el trapiche. Segua siendo tan hermtica como cuando naci, y analfabeta absoluta.Pero Bernarda no estaba mejor. Haba tratado de retener a Judas Iscariote igualndose a l, y en menos de dos aos perdi el rumbo de los negocios, y el de la vida misma. Lo disfrazaba de pirata nubio, de as de copas, de rey Melchor, y se lo llevaba a los arrabales, sobre todo cuando fondeaban los galeones y la ciudad se prenda en una parranda de medio ao. Se improvisaban tabernas y burdeles en los extramuros para los comerciantes que venan de Lima, de Portobelo, de La Habana, de Veracruz, a la rebatia de los gneros y mercancas de todo el mundo descubierto. Una noche, muerto de la borrachera en una cantina de galeotes, Judas se le acerc a Bernarda con gran misterio.Abre la boca y cierra los ojos, le dijo.Ella lo hizo, y l le puso en la lengua una tableta del chocolate mgico de Oaxaca. Bernarda lo reconoci y lo escupi, pues desde nia tena una aversin especial contra el cacao. Judas la convenci de que era una materia sagrada que alegraba la vida, aumentaba la fuerza fsica, levantaba el nimo y fortaleca el sexo.Bernarda solt una risa explosiva.Si eso fuera as, dijo, las monjitas de Santa Clara seran toros de lidia .Estaba ya cogida por la miel fermentada, que consuma con sus amigas de escuela desde antes de casarse, y sigui consumindola no slo por la boca sino por los cinco sentidos en el aire caliente del trapiche. Con Judas aprendi a masticar tabaco y hojas de coca revueltas con cenizas de yarumo, como los indios de la Sierra Nevada. Prob en las tabernas el canabis de la India, la trementina de Chipre, el peyote del Real de Catorce, y por lo menos una vez el opio de la Nao de China por los traficantes filipinos. Sin embargo, no fue sorda a la proclama de Judas en favor del cacao. De regreso de todo lo dems, reconoci sus virtudes, y lo prefiri a todo. Judas se volvi ladrn, proxeneta, sodomita ocasional, y todo por vicio, pues nada le faltaba. Una mala noche, delante de Bernarda, se enfrent a manos limpias con tres galeotes de la flota por un pleito de barajas, y lo mataron a silletazos.Bernarda se refugi en el trapiche. La casa qued al garete, y si no naufrag desde entonces fue por la mano maestra de Dominga de Adviento, que termin de formar a Sierva Mara como quisieron sus dioses. El marqus se haba enterado apenas del derrumbe de la esposa. Del trapiche llegaban voces de que viva en estado de delirio, que hablaba sola, que escoga los esclavos mejor servidos para compartirlos en sus noches romanas con sus antiguas compaeras de escuela. La fortuna venida por agua, por agua se le iba, y estaba a merced de los pellejos de miel y los costales de cacao que mantena escondidos por aqu y por all para no perder tiempo cuando la acosaban las ansias. Lo nico seguro que le quedaba entonces eran dos mcuras repletas de doblones de a cien y de a cuatro, en oro puro, que en tiempos de vacas gordas haba enterrado debajo de la cama. Era tanto su deterioro, que ni el marido la reconoci cuando volvi de Mahates por ltima vez, al cabo de tres aos continuos, poco antes de que el perro mordiera a Sierva Mara.A mediados de marzo, los riesgos del mal de rabia parecan conjurados. El marqus, agradecido con su suerte, se propuso enmendar el pasado y conquistar el corazn de la hija con la receta de felicidad aconsejada por Abrenuncio. Le consagr todo su tiempo. Trat de aprender a peinarla y a tejerle la trenza. Trat de ensearla a ser blanca de ley, de restaurar para ella sus sueos fallidos de noble criollo, de quitarle el gusto del escabeche de iguana y el guiso de armadillo. Lo intent casi todo, menos preguntarse si aquel era el modo de hacerla feliz.Abrenuncio sigui visitando la casa. No le era fcil entenderse con el marqus, pero le interesaba su inconsciencia en un suburbio del mundo intimidado por el Santo Oficio. As se les iban los meses del calor, l hablando sin ser odo bajo los naranjos floridos, y el marqus pudrindose en la hamaca a mil trescientas leguas marinas de un rey que nunca lo oy nombrar. En una de esas visitas fueron interrumpidos por el lamento lgubre de Bernarda.Abrenuncio se alarm. El marqus se hizo el sordo, pero el quejido siguiente fue tan desgarrador que no pudo ignorarlo.Quienquiera que sea est necesitando un responso, dijo AbrenuncioEs mi esposa en segundas nupcias dijo el marqus.Pues tiene el hgado deshecho, dijo Abrenuncio.Cmo lo sabe?Porque se queja con la boca abierta, dijo el mdico.Empuj la puerta sin permiso y trat de ver a Bernarda en la penumbra del cuarto, y no estaba en la cama. La llam por su nombre, y ella no le contest. Entonces abri la ventana y la luz metlica de las cuatro se la mostr en carne viva, desnuda y abierta en cruz en el suelo, y envuelta en el fulgor de sus flatos letales. Su piel tena el color mortecino de la atrabilis rebosada. Levant la cabeza, encandilada por el resplandor de la ventana abierta de golpe, y no reconoci al mdico a contraluz. A l le bast una mirada para ver su destino.Te est cantando la lechuza, hija ma, le dijo:,Le explic que an era tiempo de salvarla, siempre que se sometiera a una cura urgente de purificacin de la sangre. Bernarda lo reconoci, se incorpor como pudo, y se solt en improperios. Abrenuncio los soport impasible mientras volva a cerrar la ventana. Ya de salida se detuvo ante la hamaca del marqus y precis el pronstico:La seora marquesa morir a ms tardar el 15 de septiembre, si es que antes no se cuelga de una viga.El marqus, inalterable, dijo:Lo nico malo es que el 15 de septiembre est tan lejos.Segua adelante con el tratamiento de felicidad para Sierva Mara. Desde el cerro de San Lzaro vean por el oriente las cinagas fatales, y por el occidente el enorme sol colorado que se hunda en el ocano en llamas. Ella le pregunt qu haba del otro lado del mar, y l le contest: El mundo.Para cada gesto suyo encontr en la nia una resonancia inesperada. Una tarde vieron aparecer en el horizonte, con las velas a reventar, la Flota de Galeones.La ciudad se transform. Padre e hija se solazaron con los tteres, con los tragadores de fuego, con las incontables novedades de feria que llegaron al puerto en aquel abril de buenos presagios.Sierva Mara aprendi ms cosas de blancos en dos meses que nunca antes. Tratando de hacerla otra, tambin el marqus se volvi distinto, y lo fue de un modo tan radical que no pareci una mudanza del carcter sino un cambio de naturaleza.La casa se llen de cuantas bailarinas de cuerda, cajas de msica y relojes mecnicos se haban visto en las ferias de Europa. El marqus desempolv la tiorba italiana. La encord, la afin con una perseverancia que slo poda entenderse por el amor, y volvi a acompaarse las canciones de antao cantadas con la buena voz y el mal odo que ni los aos ni los turbios recuerdos haban cambiado. Ella le pregunt por esos das si era verdad, como decan las canciones, que el amor lo poda todo.Es verdad, le contest l, pero hars bien en no creerlo.Feliz con las buenas nuevas, el marqus empez a pensar en un viaje a Sevilla para que Sierva Mara se restableciera de sus pesares callados y terminara su educacin del mundo. Las fechas y el rumbo estaban ya acordados, cuando Caridad del Cobre lo despert de la siesta con la noticia brutal:Mi pobre nia, seor, ya se est volviendo perro.Llamado de urgencia, Abrenuncio desminti la supersticin popular de que los arrabiados terminaban por ser iguales al animal que los mordi. Comprob que la nia tena un poco de fiebre, y aunque sta se consideraba una enfermedad en s misma y no un sntoma de otros males, no la pas por alto. Le advirti al atribulado seor que la nia no estaba a salvo de cualquier mal, pues el mordisco de un perro, con rabia o sin ella, no preservaba contra nada. Como siempre, el nico recurso era esperar. El marqus le pregunt: Es lo ltimo que puede decirme?La ciencia no me ha dado los medios para decirle nada ms, le replic el mdico con la misma acidez. Pero si no cree en m le queda todava un recurso: confe en Dios.El marqus no entendi.Hubiera jurado que usted era incrdulo, dijo.El mdico no se volvi siquiera a mirarlo:Qu ms quisiera yo, seor.El marqus no se confi a Dios, sino a todo el que le diera alguna esperanza. En la ciudad haba otros tres mdicos graduados, seis boticarios, once barberos sangradores y un nmero incontable de curanderos y dmines en mesteres de hechicera, a pesar de que la Inquisicin haba condenado a mil trescientos a distintas penas en los ltimos cincuenta aos, y ejecutado a siete en la hoguera. Un mdico joven de Salamanca le abri a Sierva Mara la herida sellada y le puso unas cataplasmas custicas para extraer los humores rancios. Otro intent lo mismo con sanguijuelas en la espalda.Un barbero sangrador le lav la herida con la orina de ella misma y otro se la hizo beber. Al cabo de dos semanas haba soportado dos baos de hierbas y dos lavativas emolientes por da, y la haban llevado al borde de la agona con pcimas de estibio natural y otros filtros mortales.La fiebre cedi, pero nadie se atrevi a proclamar que la rabia estuviera conjurada. Sierva Mara se senta morir. Al principio haba resistido con el orgullo intacto, pero a las dos semanas sin ningn resultado tena una lcera de fuego en el tobillo, la piel escaldada por sinapismos y vejigatorios, y el estmago en carne viva. Haba pasado por todo: vrtigos, convulsiones, espasmos, delirios, solturas de vientre y de vejiga, y se revolcaba por los suelos aullando de dolor y de furia.Hasta los curanderos ms audaces la abandonaron a su suerte, convencidos de que estaba loca, o poseda por los demonios. El marqus haba perdido toda ilusin cuando apareci Sagunta con la llave de San Huberto.Fue el final. Sagunta se desnud de sus sbanas y se embadurn de unturas de indios para restregar su cuerpo con el de la nia desnuda. Esta se resisti de pies y manos a pesar de su debilidad extrema, y Sagunta la someti por la fuerza. Bernarda oy desde su cuarto los alaridos dementes. Corri a ver qu pasaba, y encontr a Sierva Mara pataleando en el piso, y a Sagunta encima de ella, envuelta en la marejada de cobre de la cabellera y aullando la oracin de San Huberto. Las azot a ambas con los hicos de la hamaca. Primero en el suelo, encogidas por la sorpresa, y luego corretendolas por los rincones hasta que le falt el aliento.El obispo de la dicesis, don Toribio de Cceres y Virtudes, alarmado con el escndalo pblico de los trastornos y desvaros de Sierva Mara, le mand al marqus un recado sin precisiones de causa, de fecha o de hora, lo cual fue interpretado como un indicio de suma urgencia. El marqus se sobrepuso a la incertidumbre y acudi el mismo da sin anunciarse.El obispo haba asumido su ministerio cuando ya el marqus se hallaba retirado de la vida pblica, y apenas si se haban visto. Adems, era un hombre condenado por su mala salud, con un cuerpo estentreo que le impeda valerse de s mismo, y corrodo por un asma maligna que pona a prueba sus creencias. No haba estado en numerosas efemrides pblicas en que su falta era inconcebible, y en las pocas a que concurra guardaba una distancia que lo iba convirtiendo poco a poco en un ser irreal.El marqus lo haba visto algunas veces, siempre de lejos y en pblico, pero el recuerdo que conservaba de l le qued de una misa concelebrada a la que asisti bajo palio y llevado en andas por dignatarios del gobierno. Por el cuerpo enorme y el aparato de sus ornamentos pareca a simple vista un anciano colosal, pero el rostro lampio de rasgos puntuales, con unos raros ojos verdes, conservaba intacta una belleza sin edad. A la altura de las andas tena un nimbo mgico de Sumo Pontfice, y quienes lo conocan de cerca lo sentan tambin en el brillo de su sabidura y su conciencia del poder.El palacio donde viva era el ms antiguo de la ciudad, con dos pisos de espacios enormes y en ruinas, de los cuales el obispo no ocupaba ni la mitad de uno. Estaba junto a la catedral, y tena con sta un claustro comn de arcos renegridos, y un patio con un aljibe en ruinas entre matorrales desrticos. Hasta la fachada imponente de piedra labrada y sus portones de maderas enterizas revelaban los estragos del abandono.El marqus fue recibido en la puerta mayor por un dicono indio. Reparti limosnas menudas entre los grupos de mendigos que se arrastraban en el zagun, y entr en la penumbra fresca de la casa en el momento en que sonaron en la catedral y resonaban en su vientre las campanadas enormes de las cuatro de la tarde. El corredor central estaba tan oscuro que segua al dicono sin verlo, pensando cada paso para no tropezar con estatuas mal puestas y escombros atravesados. Al final del corredor haba una pequea antesala mejor iluminada por un tragaluz. El dicono se detuvo all, le indic al marqus que se sentara a esperar, y sigui por la puerta contigua. El marqus permaneci de pie, escudriando en la pared principal un gran retrato al leo de un joven militar con el uniforme de gala de los alfreces del rey. Slo cuando ley la placa de bronce en el marco, se dio cuenta de que era el retrato del obispo joven.El dicono abri la puerta para invitarlo a pasar, y el marqus no tuvo que moverse para ver otra vez al obispo cuarenta aos ms viejo que en el retrato. Era mucho ms grande e imponente de cuanto se deca, an agobiado por el asma y vencido por el calor. Sudaba a chorros y se meca muy despacio en un mecedor filipino, abanicndose apenas con un abanico de palma, y con el cuerpo inclinado hacia adelante para respirar mejor. Llevaba unas abarcas de labriego y una camisola de lienzo basto con pedazos luidos por los abusos del jabn. La sinceridad de su pobreza se notaba a primera vista. Sin embargo, lo ms notable era la pureza de sus ojos, slo comprensible por algn privilegio del alma. Dej de mecerse tan pronto como vio al marqus en la puerta, y le hizo una seal afectuosa con el abanico.Adelante, Ygnacio, le dijo. sta es tu casa.El marqus se sec en los pantalones el sudor de las manos, franque la puerta y se encontr en una terraza al aire libre, bajo un palio de campnulas amarillas y helechos colgados, desde donde se vean las torres de todas las iglesias, los tejados rojos de las casas principales, los palomares adormilados por el calor, las fortificaciones militares perfiladas contra el cielo de vidrio, y el mar ardiente. El obispo tendi con toda intencin su mano de soldado, y el marqus le bes el anillo.A causa del asma su respiracin era grande y pedregosa, y sus frases estaban perturbadas por suspiros inoportunos y por una tos spera y breve, pero nada afectaba su elocuencia. Estableci de inmediato un intercambio fcil de minucias cotidianas. Sentado frente a l, el marqus agradeci aquel prembulo de consolacin, tan rico y dilatado, que fueron sorprendidos por las campanadas de las cinco. Ms que un sonido fue una trepidacin que hizo vibrar la luz de la tarde y el cielo se llen de palomas asustadas.Es horrible, dijo el obispo. Cada hora me resuena en las entraas como un temblor de tierra.La frase sorprendi al marqus, pues era lo mismo que l haba pensado cuando dieron las cuatro. Al obispo le pareci una coincidencia natural. Las ideas no son de nadie, dijo. Dibuj en el aire con el ndice una serie de crculos continuos, y concluy:Andan volando por ah, como los ngeles.Una monja de servicio llev una garrafa con frutas picadas en un vinazo de dos orejas, y un platn de aguas humeantes que impregnaron el aire de un olor medicinal. El obispo aspir el vapor con los ojos cerrados, y cuando emergi del xtasis era otro: dueo absoluto de su autoridad.Te hemos hecho venir, dijo al marqus, porque sabemos que ests necesitando de Dios y te haces el distrado.La voz haba perdido sus tonalidades de rgano y los ojos recobraron el fulgor terrenal. El marqus se tom de un sorbo la mitad del vaso de vino para ponerse a tono.Su Seora Ilustrsima debe saber que arrastro la ms grande desgracia que puede sufrir un ser humano, dijo, con una humildad desarmante. Hedejado de creer.Ya lo sabemos, hijo, replic el obispo sin sorpresa. Cmo no bamos a saberlo!Lo dijo con una cierta alegra, pues tambin l, siendo alfrez del rey en Marruecos, haba perdido la fe a los veinte aos en medio del fragor de un combate. Fue la certidumbre fulminante de que Dios haba dejado de ser, dijo. Aterrado, se entreg a una vida de oracin y penitencia.Hasta que Dios se apiad de m y me indic el camino de la vocacin, concluy. As que lo esencial no es que t no creas, sino que Dios siga creyendo en ti. Y de eso no hay duda, pues es l en su diligencia infinita el que nos ha iluminado para brindarte este alivio.Haba querido sobrellevar mi desgracia en silencio, dijo el marqus.Pues muy mal lo has logrado, dijo el obispo.Es un secreto a gritos que tu pobre nia rueda por los suelos presa de convulsiones obscenas y ladrando en jerga de idlatras. No son sntomas inequvocos de una posesin demonaca?El marqus estaba espantado.Qu quiere decir?Que entre las numerosas argucias del demonio es muy frecuente adoptar la apariencia de una enfermedad inmunda para introducirse en un cuerpo inocente, dijo. y una vez dentro no hay poder humano capaz de hacerlo salir.El marqus explic las vicisitudes mdicas del mordisco del perro, pero el obispo encontr siempre una explicacin a su favor. Pregunt lo que sin duda saba de sobra:Sabes quin es Abrenuncio?Fue el primer mdico que vio a la nia, dijo el marqus.Quera oirlo de tu propia voz, dijo el obispo.Sacudi una campanilla que mantena a su alcance, y un sacerdote de unos treinta aos bien llevados apareci en el acto, como un genio liberado de una botella. El obispo lo present como el padre Cayetano Delaura, nada ms, y lo hizo sentar. Llevaba una sotana casera para el calor y las barcas iguales a las del obispo. Era intenso, plido, de ojos vivaces, y el cabello muy negro con un mechn blanco en la frente. Su aliento breve y sus manos febriles no parecan los de un hombre feliz.Qu sabemos de Abrenuncio?, le pregunt el obispo.El padre Delaura no tuvo que pensarlo. Abrenuncio de Sa Pereira Cao, dijo, como deletreando el nombre. Y enseguida se dirigi al marqus: Ha reparado, seor marqus, en que el ltimo apellido significa perro en lengua de portugueses ?En estricta verdad, continu Delaura, no se saba si aquel era su verdadero nombre. De acuerdo con los expedientes del Santo Oficio era un judo portugus expulsado de la pennsula y amparado aqu por un gobernador agradecido, al que le cur una potra de dos libras con las aguas depurativas de Turbaco. Habl de sus recetas mgicas, de la soberbia con que vaticinaba la muerte, de su presumible pederastia, de sus lecturas libertinas, de su vida sin Dios. Sin embargo, el nico cargo concreto que le haban hecho era el de resucitar a un sastrecillo remendn de Getseman. Se consiguieron testimonios serios de que estaba ya amortajado y en el atad cuando Abrenuncio le orden levantarse. Por fortuna, el mismo resucitado afirm ante el tribunal del Santo Oficio que en ningn momento haba perdido la conciencia. Lo salv de la hoguera, dijo Delaura. Por ltimo, evoc el incidente del caballo muerto en el cerro de San Lzaro y sepultado en tierra sagrada.Lo amaba como a un ser humano, intercedi el marqus.Fue una afrenta a nuestra fe, seor marqus, dijo Delaura. Caballos de cien aos no son cosa de Dios.El marqus se alarm de que una broma privada hubiera llegado a los archivos del Santo Oficio. Intent una tmida defensa: Abrenuncio es un deslenguado, pero creo con toda humildad que de ah a la hereja hay un buen trecho. La discusin habra sido agria e interminable de no ser porque el obispo los puso en el rumbo perdido.Digan lo que digan los mdicos, dijo, la rabia en los humanos suele ser una de las tantas artimaas del Enemigo.El marqus no entendi. El obispo le hizo una explicacin tan dramtica que pareci el preludio de una condena al fuego eterno.Por fortuna, concluy, aunque el cuerpo de tu nia sea irrecuperable, Dios nos ha dado los medios de salvar su alma.La opresin del anochecer ocup el mundo. El marqus vio el primer lucero en el cielo malva, y pens en su hija, sola en la casa srdida, arrastrando el pie maltratado por las chapuceras de los curanderos. Pregunt con su modestia natural: Qu debo hacer?El obispo se lo explic punto por punto. Lo autoriz para usar su nombre en cada gestin, sobre todo en el convento de Santa Clara, donde deba internar a la nia a la mayor brevedad.Djala en nuestras manos, concluy. Dios har el resto.El marqus se despidi ms atribulado que cuando lleg. Desde la ventana de la carroza contempl las calles desoladas, los nios bandose desnudos en los charcos, la basura esparcida por los gallinazos. A la vuelta de la esquina vio el mar, siempre en su puesto, y lo asalt la incertidumbre. Lleg a la casa en tinieblas con el toque del ngelus, y por primera vez desde la muerte de doa Olalla lo rez en voz alta: El ngel del Seor anuncio a Mara. Las cuerdas de la tiorba resonaban en la oscuridad como en el fondo de un estanque. Elmarqus sigui a tientas el rumbo de la msica hasta el dormitorio de la hija. All estaba, sentada en la silla del tocador, con la tnica blanca y la cabellera suelta hasta el piso, tocando un ejercicio primario que haba aprendido de l. No poda creer que fuera la misma que haba dejado al medioda postrada por la inclemencia de los curanderos, a menos que hubiera ocurrido un milagro. Fue una ilusin instantnea. Sierva Mara se percat de su llegada, dej de tocar, y recay en la afliccin.La acompa toda la noche. La ayud en la liturgia del dormitorio con una torpeza de pap prestado. Le puso al revs la camisa de dormir y ella tuvo que quitrsela para ponrsela al derecho. Fue la primera vez que la vio desnuda, y le doli ver su costillar a flor de piel, las teticas en botn, el vello tierno. El tobillo inflamado tena un halo ardiente. Mientras la ayudaba a acostarse, la nia segua sufriendo a solas con un quejido casi inaudible, y a l lo sobrecogi la certidumbre de que estaba ayudndola a morir.Sinti el apremio de rezar por primera vez desde que perdi la fe. Fue al oratorio, tratando con todas sus fuerzas de recuperar el dios que lohaba abandonado, pero era intil: la incredulidad resiste ms que la fe, porque se sustenta de los sentidos. Oy toser a la nia varias veces en la fresca de la madrugada, y fue a su dormitorio. Al pasar vio entreabierta la alcoba de Bernarda. Empujo la puerta por el apremio de compartir sus dudas. Estaba dormida bocabajo en el piso y con un ronquido fragoroso. El marqus permaneci asomado con la mano en la aldaba, y no la despert. Le habl a nadie: Tu vida por la de ella. Y corrigi enseguida:Nuestras dos vidas de mierda por la de ella, carajo!La nia dorma. El marqus la vio inmvil y mustia y se pregunt si prefera verla muerta o sometida al castigo de la rabia. Le arregl el mosquitero para que no la sangraran los murcilagos, la arrop para que no siguiera tosiendo, y permaneci en vela junto a la cama, con el gozo nuev