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Francisco Navarro Villoslada Historia de muchos Pepes 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales

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Page 1: Francisco Navarro Villoslada - Biblioteca · cámara; hablando de ciencias y artes con el desparpajo de un ignorante que conoce los puntos que calza el entendimiento de sus oyentes,

Francisco Navarro Villoslada

Historia de muchos Pepes

2003 - Reservados todos los derechos

Permitido el uso sin fines comerciales

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Francisco Navarro Villoslada

Historia de muchos Pepes - I - A probar fortuna Mi patria es el lugar de..., en la provincia de... No creo que te importe mucho saber su nombre y apellido, pues si me tiene por hijo, ya sabes el delito que ha cometido. Hallábame en ella después de una larga correría que hicimos juntos yo y mi amigo el marqués de Monte-rojo, a quien trataba tan familiarmente, que le servía... a la mesa; cuando me vi tentado de la ambición, y cediendo a las sugestiones del enemigo, quise campar por mi respeto. Tenía yo entonces veintitantos años; había visto en Italia y Francia no pocos deslumbradores ejemplos de repentinos cambios de fortuna, elevaciones rápidas, reputaciones usurpadas; y mi amigo el marqués, pobre majadero, chapado a la antigua y retrógrado incorregible, solía hacer frecuentes aplicaciones de aquellos sucesos a la monserga política de nuestra tierra; no te extrañe, pues, que despedido por mi amo, viéndome sin recursos en mi lugar natal, tenido sobre ojos por mis paisanos, poco para superior y mucho para compañero suyo, se me apareciesen de improviso y con peregrino encanto imágenes que yo creía desterradas por siempre de la fantasía, anhelo por salir de mi clase y probar fortuna. Dejéme arrullar por el canto de la sirena, y rodeado de recuerdos excitantes no tardé mucho en hallar la clave del enigma de nuestros tiempos, ni en comprender su filosofía. No lo extrañes: tenía hambre, y explicó muy bien la sutileza del espíritu quien, por única razón de su metafísica, contestaba: es que no como. Dueño del secreto de hacer fortuna, me tuve por tan dichoso como quien ha descubierto una mina. Traté de explotar la mía, que no estaba por cierto en humildes lugares, testigos de mis humildísimos principios. Lo desconocido y misterioso es elemento de novelas y de pícaros; y como nadie ha sido profeta en su patria, me contenté con hacer en la mía el milagro de tomar veinticinco duros a censo perpetuo, que en honor de la verdad nunca ha pesado sobre mí, fuera del tiempo que tuve la plata en el bolsillo. Mi mina o mi breva estaba en la corte, adonde traté de lanzarme; y aunque yo deseaba hacer mi entrada en carro triunfal, en silla de postas, en diligencia por lo menos -no había

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ferrocarril en mi provincia- hube de zamparme en una galera. Falta imperdonable, lo confieso con rubor; pero quien por todo caudal tenía quinientos a mil reales, y por todo ajuar algunas ropillas que por vía de ensayo se había puesto cual que par de meses mi amigo el marqués de Monte-rojo, parece que harto hacía y debía darse por holgado y satisfecho en verse horro de tan incómodas amistades, aspirando, en vez de servir a nadie, a servirse de todo el mundo. En los primeros momentos me engolosiné con la esperanza de lograr el consabido empleíllo, y tuve hasta la debilidad de asustarme de la grandeza y altivez de mi ambición, ruin por cierto y miserable, indigna de mis humos y de mi aliento. Así, no es mucho que deseando entrar en Madrid, donde a nadie conocía, con algunos reales siquiera, cometiese la torpeza de embanastarme en la galera del tío Bartolo. Pero esta primera falta me sirvió de escarmiento para las sucesivas, y, con ayuda de mi buena suerte, contribuyó al completo desarrollo de mis planes. Las ideas e invenciones nunca nacen perfectas y tienen sus épocas de germinación, fructificación y madurez. Si del hombre no se hubiera dicho que es un mundo abreviado, aplicaría yo esta hipérbole a la galera, máquina cuyo fin no se divisa, destinada a hacer jornadas que no tienen fin. Todo cabe en ella, y, cuando está repleta, en ella caben también los viajeros que al mayoral le da la gana. Si falta espacio para la carga, lo usurpa al camino, y a semejanza de esas casas de la Edad Media, que se ensanchan con voladizos, sus dominios son ilimitados, merced a las protuberancias laterales. Te habrá sucedido hallarte al pie de una galera cargada hasta el cielo y decir para tu capote: ¿En dónde me meto yo?, mirando a todos lados en busca de un apéndice o suplemento de carruaje. ¡Oh almas pobres y apocadas, corazones pusilánimes y entendimientos obtusos! Mientras tú con mirada estúpida y compungido rostro buscas en vano la solución del problema, persuadido de que tu cuerpo nada tiene de glorioso, resuelven prácticamente la dificultad, trepando del estribo a la llanta, de la llanta al pescante y del pescante a la sección imperceptible de arco que forman los fardos y el toldo, primero una militara con tres niños, luego un exclaustrado con su breviario, en seguida un licenciado habanero con un loro, tres estudiantes con cinco guitarras, dos nodrizas, una con su rorro y otra con su perro... ¡Santo Dios! exclamaba yo, viendo desaparecer aquella interminable procesión por tan imperceptible rendija: ¿es esta la ballena de Jonás que se engulle los hombres como torreznos; es algún hormiguero, es, por ventura, el arca de Noé? La procesión continuaba, y tras un lisiado con dos perritos que saltaban por Isabel II, metí yo el cuezo en el angosto respiradero, hallándome con un totum revolutum, con una caldera de Pedro Botero: y casi estuve a punto de creer que el arca de Noé se había convertido en torre de Babel, al oír los discordes gritos de los innumerables vivientes del ambulante camaranchón, que buscaban (¡inútil afán!) un sitio donde acomodarse para la jornada. Chillaba la militara; gemían las criaturas; el manco de la jaula renegaba del licenciado, y el licenciado sacudía pescozones a los bichos del manco; ladraban los perros,

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moqueaban los párvulos; el religioso, que se había propuesto no despegar los labios, exhalaba algunos ayes cuando los chicos le pisaban el callo; charlaba el loro, y los estudiantes procuraban aumentar el barullo con desaforada música vocal e instrumental. En un motín la autoridad pertenece de hecho al que tiene mejores pulmones. Allí, donde todos gritaban, me empeñé en gritar más que todos, y mis gritos y audacias les impusieron silencio. Al verme obedecido, no fui tan sandio que me contentara con la estéril satisfacción del triunfo. Fui colocando a todo el mundo como bien me pareció, yo, que había subido el último, me reservé el lugar menos incómodo. Quedé reconocido como dueño del cotarro. Aunque llevaba muchos años de residencia en países extranjeros, no había olvidado las francas y dulces costumbres de los viajeros españoles. Mil veces las he recordado con tristeza al ir encerrado en un coche del ferrocarril con ingleses espetados que nunca me dirigían la palabra, o con franceses egoístas que ven en cada compañero de viaje un enemigo de su comodidad y de su almuerzo. A poco largo que sea el camino, dos españoles entablarán relaciones, a veces duraderas y cordiales. Un viajero en nuestra tierra es amigo obligado de otro viajero; al entrar en el carruaje nos falta tiempo para manifestar al prójimo quién somos, adónde vamos y cuáles son nuestros proyectos. Nuestra genial bondad nos hace buscar con afán puntos de contacto con los obligados compañeros de travesía. Si uno te dice: «Soy de Barcelona», te consideras dichoso al poderle responder: «también yo he nacido en Cataluña», si no le das a entender que has estado en aquella ciudad; si ni aun esto puedes asegurarle, le recuerdas que allí tienes tal o cual pariente y conocido; y si tan escaso de relaciones andas que ni cosa semejante te atreves a decirle, haces la apología de la ciudad natal del hombre a par de quien estás sentado. Creo que te importará un bledo de la biografía de la señora Tinienta, que no reveló ningún secreto al indicarnos que en denantes había sido sargenta. Iba a Madrid, y de allí a Vitoria, a donde su regimiento fue trasladado desde Sevilla: supe luego que al llegar a la capital de Álava su esposo tuvo que emprender la ruta de Santiago de Galicia. El exclaustrado llevaba poder de un centenar de compañeros de infortunio para cobrar atrasos, y la esperanza de cambiar papel por papel, esto es, memoriales y poderes por títulos nominales. Ni estas ni otras autobiografías llamaron mi atención. Pero al oír afirmar al manco con imperturbable serenidad que iba a la corte en galera, y que pensaba volver en carruaje propio, le dirigí de soslayo miradas de inquietud, como autor que está escribiendo una obra y columbra en el bufete de un amigo otra con el mismo título. -¡Diablos! -dije murmurando-, este es un plagio. ¿Si me habrá robado la idea? -Pero, ¡ca!... no podía ser. ¡Un hombre de aquella facha que gasta el tiempo en ilustrar a la raza canina!

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Explicóse luego, y quedé tranquilo. Había descubierto minas a docenas: la Fe, la Esperanza, la Caridad, todas las virtudes teologales, cardinales, morales y filosóficas; todo el calendario por añadidura. -Mientras no trates de explotar la desvergüenza no me estorbas -proseguí diciendo para mi capote-; ya puedes agujerear el globo terráqueo hasta dejarlo hecho una criba. Se empeñó en probarnos que uno de sus pozos, el Consuelo del triste, del cual podían sacarse al día no sé cuántos quintales de plomo argentífero, era más productivo que el Poco y Bueno, de plata pura. La mayoría le fue contraria; y exclamó a coro que más valía poco y plata, que mucho y plomo. Sudaba el afortunado descubridor y denunciador para disuadir de sus errores a público tan mentecato que se dejaba deslumbrar por unas cuantas arrobas diarias de pasta pesetera; y en el calor de la improvisación nos ofrecía acciones del Poco y Bueno, por una bicoca, mientras que el Consuelo del triste, según dijo, no lo daría él por un ojo de la cara. Hay que advertir que era tuerto. Fui elegido juez de la contienda, y sin saber una palabra de mineralogía y geodesia, no tuve empacho delante de quien nos había atestado el cerebro de menas, galenas, bolsadas, filones, galerías, terrenos plutónicos y neptunianos, rocas, granitos, cretas, estratificaciones, etc., etc.; les hablé de las minas de New-Castle, Wisthaven, Creusot y otras muchas; les eché un párrafo en francés y otro en inglés; en fin, traté de todo menos del punto en cuestión, con lo cual el auditorio se quedó en ayunas acerca de ella, pero muy persuadido de que yo era un sabio. Con esto, y con una distribución discreta de cigarrillos habanos, residuo de un cajón que el consabido marqués se dejó olvidado en mi equipaje, aquella gente empezó a sospechar que era yo más de lo que parecía; y un cuento modestísimo que al tocarme el turno de hacer mi historia inventé adrede para que nadie la creyera, les confirmó en las sospechas. Salíme fuera a estirar las piernas; y cuando volví, todos habían convenido en que yo era un caballero, que por pura humorada, o quizá por misteriosas aventuras, viajaba tan modestamente. Y aún les quedaba el escozor de haberse quedado cortos. Así pasaba el tiempo haciendo diaria exposición de mis gracias; chapurrando francés, inglés, alemán, y hasta sánscrito y Sanshablado; embobando a mis oyentes con fabulosas relaciones de viajes, en que creían a pie juntillos, y de verídicas descripciones de adelantos de la industria en que no creían; cantando a la guitarra un polo que no había más que oír, y un aria que no había más que rabiar; trinchando pollos con la destreza de un ex ayuda de cámara; hablando de ciencias y artes con el desparpajo de un ignorante que conoce los puntos que calza el entendimiento de sus oyentes, y yendo días y viniendo días, llegamos a cosa de las siete de la mañana a divisar el futuro teatro de mis hazañas, el Madrid que parecía un pueblo soñoliento tendido a los pies del Guadarrama. Explicarte los varios pensamientos, ora audaces y deslumbradores, ora vagos y tristes, que en aquel punto me asaltaron, es tarea imposible aún para mí, que como puedes suponer,

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no lo dejaría por cortedad. Mayores y más opulentas ciudades había visto; pero llevando en hombros la librea, carga pesada, capaz de rendir las fuerzas del mismo Caupolicán; camisa de fuerza que aprieta, encoge y paraliza una imaginación calderoniana. Libre y desconocido iba a entrar por vez primera en aquella corte. Iba en pos de la fortuna, decidido a tentar todos los vados, para arribar a la orilla en que la civilización moderna la ha colocado; y saludé a la capital de España con estas o semejantes razones: -¡Salud, insigne villa, que desde este día vas a servirme de patria: pueblo hospitalario que sólo te compones de forasteros! ¡Salud, Madrid, donde todo abunda, menos los madrileños! Ciudad envidiada de las demás ciudades de España, que te nutres y engordas con todas ellas y recoges, bueno y malo, lo que pierden o desechan. Matrona insigne de hijos adoptivos; receptáculo inmenso de los mayores vicios y virtudes; lago en perpetua fermentación, que lanzas a menudo las heces a lo más alto. Yo te saludo, madre cariñosa, que mimas a los hijos que más te maltratan y atormentan. Ábreme los brazos, que no vengo a tu seno para adormecerme. Te conozco bien y sé cuál te ha traído y llevado pintarrajeado y vestido, la Edad Moderna; y si por ventura hay agua todavía en tu famoso río, en ella mojaré mi rostro para acercarme a ti con la cara lavada. No pienses que soy uno de esos vulgares pretendientes que acuden neciamente pertrechados de brillantes hojas de servicios, cubiertos de honrosas cicatrices, llenos de mérito, pero escasos de favor y no muy sobrados de bolsillo; tampoco traigo yo caudal, que no merecen este nombre unas cuantas pesetejas que de buena gana arrojaría desdeñosamente si supiera que habían de germinar y producir sendos pesos duros; menos puedo poner mi confianza en el favor, pues no tengo más poderoso amigo que el señor marqués de Monte-rojo, a quien Dios conserve muchos años fuera de España. Pero traigo cosa que vale más que la protección y la plata, un nada tengo que perder, que es un tesoro; un qué se me da a mí, que lo trueco por el Perú, y una audacia que en los tiempos que corren es manantial de la fortuna. Acógeme benigna y generosa, futura patria mía, que llevo intenciones de esquilmarte sin entrañas. Dije, y pasándome la mano por la cara me envolví en mi capote, como César en su manto, para no ver a los brutos que arrastraban la galera. - II - Mi entrada en Madrid Cruzamos la línea del ferrocarril, como los caballeros cruzan las espadas en el combate. En España los carromatos hacen la competencia a los trenes de caminos de hierro. Cosa de las diez de la mañana sería cuando la comisión mixta de mulas y mulos manchegos subía por la calle de Atocha, arrastrando penosamente, con ayuda de gritos y de trallas, la galera, o más bien la barricada ambulante del tío Bartolillo. Al promediar la agria cuesta, sin aguardar la voz del presidente, ni el sonido de la campanilla, ni el varapalo más o menos parlamentario, con harta satisfacción propia y ajena, detúvose el tiro entero delante de un portalón que daba entrada al anchuroso zaguán, cuyos postes denegridos y paredes no muy blancas, estaban adornados, sin embargo, de mantas, jáquimas, collares, jaeces y otras

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colgaduras, que de seguro no se encuentran en las salas más ostentosas del palacio de un emperador. Mientras que los fatigados brutos exhalaban de los jadeantes lomos nubes de vapor, que se desvanecían en la fría atmósfera, comenzamos a salir del carro animales bípedos y cuadrúpedos, cuya enumeración omito porque no trato de hacer catálogos de historia natural. No puedes figurarte qué barullo armaron los que bajaban con los brazos abiertos y caían en otros no cerrados; el zagal que desenganchaba el tiro, la mula que disparaba coces, el mayoral que empezaba a soltar equipajes, los mozos de cordel que se encargaban del transporte, y los mozos de la posada que alegaban sus privilegios; los registradores, que por poco dinero sabían hacer la vista gorda, y los pilluelos, que con toda delicadeza registraban de balde las entrañas de los baúles, como el anatómico las de un cadáver. Cada viajero se consideraba obligado a despedirse en general y en particular de todos los viajeros, pidiéndoles perdón de sus muchas faltas, como autor de sainetes, ofreciéndoles su casa y repitiendo cien veces cumplimientos que el oyente cuidaba de olvidar desde la primera. Crujían besos, rodaban lágrimas, se estrujaban manos, se aflojaba la bolsa, se abrían y cerraban maletas y baúles; se gritaba, se sudaba, se padecía, en fin, las penas del purgatorio. Yo, único a quien nadie esperaba, que caía en Madrid como un aerolito, presencié sereno y divertido aquella escena. Paróse a la sazón un coche de alquiler delante de la posada, y salió de él un hombre como de cincuenta años, medianamente grueso, de color encendido, nariz corva, con anteojos de búfalo, muy abrochado de gabán, cuyos holgados paños no bastaban a disimular la prominente rotundidad de su abdomen. Su fisonomía me pareció obtusa y vulgar, pero en ella brillaba cierta satisfacción interior que a tiro de ballesta descubría al elector elegible. Preguntó por Félix Hurón, el minero, y como nadie le contestara, ni estuviera en disposición de contestarle, me acerqué a él, y a los dos minutos se dejó calar a fondo. Era un comerciante relacionado con el descubridor de minas, y que noticioso de su llegada había salido a recibirle para que nadie le explotara... antes que él. Cuando me oyó hablar del Poco y Bueno, del Consuelo triste, etc., etc., con el mismo aplomo y cachaza que si fuesen míos, se le mudó el color; cuando seguí enumerando minas de Inglaterra, Bélgica y Alemania, empezó a sudar, mirándome de arriba abajo. Se imaginó el pobre hombre que le había tomado la delantera. -Nos entenderemos -me dijo balbuciente. -Nos entenderemos -le dije con cierta sonrisa-: ahora voy a recoger mi equipaje. Aquella salida le dejó helado. -¡Cómo! ¿ha venido usted en esa galera? -De incógnito: con ciertas miras, o, si usted quiere, por capricho.

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Y el hombre, a quien mis palabras le hacían el efecto de un baño ruso, tornó a sudar como cuévano en colada. En esto apareció Félix Hurón, que le preguntó por su salud y la de la señorita Matilde. El comerciante, sin contestarle, quiso informarse acerca de mi humilde persona. Sin oír su conversación, no perdí un ápice de ella. Hurón, o porque así lo creyera sinceramente, o por sacar más partido de la concurrencia de licitadores, hubo de decirle que yo era un lord que por extravagancia había emprendido aquel viaje, un ingeniero disfrazado, o cosa por el estilo. Ello es que el comerciante me dirigía de soslayo miradas cada vez más recelosas. -¡Bah! -decía yo para mis adentros-. Félix Hurón es una miserable sanguijuela que quiere chupar algunas gotas de sangre al comerciante: este es el médico que trata de hacer al minero una sangría; yo he de ser el vampiro que deje a mis víctimas sin una gota en las venas. Rescatado ya mi baúl, que en campo negro ostentaba una corona de marqués, por cuyos timbres vendrás en conocimiento de su procedencia, me acerqué al comerciante y le dije: -Mi nombre, que quizá no le sea desconocido, es... José Gil de San Juan de las Abadesas. He venido en galera por un capricho que tendré el gusto de referirle más despacio, cuando vaya a ponerme a los pies de las señoras, a quien tengo vivas ansias de conocer. No extrañes la pausa que hice antes de pronunciar mi nombre. Me pareció el de Pepe Gil tan vulgar y ramplón, que tuve por conveniente realizarlo, a guisa de caballero andante, con otro nombre alto, sonoro y significativo; le añadí, pues, el San Juan de las Abadesas, que se me ocurrió de repente. Quedóse el comerciante como quien ve visiones. El descaro con que me introducía yo en su casa le dejó pasmado; pero como yo no le aflojaba la mano, y se la estrujaba cada vez con más cariño, no tuvo más remedio que contestar, acaso para verse libre: -Gracias caballero... Salvo el guante. -Usted ya nos conoce, por lo visto: Simeón Paquete de Estraza, calle de la Montera, almacén de ultramarinos... -Perdone usted, D. Simeón: soy recién llegado a la Corte; ¿cuál es la mejor fonda de Madrid? -La Vizcaína, la... Pero le van a usted a llevar los ojos de la cara. Por toda respuesta dije en alta voz, señalando mi cofre, en que brillaban los timbres del marqués de Monte-rojo: -A ver, ¿quién lleva mi equipaje a la fonda de la Vizcaína?

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Y dirigiéndome al almacenista, añadí con cierta modestia teatral: -Allí tiene usted una choza a su disposición. El gallego que cargó con mi baúl sin duda no debió de haberme entendido, o tenía quizá un ojo más certero que el almacenista; ello es que me dijo: -Mi amo, si su merced quiere, yo sé de una casa arregladiña. Dánle chocolate por la mañana, un par de huevos y postre al almuerzo; de comer, sopa averiada, su cocido, su principiño, y postres; por la noche, ensalada de berros y escarola, su guisadiñu y boas noites; y todo por cinco reales. -Calla, bruto -exclamé avergonzado. Pero el gallego prosiguió impertérrito: -Y ainda mais, ropa limpia. Tomé el partido de echarme a reír, y dije a D. Simeón: -Estas emociones son las que yo vengo buscando después de haber recorrido la Europa: costumbres populares, originalidad... ¡Cuánta filosofía se encierra en las frases de ese rústico patán! ¡Cuánta verdad! -Filosofía toda la que usted quiera, porque yo no conozco esa señora, como no sea para servirla, contestó don Simeón; pero con respecto a verdad, está usted muy equivocado. ¿Cómo es posible que puedan darle todo eso, cuando el pan está a catorce cuartos, la carne a veintiséis y los garbanzos a treinta y cuarenta reales la arroba (aunque yo se los pondría a usted en treinta como la seda)... y ainda mais ropa limpia? -¡Oh! ¡Esa expresión es gráfica, piramidal, deliciosa! Sobre ella pudiera yo escribir dos volúmenes. -¡Hola! ¿Es usted escritor? -¿No ha leído usted mis obras? -No, señor... confieso que... Bien es verdad que no leo más que el Diario de avisos. -Yo creí..., no por su importancia literaria, sino por la materia sobre que versan, que hubiesen podido llamar su ilustrada atención. He publicado un tratado sobre minas, y otro sobre los medios de acrecentar en España el comercio de frutos coloniales; ambos en inglés.

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-No conozco más idiomas que el castellano; pero le aseguro que no adivino qué objeto se lleva usted en escribir en lengua extraña este último libro, que sólo interesa a los españoles. Pero de todos modos, si pide que se bajen los impuestos y aranceles... -Eso es; que se bajen, precisamente no pido otra cosa sino que se bajen; y pruebo, demuestro y concluyo que, si no los bajan, se bajarán ellos. -¡Ellos! -dijo el ultramarino frunciendo los labios-; no comprendo... -¡Ellos, sí, señor, ellos! Esa es mi teoría. Don Simeón, que probablemente entendía tanto de teorías como yo de aranceles, tenía prisa de marcharse con el minero y se despidió de mí, repitiéndome sus ofrecimientos. Quedé solo en medio de un concurso numeroso, sin más rostro conocido que el del mozo de cordel, que, paso a paso con el baúl a cuestas, me llevaba... ¿adónde? -¡A una fonda que en un solo día agotará mi pobre caudal! -pensaba yo, con las manos en los bolsillos, contando unos cuantos durejos, resto de mi fortuna. Parecióme absurda y disparatada la idea de consumirlos en un día, antes de conocer a nadie y de saber cómo emplearlos con provecho: idea que sólo pudo ocurrírseme en un rapto de locura y de concepto propio. Los momentos eran preciosos; hallábame cerca del edificio en cuyos umbrales iba a sacrificar en breves horas mi peculio, y juzgué conveniente hacer una retirada a tiempo, contentándome con decir: «No están maduras». En seguida, anudando cierto diálogo que en un principio me pareció impertinente, y que a la sazón reputaba interesante y sustancioso, me acerqué al mozo, interrogándole, no sin empacho: -¿Conque... ainda mais ropa limpia? -Señuritu, y no es casa de huéspedes. -¡Acabarás de una vez! Eso es precisamente lo que voy buscando, una casa de huéspedes que no sea casa... ni cosa de huéspedes. Nos hallábamos en la Puerta del Sol; tomamos la calle del Carmen arriba, el Postigo de San Martín, la calle de Jacometrezo, la Plazuela de Santo Domingo, y allá, a lo último de la de Leganitos, dimos con una travesía, que parecía el término de nuestro viaje. Pero no era así; faltaba lo peor de la jornada, o sean ciento y tantos sucios y desnivelados escalones, hasta la puerta de un cuarto... con trazas de maravedí. Al estruendo de los zapatos gallegos abrió la puerta una señora rancia, magra, seca y de extremada palidez. Dos cosas conocí a primera vista: que había sido una morena bastante desgraciada en sus mejores tiempos, y, en los peores, que debían ser los actuales, o por ventura cualquiera de los pasados, padecía de histérico, nervios o flato.

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Achaques eran estos que no implicaban contradicción con el buen servicio, por lo cual hube de apechugar con ellos; mas no le perdoné el aire dengoso y el gesto, que quiso ser dulce y le salió avinagrado, conque me saludó, diciendo: -¡Hola!... Pase usted adelante, caballerito. Peor espina me dio la habitación, cuyo hecho diagonal estaba indicando la proximidad del cielo, a pesar de su decidida y fatal inclinación a la tierra. Pagué al mozo, quedéme encerrado en el zaquizamí, y como viese un lecho de tablas, reputándolo canapé, por lo largo y angosto, me senté en él con la precaución de bajar un poco la cabeza para no abollar en el techo mi sombrero. No hallé incómoda la postura, en fuerza de la costumbre de encogerme de hombros adquirida en la galera, y más que nada, en fuerza de la pesadumbre y melancolía de mis pensamientos. Tan sombríos eran éstos, que rayaban en desesperados. Figúrate al hombre que media hora antes hacía capitular al ricacho de los garbanzos a treinta reales arroba; mira al desconocido, a quien todos mis compañeros de viaje suponían alojado en una magnífica fonda, mantenido a cuerpo de rey y dejando su incógnito para codearse con títulos, capitalistas y caballeros; considera al ambicioso que entraba en Madrid como en país conquistado; contémplalo metido en un camaranchón, en una miserable buhardilla, con unos cuantos duros en el bolsillo, pero sin un amigo, sin un conocido, sin una mala recomendación, sin voz que le llame ni perro que le ladre... -¿Qué rumbo tomo? -decía yo para mis adentros-. ¿Adónde me dirijo? ¿En qué lancha o carabela me embarco para descubrir y explotar mi nuevo mundo? ¿No es temeraria mi empresa?, ¿no es desatinada y loca?; ¿no me valdría más buscar un buen amo, una casa decente y rica en que servir...? Esta palabra, aunque sordamente murmurada, me quemó los labios. -¡Atrás -exclamé-, tentaciones de debilidad! ¡Atrás, desmayos y flaquezas! No serviré. Precisamente lo que me infunde desaliento debe ser base de mis esperanzas. ¡Desconocido! Pues si aquí se supiese mi vida y milagros, los escollos de la futura navegación serían insuperables. Quedé un rato pensativo y proseguí: -¡Ánimo, Pepe Gil, no hay que amilanarse! Ya comprenderás por este monólogo cuán presente tuve a Cristóbal Colón en aquellos terribles instantes. Nuestra empresa era igual, igual tenía que ser nuestra suerte. Llevábamos ambos un mundo nuevo en la cabeza, la intuición, el secreto de la tierra, del sol y del oro, y ambos mendigábamos un pedazo de pan, una tabla para lanzarnos el Océano.

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-Pero tú, ¡oh, genovés no comprendido y siempre desdeñado (lo mismito que yo) por todas las cortes de Europa, topaste al fin con un fraile y una reina que conocieron tu genio y te dieron amparo! Pero ¿en dónde están el hombre obscuro y la mujer famosa que han de tenderme a mí la mano en tanta soledad, desvalimiento y abandono? Después de tan modestas reflexiones, tendí la vista por el aposento y observé una cosa en que antes no había reparado. La cama parecía recién hecha: pero las sábanas, de equívoca blancura, indicaban que se hallaba en actual servicio, y que podía tener todas las desdichas imaginables, mas no la de cesante. Cerca de la ventana, «sobre una mesa de pintado pino», yacían rimeros de libros y papeles; debajo de dos malas sillas se cobijaban sendos pares de peores botas; las paredes estaban adornadas de clavos, más bárbaros que romanos, de los cuales pendían algunas prendas de vestuario masculino, tan traído como llevado. -¡Patrona! -grité al ama de casa para advertirla que por equivocación, sin duda, me había conducido al cuarto de algún otro huésped. En mal hora la dirigí semejante apóstrofe. Alta y seca como un espárrago del Corpus, precedida de sordos gruñidos y acompañada de todos su nervios y flatos, entró la arpía moradora de las nubes y vecina de los astros, y me dijo toda alterada y casi, casi, rubicunda, que a ella no se la llamaba patrona, sino señora o doña Quiteria; que si la penuria y calamidad de los tiempos la tenían reducida a recibir en su casa personas de satisfaición, para ayuda de pagar al casero, les daba, en cambio, trato de amigos e hijos de sus mesmas entrañas, que no de güespedes; y aún por eso, y no por miedo al qué dirán de sus amigas, ni por horror a la matrícula, tenía buen cuidado de asentar en el padrón que los vulgarmente llamados huéspedes eran deudos, o quizás deudores suyos, con lo cual evitaba la vergüenza de confesar que una señora de sus cercunstancias recibía en su casa gente extraña, amén de quitarse el gorro de lidiar cada trimestre con los cobradores de la contribución industrial. Y aún no acabé de purgar mi imperdonable culpa. Tuve que aguantar además la historia de los tres maridos de mi señora doña Quiteria López de Fernández y de Sáez y de Rodríguez; el uno, corregidor de Almazán; el otro, serpentón de no sé qué orquesta o capilla; y el último, granadero de la Milicia Nacional, de cuya narración resultaba que, a no ser por haberle consumido éste en uniformes, correaje y comidas patrióticas todo el caudal que dejaron los anteriores, ella no tenía necesidad de sufrir las impertinencias de dengún güespede, ni de andar conociendo caras nuevas todos los días. Con esta reprimenda, que escuché como un doctrino, hizo boca para entablar el siguiente diálogo, interrumpido por bostezos neurálgicos y accesos... o excesos de flato. -Usted, por lo visto, caballerito, parece nuevo en Madrid. -Y usted, por lo oído, señora doña Quiteria, no está exenta de erratas y aun de yerros, y pudiera muy bien equivocarse.

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-Tanto mejor; así no extrañará usted que le pida, según costumbre, el mes adelantado, o sean ciento cincuenta reales, a razón de cinco reales diarios al día. -Según costumbre; dice usted muy bien, señora doña Quiteria; según costumbre de patronas y casas de huéspedes; pero como estoy en la de una amiga, deuda y madre de mis entrañas, con la franqueza de la amistad, con las simpatías que suelen inspirarme las deudas y con la confianza que infunde el impagable maternal cariño de usted, que me roba desde luego el corazón, aguardaré a tener una muestra del trato que se propone darme. -Ya ve usted que con cinco reales no se puede hacer milagros. -No los espero de usted, ni con cinco reales, ni con cinco mil. Paréceme, sin embargo, que no será portento, ni prodigio, ni tendrá nada de orden preternatural el que yo almuerce. Sírvase usted conducirme a mi cuarto y servirme el desayuno. -Tendrá usted que aguantar a don Benito. -¡A don Benito! ¿Y quién es don Benito? ¿Qué tengo yo que ver con don Benito? Está usted equivocada, mi señora doña Quiteria López, si piensa que con don Benito han de venirme las ganas de comer, ni que voy a tener mesa de estado; y no puedo almorzar sino en compañía de don Juan, de don Diego o don Benito. -Pero don Benito es dueño de este cuarto... -Cabalmente; por eso pido yo otro. -No hay otro en toda la casa más que el mío. -Señora doña Quiteria -exclamé con resolución-: ¡Me quedo con don Benito! -Hace usted bien; porque hombre mejor no le hay ni en todo Madrid, ni bajo la capa del cielo. Benito se llama pero debiera llamársele bendito. -Pero, señora doña Quiteria -torné a exclamar seriamente alarmado-: transijo con los consorcios que usted hilvana y zurce y plancha; pero supongo que sus agencias e intervenciones matrimoniales no llegarán al extremo de pretender que los consortes así casados por... poder, duerman en un mismo imperceptible lecho. Fuera de que este que aquí a la vista se nos ofrece y pone de manifiesto, por lo angosto, ajustado y rígido, parece esencialmente unitario. -¡Jesús, qué labia! Yo no le entiendo la mitad de lo que dice: ¡Señor mío, no hay que apurarse! -Veamos cómo sale usted del paso. -Para casos tales tengo una tijera.

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-¡Tijera! -dije casi espeluznado-. ¿Trata usted de partirme por medio? -No es eso, es la cama... -¡Cómo! ¿Va usted a partir esa cama? ¿Osará usted cortar el asiento de este escaño, los colchoncillos de este canapé? ¿Tendrá usted valor de meter la tijera en esa longaniza de lana?... -¡Jesús, qué gana de bromas trae! Déjeme usted hablar, hombre de Dios. Digo que para casos tales tengo una cama de quita y pon. Ya se sabe, por cinco reales no se puede tener un cuarto, ni comer, ni dormir... -¿Pues a qué he venido yo aquí sino a comer y dormir y habitar?... -En compañía de don Benito. Pero yo no me aflijo por eso. -Lo comprendo, doña Quiteria; comprendo perfectamente que usted no se aflija ni se lleve mal rato por tan poca cosa; pero... -Pero vivirán ustedes como dos ángeles, los dos amigos, mientras no venga otro. Don Benito se acomoda a todo, y por fuerza tiene usted que hacerse bien con él. -Perfectamente dicho, mi señora doña Quiteria: tengo que hacerme con él por fuerza, y a la fuerza. Y quien dice con él dice con todos los que vengan: que usted, por lo visto, tiene más parientes que un fundador de capellanías, más amigos que un privado, más relaciones que un ciego y más hijos que un patriarca. Y para principiar a hacerme con algo, tráigame usted el almuerzo. -Como no aguardábamos a usted, no hay almuerzo más que para don Benito. -Pues me comeré su almuerzo; me comeré a mi amigo y compañero; me lo comeré como pan bendito; me comeré, según el hambre que traigo, a Madrid entero; ¡excepto a usted, mi señora doña Quiteria! ¡El almuerzo! -¡Qué hombre! ¡Qué charla! ¡Qué tono y qué aquel para pedir las cosas! Si no hay más remedio que callar y obedecer. No se parece usted a don Benito. Y se dirigió a la cocina. -Pues señor -dije para mí apenas me vi libre de la patrona-, esto marcha. Mi situación es tal que ni yo mismo me conozco. ¡Pobre Ícaro, que pensabas remontarte a las regiones etéreas, con alas que se te derriten al primer vuelo! ¿Qué es de tu secreto de hacer fortuna, de tu ciencia, de tu audacia y tus descubrimientos? Entras en la corte y te sepultas con tus arrogantes pensamientos en una triste buhardilla. Vas a rivalizar con ambiciones, y tienes que comenzar luchando con esta Lucrecia Borja, o Quiteria López, de tres o de cuatro. -¿Qué haces aquí?

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-Caballerito... -Por de pronto, almorzar -añadí, viendo a la sierpe, que fue del serpertón, la cual traía la mesa puesta-; remediar la presente y más apremiante necesidad; dar tiempo al tiempo; no amainar al primer turbión. Pensar un poco y vivir desde luego a costa del prójimo; esto es, de D. Benito. Porque ya habrás supuesto que no iba a degradarme hasta el extremo de pagar miserables cinco reales por tan mezquino hospedaje. Algo más tranquilo con tan filosófica resolución, dirigí maquinalmente los ojos al bufete, y vi algunos manuscritos de renglones desiguales. -¡Poeta, y poeta de buhardilla! ¡Buena mina he descubierto! ¡Vaya un Consuelo triste! -exclamé con desdén-. «A la luna, soneto». -«A Matilde». ¡Calle! El bueno de don Benito está enamoricado. No hay Don Quijote sin Dulcinea. Pero estos poetas, como las fraguan a su gusto, suelen tenerlas a pares, y aun a docenas... Sin embargo, mi compañero, no. Dale con Matilde; Matilde arriba, Matilde abajo. ¡Pobre don Benito! ¿Quién será esta Matilde?... Este nombre ha sonado estos días en mis oídos... ¡En la galera, no! ¡Calle! Ha sido esta mañana... ¡La hija de don Simeón! Y me eché a reír como un payaso. -¡Matilde Paquete de Estraza! ¡Sería casualidad!... Vamos, ese poeta Bendito es como yo, es como todos los jóvenes del día; está por los garbanzos como la seda, y el té, café, almidón, pastas, velas de esperma y otros comestibles; está por lo positivo... Y los versos, a lo poco que yo entiendo, parecen buenos... muy sentidos, magníficos, excelentes. ¡No será ella! Es necesario tomar informes acerca de mi compañero de cuarto mientras me como su almuerzo. Y así diciendo grité: -Patr... -No la hubiera hecho mala si hubiese concluido el vocablo. Tosí, estornudé y corregí la palabra, diciendo: -¿Señora doña Quiteria? -¿Qué es eso? ¿Se le atraganta a usted la comida? ¿Está usted constipado? -No, señora. Estoy impaciente, anhelante, ansioso por conocer a don Benito. Tenga usted la bondad de tomar asiento.

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Hízolo así en la punta de la silla, a guisa de quien tiene que acudir a los guisados, y yo, devorando medio par de escuálidas salchichas y medio panecillo, con media docena de pasas más secas que la patrona y más duras que la cama de su huésped, pasas tan de Málaga como yo de San Juan de las Abadesas, la dije: -Por lo visto, doña Quiteria, mi compañero, camarada, consocio o consorte, es poeta. -¡Ca! No señor; no es nada. Es un abogado de la provincia de Santander, que lleva dos años de plática y ha salido sobresaliente cuantas veces se ha desanimado; pretende un empleíllo de cinco a seis mil reales, pero todavía no es nada. Él tiene puesta en mí toda su confianza; y bien puede, porque, como usted verá, le trato como una madre. ¡Y la incorregible Corregidora, la serpentona y granadera, tenía valor de decírmelo, cuando con hambre canina me estaba comiendo el perruno almuerzo de su hijo! -Pues él asegura -prosiguió- que cuando se le acaben los dos mil reales que le ha remitido hace poco un tío suyo, canónigo de la Catedral de Sigüenza... Porque ha de saber usted que el infeliz si gana alguna cosilla, todo se lo manda a sus padres, pobres pescadores que se han quedado en camisa por mor de darle carrera. Bien es verdad que si no fuera por el tío, que antes fue beneficiado de... -Bien está, señora; pero ¿qué piensa hacer don Benito cuando se le acaben esos cien duros? -Volverse a su pueblo, si antes no le han hecho promotor. ¡Volver a sus redes, después de haber arruinado a sus padres por seguir una carrera que de nada le sirve y le obliga a vivir poco menos que de limosna! ¡Oh! La ambición, el afán de salir de la esfera en que cada cual ha nacido, pierde a la juventud. Y dejándome de filosofías, añadí: -Pero que sea abogado y pretendiente con dos mil reales en el bolsillo, no estorba para que sea escritor. -¿Escribiente querrá usted decir? Eso sí; los ratos que le dejan libres sus pretensiones, se pasa ahí las horas muertas copiando y copiando; dale que le das con el papel y la pluma, todo el santo día y gran parte de la noche. Yo noté esta última picardihuela, porque al prencipio le ponía una vela entera y a la mañana siguiente no encontraba ni cabo ni rastro, y le dije: « Don Benito, no debe usted trabajar de noche, que es malo para la vista; pues como decía mi marido el meliciano, Dios le haya perdonado: las noches se han hecho para dormir y el día para descansar». Así es que mi último difunto lo mismo trabajaba de día que de noche. Y para obligarle a dormir, no a mi marido porque ese bien dormilón era, y bien camero, sino a don Benito, le pongo un cabito de dos dedos. ¿Y sabe usted lo que hace el pobrecillo? Cuando tiene que trabajar, se baja de incónito a la tienda de la esquina, compra una vela de esperma por cuatro o cinco cuartos, y la trae escondida debajo del capote para que yo no la vea y le regañe. Como si yo fuera a reñirle cuando... Pero a mí no me se pasa;

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y le digo: -¡Don Benito que se va usted a quedar ciego! si usted se empeña en ahorcarse, no he de darle yo vela, digo, cuerda para que se ahorque. No es por los cuatro o cinco cuartos; pero ya que se emperra por copiar, ¿por qué no copia música en lugar de letras? Así lo hacía mi segundo marido, el difunto serpentón, y buenas pesetas que se ganaba; y el pobre don Benito, con tanto como escribe, aún no ha traído a casa un maravedí partido por medio. Si algo le da el escribano o el abogado que le tiene de paseante, todo se lo manda a los pobres pescadores; y aquello es la mar. Para mí, nada. Hay rasgos que pintan a un hombre. Al ver a don Benito con dos mil reales en el bolsillo, comprar su velita de sebo o de esperma por evitar los regaños de la cicatera de su patrona, no necesité más para conocerle. Era un joven de talento: laborioso, desconfiado de sí mismo, y tan modesto, que ni a la misma doña Quiteria se atrevía a revelar que hacía versos. Empecé a vislumbrar desde luego el partido que podía sacar de un hombre de esta especie, de este ejemplar de los antiguos tiempos, rarísimo, singular, excepcional en los presentes, aunque no único, como luego supe. -¿Quién sabe -exclamé interiormente- si tengo aquí un fraile de La Rábida, y si el nuevo Colón está ya cerca del mundo nuevo? Me convenía averiguarlo, para lo cual pregunté: -¿Y cómo se llama ese infeliz? - III - Don Benito Modesto Llano Don Benito Modesto Llano. -¡Benito Modesto! -repetí alborozado-, natural de la provincia de Santander, muchacho que debe ser así, poquita cosa, muy hombre de bien... -A carta cabal. Buen cristiano... -¡El mismo! Muy tímido: muy pobrecillo... El mesmito que viste y calza. ¿Le conoce usted? -Creo no conocer cosa más de sobra. Dígame usted, ¿no es un joven que va con frecuencia a Gracia y Justicia?

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-Al menisterio. Pues al menisterio, que me hace a mí tan poca gracia desde que veo que al pobre chico no le hace justicia. Y eso que, como usted ve, a mí no me tendría cuenta que don Benito saliese de Madrid; por eso le dije, digo: -Don Benito, de ser empleado, en Madrid, que el difunto corregidor decía: «Quiteria, desengáñate; el que está al lado de la cabra, aquel se la mama». -¿Cómo se llaman sus padres? -Él Blas, y ella Blasa. ¿Para qué molestarte con noticias impertinentes que sólo a mí me hacían al caso? Baste decir que yo saqué cuantas pude, que eran todas las que sabía la patrona; y no sólo las referentes a la persona de mi compañero, sino a sus anexidades y conexidades, de las cuales supe luego aprovecharme. Un capítulo de la biografía de don Benito me faltaba; el de sus amores. Acerca de ellos doña Quiteria estaba tan en ayunas como de los versos: el rubor del joven debía de correr parejas con su modestia. -¡Enamorado don Benito!, no lo crea usted: a mí me hace mucho caso, porque soy para él como una madre y le sermoneo de lo lindo. Mire usted, don Benito; ándese con cuidado con las chicas de Madrid, que sólo tratan de atrapar marido. Las de provincias semos otra cosa. Yo fui criada del corregidor, y sin más que mi buen palmito y mejor gobierno, lo clavé y me casé. Pero aquí las niñas no piensan más que en lujos, en llevar trapitos a la moda. Todo se las va en esas malditas tiendas de la calle del Carmen, de Postas y de Espoz y Mina; en teatros y reuniones, y tes y cosas estranjis. En mi tiempo no era así: ninguna muchacha pensaba en fatuagrafías, ni en el teatro Real, ni en carros-ferriles. -Lo cual no embargaba para que se casasen una, dos y tres veces consecutivamente. Pero volviendo a don Benito, por quien, a fuer de antiguo conocido, tan vivamente me intereso, ¿no le ha notado usted estos días algo de particular? -Sí, le noto que ha enflaquecido, que está triste y desmedrado, que suspira, y trasnocha, y gasta más velas que de costumbre; pero eso me figuro yo que es por las pocas esperanzas que tiene de conseguir la premotoria. En resumen, me confirmé en el concepto que había formado: era poeta, estaba enamorado, y en su pasión dejábanse ver las huellas de su carácter. Quedé solo, a Dios gracias, después de almorzar, y con la confianza de antiguo conocido, de amigo y compañero de cuarto; abrí cajones, desaté legajos, registré papeles y vi que, en efecto, Benito Modesto, a lo que yo podía juzgar, era poeta, ingenioso y castizo escritor, que en el silencio y el retiro, en la soledad de su buhardilla y en la cúspide de Madrid quemaba en el altar de las musas el grato incienso de la modestia.

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Hecha esta operación, traté de retocar un poco mi persona, harto menesterosa de composturas, después de tantos días de abandono y traqueteo. Me arreglé la barba con las tijeras y peines de Benito, aprovechéme de sus jabones, no sin escándalo del ama, que en breves instantes me veía malgastar lo que hubiera bastado para el consumo de un mes al legítimo dueño; y después de haberme aseado sentí el débil sonido de la campanilla. -Este es -dijo la patrona-, no puede fallar: siempre llama como si tuviera la mano rota. A los pocos momentos halléme frente a frente de donBenito, a quien veía, no hay que decirlo, por primera vez en mi vida. Era tal cual me lo había figurado: de mediana estatura, un poco cargado de espalda, por el hábito de escribir y estudiar; rubio, de fisonomía dulce, aire sencillo y modales encogidos. Apenas le vi me arrojé a sus brazos con efusión de ánimo, tratándole de tú, como si fuese su mayor amigo. El hombre me miraba, arqueando las cejas, moviendo los labios sin hallar palabra que dirigirme, y unas veces parecía enojado consigo mismo, y otras alzaba los ojos y se sonreía. Yo continuaba en mis transportes de júbilo, hasta que, compadecido del estado violento a que lo tenía reducido, le dije, separándome por segunda o tercera vez de sus brazos y en tono de amigable reconvención: -¡Conque no me conoces! ¿Conque no te acuerdas de mí? -Francamente... Bien es verdad que tengo tan mala memoria y soy tan distraído... -Y luego... -añadí yo-, como salí tan niño de Santander... Pero, hombre, ¡lo que has crecido! ¡Ca!... La víspera de mi viaje me acuerdo que estuvimos jugando a la rayuela en las baldosas del muelle. ¿Y las escapatorias que hacíamos al Astillero y al Sardinero, y a veces a la farola? -Fatal memoria... Alguna idea tengo; pero ni por esas puedo caer en quién eres. -¡Hombre, y cómo te has desfigurado! -Pues tú no debes estarlo menos -repuso Benito con sencillez-; porque ni remotamente... -¿No te acuerdas de Pepe? -¿Pepito de Ontaneda? -No, Pepito, el hijo de aquel militar de quien tu padre fue asistente, y a la sazón coronel de Caballería, con unos bigotazos que te daban tanto miedo, más bebedor de ron que un

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marinero inglés. Vivimos dos años en aquella ciudad; precisamente cuando tú tenías seis o siete. -Pues entonces -contestó Benito, respirando con más desahogo-, no te asombres de mi falta de memoria, y te ruego que me perdones: estoy de veras avergonzado: ¿conque eres hijo de aquel capitán de barco?... -Coronel, hombre, coronel de Caballería. Ya sabes lo que eran los antiguos coroneles. -Vamos, estos días no estoy en mí. Otra vez te pido perdón. -¿Qué perdón ni qué niño muerto, con un compañero de la infancia, con un amigo íntimo? Nada, franqueza; sigue mi ejemplo. Acabo de comerme tu modestísimo y malditísimo almuerzo: heme servido de tus navajas y tijeras; he gastado tu aceite y tu jabón; he revuelto tus papeles; he leído el primer acto de tu comedia... -¡Mi comedia! -exclamó Benito, poniéndose colorado como un pimiento de La Rioja-. ¿Has leído mi proverbio? -Sí, hombre, sí. Supongo que lo destinarás a determinado teatro; que habrás consultado el plan con la primera dama o la graciosa; que escribirás para que ellas o el primer galán se luzcan, no para lucirte tú. Es el único medio de que te lo representen bien, y sobre todo, de que te lo representen. Así se estila en el extranjero y supongo que por acá... -Pepito, ya que mi descuido en guardar esos papeles me ha vendido, en nombre de nuestra antigua amistad te suplico que no descubras mi secreto. Nadie en el mundo sabe que escribo versos, ni sospecha siquiera que soy capaz de escribirlos. Me despedirían de pasante: el notario no me daría a copiar un folio. Hallarían en mis conatos de poeta la explicación de mis distracciones y faltas de ortografía. -Y quizá serían injustos, quizá no habrían atinado con la verdadera causa... Sin comprenderme, o sin darse por entendido de mi alusión a la Matilde de sus endechas, prosiguió: -Al hacer estos ensayos no he consultado más que con los libros y conmigo mismo. He sentido siempre una comezón de escribir, un hervor, una pasión tan viva, que no fui dueño de dominarme. Pero cuando la efervescencia pasa, y recobro la tranquilidad de espíritu, y cojo nuestros buenos autores, y los saboreo y comparo conmigo, me parece tan frío, insípido y detestable lo que hago, que lo borro y lo rasgo, hasta que al día siguiente vuelvo a sentir el pertinaz impulso y escribo con el mismo afán, con mayor ahínco; pero con igual resultado. -Pues yo te aseguro -repuse con aire de protección- que esta comedia o proverbio se ha de librar del naufragio. Benito, si no fuera porque los principiantes soléis engreíros presto;

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si no supiera que los elogios imprudentes son la hiedra que impide crecer y madurar a los ingenios, te diría que en tu obra hay cosas, cosas más que regulares. -¡Oh! -Cosas admirables y cosas también con que yo mismo me creería honrado. -¿De veras? ¿Cree usted...? -Perdona; ¿crees tú que hay algo siquiera tolerable? -preguntó con sonrisa beatífica el poeta. -Yo no soy competente; no paso de mero aficionado a las letras; pero conozco mucho a Víctor Hugo. Tiene una frente cuasi tan despejada como la tuya; en París solía almorzar con Alejandro Dumas, excelente cocinero. Chico, tus manos parecen un escupo de las suyas. El Barón Rhinfir Aufen, poeta alemán que de seguro no es todavía conocido en España, venía a mi casa Unter der Linden, en Berlín, a leerme todas sus fantasías, vaporosas, verdaderamente fantásticas, y tiene el mismo lunar que tú en la mejilla derecha. ¡Cuántos días de campo hemos hecho en la tumba de Virgilio, donde me pasaba las horas muertas fumando y bebiendo copas de Salerno, acordándome del Dante y recibiendo de ambos inspiración para mis obras! Pues bien; yo que trato casi familiarmente a la mayor parte de las celebridades europeas, te aseguro y te protesto que eres poeta. Yo, que te lo digo, me encargo de probarlo. A propósito: ¿qué dinero tienes? Esta pregunta, que puede parecerte inconexa, y sobre todo intempestiva, estuvo, en mi humilde opinión, magníficamente colocada. Un poeta siempre es desprendido y manirroto; pero un poeta que acaba de oír los primeros elogios de sus producciones, es capaz de dar a quien le lisonjee hasta la última gota de su Sangre. Benito Modesto abrió su baúl por toda respuesta y sacó mil seiscientos reales que le restaban de los dos mil del tío de Sigüenza. Tomé mil y quinientos en billetes, me apoderé de su comedia y algunos otros manuscritos, y le dije: Con esta insignificante cantidad y estos cuadernillos de papel vas a salir de la obscuridad en que tan injustamente yaces. Mudósele el color, miróme entre arrobado y confundido, y con trémulo acento me contestó: -¿Qué va usted a hacer? ¿A sacarme de la obscuridad? -Sí, hombre, sí; voy a darte el empleo que vanamente solicitas; voy a darte gloria, felicidad. -¡Felicidad! ¡A mí felicidad!

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Creo, aunque no lo oí, que sus labios llegaron a modular dulcemente el nombre de Matilde. -A ti, que la mereces -le contesté-. Yo he de ser tu protector, tu Mecenas... -¡Estoy soñando! ¿A qué debo yo tan insigne, tan inesperado favor? -A tu mérito, a tu modestia. Y no me preguntes más; no trates de inquirir nada por ahora; no te propongas investigar, ni menos juzgar los medios, acaso extraños y peregrinos, con que voy a labrar el edificio de tu ventura; y para concluir, una sola pregunta: ¿Conoces a don Simeón Paquete, que tiene tienda de ultramarinos en la calle de la Montera? El pobre Benito se puso como la grana, y contestó balbuciendo: -Sí..., sí, señor... le conozco de vista..., de nombre..., le visitaba..., alguna vez le visito. Aquel rubor, aquella confusión del primer amor, aquella inocencia y candor casi primitivos, me acabaron de poner al corriente de su historia. -Es mera curiosidad. Ese tendero tiene una hija... -Sí, señor. -Benito, ante todas cosas, si hemos de seguir hablando, es menester que me trates como toda la vida nos hemos tratado; que me tutees... Dime, Matilde ¿es hija única? -Única. -¿Y don Simeón millonario? -No lo sé; nunca he tratado de averiguar... Pero creo que está bien; pasa por rico. Fue condiscípulo de mi tío el canónigo. -Siéntate. Escribe: «Don Benito Modesto Llano tiene solicitada una promotoría fiscal...». -¿Qué es esto? -Nada: una cosa inútil. Iba a dictarle un volante, una nota de recuerdo, pero veo que el pulso no te deja escribir. Serénate: almuerza, y cuando hayas concluido, vas en busca de un mozo de cordel y me llevas el equipaje a la fonda de la Vizcaína, preguntando por el señor San Juan de las Abadesas. -¿Quién es ese señor? -Soy yo. Vete bien vestido, con el mejor traje que tengas; pero de confianza. Arregla aquí mi cuenta con la patrona, y dila, para evitarla un gasto inútil, que comemos juntos.

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-Eso ya lo supone. -Pero no aquí, sino en la fonda. Te convido. Conque adiós, y no tardes. Voy a tomar un coche; sólo me llevo el neceser. ¡Ah! se me olvidaba: ¿conque de veras no has dado a la estampa ninguna de tus composiciones? -¡A la estampa! -contestó mi antiguo amigo con cara de quien ve visiones-. ¡No faltaría más! Nadie ha visto siquiera mis borradores; y excepto tú, nadie en el mundo conoce mi debilidad. -¿Ni Matilde siquiera? -Esa señorita menos que nadie. No es tiempo todavía; quizá no lo será nunca. -¡Pobre Benito! ¿Conque para comer con tu ingenio principias por hartar de versos a los ratones, que, según trazas, no escasean en estas alturas? -¡Hacer versos para comer! -exclamó atónito el angelical poeta-. No lo comprendo. -Incomprensible sería, en efecto, si en el extranjero al menos no fuera usual y corriente. Yo no vengo en situación de hacer por ti lo que quisiera; pero te protegeré: antes de poco tiempo he de darte la mano desde el pináculo de la fortuna, devolviéndote con usuras el favor que acabas de hacerme. -¿Qué favor? -Esa cantidad que me has dado. Te aseguro que, aun mercantilmente considerada la operación, nunca te has desprendido de un capital que más te haya de producir. -¡Ah! ¿Vienes tú también a pretender algún empleo? ¡Malo! Dios te dé más suerte que a mí que hace dos años estoy solicitando la promotoría fiscal y me encuentro como el primer día y es que no pasa ninguno de audiencia sin presentarme al ministro. -¡Quita allá, Modesto! ¿Qué estás diciendo? El que pone sus miradas tan rastreras, es hombre perdido, nunca pasará del polvo. Cuando todo el mundo pide más de lo que merece y es capaz de desempeñar, pedir lo menos es confesar que no tienes merecimientos ni sirves para nada. Desengáñate: más fácil es matar un águila que un gorrión, si están ambos a tiro. Vamos: ya veo que nuestro encuentro ha de ser para ti principio de una nueva era. Y abriendo la puerta del cuarto proseguí con mi más robusto acento: -Doña Quiteria, señora doña Quiteria, el almuerzo para don Benito. La triple viuda se me presentó aturdida y escandalizada. -¿Qué es esto? ¿Qué sucede en mi casa? ¿Falta todavía?...

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-Sí, señora; falta un mozo de cordel y un coche: el coche voy a buscarlo yo; el mozo, si no lo trae usted, lo buscará don Benito. -¡Cómo! ¿No le acomoda mi trato? ¿No le gusta a usted la casa? ¿Se va usted sin pagar el gasto? ¡Ah, si viviese cualquiera de mis tres difuntos!... -Patrona, patronísima, patronímica señora de López, de Fernández etc., etc., el gasto de hoy póngalo en la cuenta de don Benito, que viene a comer conmigo esta tarde a la fonda de la Vizcaína. Doña Quiteria quiso arañarme y chillar; pero se aguantó. No le convenían escándalos en su casa. Media hora después estaba instalado en un lindo gabinete con alfombra, colgaduras, alcoba estucada, butacas y chimenea. Mientras el camarero la encendía y llegaba don Benito con el equipaje, me arrellané cerca de la lumbre, sumido en graves y profundas meditaciones. Había tomado mi resolución: iba a ser literato. El encuentro con Félix Hurón y el comerciante de ultramarinos me tuvieron perplejo algunos instantes, en los cuales se me ofrecía en perspectiva el partido que podía sacar de las minas y los explotadores de aficionados al plomo argentífero y plata pura, que no de otra manera califiqué al manco, y quizá al mismo Don Simeón; pero detúvome el temor de haber dado de buenas a primeras con hombres que entendían mejor que yo aquel negocio, y que en punto a listos y despreocupados podrían darme acaso quince y raya. Sin desistir de este recurso, que dejé al margen de mis planes, parecióme preferible y más adecuado a mi situación el de emprender la vida literaria. Para un hombre que, falto de apoyo, se echaba en brazos de la casualidad, era necesario un punto de espera. Conocía, o creía al menos conocer, el firmamento en que me proponía brillar; pero hacíame falta seguir pacientemente el curso de los astros, y el templo de Apolo me pareció excelente observatorio. Desde luego las letras dan nombre y esplendor, por más que nieguen o escatimen la fortuna. Del literato salen, naturalmente y con prestigio, el periodista, el político, el empleado, el sabio, el hombre de conocimientos especiales y hasta el banquero y asentista. Puede uno avergonzarse de haber sido hortera, aprendiz de un oficio, o de tal o cual profesión; pero de cultivar las letras, de haber intentado siquiera subir la cuesta del Parnaso, de los versos y la prosa literaria, de pasar por escritor y hombre de ingenio, nadie se avergonzará jamás. En España, y sobre todo en aquel tiempo, los Gobiernos echaban mano de los escritores públicos para la administración, los empleos y el Parlamento, a lo cual les obligaba hasta

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cierto punto la necesidad. Sabíase al menos que el literato era apto para redactar un informe, una circular, un Real Decreto; suponíase que tenía cierto ingenio, facilidad de escribir, travesura y deseos de lucirse, al paso que los que entraban por la puerta del favor sólo en fuerza de buenas relaciones y de compromisos eran tolerados; y aun los mismos que se sostenían por la antigüedad y los servicios no solían pasar de rutinarios, no manejaban el lustre o barniz que exigían los ministros, la mayor parte de los cuales, a falta de otras cualidades, querían aparecer como consumados escritores públicos. Proteger las letras era, por otra parte, medio seguro de conquistar en breve renombre y popularidad. Es claro: la fama y los aplausos estaban en manos de los protegidos, y el vulgo, siempre propenso a tomar como suyos los juicios que se le dan formados, llegaba a creer sinceramente bueno lo que le decían que era excelente. No había más sino que, poco a poco, se fue divulgando el secreto del arte de prosperar, y todo pretendiente, a pocas disposiciones de audacia y talento que tuviera se metía a literato. El género, como siempre sucede, bajó con la concurrencia y cayó en depreciación por la abundancia. Todavía alcanzaba yo algo de los buenos tiempos, y por eso la elección de carrera no fue para mí dudosa. Deparábame, además la suerte a don Benito Modesto Llano, joven de verdadero mérito, de modestia fabulosa, de inverosímiles ideas y sentimientos. Era una mina, no muy rica, si se quiere, pero más fácilmente explotable que las de don Félix Hurón y don Simeón de Estraza. Presentóseme Benito, al cabo de estas y algunas otras reflexiones, con el mozo del baúl, y tuve necesidad de suplicarle nuevamente, de exigirle más bien con imperio, que se quedara a comer conmigo, por más que el convite fuese a costa suya o de su tío el de Sigüenza. Para la vocación con que me sentía necesitaba yo ciertos datos y noticias que acaso él podía suministrarme. -¿Cómo anda la república literaria por estas tierras? -le pregunté, haciéndole tomar asiento junto a la chimenea y en el sillón frontero al mío. Porque yo estoy muy enterado de lo que sucede en Francia, Italia, Inglaterra y Alemania; pero en ayunas acerca de la literatura española. He pasado mi juventud en el extranjero; he comido largos años el amargo pan de... la emigración. Necesito que me enteres de todo larga y detenidamente. -Hombre, yo soy quizá el menos a propósito para satisfacer tu curiosidad y buenos deseos; soy un pobre pretendiente y mero aficionado. -A propósito de tus pretensiones. Siéntate al bufete y escribe ahora con más serenidad y mejor letra que en tu buhardilla. Ahí tienes papel y tintero: «Don Benito Modesto Llano, licenciado...»

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-Doctor. -¡Hola! ¿También eso? Doctor en... ¿Cómo lo llamáis ahora? -Jurisprudencia. -Eso es. «Doctor en Jurisprudencia que ha obtenido la nota de sobresaliente en todos sus grados...» -Y cursos académicos, si te parece. Empecé a mirar al antiguo compañero de mi infancia casi con respeto: más te diré, con asombro y aun lástima. Era yo el águila que se iba a engullir un ave; ¿no era una compasión que el ave en cuyo pecho empezaba a clavar mis garras fuera un faisán, cuando a mi voraz apetito le bastaba un pavo? En fin, ensordeció la voz de los remordimientos la consideración de que no tenía derecho de elección: no había pavo ni avestruz al alcance de mi vista; era preciso devorar el faisán. -Sigue: «Tiene solicitada una promotoría de...» -De entrada. -¡Y te contentas con eso! -En el orden regular está principiar por el principio. No quisiera deber nunca nada al favor. Un tanto soberbio, ilusorio, si tú quieres, me pareció el último pensamiento; pero creí caritativo y prudente no contradecirle. La justicia tiene que cruzar en estos tiempos las horcas caudinas del favor. La humillación no es nueva ciertamente; pero confesemos que cuando algo viene del cielo, se procura pagar al cielo con su moneda, que es la virtud; cuando se dice que de los hombres viene todo, para el cielo no queda nada: todo es poco para los hombres. Moví la cabeza como pesaroso y le contesté con desenfado: -Vamos, si has hecho ya el disparate no lo puedo remediar. Pon la fecha de la solicitud y la de hoy. No firmes; llevará mi nombre. Y ahora vuelve a sentarte en la butaca, y para acabar de desembarazarnos de accesorios, cuéntame tus amores con Matilde. Un rayo que hubiera caído a sus pies (perdóname por lo exacta, lo trivial de la imagen) no le hubiera producido mayor espanto.

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Quedó estupefacto y con los ojos desmesuradamente abiertos; me miraba el pobre, me miraba casi a punto de saltarle las lágrimas. Volví a tenerle lástima; pero supe nuevamente sofocar dentro del pecho tan intempestivos impulsos de ternura. -¡Mis amores! -exclamó por fin-; pero si yo no tengo nada con esa señorita, nada más que el gusto de conocerla... -Y hablarla. -Alguna vez. -Y visitarla de cuando en cuando. -A su padre, a su familia. No quiero ser prolijo; te diré breve y sumariamente lo que Benito Modesto me contó, o, por mejor decir lo que a fuerza de insistencia le pude sacar del cuerpo. Como doña Quiteria me había indicado, tenía aquel joven un tío canónigo que le auxiliaba en su honrado propósito de conseguir algún fruto de su carrera. Era este señor antiguo amigo y condiscípulo de don Simeón en compañía del cual había aprendido las primeras letras. El comerciante de ultramarinos estaba encargado de pagar las que el canónigo remitía a favor de su sobrino. Con este motivo, y en virtud de las recomendaciones del canónigo, Benito llegó a la sala del entresuelo, y de la sala pasó alguna vez al comedor, en cuyos dos últimos departamentos conoció a Matilde y a su madre doña Jacinta Díaz de Vivar. Benito se enamoró perdidamente de la muchacha; pero jamás se lo dio a entender, ni de palabra ni por escrito; su afición sólo le sirvió para escasear las visitas que hacía a la casa, para ser en ella más encogido y circunspecto, si cabe, que en todas partes. Pobre y falto de empleo, parecíale verdadera locura aspirar a la mano de aquella niña, la cual, sin embargo, llegó a conocer la pasión que inspiraba al joven doctor en Jurisprudencia y no se dio por ofendida. Estimulábale, más bien, con excesivas atenciones y miradas insinuantes. Modesto las comprendió, pero había tomado la resolución de no declarar su atrevido pensamiento hasta conseguir el empleo; y aun entonces, quería hacerlo según las reglas del antiguo régimen: dirigiéndose a los padres de la niña. Tal era el estado de la cuestión. ¿Qué se me daba a mí por los amores de Benito? En aquellos momentos, absolutamente nada. Pero haciéndole hablar de ello procuré sacar alguna noticia de la fortuna del comerciante, y sobre todo de sus negocios de minas. Poco sabía de esto el doctor poeta: me indicó, sin embargo, que don Simeón andaba muy preocupado aquellos días, esperando con impaciencia la llegada de Félix Hurón. Llegué a

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sospechar que la codicia cegaba al bueno del comerciante, cuya fortuna se hallaba tal vez en un momento crítico. Con todos estos datos hice mi composición de lugar para la próxima visita a la calle de la Montera. Comimos en la mesa redonda: pero mandé que nos sirviesen el café en mi gabinete, a fin de seguir hablando a solas con mi amigo, a quien acabé de obsequiar con un buen puro de La Habana de lo más selecto que fumaba el marqués de Monte-rojo. Mucho mejor que del estado de los negocios del comerciante de ultramarinos, me enteró mi amigo del estado en que se hallaba la literatura en España. Dos cosas comprendí desde luego; que había hombres que cultivaban las letras por gusto y verdadera vocación, y otros por especulación y recurso. Los verdaderos literatos eran pocos; los especuladores de las letras, muchos. La que se llama en el extranjero vida literaria, vida del hombre exclusivamente dedicada al cultivo de las letras y que creyéndose un genio se considera dispensado de todas las reglas de moral y hasta de atención y cortesía que rigen para las almas vulgares, apenas era conocida en nuestro país. Aquí la literatura era medio de presentación, timbre, o tal vez especie de ayuda de costa. Por lo demás, las letras se hallaban entonces en una época de transición. Estaba expirando el romanticismo; y por más esfuerzos que algunos hacían, no lograban restaurar la literatura clásica. Alboreaba ya el día de las escuelas filosóficas en que la literatura había de ser arma de combate, lo mismo que las ciencias, lo mismo que la política y el arte. Los campos estaban divididos, y unos autores sin saberlo, y muy a sabiendas otros, se filiaban bajo determinada y muy significativa bandera. Tengo aprendido que en realidad no hay más que dos: la del bien y la del mal, la de la verdad y la del error, la del catolicismo y la del liberalismo. Contaba esta última numerosísimas cohortes y escasas la primera, pero valerosas y fuertes, y ¡cosa singular, y prueba del vigor que tienen ciertas ideas y la flaqueza de que adolece el humano linaje! Muchos que en su vida pública se ostentaban como revolucionarios, mostrábanse profundamente católicos en sus escritos; al paso que otros de creencias católicas y aun de vida piadosa, al tomar la pluma eran, sin quererlo ni saberlo, revolucionarios. Despedí a Benito y llamé al camarero. Presentóse uno que, aunque muy español y del riñón de Asturias por más señas, afectaba la frase y aun el acento extranjero. Había servido dos o tres meses en Bayona, y quizá el aire del gabacho que trató de adquirir era deudor de su colocación. -¿Ha llamado el señor? -me preguntó. -Sí -le contesté-. ¿Hay en la casa salones disponibles para una soirée? -Sí, señor. ¿El señor piensa dar?...

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-Un té. -¿Danzante? -No, literario. -Pues cuando el señor quiera no tiene más que avisarlo con un día de anticipo. -Está bien. ¿Ha venido alguien a preguntar por mí? -Persona. -¿Qué persona es esa? ¿No ha dejado tarjeta? -Persona ha dejado carta de visita. -¿Conque es decir...? -Que no ha venido nadie. -Hombre, pues así se dice en Castilla, y aun creo que en Asturias. Buenas noches. Así que me vi solo exclamé: -Esta sociedad está perdida. Cuando los descendientes de Pelayo, y probablemente los horteras de la Sierra de Cameros, se expresan de esta manera por adular el mal gusto de sus parroquianos, no hay remedio para nadie. Quien más pone pierde más. ¡Y tenía yo mis escrúpulos de...! Y seguía teniéndolos, no del golpe que intentaba dar, sino de las tonterías que había hecho en aquel viaje, y sobre todo en aquel día. Yo las vi con mucha claridad y con no poco rubor. No ofrecen los objetos la misma perspectiva desde el fondo de una galera y las alturas de una buhardilla que desde un piso principal en la Puerta de Sol. Miraba yo las cosas con la gravedad de un conservador. Era preciso tener más formalidad y circunspección. Tomé, pues, la resolución de enmendarme y corregirme... en la forma. ¡Entre buena gente me iba yo a meter para no andar con pies de plomo! ¡Entre literatos y periodistas! - IV - Literato

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Al día siguiente, después de almorzar, fui a ver a don Simeón. Le hallé a la puerta de la tienda muy ocupado, con una gran partida de bacalao que acababa de recibir de Vizcaya. Su traje, el mismo del día anterior: pero sucio, lleno de polvo. Chocóme verlo en casa con sombrero de copa; era costumbre de toda su vida. El comerciante de ultramarinos hacía consistir su dignidad y hasta su formalidad en no ponerse nunca ni gorra, ni sombrero hongo. -Dispénseme usted -me dijo, sin quitar los ojos de la romana con que estaba pesando un fardo-. Pase usted al escritorio. O si no, mejor es... Fabián -añadió, dirigiéndose a un dependiente-, acompaña a este caballero y avisa a la señora que reciba al señor don... ¿Cuál es su gracia de usted? -José Gil de San Juan de las Abadesas. -Al ingeniero de minas, para que te entienda. Me sonreí, hice una inclinación de cabeza, y saltando por entre sacos de arroz valenciano y cajas de quesos manchegos, subí al entresuelo. Quedé sorprendido sin pasar del recibimiento; debajo de la percha de colgar los abrigos había un escaño verde con escudo de armas en medio del respaldo. Me imaginé que era un mueble recién comprado en alguna prendería, y al cual por desidia o mezquindad no le pintaban de nuevo, pues aquellos timbres y blasones no alternaban con el aceite y vinagre y los chorizos extremeños. Pasé a la sala, y por ella al contiguo gabinete, en cuya chimenea ardían leños en toda regla colocados. En ambos aposentos había alfombras de Bruselas, muebles de lujo, arpa y piano. Después de haber esperado pocos minutos, durante los cuales pude hojear algunos libros de poesía, salió la señora, muy sencillamente vestida, como de casa y de mañana, pero sobre todo como mujer de gobierno. Había entrado en eso que se llama cierta edad: pasaba de jamona, y no llegaba a vieja. Insolentes canas, con más descaro del que fuera menester, resaltaban del obscuro fondo de su cabellera; pero tenía cara de lista, ojos hermosos, negros, vivos y penetrantes, y modales relativamente finos y resueltos. Llamábase doña Jacinta Díaz de Vivar, persona de mucho orden y sentido común, la cual, sin dedicarse a los negocios de su marido, sin quererlos entender por no distraerse de los cuidados domésticos, los solía ver con frecuencia más claramente que él. Todas estas y aun otras buenas cualidades se eclipsaban al tratarse de su hija. Tenía por Matilde verdadera pasión: era su debilidad, el escollo de su buen juicio. Creíala una deidad ante la cual todos los hombres estaban obligados a doblar la rodilla. De las mujeres le

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importaba menos; les hacía gracia de la idolatría, o más bien, tomaba su desvío, sus murmuraciones y despegos por adoración involuntaria y culto indirecto del ídolo. No se presentó la diosa; pero su imagen estaba allí, en un gran cuadro pintado al óleo, y, como es de suponer, embellecida e idealizada por Madrazo. -¿Es usted..., según parece, el ingeniero de minas? -me preguntó con marcado interés. -Soy San Juan de las Abadesas -contesté sencillamente-. ¿Quién ha dicho a ustedes que yo era ingeniero de minas? -Su compañero de viaje, Félix Hurón, se lo indicó ayer a mi marido. Y por cierto que me alegro mucho de ello y aún más de que haya usted subido aquí, donde podremos hablar a solas. Estas palabras me obligaban a reflexionar un momento; y para no aparecer ni indeciso, ni siquiera sorprendido, fijé los ojos en el retrato. -¡Preciosa criatura! -exclamé como distraído y embelesado. -Sí, es un buen cuadro. El artista, entusiasmado con el original, se ha excedido a sí mismo. -¿El original es de la familia de usted? -Tan de la familia que es mi propia hija. -¿Y está parecida? -Algo se ha quedado atrás el pintor: los retratos nunca... En fin, usted, que parece inteligente, lo juzgará. Llamó con la campanilla, y apenas se presentó una muchacha alcarreña, gruesa, chata y mofletuda, le dijo: -¿No está la doncella? -Está vistiendo a la señorita. -Pues di a la señorita cuando acabe de vestirse que venga; que está aquí el señor ingeniero. -Señorita, la señorita ya está vestida, sino que, como ha venido el señor... El ama de casa miró a la alcarreña como queriendo tragársela con los ojos; pero tuvo serenidad y presencia de ánimo bastante para contestar naturalmente:

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-Como ha venido el señor, dila que ya no salimos a compras; que se quite la mantilla. -Sentiría incomodar... -repuse yo tomando por lo serio la enmienda de aquel lapsus linguae de la muchacha. -¡Oh, no! precisamente yo no tenía ganas de salir; y lo primero es lo primero. ¿Es usted amigo de Félix? La pregunta era de mera precaución oratoria; el minero descubridor del Poco y Bueno, ni mucho ni poco debía ser santo de la devoción de aquella señora. -¡Amigo yo de ese hombre! -contesté-. No cultivo semejante linaje de amistades. -Me alegro mucho. -He hecho por casualidad un viaje con él, lo cual basta y sobra para conocerlo a fondo. -Es un truhán, un pícaro que anda a caza de los millones de mi marido. Es uno de tantos pillos como vienen a Madrid a caza de gangas. No me di por aludido. Realmente yo no venía a cazar gangas, sino a pescar truchas, siquiera fuesen ultramarinas. -¡Millones! -repetí para mis adentros y mentalmente también exclamé sonriéndome: -¡Pobre don Benito! -¿Se sonríe usted? -Cierto: de la penetración de usted, de su talento. Ese juicio es el mismo que yo he formado acerca de Félix Hurón. Pero que yo piense así nada tiene de extraño, porque quizá he hecho mi viaje expresamente por conocerle. Sintiéronse pasos en el recibimiento y un sacudir las manos a palmadas, único aseo que se permitía D. Simeón después de andar con el bacalao de Escocia y el arroz de Valencia. -¡Mi marido! -exclamó doña Jacinta-; háblele usted con claridad: sálvelo usted, por Dios, y le viviremos eternamente agradecidas. Entró el comerciante con su eterno «dispense usted», y aun creo que añadió al darme la mano «salvo el guante», y no sin motivo a lo que parecía. -Mira, mira lo que dice el señor ingeniero acerca de tu amigo Félix Hurón. -Digo, ante todas cosas -repuse modesta y sinceramente-, que no soy ingeniero de minas. En la locura y furor que hoy reinan por esta clase de negocios, he querido estudiarlos, conocerlos de cerca, tomando, por decirlo así, vistas del natural; y ésta es una

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de las razones que me han obligado al insufrible, molestísimo e interminable viaje de la galera. -Pero no puede negarse -replicó don Simeón-, que muchas personas se han hecho ricas, inmensamente ricas con las minas. -Alguna que otra; rara, tan rara como el legítimo champagne, como el jerez legítimo en España. Más son las que se han enriquecido con los mineros, esto es, con los aficionados a minas. -¿Lo ves? -exclamó doña Jacinta. -En mi viaje he conocido a Félix Hurón. -Registrador famoso, denunciador a diestro y siniestro, que me está recomendado por varios amigos de la sierra. -¿Son amigos verdaderos, personas de confianza? -No los he tratado mucho; pero son corresponsales seguros que viven en el país, sobre el terreno, y se contentan con un módico tanto por ciento de los negocios. Félix Hurón viene además pertrechado de muestras, de copelas y declaraciones, unas en inglés, otras en francés, todas en lengua de extranjis. -Quisiera verlas; porque yo poseo algunos idiomas, y aun sé distinguir el oro y la plata del plomo y pedernal. A mí, mal que me esté el decirlo, no me deslumbra con guijarros más o menos fúlgidos y chispeantes. -Pues bien; voy a traerle a usted todo. Ha venido usted a esta casa como llovido del cielo, porque yo iba a salir en busca de una persona que me tradujera... Y las hay, sí, señor, aunque parezca imposible; hay quien entiende eso; pero no todos son de fiar. Pueden darle a uno gato por liebre, y donde dice hierro poner plata, y donde se expresa que de la copelación resultan tantos quilates, quitar o poner los que al perito le dé la gana. Conque voy... Salió el padre y entró la niña, con lo cual acabé de conocer por completo a la familia. Era gente honrada, de buenas costumbres, respetada en el barrio, y, sin embargo, compuesta de personas que vivían, por decirlo así, fuera de quicio. Don Simeón, después de haber aprendido en su pueblo a leer, escribir y contar, vino a Madrid y sentó plaza de hortera: principió barriendo la tienda y limpiando los cristales de los escaparates y las puertas; pasó luego al mostrador, y de allí al escritorio de su principal, hasta que a fuerza de tiempo y laboriosidad éste le traspasó la tienda. El hortera se calzó las botas y se hizo hombre. Íbale perfectamente en su comercio, en el que logró adquirir fama de formal y grave, y en efecto, engañaba lo menos que podía, y no robaba a nadie, excepto al Estado, cuyos intereses no tenía ningún escrúpulo en defraudar, valiéndose de contrabandistas y matuteros.

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Llegó a reunir caudal muy pingüe y sano, según fama; pero a la sazón parecía poco satisfecho de las ganancias que siempre le había proporcionado la tienda y aspiraba a negocios en grande: quería ser capitalista. De aquí su afición a las minas y sus vagos deseos de entrar en sociedades, contratas con el Gobierno, subastas, jugadas de bolsa y otros excesos. Pero aquellos deseos no parecían naturales en él, sino embutidos en su corazón por mano ajena. Doña Jacinta era el reverso de la medalla. Pertenecía a una familia hidalga, aunque pobre, y se casó muy a gusto con el comerciante, sin acordarse de que llevaba el apellido del Cid Campeador. En los primeros años de su matrimonio bajaba a la tienda con la costura, vigilaba a los dependientes, y cuando se aglomeraban los parroquianos en el mostrador, y todas las manos eran pocas para el despacho, no tenía inconveniente en envolver dos cuartos de especias, pesar una libra de garbanzos y alcanzar del anaquel latas de anchoas, de truchas escabechadas o de pimientos. Desde que la hija llegó al uso de la razón, doña Jacinta no pasó de la trastienda; desde el día en que Matilde se puso de largo, encerróse la madre en el entresuelo, y no descendió de allí como no fuese para salir a la calle. Matilde era, en efecto, causa principal de todos los cambios y mudanzas, anomalías y desentonos de la casa. Diéronle sus padres lo que se llama en su clase una educación brillante; aprendió a leer, escribir, y algo de francés: tocaba el piano, pero lo olvidó por el arpa, que a la sazón estaba en moda, como instrumento romántico que favorecía y daba cierto aire de elegancia a las señoras. De labores de su sexo sabía bordar, hacer flores, bolsillos, relojeras y otras chucherías. Pero no tenía tiempo ni aun para dedicarse a ellas. En cambio le sobraba para leer bueno o malo cuantos libros y periódicos había a las manos, y con singular predilección poesías y novelas. Ella, hija de un tendero, afectaba gustos, costumbres y modales aristocráticos; nunca se firmaba con el ramplón apellido de su padre, sino «Matilde P. Díaz de Vivar», y estaba siempre incitándole a que dejara el comercio al por menor dedicándose a los negocios o a la banca. Por dar gusto a la niña se pintó en el escaño del recibimiento el escudo de armas del Cid; la doncella servía a la mesa a estilo moderno, y ¡qué horror!, el comerciante de ultramarinos llegó a tomar té con galletas antes de acostarse. Bien es verdad que esta aberración no se prolongó más allá de dos semanas. Don Simeón no podía dormir, iba enflaqueciendo visiblemente, y hubiera descendido a la tumba al cabo de un par de meses a no mediar el filial cariño de Matilde. Tuvo ésta que transigir, y a la hora en que ella y su madre sorbían aristocráticamente la infusión chinesca, don Simeón se echaba al coleto un par de copas de jerez o de anisete de Burdeos. Con esta higiene se repuso en breve. Con respecto al acomodo de Matilde, el bello ideal de la madre era un hombre de talento, formal, honrado y de creencias y prácticas religiosas; el del padre, un propietario

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rico, un hombre adinerado y poco gastador; el de la hija... aún no se conocía. Así como la madre quería que todo mortal rindiese parias a Matilde, ésta se complacía en ser amada de todos, pero sin distinguir a ninguno. Sospechábase que su bello ideal era cualquier título de Castilla, o por lo menos algún hombre político de importancia que estuviese llamando a las puertas del ministerio o que por ellas acabara de salir; pero éstas no pasaban de meras suposiciones, fundadas en que la hija del tendero gustaba de notabilidades y aspiraba, sobre todo, a salir de su modesta esfera. Por lo demás, sin ser lo que se llama una mujer hermosa, tenía gracia, viveza y expresión en las miradas, y cierta palidez que estaba entonces a la moda. Vestía con elegancia, y bien puede asegurarse que sus estudios más profundos se dirigieran al arte del tocador y sus accesorios de mirar, saludar, mantener conversación y adquirir aire y modales distinguidos. Al principio pareció esto un tanto ridículo en la hija del tendero; pero a fuerza de talento y perseverancia ahogó la voz de la murmuración. Indudablemente se le había pegado algo de la tenacidad y buen juicio de su madre, porque sabía ser perseverante en sus propósitos y discreta en sus mismos defectos. Era más que discreta: era buena en el fondo, y si otra hubiera sido su educación, indudablemente habría pasado por muchacha excelente. Sin embargo de que la madre había dicho que Matilde se estaba vistiendo para salir a compras, entró con traje de casa, y algunos segundos después que ella, acabó de entrar la cola de su bata. Hízome un saludo por el estilo de los que yo había visto en la sociedad llamada de las Condesas en Alemania, al cual procuré corresponder como si me hallara dentro del paleto del marqués de Monte-rojo. Sospecho que no lo hice muy bien; pero creo firmemente que el talento de la niña no alcanzaba a distinguir ciertos matices. Apresuréme a satisfacer la vanidad de la madre diciéndola como en aparte de comedia: -Parecida, mucho; favorecida, nada. Doña Jacinta tenía prisa por abordar lo que era para ella y quizá para toda la casa el asunto del día, el principal objeto de la conversación. -Mira, hija mía, este caballero es el ingeniero de minas de que nos habló tu padre. Matilde me miró con frialdad y volvió a saludarme con la mayor indiferencia. La devolví el saludo a la misma temperatura. -Ante todas las cosas, permítame usted -dije a doña Jacinta- deshacer una equivocación en que están ustedes: yo no soy ingeniero de minas.

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-¿Pues qué es usted? -Literato. La cara de Matilde se despejó de repente; el termómetro subió de pronto algunos grados. -¿Pues no ha hecho usted un viaje por la sierra, y luego con Félix Hurón? ¿No es usted inteligente en minas y metales? -Un poco; he sido educado en el extranjero, y allá los literatos, o, para que nos entendamos, los hombres de letras, tienen que estudiar mucho: son astrónomos, geólogos, naturalistas, etc., etc. Claro es que en estos estudios indispensables para la literatura se deja uno llevar de sus aficiones particulares: y las mías, lo confieso, me han arrastrado a la mineralogía; pero... -Pero sabe usted más que un ingeniero; conoce bien a Félix Hurón, y para mí es usted un ingeniero, y como tal nos va usted a sacar de un apuro, nos puede usted salvar. Mi marido, que no ha pasado en su vida de la aritmética, ni ha salido, con mucho gusto mío de entre comestibles se empeña en hacerse minero, en adquirir la propiedad de unos cuantos hoyos que trata de venderle el Hurón, y esta niña... -Mamá, yo no entiendo de esas cosas -dijo Matilde-: a mí me duele en el alma ver a mi pobre papá respirando siempre en esa atmósfera de clavo y especias, de aceite y vinagre, y deseo verle brillar en otros horizontes. -Sí; pero el de las minas es muy turbio. Son especulaciones que él no entiende. -Mamá, yo veo que otros muchos menos inteligentes que papá, y generalmente palurdos y gentes de baja esfera, se han hecho poderosos con las minas; y si la suerte le deparase ahora un buen negocio, de ningún modo quisiera cargar con el remordimiento de haberle arrancado de las manos la fortuna. -Ni yo tampoco, hija mía; pero si tu padre no entiende el negocio, lo regular es que lo consulte con personas tan competentes como el señor. -Eso me parece prudente y racional: pero el señor dice que es... -Literato -añadí para completar la frase. -Ingeniero -repitió doña Jacinta por tercera o cuarta vez-. Y conoce bien al tal Félix Hurón. -Para lo cual -repuse- no se necesita ciertamente mucho ingenio; es suficiente tener abiertos los ojos, haber nacido en ciertos pañales y estar dotado de alguna penetración. Estas frases, un tanto atrevidas, con sus ribetes de petulantes, completaron la metamorfosis de la niña.

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-Eso es otra cosa, mamá; yo no digo que papá se eleve al templo de la Fortuna en brazos de Félix Hurón. -Que es manco -añadió la madre, desconcertando a Matilde con tan oportuna interrupción. -Manco o no -prosiguió Matilde de mal humor-, si fuese hombre de bien importaría poco; pero si es un bribón, un embaucador, y en vez de explotar minas trata de explotar a papá... -Así me lo parece señora -dije interviniendo en el poco edificante diálogo de hija y madre-. Pero no debemos formar juicios aventurados, y si las certificaciones y atestados que presenta... -Están todos en francés, inglés y alemán. -No importa. -¿Conoce usted esos idiomas? -Un poco. -¡Es usted un sabio! -He tenido una educación regular; he viajado algo. La conversación quedó interrumpida. El tendero entraba a la sazón con una caja de ejemplares de mineralogía en las manos y un legajo de papeles entre botón y botón de su gabán. -Aquí tiene usted -exclamó- lo que llama Jacinta «el cuerpo del delito». Me sonreí; fui tomando a pulso una por una aquellas muestras; me acerqué al balcón como para examinarlas a mejor luz, y volviendo luego a la chimenea para dejarlas en la caja donde habían venido, dije con aire de sinceridad: -Esto parece bueno. Veamos los certificados. Hice el mismo examen; pero sentado ya en la butaca y traduciendo en alta voz las frases que sin grande esfuerzo estaban a mi alcance: -También las declaraciones son excelentes; no dejan nada que desear -dije al concluir. Matilde triunfaba y no supo contenerse. -¡Lo ves mamá! -exclamó.

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-Debajo de una mala capa... -añadió don Simeón. -Sin embargo, me permitirán ustedes una pequeña observación -dije yo-; los certificados son muchos, casi tantos como ejemplares; pero todos parece que recaen sobre uno sólo. Plomo argentífero, y la proporción entre el plomo y la plata varía poco. Todo este legajo de declaraciones puede referirse muy bien a distintas muestras de un mismo filón. -¡Hola! -Hay más; lo que se presenta como filón, puede ser muy bien una bolsada, una vena que a los cuatro o cinco metros quede interrumpida. -¡Cáspita! -exclamó doña Jacinta-; y quien engaña en una cosa... -Es de presumir que trate de engañar en todas. -Eso es lo que digo de todos esos que se empeñan en hacernos ricos. Si yo supiese que me había de caer la lotería, ¿compraría un décimo?... Aunque fuese buscando el dinero a réditos o sacándolo de debajo de la tierra, ¿no tomaría el billete entero? -Mujer, que no lo entiendes; una cosa es descubrir minas y otra explotarlas. El descubridor, por lo regular, no tiene capital para la explotación, y por eso busca a quien lo tenga. De aquí las sociedades anónimas por acciones. -Perfectamente dicho -exclamé-; eso es precisamente en lo que nosotros debemos pensar: en fundar una sociedad anónima, cuyos directores seamos nosotros; presidente, por ejemplo, el señor don Simeón, y yo el secretario. -Pero se necesita para eso... -dijo doña Jacinta. -Nada. -En primer lugar, tener minas. -Félix Hurón, cualquier rústico pelafustán, las tiene de sobra. Entrarán a la parte. -Capital. -Eso corre de cuenta de los accionistas. -Muchas relaciones. -Esas las tengo yo. -¡Usted, que ha llegado ayer a Madrid!

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-Sí, señora; yo que he llegado ayer a Madrid, y que apenas soy conocido en España, mañana seré amigo de todo el mundo, formaré parte de la buena sociedad, tutearé a todas las notabilidades. No olvide usted que soy... -Ingeniero. -Literato. Acabo de escribir un Proverbio que pienso leer a unos cuantos amigos. Si ustedes aprueban mi proyecto, esa reunión de confianza se convertirá facilísimamente en una solemnidad en un té literario, al cual concurra todo el mundo alrededor de los verdaderos literatos. Los concurrentes serán nuestros futuros accionistas. -Veo que es usted un hombre de... -Mamá, un hombre de genio. Aquella frase fue la decisiva. En casa del comerciante de ultramarinos no se veía más que por los ojos de la niña, y el buen sentido de la madre y la aplicación, laboriosidad y talento mercantil del padre tenían que ceder a la ambición, desvanecimiento y deseos de brillar de la hija, neciamente empeñada en figurar entre la aristocracia, llevando consigo la mancha original de tendera. Mi plan quedó aprobado, como suele decirse, en principio. Era preciso, sin embargo, rumiarlo bien, modificarlo tal vez, según las circunstancias, y trazar con mano firme y correcta los detalles. Yo lo había propuesto por salir del paso, no porque fundase en él mis esperanzas. Fuese cualquiera el éxito de aquel negocio, el mío marchaba viento en popa. Vislumbraba ya que mi té sería magnífico y que no me costaría un cuarto. La amalgama de especulador y literato parecía hecha a propósito para atraerme las simpatías de Matilde, lisonjeando a un tiempo su vanidad y afán de figurar y su empeño en buscar la fuente de la riqueza en más altos manantiales que el mostrador de su padre. -Mamá -le dijo a doña Jacinta en un momento en que yo parecía distraído hablando aparte con el tendero acerca de las trapisondas de Félix Hurón-; mamá, ¡es un literato! -No porfío; pero a mí me parece ingeniero, un hombre que tan pronto se ha puesto al cabo de la calle, que conoce al manco, que sabe inglés, francés y alemán... -Mamá, esta noche tenemos función en el Coliseo. Déle usted un billete de entrada. Efectivamente, doña Jacinta, con una sonrisa que me alarmó al principio, se acercó a nosotros y me dijo: -Ya que se empeña usted en ser literato, creo que tendrá gusto en asistir a la función que celebra esta noche el Coliseo.

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-¿A qué se reduce? -Se canta, se toca el piano y el arpa, se declama y, sobre todo, se leen versos. -¿Pero van ustedes? -pregunté, dirigiendo la voz a la madre y la mirada a la hija. -Es probable -respondió ésta. -Es seguro -añadió aquélla-; no faltamos una noche siquiera. -¿Y usted hace algo? -pregunté a Matilde. -Hago música -me contestó con frase digna de mi camarero asturiano-. Pero esta noche no tocaré el arpa. Estoy muy nerviosa. Era el Coliseo una de las sociedades artístico-literarias más acreditadas a la sazón; quizá la más escogida y elegante de todas ellas. Cuando se representaba alguna obra dramática, se guardaba silencio; cuando se leían versos o se tocaba el piano, se charlaba; pero, indefectiblemente, al final de toda pieza o composición se aplaudía. El arte era allí el pretexto; el objeto verdadero de la reunión, el de todas a las que concurren jóvenes de uno y otro sexo. Quien sacaba el mayor partido de la literatura, de la música y aun de la escena, eran, como diría doña Quiteria, las malditas tiendas de las calles del Carmen, Espoz y Mina y Carrera de San Jerónimo. Pero si no allá, en más vastos escenarios se lucían literatos y artistas del Coliseo. Al día siguiente salían las gacetillas y reseñas de los periódicos enterando al público de que la bella e interesante señorita A ejecutó admirablemente la fantasía de la Sonámbula; la simpática y elegante señorita B tocó el arpa como un trovador de la Edad Media; que el distinguido literato C arrebató al público con sus quintillas a una bayadera, sultana u odalisca, etc., etc. La mayor parte de los concurrentes se enteraba de las poesías doce o veinte horas después de haber sido leídas en la tribuna. La regla general tenía, sin embargo, excepciones; había artistas y poetas favoritos a quienes era fácil distinguir entre los demás porque se les acogía con palmadas al sentarse al piano y asomarse a la tribuna. Los poetas más aplaudidos no eran los que mejores versos leían, sino los que mejor o más enfática y vanidosamente declamaban. Me pareció que muchos de ellos habían errado la vocación: como poetas, no pasaban de medianos; como actores, me parecieron excelentes. En las tablas no hubieran tenido precio. Mas no sé por qué fatalidad ninguno de ellos se sentía con vocación de cómico. ¡Lástima grande! Cuando acabé de tomar el pulso a la reunión y observé lo que en ella más me gustaba y se aplaudía, me dirigí a un portero preguntando por el presidente de la sociedad, y fui conducido a un gabinete que caía detrás del escenario.

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Era mi objeto pedir permiso para leer una de mis composiciones. -¿Pero usted, quién es? -me preguntó con desdén el presidente. A lo cual contesté: -Soy un aficionado a las letras que acabo de llegar de Inglaterra, Suiza y Alemania. -¿Y escribe usted en...? -En español, o lo procuro al menos. Le recitaré mis humildes versos para que me diga usted con franqueza si le parecen o no dignos de alternar, aunque en ínfimo puesto, con las magníficas poesías que esta noche se han leído. Guardó silencio el presidente y se encogió de hombros. Comprendí que no le faltaban deseos de oírme, temeroso, sin duda, de que yo fuese algún charlatán, iluso o presumido. Apenas recité las primeras estrofas, me interrumpió, diciéndome con entusiasmo: -Basta; es una cosa bellísima. Estoy impaciente porque le juzgue a usted el público. Va a ser una sorpresa, un acontecimiento en los fastos de la sociedad. ¿Cómo se llama usted? Le dije mi nombre y le repetí que acababa de llegar del extranjero, a donde había llegado la fama de muchos escritores que en España no eran debidamente apreciados. Entre otros, le cité su nombre. Tocó la campanilla y mandó alzar el telón de boca. El presidente, como si fuera un actor, se lanzó a las tablas, y con los pasos graves, pausados y cadenciosos de un tenor italiano, que al salir al escenario deja desdeñosamente la capa al pie de los bastidores, se acercó al proscenio y dijo: -Señores: Una grata sorpresa que todavía me embarga el ánimo, me impide anunciar a la Sociedad del Coliseo, en los escogidos términos de que ella sola es digna, un acontecimiento verdaderamente imprevisto. Un poeta, un vate, un trovador desconocido en España, pero cuyo nombre es, sin embargo, europeo; un joven errante por los bosques de la filosófica Germania, por los castillos de la nebulosa Albión y los chateaux de las Galias, se os va a presentar esta noche, sin más recomendación que su genio y su laúd. De todas las sociedades artístico-literarias que abundan en la corte, y con las cuales está la nuestra muy lejos de competir, ha escogido la del Coliseo para exhibirse modestamente, según él dice, para teatro de sus glorias, según yo creo. La sociedad juzgará con su inapelable criterio. He dicho. Callaron todos, tirios y troyanos, y momentos después, acompañado del introductor, que me dejó al pie de la escalera, subí a la tribuna. Iba yo muy decentemente vestido, con el mismo frac con que servía platos y vinos al marqués de Monte-rojo, pero sin la corbata

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blanca de ordenanza. Fui recibido con salvas de aplausos, a las cuales correspondí con leve inclinación de cabeza, a fuer de persona acostumbrada a semejantes demostraciones. Dirigí la vista al auditorio, y fijándola en Matilde, alcé la voz y dije: -¡A ella! Y a las barbas del distinguido, selecto y respetable público, la hice mi declaración de amor con todo el fuego, ternura y sentimiento de que era capaz el alma de Benito. No hay que decir que aquellos versos eran suyos; pero mío fue el énfasis, mío fue el acento hueco unas veces y campanudo, trémulo otras y vibrante; mías sobre todo fueron las miradas, el gesto y demás partes de la declamación. Llevaba yo aprendidos los versos de memoria; pero era de rigor que no dejase de la mano el papel. El papel, para los declamadores de la poesía, es el abanico en manos de una coqueta. Conseguí que se me escuchara con suma atención, o por mejor decir, lo había conseguido el presidente del Coliseo con su rubicundo y almibarado discurso de presentación. Fui interrumpido por murmullos de aprobación; fui coronado de aplausos que se prolongaron más allá de mi desaparición de la tribuna. Tuve que salir a las tablas y volver a leer mi poemita con mayor éxito que la vez primera, no porque lo hiciese mejor ni peor, sino porque el fuego del entusiasmo se alimenta de sí mismo. Me retiré al gabinete o sala de descanso de la junta directiva. Todos los que allí bullían y manipulaban entraron a felicitarme. No me desvanecieron los plácemes y elogios; comprendí que estaba en una sociedad de aplausos mutuos, y procuré corresponder a las lisonjas que se me dirigían con otras mucho más robustas y calurosas. Creo que a nadie le parecieron excesivas; el escritor no se harta de incienso hasta que le ahogan en el hollín. La fama de toda aquella turba -excusado es decir que no vi a ningún poeta de primer orden- había traspasado los Pirineos, los Apeninos y aun los Alpes nóricos, según mi verídico testimonio. Apenas respiraba un tanto libre de la humareda, se me acercó un joven con ojos de lince y movimientos de ardilla. Traía un lápiz en la diestra y una cartera sebosa en la siniestra. -¿Su nombre de usted? -me preguntó. -Pepe Gil. -¿No tiene usted otro apellido? -De San Juan de las Abadesas -le contesté después de haber vacilado un momento.

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Me dio mala espina aquel muchacho; me pareció un agente de Policía, porque apuntaba, con ligereza taquigráfica mis respuestas. -¿Su patria de usted? Entonces me encaré con él, y apelando a todo mi valor, le interrogué diciendo: -¿Y usted por qué me lo pregunta? ¿Qué derecho tiene usted de hacerme estas pesquisas? ¿Qué tengo yo que ver con la Policía? -Soy el gacetillero, el redactor noticiero, el reporter de los salones en El Correidile. -¡Ah! Dispense usted. -Estoy encargado de la crónica elegante, literaria, filarmónica y escandalosa, y para no incurrir en lamentables equivocaciones al dar cuenta del acontecimiento de esta noche, quisiera que me diese usted algunos datos biográficos. Pues bien; ya sabe usted cómo me llamo. Puede usted añadir que he pasado la mayor parte de mi vida en el extranjero, y que en la fonda de la Vizcaína, donde por ahora tiene usted su casa, pienso reunir una de estas noches a mis amigos para un té puramente literario. -En el cual supongo que leerá usted alguna de sus obras. -O las ajenas. Yo leeré un proverbio. -¿Intitulado? -Hombre, no sé; no me acuerdo en este momento; pienso concluirlo esta noche -dije corrigiéndome- y no sé todavía qué título ponerle, ni si llamarle drama, comedia o proverbio. Por ahora basta lo dicho para noticia del público. -Ciertamente, bastan por ahora estos apuntes -dijo el noticiero cerrando la cartera-. ¿Quiere usted redactar el juicio crítico de su composición? -Gracias. Y añadió al despedirse: -Rafael Bullebulle, cronista, redactor y reporter de El Correidile. Tras éste vinieron otros que, además de datos biográficos me pidieron la composición «para honrar con ella sus columnas», según frase hecha y estereotipada. No siempre había de ser interrogado; tocóme el turno de preguntar también.

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Discurría y revolaba entre artistas, periodistas y literatos un joven que, por el bulto, debía ser escritor de gran peso, autor de tomo y lomo. Parecía hombre de muchas campanillas, según su empaque y el aire que se daba. Pero en medio del esmero y elegancia que afectaba en el vestir, traslucíase un no sé qué de cursi que le vendía y le acusaba de allegadizo e improvisado. Era a la cuenta tan conocido como conocedor de aquella gente. Tuteaba a todo el mundo, y con igual familiaridad le trataban todos. A mí no me dejaba respirar. -¿Quién es usted? -le pregunté. -Me llaman don José; para ti soy Pepe Blas. A no ser porque huía yo del lenguaje de los ayudas de cámara, como gato escaldado del agua fría, le hubiera replicado: ¿Todo corto?... Pero me contenté con decirle: -¿Ni más ni menos? -Nada más que Pepe Blas. Ya ves que yo también hago versos. Y se rió la gracia. -¿Escribe usted? -Más de lo que quisiera. -Tengo especie de que las obras de usted se han traducido en el extranjero. -Pues mira, chico, hasta ahora no se han escrito en castellano. -¿Qué escribes entonces? -Cartas, muchísimas cartas, y de vez en cuando alguna nota en la secretaría. Soy director, diputado y amigo y compañero de todos los hombres de talento. Vivo entre vosotros para aprender a huir de vuestro modo de vivir. Yo te daré mis lecciones; porque supongo que tú, como todos los hombres de genio, las necesitas. Y primera de todas, porque a la más urgente: hazte; no accedas, por ahora, a las pretensiones de ninguno de estos literatos y periodistas de la orden tercera; no le entregues tus versos. Como puedes suponer, esta última indicación estaba muy de acuerdo con mi modestia, y sobre todo con el recelo de ofender demasiado la de Benito. Sin saberlo, sin pretenderlo yo cuando menos, aquel personaje fue mi sombra durante la noche, y algún momento que su protección, su charla y sus obsequios me dejaban discurrir, pude pensar en la singular coincidencia de nuestros nombres. ¡Pepe Gil y Pepe Blas! -¿Si será de mi familia? -decía yo para mis adentros.

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Salí de aquel aposento, que entre escritores españoles era conocido con el nombre de foyer, y volví al salón con mi inseparable homónimo. Todos me miraban. Don José estaba en sus glorias, y mi triunfo parecía suyo. A instancia de parte me presentó a dos o tres señoras, después de lo cual pude sentarme al lado de Matilde. No te diré la acogida que tuve. Por de pronto, más que la belleza de la composición, debía interesarle el despejar la incógnita del título, saber quién era ella. -¿Hace mucho tiempo que ha compuesto usted esos versos? -me preguntó. -Es una improvisación; y si algún mérito tiene es el de haber sido escrita esta misma noche después de comer. -Si ese es su mérito, es también su disculpa -me contestó sonriéndose-; eso no se escribe más que de sobremesa. Y la hija del tendero añadió en voz baja: -Pepito, me ha puesto usted en berlina. -¡Yo! -Esta noche en el Coliseo, y mañana Dios lo sabe... mañana quizá en todos los periódicos. No sé adónde hubiera ido a parar este diálogo sin la intervención de la mamá, que dijo a la sazón: -Se ha empeñado usted en dejarme fea. -¡A usted, señora! ¡Imposible! -Sí, por cierto, ya es usted literato. -¿Qué importa? Por complacer a usted sería capaz de convertirme en... ingeniero. - V - Un hombre público Tras un sueño de triunfador en el Capitolio, me desperté muy entrada la mañana y tiré del cordón de la campanilla de una manera que bien puedo calificar de artística. Nadie como yo estaba en el caso de distinguir por el modo de llamar el carácter y aun la educación y categoría de un amo. Los que no están acostumbrados a hacerse obedecer

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creen darse mayor importancia cuanto más fuerte y seco es el golpe; los que han ejercido siempre verdadera autoridad y son obedecidos a la menor indicación, juzgan de mal tono bulla, gritos y apresuramiento. Hago estas observaciones porque, al paso que se van creando artes y ciencias especiales, por ventura le llegue el turno al arte de tocar la campanilla. Acudió el gabacho con los zorros en la mano, delantal blanco y en mangas de camisa. Acordéme involuntariamente del marqués de Monte-rojo, que nunca me hubiera tolerado semejante grosería. Yo me contenté con decir: -Jamás he permitido que mis criados se presenten en traje semejante. El asturiano me pidió perdón, reconoció su falta y se disculpó cometiendo otras ciento contra la sintaxis, la prosodia y la ortografía de la lengua castellana. -Los periódicos de hoy -añadí con sequedad. Poco después, Toribio, que así se llamaba el astur mal injerto en francés, volvió decentemente vestido, trayéndome dos o tres papeles públicos en una bandeja de metal blanco. Me vi por primera vez en letras de molde, y en honor de la verdad me vi tal, que no me conocía. No era yo ni el Pepe Gil del marqués de Monte-rojo, ni el San Juan de las Abadesas del Coliseo: era un ente ideal y fantástico: era, a pesar del lapicero y cartera de Rafael Bullebulle; lo que cada cronista y gacetillero había querido hacer de mí para lucirse a mis expensas y excitar el interés de los lectores. Pero de todos modos era ya una notabilidad en la corte, casi un hombre célebre. Afortunadamente para mí nadie citaba un solo verso de la composición de Benito. Sólo se indicaba su título, ¿A ella?; pero como el autor había escrito aquellas estrofas en desahogo del corazón, cálamo currente, y sin sospechar ni imaginarse que habían de salir nunca de su buhardilla, no las puso epígrafe ninguno, y el que yo las di era muy usual y vulgar en el Parnaso contemporáneo. Mas si por este lado estaba a cubierto, quedaba horrorosamente comprometido con la presencia de Benito en Madrid. Había que mandarlo a provincias a toda costa, y ninguna manera mejor, más natural ni más equitativa que la de proporcionarle el empleo que solicitaba: compensación, indemnización si tú quieres del plagio de la noche anterior y de los que pensaba perpetrar en las sucesivas. Tenía yo mis esperanzas en don José, que por las trazas se había propuesto no dejarme respirar. Dígolo, porque, sin acabarme de vestir, le vi entrar en mi habitación con sombrero chambergo y traje corto de mañana, diciéndome que venía a almorzar conmigo.

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Aquel personaje político medraba y hacía su carrera con la literatura, sin usarla ni tocarla para nada. Para sus lectores no necesitaba más gramática que la parda, ni más elocuencia y persuasiva que las credenciales; pero no sabía vivir sino entre escritores públicos, de quien parecía protector nato y amigo obligado. Ellos, en cambio, lo celebraban en los periódicos y lo acreditaban en todas partes, salvo alguno de quien se llegó a sospechar si le había o no sacado a la escena como tipo original y curioso, o bosquejado en algún artículo de costumbres. Sea de esto lo que fuere, Pepe Blas nunca se dio por aludido, pues de lo contrario habrían costado caras a los autores tan irrespetuosas y malignas chanzas. Pasaba por hombre muy susceptible y mal sufridor de moscas. Le hablé del compromiso en que me hallaba con el empleo de Benito: díjele que era un amigo de la infancia a quien yo profesaba fraternal cariño. Me pidió la nota, y pasando la vista por ella, exclamó. -Esto no vale nada. Dalo por hecho. Precisamente tengo yo ahora una cuestión en Gracia y Justicia, y allí no se me niega nada. -Pero yo necesitaba pronto, muy pronto, hoy mismo, si ser pudiera, esa credencial. -Iré por ella después de almorzar. Sí; hoy es día de despacho. Pero, hombre, me pasma la modestia de tu amigo. ¡Una promotoría de entrada y sin fijar punto determinado! -Así es; una promotoría, sea donde fuere. Don José trató de cumplir su palabra, y después de almorzar tomó un coche y se fue al ministerio. Yo me quedé fumando y pensando en mi situación. Me infundía miedo, no por mi propia audacia, sino mi mucha suerte. No sé qué voz interior me decía que aquello no podía durar, que a tanta y tan repentina elevación correspondía estrepitosa caída. Hubiera preferido luchar un poco más con la fortuna; quizá el estruendo del combate habría acallado la voz de mi conciencia. Pero aun dado caso de que quisiera retroceder, me consideré ya muy comprometido y como verdadero réprobo, sin tiempo para ello. Además de que empezaba a vislumbrar que con toda mi osadía y descomunal ambición no pasaba de ser un pobre diablo, un miserable aprendiz ante los grandes maestros del arte que pululaban en la corte. No sé por qué se me figuró que el don José era uno de ellos y más Pepe todavía que el San Juan de las Abadesas. Hombrachón y finchado, como un portugués, aún le venía muy ancha la importancia que se daba. Sacóme de estas reflexiones el camarero, que de buenas a primera me enderezó la siguiente diabólica pregunta: -Perdón, señor. El señor ¿es el marqués de Monte-rojo?

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Por grande que fuese mi serenidad, por apercibido que estuviese a todo linaje de encuentros y aventuras, hube de turbarme un poco ante aquella interpelación inesperada y brusca. -¿Por qué lo preguntas? -le respondí. -Porque hay aquí un paisano que demanda al señor marqués. -¿Judicialmente? -Que pregunta por el señor marqués, y como la maleta del señor tiene corona... -Que pase. Hazle entrar. Debí de quedarme pálido, porque sentía frío en las mejillas. Momentos después se me presentó un lugareño, como de cincuenta o sesenta años, rústico, sencillote, pero de fisonomía inteligente, con puntas y ribetes de ladina y maliciosa. Sin saludarme exclamó: -¡Qué bruto! No es éste. Y se volvía hacia la puerta del aposento. -¿Por quién pregunta usted? -Por nadie que a usted se le importe. -¿Acaso por el marqués de Monte-rojo? -¡Otra te pego! No es por el señor marqués, no parece sino que en esta casa sólo se albergan marqueses. Pregunto, para que usted me entienda, por el perito agrónomo tasador de las fincas del señor marqués de Monte-rojo. -Le conozco mucho. -¿Al perito? -Al marqués. -¿De veras? -Es muy amigo mío.

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-Esa es harina de otro costal. Pues con permiso de usted me siento, que este Madrid es capaz de reventar a un mulo, cuanto más... Pues me alegro, hombre, me alegro de la conocencia. -Dejé al marqués en el extranjero hace algún tiempo. -Y allí debe seguir, por lo que es cuenta. Comencé a respirar, porque creí que lo tenía encima. -Pues yo vengo a la subasta de la dehesa. -¿De cuál de ellas? -La que llaman de los Bocales. -La conozco mucho. -¿Ha estado usted en el lugar? -No necesito haber estado para conocerla. Bonita finca. -Como que produce 20.000 reales de renta al año. -Un poco más. -No llegan a 30.000. -Sólo de pastos, leña y bellotas; pero usted no cuenta el monte pardo y las tierras de labor. -Veo que conoce usted la finca. -¿Y dónde me deja usted los corderos, la caza y los cerdos que tiene que recibir por Pascuas y San Juan el propietario? ¡Si aquello es una bendición de Dios! Llególe el turno de empalidecer al lugareño. -¿Viene usted por casualidad...? -A la subasta; y decidido a quedarme con la dehesa. -Pues nos haremos mal tercio, porque yo pienso pujar... -Allá nos veremos los valientes. -Diga usted, ¿no pudiéramos entendernos como dos hombres de bien?

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-Es difícil que me entienda con usted de esa manera. -Si usted se aviniera a recibir una prima... -O si usted quisiera tomarla... -Hombre, la dehesa me viene a mí mejor que a usted, porque yo vivo cerca; puedo llevar la hacienda en cultivo... -¿Y cuánto me dará usted si no me presento a la subasta? -Le daría para un refresco. -Cada refresco me cuesta una talega. -No le convidarán a usted muy a menudo. En fin, le daré a usted media si me quedo con la finca. -No, señor; la finca ha de ser mía. -Lo veremos -me contestó el patán con aire amenazador. -Eso quiere decir -repuse con sorna- que usted lo pensará mejor y más despacio. -No hay mucho tiempo que perder, porque mañana es el remate. -Lo sé perfectamente, por lo cual he creído sinceras sus palabras de usted; nos veremos... -Esta noche en el café Suizo. Quedamos conformes y nos despedimos con un apretón de manos como dos caballeros... de industria. Volví a tomar los periódicos, recorrí con afán la plana de anuncios y no tardé en hallar el de la venta en pública subasta extrajudicial de la dehesa de los Bocales. No me extrañó ver al marqués de Monte-rojo en tales pasos; la vida que llevaba no era para menos. Desde que concluyó la guerra civil en Vergara había emigrado, protestando con su ausencia contra la causa que acababa de triunfar, y sólo en caso de absoluta necesidad, y por el menos tiempo posible, volvía a España. No parece sino que le quemaba los pies el suelo de la patria. Este género de vida exigía grandes gastos, y aunque los suyos no eran excesivos obligábale a muchos su liberalidad, su generosidad caballeresca. Yo estaba bien enterado de sus negocios, pues aunque al marqués le daba por emborronar papel y administrar su hacienda, aunque de lejos, solía pasarse sin secretario y echaba mano de su ayuda de cámara cuando lo apuraba la correspondencia.

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El anuncio de la subasta, publicado en cuantos periódicos tenía a la vista, me escandalizó por otro motivo: la finca cuyo valor real conocía perfectamente por sus productos, estaba tan mal tasada, que me irrité. Indudablemente, entre el administrador, el perito y el cacique del pueblo había acuerdo y compostura para el negocio, y el pobre marqués iba a ser víctima de sus apuros y repugnancia en venir a España. ¿Qué había de hacerlo yo? No pudiendo remediarlo, traté de sacar partido de aquella situación. Veníaseme a las manos un magnífico negocio, con el cual podía hacerme hombre. No te imagines que pensé en los miserables diez mil reales que había ofrecido el lugareño; a mayores alturas se remontaba mi pensamiento. Traté de quedarme, si no de presente, andando el tiempo, con la dehesa proponiendo el negocio al padre de mi futura esposa. Con esta proposición metía la tienta a los talegos del comerciante y lo arrancaba de las uñas del Hurón, que iba a devorarlo. El tendero vino muy a la sazón a felicitarme por el triunfo de la noche anterior. Las indicaciones que le había hecho acerca de los descubrimientos, denuncias, registros y sociedades anónimas, habían sido suficientes para que don Simeón, suspicaz de suyo y celoso guardador de su caudal, adquirido maravedí por maravedí y con el ímprobo trabajo de toda su vida, hubiese recibido con cierto despego y desconfianza aquella mañana misma al manco y tuerto de la galera. Este, por otra parte, no se dejaba engatusar con proyectos de sociedades anónimas, y poco o mucho buscaba de presente dinero en metálico o buenos billetes de Banco, como se dice en estilo escribanil, por sus pozos tan caprichosa y fantásticamente apellidados. No podía hallar al comerciante en situación más propicia para embestir a los Bocales del marqués de Monte rojo. Le hablé al alma y con toda claridad. Le referí mi entrevista con el futuro licitador, y la prima que desde luego me había ofrecido. -Pero hombre, veinte mil duros de presente es mucho dinero. -Veinte mil duros son quizá la mitad del valor de esa finca. -Y precisamente yo estoy ahora en tratos para comprar una casita en Madrid que me cuesta más de un millón de reales. -Se queda usted con casa y dehesa, y es usted propietario rústico y urbano. -Crea usted que a mí no se me encoge el ombligo por... -Lo creo firmemente.

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-Mi mujer no desea otra cosa; quiere que me afinque y haga propietario, pero sin cerrar la tienda, venero, como dice, de nuestra fortuna. -¿Y Matilde? -La niña tiene otras aspiraciones. Desea verme en la banca, en la bolsa, en los negocios. Y eso que esta mañana hablaba ya de distinta manera. Parecía entusiasmada con la vida pública y los hombres célebres... -¡Cómo! ¿Matilde quiere hacerle a usted hombre célebre? -A mí no, porque sería un disparate, un imposible. -Según y conforme. Usted puede aspirar a la diputación, a la senaduría; pues una vez afincado, pagaría usted por contribución territorial... -Una barbaridad. No quiero ni pensarlo, porque eso es precisamente lo que me retrae. -Pero la industrial tampoco será floja. -Otra barbaridad. En fin, de contribuciones no nos hemos de librar. Apechugo, pues, con la de inmuebles y me lanzo a la subasta, si es que usted conoce bien la finca. -Como si fuera mía; y le aseguro, bajo palabra de caballero, que si puede quedarse con ella por los 20, y aunque sean 25.000 duros, saca usted al capital cerca del 10 por 100 y tiene su dinero más seguro que en el Banco de Londres. Pero aun podemos aspirar a más, si nuestro cacique se retira mediante una prima, en cuyo caso la dehesa será de usted por las dos terceras partes de la tasación. -No lo sé, no lo sé; veremos, qué cara pone Matilde. Del semblante de Matilde casi, casi me atrevía a responderle en el acto, por lo que de ella había visto la noche anterior y oído a su padre minutos antes. A nadie mejor que a la niña, ambiciosa y con ínfulas de aristocracia, podía convenir la nueva situación de su padre, el cual, por más que en otra cosa se empeñara doña Jacinta, se vería en el caso de abandonar el comercio al por menor, que tanto mortificaba a la hija. Por lo demás, yo no dudaba de haber conquistado, si no el corazón, por lo menos la imaginación de Matilde; y no siendo ya problemáticos los millones del padre, ganar la voluntad y el afecto de don Simeón y doña Jacinta era el único que me faltaba. No lo creí difícil, sobre todo procediendo con cierta elevación de miras, sin engolosinarme con ciertos mezquinos atractivos de lo presente. Gran tentación fue para mí, te lo confieso, la prima que me ofrecía el lugareño: con ella, en efecto, hubiera salido de los apuros del momento, y celebrado mi fiesta literaria con holgura y esplendor; pero supe hacerme superior a semejantes ofertas. Despreciándolas, iba a conseguir mayores

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ganancias. Doña Jacinta tenía que agradecerme la salvación de su fortuna, y don Simeón un buen negocio. Temía, en cambio, verme obligado a salir prematuramente de la carrera en que acababa de entrar, y precisado a ser hombre político, a emprender lo que por antonomasia se llama vida pública. Pero ¿qué mal había en esto? Más disposiciones tenía yo para ella que para la literatura, en que no podía brillar, ni aun figurar sino a expensas de Benito. Un suceso que me veo obligado a referirte con alguna minuciosidad modificó, sin embargo, mis ideas. Acudí a la cita del café Suizo, y en él encontré a mi lugareño, que se llamaba don Ambrosio Roblegordo, más fuerte que un roble y más robusto que el mejor de los toros que pastaban en la codiciada dehesa. Nos sentamos en un rincón a lo obscuro, porque ni el traje, ni las gesticulaciones y licencias que se permitía el ricacho eran para ostentarlas muy a la luz, ni tampoco los asuntos de que íbamos a tratar exigían numeroso auditorio. Me mostré inflexible, casi indignado, cuando volvió a mentar la media talega; inexorable también con la talega entera, a que poco a poco se remontó la prima, acabé por ofrecérsela yo en nombre de un cierto amigo mío, si este llegaba a presentarse solo en la licitación y a quedarse, por consiguiente, con la finca. -Bueno -exclamó el cacique-, habré hecho el viaje en balde, y si saco además algunos destinillos, me doy por satisfecho. Parecía estarlo efectivamente, y se distraía con cualquier cosa. Tomando estábamos sendas copas de jerez, cuando reparé en un caballero alto, bastante grueso, de cara redonda, colorada y como de Pascua. Parecióme de pronto un quídam, un elegante cursi, un tonto presumido. Pero me equivoqué: era don José. -Oiga usted -me dijo el lugareño-; ¿quién es ese señorón? No; pues digo a usted ahora que me equivoco. Ese hombre tiene traza de ser de mucha suposición. Mírelo usted. ¡Qué gordo! ¡Qué satisfecho de sí mismo! ¡Qué aire de importancia! ¡Cómo le saludan todos! ¡Cómo ahueca la voz y se despide sin bajar la cabeza, con una sonrisa, con una mano al desgaire!... Pero ¡calla! ¡Pasa por aquí! ¡Yo conozco esa cara; no hay duda: es el mismo! Voy a saludarle. Ambrosio se marchó al encuentro de su conocido. Tuvo mi amigo la gracia de olvidarse de mí, y la celebré infinito. Se encaró con el personaje, le miró de arriba a bajo, le dio una palmada en el hombro, luego una bofetada que hubiera sido casi imperceptible con menos ásperas y callosas manos; y como nada de esto bastase para que volviese el caballero de su estupefacción; mi Ambrosio le decía en alta voz:

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-¿Pepe? ¡Eh! chico ¿Pepillo? ¡Caramba, cómo has engordado! ¡Qué estirón y qué...! ¿No me conoces? ¿Pues no te acuerdas del tío Ambrosio, que siempre ha sido tu parroquiano? No arrugues las cejas, hombre, que justamente todavía llevo pantalones que tienen cuchillos de tu mano. -¿Qué es eso? ¿Quién es usted? -Ambrosio. -¿Ambrosio de qué? -¡El tío Ambrosio? ¡El alcalde de tu pueblo! ¡El que te daba...! -¡Ah! Sí, ya caigo. ¡Qué cosas tienes, Ambrosio!... No hablemos de eso. Yo mudé de carrera... -¡Hola! ¿Con que tú por tú? ¿A la pata la llana? Sea; pero vamos, ¿qué oficio tienes? -Vente; ven por aquí adentro; tomaremos un ponche, un helado. -Lo que tú quieras, dos o tres... lo que tú quieras; veo que con todo tu boato, y tus medros, y tu... vamos, tienes buen corazón... ¿Te acuerdas de las muchas veces que te guardábamos las sobras del puchero?... ¡Caramba! ¡Qué flacucho estabas y qué gazuza tenías! ¡Voto al chápiro verde! ¿Cómo has hecho para echar esos mofletes? ¡Si pareces un caballero! Ambrosio siguió al buen don José y me dejó con un palmo de narices. ¡Ingrato! ¡No sabía él cuán cara me era su compañía! Yo no sé si por afición o por curiosidad de conocer a mi amigo me tentó el diablo de seguirlos y de sentarme cerca de ellos, detrás de un biombo donde les oía perfectamente la conversación. -Por Dios, señor don Ambrosio -decía Pepe Blas en tono más humanizado-; ¿quiere usted tener la bondad de bajar la voz? Usted extrañará... ya se ve, mi posición social, mi dignidad, mi... -Vamos, ya entiendo: te has examinado de maestro, ¿no es verdad? ¡Acabáramos con mil diantres! Hombre..., no lo digo por ti, pero, ¡cómo robáis por acá los sastres! -Como por allá, señor don Ambrosio -le contestó Pepe con rostro avinagrado-. Aquí como en todas partes, vestidores y vestidos roban lo que pueden. -¡Qué diantre, no te enfades! No hay regla sin excepción; y eso que tú para ese lujo, y esa prosopopeya, y... Yo no sé cómo hacéis esos milagros. Pero ya se ve. Figúrate tú que han tenido valor para pedirme por una anguarina, o gabán, o como le llaméis... ¿Cuánto te parece? Pero, digo, ¡si tú lo sabrás! ¡Treinta y cinco duros! ¡Hombre, treinta y cinco duros!

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¡Qué escándalo! Si con poco más tenía para media yunta. Eso sí, la anguarina estaba hecha: no tenía necesidad ni de una puntada; y toda forrada de seda, lo mismo que las casullas que sacan por el Corpus. Chico, me parecía más maja por dentro que por fuera. ¡Pero treinta y cinco duros! ¡Qué barbaridad! ¡Con media docena de gabanes pongo el dote de una de mis hijas! -Señor don Ambrosio, ya le dije a usted que había cambiado de carrera. -Pero hombre -exclamó el lugareño como quien ve visiones-, ¿qué significa eso de carrera? ¿Te has hecho médico, abogado, teólogo? Yo no sé que haya otra cosa que se llame carrera sino la que dan los caballos. -Soy hombre público, señor don Ambrosio. -¡Hombre público! Chico, no entiendo esa jerga. -Hombre público quiere decir hombre de estado... -¡Acabarás de una vez! ¡Vete con mil diantres, que ya te entiendo a la postre! ¿Con que te has casado? -¡Oh! Todavía no. -Sí, que tú de cura maldita la traza que tienes... -Pero ¿no nos entenderemos alguna vez? Hombre de Estado no quiere decir que yo lo haya tomado; hombre público es lo que usted no entiende... ni yo tampoco, a decir verdad; pero... en una palabra; soy un funcionario... -No digas más, hombre, no digas más. ¿Conque te has metido a dar funciones?... Ya me parecía a mí que tenías traza de comediante... No, pues para eso no te faltaba labia y desparpajo, y... -Señor don Ambrosio, veo que mi país no ha dado un solo paso por la senda de la civilización; al cabo de los años viene usted tan... selvático y cerril como cuando le dejé. Soy funcionario público, es decir, alto empleado; tengo dos o tres cruces, hago discursos, soy diputado... Estaba a la sazón el buen Ambrosio zampándose un vaso grande de leche amerengada, con sus correspondientes bollos, barquillos y bizcochos, y fue cosa de ver el brinco que pegó, echando a rodar por la mesa el vaso que tenía cogido con ambas manos. -¡Diputado tú! -Sí, señor.

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-Pero ¿diputado de qué?... ¿De esos que hablan tan bien, que cantan la cartilla a los ministros y se ponen como ropa de Pascua? ¿Diputado como el señor conde, que ha salido por nuestro pueblo, y que, por más señas, me ha perdonado la renta del año pasado? -Sí, señor; tan diputado como el conde. -¡Pero, hombre! -exclamó con sencillez el buen Ambrosio-, ¿y quién te ha dado dinero para ser diputado? -No he gastado un cuarto. -¡Otra que te pego! -En la provincia por donde he salido nadie me conocía... -Ya lo supongo: conociéndote a ti, ¿quién diablo?... Pero ¿cómo se hacen estas cosas? Los sesos se me vuelven agua de tanto discurrir -dijo el lugareño acabando de recoger en el vaso la leche vertida y saboreándola después sin aprensión alguna. -Escuche usted, señor Ambrosio -respondió el caballero-; por poco que usted discurra, debe conocer que su presencia me incomoda... -¡Hombre! Te vienes con unas indirectas... -Soy franco. -No lo jures. -Me incomoda usted, lo repito; porque me hace recordar cosas que algunas veces me figuro que todo el mundo las ha olvidado. Pero en medio de la mortificación de mi amor propio, soy agradecido y leal; y aunque exija de usted que en público me trate con respeto, privadamente seré para usted el Pepillo de marras, que después de comer las sobras del puchero se subía a las bardas del corral a matarle las gallinas a pedradas, o pescarle pavos con anzuelo. -¿Conque eres tú, pícaro, quien diezmaba mi gallinero? -Sí, señor; pero hoy quiero restituirle cuanto le debo: quiero llevarle a mi casa, y antes de que vea usted al hombre público cercano al apogeo de la fortuna, le contaré a usted los medios de que se ha valido para ascender a tan elevados puestos. Aquí noté cierto movimiento de sillas, un restregar de manos callosas, una tosecilla, un estruendo como de dejar caer dos codos semejantes a dos pesadas mazas, síntomas todos de la atención y curiosidad. -Vamos a ver -dijo por fin Ambrosio con cierta inquietud y complacencia.

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El caballero, después de un rato de silencio, en voz baja, pero perceptible, con aire complacido y tono familiar, comenzó su narración en los términos siguientes: -Ha de saber usted, señor don Ambrosio, que en las alas de próspera fortuna llegué a Madrid, como los aventureros del siglo XVI arribaban a las Indias; con ciertos instintos ambiciosos, con un no sé qué de inquieto y desasosegado que hervía en el corazón y turbaba la cabeza, haciéndome sospechar, sin atreverme a pensarlo, que yo llegaría a ser grande hombre. Yo ya me tenía casi por un héroe; pero sepa usted, amigo mío, que los héroes tienen apetito, por más que las historias y las novelas le autoricen con su silencio a pensar lo contrario. Los héroes comen: verdad terrible, necesidad cruel que ha engendrado y muerto y sepultado proezas inauditas. En la precisión de comer, hay que gastar, y para gastar tener dinero, y si no se tiene, ganarlo o pedirlo prestado. Acomodéme, pues, a lo primero en la imposibilidad absoluta de contar con lo segundo. Me presenté a Urrestilla. No me turbé ante la majestad de los sastres; le hizo impresión la soltura de mis modales y de mis dedos, el aplomo de mi continente y de mi plancha, la finura de mi lenguaje y de mis puntadas, y sobre todo quedó enamorado de unas prendas, es decir, de las que le presenté de muestra. Urrestilla se sonrió, y el futuro grande hombre quedó hecho oficial de su obrador. Estaba yo cosiendo en él, y trazando en los pespuntes del cuello de una capa los planos de mi felicidad, cuando a la puerta de la tienda se paró un coche simón, o por imposibilidad de seguir adelante, o por necesidad de algún respiro; ello es que la desvencijada máquina vomitó un hombre... No pintaré a usted la fisonomía; el ojo de los sastres examina primero el corte que el porte; la expresión está para ellos en el vestido, no en el rostro. Gall y Delille, con sólo palpar un cogote le dicen a usted: aquí hay un pícaro, un bribón de cuatro suelas, y es preciso confesar que cuando auguran mal los frenólogos, pocas veces se equivocan. Lavater tiene que echar su plomada y arrimar el cartabón para medir el ángulo facial; un sastre, con sólo dirigir una ojeada a la ropa del sujeto, dice al punto: aquí hay un hombre de pro, y las más veces aquí hay un pobre diablo, como en la ocasión presente. Por el traje quedó, pues, calificado de tendero el recién venido. Sin embargo, ¡oh falibilidad de la ciencia frenólogo-sastreril!... El tendero era un ministro; pero entendámonos: ministro de circunstancias. Llegó el hombre muy apurado, preguntando con cierta mezcla de orgullo y de humillación: -¿El señor Urrestilla? Yo tengo para mí que el arte de ser grande hombre consiste en rodearse de personas eminentes, explotándolas sin compasión. Napoleón, sin los generales del Imperio, hubiera sido un mequetrefe; César Borja, sin Maquiavelo, un botarate; y yo, sin el tendero presunto, un pobre sastre. Le vi, lo calé, me levanté de mi banquillo, y con aire complaciente le dije: -¿Pregunta usted por el maestro? Mi introducción con el desconocido era una tontería; pero el hombre parecía incapaz de cogerlas al vuelo. -Sí, señor, quiero verle.

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-Sírvase usted pasar adelante. -¿Usted es el Sr. Urrestilla? -dijo el desconocido al entrar en el despacho. No tenía necesidad de esta pregunta para dar a entender que por vez primera hollaba el alcázar de la moda. -Servidor de usted. -Hombre, me encuentro en un apuro. -¿De dinero? -¡No, ca! Dinero me sobra... es decir, me sobrará desde hoy en adelante. -¿De ropa? -Justamente; necesito un frac. -A ver, José -me dijo el maestro desenrollando la cinta de medir-. Apunta: Señor don... ¿Cómo se llama usted? -Don Diego del Cerro Becerril -contestó el necesitado, como si hubiese pronunciado el qu'il mourut de Corneille; y luego añadió: ahora ya comprenderá usted lo crítico de mi situación. -Bien, hombre, bien -repuso el maestro-; si no puede usted pagarle ahora, yo no apuro con la cuenta a mis parroquianos. -Pero ¿no comprende usted?... -¿Que no tiene usted un cuarto? -Señor de Urrestilla -exclamó don Diego con entonación melodramática-. ¿Nada ha oído usted acerca de crisis ministerial? -Sí, hombre; dicen que han hecho ministro a un pobre diablo. -Ese soy yo. -Señor, perdone vuecencia. -Sé que la opinión pública no me favorece; tanto mejor: es una garantía de estabilidad. -Conque vuecencia ¿quiere un uniforme?

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-No, señor, un frac, y ha de ser para esta tarde. -¡Para esta tarde!... ¡Imposible! -¡Cómo imposible! ¿Sabe usted que esta tarde tengo que jurar delante de Su Majestad? ¿Sabe usted que sin traje de etiqueta no puedo presentarme delante de Su Majestad? ¿Sabe usted que delante de Su Majestad...? -Sé que ni delante ni detrás puedo hacer esa prenda en tres o cuatro horas. -¡Hombre, usted está pagado por la oposición! -exclamó el ministro aterrado-. ¡No poder hacer un frac en cuatro horas, cuando a mí me han hecho ministro en dos minutos!... -¡Ya! ¡Se figuran ustedes que es lo mismo hacer un ministro que un frac! -Pero, señor -tornó a exclamar el recién llegado casi muerto de pesadumbre-. ¿Y la patria? ¿Y la salvación del país? ¿Usted no sabe que de sus tijeras está pendiente la felicidad de la nación? ¿Usted no sabe que si esta noche no juro me soplan la cartera los enemigos de... del público reposo? ¡Figúrese usted si los enemigos del reposo descansarán cuando sepan que no he jurado! Por esas cuatro puntadas que usted se niega a dar, la patria se hunde, el país se pierde, la crisis se prolonga, y tal vez un cataclismo social nos amenaza, tal vez yo deje de subir al Poder. -¿Qué quiere usted que yo le haga si usted estaba desprevenido para gobernar? -¡Cómo desprevenido! Señor, tengo en mi cartera cien proyectos de ley, doscientos reglamentos, cuatrocientas circulares... -Sí; pero no tiene usted frac donde meter la cartera; y no hay remedio: los partidos, los hombres públicos, los candidatos para ministros deben contar que las tijeras de la oposición les han de cortar un sayo y mis tijeras un frac. -¿Desprevenido dice usted? Pues esto me hace recordar que yo pensé encargar el frac hace unos días... Sí; pero no... ¡Jesús, qué cabeza la mía! Yo creo que tuve intención de hacerlo... Pero ya se ve, con estas cosas, lo mismo me acordaba yo del frac que de la primera camisa que me pusieron. -¡Pues! -contestó el sastre-; descuidan ustedes lo más indispensable y se paran en proyectos, en bagatelas, en fruslerías... -Pero señor maestro, ¿en qué artículo de fondo ha leído usted que para gobernar se necesite ese traje?...

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-En los artículos de fondo de mi casa. Ahí tiene usted anaqueles llenos de piezas que en alta voz pregonan la necesidad de que todo el mundo se vista con decencia, incluso los aspirantes a ministros. -Vamos, ya veo que usted se ablanda, y que... -Nada; es imposible. -Pero ¿no ha de tener usted más patriotismo? -¡Oh! Patriotismo, y, sobre todo, deseos de ganar, me sobran; lo que me falta es manos y tiempo para cortar y coser. Don Diego se fue desesperado. Mientras departía inútilmente con el maestro, estuve yo escudriñando todas las entradas y salidas de su talle: me sonreí maliciosamente, concebí un proyecto atrevido, y antes de que subiese al carruaje volé a su lado, y, hallándole aparte, le dije: -¿Señor don Diego? -¿Qué hay? -me respondió con un bufido. -Soy una víctima de los ministros dimisionarios. -Eso, a la secretaría... un memorial, y... veremos. Veremos es la palabra característica de los ministros: don Diego sabía pronunciarla: no le faltaba todo para el desempeño de su empleo. -Nada vengo a pedir, señor don Diego; por el contrario, vengo a sacar a vuecencia de un apuro. -¡El frac! ¿Me hace usted el frac? -Sí, señor: aunque mi profesión no es esa; aunque mi genio está obscurecido en un obrador, yo le haré el frac a vuecencia. La oposición dice que vuecencia carece de las prendas necesarias para ser ministro... y ha ganado a los sastres de la capital; pero yo, víctima de mi consecuencia política... yo, que perseguido por los ministros salientes por mi adhesión hacia vuecencia y sus dignos compañeros, he tenido, señor excelentísimo, que sacrificar mi dignidad y sumirme en un taller para ganar mi cotidiano sustento: yo les probaré que hombres de mi temple, de mi patriotismo, de mi arrojo, no tienen precio; que tan buenos son para un fregado como para un cosido, y saben inmolarse en aras del bien público, saben hacer un frac en dos horas ¡o perecer en la demanda! -¡Chico, me dejas con la boca abierta! -exclamó a la sazón el buen Ambrosio que hasta entonces no la había tenido cerrada-. ¿De dónde sacabas tú esas palabrotas? ¿De dónde esos

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embrollos de víctimas y de ministros, si tú no habías conocido otros ministros que los de justicia? Y sobre todo, ¿de dónde sacabas el fraque? -Le diré a usted, tío Ambrosio; para la carrera que llevo se necesita mucha audacia, mucho desparpajo, y poquísima... -Sí, ya entiendo. -Pues bien sabe usted que mi difunto tío el dómine quiso enseñarme a leer y escribir y gramática latina; aprendí lo primero sin saber lo que aprendía, renegué de lo segundo, porque el aprender cuesta trabajo. Sin embargo, di pruebas de no ser un zote; porque a pesar de mi poca aplicación, al cabo de algún tiempo de estudios intermitentes le daba quince y falta a mi tío en la gramática, lo cual no quiere decir que yo supiese mucha. Murió el infeliz: quedé huérfano; me recogió un pariente sastre, donde, como usted sabe, aprendí el oficio. Pero ¿cree usted que se necesitan grandes estudios para encajar en la conversación o los escritos esas frases huecas del lenguaje político moderno, que suenan mucho y nada dicen? ¿No las está usted oyendo todos los días, y a todas horas y en todas partes? Un papagayo las repitiera a fuerza de oírlas y yo creo que tengo algo más entendimiento que un loro. ¡Los embrollos! Para embrollar sólo se necesita audacia..., y ya ve usted que no me falta: conquistar por la vanidad a un pobre hombre, aturdido con la idea de ser ministro, aterrado con la posibilidad de dejar de serlo y preocupado por un solo pensamiento, es la cosa más fácil del mundo. ¡El frac! ¿Pregunta usted de dónde saqué el frac? El frac estaba hecho, señor don Ambrosio; el frac estaba en el Monte de Piedad, a donde fui a rescatarlo. -¡Cáspita! Cuéntame eso. -Ya sabe usted la perspicacia del ojo de un sastre. Al irle a tomar medida en el despacho del maestro dije para mis adentros: el frac que está haciendo cierto oficial amigo mío, que trabaja para Borrell, otro maestro, sirve para este talle. Consecuencia: luego el frac de mi amigo es el que este hombre necesita. Tanto mi camarada como yo, que vivíamos juntos, teníamos unas mismas mañas, y hallándonos sin un cuarto el día anterior, habíamos llevado a empeñar aquel traje recién concluido. -¿Y tenías dinero para desempeñarlo? -Ni un cuarto; pero cuando llegó el ministro se acordará usted de que estaba yo cosiendo una capa; marché de la tienda con pretexto de acabarla en casa, y fui derecho al Monte de Piedad, dejando allí la capa cautiva y rescatando el frac. Pasadas algunas horas me dirigí a casa de S. E., que me estaba esperando impaciente. Cuando vio el frac y se lo probó; cuando su esposa le hizo notar que no tenía ni una arruga, ni un solo defecto y que estaba perfectamente cosido, y que entre el ministerio y el traje se había remozado, fue cosa de abrazarme, de llamarme su salvador, de perder el juicio.

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-¡Vamos! ¡Qué bien te pagaría el frac! -Nada quise aceptar. Seguí haciendo mi papel de víctima, de hombre de mérito, arrinconado en un obrador por mi honradez, por mi probidad, y sobre todo por la consecuencia de mis principios. -Te ofrecería su protección. -Todo lo contrario; yo le ofrecí la mía. -¡La tuya! ¡Tú protector de un ministro! ¡Vamos, si en este Madrid oye uno cosas!... -Un ministro parece un monarca absoluto, y, sin embargo, es la criatura más débil, flaca y menesterosa de la tierra ¿Sale un periódico nuevo? Ya está sudando el ministro. ¿Se juntan cuatro amigos a comer? El ministro no puede tragar un bocado con el miedo de la conspiración. ¿Corre por la calle un perro, a quien los chicos han puesto un cencerro en la cola, bulle la gente y se cruzan los gritos del amo y los silbidos del público? ¡Dios mío! ¡Que toquen generala! ¡Dónde me escondo! ¡Motín, pronunciamiento! exclama el ministro exánime. Un ministro puede, sin mengua, ser protegido por un cabo de rondas de policía secreta, por un charlatán de café, por un capitán de nacionales, por el escribiente de un periódico que tiene maña para enjaretar un párrafo: figúrese usted si un ministro incipiente podía ser mi ahijado. Le regalé el frac, le di la mano con aire teatral llamándome su amigo, y le tendí una mirada de protección. Había dado el primer paso en mi carrera. El oficial de sastre se llamaba amigo de su parroquiano, era un Mecenas. Había perdido treinta o cuarenta duros y una portería por ganar toda mi posición, toda mi fortuna. En una época en que tan poco sabemos o queremos saber los hombres unos de otros, en la que todos aparentamos respetar el secreto del prójimo, porque el prójimo tenga consideraciones con el maestro, los hombres, señor don Ambrosio, valen en lo que se estiman. En esta comedia o farsa del mundo nuevo, no hay director de escena; cada cual toma el papel que se le antoja; el que se contenta, con el parte de por medio, como llaman a los vigésimos galanes, con su pan lo coma; está destinado a no tener un cuarto y a ser silbado toda su vida. Que no se queje; en su mano estuvo el escoger otra cosa. Quien tome el papel de primer galán esté seguro de que nadie se lo disputa, y entre silbas y aplausos ganará el sueldo y los honores de actor de primer orden. La dificultad consiste en tener audacia para fijar desde el primer momento bien alta la puntería. Mientras probaba yo el frac al excelentísimo señor don Diego, sentándole las costuras, estaba pensando en reemplazarle en el ministerio... -Hombre, no digas barbaridades. -Lo que usted oye, tío Ambrosio; era una insolencia, lo conozco; pero con insolencias se labra el pedestal de nuestra fortuna. Estas palabras, cuando se oyen por primera vez asombran, escandalizan, dan náuseas pero si el hombre de cuyos labios han salido las repite con el mismo descaro, esté seguro de que el efecto no es ya tan irritante; y si las torna a decir impertérrito, la sociedad se familiariza con ellas y llegan a ser moneda corriente. Figurémonos que no logro ser ministro; pero llegaré a subsecretario, oficial, intendente, jefe político, yo que había nacido para portero. Para conseguir algo, pedir mucho. Abreviando

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mi historia, señor don Ambrosio, diré a usted que me hice amigo, comensal y camarada del don Diego, quien al cabo de poco tiempo no podía vivir sin mí; que yo resolvía todas sus cuestiones, desembrollaba sus negocios, le conquistaba aplausos en la Prensa; en fin, que el buen hombre tuvo que ponerse poco menos que de rodillas para obligarme a aceptar una plaza de oficial de la secretaría, y dos cruces que me colgó del pecho. Mi misión cerca de su excelencia estaba concluida; comencé a quejarme de ingratitud. -Pepillo, ¡mira lo que dices! ¡Ingrato un hombre a quien tanto le debías! -Sí, señor, ingrato. Me adelanté a llamárselo, para desvirtuar esta palabra que dentro de pocos días había de salir de sus labios. Me precio de tener buenas narices; y como estaba en las interioridades del Gabinete, conocí que se desmoronaba algunos días antes de que el público lo trasluciese. Hícele la oposición terrible, desencadenada; renuncié el destino; me volví al sol que comenzaba a levantarse... En fin, cayó don Diego, subió don Juan y luego don Pedro, y entre Pedro, Juan y Diego, me han hecho lo que usted ve, un hombre público, que hoy o mañana será llamado a regir los destinos de esta nación... -¡Digna de mejor suerte! exclamé con énfasis teatral, presentándome de improviso a mis dos amigos; pero con aire de quien sólo había cogido al vuelo las últimas palabras de tan curioso como edificante diálogo. El hombre público celebró la ocurrencia con una carcajada. -Esa es, en efecto, la frase sacramental y obligada de nuestros discursos parlamentarios, manifiestos, alocuciones y artículos de fondo: «La pobre España digna de mejor suerte»; sino que yo tengo para mí que todos los pueblos tienen la suerte que merecen. Más gracia que la ocurrencia debió de hacerle mi aparición no sólo porque deseaba verme, sino por quitarse de encima a su paisano, cuya compañía, naturalmente, debía de serle molesta. -Venía a buscarte -me dijo-; tenemos que arreglar aquel negocio. -¿El de Benito? -No, hombre, no. Eso es cosa hecha; se están extendiendo las credenciales; no falta más que la firma. Sino que no habiendo vacante ninguna promotoría de entrada ha sido necesario... -¿Correr la escala? -¡Quita alla! Dar a tu recomendado la promotoría de ascenso. Así me sirven a mí y así quiero que sirvan a mis amigos. El negocio de que te hablaba, es el otro, gravísimo, urgente...

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Y el diputado, con el rabillo del ojo, me hizo una seña casi imperceptible. Quería a toda costa desembarazarse de su paisano, y yo, que lo comprendí, despedí a éste encargándole que fuese a recoger el compromiso de lo pactado respecto de la subasta. -Señor don José -le dijo con hipócrita respeto el tío Ambrosio-, tengo un chico mozo muy leído y escribido; como que a sus años ya sabe leer de seguido los periódicos... Si le parece a usted, pudiéramos colocarle. -Bien, hombre bien; hablaremos. -Y un sobrino de mi mujer, que es un zángano y nunca ha servido para nada... A ese pudiéramos hacerle... -Diputado, ministro, consejero de Estado... cualquier cosa así para principiar. Hablaremos. -Y al mozo que se va a casar con mi criada pudiéramos mandarle, sí a usted la parece... -Efectivamente; a las Marianas, a Fernando Poo. -Hombre, eso parece que está lejos. -Pues a Ceuta, que está a un paso. Hablaremos. -Y... -También de esa hablaremos. - VI - El camisolín Quien tenía que hablar largo y tendido con aquel personaje era yo, que con ínfulas de audacia y desparpajo me tuve a su lado por un pigmeo. El oficial de sastre convertido en hombre político, alto empleado, protector de la literatura, diputado influyente y dispensador de gracias, empleos y honores, era más que yo, era yo en perspectiva. En él me veía tal cual esperaba ser algunos años adelante. Necesitaba, pues, conocerlo a fondo, estudiarlo como original de mí mismo, como dechado a quien debía copiar, no servilmente, sino corrigiendo tal cual defecto con la libertad y soltura con que se tratan y manejan cosas propias. Con él era preciso tener franqueza hasta cierto punto. Ni me convenía darle a entender que conocía los principios de su fortuna, ni enterarle de los míos. En todo lo demás no había por qué guardar reserva con maestro tan consumado.

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Salimos del café y nos dirigimos por calles solitarias, para hacer tiempo de que él entrara en el Congreso, donde tenía que asistir a la Comisión de presupuesto. Iba echando pestes contra sus paisanos, y ¡pásmate!, contra la empleomanía y la inmoralidad que había cundido por recónditas e ignoradas aldeas. -José -le dije, recién llegado a la corte-, no sé qué rumbo tomar; quisiera que tú me ilustraras y dirigieras. -Pepe -me respondió-, una sola cosa te aconsejo: no te metas a político. Ni por la imaginación se te pase hacerte hombre público. Mírate en mi espejo; estoy llevando una vida de azacán, de perros. Tirano y explotador de ministros en apariencia, soy en realidad víctima y esclavo de todo bicho viviente. Sólo el hacerme un distrito me lleva los mejores años de mi vida. -¡Hacerte un distrito! ¿Qué es eso? -Es conquistar un punto, una demarcación electoral en que por términos regulares nunca puedas ser vencido. -Y eso ¿cómo se hace? -Muy sencillamente; la primera vez eres lo que se llama cunero. El ministerio te presenta como candidato en un distrito electoral donde nadie, ni siquiera de nombre, te conoce. El gobernador se encarga de la elección. Una vez hecha ésta y aprobada el acta, tú procuras convertir aquella zona en propiedad tuya para ser elegido por juro, y con esta seguridad infundes respeto y miedo a los Gobiernos. -¿Y cómo lo consigues? -A costa del Gobierno. Le sacas cuanto puedes para contentar a los electores: concesiones de ferrocarriles, carreteras, fuentes y demás obras públicas, y sobre todo empleos y honores, credenciales y más credenciales a diestro y siniestro. Desde el momento en que trates de hacerte un distrito, no debe haber para ti ni patria, ni hogar, ni deudos, ni amigos fuera de tu demarcación electoral; los méritos y servicios, la justicia y la virtud, todo está vinculado en tus electores. Principias porque no hay en el distrito un solo empleado que no te deba algún favor; del distrito pasas a la provincia, en la cual desde el gobernador hasta el último estanquero han de recibir la credencial por tu mano. En la provincia, sin embargo, tienes que dividir el Imperio con los demás dioses, esto es, con los otros diputados; pero si te das maña para que tus compañeros sean gente apocada, juiciosa y enemiga de trapisondas: llevarás siempre la mejor parte, serás el Júpiter de tu Olimpo. Sigues luego derramando empleos, cruces y honores, siendo además defensor nato de todos los negocios de buena o mala especie que allá surjan, hacedor y desfacedor de entuertos, reparador de agravios, amparo de viudas, acomodador de huérfanas, casamentero, agente de negocios, etc., etc. -¿A costa de quién?

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A costa del Gobierno que te dio la diputación y el empleo con que vives, y los empleos con que obligas a los demás; pero contra el Gobierno cuando te creas seguro y le veas en peligro, es decir, cuando más te necesita. -Pero esto es una tontería que no puede durar. -Te equivocas; es necesidad constante mientras la ley no varíe. El ministro tiene que atender al diputado; el diputado a los caciques del distrito; los caciques a los electores y éstos a la nodriza de sus criaturas. ¡Oh! ¡Benditos los tiempos en que fui cunero! Tal es la exclamación más frecuente de todo diputado que trata de hacerse un distrito. -Pero yo veo que tú me sirves a mí; que sirves también a los demás escritores. -Sirvo a todo el mundo; porque, si he de hablarte con franqueza, entre periodistas y literatos he llegado a formarme otra especie de... -De distrito propio. -Eso es; los verdaderos literatos no valéis para nada más que para escribir y hacer versos; necesitáis quien os sirva, y yo tengo ese gusto. Vosotros, en cambio: me aplaudís, cuando pronuncio discursos, alabáis al gobierno cuando me asciende, y como ahora se dice, creáis atmósfera en mi favor. Así tienes médicos, boticarios, abogados, pintores y hasta agentes de Bolsa que se han hecho ricos, comenzando por darse a conocer en los círculos literarios. ¡Oh! -prosiguió sonriéndose y volviendo a tomar su aire habitual-; vosotros los genios estáis llenos de gollerías. Para vosotros es el mundo, lejos del cual afectáis vivir; tenéis médicos que os matan gratis, boticarios que os envenenan de balde, abogados que os embrollan por una bicoca, y hasta bolsistas que os arruinan sin corretaje. Yo, en cambio, tengo que soltar la bolsa para que vayan a las urnas los electores, a quien harto de empleos, y cuando vienen a la corte, que es cada lunes y cada martes, y no en procesión, sino por caravanas, me veo obligado a llevarlos a casa y darles de comer, y... ¡asómbrate!, a enseñarles la casa de fieras del Retiro. -¿Y no sería mejor -le dije, queriendo tocar una cuestión tan delicada para él, que hasta con el aire de mi mano debía escocerse-, no te sería más fácil salir diputado por el distrito en que has nacido? -Nadie es profeta en su patria, -me contestó con alguna confusión-: tus condiscípulos de primeras letras y de gramática no te perdonan jamás que vivas en Madrid ganando y triunfando llevado en andas, como ellos se figuran, mientras ellos empuñan el arado, la podadera y el escardillo. Fuera de que -añadió de repente- debo hablarte con franqueza: yo soy de familia honrada; pero modesta, más que modesta, pobre. -Yo tampoco soy rico -le contesté. -Así me lo he figurado, aun después de verte instalado a lo príncipe. Pues mira, Pepe, me voy a permitir darte un consejo. Madrid es un lugarón en que todo se husmea y se

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trasluce; gasta cuanto quieras, porque de tu prodigalidad vivirán otros, pero no aparentes mayores timbres de los que tengas, porque de eso no se aprovecha nadie y se ofenderán algunos. Aquí se perdona fácilmente la verdad, por humillante que te parezca; pero en tonterías de vanidad y ridículos misterios se ceban, hasta con saña, la envidia y la maledicencia. Aquí donde me ves he sido oficial de sastre. -¿De veras? -Lo que oyes. Nunca he hecho, cual otros, cínico alarde de mis humildes principios; pero tampoco los he negado nunca. No hay por qué esconder lo que no se puede ocultar. No he tolerado, sin embargo, ni malignas alusiones, ni gestos despreciativos, y hasta ahora me ha ido bien con esta conducta. Con mucho talento lograrás que se olviden estas cosas; pero a condición de no olvidarlas tú. Hízome impresión profunda la lección que acababa de recibir y comprendí que aquel hombre era mejor que yo, o que por lo menos sabía más que yo: conocía mejor la sociedad en que vivimos. No tuve valor, sin embargo, para corresponder a su franqueza con la mía. Traté de salir cuanto antes de terreno tan resbaladizo, y le dije: -Y no siendo rico y viéndote obligado a tantos gastos, ¿qué ventajas piensas sacar de tu posición? -Por de pronto, ninguna. Estoy empeñado hasta los ojos. -¿Pero tienes quien te preste? -Un hombre político encuentra prestamistas sin recurrir al Monte ni a usureros. Los banqueros y asentistas que tienen negocios con el gobierno anhelan por hacerte ese género de servicios, para que tú les pagues con otros. Hoy soy director, mañana seré ministro, y por gratitud me veré obligado a recompensar los favores que se me dispensen. Entretanto, espero a que me salte un buen negocio. -¡Negocio! -Un buen casamiento. Pepe, quiero concluir por donde tú has principiado. -Declino, amigo mío, el honor a que me encumbras; yo no he comenzado todavía, y precisamente me interesa nuestra conversación, porque me ilumina y abre los ojos para saber por dónde he de principiar. -Pues entonces todo Madrid se equivoca, porque te supone, no sólo enamorado de Matilde, sino en vísperas de casarte con ella. -¿Eso dicen?

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-Y creo que no se equivocan. En tu mano está, a poco que sepas manejarte. Ahora tú verás si te conviene o no la hija de un comerciante de ultramarinos. Para mí, te lo aseguro, sería un buen partido. -¿Tan rica es? -Esa fama tiene; pero es lo único que tienes que averiguar antes de soltar prenda, si es que mi consejo no llega tarde. -Tan lejos está de ello, que casi, casi lo considero prematuro. -Pues míralo bien antes de comprometerte. La chica es buena como todas; pero el padre no se sabe lo que es, quiero decir, lo que tiene. A mí se me figura millonario, en cuyo caso debes saltar por encima del mostrador, coger a la niña y llevártela en volandas a la cumbre del Parnaso. Despedímonos, quedando en vernos al día siguiente, en que me prometió llevarme la credencial de Benito. Aquel hombre era impagable como amigo; mas no me gustaba ya como modelo. Su género quizá más castizo que el mío, me pareció, por lo mismo, menos adecuado a mi condición resabiada con el trato de los extranjeros. Las observaciones de mi homónimo me parecieron mezquinas, sus miras poco elevadas, su aire no muy distinguido: hasta su manera de vestir afectada y con pretensiones poco felices de elegancia, caracterizaba al oficial de sastre, como la cabeza en rizos barnizados al oficial de peluquero. -¡Un hombre -decía yo para mí- que dispone del país y de los ministerios, contentarse con la hija de un lonjista millonario! ¡Y suponer que esa boda sea la meta adonde asesto la puntería! ¡Una tendera butibanba y butibarrena, a quien Madrazo debía de haber pintado con alas de rancios pergaminos, pulsando el arpa sobre una nube de sacos de garbanzos como la seda y a treinta reales arroba! Si yo la he dedicado mis versos, ha sido por..., por la gracia que me hacía robar a un tiempo lira y musa al pobre Benito. Así me gustan los negocios: redondos, completos. La fuerza de la lógica me alejaba de la tienda de ultramarinos; pero la irresistible fuerza de mis pasos calle arriba y calle abajo, me llevó a la de la Montera, y por último a casa de Matilde. La madre me recibió muy bien, pero con más frialdad y ceremonia que yo esperaba. Manifestóse muy agradecida al servicio que les había hecho apartando a su marido de los negocios de minas, que tan en peligro ponían su fortuna; mas no habló de mi brillante triunfo en el Coliseo con el entusiasmo que yo esperaba. O no comprendía bien mis composiciones, o las comprendía demasiado. Me incliné a lo último, porque a su penetración no se le podía ocultar que, en mi intención al menos, los versos leídos en la tribuna estaban dirigidos a su hija.

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Esta no se presentó por hallarse un poco indispuesta. Era una excusa. La verdadera causa, según supe después, fue una reyerta que hija y madre acababan de tener acerca de mi humilde persona. Matilde estaba muy satisfecha del nombre que yo había adquirido, y a pesar de reprobar de palabra mi osadía, no le pesaba en el fondo de la celebridad que indirectamente le había proporcionado. En cambio el padre no dejaba de la mano el negocio de la dehesa. Había ido a la escribanía acompañado de un letrado, que examinó los títulos de propiedad mientras él repasaba las cuentas de los administradores en el último quinquenio. No hay que decir que todo estaba en regla y confirmaba la exactitud de mis noticias. Don Simeón decidió quedarse con la finca, mostrándose muy agradecido a quien le había proporcionado el negocio renunciando la prima del cacique lugareño. Llevaba también a paso de carga el ataque a la casita de más de un millón de reales. Fui sospechando que todo Madrid tenía razón al suponerme enamorado de la hija del modesto millonario. Gran día el siguiente. Día de la subasta, de la credencial de Benito, y día, por último, en que mi amigo don José iba a pronunciar un discurso en el Congreso. Por curiosidad, por deferencia y agradecimiento al orador, tenía que oírlo y tomar parte en su triunfo. No podía desperdiciar un minuto. Me levanté temprano y asistí como mero espectador a la subasta. Don Ambrosio Roblegordo supo ganar a los primistas de oficio con módicas sumas que representaban el jornal de la semana, y don Simeón había ganado a don Ambrosio, abonándole todos sus desembolsos y gastos de viaje y cosa de media talega para una merienda, que se regía sin duda por la tarifa de mis refrescos. Volví a casa y me encontré con una carta de mi amigo el diputado en que me remitía el nombramiento de Benito para la promotoría fiscal de Sigüenza, y un billete de tribuna reservada para la sesión del Congreso. Todo me salía a las mil maravillas. Escribí inmediatamente al poeta jurisconsulto que viniese a verme, dándole muy grandes esperanzas acerca de su empleo, sin decirle que tenía ya la credencial ni que era de ascenso y para Sigüenza, a fin de que no se me quedara muerto en la bohardilla con el súbito alegrón. No tardó en aparecer mi buen amigo, y venía, en efecto, tan contento, tan fuera de sí, que aun allí mismo juzgué prudente irle preparando hasta entregarle el nombramiento. -Hazte cuenta -le dije- de que ya eres promotor. -¡Imposible -me contestó-; promotor en veinticuatro horas, cuando no se me ha hecho caso en más de dos años! -Y promotor en Sigüenza, que está, como quien dice, a un paso de Madrid. -¡Al lado de mi tío, que es mi segundo padre!

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-Sí, hombre sí; cuando uno se pone a hacer las cosas, es menester hacerlas bien. -Pero ahora caigo en que ese Juzgado es de ascenso -exclamó Benito aterrado-. Yo no puedo aceptar esa plaza en perjuicio de los promotores de entrada, que tienen derechos adquiridos por antigüedad o buenos servicios. Me quedé mirándole con asombro, y leyendo en su rostro la sinceridad de su delicadeza, tuve que decirle: -Precisamente esa misma ha sido la observación que hice al ministro. Parece que has estado oyéndome y quitándome las palabras de la boca. Pero su excelencia me contestó desvaneciendo mis escrúpulos: «Pepe, ¿qué fecha tiene el memorial del agraciado?» No me acordaba precisamente de ella; pero le advertí que hacía más de dos años que hiciste la solicitud. «Pues bien -me contestó-: hace más de dos años que ese joven, en ley y rigor de justicia, debía ser promotor de entrada: haciéndole ahora promotor de ascenso, quedan reparados cuantos agravios y perjuicios se le han irrogado». -¡Pero hay tantos otros pretendientes que están en mi caso!... -Por alguien ha de principiar la justicia. No te impone más que una condición el ministro. -¡Condiciones! -Sí, la de que marches inmediatamente; hoy antes que mañana. Por causas que no te sé explicar, aquello está pidiendo a voz en grito un promotor fiscal. El juez está enfermo; una persona lega hace sus veces... No sé lo que hay allí; pero es preciso que partas inmediatamente. Aquí tienes la credencial. Ponte al momento en camino. Es preciso que me dejes bien con su excelencia. ¿Tienes dinero? -Quizá después de pagar a la patrona no me quede para el viaje. Mas no me apuro por eso: Don Simeón, que es amigo de mi tío y tiene cuentas con él, me adelantará doscientos reales que a lo sumo puedo necesitar. -Es que debes hablarme con toda franqueza, y contar con mi bolsillo como si fuera el tuyo. El promotor de ascenso me dio las gracias, no sé si por el ofrecimiento o por la verdad que acababa de salir de mis labios, y se marchó a casa de don Simeón. En la facilidad con que se dejó persuadir de los sofismas de S. E. el ministro de Gracia y Justicia, y en cierta luz extraña y dulcísima que brillaba en su semblante, comprendí que aquel joven acababa de dar entrada en su corazón a la esperanza. Me pareció completamente transformado: le creí en aquel momento hasta enérgico y audaz. Llegué a figurarme que se había hecho un buen mozo, que había crecido como por arte de encantamiento: llegué a cobrarle miedo como rival.

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No era extraño: mis versos eran suyos, suyo el nombre que en tan breve tiempo había conquistado, suyas las gracias y méritos con que creía yo haber hecho la conquista de Matilde. Y él la amaba, no hay duda, la amaba de veras. Era necesario lanzar presto de Madrid a don Benito, y no sólo de Madrid, sino del mismo Sigüenza. Darle pronto un ascenso en Cuba, o mejor aún, en Filipinas. Al poco rato recibí una carta de don Simeón convidándome a comer para el día siguiente; acompañaban a la invitación dos billetes de banco de a 4.000 reales. Era, sin duda, el pago de la comisión o corretaje por el negocio de la dehesa. Como puedes imaginarte, aquel regalo me sacaba de apuros y me habilitaba para dar con algún decoro el anunciado té literario. Pero lo confieso, en momentos en que acababa de ver engrandecido y transformado por el amor a don Benito, quedé profundamente humillado. ¿Cómo rivalizar con un hombre de talento, sencillo, honrado y laborioso, cuando se me trataba como a corredor de comercio o primista de oficio? Sentí en el fondo de mi alma cierto resentimiento por la falta de consideración en que se me tenía. Yo era menos que un agente, es cierto, menos que un hombre que se gana la vida con negocios que pasan como moneda corriente, sean lícitos o ilícitos, turbios o claros; pero era más en concepto ajeno, y aunque las apariencias y los hechos me condenaban, quería yo que se hubiese tenido en cuenta lo que empezaba a sentir en mis adentros: no lo que era en realidad, sino lo que hubiera podido ser. Dábame el aire de hombre de pro, de caballero, y como tal quería ser tratado. ¿Entraba por algo en esta reflexiones o vagos y peregrinos sentimientos mi inclinación a Matilde? Es muy posible, porque yo iba pensando en ella más de lo necesario. Su desvío, su retraimiento en la noche anterior, la lucha que adivinaba entre ella y su madre, la hacían más interesante a los ojos de mi imaginación. Las dificultades casi insuperables que yo entreveía para aquel que no sabía si llamar capricho o término de mis deseos, me estimulaban a la empresa. Tuve, pues, un arranque, que en mi situación, si no puedo calificar de heroico, me atrevo a llamarlo noble y casi desesperado. Contesté al tendero aceptando el convite y dentro de la carta coloqué los dos billetes, tan muda y silenciosamente como a mi poder habían llegado. Acababa de quemar mis naves, y por primera vez en la vida quedé satisfecho de mí mismo. Sentí, por lo menos, si la frase te parece hiperbólica, cierto contentamiento interior a que no estaba acostumbrado. Era ya hora de acudir al Congreso para oír a mi amigo. Entré en el salón de conferencias a saludarle y darle gracias por el grandísimo servicio que, sin saberlo, acababa de prestarme. Subí después a la tribuna donde mi amigo, héroe presunto de aquella tarde, era objeto de la conversación de todos los concurrentes.

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Generalmente se le trataba bien, y se reconocía que a nadie era deudor de su elevación que fuese cualquiera su mérito, todo se lo debía a sí propio. Alguien se atrevía a indicar su humilde origen, pero en esto se fundaban los demás para ensalzarle. -Sabe poco -decían unos. -Pero habla bien -contestaban otros. -Es hombre de suerte. -Desengáñese usted: algo hay siempre que poner para pedestal de la fortuna. -Lástima que sea ministerial. En esto se hallaban todos conformes; porque en España no se encuentran jamás ministeriales sino en los bancos del Congreso y las antesalas de los ministerios. Las mesas mismas de las secretarías suelen estar servidas por oficiales que se jactan de pertenecer a la oposición. No hay lince que iguale al empleado político, al cual enseña la experiencia que los ministros son efímeros y la oposición permanente. El héroe de la fiesta era impagable como orador parlamentario. No sabía nada a fondo, pero hablaba de todo: máquina de infatigable pronunciar discursos a gusto del consumidor, si se le daba cuerda por un cuarto de hora, nunca pasaba de los quince minutos; si hacía falta prorrogar la sesión o suspender el debate para el otro día, se pasaba hablando dos y tres horas. Rossini ha dicho de los cantantes que necesitan cien cualidades para serlo buenos, y que posee noventa y nueve el que tiene buena voz. Lo mismo puede decirse de los oradores; pero mi amigo, además de excelentes pulmones y de un aparato eufónico privilegiado, ostentaba agilidad y soltura de brazos inverosímiles dada su corpulencia, y era capaz de llevar la persuasión al ánimo impertérrito de los maceros. Cuando don José se enfadaba, tenía apóstrofes sublimes, y puños y modales que infundían miedo. Aquella tarde estaba de mal humor. Habíanle picado, si no las moscas, porque era invierno, los oradores de la oposición. Excedíase a sí mismo en arranques oratorios, en paseos teatrales y en la acción desaforada pero, ¡oh dolor!, en uno de sus momentos sublimes comienza a hinchársele la pechera de la camisa, tomando las formas rotundas de un globo aerostático. Don José no repara en nada. En momentos de santa ira y justa indignación, así se acuerda él de la pechera como de la primera camisa que le pusieron. Sigue la retórica patética, siguen los apóstrofes, prosopopeyas y demás figuras que la situación requiere y se sueltan las cintas del nevado y terso camisolín que llevaba sobre la camisa, un poco menos cándida y pulcra que la cubierta. Ver ondear aquella bandera de paz y resonar en bancos y tribunas, y hasta en los mismos sillones de la presidencia, carcajadas estrepitosas, todo fue uno. Los taquígrafos se

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conmovieron y cesaron en su trabajo; los porteros mismos tuvieron que cuadrarse, toser y hacerse fuertes. El orador quiso proseguir. ¡Imposible! Ni su voz estentórea podía ser oída, ni tenía tampoco bastante serenidad y presencia de ánimo para arrancarse el camisolín o meterse la mano en el pecho. Sentóse, y, ¡oh colmo de desdichas! al dejarse caer en el escaño, con toda la gravedad de su desenvoltura y la pesadumbre de su corpulencia, aplastó el sombrero de copa, dejándole reducido al grueso de un cartón. No fue menester más: era la bomba con que terminan los fuegos artificiales. El presidente, mirando por la dignidad de la Cámara, con harta satisfacción de los diputados, aunque no tanta del público, levantó la sesión y don José se quedó solo en el banco arreglando las vistas de la camisa y esperando que le trajesen sombrero nuevo. Sólo entonces acabó de comprender su desgracia. Era sin embargo, mayor de lo que se había imaginado. Ni en el Diario de Sesiones ni en el extracto de la Gaceta se hacía mención de aquel incidente; pero los demás periódicos lo tomaron por su cuenta, refiriendo el caso con sus pelos y señales, y lamentaciones tan cómicas acerca de la superficialidad y ligereza de las tribunas que aumentaban la ridiculez, sin dejar siquiera el triste y desesperado recurso de arremeter contra los que tan grave como impíamente se burlaban del orador insigne. En conclusión: quedó hundido para siempre. ¡Para siempre! No; si me permites la comparación, te diré que los hombres públicos tienen siete vidas, como los gatos. Nadie muere si él no se da por muerto. Los partidos políticos son muchos, y lo que el uno desecha, el otro lo recoge. Don José por de pronto, hizo dimisión de su destino, y se ausentó del Congreso durante algunas semanas, al cabo de las cuales apareció sentado en los bancos de la oposición. Ha figurado luego como demócrata; era lógico: aquél era realmente su partido. La desgracia de don José me impresionó vivamente, obligándome a pensar con mucha filosofía en la necedad de ocupar brillantes posiciones sociales teniendo que apelar al menguado recurso de los camisolines, ya por dicha desterrados de la vida pública. Pero si mi amigo, con un buen empleo y tanta facilidad de hallar quien le prestara, se veía obligado a tan mezquinos medios de encubrir su pobreza, ¿a qué no tendría yo que apelar para sostenerme en la fonda con el tono de gran señor que tan imprudentemente había tomado? ¿Cómo cumplir el compromiso del té literario con el decoro que yo consideraba indispensable para sentar la base de mi fortuna? Las dificultades eran inmensas, insuperables, y hubieran arredrado a cualquiera otro que tuviese menos temple de alma que yo. De la escena que acababa de presenciar, de la catástrofe lastimosa del hombre público, sólo me quedaba el horror a los camisolines, esto

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es, la aversión a todo lo que fuera mezquino y miserable. No en vano había vivido tanto tiempo con el marqués de Monte-rojo; no en vano me había rozado, aunque no fuera más que al servir platos y vinos con elevados personajes. Aunque las comparaciones son odiosas, y el infortunio de don José merecía alguna consideración, yo mentalmente me comparaba con él y decía: «Entre un diputado que aspira a ministro y gasta camisolín, y un hombre que se aloja en una fonda de las primeras de Madrid y desprecia billetes de Banco, la distancia es inmensa». Con semejantes pensamientos me fui a comer, procurando olvidar la desgracia del amigo. Y aun al amigo también. Ni uno ni otro era posible por el pronto. En la mesa redonda no se hablaba de otra cosa, y los mismos que antes eran reservados acerca del humilde origen del oficial de sastre, se permitían ahora todo linaje de alusiones, y aun inventaban cuentos y aventuras inverosímiles acerca del desdichado. En cambio yo tenía lleno el velador de mi aposento de álbumes y tarjetas. Entre ellas la de don Simeón, que sin duda había venido a disculparse por el envío de los billetes. Creí necesario devolverle la visita. Quizá me convenía mostrarme algo más duro de pelar; pero mi inclinación me arrastraba hacia Matilde. De todos los peligros que me amenazaban, el enamorarme de aquella joven era tal vez el mayor. Iba contra todas las reglas del arte. En los modelos del extranjero no recordaba ninguno que hubiese incurrido en tan inverosímil falta. Lo conocía, pero no lo podía remediar. Al traducir el tipo de París tenía que arreglarlo a la escena española. Reinaba ya la paz en casa del comerciante; la madre sin duda había cedido al verme triunfar en toda la línea. Tuvo don Simeón el buen gusto de no aludir ni remotamente siquiera a los consabidos billetes; pero la madre me habló del té anunciado, y me indicó que su hija tenía especialísimo gusto en esas cosas y que había proyectado preparar y dirigir lo necesario para la reunión. Inferí desde luego que los gastos corrían por cuenta de la casa, y que era hasta cierto punto una manera indirecta y más delicada que la del comerciante de mostrárseme agradecidas por el negocio de la dehesa. El tal negocio había entrado a la tañedora del arpa por el ojo derecho. No hablaba apenas de otra cosa y estaba con su finca como niña con zapatos nuevos. Tratábase de ir a tomar posesión de los Bocales, de veranear en la dehesa, de cacerías y expediciones campestres. Matilde no echaba de menos en su propiedad otra cosa que un castillo, y cuando yo le dije que había también un edificio antiguo medio arruinado, con torrecillas góticas en los ángulos de la fachada, no pudo disimular su gozo. -¿Tendrá su escudo de armas? -me preguntó.

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-Por supuesto -le contesté-; encima del portal se ostentan los timbres del marqués. -Papá -dijo ella-, es menester sustituir ese escudo por el nuestro. -Veremos -respondió el padre-; no puede uno meterse en gastos hasta ver lo que da de sí la finca; todo lo que exceda del 10 por 100, lo pongo a tu disposición para caprichos y tonterías. Allí supe también que Benito había ido a despedirse y solicitar en nombre de su tío 150 reales que necesitaba para el viaje. Nada había indicado acerca de sus pretensiones con Matilde, a no ser que se tomara por indicación el anuncio hecho a la madre de la probabilidad de que ésta recibiese una carta del canónigo. Pero Matilde parecía mejor enterada, o fue más explícita, y en un momento en que estuvimos solos me dijo: -¿Sabes que tu protegido ha tenido valor de escribir unos versos en mi álbum? -¡Versos! -exclamé alarmado. -Pero no suyos, sino los mismos que tú leíste en el Coliseo. -¿Pero los ha firmado? ¿Ha tenido la audacia de suscribir ese plagio? -No llega a tanto su osadía. -¡Bah! -repuse entonces más tranquilo-; ésa es una manera indirecta de significar que ella eres tú, y que para ti y sólo para ti han hecho los versos. -Incomprensible abnegación; pero bien dice la comedia: ¡Lo que puede un empleo! Porque ese joven, para tu gobierno, es uno de mis adoradores. Para mi gobierno acababa de confirmarse que Benito era uno de los escollos, el más peligroso tal vez, de cuantos se presentaban en mi derrotero. Afortunadamente el escollo había desaparecido: Benito estaba en camino de Sigüenza. Podía dar mi té y leer en una reunión de amigos, a quien no conocía, mi última producción, el Proverbio de Benito. Como al día siguiente iba yo a comer con la familia, aplazamos para la mesa la preparación del té. Matilde quedó, sin embargo, encargada de las esquelas de convite, pues ella conocía al dedillo a todas las celebridades literarias. -¿No sería mejor -le dije yo-, encomendar ese asunto a cualquiera de los escritores que me fueron presentados en el Coliseo?

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-De ninguna manera -me contestó ella-; no os metáis en eso. Los escritores públicos están divididos en pandillas, y los de la una son enemigos de los de la otra. Vale más que una persona extraña, y cuyo nombre se ignore, los convoque a todos. - VII - El té literario Llegó por fin la noche del té. Matilde lo había dispuesto y dirigido todo, imprimiendo hasta en los preparativos el sello de su carácter. Tuvo la delicadeza de no aparecer en nada de cuanto al festín atañía, ni en fondas, ni en tiendas; y al propio tiempo que hacía estudio en ocultar su mano, formaba empeño de que se sospechara por ciertos detalles la misteriosa intervención de la mujer. No quería ser vista; mas no temía ser adivinada. Habíamos convenido en que la reunión, como de hombres solos y formales, tuviese carácter grave y sencillo: ni la forma, ni la materia, ni el aparato y adminículos de un té literario debían ser los mismos que para un té danzante, como decía el de marras. Desterró Matilde todo lo que trascendía a cena o buffet; pero de ahí abajo lo prodigó todo, esmerándose en que todo fuese delicado y exquisito. Cuanto puede tomarse a la mano, sin necesidad de cuchillo y tenedor, ponche, galletas inglesas y americanas estimulantes y anodinas, sólidas y vaporosas, emparedados, Sugar Wafers de varias esencias y sustancias, dulces, bizcochos y vinos de Jerez, Madera y Tokay, todo se ostentaba allí en torno de dos enormes teteras con la mejor de esas hojas que según dicen, es aquella que no han tomado más que una vez los chinos. Se me olvidaba lo principal: bandejas de cigarros de la Vuelta de Abajo. No faltaba allí más que Matilde para llenar las tazas y modificar el líquido con leche fría y agua caliente, a gusto del consumidor, y no tuve más remedio que servirlo yo, en cuyo arte supongo que no te atreverás a negarme cierta maestría. Pero heme adelantado insensiblemente a los sucesos. El salón estaba profusamente iluminado y adornado con elegancia; Matilde, sin embargo, dispuso que de los adornos se desterraran flores, tules, gasas, bambalinas y garambainas, incompatibles con el humo del tabaco y con sus elevados principios de estética. La reunión tuvo, pues, muy distinto carácter que la del Coliseo; los literatos me parecieron también de otra estofa. Casi todos ellos eran empleados o cesantes, hasta los mismos que por su alcurnia correspondían a las clases más aristocráticas.

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A pesar de mi audacia, tembláronme las carnes al pensar que iba a leer y, por añadidura, a dar por mía una obra ajena ante aquel areópago tan entendido y competente en la materia. Había, es cierto, mucho vulgo, vulgo de escritores y también de agregados y meritorios, por el estilo del semidifunto Pepe Blas, que no tuvo valor de lucir aquella noche nuevo y mejor atado camisolín. El tal don José no estaba a la sazón para bromas. Se había quedado en la calle, esto es, en la oposición, y la fuerza del sino le obligaba a buscar la suya, no en tes literarios, sino en cafés cantantes. Pero sobre el enjambre de poetas de relumbrón, quincalla y flores de manos, descollaba muy bien nutrida cohorte de escritores de verdadero mérito. Habíalos que sabían tan perfectamente la lengua castellana, que no se les entendía cuando hablaban, y sobre todo cuando escribían, y quien se contaba con traducir muy mal, pudiendo escribir primorosamente. Es claro; se les pagaba mejor las traducciones que las obras originales, y sacaban el destajo traduciendo sin devanarse los sesos inventando. Jóvenes conocí que erraron la vocación al dedicarse a la literatura, pero que a fuerza de estudio y perseverancia alcanzaron alto renombre, si no por el estro, por su erudición y buen gusto. Eran raros, porque pululaba la raza de los genios, los cuales ya se sabe, están dispensados de sentido común y de estudio. En general los escritores de entonces, con menos filosofías y pretensiones que los de ahora, sabían más y tenían el cimiento de la antigua escuela. Entendían bien el latín, sin lo cual es imposible escribir ni medianamente el castellano, y habían leído nuestros buenos autores, siquiera para saber decir lo que ellos se dejaron en el tintero. Esta petulancia científica de nuestros días; eso de querer pasar por sabios y profundos con cuatro mal hilvanadas frases y otras tantas absurdas negaciones, apenas era entonces conocido. El literato presumía ante todo de literato, y para escribir de cualquier cosa procuraba, lo primero aprender a escribir; conocía el arte y hasta el oficio, y, si erraba, erraba a sabiendas y porque no alcanzaba a más. De la literatura extranjera, por lo general, sólo se conocía la francesa. Alemania y aun Inglaterra, de rechazo y en plato de segunda mesa. De aquí la corrupción del idioma, el servilismo de la prosodia galicana, que tan mal sienta a la galanura, amplitud y libertad castizas de nuestro magnífico romance. Nuestros poetas, y sobre todo los dramáticos, iban a la sazón delante de los extranjeros. Era, pues, el colmo de la osadía haber reunido a tanta gente verdaderamente superior para leer una obra dramática, siquiera fuese de don Benito Modesto Llano. ¿A qué género pertenecía ésta? No lo sé: mal podía conocerlo entonces, cuando ahora mismo me encuentro perplejo al definirlo. Parecía comedia, porque estaba escrita en diálogo y distribuida en escenas; mas no cabía en el teatro, porque prescindía completamente de las tres famosas unidades. Su autor la llamaba proverbio, a falta sin duda de otro nombre: con ese le anuncié yo.

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Me senté delante de una mesa y comencé su lectura; pero antes anuncié en breves palabras al auditorio que la obra era de un joven modesto y desconfiado de sus propias fuerzas, que no se atrevía a revelar su nombre. Los circunstantes se sonrieron, y percibí ciertos murmullos de inteligencia y aprobación. Había engañado a mis jueces con la verdad. Tratándose de una composición que podía tener acaso verdadera importancia literaria, tenía que descubrirse la superchería, y para este caso me convenía tomar ciertas precauciones; pero éstas fueron recibidas por hijas de mi modestia, y no hubo nadie que diese crédito a mi prólogo, pronunciado, fuerza es decirlo, con un tono que lo desmentía. El diálogo, proverbio o lo que fuese, no tenía título; pero yo, fundado en lo que creía capital pensamiento de la obra, que a mi parecer no era otro que el de ridiculizar las tendencias groseras del realismo, y realzar y sacar siempre triunfantes los generosos vuelos y arranques del espíritu, púsele un título estrafalario que indudablemente hubiera horripilado al pobre Benito: llamé a su proverbio Don Sancho Panza. Distinguiendo de públicos y lugares, reflexionando que mis oyentes no eran ni las damiselas, ni los chisgarabís danzantes, cantantes y farsantes del Coliseo, leí con sencillez y regular entonación. Desde las primeras escenas comprendí el buen efecto que producía el estilo y lenguaje castizo de la obra. Su profunda intención no se cazaba al vuelo. Dos motivos poderosísimos había para que gustara: el primero, su mérito real; y el segundo, el aparato escénico con que Matilde la había exornado. El salón, las luces, los bollos, pastelillos, bizcochos, vinos y cigarros contribuyeron indudablemente al buen éxito de la farsa. Fuera de tres o cuatro de mis oyentes, ninguno de ellos estaba en el caso de gastarse cuatro o cinco mil reales en funciones semejantes. De un brinco me había colocado sobre todos ellos, y honrándolos por manera inusitada, quedé sobre todos honrado y enaltecido. Verdadero Anfitrión será siempre el que convida. Recibí plácemes y felicitaciones por la obra de Benito, y quizá mayores por la de su adorado tormento, que en honor de la verdad merecía la mitad, por lo menos, de los aplausos que resonaban en aquella sala. Hallábame en la plenitud del gozo, en lo más esplendente y férvido del triunfo, cuando un suceso imprevisto, aunque por demás sencillo y natural, vino a determinar la catástrofe. Uno de los concurrentes a quien yo más frecuentemente me dirigía, y que por lo tanto había tomado conmigo cierta confianza, se acercó y me dijo. -Aquí hay un caballero que desea ser presentado a usted. Eran tantas las presentaciones de aquellos días, y muy singularmente de aquella noche, que no di la menor importancia a estas palabras y contesté como distraído: -Con mucho gusto.

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Momentos después vino acompañado de... ¿De quién? ¡Cielo santo! ¡De la estatua del Comendador! ¡De la sombra de Nino, de Hamlet o de Samuel! ¡Del fantasma de la muerte que venía a segar mi garganta y pedirme cuenta de toda mi vida; en una palabra: de mi amo el marqués de Monte-rojo! Acababa de llegar de Bayona, y se había hospedado en mi misma fonda. No sé si le traían los negocios de la dehesa: a mí me pareció que le traía Luzbel, que había salido de las entrañas de la tierra, adrede para lanzarse contra mí, cogerme del cuello y arrojarme al suelo y pisotearme. Con una palabra tenía bastante. Con decir «es mi ayuda de cámara, mi lacayo», había concluido conmigo. Sin embargo, ni el carácter, ni las ideas, ni la hidalguía de mi amo eran para escenas semejantes. Incapaz de provocar un escándalo que hubiera producido la risa y befa de todo Madrid y hecho sonar intempestiva e imprudentemente su nombre entre las carcajadas de la corte y de España entera, no podía acomodarse a representar un personaje dramático en aquella escena que por su misma sencillez parecía lo sublime del arte. Si me hubiese conocido, no habría apelado seguramente al recurso de la presentación. Yo estaba algún tanto desfigurado: llevaba melenas al uso de entonces; me había dejado crecer la barba, que en casa del marqués tenía que afeitarme todos los días para servirle el almuerzo. Si a mí me sorprendió su presencia, no menor sorpresa debió de ser para él la mía. Y en efecto, así fue. Vi pintado en su rostro, primero la duda y luego el asombro. El literato introductor, completamente ajeno a la catástrofe de aquel drama semiserio, tuvo tiempo para decir, con una sonrisa que confirmaba la exactitud de mis reflexiones: -Tengo el honor de presentar a usted al señor marqués de Monte-rojo, que acaba de llegar del extranjero. Y yo, aprovechándome de la estupefacción de mi amo, que hasta aquel momento no me había conocido, le dije: -Señor marqués, tenga usted la bondad de oír dos palabras. Y sin darle tiempo a reflexionar, me dirigí al gabinete que me servía de habitación y cuyas puertas daban a la sala del té. Mi amo me siguió maquinalmente. Debía de tener grandes deseos de averiguar las causas y misterios, modos y maneras, revueltas y embolismos de tan inesperada metamorfosis.

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Cuando le vi dentro de mi habitación y cerré las puertas echando al parecer maquinalmente la llave, principié a creerme en salvo; vislumbré, por lo menos, la esperanza de que el desenlace no fuera tan estrepitoso y aterrador como al principio me había figurado. -Señor marqués -le dije, dejándome de preámbulos y circunloquios-; en sus manos de usted está mi suerte. De usted depende mi fortuna, mi honor y mi vida. -Pero ¿eres tú? -exclamó por fin-. ¿Eres tú ese escritor tan aplaudido y celebrado? -El mismo, señor marqués, el mismo. ¿El autor de esa obra? Perdóneme nuevamente mi amigo don Benito: no tenía otra mano que me sacara del atolladero. Me agarré a la suya, le usurpé el Proverbio. -Sí, señor -le contesté-; esa obra es mía. -¡Imposible parece! -Y no es la única, señor marqués; aquí tengo algunas otras que dan testimonio de mi irresistible vocación a la carrera literaria. Y así diciendo, hice como que buscaba legajos y papeles en mi bufete. -No te molestes. Tú tenías buena letra; eras listo, demasiado listo. Pero a la verdad, nunca me imaginé que tu ingenio se remontara a esa altura. ¡Si me han dicho que tu obra es modelo de dicción, de estilo y pureza de lenguaje! ¡Y luego tan moral, tan buena!... -He estudiado mucho, día y noche, sin descanso; heme empapado en buenas lecturas, y he venido a recoger en la corte el fruto de mi trabajo. Pero conocedor de la sociedad corrompida en que vivimos, no he tenido valor de confesar mis humildes principios. Este es mi pecado, ésta es mi culpa, de la cual difícilmente me absolvería el mundo. Si de aquí sale usted diciendo: «el autor de ese Proverbio me servía los platos y me cepillaba la ropa», soy hombre perdido. Todas esas gentes, esos hombres ilustres me volverían desdeñosamente las espaldas, y no tendré más recurso que arrojar mis obras al fuego y ponerme a servir. -Bien está: si tienes talento, a Dios se lo debes, y por vana satisfacción de amor propio no he de destruir la obra de Dios. Tanto más que... Quizá lo que parece casualidad es providencia. ¿Sabes a qué he venido a España? ¿Sabes por qué, al enterarme de que en esta casa se celebraba una especie de fiesta literaria he querido verla de cerca? Pues es por mi objeto, por mi idea de siempre. Bien la conoces tú y no necesito explicártela. Mi fortuna y mi vida están hoy, como ayer, al servicio de mi causa. Ahora mismo acabo de malvender los Bocales, y seré capaz de quedarme sin un palmo de tierra, si preciso fuere. Pues bien: he escrito un folleto que trato de publicar, no aquí, que aquí no se puede, sino en Londres o París: folleto vivo, ardiente, incendiario, en que, con todos los miramientos que debo a los

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principios que sostengo, que me debo a mí mismo y a los adversarios que combato, digo, o procuro decir, verdades que levantan en el aire. Cuando vi el giro que tomaba el discurso del marqués de Monte-rojo; cuando contemplé la mirada fulminante y el rostro encendido de aquel anciano vigoroso y enérgico, sí, pero al fin y al cabo, de candor angelical y rostro y cabellos blancos quedé tranquilo. Nada podía temer de él, y podía esperarlo todo a poco que supiera manejarme. Aprovechándome de breve pausa a que se vio obligado por la impetuosidad misma de su lenguaje, le dije: -¿Y ha traído usted consigo algunos ejemplares de ese folleto? -¡Ejemplares! Todavía no está impreso. Traigo el manuscrito, el original, o más bien, el borrador en que yo, calamo currente, he vertido mis ideas tal cual asaltaban mi imaginación. Pero no sé escribir, no poseo el arte, ni tengo ese don que debéis a Dios vosotros los literatos, los hombres de genio. ¡Oh, si yo fuese escritor! ¡Si en frase pura, castiza y penetrante como dardo de fuego, supiese decir todo lo que siento, y expresar el soberano desdén que me inspira cuanto veo!... Por eso, cuando yo llegué aquí y me dijeron que en esta casa se reunían los escritores a escuchar la lectura de no sé que obra de otro escritor recién llegado, me vestí, me asomé al salón, topé con un conocido e hice que me presentara en la reunión con objeto de entrar en relaciones con vosotros. -¿Y no conoce usted a ninguno de los escritores que ahí están reunidos? -Algunos conozco; pero a nadie que por sus ideas me inspire confianza. ¿No ha de haber ninguno a quien pueda fiar mi manuscrito para que le corrija y enmiende y ponga en estado de salir a luz? -Ninguno, señor marqués, ninguno. Todos esos escritores, o son empleados públicos, o necesitan serlo. Si son independientes, lo deben a su carácter, no a las letras. Todos, más o menos, están contagiados del virus revolucionario, y si usted les habla de su folleto, no le harán a usted traición, no le denunciarán al Gobierno como conspirador, porque la literatura inspira siempre cierta nobleza de alma; pero... -Lo comprendo: no aceptarán el encargo, o no pondrán aquel empeño, aquel calor que brota de convicciones íntimas, de la conciencia indignada, la cual, por el cumplimiento del deber, arrastra con alegría todo linaje de sacrificios. Por eso cuando me dijeron que acababas de leer una obra profundamente moral, una especie de vindicación de las ideas antiguas, sin conocerte, sin figurarme ni remotamente que podía encontrarte por estos quintos cielos, quise entrar contigo en relaciones por medio de ese señor a cuyo padre conocí en otro campo, ¡ay!, bien distinto del de su hijo. ¡Quién me había de decir! ¡Cómo había de figurarme yo!... Aquí mi amo quiso sonreírse y hacer un gesto despreciativo; pero la indignación y exaltación del ánimo no le dejaban, y de repente, mirándome de hito en hito, exclamó:

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-¡Tú puedes ser el escritor que busco! ¡Tú me darás la pluma que necesito! -¡Yo, señor marqués! -contesté, haciendo todo lo posible, y aun lo imposible, por reprimir y sofocar en el corazón la llamarada de gozo que me hubiera vendido. -Tú, y siento en el alma no haber adivinado antes tu talento: todo se hubiera quedado en casa. -Y en casa se quedaría si yo fuese capaz de... -¿Pues no has de serlo? Por de pronto me conoces bien, sabes perfectamente cuál es, por decirlo así, el eje, el quicio de mis ideas, los puntos y comas y frases a que yo doy importancia capital, y cuál es para mí lo accesorio y secundario. Y luego todos dicen a una voz que tu frase es acerada y al propio tiempo aguda y digna de Quevedo, lo cual importa mucho para un escrito del género a que pertenece mi folleto, que tienes estilo nervioso, cuya fuerza brota del sentimiento. -Es favor que me dispensan -contesté con afectada modestia-; pero mi humilde posición de criado de vuecencia... -Déjate de vuecencias y de recuerdos de lo pasado. ¿Convenimos en que te encargues del manuscrito? -Sí, señor. -¿Convenimos en que lo tomes para convertirlo en lo que yo quisiera que fuese? -Haré por él lo que no haría con ninguna de mis obras: lo abrasaré... en el fuego de mi indignación, en el calor de mi agradecimiento. -¿Conoces bien el objeto a que aspiro? -¡Oh! De eso sí que puedo responder completamente. Nadie mejor que yo ha palpado la abnegación, desinterés y patriotismo del señor marqués de Monte-rojo. Los he visto muy de cerca; los he sentido palpitar por espacio de algunos años. Algo de su ardor, rectitud y severidad se me ha pegado a mí; reflejo de su virtud es la moral de mis obras: sus convicciones son las mías. -Pues bien; eso me basta. Para mí no hay más alcurnia, ni más timbre, ni más posición que las ideas que brotan de una convicción profunda y bien arraigada. Dame la mano. Y el noble marqués me tendió la suya que yo quise besar realmente conmovido. No lo consintió.

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-Pepe -me dijo-; te doy mi mano, como se la he dado a tantos otros que desde la clase más humilde de la sociedad se han elevado a los más altos puestos de la milicia sobre el pedestal de legendarias y heroicas proezas. -Si a usted le parece, señor marqués, podemos explicar esta entrevista... -Muy sencillamente: tú no has sido nunca mi ayuda de cámara; has sido siempre mi secretario. Creo que en esto no hay nada que pueda rebajarte, ni en concepto propio ni en el de tus amigos. -Por el contrario: la secretaría del señor marqués de Monte-rojo, no sólo me realza, sino que explica satisfactoriamente mi permanencia en el extranjero. -Quedamos, pues, conformes: y por ahora, ni una palabra más; porque la entrevista se va prolongando mucho, y haces falta en el salón. Más tarde satisfarás mi curiosidad... ¿Cómo has podido reunir aquí tanta gente? ¿De dónde sacas tú dinero para esta fonda y estos convites? Pero, en fin, eso es para más tarde. Efectivamente, eso que el marqués de Monte-rojo dejaba en suspenso, era para pensado y aun consultado con la almohada. Yo, por de pronto, no hice más que vislumbrar en aquellas palabras la confusa esperanza de que algo podía tocarme a mí del dinero de la dehesa, además del que estaba percibiendo por mano de Matilde y su papá. Salimos a la sala, donde reinaba el más amable y pindárico desorden en medio de la fragancia del Jerez y de la más fragante humareda del combustible de la Vuelta de Abajo. Mandé renovar las bandejas que habían quedado vacías, y las botellas que también iban quedando exhaustas. No hay que decir que, en cambio, el termómetro del entusiasmo y admiración había subido a punto de hacer saltar el tubo capilar del instrumento. El marqués de Monte-rojo personalmente no era apenas conocido, lo cual no obstaba para que fuese debidamente apreciado. Gozaba de muy justa fama de caballero, leal, desinteresado y generoso: su misma exaltación, su fanatismo, como se le llamaba, hacía gracia e infundía respeto. Pugnando su ardor juvenil con su blanco y venerable rostro, considerábasele como tipo de la ya olvidada caballería, como una figura desprendida de tapiz flamenco, que por arte mágico se movía y hablaba y pensaba con una cabeza digna de estudio. Los pintores de historia, los novelistas y autores dramáticos que traían entre manos algún asunto de la Edad Media, los arqueólogos, en fin, le miraban y seguían los pasos con singular afición. Si en aquel hormiguero de hombres de talento se había deslizado algún agente de policía, indudablemente debía de emprender aquellos estudios con la misma afición que literatos y artistas. Pero con mayor facilidad también porque el marqués de Monte-rojo era libro abierto, de impresión clara y correcta, que se dejaba leer sin necesidad de lentes ni microscopios. Yo había salido de mi apuro por tan feliz manera, que no acababa de dar crédito a mi propia ventura; pero la solución de mi horroroso compromiso me precipitaba en otros.

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Haber sido secretario de un hombre tan intransigente, activo y resuelto como el marqués, era hacerme cómplice o responsable de todas sus nobilísimas calaveradas: vivir juntos en una misma casa y hacerle partícipe de mis glorias poniéndolas bajo las alas de su aristocrática protección, era más que complicidad, era convertirme en verdadero autor, en alma de sus conspiraciones, dejándole reducido a mero instrumento mío. Y si a eso se agregaba la realidad de un folleto que no podría imprimirse en España, con la circunstancia agravante del dinero fresco de la dehesa, en cuya venta no podía ignorar el Gobierno que yo había intervenido, ¿qué duda había? Todo me acreditaba y condenaba como conspirador. Era esto para mí más grave de lo que parecía. Conspirar en España es el primer escalón de la fortuna; pero conspirar en favor de la causa en que militaba el marqués equivalía a la pena de inhabilitación perpetua para toda clase de empleos, honores y medios de hacer fortuna a que yo tenía que apelar. Principié a palparlo aquella misma noche: desde que comenzó a susurrarse que yo participaba de las ideas del marqués, dio en bajar el susodicho termómetro. A mi amo, por su consecuencia, por su ancianidad, por su alcurnia y hasta por la franqueza y candidez con que exponía sus opiniones, se le perdonaba todo; al paso que a mí, joven, audaz y de talento, según se creía, nada se me disimulaba. Esto por una parte: por otra, ¿dónde acudía yo para el trabajo a que me había comprometido y que el marqués exigía de mí? Y si no lo desempeñaba a su gusto; si no escribía el folleto de nuevo, con elegancia, corrección y estilo vehemente, ¿qué sería de mí? Mucho me acordé entonces de Benito, mucho lo echaba de menos. Y a la verdad, nadie más a propósito que él para sacarme del apuro. Pero estaba ya en Sigüenza; había tomado ya posesión de la promotoría, y en la nobleza y lealtad de su condición, en la delicadeza de sus ideas, no había que esperar que, siendo empleado público tomase parte, aunque fuese indirecta, contra el Gobierno. Decidí, pues, una vez libre del conflicto en que la intempestiva presencia del marqués me había puesto, sacudirme de su patronazgo y escapar de la sombra mortífera de aquel árbol añoso y carcomido. Era yo un hombre de los tiempos modernos, o no era nada: tenía que darme por hombre perdido. Generalmente, la suerte, la casualidad, decide de nuestros compromisos de partido; yo quise hacerme superior a las circunstancias, y retrocedí ante el abismo de abnegación a que me arrastraban. El marqués, después de haberse arreglado conmigo, nada tenía que hacer en aquella reunión, donde sólo podía ser considerado como un original; y por otra parte necesitaba descansar y dormir después del largo viaje y balumba de negocios que traía encima. Retiróse a su cuarto, y apenas se despidió de mí se me acercó un hombre chato, de ojos hundidos, pequeños y penetrantes como los de un ave de rapiña. -Dos palabras, caballero -me dijo con muy atentos modales, que no estaban exentos de cierta superioridad y llaneza que ofendían. -¿Qué se le ofrece a usted?

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-Dos palabras no más; pero aunque breves, no quisiera que fuesen oídas ni adivinadas por gente profana. -¿De qué se trata? -De que usted se retire sencillamente por la puerta del salón al gabinete, a donde yo iré con igual modestia, por la del comedor. -¿Pues qué?... -Tenemos que hablar. -¿De qué? -Del folleto -me dijo murmurando misteriosamente. No fue menester más para que yo bajase humildemente los ojos, en homenaje y sumisión al gran poder de la policía. Di una vuelta por la sala, sonriendo a todos, pero sin detenerme a conversar con nadie, y me escurrí hacia mi aposento. Volví a cerrar tan maquinalmente como la vez primera. El chato estaba ya esperando de pie y vuelto de espaldas a la chimenea. -¿Su nombre de usted? -me dijo. -José Gil de San Juan de las Abadesas. -Creo que en ese nombre sobra alguna que otra cosa. Pero no estorba; vamos al caso: usted es un hombre de cierto talento. -De talento cierto, si no lo lleva usted a mal. -Corriente: paso también por lo cierto delante y detrás. Ese talento en alforjas ha llamado la atención del Gobierno. -Muy pronto me parece. -Viven ustedes, como quien dice, pared por medio; es usted vecino del señor ministro de la Gobernación. -¿Y qué me quiere su excelencia? -Su excelencia le quiere a usted mucho, y desea conocerle por ciertos servicios acerca del folleto del señor marqués de Monte-rojo.

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-¿Querrá el Gobierno, sin duda, que me niegue a corregirlo, que no lo toque siquiera con mis manos? -Todo lo contrario: quiere que usted lo toque y retoque y lo maneje y lo entregue... -¿Al marqués? -Al ministro. -¿Para impedir su publicación? -Nada de eso; para que se imprima. -¿En el extranjero? -En España. -No lo entiendo. -Permítame usted suplicarle que cargue con las alforjas consabidas, que este momento se ha dejado usted en la silla por mera cortesía o por el bien parecer. El señor marqués trae un folleto subversivo, de cuya redacción o corrección se encarga usted. Pues bien, el Gobierno quiere ahorrarle a usted ese trabajo. Él lo corregirá a su gusto, y después, como si obrase por encargo del autor, lo imprime usted. -¿En el extranjero? -En España, hombre, en España. ¿Qué derechos, qué facultades, qué intervención puede tener el Gobierno sobre lo que se imprima fuera de la península? -Ya lo voy entendiendo. -¡Cuando yo decía a usted que las alforjas eran necesarias! -Algo más se necesita. -Así lo comprendo yo también. Usted necesita vivir unos cuantos días más en esta fonda al lado del señor marqués. -Que son cuarenta reales por la habitación... -Y muy cerca de otros tantos por desayuno, almuerzo y comida. En todo eso ha pensado el paternal vecino de usted, que felizmente nos rige. -¿Y dónde me deja usted los gastos de representación? La maternal mirada de la policía, ¿no se ha fijado, por ventura, en mis tes literarios?

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-No tiene usted derecho para suponerlo, desde el punto y hora en que me ve usted aquí. Esos gastos le parecen, sin embargo, un tanto superfluos y excesivos. -Permítame usted decirle a mi vez que, si eso ha dicho el señor ministro, estaba muy aliviado a la sazón del peso de las alforjas; porque sin esos gastos que su excelencia considera excesivos, sin el té de esta noche, es probable que ni el Gobierno tuviese conocimiento del folleto, ni yo el honor de recibir a usted en este gabinete. -Pero, ¿vale tanto ese folleto? -No lo conozco. Eso ustedes lo han de decir. Yo sé únicamente lo que vale la dignidad del Gobierno, a la cual no la sientan bien estos regateos. -Volveré a hablar con su excelencia, y si le parece a usted nos despediremos hasta mañana. -Que nos despidamos ya me parece perfectamente; porque yo, si he de representar con el debido decoro a mi vecino, tengo que seguir haciendo los honores de mi casa. Las cuentas del té corrían por la del comerciante de ultramarinos; la de mi hospedaje tenía que endosársela al marqués de Monte-rojo cuya bizarría y caballerosidad no le permitían que una persona como yo, cuasi de su familia, viviera a expensas propias; me quedaba libre, por consiguiente, todo lo que de mi vecino pudiera sacar por los servicios que me pedía. Ni por un momento vayas a figurarte que me resigné a prestárselos, y mucho menos desde que vi, en la segunda entrevista que tuve con el agente, que las exigencias fermentaban y crecían como pan recién amasado. El Gobierno quería, no sólo manipular en lo del folleto, a fin de comprometer a su autor y formarle causa que motivara su arresto, sino también comisionarme en el extranjero para conocer los planes y conspiraciones de los emigrados. Proponíame con tal propósito que me manifestara partidario de la causa de mi flamante protector, y que huyese de España con apariencias de perseguido. Me pareció demasiado fuerte la exigencia. Ciertos servicios imprimen carácter indeleble. Una vez en los antros de la policía, no me hubiera sido fácil evadirme; y aunque el ámbito es grande y dilatado en tiempos en que la eficacia de los ataques contra el Gobierno correspondía a lo vedado en las armas que contra él se manejaban, con todo, no era para quien tenía miras más altas y nobles inclinaciones. Si desde un principio no di al agente la respuesta que merecía, fue por echar la sonda en el piélago oficial. Conveníame saber en lo que se me tasaba, para formar aproximado concepto de lo que yo valía. ¿De qué me servía la ovación del Coliseo y el triunfo del té literario? ¿De qué la reputación de grande escritor y espléndido poeta? Los ojos de la policía, taladrando aquella fúlgida chapa de metal bruñido. Habían visto el pobre zoquete de madera del armazón interior. ¿Hasta qué punto era yo conocido del Gobierno?

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He aquí también otra de las cuestiones que me importaba examinar, y dedicándome a ella, pude ver que el vecino de marras me adivinaba, pero que no me sabía. Al marqués, en cambio, franco, sincero y cándido, lo había calado, aprovechándose de sus descuidos e imprudencias para conocerme a mí. Con esto, y quizá con alguna inteligencia y conexión del orden público con mi camarero gabacho, me explicaba las noticias que acerca del folleto tenía la autoridad. Tranquilo sobre este punto cardinal para mí, resolví desurdirnos de aquella trama y salir de entre las garras del agente chato. Era esto bastante difícil, sobre todo para el pobre marqués de Monte-rojo, a quien la policía tenía algún motivo de vigilar. Tampoco yo estaba exento de todo riesgo desde que, por salir de apuros, me comprometí a tomar alguna parte en la corrección del manuscrito. Necesitaba a toda costa un punto de apoyo para resistir al Gobierno. La literatura no me lo daba, y era además un campo en que no podía sostenerme mucho tiempo. El repertorio de Benito se agotaba, y fuera de él las circunstancias me traían mil compromisos que no podía esquivar. El velador del gabinete y aun el mármol de la chimenea, estaban atestados de álbumes, algunos de ellos de ilustres damas que no se satisfacían con un fragmento de composiciones conocidas, sino con otras expresamente escritas para la interesada. Matilde era pálida y de ojos negros; no me servían, por consiguiente, los versos de Benito, que ni una sílaba tenían aplicable a rubias, coloradas y de ojos azules. Y no era esto sólo: solía concurrir al café Suizo, al parnasillo del Príncipe, al mismo cuarto de Julián Romea donde se reunían, por no citar más que difuntos, D. Juan Nicasio Gallego, Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega, Gil y Zárate, González Pedroso, Escosura y algunos otros verdaderos ingenios, literatos de tuétano de león, conocedores de la lengua castellana y aun de algunas extranjeras. Con ellos no cabían disimulo, superchería, plagios ni antifaces; a las pocas noches de quincenas, sonetos con pies forzados, letrillas improvisadas y conversaciones de crítica, ligera, en apariencia, libre en la forma, pero que a veces tocaba en las entrañas del asunto, había yo entregado la carta y gastado el recurso socorrido de mis excursiones por la nebulosa Albión y filosófica Alemania. Todas estas consideraciones me obligaban a salir cuanto antes de tan falsa posición, y tanto por esto como para escurrirme de las redes del Gobierno, no tuve más remedio que hacerme periodista. Con esta resolución despedí cortés, pero formalmente, al polizonte, advirtiéndole que al menor paso que arbitrariamente diese contra mí, armaba un escándalo en mi periódico. En seguida pasé a la habitación del marqués de Monte-rojo, que después de haber recogido letras y billetes de don Simeón por la venta de los Bocales, sólo pensaba en malgastar su dinero y en añadir atrocidades al manuscrito; por lo mismo, decía, que yo las había de tachar y corregir.

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Hice a mi antiguo y generoso dueño y señor el más importante servicio que podía prestarle entonces, enterándole de que el Gobierno le seguía la pista y trataba de apoderarse del cuerpo del delito; le advertí la necesidad que tenía de salir de España cuanto antes, y sin que nadie lo supiese, principiando por arrojar al fuego la obra en que tan locas esperanzas fundaba. No hubo medio de persuadirle a tanto sacrificio. Lo comprendí: era aquella su primera y única obra; le había costado largas vigilias y no cortas cavilaciones: quizá era conocida en la emigración, y el amor propio, de consuno con el amor patrio se interesaban en la lucha. -Si yo me marcho de España -decía-, ¿por qué no he de llevar mi folleto? -Por una razón muy sencilla: desde este momento hasta que usted pase la frontera, está expuesto a cien registros. -Pero mientras la obra no se imprima... -El delito será menor. Mas, por venial que le parezca, siempre queda lo bastante para que a usted se le detenga, se le arreste, y quizá se le envíe gubernativamente a Filipinas. No tiene usted ya momento seguro, y en el acto, ahora mismo debe entregarme el manuscrito y cuantos papeles directa o indirectamente le comprometan. El marqués me miró con su rostro más amable y sus ojos de bienaventurado. -Pepe -me dijo-: es generosidad excesiva de tu parte; es una abnegación que no puedo aceptar. Tú estás más comprometido que yo; has sido objeto de las pesquisas del Gobierno, el cual desde que sepa la nobleza y dignidad con que has rechazado sus proposiciones, será contigo implacable. -Lo sé muy bien: pero nada temo. He tomado mis medidas y no crea usted que por simpleza y falta de precaución vaya a ponerme en manos de la autoridad. Nada encontrará, ni en el bufete, ni en mi maleta; limpiaré mi habitación de manera que pueda recibir dignamente y con el debido decoro la tercera visita de la Policía; pero el folleto se salvará, y cuando usted me avise de que ha pasado el Bidasoa, el manuscrito llegará a sus manos corregido y aumentado, y aun puesto en solfa. Corre de mi cuenta, y la misma indignación de que estoy poseído me prestará combustibles para el incendio. No hubo remedio; el marqués me entregó su opúsculo, y al entrar con él en mi estancia eché la llave y, sin leerlo, lo arrojé a las llamas de la chimenea. Me entretuve un rato viéndole arder, y hasta que lo dejé reducido a cenizas no me aparté del sillón ni solté las tenazas. Quedé luego tranquilo; abrí el balcón para que se fuera el humo, y poco después las puertas del aposento. A tiempo fue, porque según me había figurado, la policía acababa de registrar el equipaje del marqués, y el agente, tan corto de narices como largo de olfato, después de

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haber llamado con toda cortesía, entró husmeando en mi habitación, no con aire de hacer pesquisas, sino de amigo; y dirigiendo miradas penetrantes a la chimenea, me dijo: -Vamos, esto me huele... -A folleto quemado -le contesté. -Aquí ya no hay nada. -Vanidad de vanidades, humo y cenizas. -Permítame decirle, sin embargo, que acaba de hacer... -Lo que debía: adelantarme algunos minutos a la hora del Gobierno; destruir lo que él, sin duda buscaba sólo para destruir. Sírvase usted decir a mi ilustre, digo mal, a mi muy excelente vecino, que por este servicio que acabo de prestarle no le exijo nada. He trabajado gratis, con la única esperanza de que ni él ha de olvidar mi obra, ni he de olvidarla yo. Así concluyó esta aventura. Era ya tiempo de dejar aquella fonda, que me costaba muy cara, y de instalarme en una casa de huéspedes decente en que pudiese hacer la vida ordinaria de Madrid, a la cual iba a consagrarme desde aquel día. El marqués se marchó dejándome muy recomendado su folleto y dándome sus instrucciones para remitírselo a Francia con toda seguridad. Como esperaba, pagó los gastos de la fonda, y a pretexto de los que yo tenía que hacer para la corrección del manuscrito y su porte hasta la frontera, me dejó también algunos billetes de Banco, que me vi en la dura necesidad de aceptar. - VIII - La vida moderna La transición de literato a periodista es natural en todo tiempo; pero en aquellas circunstancias debía de ser más que para nadie, obvia y sencilla para mí. Entre los convidados a la lección del Proverbio contábanse -no hay que decirlo- en primer término los directores y propietarios de periódicos políticos y literarios de alguna importancia. En la época actual hasta para los negocios de la vida doméstica se necesita la anuencia e intervención de la que por antonomasia se llama la Prensa. Es la luz que nos acompaña de noche desde el portal de casa hasta la cabecera de la cama, nuestro despertador y nuestro gorro de dormir; no puede darse un paso en la vida

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moderna sin los andadores de la Prensa. Es nuestra criada y nuestra ama de gobierno; manda en nosotros con tiranía y se presta a servirnos con abyección; se paga a veces de muy poco, y exige otras los mayores sacrificios, el del honor y la vida, el de la familia y afecciones íntimas del corazón. Al pensar en el periodismo, me sentí desde luego como en terreno propio. En el literario estaba en vilo, como alma en pena; en la Prensa, como nacido. Con relaciones y reputación de escritor, con aires de hombre de gran tono y de rumbo, y sobre todo, con mis superficiales conocimientos de algunos idiomas extranjeros, era yo para cualquiera de los mejores periódicos de aquel tiempo una verdadera adquisición. Entonces, repito, los que sabían francés eran muchos; pocos los que hablaban inglés, y rarísimo quien poseía el alemán. Todos esos sueltos de crónica extranjera que principian: «Leemos en la Gaceta de la Cruz, en la Gaceta de la Alemania del Norte, en The Times, Morning Herald, etc., etc.», farsa pura, mentira convencional que sólo puede engañar a tontos y profanos. Por lo general, en las redacciones de aquel tiempo no había más periódicos extranjeros que franceses, y lo que ellos copiaban de los alemanes, rusos, americanos y hasta de los ingleses, era cuanto sabíamos de los respectivos países, aunque solía dársenos en España como original y tomado del manantial primitivo. Ahora bien, larga, penosa y mortificante experiencia nos hace ver la ligereza, y a veces la mala fe, con que los franceses hablan de todo lo que no sea Francia, y principalmente de aquellas naciones que por cualquier concepto son rivales antiguas o nuevas enemigas. Era yo, pues, de grande utilidad, o al menos podían creerlo así los interesados, en una redacción que quisiera suscribirse a periódicos extranjeros, de cuyos respectivos idiomas tenía yo cierta tintura, y en ese puesto podía no sólo considerarme seguro, sino llegar a ser temible al mismo Gobierno. Las tentativas de éste para atraerme a su servicio se convertían en arma que yo podía esgrimir en ocasión oportuna. La ocasión de entrar en la vida periodística se me vino a las manos como rodada, y aún puedo decir que sin pretenderlo ni solicitarlo. Era uno de mis convidados el director del periódico intitulado La Vida Moderna, persona de finísimos modales, aunque algo extranjerizados, a quien todo el mundo trataba con muchísima cortesía, que no llegaba, sin embargo, al respeto. Llamábase don Juan Pasalodos, el cual me habló de lo atrevido de las ideas que se indicaban en el Proverbio; pero sin amargura, sin calor, aunque no participaba de ellas, expresándose, no sólo con moderación, sino con suma tolerancia. -Para mí -dijo-, todas las manifestaciones del genio son igualmente respetables: el caso es producir, desarrollarse, llegar a ser, producir en cualquier sentido; porque bueno o malo, esto es, lo que unos llaman malo y otros bueno, siendo obra de la inspiración, todo se identifica, todo es uno. Chocóme sobremanera aquel lenguaje, que entonces no comprendía, porque guiado por la crasa ignorancia del sentido común, parecíame disparate que el bien fuese lo mismo que el mal, de lo cual resultaba que no había nada bueno ni malo: más tarde llegué a saber que

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aquel absurdo era la base de una escuela filosófica muy en boga a la sazón en países extranjeros, aunque incipiente en España. Como quiera que fuese, el señor Pasalodos me había echado el ojo para su periódico, y con este objeto, sin duda, me convidó a comer. Acepté con mucho gusto y acudí con toda puntualidad a su casa, después de haberme instalado en la mía. Llevaba decidida vocación de periodista y el presentimiento además, de que ningún diario me convenía tanto como La Vida Moderna. Quizá influyó en esto el título claro y significativo de la publicación, la cual, o fallaban todas las reglas del arte o parecía hecha adrede para mí. No me equivoqué: La Vida Moderna era, en realidad, lo que decía: representaba el mundo nuevo en lucha con el antiguo. Atea en religión, panteísta en filosofía y liberal hasta el punto de que ningún progreso ni principio avanzado le asustara, era sin embargo, conservadora y hasta moderada en política. A la sazón no podía llamarse ministerial, ni por su índole podía serlo nunca; mas por esta misma causa su posición jamás era violenta y encarnizada. Partía de los hechos consumados, para él incontrovertibles, con tal de que procediesen del principio que en apariencia combatía. Don Juan Pasalodos, personificación de su periódico, era la vida moderna en acción; lo cual, por una de esas contradicciones harto frecuentes del espíritu humano, es decir, por una de esas constantes e íntimas protestas del sentido común contra el error más generalizado, perjudicaba extraordinariamente a su empresa. Exigíasele mayor miramiento con los principios que intentaba destruir, y lo que se aplaudía y reconocía como inconcuso en letras de molde, se le censuraba en la vida privada. Con un poco más de inconsecuencia, lo diré claro, con cierta hipocresía, hubiera sido, no diré respetado, sino venerado entre los hombres políticos. No podía o no quería comprender que su teoría, aplicada a la vida práctica, era la manera más eficaz de ser combatida y que lo absurdo puede deslumbrar y seducir en los libros, mas no sostenerse dentro de casa. Había olvidado que sus grandes maestros, los filósofos alemanes, seguían por lo general el método opuesto, es decir, la afectación del orden en las costumbres y la ostentación del desorden y calaverismo escandaloso en las ideas. Tenía mi nuevo amigo un cocinero excelente y dos criados para la mesa, que meses antes hubiera hecho mi desesperación, porque a su lado habría quedado tamañito. Por regla general, nunca le faltaban dos o tres convidados de uno u otro sexo; pero esta última circunstancia hacía que no todo el mundo aceptara sus convites. Aquel día estuve yo solo, porque, sin duda, trataba de aprovechar el tiempo de la comida para hablarme del periódico, su ídolo, su niño mimado y la base de su existencia. Aquella empresa le absorbía por completo, y a pesar de su inconcebible laboriosidad y prodigiosa facilidad para el trabajo, éste no le cundía lo suficiente y le faltaba el tiempo. Como yo le oyese con asombro, me dijo: -Si el día tuviese para mí cuarenta y ocho horas, sería lo mismo: siempre me vendrían escasas para el periódico. Un periódico admite todo lo que se le dé, y siempre está pidiendo

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más: tal como debe ser, es un imposible. Algunas veces se me figura que un buen periódico está fuera de las fuerzas humanas. Para dirigir un periódico se necesita ante todo ser buen regente de imprenta, porque lo primero que exigimos a una muchacha para que parezca bien, es que sea hermosa. Luego un gran confeccionador, lo cual no es tan fácil como a primera vista parece, ni menos hijo de la rutina. Los periódicos divididos en secciones fijas e invariables no saben siquiera los rudimentos del arte: la sección es el lecho de Procusto, que obliga a mutilar lo que dentro de él se encierra. En el periódico todo debe estar en su sitio, y no en otro; pero todo libre en apariencia, y en disposición de ceder el puesto a lo más urgente y privilegiado, sin que se note la falta. Hacer que las noticias de sensación, lo notable del número, sea notado al punto, es obra del regente de imprenta. Cuando este eje principal de la máquina no se encuentra, no hay remedio, regente tiene que ser el director. Pero confeccionador sobre todo. Lo último que necesita es saber escribir. Esta proposición, que me cogía de sorpresa, me colmó de júbilo, determinando definitivamente mi vocación y completo apartamiento de la literatura. Con las letras, efectivamente, no había bromas posibles y lo que yo había dado al público con los versos de Benito no podía prolongarse mucho tiempo. Figúrate, pues, qué hallazgo no era para mí el de una carrera de escritor para la cual ni aun saber escribir se necesitaba. La paradoja, sin embargo, exigía ciertas explicaciones, que me apresuré a pedir. -Lo va usted a ver prácticamente, por el caso en que me encuentro. Necesito en la actualidad un redactor principal, exclusivamente dedicado a hacer visitas. -¡Ah! Vamos -le repliqué-: un reporter, un gacetillero, un Rafael Bullebulle. -No señor. ¡Quite usted allá! Eso es lo ínfimo del género, el criado de escalera abajo, respecto del apoderado general de la casa. Yo necesito un muchacho fino, elegante, muy elegante, buen mozo, nada corto de genio, que naturalmente y sin violencia alguna se introduzca en la sociedad y haga un papel, si no brillante, lo cual es mucho pedir, aunque muy de desear, decente y digno entre los hombres políticos, que son a veces unos pelafustanes, y otras gentes de pro y de grandes pretensiones. El redactor que busco no ha de hacer más que visitas. Con traje de mañana, de paseo y de noche, ha de vestirse y desnudarse tres o cuatro veces al día. La base de su política, la del periódico, eso no hay que decirlo; pero base muy amplia, con ideas tan elásticas que se acomoden al gusto de sus relaciones, o cuando menos, no ha de sustentar polémicas ni reñir batallas con nadie. Este redactor no ha de pedir noticia ninguna, pero ha de saberlas todas; más aún: ha de adivinar, y éste es su principal encargo, lo que no se quiere decir ni se puede saber. ¿Comprende usted? -Perfectamente. Comprendo que no hay cosa más necia en un periódico que los palos de ciego.

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-Eso es. Un periódico de verdadera importancia queda muerto el día en que se pregunta en el Casino, en el salón de conferencias o la Carrera de San Jerónimo: ¿por qué ha dicho eso el diario de Fulano?, y se contesta: cosas de Fulano. Un periódico no puede tener cosas: quien le hace órgano de cosas le mata. Para un periódico no hay caprichos, ni rarezas, ni excentricidades: no hay más que intención, esto es, mala intención, novedad y escándalo. -Ahora sí que nada me resta que saber. -Y ahora supongo que la paradoja ha dejado de serlo para usted; porque es evidente que un hombre que pasa toda su vida en vestirse y desnudarse, en almorzar y comer fuera de casa, en adquirir relaciones, no tiene tiempo de coger la pluma, como no sea para un suelto de cuatro renglones, que constituyan la vida y el alma del número del día. Harto hará con dar una vuelta por la redacción en momentos oportunos, en horas críticas, e indefectiblemente a última hora. Los redactores que escriben (porque hay también redactores destinados a escribir), le oyen, se enteran de lo que pasa, rasgan si se ofrece las cuartillas que tenían escritas con golpes en la herradura, y martillan el clavo sin errar y de firme. ¿Está usted conforme? -Sí; eso es lo que se llama ser periodista. -Pues bien: eso es lo que yo quisiera que usted fuese en La Vida Moderna. Yo no puedo; no tengo el don de ubicuidad, y siendo como soy director, administrador, regente y confeccionador a la vez, es preciso que usted me represente fuera de casa y de la imprenta. Me conviene su figura de usted, su manera de haberse dado a conocer al público; me convienen sus viajes al extranjero, y hasta los idiomas que usted posee me hacen muy al caso. -Debo advertir a usted lealmente -le dije-, que mi conocimiento de idiomas no es muy profundo; los entiendo y los hablo lo suficiente para el ferrocarril y el hotel. -Me basta y me sobra. Si no tiene usted tiempo de escribir, mal puede tenerlo de traducir. Yo haré venir dos o tres periódicos extranjeros de Inglaterra y Alemania, amén de los que se reciben de Italia y Francia; se los llevarán a usted a su casa. Allí podrá comparar el original alemán o inglés con la traducción francesa; y con tal de que de cuando en cuando se coja algún gazapo, es suficiente para que La Vida Moderna se acredite de políglota y pase por el mejor enterado en política extranjera. Con esto y con alguno que otro telegrama que usted invente, y tal cual correspondencia de Berlín, Viena o Londres que saque usted buenamente de los periódicos respectivos, tenemos lo necesario para que se nos suponga en relaciones íntimas con toda la diplomacia europea. No se cuide usted del estilo: cuanto menos castizo, más sabrá al natural. Ninguna objeción tuve que hacer; todo parecía cortado al patrón de mis deseos y facultades. De sueldo no hablamos, porque si don Juan Pasalodos era un tanto pacato y encogido al pagar, no tenía fama de mezquino y miserable en señalar ni deber emolumentos. Y al fin y al cabo, lo que de mí exigía requería gastos de representación que se salían de lo ordinario.

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Al despedirme de él me preguntó: -¿Supongo que será usted fuerte en esgrima? -¡En esgrima! ¿Pues qué?... -¡Cómo! ¿No tira usted el florete, el sable y la pistola? -Confieso que mi educación ha sido un poco descuidada en esa parte. -Pues es lo primero que tiene usted que aprender. Ha visto usted que para redactar un periódico no se necesita saber escribir; pero no se concibe siquiera un periodista que no sepa batirse en toda regla. En la redacción de La Vida Moderna conocí un ente original, de quien me valí para acabar de introducirme en el gran mundo y dar mis primeros pasos en mi nuevo oficio. Llamábase don Pedro Estrellas; pero en Madrid, generalmente, se le conocía con el nombre de Perico Estrellas que, en efecto, le caracterizaba y definía. Hombre ya maduro, hasta el punto de esquivar constantemente la conversación de los años, hacía todo lo posible por disimular la edad, y lo conseguía a fuerza de elegancia y horas de tocador. Hasta aquí nada de extraña tiene su condición; pero la singularidad comienza ahora: Perico Estrellas era empleado inamovible y a quien puedo, sin ofenderle, llamar antiguo, si me atengo a la fecha de su primer nombramiento, que databa de los tiempos de Calomarde. Ni siquiera un día estuvo cesante: raro y por ventura único ejemplar de su especie. ¿Cómo se había manejado don Pedro para que siempre se le llamase Perico y nunca dejara de figurar en nóminas oficiales? Muy sencillamente: viviendo siempre entre damas. En su vida, fuera de zurcir expedientes, había hecho otra cosa más que visitas; trataba, por lo cual, con todas las personas notables de la corte, y principalmente con señoras. No tenía talento, pero sí buenas narices; olfateaba, no ya las revoluciones, sino las más simples modificaciones de gabinete, las más tenues crisis ministeriales, y se apercibía al peligro redoblando cortesías a las señoras de los futuros ministros o personajes influyentes en la próxima venidera situación. Sus tarjetas podían servir de barómetro del más insignificante cambio en cosas de Gobierno; pero él hacía gala de no ser político. Puestos en el caso de clasificarlo como tal a fuer de español le llamaríamos ministerial, porque nunca estaba en la oposición; y de oposición, porque siempre estaba anunciando cambios ministeriales. A pesar de vivir entre ellas, no se le había conocido prendado ni rendido por ninguna. Su flaco eran todas las mujeres; su fuerte, resistir a toda mujer. Hacía la vida de solterón y jamás comía en casa. Tenía para la mesa perfectamente repartidos los días de la semana: los lunes en casa de la condesa A., los martes en casa de la baronesa de B., los miércoles en la legación de C., etc., etc. Si por casualidad, o por motín o pronunciamiento, se suspendía el programa, o comía en la fonda, o no comía en ninguna

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parte. Su axioma era, en la necesidad de comer, más vale no comer que comer mal; y había llevado la inflexibilidad de sus principios a tal rigor, que un tiempo en que el Gobierno le sitió por hambre, no pagando a los empleados, se vio precisado a no comer más que dos o tres días a la semana. Y él hacía gala de su sistema, hablando con frecuencia de aquella época heroica y legendaria de su vida. -El domingo -decía-, gran comida de tres a cuatro duros; el lunes, indigestión; el martes, ayuno para prepararme a comer el miércoles; y así de los demás. Entre las visitas de este personaje contábase la vuelta cotidiana por ciertas redacciones de periódicos. Era en ellas muy apreciado por sus preciosas noticias acerca de los acontecimientos más interesantes a la buena sociedad. Por él se sabía qué reuniones se proyectaban para la próxima estación invernal, qué platos se habían servido en éste o el otro festín, qué aderezo llevó la señora tal, a qué lado se inclinaba la camelia de la señorita de cual, qué bodas se cotizaban, qué conciertos se disponían, a qué paseo o teatro iba a darse la preferencia, con otras no menos graves e importantísimas nuevas. Las damas que hacían ascos de los periódicos, se desvivían por las noticias de Perico Estrellas, el cual era, por decirlo así, el lazo misterioso que unía a las despreciadoras con los periódicos despreciados. Si una quería que la posteridad se enterase del color de su vestido o de los encajes de su fichú, no tenía más que decírselo a Perico para verse al día siguiente retratada de busto o de cuerpo entero en la gacetilla. Algunas veces, el desdén de las damas por el periodismo llegaba al inconcebible extremo de no fiar su retrato a ninguno de los redactores, y se tomaban ellas la molestia de ponerse al espejo y retratarse a sí propias. De Perico Estrellas no se cuenta que jamás escribiese una línea. Esta conducta, debida a un exceso de prudencia, prueba que tenía más talento de lo que se creía. Perico, que vivía entre damas, preciábase de conocerlas bien y temía con sus noticias más insignificantes, triviales y ligeras, hacerse órgano de intrigas y peligrosas rivalidades. Para no verse comprometido y complacer al propio tiempo a quien tanto le importaba servir, pasaba por la redacción de un periódico, y mientras fumaba un cigarro soltaba la especie, la cual era al punto recogida por el gacetillero con el afán propio de su oficio. Perico no se marchaba hasta asegurarse de que las cuartillas se habían dado a la imprenta. Mi nuevo género de vida no podía ser más propio y adecuado para los gustos y aficiones de Matilde. Mezcla confusa de los dos grandes defectos de su época, el romanticismo y el positivismo, aquella niña, que así pulsaba el arpa como tomaba el pulso a los negocios; que se embelesaba con las poesías de Espronceda para soñar con la banca y la cotización de la Bolsa, merecía encontrar su bello ideal en un hombre como yo, tan dispuesto a petardear en verso como en prosa. Mi audacia y mi fortuna me habían vaciado en la turquesa de su fantasía. Con los triunfos del Coliseo y de la reunión literaria mi fama había llegado al apogeo. Lo repentino de mi aparición en medio de los escritores públicos, mis viajes, mis obras

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líricas y dramáticas, que sin duda por un esfuerzo de estudio y de ingenio, según la voz pública, no se resentían, como era regular, de mi residencia y educación fuera de España, habían elevado mi crédito sobre las nubes, colocándome entre autores de primer orden. No tenía necesidad de hablar mucho, ni discutir a fondo ninguna de las cuestiones que se rozaban con la literatura; las pocas frases que sobre asuntos tan espinosos arriesgaba, eran repetidas y comentadas como palabras de oráculo. Si por casualidad se me escapaba alguna necedad o despropósito, nunca se reputaba como tal, sino como opinión singularísima, recóndita y de oculto sentido para los profanos. Era por aquellos días el hombre a la moda, el lyon, como entonces se decía, para quien no había puerta cerrada en ninguna tertulia literaria o política, en ninguna reunión de la buena sociedad. Matilde llegó a temer por sí misma: tuvo celos de mi fama, y se creyó en peligro de que la abandonara por alguna condesa o dama de la aristocracia; y los temores avivaron su afecto y acabaron por rendir completamente su corazón. Pero ella y su padre veían en mí algo más que un poeta celebrado o ministro en ciernes; veían al hombre que con ojo certero y mano firme les había apartado de los malos negocios, proporcionándoles al propio tiempo el de la dehesa, de cuya adquisición estaban a porfía satisfechos. ¿Qué más podía apetecer Matilde que un hombre fino, elegante como ella creía, introducido en el gran mundo y al propio tiempo capaz de manejar, acrecentar y hacer subir como la espuma los caudales de su casa? Tenía, pues, a la niña completamente de mi parte, y don Simeón, aunque reservado y cazurro, tampoco me era hostil. Echaba en mí algo de menos, por ejemplo, alguna que otra finca semejante a los Bocales, o la casita de más de un millón que acababa de comprar; quizá me quería tan rústico y urbano como él, cualidades por cuya falta hubiera él pasado con el suplemento de algunos miles de duros; quizá miraba como de sobra, en el cuadro que de mí se formaba, el nimbo de la poesía y la aureola literaria; pero con la mirada de tendero que distingue los garbanzos del Saúco de los de la tierra sin necesidad de echarlos a remojo, tenía el presentimiento de que yo había nacido para la estática más que para la estética; para especulaciones mercantiles, no para las filosóficas. Doña Jacinta era dura de pelar. Agradecida a los servicios que les había hecho, me admitía en casa y me recibía con agrado; pero nunca pasaba de la cortesía, la cual se pronunciaba tanto, que a fuerza de no faltarme en nada íbame empalagado en todo. Puedo asegurar que con más franqueza entré en aquella casa los dos primeros días de nuestro conocimiento que los posteriores. Tuvo el arte de que a mí mismo me fuesen pareciendo molestas y poco agradables las visitas; y el talento de aquella señora consistía en producir este efecto, sin que yo ni Matilde tuviésemos nada que echarle en cara. El secreto consistía, principalmente, en hacerme hablar de mí mismo, de mis antecedentes de mi carrera, de mis estudios, de mis relaciones, de mi pueblo y mi familia. Veíame obligado a inventar y hacer

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novelas a cada paso; pero esto exigía mucha memoria y profunda atención, porque la atención y memoria de doña Jacinta me desesperaban por lo vivas y perspicaces. Llegué a sospechar que estaba en la pista de mis antecedentes, y que se había propuesto con tenacidad de podenco darme caza. Tomaba yo mis medidas y procuraba estudiar bien la lección cotidiana; pero no había defensa posible contra aquella mujer, terca de condición y capaz de revolver cielo y tierra para salirse con la suya. Resultado forzoso de su conducta fue alejarme del entresuelo de la calle de la Montera cuando más exigencias tenía Matilde de verme a todas horas, cuando, sinceramente lo digo, más lo deseaba yo. Otro incidente acabó de hacer embarazosa, comprometida y nuevamente crítica mi posición. El Proverbio que leí en la fonda fue generalmente celebrado por su estilo y pureza de lenguaje; acerca del pensamiento de la obra poco se habló en la reunión; por ventura no estaba bien claro, o no se presentaba con el debido relieve: era quizá también la mayor falta que se le achacaba, y en toda reunión literaria sucede siempre que los defectos son objeto de la crítica de los críticos entre sí; la enumeración de las bellezas se reserva para cuando está delante del autor. Ni la cortesía de los amigos es para menos, ni la vanidad de los autores consentiría más. Pero cata que un día se descuelga cierto famoso crítico con un artículo que se intitulaba Vindicación de Cervantes. En este artículo no se hablaba de otra cosa que de mí. Lo leí con afán, y hasta con sudores de fiebre; porque me encontré, sin comerlo ni beberlo, con que yo había tenido la audacia inconmensurable, la demencia verdaderamente quijotesca de poner manos sacrílegas en la reputación universal del manco de Lepanto. Con sus pelos y señales se contaba el argumento del Proverbio y se desentrañaba la idea fundamental de la obra que yo no había hecho más que entrever, sin darle la importancia merecida. Esta idea, según el crítico, consistía en el intento de probar que el Don Quijote de la Mancha era una obra profundamente inmoral, que tendía nada menos que a ridiculizar la nobleza, la caballerosidad, el espiritualismo, el idealismo, con el peligro inmediato y consiguiente de entronizar el egoísmo, el realismo y la grosería de la materia. Exponíase en crudo, tal vez con saña y exageración, el pensamiento del poema, con el piadoso fin de hacer a su autor odioso a los lectores del artículo. No necesitaba más la envidia para cebarse en mí. Me tenía ganas y no sabía cómo hincarme el diente: las medianías estaban inquietas, turbadas con mi aparición, aplastadas por el pie de mi fortuna; hasta el esplendor de mi reunión y mi desusada manera de darme a conocer les ofendía; pero mi silencio, mi reserva, mi forzada modestia en negarme a dar al público ni un verso siquiera de mis composiciones, les imponía.

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Así que vieron el primer disparo de la formidable batería, toda la chusma literaria se desató contra mí: ninguno de aquellos escritorzuelos que afeaban mi triunfo con sus lisonjas faltó al puesto del honor al verme vencido y humillado. La arremetida fue general y necesariamente funesta para mí. Por de pronto, dando a conocer el argumento del Proverbio, no había remedio. Benito tenía que saber que la obra que se atribuía era la suya. ¿Llegaría su desdén, su abnegación, o su gratitud por el destino que me debía, hasta el extremo de guardar silencio? Dado el carácter del personaje, esto era posible; pero con una sola condición, indeclinable, forzosa: la de tener yo el valor de las opiniones que inconscientemente había prohijado, saliendo a la defensa del pensamiento que se me atribuía, y sustentándolo valerosamente y con talento. No había que pensar en esto. Si yo hubiese sido el hombre que todos me suponían, la ocasión de lucirme noble, bizarra y caballerosamente había llegado. Yo podía presentarme al público diciendo: «Momentos antes de comenzar la lectura del Proverbio advertí a mis oyentes que la obra no era mía, sino de un joven completamente desconocido en la república literaria y cuya modestia le impedía aparecer como autor. Si no se dio crédito a mis palabras, la culpa no es mía, porque bien claras fueron y terminantes; si prescindí después de esta declaración fue por el solemne compromiso que había adquirido con el autor de no revelar jamás su nombre, y por otra razón de delicadeza también; sus opiniones, contrarias a las de la generalidad del público, eran un verdadero escándalo literario, casi un delito de leso patriotismo. Pues bien; la obra no es mía; pero la opinión del autor sí, y aquí estoy yo para defenderla y romper lanzas en favor de mi amigo». Y tras este preámbulo, entrar en materia y defender, en efecto, el poema de Benito. Pero dicho se está que me faltaba caudal de conocimientos y doctrina, hasta la penetración suficiente para comprender y poner en su punto la idea del Proverbio. El autor de la Vindicación de Cervantes, como era natural, dado su objeto, había sacado de quicio el pensamiento, y era menester reducirlo a sus verdaderos límites, presentándolo sin pasión pero sin cobardía. No pudiendo hacer esto, siendo ya absolutamente imposible para mí continuar desempeñando el papel que en la farsa del mundo había tomado, tenía que desnudarme del traje teatral y presentarme tal cual era, como farsante silbado incapaz de volver a las tablas. Y si esto no, callar, guardar cobarde silencio, manifestando hacia mi antagonista un afectado desdén que equivalía a la confesión de la derrota, sin el mérito siquiera de sobrellevar con valor la desgracia que sufría. Estaba, pues, muerto a mis propios ojos, y los del público tenían que ensañarse presto en el cadáver de mi reputación. Y la saña, ni se haría esperar ni sería corta; porque lo repentino y elevado de mi encumbramiento estaba convidando a la diversión de mi caída. No me di, sin embargo, por vencido; aún me quedaba el recurso de apelar a la generosidad y grandeza del alma de Benito, y me atrevía a esperarlas fundado en los motivos que tenía para estarme agradecido y en las cualidades de su carácter.

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- IX - Causa célebre Benito, entretanto, se había hecho famoso y compartía conmigo la atención pública; pero de muy diferente manera: su reputación, aunque improvisada, era merecida y sólida. Al día siguiente de llegar a Sigüenza y tomar posesión de la fiscalía, enfermó gravemente el juez de primera instancia, recayendo interinamente el Juzgado en el alcalde, persona completamente lega. Benito, asesorándole en todo, fue realmente juez y promotor, llevando sobre sí todo el peso del Juzgado. En tales circunstancias ocurrió un suceso que llenó por largo tiempo las columnas de los periódicos. Había en Sigüenza un viudo que no distaba mucho de la ancianidad, labrador, hidalgo, bien acomodado y aun rico, el cual vivía con una hija de diecisiete años, llamada Carolina. El viudo hizo el disparate de contraer segundas nupcias con muchacha de poca más edad que la hija, muy agraciada y de genio alegre, pero de costumbres que, sin ser escandalosas, picaban en libres. No podían avenirse las dos jóvenes, y una noche en que el marido estaba ausente del pueblo por negocios de sus haciendas, la madrastra apareció en su propio lecho muerta de puñaladas con mano firme asestadas al corazón. No había nadie en la casa más que Carolina, a quien se la encontró dando gritos desaforados y sospechosos cerca del lecho de la difunta y con los vestidos manchados con sangre de la que parecía víctima de su venganza. Hallóse también en el pozo que caía debajo de la ventana de la habitación el arma homicida, que era una navaja del padre. Sospechas, indicios, pruebas de toda clase deponían contra Carolina, la cual, a pesar de su buena fama y de las simpatías que su rostro angelical inspiraba, fue desde luego condenada por la voz pública, que a nadie sino a la infeliz hijastra pudo atribuir tan horrendo crimen. En efecto, no había sido perpetrado por causa del robo: nada faltaba en aquella casa; todo estaba intacto, ropas, alhajas y dinero. Tampoco se advertía fractura de puertas, ni señales de escalamiento: la puerta principal de la casa estaba cerrada, la llave dentro. Indudablemente, la voz pública no se equivocaba: la hija del labrador había dado muerte a su madrastra para vengarse de sus malos tratamientos. Benito, acompañado del alcalde y sin haber descansado apenas del viaje, procedió inmediatamente a formar el sumario, principiando por el arresto e interrogatorio de la muchacha, y la inspección ocular, minuciosa y exacta del teatro del crimen. A las primeras palabras, o por mejor decir, a las primeras miradas que dirigió a la presunta reo, se convenció de su completa inocencia; pero se guardó muy bien, de hacer la menor

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indicación acerca de sus convicciones, o más bien de sus presentimientos, que realmente no tenían en qué fundarse. La muchacha declaró que hallándose en cama y desvelada, contra su costumbre, por el miedo de verse sola con su madrastra, había sentido un grito pavoroso en el aposento de ésta, contiguo al suyo, y luego pasos como de persona que huía apresuradamente; que al pronto no tuvo valor ni para respirar; pero que luego, estimulada por la conciencia a no desatender a su madrastra, por lo mismo que no se hacía bien con ella, encendió luz y principió a dar voces, preguntando si estaba enferma y si quería alguna cosa. Viendo que nadie le respondía hizo un esfuerzo, se vistió y acudió al cuarto, donde se la encontró muerta. Al pie del lecho, vio la navaja de su padre, y sin saber por qué se le ocurrió que éste podía ser el autor del atentado; guiada de filiales sentimientos, abrió la ventana, tomó la navaja y la arrojó al pozo del patio. No sabía cómo explicar las manchas de sangre de sus vestidos, sino por aturdimiento, por completo olvido de sí misma, por su propio abandono e imprevisión en acercarse al lecho de la difunta con ánimo de socorrerla y auxiliarla. Todo esto parecía novela pura y explicación más o menos ingeniosa del hecho que la acusaba. Las primeras noticias que dieron los periódicos acerca de él iban completamente conformes con la opinión unánime de la capital del Juzgado. Al darse cuenta del suceso se añadía la cláusula consabida: «Afortunadamente, en esta ocasión la autora del crimen ha sido habida y se halla en poder de la autoridad. La justicia no se hará esperar, porque el delito está claro como el sol del mediodía». Los periódicos de oposición se permitían breves comentarios acerca de la inmoralidad que por obstinación del Gabinete en permanecer en su puesto había invadido el corazón de las niñas de dieciséis a diecisiete años, de rostro angelical y de intachables costumbres. Los diarios ministeriales, por el contrario, se deshacían en elogios del Gobierno por la prontitud con que en su tiempo eran habidos los presuntos reos de semejantes atentados. Probablemente no se hubiera vuelto a tratar de este asunto hasta el día de ejecución de Carolina, en cuyo caso es regular que saliese otra vez a relucir la obstinación del ministerio y la buena administración de la justicia, y el rostro de ángel y las costumbres intachables, con el retrato y biografía de la ajusticiada. Pero Benito guardaba profundo silencio y seguía en sus investigaciones, dirigiéndolas por donde nadie se imaginaba, y en virtud de ellas se procedió al arresto de un joven, natural de Madrid y establecido, sin oficio ni beneficio, en la villa de Jadraque. Este joven, buen mozo, gastador, jugador y de vida licenciosa, era sin saber por qué, muy temido en el país, susurrándose que se hallaba al frente de cierta secreta cuadrilla de malhechores. A las veinticuatro horas de haberse perpetrado el crimen de Sigüenza se cometió otro en un despoblado de Jadraque: el padre de la acusada, el rico labrador que andaba recorriendo sus tierras, apareció muerto de un trabucazo. El asesino le había despojado del dinero que llevaba encima, pero respetando todas sus ropas y aun alguna botonadura de plata de escaso

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valor. Sin descansar, sin concluir el sumario de la primera causa, antes bien suspendiéndole bruscamente, montó a caballo Benito y acudió con el juez interino a formar la segunda. No se sabe por qué hallaba el fiscal relación tan inmediata, tan íntima, entre uno y otro proceso, que le parecieron dos fases de un mismo delito. Hechas las primeras diligencias del de Jadraque, y arrestados allí unos cuantos jóvenes de mal vivir, tornó Benito Llano sin descansar a Sigüenza y continuó la causa de Carolina. Con la muerte del padre fue necesario abrir el testamento, que guardaba la difunta en arca de nogal, depósito de sus mejores ropas y joyas. En aquel documento, hecho en toda regla, marido y mujer se dejaban mutuamente herederos para el caso en que entrambos muriesen sin sucesión. Fue esto rayo de luz que iluminó por completo la inteligencia de Benito: y para que el hecho quedase completamente esclarecido, procedió al examen de algunos papeles de que se había apoderado en la habitación del madrileño recién domiciliado en Jadraque. Después de este examen, ninguna duda le quedó acerca de la inocencia de la primera acusada. Uno mismo era el autor de entrambos crímenes, el madrileño. La mujer del labrador mantenía con él relaciones ilícitas, con él había convenido en el asesinato de la hijastra para que el padre pudiese heredarla y el del marido, después, para heredarlo ella, según las cláusulas del testamento. La difunta había entregado al asesino una llave de la puerta de la casa, por la que éste pasó sin dificultad. Pero la Providencia dispuso que equivocase el cuarto, y que en lugar de dirigirse al de la hija entrase en el inmediato y asesinara a su cómplice. Salió de la casa el matador sin detenerse en ella, para no ser descubierto, echó la llave a la puerta, y aquella misma noche se volvió a Jadraque y se acostó en silencio, a fin de probar, en caso necesario, la coartada. De la muerte del marido se encargó la cuadrilla. Los malhechores que la formaban, detenidos e interrogados por Benito, fueron los primeros en descargar su responsabilidad sobre el capitán, el cual quedó al punto convicto y confeso de su delito. Carolina salió de la cárcel, no sólo absuelta con todos los pronunciamientos imaginables en su favor, sino con el prestigio de la virtud por breves días empañada, y la fama de su hermosura y sus riquezas. No necesitaron más los periódicos de la corte para convertir a la primera acusada en heroína de novela y en desfacedor de agravios al fiscal de Sigüenza, cuya penetración, perspicacia y prodigiosa actividad le acreditaban de modelo en la magistratura. El nombre hasta la sazón desconocido de don Benito Modesto Llano se hizo popular; y la verdad es que su reputación era merecida, porque había dado cima y feliz remate a su simpática empresa de volver por la inocencia y castigar el crimen en el más breve término posible. Su estreno en la carrera no podía ser más brillante, y toda la Prensa a una voz pedía que se le recompensara garbosamente para que su conducta sirviese de estímulo en la carrera judicial. Le escribí felicitándole y manifestándole al propio tiempo el conflicto en que me hallaba. «Guiado por mis deseos de darte a conocer -le decía- leí tu obra sin imaginar siquiera la importancia que tenía ni los peligros que entrañaba».

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Tú los verás por el artículo que adjunto te remito: tú comprenderás por él hasta qué punto el crítico de la Vindicación ha sabido interpretar tu pensamiento. Yo estoy dispuesto a todo; si quieres que en un comunicado repita las palabras que pronuncié en mi reunión literaria antes de la lectura, las repetiré; si quieres que tu nombre suene como autor del Proverbio, lo declararé bajo mi firma; si dispones otra cosa, aceptaré la obra, y con ella la responsabilidad de tus opiniones; pero en este caso tienes que suministrarme datos, razones, argumentos, y cuanto sea necesario y conducente a la defensa. La respuesta de Benito no se hizo esperar, y era tal cual yo me la prometía. -«Ya que sin quererlo ni pretenderlo, y por un conjunto de circunstancias inexplicables para mí, y en las cuales ni aún tengo tiempo de pensar, pasas por autor de mi obra, no te desdigas, pues sería fatal para tu reputación. Si tu delicadeza no te permite prohijarla, no reveles jamás el nombre del autor; guarda un secreto que yo guardaré también. Cumple con tu conciencia; pero quede el nombre del autor del Proverbio envuelto en el arcano. Eso dará a sus opiniones el prestigio del misterio que necesitan para luchar con la impopularidad. Pero entretanto, no las dejemos desamparadas: sépase que si hay error en mí no hay mala fe, ni estoy destituido de todo fundamento. Si tú, bien mirado todo, participas de mi modo de pensar en este asunto y crees que mis razones tienen alguna fuerza, firma el adjunto artículo y dalo a la imprenta. Si no, que mi contestación lleve únicamente esta firma: El autor del Proverbio». Leí el artículo de mi amigo que, aunque escrito muy de prisa, llevaba el sello de su inimitable estilo y acendrado ingenio. Autorizado por el autor, no tuve inconveniente en suscribirlo, con las declaraciones que dejo arriba consignadas, las cuales de nadie fueron creídas. Y con razón; porque el estilo del Proverbio y el de la defensa acusaban un mismo escritor, y firmar ésta equivalía a la confesión implícita de la paternidad de entrambos escritos. Me permití también añadir dos renglones al final del artículo «Cervantes -decía yo- ha sido, sin quererlo, uno de los progenitores de la filosofía, de la civilización y de la vida moderna». ¿Qué más quiso don Juan Alberto Pasalodos? ¿Qué más quisieron mis antagonistas? Con esta confesión se dieron todos por satisfechos y cesó la polémica. Mi fama se acrecentó con ella; porque, al fin y al cabo, yo podía ser acusado de extravagante y escandaloso; pero fui cada vez más admirado por mi erudición y talento. El director de La Vida Moderna me subió el sueldo; Matilde, impaciente por llevar mi nombre y dispuesta a darme su mano más o menos blanca, me instaba a que hiciese a sus padres la petición matrimonial en toda regla, y yo me decidí por fin a complacerla. Las novelas inventadas por los periódicos sobre la causa célebre en que tan activa y noblemente intervino el joven fiscal de Sigüenza tenían algún fundamento. La niña inocente y candorosa, blanco en los primeros momentos de las sospechas y hasta de las iras populares, encontró en el joven que por la ley debía ser su acusador un amigo, un corazón que simpatizaba con la inocencia.

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-No tenga usted cuidado señorita -le dijo Benito en su primera entrevista con la acusada-: si usted es inocente, según parece y yo creo, volver por su buen nombre, por su virtud y tranquilidad es mi primera obligación y la más grata de cuantas he tenido en mi vida. Estas palabras, y sobre todo las consideraciones compatibles con la justicia de que iban acompañadas, fueron bálsamo que, si no desvaneció por el pronto el dolor y angustia de la presunta reo, le sirvieron de lenitivo y grande consolación. Algo debió de ver también en la fisonomía de Benito que la infundió plena confianza. Eran dos almas que habían nacido para entenderse, y que se entendieron y se hicieron amigas desde el punto en que se pusieron en contacto. El esclarecimiento de la verdad, la portentosa rapidez con que Benito descubrió la historia de tan misteriosos crímenes, fue indudablemente debida al talento y actividad del promotor fiscal; pero más todavía a la franqueza, ingenuidad y confianza con que delante de él se explicó la acusada. Esta había quedado huérfana, sola en el mundo, sin más amparo que el de su tío, conde de Vallefrío, senador del reino y residente en Madrid. A él tuvo que acogerse, huyendo de la pavorosa y horrible soledad de la casa paterna; pero al venir a la corte dejaba el corazón en manos de su libertador el fiscal de Sigüenza. Tal vez por esta razón, o quizá por los desmedidos elogios que se tributaban a Benito, con la exageración propia del periodismo y de nuestro carácter meridional, el ministerio se veía como obligado a recompensar el servicio que a la sociedad acababa de prestar el promotor. Dábase por segura su colocación en la secretaría de Gracia y Justicia: así es que no me extrañó verle entrar en mi casa en el momento mismo en que yo me estaba vistiendo de toda etiqueta para presentarme a don Simeón y pedirle la mano de su hija. No me hizo gracia la visita ni mucho menos el rostro del visitador. Su expresión de enérgica altivez y dignidad ofendida me parecieron inverosímiles, hasta el punto de creerlo hombre distinto del que hasta la sazón había conocido. -¡Cómo se mudan las gentes con la posición, los empleos y el aura popular! -exclamé para mis adentros. Y sin saber por qué, comencé a temblar por la falsa posición en que me había colocado. Sin saber por qué, digo, pero la verdad es que en los ojos de Benito veía algo extraordinario, destellos quizá de una ambición que no podía menos de ser funesta para la mía. Bien pronto vi que no me había equivocado: era Benito uno de esos hombres débiles y tímidos en los negocios de la vida ordinaria, porque los miran con indiferencia, y que guardan y atesoran todo su valor para las grandes ocasiones en que el cumplimiento de su deber lo requiere.

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Me abalancé hacia él para darle cordial abrazo y felicitarle por sus recientes triunfos y aún más flamantes ascensos, de que su presencia en Madrid no me dejaba dudar. Benito retrocedió, esquivando el abrazo, y aun tuvo metida su mano en el bolsillo del gabán cuando yo le tendí la mía. -Tenemos que hablar, caballero -me dijo con tal seriedad, que me hubiera dejado frío, si otro fuera mi carácter. -¡Cómo es eso! -le contesté- ¿Qué manera es esta de tratar a un amigo de la infancia? -La que conviene a personas como nosotros, que nunca se han conocido. ¡Qué quiere usted! -añadió-. La sociedad es así, y exige, fundada en apariencias, que a usted se le dé título y nombre de caballero. -Sobre todo -le contesté picado-, después de haber recibido usted de mi mano la promotoría, que parece el pedestal de su fortuna. -Eso es precisamente lo que le explicará mi vuelta a Madrid y mi presencia en esta casa. Vengo a devolver a usted lo que me ha dado. Aquí tiene usted su credencial y la renuncia del empleo, que me ha sido admitida. Devuélvame usted en cambio lo que me ha robado. -¡Cómo! ¡Por media docena de quintillas se pone usted tan fosco y descomedido! -No señor don José; nada me importan los versos ni las obras, que nunca he destinado a la publicidad y que usted buenamente ha querido apropiarse. Yo se las cedo: buenas o malas, esas piedras de mi cantera han salido y aún queda material para otras tantas. Lo que le reclamo es el corazón de Matilde, que me ha robado usted. -Por grande que sea mi ignorancia al lado de personas tan leídas y escribidas como usted, tengo entendido que sólo puede robarse aquello que se posee, y hasta ahora no he visto ni columbrado siquiera los títulos de la propiedad que usted se atribuye. -Ni es usted la persona ante la cual he de exhibirlos. Tenga yo o no tenga derecho alguno al corazón de esa señorita, yo la amo; y porque la amo de todas veras y deseo su felicidad más que la mía, quiero libertarla de las garras de un hombre como usted. -Señor don Benito, está usted dando pruebas de muy insigne majadero si por las mientes se le ha pasado siquiera que yo desistiría de mis pretensiones, de mis relaciones con Matilde, sean cuales fueren, ante esa amenaza teatral y esos rasgos de ridícula elocuencia. Para muestra de su eficacia bastan ya. De más efecto hubieran sido una tarjeta y dos padrinos. -¡Tarjeta! ¡Padrinos para un hombre como usted! Dado caso que yo tratara de batirme y que entrase el duelo en mi carácter y mis principios, nunca reñiría con usted sin haberle desenmascarado, para dar a entender al mundo hasta dónde llegaba mi longanimidad dignándome cruzar mi espada con la suya. Pero no; no se trata de eso; quiero que deje usted

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en paz a esa niña, quiero que renuncie usted los millones que son para usted, sin duda, su mayor atractivo. -Está usted en mi casa, don Benito; y no tiene usted derecho a insultarme donde no puede recibir un bofetón por respuesta. -Lo comprendo, y le doy gracias por habérmelo advertido. No hay necesidad de tomar la cosa de esta manera -dijo Benito, sentándose con una tranquilidad que me infundía más miedo que sus arrebatos-. Arreglemos el asunto sin ruido ni escándalos, como conviene a la reputación y buen nombre de esa familia; como le conviene a usted. Enterado, mi tío el de Sigüenza, de mi amor a Matilde, vino a Madrid y dio a entender a los padres de esa niña mi afecto, que él y yo creíamos correspondido. Los padres, la madre sobre todo acogieron perfectamente la pretensión; pues si Matilde con el tiempo puede ser rica, mi tío les indicó que yo también con el tiempo podría heredarle. Han encontrado, sin embargo, oposición en Matilde, que se inclinaba a usted por su talento, por la reputación que en breves días y por los medios que usted sabe, ha logrado conquistar en la corte. He visto a usted engalanarse con las plumas de mis alas y he callado, se lo he consentido, lo he mirado con indiferencia. Y cuenta, que si usted fuese un literato como tiene pretensiones de serlo, conocería el valor de este sacrificio. Pero que yo aparezca a los ojos de mi amada como un hombre oscuro y desprovisto de ingenio; que me mire como hombre vulgar, indigno de su amor, porque usted se va poco a poco revistiendo con mis galas; que con mis versos y mis escritos me robe usted el corazón que más amo en el mundo, y que sólo se inclina a usted por esos escritos y esos versos, no se puede sufrir, no se debe tolerar. Digo mal: podría sufrirlo y tolerarlo sólo de una manera: siendo usted el hombre nacido para hacer la felicidad de esa joven, para encauzar su vida por donde ya quisiera verla correr tranquila y apacible. Pero como esto es imposible, como lo cierto es precisamente todo lo contrario, y su amor de usted la pierde, y su mano de usted la conduciría indefectiblemente al precipicio, por eso desisto de relámpagos de fantasías, de ráfagas de abnegación. Así, pues, sólo vengo a exigir de usted completo y formal desistimiento de sus pretensiones con Matilde. En una palabra: no me importa tanto que se case conmigo, como el que no se case con usted. Estaba cogido de medio a medio; no había que pensar en subterfugios ni escapatorias con un hombre que así hablaba. Venía a todo dispuesto. O le mataba allí mismo sin salir de la habitación, o de la habitación salían mi vida y milagros a la vergüenza pública. Rebelóse, sin embargo, mi soberbia al verme cogido en el cepo y hundido en la trampa por aquel joven de quien yo había abusado con tanta facilidad. Era un niño, un muñeco quien me vencía: una miserable pedrezuela que, desprendida de la montaña, venía a derribar la estatua de oro con pies de barro. ¡Oh, cuánto sufrí en aquel momento! De qué buen grado hubiera caído sobre aquel pigmeo que me tenía, con la segur a la garganta y la mordaza en la boca, tendido y maniatado.

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Pero en su largo discurso, que yo escuché con la frialdad de quien todo quiere ser ojos para vislumbrar algún resquicio, y todo oídos para averiguar algún flaco, vi posible una salida. -Benito -le contesté-; lo que disculpa la dureza y amargura de sus palabras, me disculpa también a mí; el amor nos ciega a entrambos con una misma venda, el amor nos inspira iguales deseos. Yo, como usted, no aspiro a más que a la felicidad de Matilde. Si con usted es dichosa, llegaré a darme por satisfecho. Dejémosla, pues, en libertad, que ella elija; yo me retiraré. Mas no me ponga usted en desesperación que me haga atropellar por todo; no me obligue usted a presentarme al público tal cual he sido con usted. No volveremos a encontrarnos en nuestro camino; ni en casa de Matilde ni en la república de las letras. He desistido de la vida literaria, abrazando, y esto por mera transición, la de periodista. Benito me miró con asombro, y aun creo que de arriba abajo. -¡Usted periodista! -exclamó-. ¡Usted director, guía y maestro de la opinión pública! -Sí, señor; por bajo que sea el concepto que haya usted formado de mí, aún hallaría usted otros personajes ilustres en lugar inferior. En el periodismo, como en el hombre, hay dos cosas que se confunden a menudo: el espíritu y la materia. El espíritu se esconde; el cuerpo se ostenta y deslumbra a veces con apariencias de grandeza y hermosura. Eso es lo que yo aprendo en los pocos días que llevo girando en torno de las mesas de mi redacción. ¿Me quiere usted dejar vivir en alguna parte? -En todas donde usted deje vivir a Matilde. -¿Quiere usted hacer de mí un hombre de bien que viva a costa de su trabajo? -¿Qué interés puedo tener en lo contrario? -Pues bien, no puedo darle la satisfacción debida, por la ligereza que cometí leyendo sus versos en el Coliseo, so pena de quedar inutilizado para siempre en concepto público; pero en todo lo demás... -¿Qué me importa a mí de lo que sólo personalmente puede afectarme, con tal de que se salve esa joven, a quien no puede usted hacer feliz? En conclusión: porque no quiero prolongar mucho esta escena, cuyo recuerdo al cabo de tantos años todavía me enciende la sangre, y lo que más puede sorprenderte, todavía enrojece mi rostro de vergüenza, aquel muchachuelo que se dejaba engañar por cualquiera en los negocios ordinarios de la vida; aquella alma cándida de quien hasta la sazón me había burlado impunemente, me cogió, me doblegó, me arrugó, me restregó como un guante, volviendo luego a su timidez, a su indiferencia, hasta el punto de dejarse engañar nuevamente con mis promesas, permaneciendo sólo inflexible, duro y exigente en lo que a Matilde atañía.

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Marchóse, y le vi desaparecer con ojos de basilisco. Hubiera querido confundirle y no llegaba, sin embargo, a aborrecerle: su amor me infundía cierto respeto y me parecía aún más excepcional y singular que su carácter, pero con aquella pasión incompresible en los tiempos en que vivimos, había desbaratado todos mis planes, poniéndome bajo sus plantas y pisoteando mi soberbia. Resolví vengarme, y estimulado ya por el amor propio, me empeñé más de recio que nunca en conservar mis derechos a la mano de Matilde. Aquel rival, a quien siempre había despreciado, determinó mi conducta. Le obedecí en la apariencia: me retiré de la casa, dándome por ofendido de la frialdad con que me recibía la madre; pero seguía en secreto mis relaciones con la hija. Me aparté también de la república literaria, donde con tal imprudencia quise tomar carta de ciudadanía, y me lancé al ejercicio de las armas, con ánimo decidido de imponerme a la maledicencia y de aprovechar la primera ocasión de matar a Benito, provocándole a un lance de honor en que no figurasen, ni las quintillas del Coliseo, ni el Proverbio de la fonda, ni la tienda de géneros ultramarinos. - X - Criado Me dediqué con ansia, con encarnizamiento y desesperación a la esgrima y tiro de pistola. Hacerme espadachín y matón era ya mi postrer recurso, no sólo para desafiar a mi rival y acabar impunemente con él, sino para sostenerme ante el concepto público y salir de una vez de mi precaria y, a todas luces, falsa posición. Con la fama de valentones y duelistas han hecho muchos en España brillantísimas carreras: periodistas, empleados y hasta generales, por ese camino habían arribado al templo de la fortuna; imposible parece, pero es un hecho; en una nación en que todo puede faltar menos el valor, los matones han llegado a dominar como tiranuelos, hasta el punto de que los llamados hombres de bien guardaron silencio sobre sus crímenes. ¡Qué prueba mayor del rebajamiento de caracteres, de la degradación moral a que hemos llegado! Híceme desde luego insolente y provocador, esparciendo por todas partes la idea de mi valentía. Hay que dar al mundo los juicios formados, pues el más falso y absurdo de todos, para cuando llega a desacreditarse, ha hecho ya su carrera al abrigo de la credulidad, la ignorancia y la pereza. Este es el secreto de la influencia de los periódicos, y fue también el de la reputación de bravucón y mal sufridor de agravios que yo adquirí por mi propio testimonio. Tomé cierto airecillo insolente y voz gangosa, que, juntos a mi sonrisa burlona y mirada fija y provocativa, debían hacer de mí un hombre insoportable, a quien había que humillarse o aplastar. Agréguese a esto mis verdaderos progresos en el manejo de las armas, mi ojo certero y la soltura y agilidad que me daban la aventajada estatura, la juventud y demás condiciones físicas, y no te extrañarás que alrededor de mí pululase un enjambre de muchachuelos de esos que sólo pueden vivir bajo las alas de cualquiera

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notabilidad, como polluelos al calor de la gallina. Encargábanse de esparcir mi fama de guapo y diestro, y no parecía sino que de mi crédito les tocaba algo, según el empeño que manifestaban en difundirlo y el aprecio que de mi amistad hacían. Era preciso, sin embargo, dar a mi reputación base más sólida, y ardía yo en deseos de que se me presentara cualquier lance ruidoso en que fundarle. Buscaba a don Benito por todas partes, pero en ninguna lo encontraba. La renuncia de su empleo había sido formal: el ministerio, empeñado en llevarlo a la secretaría de Gracia y Justicia o nombrarlo promotor fiscal de término o juez de primera instancia no pudo conseguir que admitiera ningún destino; pero en cambio, con ayuda de su tío el canónigo de Sigüenza abrió un bufete de abogado, y con la fama que había adquirido en la causa célebre llovían sobre él los negocios más pingües, enrevesados y lucrativos. Dedicado a su trabajo, sin salir de su despacho más que para ponerse la toga en la Audiencia o el Tribunal Supremo, no era fácil que se encontrase conmigo, que no me apartaba del casino, del teatro, de las reuniones del gran mundo y del salón de conferencias. Pero sin verlo, sin noticias siquiera de su existencia, le tenía un miedo cerval, y yo, que asustaba a todo el mundo por mi audacia y valentía, temblaba de aquel jovenzuelo a quien podía derribar de un soplo, y le obedecía en sus terminantes exigencias sobre la casa de Matilde. El odio que llegué a tenerle era mortal, y alcanzaba a cuantas personas pudiesen tener la menor conexión con aquel muchachuelo, que sin saberlo me hacía tascar el freno todos los días y a todas horas. Llegó por fin el momento de vengarme. Hallábame yo en La Vida Moderna muy apurado por la escasez de novedades que paralizaba la pluma y secaba hasta los tinteros de la redacción. -¡Mal número! -exclamé con perverso humor. -Número insípido -me contestó un compañero-. A los suscritores se les caerá de las manos; pero a D. Juan Alberto Pasalodos le hará saltar de coraje y desesperación. Si esta noche no despide a su cocinero, mañana nos despide a todos. -Inventad algo, decid algo. -¡Dichosos los pueblos que carecen de noticias! -Pero desdichados los periódicos que no aciertan a darlas. -Esa es la máxima del director; antes un número escandaloso que un número insustancial.

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En esto apareció Perico Estrellas, y todos nos levantamos a recibirle como si de él esperásemos la salvación. -A ver, hombre -le dije-, si tú nos sacas del apuro. ¿Nada pasa en el mundo? ¿Nada tienes que contar? -Nada -me contestó-; no pasa nada más sino que la bella condesa de Vallefrío se dispone a viajar por el extranjero en compañía de su criado. -¡Buen viaje! -le repliqué. -¡Excelente epígrafe para la gacetilla! -Me parece que gacetilla y epígrafe se pueden dar por menos de lo que han costado. -No te aconsejaría yo que fuesen a la imprenta tal como aquí los has formulado. -¿Por qué? -No podrías dar hoy noticia que en los círculos aristocráticos produjese más honda impresión. -¿Sensación de qué? -De escándalo. ¿Pues qué tiene de particular que una señora casada, como parece serlo esa condesa, salga a viajar y que lleve a sus criados? -Su criado. -¡Ah! Y sin decirle otra palabra, escribí la gacetilla: «Buen viaje. La condesa de Vallefrío se dispone a viajar por el extranjero con su criado». -¿Te parece bien? -le pregunté a Perico. -Me parece que se da la noticia muy escueta. Añádele: «doncellas y demás servidumbre». -Sobra gente -exclamé-: sería un viaje muy caro. Es preciso mirar un poco por los intereses del marido. -Llamé y entregué al regente la gacetilla tal cual estaba redactada.

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Aunque ignoraba lo que había en el fondo de este asunto, supuse que podía mortificar a esa dama, y me bastaba. No la conocía; pero su marido era tío de Carolina, la de Sigüenza, la protegida por Benito. -Habrá duelo -decía yo-. ¿Quién sabe si será Benito el paladín de la condesa? Mortificarla, hacerla acaso un insulto, era conquistar de un golpe las simpatías de las damas envidiosas y hacerme el hombre a la moda en esferas donde la literatura, aun cuando llegue a ser admitida, no pasa de estar tolerada. Firme en esta resolución, traté de que la gacetilla no pasase inadvertida, para lo cual subrayé las palabras, su criado, que es donde supuse que estaba la malicia. En efecto, al día siguiente, la gacetilla era la noticia de sensación, el escándalo del día, el asunto de las conversaciones de todo Madrid, en ese corrompido círculo que todo Madrid se denomina. Cuando entré en la redacción hubo suspensión general de trabajos; los redactores se levantaron a recibirme, y me hablaban a un tiempo. -¿Qué has hecho? -me decían-. Ya te puedes preparar. ¿Tienes padrinos? El lance va a ser ruidoso, y tiene que ser muy serio. -¿Conque estabas enterado? -preguntaban otros-. Nada nos habías dicho. -¿Conoces a Criado? ¿Tenías algún resentimiento con él? -No, eso será con la bella condesita. Todo el mundo dice que aquí hay alguna historia secreta, algún despique, alguna mala pasada que te ha jugado. Cuando les dije que no conocía a ningún Criado, cuando les pregunté sinceramente quién era ese señor; cuando supieron que sólo de reputación conocía la dama, y que jamás había tenido el honor de dirigirla ni los gemelos en el teatro, ni la palabra en ninguna parte, se quedaron asombrados: y me proclamaron el rey de los calaveras y matones. Entre los periodistas de La Vida Moderna, era esta condición esencial del oficio. Había allá gente sesuda que sabía muy bien lo que se decía, y se iba derecha al bulto, esto es, a su negocio político, o sus miras personales; pero la mayor parte de los redactores era gente baladí que escribían con pluma de ganso, por cuenta ajena, con profunda convicción, esto sí, pero efímera; con entusiasmo, pero febril y momentáneo. Tenían cierta cantidad de electricidad juvenil a disposición del director del periódico, que disponía de ella aplicándola a distintos y aun opuestos artículos, como el telegrafista, para diversos y contradictorios despachos, dispone de una misma pila voltaica. Los unos eran jóvenes que habían dejado los estudios para meterse a predicadores; los otros, mancebos aplicados y aun aprovechados, que seguían una carrera universitaria con el sueldo que se proporcionaban desempeñando el magisterio y sacerdocio de la opinión pública. Para todos ellos era la primera necesidad la braveza y valentía, y ninguno se

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consideraba en posesión de la investidura, y dentro de su iglesia, sin haber recibido el bautismo de sangre. Por lo general no se le buscaba; pero si venía, se procuraba que fuese bien recibido. Mi actitud, por lo tanto, les pareció el colmo de la audacia y del valor. Mucho esperaban de mí, según decían, pero al parecer había sobrepujado a sus esperanzas. Al poco rato recibí un recado del director llamándome a su despacho. -Vamos -me dijo uno de mis compañeros-: te espera buena reprimenda. -¡Bah -le contesté- por ese lado no llegará la sangre al río! Hallé al director con el número en la mano y los ojos en la gacetilla. -Pepe -me dijo-, supongo que tendrá usted motivos particulares para haber escrito ese par de renglones que hoy tiene el triste privilegio de llamar la atención de todo Madrid. -Ninguno. -¿Cómo así? No me explico entonces... -Pues es muy sencillo -le contesté-: ayer no pasó nada en la corte; fue un día de calma chicha; ni una noticia en el salón de conferencias, ni una calumnia en la Carrera de San Jerónimo, ni una mentira en el casino. El número salía muerto, soporífero, anodino, y tuve la suerte de atrapar a última hora ese granito de mostaza, que ha bastado para sazonar y poner en su punto todos los platos del menú del día. El propietario se sonrió; pero no queriendo dar todavía su brazo a torcer, prosiguió afectando cierta gravedad: -¿Conoce usted a don Rafael Criado? -No, señor; como no sea para... darle una estocada. El director volvió a sonreírse. -Es un hombre que no se esquiva de recibirlas, pero que sabe darlas. -Lo celebro mucho; porque en ese caso no tendrá usted inconveniente en presenciar el asalto. -Ciertamente, yo no rehuyo ciertos compromisos; pero hubiera deseado que usted hiciese sus primeras armas por un motivo más grave, quiero decir, más alto que una intriga femenina como ésta parece ser. -Doy a usted gracias por el honor que me dispensa y los buenos deseos que personalmente me manifiesta.

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-Usted ignora, sin duda, que don Rafael Criado es amigo mío. -Lo siento en el alma -le contesté sobrecogido y alterado-. Pero yo no me retracto. Ya puede ser inocente como Abel; ni a él ni a nadie le doy satisfacción ninguna. -¡Oh! no tema usted. Para el director y propietario de un periódico, el periódico es el primer amigo. A él lo sacrifica todo: relaciones, parentesco y amistades. El periódico ha insultado y el honor exige llevar adelante el insulto. Para rectificar, hay que principiar por verter sangre. Por lo demás, tiene usted razón que le sobra: antes que un número flojo, un escándalo fuerte; antes que La Vida Moderna se caiga de las manos, que levante en el aire al orbe entero. Que escandalice un número, es menor mal que el que no se hable ni se tome en la boca para nada el número de un día. En bien o en mal, para defenderlo o atacarlo, es menester que se hable siempre del periódico; esa es la vida de la Prensa; caerán las amistades, se hundirán las reputaciones, pero el periódico se levanta, y defensores e impugnadores se convierten en repartidores de números y propagandistas de suscripción. Ese es el arte. Yo no lo disimulo ni quiero ocultar a usted que, gracias a esa gacetilla, las altas han sido hoy considerables y la edición ha quedado agotada. Pero vendrá don Rafael pidiendo explicaciones. -Y yo supongo que usted se las dará completamente satisfactorias. Le dejo la elección de armas: es la única satisfacción que me permito. -El duelo tiene que ser a muerte, porque ya sabrá usted que, según la voz pública, la condesa de Vallefrío tiene relaciones íntimas con don Rafael Criado, y el ataque no ha podido ser ni más directo ni más crudo. -Lo suponía, aunque vuelvo a repetir que lo ignoraba; pero las condiciones del duelo no me importan; mejor dicho, me importa que sean serias, dignas de La Vida Moderna, dignas de un caballero como yo, y como parece serlo el señor Criado. El propietario dejó entrever su tercera sonrisa. -Efectivamente -contestó-; esto es una verdadera crisis para el periódico. Si después de tanto ruido y alboroto nos contentamos con un par de tiros al aire o con un simple rasguño, que se acaba de curar con algunas copas de champagne en casa de Lhardy, nos exponemos a quedar en ridículo. El periódico necesita... -Lo comprendo: una estocada en el corazón, y dos mejor, si la primera diese tiempo para la segunda. -Perfectamente. Es usted un gran periodista. -Casi me veo obligado a creerlo, siendo usted quien me lo dice. Y sin más palabra, nos despedimos dándonos un apretón de manos como dos caballeros.

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Volví a la redacción, esperando encontrar en ella la tarjeta y los padrinos de mi adversario, a quien, sin serme conocido ni por injuria ni por beneficio, quería yo matar al día siguiente. Nadie había aparecido; nadie se presentó en el breve tiempo que permanecí en la redacción. Salí a pasear mi triunfo por las calles de la capital, y tan poseído estaba de la importancia y grandeza de mi hazaña, que me causaba extrañeza no ser detenido por los transeúntes o cuando menos que no se quedasen todos mirándome y señalándome con el dedo. Algunos conocidos encontraba, a quienes saludaba con más cordialidad que de costumbre, para obligarles a que se detuviesen y me hablasen del asunto. -¿Qué hay? -le dije a un quídam-. ¿Qué se dice de nuevo? -Nada de particular -me contestó con indiferencia-: lo de siempre: crisis, siempre crisis. -No hablaba yo de eso. -¿De lo de Marruecos, dirá usted? Esos moritos nos han de dar que hacer. -Tampoco me refería a lo de Ceuta. -Pues todo lo demás como una balsa de aceite. Este hombre está en Babia, pensaba yo; no vive en Madrid. Y no permitiéndome la vanidad tamaña ignorancia del gran suceso del día, interpelé directamente al transeúnte: -¿Y no ha oído usted hablar de esa gacetilla de La Vida Moderna? -Hombre, sí; eso es una infamia: el que ha escrito esos renglones es un bribón que merecía ser puesto en la picota, o mejor, una bribona que en otros tiempos hubiera salido emplumada por esas calles. ¡Sacar a relucir la vida privada! ¡Calumniar de esa manera a señoras tan respetables como la condesa de Vallefrío, que es una santa! -Y a su Criado, que debe ser un bendito -añadí con sarcasmo. -No le conozco; pero cuando entra tanto en casa del Conde, algún mérito tendrá. -Y aun algunos. -Algunos, sí señor; porque ha llegado ayer, como quien dice, del extranjero, y ya se ha hecho lugar entre la gente más granada y escogida. Mas no me maravilla, siendo como aseguran, pariente del señor marqués de Monte rojo...

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No quise, no puede oír más. Aquella especie cayó sobre mí como una losa de plomo. Estaba yo para abofetear a mi interlocutor, dándome por autor de la noticia tan duramente censurada; pero no tuve valor al pronto ni para levantar la mano, ni siquiera para despegar los labios. Debí de ponerme pálido, porque sentí como escalofríos y que se me temblaban las piernas. Tampoco el amigo me dio tiempo a reponerme de la turbación, porque se me escurrió gritando: -¡Perico! ¡Perico! Iba, en efecto, orondo y brillantísimo por la acera de enfrente el amigo particular de todo el mundo, el incansable y famoso Estrellas, verdadero autor de aquel desaguisado. Me conoció, me miró; pero hizo como si no me viera ni conociera, y siguió adelante, apretando el paso cuanto su elegante gravedad lo consentía. Le alcanzó mi interlocutor, y siguieron juntos por la calle abajo, moralizando sin duda acerca de los extravíos de la Prensa y de la facilidad con que infames escritores sacan a relucir la vida privada. La conducta de Perico no me hubiera chocado en otra ocasión; era cobarde, participaba de la naturaleza de las personas entre las cuales acostumbraba a vivir. -Temerá tal vez ese miserable -decía yo para mí-, temerá que le descubra y decline en él la responsabilidad de mi tremendo insulto a la condesa de Vallefrío. Pero no, en el rostro de Perico hay más que miedo: hay como vergüenza y orgullo ofendido. Algo pasa aquí. -¿Qué hay? -volví a preguntar a un literato que iba rozándose conmigo hombro con hombro, sin reparar en mí, verdadera y profundamente distraído. -¡Pepe! -exclamó saliendo como de un sueño-; me alegro de encontrarte. ¡Tengo un drama! -¿Hecho? -Hecho: no me falta más que escribirlo. El protagonista es un criado. -¿De apellido? -le pregunté creyendo que aludía a la gacetilla. -De servir, hombre de servir. Lacayo, mozo de mulas, portero de estrados, cualquier cosa por el estilo. Yo me quedé mirándole y con la mano metida en el bolsillo, dispuesta a sacarla de la oscuridad en que yacía.

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Pero la cara del poeta dramático seguía expresando la más completa distracción, la mirada exaltada y vagarosa, el aire ensimismado, la sonrisa cándida, y aquellos dedos que no encontraban reposo ni en las solapas de mi paletó, ni en los botones de mi chaleco, todo indicaba y daba insigne testimonio de que mi amigo estaba tan lejos de ofenderme como de la calle en que permanecíamos parados. Su espíritu se cernía a la sazón en los espacios imaginarios. Pero lo horrible, cómico o trágico, lo grotesco -no sé cómo expresarlo mejor- era que aquel imbécil, de mi propia historia había forjado un drama, acto por acto, escena por escena, y me lo contaba a mí como original, lo consultaba conmigo, como si nada tuviese yo que ver en el asunto, o sin pensar en mí ni caer en la cuenta de quién era yo, ni de lo real de aquella extraña situación. -Ya ves -me dijo después de haberme contado ce por be mi historia con el marqués de Monte-rojo y mis relaciones con Matilde-; ya ves que hay trama y urdimbre y telar preparado. Sólo tengo una duda: ¿lo haré drama o comedia? ¿Caso al protagonista o lo mato? A ti ¿qué te parece? -Hombre -le contesté-, la moralidad exige que sea silbado por el público, para lo cual nada mejor que hacerlo autor dramático. Y le volví la espalda. Inútil resolución: el poeta me agarró por los faldones del sobretodo. -A propósito de desenlaces -me dijo-; ¿sabes la noticia? -¿Cuál? ¿La de la condesa de Vallefrío? -le pregunté, creyendo que al fin iba a salir de dudas. -No, la condesa no. ¿Qué tiene que ver con eso la condesa? Se trata de la sobrina. -¿La de Sigüenza? -La misma. Ese es otro drama. Se casa. -¡Carolina! ¿Con quién? -¿Con quién ha de ser? Con su libertador, con el fiscal andante. -¿Con Benito Modesto Llano? -El célebre letrado don Benito. ¡Qué suerte la de esa chica! Don Rafael ha venido de París a ser su padrino. -¡Don Rafael Criado! Entonces no hay que preguntar quién es la madrina.

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-La madrina es Matilde de Vivar, esa famosa artista, romántica, coqueta y tendera de ultramarinos... -¿Estás en tu juicio? -¡Ah, sí! He confundido las especies... estoy un poco distraído: el fiscal es quien se casa con la tendera, y la condesa... -«Va a salir para el extranjero, sin más compañía que su criado.» Al oír estas palabras el poeta dramático volvió en sí, mirándome de hito en hito. -¡Ah! ¡Sí!... ¡Tú!... ¡Eres tú! ¡Válgame Dios! ¡Qué cabeza la mía! Y con semejantes exclamaciones quiso proseguir su camino. Pero esta vez le detuve yo: -No te me has de escapar sin que me expliques... -¿El desenlace? -dijo el poeta-. ¡Le tengo ya... soy feliz! Ella, la coqueta, a pesar de sus millones, se queda sin ninguno, y la otra recibe el premio... -Pero don Rafael... ¿quién es don Rafael? -¿Quién? Sobrino del marqués de Monte-rojo. -¡Mentira! Yo conozco a toda la familia. No hay tal sobrino. Y lo afirmaba yo con toda sinceridad, seguro de no ser desmentido. Yo, que me precio de buena memoria, andaba buscando y rebuscando por todos sus escondrijos el nombre de don Rafael Criado, y no topaba con él, no le encontraba por más diligencias que hacía. No podía ser. Aquello era un sueño, una pesadilla, una especiota mal digerida del imbécil que en días semejantes, y en trances tan fuertes, pensaba en los moros de Marruecos y en crisis ministeriales, o del poeta que andaba en Babia y volaba por las regiones etéreas. Me dirigí a puntos donde hervían los listos, las gentes más bulliciosas y noveleras de Madrid. Pasé la calle de la Montera, crucé la Puerta del Sol, llegué hasta la puerta del Casino, en la Carrera de San Jerónimo; pero no crucé el umbral, no me atreví a subir. Había visto mucha gente conocida que otros días me hubiera detenido y fumado conmigo un cigarro, y que aquella mañana se contentaba con saludarme fríamente y mirarme de reojo y con desdén.

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-¿Qué pasa aquí? ¿Qué hay? -tornaba yo a exclamar-. ¿Qué tengo yo para que todos huyan de mí, me vuelvan la espalda o me miren como apestado? Lo veré: lo sabré en el Casino. La gente allí no se muerde la lengua, ni consiente que las palabras se pudran a nadie en el cuerpo. Lo veré. Pero lo repito; no me atreví. Hice bien; porque de lo contrario, sabe Dios lo que hubiera pasado. Me fui a mi casa aturdido, con la sangre arrebatada a la cabeza, sin saber qué pensar ni adónde acudir, y en mi casa hallé la explicación de tan extraño fenómeno. Acababa de llegar un periódico que, saliendo a luz después del mediodía, solía hacerse cargo de los de la mañana. Ese periódico, que devoré con ansia, publicaba un comunicado suscrito por don Antonio Rafael Covarrubias Cienfuegos y Criado, marqués de Cabezarredonda. Su nombre y sus títulos eran quizá más largos que su comunicado, el cual, en brevísimas palabras decía que era hermano carnal de la condesa de Vallefrío, y que si negocios de intereses que no importaban al público le habían obligado a presentarse en Madrid con una parte de sus nombres y apellidos, felizmente, orillados sus asuntos, podía suscribirse con todos los nombres que constaban en su partida de bautismo. Hasta aquí todo iba bien, o, por lo menos, todo podía pasar; mas, ¡ay!, faltaba lo peor. Este señor marqués, a quien yo conocía por su título; este joven, que comía con harta frecuencia con mi amo, y a quien yo, por consiguiente, había tenido el honor de servir, se permitía alusiones tan transparentes y diáfanas acerca de mi condición anterior, y tales retruécanos y juegos de vocablos sobre criados y ayudas de cámara, que a nadie podía quedar la menor duda de que yo era el aludido. Loco, desesperado, tomé la pluma y, negando descaradamente los hechos, le escribí un cartel atroz de desafío, que lo mandé inmediatamente por un mozo de la casa a quien advertí que no se viniera sin respuesta. Aquella terrible crisis no podía resolverse sin arroyos de sangre. La respuesta no se hizo esperar; pero no me la trajo el criado de la casa, sino un lacayo de don Rafael, o cazador de su hermana la condesa, hombre de pelo en pecho, de mirada tosca y tremendos bigotazos. Entró en mi cuarto, y, saludándome con toda la afabilidad que sus bigotes le permitían, la cual no era excesiva, me dijo: -Aquí me tienes: mi amo me manda a batirme contigo; yo estoy dispuesto a todo lo que sea camorra; si quieres a palos, a palos, a mojicones o a navaja. Tú eliges. Quedé más que muerto: quedé enterrado en el sepulcro de mi cuarto, sin poder salir de aquellas cuatro horribles y solitarias paredes. Revolvíame en ellas como un león dentro de la jaula, y de cuando en cuando solía exclamar:

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-Bien merecido lo tengo. Imbécil, ¿quién me manda mentar la soga en casa del ahorcado? Escribí una carta a Don Juan Alberto Pasalodos, despidiéndome de La Vida Moderna, y recibí otra de Matilde en que se despedía de mí hasta la vida futura. No lo extrañé: había salido del encuentro herida en lo más vivo de su vanidad. Ella, que aspiraba, si no a marido aristocrático de raza, por lo menos a cualquiera notabilidad de la banca o del talento, se hallaba novia y enamorada de un criado. ¡Oh, capaz era, en su desesperación, de dar su mano al ya célebre y bien acomodado fiscal, salvador de Carolina! Pero el tío de Sigüenza no consintió en tan romántico desenlace, y, desengañado de que la hija del tendero era incorregible, persuadió a Benito de que semejante boda no le convenía. Debió de costarle no pocos esfuerzos, porque hasta años después no supe que el hijo del pescador de Santander se había casado con la sobrina del conde de Vallefrío, que murió sin hijos dejándola heredera del título. En mi triste y desesperada situación vino a verme mi antiguo amigo Pepe Blas, a quien no sólo tuve que agradecer la visita, sino un buen consejo. -Pepe -me dijo-, no tienes más remedio que seguir mi ejemplo: retírate a la vida privada. -¿Y qué es eso? -Hombre, no te lo puedo decir a punto fijo; pero es una frase con la cual en España se perdona y se olvida todo, y con ella, al cabo de pocos años, resucitas como nuevo y vuelves a las andadas. Otro bien distinto consejo me dio el dramaturgo distraído, a quien me encontré por casualidad y no huyó de mí como los demás. -Pepe -me dijo-, necesito un colaborador. -¿Para qué? -Para terminar mi drama, al cual no encuentro desenlace. Encárgate del acto tercero. -No soy literato -le contesté-; no quiero nada con las letras. -Hombre, ¡que diga eso el autor del proverbio Don Sancho Panza! A propósito: tu antigua novia va diciendo por todos los coliseos del mundo, es decir, por todas las sociedades donde se toca el arpa, que ese poema no es tuyo. -No hace más que repetir lo que yo declaré en mi Té literario.

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-Y que ese proverbio es de un abogado muy famoso. -¿Don Benito Llano? -¡El mismo! -Eso me prueba que Matilde quiere casarse con él. -Probará todo lo que quieras; pero el abogado dice que va a demandarla de injuria y calumnia. -Entonces es que don Benito se casa con la protagonista del drama de Sigüenza. -No lo sé; pero ahí tienes el tercer acto. -Será silbado. -¿Por qué? -Porque es muy moral. -Entonces, envenenemos a Matilde. -¡Ca! Si la ves, dile que no sea tonta, que se retire también a la vida privada. Historia de muchos Pepes Francisco Navarro Villoslada - I - A probar fortuna Mi patria es el lugar de..., en la provincia de... No creo que te importe mucho saber su nombre y apellido, pues si me tiene por hijo, ya sabes el delito que ha cometido. Hallábame en ella después de una larga correría que hicimos juntos yo y mi amigo el marqués de Monte-rojo, a quien trataba tan familiarmente, que le servía... a la mesa; cuando me vi tentado de la ambición, y cediendo a las sugestiones del enemigo, quise campar por mi respeto. Tenía yo entonces veintitantos años; había visto en Italia y Francia no pocos deslumbradores ejemplos de repentinos cambios de fortuna, elevaciones rápidas, reputaciones usurpadas; y mi amigo el marqués, pobre majadero, chapado a la antigua y

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retrógrado incorregible, solía hacer frecuentes aplicaciones de aquellos sucesos a la monserga política de nuestra tierra; no te extrañe, pues, que despedido por mi amo, viéndome sin recursos en mi lugar natal, tenido sobre ojos por mis paisanos, poco para superior y mucho para compañero suyo, se me apareciesen de improviso y con peregrino encanto imágenes que yo creía desterradas por siempre de la fantasía, anhelo por salir de mi clase y probar fortuna. Dejéme arrullar por el canto de la sirena, y rodeado de recuerdos excitantes no tardé mucho en hallar la clave del enigma de nuestros tiempos, ni en comprender su filosofía. No lo extrañes: tenía hambre, y explicó muy bien la sutileza del espíritu quien, por única razón de su metafísica, contestaba: es que no como. Dueño del secreto de hacer fortuna, me tuve por tan dichoso como quien ha descubierto una mina. Traté de explotar la mía, que no estaba por cierto en humildes lugares, testigos de mis humildísimos principios. Lo desconocido y misterioso es elemento de novelas y de pícaros; y como nadie ha sido profeta en su patria, me contenté con hacer en la mía el milagro de tomar veinticinco duros a censo perpetuo, que en honor de la verdad nunca ha pesado sobre mí, fuera del tiempo que tuve la plata en el bolsillo. Mi mina o mi breva estaba en la corte, adonde traté de lanzarme; y aunque yo deseaba hacer mi entrada en carro triunfal, en silla de postas, en diligencia por lo menos -no había ferrocarril en mi provincia- hube de zamparme en una galera. Falta imperdonable, lo confieso con rubor; pero quien por todo caudal tenía quinientos a mil reales, y por todo ajuar algunas ropillas que por vía de ensayo se había puesto cual que par de meses mi amigo el marqués de Monte-rojo, parece que harto hacía y debía darse por holgado y satisfecho en verse horro de tan incómodas amistades, aspirando, en vez de servir a nadie, a servirse de todo el mundo. En los primeros momentos me engolosiné con la esperanza de lograr el consabido empleíllo, y tuve hasta la debilidad de asustarme de la grandeza y altivez de mi ambición, ruin por cierto y miserable, indigna de mis humos y de mi aliento. Así, no es mucho que deseando entrar en Madrid, donde a nadie conocía, con algunos reales siquiera, cometiese la torpeza de embanastarme en la galera del tío Bartolo. Pero esta primera falta me sirvió de escarmiento para las sucesivas, y, con ayuda de mi buena suerte, contribuyó al completo desarrollo de mis planes. Las ideas e invenciones nunca nacen perfectas y tienen sus épocas de germinación, fructificación y madurez. Si del hombre no se hubiera dicho que es un mundo abreviado, aplicaría yo esta hipérbole a la galera, máquina cuyo fin no se divisa, destinada a hacer jornadas que no tienen fin. Todo cabe en ella, y, cuando está repleta, en ella caben también los viajeros que al mayoral le da la gana. Si falta espacio para la carga, lo usurpa al camino, y a semejanza de esas casas de la Edad Media, que se ensanchan con voladizos, sus dominios son ilimitados, merced a las protuberancias laterales. Te habrá sucedido hallarte al pie de una galera cargada hasta el cielo y decir para tu capote: ¿En dónde me meto yo?, mirando a todos lados en busca de un apéndice o

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suplemento de carruaje. ¡Oh almas pobres y apocadas, corazones pusilánimes y entendimientos obtusos! Mientras tú con mirada estúpida y compungido rostro buscas en vano la solución del problema, persuadido de que tu cuerpo nada tiene de glorioso, resuelven prácticamente la dificultad, trepando del estribo a la llanta, de la llanta al pescante y del pescante a la sección imperceptible de arco que forman los fardos y el toldo, primero una militara con tres niños, luego un exclaustrado con su breviario, en seguida un licenciado habanero con un loro, tres estudiantes con cinco guitarras, dos nodrizas, una con su rorro y otra con su perro... ¡Santo Dios! exclamaba yo, viendo desaparecer aquella interminable procesión por tan imperceptible rendija: ¿es esta la ballena de Jonás que se engulle los hombres como torreznos; es algún hormiguero, es, por ventura, el arca de Noé? La procesión continuaba, y tras un lisiado con dos perritos que saltaban por Isabel II, metí yo el cuezo en el angosto respiradero, hallándome con un totum revolutum, con una caldera de Pedro Botero: y casi estuve a punto de creer que el arca de Noé se había convertido en torre de Babel, al oír los discordes gritos de los innumerables vivientes del ambulante camaranchón, que buscaban (¡inútil afán!) un sitio donde acomodarse para la jornada. Chillaba la militara; gemían las criaturas; el manco de la jaula renegaba del licenciado, y el licenciado sacudía pescozones a los bichos del manco; ladraban los perros, moqueaban los párvulos; el religioso, que se había propuesto no despegar los labios, exhalaba algunos ayes cuando los chicos le pisaban el callo; charlaba el loro, y los estudiantes procuraban aumentar el barullo con desaforada música vocal e instrumental. En un motín la autoridad pertenece de hecho al que tiene mejores pulmones. Allí, donde todos gritaban, me empeñé en gritar más que todos, y mis gritos y audacias les impusieron silencio. Al verme obedecido, no fui tan sandio que me contentara con la estéril satisfacción del triunfo. Fui colocando a todo el mundo como bien me pareció, yo, que había subido el último, me reservé el lugar menos incómodo. Quedé reconocido como dueño del cotarro. Aunque llevaba muchos años de residencia en países extranjeros, no había olvidado las francas y dulces costumbres de los viajeros españoles. Mil veces las he recordado con tristeza al ir encerrado en un coche del ferrocarril con ingleses espetados que nunca me dirigían la palabra, o con franceses egoístas que ven en cada compañero de viaje un enemigo de su comodidad y de su almuerzo. A poco largo que sea el camino, dos españoles entablarán relaciones, a veces duraderas y cordiales. Un viajero en nuestra tierra es amigo obligado de otro viajero; al entrar en el carruaje nos falta tiempo para manifestar al prójimo quién somos, adónde vamos y cuáles son nuestros proyectos. Nuestra genial bondad nos hace buscar con afán puntos de contacto con los obligados compañeros de travesía. Si uno te dice: «Soy de Barcelona», te consideras dichoso al poderle responder: «también yo he nacido en Cataluña», si no le das a entender que has estado en aquella ciudad; si ni aun esto puedes asegurarle, le recuerdas que allí tienes tal o cual pariente y

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conocido; y si tan escaso de relaciones andas que ni cosa semejante te atreves a decirle, haces la apología de la ciudad natal del hombre a par de quien estás sentado. Creo que te importará un bledo de la biografía de la señora Tinienta, que no reveló ningún secreto al indicarnos que en denantes había sido sargenta. Iba a Madrid, y de allí a Vitoria, a donde su regimiento fue trasladado desde Sevilla: supe luego que al llegar a la capital de Álava su esposo tuvo que emprender la ruta de Santiago de Galicia. El exclaustrado llevaba poder de un centenar de compañeros de infortunio para cobrar atrasos, y la esperanza de cambiar papel por papel, esto es, memoriales y poderes por títulos nominales. Ni estas ni otras autobiografías llamaron mi atención. Pero al oír afirmar al manco con imperturbable serenidad que iba a la corte en galera, y que pensaba volver en carruaje propio, le dirigí de soslayo miradas de inquietud, como autor que está escribiendo una obra y columbra en el bufete de un amigo otra con el mismo título. -¡Diablos! -dije murmurando-, este es un plagio. ¿Si me habrá robado la idea? -Pero, ¡ca!... no podía ser. ¡Un hombre de aquella facha que gasta el tiempo en ilustrar a la raza canina! Explicóse luego, y quedé tranquilo. Había descubierto minas a docenas: la Fe, la Esperanza, la Caridad, todas las virtudes teologales, cardinales, morales y filosóficas; todo el calendario por añadidura. -Mientras no trates de explotar la desvergüenza no me estorbas -proseguí diciendo para mi capote-; ya puedes agujerear el globo terráqueo hasta dejarlo hecho una criba. Se empeñó en probarnos que uno de sus pozos, el Consuelo del triste, del cual podían sacarse al día no sé cuántos quintales de plomo argentífero, era más productivo que el Poco y Bueno, de plata pura. La mayoría le fue contraria; y exclamó a coro que más valía poco y plata, que mucho y plomo. Sudaba el afortunado descubridor y denunciador para disuadir de sus errores a público tan mentecato que se dejaba deslumbrar por unas cuantas arrobas diarias de pasta pesetera; y en el calor de la improvisación nos ofrecía acciones del Poco y Bueno, por una bicoca, mientras que el Consuelo del triste, según dijo, no lo daría él por un ojo de la cara. Hay que advertir que era tuerto. Fui elegido juez de la contienda, y sin saber una palabra de mineralogía y geodesia, no tuve empacho delante de quien nos había atestado el cerebro de menas, galenas, bolsadas, filones, galerías, terrenos plutónicos y neptunianos, rocas, granitos, cretas, estratificaciones, etc., etc.; les hablé de las minas de New-Castle, Wisthaven, Creusot y otras muchas; les eché un párrafo en francés y otro en inglés; en fin, traté de todo menos del punto en cuestión, con lo cual el auditorio se quedó en ayunas acerca de ella, pero muy persuadido de que yo era un sabio.

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Con esto, y con una distribución discreta de cigarrillos habanos, residuo de un cajón que el consabido marqués se dejó olvidado en mi equipaje, aquella gente empezó a sospechar que era yo más de lo que parecía; y un cuento modestísimo que al tocarme el turno de hacer mi historia inventé adrede para que nadie la creyera, les confirmó en las sospechas. Salíme fuera a estirar las piernas; y cuando volví, todos habían convenido en que yo era un caballero, que por pura humorada, o quizá por misteriosas aventuras, viajaba tan modestamente. Y aún les quedaba el escozor de haberse quedado cortos. Así pasaba el tiempo haciendo diaria exposición de mis gracias; chapurrando francés, inglés, alemán, y hasta sánscrito y Sanshablado; embobando a mis oyentes con fabulosas relaciones de viajes, en que creían a pie juntillos, y de verídicas descripciones de adelantos de la industria en que no creían; cantando a la guitarra un polo que no había más que oír, y un aria que no había más que rabiar; trinchando pollos con la destreza de un ex ayuda de cámara; hablando de ciencias y artes con el desparpajo de un ignorante que conoce los puntos que calza el entendimiento de sus oyentes, y yendo días y viniendo días, llegamos a cosa de las siete de la mañana a divisar el futuro teatro de mis hazañas, el Madrid que parecía un pueblo soñoliento tendido a los pies del Guadarrama. Explicarte los varios pensamientos, ora audaces y deslumbradores, ora vagos y tristes, que en aquel punto me asaltaron, es tarea imposible aún para mí, que como puedes suponer, no lo dejaría por cortedad. Mayores y más opulentas ciudades había visto; pero llevando en hombros la librea, carga pesada, capaz de rendir las fuerzas del mismo Caupolicán; camisa de fuerza que aprieta, encoge y paraliza una imaginación calderoniana. Libre y desconocido iba a entrar por vez primera en aquella corte. Iba en pos de la fortuna, decidido a tentar todos los vados, para arribar a la orilla en que la civilización moderna la ha colocado; y saludé a la capital de España con estas o semejantes razones: -¡Salud, insigne villa, que desde este día vas a servirme de patria: pueblo hospitalario que sólo te compones de forasteros! ¡Salud, Madrid, donde todo abunda, menos los madrileños! Ciudad envidiada de las demás ciudades de España, que te nutres y engordas con todas ellas y recoges, bueno y malo, lo que pierden o desechan. Matrona insigne de hijos adoptivos; receptáculo inmenso de los mayores vicios y virtudes; lago en perpetua fermentación, que lanzas a menudo las heces a lo más alto. Yo te saludo, madre cariñosa, que mimas a los hijos que más te maltratan y atormentan. Ábreme los brazos, que no vengo a tu seno para adormecerme. Te conozco bien y sé cuál te ha traído y llevado pintarrajeado y vestido, la Edad Moderna; y si por ventura hay agua todavía en tu famoso río, en ella mojaré mi rostro para acercarme a ti con la cara lavada. No pienses que soy uno de esos vulgares pretendientes que acuden neciamente pertrechados de brillantes hojas de servicios, cubiertos de honrosas cicatrices, llenos de mérito, pero escasos de favor y no muy sobrados de bolsillo; tampoco traigo yo caudal, que no merecen este nombre unas cuantas pesetejas que de buena gana arrojaría desdeñosamente si supiera que habían de germinar y producir sendos pesos duros; menos puedo poner mi confianza en el favor, pues no tengo más poderoso amigo que el señor marqués de Monte-rojo, a quien Dios conserve muchos años fuera de España. Pero traigo cosa que vale más que la protección y la plata, un nada tengo que perder, que es un tesoro; un qué se me da a mí, que lo trueco por el Perú, y una audacia

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que en los tiempos que corren es manantial de la fortuna. Acógeme benigna y generosa, futura patria mía, que llevo intenciones de esquilmarte sin entrañas. Dije, y pasándome la mano por la cara me envolví en mi capote, como César en su manto, para no ver a los brutos que arrastraban la galera. - II - Mi entrada en Madrid Cruzamos la línea del ferrocarril, como los caballeros cruzan las espadas en el combate. En España los carromatos hacen la competencia a los trenes de caminos de hierro. Cosa de las diez de la mañana sería cuando la comisión mixta de mulas y mulos manchegos subía por la calle de Atocha, arrastrando penosamente, con ayuda de gritos y de trallas, la galera, o más bien la barricada ambulante del tío Bartolillo. Al promediar la agria cuesta, sin aguardar la voz del presidente, ni el sonido de la campanilla, ni el varapalo más o menos parlamentario, con harta satisfacción propia y ajena, detúvose el tiro entero delante de un portalón que daba entrada al anchuroso zaguán, cuyos postes denegridos y paredes no muy blancas, estaban adornados, sin embargo, de mantas, jáquimas, collares, jaeces y otras colgaduras, que de seguro no se encuentran en las salas más ostentosas del palacio de un emperador. Mientras que los fatigados brutos exhalaban de los jadeantes lomos nubes de vapor, que se desvanecían en la fría atmósfera, comenzamos a salir del carro animales bípedos y cuadrúpedos, cuya enumeración omito porque no trato de hacer catálogos de historia natural. No puedes figurarte qué barullo armaron los que bajaban con los brazos abiertos y caían en otros no cerrados; el zagal que desenganchaba el tiro, la mula que disparaba coces, el mayoral que empezaba a soltar equipajes, los mozos de cordel que se encargaban del transporte, y los mozos de la posada que alegaban sus privilegios; los registradores, que por poco dinero sabían hacer la vista gorda, y los pilluelos, que con toda delicadeza registraban de balde las entrañas de los baúles, como el anatómico las de un cadáver. Cada viajero se consideraba obligado a despedirse en general y en particular de todos los viajeros, pidiéndoles perdón de sus muchas faltas, como autor de sainetes, ofreciéndoles su casa y repitiendo cien veces cumplimientos que el oyente cuidaba de olvidar desde la primera. Crujían besos, rodaban lágrimas, se estrujaban manos, se aflojaba la bolsa, se abrían y cerraban maletas y baúles; se gritaba, se sudaba, se padecía, en fin, las penas del purgatorio. Yo, único a quien nadie esperaba, que caía en Madrid como un aerolito, presencié sereno y divertido aquella escena. Paróse a la sazón un coche de alquiler delante de la posada, y salió de él un hombre como de cincuenta años, medianamente grueso, de color encendido, nariz corva, con anteojos de búfalo, muy abrochado de gabán, cuyos holgados paños no bastaban a

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disimular la prominente rotundidad de su abdomen. Su fisonomía me pareció obtusa y vulgar, pero en ella brillaba cierta satisfacción interior que a tiro de ballesta descubría al elector elegible. Preguntó por Félix Hurón, el minero, y como nadie le contestara, ni estuviera en disposición de contestarle, me acerqué a él, y a los dos minutos se dejó calar a fondo. Era un comerciante relacionado con el descubridor de minas, y que noticioso de su llegada había salido a recibirle para que nadie le explotara... antes que él. Cuando me oyó hablar del Poco y Bueno, del Consuelo triste, etc., etc., con el mismo aplomo y cachaza que si fuesen míos, se le mudó el color; cuando seguí enumerando minas de Inglaterra, Bélgica y Alemania, empezó a sudar, mirándome de arriba abajo. Se imaginó el pobre hombre que le había tomado la delantera. -Nos entenderemos -me dijo balbuciente. -Nos entenderemos -le dije con cierta sonrisa-: ahora voy a recoger mi equipaje. Aquella salida le dejó helado. -¡Cómo! ¿ha venido usted en esa galera? -De incógnito: con ciertas miras, o, si usted quiere, por capricho. Y el hombre, a quien mis palabras le hacían el efecto de un baño ruso, tornó a sudar como cuévano en colada. En esto apareció Félix Hurón, que le preguntó por su salud y la de la señorita Matilde. El comerciante, sin contestarle, quiso informarse acerca de mi humilde persona. Sin oír su conversación, no perdí un ápice de ella. Hurón, o porque así lo creyera sinceramente, o por sacar más partido de la concurrencia de licitadores, hubo de decirle que yo era un lord que por extravagancia había emprendido aquel viaje, un ingeniero disfrazado, o cosa por el estilo. Ello es que el comerciante me dirigía de soslayo miradas cada vez más recelosas. -¡Bah! -decía yo para mis adentros-. Félix Hurón es una miserable sanguijuela que quiere chupar algunas gotas de sangre al comerciante: este es el médico que trata de hacer al minero una sangría; yo he de ser el vampiro que deje a mis víctimas sin una gota en las venas. Rescatado ya mi baúl, que en campo negro ostentaba una corona de marqués, por cuyos timbres vendrás en conocimiento de su procedencia, me acerqué al comerciante y le dije: -Mi nombre, que quizá no le sea desconocido, es... José Gil de San Juan de las Abadesas. He venido en galera por un capricho que tendré el gusto de referirle más despacio, cuando vaya a ponerme a los pies de las señoras, a quien tengo vivas ansias de conocer.

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No extrañes la pausa que hice antes de pronunciar mi nombre. Me pareció el de Pepe Gil tan vulgar y ramplón, que tuve por conveniente realizarlo, a guisa de caballero andante, con otro nombre alto, sonoro y significativo; le añadí, pues, el San Juan de las Abadesas, que se me ocurrió de repente. Quedóse el comerciante como quien ve visiones. El descaro con que me introducía yo en su casa le dejó pasmado; pero como yo no le aflojaba la mano, y se la estrujaba cada vez con más cariño, no tuvo más remedio que contestar, acaso para verse libre: -Gracias caballero... Salvo el guante. -Usted ya nos conoce, por lo visto: Simeón Paquete de Estraza, calle de la Montera, almacén de ultramarinos... -Perdone usted, D. Simeón: soy recién llegado a la Corte; ¿cuál es la mejor fonda de Madrid? -La Vizcaína, la... Pero le van a usted a llevar los ojos de la cara. Por toda respuesta dije en alta voz, señalando mi cofre, en que brillaban los timbres del marqués de Monte-rojo: -A ver, ¿quién lleva mi equipaje a la fonda de la Vizcaína? Y dirigiéndome al almacenista, añadí con cierta modestia teatral: -Allí tiene usted una choza a su disposición. El gallego que cargó con mi baúl sin duda no debió de haberme entendido, o tenía quizá un ojo más certero que el almacenista; ello es que me dijo: -Mi amo, si su merced quiere, yo sé de una casa arregladiña. Dánle chocolate por la mañana, un par de huevos y postre al almuerzo; de comer, sopa averiada, su cocido, su principiño, y postres; por la noche, ensalada de berros y escarola, su guisadiñu y boas noites; y todo por cinco reales. -Calla, bruto -exclamé avergonzado. Pero el gallego prosiguió impertérrito: -Y ainda mais, ropa limpia. Tomé el partido de echarme a reír, y dije a D. Simeón: -Estas emociones son las que yo vengo buscando después de haber recorrido la Europa: costumbres populares, originalidad... ¡Cuánta filosofía se encierra en las frases de ese rústico patán! ¡Cuánta verdad!

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-Filosofía toda la que usted quiera, porque yo no conozco esa señora, como no sea para servirla, contestó don Simeón; pero con respecto a verdad, está usted muy equivocado. ¿Cómo es posible que puedan darle todo eso, cuando el pan está a catorce cuartos, la carne a veintiséis y los garbanzos a treinta y cuarenta reales la arroba (aunque yo se los pondría a usted en treinta como la seda)... y ainda mais ropa limpia? -¡Oh! ¡Esa expresión es gráfica, piramidal, deliciosa! Sobre ella pudiera yo escribir dos volúmenes. -¡Hola! ¿Es usted escritor? -¿No ha leído usted mis obras? -No, señor... confieso que... Bien es verdad que no leo más que el Diario de avisos. -Yo creí..., no por su importancia literaria, sino por la materia sobre que versan, que hubiesen podido llamar su ilustrada atención. He publicado un tratado sobre minas, y otro sobre los medios de acrecentar en España el comercio de frutos coloniales; ambos en inglés. -No conozco más idiomas que el castellano; pero le aseguro que no adivino qué objeto se lleva usted en escribir en lengua extraña este último libro, que sólo interesa a los españoles. Pero de todos modos, si pide que se bajen los impuestos y aranceles... -Eso es; que se bajen, precisamente no pido otra cosa sino que se bajen; y pruebo, demuestro y concluyo que, si no los bajan, se bajarán ellos. -¡Ellos! -dijo el ultramarino frunciendo los labios-; no comprendo... -¡Ellos, sí, señor, ellos! Esa es mi teoría. Don Simeón, que probablemente entendía tanto de teorías como yo de aranceles, tenía prisa de marcharse con el minero y se despidió de mí, repitiéndome sus ofrecimientos. Quedé solo en medio de un concurso numeroso, sin más rostro conocido que el del mozo de cordel, que, paso a paso con el baúl a cuestas, me llevaba... ¿adónde? -¡A una fonda que en un solo día agotará mi pobre caudal! -pensaba yo, con las manos en los bolsillos, contando unos cuantos durejos, resto de mi fortuna. Parecióme absurda y disparatada la idea de consumirlos en un día, antes de conocer a nadie y de saber cómo emplearlos con provecho: idea que sólo pudo ocurrírseme en un rapto de locura y de concepto propio. Los momentos eran preciosos; hallábame cerca del edificio en cuyos umbrales iba a sacrificar en breves horas mi peculio, y juzgué conveniente hacer una retirada a tiempo, contentándome con decir: «No están maduras».

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En seguida, anudando cierto diálogo que en un principio me pareció impertinente, y que a la sazón reputaba interesante y sustancioso, me acerqué al mozo, interrogándole, no sin empacho: -¿Conque... ainda mais ropa limpia? -Señuritu, y no es casa de huéspedes. -¡Acabarás de una vez! Eso es precisamente lo que voy buscando, una casa de huéspedes que no sea casa... ni cosa de huéspedes. Nos hallábamos en la Puerta del Sol; tomamos la calle del Carmen arriba, el Postigo de San Martín, la calle de Jacometrezo, la Plazuela de Santo Domingo, y allá, a lo último de la de Leganitos, dimos con una travesía, que parecía el término de nuestro viaje. Pero no era así; faltaba lo peor de la jornada, o sean ciento y tantos sucios y desnivelados escalones, hasta la puerta de un cuarto... con trazas de maravedí. Al estruendo de los zapatos gallegos abrió la puerta una señora rancia, magra, seca y de extremada palidez. Dos cosas conocí a primera vista: que había sido una morena bastante desgraciada en sus mejores tiempos, y, en los peores, que debían ser los actuales, o por ventura cualquiera de los pasados, padecía de histérico, nervios o flato. Achaques eran estos que no implicaban contradicción con el buen servicio, por lo cual hube de apechugar con ellos; mas no le perdoné el aire dengoso y el gesto, que quiso ser dulce y le salió avinagrado, conque me saludó, diciendo: -¡Hola!... Pase usted adelante, caballerito. Peor espina me dio la habitación, cuyo hecho diagonal estaba indicando la proximidad del cielo, a pesar de su decidida y fatal inclinación a la tierra. Pagué al mozo, quedéme encerrado en el zaquizamí, y como viese un lecho de tablas, reputándolo canapé, por lo largo y angosto, me senté en él con la precaución de bajar un poco la cabeza para no abollar en el techo mi sombrero. No hallé incómoda la postura, en fuerza de la costumbre de encogerme de hombros adquirida en la galera, y más que nada, en fuerza de la pesadumbre y melancolía de mis pensamientos. Tan sombríos eran éstos, que rayaban en desesperados. Figúrate al hombre que media hora antes hacía capitular al ricacho de los garbanzos a treinta reales arroba; mira al desconocido, a quien todos mis compañeros de viaje suponían alojado en una magnífica fonda, mantenido a cuerpo de rey y dejando su incógnito para codearse con títulos, capitalistas y caballeros; considera al ambicioso que entraba en Madrid como en país conquistado; contémplalo metido en un camaranchón, en una miserable buhardilla, con unos cuantos duros en el bolsillo, pero sin un amigo, sin un conocido, sin una mala recomendación, sin voz que le llame ni perro que le ladre...

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-¿Qué rumbo tomo? -decía yo para mis adentros-. ¿Adónde me dirijo? ¿En qué lancha o carabela me embarco para descubrir y explotar mi nuevo mundo? ¿No es temeraria mi empresa?, ¿no es desatinada y loca?; ¿no me valdría más buscar un buen amo, una casa decente y rica en que servir...? Esta palabra, aunque sordamente murmurada, me quemó los labios. -¡Atrás -exclamé-, tentaciones de debilidad! ¡Atrás, desmayos y flaquezas! No serviré. Precisamente lo que me infunde desaliento debe ser base de mis esperanzas. ¡Desconocido! Pues si aquí se supiese mi vida y milagros, los escollos de la futura navegación serían insuperables. Quedé un rato pensativo y proseguí: -¡Ánimo, Pepe Gil, no hay que amilanarse! Ya comprenderás por este monólogo cuán presente tuve a Cristóbal Colón en aquellos terribles instantes. Nuestra empresa era igual, igual tenía que ser nuestra suerte. Llevábamos ambos un mundo nuevo en la cabeza, la intuición, el secreto de la tierra, del sol y del oro, y ambos mendigábamos un pedazo de pan, una tabla para lanzarnos el Océano. -Pero tú, ¡oh, genovés no comprendido y siempre desdeñado (lo mismito que yo) por todas las cortes de Europa, topaste al fin con un fraile y una reina que conocieron tu genio y te dieron amparo! Pero ¿en dónde están el hombre obscuro y la mujer famosa que han de tenderme a mí la mano en tanta soledad, desvalimiento y abandono? Después de tan modestas reflexiones, tendí la vista por el aposento y observé una cosa en que antes no había reparado. La cama parecía recién hecha: pero las sábanas, de equívoca blancura, indicaban que se hallaba en actual servicio, y que podía tener todas las desdichas imaginables, mas no la de cesante. Cerca de la ventana, «sobre una mesa de pintado pino», yacían rimeros de libros y papeles; debajo de dos malas sillas se cobijaban sendos pares de peores botas; las paredes estaban adornadas de clavos, más bárbaros que romanos, de los cuales pendían algunas prendas de vestuario masculino, tan traído como llevado. -¡Patrona! -grité al ama de casa para advertirla que por equivocación, sin duda, me había conducido al cuarto de algún otro huésped. En mal hora la dirigí semejante apóstrofe. Alta y seca como un espárrago del Corpus, precedida de sordos gruñidos y acompañada de todos su nervios y flatos, entró la arpía moradora de las nubes y vecina de los astros, y me dijo toda alterada y casi, casi, rubicunda, que a ella no se la llamaba patrona, sino señora o doña Quiteria; que si la penuria y calamidad de los tiempos la tenían reducida a recibir en su casa personas de satisfaición, para ayuda de pagar al casero, les daba, en

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cambio, trato de amigos e hijos de sus mesmas entrañas, que no de güespedes; y aún por eso, y no por miedo al qué dirán de sus amigas, ni por horror a la matrícula, tenía buen cuidado de asentar en el padrón que los vulgarmente llamados huéspedes eran deudos, o quizás deudores suyos, con lo cual evitaba la vergüenza de confesar que una señora de sus cercunstancias recibía en su casa gente extraña, amén de quitarse el gorro de lidiar cada trimestre con los cobradores de la contribución industrial. Y aún no acabé de purgar mi imperdonable culpa. Tuve que aguantar además la historia de los tres maridos de mi señora doña Quiteria López de Fernández y de Sáez y de Rodríguez; el uno, corregidor de Almazán; el otro, serpentón de no sé qué orquesta o capilla; y el último, granadero de la Milicia Nacional, de cuya narración resultaba que, a no ser por haberle consumido éste en uniformes, correaje y comidas patrióticas todo el caudal que dejaron los anteriores, ella no tenía necesidad de sufrir las impertinencias de dengún güespede, ni de andar conociendo caras nuevas todos los días. Con esta reprimenda, que escuché como un doctrino, hizo boca para entablar el siguiente diálogo, interrumpido por bostezos neurálgicos y accesos... o excesos de flato. -Usted, por lo visto, caballerito, parece nuevo en Madrid. -Y usted, por lo oído, señora doña Quiteria, no está exenta de erratas y aun de yerros, y pudiera muy bien equivocarse. -Tanto mejor; así no extrañará usted que le pida, según costumbre, el mes adelantado, o sean ciento cincuenta reales, a razón de cinco reales diarios al día. -Según costumbre; dice usted muy bien, señora doña Quiteria; según costumbre de patronas y casas de huéspedes; pero como estoy en la de una amiga, deuda y madre de mis entrañas, con la franqueza de la amistad, con las simpatías que suelen inspirarme las deudas y con la confianza que infunde el impagable maternal cariño de usted, que me roba desde luego el corazón, aguardaré a tener una muestra del trato que se propone darme. -Ya ve usted que con cinco reales no se puede hacer milagros. -No los espero de usted, ni con cinco reales, ni con cinco mil. Paréceme, sin embargo, que no será portento, ni prodigio, ni tendrá nada de orden preternatural el que yo almuerce. Sírvase usted conducirme a mi cuarto y servirme el desayuno. -Tendrá usted que aguantar a don Benito. -¡A don Benito! ¿Y quién es don Benito? ¿Qué tengo yo que ver con don Benito? Está usted equivocada, mi señora doña Quiteria López, si piensa que con don Benito han de venirme las ganas de comer, ni que voy a tener mesa de estado; y no puedo almorzar sino en compañía de don Juan, de don Diego o don Benito. -Pero don Benito es dueño de este cuarto...

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-Cabalmente; por eso pido yo otro. -No hay otro en toda la casa más que el mío. -Señora doña Quiteria -exclamé con resolución-: ¡Me quedo con don Benito! -Hace usted bien; porque hombre mejor no le hay ni en todo Madrid, ni bajo la capa del cielo. Benito se llama pero debiera llamársele bendito. -Pero, señora doña Quiteria -torné a exclamar seriamente alarmado-: transijo con los consorcios que usted hilvana y zurce y plancha; pero supongo que sus agencias e intervenciones matrimoniales no llegarán al extremo de pretender que los consortes así casados por... poder, duerman en un mismo imperceptible lecho. Fuera de que este que aquí a la vista se nos ofrece y pone de manifiesto, por lo angosto, ajustado y rígido, parece esencialmente unitario. -¡Jesús, qué labia! Yo no le entiendo la mitad de lo que dice: ¡Señor mío, no hay que apurarse! -Veamos cómo sale usted del paso. -Para casos tales tengo una tijera. -¡Tijera! -dije casi espeluznado-. ¿Trata usted de partirme por medio? -No es eso, es la cama... -¡Cómo! ¿Va usted a partir esa cama? ¿Osará usted cortar el asiento de este escaño, los colchoncillos de este canapé? ¿Tendrá usted valor de meter la tijera en esa longaniza de lana?... -¡Jesús, qué gana de bromas trae! Déjeme usted hablar, hombre de Dios. Digo que para casos tales tengo una cama de quita y pon. Ya se sabe, por cinco reales no se puede tener un cuarto, ni comer, ni dormir... -¿Pues a qué he venido yo aquí sino a comer y dormir y habitar?... -En compañía de don Benito. Pero yo no me aflijo por eso. -Lo comprendo, doña Quiteria; comprendo perfectamente que usted no se aflija ni se lleve mal rato por tan poca cosa; pero... -Pero vivirán ustedes como dos ángeles, los dos amigos, mientras no venga otro. Don Benito se acomoda a todo, y por fuerza tiene usted que hacerse bien con él. -Perfectamente dicho, mi señora doña Quiteria: tengo que hacerme con él por fuerza, y a la fuerza. Y quien dice con él dice con todos los que vengan: que usted, por lo visto, tiene

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más parientes que un fundador de capellanías, más amigos que un privado, más relaciones que un ciego y más hijos que un patriarca. Y para principiar a hacerme con algo, tráigame usted el almuerzo. -Como no aguardábamos a usted, no hay almuerzo más que para don Benito. -Pues me comeré su almuerzo; me comeré a mi amigo y compañero; me lo comeré como pan bendito; me comeré, según el hambre que traigo, a Madrid entero; ¡excepto a usted, mi señora doña Quiteria! ¡El almuerzo! -¡Qué hombre! ¡Qué charla! ¡Qué tono y qué aquel para pedir las cosas! Si no hay más remedio que callar y obedecer. No se parece usted a don Benito. Y se dirigió a la cocina. -Pues señor -dije para mí apenas me vi libre de la patrona-, esto marcha. Mi situación es tal que ni yo mismo me conozco. ¡Pobre Ícaro, que pensabas remontarte a las regiones etéreas, con alas que se te derriten al primer vuelo! ¿Qué es de tu secreto de hacer fortuna, de tu ciencia, de tu audacia y tus descubrimientos? Entras en la corte y te sepultas con tus arrogantes pensamientos en una triste buhardilla. Vas a rivalizar con ambiciones, y tienes que comenzar luchando con esta Lucrecia Borja, o Quiteria López, de tres o de cuatro. -¿Qué haces aquí? -Caballerito... -Por de pronto, almorzar -añadí, viendo a la sierpe, que fue del serpertón, la cual traía la mesa puesta-; remediar la presente y más apremiante necesidad; dar tiempo al tiempo; no amainar al primer turbión. Pensar un poco y vivir desde luego a costa del prójimo; esto es, de D. Benito. Porque ya habrás supuesto que no iba a degradarme hasta el extremo de pagar miserables cinco reales por tan mezquino hospedaje. Algo más tranquilo con tan filosófica resolución, dirigí maquinalmente los ojos al bufete, y vi algunos manuscritos de renglones desiguales. -¡Poeta, y poeta de buhardilla! ¡Buena mina he descubierto! ¡Vaya un Consuelo triste! -exclamé con desdén-. «A la luna, soneto». -«A Matilde». ¡Calle! El bueno de don Benito está enamoricado. No hay Don Quijote sin Dulcinea. Pero estos poetas, como las fraguan a su gusto, suelen tenerlas a pares, y aun a docenas... Sin embargo, mi compañero, no. Dale con Matilde; Matilde arriba, Matilde abajo. ¡Pobre don Benito! ¿Quién será esta Matilde?... Este nombre ha sonado estos días en mis oídos... ¡En la galera, no! ¡Calle! Ha sido esta mañana... ¡La hija de don Simeón! Y me eché a reír como un payaso.

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-¡Matilde Paquete de Estraza! ¡Sería casualidad!... Vamos, ese poeta Bendito es como yo, es como todos los jóvenes del día; está por los garbanzos como la seda, y el té, café, almidón, pastas, velas de esperma y otros comestibles; está por lo positivo... Y los versos, a lo poco que yo entiendo, parecen buenos... muy sentidos, magníficos, excelentes. ¡No será ella! Es necesario tomar informes acerca de mi compañero de cuarto mientras me como su almuerzo. Y así diciendo grité: -Patr... -No la hubiera hecho mala si hubiese concluido el vocablo. Tosí, estornudé y corregí la palabra, diciendo: -¿Señora doña Quiteria? -¿Qué es eso? ¿Se le atraganta a usted la comida? ¿Está usted constipado? -No, señora. Estoy impaciente, anhelante, ansioso por conocer a don Benito. Tenga usted la bondad de tomar asiento. Hízolo así en la punta de la silla, a guisa de quien tiene que acudir a los guisados, y yo, devorando medio par de escuálidas salchichas y medio panecillo, con media docena de pasas más secas que la patrona y más duras que la cama de su huésped, pasas tan de Málaga como yo de San Juan de las Abadesas, la dije: -Por lo visto, doña Quiteria, mi compañero, camarada, consocio o consorte, es poeta. -¡Ca! No señor; no es nada. Es un abogado de la provincia de Santander, que lleva dos años de plática y ha salido sobresaliente cuantas veces se ha desanimado; pretende un empleíllo de cinco a seis mil reales, pero todavía no es nada. Él tiene puesta en mí toda su confianza; y bien puede, porque, como usted verá, le trato como una madre. ¡Y la incorregible Corregidora, la serpentona y granadera, tenía valor de decírmelo, cuando con hambre canina me estaba comiendo el perruno almuerzo de su hijo! -Pues él asegura -prosiguió- que cuando se le acaben los dos mil reales que le ha remitido hace poco un tío suyo, canónigo de la Catedral de Sigüenza... Porque ha de saber usted que el infeliz si gana alguna cosilla, todo se lo manda a sus padres, pobres pescadores que se han quedado en camisa por mor de darle carrera. Bien es verdad que si no fuera por el tío, que antes fue beneficiado de... -Bien está, señora; pero ¿qué piensa hacer don Benito cuando se le acaben esos cien duros?

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-Volverse a su pueblo, si antes no le han hecho promotor. ¡Volver a sus redes, después de haber arruinado a sus padres por seguir una carrera que de nada le sirve y le obliga a vivir poco menos que de limosna! ¡Oh! La ambición, el afán de salir de la esfera en que cada cual ha nacido, pierde a la juventud. Y dejándome de filosofías, añadí: -Pero que sea abogado y pretendiente con dos mil reales en el bolsillo, no estorba para que sea escritor. -¿Escribiente querrá usted decir? Eso sí; los ratos que le dejan libres sus pretensiones, se pasa ahí las horas muertas copiando y copiando; dale que le das con el papel y la pluma, todo el santo día y gran parte de la noche. Yo noté esta última picardihuela, porque al prencipio le ponía una vela entera y a la mañana siguiente no encontraba ni cabo ni rastro, y le dije: « Don Benito, no debe usted trabajar de noche, que es malo para la vista; pues como decía mi marido el meliciano, Dios le haya perdonado: las noches se han hecho para dormir y el día para descansar». Así es que mi último difunto lo mismo trabajaba de día que de noche. Y para obligarle a dormir, no a mi marido porque ese bien dormilón era, y bien camero, sino a don Benito, le pongo un cabito de dos dedos. ¿Y sabe usted lo que hace el pobrecillo? Cuando tiene que trabajar, se baja de incónito a la tienda de la esquina, compra una vela de esperma por cuatro o cinco cuartos, y la trae escondida debajo del capote para que yo no la vea y le regañe. Como si yo fuera a reñirle cuando... Pero a mí no me se pasa; y le digo: -¡Don Benito que se va usted a quedar ciego! si usted se empeña en ahorcarse, no he de darle yo vela, digo, cuerda para que se ahorque. No es por los cuatro o cinco cuartos; pero ya que se emperra por copiar, ¿por qué no copia música en lugar de letras? Así lo hacía mi segundo marido, el difunto serpentón, y buenas pesetas que se ganaba; y el pobre don Benito, con tanto como escribe, aún no ha traído a casa un maravedí partido por medio. Si algo le da el escribano o el abogado que le tiene de paseante, todo se lo manda a los pobres pescadores; y aquello es la mar. Para mí, nada. Hay rasgos que pintan a un hombre. Al ver a don Benito con dos mil reales en el bolsillo, comprar su velita de sebo o de esperma por evitar los regaños de la cicatera de su patrona, no necesité más para conocerle. Era un joven de talento: laborioso, desconfiado de sí mismo, y tan modesto, que ni a la misma doña Quiteria se atrevía a revelar que hacía versos. Empecé a vislumbrar desde luego el partido que podía sacar de un hombre de esta especie, de este ejemplar de los antiguos tiempos, rarísimo, singular, excepcional en los presentes, aunque no único, como luego supe. -¿Quién sabe -exclamé interiormente- si tengo aquí un fraile de La Rábida, y si el nuevo Colón está ya cerca del mundo nuevo? Me convenía averiguarlo, para lo cual pregunté: -¿Y cómo se llama ese infeliz?

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- III - Don Benito Modesto Llano Don Benito Modesto Llano. -¡Benito Modesto! -repetí alborozado-, natural de la provincia de Santander, muchacho que debe ser así, poquita cosa, muy hombre de bien... -A carta cabal. Buen cristiano... -¡El mismo! Muy tímido: muy pobrecillo... El mesmito que viste y calza. ¿Le conoce usted? -Creo no conocer cosa más de sobra. Dígame usted, ¿no es un joven que va con frecuencia a Gracia y Justicia? -Al menisterio. Pues al menisterio, que me hace a mí tan poca gracia desde que veo que al pobre chico no le hace justicia. Y eso que, como usted ve, a mí no me tendría cuenta que don Benito saliese de Madrid; por eso le dije, digo: -Don Benito, de ser empleado, en Madrid, que el difunto corregidor decía: «Quiteria, desengáñate; el que está al lado de la cabra, aquel se la mama». -¿Cómo se llaman sus padres? -Él Blas, y ella Blasa. ¿Para qué molestarte con noticias impertinentes que sólo a mí me hacían al caso? Baste decir que yo saqué cuantas pude, que eran todas las que sabía la patrona; y no sólo las referentes a la persona de mi compañero, sino a sus anexidades y conexidades, de las cuales supe luego aprovecharme. Un capítulo de la biografía de don Benito me faltaba; el de sus amores. Acerca de ellos doña Quiteria estaba tan en ayunas como de los versos: el rubor del joven debía de correr parejas con su modestia. -¡Enamorado don Benito!, no lo crea usted: a mí me hace mucho caso, porque soy para él como una madre y le sermoneo de lo lindo. Mire usted, don Benito; ándese con cuidado con las chicas de Madrid, que sólo tratan de atrapar marido. Las de provincias semos otra cosa. Yo fui criada del corregidor, y sin más que mi buen palmito y mejor gobierno, lo clavé y me casé. Pero aquí las niñas no piensan más que en lujos, en llevar trapitos a la moda. Todo se las va en esas malditas tiendas de la calle del Carmen, de Postas y de Espoz

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y Mina; en teatros y reuniones, y tes y cosas estranjis. En mi tiempo no era así: ninguna muchacha pensaba en fatuagrafías, ni en el teatro Real, ni en carros-ferriles. -Lo cual no embargaba para que se casasen una, dos y tres veces consecutivamente. Pero volviendo a don Benito, por quien, a fuer de antiguo conocido, tan vivamente me intereso, ¿no le ha notado usted estos días algo de particular? -Sí, le noto que ha enflaquecido, que está triste y desmedrado, que suspira, y trasnocha, y gasta más velas que de costumbre; pero eso me figuro yo que es por las pocas esperanzas que tiene de conseguir la premotoria. En resumen, me confirmé en el concepto que había formado: era poeta, estaba enamorado, y en su pasión dejábanse ver las huellas de su carácter. Quedé solo, a Dios gracias, después de almorzar, y con la confianza de antiguo conocido, de amigo y compañero de cuarto; abrí cajones, desaté legajos, registré papeles y vi que, en efecto, Benito Modesto, a lo que yo podía juzgar, era poeta, ingenioso y castizo escritor, que en el silencio y el retiro, en la soledad de su buhardilla y en la cúspide de Madrid quemaba en el altar de las musas el grato incienso de la modestia. Hecha esta operación, traté de retocar un poco mi persona, harto menesterosa de composturas, después de tantos días de abandono y traqueteo. Me arreglé la barba con las tijeras y peines de Benito, aprovechéme de sus jabones, no sin escándalo del ama, que en breves instantes me veía malgastar lo que hubiera bastado para el consumo de un mes al legítimo dueño; y después de haberme aseado sentí el débil sonido de la campanilla. -Este es -dijo la patrona-, no puede fallar: siempre llama como si tuviera la mano rota. A los pocos momentos halléme frente a frente de donBenito, a quien veía, no hay que decirlo, por primera vez en mi vida. Era tal cual me lo había figurado: de mediana estatura, un poco cargado de espalda, por el hábito de escribir y estudiar; rubio, de fisonomía dulce, aire sencillo y modales encogidos. Apenas le vi me arrojé a sus brazos con efusión de ánimo, tratándole de tú, como si fuese su mayor amigo. El hombre me miraba, arqueando las cejas, moviendo los labios sin hallar palabra que dirigirme, y unas veces parecía enojado consigo mismo, y otras alzaba los ojos y se sonreía. Yo continuaba en mis transportes de júbilo, hasta que, compadecido del estado violento a que lo tenía reducido, le dije, separándome por segunda o tercera vez de sus brazos y en tono de amigable reconvención: -¡Conque no me conoces! ¿Conque no te acuerdas de mí?

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-Francamente... Bien es verdad que tengo tan mala memoria y soy tan distraído... -Y luego... -añadí yo-, como salí tan niño de Santander... Pero, hombre, ¡lo que has crecido! ¡Ca!... La víspera de mi viaje me acuerdo que estuvimos jugando a la rayuela en las baldosas del muelle. ¿Y las escapatorias que hacíamos al Astillero y al Sardinero, y a veces a la farola? -Fatal memoria... Alguna idea tengo; pero ni por esas puedo caer en quién eres. -¡Hombre, y cómo te has desfigurado! -Pues tú no debes estarlo menos -repuso Benito con sencillez-; porque ni remotamente... -¿No te acuerdas de Pepe? -¿Pepito de Ontaneda? -No, Pepito, el hijo de aquel militar de quien tu padre fue asistente, y a la sazón coronel de Caballería, con unos bigotazos que te daban tanto miedo, más bebedor de ron que un marinero inglés. Vivimos dos años en aquella ciudad; precisamente cuando tú tenías seis o siete. -Pues entonces -contestó Benito, respirando con más desahogo-, no te asombres de mi falta de memoria, y te ruego que me perdones: estoy de veras avergonzado: ¿conque eres hijo de aquel capitán de barco?... -Coronel, hombre, coronel de Caballería. Ya sabes lo que eran los antiguos coroneles. -Vamos, estos días no estoy en mí. Otra vez te pido perdón. -¿Qué perdón ni qué niño muerto, con un compañero de la infancia, con un amigo íntimo? Nada, franqueza; sigue mi ejemplo. Acabo de comerme tu modestísimo y malditísimo almuerzo: heme servido de tus navajas y tijeras; he gastado tu aceite y tu jabón; he revuelto tus papeles; he leído el primer acto de tu comedia... -¡Mi comedia! -exclamó Benito, poniéndose colorado como un pimiento de La Rioja-. ¿Has leído mi proverbio? -Sí, hombre, sí. Supongo que lo destinarás a determinado teatro; que habrás consultado el plan con la primera dama o la graciosa; que escribirás para que ellas o el primer galán se luzcan, no para lucirte tú. Es el único medio de que te lo representen bien, y sobre todo, de que te lo representen. Así se estila en el extranjero y supongo que por acá... -Pepito, ya que mi descuido en guardar esos papeles me ha vendido, en nombre de nuestra antigua amistad te suplico que no descubras mi secreto. Nadie en el mundo sabe

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que escribo versos, ni sospecha siquiera que soy capaz de escribirlos. Me despedirían de pasante: el notario no me daría a copiar un folio. Hallarían en mis conatos de poeta la explicación de mis distracciones y faltas de ortografía. -Y quizá serían injustos, quizá no habrían atinado con la verdadera causa... Sin comprenderme, o sin darse por entendido de mi alusión a la Matilde de sus endechas, prosiguió: -Al hacer estos ensayos no he consultado más que con los libros y conmigo mismo. He sentido siempre una comezón de escribir, un hervor, una pasión tan viva, que no fui dueño de dominarme. Pero cuando la efervescencia pasa, y recobro la tranquilidad de espíritu, y cojo nuestros buenos autores, y los saboreo y comparo conmigo, me parece tan frío, insípido y detestable lo que hago, que lo borro y lo rasgo, hasta que al día siguiente vuelvo a sentir el pertinaz impulso y escribo con el mismo afán, con mayor ahínco; pero con igual resultado. -Pues yo te aseguro -repuse con aire de protección- que esta comedia o proverbio se ha de librar del naufragio. Benito, si no fuera porque los principiantes soléis engreíros presto; si no supiera que los elogios imprudentes son la hiedra que impide crecer y madurar a los ingenios, te diría que en tu obra hay cosas, cosas más que regulares. -¡Oh! -Cosas admirables y cosas también con que yo mismo me creería honrado. -¿De veras? ¿Cree usted...? -Perdona; ¿crees tú que hay algo siquiera tolerable? -preguntó con sonrisa beatífica el poeta. -Yo no soy competente; no paso de mero aficionado a las letras; pero conozco mucho a Víctor Hugo. Tiene una frente cuasi tan despejada como la tuya; en París solía almorzar con Alejandro Dumas, excelente cocinero. Chico, tus manos parecen un escupo de las suyas. El Barón Rhinfir Aufen, poeta alemán que de seguro no es todavía conocido en España, venía a mi casa Unter der Linden, en Berlín, a leerme todas sus fantasías, vaporosas, verdaderamente fantásticas, y tiene el mismo lunar que tú en la mejilla derecha. ¡Cuántos días de campo hemos hecho en la tumba de Virgilio, donde me pasaba las horas muertas fumando y bebiendo copas de Salerno, acordándome del Dante y recibiendo de ambos inspiración para mis obras! Pues bien; yo que trato casi familiarmente a la mayor parte de las celebridades europeas, te aseguro y te protesto que eres poeta. Yo, que te lo digo, me encargo de probarlo. A propósito: ¿qué dinero tienes? Esta pregunta, que puede parecerte inconexa, y sobre todo intempestiva, estuvo, en mi humilde opinión, magníficamente colocada. Un poeta siempre es desprendido y manirroto; pero un poeta que acaba de oír los primeros elogios de sus producciones, es capaz de dar a quien le lisonjee hasta la última gota de su Sangre.

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Benito Modesto abrió su baúl por toda respuesta y sacó mil seiscientos reales que le restaban de los dos mil del tío de Sigüenza. Tomé mil y quinientos en billetes, me apoderé de su comedia y algunos otros manuscritos, y le dije: Con esta insignificante cantidad y estos cuadernillos de papel vas a salir de la obscuridad en que tan injustamente yaces. Mudósele el color, miróme entre arrobado y confundido, y con trémulo acento me contestó: -¿Qué va usted a hacer? ¿A sacarme de la obscuridad? -Sí, hombre, sí; voy a darte el empleo que vanamente solicitas; voy a darte gloria, felicidad. -¡Felicidad! ¡A mí felicidad! Creo, aunque no lo oí, que sus labios llegaron a modular dulcemente el nombre de Matilde. -A ti, que la mereces -le contesté-. Yo he de ser tu protector, tu Mecenas... -¡Estoy soñando! ¿A qué debo yo tan insigne, tan inesperado favor? -A tu mérito, a tu modestia. Y no me preguntes más; no trates de inquirir nada por ahora; no te propongas investigar, ni menos juzgar los medios, acaso extraños y peregrinos, con que voy a labrar el edificio de tu ventura; y para concluir, una sola pregunta: ¿Conoces a don Simeón Paquete, que tiene tienda de ultramarinos en la calle de la Montera? El pobre Benito se puso como la grana, y contestó balbuciendo: -Sí..., sí, señor... le conozco de vista..., de nombre..., le visitaba..., alguna vez le visito. Aquel rubor, aquella confusión del primer amor, aquella inocencia y candor casi primitivos, me acabaron de poner al corriente de su historia. -Es mera curiosidad. Ese tendero tiene una hija... -Sí, señor. -Benito, ante todas cosas, si hemos de seguir hablando, es menester que me trates como toda la vida nos hemos tratado; que me tutees... Dime, Matilde ¿es hija única? -Única.

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-¿Y don Simeón millonario? -No lo sé; nunca he tratado de averiguar... Pero creo que está bien; pasa por rico. Fue condiscípulo de mi tío el canónigo. -Siéntate. Escribe: «Don Benito Modesto Llano tiene solicitada una promotoría fiscal...». -¿Qué es esto? -Nada: una cosa inútil. Iba a dictarle un volante, una nota de recuerdo, pero veo que el pulso no te deja escribir. Serénate: almuerza, y cuando hayas concluido, vas en busca de un mozo de cordel y me llevas el equipaje a la fonda de la Vizcaína, preguntando por el señor San Juan de las Abadesas. -¿Quién es ese señor? -Soy yo. Vete bien vestido, con el mejor traje que tengas; pero de confianza. Arregla aquí mi cuenta con la patrona, y dila, para evitarla un gasto inútil, que comemos juntos. -Eso ya lo supone. -Pero no aquí, sino en la fonda. Te convido. Conque adiós, y no tardes. Voy a tomar un coche; sólo me llevo el neceser. ¡Ah! se me olvidaba: ¿conque de veras no has dado a la estampa ninguna de tus composiciones? -¡A la estampa! -contestó mi antiguo amigo con cara de quien ve visiones-. ¡No faltaría más! Nadie ha visto siquiera mis borradores; y excepto tú, nadie en el mundo conoce mi debilidad. -¿Ni Matilde siquiera? -Esa señorita menos que nadie. No es tiempo todavía; quizá no lo será nunca. -¡Pobre Benito! ¿Conque para comer con tu ingenio principias por hartar de versos a los ratones, que, según trazas, no escasean en estas alturas? -¡Hacer versos para comer! -exclamó atónito el angelical poeta-. No lo comprendo. -Incomprensible sería, en efecto, si en el extranjero al menos no fuera usual y corriente. Yo no vengo en situación de hacer por ti lo que quisiera; pero te protegeré: antes de poco tiempo he de darte la mano desde el pináculo de la fortuna, devolviéndote con usuras el favor que acabas de hacerme. -¿Qué favor?

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-Esa cantidad que me has dado. Te aseguro que, aun mercantilmente considerada la operación, nunca te has desprendido de un capital que más te haya de producir. -¡Ah! ¿Vienes tú también a pretender algún empleo? ¡Malo! Dios te dé más suerte que a mí que hace dos años estoy solicitando la promotoría fiscal y me encuentro como el primer día y es que no pasa ninguno de audiencia sin presentarme al ministro. -¡Quita allá, Modesto! ¿Qué estás diciendo? El que pone sus miradas tan rastreras, es hombre perdido, nunca pasará del polvo. Cuando todo el mundo pide más de lo que merece y es capaz de desempeñar, pedir lo menos es confesar que no tienes merecimientos ni sirves para nada. Desengáñate: más fácil es matar un águila que un gorrión, si están ambos a tiro. Vamos: ya veo que nuestro encuentro ha de ser para ti principio de una nueva era. Y abriendo la puerta del cuarto proseguí con mi más robusto acento: -Doña Quiteria, señora doña Quiteria, el almuerzo para don Benito. La triple viuda se me presentó aturdida y escandalizada. -¿Qué es esto? ¿Qué sucede en mi casa? ¿Falta todavía?... -Sí, señora; falta un mozo de cordel y un coche: el coche voy a buscarlo yo; el mozo, si no lo trae usted, lo buscará don Benito. -¡Cómo! ¿No le acomoda mi trato? ¿No le gusta a usted la casa? ¿Se va usted sin pagar el gasto? ¡Ah, si viviese cualquiera de mis tres difuntos!... -Patrona, patronísima, patronímica señora de López, de Fernández etc., etc., el gasto de hoy póngalo en la cuenta de don Benito, que viene a comer conmigo esta tarde a la fonda de la Vizcaína. Doña Quiteria quiso arañarme y chillar; pero se aguantó. No le convenían escándalos en su casa. Media hora después estaba instalado en un lindo gabinete con alfombra, colgaduras, alcoba estucada, butacas y chimenea. Mientras el camarero la encendía y llegaba don Benito con el equipaje, me arrellané cerca de la lumbre, sumido en graves y profundas meditaciones. Había tomado mi resolución: iba a ser literato. El encuentro con Félix Hurón y el comerciante de ultramarinos me tuvieron perplejo algunos instantes, en los cuales se me ofrecía en perspectiva el partido que podía sacar de las minas y los explotadores de aficionados al plomo argentífero y plata pura, que no de otra manera califiqué al manco, y quizá al mismo Don Simeón; pero detúvome el temor de haber dado de buenas a primeras con hombres que entendían mejor que yo aquel negocio, y

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que en punto a listos y despreocupados podrían darme acaso quince y raya. Sin desistir de este recurso, que dejé al margen de mis planes, parecióme preferible y más adecuado a mi situación el de emprender la vida literaria. Para un hombre que, falto de apoyo, se echaba en brazos de la casualidad, era necesario un punto de espera. Conocía, o creía al menos conocer, el firmamento en que me proponía brillar; pero hacíame falta seguir pacientemente el curso de los astros, y el templo de Apolo me pareció excelente observatorio. Desde luego las letras dan nombre y esplendor, por más que nieguen o escatimen la fortuna. Del literato salen, naturalmente y con prestigio, el periodista, el político, el empleado, el sabio, el hombre de conocimientos especiales y hasta el banquero y asentista. Puede uno avergonzarse de haber sido hortera, aprendiz de un oficio, o de tal o cual profesión; pero de cultivar las letras, de haber intentado siquiera subir la cuesta del Parnaso, de los versos y la prosa literaria, de pasar por escritor y hombre de ingenio, nadie se avergonzará jamás. En España, y sobre todo en aquel tiempo, los Gobiernos echaban mano de los escritores públicos para la administración, los empleos y el Parlamento, a lo cual les obligaba hasta cierto punto la necesidad. Sabíase al menos que el literato era apto para redactar un informe, una circular, un Real Decreto; suponíase que tenía cierto ingenio, facilidad de escribir, travesura y deseos de lucirse, al paso que los que entraban por la puerta del favor sólo en fuerza de buenas relaciones y de compromisos eran tolerados; y aun los mismos que se sostenían por la antigüedad y los servicios no solían pasar de rutinarios, no manejaban el lustre o barniz que exigían los ministros, la mayor parte de los cuales, a falta de otras cualidades, querían aparecer como consumados escritores públicos. Proteger las letras era, por otra parte, medio seguro de conquistar en breve renombre y popularidad. Es claro: la fama y los aplausos estaban en manos de los protegidos, y el vulgo, siempre propenso a tomar como suyos los juicios que se le dan formados, llegaba a creer sinceramente bueno lo que le decían que era excelente. No había más sino que, poco a poco, se fue divulgando el secreto del arte de prosperar, y todo pretendiente, a pocas disposiciones de audacia y talento que tuviera se metía a literato. El género, como siempre sucede, bajó con la concurrencia y cayó en depreciación por la abundancia. Todavía alcanzaba yo algo de los buenos tiempos, y por eso la elección de carrera no fue para mí dudosa. Deparábame, además la suerte a don Benito Modesto Llano, joven de verdadero mérito, de modestia fabulosa, de inverosímiles ideas y sentimientos. Era una mina, no muy rica, si se quiere, pero más fácilmente explotable que las de don Félix Hurón y don Simeón de Estraza. Presentóseme Benito, al cabo de estas y algunas otras reflexiones, con el mozo del baúl, y tuve necesidad de suplicarle nuevamente, de exigirle más bien con imperio, que se

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quedara a comer conmigo, por más que el convite fuese a costa suya o de su tío el de Sigüenza. Para la vocación con que me sentía necesitaba yo ciertos datos y noticias que acaso él podía suministrarme. -¿Cómo anda la república literaria por estas tierras? -le pregunté, haciéndole tomar asiento junto a la chimenea y en el sillón frontero al mío. Porque yo estoy muy enterado de lo que sucede en Francia, Italia, Inglaterra y Alemania; pero en ayunas acerca de la literatura española. He pasado mi juventud en el extranjero; he comido largos años el amargo pan de... la emigración. Necesito que me enteres de todo larga y detenidamente. -Hombre, yo soy quizá el menos a propósito para satisfacer tu curiosidad y buenos deseos; soy un pobre pretendiente y mero aficionado. -A propósito de tus pretensiones. Siéntate al bufete y escribe ahora con más serenidad y mejor letra que en tu buhardilla. Ahí tienes papel y tintero: «Don Benito Modesto Llano, licenciado...» -Doctor. -¡Hola! ¿También eso? Doctor en... ¿Cómo lo llamáis ahora? -Jurisprudencia. -Eso es. «Doctor en Jurisprudencia que ha obtenido la nota de sobresaliente en todos sus grados...» -Y cursos académicos, si te parece. Empecé a mirar al antiguo compañero de mi infancia casi con respeto: más te diré, con asombro y aun lástima. Era yo el águila que se iba a engullir un ave; ¿no era una compasión que el ave en cuyo pecho empezaba a clavar mis garras fuera un faisán, cuando a mi voraz apetito le bastaba un pavo? En fin, ensordeció la voz de los remordimientos la consideración de que no tenía derecho de elección: no había pavo ni avestruz al alcance de mi vista; era preciso devorar el faisán. -Sigue: «Tiene solicitada una promotoría de...» -De entrada. -¡Y te contentas con eso!

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-En el orden regular está principiar por el principio. No quisiera deber nunca nada al favor. Un tanto soberbio, ilusorio, si tú quieres, me pareció el último pensamiento; pero creí caritativo y prudente no contradecirle. La justicia tiene que cruzar en estos tiempos las horcas caudinas del favor. La humillación no es nueva ciertamente; pero confesemos que cuando algo viene del cielo, se procura pagar al cielo con su moneda, que es la virtud; cuando se dice que de los hombres viene todo, para el cielo no queda nada: todo es poco para los hombres. Moví la cabeza como pesaroso y le contesté con desenfado: -Vamos, si has hecho ya el disparate no lo puedo remediar. Pon la fecha de la solicitud y la de hoy. No firmes; llevará mi nombre. Y ahora vuelve a sentarte en la butaca, y para acabar de desembarazarnos de accesorios, cuéntame tus amores con Matilde. Un rayo que hubiera caído a sus pies (perdóname por lo exacta, lo trivial de la imagen) no le hubiera producido mayor espanto. Quedó estupefacto y con los ojos desmesuradamente abiertos; me miraba el pobre, me miraba casi a punto de saltarle las lágrimas. Volví a tenerle lástima; pero supe nuevamente sofocar dentro del pecho tan intempestivos impulsos de ternura. -¡Mis amores! -exclamó por fin-; pero si yo no tengo nada con esa señorita, nada más que el gusto de conocerla... -Y hablarla. -Alguna vez. -Y visitarla de cuando en cuando. -A su padre, a su familia. No quiero ser prolijo; te diré breve y sumariamente lo que Benito Modesto me contó, o, por mejor decir lo que a fuerza de insistencia le pude sacar del cuerpo. Como doña Quiteria me había indicado, tenía aquel joven un tío canónigo que le auxiliaba en su honrado propósito de conseguir algún fruto de su carrera. Era este señor antiguo amigo y condiscípulo de don Simeón en compañía del cual había aprendido las primeras letras. El comerciante de ultramarinos estaba encargado de pagar las que el canónigo remitía a favor de su sobrino. Con este motivo, y en virtud de las recomendaciones del canónigo, Benito llegó a la sala del entresuelo, y de la sala pasó

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alguna vez al comedor, en cuyos dos últimos departamentos conoció a Matilde y a su madre doña Jacinta Díaz de Vivar. Benito se enamoró perdidamente de la muchacha; pero jamás se lo dio a entender, ni de palabra ni por escrito; su afición sólo le sirvió para escasear las visitas que hacía a la casa, para ser en ella más encogido y circunspecto, si cabe, que en todas partes. Pobre y falto de empleo, parecíale verdadera locura aspirar a la mano de aquella niña, la cual, sin embargo, llegó a conocer la pasión que inspiraba al joven doctor en Jurisprudencia y no se dio por ofendida. Estimulábale, más bien, con excesivas atenciones y miradas insinuantes. Modesto las comprendió, pero había tomado la resolución de no declarar su atrevido pensamiento hasta conseguir el empleo; y aun entonces, quería hacerlo según las reglas del antiguo régimen: dirigiéndose a los padres de la niña. Tal era el estado de la cuestión. ¿Qué se me daba a mí por los amores de Benito? En aquellos momentos, absolutamente nada. Pero haciéndole hablar de ello procuré sacar alguna noticia de la fortuna del comerciante, y sobre todo de sus negocios de minas. Poco sabía de esto el doctor poeta: me indicó, sin embargo, que don Simeón andaba muy preocupado aquellos días, esperando con impaciencia la llegada de Félix Hurón. Llegué a sospechar que la codicia cegaba al bueno del comerciante, cuya fortuna se hallaba tal vez en un momento crítico. Con todos estos datos hice mi composición de lugar para la próxima visita a la calle de la Montera. Comimos en la mesa redonda: pero mandé que nos sirviesen el café en mi gabinete, a fin de seguir hablando a solas con mi amigo, a quien acabé de obsequiar con un buen puro de La Habana de lo más selecto que fumaba el marqués de Monte-rojo. Mucho mejor que del estado de los negocios del comerciante de ultramarinos, me enteró mi amigo del estado en que se hallaba la literatura en España. Dos cosas comprendí desde luego; que había hombres que cultivaban las letras por gusto y verdadera vocación, y otros por especulación y recurso. Los verdaderos literatos eran pocos; los especuladores de las letras, muchos. La que se llama en el extranjero vida literaria, vida del hombre exclusivamente dedicada al cultivo de las letras y que creyéndose un genio se considera dispensado de todas las reglas de moral y hasta de atención y cortesía que rigen para las almas vulgares, apenas era conocida en nuestro país. Aquí la literatura era medio de presentación, timbre, o tal vez especie de ayuda de costa. Por lo demás, las letras se hallaban entonces en una época de transición. Estaba expirando el romanticismo; y por más esfuerzos que algunos hacían, no lograban restaurar la literatura clásica. Alboreaba ya el día de las escuelas filosóficas en que la literatura había de ser arma de combate, lo mismo que las ciencias, lo mismo que la política y el arte. Los campos estaban divididos, y unos autores sin saberlo, y muy a sabiendas otros, se filiaban bajo determinada

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y muy significativa bandera. Tengo aprendido que en realidad no hay más que dos: la del bien y la del mal, la de la verdad y la del error, la del catolicismo y la del liberalismo. Contaba esta última numerosísimas cohortes y escasas la primera, pero valerosas y fuertes, y ¡cosa singular, y prueba del vigor que tienen ciertas ideas y la flaqueza de que adolece el humano linaje! Muchos que en su vida pública se ostentaban como revolucionarios, mostrábanse profundamente católicos en sus escritos; al paso que otros de creencias católicas y aun de vida piadosa, al tomar la pluma eran, sin quererlo ni saberlo, revolucionarios. Despedí a Benito y llamé al camarero. Presentóse uno que, aunque muy español y del riñón de Asturias por más señas, afectaba la frase y aun el acento extranjero. Había servido dos o tres meses en Bayona, y quizá el aire del gabacho que trató de adquirir era deudor de su colocación. -¿Ha llamado el señor? -me preguntó. -Sí -le contesté-. ¿Hay en la casa salones disponibles para una soirée? -Sí, señor. ¿El señor piensa dar?... -Un té. -¿Danzante? -No, literario. -Pues cuando el señor quiera no tiene más que avisarlo con un día de anticipo. -Está bien. ¿Ha venido alguien a preguntar por mí? -Persona. -¿Qué persona es esa? ¿No ha dejado tarjeta? -Persona ha dejado carta de visita. -¿Conque es decir...? -Que no ha venido nadie. -Hombre, pues así se dice en Castilla, y aun creo que en Asturias. Buenas noches. Así que me vi solo exclamé:

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-Esta sociedad está perdida. Cuando los descendientes de Pelayo, y probablemente los horteras de la Sierra de Cameros, se expresan de esta manera por adular el mal gusto de sus parroquianos, no hay remedio para nadie. Quien más pone pierde más. ¡Y tenía yo mis escrúpulos de...! Y seguía teniéndolos, no del golpe que intentaba dar, sino de las tonterías que había hecho en aquel viaje, y sobre todo en aquel día. Yo las vi con mucha claridad y con no poco rubor. No ofrecen los objetos la misma perspectiva desde el fondo de una galera y las alturas de una buhardilla que desde un piso principal en la Puerta de Sol. Miraba yo las cosas con la gravedad de un conservador. Era preciso tener más formalidad y circunspección. Tomé, pues, la resolución de enmendarme y corregirme... en la forma. ¡Entre buena gente me iba yo a meter para no andar con pies de plomo! ¡Entre literatos y periodistas! - IV - Literato Al día siguiente, después de almorzar, fui a ver a don Simeón. Le hallé a la puerta de la tienda muy ocupado, con una gran partida de bacalao que acababa de recibir de Vizcaya. Su traje, el mismo del día anterior: pero sucio, lleno de polvo. Chocóme verlo en casa con sombrero de copa; era costumbre de toda su vida. El comerciante de ultramarinos hacía consistir su dignidad y hasta su formalidad en no ponerse nunca ni gorra, ni sombrero hongo. -Dispénseme usted -me dijo, sin quitar los ojos de la romana con que estaba pesando un fardo-. Pase usted al escritorio. O si no, mejor es... Fabián -añadió, dirigiéndose a un dependiente-, acompaña a este caballero y avisa a la señora que reciba al señor don... ¿Cuál es su gracia de usted? -José Gil de San Juan de las Abadesas. -Al ingeniero de minas, para que te entienda. Me sonreí, hice una inclinación de cabeza, y saltando por entre sacos de arroz valenciano y cajas de quesos manchegos, subí al entresuelo. Quedé sorprendido sin pasar del recibimiento; debajo de la percha de colgar los abrigos había un escaño verde con escudo de armas en medio del respaldo. Me imaginé que era un mueble recién comprado en alguna prendería, y al cual por desidia o mezquindad no le

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pintaban de nuevo, pues aquellos timbres y blasones no alternaban con el aceite y vinagre y los chorizos extremeños. Pasé a la sala, y por ella al contiguo gabinete, en cuya chimenea ardían leños en toda regla colocados. En ambos aposentos había alfombras de Bruselas, muebles de lujo, arpa y piano. Después de haber esperado pocos minutos, durante los cuales pude hojear algunos libros de poesía, salió la señora, muy sencillamente vestida, como de casa y de mañana, pero sobre todo como mujer de gobierno. Había entrado en eso que se llama cierta edad: pasaba de jamona, y no llegaba a vieja. Insolentes canas, con más descaro del que fuera menester, resaltaban del obscuro fondo de su cabellera; pero tenía cara de lista, ojos hermosos, negros, vivos y penetrantes, y modales relativamente finos y resueltos. Llamábase doña Jacinta Díaz de Vivar, persona de mucho orden y sentido común, la cual, sin dedicarse a los negocios de su marido, sin quererlos entender por no distraerse de los cuidados domésticos, los solía ver con frecuencia más claramente que él. Todas estas y aun otras buenas cualidades se eclipsaban al tratarse de su hija. Tenía por Matilde verdadera pasión: era su debilidad, el escollo de su buen juicio. Creíala una deidad ante la cual todos los hombres estaban obligados a doblar la rodilla. De las mujeres le importaba menos; les hacía gracia de la idolatría, o más bien, tomaba su desvío, sus murmuraciones y despegos por adoración involuntaria y culto indirecto del ídolo. No se presentó la diosa; pero su imagen estaba allí, en un gran cuadro pintado al óleo, y, como es de suponer, embellecida e idealizada por Madrazo. -¿Es usted..., según parece, el ingeniero de minas? -me preguntó con marcado interés. -Soy San Juan de las Abadesas -contesté sencillamente-. ¿Quién ha dicho a ustedes que yo era ingeniero de minas? -Su compañero de viaje, Félix Hurón, se lo indicó ayer a mi marido. Y por cierto que me alegro mucho de ello y aún más de que haya usted subido aquí, donde podremos hablar a solas. Estas palabras me obligaban a reflexionar un momento; y para no aparecer ni indeciso, ni siquiera sorprendido, fijé los ojos en el retrato. -¡Preciosa criatura! -exclamé como distraído y embelesado. -Sí, es un buen cuadro. El artista, entusiasmado con el original, se ha excedido a sí mismo. -¿El original es de la familia de usted?

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-Tan de la familia que es mi propia hija. -¿Y está parecida? -Algo se ha quedado atrás el pintor: los retratos nunca... En fin, usted, que parece inteligente, lo juzgará. Llamó con la campanilla, y apenas se presentó una muchacha alcarreña, gruesa, chata y mofletuda, le dijo: -¿No está la doncella? -Está vistiendo a la señorita. -Pues di a la señorita cuando acabe de vestirse que venga; que está aquí el señor ingeniero. -Señorita, la señorita ya está vestida, sino que, como ha venido el señor... El ama de casa miró a la alcarreña como queriendo tragársela con los ojos; pero tuvo serenidad y presencia de ánimo bastante para contestar naturalmente: -Como ha venido el señor, dila que ya no salimos a compras; que se quite la mantilla. -Sentiría incomodar... -repuse yo tomando por lo serio la enmienda de aquel lapsus linguae de la muchacha. -¡Oh, no! precisamente yo no tenía ganas de salir; y lo primero es lo primero. ¿Es usted amigo de Félix? La pregunta era de mera precaución oratoria; el minero descubridor del Poco y Bueno, ni mucho ni poco debía ser santo de la devoción de aquella señora. -¡Amigo yo de ese hombre! -contesté-. No cultivo semejante linaje de amistades. -Me alegro mucho. -He hecho por casualidad un viaje con él, lo cual basta y sobra para conocerlo a fondo. -Es un truhán, un pícaro que anda a caza de los millones de mi marido. Es uno de tantos pillos como vienen a Madrid a caza de gangas. No me di por aludido. Realmente yo no venía a cazar gangas, sino a pescar truchas, siquiera fuesen ultramarinas. -¡Millones! -repetí para mis adentros y mentalmente también exclamé sonriéndome: -¡Pobre don Benito!

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-¿Se sonríe usted? -Cierto: de la penetración de usted, de su talento. Ese juicio es el mismo que yo he formado acerca de Félix Hurón. Pero que yo piense así nada tiene de extraño, porque quizá he hecho mi viaje expresamente por conocerle. Sintiéronse pasos en el recibimiento y un sacudir las manos a palmadas, único aseo que se permitía D. Simeón después de andar con el bacalao de Escocia y el arroz de Valencia. -¡Mi marido! -exclamó doña Jacinta-; háblele usted con claridad: sálvelo usted, por Dios, y le viviremos eternamente agradecidas. Entró el comerciante con su eterno «dispense usted», y aun creo que añadió al darme la mano «salvo el guante», y no sin motivo a lo que parecía. -Mira, mira lo que dice el señor ingeniero acerca de tu amigo Félix Hurón. -Digo, ante todas cosas -repuse modesta y sinceramente-, que no soy ingeniero de minas. En la locura y furor que hoy reinan por esta clase de negocios, he querido estudiarlos, conocerlos de cerca, tomando, por decirlo así, vistas del natural; y ésta es una de las razones que me han obligado al insufrible, molestísimo e interminable viaje de la galera. -Pero no puede negarse -replicó don Simeón-, que muchas personas se han hecho ricas, inmensamente ricas con las minas. -Alguna que otra; rara, tan rara como el legítimo champagne, como el jerez legítimo en España. Más son las que se han enriquecido con los mineros, esto es, con los aficionados a minas. -¿Lo ves? -exclamó doña Jacinta. -En mi viaje he conocido a Félix Hurón. -Registrador famoso, denunciador a diestro y siniestro, que me está recomendado por varios amigos de la sierra. -¿Son amigos verdaderos, personas de confianza? -No los he tratado mucho; pero son corresponsales seguros que viven en el país, sobre el terreno, y se contentan con un módico tanto por ciento de los negocios. Félix Hurón viene además pertrechado de muestras, de copelas y declaraciones, unas en inglés, otras en francés, todas en lengua de extranjis.

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-Quisiera verlas; porque yo poseo algunos idiomas, y aun sé distinguir el oro y la plata del plomo y pedernal. A mí, mal que me esté el decirlo, no me deslumbra con guijarros más o menos fúlgidos y chispeantes. -Pues bien; voy a traerle a usted todo. Ha venido usted a esta casa como llovido del cielo, porque yo iba a salir en busca de una persona que me tradujera... Y las hay, sí, señor, aunque parezca imposible; hay quien entiende eso; pero no todos son de fiar. Pueden darle a uno gato por liebre, y donde dice hierro poner plata, y donde se expresa que de la copelación resultan tantos quilates, quitar o poner los que al perito le dé la gana. Conque voy... Salió el padre y entró la niña, con lo cual acabé de conocer por completo a la familia. Era gente honrada, de buenas costumbres, respetada en el barrio, y, sin embargo, compuesta de personas que vivían, por decirlo así, fuera de quicio. Don Simeón, después de haber aprendido en su pueblo a leer, escribir y contar, vino a Madrid y sentó plaza de hortera: principió barriendo la tienda y limpiando los cristales de los escaparates y las puertas; pasó luego al mostrador, y de allí al escritorio de su principal, hasta que a fuerza de tiempo y laboriosidad éste le traspasó la tienda. El hortera se calzó las botas y se hizo hombre. Íbale perfectamente en su comercio, en el que logró adquirir fama de formal y grave, y en efecto, engañaba lo menos que podía, y no robaba a nadie, excepto al Estado, cuyos intereses no tenía ningún escrúpulo en defraudar, valiéndose de contrabandistas y matuteros. Llegó a reunir caudal muy pingüe y sano, según fama; pero a la sazón parecía poco satisfecho de las ganancias que siempre le había proporcionado la tienda y aspiraba a negocios en grande: quería ser capitalista. De aquí su afición a las minas y sus vagos deseos de entrar en sociedades, contratas con el Gobierno, subastas, jugadas de bolsa y otros excesos. Pero aquellos deseos no parecían naturales en él, sino embutidos en su corazón por mano ajena. Doña Jacinta era el reverso de la medalla. Pertenecía a una familia hidalga, aunque pobre, y se casó muy a gusto con el comerciante, sin acordarse de que llevaba el apellido del Cid Campeador. En los primeros años de su matrimonio bajaba a la tienda con la costura, vigilaba a los dependientes, y cuando se aglomeraban los parroquianos en el mostrador, y todas las manos eran pocas para el despacho, no tenía inconveniente en envolver dos cuartos de especias, pesar una libra de garbanzos y alcanzar del anaquel latas de anchoas, de truchas escabechadas o de pimientos. Desde que la hija llegó al uso de la razón, doña Jacinta no pasó de la trastienda; desde el día en que Matilde se puso de largo, encerróse la madre en el entresuelo, y no descendió de allí como no fuese para salir a la calle. Matilde era, en efecto, causa principal de todos los cambios y mudanzas, anomalías y desentonos de la casa.

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Diéronle sus padres lo que se llama en su clase una educación brillante; aprendió a leer, escribir, y algo de francés: tocaba el piano, pero lo olvidó por el arpa, que a la sazón estaba en moda, como instrumento romántico que favorecía y daba cierto aire de elegancia a las señoras. De labores de su sexo sabía bordar, hacer flores, bolsillos, relojeras y otras chucherías. Pero no tenía tiempo ni aun para dedicarse a ellas. En cambio le sobraba para leer bueno o malo cuantos libros y periódicos había a las manos, y con singular predilección poesías y novelas. Ella, hija de un tendero, afectaba gustos, costumbres y modales aristocráticos; nunca se firmaba con el ramplón apellido de su padre, sino «Matilde P. Díaz de Vivar», y estaba siempre incitándole a que dejara el comercio al por menor dedicándose a los negocios o a la banca. Por dar gusto a la niña se pintó en el escaño del recibimiento el escudo de armas del Cid; la doncella servía a la mesa a estilo moderno, y ¡qué horror!, el comerciante de ultramarinos llegó a tomar té con galletas antes de acostarse. Bien es verdad que esta aberración no se prolongó más allá de dos semanas. Don Simeón no podía dormir, iba enflaqueciendo visiblemente, y hubiera descendido a la tumba al cabo de un par de meses a no mediar el filial cariño de Matilde. Tuvo ésta que transigir, y a la hora en que ella y su madre sorbían aristocráticamente la infusión chinesca, don Simeón se echaba al coleto un par de copas de jerez o de anisete de Burdeos. Con esta higiene se repuso en breve. Con respecto al acomodo de Matilde, el bello ideal de la madre era un hombre de talento, formal, honrado y de creencias y prácticas religiosas; el del padre, un propietario rico, un hombre adinerado y poco gastador; el de la hija... aún no se conocía. Así como la madre quería que todo mortal rindiese parias a Matilde, ésta se complacía en ser amada de todos, pero sin distinguir a ninguno. Sospechábase que su bello ideal era cualquier título de Castilla, o por lo menos algún hombre político de importancia que estuviese llamando a las puertas del ministerio o que por ellas acabara de salir; pero éstas no pasaban de meras suposiciones, fundadas en que la hija del tendero gustaba de notabilidades y aspiraba, sobre todo, a salir de su modesta esfera. Por lo demás, sin ser lo que se llama una mujer hermosa, tenía gracia, viveza y expresión en las miradas, y cierta palidez que estaba entonces a la moda. Vestía con elegancia, y bien puede asegurarse que sus estudios más profundos se dirigieran al arte del tocador y sus accesorios de mirar, saludar, mantener conversación y adquirir aire y modales distinguidos. Al principio pareció esto un tanto ridículo en la hija del tendero; pero a fuerza de talento y perseverancia ahogó la voz de la murmuración. Indudablemente se le había pegado algo de la tenacidad y buen juicio de su madre, porque sabía ser perseverante en sus propósitos y discreta en sus mismos defectos. Era más que discreta: era buena en el fondo, y si otra hubiera sido su educación, indudablemente habría pasado por muchacha excelente.

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Sin embargo de que la madre había dicho que Matilde se estaba vistiendo para salir a compras, entró con traje de casa, y algunos segundos después que ella, acabó de entrar la cola de su bata. Hízome un saludo por el estilo de los que yo había visto en la sociedad llamada de las Condesas en Alemania, al cual procuré corresponder como si me hallara dentro del paleto del marqués de Monte-rojo. Sospecho que no lo hice muy bien; pero creo firmemente que el talento de la niña no alcanzaba a distinguir ciertos matices. Apresuréme a satisfacer la vanidad de la madre diciéndola como en aparte de comedia: -Parecida, mucho; favorecida, nada. Doña Jacinta tenía prisa por abordar lo que era para ella y quizá para toda la casa el asunto del día, el principal objeto de la conversación. -Mira, hija mía, este caballero es el ingeniero de minas de que nos habló tu padre. Matilde me miró con frialdad y volvió a saludarme con la mayor indiferencia. La devolví el saludo a la misma temperatura. -Ante todas las cosas, permítame usted -dije a doña Jacinta- deshacer una equivocación en que están ustedes: yo no soy ingeniero de minas. -¿Pues qué es usted? -Literato. La cara de Matilde se despejó de repente; el termómetro subió de pronto algunos grados. -¿Pues no ha hecho usted un viaje por la sierra, y luego con Félix Hurón? ¿No es usted inteligente en minas y metales? -Un poco; he sido educado en el extranjero, y allá los literatos, o, para que nos entendamos, los hombres de letras, tienen que estudiar mucho: son astrónomos, geólogos, naturalistas, etc., etc. Claro es que en estos estudios indispensables para la literatura se deja uno llevar de sus aficiones particulares: y las mías, lo confieso, me han arrastrado a la mineralogía; pero... -Pero sabe usted más que un ingeniero; conoce bien a Félix Hurón, y para mí es usted un ingeniero, y como tal nos va usted a sacar de un apuro, nos puede usted salvar. Mi marido, que no ha pasado en su vida de la aritmética, ni ha salido, con mucho gusto mío de entre comestibles se empeña en hacerse minero, en adquirir la propiedad de unos cuantos hoyos que trata de venderle el Hurón, y esta niña...

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-Mamá, yo no entiendo de esas cosas -dijo Matilde-: a mí me duele en el alma ver a mi pobre papá respirando siempre en esa atmósfera de clavo y especias, de aceite y vinagre, y deseo verle brillar en otros horizontes. -Sí; pero el de las minas es muy turbio. Son especulaciones que él no entiende. -Mamá, yo veo que otros muchos menos inteligentes que papá, y generalmente palurdos y gentes de baja esfera, se han hecho poderosos con las minas; y si la suerte le deparase ahora un buen negocio, de ningún modo quisiera cargar con el remordimiento de haberle arrancado de las manos la fortuna. -Ni yo tampoco, hija mía; pero si tu padre no entiende el negocio, lo regular es que lo consulte con personas tan competentes como el señor. -Eso me parece prudente y racional: pero el señor dice que es... -Literato -añadí para completar la frase. -Ingeniero -repitió doña Jacinta por tercera o cuarta vez-. Y conoce bien al tal Félix Hurón. -Para lo cual -repuse- no se necesita ciertamente mucho ingenio; es suficiente tener abiertos los ojos, haber nacido en ciertos pañales y estar dotado de alguna penetración. Estas frases, un tanto atrevidas, con sus ribetes de petulantes, completaron la metamorfosis de la niña. -Eso es otra cosa, mamá; yo no digo que papá se eleve al templo de la Fortuna en brazos de Félix Hurón. -Que es manco -añadió la madre, desconcertando a Matilde con tan oportuna interrupción. -Manco o no -prosiguió Matilde de mal humor-, si fuese hombre de bien importaría poco; pero si es un bribón, un embaucador, y en vez de explotar minas trata de explotar a papá... -Así me lo parece señora -dije interviniendo en el poco edificante diálogo de hija y madre-. Pero no debemos formar juicios aventurados, y si las certificaciones y atestados que presenta... -Están todos en francés, inglés y alemán. -No importa. -¿Conoce usted esos idiomas?

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-Un poco. -¡Es usted un sabio! -He tenido una educación regular; he viajado algo. La conversación quedó interrumpida. El tendero entraba a la sazón con una caja de ejemplares de mineralogía en las manos y un legajo de papeles entre botón y botón de su gabán. -Aquí tiene usted -exclamó- lo que llama Jacinta «el cuerpo del delito». Me sonreí; fui tomando a pulso una por una aquellas muestras; me acerqué al balcón como para examinarlas a mejor luz, y volviendo luego a la chimenea para dejarlas en la caja donde habían venido, dije con aire de sinceridad: -Esto parece bueno. Veamos los certificados. Hice el mismo examen; pero sentado ya en la butaca y traduciendo en alta voz las frases que sin grande esfuerzo estaban a mi alcance: -También las declaraciones son excelentes; no dejan nada que desear -dije al concluir. Matilde triunfaba y no supo contenerse. -¡Lo ves mamá! -exclamó. -Debajo de una mala capa... -añadió don Simeón. -Sin embargo, me permitirán ustedes una pequeña observación -dije yo-; los certificados son muchos, casi tantos como ejemplares; pero todos parece que recaen sobre uno sólo. Plomo argentífero, y la proporción entre el plomo y la plata varía poco. Todo este legajo de declaraciones puede referirse muy bien a distintas muestras de un mismo filón. -¡Hola! -Hay más; lo que se presenta como filón, puede ser muy bien una bolsada, una vena que a los cuatro o cinco metros quede interrumpida. -¡Cáspita! -exclamó doña Jacinta-; y quien engaña en una cosa... -Es de presumir que trate de engañar en todas. -Eso es lo que digo de todos esos que se empeñan en hacernos ricos. Si yo supiese que me había de caer la lotería, ¿compraría un décimo?... Aunque fuese buscando el dinero a réditos o sacándolo de debajo de la tierra, ¿no tomaría el billete entero?

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-Mujer, que no lo entiendes; una cosa es descubrir minas y otra explotarlas. El descubridor, por lo regular, no tiene capital para la explotación, y por eso busca a quien lo tenga. De aquí las sociedades anónimas por acciones. -Perfectamente dicho -exclamé-; eso es precisamente en lo que nosotros debemos pensar: en fundar una sociedad anónima, cuyos directores seamos nosotros; presidente, por ejemplo, el señor don Simeón, y yo el secretario. -Pero se necesita para eso... -dijo doña Jacinta. -Nada. -En primer lugar, tener minas. -Félix Hurón, cualquier rústico pelafustán, las tiene de sobra. Entrarán a la parte. -Capital. -Eso corre de cuenta de los accionistas. -Muchas relaciones. -Esas las tengo yo. -¡Usted, que ha llegado ayer a Madrid! -Sí, señora; yo que he llegado ayer a Madrid, y que apenas soy conocido en España, mañana seré amigo de todo el mundo, formaré parte de la buena sociedad, tutearé a todas las notabilidades. No olvide usted que soy... -Ingeniero. -Literato. Acabo de escribir un Proverbio que pienso leer a unos cuantos amigos. Si ustedes aprueban mi proyecto, esa reunión de confianza se convertirá facilísimamente en una solemnidad en un té literario, al cual concurra todo el mundo alrededor de los verdaderos literatos. Los concurrentes serán nuestros futuros accionistas. -Veo que es usted un hombre de... -Mamá, un hombre de genio. Aquella frase fue la decisiva. En casa del comerciante de ultramarinos no se veía más que por los ojos de la niña, y el buen sentido de la madre y la aplicación, laboriosidad y talento mercantil del padre tenían que ceder a la ambición, desvanecimiento y deseos de brillar de la hija, neciamente empeñada en figurar entre la aristocracia, llevando consigo la mancha original de tendera.

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Mi plan quedó aprobado, como suele decirse, en principio. Era preciso, sin embargo, rumiarlo bien, modificarlo tal vez, según las circunstancias, y trazar con mano firme y correcta los detalles. Yo lo había propuesto por salir del paso, no porque fundase en él mis esperanzas. Fuese cualquiera el éxito de aquel negocio, el mío marchaba viento en popa. Vislumbraba ya que mi té sería magnífico y que no me costaría un cuarto. La amalgama de especulador y literato parecía hecha a propósito para atraerme las simpatías de Matilde, lisonjeando a un tiempo su vanidad y afán de figurar y su empeño en buscar la fuente de la riqueza en más altos manantiales que el mostrador de su padre. -Mamá -le dijo a doña Jacinta en un momento en que yo parecía distraído hablando aparte con el tendero acerca de las trapisondas de Félix Hurón-; mamá, ¡es un literato! -No porfío; pero a mí me parece ingeniero, un hombre que tan pronto se ha puesto al cabo de la calle, que conoce al manco, que sabe inglés, francés y alemán... -Mamá, esta noche tenemos función en el Coliseo. Déle usted un billete de entrada. Efectivamente, doña Jacinta, con una sonrisa que me alarmó al principio, se acercó a nosotros y me dijo: -Ya que se empeña usted en ser literato, creo que tendrá gusto en asistir a la función que celebra esta noche el Coliseo. -¿A qué se reduce? -Se canta, se toca el piano y el arpa, se declama y, sobre todo, se leen versos. -¿Pero van ustedes? -pregunté, dirigiendo la voz a la madre y la mirada a la hija. -Es probable -respondió ésta. -Es seguro -añadió aquélla-; no faltamos una noche siquiera. -¿Y usted hace algo? -pregunté a Matilde. -Hago música -me contestó con frase digna de mi camarero asturiano-. Pero esta noche no tocaré el arpa. Estoy muy nerviosa. Era el Coliseo una de las sociedades artístico-literarias más acreditadas a la sazón; quizá la más escogida y elegante de todas ellas. Cuando se representaba alguna obra dramática, se guardaba silencio; cuando se leían versos o se tocaba el piano, se charlaba; pero, indefectiblemente, al final de toda pieza o composición se aplaudía. El arte era allí el pretexto; el objeto verdadero de la reunión, el de

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todas a las que concurren jóvenes de uno y otro sexo. Quien sacaba el mayor partido de la literatura, de la música y aun de la escena, eran, como diría doña Quiteria, las malditas tiendas de las calles del Carmen, Espoz y Mina y Carrera de San Jerónimo. Pero si no allá, en más vastos escenarios se lucían literatos y artistas del Coliseo. Al día siguiente salían las gacetillas y reseñas de los periódicos enterando al público de que la bella e interesante señorita A ejecutó admirablemente la fantasía de la Sonámbula; la simpática y elegante señorita B tocó el arpa como un trovador de la Edad Media; que el distinguido literato C arrebató al público con sus quintillas a una bayadera, sultana u odalisca, etc., etc. La mayor parte de los concurrentes se enteraba de las poesías doce o veinte horas después de haber sido leídas en la tribuna. La regla general tenía, sin embargo, excepciones; había artistas y poetas favoritos a quienes era fácil distinguir entre los demás porque se les acogía con palmadas al sentarse al piano y asomarse a la tribuna. Los poetas más aplaudidos no eran los que mejores versos leían, sino los que mejor o más enfática y vanidosamente declamaban. Me pareció que muchos de ellos habían errado la vocación: como poetas, no pasaban de medianos; como actores, me parecieron excelentes. En las tablas no hubieran tenido precio. Mas no sé por qué fatalidad ninguno de ellos se sentía con vocación de cómico. ¡Lástima grande! Cuando acabé de tomar el pulso a la reunión y observé lo que en ella más me gustaba y se aplaudía, me dirigí a un portero preguntando por el presidente de la sociedad, y fui conducido a un gabinete que caía detrás del escenario. Era mi objeto pedir permiso para leer una de mis composiciones. -¿Pero usted, quién es? -me preguntó con desdén el presidente. A lo cual contesté: -Soy un aficionado a las letras que acabo de llegar de Inglaterra, Suiza y Alemania. -¿Y escribe usted en...? -En español, o lo procuro al menos. Le recitaré mis humildes versos para que me diga usted con franqueza si le parecen o no dignos de alternar, aunque en ínfimo puesto, con las magníficas poesías que esta noche se han leído. Guardó silencio el presidente y se encogió de hombros. Comprendí que no le faltaban deseos de oírme, temeroso, sin duda, de que yo fuese algún charlatán, iluso o presumido. Apenas recité las primeras estrofas, me interrumpió, diciéndome con entusiasmo: -Basta; es una cosa bellísima. Estoy impaciente porque le juzgue a usted el público. Va a ser una sorpresa, un acontecimiento en los fastos de la sociedad. ¿Cómo se llama usted?

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Le dije mi nombre y le repetí que acababa de llegar del extranjero, a donde había llegado la fama de muchos escritores que en España no eran debidamente apreciados. Entre otros, le cité su nombre. Tocó la campanilla y mandó alzar el telón de boca. El presidente, como si fuera un actor, se lanzó a las tablas, y con los pasos graves, pausados y cadenciosos de un tenor italiano, que al salir al escenario deja desdeñosamente la capa al pie de los bastidores, se acercó al proscenio y dijo: -Señores: Una grata sorpresa que todavía me embarga el ánimo, me impide anunciar a la Sociedad del Coliseo, en los escogidos términos de que ella sola es digna, un acontecimiento verdaderamente imprevisto. Un poeta, un vate, un trovador desconocido en España, pero cuyo nombre es, sin embargo, europeo; un joven errante por los bosques de la filosófica Germania, por los castillos de la nebulosa Albión y los chateaux de las Galias, se os va a presentar esta noche, sin más recomendación que su genio y su laúd. De todas las sociedades artístico-literarias que abundan en la corte, y con las cuales está la nuestra muy lejos de competir, ha escogido la del Coliseo para exhibirse modestamente, según él dice, para teatro de sus glorias, según yo creo. La sociedad juzgará con su inapelable criterio. He dicho. Callaron todos, tirios y troyanos, y momentos después, acompañado del introductor, que me dejó al pie de la escalera, subí a la tribuna. Iba yo muy decentemente vestido, con el mismo frac con que servía platos y vinos al marqués de Monte-rojo, pero sin la corbata blanca de ordenanza. Fui recibido con salvas de aplausos, a las cuales correspondí con leve inclinación de cabeza, a fuer de persona acostumbrada a semejantes demostraciones. Dirigí la vista al auditorio, y fijándola en Matilde, alcé la voz y dije: -¡A ella! Y a las barbas del distinguido, selecto y respetable público, la hice mi declaración de amor con todo el fuego, ternura y sentimiento de que era capaz el alma de Benito. No hay que decir que aquellos versos eran suyos; pero mío fue el énfasis, mío fue el acento hueco unas veces y campanudo, trémulo otras y vibrante; mías sobre todo fueron las miradas, el gesto y demás partes de la declamación. Llevaba yo aprendidos los versos de memoria; pero era de rigor que no dejase de la mano el papel. El papel, para los declamadores de la poesía, es el abanico en manos de una coqueta. Conseguí que se me escuchara con suma atención, o por mejor decir, lo había conseguido el presidente del Coliseo con su rubicundo y almibarado discurso de

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presentación. Fui interrumpido por murmullos de aprobación; fui coronado de aplausos que se prolongaron más allá de mi desaparición de la tribuna. Tuve que salir a las tablas y volver a leer mi poemita con mayor éxito que la vez primera, no porque lo hiciese mejor ni peor, sino porque el fuego del entusiasmo se alimenta de sí mismo. Me retiré al gabinete o sala de descanso de la junta directiva. Todos los que allí bullían y manipulaban entraron a felicitarme. No me desvanecieron los plácemes y elogios; comprendí que estaba en una sociedad de aplausos mutuos, y procuré corresponder a las lisonjas que se me dirigían con otras mucho más robustas y calurosas. Creo que a nadie le parecieron excesivas; el escritor no se harta de incienso hasta que le ahogan en el hollín. La fama de toda aquella turba -excusado es decir que no vi a ningún poeta de primer orden- había traspasado los Pirineos, los Apeninos y aun los Alpes nóricos, según mi verídico testimonio. Apenas respiraba un tanto libre de la humareda, se me acercó un joven con ojos de lince y movimientos de ardilla. Traía un lápiz en la diestra y una cartera sebosa en la siniestra. -¿Su nombre de usted? -me preguntó. -Pepe Gil. -¿No tiene usted otro apellido? -De San Juan de las Abadesas -le contesté después de haber vacilado un momento. Me dio mala espina aquel muchacho; me pareció un agente de Policía, porque apuntaba, con ligereza taquigráfica mis respuestas. -¿Su patria de usted? Entonces me encaré con él, y apelando a todo mi valor, le interrogué diciendo: -¿Y usted por qué me lo pregunta? ¿Qué derecho tiene usted de hacerme estas pesquisas? ¿Qué tengo yo que ver con la Policía? -Soy el gacetillero, el redactor noticiero, el reporter de los salones en El Correidile. -¡Ah! Dispense usted. -Estoy encargado de la crónica elegante, literaria, filarmónica y escandalosa, y para no incurrir en lamentables equivocaciones al dar cuenta del acontecimiento de esta noche, quisiera que me diese usted algunos datos biográficos.

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Pues bien; ya sabe usted cómo me llamo. Puede usted añadir que he pasado la mayor parte de mi vida en el extranjero, y que en la fonda de la Vizcaína, donde por ahora tiene usted su casa, pienso reunir una de estas noches a mis amigos para un té puramente literario. -En el cual supongo que leerá usted alguna de sus obras. -O las ajenas. Yo leeré un proverbio. -¿Intitulado? -Hombre, no sé; no me acuerdo en este momento; pienso concluirlo esta noche -dije corrigiéndome- y no sé todavía qué título ponerle, ni si llamarle drama, comedia o proverbio. Por ahora basta lo dicho para noticia del público. -Ciertamente, bastan por ahora estos apuntes -dijo el noticiero cerrando la cartera-. ¿Quiere usted redactar el juicio crítico de su composición? -Gracias. Y añadió al despedirse: -Rafael Bullebulle, cronista, redactor y reporter de El Correidile. Tras éste vinieron otros que, además de datos biográficos me pidieron la composición «para honrar con ella sus columnas», según frase hecha y estereotipada. No siempre había de ser interrogado; tocóme el turno de preguntar también. Discurría y revolaba entre artistas, periodistas y literatos un joven que, por el bulto, debía ser escritor de gran peso, autor de tomo y lomo. Parecía hombre de muchas campanillas, según su empaque y el aire que se daba. Pero en medio del esmero y elegancia que afectaba en el vestir, traslucíase un no sé qué de cursi que le vendía y le acusaba de allegadizo e improvisado. Era a la cuenta tan conocido como conocedor de aquella gente. Tuteaba a todo el mundo, y con igual familiaridad le trataban todos. A mí no me dejaba respirar. -¿Quién es usted? -le pregunté. -Me llaman don José; para ti soy Pepe Blas. A no ser porque huía yo del lenguaje de los ayudas de cámara, como gato escaldado del agua fría, le hubiera replicado: ¿Todo corto?... Pero me contenté con decirle: -¿Ni más ni menos? -Nada más que Pepe Blas. Ya ves que yo también hago versos.

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Y se rió la gracia. -¿Escribe usted? -Más de lo que quisiera. -Tengo especie de que las obras de usted se han traducido en el extranjero. -Pues mira, chico, hasta ahora no se han escrito en castellano. -¿Qué escribes entonces? -Cartas, muchísimas cartas, y de vez en cuando alguna nota en la secretaría. Soy director, diputado y amigo y compañero de todos los hombres de talento. Vivo entre vosotros para aprender a huir de vuestro modo de vivir. Yo te daré mis lecciones; porque supongo que tú, como todos los hombres de genio, las necesitas. Y primera de todas, porque a la más urgente: hazte; no accedas, por ahora, a las pretensiones de ninguno de estos literatos y periodistas de la orden tercera; no le entregues tus versos. Como puedes suponer, esta última indicación estaba muy de acuerdo con mi modestia, y sobre todo con el recelo de ofender demasiado la de Benito. Sin saberlo, sin pretenderlo yo cuando menos, aquel personaje fue mi sombra durante la noche, y algún momento que su protección, su charla y sus obsequios me dejaban discurrir, pude pensar en la singular coincidencia de nuestros nombres. ¡Pepe Gil y Pepe Blas! -¿Si será de mi familia? -decía yo para mis adentros. Salí de aquel aposento, que entre escritores españoles era conocido con el nombre de foyer, y volví al salón con mi inseparable homónimo. Todos me miraban. Don José estaba en sus glorias, y mi triunfo parecía suyo. A instancia de parte me presentó a dos o tres señoras, después de lo cual pude sentarme al lado de Matilde. No te diré la acogida que tuve. Por de pronto, más que la belleza de la composición, debía interesarle el despejar la incógnita del título, saber quién era ella. -¿Hace mucho tiempo que ha compuesto usted esos versos? -me preguntó. -Es una improvisación; y si algún mérito tiene es el de haber sido escrita esta misma noche después de comer. -Si ese es su mérito, es también su disculpa -me contestó sonriéndose-; eso no se escribe más que de sobremesa. Y la hija del tendero añadió en voz baja:

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-Pepito, me ha puesto usted en berlina. -¡Yo! -Esta noche en el Coliseo, y mañana Dios lo sabe... mañana quizá en todos los periódicos. No sé adónde hubiera ido a parar este diálogo sin la intervención de la mamá, que dijo a la sazón: -Se ha empeñado usted en dejarme fea. -¡A usted, señora! ¡Imposible! -Sí, por cierto, ya es usted literato. -¿Qué importa? Por complacer a usted sería capaz de convertirme en... ingeniero. - V - Un hombre público Tras un sueño de triunfador en el Capitolio, me desperté muy entrada la mañana y tiré del cordón de la campanilla de una manera que bien puedo calificar de artística. Nadie como yo estaba en el caso de distinguir por el modo de llamar el carácter y aun la educación y categoría de un amo. Los que no están acostumbrados a hacerse obedecer creen darse mayor importancia cuanto más fuerte y seco es el golpe; los que han ejercido siempre verdadera autoridad y son obedecidos a la menor indicación, juzgan de mal tono bulla, gritos y apresuramiento. Hago estas observaciones porque, al paso que se van creando artes y ciencias especiales, por ventura le llegue el turno al arte de tocar la campanilla. Acudió el gabacho con los zorros en la mano, delantal blanco y en mangas de camisa. Acordéme involuntariamente del marqués de Monte-rojo, que nunca me hubiera tolerado semejante grosería. Yo me contenté con decir: -Jamás he permitido que mis criados se presenten en traje semejante. El asturiano me pidió perdón, reconoció su falta y se disculpó cometiendo otras ciento contra la sintaxis, la prosodia y la ortografía de la lengua castellana. -Los periódicos de hoy -añadí con sequedad.

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Poco después, Toribio, que así se llamaba el astur mal injerto en francés, volvió decentemente vestido, trayéndome dos o tres papeles públicos en una bandeja de metal blanco. Me vi por primera vez en letras de molde, y en honor de la verdad me vi tal, que no me conocía. No era yo ni el Pepe Gil del marqués de Monte-rojo, ni el San Juan de las Abadesas del Coliseo: era un ente ideal y fantástico: era, a pesar del lapicero y cartera de Rafael Bullebulle; lo que cada cronista y gacetillero había querido hacer de mí para lucirse a mis expensas y excitar el interés de los lectores. Pero de todos modos era ya una notabilidad en la corte, casi un hombre célebre. Afortunadamente para mí nadie citaba un solo verso de la composición de Benito. Sólo se indicaba su título, ¿A ella?; pero como el autor había escrito aquellas estrofas en desahogo del corazón, cálamo currente, y sin sospechar ni imaginarse que habían de salir nunca de su buhardilla, no las puso epígrafe ninguno, y el que yo las di era muy usual y vulgar en el Parnaso contemporáneo. Mas si por este lado estaba a cubierto, quedaba horrorosamente comprometido con la presencia de Benito en Madrid. Había que mandarlo a provincias a toda costa, y ninguna manera mejor, más natural ni más equitativa que la de proporcionarle el empleo que solicitaba: compensación, indemnización si tú quieres del plagio de la noche anterior y de los que pensaba perpetrar en las sucesivas. Tenía yo mis esperanzas en don José, que por las trazas se había propuesto no dejarme respirar. Dígolo, porque, sin acabarme de vestir, le vi entrar en mi habitación con sombrero chambergo y traje corto de mañana, diciéndome que venía a almorzar conmigo. Aquel personaje político medraba y hacía su carrera con la literatura, sin usarla ni tocarla para nada. Para sus lectores no necesitaba más gramática que la parda, ni más elocuencia y persuasiva que las credenciales; pero no sabía vivir sino entre escritores públicos, de quien parecía protector nato y amigo obligado. Ellos, en cambio, lo celebraban en los periódicos y lo acreditaban en todas partes, salvo alguno de quien se llegó a sospechar si le había o no sacado a la escena como tipo original y curioso, o bosquejado en algún artículo de costumbres. Sea de esto lo que fuere, Pepe Blas nunca se dio por aludido, pues de lo contrario habrían costado caras a los autores tan irrespetuosas y malignas chanzas. Pasaba por hombre muy susceptible y mal sufridor de moscas. Le hablé del compromiso en que me hallaba con el empleo de Benito: díjele que era un amigo de la infancia a quien yo profesaba fraternal cariño. Me pidió la nota, y pasando la vista por ella, exclamó. -Esto no vale nada. Dalo por hecho. Precisamente tengo yo ahora una cuestión en Gracia y Justicia, y allí no se me niega nada. -Pero yo necesitaba pronto, muy pronto, hoy mismo, si ser pudiera, esa credencial.

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-Iré por ella después de almorzar. Sí; hoy es día de despacho. Pero, hombre, me pasma la modestia de tu amigo. ¡Una promotoría de entrada y sin fijar punto determinado! -Así es; una promotoría, sea donde fuere. Don José trató de cumplir su palabra, y después de almorzar tomó un coche y se fue al ministerio. Yo me quedé fumando y pensando en mi situación. Me infundía miedo, no por mi propia audacia, sino mi mucha suerte. No sé qué voz interior me decía que aquello no podía durar, que a tanta y tan repentina elevación correspondía estrepitosa caída. Hubiera preferido luchar un poco más con la fortuna; quizá el estruendo del combate habría acallado la voz de mi conciencia. Pero aun dado caso de que quisiera retroceder, me consideré ya muy comprometido y como verdadero réprobo, sin tiempo para ello. Además de que empezaba a vislumbrar que con toda mi osadía y descomunal ambición no pasaba de ser un pobre diablo, un miserable aprendiz ante los grandes maestros del arte que pululaban en la corte. No sé por qué se me figuró que el don José era uno de ellos y más Pepe todavía que el San Juan de las Abadesas. Hombrachón y finchado, como un portugués, aún le venía muy ancha la importancia que se daba. Sacóme de estas reflexiones el camarero, que de buenas a primera me enderezó la siguiente diabólica pregunta: -Perdón, señor. El señor ¿es el marqués de Monte-rojo? Por grande que fuese mi serenidad, por apercibido que estuviese a todo linaje de encuentros y aventuras, hube de turbarme un poco ante aquella interpelación inesperada y brusca. -¿Por qué lo preguntas? -le respondí. -Porque hay aquí un paisano que demanda al señor marqués. -¿Judicialmente? -Que pregunta por el señor marqués, y como la maleta del señor tiene corona... -Que pase. Hazle entrar. Debí de quedarme pálido, porque sentía frío en las mejillas. Momentos después se me presentó un lugareño, como de cincuenta o sesenta años, rústico, sencillote, pero de fisonomía inteligente, con puntas y ribetes de ladina y maliciosa. Sin saludarme exclamó:

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-¡Qué bruto! No es éste. Y se volvía hacia la puerta del aposento. -¿Por quién pregunta usted? -Por nadie que a usted se le importe. -¿Acaso por el marqués de Monte-rojo? -¡Otra te pego! No es por el señor marqués, no parece sino que en esta casa sólo se albergan marqueses. Pregunto, para que usted me entienda, por el perito agrónomo tasador de las fincas del señor marqués de Monte-rojo. -Le conozco mucho. -¿Al perito? -Al marqués. -¿De veras? -Es muy amigo mío. -Esa es harina de otro costal. Pues con permiso de usted me siento, que este Madrid es capaz de reventar a un mulo, cuanto más... Pues me alegro, hombre, me alegro de la conocencia. -Dejé al marqués en el extranjero hace algún tiempo. -Y allí debe seguir, por lo que es cuenta. Comencé a respirar, porque creí que lo tenía encima. -Pues yo vengo a la subasta de la dehesa. -¿De cuál de ellas? -La que llaman de los Bocales. -La conozco mucho. -¿Ha estado usted en el lugar? -No necesito haber estado para conocerla. Bonita finca.

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-Como que produce 20.000 reales de renta al año. -Un poco más. -No llegan a 30.000. -Sólo de pastos, leña y bellotas; pero usted no cuenta el monte pardo y las tierras de labor. -Veo que conoce usted la finca. -¿Y dónde me deja usted los corderos, la caza y los cerdos que tiene que recibir por Pascuas y San Juan el propietario? ¡Si aquello es una bendición de Dios! Llególe el turno de empalidecer al lugareño. -¿Viene usted por casualidad...? -A la subasta; y decidido a quedarme con la dehesa. -Pues nos haremos mal tercio, porque yo pienso pujar... -Allá nos veremos los valientes. -Diga usted, ¿no pudiéramos entendernos como dos hombres de bien? -Es difícil que me entienda con usted de esa manera. -Si usted se aviniera a recibir una prima... -O si usted quisiera tomarla... -Hombre, la dehesa me viene a mí mejor que a usted, porque yo vivo cerca; puedo llevar la hacienda en cultivo... -¿Y cuánto me dará usted si no me presento a la subasta? -Le daría para un refresco. -Cada refresco me cuesta una talega. -No le convidarán a usted muy a menudo. En fin, le daré a usted media si me quedo con la finca. -No, señor; la finca ha de ser mía. -Lo veremos -me contestó el patán con aire amenazador.

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-Eso quiere decir -repuse con sorna- que usted lo pensará mejor y más despacio. -No hay mucho tiempo que perder, porque mañana es el remate. -Lo sé perfectamente, por lo cual he creído sinceras sus palabras de usted; nos veremos... -Esta noche en el café Suizo. Quedamos conformes y nos despedimos con un apretón de manos como dos caballeros... de industria. Volví a tomar los periódicos, recorrí con afán la plana de anuncios y no tardé en hallar el de la venta en pública subasta extrajudicial de la dehesa de los Bocales. No me extrañó ver al marqués de Monte-rojo en tales pasos; la vida que llevaba no era para menos. Desde que concluyó la guerra civil en Vergara había emigrado, protestando con su ausencia contra la causa que acababa de triunfar, y sólo en caso de absoluta necesidad, y por el menos tiempo posible, volvía a España. No parece sino que le quemaba los pies el suelo de la patria. Este género de vida exigía grandes gastos, y aunque los suyos no eran excesivos obligábale a muchos su liberalidad, su generosidad caballeresca. Yo estaba bien enterado de sus negocios, pues aunque al marqués le daba por emborronar papel y administrar su hacienda, aunque de lejos, solía pasarse sin secretario y echaba mano de su ayuda de cámara cuando lo apuraba la correspondencia. El anuncio de la subasta, publicado en cuantos periódicos tenía a la vista, me escandalizó por otro motivo: la finca cuyo valor real conocía perfectamente por sus productos, estaba tan mal tasada, que me irrité. Indudablemente, entre el administrador, el perito y el cacique del pueblo había acuerdo y compostura para el negocio, y el pobre marqués iba a ser víctima de sus apuros y repugnancia en venir a España. ¿Qué había de hacerlo yo? No pudiendo remediarlo, traté de sacar partido de aquella situación. Veníaseme a las manos un magnífico negocio, con el cual podía hacerme hombre. No te imagines que pensé en los miserables diez mil reales que había ofrecido el lugareño; a mayores alturas se remontaba mi pensamiento. Traté de quedarme, si no de presente, andando el tiempo, con la dehesa proponiendo el negocio al padre de mi futura esposa. Con esta proposición metía la tienta a los talegos del comerciante y lo arrancaba de las uñas del Hurón, que iba a devorarlo. El tendero vino muy a la sazón a felicitarme por el triunfo de la noche anterior. Las indicaciones que le había hecho acerca de los descubrimientos, denuncias, registros y sociedades anónimas, habían sido suficientes para que don Simeón, suspicaz de suyo y celoso guardador de su caudal, adquirido maravedí por maravedí y con el ímprobo trabajo de toda su vida, hubiese recibido con cierto despego y desconfianza aquella mañana misma

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al manco y tuerto de la galera. Este, por otra parte, no se dejaba engatusar con proyectos de sociedades anónimas, y poco o mucho buscaba de presente dinero en metálico o buenos billetes de Banco, como se dice en estilo escribanil, por sus pozos tan caprichosa y fantásticamente apellidados. No podía hallar al comerciante en situación más propicia para embestir a los Bocales del marqués de Monte rojo. Le hablé al alma y con toda claridad. Le referí mi entrevista con el futuro licitador, y la prima que desde luego me había ofrecido. -Pero hombre, veinte mil duros de presente es mucho dinero. -Veinte mil duros son quizá la mitad del valor de esa finca. -Y precisamente yo estoy ahora en tratos para comprar una casita en Madrid que me cuesta más de un millón de reales. -Se queda usted con casa y dehesa, y es usted propietario rústico y urbano. -Crea usted que a mí no se me encoge el ombligo por... -Lo creo firmemente. -Mi mujer no desea otra cosa; quiere que me afinque y haga propietario, pero sin cerrar la tienda, venero, como dice, de nuestra fortuna. -¿Y Matilde? -La niña tiene otras aspiraciones. Desea verme en la banca, en la bolsa, en los negocios. Y eso que esta mañana hablaba ya de distinta manera. Parecía entusiasmada con la vida pública y los hombres célebres... -¡Cómo! ¿Matilde quiere hacerle a usted hombre célebre? -A mí no, porque sería un disparate, un imposible. -Según y conforme. Usted puede aspirar a la diputación, a la senaduría; pues una vez afincado, pagaría usted por contribución territorial... -Una barbaridad. No quiero ni pensarlo, porque eso es precisamente lo que me retrae. -Pero la industrial tampoco será floja. -Otra barbaridad. En fin, de contribuciones no nos hemos de librar. Apechugo, pues, con la de inmuebles y me lanzo a la subasta, si es que usted conoce bien la finca.

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-Como si fuera mía; y le aseguro, bajo palabra de caballero, que si puede quedarse con ella por los 20, y aunque sean 25.000 duros, saca usted al capital cerca del 10 por 100 y tiene su dinero más seguro que en el Banco de Londres. Pero aun podemos aspirar a más, si nuestro cacique se retira mediante una prima, en cuyo caso la dehesa será de usted por las dos terceras partes de la tasación. -No lo sé, no lo sé; veremos, qué cara pone Matilde. Del semblante de Matilde casi, casi me atrevía a responderle en el acto, por lo que de ella había visto la noche anterior y oído a su padre minutos antes. A nadie mejor que a la niña, ambiciosa y con ínfulas de aristocracia, podía convenir la nueva situación de su padre, el cual, por más que en otra cosa se empeñara doña Jacinta, se vería en el caso de abandonar el comercio al por menor, que tanto mortificaba a la hija. Por lo demás, yo no dudaba de haber conquistado, si no el corazón, por lo menos la imaginación de Matilde; y no siendo ya problemáticos los millones del padre, ganar la voluntad y el afecto de don Simeón y doña Jacinta era el único que me faltaba. No lo creí difícil, sobre todo procediendo con cierta elevación de miras, sin engolosinarme con ciertos mezquinos atractivos de lo presente. Gran tentación fue para mí, te lo confieso, la prima que me ofrecía el lugareño: con ella, en efecto, hubiera salido de los apuros del momento, y celebrado mi fiesta literaria con holgura y esplendor; pero supe hacerme superior a semejantes ofertas. Despreciándolas, iba a conseguir mayores ganancias. Doña Jacinta tenía que agradecerme la salvación de su fortuna, y don Simeón un buen negocio. Temía, en cambio, verme obligado a salir prematuramente de la carrera en que acababa de entrar, y precisado a ser hombre político, a emprender lo que por antonomasia se llama vida pública. Pero ¿qué mal había en esto? Más disposiciones tenía yo para ella que para la literatura, en que no podía brillar, ni aun figurar sino a expensas de Benito. Un suceso que me veo obligado a referirte con alguna minuciosidad modificó, sin embargo, mis ideas. Acudí a la cita del café Suizo, y en él encontré a mi lugareño, que se llamaba don Ambrosio Roblegordo, más fuerte que un roble y más robusto que el mejor de los toros que pastaban en la codiciada dehesa. Nos sentamos en un rincón a lo obscuro, porque ni el traje, ni las gesticulaciones y licencias que se permitía el ricacho eran para ostentarlas muy a la luz, ni tampoco los asuntos de que íbamos a tratar exigían numeroso auditorio. Me mostré inflexible, casi indignado, cuando volvió a mentar la media talega; inexorable también con la talega entera, a que poco a poco se remontó la prima, acabé por ofrecérsela yo en nombre de un cierto amigo mío, si este llegaba a presentarse solo en la licitación y a quedarse, por consiguiente, con la finca. -Bueno -exclamó el cacique-, habré hecho el viaje en balde, y si saco además algunos destinillos, me doy por satisfecho.

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Parecía estarlo efectivamente, y se distraía con cualquier cosa. Tomando estábamos sendas copas de jerez, cuando reparé en un caballero alto, bastante grueso, de cara redonda, colorada y como de Pascua. Parecióme de pronto un quídam, un elegante cursi, un tonto presumido. Pero me equivoqué: era don José. -Oiga usted -me dijo el lugareño-; ¿quién es ese señorón? No; pues digo a usted ahora que me equivoco. Ese hombre tiene traza de ser de mucha suposición. Mírelo usted. ¡Qué gordo! ¡Qué satisfecho de sí mismo! ¡Qué aire de importancia! ¡Cómo le saludan todos! ¡Cómo ahueca la voz y se despide sin bajar la cabeza, con una sonrisa, con una mano al desgaire!... Pero ¡calla! ¡Pasa por aquí! ¡Yo conozco esa cara; no hay duda: es el mismo! Voy a saludarle. Ambrosio se marchó al encuentro de su conocido. Tuvo mi amigo la gracia de olvidarse de mí, y la celebré infinito. Se encaró con el personaje, le miró de arriba a bajo, le dio una palmada en el hombro, luego una bofetada que hubiera sido casi imperceptible con menos ásperas y callosas manos; y como nada de esto bastase para que volviese el caballero de su estupefacción; mi Ambrosio le decía en alta voz: -¿Pepe? ¡Eh! chico ¿Pepillo? ¡Caramba, cómo has engordado! ¡Qué estirón y qué...! ¿No me conoces? ¿Pues no te acuerdas del tío Ambrosio, que siempre ha sido tu parroquiano? No arrugues las cejas, hombre, que justamente todavía llevo pantalones que tienen cuchillos de tu mano. -¿Qué es eso? ¿Quién es usted? -Ambrosio. -¿Ambrosio de qué? -¡El tío Ambrosio? ¡El alcalde de tu pueblo! ¡El que te daba...! -¡Ah! Sí, ya caigo. ¡Qué cosas tienes, Ambrosio!... No hablemos de eso. Yo mudé de carrera... -¡Hola! ¿Con que tú por tú? ¿A la pata la llana? Sea; pero vamos, ¿qué oficio tienes? -Vente; ven por aquí adentro; tomaremos un ponche, un helado. -Lo que tú quieras, dos o tres... lo que tú quieras; veo que con todo tu boato, y tus medros, y tu... vamos, tienes buen corazón... ¿Te acuerdas de las muchas veces que te guardábamos las sobras del puchero?... ¡Caramba! ¡Qué flacucho estabas y qué gazuza

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tenías! ¡Voto al chápiro verde! ¿Cómo has hecho para echar esos mofletes? ¡Si pareces un caballero! Ambrosio siguió al buen don José y me dejó con un palmo de narices. ¡Ingrato! ¡No sabía él cuán cara me era su compañía! Yo no sé si por afición o por curiosidad de conocer a mi amigo me tentó el diablo de seguirlos y de sentarme cerca de ellos, detrás de un biombo donde les oía perfectamente la conversación. -Por Dios, señor don Ambrosio -decía Pepe Blas en tono más humanizado-; ¿quiere usted tener la bondad de bajar la voz? Usted extrañará... ya se ve, mi posición social, mi dignidad, mi... -Vamos, ya entiendo: te has examinado de maestro, ¿no es verdad? ¡Acabáramos con mil diantres! Hombre..., no lo digo por ti, pero, ¡cómo robáis por acá los sastres! -Como por allá, señor don Ambrosio -le contestó Pepe con rostro avinagrado-. Aquí como en todas partes, vestidores y vestidos roban lo que pueden. -¡Qué diantre, no te enfades! No hay regla sin excepción; y eso que tú para ese lujo, y esa prosopopeya, y... Yo no sé cómo hacéis esos milagros. Pero ya se ve. Figúrate tú que han tenido valor para pedirme por una anguarina, o gabán, o como le llaméis... ¿Cuánto te parece? Pero, digo, ¡si tú lo sabrás! ¡Treinta y cinco duros! ¡Hombre, treinta y cinco duros! ¡Qué escándalo! Si con poco más tenía para media yunta. Eso sí, la anguarina estaba hecha: no tenía necesidad ni de una puntada; y toda forrada de seda, lo mismo que las casullas que sacan por el Corpus. Chico, me parecía más maja por dentro que por fuera. ¡Pero treinta y cinco duros! ¡Qué barbaridad! ¡Con media docena de gabanes pongo el dote de una de mis hijas! -Señor don Ambrosio, ya le dije a usted que había cambiado de carrera. -Pero hombre -exclamó el lugareño como quien ve visiones-, ¿qué significa eso de carrera? ¿Te has hecho médico, abogado, teólogo? Yo no sé que haya otra cosa que se llame carrera sino la que dan los caballos. -Soy hombre público, señor don Ambrosio. -¡Hombre público! Chico, no entiendo esa jerga. -Hombre público quiere decir hombre de estado... -¡Acabarás de una vez! ¡Vete con mil diantres, que ya te entiendo a la postre! ¿Con que te has casado? -¡Oh! Todavía no.

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-Sí, que tú de cura maldita la traza que tienes... -Pero ¿no nos entenderemos alguna vez? Hombre de Estado no quiere decir que yo lo haya tomado; hombre público es lo que usted no entiende... ni yo tampoco, a decir verdad; pero... en una palabra; soy un funcionario... -No digas más, hombre, no digas más. ¿Conque te has metido a dar funciones?... Ya me parecía a mí que tenías traza de comediante... No, pues para eso no te faltaba labia y desparpajo, y... -Señor don Ambrosio, veo que mi país no ha dado un solo paso por la senda de la civilización; al cabo de los años viene usted tan... selvático y cerril como cuando le dejé. Soy funcionario público, es decir, alto empleado; tengo dos o tres cruces, hago discursos, soy diputado... Estaba a la sazón el buen Ambrosio zampándose un vaso grande de leche amerengada, con sus correspondientes bollos, barquillos y bizcochos, y fue cosa de ver el brinco que pegó, echando a rodar por la mesa el vaso que tenía cogido con ambas manos. -¡Diputado tú! -Sí, señor. -Pero ¿diputado de qué?... ¿De esos que hablan tan bien, que cantan la cartilla a los ministros y se ponen como ropa de Pascua? ¿Diputado como el señor conde, que ha salido por nuestro pueblo, y que, por más señas, me ha perdonado la renta del año pasado? -Sí, señor; tan diputado como el conde. -¡Pero, hombre! -exclamó con sencillez el buen Ambrosio-, ¿y quién te ha dado dinero para ser diputado? -No he gastado un cuarto. -¡Otra que te pego! -En la provincia por donde he salido nadie me conocía... -Ya lo supongo: conociéndote a ti, ¿quién diablo?... Pero ¿cómo se hacen estas cosas? Los sesos se me vuelven agua de tanto discurrir -dijo el lugareño acabando de recoger en el vaso la leche vertida y saboreándola después sin aprensión alguna. -Escuche usted, señor Ambrosio -respondió el caballero-; por poco que usted discurra, debe conocer que su presencia me incomoda... -¡Hombre! Te vienes con unas indirectas...

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-Soy franco. -No lo jures. -Me incomoda usted, lo repito; porque me hace recordar cosas que algunas veces me figuro que todo el mundo las ha olvidado. Pero en medio de la mortificación de mi amor propio, soy agradecido y leal; y aunque exija de usted que en público me trate con respeto, privadamente seré para usted el Pepillo de marras, que después de comer las sobras del puchero se subía a las bardas del corral a matarle las gallinas a pedradas, o pescarle pavos con anzuelo. -¿Conque eres tú, pícaro, quien diezmaba mi gallinero? -Sí, señor; pero hoy quiero restituirle cuanto le debo: quiero llevarle a mi casa, y antes de que vea usted al hombre público cercano al apogeo de la fortuna, le contaré a usted los medios de que se ha valido para ascender a tan elevados puestos. Aquí noté cierto movimiento de sillas, un restregar de manos callosas, una tosecilla, un estruendo como de dejar caer dos codos semejantes a dos pesadas mazas, síntomas todos de la atención y curiosidad. -Vamos a ver -dijo por fin Ambrosio con cierta inquietud y complacencia. El caballero, después de un rato de silencio, en voz baja, pero perceptible, con aire complacido y tono familiar, comenzó su narración en los términos siguientes: -Ha de saber usted, señor don Ambrosio, que en las alas de próspera fortuna llegué a Madrid, como los aventureros del siglo XVI arribaban a las Indias; con ciertos instintos ambiciosos, con un no sé qué de inquieto y desasosegado que hervía en el corazón y turbaba la cabeza, haciéndome sospechar, sin atreverme a pensarlo, que yo llegaría a ser grande hombre. Yo ya me tenía casi por un héroe; pero sepa usted, amigo mío, que los héroes tienen apetito, por más que las historias y las novelas le autoricen con su silencio a pensar lo contrario. Los héroes comen: verdad terrible, necesidad cruel que ha engendrado y muerto y sepultado proezas inauditas. En la precisión de comer, hay que gastar, y para gastar tener dinero, y si no se tiene, ganarlo o pedirlo prestado. Acomodéme, pues, a lo primero en la imposibilidad absoluta de contar con lo segundo. Me presenté a Urrestilla. No me turbé ante la majestad de los sastres; le hizo impresión la soltura de mis modales y de mis dedos, el aplomo de mi continente y de mi plancha, la finura de mi lenguaje y de mis puntadas, y sobre todo quedó enamorado de unas prendas, es decir, de las que le presenté de muestra. Urrestilla se sonrió, y el futuro grande hombre quedó hecho oficial de su obrador. Estaba yo cosiendo en él, y trazando en los pespuntes del cuello de una capa los planos de mi felicidad, cuando a la puerta de la tienda se paró un coche simón, o por imposibilidad de seguir adelante, o por necesidad de algún respiro; ello es que la desvencijada máquina vomitó un hombre... No pintaré a usted la fisonomía; el ojo de los sastres examina primero el corte que el porte; la expresión está para ellos en el vestido, no en el rostro. Gall y

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Delille, con sólo palpar un cogote le dicen a usted: aquí hay un pícaro, un bribón de cuatro suelas, y es preciso confesar que cuando auguran mal los frenólogos, pocas veces se equivocan. Lavater tiene que echar su plomada y arrimar el cartabón para medir el ángulo facial; un sastre, con sólo dirigir una ojeada a la ropa del sujeto, dice al punto: aquí hay un hombre de pro, y las más veces aquí hay un pobre diablo, como en la ocasión presente. Por el traje quedó, pues, calificado de tendero el recién venido. Sin embargo, ¡oh falibilidad de la ciencia frenólogo-sastreril!... El tendero era un ministro; pero entendámonos: ministro de circunstancias. Llegó el hombre muy apurado, preguntando con cierta mezcla de orgullo y de humillación: -¿El señor Urrestilla? Yo tengo para mí que el arte de ser grande hombre consiste en rodearse de personas eminentes, explotándolas sin compasión. Napoleón, sin los generales del Imperio, hubiera sido un mequetrefe; César Borja, sin Maquiavelo, un botarate; y yo, sin el tendero presunto, un pobre sastre. Le vi, lo calé, me levanté de mi banquillo, y con aire complaciente le dije: -¿Pregunta usted por el maestro? Mi introducción con el desconocido era una tontería; pero el hombre parecía incapaz de cogerlas al vuelo. -Sí, señor, quiero verle. -Sírvase usted pasar adelante. -¿Usted es el Sr. Urrestilla? -dijo el desconocido al entrar en el despacho. No tenía necesidad de esta pregunta para dar a entender que por vez primera hollaba el alcázar de la moda. -Servidor de usted. -Hombre, me encuentro en un apuro. -¿De dinero? -¡No, ca! Dinero me sobra... es decir, me sobrará desde hoy en adelante. -¿De ropa? -Justamente; necesito un frac. -A ver, José -me dijo el maestro desenrollando la cinta de medir-. Apunta: Señor don... ¿Cómo se llama usted?

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-Don Diego del Cerro Becerril -contestó el necesitado, como si hubiese pronunciado el qu'il mourut de Corneille; y luego añadió: ahora ya comprenderá usted lo crítico de mi situación. -Bien, hombre, bien -repuso el maestro-; si no puede usted pagarle ahora, yo no apuro con la cuenta a mis parroquianos. -Pero ¿no comprende usted?... -¿Que no tiene usted un cuarto? -Señor de Urrestilla -exclamó don Diego con entonación melodramática-. ¿Nada ha oído usted acerca de crisis ministerial? -Sí, hombre; dicen que han hecho ministro a un pobre diablo. -Ese soy yo. -Señor, perdone vuecencia. -Sé que la opinión pública no me favorece; tanto mejor: es una garantía de estabilidad. -Conque vuecencia ¿quiere un uniforme? -No, señor, un frac, y ha de ser para esta tarde. -¡Para esta tarde!... ¡Imposible! -¡Cómo imposible! ¿Sabe usted que esta tarde tengo que jurar delante de Su Majestad? ¿Sabe usted que sin traje de etiqueta no puedo presentarme delante de Su Majestad? ¿Sabe usted que delante de Su Majestad...? -Sé que ni delante ni detrás puedo hacer esa prenda en tres o cuatro horas. -¡Hombre, usted está pagado por la oposición! -exclamó el ministro aterrado-. ¡No poder hacer un frac en cuatro horas, cuando a mí me han hecho ministro en dos minutos!... -¡Ya! ¡Se figuran ustedes que es lo mismo hacer un ministro que un frac! -Pero, señor -tornó a exclamar el recién llegado casi muerto de pesadumbre-. ¿Y la patria? ¿Y la salvación del país? ¿Usted no sabe que de sus tijeras está pendiente la felicidad de la nación? ¿Usted no sabe que si esta noche no juro me soplan la cartera los enemigos de... del público reposo? ¡Figúrese usted si los enemigos del reposo descansarán cuando sepan que no he jurado! Por esas cuatro puntadas que usted se niega a dar, la patria se hunde, el

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país se pierde, la crisis se prolonga, y tal vez un cataclismo social nos amenaza, tal vez yo deje de subir al Poder. -¿Qué quiere usted que yo le haga si usted estaba desprevenido para gobernar? -¡Cómo desprevenido! Señor, tengo en mi cartera cien proyectos de ley, doscientos reglamentos, cuatrocientas circulares... -Sí; pero no tiene usted frac donde meter la cartera; y no hay remedio: los partidos, los hombres públicos, los candidatos para ministros deben contar que las tijeras de la oposición les han de cortar un sayo y mis tijeras un frac. -¿Desprevenido dice usted? Pues esto me hace recordar que yo pensé encargar el frac hace unos días... Sí; pero no... ¡Jesús, qué cabeza la mía! Yo creo que tuve intención de hacerlo... Pero ya se ve, con estas cosas, lo mismo me acordaba yo del frac que de la primera camisa que me pusieron. -¡Pues! -contestó el sastre-; descuidan ustedes lo más indispensable y se paran en proyectos, en bagatelas, en fruslerías... -Pero señor maestro, ¿en qué artículo de fondo ha leído usted que para gobernar se necesite ese traje?... -En los artículos de fondo de mi casa. Ahí tiene usted anaqueles llenos de piezas que en alta voz pregonan la necesidad de que todo el mundo se vista con decencia, incluso los aspirantes a ministros. -Vamos, ya veo que usted se ablanda, y que... -Nada; es imposible. -Pero ¿no ha de tener usted más patriotismo? -¡Oh! Patriotismo, y, sobre todo, deseos de ganar, me sobran; lo que me falta es manos y tiempo para cortar y coser. Don Diego se fue desesperado. Mientras departía inútilmente con el maestro, estuve yo escudriñando todas las entradas y salidas de su talle: me sonreí maliciosamente, concebí un proyecto atrevido, y antes de que subiese al carruaje volé a su lado, y, hallándole aparte, le dije: -¿Señor don Diego? -¿Qué hay? -me respondió con un bufido. -Soy una víctima de los ministros dimisionarios.

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-Eso, a la secretaría... un memorial, y... veremos. Veremos es la palabra característica de los ministros: don Diego sabía pronunciarla: no le faltaba todo para el desempeño de su empleo. -Nada vengo a pedir, señor don Diego; por el contrario, vengo a sacar a vuecencia de un apuro. -¡El frac! ¿Me hace usted el frac? -Sí, señor: aunque mi profesión no es esa; aunque mi genio está obscurecido en un obrador, yo le haré el frac a vuecencia. La oposición dice que vuecencia carece de las prendas necesarias para ser ministro... y ha ganado a los sastres de la capital; pero yo, víctima de mi consecuencia política... yo, que perseguido por los ministros salientes por mi adhesión hacia vuecencia y sus dignos compañeros, he tenido, señor excelentísimo, que sacrificar mi dignidad y sumirme en un taller para ganar mi cotidiano sustento: yo les probaré que hombres de mi temple, de mi patriotismo, de mi arrojo, no tienen precio; que tan buenos son para un fregado como para un cosido, y saben inmolarse en aras del bien público, saben hacer un frac en dos horas ¡o perecer en la demanda! -¡Chico, me dejas con la boca abierta! -exclamó a la sazón el buen Ambrosio que hasta entonces no la había tenido cerrada-. ¿De dónde sacabas tú esas palabrotas? ¿De dónde esos embrollos de víctimas y de ministros, si tú no habías conocido otros ministros que los de justicia? Y sobre todo, ¿de dónde sacabas el fraque? -Le diré a usted, tío Ambrosio; para la carrera que llevo se necesita mucha audacia, mucho desparpajo, y poquísima... -Sí, ya entiendo. -Pues bien sabe usted que mi difunto tío el dómine quiso enseñarme a leer y escribir y gramática latina; aprendí lo primero sin saber lo que aprendía, renegué de lo segundo, porque el aprender cuesta trabajo. Sin embargo, di pruebas de no ser un zote; porque a pesar de mi poca aplicación, al cabo de algún tiempo de estudios intermitentes le daba quince y falta a mi tío en la gramática, lo cual no quiere decir que yo supiese mucha. Murió el infeliz: quedé huérfano; me recogió un pariente sastre, donde, como usted sabe, aprendí el oficio. Pero ¿cree usted que se necesitan grandes estudios para encajar en la conversación o los escritos esas frases huecas del lenguaje político moderno, que suenan mucho y nada dicen? ¿No las está usted oyendo todos los días, y a todas horas y en todas partes? Un papagayo las repitiera a fuerza de oírlas y yo creo que tengo algo más entendimiento que un loro. ¡Los embrollos! Para embrollar sólo se necesita audacia..., y ya ve usted que no me falta: conquistar por la vanidad a un pobre hombre, aturdido con la idea de ser ministro, aterrado con la posibilidad de dejar de serlo y preocupado por un solo pensamiento, es la cosa más fácil del mundo.

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¡El frac! ¿Pregunta usted de dónde saqué el frac? El frac estaba hecho, señor don Ambrosio; el frac estaba en el Monte de Piedad, a donde fui a rescatarlo. -¡Cáspita! Cuéntame eso. -Ya sabe usted la perspicacia del ojo de un sastre. Al irle a tomar medida en el despacho del maestro dije para mis adentros: el frac que está haciendo cierto oficial amigo mío, que trabaja para Borrell, otro maestro, sirve para este talle. Consecuencia: luego el frac de mi amigo es el que este hombre necesita. Tanto mi camarada como yo, que vivíamos juntos, teníamos unas mismas mañas, y hallándonos sin un cuarto el día anterior, habíamos llevado a empeñar aquel traje recién concluido. -¿Y tenías dinero para desempeñarlo? -Ni un cuarto; pero cuando llegó el ministro se acordará usted de que estaba yo cosiendo una capa; marché de la tienda con pretexto de acabarla en casa, y fui derecho al Monte de Piedad, dejando allí la capa cautiva y rescatando el frac. Pasadas algunas horas me dirigí a casa de S. E., que me estaba esperando impaciente. Cuando vio el frac y se lo probó; cuando su esposa le hizo notar que no tenía ni una arruga, ni un solo defecto y que estaba perfectamente cosido, y que entre el ministerio y el traje se había remozado, fue cosa de abrazarme, de llamarme su salvador, de perder el juicio. -¡Vamos! ¡Qué bien te pagaría el frac! -Nada quise aceptar. Seguí haciendo mi papel de víctima, de hombre de mérito, arrinconado en un obrador por mi honradez, por mi probidad, y sobre todo por la consecuencia de mis principios. -Te ofrecería su protección. -Todo lo contrario; yo le ofrecí la mía. -¡La tuya! ¡Tú protector de un ministro! ¡Vamos, si en este Madrid oye uno cosas!... -Un ministro parece un monarca absoluto, y, sin embargo, es la criatura más débil, flaca y menesterosa de la tierra ¿Sale un periódico nuevo? Ya está sudando el ministro. ¿Se juntan cuatro amigos a comer? El ministro no puede tragar un bocado con el miedo de la conspiración. ¿Corre por la calle un perro, a quien los chicos han puesto un cencerro en la cola, bulle la gente y se cruzan los gritos del amo y los silbidos del público? ¡Dios mío! ¡Que toquen generala! ¡Dónde me escondo! ¡Motín, pronunciamiento! exclama el ministro exánime. Un ministro puede, sin mengua, ser protegido por un cabo de rondas de policía secreta, por un charlatán de café, por un capitán de nacionales, por el escribiente de un periódico que tiene maña para enjaretar un párrafo: figúrese usted si un ministro incipiente podía ser mi ahijado. Le regalé el frac, le di la mano con aire teatral llamándome su amigo, y le tendí una mirada de protección. Había dado el primer paso en mi carrera. El oficial de

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sastre se llamaba amigo de su parroquiano, era un Mecenas. Había perdido treinta o cuarenta duros y una portería por ganar toda mi posición, toda mi fortuna. En una época en que tan poco sabemos o queremos saber los hombres unos de otros, en la que todos aparentamos respetar el secreto del prójimo, porque el prójimo tenga consideraciones con el maestro, los hombres, señor don Ambrosio, valen en lo que se estiman. En esta comedia o farsa del mundo nuevo, no hay director de escena; cada cual toma el papel que se le antoja; el que se contenta, con el parte de por medio, como llaman a los vigésimos galanes, con su pan lo coma; está destinado a no tener un cuarto y a ser silbado toda su vida. Que no se queje; en su mano estuvo el escoger otra cosa. Quien tome el papel de primer galán esté seguro de que nadie se lo disputa, y entre silbas y aplausos ganará el sueldo y los honores de actor de primer orden. La dificultad consiste en tener audacia para fijar desde el primer momento bien alta la puntería. Mientras probaba yo el frac al excelentísimo señor don Diego, sentándole las costuras, estaba pensando en reemplazarle en el ministerio... -Hombre, no digas barbaridades. -Lo que usted oye, tío Ambrosio; era una insolencia, lo conozco; pero con insolencias se labra el pedestal de nuestra fortuna. Estas palabras, cuando se oyen por primera vez asombran, escandalizan, dan náuseas pero si el hombre de cuyos labios han salido las repite con el mismo descaro, esté seguro de que el efecto no es ya tan irritante; y si las torna a decir impertérrito, la sociedad se familiariza con ellas y llegan a ser moneda corriente. Figurémonos que no logro ser ministro; pero llegaré a subsecretario, oficial, intendente, jefe político, yo que había nacido para portero. Para conseguir algo, pedir mucho. Abreviando mi historia, señor don Ambrosio, diré a usted que me hice amigo, comensal y camarada del don Diego, quien al cabo de poco tiempo no podía vivir sin mí; que yo resolvía todas sus cuestiones, desembrollaba sus negocios, le conquistaba aplausos en la Prensa; en fin, que el buen hombre tuvo que ponerse poco menos que de rodillas para obligarme a aceptar una plaza de oficial de la secretaría, y dos cruces que me colgó del pecho. Mi misión cerca de su excelencia estaba concluida; comencé a quejarme de ingratitud. -Pepillo, ¡mira lo que dices! ¡Ingrato un hombre a quien tanto le debías! -Sí, señor, ingrato. Me adelanté a llamárselo, para desvirtuar esta palabra que dentro de pocos días había de salir de sus labios. Me precio de tener buenas narices; y como estaba en las interioridades del Gabinete, conocí que se desmoronaba algunos días antes de que el público lo trasluciese. Hícele la oposición terrible, desencadenada; renuncié el destino; me volví al sol que comenzaba a levantarse... En fin, cayó don Diego, subió don Juan y luego don Pedro, y entre Pedro, Juan y Diego, me han hecho lo que usted ve, un hombre público, que hoy o mañana será llamado a regir los destinos de esta nación... -¡Digna de mejor suerte! exclamé con énfasis teatral, presentándome de improviso a mis dos amigos; pero con aire de quien sólo había cogido al vuelo las últimas palabras de tan curioso como edificante diálogo. El hombre público celebró la ocurrencia con una carcajada.

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-Esa es, en efecto, la frase sacramental y obligada de nuestros discursos parlamentarios, manifiestos, alocuciones y artículos de fondo: «La pobre España digna de mejor suerte»; sino que yo tengo para mí que todos los pueblos tienen la suerte que merecen. Más gracia que la ocurrencia debió de hacerle mi aparición no sólo porque deseaba verme, sino por quitarse de encima a su paisano, cuya compañía, naturalmente, debía de serle molesta. -Venía a buscarte -me dijo-; tenemos que arreglar aquel negocio. -¿El de Benito? -No, hombre, no. Eso es cosa hecha; se están extendiendo las credenciales; no falta más que la firma. Sino que no habiendo vacante ninguna promotoría de entrada ha sido necesario... -¿Correr la escala? -¡Quita alla! Dar a tu recomendado la promotoría de ascenso. Así me sirven a mí y así quiero que sirvan a mis amigos. El negocio de que te hablaba, es el otro, gravísimo, urgente... Y el diputado, con el rabillo del ojo, me hizo una seña casi imperceptible. Quería a toda costa desembarazarse de su paisano, y yo, que lo comprendí, despedí a éste encargándole que fuese a recoger el compromiso de lo pactado respecto de la subasta. -Señor don José -le dijo con hipócrita respeto el tío Ambrosio-, tengo un chico mozo muy leído y escribido; como que a sus años ya sabe leer de seguido los periódicos... Si le parece a usted, pudiéramos colocarle. -Bien, hombre bien; hablaremos. -Y un sobrino de mi mujer, que es un zángano y nunca ha servido para nada... A ese pudiéramos hacerle... -Diputado, ministro, consejero de Estado... cualquier cosa así para principiar. Hablaremos. -Y al mozo que se va a casar con mi criada pudiéramos mandarle, sí a usted la parece... -Efectivamente; a las Marianas, a Fernando Poo. -Hombre, eso parece que está lejos. -Pues a Ceuta, que está a un paso. Hablaremos. -Y...

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-También de esa hablaremos. - VI - El camisolín Quien tenía que hablar largo y tendido con aquel personaje era yo, que con ínfulas de audacia y desparpajo me tuve a su lado por un pigmeo. El oficial de sastre convertido en hombre político, alto empleado, protector de la literatura, diputado influyente y dispensador de gracias, empleos y honores, era más que yo, era yo en perspectiva. En él me veía tal cual esperaba ser algunos años adelante. Necesitaba, pues, conocerlo a fondo, estudiarlo como original de mí mismo, como dechado a quien debía copiar, no servilmente, sino corrigiendo tal cual defecto con la libertad y soltura con que se tratan y manejan cosas propias. Con él era preciso tener franqueza hasta cierto punto. Ni me convenía darle a entender que conocía los principios de su fortuna, ni enterarle de los míos. En todo lo demás no había por qué guardar reserva con maestro tan consumado. Salimos del café y nos dirigimos por calles solitarias, para hacer tiempo de que él entrara en el Congreso, donde tenía que asistir a la Comisión de presupuesto. Iba echando pestes contra sus paisanos, y ¡pásmate!, contra la empleomanía y la inmoralidad que había cundido por recónditas e ignoradas aldeas. -José -le dije, recién llegado a la corte-, no sé qué rumbo tomar; quisiera que tú me ilustraras y dirigieras. -Pepe -me respondió-, una sola cosa te aconsejo: no te metas a político. Ni por la imaginación se te pase hacerte hombre público. Mírate en mi espejo; estoy llevando una vida de azacán, de perros. Tirano y explotador de ministros en apariencia, soy en realidad víctima y esclavo de todo bicho viviente. Sólo el hacerme un distrito me lleva los mejores años de mi vida. -¡Hacerte un distrito! ¿Qué es eso? -Es conquistar un punto, una demarcación electoral en que por términos regulares nunca puedas ser vencido. -Y eso ¿cómo se hace? -Muy sencillamente; la primera vez eres lo que se llama cunero. El ministerio te presenta como candidato en un distrito electoral donde nadie, ni siquiera de nombre, te conoce. El gobernador se encarga de la elección. Una vez hecha ésta y aprobada el acta, tú procuras

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convertir aquella zona en propiedad tuya para ser elegido por juro, y con esta seguridad infundes respeto y miedo a los Gobiernos. -¿Y cómo lo consigues? -A costa del Gobierno. Le sacas cuanto puedes para contentar a los electores: concesiones de ferrocarriles, carreteras, fuentes y demás obras públicas, y sobre todo empleos y honores, credenciales y más credenciales a diestro y siniestro. Desde el momento en que trates de hacerte un distrito, no debe haber para ti ni patria, ni hogar, ni deudos, ni amigos fuera de tu demarcación electoral; los méritos y servicios, la justicia y la virtud, todo está vinculado en tus electores. Principias porque no hay en el distrito un solo empleado que no te deba algún favor; del distrito pasas a la provincia, en la cual desde el gobernador hasta el último estanquero han de recibir la credencial por tu mano. En la provincia, sin embargo, tienes que dividir el Imperio con los demás dioses, esto es, con los otros diputados; pero si te das maña para que tus compañeros sean gente apocada, juiciosa y enemiga de trapisondas: llevarás siempre la mejor parte, serás el Júpiter de tu Olimpo. Sigues luego derramando empleos, cruces y honores, siendo además defensor nato de todos los negocios de buena o mala especie que allá surjan, hacedor y desfacedor de entuertos, reparador de agravios, amparo de viudas, acomodador de huérfanas, casamentero, agente de negocios, etc., etc. -¿A costa de quién? A costa del Gobierno que te dio la diputación y el empleo con que vives, y los empleos con que obligas a los demás; pero contra el Gobierno cuando te creas seguro y le veas en peligro, es decir, cuando más te necesita. -Pero esto es una tontería que no puede durar. -Te equivocas; es necesidad constante mientras la ley no varíe. El ministro tiene que atender al diputado; el diputado a los caciques del distrito; los caciques a los electores y éstos a la nodriza de sus criaturas. ¡Oh! ¡Benditos los tiempos en que fui cunero! Tal es la exclamación más frecuente de todo diputado que trata de hacerse un distrito. -Pero yo veo que tú me sirves a mí; que sirves también a los demás escritores. -Sirvo a todo el mundo; porque, si he de hablarte con franqueza, entre periodistas y literatos he llegado a formarme otra especie de... -De distrito propio. -Eso es; los verdaderos literatos no valéis para nada más que para escribir y hacer versos; necesitáis quien os sirva, y yo tengo ese gusto. Vosotros, en cambio: me aplaudís, cuando pronuncio discursos, alabáis al gobierno cuando me asciende, y como ahora se dice, creáis atmósfera en mi favor. Así tienes médicos, boticarios, abogados, pintores y hasta agentes de Bolsa que se han hecho ricos, comenzando por darse a conocer en los círculos literarios. ¡Oh! -prosiguió sonriéndose y volviendo a tomar su aire habitual-; vosotros los

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genios estáis llenos de gollerías. Para vosotros es el mundo, lejos del cual afectáis vivir; tenéis médicos que os matan gratis, boticarios que os envenenan de balde, abogados que os embrollan por una bicoca, y hasta bolsistas que os arruinan sin corretaje. Yo, en cambio, tengo que soltar la bolsa para que vayan a las urnas los electores, a quien harto de empleos, y cuando vienen a la corte, que es cada lunes y cada martes, y no en procesión, sino por caravanas, me veo obligado a llevarlos a casa y darles de comer, y... ¡asómbrate!, a enseñarles la casa de fieras del Retiro. -¿Y no sería mejor -le dije, queriendo tocar una cuestión tan delicada para él, que hasta con el aire de mi mano debía escocerse-, no te sería más fácil salir diputado por el distrito en que has nacido? -Nadie es profeta en su patria, -me contestó con alguna confusión-: tus condiscípulos de primeras letras y de gramática no te perdonan jamás que vivas en Madrid ganando y triunfando llevado en andas, como ellos se figuran, mientras ellos empuñan el arado, la podadera y el escardillo. Fuera de que -añadió de repente- debo hablarte con franqueza: yo soy de familia honrada; pero modesta, más que modesta, pobre. -Yo tampoco soy rico -le contesté. -Así me lo he figurado, aun después de verte instalado a lo príncipe. Pues mira, Pepe, me voy a permitir darte un consejo. Madrid es un lugarón en que todo se husmea y se trasluce; gasta cuanto quieras, porque de tu prodigalidad vivirán otros, pero no aparentes mayores timbres de los que tengas, porque de eso no se aprovecha nadie y se ofenderán algunos. Aquí se perdona fácilmente la verdad, por humillante que te parezca; pero en tonterías de vanidad y ridículos misterios se ceban, hasta con saña, la envidia y la maledicencia. Aquí donde me ves he sido oficial de sastre. -¿De veras? -Lo que oyes. Nunca he hecho, cual otros, cínico alarde de mis humildes principios; pero tampoco los he negado nunca. No hay por qué esconder lo que no se puede ocultar. No he tolerado, sin embargo, ni malignas alusiones, ni gestos despreciativos, y hasta ahora me ha ido bien con esta conducta. Con mucho talento lograrás que se olviden estas cosas; pero a condición de no olvidarlas tú. Hízome impresión profunda la lección que acababa de recibir y comprendí que aquel hombre era mejor que yo, o que por lo menos sabía más que yo: conocía mejor la sociedad en que vivimos. No tuve valor, sin embargo, para corresponder a su franqueza con la mía. Traté de salir cuanto antes de terreno tan resbaladizo, y le dije: -Y no siendo rico y viéndote obligado a tantos gastos, ¿qué ventajas piensas sacar de tu posición? -Por de pronto, ninguna. Estoy empeñado hasta los ojos.

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-¿Pero tienes quien te preste? -Un hombre político encuentra prestamistas sin recurrir al Monte ni a usureros. Los banqueros y asentistas que tienen negocios con el gobierno anhelan por hacerte ese género de servicios, para que tú les pagues con otros. Hoy soy director, mañana seré ministro, y por gratitud me veré obligado a recompensar los favores que se me dispensen. Entretanto, espero a que me salte un buen negocio. -¡Negocio! -Un buen casamiento. Pepe, quiero concluir por donde tú has principiado. -Declino, amigo mío, el honor a que me encumbras; yo no he comenzado todavía, y precisamente me interesa nuestra conversación, porque me ilumina y abre los ojos para saber por dónde he de principiar. -Pues entonces todo Madrid se equivoca, porque te supone, no sólo enamorado de Matilde, sino en vísperas de casarte con ella. -¿Eso dicen? -Y creo que no se equivocan. En tu mano está, a poco que sepas manejarte. Ahora tú verás si te conviene o no la hija de un comerciante de ultramarinos. Para mí, te lo aseguro, sería un buen partido. -¿Tan rica es? -Esa fama tiene; pero es lo único que tienes que averiguar antes de soltar prenda, si es que mi consejo no llega tarde. -Tan lejos está de ello, que casi, casi lo considero prematuro. -Pues míralo bien antes de comprometerte. La chica es buena como todas; pero el padre no se sabe lo que es, quiero decir, lo que tiene. A mí se me figura millonario, en cuyo caso debes saltar por encima del mostrador, coger a la niña y llevártela en volandas a la cumbre del Parnaso. Despedímonos, quedando en vernos al día siguiente, en que me prometió llevarme la credencial de Benito. Aquel hombre era impagable como amigo; mas no me gustaba ya como modelo. Su género quizá más castizo que el mío, me pareció, por lo mismo, menos adecuado a mi condición resabiada con el trato de los extranjeros. Las observaciones de mi homónimo me parecieron mezquinas, sus miras poco elevadas, su aire no muy distinguido: hasta su manera de vestir afectada y con pretensiones poco felices de elegancia, caracterizaba al oficial de sastre, como la cabeza en rizos barnizados al oficial de peluquero.

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-¡Un hombre -decía yo para mí- que dispone del país y de los ministerios, contentarse con la hija de un lonjista millonario! ¡Y suponer que esa boda sea la meta adonde asesto la puntería! ¡Una tendera butibanba y butibarrena, a quien Madrazo debía de haber pintado con alas de rancios pergaminos, pulsando el arpa sobre una nube de sacos de garbanzos como la seda y a treinta reales arroba! Si yo la he dedicado mis versos, ha sido por..., por la gracia que me hacía robar a un tiempo lira y musa al pobre Benito. Así me gustan los negocios: redondos, completos. La fuerza de la lógica me alejaba de la tienda de ultramarinos; pero la irresistible fuerza de mis pasos calle arriba y calle abajo, me llevó a la de la Montera, y por último a casa de Matilde. La madre me recibió muy bien, pero con más frialdad y ceremonia que yo esperaba. Manifestóse muy agradecida al servicio que les había hecho apartando a su marido de los negocios de minas, que tan en peligro ponían su fortuna; mas no habló de mi brillante triunfo en el Coliseo con el entusiasmo que yo esperaba. O no comprendía bien mis composiciones, o las comprendía demasiado. Me incliné a lo último, porque a su penetración no se le podía ocultar que, en mi intención al menos, los versos leídos en la tribuna estaban dirigidos a su hija. Esta no se presentó por hallarse un poco indispuesta. Era una excusa. La verdadera causa, según supe después, fue una reyerta que hija y madre acababan de tener acerca de mi humilde persona. Matilde estaba muy satisfecha del nombre que yo había adquirido, y a pesar de reprobar de palabra mi osadía, no le pesaba en el fondo de la celebridad que indirectamente le había proporcionado. En cambio el padre no dejaba de la mano el negocio de la dehesa. Había ido a la escribanía acompañado de un letrado, que examinó los títulos de propiedad mientras él repasaba las cuentas de los administradores en el último quinquenio. No hay que decir que todo estaba en regla y confirmaba la exactitud de mis noticias. Don Simeón decidió quedarse con la finca, mostrándose muy agradecido a quien le había proporcionado el negocio renunciando la prima del cacique lugareño. Llevaba también a paso de carga el ataque a la casita de más de un millón de reales. Fui sospechando que todo Madrid tenía razón al suponerme enamorado de la hija del modesto millonario. Gran día el siguiente. Día de la subasta, de la credencial de Benito, y día, por último, en que mi amigo don José iba a pronunciar un discurso en el Congreso. Por curiosidad, por deferencia y agradecimiento al orador, tenía que oírlo y tomar parte en su triunfo. No podía desperdiciar un minuto. Me levanté temprano y asistí como mero espectador a la subasta. Don Ambrosio Roblegordo supo ganar a los primistas de oficio con módicas sumas que representaban el jornal de la semana, y don Simeón había ganado a don Ambrosio, abonándole todos sus desembolsos y gastos de viaje y cosa de media talega para una merienda, que se regía sin duda por la tarifa de mis refrescos.

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Volví a casa y me encontré con una carta de mi amigo el diputado en que me remitía el nombramiento de Benito para la promotoría fiscal de Sigüenza, y un billete de tribuna reservada para la sesión del Congreso. Todo me salía a las mil maravillas. Escribí inmediatamente al poeta jurisconsulto que viniese a verme, dándole muy grandes esperanzas acerca de su empleo, sin decirle que tenía ya la credencial ni que era de ascenso y para Sigüenza, a fin de que no se me quedara muerto en la bohardilla con el súbito alegrón. No tardó en aparecer mi buen amigo, y venía, en efecto, tan contento, tan fuera de sí, que aun allí mismo juzgué prudente irle preparando hasta entregarle el nombramiento. -Hazte cuenta -le dije- de que ya eres promotor. -¡Imposible -me contestó-; promotor en veinticuatro horas, cuando no se me ha hecho caso en más de dos años! -Y promotor en Sigüenza, que está, como quien dice, a un paso de Madrid. -¡Al lado de mi tío, que es mi segundo padre! -Sí, hombre sí; cuando uno se pone a hacer las cosas, es menester hacerlas bien. -Pero ahora caigo en que ese Juzgado es de ascenso -exclamó Benito aterrado-. Yo no puedo aceptar esa plaza en perjuicio de los promotores de entrada, que tienen derechos adquiridos por antigüedad o buenos servicios. Me quedé mirándole con asombro, y leyendo en su rostro la sinceridad de su delicadeza, tuve que decirle: -Precisamente esa misma ha sido la observación que hice al ministro. Parece que has estado oyéndome y quitándome las palabras de la boca. Pero su excelencia me contestó desvaneciendo mis escrúpulos: «Pepe, ¿qué fecha tiene el memorial del agraciado?» No me acordaba precisamente de ella; pero le advertí que hacía más de dos años que hiciste la solicitud. «Pues bien -me contestó-: hace más de dos años que ese joven, en ley y rigor de justicia, debía ser promotor de entrada: haciéndole ahora promotor de ascenso, quedan reparados cuantos agravios y perjuicios se le han irrogado». -¡Pero hay tantos otros pretendientes que están en mi caso!... -Por alguien ha de principiar la justicia. No te impone más que una condición el ministro. -¡Condiciones! -Sí, la de que marches inmediatamente; hoy antes que mañana. Por causas que no te sé explicar, aquello está pidiendo a voz en grito un promotor fiscal. El juez está enfermo; una

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persona lega hace sus veces... No sé lo que hay allí; pero es preciso que partas inmediatamente. Aquí tienes la credencial. Ponte al momento en camino. Es preciso que me dejes bien con su excelencia. ¿Tienes dinero? -Quizá después de pagar a la patrona no me quede para el viaje. Mas no me apuro por eso: Don Simeón, que es amigo de mi tío y tiene cuentas con él, me adelantará doscientos reales que a lo sumo puedo necesitar. -Es que debes hablarme con toda franqueza, y contar con mi bolsillo como si fuera el tuyo. El promotor de ascenso me dio las gracias, no sé si por el ofrecimiento o por la verdad que acababa de salir de mis labios, y se marchó a casa de don Simeón. En la facilidad con que se dejó persuadir de los sofismas de S. E. el ministro de Gracia y Justicia, y en cierta luz extraña y dulcísima que brillaba en su semblante, comprendí que aquel joven acababa de dar entrada en su corazón a la esperanza. Me pareció completamente transformado: le creí en aquel momento hasta enérgico y audaz. Llegué a figurarme que se había hecho un buen mozo, que había crecido como por arte de encantamiento: llegué a cobrarle miedo como rival. No era extraño: mis versos eran suyos, suyo el nombre que en tan breve tiempo había conquistado, suyas las gracias y méritos con que creía yo haber hecho la conquista de Matilde. Y él la amaba, no hay duda, la amaba de veras. Era necesario lanzar presto de Madrid a don Benito, y no sólo de Madrid, sino del mismo Sigüenza. Darle pronto un ascenso en Cuba, o mejor aún, en Filipinas. Al poco rato recibí una carta de don Simeón convidándome a comer para el día siguiente; acompañaban a la invitación dos billetes de banco de a 4.000 reales. Era, sin duda, el pago de la comisión o corretaje por el negocio de la dehesa. Como puedes imaginarte, aquel regalo me sacaba de apuros y me habilitaba para dar con algún decoro el anunciado té literario. Pero lo confieso, en momentos en que acababa de ver engrandecido y transformado por el amor a don Benito, quedé profundamente humillado. ¿Cómo rivalizar con un hombre de talento, sencillo, honrado y laborioso, cuando se me trataba como a corredor de comercio o primista de oficio? Sentí en el fondo de mi alma cierto resentimiento por la falta de consideración en que se me tenía. Yo era menos que un agente, es cierto, menos que un hombre que se gana la vida con negocios que pasan como moneda corriente, sean lícitos o ilícitos, turbios o claros; pero era más en concepto ajeno, y aunque las apariencias y los hechos me condenaban, quería yo que se hubiese tenido en cuenta lo que empezaba a sentir en mis adentros: no lo que era en realidad, sino lo que hubiera podido ser. Dábame el aire de hombre de pro, de caballero, y como tal quería ser tratado. ¿Entraba por algo en esta reflexiones o vagos y peregrinos

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sentimientos mi inclinación a Matilde? Es muy posible, porque yo iba pensando en ella más de lo necesario. Su desvío, su retraimiento en la noche anterior, la lucha que adivinaba entre ella y su madre, la hacían más interesante a los ojos de mi imaginación. Las dificultades casi insuperables que yo entreveía para aquel que no sabía si llamar capricho o término de mis deseos, me estimulaban a la empresa. Tuve, pues, un arranque, que en mi situación, si no puedo calificar de heroico, me atrevo a llamarlo noble y casi desesperado. Contesté al tendero aceptando el convite y dentro de la carta coloqué los dos billetes, tan muda y silenciosamente como a mi poder habían llegado. Acababa de quemar mis naves, y por primera vez en la vida quedé satisfecho de mí mismo. Sentí, por lo menos, si la frase te parece hiperbólica, cierto contentamiento interior a que no estaba acostumbrado. Era ya hora de acudir al Congreso para oír a mi amigo. Entré en el salón de conferencias a saludarle y darle gracias por el grandísimo servicio que, sin saberlo, acababa de prestarme. Subí después a la tribuna donde mi amigo, héroe presunto de aquella tarde, era objeto de la conversación de todos los concurrentes. Generalmente se le trataba bien, y se reconocía que a nadie era deudor de su elevación que fuese cualquiera su mérito, todo se lo debía a sí propio. Alguien se atrevía a indicar su humilde origen, pero en esto se fundaban los demás para ensalzarle. -Sabe poco -decían unos. -Pero habla bien -contestaban otros. -Es hombre de suerte. -Desengáñese usted: algo hay siempre que poner para pedestal de la fortuna. -Lástima que sea ministerial. En esto se hallaban todos conformes; porque en España no se encuentran jamás ministeriales sino en los bancos del Congreso y las antesalas de los ministerios. Las mesas mismas de las secretarías suelen estar servidas por oficiales que se jactan de pertenecer a la oposición. No hay lince que iguale al empleado político, al cual enseña la experiencia que los ministros son efímeros y la oposición permanente. El héroe de la fiesta era impagable como orador parlamentario. No sabía nada a fondo, pero hablaba de todo: máquina de infatigable pronunciar discursos a gusto del consumidor, si se le daba cuerda por un cuarto de hora, nunca pasaba de los quince minutos; si hacía falta prorrogar la sesión o suspender el debate para el otro día, se pasaba hablando dos y tres horas.

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Rossini ha dicho de los cantantes que necesitan cien cualidades para serlo buenos, y que posee noventa y nueve el que tiene buena voz. Lo mismo puede decirse de los oradores; pero mi amigo, además de excelentes pulmones y de un aparato eufónico privilegiado, ostentaba agilidad y soltura de brazos inverosímiles dada su corpulencia, y era capaz de llevar la persuasión al ánimo impertérrito de los maceros. Cuando don José se enfadaba, tenía apóstrofes sublimes, y puños y modales que infundían miedo. Aquella tarde estaba de mal humor. Habíanle picado, si no las moscas, porque era invierno, los oradores de la oposición. Excedíase a sí mismo en arranques oratorios, en paseos teatrales y en la acción desaforada pero, ¡oh dolor!, en uno de sus momentos sublimes comienza a hinchársele la pechera de la camisa, tomando las formas rotundas de un globo aerostático. Don José no repara en nada. En momentos de santa ira y justa indignación, así se acuerda él de la pechera como de la primera camisa que le pusieron. Sigue la retórica patética, siguen los apóstrofes, prosopopeyas y demás figuras que la situación requiere y se sueltan las cintas del nevado y terso camisolín que llevaba sobre la camisa, un poco menos cándida y pulcra que la cubierta. Ver ondear aquella bandera de paz y resonar en bancos y tribunas, y hasta en los mismos sillones de la presidencia, carcajadas estrepitosas, todo fue uno. Los taquígrafos se conmovieron y cesaron en su trabajo; los porteros mismos tuvieron que cuadrarse, toser y hacerse fuertes. El orador quiso proseguir. ¡Imposible! Ni su voz estentórea podía ser oída, ni tenía tampoco bastante serenidad y presencia de ánimo para arrancarse el camisolín o meterse la mano en el pecho. Sentóse, y, ¡oh colmo de desdichas! al dejarse caer en el escaño, con toda la gravedad de su desenvoltura y la pesadumbre de su corpulencia, aplastó el sombrero de copa, dejándole reducido al grueso de un cartón. No fue menester más: era la bomba con que terminan los fuegos artificiales. El presidente, mirando por la dignidad de la Cámara, con harta satisfacción de los diputados, aunque no tanta del público, levantó la sesión y don José se quedó solo en el banco arreglando las vistas de la camisa y esperando que le trajesen sombrero nuevo. Sólo entonces acabó de comprender su desgracia. Era sin embargo, mayor de lo que se había imaginado. Ni en el Diario de Sesiones ni en el extracto de la Gaceta se hacía mención de aquel incidente; pero los demás periódicos lo tomaron por su cuenta, refiriendo el caso con sus pelos y señales, y lamentaciones tan cómicas acerca de la superficialidad y ligereza de las tribunas que aumentaban la ridiculez, sin dejar siquiera el triste y desesperado recurso de arremeter contra los que tan grave como impíamente se burlaban del orador insigne. En conclusión: quedó hundido para siempre. ¡Para siempre! No; si me permites la comparación, te diré que los hombres públicos tienen siete vidas, como los gatos. Nadie

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muere si él no se da por muerto. Los partidos políticos son muchos, y lo que el uno desecha, el otro lo recoge. Don José por de pronto, hizo dimisión de su destino, y se ausentó del Congreso durante algunas semanas, al cabo de las cuales apareció sentado en los bancos de la oposición. Ha figurado luego como demócrata; era lógico: aquél era realmente su partido. La desgracia de don José me impresionó vivamente, obligándome a pensar con mucha filosofía en la necedad de ocupar brillantes posiciones sociales teniendo que apelar al menguado recurso de los camisolines, ya por dicha desterrados de la vida pública. Pero si mi amigo, con un buen empleo y tanta facilidad de hallar quien le prestara, se veía obligado a tan mezquinos medios de encubrir su pobreza, ¿a qué no tendría yo que apelar para sostenerme en la fonda con el tono de gran señor que tan imprudentemente había tomado? ¿Cómo cumplir el compromiso del té literario con el decoro que yo consideraba indispensable para sentar la base de mi fortuna? Las dificultades eran inmensas, insuperables, y hubieran arredrado a cualquiera otro que tuviese menos temple de alma que yo. De la escena que acababa de presenciar, de la catástrofe lastimosa del hombre público, sólo me quedaba el horror a los camisolines, esto es, la aversión a todo lo que fuera mezquino y miserable. No en vano había vivido tanto tiempo con el marqués de Monte-rojo; no en vano me había rozado, aunque no fuera más que al servir platos y vinos con elevados personajes. Aunque las comparaciones son odiosas, y el infortunio de don José merecía alguna consideración, yo mentalmente me comparaba con él y decía: «Entre un diputado que aspira a ministro y gasta camisolín, y un hombre que se aloja en una fonda de las primeras de Madrid y desprecia billetes de Banco, la distancia es inmensa». Con semejantes pensamientos me fui a comer, procurando olvidar la desgracia del amigo. Y aun al amigo también. Ni uno ni otro era posible por el pronto. En la mesa redonda no se hablaba de otra cosa, y los mismos que antes eran reservados acerca del humilde origen del oficial de sastre, se permitían ahora todo linaje de alusiones, y aun inventaban cuentos y aventuras inverosímiles acerca del desdichado. En cambio yo tenía lleno el velador de mi aposento de álbumes y tarjetas. Entre ellas la de don Simeón, que sin duda había venido a disculparse por el envío de los billetes. Creí necesario devolverle la visita. Quizá me convenía mostrarme algo más duro de pelar; pero mi inclinación me arrastraba hacia Matilde. De todos los peligros que me amenazaban, el enamorarme de aquella joven era tal vez el mayor. Iba contra todas las reglas del arte. En los modelos del extranjero no recordaba ninguno que hubiese incurrido en tan inverosímil falta. Lo conocía, pero no lo podía remediar. Al traducir el tipo de París tenía que arreglarlo a la escena española.

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Reinaba ya la paz en casa del comerciante; la madre sin duda había cedido al verme triunfar en toda la línea. Tuvo don Simeón el buen gusto de no aludir ni remotamente siquiera a los consabidos billetes; pero la madre me habló del té anunciado, y me indicó que su hija tenía especialísimo gusto en esas cosas y que había proyectado preparar y dirigir lo necesario para la reunión. Inferí desde luego que los gastos corrían por cuenta de la casa, y que era hasta cierto punto una manera indirecta y más delicada que la del comerciante de mostrárseme agradecidas por el negocio de la dehesa. El tal negocio había entrado a la tañedora del arpa por el ojo derecho. No hablaba apenas de otra cosa y estaba con su finca como niña con zapatos nuevos. Tratábase de ir a tomar posesión de los Bocales, de veranear en la dehesa, de cacerías y expediciones campestres. Matilde no echaba de menos en su propiedad otra cosa que un castillo, y cuando yo le dije que había también un edificio antiguo medio arruinado, con torrecillas góticas en los ángulos de la fachada, no pudo disimular su gozo. -¿Tendrá su escudo de armas? -me preguntó. -Por supuesto -le contesté-; encima del portal se ostentan los timbres del marqués. -Papá -dijo ella-, es menester sustituir ese escudo por el nuestro. -Veremos -respondió el padre-; no puede uno meterse en gastos hasta ver lo que da de sí la finca; todo lo que exceda del 10 por 100, lo pongo a tu disposición para caprichos y tonterías. Allí supe también que Benito había ido a despedirse y solicitar en nombre de su tío 150 reales que necesitaba para el viaje. Nada había indicado acerca de sus pretensiones con Matilde, a no ser que se tomara por indicación el anuncio hecho a la madre de la probabilidad de que ésta recibiese una carta del canónigo. Pero Matilde parecía mejor enterada, o fue más explícita, y en un momento en que estuvimos solos me dijo: -¿Sabes que tu protegido ha tenido valor de escribir unos versos en mi álbum? -¡Versos! -exclamé alarmado. -Pero no suyos, sino los mismos que tú leíste en el Coliseo. -¿Pero los ha firmado? ¿Ha tenido la audacia de suscribir ese plagio? -No llega a tanto su osadía.

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-¡Bah! -repuse entonces más tranquilo-; ésa es una manera indirecta de significar que ella eres tú, y que para ti y sólo para ti han hecho los versos. -Incomprensible abnegación; pero bien dice la comedia: ¡Lo que puede un empleo! Porque ese joven, para tu gobierno, es uno de mis adoradores. Para mi gobierno acababa de confirmarse que Benito era uno de los escollos, el más peligroso tal vez, de cuantos se presentaban en mi derrotero. Afortunadamente el escollo había desaparecido: Benito estaba en camino de Sigüenza. Podía dar mi té y leer en una reunión de amigos, a quien no conocía, mi última producción, el Proverbio de Benito. Como al día siguiente iba yo a comer con la familia, aplazamos para la mesa la preparación del té. Matilde quedó, sin embargo, encargada de las esquelas de convite, pues ella conocía al dedillo a todas las celebridades literarias. -¿No sería mejor -le dije yo-, encomendar ese asunto a cualquiera de los escritores que me fueron presentados en el Coliseo? -De ninguna manera -me contestó ella-; no os metáis en eso. Los escritores públicos están divididos en pandillas, y los de la una son enemigos de los de la otra. Vale más que una persona extraña, y cuyo nombre se ignore, los convoque a todos. - VII - El té literario Llegó por fin la noche del té. Matilde lo había dispuesto y dirigido todo, imprimiendo hasta en los preparativos el sello de su carácter. Tuvo la delicadeza de no aparecer en nada de cuanto al festín atañía, ni en fondas, ni en tiendas; y al propio tiempo que hacía estudio en ocultar su mano, formaba empeño de que se sospechara por ciertos detalles la misteriosa intervención de la mujer. No quería ser vista; mas no temía ser adivinada. Habíamos convenido en que la reunión, como de hombres solos y formales, tuviese carácter grave y sencillo: ni la forma, ni la materia, ni el aparato y adminículos de un té literario debían ser los mismos que para un té danzante, como decía el de marras. Desterró Matilde todo lo que trascendía a cena o buffet; pero de ahí abajo lo prodigó todo, esmerándose en que todo fuese delicado y exquisito.

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Cuanto puede tomarse a la mano, sin necesidad de cuchillo y tenedor, ponche, galletas inglesas y americanas estimulantes y anodinas, sólidas y vaporosas, emparedados, Sugar Wafers de varias esencias y sustancias, dulces, bizcochos y vinos de Jerez, Madera y Tokay, todo se ostentaba allí en torno de dos enormes teteras con la mejor de esas hojas que según dicen, es aquella que no han tomado más que una vez los chinos. Se me olvidaba lo principal: bandejas de cigarros de la Vuelta de Abajo. No faltaba allí más que Matilde para llenar las tazas y modificar el líquido con leche fría y agua caliente, a gusto del consumidor, y no tuve más remedio que servirlo yo, en cuyo arte supongo que no te atreverás a negarme cierta maestría. Pero heme adelantado insensiblemente a los sucesos. El salón estaba profusamente iluminado y adornado con elegancia; Matilde, sin embargo, dispuso que de los adornos se desterraran flores, tules, gasas, bambalinas y garambainas, incompatibles con el humo del tabaco y con sus elevados principios de estética. La reunión tuvo, pues, muy distinto carácter que la del Coliseo; los literatos me parecieron también de otra estofa. Casi todos ellos eran empleados o cesantes, hasta los mismos que por su alcurnia correspondían a las clases más aristocráticas. A pesar de mi audacia, tembláronme las carnes al pensar que iba a leer y, por añadidura, a dar por mía una obra ajena ante aquel areópago tan entendido y competente en la materia. Había, es cierto, mucho vulgo, vulgo de escritores y también de agregados y meritorios, por el estilo del semidifunto Pepe Blas, que no tuvo valor de lucir aquella noche nuevo y mejor atado camisolín. El tal don José no estaba a la sazón para bromas. Se había quedado en la calle, esto es, en la oposición, y la fuerza del sino le obligaba a buscar la suya, no en tes literarios, sino en cafés cantantes. Pero sobre el enjambre de poetas de relumbrón, quincalla y flores de manos, descollaba muy bien nutrida cohorte de escritores de verdadero mérito. Habíalos que sabían tan perfectamente la lengua castellana, que no se les entendía cuando hablaban, y sobre todo cuando escribían, y quien se contaba con traducir muy mal, pudiendo escribir primorosamente. Es claro; se les pagaba mejor las traducciones que las obras originales, y sacaban el destajo traduciendo sin devanarse los sesos inventando. Jóvenes conocí que erraron la vocación al dedicarse a la literatura, pero que a fuerza de estudio y perseverancia alcanzaron alto renombre, si no por el estro, por su erudición y buen gusto. Eran raros, porque pululaba la raza de los genios, los cuales ya se sabe, están dispensados de sentido común y de estudio. En general los escritores de entonces, con menos filosofías y pretensiones que los de ahora, sabían más y tenían el cimiento de la antigua escuela. Entendían bien el latín, sin lo cual es imposible escribir ni medianamente el castellano, y habían leído nuestros buenos autores, siquiera para saber decir lo que ellos se dejaron en el tintero. Esta petulancia científica de nuestros días; eso de querer pasar por sabios y profundos con cuatro mal

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hilvanadas frases y otras tantas absurdas negaciones, apenas era entonces conocido. El literato presumía ante todo de literato, y para escribir de cualquier cosa procuraba, lo primero aprender a escribir; conocía el arte y hasta el oficio, y, si erraba, erraba a sabiendas y porque no alcanzaba a más. De la literatura extranjera, por lo general, sólo se conocía la francesa. Alemania y aun Inglaterra, de rechazo y en plato de segunda mesa. De aquí la corrupción del idioma, el servilismo de la prosodia galicana, que tan mal sienta a la galanura, amplitud y libertad castizas de nuestro magnífico romance. Nuestros poetas, y sobre todo los dramáticos, iban a la sazón delante de los extranjeros. Era, pues, el colmo de la osadía haber reunido a tanta gente verdaderamente superior para leer una obra dramática, siquiera fuese de don Benito Modesto Llano. ¿A qué género pertenecía ésta? No lo sé: mal podía conocerlo entonces, cuando ahora mismo me encuentro perplejo al definirlo. Parecía comedia, porque estaba escrita en diálogo y distribuida en escenas; mas no cabía en el teatro, porque prescindía completamente de las tres famosas unidades. Su autor la llamaba proverbio, a falta sin duda de otro nombre: con ese le anuncié yo. Me senté delante de una mesa y comencé su lectura; pero antes anuncié en breves palabras al auditorio que la obra era de un joven modesto y desconfiado de sus propias fuerzas, que no se atrevía a revelar su nombre. Los circunstantes se sonrieron, y percibí ciertos murmullos de inteligencia y aprobación. Había engañado a mis jueces con la verdad. Tratándose de una composición que podía tener acaso verdadera importancia literaria, tenía que descubrirse la superchería, y para este caso me convenía tomar ciertas precauciones; pero éstas fueron recibidas por hijas de mi modestia, y no hubo nadie que diese crédito a mi prólogo, pronunciado, fuerza es decirlo, con un tono que lo desmentía. El diálogo, proverbio o lo que fuese, no tenía título; pero yo, fundado en lo que creía capital pensamiento de la obra, que a mi parecer no era otro que el de ridiculizar las tendencias groseras del realismo, y realzar y sacar siempre triunfantes los generosos vuelos y arranques del espíritu, púsele un título estrafalario que indudablemente hubiera horripilado al pobre Benito: llamé a su proverbio Don Sancho Panza. Distinguiendo de públicos y lugares, reflexionando que mis oyentes no eran ni las damiselas, ni los chisgarabís danzantes, cantantes y farsantes del Coliseo, leí con sencillez y regular entonación. Desde las primeras escenas comprendí el buen efecto que producía el estilo y lenguaje castizo de la obra. Su profunda intención no se cazaba al vuelo. Dos motivos poderosísimos había para que gustara: el primero, su mérito real; y el segundo, el aparato escénico con que Matilde la había exornado. El salón, las luces, los bollos, pastelillos, bizcochos, vinos y cigarros contribuyeron indudablemente al buen éxito de la

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farsa. Fuera de tres o cuatro de mis oyentes, ninguno de ellos estaba en el caso de gastarse cuatro o cinco mil reales en funciones semejantes. De un brinco me había colocado sobre todos ellos, y honrándolos por manera inusitada, quedé sobre todos honrado y enaltecido. Verdadero Anfitrión será siempre el que convida. Recibí plácemes y felicitaciones por la obra de Benito, y quizá mayores por la de su adorado tormento, que en honor de la verdad merecía la mitad, por lo menos, de los aplausos que resonaban en aquella sala. Hallábame en la plenitud del gozo, en lo más esplendente y férvido del triunfo, cuando un suceso imprevisto, aunque por demás sencillo y natural, vino a determinar la catástrofe. Uno de los concurrentes a quien yo más frecuentemente me dirigía, y que por lo tanto había tomado conmigo cierta confianza, se acercó y me dijo. -Aquí hay un caballero que desea ser presentado a usted. Eran tantas las presentaciones de aquellos días, y muy singularmente de aquella noche, que no di la menor importancia a estas palabras y contesté como distraído: -Con mucho gusto. Momentos después vino acompañado de... ¿De quién? ¡Cielo santo! ¡De la estatua del Comendador! ¡De la sombra de Nino, de Hamlet o de Samuel! ¡Del fantasma de la muerte que venía a segar mi garganta y pedirme cuenta de toda mi vida; en una palabra: de mi amo el marqués de Monte-rojo! Acababa de llegar de Bayona, y se había hospedado en mi misma fonda. No sé si le traían los negocios de la dehesa: a mí me pareció que le traía Luzbel, que había salido de las entrañas de la tierra, adrede para lanzarse contra mí, cogerme del cuello y arrojarme al suelo y pisotearme. Con una palabra tenía bastante. Con decir «es mi ayuda de cámara, mi lacayo», había concluido conmigo. Sin embargo, ni el carácter, ni las ideas, ni la hidalguía de mi amo eran para escenas semejantes. Incapaz de provocar un escándalo que hubiera producido la risa y befa de todo Madrid y hecho sonar intempestiva e imprudentemente su nombre entre las carcajadas de la corte y de España entera, no podía acomodarse a representar un personaje dramático en aquella escena que por su misma sencillez parecía lo sublime del arte. Si me hubiese conocido, no habría apelado seguramente al recurso de la presentación. Yo estaba algún tanto desfigurado: llevaba melenas al uso de entonces; me había dejado crecer la barba, que en casa del marqués tenía que afeitarme todos los días para servirle el almuerzo. Si a mí me sorprendió su presencia, no menor sorpresa debió de ser para él la mía.

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Y en efecto, así fue. Vi pintado en su rostro, primero la duda y luego el asombro. El literato introductor, completamente ajeno a la catástrofe de aquel drama semiserio, tuvo tiempo para decir, con una sonrisa que confirmaba la exactitud de mis reflexiones: -Tengo el honor de presentar a usted al señor marqués de Monte-rojo, que acaba de llegar del extranjero. Y yo, aprovechándome de la estupefacción de mi amo, que hasta aquel momento no me había conocido, le dije: -Señor marqués, tenga usted la bondad de oír dos palabras. Y sin darle tiempo a reflexionar, me dirigí al gabinete que me servía de habitación y cuyas puertas daban a la sala del té. Mi amo me siguió maquinalmente. Debía de tener grandes deseos de averiguar las causas y misterios, modos y maneras, revueltas y embolismos de tan inesperada metamorfosis. Cuando le vi dentro de mi habitación y cerré las puertas echando al parecer maquinalmente la llave, principié a creerme en salvo; vislumbré, por lo menos, la esperanza de que el desenlace no fuera tan estrepitoso y aterrador como al principio me había figurado. -Señor marqués -le dije, dejándome de preámbulos y circunloquios-; en sus manos de usted está mi suerte. De usted depende mi fortuna, mi honor y mi vida. -Pero ¿eres tú? -exclamó por fin-. ¿Eres tú ese escritor tan aplaudido y celebrado? -El mismo, señor marqués, el mismo. ¿El autor de esa obra? Perdóneme nuevamente mi amigo don Benito: no tenía otra mano que me sacara del atolladero. Me agarré a la suya, le usurpé el Proverbio. -Sí, señor -le contesté-; esa obra es mía. -¡Imposible parece! -Y no es la única, señor marqués; aquí tengo algunas otras que dan testimonio de mi irresistible vocación a la carrera literaria. Y así diciendo, hice como que buscaba legajos y papeles en mi bufete.

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-No te molestes. Tú tenías buena letra; eras listo, demasiado listo. Pero a la verdad, nunca me imaginé que tu ingenio se remontara a esa altura. ¡Si me han dicho que tu obra es modelo de dicción, de estilo y pureza de lenguaje! ¡Y luego tan moral, tan buena!... -He estudiado mucho, día y noche, sin descanso; heme empapado en buenas lecturas, y he venido a recoger en la corte el fruto de mi trabajo. Pero conocedor de la sociedad corrompida en que vivimos, no he tenido valor de confesar mis humildes principios. Este es mi pecado, ésta es mi culpa, de la cual difícilmente me absolvería el mundo. Si de aquí sale usted diciendo: «el autor de ese Proverbio me servía los platos y me cepillaba la ropa», soy hombre perdido. Todas esas gentes, esos hombres ilustres me volverían desdeñosamente las espaldas, y no tendré más recurso que arrojar mis obras al fuego y ponerme a servir. -Bien está: si tienes talento, a Dios se lo debes, y por vana satisfacción de amor propio no he de destruir la obra de Dios. Tanto más que... Quizá lo que parece casualidad es providencia. ¿Sabes a qué he venido a España? ¿Sabes por qué, al enterarme de que en esta casa se celebraba una especie de fiesta literaria he querido verla de cerca? Pues es por mi objeto, por mi idea de siempre. Bien la conoces tú y no necesito explicártela. Mi fortuna y mi vida están hoy, como ayer, al servicio de mi causa. Ahora mismo acabo de malvender los Bocales, y seré capaz de quedarme sin un palmo de tierra, si preciso fuere. Pues bien: he escrito un folleto que trato de publicar, no aquí, que aquí no se puede, sino en Londres o París: folleto vivo, ardiente, incendiario, en que, con todos los miramientos que debo a los principios que sostengo, que me debo a mí mismo y a los adversarios que combato, digo, o procuro decir, verdades que levantan en el aire. Cuando vi el giro que tomaba el discurso del marqués de Monte-rojo; cuando contemplé la mirada fulminante y el rostro encendido de aquel anciano vigoroso y enérgico, sí, pero al fin y al cabo, de candor angelical y rostro y cabellos blancos quedé tranquilo. Nada podía temer de él, y podía esperarlo todo a poco que supiera manejarme. Aprovechándome de breve pausa a que se vio obligado por la impetuosidad misma de su lenguaje, le dije: -¿Y ha traído usted consigo algunos ejemplares de ese folleto? -¡Ejemplares! Todavía no está impreso. Traigo el manuscrito, el original, o más bien, el borrador en que yo, calamo currente, he vertido mis ideas tal cual asaltaban mi imaginación. Pero no sé escribir, no poseo el arte, ni tengo ese don que debéis a Dios vosotros los literatos, los hombres de genio. ¡Oh, si yo fuese escritor! ¡Si en frase pura, castiza y penetrante como dardo de fuego, supiese decir todo lo que siento, y expresar el soberano desdén que me inspira cuanto veo!... Por eso, cuando yo llegué aquí y me dijeron que en esta casa se reunían los escritores a escuchar la lectura de no sé que obra de otro escritor recién llegado, me vestí, me asomé al salón, topé con un conocido e hice que me presentara en la reunión con objeto de entrar en relaciones con vosotros. -¿Y no conoce usted a ninguno de los escritores que ahí están reunidos?

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-Algunos conozco; pero a nadie que por sus ideas me inspire confianza. ¿No ha de haber ninguno a quien pueda fiar mi manuscrito para que le corrija y enmiende y ponga en estado de salir a luz? -Ninguno, señor marqués, ninguno. Todos esos escritores, o son empleados públicos, o necesitan serlo. Si son independientes, lo deben a su carácter, no a las letras. Todos, más o menos, están contagiados del virus revolucionario, y si usted les habla de su folleto, no le harán a usted traición, no le denunciarán al Gobierno como conspirador, porque la literatura inspira siempre cierta nobleza de alma; pero... -Lo comprendo: no aceptarán el encargo, o no pondrán aquel empeño, aquel calor que brota de convicciones íntimas, de la conciencia indignada, la cual, por el cumplimiento del deber, arrastra con alegría todo linaje de sacrificios. Por eso cuando me dijeron que acababas de leer una obra profundamente moral, una especie de vindicación de las ideas antiguas, sin conocerte, sin figurarme ni remotamente que podía encontrarte por estos quintos cielos, quise entrar contigo en relaciones por medio de ese señor a cuyo padre conocí en otro campo, ¡ay!, bien distinto del de su hijo. ¡Quién me había de decir! ¡Cómo había de figurarme yo!... Aquí mi amo quiso sonreírse y hacer un gesto despreciativo; pero la indignación y exaltación del ánimo no le dejaban, y de repente, mirándome de hito en hito, exclamó: -¡Tú puedes ser el escritor que busco! ¡Tú me darás la pluma que necesito! -¡Yo, señor marqués! -contesté, haciendo todo lo posible, y aun lo imposible, por reprimir y sofocar en el corazón la llamarada de gozo que me hubiera vendido. -Tú, y siento en el alma no haber adivinado antes tu talento: todo se hubiera quedado en casa. -Y en casa se quedaría si yo fuese capaz de... -¿Pues no has de serlo? Por de pronto me conoces bien, sabes perfectamente cuál es, por decirlo así, el eje, el quicio de mis ideas, los puntos y comas y frases a que yo doy importancia capital, y cuál es para mí lo accesorio y secundario. Y luego todos dicen a una voz que tu frase es acerada y al propio tiempo aguda y digna de Quevedo, lo cual importa mucho para un escrito del género a que pertenece mi folleto, que tienes estilo nervioso, cuya fuerza brota del sentimiento. -Es favor que me dispensan -contesté con afectada modestia-; pero mi humilde posición de criado de vuecencia... -Déjate de vuecencias y de recuerdos de lo pasado. ¿Convenimos en que te encargues del manuscrito? -Sí, señor.

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-¿Convenimos en que lo tomes para convertirlo en lo que yo quisiera que fuese? -Haré por él lo que no haría con ninguna de mis obras: lo abrasaré... en el fuego de mi indignación, en el calor de mi agradecimiento. -¿Conoces bien el objeto a que aspiro? -¡Oh! De eso sí que puedo responder completamente. Nadie mejor que yo ha palpado la abnegación, desinterés y patriotismo del señor marqués de Monte-rojo. Los he visto muy de cerca; los he sentido palpitar por espacio de algunos años. Algo de su ardor, rectitud y severidad se me ha pegado a mí; reflejo de su virtud es la moral de mis obras: sus convicciones son las mías. -Pues bien; eso me basta. Para mí no hay más alcurnia, ni más timbre, ni más posición que las ideas que brotan de una convicción profunda y bien arraigada. Dame la mano. Y el noble marqués me tendió la suya que yo quise besar realmente conmovido. No lo consintió. -Pepe -me dijo-; te doy mi mano, como se la he dado a tantos otros que desde la clase más humilde de la sociedad se han elevado a los más altos puestos de la milicia sobre el pedestal de legendarias y heroicas proezas. -Si a usted le parece, señor marqués, podemos explicar esta entrevista... -Muy sencillamente: tú no has sido nunca mi ayuda de cámara; has sido siempre mi secretario. Creo que en esto no hay nada que pueda rebajarte, ni en concepto propio ni en el de tus amigos. -Por el contrario: la secretaría del señor marqués de Monte-rojo, no sólo me realza, sino que explica satisfactoriamente mi permanencia en el extranjero. -Quedamos, pues, conformes: y por ahora, ni una palabra más; porque la entrevista se va prolongando mucho, y haces falta en el salón. Más tarde satisfarás mi curiosidad... ¿Cómo has podido reunir aquí tanta gente? ¿De dónde sacas tú dinero para esta fonda y estos convites? Pero, en fin, eso es para más tarde. Efectivamente, eso que el marqués de Monte-rojo dejaba en suspenso, era para pensado y aun consultado con la almohada. Yo, por de pronto, no hice más que vislumbrar en aquellas palabras la confusa esperanza de que algo podía tocarme a mí del dinero de la dehesa, además del que estaba percibiendo por mano de Matilde y su papá. Salimos a la sala, donde reinaba el más amable y pindárico desorden en medio de la fragancia del Jerez y de la más fragante humareda del combustible de la Vuelta de Abajo. Mandé renovar las bandejas que habían quedado vacías, y las botellas que también iban

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quedando exhaustas. No hay que decir que, en cambio, el termómetro del entusiasmo y admiración había subido a punto de hacer saltar el tubo capilar del instrumento. El marqués de Monte-rojo personalmente no era apenas conocido, lo cual no obstaba para que fuese debidamente apreciado. Gozaba de muy justa fama de caballero, leal, desinteresado y generoso: su misma exaltación, su fanatismo, como se le llamaba, hacía gracia e infundía respeto. Pugnando su ardor juvenil con su blanco y venerable rostro, considerábasele como tipo de la ya olvidada caballería, como una figura desprendida de tapiz flamenco, que por arte mágico se movía y hablaba y pensaba con una cabeza digna de estudio. Los pintores de historia, los novelistas y autores dramáticos que traían entre manos algún asunto de la Edad Media, los arqueólogos, en fin, le miraban y seguían los pasos con singular afición. Si en aquel hormiguero de hombres de talento se había deslizado algún agente de policía, indudablemente debía de emprender aquellos estudios con la misma afición que literatos y artistas. Pero con mayor facilidad también porque el marqués de Monte-rojo era libro abierto, de impresión clara y correcta, que se dejaba leer sin necesidad de lentes ni microscopios. Yo había salido de mi apuro por tan feliz manera, que no acababa de dar crédito a mi propia ventura; pero la solución de mi horroroso compromiso me precipitaba en otros. Haber sido secretario de un hombre tan intransigente, activo y resuelto como el marqués, era hacerme cómplice o responsable de todas sus nobilísimas calaveradas: vivir juntos en una misma casa y hacerle partícipe de mis glorias poniéndolas bajo las alas de su aristocrática protección, era más que complicidad, era convertirme en verdadero autor, en alma de sus conspiraciones, dejándole reducido a mero instrumento mío. Y si a eso se agregaba la realidad de un folleto que no podría imprimirse en España, con la circunstancia agravante del dinero fresco de la dehesa, en cuya venta no podía ignorar el Gobierno que yo había intervenido, ¿qué duda había? Todo me acreditaba y condenaba como conspirador. Era esto para mí más grave de lo que parecía. Conspirar en España es el primer escalón de la fortuna; pero conspirar en favor de la causa en que militaba el marqués equivalía a la pena de inhabilitación perpetua para toda clase de empleos, honores y medios de hacer fortuna a que yo tenía que apelar. Principié a palparlo aquella misma noche: desde que comenzó a susurrarse que yo participaba de las ideas del marqués, dio en bajar el susodicho termómetro. A mi amo, por su consecuencia, por su ancianidad, por su alcurnia y hasta por la franqueza y candidez con que exponía sus opiniones, se le perdonaba todo; al paso que a mí, joven, audaz y de talento, según se creía, nada se me disimulaba. Esto por una parte: por otra, ¿dónde acudía yo para el trabajo a que me había comprometido y que el marqués exigía de mí? Y si no lo desempeñaba a su gusto; si no escribía el folleto de nuevo, con elegancia, corrección y estilo vehemente, ¿qué sería de mí? Mucho me acordé entonces de Benito, mucho lo echaba de menos. Y a la verdad, nadie más a propósito que él para sacarme del apuro.

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Pero estaba ya en Sigüenza; había tomado ya posesión de la promotoría, y en la nobleza y lealtad de su condición, en la delicadeza de sus ideas, no había que esperar que, siendo empleado público tomase parte, aunque fuese indirecta, contra el Gobierno. Decidí, pues, una vez libre del conflicto en que la intempestiva presencia del marqués me había puesto, sacudirme de su patronazgo y escapar de la sombra mortífera de aquel árbol añoso y carcomido. Era yo un hombre de los tiempos modernos, o no era nada: tenía que darme por hombre perdido. Generalmente, la suerte, la casualidad, decide de nuestros compromisos de partido; yo quise hacerme superior a las circunstancias, y retrocedí ante el abismo de abnegación a que me arrastraban. El marqués, después de haberse arreglado conmigo, nada tenía que hacer en aquella reunión, donde sólo podía ser considerado como un original; y por otra parte necesitaba descansar y dormir después del largo viaje y balumba de negocios que traía encima. Retiróse a su cuarto, y apenas se despidió de mí se me acercó un hombre chato, de ojos hundidos, pequeños y penetrantes como los de un ave de rapiña. -Dos palabras, caballero -me dijo con muy atentos modales, que no estaban exentos de cierta superioridad y llaneza que ofendían. -¿Qué se le ofrece a usted? -Dos palabras no más; pero aunque breves, no quisiera que fuesen oídas ni adivinadas por gente profana. -¿De qué se trata? -De que usted se retire sencillamente por la puerta del salón al gabinete, a donde yo iré con igual modestia, por la del comedor. -¿Pues qué?... -Tenemos que hablar. -¿De qué? -Del folleto -me dijo murmurando misteriosamente. No fue menester más para que yo bajase humildemente los ojos, en homenaje y sumisión al gran poder de la policía. Di una vuelta por la sala, sonriendo a todos, pero sin detenerme a conversar con nadie, y me escurrí hacia mi aposento. Volví a cerrar tan maquinalmente como la vez primera. El chato estaba ya esperando de pie y vuelto de espaldas a la chimenea. -¿Su nombre de usted? -me dijo.

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-José Gil de San Juan de las Abadesas. -Creo que en ese nombre sobra alguna que otra cosa. Pero no estorba; vamos al caso: usted es un hombre de cierto talento. -De talento cierto, si no lo lleva usted a mal. -Corriente: paso también por lo cierto delante y detrás. Ese talento en alforjas ha llamado la atención del Gobierno. -Muy pronto me parece. -Viven ustedes, como quien dice, pared por medio; es usted vecino del señor ministro de la Gobernación. -¿Y qué me quiere su excelencia? -Su excelencia le quiere a usted mucho, y desea conocerle por ciertos servicios acerca del folleto del señor marqués de Monte-rojo. -¿Querrá el Gobierno, sin duda, que me niegue a corregirlo, que no lo toque siquiera con mis manos? -Todo lo contrario: quiere que usted lo toque y retoque y lo maneje y lo entregue... -¿Al marqués? -Al ministro. -¿Para impedir su publicación? -Nada de eso; para que se imprima. -¿En el extranjero? -En España. -No lo entiendo. -Permítame usted suplicarle que cargue con las alforjas consabidas, que este momento se ha dejado usted en la silla por mera cortesía o por el bien parecer. El señor marqués trae un folleto subversivo, de cuya redacción o corrección se encarga usted. Pues bien, el Gobierno quiere ahorrarle a usted ese trabajo. Él lo corregirá a su gusto, y después, como si obrase por encargo del autor, lo imprime usted. -¿En el extranjero?

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-En España, hombre, en España. ¿Qué derechos, qué facultades, qué intervención puede tener el Gobierno sobre lo que se imprima fuera de la península? -Ya lo voy entendiendo. -¡Cuando yo decía a usted que las alforjas eran necesarias! -Algo más se necesita. -Así lo comprendo yo también. Usted necesita vivir unos cuantos días más en esta fonda al lado del señor marqués. -Que son cuarenta reales por la habitación... -Y muy cerca de otros tantos por desayuno, almuerzo y comida. En todo eso ha pensado el paternal vecino de usted, que felizmente nos rige. -¿Y dónde me deja usted los gastos de representación? La maternal mirada de la policía, ¿no se ha fijado, por ventura, en mis tes literarios? -No tiene usted derecho para suponerlo, desde el punto y hora en que me ve usted aquí. Esos gastos le parecen, sin embargo, un tanto superfluos y excesivos. -Permítame usted decirle a mi vez que, si eso ha dicho el señor ministro, estaba muy aliviado a la sazón del peso de las alforjas; porque sin esos gastos que su excelencia considera excesivos, sin el té de esta noche, es probable que ni el Gobierno tuviese conocimiento del folleto, ni yo el honor de recibir a usted en este gabinete. -Pero, ¿vale tanto ese folleto? -No lo conozco. Eso ustedes lo han de decir. Yo sé únicamente lo que vale la dignidad del Gobierno, a la cual no la sientan bien estos regateos. -Volveré a hablar con su excelencia, y si le parece a usted nos despediremos hasta mañana. -Que nos despidamos ya me parece perfectamente; porque yo, si he de representar con el debido decoro a mi vecino, tengo que seguir haciendo los honores de mi casa. Las cuentas del té corrían por la del comerciante de ultramarinos; la de mi hospedaje tenía que endosársela al marqués de Monte-rojo cuya bizarría y caballerosidad no le permitían que una persona como yo, cuasi de su familia, viviera a expensas propias; me quedaba libre, por consiguiente, todo lo que de mi vecino pudiera sacar por los servicios que me pedía.

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Ni por un momento vayas a figurarte que me resigné a prestárselos, y mucho menos desde que vi, en la segunda entrevista que tuve con el agente, que las exigencias fermentaban y crecían como pan recién amasado. El Gobierno quería, no sólo manipular en lo del folleto, a fin de comprometer a su autor y formarle causa que motivara su arresto, sino también comisionarme en el extranjero para conocer los planes y conspiraciones de los emigrados. Proponíame con tal propósito que me manifestara partidario de la causa de mi flamante protector, y que huyese de España con apariencias de perseguido. Me pareció demasiado fuerte la exigencia. Ciertos servicios imprimen carácter indeleble. Una vez en los antros de la policía, no me hubiera sido fácil evadirme; y aunque el ámbito es grande y dilatado en tiempos en que la eficacia de los ataques contra el Gobierno correspondía a lo vedado en las armas que contra él se manejaban, con todo, no era para quien tenía miras más altas y nobles inclinaciones. Si desde un principio no di al agente la respuesta que merecía, fue por echar la sonda en el piélago oficial. Conveníame saber en lo que se me tasaba, para formar aproximado concepto de lo que yo valía. ¿De qué me servía la ovación del Coliseo y el triunfo del té literario? ¿De qué la reputación de grande escritor y espléndido poeta? Los ojos de la policía, taladrando aquella fúlgida chapa de metal bruñido. Habían visto el pobre zoquete de madera del armazón interior. ¿Hasta qué punto era yo conocido del Gobierno? He aquí también otra de las cuestiones que me importaba examinar, y dedicándome a ella, pude ver que el vecino de marras me adivinaba, pero que no me sabía. Al marqués, en cambio, franco, sincero y cándido, lo había calado, aprovechándose de sus descuidos e imprudencias para conocerme a mí. Con esto, y quizá con alguna inteligencia y conexión del orden público con mi camarero gabacho, me explicaba las noticias que acerca del folleto tenía la autoridad. Tranquilo sobre este punto cardinal para mí, resolví desurdirnos de aquella trama y salir de entre las garras del agente chato. Era esto bastante difícil, sobre todo para el pobre marqués de Monte-rojo, a quien la policía tenía algún motivo de vigilar. Tampoco yo estaba exento de todo riesgo desde que, por salir de apuros, me comprometí a tomar alguna parte en la corrección del manuscrito. Necesitaba a toda costa un punto de apoyo para resistir al Gobierno. La literatura no me lo daba, y era además un campo en que no podía sostenerme mucho tiempo. El repertorio de Benito se agotaba, y fuera de él las circunstancias me traían mil compromisos que no podía esquivar. El velador del gabinete y aun el mármol de la chimenea, estaban atestados de álbumes, algunos de ellos de ilustres damas que no se satisfacían con un fragmento de composiciones conocidas, sino con otras expresamente escritas para la interesada. Matilde era pálida y de ojos negros; no me servían, por consiguiente, los versos de Benito, que ni una sílaba tenían aplicable a rubias, coloradas y de ojos azules.

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Y no era esto sólo: solía concurrir al café Suizo, al parnasillo del Príncipe, al mismo cuarto de Julián Romea donde se reunían, por no citar más que difuntos, D. Juan Nicasio Gallego, Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega, Gil y Zárate, González Pedroso, Escosura y algunos otros verdaderos ingenios, literatos de tuétano de león, conocedores de la lengua castellana y aun de algunas extranjeras. Con ellos no cabían disimulo, superchería, plagios ni antifaces; a las pocas noches de quincenas, sonetos con pies forzados, letrillas improvisadas y conversaciones de crítica, ligera, en apariencia, libre en la forma, pero que a veces tocaba en las entrañas del asunto, había yo entregado la carta y gastado el recurso socorrido de mis excursiones por la nebulosa Albión y filosófica Alemania. Todas estas consideraciones me obligaban a salir cuanto antes de tan falsa posición, y tanto por esto como para escurrirme de las redes del Gobierno, no tuve más remedio que hacerme periodista. Con esta resolución despedí cortés, pero formalmente, al polizonte, advirtiéndole que al menor paso que arbitrariamente diese contra mí, armaba un escándalo en mi periódico. En seguida pasé a la habitación del marqués de Monte-rojo, que después de haber recogido letras y billetes de don Simeón por la venta de los Bocales, sólo pensaba en malgastar su dinero y en añadir atrocidades al manuscrito; por lo mismo, decía, que yo las había de tachar y corregir. Hice a mi antiguo y generoso dueño y señor el más importante servicio que podía prestarle entonces, enterándole de que el Gobierno le seguía la pista y trataba de apoderarse del cuerpo del delito; le advertí la necesidad que tenía de salir de España cuanto antes, y sin que nadie lo supiese, principiando por arrojar al fuego la obra en que tan locas esperanzas fundaba. No hubo medio de persuadirle a tanto sacrificio. Lo comprendí: era aquella su primera y única obra; le había costado largas vigilias y no cortas cavilaciones: quizá era conocida en la emigración, y el amor propio, de consuno con el amor patrio se interesaban en la lucha. -Si yo me marcho de España -decía-, ¿por qué no he de llevar mi folleto? -Por una razón muy sencilla: desde este momento hasta que usted pase la frontera, está expuesto a cien registros. -Pero mientras la obra no se imprima... -El delito será menor. Mas, por venial que le parezca, siempre queda lo bastante para que a usted se le detenga, se le arreste, y quizá se le envíe gubernativamente a Filipinas. No tiene usted ya momento seguro, y en el acto, ahora mismo debe entregarme el manuscrito y cuantos papeles directa o indirectamente le comprometan. El marqués me miró con su rostro más amable y sus ojos de bienaventurado.

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-Pepe -me dijo-: es generosidad excesiva de tu parte; es una abnegación que no puedo aceptar. Tú estás más comprometido que yo; has sido objeto de las pesquisas del Gobierno, el cual desde que sepa la nobleza y dignidad con que has rechazado sus proposiciones, será contigo implacable. -Lo sé muy bien: pero nada temo. He tomado mis medidas y no crea usted que por simpleza y falta de precaución vaya a ponerme en manos de la autoridad. Nada encontrará, ni en el bufete, ni en mi maleta; limpiaré mi habitación de manera que pueda recibir dignamente y con el debido decoro la tercera visita de la Policía; pero el folleto se salvará, y cuando usted me avise de que ha pasado el Bidasoa, el manuscrito llegará a sus manos corregido y aumentado, y aun puesto en solfa. Corre de mi cuenta, y la misma indignación de que estoy poseído me prestará combustibles para el incendio. No hubo remedio; el marqués me entregó su opúsculo, y al entrar con él en mi estancia eché la llave y, sin leerlo, lo arrojé a las llamas de la chimenea. Me entretuve un rato viéndole arder, y hasta que lo dejé reducido a cenizas no me aparté del sillón ni solté las tenazas. Quedé luego tranquilo; abrí el balcón para que se fuera el humo, y poco después las puertas del aposento. A tiempo fue, porque según me había figurado, la policía acababa de registrar el equipaje del marqués, y el agente, tan corto de narices como largo de olfato, después de haber llamado con toda cortesía, entró husmeando en mi habitación, no con aire de hacer pesquisas, sino de amigo; y dirigiendo miradas penetrantes a la chimenea, me dijo: -Vamos, esto me huele... -A folleto quemado -le contesté. -Aquí ya no hay nada. -Vanidad de vanidades, humo y cenizas. -Permítame decirle, sin embargo, que acaba de hacer... -Lo que debía: adelantarme algunos minutos a la hora del Gobierno; destruir lo que él, sin duda buscaba sólo para destruir. Sírvase usted decir a mi ilustre, digo mal, a mi muy excelente vecino, que por este servicio que acabo de prestarle no le exijo nada. He trabajado gratis, con la única esperanza de que ni él ha de olvidar mi obra, ni he de olvidarla yo. Así concluyó esta aventura. Era ya tiempo de dejar aquella fonda, que me costaba muy cara, y de instalarme en una casa de huéspedes decente en que pudiese hacer la vida ordinaria de Madrid, a la cual iba a consagrarme desde aquel día.

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El marqués se marchó dejándome muy recomendado su folleto y dándome sus instrucciones para remitírselo a Francia con toda seguridad. Como esperaba, pagó los gastos de la fonda, y a pretexto de los que yo tenía que hacer para la corrección del manuscrito y su porte hasta la frontera, me dejó también algunos billetes de Banco, que me vi en la dura necesidad de aceptar. - VIII - La vida moderna La transición de literato a periodista es natural en todo tiempo; pero en aquellas circunstancias debía de ser más que para nadie, obvia y sencilla para mí. Entre los convidados a la lección del Proverbio contábanse -no hay que decirlo- en primer término los directores y propietarios de periódicos políticos y literarios de alguna importancia. En la época actual hasta para los negocios de la vida doméstica se necesita la anuencia e intervención de la que por antonomasia se llama la Prensa. Es la luz que nos acompaña de noche desde el portal de casa hasta la cabecera de la cama, nuestro despertador y nuestro gorro de dormir; no puede darse un paso en la vida moderna sin los andadores de la Prensa. Es nuestra criada y nuestra ama de gobierno; manda en nosotros con tiranía y se presta a servirnos con abyección; se paga a veces de muy poco, y exige otras los mayores sacrificios, el del honor y la vida, el de la familia y afecciones íntimas del corazón. Al pensar en el periodismo, me sentí desde luego como en terreno propio. En el literario estaba en vilo, como alma en pena; en la Prensa, como nacido. Con relaciones y reputación de escritor, con aires de hombre de gran tono y de rumbo, y sobre todo, con mis superficiales conocimientos de algunos idiomas extranjeros, era yo para cualquiera de los mejores periódicos de aquel tiempo una verdadera adquisición. Entonces, repito, los que sabían francés eran muchos; pocos los que hablaban inglés, y rarísimo quien poseía el alemán. Todos esos sueltos de crónica extranjera que principian: «Leemos en la Gaceta de la Cruz, en la Gaceta de la Alemania del Norte, en The Times, Morning Herald, etc., etc.», farsa pura, mentira convencional que sólo puede engañar a tontos y profanos. Por lo general, en las redacciones de aquel tiempo no había más periódicos extranjeros que franceses, y lo que ellos copiaban de los alemanes, rusos, americanos y hasta de los ingleses, era cuanto sabíamos de los respectivos países, aunque solía dársenos en España como original y tomado del manantial primitivo. Ahora bien, larga, penosa y mortificante experiencia nos hace ver la ligereza, y a veces la mala fe, con que los franceses hablan de todo lo que no sea Francia, y principalmente de aquellas naciones que por cualquier concepto son rivales antiguas o nuevas enemigas.

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Era yo, pues, de grande utilidad, o al menos podían creerlo así los interesados, en una redacción que quisiera suscribirse a periódicos extranjeros, de cuyos respectivos idiomas tenía yo cierta tintura, y en ese puesto podía no sólo considerarme seguro, sino llegar a ser temible al mismo Gobierno. Las tentativas de éste para atraerme a su servicio se convertían en arma que yo podía esgrimir en ocasión oportuna. La ocasión de entrar en la vida periodística se me vino a las manos como rodada, y aún puedo decir que sin pretenderlo ni solicitarlo. Era uno de mis convidados el director del periódico intitulado La Vida Moderna, persona de finísimos modales, aunque algo extranjerizados, a quien todo el mundo trataba con muchísima cortesía, que no llegaba, sin embargo, al respeto. Llamábase don Juan Pasalodos, el cual me habló de lo atrevido de las ideas que se indicaban en el Proverbio; pero sin amargura, sin calor, aunque no participaba de ellas, expresándose, no sólo con moderación, sino con suma tolerancia. -Para mí -dijo-, todas las manifestaciones del genio son igualmente respetables: el caso es producir, desarrollarse, llegar a ser, producir en cualquier sentido; porque bueno o malo, esto es, lo que unos llaman malo y otros bueno, siendo obra de la inspiración, todo se identifica, todo es uno. Chocóme sobremanera aquel lenguaje, que entonces no comprendía, porque guiado por la crasa ignorancia del sentido común, parecíame disparate que el bien fuese lo mismo que el mal, de lo cual resultaba que no había nada bueno ni malo: más tarde llegué a saber que aquel absurdo era la base de una escuela filosófica muy en boga a la sazón en países extranjeros, aunque incipiente en España. Como quiera que fuese, el señor Pasalodos me había echado el ojo para su periódico, y con este objeto, sin duda, me convidó a comer. Acepté con mucho gusto y acudí con toda puntualidad a su casa, después de haberme instalado en la mía. Llevaba decidida vocación de periodista y el presentimiento además, de que ningún diario me convenía tanto como La Vida Moderna. Quizá influyó en esto el título claro y significativo de la publicación, la cual, o fallaban todas las reglas del arte o parecía hecha adrede para mí. No me equivoqué: La Vida Moderna era, en realidad, lo que decía: representaba el mundo nuevo en lucha con el antiguo. Atea en religión, panteísta en filosofía y liberal hasta el punto de que ningún progreso ni principio avanzado le asustara, era sin embargo, conservadora y hasta moderada en política. A la sazón no podía llamarse ministerial, ni por su índole podía serlo nunca; mas por esta misma causa su posición jamás era violenta y encarnizada. Partía de los hechos consumados, para él incontrovertibles, con tal de que procediesen del principio que en apariencia combatía. Don Juan Pasalodos, personificación de su periódico, era la vida moderna en acción; lo cual, por una de esas contradicciones harto frecuentes del espíritu humano, es decir, por una de esas constantes e íntimas protestas del sentido común contra el error más generalizado,

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perjudicaba extraordinariamente a su empresa. Exigíasele mayor miramiento con los principios que intentaba destruir, y lo que se aplaudía y reconocía como inconcuso en letras de molde, se le censuraba en la vida privada. Con un poco más de inconsecuencia, lo diré claro, con cierta hipocresía, hubiera sido, no diré respetado, sino venerado entre los hombres políticos. No podía o no quería comprender que su teoría, aplicada a la vida práctica, era la manera más eficaz de ser combatida y que lo absurdo puede deslumbrar y seducir en los libros, mas no sostenerse dentro de casa. Había olvidado que sus grandes maestros, los filósofos alemanes, seguían por lo general el método opuesto, es decir, la afectación del orden en las costumbres y la ostentación del desorden y calaverismo escandaloso en las ideas. Tenía mi nuevo amigo un cocinero excelente y dos criados para la mesa, que meses antes hubiera hecho mi desesperación, porque a su lado habría quedado tamañito. Por regla general, nunca le faltaban dos o tres convidados de uno u otro sexo; pero esta última circunstancia hacía que no todo el mundo aceptara sus convites. Aquel día estuve yo solo, porque, sin duda, trataba de aprovechar el tiempo de la comida para hablarme del periódico, su ídolo, su niño mimado y la base de su existencia. Aquella empresa le absorbía por completo, y a pesar de su inconcebible laboriosidad y prodigiosa facilidad para el trabajo, éste no le cundía lo suficiente y le faltaba el tiempo. Como yo le oyese con asombro, me dijo: -Si el día tuviese para mí cuarenta y ocho horas, sería lo mismo: siempre me vendrían escasas para el periódico. Un periódico admite todo lo que se le dé, y siempre está pidiendo más: tal como debe ser, es un imposible. Algunas veces se me figura que un buen periódico está fuera de las fuerzas humanas. Para dirigir un periódico se necesita ante todo ser buen regente de imprenta, porque lo primero que exigimos a una muchacha para que parezca bien, es que sea hermosa. Luego un gran confeccionador, lo cual no es tan fácil como a primera vista parece, ni menos hijo de la rutina. Los periódicos divididos en secciones fijas e invariables no saben siquiera los rudimentos del arte: la sección es el lecho de Procusto, que obliga a mutilar lo que dentro de él se encierra. En el periódico todo debe estar en su sitio, y no en otro; pero todo libre en apariencia, y en disposición de ceder el puesto a lo más urgente y privilegiado, sin que se note la falta. Hacer que las noticias de sensación, lo notable del número, sea notado al punto, es obra del regente de imprenta. Cuando este eje principal de la máquina no se encuentra, no hay remedio, regente tiene que ser el director. Pero confeccionador sobre todo. Lo último que necesita es saber escribir. Esta proposición, que me cogía de sorpresa, me colmó de júbilo, determinando definitivamente mi vocación y completo apartamiento de la literatura. Con las letras, efectivamente, no había bromas posibles y lo que yo había dado al público con los versos de Benito no podía prolongarse mucho tiempo. Figúrate, pues, qué hallazgo no era para mí el de una carrera de escritor para la cual ni aun saber escribir se necesitaba.

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La paradoja, sin embargo, exigía ciertas explicaciones, que me apresuré a pedir. -Lo va usted a ver prácticamente, por el caso en que me encuentro. Necesito en la actualidad un redactor principal, exclusivamente dedicado a hacer visitas. -¡Ah! Vamos -le repliqué-: un reporter, un gacetillero, un Rafael Bullebulle. -No señor. ¡Quite usted allá! Eso es lo ínfimo del género, el criado de escalera abajo, respecto del apoderado general de la casa. Yo necesito un muchacho fino, elegante, muy elegante, buen mozo, nada corto de genio, que naturalmente y sin violencia alguna se introduzca en la sociedad y haga un papel, si no brillante, lo cual es mucho pedir, aunque muy de desear, decente y digno entre los hombres políticos, que son a veces unos pelafustanes, y otras gentes de pro y de grandes pretensiones. El redactor que busco no ha de hacer más que visitas. Con traje de mañana, de paseo y de noche, ha de vestirse y desnudarse tres o cuatro veces al día. La base de su política, la del periódico, eso no hay que decirlo; pero base muy amplia, con ideas tan elásticas que se acomoden al gusto de sus relaciones, o cuando menos, no ha de sustentar polémicas ni reñir batallas con nadie. Este redactor no ha de pedir noticia ninguna, pero ha de saberlas todas; más aún: ha de adivinar, y éste es su principal encargo, lo que no se quiere decir ni se puede saber. ¿Comprende usted? -Perfectamente. Comprendo que no hay cosa más necia en un periódico que los palos de ciego. -Eso es. Un periódico de verdadera importancia queda muerto el día en que se pregunta en el Casino, en el salón de conferencias o la Carrera de San Jerónimo: ¿por qué ha dicho eso el diario de Fulano?, y se contesta: cosas de Fulano. Un periódico no puede tener cosas: quien le hace órgano de cosas le mata. Para un periódico no hay caprichos, ni rarezas, ni excentricidades: no hay más que intención, esto es, mala intención, novedad y escándalo. -Ahora sí que nada me resta que saber. -Y ahora supongo que la paradoja ha dejado de serlo para usted; porque es evidente que un hombre que pasa toda su vida en vestirse y desnudarse, en almorzar y comer fuera de casa, en adquirir relaciones, no tiene tiempo de coger la pluma, como no sea para un suelto de cuatro renglones, que constituyan la vida y el alma del número del día. Harto hará con dar una vuelta por la redacción en momentos oportunos, en horas críticas, e indefectiblemente a última hora. Los redactores que escriben (porque hay también redactores destinados a escribir), le oyen, se enteran de lo que pasa, rasgan si se ofrece las cuartillas que tenían escritas con golpes en la herradura, y martillan el clavo sin errar y de firme. ¿Está usted conforme? -Sí; eso es lo que se llama ser periodista. -Pues bien: eso es lo que yo quisiera que usted fuese en La Vida Moderna. Yo no puedo; no tengo el don de ubicuidad, y siendo como soy director, administrador, regente y

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confeccionador a la vez, es preciso que usted me represente fuera de casa y de la imprenta. Me conviene su figura de usted, su manera de haberse dado a conocer al público; me convienen sus viajes al extranjero, y hasta los idiomas que usted posee me hacen muy al caso. -Debo advertir a usted lealmente -le dije-, que mi conocimiento de idiomas no es muy profundo; los entiendo y los hablo lo suficiente para el ferrocarril y el hotel. -Me basta y me sobra. Si no tiene usted tiempo de escribir, mal puede tenerlo de traducir. Yo haré venir dos o tres periódicos extranjeros de Inglaterra y Alemania, amén de los que se reciben de Italia y Francia; se los llevarán a usted a su casa. Allí podrá comparar el original alemán o inglés con la traducción francesa; y con tal de que de cuando en cuando se coja algún gazapo, es suficiente para que La Vida Moderna se acredite de políglota y pase por el mejor enterado en política extranjera. Con esto y con alguno que otro telegrama que usted invente, y tal cual correspondencia de Berlín, Viena o Londres que saque usted buenamente de los periódicos respectivos, tenemos lo necesario para que se nos suponga en relaciones íntimas con toda la diplomacia europea. No se cuide usted del estilo: cuanto menos castizo, más sabrá al natural. Ninguna objeción tuve que hacer; todo parecía cortado al patrón de mis deseos y facultades. De sueldo no hablamos, porque si don Juan Pasalodos era un tanto pacato y encogido al pagar, no tenía fama de mezquino y miserable en señalar ni deber emolumentos. Y al fin y al cabo, lo que de mí exigía requería gastos de representación que se salían de lo ordinario. Al despedirme de él me preguntó: -¿Supongo que será usted fuerte en esgrima? -¡En esgrima! ¿Pues qué?... -¡Cómo! ¿No tira usted el florete, el sable y la pistola? -Confieso que mi educación ha sido un poco descuidada en esa parte. -Pues es lo primero que tiene usted que aprender. Ha visto usted que para redactar un periódico no se necesita saber escribir; pero no se concibe siquiera un periodista que no sepa batirse en toda regla. En la redacción de La Vida Moderna conocí un ente original, de quien me valí para acabar de introducirme en el gran mundo y dar mis primeros pasos en mi nuevo oficio. Llamábase don Pedro Estrellas; pero en Madrid, generalmente, se le conocía con el nombre de Perico Estrellas que, en efecto, le caracterizaba y definía. Hombre ya maduro, hasta el punto de esquivar constantemente la conversación de los años, hacía todo lo posible por disimular la edad, y lo conseguía a fuerza de elegancia y horas de tocador. Hasta aquí nada de extraña tiene su condición; pero la singularidad comienza ahora: Perico Estrellas era empleado inamovible y a quien puedo, sin ofenderle, llamar antiguo, si me atengo a la

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fecha de su primer nombramiento, que databa de los tiempos de Calomarde. Ni siquiera un día estuvo cesante: raro y por ventura único ejemplar de su especie. ¿Cómo se había manejado don Pedro para que siempre se le llamase Perico y nunca dejara de figurar en nóminas oficiales? Muy sencillamente: viviendo siempre entre damas. En su vida, fuera de zurcir expedientes, había hecho otra cosa más que visitas; trataba, por lo cual, con todas las personas notables de la corte, y principalmente con señoras. No tenía talento, pero sí buenas narices; olfateaba, no ya las revoluciones, sino las más simples modificaciones de gabinete, las más tenues crisis ministeriales, y se apercibía al peligro redoblando cortesías a las señoras de los futuros ministros o personajes influyentes en la próxima venidera situación. Sus tarjetas podían servir de barómetro del más insignificante cambio en cosas de Gobierno; pero él hacía gala de no ser político. Puestos en el caso de clasificarlo como tal a fuer de español le llamaríamos ministerial, porque nunca estaba en la oposición; y de oposición, porque siempre estaba anunciando cambios ministeriales. A pesar de vivir entre ellas, no se le había conocido prendado ni rendido por ninguna. Su flaco eran todas las mujeres; su fuerte, resistir a toda mujer. Hacía la vida de solterón y jamás comía en casa. Tenía para la mesa perfectamente repartidos los días de la semana: los lunes en casa de la condesa A., los martes en casa de la baronesa de B., los miércoles en la legación de C., etc., etc. Si por casualidad, o por motín o pronunciamiento, se suspendía el programa, o comía en la fonda, o no comía en ninguna parte. Su axioma era, en la necesidad de comer, más vale no comer que comer mal; y había llevado la inflexibilidad de sus principios a tal rigor, que un tiempo en que el Gobierno le sitió por hambre, no pagando a los empleados, se vio precisado a no comer más que dos o tres días a la semana. Y él hacía gala de su sistema, hablando con frecuencia de aquella época heroica y legendaria de su vida. -El domingo -decía-, gran comida de tres a cuatro duros; el lunes, indigestión; el martes, ayuno para prepararme a comer el miércoles; y así de los demás. Entre las visitas de este personaje contábase la vuelta cotidiana por ciertas redacciones de periódicos. Era en ellas muy apreciado por sus preciosas noticias acerca de los acontecimientos más interesantes a la buena sociedad. Por él se sabía qué reuniones se proyectaban para la próxima estación invernal, qué platos se habían servido en éste o el otro festín, qué aderezo llevó la señora tal, a qué lado se inclinaba la camelia de la señorita de cual, qué bodas se cotizaban, qué conciertos se disponían, a qué paseo o teatro iba a darse la preferencia, con otras no menos graves e importantísimas nuevas. Las damas que hacían ascos de los periódicos, se desvivían por las noticias de Perico Estrellas, el cual era, por decirlo así, el lazo misterioso que unía a las despreciadoras con los periódicos despreciados. Si una quería que la posteridad se enterase del color de su vestido o de los encajes de su fichú, no tenía más que decírselo a Perico para verse al día siguiente retratada de busto o de cuerpo entero en la gacetilla. Algunas veces, el desdén de las damas por el periodismo llegaba al inconcebible extremo de no fiar su retrato a ninguno

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de los redactores, y se tomaban ellas la molestia de ponerse al espejo y retratarse a sí propias. De Perico Estrellas no se cuenta que jamás escribiese una línea. Esta conducta, debida a un exceso de prudencia, prueba que tenía más talento de lo que se creía. Perico, que vivía entre damas, preciábase de conocerlas bien y temía con sus noticias más insignificantes, triviales y ligeras, hacerse órgano de intrigas y peligrosas rivalidades. Para no verse comprometido y complacer al propio tiempo a quien tanto le importaba servir, pasaba por la redacción de un periódico, y mientras fumaba un cigarro soltaba la especie, la cual era al punto recogida por el gacetillero con el afán propio de su oficio. Perico no se marchaba hasta asegurarse de que las cuartillas se habían dado a la imprenta. Mi nuevo género de vida no podía ser más propio y adecuado para los gustos y aficiones de Matilde. Mezcla confusa de los dos grandes defectos de su época, el romanticismo y el positivismo, aquella niña, que así pulsaba el arpa como tomaba el pulso a los negocios; que se embelesaba con las poesías de Espronceda para soñar con la banca y la cotización de la Bolsa, merecía encontrar su bello ideal en un hombre como yo, tan dispuesto a petardear en verso como en prosa. Mi audacia y mi fortuna me habían vaciado en la turquesa de su fantasía. Con los triunfos del Coliseo y de la reunión literaria mi fama había llegado al apogeo. Lo repentino de mi aparición en medio de los escritores públicos, mis viajes, mis obras líricas y dramáticas, que sin duda por un esfuerzo de estudio y de ingenio, según la voz pública, no se resentían, como era regular, de mi residencia y educación fuera de España, habían elevado mi crédito sobre las nubes, colocándome entre autores de primer orden. No tenía necesidad de hablar mucho, ni discutir a fondo ninguna de las cuestiones que se rozaban con la literatura; las pocas frases que sobre asuntos tan espinosos arriesgaba, eran repetidas y comentadas como palabras de oráculo. Si por casualidad se me escapaba alguna necedad o despropósito, nunca se reputaba como tal, sino como opinión singularísima, recóndita y de oculto sentido para los profanos. Era por aquellos días el hombre a la moda, el lyon, como entonces se decía, para quien no había puerta cerrada en ninguna tertulia literaria o política, en ninguna reunión de la buena sociedad. Matilde llegó a temer por sí misma: tuvo celos de mi fama, y se creyó en peligro de que la abandonara por alguna condesa o dama de la aristocracia; y los temores avivaron su afecto y acabaron por rendir completamente su corazón. Pero ella y su padre veían en mí algo más que un poeta celebrado o ministro en ciernes; veían al hombre que con ojo certero y mano firme les había apartado de los malos negocios, proporcionándoles al propio tiempo el de la dehesa, de cuya adquisición estaban a porfía satisfechos.

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¿Qué más podía apetecer Matilde que un hombre fino, elegante como ella creía, introducido en el gran mundo y al propio tiempo capaz de manejar, acrecentar y hacer subir como la espuma los caudales de su casa? Tenía, pues, a la niña completamente de mi parte, y don Simeón, aunque reservado y cazurro, tampoco me era hostil. Echaba en mí algo de menos, por ejemplo, alguna que otra finca semejante a los Bocales, o la casita de más de un millón que acababa de comprar; quizá me quería tan rústico y urbano como él, cualidades por cuya falta hubiera él pasado con el suplemento de algunos miles de duros; quizá miraba como de sobra, en el cuadro que de mí se formaba, el nimbo de la poesía y la aureola literaria; pero con la mirada de tendero que distingue los garbanzos del Saúco de los de la tierra sin necesidad de echarlos a remojo, tenía el presentimiento de que yo había nacido para la estática más que para la estética; para especulaciones mercantiles, no para las filosóficas. Doña Jacinta era dura de pelar. Agradecida a los servicios que les había hecho, me admitía en casa y me recibía con agrado; pero nunca pasaba de la cortesía, la cual se pronunciaba tanto, que a fuerza de no faltarme en nada íbame empalagado en todo. Puedo asegurar que con más franqueza entré en aquella casa los dos primeros días de nuestro conocimiento que los posteriores. Tuvo el arte de que a mí mismo me fuesen pareciendo molestas y poco agradables las visitas; y el talento de aquella señora consistía en producir este efecto, sin que yo ni Matilde tuviésemos nada que echarle en cara. El secreto consistía, principalmente, en hacerme hablar de mí mismo, de mis antecedentes de mi carrera, de mis estudios, de mis relaciones, de mi pueblo y mi familia. Veíame obligado a inventar y hacer novelas a cada paso; pero esto exigía mucha memoria y profunda atención, porque la atención y memoria de doña Jacinta me desesperaban por lo vivas y perspicaces. Llegué a sospechar que estaba en la pista de mis antecedentes, y que se había propuesto con tenacidad de podenco darme caza. Tomaba yo mis medidas y procuraba estudiar bien la lección cotidiana; pero no había defensa posible contra aquella mujer, terca de condición y capaz de revolver cielo y tierra para salirse con la suya. Resultado forzoso de su conducta fue alejarme del entresuelo de la calle de la Montera cuando más exigencias tenía Matilde de verme a todas horas, cuando, sinceramente lo digo, más lo deseaba yo. Otro incidente acabó de hacer embarazosa, comprometida y nuevamente crítica mi posición. El Proverbio que leí en la fonda fue generalmente celebrado por su estilo y pureza de lenguaje; acerca del pensamiento de la obra poco se habló en la reunión; por ventura no estaba bien claro, o no se presentaba con el debido relieve: era quizá también la mayor falta que se le achacaba, y en toda reunión literaria sucede siempre que los defectos son objeto de la crítica de los críticos entre sí; la enumeración de las bellezas se reserva para cuando está delante del autor. Ni la cortesía de los amigos es para menos, ni la vanidad de los autores consentiría más. Pero cata que un día se descuelga cierto famoso crítico con un artículo que se intitulaba Vindicación de Cervantes.

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En este artículo no se hablaba de otra cosa que de mí. Lo leí con afán, y hasta con sudores de fiebre; porque me encontré, sin comerlo ni beberlo, con que yo había tenido la audacia inconmensurable, la demencia verdaderamente quijotesca de poner manos sacrílegas en la reputación universal del manco de Lepanto. Con sus pelos y señales se contaba el argumento del Proverbio y se desentrañaba la idea fundamental de la obra que yo no había hecho más que entrever, sin darle la importancia merecida. Esta idea, según el crítico, consistía en el intento de probar que el Don Quijote de la Mancha era una obra profundamente inmoral, que tendía nada menos que a ridiculizar la nobleza, la caballerosidad, el espiritualismo, el idealismo, con el peligro inmediato y consiguiente de entronizar el egoísmo, el realismo y la grosería de la materia. Exponíase en crudo, tal vez con saña y exageración, el pensamiento del poema, con el piadoso fin de hacer a su autor odioso a los lectores del artículo. No necesitaba más la envidia para cebarse en mí. Me tenía ganas y no sabía cómo hincarme el diente: las medianías estaban inquietas, turbadas con mi aparición, aplastadas por el pie de mi fortuna; hasta el esplendor de mi reunión y mi desusada manera de darme a conocer les ofendía; pero mi silencio, mi reserva, mi forzada modestia en negarme a dar al público ni un verso siquiera de mis composiciones, les imponía. Así que vieron el primer disparo de la formidable batería, toda la chusma literaria se desató contra mí: ninguno de aquellos escritorzuelos que afeaban mi triunfo con sus lisonjas faltó al puesto del honor al verme vencido y humillado. La arremetida fue general y necesariamente funesta para mí. Por de pronto, dando a conocer el argumento del Proverbio, no había remedio. Benito tenía que saber que la obra que se atribuía era la suya. ¿Llegaría su desdén, su abnegación, o su gratitud por el destino que me debía, hasta el extremo de guardar silencio? Dado el carácter del personaje, esto era posible; pero con una sola condición, indeclinable, forzosa: la de tener yo el valor de las opiniones que inconscientemente había prohijado, saliendo a la defensa del pensamiento que se me atribuía, y sustentándolo valerosamente y con talento. No había que pensar en esto. Si yo hubiese sido el hombre que todos me suponían, la ocasión de lucirme noble, bizarra y caballerosamente había llegado. Yo podía presentarme al público diciendo: «Momentos antes de comenzar la lectura del Proverbio advertí a mis oyentes que la obra no era mía, sino de un joven completamente desconocido en la república literaria y cuya modestia le impedía aparecer como autor. Si no se dio crédito a mis palabras, la culpa no es mía, porque bien claras fueron y terminantes; si prescindí después de esta declaración fue por el solemne compromiso que había adquirido con el autor de no revelar jamás su nombre, y por otra razón de delicadeza también; sus opiniones, contrarias a las de la generalidad del público, eran un verdadero escándalo literario, casi un delito de leso patriotismo. Pues bien; la obra no es mía; pero la opinión del autor sí, y aquí estoy yo para defenderla y romper lanzas en favor de mi amigo». Y tras este preámbulo, entrar en materia y defender, en efecto, el poema de Benito.

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Pero dicho se está que me faltaba caudal de conocimientos y doctrina, hasta la penetración suficiente para comprender y poner en su punto la idea del Proverbio. El autor de la Vindicación de Cervantes, como era natural, dado su objeto, había sacado de quicio el pensamiento, y era menester reducirlo a sus verdaderos límites, presentándolo sin pasión pero sin cobardía. No pudiendo hacer esto, siendo ya absolutamente imposible para mí continuar desempeñando el papel que en la farsa del mundo había tomado, tenía que desnudarme del traje teatral y presentarme tal cual era, como farsante silbado incapaz de volver a las tablas. Y si esto no, callar, guardar cobarde silencio, manifestando hacia mi antagonista un afectado desdén que equivalía a la confesión de la derrota, sin el mérito siquiera de sobrellevar con valor la desgracia que sufría. Estaba, pues, muerto a mis propios ojos, y los del público tenían que ensañarse presto en el cadáver de mi reputación. Y la saña, ni se haría esperar ni sería corta; porque lo repentino y elevado de mi encumbramiento estaba convidando a la diversión de mi caída. No me di, sin embargo, por vencido; aún me quedaba el recurso de apelar a la generosidad y grandeza del alma de Benito, y me atrevía a esperarlas fundado en los motivos que tenía para estarme agradecido y en las cualidades de su carácter. - IX - Causa célebre Benito, entretanto, se había hecho famoso y compartía conmigo la atención pública; pero de muy diferente manera: su reputación, aunque improvisada, era merecida y sólida. Al día siguiente de llegar a Sigüenza y tomar posesión de la fiscalía, enfermó gravemente el juez de primera instancia, recayendo interinamente el Juzgado en el alcalde, persona completamente lega. Benito, asesorándole en todo, fue realmente juez y promotor, llevando sobre sí todo el peso del Juzgado. En tales circunstancias ocurrió un suceso que llenó por largo tiempo las columnas de los periódicos. Había en Sigüenza un viudo que no distaba mucho de la ancianidad, labrador, hidalgo, bien acomodado y aun rico, el cual vivía con una hija de diecisiete años, llamada Carolina. El viudo hizo el disparate de contraer segundas nupcias con muchacha de poca más edad que la hija, muy agraciada y de genio alegre, pero de costumbres que, sin ser escandalosas, picaban en libres. No podían avenirse las dos jóvenes, y una noche en que el marido estaba ausente del pueblo por negocios de sus haciendas, la madrastra apareció en su propio lecho muerta de puñaladas con mano firme asestadas al corazón. No había nadie en la casa más que Carolina, a quien se la encontró dando gritos desaforados y sospechosos cerca del lecho

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de la difunta y con los vestidos manchados con sangre de la que parecía víctima de su venganza. Hallóse también en el pozo que caía debajo de la ventana de la habitación el arma homicida, que era una navaja del padre. Sospechas, indicios, pruebas de toda clase deponían contra Carolina, la cual, a pesar de su buena fama y de las simpatías que su rostro angelical inspiraba, fue desde luego condenada por la voz pública, que a nadie sino a la infeliz hijastra pudo atribuir tan horrendo crimen. En efecto, no había sido perpetrado por causa del robo: nada faltaba en aquella casa; todo estaba intacto, ropas, alhajas y dinero. Tampoco se advertía fractura de puertas, ni señales de escalamiento: la puerta principal de la casa estaba cerrada, la llave dentro. Indudablemente, la voz pública no se equivocaba: la hija del labrador había dado muerte a su madrastra para vengarse de sus malos tratamientos. Benito, acompañado del alcalde y sin haber descansado apenas del viaje, procedió inmediatamente a formar el sumario, principiando por el arresto e interrogatorio de la muchacha, y la inspección ocular, minuciosa y exacta del teatro del crimen. A las primeras palabras, o por mejor decir, a las primeras miradas que dirigió a la presunta reo, se convenció de su completa inocencia; pero se guardó muy bien, de hacer la menor indicación acerca de sus convicciones, o más bien de sus presentimientos, que realmente no tenían en qué fundarse. La muchacha declaró que hallándose en cama y desvelada, contra su costumbre, por el miedo de verse sola con su madrastra, había sentido un grito pavoroso en el aposento de ésta, contiguo al suyo, y luego pasos como de persona que huía apresuradamente; que al pronto no tuvo valor ni para respirar; pero que luego, estimulada por la conciencia a no desatender a su madrastra, por lo mismo que no se hacía bien con ella, encendió luz y principió a dar voces, preguntando si estaba enferma y si quería alguna cosa. Viendo que nadie le respondía hizo un esfuerzo, se vistió y acudió al cuarto, donde se la encontró muerta. Al pie del lecho, vio la navaja de su padre, y sin saber por qué se le ocurrió que éste podía ser el autor del atentado; guiada de filiales sentimientos, abrió la ventana, tomó la navaja y la arrojó al pozo del patio. No sabía cómo explicar las manchas de sangre de sus vestidos, sino por aturdimiento, por completo olvido de sí misma, por su propio abandono e imprevisión en acercarse al lecho de la difunta con ánimo de socorrerla y auxiliarla. Todo esto parecía novela pura y explicación más o menos ingeniosa del hecho que la acusaba. Las primeras noticias que dieron los periódicos acerca de él iban completamente conformes con la opinión unánime de la capital del Juzgado. Al darse cuenta del suceso se añadía la cláusula consabida: «Afortunadamente, en esta ocasión la autora del crimen ha sido habida y se halla en poder de la autoridad. La justicia no se hará esperar, porque el delito está claro como el sol del mediodía».

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Los periódicos de oposición se permitían breves comentarios acerca de la inmoralidad que por obstinación del Gabinete en permanecer en su puesto había invadido el corazón de las niñas de dieciséis a diecisiete años, de rostro angelical y de intachables costumbres. Los diarios ministeriales, por el contrario, se deshacían en elogios del Gobierno por la prontitud con que en su tiempo eran habidos los presuntos reos de semejantes atentados. Probablemente no se hubiera vuelto a tratar de este asunto hasta el día de ejecución de Carolina, en cuyo caso es regular que saliese otra vez a relucir la obstinación del ministerio y la buena administración de la justicia, y el rostro de ángel y las costumbres intachables, con el retrato y biografía de la ajusticiada. Pero Benito guardaba profundo silencio y seguía en sus investigaciones, dirigiéndolas por donde nadie se imaginaba, y en virtud de ellas se procedió al arresto de un joven, natural de Madrid y establecido, sin oficio ni beneficio, en la villa de Jadraque. Este joven, buen mozo, gastador, jugador y de vida licenciosa, era sin saber por qué, muy temido en el país, susurrándose que se hallaba al frente de cierta secreta cuadrilla de malhechores. A las veinticuatro horas de haberse perpetrado el crimen de Sigüenza se cometió otro en un despoblado de Jadraque: el padre de la acusada, el rico labrador que andaba recorriendo sus tierras, apareció muerto de un trabucazo. El asesino le había despojado del dinero que llevaba encima, pero respetando todas sus ropas y aun alguna botonadura de plata de escaso valor. Sin descansar, sin concluir el sumario de la primera causa, antes bien suspendiéndole bruscamente, montó a caballo Benito y acudió con el juez interino a formar la segunda. No se sabe por qué hallaba el fiscal relación tan inmediata, tan íntima, entre uno y otro proceso, que le parecieron dos fases de un mismo delito. Hechas las primeras diligencias del de Jadraque, y arrestados allí unos cuantos jóvenes de mal vivir, tornó Benito Llano sin descansar a Sigüenza y continuó la causa de Carolina. Con la muerte del padre fue necesario abrir el testamento, que guardaba la difunta en arca de nogal, depósito de sus mejores ropas y joyas. En aquel documento, hecho en toda regla, marido y mujer se dejaban mutuamente herederos para el caso en que entrambos muriesen sin sucesión. Fue esto rayo de luz que iluminó por completo la inteligencia de Benito: y para que el hecho quedase completamente esclarecido, procedió al examen de algunos papeles de que se había apoderado en la habitación del madrileño recién domiciliado en Jadraque. Después de este examen, ninguna duda le quedó acerca de la inocencia de la primera acusada. Uno mismo era el autor de entrambos crímenes, el madrileño. La mujer del labrador mantenía con él relaciones ilícitas, con él había convenido en el asesinato de la hijastra para que el padre pudiese heredarla y el del marido, después, para heredarlo ella, según las cláusulas del testamento. La difunta había entregado al asesino una llave de la puerta de la casa, por la que éste pasó sin dificultad. Pero la Providencia dispuso que equivocase el cuarto, y que en lugar de dirigirse al de la hija entrase en el inmediato y asesinara a su cómplice. Salió de la casa el matador sin detenerse en ella, para no ser descubierto, echó la llave a la puerta, y aquella misma noche se volvió a Jadraque y se acostó en silencio, a fin de probar, en caso necesario, la coartada. De la muerte del marido se encargó la cuadrilla.

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Los malhechores que la formaban, detenidos e interrogados por Benito, fueron los primeros en descargar su responsabilidad sobre el capitán, el cual quedó al punto convicto y confeso de su delito. Carolina salió de la cárcel, no sólo absuelta con todos los pronunciamientos imaginables en su favor, sino con el prestigio de la virtud por breves días empañada, y la fama de su hermosura y sus riquezas. No necesitaron más los periódicos de la corte para convertir a la primera acusada en heroína de novela y en desfacedor de agravios al fiscal de Sigüenza, cuya penetración, perspicacia y prodigiosa actividad le acreditaban de modelo en la magistratura. El nombre hasta la sazón desconocido de don Benito Modesto Llano se hizo popular; y la verdad es que su reputación era merecida, porque había dado cima y feliz remate a su simpática empresa de volver por la inocencia y castigar el crimen en el más breve término posible. Su estreno en la carrera no podía ser más brillante, y toda la Prensa a una voz pedía que se le recompensara garbosamente para que su conducta sirviese de estímulo en la carrera judicial. Le escribí felicitándole y manifestándole al propio tiempo el conflicto en que me hallaba. «Guiado por mis deseos de darte a conocer -le decía- leí tu obra sin imaginar siquiera la importancia que tenía ni los peligros que entrañaba». Tú los verás por el artículo que adjunto te remito: tú comprenderás por él hasta qué punto el crítico de la Vindicación ha sabido interpretar tu pensamiento. Yo estoy dispuesto a todo; si quieres que en un comunicado repita las palabras que pronuncié en mi reunión literaria antes de la lectura, las repetiré; si quieres que tu nombre suene como autor del Proverbio, lo declararé bajo mi firma; si dispones otra cosa, aceptaré la obra, y con ella la responsabilidad de tus opiniones; pero en este caso tienes que suministrarme datos, razones, argumentos, y cuanto sea necesario y conducente a la defensa. La respuesta de Benito no se hizo esperar, y era tal cual yo me la prometía. -«Ya que sin quererlo ni pretenderlo, y por un conjunto de circunstancias inexplicables para mí, y en las cuales ni aún tengo tiempo de pensar, pasas por autor de mi obra, no te desdigas, pues sería fatal para tu reputación. Si tu delicadeza no te permite prohijarla, no reveles jamás el nombre del autor; guarda un secreto que yo guardaré también. Cumple con tu conciencia; pero quede el nombre del autor del Proverbio envuelto en el arcano. Eso dará a sus opiniones el prestigio del misterio que necesitan para luchar con la impopularidad. Pero entretanto, no las dejemos desamparadas: sépase que si hay error en mí no hay mala fe, ni estoy destituido de todo fundamento. Si tú, bien mirado todo, participas de mi modo de pensar en este asunto y crees que mis razones tienen alguna fuerza, firma el adjunto artículo y dalo a la imprenta. Si no, que mi contestación lleve únicamente esta firma: El autor del Proverbio». Leí el artículo de mi amigo que, aunque escrito muy de prisa, llevaba el sello de su inimitable estilo y acendrado ingenio. Autorizado por el autor, no tuve inconveniente en suscribirlo, con las declaraciones que dejo arriba consignadas, las cuales de nadie fueron creídas. Y con razón; porque el estilo del Proverbio y el de la defensa acusaban un mismo

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escritor, y firmar ésta equivalía a la confesión implícita de la paternidad de entrambos escritos. Me permití también añadir dos renglones al final del artículo «Cervantes -decía yo- ha sido, sin quererlo, uno de los progenitores de la filosofía, de la civilización y de la vida moderna». ¿Qué más quiso don Juan Alberto Pasalodos? ¿Qué más quisieron mis antagonistas? Con esta confesión se dieron todos por satisfechos y cesó la polémica. Mi fama se acrecentó con ella; porque, al fin y al cabo, yo podía ser acusado de extravagante y escandaloso; pero fui cada vez más admirado por mi erudición y talento. El director de La Vida Moderna me subió el sueldo; Matilde, impaciente por llevar mi nombre y dispuesta a darme su mano más o menos blanca, me instaba a que hiciese a sus padres la petición matrimonial en toda regla, y yo me decidí por fin a complacerla. Las novelas inventadas por los periódicos sobre la causa célebre en que tan activa y noblemente intervino el joven fiscal de Sigüenza tenían algún fundamento. La niña inocente y candorosa, blanco en los primeros momentos de las sospechas y hasta de las iras populares, encontró en el joven que por la ley debía ser su acusador un amigo, un corazón que simpatizaba con la inocencia. -No tenga usted cuidado señorita -le dijo Benito en su primera entrevista con la acusada-: si usted es inocente, según parece y yo creo, volver por su buen nombre, por su virtud y tranquilidad es mi primera obligación y la más grata de cuantas he tenido en mi vida. Estas palabras, y sobre todo las consideraciones compatibles con la justicia de que iban acompañadas, fueron bálsamo que, si no desvaneció por el pronto el dolor y angustia de la presunta reo, le sirvieron de lenitivo y grande consolación. Algo debió de ver también en la fisonomía de Benito que la infundió plena confianza. Eran dos almas que habían nacido para entenderse, y que se entendieron y se hicieron amigas desde el punto en que se pusieron en contacto. El esclarecimiento de la verdad, la portentosa rapidez con que Benito descubrió la historia de tan misteriosos crímenes, fue indudablemente debida al talento y actividad del promotor fiscal; pero más todavía a la franqueza, ingenuidad y confianza con que delante de él se explicó la acusada. Esta había quedado huérfana, sola en el mundo, sin más amparo que el de su tío, conde de Vallefrío, senador del reino y residente en Madrid. A él tuvo que acogerse, huyendo de la pavorosa y horrible soledad de la casa paterna; pero al venir a la corte dejaba el corazón en manos de su libertador el fiscal de Sigüenza. Tal vez por esta razón, o quizá por los desmedidos elogios que se tributaban a Benito, con la exageración propia del periodismo y de nuestro carácter meridional, el ministerio se veía como obligado a recompensar el servicio que a la sociedad acababa de prestar el

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promotor. Dábase por segura su colocación en la secretaría de Gracia y Justicia: así es que no me extrañó verle entrar en mi casa en el momento mismo en que yo me estaba vistiendo de toda etiqueta para presentarme a don Simeón y pedirle la mano de su hija. No me hizo gracia la visita ni mucho menos el rostro del visitador. Su expresión de enérgica altivez y dignidad ofendida me parecieron inverosímiles, hasta el punto de creerlo hombre distinto del que hasta la sazón había conocido. -¡Cómo se mudan las gentes con la posición, los empleos y el aura popular! -exclamé para mis adentros. Y sin saber por qué, comencé a temblar por la falsa posición en que me había colocado. Sin saber por qué, digo, pero la verdad es que en los ojos de Benito veía algo extraordinario, destellos quizá de una ambición que no podía menos de ser funesta para la mía. Bien pronto vi que no me había equivocado: era Benito uno de esos hombres débiles y tímidos en los negocios de la vida ordinaria, porque los miran con indiferencia, y que guardan y atesoran todo su valor para las grandes ocasiones en que el cumplimiento de su deber lo requiere. Me abalancé hacia él para darle cordial abrazo y felicitarle por sus recientes triunfos y aún más flamantes ascensos, de que su presencia en Madrid no me dejaba dudar. Benito retrocedió, esquivando el abrazo, y aun tuvo metida su mano en el bolsillo del gabán cuando yo le tendí la mía. -Tenemos que hablar, caballero -me dijo con tal seriedad, que me hubiera dejado frío, si otro fuera mi carácter. -¡Cómo es eso! -le contesté- ¿Qué manera es esta de tratar a un amigo de la infancia? -La que conviene a personas como nosotros, que nunca se han conocido. ¡Qué quiere usted! -añadió-. La sociedad es así, y exige, fundada en apariencias, que a usted se le dé título y nombre de caballero. -Sobre todo -le contesté picado-, después de haber recibido usted de mi mano la promotoría, que parece el pedestal de su fortuna. -Eso es precisamente lo que le explicará mi vuelta a Madrid y mi presencia en esta casa. Vengo a devolver a usted lo que me ha dado. Aquí tiene usted su credencial y la renuncia del empleo, que me ha sido admitida. Devuélvame usted en cambio lo que me ha robado. -¡Cómo! ¡Por media docena de quintillas se pone usted tan fosco y descomedido! -No señor don José; nada me importan los versos ni las obras, que nunca he destinado a la publicidad y que usted buenamente ha querido apropiarse. Yo se las cedo: buenas o malas, esas piedras de mi cantera han salido y aún queda material para otras tantas. Lo que le reclamo es el corazón de Matilde, que me ha robado usted.

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-Por grande que sea mi ignorancia al lado de personas tan leídas y escribidas como usted, tengo entendido que sólo puede robarse aquello que se posee, y hasta ahora no he visto ni columbrado siquiera los títulos de la propiedad que usted se atribuye. -Ni es usted la persona ante la cual he de exhibirlos. Tenga yo o no tenga derecho alguno al corazón de esa señorita, yo la amo; y porque la amo de todas veras y deseo su felicidad más que la mía, quiero libertarla de las garras de un hombre como usted. -Señor don Benito, está usted dando pruebas de muy insigne majadero si por las mientes se le ha pasado siquiera que yo desistiría de mis pretensiones, de mis relaciones con Matilde, sean cuales fueren, ante esa amenaza teatral y esos rasgos de ridícula elocuencia. Para muestra de su eficacia bastan ya. De más efecto hubieran sido una tarjeta y dos padrinos. -¡Tarjeta! ¡Padrinos para un hombre como usted! Dado caso que yo tratara de batirme y que entrase el duelo en mi carácter y mis principios, nunca reñiría con usted sin haberle desenmascarado, para dar a entender al mundo hasta dónde llegaba mi longanimidad dignándome cruzar mi espada con la suya. Pero no; no se trata de eso; quiero que deje usted en paz a esa niña, quiero que renuncie usted los millones que son para usted, sin duda, su mayor atractivo. -Está usted en mi casa, don Benito; y no tiene usted derecho a insultarme donde no puede recibir un bofetón por respuesta. -Lo comprendo, y le doy gracias por habérmelo advertido. No hay necesidad de tomar la cosa de esta manera -dijo Benito, sentándose con una tranquilidad que me infundía más miedo que sus arrebatos-. Arreglemos el asunto sin ruido ni escándalos, como conviene a la reputación y buen nombre de esa familia; como le conviene a usted. Enterado, mi tío el de Sigüenza, de mi amor a Matilde, vino a Madrid y dio a entender a los padres de esa niña mi afecto, que él y yo creíamos correspondido. Los padres, la madre sobre todo acogieron perfectamente la pretensión; pues si Matilde con el tiempo puede ser rica, mi tío les indicó que yo también con el tiempo podría heredarle. Han encontrado, sin embargo, oposición en Matilde, que se inclinaba a usted por su talento, por la reputación que en breves días y por los medios que usted sabe, ha logrado conquistar en la corte. He visto a usted engalanarse con las plumas de mis alas y he callado, se lo he consentido, lo he mirado con indiferencia. Y cuenta, que si usted fuese un literato como tiene pretensiones de serlo, conocería el valor de este sacrificio. Pero que yo aparezca a los ojos de mi amada como un hombre oscuro y desprovisto de ingenio; que me mire como hombre vulgar, indigno de su amor, porque usted se va poco a poco revistiendo con mis galas; que con mis versos y mis escritos me robe usted el corazón que más amo en el mundo, y que sólo se inclina a usted por esos escritos y esos versos, no se puede sufrir, no se debe tolerar. Digo mal: podría sufrirlo y tolerarlo sólo de una manera: siendo usted el hombre nacido para hacer la felicidad de esa joven, para encauzar su vida por donde ya quisiera verla correr tranquila y apacible. Pero como esto es imposible, como lo cierto es

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precisamente todo lo contrario, y su amor de usted la pierde, y su mano de usted la conduciría indefectiblemente al precipicio, por eso desisto de relámpagos de fantasías, de ráfagas de abnegación. Así, pues, sólo vengo a exigir de usted completo y formal desistimiento de sus pretensiones con Matilde. En una palabra: no me importa tanto que se case conmigo, como el que no se case con usted. Estaba cogido de medio a medio; no había que pensar en subterfugios ni escapatorias con un hombre que así hablaba. Venía a todo dispuesto. O le mataba allí mismo sin salir de la habitación, o de la habitación salían mi vida y milagros a la vergüenza pública. Rebelóse, sin embargo, mi soberbia al verme cogido en el cepo y hundido en la trampa por aquel joven de quien yo había abusado con tanta facilidad. Era un niño, un muñeco quien me vencía: una miserable pedrezuela que, desprendida de la montaña, venía a derribar la estatua de oro con pies de barro. ¡Oh, cuánto sufrí en aquel momento! De qué buen grado hubiera caído sobre aquel pigmeo que me tenía, con la segur a la garganta y la mordaza en la boca, tendido y maniatado. Pero en su largo discurso, que yo escuché con la frialdad de quien todo quiere ser ojos para vislumbrar algún resquicio, y todo oídos para averiguar algún flaco, vi posible una salida. -Benito -le contesté-; lo que disculpa la dureza y amargura de sus palabras, me disculpa también a mí; el amor nos ciega a entrambos con una misma venda, el amor nos inspira iguales deseos. Yo, como usted, no aspiro a más que a la felicidad de Matilde. Si con usted es dichosa, llegaré a darme por satisfecho. Dejémosla, pues, en libertad, que ella elija; yo me retiraré. Mas no me ponga usted en desesperación que me haga atropellar por todo; no me obligue usted a presentarme al público tal cual he sido con usted. No volveremos a encontrarnos en nuestro camino; ni en casa de Matilde ni en la república de las letras. He desistido de la vida literaria, abrazando, y esto por mera transición, la de periodista. Benito me miró con asombro, y aun creo que de arriba abajo. -¡Usted periodista! -exclamó-. ¡Usted director, guía y maestro de la opinión pública! -Sí, señor; por bajo que sea el concepto que haya usted formado de mí, aún hallaría usted otros personajes ilustres en lugar inferior. En el periodismo, como en el hombre, hay dos cosas que se confunden a menudo: el espíritu y la materia. El espíritu se esconde; el cuerpo se ostenta y deslumbra a veces con apariencias de grandeza y hermosura. Eso es lo que yo aprendo en los pocos días que llevo girando en torno de las mesas de mi redacción. ¿Me quiere usted dejar vivir en alguna parte? -En todas donde usted deje vivir a Matilde. -¿Quiere usted hacer de mí un hombre de bien que viva a costa de su trabajo?

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-¿Qué interés puedo tener en lo contrario? -Pues bien, no puedo darle la satisfacción debida, por la ligereza que cometí leyendo sus versos en el Coliseo, so pena de quedar inutilizado para siempre en concepto público; pero en todo lo demás... -¿Qué me importa a mí de lo que sólo personalmente puede afectarme, con tal de que se salve esa joven, a quien no puede usted hacer feliz? En conclusión: porque no quiero prolongar mucho esta escena, cuyo recuerdo al cabo de tantos años todavía me enciende la sangre, y lo que más puede sorprenderte, todavía enrojece mi rostro de vergüenza, aquel muchachuelo que se dejaba engañar por cualquiera en los negocios ordinarios de la vida; aquella alma cándida de quien hasta la sazón me había burlado impunemente, me cogió, me doblegó, me arrugó, me restregó como un guante, volviendo luego a su timidez, a su indiferencia, hasta el punto de dejarse engañar nuevamente con mis promesas, permaneciendo sólo inflexible, duro y exigente en lo que a Matilde atañía. Marchóse, y le vi desaparecer con ojos de basilisco. Hubiera querido confundirle y no llegaba, sin embargo, a aborrecerle: su amor me infundía cierto respeto y me parecía aún más excepcional y singular que su carácter, pero con aquella pasión incompresible en los tiempos en que vivimos, había desbaratado todos mis planes, poniéndome bajo sus plantas y pisoteando mi soberbia. Resolví vengarme, y estimulado ya por el amor propio, me empeñé más de recio que nunca en conservar mis derechos a la mano de Matilde. Aquel rival, a quien siempre había despreciado, determinó mi conducta. Le obedecí en la apariencia: me retiré de la casa, dándome por ofendido de la frialdad con que me recibía la madre; pero seguía en secreto mis relaciones con la hija. Me aparté también de la república literaria, donde con tal imprudencia quise tomar carta de ciudadanía, y me lancé al ejercicio de las armas, con ánimo decidido de imponerme a la maledicencia y de aprovechar la primera ocasión de matar a Benito, provocándole a un lance de honor en que no figurasen, ni las quintillas del Coliseo, ni el Proverbio de la fonda, ni la tienda de géneros ultramarinos. - X - Criado Me dediqué con ansia, con encarnizamiento y desesperación a la esgrima y tiro de pistola. Hacerme espadachín y matón era ya mi postrer recurso, no sólo para desafiar a mi rival y acabar impunemente con él, sino para sostenerme ante el concepto público y salir de una vez de mi precaria y, a todas luces, falsa posición. Con la fama de valentones y duelistas han hecho muchos en España brillantísimas carreras: periodistas, empleados y hasta generales, por ese camino habían arribado al templo de la fortuna; imposible parece,

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pero es un hecho; en una nación en que todo puede faltar menos el valor, los matones han llegado a dominar como tiranuelos, hasta el punto de que los llamados hombres de bien guardaron silencio sobre sus crímenes. ¡Qué prueba mayor del rebajamiento de caracteres, de la degradación moral a que hemos llegado! Híceme desde luego insolente y provocador, esparciendo por todas partes la idea de mi valentía. Hay que dar al mundo los juicios formados, pues el más falso y absurdo de todos, para cuando llega a desacreditarse, ha hecho ya su carrera al abrigo de la credulidad, la ignorancia y la pereza. Este es el secreto de la influencia de los periódicos, y fue también el de la reputación de bravucón y mal sufridor de agravios que yo adquirí por mi propio testimonio. Tomé cierto airecillo insolente y voz gangosa, que, juntos a mi sonrisa burlona y mirada fija y provocativa, debían hacer de mí un hombre insoportable, a quien había que humillarse o aplastar. Agréguese a esto mis verdaderos progresos en el manejo de las armas, mi ojo certero y la soltura y agilidad que me daban la aventajada estatura, la juventud y demás condiciones físicas, y no te extrañarás que alrededor de mí pululase un enjambre de muchachuelos de esos que sólo pueden vivir bajo las alas de cualquiera notabilidad, como polluelos al calor de la gallina. Encargábanse de esparcir mi fama de guapo y diestro, y no parecía sino que de mi crédito les tocaba algo, según el empeño que manifestaban en difundirlo y el aprecio que de mi amistad hacían. Era preciso, sin embargo, dar a mi reputación base más sólida, y ardía yo en deseos de que se me presentara cualquier lance ruidoso en que fundarle. Buscaba a don Benito por todas partes, pero en ninguna lo encontraba. La renuncia de su empleo había sido formal: el ministerio, empeñado en llevarlo a la secretaría de Gracia y Justicia o nombrarlo promotor fiscal de término o juez de primera instancia no pudo conseguir que admitiera ningún destino; pero en cambio, con ayuda de su tío el canónigo de Sigüenza abrió un bufete de abogado, y con la fama que había adquirido en la causa célebre llovían sobre él los negocios más pingües, enrevesados y lucrativos. Dedicado a su trabajo, sin salir de su despacho más que para ponerse la toga en la Audiencia o el Tribunal Supremo, no era fácil que se encontrase conmigo, que no me apartaba del casino, del teatro, de las reuniones del gran mundo y del salón de conferencias. Pero sin verlo, sin noticias siquiera de su existencia, le tenía un miedo cerval, y yo, que asustaba a todo el mundo por mi audacia y valentía, temblaba de aquel jovenzuelo a quien podía derribar de un soplo, y le obedecía en sus terminantes exigencias sobre la casa de Matilde. El odio que llegué a tenerle era mortal, y alcanzaba a cuantas personas pudiesen tener la menor conexión con aquel muchachuelo, que sin saberlo me hacía tascar el freno todos los días y a todas horas. Llegó por fin el momento de vengarme.

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Hallábame yo en La Vida Moderna muy apurado por la escasez de novedades que paralizaba la pluma y secaba hasta los tinteros de la redacción. -¡Mal número! -exclamé con perverso humor. -Número insípido -me contestó un compañero-. A los suscritores se les caerá de las manos; pero a D. Juan Alberto Pasalodos le hará saltar de coraje y desesperación. Si esta noche no despide a su cocinero, mañana nos despide a todos. -Inventad algo, decid algo. -¡Dichosos los pueblos que carecen de noticias! -Pero desdichados los periódicos que no aciertan a darlas. -Esa es la máxima del director; antes un número escandaloso que un número insustancial. En esto apareció Perico Estrellas, y todos nos levantamos a recibirle como si de él esperásemos la salvación. -A ver, hombre -le dije-, si tú nos sacas del apuro. ¿Nada pasa en el mundo? ¿Nada tienes que contar? -Nada -me contestó-; no pasa nada más sino que la bella condesa de Vallefrío se dispone a viajar por el extranjero en compañía de su criado. -¡Buen viaje! -le repliqué. -¡Excelente epígrafe para la gacetilla! -Me parece que gacetilla y epígrafe se pueden dar por menos de lo que han costado. -No te aconsejaría yo que fuesen a la imprenta tal como aquí los has formulado. -¿Por qué? -No podrías dar hoy noticia que en los círculos aristocráticos produjese más honda impresión. -¿Sensación de qué? -De escándalo. ¿Pues qué tiene de particular que una señora casada, como parece serlo esa condesa, salga a viajar y que lleve a sus criados?

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-Su criado. -¡Ah! Y sin decirle otra palabra, escribí la gacetilla: «Buen viaje. La condesa de Vallefrío se dispone a viajar por el extranjero con su criado». -¿Te parece bien? -le pregunté a Perico. -Me parece que se da la noticia muy escueta. Añádele: «doncellas y demás servidumbre». -Sobra gente -exclamé-: sería un viaje muy caro. Es preciso mirar un poco por los intereses del marido. -Llamé y entregué al regente la gacetilla tal cual estaba redactada. Aunque ignoraba lo que había en el fondo de este asunto, supuse que podía mortificar a esa dama, y me bastaba. No la conocía; pero su marido era tío de Carolina, la de Sigüenza, la protegida por Benito. -Habrá duelo -decía yo-. ¿Quién sabe si será Benito el paladín de la condesa? Mortificarla, hacerla acaso un insulto, era conquistar de un golpe las simpatías de las damas envidiosas y hacerme el hombre a la moda en esferas donde la literatura, aun cuando llegue a ser admitida, no pasa de estar tolerada. Firme en esta resolución, traté de que la gacetilla no pasase inadvertida, para lo cual subrayé las palabras, su criado, que es donde supuse que estaba la malicia. En efecto, al día siguiente, la gacetilla era la noticia de sensación, el escándalo del día, el asunto de las conversaciones de todo Madrid, en ese corrompido círculo que todo Madrid se denomina. Cuando entré en la redacción hubo suspensión general de trabajos; los redactores se levantaron a recibirme, y me hablaban a un tiempo. -¿Qué has hecho? -me decían-. Ya te puedes preparar. ¿Tienes padrinos? El lance va a ser ruidoso, y tiene que ser muy serio. -¿Conque estabas enterado? -preguntaban otros-. Nada nos habías dicho. -¿Conoces a Criado? ¿Tenías algún resentimiento con él? -No, eso será con la bella condesita. Todo el mundo dice que aquí hay alguna historia secreta, algún despique, alguna mala pasada que te ha jugado.

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Cuando les dije que no conocía a ningún Criado, cuando les pregunté sinceramente quién era ese señor; cuando supieron que sólo de reputación conocía la dama, y que jamás había tenido el honor de dirigirla ni los gemelos en el teatro, ni la palabra en ninguna parte, se quedaron asombrados: y me proclamaron el rey de los calaveras y matones. Entre los periodistas de La Vida Moderna, era esta condición esencial del oficio. Había allá gente sesuda que sabía muy bien lo que se decía, y se iba derecha al bulto, esto es, a su negocio político, o sus miras personales; pero la mayor parte de los redactores era gente baladí que escribían con pluma de ganso, por cuenta ajena, con profunda convicción, esto sí, pero efímera; con entusiasmo, pero febril y momentáneo. Tenían cierta cantidad de electricidad juvenil a disposición del director del periódico, que disponía de ella aplicándola a distintos y aun opuestos artículos, como el telegrafista, para diversos y contradictorios despachos, dispone de una misma pila voltaica. Los unos eran jóvenes que habían dejado los estudios para meterse a predicadores; los otros, mancebos aplicados y aun aprovechados, que seguían una carrera universitaria con el sueldo que se proporcionaban desempeñando el magisterio y sacerdocio de la opinión pública. Para todos ellos era la primera necesidad la braveza y valentía, y ninguno se consideraba en posesión de la investidura, y dentro de su iglesia, sin haber recibido el bautismo de sangre. Por lo general no se le buscaba; pero si venía, se procuraba que fuese bien recibido. Mi actitud, por lo tanto, les pareció el colmo de la audacia y del valor. Mucho esperaban de mí, según decían, pero al parecer había sobrepujado a sus esperanzas. Al poco rato recibí un recado del director llamándome a su despacho. -Vamos -me dijo uno de mis compañeros-: te espera buena reprimenda. -¡Bah -le contesté- por ese lado no llegará la sangre al río! Hallé al director con el número en la mano y los ojos en la gacetilla. -Pepe -me dijo-, supongo que tendrá usted motivos particulares para haber escrito ese par de renglones que hoy tiene el triste privilegio de llamar la atención de todo Madrid. -Ninguno. -¿Cómo así? No me explico entonces... -Pues es muy sencillo -le contesté-: ayer no pasó nada en la corte; fue un día de calma chicha; ni una noticia en el salón de conferencias, ni una calumnia en la Carrera de San Jerónimo, ni una mentira en el casino. El número salía muerto, soporífero, anodino, y tuve la suerte de atrapar a última hora ese granito de mostaza, que ha bastado para sazonar y poner en su punto todos los platos del menú del día. El propietario se sonrió; pero no queriendo dar todavía su brazo a torcer, prosiguió afectando cierta gravedad:

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-¿Conoce usted a don Rafael Criado? -No, señor; como no sea para... darle una estocada. El director volvió a sonreírse. -Es un hombre que no se esquiva de recibirlas, pero que sabe darlas. -Lo celebro mucho; porque en ese caso no tendrá usted inconveniente en presenciar el asalto. -Ciertamente, yo no rehuyo ciertos compromisos; pero hubiera deseado que usted hiciese sus primeras armas por un motivo más grave, quiero decir, más alto que una intriga femenina como ésta parece ser. -Doy a usted gracias por el honor que me dispensa y los buenos deseos que personalmente me manifiesta. -Usted ignora, sin duda, que don Rafael Criado es amigo mío. -Lo siento en el alma -le contesté sobrecogido y alterado-. Pero yo no me retracto. Ya puede ser inocente como Abel; ni a él ni a nadie le doy satisfacción ninguna. -¡Oh! no tema usted. Para el director y propietario de un periódico, el periódico es el primer amigo. A él lo sacrifica todo: relaciones, parentesco y amistades. El periódico ha insultado y el honor exige llevar adelante el insulto. Para rectificar, hay que principiar por verter sangre. Por lo demás, tiene usted razón que le sobra: antes que un número flojo, un escándalo fuerte; antes que La Vida Moderna se caiga de las manos, que levante en el aire al orbe entero. Que escandalice un número, es menor mal que el que no se hable ni se tome en la boca para nada el número de un día. En bien o en mal, para defenderlo o atacarlo, es menester que se hable siempre del periódico; esa es la vida de la Prensa; caerán las amistades, se hundirán las reputaciones, pero el periódico se levanta, y defensores e impugnadores se convierten en repartidores de números y propagandistas de suscripción. Ese es el arte. Yo no lo disimulo ni quiero ocultar a usted que, gracias a esa gacetilla, las altas han sido hoy considerables y la edición ha quedado agotada. Pero vendrá don Rafael pidiendo explicaciones. -Y yo supongo que usted se las dará completamente satisfactorias. Le dejo la elección de armas: es la única satisfacción que me permito. -El duelo tiene que ser a muerte, porque ya sabrá usted que, según la voz pública, la condesa de Vallefrío tiene relaciones íntimas con don Rafael Criado, y el ataque no ha podido ser ni más directo ni más crudo.

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-Lo suponía, aunque vuelvo a repetir que lo ignoraba; pero las condiciones del duelo no me importan; mejor dicho, me importa que sean serias, dignas de La Vida Moderna, dignas de un caballero como yo, y como parece serlo el señor Criado. El propietario dejó entrever su tercera sonrisa. -Efectivamente -contestó-; esto es una verdadera crisis para el periódico. Si después de tanto ruido y alboroto nos contentamos con un par de tiros al aire o con un simple rasguño, que se acaba de curar con algunas copas de champagne en casa de Lhardy, nos exponemos a quedar en ridículo. El periódico necesita... -Lo comprendo: una estocada en el corazón, y dos mejor, si la primera diese tiempo para la segunda. -Perfectamente. Es usted un gran periodista. -Casi me veo obligado a creerlo, siendo usted quien me lo dice. Y sin más palabra, nos despedimos dándonos un apretón de manos como dos caballeros. Volví a la redacción, esperando encontrar en ella la tarjeta y los padrinos de mi adversario, a quien, sin serme conocido ni por injuria ni por beneficio, quería yo matar al día siguiente. Nadie había aparecido; nadie se presentó en el breve tiempo que permanecí en la redacción. Salí a pasear mi triunfo por las calles de la capital, y tan poseído estaba de la importancia y grandeza de mi hazaña, que me causaba extrañeza no ser detenido por los transeúntes o cuando menos que no se quedasen todos mirándome y señalándome con el dedo. Algunos conocidos encontraba, a quienes saludaba con más cordialidad que de costumbre, para obligarles a que se detuviesen y me hablasen del asunto. -¿Qué hay? -le dije a un quídam-. ¿Qué se dice de nuevo? -Nada de particular -me contestó con indiferencia-: lo de siempre: crisis, siempre crisis. -No hablaba yo de eso. -¿De lo de Marruecos, dirá usted? Esos moritos nos han de dar que hacer. -Tampoco me refería a lo de Ceuta. -Pues todo lo demás como una balsa de aceite. Este hombre está en Babia, pensaba yo; no vive en Madrid.

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Y no permitiéndome la vanidad tamaña ignorancia del gran suceso del día, interpelé directamente al transeúnte: -¿Y no ha oído usted hablar de esa gacetilla de La Vida Moderna? -Hombre, sí; eso es una infamia: el que ha escrito esos renglones es un bribón que merecía ser puesto en la picota, o mejor, una bribona que en otros tiempos hubiera salido emplumada por esas calles. ¡Sacar a relucir la vida privada! ¡Calumniar de esa manera a señoras tan respetables como la condesa de Vallefrío, que es una santa! -Y a su Criado, que debe ser un bendito -añadí con sarcasmo. -No le conozco; pero cuando entra tanto en casa del Conde, algún mérito tendrá. -Y aun algunos. -Algunos, sí señor; porque ha llegado ayer, como quien dice, del extranjero, y ya se ha hecho lugar entre la gente más granada y escogida. Mas no me maravilla, siendo como aseguran, pariente del señor marqués de Monte rojo... No quise, no puede oír más. Aquella especie cayó sobre mí como una losa de plomo. Estaba yo para abofetear a mi interlocutor, dándome por autor de la noticia tan duramente censurada; pero no tuve valor al pronto ni para levantar la mano, ni siquiera para despegar los labios. Debí de ponerme pálido, porque sentí como escalofríos y que se me temblaban las piernas. Tampoco el amigo me dio tiempo a reponerme de la turbación, porque se me escurrió gritando: -¡Perico! ¡Perico! Iba, en efecto, orondo y brillantísimo por la acera de enfrente el amigo particular de todo el mundo, el incansable y famoso Estrellas, verdadero autor de aquel desaguisado. Me conoció, me miró; pero hizo como si no me viera ni conociera, y siguió adelante, apretando el paso cuanto su elegante gravedad lo consentía. Le alcanzó mi interlocutor, y siguieron juntos por la calle abajo, moralizando sin duda acerca de los extravíos de la Prensa y de la facilidad con que infames escritores sacan a relucir la vida privada. La conducta de Perico no me hubiera chocado en otra ocasión; era cobarde, participaba de la naturaleza de las personas entre las cuales acostumbraba a vivir. -Temerá tal vez ese miserable -decía yo para mí-, temerá que le descubra y decline en él la responsabilidad de mi tremendo insulto a la condesa de Vallefrío. Pero no, en el rostro de Perico hay más que miedo: hay como vergüenza y orgullo ofendido. Algo pasa aquí.

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-¿Qué hay? -volví a preguntar a un literato que iba rozándose conmigo hombro con hombro, sin reparar en mí, verdadera y profundamente distraído. -¡Pepe! -exclamó saliendo como de un sueño-; me alegro de encontrarte. ¡Tengo un drama! -¿Hecho? -Hecho: no me falta más que escribirlo. El protagonista es un criado. -¿De apellido? -le pregunté creyendo que aludía a la gacetilla. -De servir, hombre de servir. Lacayo, mozo de mulas, portero de estrados, cualquier cosa por el estilo. Yo me quedé mirándole y con la mano metida en el bolsillo, dispuesta a sacarla de la oscuridad en que yacía. Pero la cara del poeta dramático seguía expresando la más completa distracción, la mirada exaltada y vagarosa, el aire ensimismado, la sonrisa cándida, y aquellos dedos que no encontraban reposo ni en las solapas de mi paletó, ni en los botones de mi chaleco, todo indicaba y daba insigne testimonio de que mi amigo estaba tan lejos de ofenderme como de la calle en que permanecíamos parados. Su espíritu se cernía a la sazón en los espacios imaginarios. Pero lo horrible, cómico o trágico, lo grotesco -no sé cómo expresarlo mejor- era que aquel imbécil, de mi propia historia había forjado un drama, acto por acto, escena por escena, y me lo contaba a mí como original, lo consultaba conmigo, como si nada tuviese yo que ver en el asunto, o sin pensar en mí ni caer en la cuenta de quién era yo, ni de lo real de aquella extraña situación. -Ya ves -me dijo después de haberme contado ce por be mi historia con el marqués de Monte-rojo y mis relaciones con Matilde-; ya ves que hay trama y urdimbre y telar preparado. Sólo tengo una duda: ¿lo haré drama o comedia? ¿Caso al protagonista o lo mato? A ti ¿qué te parece? -Hombre -le contesté-, la moralidad exige que sea silbado por el público, para lo cual nada mejor que hacerlo autor dramático. Y le volví la espalda. Inútil resolución: el poeta me agarró por los faldones del sobretodo. -A propósito de desenlaces -me dijo-; ¿sabes la noticia?

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-¿Cuál? ¿La de la condesa de Vallefrío? -le pregunté, creyendo que al fin iba a salir de dudas. -No, la condesa no. ¿Qué tiene que ver con eso la condesa? Se trata de la sobrina. -¿La de Sigüenza? -La misma. Ese es otro drama. Se casa. -¡Carolina! ¿Con quién? -¿Con quién ha de ser? Con su libertador, con el fiscal andante. -¿Con Benito Modesto Llano? -El célebre letrado don Benito. ¡Qué suerte la de esa chica! Don Rafael ha venido de París a ser su padrino. -¡Don Rafael Criado! Entonces no hay que preguntar quién es la madrina. -La madrina es Matilde de Vivar, esa famosa artista, romántica, coqueta y tendera de ultramarinos... -¿Estás en tu juicio? -¡Ah, sí! He confundido las especies... estoy un poco distraído: el fiscal es quien se casa con la tendera, y la condesa... -«Va a salir para el extranjero, sin más compañía que su criado.» Al oír estas palabras el poeta dramático volvió en sí, mirándome de hito en hito. -¡Ah! ¡Sí!... ¡Tú!... ¡Eres tú! ¡Válgame Dios! ¡Qué cabeza la mía! Y con semejantes exclamaciones quiso proseguir su camino. Pero esta vez le detuve yo: -No te me has de escapar sin que me expliques... -¿El desenlace? -dijo el poeta-. ¡Le tengo ya... soy feliz! Ella, la coqueta, a pesar de sus millones, se queda sin ninguno, y la otra recibe el premio... -Pero don Rafael... ¿quién es don Rafael? -¿Quién? Sobrino del marqués de Monte-rojo.

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-¡Mentira! Yo conozco a toda la familia. No hay tal sobrino. Y lo afirmaba yo con toda sinceridad, seguro de no ser desmentido. Yo, que me precio de buena memoria, andaba buscando y rebuscando por todos sus escondrijos el nombre de don Rafael Criado, y no topaba con él, no le encontraba por más diligencias que hacía. No podía ser. Aquello era un sueño, una pesadilla, una especiota mal digerida del imbécil que en días semejantes, y en trances tan fuertes, pensaba en los moros de Marruecos y en crisis ministeriales, o del poeta que andaba en Babia y volaba por las regiones etéreas. Me dirigí a puntos donde hervían los listos, las gentes más bulliciosas y noveleras de Madrid. Pasé la calle de la Montera, crucé la Puerta del Sol, llegué hasta la puerta del Casino, en la Carrera de San Jerónimo; pero no crucé el umbral, no me atreví a subir. Había visto mucha gente conocida que otros días me hubiera detenido y fumado conmigo un cigarro, y que aquella mañana se contentaba con saludarme fríamente y mirarme de reojo y con desdén. -¿Qué pasa aquí? ¿Qué hay? -tornaba yo a exclamar-. ¿Qué tengo yo para que todos huyan de mí, me vuelvan la espalda o me miren como apestado? Lo veré: lo sabré en el Casino. La gente allí no se muerde la lengua, ni consiente que las palabras se pudran a nadie en el cuerpo. Lo veré. Pero lo repito; no me atreví. Hice bien; porque de lo contrario, sabe Dios lo que hubiera pasado. Me fui a mi casa aturdido, con la sangre arrebatada a la cabeza, sin saber qué pensar ni adónde acudir, y en mi casa hallé la explicación de tan extraño fenómeno. Acababa de llegar un periódico que, saliendo a luz después del mediodía, solía hacerse cargo de los de la mañana. Ese periódico, que devoré con ansia, publicaba un comunicado suscrito por don Antonio Rafael Covarrubias Cienfuegos y Criado, marqués de Cabezarredonda. Su nombre y sus títulos eran quizá más largos que su comunicado, el cual, en brevísimas palabras decía que era hermano carnal de la condesa de Vallefrío, y que si negocios de intereses que no importaban al público le habían obligado a presentarse en Madrid con una parte de sus nombres y apellidos, felizmente, orillados sus asuntos, podía suscribirse con todos los nombres que constaban en su partida de bautismo. Hasta aquí todo iba bien, o, por lo menos, todo podía pasar; mas, ¡ay!, faltaba lo peor. Este señor marqués, a quien yo conocía por su título; este joven, que comía con harta frecuencia con mi amo, y a quien yo, por consiguiente, había tenido el honor de servir, se permitía alusiones tan transparentes y diáfanas acerca de mi condición anterior, y tales retruécanos y juegos de vocablos sobre criados y ayudas de cámara, que a nadie podía quedar la menor duda de que yo era el aludido.

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Loco, desesperado, tomé la pluma y, negando descaradamente los hechos, le escribí un cartel atroz de desafío, que lo mandé inmediatamente por un mozo de la casa a quien advertí que no se viniera sin respuesta. Aquella terrible crisis no podía resolverse sin arroyos de sangre. La respuesta no se hizo esperar; pero no me la trajo el criado de la casa, sino un lacayo de don Rafael, o cazador de su hermana la condesa, hombre de pelo en pecho, de mirada tosca y tremendos bigotazos. Entró en mi cuarto, y, saludándome con toda la afabilidad que sus bigotes le permitían, la cual no era excesiva, me dijo: -Aquí me tienes: mi amo me manda a batirme contigo; yo estoy dispuesto a todo lo que sea camorra; si quieres a palos, a palos, a mojicones o a navaja. Tú eliges. Quedé más que muerto: quedé enterrado en el sepulcro de mi cuarto, sin poder salir de aquellas cuatro horribles y solitarias paredes. Revolvíame en ellas como un león dentro de la jaula, y de cuando en cuando solía exclamar: -Bien merecido lo tengo. Imbécil, ¿quién me manda mentar la soga en casa del ahorcado? Escribí una carta a Don Juan Alberto Pasalodos, despidiéndome de La Vida Moderna, y recibí otra de Matilde en que se despedía de mí hasta la vida futura. No lo extrañé: había salido del encuentro herida en lo más vivo de su vanidad. Ella, que aspiraba, si no a marido aristocrático de raza, por lo menos a cualquiera notabilidad de la banca o del talento, se hallaba novia y enamorada de un criado. ¡Oh, capaz era, en su desesperación, de dar su mano al ya célebre y bien acomodado fiscal, salvador de Carolina! Pero el tío de Sigüenza no consintió en tan romántico desenlace, y, desengañado de que la hija del tendero era incorregible, persuadió a Benito de que semejante boda no le convenía. Debió de costarle no pocos esfuerzos, porque hasta años después no supe que el hijo del pescador de Santander se había casado con la sobrina del conde de Vallefrío, que murió sin hijos dejándola heredera del título. En mi triste y desesperada situación vino a verme mi antiguo amigo Pepe Blas, a quien no sólo tuve que agradecer la visita, sino un buen consejo. -Pepe -me dijo-, no tienes más remedio que seguir mi ejemplo: retírate a la vida privada. -¿Y qué es eso?

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-Hombre, no te lo puedo decir a punto fijo; pero es una frase con la cual en España se perdona y se olvida todo, y con ella, al cabo de pocos años, resucitas como nuevo y vuelves a las andadas. Otro bien distinto consejo me dio el dramaturgo distraído, a quien me encontré por casualidad y no huyó de mí como los demás. -Pepe -me dijo-, necesito un colaborador. -¿Para qué? -Para terminar mi drama, al cual no encuentro desenlace. Encárgate del acto tercero. -No soy literato -le contesté-; no quiero nada con las letras. -Hombre, ¡que diga eso el autor del proverbio Don Sancho Panza! A propósito: tu antigua novia va diciendo por todos los coliseos del mundo, es decir, por todas las sociedades donde se toca el arpa, que ese poema no es tuyo. -No hace más que repetir lo que yo declaré en mi Té literario. -Y que ese proverbio es de un abogado muy famoso. -¿Don Benito Llano? -¡El mismo! -Eso me prueba que Matilde quiere casarse con él. -Probará todo lo que quieras; pero el abogado dice que va a demandarla de injuria y calumnia. -Entonces es que don Benito se casa con la protagonista del drama de Sigüenza. -No lo sé; pero ahí tienes el tercer acto. -Será silbado. -¿Por qué? -Porque es muy moral. -Entonces, envenenemos a Matilde. -¡Ca! Si la ves, dile que no sea tonta, que se retire también a la vida privada.

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