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ÉL OR LOCO DEL CHINO DE CHOLEN Marguete Duras, El amante. Tus- quets editores. Barcelona, 1984. E ntre un deslumbrante pri- mer párrafo y unas líneas fines de hermosa emoción contenida, las breves pá- ginas del último Premi? Goncourt componen una obra belh- sima a ratos dulce y cálida, por moentos violenta y turbia, mitad ficción mitad memoria, admirable recreación literaria del agmentario recuerdo que el devastado rostro de la anciana escritora de hoy conserva de la pasión del sombrío chi�o pro- cedente de Fu-Chuen por las rmas adolescentes de la chiquilla blanca que era ella misma h ce cincuenta años, allá, en la Indochma ancesa. La mia de una prosa que se em- bellece muchas veces atormentando la sintaxis -por decirlo al modo de M. Yourcenar, ese otro portento d las letras ancesas de nuestro si- gl, recubre con una singular sug s- ón todo lo que abarca: personaJes principales, lugares, hechos, figuras secundarias, adornos late _ rales, en una composición de conJunto tan atípica como atractiva, con t nto misteo como brillantez. Un hbro memorable de veras, en el que la evocación poética ocupa el sitio de la descripción conven _ cional. Excepcional capacidad expresiva que comienza por la fijación del lu- gar la gran planicie de barro y de arr�z del sur de la Conchinchina, la vida cundada por los extensos del- tas de limo negro del Mekong, on los manzanos caneleros de los patios de recreo y las rectas avenidas bor- deadas de los tamarindos de la con- quista ancesa, a un lado, y al otro la luz ngosa y el sol brumoso que el río trasmite al barrio chino de la an ciudad, el de las viejas ma a- doras de tabaco de betel, los runos en los portaequipajes y la omnipre- sente multitud china que avanza en todas direcciones, cual tropel pa- ciente y ciego. Un privilegiado _ d n naativo que continúa en el dibo de esa pequeña viciosa con tacones altos de !amé dorado, sombrero de fieltro flexible de color de palo de rosa, bajo cuya ala plana se _ diluye la delgadez inata de la silueta de quien muy temprano -«muy pronto Los Cuadernos de la Actualidad Marguerite Duras EL AMANTE ((1lfu11)n anda11:a, /IJ\f/tuf, ,,d1turn en mi vida e demasiado tarde»- posee el instinto y la sabiduría de la provocación d l des o; o en el del sucio chino llonano, el atormen- tado amante que enloquece por ese blanco cuerpo inacabado que des- nuda cada tarde en el apartamento hasta el que llegan los olores de ca- ramelo, de cacahuetes tostados, el de sopa china, de carnes sadas, _ de hierbas, de jazmín, de c mza, de in- cienso de ego de lena, por ese cue� que sigue creciendo en la ha- bitación donde, entre besos que ha- cen llorar, cada atardecer es lavado, enjuagado, maquillado, ado _ ra o Y penetrado, con un conoci _ m1ento exacto del placer que hace gr ! tar, de la inmia del goce hasta monr. emplar escritura, en suma, que es a la vez la historia de una os u ! a e indeclinable voluntad de escnbrr: la que, entremezclada con esa p - sión amorosa, se afianza en l _ a chi- quilla de quince años y , medio, _ _ de cuerpo delgado, sen ?� aun d mna, maquillada de rosa pahdo y roJo, q e una tarde, al término de la travesia de un brazo del Mekong en el trans- bordador que se halla entre Vinhlong y Sadec, cruza su mirada por v z primera con la del hombre del traJe de tusor blanco propio de los ban- queros de Saigón que la ?bse a desde el interior de la gran hmusma nea. Una voluntad 9 ue, después de decenios de trabaJo y plurales presencias en la narrativa literaria, en el cine y en el teatro, hoy nos brinda esta pequeña an obra maes- tra. José Luis García Delgado 87 UNA PAGINA DEL MEDIEVO Francisco Carantoña, Dinusiña, la hija de Betulio el alberguero. Ilustraciones de Orldo Pelayo. Mases ediciones, Gijón, 1984. F rancisco Carantoña Du- bert, autor de La liber- tad de los tejon s, _ Viaje a tierras de F1nzsterre, en el año del cometa Ko- hutek y de Dinusiña, la hija de Betu- lio el alberguero, es escritor demo- rado y casi secreto, aunque la bre- vedad de la producción literaria de este gallego del año " ei tiséis o ha de audicarse al desammo, la m u- ria o la pereza, sino a la exce iva proximidad del perio ? ista Francis o Carantoña Dubert, drrector del dia- rio El Comercio de Gijón y -velado, ya que no oculto bajo el seudónim ? de Till- columnista de mucho predi- camento en las pluviosas tierras del Septentrión. La dedicación del p e- riodista a su periódico ha impedido al escritor ocupar más tiempo en pergeñar historias como las citad s en las primeras líneas de este pa- rrafo lo cual habrán de agradecerle sin d�da a Francisco Carantoña los lectores de su diario y reprocharle quienes gusten de la buena litera- tura. Dinusiña, la hija de Betulio el al- berguero es el último relato que ha dado a la estampa el escritor Caran- toña, en dura poa con el periodista homónimo y después de alguno _ s años de silencio literario. Lo pn- mero que cabe decir de esta ficc ón delicada y pacientemente construida es que hay en ella buena literatura, lo cual no es tan ecuente como pu- diera suponerse en los gacetilleros metidos a novelistas, o viceversa, por lo común demasiado ocupados en la contemplación del propio om- bligo, tarea ésta que suele dar lugar a prisas sintácticas, nunca a buen _ a prosa. Francisco Carantoña ha eci- dido atrapar una página del medievo gallego, con delicadeza para a la ?e don Alvaro Cunqueiro y con las bar- baras historias de don Ramón María del Valle-Inclán en las mientes, ob- teniendo como resultado unas bre- ves y espléndidas páginas que _ des- bordan literatura y no desmanadas aplicaciones era de contexto de la rmula de la pirámide invertida o del Action sto de Car! Warren. Citar a don Alvaro Cunqueiro, mencionar a Valle-Inclán, está lejos de ser ocioso en este caso y no es

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Page 1: f/tuf, ,,d1turn EBarcelona, 1984. El amante. F...exacto del placer que hace gr!tar, de la infamia del goce hasta monr. Ejemplar escritura, en suma, que es a la vez la historia de una

ÉL AMOR LOCO DEL CHINO DE CHOLEN

Marguerite Duras, El amante. Tus­quets editores. Barcelona, 1984. E ntre un deslumbrante pri­

mer párrafo y unas líneas finales de hermosa emoción contenida, las breves pá­ginas del último Premi?

Goncourt componen una obra belh­sima a ratos dulce y cálida, por mom'entos violenta y turbia, mitad ficción mitad memoria, admirable recreación literaria del fragmentario recuerdo que el devastado rostro de la anciana escritora de hoy conserva de la pasión del sombrío chi�o pro­cedente de Fu-Chuen por las formas adolescentes de la chiquilla blanca que fuera ella misma h�ce cincuenta años, allá, en la Indochma francesa.

La magia de una prosa que se em­bellece muchas veces atormentando la sintaxis -por decirlo al modo de M. Y ourcenar, ese otro portento d� las letras francesas de nuestro si­glc>-, recubre con una singular sug�s­tión todo lo que abarca: personaJes principales, lugares, hechos, figuras secundarias, adornos late

_rales, en

una composición de conJunto tan atípica como atractiva, con t�nto misterio como brillantez. Un hbro memorable de veras, en el que la evocación poética ocupa el sitio de la descripción conven

_cional.

Excepcional capacidad expresiva que comienza por la fijación del lu­gar la gran planicie de barro y de arr�z del sur de la Conchinchina, la vida fecundada por los extensos del­tas de limo negro del Mekong, c:on los manzanos caneleros de los patios de recreo y las rectas avenidas bor­deadas de los tamarindos de la con­quista francesa, a un lado, y al otro la luz fangosa y el sol brumoso que el río trasmite al barrio chino de la gran ciudad, el de las viejas ma��a­doras de tabaco de betel, los runos en los portaequipajes y la omnipre­sente multitud china que avanza en todas direcciones, cual tropel pa­ciente y ciego. Un privilegiado

_ d�n

narrativo que continúa en el dibuJo de esa pequeña viciosa con tacones altos de !amé dorado, sombrero de fieltro flexible de color de palo de rosa, bajo cuya ala plana se

_ diluye la

delgadez ingrata de la silueta de quien muy temprano -«muy pronto

Los Cuadernos de la Actualidad

Marguerite Duras EL AMANTE ((1lfu11)n anda11:a, /IJ.\f/tuf, ,,d1turn

en mi vida fue demasiado tarde»­posee el instinto y la sabiduría de la provocación d�l des�o; o en el del sucio chino rmllonano, el atormen­tado amante que enloquece por ese blanco cuerpo inacabado que des­nuda cada tarde en el apartamento hasta el que llegan los olores de ca­ramelo, de cacahuetes tostados, el de sopa china, de carnes �sadas,

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hierbas, de jazmín, de c�mza, de in­cienso de fuego de lena, por ese cuerp� que sigue creciendo en la ha­bitación donde, entre besos que ha­cen llorar, cada atardecer es lavado, enjuagado, maquillado, ado

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penetrado, con un conoci_m1ento

exacto del placer que hace gr!tar, de la infamia del goce hasta monr.

Ejemplar escritura, en suma, que es a la vez la historia de una os�u!a e indeclinable voluntad de escnbrr: la que, entremezclada con esa p�­sión amorosa, se afianza en l_a chi­quilla de quince años y, medio,

__ de cuerpo delgado, sen?� aun d� mna, maquillada de rosa pahdo y roJo, q�e una tarde, al término de la travesia de un brazo del Mekong en el trans­bordador que se halla entre Vinhlong y Sadec, cruza su mirada por v�z primera con la del hombre del traJe de tusor blanco propio de los ban­queros de Saigón que la ?bse':"a desde el interior de la gran hmusma negra. Una voluntad 9ue, después de decenios de trabaJo y plurales presencias en la narrativa literaria, en el cine y en el teatro, hoy nos brinda esta pequeña gran obra maes­tra.

José Luis García Delgado

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UNA PAGINA DEL MEDIEVO

Francisco Carantoña, Dinusiña, la hijade Betulio el alberguero. Ilustraciones de Orlando Pelayo. Mases ediciones, Gijón, 1984.

F rancisco Carantoña Du­bert, autor de La liber­tad de los tejon�s,

_ Viaje

a tierras de F1nzsterre, en el año del cometa Ko­

hutek y de Dinusiña, la hija de Betu­lio el alberguero, es escritor demo­rado y casi secreto, aunque la bre­vedad de la producción literaria de este gallego del año ".ei!'1tiséis �o ha de adjudicarse al desammo, la m�u­ria o la pereza, sino a la exce�iva proximidad del perio?ista Francis�o Carantoña Dubert, drrector del dia­rio El Comercio de Gijón y -velado, ya que no oculto bajo el seudónim? de Till- columnista de mucho predi­camento en las pluviosas tierras del Septentrión. La dedicación del pe­riodista a su periódico ha impedido al escritor ocupar más tiempo en pergeñar historias como las citad�s en las primeras líneas de este pa­rrafo lo cual habrán de agradecerle sin d�da a Francisco Carantoña los lectores de su diario y reprocharle quienes gusten de la buena litera­tura.

Dinusiña, la hija de Betulio el al­berguero es el último relato que ha dado a la estampa el escritor Caran­toña, en dura porfía con el periodista homónimo y después de alguno_saños de silencio literario. Lo pn­mero que cabe decir de esta ficc�ón delicada y pacientemente construida es que hay en ella buena literatura, lo cual no es tan frecuente como pu­diera suponerse en los gacetilleros metidos a novelistas, o viceversa, por lo común demasiado ocupados en la contemplación del propio om­bligo, tarea ésta que suele dar lugar a prisas sintácticas, nunca a buen_a prosa. Francisco Carantoña ha �eci­dido atrapar una página del medievo gallego, con delicadeza pareja a la ?edon Alvaro Cunqueiro y con las bar­baras historias de don Ramón María del Valle-Inclán en las mientes, ob­teniendo como resultado unas bre­ves y espléndidas páginas que_ des­bordan literatura y no desmanadas aplicaciones fuera de contexto de la fórmula de la pirámide invertida o del Action story de Car! Warren.

Citar a don Alvaro Cunqueiro, mencionar a Valle-Inclán, está lejos de ser ocioso en este caso y no es

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recurso fácil dictado por la proximi­dad geográfica e incluso mítica. Hay en la historia de Francisco Caran­toña el mismo clima, el mismo pai­saje que aparece en muchos de los textos cunqueirianos. Y su Payo Ea­nes, el concupiscente clérigo de la venganza frustrada, es pariente o, si se quiere, heredero directo de Cara de Plata, don Pedrito, don Rosendo, don Mauro, don Gonzalito y don Fa­rruquiño, los insaciables lobeznos del caballero don Juan Manuel de Montenegro, protagonista de las Comedias Bárbaras de Valle.

Francisco Carantoña se acerca también a Valle y Cunqueiro en el manejo del idioma. «El gallego -me contaba hace tiempo Gonzalo To­rrente Ballester- nos da un sistema sonoro distinto al castellano de Cas­tilla, y un sistema sintáctico también distinto. El secreto de los escritores gallegos está en que ordenamos las palabras para que nos suenen como si estuviesen en gallego, más o me­nos con ritmo dactílico, y en que construimos los párrafos con nuestra sintaxis, lo cual le da una cierta ori­ginalidad a la frase» . Sirve todo lo dicho por Torrente para explicar la prosa de Francisco Carantoña, aún cuando la lengua literaria de éste -por otra parte, como le ocurre aTorrente o le sucedía a Valle- sea elcastellano, y no la dulce habla deRosalía de Castro. Y es bien evi­dente cuando se repara en cual­quiera de los párrafos, elegidos alazar, de Dinusiña, la hija de Betulioel alberguero:

«Quedara enrojecido por la sangre el patio del castillo de la Rochafuerte cuando se hizo justicia. Cinco perros que estaban allí lamieron con sus lenguas los coágulos extendidos so­bre las losas. Llamábanse los canes

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Basilisco, Leviatán, Bardanco, Lós­trego y Perdigueiro. Los cinco se volvieron fieros, y obligaron a levan­tar alarma de can enfermo en la co­marca. Hombres del arzobispo asae­taron con sus ballestas a los dos primeros; otros dos cayeron en ce­pos para lobos; al último le que­brantó el cráneo con su sacho Simón el panadero.»

Continúa el relato de este jaez, preñado de obispos soberbios, pere­grinos jacobeos, salteadores de ca­minos, juglares y cuervos premoni­torios, con la substancia de la Gali­cia mítica como fondo, y el escritor Francisco Carantoña Dubert de­muestra a cada paso que sabe mucho de contar historias.

Dinusiña, la hija de Betulio el al­berguero, es un libro redondo, que se abre y se cierra con una ven­ganza, y que además goza de una presentación privilegiada en los tiempos que corren. Acostumbrados a volúmenes en octavo -libros de bolsillo, al decir de la época- deslo­mados a la primer lectura, plagados de erratas e impresos sobre burdo papel, sorprende la cuidada, amo­rosa presentación de Dinusiña, en breve edición numerada y con unas espléndidas ilustraciones de Orlando Pelayo. Visto lo cual, no cabe más que concluir la gacetilla invirtiendo el conocido precepto escolar: listo el que lo lea.

Francisco Orejas

LA

TRAYECTORIA

ANGLOFILA

DE PEREZ DE

AYALA

Agustín Coletes Blanco, Gran Bretaña y los Estados Unidos en la vida de Ra­món Pérez de Aya/a, Instituto de Estu­dios Asturianos (C.S.I.C.), Oviedo, 1984. 486 páginas.

Todo investigador de cul­turas extranjeras, desde el anglista hasta el si­nólogo, es por fuerza un compatriota. Puede haber

diferencias de grado, pero no de na­turaleza. Las más de las veces la comparación es más implícita que explícita, pero siempre está ahí. Porque no puede estudiarse ni en­tenderse una cultura ajena si no es

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Pérez de Aya/a.

desde la propia: el aprendizaje de un idioma extranjero toma a la lengua materna como constante punto de referencia, y en el estudio de una literatura foránea tiene una impor­tancia decisiva la capacidad de apre­ciación literaria, cuya adquisición comienza en la infancia y se va per­feccionando gradualmente en el ho­gar y en la escuela a través de obras de la literatura nacional, desde las populares a las cultas, escritas en nuestra lengua madre. No hacerlo así sería tercermundismo -descubrir el «Strassenbahn» antes que el tran­vía- o, lo que es peor, fingimiento.

La comparación puede asumir di­versas formas. Por ejemplo, algunos anglistas españoles suelen estudiar la presencia de lo español -el país, la cultura, la literatura, etc.- en escri­tores de expresión inglesa. Es menos frecuente que estudien la presencia de lo anglosajón en escritores espa­ñoles, pero si deciden hacerlo, la empresa puede ser fructífera y los resultados, esclarecedores. Agustín Coletes, anglista y asturiano, que se afana en una cultura extraña sin ol­vidar la propia, se propuso investi­gar la influencia de la Gran Bretaña y los Estados Unidos en Ramón Pé­rez de Ayala, y su labor quedará, a no dudarlo, como un hito importante en los estudios culturales compara­tistas.

Pérez de Ayala fue, junto con Maeztu y Madariaga, uno de los po­cos escritores españoles de su tiempo que, aquejado por la crisis de identidad nacional finisecular, rom­pió el hábito de tantos predecesores de acudir a Francia y a las letras francesas como modelo cultural y que, en su lugar, proclamó su entu­siasmo por la civilización, la cultura y la literatura británicas. En reali­dad, Unamuno ya había hecho algo

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parecido, pero ni él ni otros que pensaban como él tuvieron un con­tacto dilatado con el país ni poseían el inglés como Pérez de Ayala, Maeztu y Madariaga, y, en conse­cuencia, su influencia fue limitada. Por otro lado, había en España una corriente de opinión antibritánica, basada en parte en tópicos antivicto­rianos, de la que participaban figuras como Ortega y Gasset -tal vez por influencia de Nietzsche-, y que no favorecían la anglofilia. En el ámbito estrictamente literario, dado el im­pulso de Pérez de Ayala hacia la no­vela intelectual, no es de extrañar que se sintiera atraído por la litera­tura de un país cuya narrativa -desde Swift hasta nuestros días,pasando por Peacock y Huxley, en­tre otros-, se ha negado a limitarseal género realista o costumbrista.Siendo, pues, tan decisiva la presen-

Pérez de Aya/a.

cia de lo anglosajón en la vida y la obra de Pérez de Ayala, y siendo tan importante su intento de transmitirlo a la cultura española, nos estaba ha­ciendo mucha falta un estudio como éste de Agustín Coletes.

El libro, adaptación parcial de la tesis doctoral del autor, sigue la tra­yectoria anglófila de Pérez de Ayala y su contacto con lo anglosajón desde su adolescencia, cuando co­noce a Philip Walsh y empieza a aprender el inglés, hasta los años de la Guerra Civil. Coletes ha abordado los distintos aspectos -personales, familiares, literarios, culturales y po­líticos- en los que se manifiesta la influencia o el contacto, y lo ha he­cho revolviendo Roma con Santiago, estudiando documentos en bibliote­cas y archivos españoles e ingleses y conversando con quienes conocieron personalmente al escritor. Destacan capítulos como «Corresponsal de prensa en Londres (1907-08)» y

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«Embajador de España en Londres (1931-36)», que el autor organiza y desarrolla con maestría. Por otra parte, Coletes no sólo sistematiza eficazmente el sinfín de datos acce­sibles sobre el tema, sino que saca a la luz otros inéditos de considerable trascendencia: desde la incorpora­ción de personas y cosas inglesas a las novelas de Ayala -de cuyo cono­cimiento se ha beneficiado, por ejemplo, la edición de A.M.D.G. de Andrés Amorós- hasta el dato de que fue más bien Ayala quien in­fluyó en Huxley que a la inversa, por modesta y concreta que fuera la influencia.

Por su propia naturaleza, obras de investigación de estas características entrañan el riesgo de ser áridas y prolijas. Aun manejando un número de datos que desanimaría a otros muchos investigadores, a Agustín Coletes le sobran soltura y agilidad expresivas para dar interés y ameni­dad a su trabajo sin mermar su se­riedad ni su solidez.

Angel-Luis Pujante

RECUPERACION

MITICA DE LA

BIOGRAFIA

PERSONAL

José Maria Merino, Mírame Medusa y otros poemas. Endymion. Editorial Ayuso. Madrid, 1984.

U n poeta contemporáneo reitera, cuando la oca­sión se presenta, que la poesía es ante todo bio­grafía de su propio crea­

dor. Este concepto de la lírica o de la épica en verso puede definir, sin duda, la trayectoria literaria de José María Merino: su estilo personal se afianza con el tiempo en la indaga­ción y recuperación de las vivencias. Dos poemarios anteriores, Sitio de Tarifa (1972) y Cumpleaños lejos de casa (1973), espléndidas evocacio­nes del aprendizaje vital del poeta y espejos transparentes de un paisaje físico y humano que condicionó, y tal vez delimitó, los rasgos de una generación, ponían las bases de su mundo inconfundible: recuerdos, sentimientos, visiones y nostalgias largamente madurados en la memo­ria y revestidos de carne, vida y fan­tasía en la palabra. Estos elementos forman un todo unitario que se maní-

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fiesta con idéntica intensidad en sus restantes libros: dos novelas de es­pecial significación en los últimos años, Novela de Andrés Choz (1976) y El caldero de oro (1981), y el libro de relatos Cuentos del reino secreto (1982).

Poeta épico desde la interioridad, Merino relata su peripecia en verso y prosa dentro de un entorno rea­lista, pero su fabulación trasciende la realidad al descubrir, o al menos intentarlo, el lado oculto de las cosas y lo inexplicable de los hechos, in­cluso con recurrencias fantásticas y recreaciones míticas, de forma que los límites entre apariencia y objeti­vidad se adelgazan sutil y extrema­damente. Estas notas de evidente actitud romántica se complementan con la adscripción a una literatura de recuperación: recuperación de la in­fancia y la juventud, de un espacio y tiempo perdidos e irreversibles, transformados o destruidos, de una historia, una leyenda o un mito sote­rrados y, en definitiva, de la propia identidad.

Los poemas de Merino, épicos y esencialmente narrativos, son un ex­celente contrapunto de la capacidad fabuladora y relatadora que el escri­tor manifiesta en sus novelas y rela­tos, y estos recogen, si bien bajo otros matices y tal vez mayor inten­sificación, los contenidos fantásticos y realistas, biografía e indagación mítica, de la evocación romántica de los poemas. Merino, con una espe­cial voluntad de estilo, cede feliz­mente ante una pasión inevitable: contar historias. Estas historias fu­sionan con acorde armonía, sin es­tridencias ni saltos de vacío, lo indi­vidual y colectivo. La tradición cul­tural, asumida siglo tras siglo por la

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humanidad, se inserta adecuada­mente en los moldes variados de la experiencia revivida del poeta: En mi fabricación -dice en un poema­fue necesaria toda clase / de menudi­llos. I Corazones intrépidos, hígados de gente agria, / mollejas de beata. Y todos los despojos / se adaptaron a mí( ... ) Ungidas de untos ancestra­les / otras pieles ajenas me cubrie­ron / tras minuciosa, mágica cos­tura. En otros momentos será el es­cenario y la herencia de su tierra, los horizontes más cercanos e inmedia­tos, quienes impresionen su sensibi­lidad.

Varias notas, por tanto, configu­ran las referencias de su poesía, las cuales, salvo casos aislados, se en­tremezclan e interrelacionan: por un lado, la expresión del personal sen­timiento, del mundo interior, que se superpone a la narración: Una vez fui Simbad, / pero este día / mi nom­bre es Robinson. / A pulso / icé mi soledad, / paso a paso marqué / mi senda hasta el desierto (aludiendo, directamente, a poemas suyos ante­riores y enlazando con ellos a través de una atmósfera de melancolía fata­lista); por otro, la comunicación de los contextos objetivos de su indivi­dual aventura cotidiana, igualmente reconocible como suyos por la gene­ración a la que pertenece el poeta: En la infancia, todo era indispensa­ble / para sobrevivir: / el dios ubicuo y las inmaculadas, / la sonrisa pa­terna ante el conocimiento / de la mitología y los estrechos, etc. (en este sentido recrea el libro un con­junto de mitos aprendidos y asimila­dos en lecturas y juegos, en cines de infancia: Frankenstein, Simbad, Tán­talo, Robinsón, Minotauro, etc.); y por otro, el desvelamiento de enso­ñaciones de la fantasía, de momen­tos difícilmente penetrables y de profecías latentes en un puro juego intelectual que busca claridades en­tre sombras (hay en Mírame Me­dusa, los once poemas de la segunda parte recogidos bajo el ingenioso tí­tulo de «Isla de Pasmos», una glosa o exégesis, mitad severa, mitad iró­nica y suspicaz, del Apocalipsis deSan Juan).

Mírame Medusa y otros poemas se presenta como una visión totali­zadora de la realidad y de sus tras­tiendas emocionales, culturales y fantásticas, ocultas tras un recorrido progresivo por las páginas del tiempo, y como un cierre, tal vez, de aquellas otras inolvidables de sus poemarios· anteriores, círculos con­céntricos que dibujan la expansión de la memoria.

Santos Alonso

Los Cuadernos de la Actualidad

EN HONOR DE

PRIAPO

Carmina priapea, versión y prólogo de José Luis García Martín, Oliver, Oviedo, 1984.

E1 priapeum es un poema relativo a la lasciva dei­dad que en Grecia defen­día la fertilidad de las co­sechas y del ganado. Los

romanos, en su costumbre de legis­lado y domesticarlo todo, pusieron tapias al campo y redujeron la juris­dicción de Priapo a los estrechos lí­mites de sus huertos y jardines para que ahuyentara a los ladrones mien­tras los poetas satíricos le dedicaban composiciones irreverentes.

.:.En el siglo XIV Bocaccio copio con su propia mano el manuscrito más antiguo que se conserva del Corpus priapeorum. Hasta 1888, en que se traduce al inglés, nadie osa trasladar aquellos explosivos versos. En castellano sólo lo había hecho hasta el momento Moreno Cartelle en 1981 dentro de la Biblioteca Clá­sica Gredos, pero con una versión prosística en la que la literalidad va en detrimento de la poesía. La se­lección que nos toca comentar (no olvidemos que es un poeta quien la lleva a cabo) mantiene en sus tra­ducciones el valor poético, permi­tiéndose ciertas liberalidades a las que da perfecto derecho el que al lado de cada versión se reproduzca el original latino.

Parece demostrado, según asegura el prologuista, que las atribuciones de priapeos a poetas como Catulo, Ovidio o Tibulo son un tanto infun­dadas, al igual que las que suponen a Virgilio autor de alguno de ellos.

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Respecto al autor de las Bucólicas, sin embargo, deseamos por nuestra parte hacer una pequeña matización, pues si bien es cierto que el motivo de tal atribución haya sido segura­mente el que la edición príncipe del Corpus priapeorum apareciera en 1467 junto a la obra del poeta man­tuano, pensamos que ello no resta argumentos a la paternidad virgilia­na de, al menos, el priapeo 3 que se incluye en el Catalepton, a nuestro modo de ver incuestionable.

No parece que se discuta ya el que la mayoría de los ochenta y seis poemas del Corpus son obra de un mismo autor, seguramente de un anónimo discípulo de Marcial, según opinión de V. Buchheit recogida por García Martín.

Forzosamente había de ser el falo el protagonista de estas composicio­nes. Alrededor de ese eje monote­mático se vertebran una serie de va­riaciones que van desde las advoca­ciones al dios, el poema/inscripción para los espantaladrones de madera o la burla del deseo ajeno (sobretodo en el caso de las matronas y losafeminados), hasta aquellas en lasque el poseedor de tan preciado ins­trumento nos muestra su arroganciaunas veces y otras el dolor de laerección perpetua, es decir, de la in­satisfacción perpetua. Con este yotros recursos, como la utilizaciónde voces diferentes en los poemas ola variedad métrica se difumina laaparente monotonía del conjunto.Los títulos inventados por cuenta yriesgo del traductor permiten ya aprimera vistá apreciar ese procesode enriquecimiento a que se sometea la figura central del pene priápico.

Llama la atención el retorno de la figura de un dios que durante tantos siglos ha permanecido en estado la­tente, sin que hayan logrado asesi­narlo definitivamente ni las hordas cristianas, ni las freudianas ni las feministas. Seguramente Priapo, desde su aparente ostracismo, ha sido el verdadero portador de la fle­cha que (mucho más que el báculo de cualquier obispo, o el cetro de ningún rey) ha marcado la dirección de la historia.

Cabe, por último, reseñar que la actividad de José Luis García Martín como traductor, una vez que se ha ocupado ya en este menester de Pes­soa, Jorge de Sena, 11 Panormita, Sandro Penna, Eugenio de Andrade, etc., está en camino de alcanzar, tanto en cantidad como en calidad, el nivel de su labor crítica y crea­dora.

Carlos González Espina

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DIVINAL

ALUCINON

Snorri Sturluson, La alucinación de

Gy/fi. Alianza Editorial. El libro de bolsi­llo, n.0 1010. Madrid, 1984.

No conocía a Snorri Sturlu­son, ni su nombre me decíanada, ni su obra, a pesardel sugerente título, La

. . alucinación de Gylfi [Gyl­fagmnmg]. Pero un patronímico de olor escandinavo unido al aviso de que Jorge Luis Borges y su luminosa secretaria, María Kodama, eran los prologuistas y traductores del pe­queño gran libro, convendrá el lector en que habían de ser motivos más que suficientes para inducir a su lec­tura. Y, por supuesto, con gratifica­ción.

Al decir de nuestro Borges, Sno­rri, de la famosa casa de Sturlung, nació en la parte occidental de Is­landia hacia 1179; no fue sino hasta veinte años más tarde cuando casó con Herdis, hija de Bersi llamado el Rico, que era sacerdote y cristiano en un lugar de nombre Borg. Escribe el vate ciego que «la fe del Cristo blanco ya había alcanzado a Islan­dia, pero el celibato eclesiástico se observaba con escaso rigor». Al cabo de unos años se establecieron Snorri y Hersi en Reykjaholt, donde el Sturluson dejó su huella cultural en una pileta circular de piedra la­brada, que albergaba aguas termales pero había sido destruida. Pues bien Snorri no sólo la mandó reconstruí; (por cierto que aún se conserva) sino que se encargó de administrar los terrenos donde se hallaba, pertene­cientes a la Iglesia, y que más ade­lante hizo de su propiedad, con un criterio de acertada desamortiza­ción. Snorri, como además de poeta era, digamos, una equivalencia de abogado, llegó a presidir el parla-

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mento, razón por la cual recibió en 1218 una invitación del rey de No­ruega, Haakon Hakonson, a cuyo reino pasó a residir durante largos años. El buen monarca quiso que Is­landia se constituyese en feudo suyo, lo que Snorri no dejó de pro­meterle. Al cabo del tiempo volvió éste a su patria y a la política activa, pero como no acabara de hacer efec­tivo el vasallaje, colmó la paciencia del santo Haakon, que decidió azu­zar a los enemigos de Snorri, los que le acusaban de haber entregado la patria al extranjero. Así que un buen día el yerno de Snorri, de nombre Gizur, tomó al asalto la casa de su suegro sin tener en cuenta el respeto que le debiera y lo halló, por más que el muy sabio se ocultara, en el sótano de la vivienda. Uno de los hombres del irreverente Gizur, lla­mado nada menos que Ami el Amargo, le dio muerte allí mismo de certera estocada. Era el año 1241. Y diez más tarde, a este Amargo Ami alguien reconoció en medio de una refriega. El memorioso preguntó: «¿No hay aquí nadie que se acuerde de Snorri Sturluson ?». Ni qué decir tiene que, aunque ninguna voz le r�spon�ió, el justiciero hizo justicia, sm olvidar luego a Gizur, que estaba junto a Ami.

Hay quien define la vida de Snorri como una compleja crónica de trai­ciones, entre otros al rey de No­ruega, por demorar indefinidamente la promesa de entregarle a Islandia, y al tiempo a ésta, por querer entre­garla a dicho rey; otros prefieren verle, sin embargo, como un hábil negociador político. En cualquier caso, su mayor grandeza reside en su obra escrita.

Desde el siglo nono de la Era lle­garon a la lejana isla de Thule grupos de escandinavos de religión pagana, ahuyentados de sus tierras por la que llamaban fe del Cristo Blanco. Allí fijaron residencia y fundaron la hoy República de Islandia, que go­bierna una mujer tan sencilla casi como aquellos primeros pobladores. Viajaron con ellos sus dioses y todo su bagaje épico-mitológico; este le­gado espiritual germánico fue el que Snorri Sturluson se propuso contri­buir a conservar, a cuyo efecto es­cribió esta Alucinación, primer libro de una trilogía conocida con el nom­bre de Edda Menor. El islandés se impuso reconstruir el panteón divi­nal de sus mayores continentales, mas no habrá que olvidar que no eran tiempos de luz aquellos años. Como dice el quasinóbel, «ahora cualquiera puede exponer una mito­logía sin ser tildado de idólatra. No

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así en la Edad Media». Por tal razón forjó Snorri su Gylfaginning en tono de fábula fantástica, casi fantasma­g_órica, para que no le comprome­tiera en cuanto que cristiano. Por lo demás, es casi seguro que el autor descreyera de los mitos paganos no menos que de los cristianos.

Gylfi fue en la Alucinación un monarca que reinó sobre la tierra q�e ahora es Suecia, hombre sabio y diestro en artes de magia, aunque menos sabio que los Aesir, los anti­guos dioses paganos. Comoquiera que le intrigara la sagacidad que es­tos tenían para que todas las cosas del mundo ocurrieran a su capricho decidió, ni corto ni perezoso, acudi; secretamente hasta A'sgarthr, resi­dencia divina, para, disfrazado de anciano y por nombre Gangleri ( que parece porteño), interrogar a los artí­fices de viva voz. Claro que los Ae­sir, ya quedó dicho, eran más sabios que el rey Gylfi-Gangleri: como te­nían el don de prever, no les resultó difícil contemplarlo viajar antes de emprender su viaje; así que decidie­ron tramar ilusiones para sus ojos. Y es entonces cuando le narran toda una mitología por la que aparecen Gigantes de la Escarcha, Héroes, El­fos de Luz y Elfos Oscuros, junto a Odín, que es el padre de todo y el mayor de los A e sir, Thórr y tantos otros seres sobrehumanos.

Gangleri quiere saber el origen de las cosas todas acerca de los dioses y su cosmos, y hace pregunta tras pregunta, ninguna de las cuales le queda sin respuesta. Ya al final, in­quiere: «¿Qué ocurrirá después, cuando el mundo enter-o se haya consumido y hayan muerto todos los dioses y todos los guerreros y todos los hombres?». Thrithi le responde: «Será mejor estar en Gimlé, en el cielo. Abunda ahí la buena bebida para quienes gusten de ella, en la sala llamada Brímir, que está en O'kolnir. También es buena la sala que está en Nithfjoll, hecha de oro rojo y llamada Sindri. En esa sala

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. �------­Leviatán

REVISTA DE HECHOS E IDEAS

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Editada por la Fundación Pablo Iglesias.

Redacción y Administración:

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Madrid-4. Telfs. 410 28 39 - 410 24 55.

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morarán hombres justos y de cora­zón puro. En Nástrond (la playa de los muertos) hay una sala que es atroz. Sus puertas miran al Norte. Está hecha de serpientes entretejidas y todas las cabezas miran hacia adentro y exhalan veneno y ríos de veneno corren por la sala».

Hasta que, hartos ya de contarle prodigios al rey que todo quería sa­berlo, le responden: «Si quieres se­guir preguntando no sé de dónde conseguirás una contestación porque no sé de un hombre que haya na­rrado tan largamente el decurso del mundo, y ahora que te baste lo que has oído. Tras lo cual vio Gangleri, luego de oír mucho estrépito, que estaba a la intemperie en campo abierto y no quedaban ni siquiera restos físicos de su divinal alucinón. Pero volvió a su reino y contó las cosas todas que había visto y oído, y después de él siguieron contándolas también los hombres, según aclara el autor.

Eduardo Méndez Riestra

EL AÑO DEL WOLFRAM

Raúl Guerra Garrido, El año del Wol­Jram. Planeta. Barcelona, 1984.

Esta historia, llamada «El año del wolfram» y su autor, Raúl Guerra, son viejos amigos míos. De ahí la razón de estas pa­

labras que intentan servir de cró­nica, más que de crítica.

En el último verano de la década de los cincuenta, conocido como «el verano de Bahamontes», yo hacía el servicio militar en el Campamento de Robledo, cercano a La Granja.

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En el recuerdo, esa etapa de mi vida me resulta terriblemente antipá­tica. Salvo contadas excepciones, en ella no encontré otra cosa que com­pañeros asustados, militares ajenos, un ambiente de fingido entusiasmo y un insoportable aburrimiento. Todo ello provocaba la diaria obsesión de perderlo de vista. Las excepciones agradables tenían nombres y apelli­dos. Algunas, hasta cierta gradua­ción. El capitán Valverde, José Luis Méndez, una decena de nombres más y Raúl Guerra Garrido, un far­macéutico que llevaba a todas partes en el bolsillo de su mono sudado y sucio el primer cuento que había es­crito.

Aquellos veinte folios hablaban de una montaña que guardaba un tesoro oculto y de una concentración de hombres y mujeres empeñados en encontrarlo. En el cuento estaban la ambición, la violencia, los milagros, la fantasía y la muerte. En aquel El­dorado surgido en un lugar de las montañas leonesas, la ley y el orden tenían sus peculiaridades y la ri­queza fácil marcaba normas de con­ducta.

Leímos y releímos aquella histo­ria. Nuestra edad y nuestro saber no daban para ser profesionales de nada. Todo lo más, permanecíamos dubitativos en el umbral de una afi­ción, dudando entre dejar la carrera o seguirla, sintiéndonos atraídos poraquellos trabajos no limitados poraños de estudios ni por número deasignaturas. La principal asignatura,la única, sería en todo caso la vida.Apréndela, divídela en capítulos,cuéntala en segmentos, en parcelas.Que cada parte sea el reflejo deltodo. Ese era el desafío, el abismofascinante al que nos dirigíamos lle­nos de presunción y de entusiasmo.

La lectura de aquellos. manuscri­tos. Los comentarios sobre ellos y la visión anticipada y amarga de lo que iban a ser nuestras vidas si volvía­mos la cara a aquella llamada, ocu­paban el poco tiempo que teníamos para comunicarnos con tranquilidad.

Un día se abrieron las puertas y todos desaparecimos.

Al cabo de veinticuatro años mi camino y el de Raúl Guerra se entre­cruzan varias veces. El escritor ha dejado de ser aficionado y ha apren­dido a escribir. Sus historias cuentan con profundo conocimiento, pro­blemas y conmovedoras realidades. Se ocupah del emigrante que sube de las regiones pobres a las zonas in­dustriales; de los jóvenes científicos que deben dejar su país para se­guir investigando; de toda una ga­ma de guerreros modernos, de in-

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dustriales que han crecido en la ig­norancia y así llega a ordenar una numerosa galería de personajes, to­dos ellos reconocibles, humanos y, a veces, patéticos.

La característica común de estos soldados de la vida que crea Raúl Guerra es que están todos ellos efec­tuando un peregrinaje en busca de la libertad, de la armonía y de la soli­daridad. Todos parten de posiciones individuales y rara vez consiguen lo que intentan.

Aquellos folios sucios que eran nuestra lectura obligada en los leja­nos días del campamento crecieron hasta convertirse en «El año del Wolfram», novela que ha sido fina­lista en esta edición del Planeta.

En ella, sabia y ordenadamente dispuesta, se cuenta la lucha de los hombres en torno a la riqueza. La mitad de España ha muerto. La otra está dividida entre las cárceles, los campos de trabajo, el hambre y el cansancio. Aún así son capaces de marchar ilusionados tras el reclamo de ese tesoro guardado en las mon­tañas. Se crea un paraíso que como todos los paraísos de los hombres apenas duran un mínimo de tiempo. La riqueza deja de serlo, quedando la lucha, los rencores, los odios, las afinidades y todo ello en el centro del curso rápido de esa vida que no da tiempo a la reflexión. Yo creo que el tener que contar y explicar la existencia y los comportamientos humanos te hacen perseguir constan­temente el conocimiento y los diver­sos modos del saber, sin que nunca podamos hacernos del todo con ellos. En ese camino y en esa perse­cución contamos los motivos que vi­vimos o que oímos contar o que so­ñamos o que imaginamos.

En ese camino y en ese trance co­nocí a Raúl hace años y en esa situa-

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c1on le encuentro cada vez que le veo. Estas palabras dejan constancia de que su marcha no se ha interrum­pido y de que sus historias siguen encontrando nuevos lectores.

Yo, desde aquí, saludo al paso de su carrera y aplaudo su manera de contar, su estilo, su humor y todo aquello que le ha convertido en el gran novelista que es. Muchas gra­cias.

Mario Camus

UN POETA

DEL

SENSISMO Miguel Galanes, Condición de una mú­

sica inestable. Colección Endymión. Edi­torial Ayuso. Madrid, 1984. E ntre l�s. últimas

_corrien­tes poet1cas que imperan en España, dejando a un lado a los nietos del pos­tismo, los hijos venecia­

nos o los hermanos del culturalismo, nos encontramos con el sensismo, o poesía de la experiencia cercana, nacida al mismo tiempo de la refle­xión y mezclada con distintas pre­guntas: ¿Qué es el poeta? ¿Dónde reside la verdad de la lírica y para qué está?

Para profundizar en este tema es preciso leer toda la obra de Miguel Galanes -Daimiel, 1951-, y muy en particular su último libro, «Condi­ción de una música inestable», donde el poeta, en una eterna lucha en busca de la belleza, se enfrenta a la realidad de cada día, a los objetos más cercanos, a los momentos ínti­mos o meramente sociales y los ro­dea de un halo de melancolía que nos parece -y acaso sea así- algo nuevo, algo fresco dentro del amplí­simo panorama de nuestra lírica ac­tual. Al fondo del cuadro, como mú­sica del sensismo, podemos oír con mucha claridad algunas notas de Juan Ramón Jiménez. El poeta de Moguer regresa, con toda su fuerza, al sentimiento de estos jóvenes es­critores que ven en él un ejemplo perfecto: una serenidad frente a la poesía y un amor por lo bello difícil de encontrar en otros autores admi­rados y glorificados por todos en los últimos años y que fueron, sin ellos desearlo, la causa directa de una poesía social sin nervio, y vulgar la mayoría de las veces.

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«Condición de una música inesta­ble», se abre con una cita de Anto­nin Artaud: « Yo soy quien mejor ha sentido el desconcierto asombroso de su lengua en sus relaciones con el pensamiento. Yo soy quien mejor ha localizado el borrador de sus más íntimos, sus más insospechados des­lices ... » Para Florencio Martínez Ruiz «Condición de una música ines­table, es un poemario en el que la memoria personal del autor retiene la memoria generacional de una ju­ventud que ha buscado en Juan Ra­món Jiménez su lábaro estético».

«Condición del vuelo» y «Llegar al silencio», son las partes más ro­tundas del libro, y los poemas La sombra del ángel, El ocio del tigre, o Placer de un cisne -sin olvidar Tarde en el café-, pueden ser los más lo­grados de ese libro que comienza con un manifiesto resumidor: «La Belleza en su miedo tirana quien me cerca con fuego ese grito y cubrirte con la blancura de cal de un relám­pago cuando es loco el corcel y per­dió su amazona y el tacto y sus cas­cos de cielo dorados».

Víctor Alperi

RAFAEL

BALLESTEROS

«Jacinto». Prólogo de Alfonso Guerra. Editorial Godoy. Murcia, 1983.

H e querido pensar que las palabras / cobran su sen­tido si tienen / unas fo­sas que esperan». -dice Jacinto, contrafigura con­

jeturable del poeta, en este texto del todo insólito en el canijo y espiritado diorama de la poesía castellana de ahora mismo. Fosas del tiempo, la-

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gares, enterradas orzas, tierras en barbecho, espera. Espera más bien· tú y vayamos por partes: entre el benjamín del grupo poético, de los cincuenta, Francisco Brines, y los «novísimos» de los sesenta, existe una zona no siempre bien percibida de poetas nacidos en el segundo lus­tro de los treinta que se toparon (y taparon), a la hora de su formación y de publicar sus primeros libros, con el esplendor, un tanto declinante ya, de la semi-clandestina poesía civil. Los de mayor talento: Sahagún, Grande, Soto, Ballesteros, tuvieron que hacer su camino sin que la có­moda y en cierto modo indispensa­ble cuadrícula, avalada por el dis­curso del crítico de moda, -estable­ciese sus puntos de partida, sus tó­picas «señas de identidad». Y, sin embargo, ya en sus inicios, repre­sentaban un paso adelante más allá del casi omnímodo foco doble cela­ya-otero, que entonces no era preci­samente el sol que más calentaba, sino tal vez el único (y peligroso) camino transitable en un país que, por no tener, no tenía ni aquel «plan de desarrollo indicativo», eufemismo retórico y meapilas que no fue más que mínimo desentumecimiento para tocar los pocos balones que la Eu­ropa desarrollista dejaba pasar por sobre el murallón autárquico que duplicaba los mismísimos Pirineos.

En el caso concreto de Rafael Ba­llesteros, el tributo a la poesía social se reduce a su primera «plaquette», que se llamaba «Esta mano que alargo», dentro del libro colectivo «Doce jóvenes poetas españoles» 1967, y, en cierto modo, a su si­guiente libro «Las contracifras», de 1969. Aquí, la innegable influencia de Blas de Otero, tengo para mí que significaba más aprendizaje de una retórica que asunción indiscrimi­nada, por mimética, del fogonazo acusatorio del poeta de Bilbao. Los impecables sonetos de aquel volu­men, en efecto, llevan a la perfec­ción, a mi juicio, encabalgamientos, aliteraciones, paronomasias y otras violencias verbales, que no eran sino expresión, en el nivel de la escritura, de un deseo de movilidad, de un brusco sacudón que despertara a la un mucho nefelibata y abotargada lí­rica de la época, con las consabidas excepciones de postistas y toscos bienintencionados del grupo «Espa­daña» de León. Convengamos en que la estatura, hoy indiscutible, de los poetas del cincuenta, era enton­ces apenas visible, aunque sólo fuera por la escasez de su producción, amén de la exigüidad de las edicio­nes, mal comercializadas o en casas

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de edición extranjeras por razones de censura. A lo antedicho del pri­mer libro de Ballesteros habría que sumar un muy especial sentido del humor y la sorpresa (ya hablaremos de su entronque), que faltaban en Otero, y que constituía otro ele­mento de demarcación, propiciando que el poeta hablara ya en su propio nombre, lo cual no era poco.

El giro copemicano se produce, sin embargo, en «Turpa», una espe­cie de esbozo de lo que significaría el libro que ahora aparece, con un certero prólogo de Alfonso Guerra.

No conozco si en sus años de do­cencia en los Estados Unidos, el poeta frecuentó y se deslumbró con determinados líricos de la tradición anglosajona de gran tonelaje dramá­tico y sostenido aliento. No sé si como Pound, un día se plantó en su rincón y mordiendo el protector de mandíbula exclamó: «¡ Qué el diablo nos lleve Robert Browning / pero no puede haber más que un « Sorde­llo» ! ». Lo cierto es que, con carac­teres de estreno ( como dicen en el cine) Ballesteros levanta en «Turpa» y lleva a su perfección en «Jacinto», una de las escasas empresas desde Milton o el Góngora mayor, de po­ner en pie, en castellano, una estruc­tura poemática extensa en forma co­ral y dialogada. Y no arredrándose ante lo inusual del experimento, sale vencedor del desafío, dejando tras de sí un rastro en forma de jocundi­dad verbal, de distorsiones léxicas, de trampas verbales de buen ley, que no constituyen el placer menor del libro.

Naturalmente, que no busque el aficionado lector trémolos de ningún grande o chico teatro del mundo, ni polvorientas teologías. La elocución literaria contemporánea, por levan-

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tada que se desee, no tolera el énfa­sis sostenido. Por otro lado, el im­placable avance del poema está sa­biamente dinamitado por ese ingre­diente que ya apuntaba en «Las con­tracifras» y que aquí revela toda su eficacia: el punzante humor que Ba­llesteros acarrea de los escoriales menos apagados de las vanguardias de este siglo. No en vano ha expre­sado en entrevistas y artículos su débito al primer surrealismo francés y, entre nosotros, el mayor artifi­ciero del postismo tardío: a Gabi­no-Alejandro Carriedo, de quien Ba­llesteros fue siempre devoto y con el que colaboró, finales sesenta, en una efímera empresa, una revista, hoy joya para bibliófilos y cuyo título no me resisto a citar: «Breve relación casi periódica de poesía distinta con­temporánea y no homologada».

«Unas fosas que esperan», citaba al principio. Desde 1972 hasta 1983, este poeta-guadiana, se ocupó de menesteres cívicos; mas pienso que el relativo silencio editorial de estos años -apenas roto por otra «pla­quette», «Del mundo, la mar» (Má­laga - 83), obligado y terso homenaje de un hijo del mediterráneo a su elemento-, no fue sino labor monacal, pasar y repasar, eliminar malezas y enderezar raigones, hasta obtener este lozano y potente «jacinto», que debería avergonzar a tanta flor de estufa, muerta antes de comprobar siquiera el tinte de su corola.

Antonio Martínez Sarrión

DE

EMBLEMAS Y

LABERINTOS

José Manuel Caballero Bonald, Labe­rinto de fortuna. Barcelona, Laia, 1984.

si una de las misiones del crítico, al decir de Ha­rold Bloom, es averiguar qué obra, de entre los autores de su generación,

se ha de convertir en canónica, yo no dudaría en proclamar que Labe­rinto de fortuna de J. M. Caballero Bonald es, junto con El fulgor de J. A. Valente, el más importante libropoético publicado en castellano en'1984, Y no arriesgo nada afirmandoque esta obra culmina un procesoimplacable, no sólo de depuracióntécnica, sino también de tono gene­ral que afecta por igual al contenido,

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al transfondo personal y al contem­poráneo espíritu del t.iempo.

No es fácil de(s)construir y mu­cho menos un laberinto. El caso es que Caballero Bonald, poeta de la experiencia, en los libros recogidos en Vivir para contarlo (1966) había establecido un pacto con su entorno. Para cantar su belleza y sus mise­rias. Para modificarlo finalmente como los héroes positivos. Es evi­dente que al héroe le tentaba el labe­rinto pero todavía se aferraba al hilo de Ariadna, como reza el título del poema que cerraba el citado libro. El desengaño de ese héroe, el esplen­dor fugaz de paraísos vagamente irresueltos y un cierto desmarque senequista del pasado dieron como resultado un bello libro: Descrédito del héroe (1977).

Siete años después, y ya de lleno, el laberinto como acertado espacio literario, no al modo de otros consa­bidos desde Cervantes a Octavio Paz, sino al de otro de estirpe anti­gua: el laberinto como espacio ale­górico-mítico que viene a Juan de Mena y se actualiza -eludiendo, por supuesto, a Borges- vía Nerval y Michaux.

Pues ¿para qué se entra al labe­rinto? ¿Por qué Caballero Bonald se adentra en él? No ciertamente para instalarse en el vientre de la ballena en búsqueda de una travesía de puri­ficación. Ni tampoco para que la diosa Fortuna -degradada al vacío de la minúscula en el título del libro-­enseñe, como en el poema del gran cordobés, la triple rueda de los tiempos y su representación. Sabe­mos que el sujeto desvaído de la obra que comento no lleva consigo el hilo de Ariadna y que, aun a riesgo de que no exista, busca el centro. En ese territorio de desola­ción no existe el recuerdo ni el oxi­dado deseo ni siquiera el paisaje de la imaginación. Sabemos entonces que es un espacio de negación y de muerte, un afán de nada.

Al discurso no le queda otro ca-

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mino en esas imbricaciones que ne­gar su sujeto y acabar en imagen emblemática o articularse como búsqueda del vacío del centro. Estas son, pues, las dos líneas (la esencia del laberinto es la bifurcación) que se entrecruzan en este libro. Dicho de otra manera, Laberinto de f or­tuna es un libro de emblemas y a la vez un libro de asedio al silencio.

La gran obra suele ser fruto de la coherencia interna artística y de la suma de sus aciertos. Acierto es, sin duda, hacer contemporáneo ese viejo género emblemático que en Caballero Bonald adquiere un bello esplendor funerario combinado con el obligado toque moral. Moral que más que reconvención didáctica de­viene gesto de irónica despedida. El procedimiento funciona de tal ma­nera que el ritmo de la prosa poética va alargándose en conceptos hasta encontrar su epifonema. Si acto se­guido se relee el título de la compo­sición, aparece el guiño que explica el sentido de la glosa. La maestría habitual del autor en el vocablo cer­tero, en el concepto justo, remite a aquella falsa etimología de laberinto, datada en el siglo XVII (labor intus) que sugiere más que el esmeril culte­rano, el trabajo paciente del arqui­tecto conceptista.

Poética del silencio he dicho, a pesar de que ésta anda a veces de­nostada por estos pagos literarios. Es difícil nombrar el vacío, describir la nada. Pero es la alta misión del lenguaje poético si quiere evitar el manoseo gárrulo de las palabras. Sabemos -Caballero Bonald lo sabe­quién habita el centro del laberinto. Sabemos también que la mandorla está vacía. Para cercar el centro son precisas circunvoluciones y encruci­jadas, es necesario el difícil viaje ha-

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cía las bodas sagradas porque es se­guro que si en el centro del laberinto espera alguien, ha de ser la intrusa de Samarcanda. Por ello y con todo entusiasmo, yo invito a los neófitos a entrar en este Laberinto.

Gustavo Domínguez

EL FAMOSO DOCTOR SAMUEL JOHNSON

H ay libros que son inequí­vocamente, fatalmente in­gleses: la «Anatomía de la melancolía» de Robert Burton; el «Urn Burial»

de Sir Thomas Browne; «El pesca­dor de caña o la recreación del hom­bre contemplativo», de Izaak Wal­ton; el «Pilgrim's Progress» de John Bunyan; el «Diario» de Samuel Pe­pys ... Entre estos libros figura «La Vida del Doctor Samuel Johnson», precisamente el autor de «La Vida de los Poetas», escrita por el fiel, atento y servicial James Boswell.

Boswell, escritor y viajero (a quien, por cierto, se le atribuye el descubrimiento del término «román­tico», empleado por primera vez al describir el «romántico aspecto» de la isla de Córcega), vivió fascinado por Johnson a partir del día 16 de mayo de 1763, en que compra el «Diccionario Johnson» en la tienda de un librero de Londres. Este en­cuentro cambia su vida. Al igual que años más tarde Eckermann se dedi­caría por entero a Goethe, Boswell siguió tenazmente a Johnson, ano­tando sus ocurrencias, sus posibles genialidades y hasta sus botaratadas. En 1773 le acompaña a un viaje por las Hébridas, sobre el que escribe el «Diario de un viaje a las Hébridas». Finalmente, el 30 de junio de 1784 ve por última vez a Johnson en una comida en casa del pintor Reynolds. El Doctor falleció el 13 de diciembre del mismo año, ahora hace doscien­tos. «La Vida del Doctor Samuel Johnson» aparece el 16 de mayo de 1791, y se convirtió, casi desde el día de su publicación, en un clásico de la lengua inglesa.

Boswell, sin embargo, tuvo menos fortuna que su libro. La opinión más generalizada en su tiempo le consi­deraba incapaz de hacer nada bueno, y Macaulay llega a calificarle de ne­cio. De acuerdo con estos juicios tan

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adversos hemos de convenir, si ha­cemos caso de ellos, que la « Vida del Doctor Samuel Johnson» es una obra fruto de la casualidad y que Boswell era una especie de «asno flautista». No obstante, Boswell es autor de otros libros, como «Des­cripción de Córcega», o el ya citado «Diario de un viaje a las Hébridas», que inaugura el género literario de la «indiscreción», antes de que el «Diario» de Pepys fuera publicado. En cualquier caso, lo que sí es evi­dente es que el biografiado le hizo sombra al biógrafo: realmente, como debe de ser.

Por el contrario, Johnson es un escritor estimado por sus compatrio­tas. Fue un inglés tan característico que es posible que su figura y obra resulten menos atractivos fuera de su patria. En España, concreta­mente, se le conoce poco y se le lee menos. Es fácil que el segundo ani­versario de su fallecimiento pase inadvertido aquí.

Samuel Johnson (1709-1784) era un erudito formidable y hombre con sentido común. Hay quien no apre­cia en exceso el sentido común, y a juzgar por algunas opiniones de Johnson, anotadas con entusiasmo por Boswell, no siempre sentido común y buen sentido caminan jun­tos. A Johnson le encantaba emitir juicios, lo hacía continuamente; y

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como sus conocimientos eran gran­des, llegó a opinar sobre todo. Por ejemplo, dijo cosas como ésta: «Los hombres se meten en el mar antes de conocer la infelicidad de ese género de vida, y cuando llegan a conocerla ya no pueden librarse de ella, porque entonces es demasiado tarde para elegir otra profesión; como ocurre generalmente a todos los hombres una vez que se han metido en un género de vida cualquiera». No siempre la fidelidad de Boswell, su literalidad, resulta absolutamente beneficiosa para el biografiado.

Jóhnson, que había nacido en Li­chfield y que tan sólo pudo perma­necer dos años en Oxford, sin alcan­zar título alguno, a causa de su malí­sima situación económica (se dice que le asomaban los dedos de los pies por los agujeros de sus zapa­tos), fue un escritor profesional en el más estricto sentido de la palabra. Escribía para poder vivir en una época en la que el incipiente sistema liberal ya permitía que los escritores, mejor o peor, pudieran vivir de su pluma. En cierta medida, Johnson inaugura lo que pudiéramos llamar la «crítica parlamentaria», con una se­rie de discursos imaginarios en los que imitaba el estilo de los más des­tacados oradores de la Cámara, pu­blicados en el «Gentleman's Maga­zine». Sin periódicos y sin Cámara de Diputados sin duda Johnson hu­biera sido un escritor de otro tipo.

Como poeta, al igual que Voltaire, con quien puede emparentársele en más de un aspecto, pese a que él era un clérigo piadoso, no parece desta­cado. Escribió sátiras a la manera de Juvenal, como el poema «Londres», o «La vanidad de los deseos huma­nos», y también la tragedia «Irene»,que le puso en escena el actor Ga­rrick, que había sido alumno suyo, yque duró tan sólo nueve noches encartel.

Mayor interés tiene su prosa, bien narrativa o ensayística. Su relato «Rasselas», escrito en una semana, para sufragar los gastos del entierro de su madre, es un «cuento filosó­fico», publicado en 1759, el mismo año que el «Cándido» de Voltaire. Las peripecias de este príncipe de Abisinia son de un exotismo artifi­cial, como posteriormente lo serían las de «Vathek» de William Beck­ford of Fonthill: exotismo que no es ajeno a las «Cartas persas» de Mon­tesquieu, y a las «Cartas marruecas» de Cadalso, como si las supuestas mentalidades de individuos de otras civilizaciones pudieran desarrollar con mayor comodidad parábolas morales. Edmund Wilson calificó a

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«Rasselas, príncipe de Abisinia» como un equivalente a «La vanidad de los deseos humanos» en prosa, y lo tiene por «el verdadero testa­mento espiritual de Samuel John­son».

Pero el Johnson ensayista, pole­mista y erudito ocupa una posición de privilegio, incluso sobre el narra­dor. En el volumen titulado «El Va­gabundo» reune escritos sobre moral y literatura, cuya continuación, pu­blicada en 1758, lleva por título «El Perezoso». En 1747 acepta el en­cargo de redactar el «Diccionario de la lengua inglesa» por la cantidad de 1.500 libras esterlinas. La protección que le otorga el ministro Bute, quien, por ejercer mecenazgo, asigna a Johnson la cantidad de 300 libras anuales, le libera de las dificul­tades económicas, aunque no por ello deje de escribir por encargo. Su obra más conocida y elogiada, «La Vida de los Poetas», le fue enco­mendada en 1777 por una comisión de libreros londinenses, que se pro­ponían publicar una nueva edición de los poetas ingleses, para la que necesitaban prólogos. Los prólogos de Johnson, conforme los escribía, se fueron alargando hasta el punto de superar con mucho los límites en los que habían sido concebidos. Es­cribió diez vidas en total: las cuatro primeras aparecieron en 1779 y las restantes en 1781. Según Antonio Dorta, que prologó la edición en es­pañol, reducida, de «La Vida del Doctor Samuel Johnson», publicada en la Colección Austral, las mejores son las de Cowley, Dryden y Pope; la peor es la Gray, y la más discu­tida, la de Milton. Y declara: « 'Las Vidas de los Poetas', sus 'Cartas' y sus 'Plegarias y meditaciones' son las obras más atractivas y permanen­tes del gran Samuel Johnson».

T. S. Eliot considera que Johnson es, junto con Dryden y Coleridge,

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uno de los tres grandes críticos in­gleses de poesía, y a pesar de las objeciones que le hace, reconoce que «sus juicios pueden resultar siempre oportunos». Eliot insiste en que el siglo XVIII tenía otra sensibi­lidad, y sagazmente señala: «Perdo­namos (los modernos) mucho por el sentido y las imágenes; él (Johnson) perdonaba por el sentido». No obs­tante, Johnson escribió a propósito

· de Akenside: «Nada tengo que hacercon los principios religiosos o filosó­ficos del autor; sólo me incumbe supoesía».

La obra de Johnson no llegó a al­canzar, sin embargo, la notoriedad yel general reconocimiento de su bio­grafía, que el propio Boswell diceque es inferior a una hipotética «au­tobiografía» que el Doctor Johnsonno llegó a escribir: «Si el DoctorJohnson hubiera escrito su vida, deconformidad con la opinión expre­sada por él de que cada hombre esquien puede escribir mejor su propiavida; si hubiera empleado en la con­servación de su propia historia esaclaridad en la narración y esa ele­gancia de lenguaje con que ha em­balsamado a tantas personas emi­nentes, el mundo habría tenido pro­bablemente el ejemplar más perfectode biografía que haya existido ja­más».

José Ignacio Gracia Noriega

DIAS DE

OCTUBRE

José Díaz Femández, Octubre rojo en Asturias. Colección Reconquista. Silve­rio Cañada, Editor. Gijón, 1984.

Los sucesos sangrientos de Asturias en octubre de 1934 dieron lugar a una bibliografia abundante (en la que figura, incluso, el

nombre de Albert Camus) con una imprecisión léxica notoria; la palabra «revolución», porque una intentona que fracasa tan estrepitosamente como ésta es, más que una revolu­ción, todo lo contrario; el pretexto para la contrarrevolución, como así fue, en efecto.

De los muchos libros que se escri­bieron sobre estos hechos asturianos destaca «Octubre rojo en Asturias», en el que el escritor José Díaz Fer­nández se oculta tras el pseudónimo

Los Cuadernos de la Actualidad

de «José Can el», y que ahora Silve­rio Cañada, Editor, recupera, tal vez con motivo del cincuentenario de aquellos días. El libro resulta atrac­tivo a partir del título, «Octubre rojo en Asturias», que le dota de una ambigüedad que sin duda no preten­día su autor; pero en Asturias los otoños son rojos, en los bosques y en la montaña, con las hojas muertas y caídas que llenan los campos y las sendas de colorido, de modo que, quien se abstraiga de circunstancias políticas, bien podría imaginar que se encuentra ante una obra de des­cripciones paisajísticas.

Obviamente, no es así. José Díaz Fernández, un gran escritor olvi­dado, era un hombre políticamente comprometido, y su postura res­pecto a los sucesos de octubre queda clara desde el prólogo que pone, firmado por su nombre, al texto de «José Canel». Por medio de capítu­los muy breves, relatos que se cie­rran en sí mismos ( en una técnica parecida a la que empleara anterior­mente en su conjunto de relatos «El blocao», sobre la guerra de Marrue­cos), Díaz Fernández ofrece una vi­sión de conjunto de aquel octubre. Su estilo es rápido y directo, «perio­dístico» (si entendemos este término de modo que no sea peyorativo). En España, en su tiempo, hubo escrito­res formidables, que al relatar lo que veían nada tenían que envidiarle a un Hemingway, como Julián Zuga­zagoitia en «Madrid, Carranza 20», espléndidas crónicas de guerra, o José Díaz Fernández, en el libro que comentamos.

Buen narrador (Díaz Fernández es autor, además de «El blocao», de la

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novela «La Venus mecánica», entre otras obras), en «Octubre rojo en Asturias» hay tensión dramática, descripciones ajustadas, e historias que pueden ser consideradas como auténticas narraciones breves.

El prologuista de «Octubre rojo en Asturias» José Manuel López de Abiada, escribe, a propósito de Díaz Fernández, con toda razón: «Cua­renta años de olvido sorprendente; sobre todo en Asturias, ya que su obra es de indudable trascendencia». En efecto; es realmente incompren­sible que obras como la de Díaz Fernández continúen desdeñadas, y que la reciente edición de su « Venus mecánica» haya tenido tan escaso eco.

López de Abiada, en su prólogo, hace un recorrido, un tanto profe­sional, por la vida y obra de Díaz Fernández, y aporta, como contri­bución realmente importante, un ar­tículo firmado por Díaz Fernández en «El liberal», el 10 de agosto de 1935, en el que se declara autor de «Octubre rojo». Al mencionar las obras relativas a los sucesos de As­turias en su tiempo, López de Abiada omite el libro de Aurelio de Llano, que es un testimonio de pri­mera mano sobre la toma de Oviedo por los mineros, aunque su perspec­tiva no sea revolucionaria.

Esta edición de «Octubre rojo en Asturias» es facsimilar, por lo que no deja de tener gracia que, en la página 83, leamos: «Qué comités ni qué m ... ». Lo que me trae al re­cuerdo aquella queja de Cela en un prólogo a una edición de « Viaje a la Alcarria», donde explica que donde antes había tenido que escribir

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«p ... », en esta nueva edición (se­guían los tiempos del general) conti­nuaba «p ... ».

Patricio Cué

ELOGIO

DELA

MELANCOLIA

Eloy Sánchez Rosillo, Elegías. Ma­drid, Trieste, 1984.

La regularidad con que Elóy Sánchez Rosillo (nacido

. en Murcia en 1948) nos va dando a conocer su obra poética -publica un libro

cada tres años- se corresponde con su fidelidad a una concepción esté­tica patente ya en el título inicial, Maf.leras de estar solo (Madrid, Adonais, 1978). Es la suya una poe­sía intimista, de progresiva sencillez, centrada en la evocación -llena de resignada melancolía- de los mo­mentos felices del pasado.

Páginas de un diario (Barcelona, El Bardo, 1981) nos parece, hasta el momento, el libro más representa­tivo de Sánchez Rosillo. Los apun­tes autobiográficos -un árbol que crecía junto a la casa de la infancia, las lilas de un jardín nocturno, una muchacha entrevista en Orán, el gozo de la escritura y la angustia de la espera ante el papel en blanco- se completan con poemas históricos («La familia de Carlos IV», «Melvi­lle, en la aduana», «Los pinares de Postdam») donde con más largo aliento se objetiva idéntica cosmovi­sión.

Elegías, de juanramoniano título (y no es esa la única huella del poeta de Moguer), supone una reiteración, temática unida a una mayor tenden­cia hacia la concisión. La cita inicial -un haikú de Basho- parece indicar­nos que el poeta ha querido contra­rrestar su tendencia hacia lo narra­tivo con la concisión, casi mera­mente enumerativa de determinadoselementos, característica de ciertapoesía oriental. El poema «Atarde­cer en Las Lomas» dice así: «Unatarde remota. Soy un niño. / Juegocon mis hermanos en el huerto. /

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Pájaros que regresan a los pinos. / Sol en el jazminero». El riesgo de estos versos -hay otros en el libro del idéntico estilo- es confundir la emoción estética con la que produ­cen por sí mismos los temas, o sea, con la falacia patética. La simplifi­cación estilística tiene su encanto y tiene también sus peligros.

Además del modelo que acabamos de citar, otro tipo de poemas breves se repiten en Elegías. Se trata de unas estilizadas y mínimas cancion­cillas cuyo evidente origen se en­cuentra en Juan Ramón Jiménez. Ci­tamos, como muestra, la titulada «El río»:

El sauce y el río. El sol en el agua.

Detente. Contempla la mañana.

No pienses en nada.

No negamos el encanto de estos versos (tan innegable si se los com­para con el fárrago pretencioso y culturalista de tantos de sus compa­ñeros de generación), pero tampoco su obvio carácter menor y escasa­mente novedoso.

Las coincidencias temáticas entre Elegías y los libros anteriores son abundantes. Así, «Un libro» nos re­mite a «La muerte del silencio», de Maneras de estar solo: en ambos ca­sos se trata del descubrimiento ado­lescente de la literatura (simbolizada una vez por La cartuja de Parma y otra por los Idilios, de Teócrito). «Mañana de febrero», por su parte, se relaciona con el poema inicial de Páginas de un diario. Su asunto -el retraso de la inspiración- es muy frecuente en Elegías.

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Como novedad, Sánchez Rosillo se permite algún divertimento en el libro más. reciente: el titulado de esa manera es una nadería insignificante; «Hortus rhetoricae» recuerda a cier­tos juegos de Fernando Ortiz (en dos octavas reales que repiten, salvo una excepción, las mismas palabras al fi­nal del verso se afirma primero una postura vital y luego la contraria). Pero nada más ajeno al modo de ha­cer del poeta murciano que el humor o el experimentalismo.

Redundantes y hermosas, estasElegías ejemplifican muy adecuada­mente el riesgo de la autofagia que acecha a la mayoría de los poetas. Pocos son los que optan por callarse hasta que tengan algo nuevo que de­cir (aunque, quizás, tales poemas repetitivos resultan necesarios para, a través de ellos, llegar un día a en­contrarse en un territorio nuevo).

Gusta Sánchez Rosillo de añadir a sus obras una tabla cronológica en la que se indica cuando fueron escritos los poemas. Nos enteramos así de que no desdeña las fechas tópicas para hablar de temas tópicos, como el paso del tiempo ( «Dice adiós a su juventud», de Páginas de un diario, y «Nel mezzo del cammin», de Ele­gías, fueron escritos en su cumplea­ños), y de su preferencia por un re­dundante poema epílogo redactado siempre antes de terminar el volu­men. Esta nimiedad resulta significa­tiva de una obsesión por «estructu­rar» los libros, muy característica de los autores contemporáneos, y res­ponsable de una buena parte de los malos (o, por lo menos, superfluos) poemas que han escrito buenos poe­tas. Así, Sánchez Rosillo, tras el es­pléndido «Luna llena» (el último poema -cronológicamente- del li­bro), añade el pegote de un «Final», obvio y tópico.

No queremos terminar esta nota sin aludir a la colección que publica Elegías. Creemos que posee, aparte de su cuidado tipográfico, la caracte­rística esencial de una colección de poesía: personalidad. Sin limitarse a un grupo, se adivina tras ella una selección exigente y coherente: Ma­ría Victoria Atencia, Juan Manuel Bonet, Fernando Ortiz, Andrés Tra­piello, la mayor parte de los poetas publicados por «Trieste», tienen, sin negar sus claras diferencias, una cierta atmósfera común que hace que el lector sepa a qué atenerse cuando se enfrente con un nombre desconocido en un nuevo volumen de la colección.

José Luis García Martín

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LAS SEDAS DE

KIMA

La música suena a toda pas­tilla. La barra está llena de gente vestida de negro. Y este hombre y esta mu­jer, que no se conocen de

nada, han ido a parar el uno al lado de la otra. Se han mirado un mo­mento, de reojo, cada uno de ellos molesto de estar al lado, precisa­mente, de la única persona que, en toda la barra, lleva también la ropa estampada. Ella le ha mirado la ca­misa, tratando de entender qué son todas esas pinceladas ocres y verdo­sas. ¿ Va con mambo, éste? (Pero no hay palmeras, ni playas.) ¿Por qué no ha ido a apoyarse unos metros más allá? El la ha mirado con disi­mulo. ¿De qué va, ésta? ¿De qui­mono azul? Estas mangas anchas, como si fuese un abrigo japonés ... Si hubiese algún otro lugar vacío más allá ... (Es tonto, ser los dos únicos con estampados chillones, en una barra llena de camisas y vestidos os­curos), pero la barra está atiborrada.

Un camarero se acerca al hombre y le pregunta qué quiere tomar. El mira qué toma la mujer, para -como mínimo- no pedir lo mismo. Pero la mujer no tiene ante sí ni vaso ni copa: hace rato que ha pedido y aún espera que le sirvan. El pide un scotch y, mientras el camarero se aleja a buscar la botella, otro cama­rero se acerca a servir a la mujer: un combinado azulado. Afortunada­mente, piensa él, han pedido cosas harto diferentes.

Los Cuadernos de la Actualidad

Ahora beben poco a poco. La mu­jer se gira de espaldas a la barra y se apoya. Deja vagar la mirada y, de pasada, topa con la camisa del hom­bre. Se sorprende. El estampado es una gran mancha roja sobre fondo marrón. Y hubiese jurado que, an­tes, cuando la ha visto por primera vez, la camisa era de tonos ocres y verdosos ... Es tan oscuro este bar que no se distinguen con claridad ni los colores, piensa.

El hombre pide un segundo scotch; y mientras se lo sirven ve cómo, en un movimiento súbito, la mujer ha derramado parte del conte­nido de la copa y se ha manchado el vestido. Suerte que la seda cruda está llena de sombras negras y ver­des, y la mancha de bebida se nota poco. ¿Pero no llevaba un quimono azul, como un abrigo exótico?

Desde ese momento no se sacan la vista de encima, el uno del otro. A lo largo de dos horas, él contempla, boquiabierto, cómo los vestidos de la mujer cambian lentamente de co­lores y de formas. La mujer, aterro­rizada, observa cómo la camisa de él se funde, incansablemente, para re­nacer con los tonos y los dibujos más insospechados. Ambos son, para el otro, un calidoscopio ince­sante. Han bebido demasiado poco para dar al alcohol la culpa de las alucinaciones, pero también dema­siado poco para que ninguno de los dos tome coraje suficiente para pre­guntar al otro si es consciente de lo que le pasa en la ropa.

Por eso, cuando a las tres cierran el local y los echan, se van cada uno por su lado, sin haber sido capaces de decirse nada, y giran la cabeza de

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cuando en cuando, para observar de lejos aquel semáforo fantástico que se pierde por la esquina.

Pero el día siguiente vuelven a es­tar en la barra. Y esta vez, al ver que ambos han sido puntuales a la cita no concertada, se sonríen.

-Hola ... Me llamo Perico.-Y o me llamo Kima.El se saca un abanico del bolsillo

y se lo regala. Ella lo invita a un scotch, mientras un aeroplano se es­trella contra el rascacielos más alto de la ciudad.

Quim Monzó

(Escrito para el catálogo de una ex­posición de sedas de Kima Guitart. Traducido por Miguel Cierco.)

INTERIORIDAD

DELA

PINTURA DE

REYES DIAZ

Galería-librería Cornión. Gijón.

Desde 1978 no exponía Re­yes Díaz (Gijón, 1948), pintora que acostumbra a espaciar sus muestras in­dividuales hasta el punto

de que, pese a haber comenzado a pintar antes de 1967, año de ingreso en la Escuela de Bellas Artes de San Femando de Madrid, ésta de ahora es su quinta exposición. En el último paréntesis, de casi siete años·, ha in­fluido ciertamente su dedicación a la enseñanza en la Escuela de Artes y Oficios de Oviedo, pero también cierta reserva frente a la compulsión a pintar que sufrieron la mayoría de los artistas españoles desde finales de los años setenta.

La apuesta por lo pictórico iba en­tonces vinculada a una resolución fluida inspirada, por un lado, en el Expresionismo Abstracto norteame­ricano; por otro, en esa línea emi­nentemente francesa que va desde el posimpresionismo hasta Matisse. Para Reyes Díaz, en cuya formación pesó sustancialmente la figura de Antonio López que fue profesor suyo en la Es�uela de San Femando,

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)a proximidad a lo cotidiano, tan ca­' racterística de ese realismo español empeñado en definir con consisten­cia los objetos a través del dibujo y de la luz, comenzó a completarse �º1.1 l�s sugestiones de una pintura mt1rn1sta, más cercana a la tradición francesa que a la objetiva veracidad hispánica.

Este hecho, y la existencia de una cualidad poética (sólo en algún caso narrativa) de su pintura, siempre fi­gur,ativa, han ?ado lugar a que, des­pues de un tiempo de relativo re­chazo, vuelva a ser considerada, en cuanto exponente de una dirección actual. En este sentido imagino que han debido ser frecuentes las men­ciones a Balthus, cuya perversa p�esta en escena de lo ingenuo está sm embargo completamente ausente de l�s _cuadros de .nuestra pintora. Mas importa señalar aquí corno carac­terística fundamental de .. su arte cierto infrecuente equilibrio entre �ma homogeneidad pictórica (visible mcluso en los dibujos, que partici­pan de esa cualidad) que hace per­fecta1_11ente .ªl!tónorna cada obra, y una mdefimc1ón de contenido que preserv� su ambigüedad y vuelve necesana la _ participación del espec­tador en su mterpretación.

Tal se advierte en los tres tipos de obras que la pintora presenta en la galería Cornión. Entre ellos el más antiguo es el de algunas pinturas de pequeño formato, realizadas sobre cartón que colorea de una sola tinta con un rodillo, sacando luego diver­sas calidades con ayuda del buril. E�ta técnica es utilizada por Reyes D1az desde antes de 1970, año en que mostró varias de estas obras en la exposición colectiva Minicuadrosde la galería madrileña Círculo 2.

Un segundo grupo de obras son los dibujos. La artista se inició en la ilustración de libros en 1982, pero al lado de esta dedicación, en la que sobresale la serie que presentó al concurso convocado por la Caja de Ahorros de Asturias sobre el terna de «La Regenta» de Clarín cultiva el dibujo de una manera autónoma Así �ue_s, hay que distinguir entr�los d1buJos los que son ilustraciones de un texto concreto de aquellos otros que no tienen un motivo fijado de antemano. Los primeros exhiben una capacidad para el detalle y una precisión lineal del todo ausentes en los segundos que, mucho más libres muestran un tratamiento que valor� las superficies y las masas antes que las líneas.

Por último quedan los óleos. En ellos aparece apuntada una variedad de direcciones mayor que en las

Los Cuadernos de la Actualidad

«Verano por la tarde». Oleo sobre lienzo. 192 x 160 cm., 1984.

obras rnen�ionadas. Es principal­mente el diferente tratamiento del color el que induce esa diversidad s?scitada también por los ternas. Va­n�n estos desde el paisaje y el bode­gon hasta las escenas con figuras· acaso los más representativos sea� pre�isarnente los interiores, pero, en realidad, la metáfora de la interiori­dad está igualmente presente en to­d?s lo� motivos. Especialmente sig­nificativo en este sentido era el terna de su envío a la reciente IV Bienal Nacional de Arte Ciudad de Oviedo reproducido en la fotografía dond� la �parició1_1 de las ventanas � el es­peJo en el mterior de una habitación de planta poligonal hace referencia a la dualidad fundamental en todo ar­tista, dividido entre la necesidad de profundizar_ en las imágenes propias Y la de abnrse a las exteriores. Los brazos de la figura indican a las cla­ras la opción preferida por la pin­t?ra, pero la rnirada muestra también cierta vergüenza perpleja ante la elección.

En otro cuadro, presente éste en la muestra, se evidencia cómo la re­flexión sobre la pintura propia se ampara alguna vez en experiencias de otro artista, en este caso Evaristo Valle

,' de quien aparecen préstamos

n_o solo e.� la morfología figurativas11_10 _tarnb1en en el griffonage, el des­le1rn1ento del color, y la coexistencia de la mancha con la línea que, en lugar de contoneada, se le super­pone. Pero por lo común las imáge­nes son nítidas, y las figuras de Re­yes Dí�z aparecen en su fragilidad corno pmtadas con una dureza cris­tali1.1a. especialmente patente en los en_s1rn1srnados rostros, cuyo enigma acierta la artista en preservar.

Javier Barón

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SOBRE EL ESTADO PICTORICO DELA JOVEN NACION

I_Y Bienal Nacional de Arte «Ciudad de Ov1edo». Museo de Bellas Artes de As­turias. Oviedo. Noviembre-diciembre 1984.

La Cuarta Bienal Nacional de Arte Ciudad de Oviedo (a cuyo Director quiero felicitar desde estas pri­meras líneas por el buen

�rabajo realizado, al habernos ense­nado a domicilio una amplia muestra de la_ joven pintura española actual) me sirve corno pretexto para susci­tar este pequeño debate sobre el es­tado pict?rico de la nación, dedicado ª. los artistas de las últimas genera­

c10nes.

. En�abezados por los amigos de la

mcre1ble e inefable Paloma Chamo­rro -por aquello de ser sus nombres los más conocidos, al aparecer con mayor frecuencia en los muy esca­sos programas artísticos de la «tele» nacional ( del páramo T.V. regional más vale _no decir nada, pues no p�ede decirse nada bueno)- ciento cmcue�ta _Y cuatro artistas expresa­mente mv1tados (en realidad fueron 1?3, puesto que uno no acudió a la c!ta), procedentes de casi todos los nncones del país y nacidos en las décadas de los años cuarenta y cin­cuenta (pues a ellos se dedicó en exclusiva la presente convocatoria) mostraron sus pinturas al públic� desde el 15 de noviembre al 15 de diciembre de 1984 en el Museo de B�llas Artes de Asturias. (Para el ano 1986 la Municipalidad piensa -loable propósito- presentar escultu­ras distribuidas por las calles y pla­zas de la ciudad).

El examen. de los cuadros expues­

tos me sugiere unas impresiones personales (impresiones de un pintor surreal y primitivo que intenta con­te1_11p_lar la . obra de sus colegas lomas 1rnparc1alrnente posible y que no �retende, corno suelen hacer los teó­ncos del arte, estar en posesión ni exclusiva ni excluyente de la ver­dad). A continuación enunciaré mis impresiones generales en los tres apartados siguientes:

1.-Noto, con tristeza, una gran falta de creatividad personal, una enorme ausencia de motivos origina­les y una abrumadora reiteración de

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tendencias, que fueron vanguardia hace muchos años, pero que retor­nan ahora sin un ápice de su agresi­vidad original. (¿Será el triunfo de la línea «light», como ocurre con el ta­baco y con las bebidas refrescan­tes?).

2.-Veo mucha copia mala e irre­flexiva de estilos foráneos y un so­metimiento exagerado a los dictados de la moda ... (Sobre quien dicta la moda, también podría escribir algo, pero prefiero no hacerlo pues se trata de un tema más propio para ser desarrollado por un historiador del arte o por una revista del corazón).

3.-Debo señalar que, entre los ar­tistas invitados, existen también magníficas, aunque escasas, excep­ciones a estas dos reglas anteriores tan penosamente expuestas. Lo de­claro así para su debida constancia, pero no pienso dar nombres de com­pañeros, ni para bien, ni para mal...

Esta falta de originalidad general motiva, desde mi punto de vista, que la mayor parte de las obras expues­tas adopten alguna de las siguientes tendencias, practicadas con mucho afán por los que pretenden estar a la última. Estas tendencias, que inten­taré reseñar parodiando, en lo posi­ble, el difícil lenguaje de los teóricos del arte y supliendo a base de imagi­nación la monotonía de los cuadros comentados, son, dicho sea con cierto humor, las siguientes:

a) Muñequismo caricaturesco,con o sin fondos arquitectónicos im­pregnados de mediterraneidad fallera ( es decir, de cartón piedra).

b) Primitivistas variopintos, ins­pirados unos en el estilo de los anti­guos egipcios, otros en el arte negro, algunos en «l'art brut», varios en el arte popular, incluso uno en el di­seño de electrodomésticos... Pero

BIENAL NACIONAL DE ARTE

CIUDAD DE OVIEDO

Los Cuadernos de la Actualidad

«Viky uslé». 280 x 200 cm.

todos con el mismo defecto: les falta una mayor adecuación del motivo de partida a la forma de hacer personal de cada artista.

c) Presuntos infantilistas preten­ciosos y vanos, tan tristes para el ánimo del espectador como suele serlo la contemplación de un falso «nafü, ... (Una de las peores plagas artísticas de nuestra época).

d) Nostálgicos «matissianos»descoloridos, indignos de amarrar las sandalias de su maestro.

e) lnformalistas fatigosos, va­cuos y aburridos, sin nada nuevo que decir, carentes de recursos crea­tivos, con tendencia a usar, mecáni­camente, una rítmica y presurosa pincelada al bies.

f) «Gordillistas» desganados,cansinos y reiterativos que, en su precipitación irreflexiva, copian tan solo los caracteres más superficiales del original. y ... dominando todo el conjunto:

g) N eoexpresionistas forzados,torpes y chapuceros en cantidades industriales, abrumando al público con unos cuadros, que parecen re­cién salidos de la cadena de montaje de una multinacional de las artes.

A la vista de este panorama, se me ocurre formular las dos preguntas si­guientes:

¿Debo pensar que los jóvenes pin­tores españoles deciden mayorita­riamente adoptar las corrientes «en vogue» y renunciar a la creatividad individual por puro afán de novedad, o debo suponer que son los críticosencargados de la selección los que,erigiéndose en pequeños dictadoresde la moda, pretenden hacer creer alos espectadores que los invitadosson los únicos artistas dignos de in­terés, dentro de la pintura españolaactual?

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Las notas introductorias a cada uno de los capítulos del catálogo ofi­cial, redactadas en su mayor parte por los propios seleccionadores, re­sultan escasamente aclaratorias, pues lo que los textos afirman no aparecía luego confirmado por la contemplación de los cuadros ex­puestos. ¿Dónde estaba el individua­lismo, dónde la diversificación, dónde la vanguardia, dónde la con­traposición entre mediterraneidad y atlantismo, dónde la descentraliza­ción, dónde el espíritu de juego, la ironía, la ambigüedad, el humor. .. ? Yo no vi nada de todo eso, aunque no dudo que los teóricos del arte sí lo habrán visto.

Puedo señalar, sin embargo, dos detalles (¿significativos?) que pare­cen abonar el contenido de la se­gunda pregunta, sobre la responsabi­lidad de los seleccionadores, aunque no por ello libere a los pintores invi­tados de toda culpa:

1.-En las selecciones del País Vasco, de Cantabria, de Castilla­León y de Asturias, por limitarme a las regiones de las que puedo hablar de una forma directa, constato la au­sencia de varios artistas que se ca­racterizan, precisamente, por seguir una línea de trabajo muy personal y creativa que, al parecer, no encaja en los rígidos esquemas mentales de algunos teóricos.

2.-Una de las zonas mejor repre­sentadas (y peor colgadas) en la IV Bienal de Oviedo, tanto en calidad de obras como, sobre todo, en va­riedad de estilos y tendencias, re­sulta haber sido seleccionada no por un crítico a la última, sino por una galerista en activo ... (Cierto que te-· nía dónde escoger pero, a esta abun­dancia de hoy, también ha contri­buido ella con su trabajo de cada día, sin olvidar, claro está, la impor­tancia que siempre tuvo una ciudad como Sevilla en el mundo del Arte).

¿Por qué una galerista suele ser, en general, mejor seleccionadora que un crítico? A modo de explica­ción arriesgo la siguiente hipótesis:

Los teóricos suelen escoger nom­bres por o para su historieta particu­lar, sin prestar apenas atención a la calidad artística y estética de las obras que exhiben ... (Prefiero no poner ejemplos pero haber «haylos» y el lector podrá, con toda seguri­dad, recordar alguno apropiado, su­pliendo así mi indecisión que, en rea­lidad, se trata más bien de prudencia pues no me agrada que luego me in­crepen, por teléfono, con cajas des­templadas, los que se consideren ofendidos por mis opiniones).

Dejo sin resolver el imposible di-

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CACERES

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La novela histórica italiana. Muñiz Muñiz, M.

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Lope de Vega y Felipe IV en el «Ciclo de Senectute». Rozas López, J. M.

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Introducción a la poesfa de Eugenio Frutos. Senabre Sempere, R.

Baraja y la novela de folletín. Salvador Plans, A.

Actas de las Segundas Jornadas de Metodologfa y Didáctica de la Histo­ria. Opto. de H.ª Moderna de la U. de Extremadura.

Extremadura, la necesidad de una re­forma agraria». Alvarado, E.; Gurría, J. L.; Cancho, M.

Hacerse Nadie. Rodríguez Sánchez, A.

La Prensa Extremeña y las primeras elecciones autonómicas. Rebollo Torro, M. A.

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lema de quién tiene más culpa, si el que mata o el que tiene por la pata, y paso a ocuparme de los pintores as­turianos invitados. A estos «cua­renta principales» quiero dedicar las siguientes consideraciones:

-Hay unos cuantos (no muchosmás de la docena), sobradamente conocidos por todos sus paisanos, que siguen trabajando en su línea habitual sin caer en la exageración de las modas y que procuran desa-

«Embarque a citera». 200 x 140 cm.

rrollar, o poner al día, sus propias ideas con más o menos acierto, se­gún los casos ... Son los que conse­guirán realizar, a la larga, una obra interesante, original y creativa. (El Arte es una prueba para atletas de fondo, no para velocistas «dopados» con estimulantes químicos).

-Pero, seguramente por la inclu­sión de dos teóricos en el comité de invitadores, la selección asturiana se ve (algunos parecen querer redescu­brir la penicilina o reinventar la aspi­rina todos los días) desequilibrada hacia un exceso de experimenta­lismo gratuito, también se nota vol­cada hacia una superabundancia sospechosa de informalistas trasno­chados y, lo que es mucho peor, se encuentra lastrada por unos tímidos apuntes de «posmodernidad» (¿o debería llamarlo transvanguardia?), metidos con calzador, que se desca­lifican por sí solos ante su evidente y total ausencia de la más mínima ca­lidad pictórica. (Una comisión for­mada mayoritariamente por artistas nunca se hubiera dejado meter tan­tos goles).

CONCLUSIONFB FINALFB PARA

LECTORFB APRESURADOS

Para los asturianos, en particular: Como no terminamos de aprender

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la misma de siempre, o sea, que so­bran muchos y que faltan otros. Una selección cuantitativamente similar a las más numerosas (vg.: las de Anda­lucía con 13, Cataluña con 15 ó Ma­drid con 19), no habría tenido nada que envidiarles desde un punto de vista cualitativo. (No entro en el po­sible desfase de algunos, como apunta la presentación del programa de mano. Ya somos mayorcitos y cada cual debe saber de qué pie co­jea, aunque algunos, como el autor del artículo sobre la pintura astu­riana ante la IV Bienal «Ciudad de Oviedo», páginas 171 a 174 del catá­logo oficial, pretendan contamos la historia del revés, es decir, inten­tando adaptar los hechos a las teo­rías en lugar de hacer lo contrario, que es lo correcto, y aunque otros, como el autor del artículo sobre la Bienal publicado en «La Nueva Es­paña», el día 18 de diciembre de 1984, intenten confundir a la opinión pública recurriendo a las descalifica­ciones personales y a los insultos de tipo político, sin ninguna base ni fundamento, en lugar de razonar so­bre la situación del Arte, en general, o sobre las aportaciones de los artis­tas invitados, en particular, que hu�biera sido lo procedente para un pro­fesional de la pintura.

Para los «modelnos», en general: Creen, los muy ilusos, estar avan­

zando en la vanguardia de lo último pero, paradójicamente, por el ca­mino de seguir sin pensar las recetas al uso y de repetir mecánicamente las fórmulas aceptadas, retrocederán hacia lo que más dicen odiar y, sin darse cuenta, caerán en un academi­cismo espurio, repetitivo, feista y chapucero, mientras pierden la ori­ginalidad, la magia, el misterio, la imaginación, la fantasía ... , es decir, las características esenciales que dis­tinguen las obras de los artistas creadores ... Claro que para la pró­xima edición de la Bienal ovetense (a la que deseo siga gozando al me­nos de tan buena salud como hasta ahora) los hoy «modelnos» ya ha­brán abandonado sus actuales ten­dencias para apuntarse, sin la menor vacilación, a la moda que para en­tonces haya sancionado la crítica.

Yo por el bien del Arte deseo que, al contemplar las obras que consiga reunir la siguiente convocatoria de la Bienal de Oviedo, las encuentre li­bres tanto de las tiranías del estilo «a la mode», como de las imposiciones de los críticos «a la demiere» que, en su inocente candidez, juegan a darse tanta importancia como aquel italiano cachondo e inventor de teo­rías fabulosas, que atiende por el

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nombre de Bonito Oliva. Sería un gran alivio para los auténticos afi­cionados al Arte.

Juan M. Monte

REFLEXIONAD LA VIRTUD DEL JUEGO

La proposición formulada y peligrosamente sostenida por el editor Alfredo Mel­gar, artífice y culpable de la carpeta «Doce re­

flexiones al aguafuerte sobre Juan Carlos de Borbón y Doce apuntes literarios sobre el curioso juego del Ajedrez», excusa y propósito de un plan más ancho y generoso, ha in­tervenido las ficciones temporales de una España que puede seguir te­miéndose lo peor. ¿Es la guerra civil lo peor? ¿ O es tan sólo el accidente sangriento de una herencia de rique­zas cosidas con mal de ojo? ¿Hay razón e inteligencia en las tapias de los cementerios o sólo inocente pul­sión obligada en los arrebatos del corazón que dispara muerte? ¿Con­cluirán las gentes, de aquí a muy poco, que no es ésta la vida ni la tierra prometida y que el gatillo y la trinchera alivian el calendario infi­nito?

Parece ser que nunca pensamos solos -esta certeza de pobre eviden­cia no puede ser ahora probada- y eso nos ayuda a no extrañar las una­nimidades casuales: la aparición de las palabras en el otro a menudo confirman nuestros pensamientos, los precipitan y, al mismo tiempo, nos ahorran tareas y faenas propi­ciando otras nuevas. Hay que reco­nocer en las palabras de alguno, el anuncio inminente de los sucesos de

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todos. El homenaje al Rey de Es­paña organizado por un hombre de muy recientes historias radicales produce ciertamente reflexiones: Al­fredo Melgar, nacido en Madrid en 1944, huye de su hogar a los 17 años y tras un corto periplo europeo aparece en Cuba. Estudia medicina y trabaja durante ocho años en la Cruz Roja y en hospitales rurales. Simultáneamente asiste a la escuela de guerrilla para poder reunirse con Ernesto Guevara en Bolivia. La muerte del Che rectifica sus planes y Alfredo Melgar vuelve a Europa para repudiar la invasión de Checos­lovaquia. Luego trabaja las expe­riencias antisiquiátricas con Franco Pasaglia y se liga al Movimiento Si­tuacionis ta italiano y francés. Tiempo después se integra como médico en los campos de refugiados palestinos del Medio Oriente, en donde vive durante cuatro años. Su vuelta a Europa significa también el abandono de la medicina y comienza a trabajar como fotógrafo para la Ga­lería Maegth de París y Zurich. En 1978 regresa a España y en 1983 pre­senta su primera obra como editor de arte.

«Que seais Vos motivo central de este trabajo -dice Alfredo Melgar al Rey en la dedicatoria de la carpeta­se debe a dos razones: porque repre­sentáis a la Instftución que mejor ejemplifica la idea misma de esta obra, es decir, ''la reunión pacífica y creativa de todos nuestros pueblos, y, sobre todo, porque desempeñáis vuestro difícil oficio con tal tiento, dedicación e inteligencia que bien podéis servir de ejemplo al que in­tenta engrandecer ese ideal asu­miendo con esmero la responsabili­dad que le ha tocado en suerte».

¿ Qué ha ocurrido bajo las tierras de este país insólito para que una dinastía de viejos conflictos sea ahora el signo de una paz posible sin cadáveres? «Estamos -responde el editor- en condiciones de apreciar la belleza simbólica que encierra la Ins­titución». ¿Ha fatigado nuestra me­moria sincera el deseo de la disputa colectiva? «No me asombra lo que ocurre ni me asombra verme a mí mismo defendiendo al Rey y a la Monarquía». ¿No habrá, pues, más culpables absolutos ni demonios ya tras las epidemias del azar? «Hay que procurar por todos los medioshacer innecesarias las soluciones quirúrgicas y por eso procuro cola­borar con el proceso reformista es­pañol, apoyo a la Corona y a los hombres comprometidos, sea cual sea la ideología que profesen». ¿Pero qué ocurrirá cuando ya nadie

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crea en la rebelión? «Desaparecerá el Complejo Mesiánico y el Espíritu de Cruzada para abrirse ante noso­tros el complicado y maravilloso juego de la democracia».

Algo de eso insinúan los doce es­critores convocados en la carpeta junto al curioso juego del ajedrez como modelo de ese otro y no me­nos curioso juego de la demacraríareal. El talento de los disidentes, el gesto amargo de los pensadores, la paciencia de los orfebres, la voz de los fabuladores y la esperanza no manifiesta de los conspiradores del verbo se muestran en grupo, ensa­yando el presente colectivo que con­jura la carpeta: Aranguren advierte la tentación nefasta de romper las figuras y el tablero. Juan Benet re­comienda no olvidar el ciclo infinito de las partidas que se suceden. Ca­milo José Cela glosa la figura casi inerme de un Rey que sonríe «con la sonrisa amarga de los solitarios, los leprosos y los dignos». Para Juan �ueto Dios es El Que_ No Juega, elmventor secreto del aJedrez; proba­blemente una maqueta a escala de la ineluctable lógica que fuera del ta­blero finge incertidumbre y libre al­bedrío. Rosa Chacel inventa las condiciones del buen jugar a gusto y mantiene que «no tiene derecho a la libertad el que no la posee como ma­terial de construcción para reedificar las torres». Para Javier Echeverría el papel de ese peón, que puede ser Reina, es el de transformarse, no sobrevivir. Antonio Gala observa los movimientos corporales y secretos que una noche, cenando con otros en Avila, le confirman la naturaleza asombrosa del tablero. Jorge Guillén teme y en un poema conciso y seco concluye que no juega quién mata y quién juega no mata. Luis Racionero promete arquillas geométricas, ocul­tas bajo el peso blanco y negro de las figuras o alteradas por la volun­tad o desplazadas por la certeza de una mano ciega. Fernando Sánchez Dragó, alarmado por la ceremonia

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antropófaga que ejemplifica el ju!::go del ajedrez, maestría de astucias poco honorables, abomina y renun­cia a ese juego mortuorio. Fernando Savater vuelve a ese Rey «que . siempre ha estado en el t:ondo s<;lo, porque nadie puede monr por el». Gonzalo Torrente Ballester muestra los signos de su autobiografía

_que

mejor se reconocen en el c�noso enigma del ajedrez: «co�o ignoro cuáles son los buenos, siempre es­pero que el más listo se �uede

_ con el

triunfo y no arme demasiado Jaleo». Los doce pintores -Canogar,

Capa, Clavé, Chillida, Chirino, Ga­bino, Guinovart, Miró, Mompó, Muñoz, Rafols-Casamada y Manuel Rivera- hablan con sus aguafuertes en modo similar. Todos ellos permi­ten imaginar doce o veinti�uatro o muchas más Españas no hendas por el afán de la presencia unívoca Y ab­soluta. ¿Podemos imaginar sin pe­cado, por ejemplo, una �spaña ápa­cible, que recupera la siesta

_cºI?º

eficaz terapia colectiva, que eJercita la renuncia como prevención ante,, peores males, que se entrena en

_ ,et

arte y en el arte de la contemplac10n especialmente, que blasfema la gu�­rra civil y jura contra ella, que sonne su liberal libertarismo pacifista, que amortigua con cierta pereza

_e infor­

malidad la insatisfecha velocidad del extranjero que corre, q�e practi

_ca

desde sus pequeñas nac10nes la m­trovisión y la solidaridad, que con­siente a sus criaturas reconocerse en el retraso silencioso de las nobles virtudes del pasado, que mima a sus funcionarios?

Basilio Baltasar

NO ANONIMO

Y VENECIANO

Moebius, Venecia celeste. Norma edi­torial. Barcelona, 1984.

A llá por la fiebre del 68 y en la revista frances

_a

«Pilote» comenzó a surg1r una serie de dibujantes e ilustradores que hicieron

del comic galo el mejor de los euro­peos de entonces. El tiempo, que no perdona y cuando lo hace es en forma de olvido, se llevó a la mayo­ría de aquellos autores y el ponti�­cado francés en el mundo del comic duró aún menos que el proyecto de «grandeur» que al alimón parieron el general De Gaulle y Marcel Das­sault.

Pero entre la pléyade gabacha es-

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taba un dibujante llamado Jean Gi­raud que con guiones de Charlier creó el personaje del teniente Blue­berry, que a lo largo de veinte años se ha convertido en el mejor western jamás dibujado. Gir, así firmaba �u trabajo, en sus descansos de «wild west» empezó una serie de humor con el seudónimo de Moebius. Nunca se ha sabido si tal nombrecito era un homenaje al matemático y as­trónomo de Leipzig Augusto Fer­nando Moebius o por la Aquinesia de Moebius que por lo visto es un típico signo de histeria. Cualquie�a de los dos significados podría serv�r como proyección del otro yo del di­bujante francés, que h��o de París se fue a vivir a Los Pmneos, des­pués a Tahití y coherente com

_o él

solo en la búsqueda de la paz 1�t�­rior y tal acabó por largarse a res1d1r a Los Angeles.

Moebius quedó como marca de fábrica para sus trabajos más

_ima?i­

nativos en el campo de la c1encia­ficción. Ilustró guiones del mexica­no-polaco Jodorovski y ayudó a pre­parar el escenario de pe

_líc?ulas coi:no

«Allien» ·y «Tron». Qmza su meJor trabajo fuera «The Long Tomorrow» con un argumento de Dick Obanni?n que tendría una espectacular m­fluencia en el ya clásico «Blade Runner».

En fin convertido en un maestro, Moebius' empieza a darse la vida pa­dre, cosa que todo e� mundo merece y muy pocos consiguen. Durante una de sus temporadas de «dolce far niente» tahitiano recibe una invita­ción de la Comuna de Venecia para «honrar» con su presencia una fas­tuosa exposición de su obra en el marco único de los carnavales vene­cianos. Como es lógico Moebius acepta y se encuentra con una �e­mana de gastos pagados en el m­vierno más frío y húmedo del último

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medio siglo veneciano. Al frío de fuera tendrá que sumar el interior al producirse el abandono de la buro­cracia municipal, ya que la «magna:> exposición se reduce a clavar sus di­bujos en una sala que permenece ce­rrada durante la mayor parte de los días de la estancia de Moebius en la ciudad.

Convencido de que Kafka era también véneto, Moebius aprovecha el tiempo de reclusión hotelera para trabajar a destajo. Surgen un J?Ont?n de ilustraciones, bocetos e h1stone­tas que más tarde terminar� lej?s del lugar «mágico» que los ha mspirado. Todo ese material, en el que la Ve­necia de siempre se abre a una re­construcción dieciochesca del car­naval y a un futuro inme�iato y enigmático de unos canales sm agua y góndolas volantes, será el núcleo de «Venecia celeste».

Como no era de esperar ha habido un editor que ha antepuesto el afán aventurero al obligatoriamente feni­cio y se ha atrevido a publicarlo. Rafael Martínez de «Norma» se ha liado la manta a la cabeza y ha sa­cado en castellano un libro que es una maravilla de disyuntiva gozosa, pues te lo puedes regalar en plan egoísta o puedes obsequiarlo a al­guien que se lo merezca y qu�das como un señor. O sea ganar siem-pre, decidas lo que �t:cidas.

«Venecia es un s1t10 que ha sido trabajado muy conscientemente por toda la población a través de sus elegidos y todo el país. Hay un co�­senso planetario por el cual Venecia es un lugar de belleza. Una belleza más excitante desde que está ame­nazada, una belleza que está ahí, al alcance de todo el mundo. Una es­pecie de Disneyland del pasado, fa­bricada a través de siglos y que nunca será una imitación». Esto lo afirma Moebius en el libro, en un momento que seguramente tenía más «nieve» encima que un paisaje in­vernal de Los Alpes. En total que el chico no es Cervantes, pero cuando agarra un pincel se transfigura y se le pueden perdonar los discursos de loa veneciana, que sin tantas preten­siones y en el lenguaje de la cálle expresó mejor Marco Polo: « Vene­cia es siempre un lugar de regreso aunque sea la primera vez que la visitas».

« Venecia celeste» es un libro ob­jeto. De esos que causan placer, que se mira con fruición y se saborea con deleitación morosa. En total un pecado que no resulta caro y tie!1e

, todo el atractivo de lo bello y satis­factoriamente inútil. ..

Juan Antonio de Bias