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---------------ernidad de Flauben --------------
Sa/ammbó por G. Ferrier.
EL VIAJE DE
FLAUBERT A ORIENTE
Antón Castro
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De Gustave Flaubert más de una vez se ha dicho que anticipa la revolución narrativa del siglo XX, que se adelanta a su tiempo y que su escritura, milimétri
ca y rigurosamente ajustada, es el resultado de una pasión enfermiza por el vocablo estricto, por el único idioma posible. Si existe un escritor que se haya desposado hasta la posesión más absorbente con la eterna y antojadiza damª de la literatura, ése sín duda es Flaubert: su estilo -gobernado por la precisión, por la palabraexacta e incluso por la frialdad- es el resultadode la tenacidad, del insomnio de innumerablesnoches y de la lucha titánica con el pedernal delos objetivos. Más que con la realidad, de la queexpolió para sus libros todos sus escombros ysus ínfimas banalidades, el escritor, paradójicamente, siempre mantuvo un ineludible compromiso con la belleza. Combatió la estupidez, lafutilidad, la fealdad del Arte y escribió algunosde los fragmentos más hermosos que puedanencontrarse dispersos entre las páginas de un libro.
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Su vida, en apariencia al menos, parece un infructuoso ejercicio de ascetismo, de reclusión en sí mismo, de soledad y silencio. La leyenda asegura que Flaubert sólo tuvo dos amores verdaderos: su sobrina Carolina y su madre. Sin embargo, todo parece indicar que aún deseó alguno más. Cuando menos, que adoraba la hermosura femenina, aunque se retirase a sus umbrosas estancias a recrearla o a gozar en lupanares innombrables de sus lúbricos encantos, en burdeles parisinos o en garitos orientales donde una danzarina egipcia, enigmática y voluptuosa hasta el asombro, le cedería una sífilis que le enviaría a la tumba o, lo que aún es mejor, le inspiraría el modelo carnal para el retrato de la protagonista de Salambó.
Esa mujer era Kuchiuk Hanem y la conoció durante un viaje a Oriente (Alejandría, El Cairo, Damasco, Constantinopla, Rodas, Atenas ... ) realizado entre octubre de 1849 y 1851. Este viaje está radiografiado minuciosamente en el libro Cartas del viaje a Oriente, un denso conjunto de epístolas que el autor francés dirigió a su familia, a sus amigos e incluso a su amante efímera, Louise Colet, y en ellas va relatando la crónica pormenorizada de aquel periplo que tiene todas las atribuciones de un viaje iniciático, de un aprendizaje importantísimo que va a condicionar toda la biografía posterior del narrador.
No se encuentra en estos textos el mejor Flaubert, pero sí se vislumbra ya una capacidad para el detalle y la descripción que nada envidiará a sus obras de madurez. Cada carta ha sido elaborada a partir de una enorme cantidad de apuntes y bocetos; en función de a quien vayan dirigidas, el escritor adopta una determinada actitud, un punto de vista. Los mensajes cursados a su hermano están plagados de ironía, de presunción, de sugerencias de cariz erótico y de exhibicionismo; ante su madre, Gustave resulta comedido y delicado, y con su tío Parain se deshace
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en dulzura y generosidad. Es como si el autor francés estuviese jugando a ser «otro», a crear diversos personajes de ficción a partir de sí mismo y, en ese sentido, las misivas pueden ser degustadas como un testimonio, como la revelación de un mundo exótico cifrado en enigmas y sueños, pero también como un ejercicio de estilo que va a culminar, en su primera tentativa lograda, con Madame Bovary y más tarde en Salambó.
Alguna vez se ha escrito que este viaje es el hecho más significativo de la vida del escritor. No parece improbable. En Oriente Flaubert quedó perplejo ante los abismos de la belleza y de la miseria, y su convivencia armoniosa; ante la magnitud de la desproporción y la violencia de los contrastes. Escribe en una de sus cartas: «Este es el Oriente verdadero y, por tanto, poético: harapientos bribones con galones y completamente cubiertos de miseria».
Casi una década después de este viaje, Gustave regresó a Túnez en 1858 durante dos meses para reiterar sus paseos por el zoco, la contemplación de los ponientes y de las danzarinas, y para destripar mejor el escenario de su novela histórica Salambó. De vuelta en Francia, con la salud resquebrajada y el apetito de la perfección temblándole entre las manos, se encerró en Croisset hasta finalizar «aquel maldito libro». La figura misteriosa, lasciva e imposible de Kuchiuk Hanem le había ganado para siempre el corazón.
Cartas del viaje a Oriente, es un volumen que desciende de las aliuras de lo sublime hasta las planicies de la vulgaridad y lo anodino, y tiene la virtud de descubrirnos la sensibilidad, la mirada escrutadora y el don poético de un escritor que hizo de la literatura una religión a cuyo culto se entregó con fanatismo, con inspiración y con la laboriosa vocación de un orfebre del o verbo. Que eso, y no otra cosa, fue Gustave Flaubert.