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Fragmentos de antropología anarquista David Graeber 2004

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Page 1: Fragmentos de antropología anarquista...de imponer sus visiones a través de una maquinaria de violencia. Sea como sea, los anarquistas no se proponen nada parecido. Los anarquistas

Fragmentos deantropología anarquista

David Graeber

2004

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Índice general

¿Por qué hay tan pocos anarquistas en laacademia? 6Esto no significa que una teoría anarquista

sea imposible . . . . . . . . . . . . . . . 14

Graves, Brown, Mauss, Sorel 22

La antropología anarquista que ya casi existe 33Hacia una teoría del contrapoder imaginario 38

Derribando muros 57Objeciones obvias . . . . . . . . . . . . . . . 57Un experimento del pensamiento o derri-

bando muros . . . . . . . . . . . . . . . 70¿Qué haría falta para derribar esos muros? . 81

Principios de una ciencia que no existe 98

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Algunas posibles lineas de pensamiento yorganización actuales 116La globalización y la abolición de las

desigualdades Norte-Sur . . . . . . . . 117La lucha contra el trabajo . . . . . . . . . . . 119La democracia . . . . . . . . . . . . . . . . . 124

Antropología (donde el autor —en ciertamedida a su pesar— muerde la manoque le da de comer) 144

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Anarquismo:Nombre dado al principio oteoría de la vida y la conductaque concibe una sociedad singobierno; sociedad en la quela armonía se obtiene no porla sumisión a la ley, ni por laobediencia a la autoridad, sinomediante acuerdos libres entrelos diferentes grupos, territorialesy profesionales, constituidoslibremente para la produccióny el consumo, así como parala satisfacción de la infinitavariedad de necesidades yaspiraciones de un ser civilizado.

Piotr Kropotkin, Encyclopedia Britannica

En pocas palabras, si no eres unutópico, es que eres imbécil.

Jonathan Feldman,Indigenous Planning Times

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¿Por qué hay tan pocosanarquistas en laacademia?

Ésta es una cuestión pertinente ya que hoy en día elanarquismo como filosofía política está en apogeo. Losmovimientos anarquistas o inspirados en el anarquis-mo crecen por todas partes; los principios anarquistastradicionales —autonomía, asociación voluntaria, au-toorganización, ayuda mutua, democracia directa— sepueden encontrar tanto en las bases organizativas delmovimiento de la globalización como en una gran va-riedad demovimientos radicales en cualquier parte delmundo. Los revolucionarios de México, Argentina, In-dia y otros lugares han ido abandonando cada vez máslos discursos que abogaban por la toma del poder yhan empezado a formular ideas diferentes acerca dequé podría significar una revolución. Es cierto que la

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mayoría utiliza todavía con timidez la palabra «anar-quista», pero como ha señalado recientemente Barba-ra Epstein, el anarquismo ya ha ocupado sobradamen-te el lugar que el marxismo tenía en los movimientossociales de los años sesenta. Incluso aquéllos que no seconsideran a sí mismos anarquistas se ven abocados adefinirse en relación a éste e inspirarse en sus ideas.

Sin embargo, esto apenas se refleja en las universi-dades. La mayoría de académicos suele tener una ideamuy vaga sobre qué es el anarquismo, o lo rechazansirviéndose de los estereotipos más burdos. («¡Organi-zación anarquista! ¿Acaso no constituye eso un con-trasentido?»). En los EE.UU. hay miles de académicosmarxistas de una escuela u otra, pero apenas una doce-na de profesores dispuestos a autodenominarse anar-quistas.

¿Se trata de una cuestión de tiempo? Es posible.Qui-zá en unos años las universidades estén a rebosar deanarquistas, pero no albergo grandes esperanzas. Pa-rece que el marxismo tiene una afinidad con la uni-versidad que el anarquismo nunca tendrá. Después detodo, se trata del único gran movimiento social inven-tado por un académico, aunque luego se convirtieraen un movimiento que perseguía la unión de la claseobrera. La mayoría de los ensayos sobre la historia del

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anarquismo afirman que sus orígenes fueron similaresa los del marxismo: el anarquismo se presenta comouna creación de ciertos pensadores decimonónicos —Proudhon, Bakunin, Kropotkin, etc.—, fuente de inspi-ración de organizaciones obreras, que se vería envuel-to en luchas políticas, dividido en corrientes… El anar-quismo, en los relatos más comunes, se suele presentarcomo el pariente pobre del marxismo, teóricamente unpoco cojo, el cual se ve compensado, sin embargo, enel plano ideológico por su pasión y sinceridad. Pero dehecho, la analogía es forzada, en el mejor de los casos.Los «padres fundadores» decimonónicos nunca creye-ron haber inventado nada particularmente nuevo. Losprincipios básicos del anarquismo —autoorganización,asociación voluntaria, ayuda mutua— se refieren a for-mas de comportamiento humano que se considerabahabían formado parte de la humanidad desde sus ini-cios. Lo mismo se puede decir de su rechazo del Estadoy de todas las formas de violencia estructural, desigual-dad o dominio (anarquismo quiere decir, literalmente,«sin gobernantes»), y también del reconocimiento deque todas estas formas se relacionan y refuerzan hastacierto punto entre sí. Estas ideas nunca se presentaroncomo el germen de una nueva doctrina. Y de hecho, nolo eran: se puede encontrar constancia de gente que de-

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fendió semejantes argumentos a lo largo de la historia,a pesar de que todo apunta a que, en casi todo momen-to y lugar, estas opiniones raramente se expresabanpor escrito. Nos referimos, por lo tanto, menos a uncuerpo teórico que a una actitud o incluso podríamosdecir una fe: el rechazo de cierto tipo de relaciones so-ciales, la confianza en que otras serán mucho mejorespara construir una sociedad habitable, la creencia deque tal sociedad podría realmente existir.

Si además se comparan las escuelas históricas delmarxismo y el anarquismo, se observa que se trata deproyectos fundamentalmente diferentes. Las escuelasmarxistas poseen autores. Así como el marxismo sur-gió de la mente de Marx, del mismo modo tenemosleninistas, maoístas, trotskistas, gramscianos, malthus-serianos… (Nótese que la lista está encabezada por je-fes de Estado y desciende gradualmente hasta llegara los profesores franceses). Pierre Bourdieu señaló enuna ocasión que si el mundo académico fuese comoun juego en que los expertos luchan por el poder, unosabría que ha vencido cuando esos mismos expertosempiecen a preguntarse cómo crear un adjetivo a par-tir de su nombre. Es precisamente para preservar laposibilidad de ganar este juego que los intelectuales in-sisten en continuar usando en sus discusiones teorías

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de la historia del tipo «Gran Hombre», de las que sinduda se mofarían en cualquier otro contexto. Las ideasde Foucault, como las de Trotsky, nunca son tratadascomo un producto directo de un cierto medio intelec-tual, resultado de conversaciones interminables y dediscusiones en las que participan cientos de personas,sino como el producto del genio de un solo individuo o,muy ocasionalmente, de una mujer. Tampoco se tratade que la política marxista se haya organizado comouna disciplina académica o de que se haya convertidoen un modelo para medir, cada vez más, el grado de ra-dicalidad de los intelectuales. En realidad, ambos pro-cesos se han desarrollado en paralelo. Desde la pers-pectiva de la academia, esto ha producido resultadossatisfactorios —el sentimiento de que debe existir al-gún principio moral, de que las preocupaciones acadé-micas deben ser relevantes para la vida de la gente—,pero también desastrosos: han convertido gran partedel debate intelectual en una parodia de la política sec-taria, en la que todos se esfuerzan por caricaturizar losargumentos del otro no solo para mostrar lo erróneosque son, sino sobre todo lo malévolos y peligrosos quepueden llegar a ser. Y todo ello cuando las discusionesque se plantean se sirven de un lenguaje tan hermético

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que solo quienes se hayan podido permitir siete añosde estudios superiores podrán tener acceso a ellas.

Consideremos ahora las diferentes escuelas delanarquismo. Hay anarcosindicalistas, anarcocomunis-tas, insurreccionalistas, cooperativistas, individualis-tas, plataformistas… Ninguna le debe su nombre aun Gran Pensador; por el contrario, todas reciben sunombre de algún tipo de práctica o, más a menudo,de un principio organizacional. (Significativamente,las corrientes marxistas que no reciben su nombrede pensadores, como la autonomía o el comunismoconsejista, son las más próximas al anarquismo). A losanarquistas les gusta destacar por su práctica y porcómo se organizan para llevarla a cabo y, de hecho,han consagrado la mayor parte de su tiempo a pensary discutir precisamente eso. Los anarquistas jamás sehan interesado demasiado por las cuestiones estraté-gicas y filosóficas que han preocupado históricamentea los marxistas. Así los anarquistas consideran quecuestiones como «¿son los campesinos una clasepotencialmente revolucionaria?» es algo que debendecidir los propios campesinos. ¿Cuál es la naturalezade la forma mercancía? En lugar de ello, discutensobre cuál es la forma verdaderamente democráticade organizar una asamblea y en qué momento la

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organización deja de ser enriquecedora y coarta lalibertad individual. O sobre qué ética debe prevaleceren la oposición al poder: ¿qué es acción directa?,¿es necesario (o correcto) condenar públicamente aalguien que asesina a un jefe de Estado?, ¿o puede serconsiderado el asesinato un acto moral, especialmentecuando evita algo terrible, como una guerra?, ¿cuándoes correcto apedrear una ventana?

En resumen:

1. Elmarxismo ha tendido a ser un discurso teóricoo analítico sobre la estrategia revolucionaria.

2. El anarquismo ha tendido a ser un discurso éticosobre la práctica revolucionaria.

Obviamente, todo lo que he dicho hasta ahora nodeja de ser un poco caricaturesco (ha habido gruposanarquistas muy sectarios y muchos marxistas liberta-rios, partidarios de la práctica, incluyéndome posible-mente a mí). De todas formas, tal y como he señala-do, esto implica una gran complementariedad poten-cial entre ambos. Y de hecho, la ha habido: Mijaíl Ba-kunin, aparte de discutir conMarx sobre cuestiones deíndole práctico en incontables ocasiones, también tra-dujo personalmente El Capital al ruso. Pero, además,

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facilita la comprensión de por qué hay tan pocos anar-quistas en la academia. No se trata simplemente de queel anarquismo no emplee una teoría elevada, sino quesus preocupaciones se circunscriben sobre todo a lasformas de práctica; insiste, antes que nada, en que losmedios deben ser acordes con los fines; no se puede ge-nerar libertad a través de medios autoritarios. De he-cho, y en la medida de lo posible, uno debe anticiparla sociedad que desea crear en sus relaciones con susamigos y compañeros. Esto no encaja demasiado biencon trabajar en la universidad, quizá la única institu-ción occidental, además de la iglesia católica y de lamonarquía británica, que ha permanecido inalterabledesde la Edad Media, promoviendo debates intelectua-les en hoteles de lujo y pretendiendo incluso que to-do ello fomenta la revolución. Al menos, cabe esperarque un profesor abiertamente anarquista cuestione có-mo funcionan las universidades —no me refiero aquí asolicitar un departamento de estudios anarquistas— yeso, por supuesto, le iba a traer muchas más complica-ciones que cualquier cosa que jamás pudiera escribir.

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Esto no significa que una teoríaanarquista sea imposible

Esto no quiere decir que los anarquistas deban es-tar contra la teoría. Después de todo, el anarquismo esen sí mismo una idea, aunque sea muy antigua. Tam-bién es un proyecto, que se plantea empezar a crearlas instituciones de una nueva sociedad «en el senode la vieja», poner al descubierto, subvertir y socavarlas estructuras de dominio, pero siempre procediendode una manera democrática, demostrando de ese mo-do que dichas estructuras son innecesarias. Evidente-mente, un proyecto de estas características necesita lasherramientas que proporcionan el análisis intelectualy el conocimiento.Quizá no necesite de una Gran Teo-ría, en un sentido familiar y, por supuesto, no requiereen absoluto de una Gran Teoría Anarquista. Eso seríacompletamente contrario a su espíritu. Creo que seríamucho mejor algo acorde al espíritu de los procesosanarquistas de toma de decisión y válido tanto parapequeños grupos de afinidad como para encuentros demiles de personas. La mayoría de los grupos anarquis-tas opera por un proceso de consenso que se ha desa-rrollado, en muchos sentidos, como lo contrario del es-

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tilo de voto a mano alzada, divisor y sectario, tan po-pular entre otros grupos radicales. Aplicado a la teoría,esto significa aceptar la necesidad de una gran diversi-dad de perspectivas teóricas amplias, unidas por algu-nas premisas y compromisos comunes. En el procesode consenso, todo el mundo se pone de acuerdo desdeel inicio en una serie de principios amplios de unidadasumidos como necesarios para la cohesión del grupo;pero, más allá de esto, se acepta como una obviedadque nadie va a convertir a nadie completamente a suspuntos de vista y que es mejor que no lo intente; yque, por tanto, la discusión se debe centrar en el temaconcreto de la acción y en trazar un plan aceptado portodos y que nadie pueda sentir como una violación desus principios. Es posible ver un paralelismo aquí: unaserie de perspectivas diversas unidas por su deseo co-mún de entender la condición humana y de avanzaren la dirección de una mayor libertad. Se basa más enla necesidad de buscar proyectos particulares que serefuercen mutuamente que en demostrar que los de-más parten de suposiciones erróneas. Que las teoríassean distantes en determinados aspectos no quiere de-cir que no puedan existir ni reforzarse mutuamente,del mismo modo que el hecho de que los individuostengan puntos de vista únicos e irreconciliables no im-

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plica que no puedan ser amigos o amantes o trabajaren proyectos comunes.

Más que una Gran Teoría, podríamos decir que loque le falta al anarquismo es una Base Teórica: un me-canismo para confrontar los problemas reales e inme-diatos que emergen de todo proyecto de transforma-ción. En realidad, la ciencia social oficial no es de granayuda porque en ella este tipo de problemas se clasifi-can como «cuestiones políticas» y ningún anarquistaque se precie querría tener nada que ver con ello.

Contra la política (un pequeño mani-fiesto):La noción de «política» presupone un Es-tado o aparato de gobierno que imponesu voluntad a los demás. La «política» esla negación de lo político; la política estáal servicio de alguna forma de élite, queafirma conocer mejor que los demás co-mo deben manejarse los asuntos públicos.La participación en los debates políticoslo único que puede conseguir es reducir eldaño causado, dado que la política es con-traria a la idea de que la gente administresus propios asuntos.

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Así que, en este caso, la pregunta es la siguiente:¿qué tipo de teoría social puede ser realmente de inte-rés para quienes intentamos crear unmundo en el cualla gente sea libre para administrar sus propios asun-tos?

Este ensayo está dedicado a analizar esta cuestión.Para empezar, diría que una teoría de esta índole

debe tener algunas premisas iniciales. No demasiadas.Probablemente con dos basta. Primero, deberá partirde la hipótesis que «otro mundo es posible», como di-ce una canción popular brasileña; que instituciones co-mo el Estado, el capitalismo, el racismo o el patriar-cado, no son inevitables; que sería posible un mundoen que semejantes cosas no existieran y en el que, co-mo resultado de ello, todos estaríamos mucho mejor.Comprometerse con este principio es casi un acto defe, ya que ¿cómo podemos estar seguros de que es po-sible? Podría darse el caso de que un mundo así fue-se imposible. Pero también se podría argumentar quees precisamente esta imposibilidad de tener un conoci-miento absoluto la que convierte el optimismo en unimperativo moral. Como tampoco se puede saber si esimposible unmundo radicalmente nuevo, ¿no estamosacaso traicionando a todos al insistir en continuar jus-tificando y reproduciendo el embrollo actual? De todas

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formas, aunque nos equivoquemos, seguro que así nosacercamos mucho más.

Contra el antiutopismo (otro pequeño ma-nifiesto):Aquí, por supuesto, debemos lidiar con lainevitable objeción: el utopismo nos haconducido a verdaderos horrores, comoel hecho de que estalinistas, maoístas yotros idealistas trataran de dar formasimposibles a la sociedad, asesinando amillones de personas en el proceso.

Este argumento esconde un malentendido: que elproblema residía en imaginar mundos mejores. Losestalinistas y la gente de su ralea no asesinaron ennombre de grandes sueños —en realidad los estalinis-tas eran conocidos por su falta de imaginación—, sinoporque confundieron sus sueños con certidumbrescientíficas. Esto los indujo a creerse en el derechode imponer sus visiones a través de una maquinariade violencia. Sea como sea, los anarquistas no seproponen nada parecido. Los anarquistas no creenen un desarrollo inevitable de la historia ni en quese pueda avanzar más rápidamente hacia la libertad

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creando nuevas formas de coerción. De hecho, todaslas formas de violencia sistémica son (entre otras co-sas) asaltos al papel de la imaginación como principiopolítico, y la única vía para empezar a pensar en laeliminación de la violencia sistémica es reconoceresto.

Sin duda, se podrían escribir libros muy gruesossobre las atrocidades que han cometido los cínicos yotros pesimistas a lo largo de la historia…

Así pues, ésta es la primera proposición. La segun-da sería que cualquier teoría social anarquista debe-ría rechazar de forma consciente cualquier indicio devanguardismo. El rol de los intelectuales no es, defini-tivamente, el de formar una élite que pueda desarrollarlos análisis estratégicos adecuados y dirigir luego a lasmasas para que los sigan. Pero entonces, ¿cuál es supapel? Éste es uno de los motivos por los que he ti-tulado este ensayo «Fragmentos de una antropologíaanarquista», porque considero que éste es un campoen el que la antropología está especialmente bien posi-cionada para ayudarnos. Y no solo porque la mayoríade comunidades basadas en el autogobierno y en eco-nomías fuera del mercado capitalista que existen enla actualidad hayan sido investigadas por antropólo-gos, y no por sociólogos o historiadores, sino también

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porque la etnografía proporciona por lo menos algoequiparable a un modelo, aunque muy rudimentario,de como podría funcionar una práctica intelectual re-volucionaria no vanguardista. Cuando se realiza unaetnografía, se observa lo que la gente hace, tratandode extraer la lógica simbólica, moral o pragmática quesubyace en sus acciones, se intenta encontrar el sen-tido de los hábitos y de las acciones de un grupo, unsentido del que el propio grupo muchas veces no escompletamente consciente. Un rol evidente del intelec-tual radical es precisamente ése: observar a aquéllosque están creando alternativas viables, intentar anti-cipar cuáles pueden ser las enormes implicaciones delo que (ya) se está haciendo, y devolver esas ideas nocomo prescripciones, sino como contribuciones, posi-bilidades, como regalos. Eso es lo que he tratado dehacer en los párrafos anteriores cuando sugerí que lateoría social se podría reinventar a sí misma a la mane-ra de un proceso democrático directo. Y como apuntael ejemplo, dicho proyecto debería tener en realidaddos aspectos o momentos, si se prefiere: uno etnográ-fico y otro utópico, en un diálogo constante.

Nada de esto tiene mucho que ver con lo que la an-tropología, incluso la antropología radical, ha hechodurante al menos los últimos cien años. Aun así, a lo

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largo de los años ha existido una extraña afinidad en-tre la antropología y el anarquismo que es en sí mismasignificativa.

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Graves, Brown, Mauss,Sorel

La cuestión no es, ni mucho menos, que los antro-pólogos abrazasen el anarquismo o, incluso, que adop-taran conscientemente las ideas anarquistas, sino másbien que se movían en los mismos círculos, que susideas se influenciaban recíprocamente, que había al-go en el pensamiento antropológico en particular —sugran conocimiento de la gran variedad de posibilida-des humanas— que le proporcionaba su afinidad conel anarquismo.

Empecemos con Sir James Frazer, a pesar de que na-die hay más alejado del anarquismo. Frazer, catedrá-tico de Antropología en Cambridge a finales del XIX,era el típico Victoriano pesado que escribía informessobre las costumbres salvajes basándose sobre todo enlos resultados de los cuestionarios que se enviaban alos misioneros y a los oficiales de las colonias. Aparen-

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temente, su actitud teórica era muy condescendiente—afirmaba que casi todos losmitos, lamagia y los ritua-les se basaban en estúpidos errores lógicos—, pero suobramaestra, La rama dorada, contenía tal cantidad dedescripciones exuberantes, fantasiosas y extrañamen-te hermosas de los espíritus de los árboles, los obisposeunucos, los dioses moribundos de la vegetación y elsacrificio de los reyes divinos, que fue la inspiración detoda una generación de poetas y literatos. Entre ellosfiguraba Robert Graves, un poeta británico que se hizofamoso escribiendo versos mordaces en las trincherasdurante la Primera Guerra Mundial. Al final del con-flicto, Graves terminó en un hospital en Francia, porcausa de una neurosis provocada por la guerra, y allífue tratado por el doctor W. H. R. Rivers, antropólogobritánico conocido por su expedición al estrecho deTorres, que además era psiquiatra. Graves quedó tanimpresionado con Rivers que llegaría a proponer, másadelante, que todos los gobiernos del mundo debíanser dirigidos por antropólogos profesionales. Es ciertoque no se trataba de un sentimiento demasiado anar-quista, pero Graves solía inclinarse por opciones políti-cas más bien raras. Al final, terminó abandonando porcompleto la «civilización» —la sociedad industrial— yse instaló en un pueblo de la isla de Mallorca, donde

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pasaría aproximadamente los cincuenta últimos añosde su vida sobreviviendo gracias a las novelas que es-cribía y a la edición, asimismo, de numerosos libros depoesías de amor y una serie de ensayos que se encuen-tran entre los más subversivos que se hayan escritojamás.

La tesis de Graves era, entre otras, que la grande-za es una patología; que los «grandes hombres» eranesencialmente destructores y los «grandes» poetas noeran mejores (sus archienemigos eran Virgilio, Miltony Pound), que la poesía de verdad siempre ha sido ycontinúa siendo una celebración mítica de una anti-gua Diosa Suprema, de la que Frazer solo entrevió con-fusos destellos, y cuyos seguidores matriarcales fue-ron conquistados y destruidos por las hordas arias queHitler adoraba y que llegaron desde las estepas ucra-nianas a principios de la Edad del Bronce (aunque so-brevivirían un poco más de tiempo en la Creta minoi-ca). En un libro llamado La diosa blanca: una gramáti-ca histórica del mito poético, Graves intentó establecerlos rudimentos de un calendario de los ritos en dife-rentes partes de Europa, centrándose en el asesinatoritual periódico de los consortes reales de la diosa, loque entre otras cosas garantizaba que no hubiera nin-gún gran hombre descontrolado, y terminando el libro

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con una llamada a un eventual colapso de la sociedadindustrial. He utilizado aquí el verbo «intentar» conprudencia. Lo que resulta delicioso, si bien confuso, enlos libros de Graves, es que resulta tan evidente quedisfruta escribiéndolos, lanzando una tesis estrambóti-ca tras otra, que se hace imposible discernir qué es loque podemos tomarnos en serio; e incluso si esta cues-tión es importante. En un ensayo, escrito en los añoscincuenta, Graves inventa la distinción entre «razona-bilidad» y «racionalidad» que más tarde haría famosaStephen Toulmin en los ochenta, pero lo hace en unensayo escrito para defender a la mujer de Sócrates,Jantipa, de su reputación de gruñona espantosa. (Suargumento: imaginaos como debía ser la vida conyu-gal con Sócrates).

¿Creía realmente Graves que las mujeres son siem-pre superiores a los hombres? ¿Esperaba que nos cre-yéramos que había solucionado un problema míticocayendo en un «trance analéptico» en el que escuchóuna conversación sobre los peces entre un historiadorgriego y un oficial romano en Chipre en el año 54 denuestra era? Vale la pena plantear estas preguntas por-que fue en la oscuridad de estas obras donde esencial-mente Graves inventó dos tradiciones intelectuales di-ferentes que más tarde se convertirían en las principa-

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les líneas teóricas del anarquismo moderno, si bien seadmite, por lo general, que se trata de las dos más ex-céntricas. Por una parte, el culto a la Gran Diosa que,una vez revivido, se ha convertido en una de las inspi-raciones directas del anarquismo pagano para los der-viches hippies, siempre bienvenidos en las acciones demasa porque parecen tener un don para influir en eltiempo. Por otra parte, el rechazo de Graves de la civi-lización industrial y su deseo de un colapso económicogeneral ha sido llevado aún más lejos por los primiti-vistas, cuyo representante más famoso (y extremo) esJohn Zerzan, que ha llegado a argumentar que inclu-so la agricultura ha sido un grandioso error histórico.Curiosamente, tanto los paganos como los primitivis-tas comparten por igual la cualidad inefable que hacedel trabajo de Graves algo tan especial: es verdadera-mente imposible saber a qué nivel debemos leerles. Esal mismo tiempo una parodia ridicula y algo muy se-rio.

También ha habido antropólogos, entre los cualesdestacan algunos de los fundadores de la disciplina,que se han interesado por la política anarquista o anar-quizante.

El caso más notable es el de un estudiante de finalesdel XIX llamado Al Brown, conocido por sus compañe-

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ros de la universidad como «Anarchy Brown». Brownera un admirador del famoso príncipe anarquista (que,por supuesto, renunció a su título) Peter Kropotkin, ex-plorador del Ártico y naturalista que condujo al darwi-nismo social a una crisis de la que todavía no se ha re-cuperado por completo, documentando de qué modolas especies con mayor éxito son aquellas que coope-ran con más eficacia. (La sociobiología surgió básica-mente para intentar dar respuesta a Kropotkin). Mástarde, Brown empezaría a vestir una capa y a utilizarun monóculo y adoptaría un nombre muy chic y aris-tocrático (A. R. Radcliffe-Brown) y, finalmente, en losaños veinte y treinta, se convertiría en el principal teó-rico de la antropología social británica. Al Brown másmaduro no le gustaba demasiado hablar de sus aven-turas políticas juveniles, pero probablemente no seaninguna coincidencia que su principal interés teóricosiguiera siendo el mantenimiento del orden social fue-ra del Estado.

Pero quizá el caso más intrigante sea el de MarcelMauss, contemporáneo de Radcliffe-Brown e inventorde la antropología francesa. Mauss era hijo de padresjudíos ortodoxos y sobrino de Emile Durkheim, el fun-dador de la sociología francesa, lo que tenía un ladobueno y otro malo. Además, Mauss era socialista revo-

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lucionario. Durante gran parte de su vida dirigió unacooperativa de consumo en París y escribía sin descan-so artículos para periódicos socialistas, desarrollandoproyectos de investigación sobre las cooperativas enotros países e intentando crear vínculos entre ellas conel fin de construir una economía anticapitalista alter-nativa. Su obramás famosa fue escrita en respuesta a lacrisis del socialismo que observó en la reintroduccióndel mercado por parte de Lenin en la Unión Soviéticade los años veinte: si resultaba imposible erradicar laeconomía monetaria incluso en Rusia, que era la socie-dadmenosmonetarizada de Europa, entonces los revo-lucionarios quizá debieran empezar a interesarse porlos informes etnográficos, para ver qué tipo de criatu-ra era el mercado y qué aspecto podían tener algunasalternativas viables al capitalismo. De ahí que en su En-sayo sobre el don—escrito en 1925, y en el que señalaba(entre otras cosas) que el origen de todos los contratosestá en el comunismo, en un compromiso incondicio-nal para con las necesidades de los demás— afirmaseque, a pesar de lo que muchos libros de texto de eco-nomía sostienen, ha existido una economía basada enel trueque: que las sociedades que todavía hoy no em-plean el dinero han sido economías de trueque en lasque las distinciones que hacemos hoy entre interés y

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altruismo, persona y propiedad, libertad y obligación,simplemente no han existido.

Mauss creía que el socialismo jamás podría ser cons-truido por decreto estatal sino que era un proceso gra-dual, que se desarrollaba desde la base, que era posiblecrear una nueva sociedad basada en la ayuda mutua yen la autoorganización «en el seno de la vieja». Sen-tía que las prácticas populares ya existentes ofrecíanla base tanto para la crítica moral del capitalismo co-mo para formarse una idea de cómo podría ser la socie-dad futura. Se trata sin duda de posiciones anarquistasclásicas, aunque Mauss no se considerase anarquista.De hecho, jamás dedicó una palabra amable a los anar-quistas, y esto es así porque al parecer identificaba elanarquismo con la figura de Georges Sorel, un anarco-sindicalista y antisemita francés que a nivel personalera, por lo visto, muy desagradable, y cuya obra másfamosa en la actualidad es su ensayo Reflexiones sobrela violencia. Sorel afirmaba que como las masas no sepodían considerar fundamentalmente ni buenas ni ra-cionales, era una tontería dirigirse a ellas utilizandoargumentos razonados. La política es el arte de inspi-rar a los demás mediante grandes mitos. Sugería quepara los revolucionarios ese mito podía ser el de unahuelga general apocalíptica, un momento de transfor-

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mación total. Para mantener este mito vivo era necesa-ria una élite capaz de participar en actos de violenciasimbólica, una élite semejante al partido de vanguar-dia marxista (a menudo menos simbólico en su uso dela violencia), que Mauss describía como una especiede conspiración continua, una versión moderna de lassociedades políticas secretas de la Antigüedad.

En otras palabras, Mauss pensaba que Sorel, y porlo tanto el anarquismo, introducía un elemento de irra-cionalidad, de violencia y de vanguardismo. Les debióparecer un poco extraño a los revolucionarios france-ses de aquella época ver a un sindicalista enfatizar elpoder del mito y a un antropólogo llevándole la contra-ria, pero en el contexto de los años veinte y treinta, conel ascenso del fascismo en todas partes, es comprensi-ble que un radical europeo, que además era judío, con-siderara eso algo escalofriante. Lo suficientemente es-calofriante como para arrojar un jarro de agua fría so-bre la imagen, muy atractiva por otro lado, de la huel-ga general, que no deja de ser la forma menos violentade imaginar una revolución apocalíptica. En los añoscuarenta, Mauss llegaría a la conclusión de que sus sos-pechas habían sido fundadas.

Mauss escribió que Sorel había añadido a la doctrinade una vanguardia revolucionaria una noción extraí-

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da originalmente de su propio tío Durkheim: la ideade corporativismo, es decir, la existencia de unas es-tructuras verticales unidas por técnicas de solidaridadsocial. Ésta tuvo una clara influencia en Lenin, comoel propio Lenin reconocía, y luego sería adoptada porla derecha. Al final de su vida, el propio Sorel sintióuna simpatía cada vez mayor por el fascismo, siguien-do la misma trayectoria que Mussolini (otro que ensu juventud tonteó con el anarcosindicalismo) y que,según decía Mauss, llevó las ideas de Durkheim, So-rel y Lenin hasta sus últimas consecuencias. Tambiénhacia el final de su vida, Mauss llegó a convencersede que incluso los grandes desfiles rituales de Hitlery sus procesiones de antorchas acompañadas de loscantos de «Sieg heill» se inspiraban en realidad en lasdescripciones que él y su tío habían hecho sobre los ri-tuales totémicos de los aborígenes australianos. Mausslamentaba que «cuando describíamos de qué modo unritual puede crear solidaridad social y sumergir a un in-dividuo en la masa, ¡nunca se nos ocurrió que alguienpudiera aplicar dichas técnicas en la Edad Moderna!».(De hecho, Mauss se equivocaba. Investigaciones re-cientes han demostrado que los mítines de Núrembergse inspiraban en realidad en los de Harvard. Pero ésaes otra historia). El estallido de la guerra acabó con

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Mauss, que nunca se había recuperado por completode la pérdida de algunos de sus mejores amigos duran-te la Primera Guerra Mundial. Cuando los nazis ocupa-ron París se negó a huir y cada día esperaba sentado ensu oficina, con una pistola en el escritorio, la llegadade la Gestapo. Ésta jamás se presentó, pero el terrory el peso de su sentimiento de complicidad históricaterminaron por minar su salud.

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La antropologíaanarquista que ya casiexiste

Al final, sin embargo, Marcel Mauss ha ejercido pro-bablemente más influencia sobre los anarquistas quetodos los demás combinados. Y esto se debe a su inte-rés por las formas de moral alternativas, que permitie-ron empezar a pensar que si las sociedades sin Esta-do y sin mercado eran como eran se debía a que ellasdeseaban activamente vivir así. Lo que para nosotrosequivaldría a decir: porque eran anarquistas. Los frag-mentos que existen hoy de una antropología anarquis-ta derivan en su mayoría de Mauss.

Antes de Mauss se asumía de forma universal quelas economías sin dinero o sin mercado operabanpor medio del trueque; intentaban emular el com-portamiento del mercado (adquirir bienes y servicios

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útiles al menor coste posible, hacerse ricos si era posi-ble…), pero todavía no habían desarrollado fórmulassofisticadas para lograrlo. Mauss demostró que enrealidad se trataba de «economías basadas en el don».No se basaban en el cálculo, sino en el rechazo delcálculo; estaban fundamentadas en un sistema éticoque rechazaba conscientemente la mayoría de lo quellamaríamos los principios básicos de la economía. Noera cuestión de que todavía no hubieran aprendido abuscar el beneficio a partir de medios más eficientes,en realidad habrían considerado que basar una tran-sacción económica, por lo menos las que se realizabancon aquéllos a quienes no se tenía por enemigos, enla búsqueda de beneficios era algo profundamenteofensivo.

Es significativo que uno (de los pocos) antropólogosabiertamente anarquistas de reciente memoria, otrofrancés, Pierre Clastres, se hiciera famoso por argu-mentar algo similar en un plano político. Clastres se-ñalaba que los antropólogos políticos no han logradotodavía superar por completo las viejas perspectivasevolucionistas que consideraban el Estado como unaforma mucho más sofisticada de organización que lasformas anteriores. Se asumía tácitamente que los pue-blos sin Estado, como las sociedades amazónicas que

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Clastres estudiaba, no habían alcanzado el nivel de, porejemplo, los aztecas o los incas. Pero Clastres plantea-ba: ¿y si los pueblos amazónicos no fuesen en absolutoajenos a lo que podrían ser las formas elementales depoder estatal —lo que significaría permitir a algunoshombres dar órdenes a los demás sin que éstos pudie-ran cuestionarlas por la amenaza del uso de la fuerza—y, por lo tanto, quisieran asegurarse de que algo así noocurriera jamás? ¿Y si resultase que consideran las pre-misas fundamentales de nuestra ciencia política moral-mente inaceptables?

Las similitudes entre ambos argumentos son real-mente sorprendentes. En las economías del don hay amenudo espacios para los sujetos emprendedores, pe-ro se organiza todo de tal manera que jamás se podránutilizar como plataforma para crear desigualdades per-manentes en términos de riqueza, ya que quienes másacumulen terminarán por competir entre sí para vercuál es capaz de dar más. En las sociedades amazóni-cas (o norteamericanas) la institución del jefe jugabael mismo rol en un plano político: su posición exigíatanto a cambio de tan poco, se hallaba tan desprote-gida, que atraería a muy pocos sujetos con ambiciónde poder. Se podría decir que los amazónicos cortaban

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las cabezas de sus gobernantes cada pocos años en unsentido metafórico, que no literal.

Desde esta perspectiva, y en un sentido muy realesta vez, se trataba de sociedades anarquistas. Todasellas se fundaban en un rechazo explícito de la lógicadel Estado y del mercado.

Hay, sin embargo, algunas sociedades ex-tremadamente imperfectas. La crítica máshabitual a Clastres consiste en preguntarcómo era posible que los amazónicos or-ganizasen sus sociedades contra la emer-gencia de algo que jamás habían experi-mentado. Una cuestión ingenua, pero quepone de manifiesto otra ingenuidad en lapropia aproximación de Clastres. Clastreshabla alegremente del igualitarismo radi-cal de las propias sociedades amazónicasque eran famosas, por ejemplo, por su usode la violación colectiva como medio pa-ra aterrorizar a las mujeres que transgre-dían los roles de género que tenían asigna-dos. Es un punto ciego tan llamativo queuno se pregunta cómo pudo pasarlo por al-to, especialmente si se considera que pro-

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porciona una respuesta adecuada a dichacuestión. Quizá los hombres amazónicosconozcan ya ese poder arbitrario, incues-tionable y que se mantiene gracias al usode la fuerza, porque es justamente el queejercen contra sus mujeres e hijas. Quizápor esa misma razón no quieren estructu-ras capaces de ejercitar ese mismo podersobre ellos.Vale la pena señalar esto porque Clastreses, en muchos aspectos, un románticoingenuo. Pero desde otra perspectiva,no existe ningún misterio. Después detodo, la cuestión es que los amazónicosno quieren delegar en otros el poderde amenazarlos con infringirles dañofísico si no obedecen sus órdenes. Mejorharíamos en preguntarnos qué dice esode nosotros, que sentimos la necesidad deuna explicación.

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Hacia una teoría del contrapoderimaginario

A esto me refiero, pues, cuando hablo de una éticaalternativa. Las sociedades anarquistas no son menosconscientes de la disposición humana a la avaricia ola vanagloria que los norteamericanos modernos de ladisposición a la envidia, la glotonería o la pereza, so-lo que las consideran poco interesantes como base desu civilización. De hecho, consideran estos fenómenostan peligrosos moralmente que terminan organizandogran parte de su vida social con el objeto de prevenir-los.

Si este fuera un ensayo puramente teórico, explica-ría que éste es un modo interesante de sintetizar lasteorías del valor y las teorías de la resistencia, pero pa-ra el objetivo que me propongo es suficiente decir quecreo que Mauss y Clastres han logrado, en cierto mo-do a pesar suyo, sentar las bases para una teoría delcontrapoder revolucionario.

Me temo que se trata de una explicación compleja.Iré paso a paso.

En un discurso típicamente revolucionario, un «con-trapoder» es una colección de instituciones sociales

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opuestas al Estado y al capital: desde comunidades au-tónomas a sindicatos radicales o milicias populares. Aveces también se conoce como «antipoder». Cuandoestas instituciones se erigen cara a cara contra el Esta-do, se suele hablar de una situación de «poder dual».Según esta definición, en realidad la mayor parte dela historia de la humanidad se caracterizaría por situa-ciones de poder dual, ya que muy pocos Estados hantenido los medios para eliminar dichas instituciones,pormucho que lo deseasen. Pero las teorías deMauss yClastres proponen algo mucho más radical: que el con-trapoder, al menos en su sentido más elemental, existeincluso en las sociedades donde no hay ni Estado nimercado y que, en dichos casos, no se halla encarnadoen instituciones populares que se posicionan contra elpoder de los nobles, los reyes o los plutócratas, sinoen instituciones cuyo fin es garantizar que jamás pue-dan existir esos tipos de personas. El «contra» se erigepues frente a un aspecto latente, potencial o, si se pre-fiere, una posibilidad dialéctica inherente a la propiasociedad.

Esto ayuda a explicar un hecho por otra parte pecu-liar: la forma en que las sociedades igualitarias, en par-ticular, suelen padecer profundas tensiones o, al me-nos, formas de violencia simbólica extremas.

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Por supuesto, todas las sociedades están, hasta cier-to punto, en guerra consigo mismas. Siempre existenenfrentamientos entre intereses, facciones o clases, ytambién es cierto que los sistemas sociales se basansiempre en una búsqueda de diferentes formas de va-lor que empuja a la gente en diferentes direcciones. Enlas sociedades igualitarias, que suelen poner un granénfasis en la creación y el mantenimiento del consensocomunal, esto provoca a menudo un tipo de respues-ta elaborada equitativamente en forma de un mundonocturno habitado por espectros, monstruos, brujas yotras criaturas terroríficas. Y, en consecuencia, son lassociedades más pacíficas las que, en sus construccio-nes imaginarias del cosmos, se hallan más acosadaspor espectros en guerra perpetua. Los mundos invisi-bles que las rodean son, literalmente, campos de bata-lla. Es como si la labor incansable de lograr el consensoocultara una violencia intrínseca constante, o quizá se-ría más apropiado decir que en la práctica es el proce-so mediante el cual se calibra y se contiene esa violen-cia intrínseca. Y ésta es precisamente la principal fuen-te de creatividad social, con todas sus contradiccionesmorales. Por lo tanto, la realidad política última no laconstituyen estos principios en conflicto ni estos im-

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pulsos contradictorios, sino el proceso regulador quemedia en ellos.

Quizá aquí nos sean de ayuda algunos ejemplos:

Caso 1: Los piaroa, una sociedad muyigualitaria que se extiende a lo largode los afluentes del Orinoco y que laetnógrafa Joanna Overing describe comoanarquista. Los piaroa dan un gran valora la libertad individual y a la autonomía,y son muy conscientes de la importanciade garantizar que nadie esté jamás bajolas órdenes de otra persona, o de lanecesidad de asegurar que nadie controlelos recursos económicos hasta el puntode que pueda emplear dicho control paraconstreñir la libertad de los demás. Perotambién insisten en que la propia culturapiaroa fue la creación de un dios malvado,un bufón caníbal bicéfalo. Los piaroahan desarrollado una filosofía moral queconsidera la condición humana atrapadaentre el «mundo de los sentidos» —de de-seos salvajes, presociales—, y el «mundodel pensamiento». Crecer significa apren-

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der a controlar y canalizar dichos deseosa través de una atenta consideraciónhacia los demás y cultivar el sentido delhumor. Pero este proceso se ve entorpeci-do por el hecho de que todas las formasde conocimiento tecnológico, por otrolado muy necesario para la vida cotidiana,tienen su origen en elementos de locuradestructiva. Del mismo modo, si bienlos piaroa son famosos por su pacifismo—no se conoce el asesinato y creen quecualquier ser humano que matase a otrocaería fulminado al instante y moriría delmodo más horrible—, habitan un mundoen constante guerra invisible, en quelos magos repelen los ataques de diosespredadores locos, y todas las muertesresponden a asesinatos espirituales ydeben ser vengadas mediante la masacremágica de comunidades enteras (lejanasy desconocidas).Caso 2: Los tiv, otra sociedad notoriamen-te igualitaria, construyen sus casas a lolargo del río Benue, en el centro de Ni-

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geria. En comparación con los piaroa, suvida doméstica es bastante jerárquica: losvarones adultos suelen tener varias mu-jeres e intercambian entre ellos los dere-chos sobre la fertilidad de las mujeres jó-venes. Los varones jóvenes se pasan granparte de la vida vagando por el poblado pa-terno como solteros dependientes. Los tivno lograron mantenerse fuera del alcancede las incursiones en busca de esclavos ensiglos pasados, sus tierras tenían merca-dos locales y se producían ocasionalmen-te pequeñas guerras entre clanes, aunquela mayoría de las disputas se soluciona-ban en grandes «asambleas» comunales.No existían instituciones políticas mayo-res que el poblado; de hecho, cualquier co-sa que se asemejara un poco a una insti-tución política se consideraba sospechosaper se o, para ser más precisos, rodeadade un áurea de horror oculto. Esto era así,como dijo en pocas palabras el etnógrafoPaul Bohannan, debido a como veían lapropia naturaleza del poder: «los hombresconsiguen poder consumiendo la sustan-

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cia de los otros». Los mercados estabanprotegidos, las normas que los regían sehallaban reforzadas por amuletos que en-carnaban las enfermedades y cuya fuerzaprovenía de partes del cuerpo humano yde la sangre. Los emprendedores que lo-graban crearse una cierta fama, riqueza oclientela, eran por definición brujos. Suscorazones estaban cubiertos por una sus-tancia llamada tsav, que solo podía crecersi comían carne humana. Aunque muchosintentaran evitarlo, se dice que existía unasociedad secreta de brujos que deslizabatrozos de carne humana en la comida desus víctimas, por lo que éstas incurrían enuna «deuda de carne» que les producía an-tojos antinaturales que podían llegar a em-pujarlas a comerse a toda su familia. Es-ta sociedad secreta de brujos se considera-ba el gobierno invisible del país. Por tan-to, el poder se institucionalizaba como unpoder maligno y cada nueva generaciónsurgía un movimiento de caza de brujospara desenmascarar a los culpables y po-

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der destruir, de forma efectiva, cualquierestructura emergente de autoridad.Caso 3: Las tierras altas de Madagascar,donde viví entre 1989 y 1991, eran un lu-gar muy diferente. La zona había sido elcentro del Estado malgache, el reinado deMerina, desde principios del siglo XIX, yresistió muchos años el duro gobierno co-lonial. Durante el tiempo que estuve allí,existían una economía de mercado y, enteoría, un gobierno central, dirigido porlo que se consideraba la «burguesía meri-na». Pero lo cierto es que este gobierno sehabía retirado de la mayor parte de comu-nidades rurales y campesinas, y éstas segobernaban a sí mismas. En muchos sen-tidos se las podía considerar anarquistas:la mayoría de las decisiones locales se to-maba por consenso en instituciones infor-males, el liderazgo se colocaba, en el me-jor de los casos, bajo sospecha; se creíaque era un error que un adulto diera ór-denes a otro, especialmente si lo hacía deforma continuada, por lo que incluso ins-

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tituciones como el trabajo asalariado seconsideraban moralmente sospechosas. Opara ser más precisos, se consideraban nomalgaches, pues así se comportaban losfranceses, los reyes malvados y los due-ños de esclavos. La sociedad era, por en-cima de todo, muy pacífica, aunque tam-bién se hallaba rodeada de una guerra in-visible. Todo el mundo tenía acceso a espí-ritus o hechizos peligrosos o podía permi-tirles la entrada; la noche estaba domina-da por brujas que bailaban desnudas sobretumbas y montaban a los hombres comosi fueran caballos. Todas las enfermedadesse debían a la envidia, el odio y los ata-ques mágicos. Y aún más, la brujería man-tenía una extraña y ambivalente relacióncon la identidad nacional. Si por una par-te se hacían referencias retóricas al pue-blo malgache como igual y unido «comocabellos en una cabeza», eran escasas lasreferencias a la igualdad económica si al-guna vez se invocaba. De todos modos, seasumía que la brujería destruiría a cual-quiera que se hiciera demasiado rico o po-

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deroso; y se tenía esta brujería como al-go maligno pero al mismo tiempo comouna seña de identidad malgache (los he-chizos eran solo hechizos, pero los hechi-zosmalignos eran «hechizosmalgaches»).Los rituales de solidaridad moral, dondese invocaba el ideal de igualdad, se pro-ducían precisamente en el transcurso deaquellos rituales dirigidos a eliminar, ex-pulsar o destruir esas brujas que, perver-samente, eran la encarnación retorcida yla aplicación práctica del ethos igualitariode la propia sociedad.

Nótese que en cada caso existe un contraste sorpren-dente entre un universo cosmológico tumultuoso y elproceso social, que busca la mediación, la llegada a unconsenso. Ninguna de estas sociedades es completa-mente igualitaria, pues existen ciertas formas clave dedominio, al menos la de los hombres sobre las muje-res y los adultos sobre los más jóvenes. La naturalezae intensidad de estas formas varía enormemente: enlas comunidades piaroa esas jerarquías eran tan débi-les que Overing duda incluso de si se puede hablar de«dominio masculino» en absoluto (aunque todos los

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líderes comunales son siempre varones). Los tiv sonotra historia. Sin embargo, siempre existen desigualda-des estructurales y, por tanto, creo que es justo afirmarque estas anarquías no solo son imperfectas, sino quellevan en sí las semillas de su propia destrucción. Noes casual que cuando emergen formas de dominio ma-yores, más sistemáticamente violentas, empleen preci-samente el lenguaje de la edad y el género para justifi-carse a sí mismas.

Sin embargo, creo que sería un error considerar elterror y la violencia invisible simplemente como unaforma de resolver las «contradicciones internas» crea-das por esas formas de desigualdad. Se podría argu-mentar que la violencia real, tangible, sí lo es. Por lomenos, es curioso que, en las sociedades donde las úni-cas desigualdades notables se basan en el género, losúnicos asesinatos que se producen son entre hombresque se matan por las mujeres. De igual modo, y en tér-minos generales, parece darse el caso de que cuantomás pronunciadas son las diferencias entre los rolesmasculino y femenino en una sociedad, más violen-cia física tiende a haber. Esto no significa que si des-apareciesen todas las desigualdades, todo —incluida laimaginación— se volvería plácido y sin preocupacio-nes. Sospecho que, hasta cierto punto, todas esas tur-

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bulencias emergen de la propia naturaleza del ser hu-mano. No existe ninguna sociedad que no considere lavida humana como, fundamentalmente, un problema,y por mucho que difieran en el tratamiento del mismo,consideran que la existencia del trabajo, el sexo y la re-producción está llena de dilemas, los deseos humanosson siempre volubles y además está el hecho de quetodos vamos a morir. Así que hay mucho de lo quepreocuparse. Ninguno de estos dilemas desaparecerási eliminamos las desigualdades estructurales (aunqueestoy seguro de que ello mejoraría radicalmente lascosas). De hecho, la fantasía de que la condición hu-mana, el deseo o la mortalidad sean cuestiones que sepueden resolver de algún modo, es especialmente pe-ligrosa, una imagen de la utopía que siempre pareceestar al acecho tras las pretensiones del poder y el Es-tado. Pero como he sugerido, de las propias tensionesinherentes al proyecto de proteger una sociedad igua-litaria emerge una violencia espectral, pues de no serasí podríamos llegar a creer que la imaginación de lostiv es mucho más turbulenta que la de los piaroa.

También Clastres creía que el Estado era la imagenresultante de una imposible resolución de la condiciónhumana. Mantenía que, históricamente, la institucióndel Estado no podía haber surgido de las instituciones

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políticas de sociedades anarquistas, que estaban dise-ñadas para que esto jamás ocurriera, sino de las institu-ciones religiosas, señalando que los profetas tupinam-ba dirigían a toda la población en una gran migraciónen busca de una «tierra sin maldad». Por supuesto, yen contextos posteriores, lo que Peter Lamborn Wil-son denomina «la máquina clastriana», ese conjuntode mecanismos que se oponen a la emergencia del do-minio, lo que yo llamo el aparato de contrapoder, pue-de verse atrapado por esas fantasías apocalípticas.

Seguro que en estos momentos el lector debe de es-tar pensando: «De acuerdo, pero ¿qué tiene todo estoque ver con el tipo de comunidades insurreccionalistasa las que se refieren normalmente los teóricos revolu-cionarios cuando emplean el concepto de “contrapo-der”?».

Aquí quizá sea útil analizar las diferencias que hayentre los dos primeros casos y el tercero, porque lascomunidades malgaches que conocí en 1990 vivían enuna situación en muchos sentidos insurreccional. En-tre el siglo XIX y el XX hubo una importante trans-formación en las actitudes populares. Casi todos losinformes del siglo XIX insistían en que, a pesar delamplio resentimiento contra el corrupto y a menudobrutal Gobierno malgache, nadie cuestionaba la legiti-

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midad de la monarquía en sí misma o, en particular,la lealtad personal absoluta a la reina. Tampoco nadiehubiera cuestionado explícitamente la esclavitud. Des-pués de la conquista francesa de la isla en 1895, seguidainmediatamente por la abolición de la monarquía y dela esclavitud, todo esto cambió a una gran velocidad.En menos de una generación, se empezó a entreverese tipo de actitud que sería casi universal cien añosmás tarde: la esclavitud era el mal y se consideraba alos reyes inherentemente inmorales porque trataban alos demás como esclavos. Al final, todas las relacionesde dominio (servicio militar, trabajo asalariado, traba-jo forzado) aparecían en el imaginario colectivo comovariedades de la esclavitud; las instituciones que pre-viamente habían estado fuera de duda eran ahora, pordefinición, ilegítimas, y todo ello especialmente paraquienes habían tenido un acceso menor a la educaciónsuperior y a las ideas ilustradas francesas. Ser «malga-che» se convirtió en sinónimo de rechazo a esas prácti-cas extranjeras. Si uno combina esta actitud con una re-sistencia pasiva constante a las instituciones estatalesy la elaboración de formas de autogobierno autónomasy relativamente igualitarias, ¿no estaríamos acaso an-te una revolución? Tras la crisis financiera de los añosochenta, el Estado se hundió en la mayor parte del país

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o se convirtió en una forma vacía al carecer del res-paldo de un sistema coercitivo. Los habitantes de lascomunidades rurales siguieron funcionando como lohabían hecho hasta entonces, yendo periódicamentea las oficinas a rellenar papeles aunque en la prácti-ca hubiesen dejado de pagar impuestos; el Gobiernoapenas proveía de servicios y en el caso de un robo oincluso de asesinato, la policía ya no hacía ni acto depresencia. Si la revolución consistiera en un pueblo re-sistiendo a algún tipo de poder considerado opresivo,identificando en él algún aspecto clave como la fuentede esa opresión para a continuación deshacerse de losopresores de forma que dicho poder quedara elimina-do para siempre de la vida cotidiana, entonces es difícilnegar que se trate por tanto de una revolución. Quizáno haya habido exactamente un levantamiento, perono por eso deja de ser una revolución.

Cuanto tiempo pueda durar es otro tema; era unaforma de libertad muy sutil, frágil. Muchos espacioscomo esos han sucumbido, tanto en Madagascar co-mo en otros lugares. Otros perduran, y a cada momen-to nacen nuevos. El mundo contemporáneo está llenode esos espacios anárquicos, y cuantomás éxito tienen,menos oímos hablar de ellos. Ni siquiera cuando se aca-

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ba violentamente con ellos nos llegan a los forasterosnoticias de su existencia.

La pregunta es ¿cómo pueden producirse cambiostan profundos en las actitudes populares de un modotan rápido? La respuesta más plausible es que estoscambios jamás se produjeron. Seguramente hubo mo-vimientos incluso durante el reinado del siglo XIX quelos observadores extranjeros (incluidos aquellos resi-dentes que llevaban mucho tiempo en la isla) simple-mente no percibieron. Pero también resulta evidenteque la imposición del Gobierno colonial permitió unrápido reajuste de las prioridades. Y si esto es posi-ble, yo diría que es gracias a la existencia de formasde contrapoder profundamente arraigadas. De hecho,una gran parte del trabajo ideológico necesario parahacer una revolución se realizaba precisamente en elmundo nocturno y espectral de las brujas y los magos,en las redefiniciones de las implicaciones morales dediferentes formas de poder mágico. Pero con ello solose subraya que estas zonas espectrales siempre son elfulcro de la imaginación moral, y también una especiede reserva creativa de un potencial cambio revolucio-nario. Es precisamente desde estos espacios invisibles,en su mayoría, al poder, de donde proviene en reali-dad el potencial para la insurrección y la extraordina-

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ria creatividad social que aparece, no se sabe muy biende dónde, en los momentos revolucionarios.

Para resumir lo dicho hasta ahora, entonces:

1. El contrapoder hunde sus raíces en primer lugary sobre todo en la imaginación. Emerge del he-cho que todas las sociedades son una maraña decontradicciones y que siempre están, hasta cier-to punto, en guerra consigo mismas. O, para sermás precisos, tiene su origen en la relación en-tre la imaginación práctica necesaria para man-tener una sociedad basada en el consenso (comoen última instancia debería ser cualquier socie-dad no basada en la violencia), el trabajo cons-tante de identificación imaginativa con los otros—que hace posible el entendimiento—, y la vio-lencia fantasmal que parece ser su persistente yquizá inevitable corolario.

2. En las sociedades igualitarias se puede afirmarque el contrapoder es la forma predominante depoder social. Se mantiene alerta frente a algunasposibilidades que se consideran aterradoras den-tro de la propia sociedad, sobre todo contra laemergencia de formas sistemáticas de dominiopolítico o económico.

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• Institucionalmente, el contrapoder adoptala forma de lo que denominaríamos insti-tuciones de democracia directa, consensoy mediación, es decir, formas de controlare intervenir públicamente en los conflictosinternos que inevitablemente se produceny de transformarlos en aquellos estados so-ciales (o si se prefiere, formas de valor) quela sociedad considere más deseables: con-vivencialidad, unanimidad, fertilidad, pros-peridad, belleza, sea cual sea su estructura.

3. En sociedades sumamente desiguales, el contra-poder imaginativo suele concretarse en la luchacontra ciertos aspectos del dominio particular-mente odiosos y que puede tratar de eliminarpor completo de las relaciones sociales. Cuandolo logra, se convierte en un contrapoder revolu-cionario.

• Institucionalmente, como fuente imagina-tiva, es responsable de la creación de nue-vas formas sociales y de la revalorizacióno transformación de las viejas, y también,

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4. en momentos de transformación radical, de re-volución en el sentido tradicional, es lo que per-mite, precisamente, el desarrollo de una habili-dad popular destinada a crear nuevas formas po-líticas, económicas y sociales. Por lo tanto, es elorigen de lo que Antonio Negri denomina «po-der constituyente», el poder de crear constitu-ciones.

La mayoría de los gobiernos constitucionales seconsideran hijos de la rebelión: la Revolución america-na, la Revolución francesa, etc. Pero esto no siempreha sido así. Sin embargo, nos lleva a plantearnos unacuestión muy importante y que cualquier antropolo-gía políticamente comprometida deberá confrontarseriamente: ¿qué separa en realidad lo que nos gustallamar mundo «moderno» del resto de la historiade la humanidad, historia de la que normalmente seexcluye a los piaroa, tiv o malgaches? Como es deimaginar, se trata de una cuestión muy controvertida,pero me temo que es imposible evitarla porque de locontrario quizá muchos lectores no se convenzan dela necesidad de una antropología anarquista.

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Derribando muros

Como ya he señalado, en realidad no existe una an-tropología anarquista, solo hay fragmentos. En la pri-mera parte de este ensayo he intentado reunir unoscuantos y buscar temas comunes; en esta parte quieroir más lejos e imaginar el cuerpo de teoría social quepodría llegar a existir en algún momento del futuro.

Objeciones obvias

Pero antes de hacerlo debo contestar la típica obje-ción a un proyecto de esta naturaleza: que el estudiode las sociedades anarquistas que existen en la actua-lidad carece de interés para el mundo contemporáneo.Después de todo, ¿acaso no estamos hablando de unpuñado de primitivos?

Para los anarquistas que están familiarizados conla antropología, los argumentos resultan harto cono-cidos. El diálogo típico vendría a ser algo así:

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Escéptico: Bueno, me tomaría más en serio la idea deanarquismo si me dieses alguna razón por la que pu-diera funcionar. ¿Puedes nombrarme un único ejem-plo viable de sociedad que no haya tenido gobierno?

Anarquista: Por supuesto. Ha habido miles, pero tepuedo nombrar las primeras que me vengan a la ca-beza: los bororo, los baining, los onondaga, los win-tu, los ema, los tallensi, los vezo…

Escéptico: ¡Pero si son todos un puñado de primitivos!Me refiero a anarquismo en una sociedad moderna,tecnológica.

Anarquista: De acuerdo. Ha habido todo tipo de ex-perimentos exitosos: en la autogestión obrera, porejemplo la cooperativa de Mondragón; proyectoseconómicos basados en la idea del don, como Linux;todo tipo de organizaciones políticas basadas en elconsenso y la democracia directa…

Escéptico: Claro, claro, pero son ejemplos poco repre-sentativos y aislados. Me refiero a sociedades ente-ras.

Anarquista: Bueno, no es que la gente no lo haya in-tentado. Fíjate en la Comuna de París, en la revolu-ción en la España republicana…

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Escéptico: Sí, ¡y mira lo que les pasó! ¡Los mataron atodos!Los dados están trucados, es imposible ganar.

Porque cuando el escéptico habla de «sociedad»,en realidad se refiere a «Estado» o incluso a un«Estado-nación». Como nadie va a dar un ejemplo deun Estado anarquista, lo cual sería una contradicciónterminológica, en realidad lo que se nos pide es unejemplo de un Estado-nación moderno al que de algúnmodo se le haya extirpado el Gobierno. Por ponerun ejemplo al azar, como si el Gobierno de Canadáhubiera sido derrocado o abolido y no reemplazadopor ningún otro, y en su lugar los ciudadanos cana-dienses se empezaran a organizar en colectividadeslibertarias. Obviamente, jamás se permitiría algo así.En el pasado, siempre que ocurrió algo similar —la Co-muna de París y la guerra civil española son ejemplosexcelentes— todos los políticos de los Estados vecinosse apresuraron a dejar sus diferencias aparte hastalograr detener y acabar con todos los responsables dedicha situación.

Existe una solución, que es aceptar que las formasanarquistas de organización no se parecerían en na-da a un Estado, que implicarían una incontable varie-

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dad de comunidades, asociaciones, redes y proyectos,a cualquier escala concebible, superponiéndose y cru-zándose de todas las formas imaginables y, probable-mente, de muchas que no podamos siquiera imaginar.Algunas serán muy locales, otras globales. Quizá loúnico que tengan en común es el hecho de no tener na-da que ver ni con el uso de armas ni con mandar a losdemás callar y obedecer. Y, dado que los anarquistasno persiguen la toma del poder en un territorio nacio-nal, el proceso de sustitución de un sistema por otro noadoptará la forma de un cataclismo revolucionario re-pentino, como la toma de la Bastilla o el asalto al Pala-cio de Invierno, sino que será necesariamente gradual,la creación de formas alternativas de organización a es-cala mundial, de nuevas formas de comunicación, denuevos modos de organizar la vida menos alienadosque harán que los modos de vida actuales nos parez-can, finalmente, estúpidos e innecesarios. Esto signifi-cará, al mismo tiempo, que existen numerosos ejem-plos de anarquismo viable: casi todas las formas de or-ganización disponen de alguno, en la medida que nohan sido impuestas por una autoridad superior, desdelas bandas klezmer hasta el servicio internacional decorreos.

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Desgraciadamente, este argumento no satisface ala mayoría de escépticos. Quieren «sociedades». Demodo que uno se ve obligado a rebuscar en los regis-tros históricos y etnográficos entidades semejantesa Estados-nación (un pueblo que hable una lenguacomún, que viva dentro de unos límites territoriales,que reconozca un conjunto común de principioslegales…), pero que carezca de aparato estatal (lo que,siguiendo a Weber, se puede definir más o menoscomo: un grupo de personas que reivindican, almenos cuando están juntas y en cumplimiento de susfunciones oficiales, el uso legítimo y exclusivo de laviolencia). También se pueden encontrar, si uno lodesea, comunidades relativamente pequeñas de estascaracterísticas alejadas en el tiempo y el espacio. Peroentonces el argumento es que, precisamente por estemotivo, tampoco sirven.

Así que volvemos al problema inicial. Se asume quehay una ruptura absoluta entre el mundo en el que vi-vimos y el mundo que habitan aquellos que identifi-camos como «primitivos», «tribales» o incluso «cam-pesinos». Los antropólogos no son los responsables:llevamos décadas intentando convencer a la gente deque no existe nada que sea «primitivo», que las «socie-dades simples» no son en absoluto simples, que jamás

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han vivido en un aislamiento temporal, que no tienesentido hablar de la existencia de sistemas socialesmáso menos desarrollados, pero hasta el momento no he-mos hecho grandes progresos. Resulta prácticamenteimposible convencer al norteamericano medio de queun puñado de amazónicos podría tener algo que ense-ñarles, más allá de la necesidad de abandonar la civili-zación moderna e ir a vivir a la Amazonia, y el motivoes que creen hallarse en unmundo absolutamente dife-rente. Y nuevamente, aunque resulte raro, esto sucededebido a nuestra forma de pensar las revoluciones.

Dejadme retomar el argumento que esbocé en el úl-timo capítulo e intentar explicar por qué creo que estoes cierto:

Unmanifiesto relativamente breve so-bre el concepto de revolución:El término «revolución» está tan degrada-do por su uso continuado en el lenguajecomún que se emplea para prácticamentecualquier cosa. Cada semana se producennuevas revoluciones: revoluciones finan-cieras, cibernéticas, médicas o en Internet,cada vez que alguien inventa algún nuevodispositivo de software.

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Esta retórica es posible porque la defini-ción tradicional de revolución siempre haimplicado un cambio en la naturaleza deun paradigma: una ruptura clara en la na-turaleza de la realidad social tras la cualtodo cambia y ya no sirven las viejas ca-tegorías. Es también gracias a esta defini-ción que es posible afirmar que el mundomoderno es el resultado de dos «revolu-ciones»: la Revolución francesa y la Revo-lución industrial, a pesar de que no tienennada en común, excepto el hecho de habersupuesto una ruptura con lo anterior. Unresultado inesperado de esto es, como se-ñala Ellen Meskins Wood, que tengamosla costumbre de hablar sobre la «Moderni-dad» como si resultara de la combinaciónde la economía británica del laissez faire yel Gobierno republicano francés, a pesarde que jamás se dieron de forma conjunta.La Revolución industrial se produjo bajouna extraña constitución, anticuada y aúnmuymedieval, mientras que la Francia delXIX fue cualquier cosa menos un laissezfaire.

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(El atractivo que la Revolución rusa ejer-ció durante un tiempo en el «mundo endesarrollo» parece derivar del hecho deque es un ejemplo en que ambos tipos derevolución parecen converger: una tomadel poder nacional que condujo a una rá-pida industrialización. Como resultado deello, casi todos los gobiernos del siglo XXen el Sur global que querían ponerse eco-nómicamente al día respecto a los pode-res industriales también debían presentar-se como regímenes revolucionarios).Si existe un error lógico en todo esto escreer que el cambio social e incluso eltecnológico funcionan del mismo modoque lo que Thomas Kuhn denominó «laestructura de las revoluciones científi-cas». Kuhn se refiere a acontecimientoscomo el cambio del universo newtonianoal einsteiniano: de repente hay un avancemuy importante tras el cual el universoes diferente.Aplicado a algo que no sean las revolu-ciones científicas, implica que en realidad

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el mundo siempre ha sido equivalente anuestro conocimiento del mismo, y en elmomento en que modificamos los princi-pios sobre los que se basa nuestro cono-cimiento, la realidad también cambia. Lospsicólogos del desarrollo afirman que essupuestamente en nuestra más tierna in-fancia cuando superamos ese tipo de errorintelectual básico, aunque al parecer estosolo le ocurre a muy poca gente.De hecho, el mundo no tiene por quéajustarse a nuestras expectativas, y en lamedida en que la «realidad» se refieraa algo, se referirá justamente a aquelloque jamás podrán abarcar nuestras cons-trucciones imaginarias. Las totalidades,en particular, son siempre criaturas de laimaginación. Las naciones, las sociedades,las ideologías, los sistemas cerrados… na-da de ello existe realmente. La realidad esmuchísimo más compleja, incluso cuandola fe en su existencia es una fuerza socialinnegable. No es extraño que el hábitode definir el mundo, o la sociedad, como

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un sistema totalizador (en el que cadaelemento es significativo únicamente enrelación con los demás) tienda a conducircasi de forma inevitable a considerarlas revoluciones rupturas catastróficas.Porque, después de todo, ¿cómo podríaun sistema completamente nuevo re-emplazar a un sistema totalizador sinopor medio de un cataclismo? La historiahumana se convierte así en una serie derevoluciones: la revolución neolítica, larevolución industrial, la revolución dela información, etc., y el sueño políticoacaba tomando el control sobre el procesohasta el punto de que podemos causaruna ruptura de esta naturaleza, un avancemomentáneo que no se producirá por sísolo sino como resultado de una voluntadcolectiva. «La revolución», para ser másexactos.Por lo tanto, no es sorprendente que, cuan-do los pensadores radicales sintieron quetenían que abandonar su sueño, su prime-ra reacción fuera redoblar sus esfuerzos

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por identificar las revoluciones en curso,hasta el punto de que, según Paul Virilio,la ruptura es nuestro estado permanente;o que para alguien como Jean Baudrillard,ahora cada par de años el mundo cambiepor completo, es decir, cada vez que se leocurre una nueva idea.Éste no es un llamamiento a un recha-zo rotundo de semejantes totalidadesimaginarias —aun asumiendo que estofuese posible, que probablemente no loes—, ya que quizá sean una herramientanecesaria del pensamiento humano. Esun llamamiento a tener siempre muypresente justo eso: que se trata de herra-mientas del pensamiento. Por ejemplo,resulta muy bueno poder preguntar «trasla revolución, ¿cómo organizaremos eltransporte de masa?», «¿quién financiarála investigación científica?» o, incluso,«tras la revolución, ¿creéis que todavíaexistirán las revistas de moda?». Elconcepto es un instrumento mental útil,aunque reconozcamos que, en realidad,

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a no ser que queramos masacrar a milesde personas (e incluso de ser así), larevolución jamás será una ruptura tanclara como podría hacerlo creer esa solapalabra.Entonces, ¿en qué consistirá? Ya he hechoalgunas sugerencias. Una revolución aescala mundial llevará mucho tiempo,pero podemos estar de acuerdo en que yaestá empezando a ocurrir. La forma mássencilla de cambiar nuestra perspectivaes dejando de pensar en la revolucióncomo si de una cosa se tratara —«la»revolución, la gran ruptura radical—y empezar a preguntarnos: «¿qué esuna acción revolucionaria?». Podemosproponer que una acción revolucionariaes cualquier acción colectiva que rechace,y por tanto confronte, cualquier formade poder o dominación y al hacerloreconstituya las relaciones sociales bajoesa nueva perspectiva, incluso dentro dela colectividad.

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El objetivo de una acción revolucionariano tiene por qué ser necesariamentederrocar gobiernos. Por ejemplo, los in-tentos de crear comunidades autónomasfrente al poder (empleando la definiciónde Castoriadis: aquéllas que se consti-tuyen a sí mismas, crean sus propiasnormas o principios de acción colectiva-mente y los reexaminan continuamente)serían por definición actos revoluciona-rios. Y la historia nos demuestra que laacumulación continua de actos de estanaturaleza puede cambiar (casi) todo.

No soy el primero en ofrecer una argumentación deeste tipo, esta visión es el corolario inevitable cuandose deja de pensar en términos de estructura del Estadoy en la toma del poder estatal. Lo que deseo enfatizaraquí es su impacto en nuestro modo de pensar la his-toria.

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Un experimento del pensamiento oderribando muros

Lo que propongo, esencialmente, es que nos impli-quemos en una especie de experimento mental. ¿Y si,como afirma Bruno Latour en una de sus obras, «ja-más hubiéramos sido modernos»? ¿Y si jamás hubierahabido una ruptura fundamental y, por lo tanto, noestuviésemos viviendo en un universo moral, social ypolítico esencialmente diferente al de los piaroa, los tivo los malgaches rurales?

Hay un millón de formas diferentes de definir la«Modernidad». Según algunos, el concepto hace refe-rencia sobre todo a la ciencia y la tecnología, mien-tras que para otros es una cuestión de individualismoo bien de capitalismo, racionalidad burocrática o alie-nación, o un ideal de libertad de un tipo u otro. Perose defina como se defina, casi todo el mundo está deacuerdo en que en algúnmomento entre los siglos XVI,XVII o XVIII, tuvo lugar una Gran Transformación enEuropa occidental y en sus colonias y que, a resultas deello, nos convertimos en «modernos». Y que una vezconvertidos, nos transformamos en un tipo de criaturatotalmente diferente a todo lo anterior.

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¿Y si nos deshiciéramos de todo este aparato? ¿Y siderribáramos el muro? ¿Y si aceptásemos que los pue-blos que Colón o Vasco de Gama «descubrieron» ensus expediciones éramos nosotros? O, ciertamente, almenos más «nosotros» que lo que Colón o Vasco deGama jamás fueron.

No estoy diciendo que no haya cambiado esencial-mente nada en quinientos años, ni tampoco que lasdiferencias culturales no sean importantes. En ciertosentido, todos, cada comunidad, cada individuo, viveen su propio universo único. Por «derribar muros» merefiero sobre todo a acabar con la presunción arrogan-te e irreflexiva de que no tenemos nada en común conel 98% de la gente que ha existido, de modo que no te-nemos ni que tenerla en cuenta. Ya que, después de to-do, si asumimos que ha habido una ruptura radical, laúnica cuestión teórica que uno se puede plantear es al-guna variante de «¿qué nos hace tan especiales?». Unavez nos deshagamos de dichas presunciones, quizá nospercatemos de que no somos tan especiales como nosgusta creer y podamos entonces empezar a pensar enqué ha cambiado realmente y qué no.

Un ejemplo:

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Durante mucho tiempo ha habido undebate sobre cuál era la ventaja particularde «Occidente», como les ha gustado au-todenominarse a Europa occidental y suscolonias, sobre el resto del mundo, quele había permitido conquistar gran partede éste en los cuatrocientos años queseparan 1500 de 1900. ¿Fue un sistemaeconómico más eficiente? ¿Una tradiciónmilitar superior? ¿Tenía algo que vercon el cristianismo o el protestantismo,o con un espíritu de cuestionamientoracionalista? ¿Era una simple cuestiónde tecnología? ¿O más bien tenía quever con una estructura familiar másindividualista? ¿Una combinación detodos estos factores, quizá? En granmedida, la sociología histórica occidentalse ha dedicado a resolver este problema.Que solo muy recientemente los exper-tos hayan sugerido que quizá Europaoccidental no tuviera ninguna ventajaespecial, es un signo de lo profundamentearraigadas que están estas creencias.La tecnología europea, las estructuras

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económicas y sociales, la organizaciónestatal y todo lo demás no estaban deningún modo más «avanzadas» en 1450en Europa que en Egipto, Bengala, Fujiano cualquier otra parte urbanizada delViejo Mundo en aquella época. Europaquizá fuera a la cabeza en determinadasáreas (por ejemplo, técnicas de guerranaval, algunas formas de banca), pero sequedaba significativamente atrás en otras(astronomía, jurisprudencia, técnicasde guerra terrestre). Quizá no hubieraninguna ventaja secreta. Probablementese tratase de una coincidencia. Europaoccidental se encontraba en la partemejor situada del Viejo Mundo paranavegar hacia el Nuevo; los primeros quelo hicieron tuvieron la enorme fortunade encontrar tierras muy ricas pobladaspor gente que vivía en la Edad de Piedraque, indefensa, empezaría a morirse,muy convenientemente, poco despuésde los primeros contactos. La bonanzaresultante y la ventaja demográfica quesupuso disponer de tierras donde colocar

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el exceso de población constituyeron ele-mentos clave para los posteriores éxitosde los poderes europeos. A partir de ahíles será posible cerrar la industria textilindia (mucho más eficiente) y crear unespacio para una revolución industrial y,en general, saquear y dominar Asia hastatal punto que en términos tecnológicos,particularmente de tecnología industrialy militar, ésta quedaría muy regazada.Durante los últimos años, muchos auto-res (Blaut, Goody, Pommeranz, GunderFrank) han desarrollado argumentossimilares. Se trata de un argumento deorigen moral, un ataque a la arroganciaoccidental. Y como tal es extremadamenteimportante. El único problema que pre-senta, en términos morales, es que tiendea confundir medios y predisposición. Enotras palabras, se basa en la asunciónque los historiadores occidentales nose equivocaban al afirmar que indepen-dientemente de qué hizo posible que loseuropeos desposeyeran, secuestraran,

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esclavizaran y exterminaran a millonesde seres humanos, era una muestra desuperioridad y, por lo tanto, fuese lo quefuese, hubiera sido insultante de cara alos no-occidentales sugerir que ellos ensu caso no hubieran procedido así. A míme parece mucho más insultante sugerirque cualquiera hubiera actuado igualque los europeos del siglo XVI y XVII,por ejemplo, despoblando grandes regio-nes de los Andes o de México central,condenando a sus habitantes a morir exte-nuados en las minas o secuestrando a unaparte importante de la población africanapara llevarla a morir en las plantacionesde azúcar, a no ser que se contara conevidencias para demostrar sus inclina-ciones genocidas. De hecho, parece queexisten muchos ejemplos de pueblos cuyaposición les hubiera permitido causarestragos similares a escala mundial —esel caso de la dinastía Ming en el sigloXV—, pero que no lo hicieron, no por unacuestión de escrúpulos, sino porque, para

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empezar, jamás se les hubiera ocurridoactuar de este modo.En el fondo, y aunque parezca extraño, to-do es cuestión de cómo se defina el capi-talismo. Casi todos los autores citados an-teriormente tienden a considerar el capi-talismo como otro logro más reivindica-do por los occidentales, y por consiguien-te, lo definen (igual que los capitalistas)como una cuestión de comercio y de ins-trumentos financieros. Pero esa voluntadde situar el beneficio por encima de cual-quier otra preocupación humana, que con-dujo a los europeos a despoblar regionesenteras delmundo con el objeto de acumu-lar la máxima cantidad de plata o de azú-car en el mercado, era ciertamente otra co-sa. Creo que se merece un nombre propio.Por esta razón considero que es preferiblecontinuar definiendo el capitalismo comoreclaman sus opositores, como un sistemafundado en la conexión entre el régimensalarial y el principio eterno de búsque-da del propio beneficio. Esto nos permi-

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te argumentar que fue en su origen unaextraña perversión de la lógica comercialnormal que se desarrolló en un rincón delmundo, previamente bastante bárbaro, yque impulsó a sus habitantes a compor-tarse de una forma que en otras circuns-tancias se hubiera considerado atroz. In-sisto en que esto no significa que debamosestar de acuerdo con la premisa de que,una vez surgido el capitalismo, se convir-tió instantáneamente en un sistema tota-lizador y que todo lo que ocurrió a partirde ese momento solo se puede entenderen relación con él. Pero señala uno de losejes a partir de los cuales se puede empe-zar a plantear qué es lo que ha cambiadoen la actualidad.

Imaginémonos pues que, Occidente, lo definamoscomo lo definamos, nunca ha sido nada especial y que,además, no ha habido ninguna ruptura radical en lahistoria humana. Nadie puede negar que ha habidoenormes cambios cuantitativos: la cantidad de energíaconsumida, la velocidad a la que los humanos podemosviajar, el número de libros editados y leídos, todo ello

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ha crecido exponencialmente. Pero pongamos por ca-so que todos estos cambios cuantitativos, en sí mismos,no impliquen necesariamente un cambio de cualidad:no vivimos en una sociedad radicalmente diferente acualquier otra anterior, la existencia de fábricas o demicrochips no significa que la naturaleza esencial delas posibilidades políticas y sociales haya cambiado. O,para ser más precisos, quizá Occidente haya introduci-do nuevas posibilidades, pero no ha eliminado ningu-na de las viejas.

Lo primero que se descubre cuando se intenta pen-sar así es lo extremadamente difícil que es. Se debesortear la infinita multitud de artilugios y trucos in-telectuales que han creado un muro de separación al-rededor de las sociedades «modernas». Permitidme unejemplo. Es habitual la distinción entre las denomina-das «sociedades basadas en el parentesco» y lasmoder-nas, que se consideran basadas en instituciones imper-sonales como el mercado o el Estado. Las sociedadesque tradicionalmente han estudiado los antropólogostienen sistemas de parentesco. Se organizan en gruposde descendencia —linajes o clanes, o mitades o ramas—que trazan la descendencia a partir de ancestros comu-nes, viven sobre todo en territorios ancestrales y seconsideran «tipos» similares de gente, una idea que

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normalmente se expresa en lenguajes físicos de carne,hueso, sangre o piel. A menudo los sistemas de paren-tesco se convierten en la base de la desigualdad socialen la medida que algunos grupos se consideran mejorque otros, como por ejemplo en los sistemas de castas.El parentesco siempre define el papel del sexo y el ma-trimonio y la herencia de la propiedad a través de lasgeneraciones.

El término «basado en el parentesco» se utiliza amenudo del mismo modo que se solía emplear la pa-labra «primitivo»; se trata de sociedades exóticas queno se parecen en nada a las nuestras. (Por eso es ne-cesaria la antropología, para estudiarlas. La economíay la sociología, que son disciplinas completamente di-ferentes, ya se encargarán de estudiar las sociedadesmodernas). Pero casualmente la misma gente que em-plea este argumento da por sentado que la mayoríade los principales problemas de nuestra sociedad «mo-derna» (o «posmoderna»: para lo que nos interesa esexactamente lo mismo) están relacionados con la raza,la clase o el género. En otras palabras, precisamentecon la naturaleza de nuestro sistema de parentesco.

Después de todo, ¿qué quiere decir que la mayoríade los norteamericanos creen que el mundo se divideen «razas»? Significa que creen que se divide en gru-

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pos que comparten unmismo ascendente y origen geo-gráfico, y que por eso se consideran gente de diferente«tipo», idea que se expresa normalmente a través dela sangre y la piel; y que el sistema resultante regulael sexo, el matrimonio y la herencia de la propiedad y,por lo tanto, crea y mantiene las desigualdades socia-les. Estamos hablando de algo muy parecido al sistemade clanes, solo que a una escala global. Se puede obje-tar que hay muchos matrimonios interraciales y aúnmás sexo interracial, pero entonces eso sería lo máxi-mo a lo que podríamos aspirar. Los estudios estadísti-cos siempre muestran que, incluso en las sociedades«tradicionales» como los nambikwara o los arapesh,al menos un 5-10% de los jóvenes se casan con quienno deberían. Estadísticamente, ambos fenómenos tie-nen una importancia similar. Respecto a la clase so-cial, es un poco más complejo, dado que las fronterasson menos claras. Pero la principal diferencia entre laclase gobernante y el conjunto de personas que hanascendido socialmente es, precisamente, el parentesco:la habilidad de casar a los hijos de forma adecuada ytransferir las prerrogativas de las que uno goza a supropia descendencia. También la gente se casa a pesarde las diferencias de clase, pero no es muy común. Ymientras la mayoría de los norteamericanos considera

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que éste es un país de gran movilidad social, cuandose les pide ejemplos lo máximo que ofrecen es un pu-ñado de historias de pobres que se han hecho ricos.Es imposible encontrar ningún ejemplo de un norte-americano que naciera rico y terminara viviendo de labeneficencia del Estado. De modo que nos encontra-mos con el hecho, familiar para cualquiera que hayaestudiado historia, que las élites gobernantes (exceptolas polígamas) jamás son capaces de reproducirse de-mográficamente por lo que siempre necesitan reclutarsangre nueva (y si son polígamas, por supuesto, eso seconvierte en una forma de movilidad social).

Las relaciones de género son, sin lugar a dudas, labase sobre la se que sustenta el parentesco.

¿Qué haría falta para derribar esosmuros?

Yo diría que mucho. Demasiada gente ha invertidodemasiado en su mantenimiento. Y esto incluye, porcierto, a los anarquistas. Al menos en Estados Unidos,los anarquistas que se toman más en serio la antropo-logía son los primitivistas, una facción pequeña peroruidosa que afirma que el único modo de volver a enca-

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rrilar a la humanidad es abandonando por completo laModernidad. Inspirados en el ensayo de Marshall Sah-lins La sociedad de la abundancia primitiva, afirmanque hubo un tiempo en el que no existieron ni la alie-nación ni la desigualdad, en que todos los pueblos erancazadores-recolectores anarquistas y que, por lo tanto,la auténtica liberación pasa por el abandono de la «ci-vilización» y el retorno al Paleolítico Superior o, porlo menos, al inicio de la Edad del Hierro. De hecho, lodesconocemos prácticamente todo sobre el Paleolítico,aparte de lo que podemos inferir del estudio de algu-nos cráneos (por ejemplo, que tenían mejor dentadurao que morían con más frecuencia como consecuenciade heridas traumáticas en la cabeza). Pero lo que ob-servamos a partir de las etnografías más recientes esque existe una variedad infinita de formas sociales. Ha-bía sociedades cazadoras-recolectoras con nobles y es-clavos y sociedades agrarias extremadamente igualita-rias. Incluso en las áreas favorecidas del Amazonas deClastres, junto a grupos descritos merecidamente co-mo anarquistas, como los piaroa, coexistían otros queeran todo lo contrario (por ejemplo, los belicosos she-rente). Y las «sociedades» están en constante transfor-mación, avanzando y retrocediendo entre lo que con-sideramos diferentes estadios evolutivos.

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No creo que represente una gran pérdida reconocerque los humanos jamás hemos vivido en el jardín delEdén. Derribar los muros existentes implica que nues-tra historia pueda ser utilizada como un recurso mu-cho más interesante, ya que opera en dos sentidos. Nosolo seguimos teniendo parentesco (y cosmología) ennuestras sociedades industriales; en otras sociedadesse producen movimientos sociales y revoluciones. Es-to significa, entre otras cosas, que ya no es necesarioque los teóricos radicales sigan estudiando sine die losmismos escasos doscientos años de historia revolucio-naria.

Entre los siglos XVI y XIX, la costaoeste de Madagascar estuvo divididaen una serie de reinados vinculados ala dinastía Maroantsetra. Sus súbditoseran conocidos colectivamente como lossakalava. En el noroeste de la isla existehoy en día un «grupo étnico» localizadoen una zona del país montañosa y debastante difícil acceso y conocido comolos tsimihety. La palabra significa lite-ralmente «los que nunca se cortan elpelo» y alude a la costumbre sakalava

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de que todos los varones se rapaban elpelo al cero en señal de duelo cuandomoría un rey. Los tsimihety eran losrebeldes que se negaban a reconocer laautoridad de la monarquía sakalava, ycuyas prácticas y organización socialesse han caracterizado hasta la actualidadpor su firme igualitarismo. Son, en otraspalabras, los anarquistas del noroestede Madagascar. Hasta el día de hoy hanconservado la reputación de ser maestrosen el arte de la evasión: bajo los franceses,los administradores se quejaban de queenviaban delegaciones para reclutartrabajadores con el fin de construir unacarretera cerca de un pueblo tsimihety,negociando las condiciones con adultosaparentemente dispuestos a colaborar, yque volvían con el equipo al cabo de unasemana solo para descubrir que el pueblohabía sido completamente abandonado.Todos los habitantes se habían ido a vivircon familiares de otras partes del país.

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Lo que me interesa básicamente aquí es el principiode lo que se conoce hoy como «etnogénesis». En laactualidad, se considera a los tsimihety un foko —unpueblo o grupo étnico—, pero su identidad es el resul-tado de un proyecto político. El deseo de vivir libresde la dominación sakalava se tradujo en el deseo de vi-vir en una sociedad libre de marcadores de jerarquía,un deseo que impregnó todas las instituciones socialesdesde las asambleas populares a los ritos mortuorios.Este deseo se institucionalizó como forma de vida deuna comunidad que, a un mismo tiempo, empezó a serconsiderada como una «especie» particular de pueblo,un grupo étnico, un pueblo al que, además, debido a sutendencia a la endogamia, se le consideró unido porancestros comunes. Es más fácil ver este proceso enun lugar como Madagascar, donde casi todo el mun-do habla el mismo idioma. Pero dudo que sea tan pocofrecuente. Los estudios sobre la etnogénesis son relati-vamente recientes, pero cada vez resulta más evidenteque gran parte de la historia humana se ha caracteriza-do por un cambio social continuo. En lugar de gruposintemporales viviendo durante miles de años en terri-torios ancestrales, se han estado creando grupos nue-vos y disolviendo los viejos todo el tiempo. Muchos delos grupos que hemos descrito como tribus, naciones

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o grupos étnicos, eran en su origen proyectos colecti-vos de algún tipo. En el caso de los tsimihety se tratade un proyecto revolucionario, al menos en el sentidoque le he dado a este concepto aquí: un rechazo cons-ciente de ciertas formas de poder político global quelleva a un grupo a replantearse y reorganizar el modoen que se relacionan entre sí en un nivel cotidiano. Lamayoría no lo son. Algunos son igualitarios, otros fo-mentan una cierta visión de la autoridad o la jerarquía.Aun así, se trata de grupos que encajan bastante biencon lo que hemos definido como movimiento social,solo que, al no existir panfletos, mítines ni manifies-tos, los medios a través de los cuales se podían creary reivindicar nuevas formas de (lo que hemos deno-minado) vida social, económica o política —de lograrotras formas de valor— eran diferentes: se expresaban,literal o figurativamente, en los modos de esculpir elcuerpo, en la música y los rituales, en la comida y la ro-pa, en las formas de relacionarse con los muertos. Peroen parte como resultado de ello, con el tiempo, lo queen unmomento dado fueron proyectos se convirtieronen identidades que incluso mostraban su continuidadcon la naturaleza. Se osificaron y se convirtieron enverdades manifiestas o en propiedades colectivas.

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Sin duda, se podría inventar una disciplina total-mente nueva para entender por qué ocurre esto: unproceso en algunos sentidos análogo a la «rutini-zación del carisma» de Weber, lleno de estrategias,cambios de rumbo, despilfarro de energía… Espaciossociales que son, en esencia, escenarios para el re-conocimiento de ciertas formas de valor, se puedenconvertir en fronteras que defender; representacionesy medios de valor se convierten en poderes divinosen sí mismos; los momentos de creación en conme-moración; los restos osificados de los movimientos deliberación pueden terminar, en manos de los Estados,transformados en lo que denominamos «nacionalis-mos» que se movilizan para recabar el apoyo a lamaquinaria estatal o bien para devenir la base denuevos movimientos sociales de oposición.

Creo que lo importante aquí es que esta petrifica-ción no solo afecta a los proyectos sociales; tambiénle puede suceder a los propios Estados. Se trata de unfenómeno que los teóricos del conflicto social pocasveces han sabido apreciar.

Como era de esperar, cuando la Admi-nistración colonial francesa se establecióen Madagascar empezó a dividir a la po-

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blación en una serie de «tribus»: merina,betsileo, bara, sakalava, vezo, tsimihety,etc. Como existen pocas diferencias enla lengua, es mucho más sencillo en estecaso que en otros discernir qué princi-pios se emplearon para estas divisiones.Algunos son políticos. Se define a lossakalava como súbditos de la dinastíaMaroantsetra (que estableció al menostres reinos a lo largo de la costa oeste).Los tsimihety son quienes le negaron sulealtad. Los denominados «merina» erangentes de las tierras altas originariamenteunidos por su lealtad a un rey llamadoAndrianampoinimerina; los súbditos deotros reinos de las tierras altas, más alsur, que los merina conquistaron pocodespués, son conocidos colectivamentecomo los betsileo. Algunos nombresestán relacionados con el lugar dondevive la gente o de qué vive: los tanala son«el pueblo del bosque» en la costa este;en la costa oeste los mikea son cazadoresy recolectores y los vezo pescadores. Peroincluso en estos casos hay normalmente

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elementos políticos: los vezo coexistíancon las monarquías sakalava pero, igualque los tsimihety, se mantenían indepen-dientes porque, como cuenta la leyenda,cada vez que oían que los representantesreales estaban de camino se subían asus canoas y permanecían alejados de lacosta hasta que éstos se marchaban. Lospoblados pesqueros que se rindieron seconvirtieron en sakalava, no en vezo.Los merina, sakalava y betsileo son condiferencia los más numerosos. Así quela mayoría de los malgaches se definenno por sus lealtades políticas, sino porlas lealtades profesadas por sus ancestrosallá por 1775 o 1800. Lo que resultainteresante es saber qué pasó con estasidentidades cuando dejaron de existirlos reyes. Los merina y los betsileorepresentan dos opciones opuestas.Muchos de estos antiguos reinos eranpoco más que sistemas institucionaliza-dos de extorsión. El pueblo participabaen la política mediante un trabajo ritual:

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por ejemplo, cada clan tenía asignadoun rol específico en la construcción delos palacios reales o las tumbas. Bajo elreinado Merina este sistema incurrió entantos abusos que cuando llegaron losfranceses era objeto del mayor descréditoy las leyes, como ya he mencionadocon anterioridad, se identificaban conla esclavitud y el trabajo forzado. Enconsecuencia, hoy los «merina» soloexisten sobre el papel. Es difícil encontrara alguien que se defina a sí mismo deese modo, excepto quizá en los trabajosque escriben los niños en la escuela. Lossakalava son otra historia. Continúanexistiendo como una identidad viva en lacosta oeste que sigue identificando a losseguidores de la dinastía Maroantsetra.Pero durante los aproximadamente últi-mos ciento cincuenta años, las lealtadesprimeras de la mayoría de los sakalava sedirigen a los miembros ya muertos de esadinastía. Mientras por una parte se ignoraa los reyes vivos, por otra las tumbasde los antiguos reyes se reconstruyen y

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redecoran una y otra vez gracias a gran-des proyectos comunales, y ser sakalavaconsiste precisamente en eso. Y los reyesmuertos siguen transmitiendo sus deseosa los vivos a través de médiums espiri-tuales que normalmente son ancianas deorigen plebeyo.

Tampoco en otras partes de Madagascar nadie pa-rece tomarse en serio a las autoridades a menos queestén muertas. Quizá el caso sakalava no sea tan ex-traordinario, pero pone de manifiesto una forma muycomún de evitar los efectos directos del poder: si unono puede ponerse fuera de su alcance, como los vezo olos tsimihety, puede al menos intentar fosilizarlo. Enel caso de los sakalava la osificación del Estado es bas-tante literal: aquellos reyes que todavía son veneradosadoptan la forma física de reliquias reales convirtién-dose, literalmente, en dientes y huesos. Pero este há-bito es bastante más común de lo que nos podríamosimaginar.

Kajsia Eckholm, por ejemplo, ha sugerido reciente-mente que el tipo de monarquía divina sobre la que es-cribió Sir James Frazer en La rama dorada, en que losreyes estaban rodeados de rituales y tabúes (no podían

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tocar la tierra, no podían ver el sol…), no se refería, co-mo hasta ahora habíamos creído, a una forma arcaicade monarquía, sino en la mayoría de los casos a unaforma muy tardía.

Pone como ejemplo la monarquía del Congo, puescuando los portugueses hicieron su primera apariciónen la zona a finales del siglo XV, pudieron comprobarque no estaba menos ritualizada que las monarquíasespañola o portuguesa de la misma época. Existía unacierta dosis de ceremonial en la corte pero que apenasafectaba a la forma de gobierno. No sería hastamás tar-de, cuando estalló la guerra civil y el reino se dividió enfragmentos cada vez más pequeños, que los gobernan-tes se convirtieron en seres sagrados. Se crearon ritua-les muy elaborados, se multiplicaron las restriccioneshasta que al final hubo incluso «reyes» confinados enpequeños edificios o literalmente castrados en el mo-mento de acceder al trono. En consecuencia, goberna-ron muy poco, de hecho la mayor parte de Bakongo seconvirtió en un extenso sistema de autogobierno, aun-que muy conflictivo, atrapado en la maraña del tráficode esclavos.

¿Qué importancia tiene todo esto para la actuali-dad? A mí me parece que mucha. Durante las dos últi-mas décadas, los pensadores autónomos italianos han

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desarrollado una teoría de lo que han denominado el«éxodo» revolucionario. Esta teoría está en parte inspi-rada en el propio contexto italiano, en el amplio recha-zo de los jóvenes al trabajo en las fábricas, la prolife-ración de okupaciones y de centros sociales okupadosenmuchas ciudades italianas, etc. Esta Italia parece ha-ber funcionado como una especie de laboratorio paramovimientos sociales futuros, anticipando tendenciasque ahora se empiezan a observar a una escala global.

La teoría del éxodo propone que la formamás efecti-va de oponerse al capitalismo y al Estado liberal no es através de la confrontación directa sino de lo que PaoloVirno ha llamado una «retirada emprendedora», unadefección de masa protagonizada por quienes deseancrear nuevas formas de comunidad. Solo hace falta re-pasar un poco la historia para darse cuenta de que losmovimientos de resistencia popular más exitosos hanadoptado precisamente esta forma. Su objetivo no hasido la toma del poder (lo que normalmente conduce ala muerte o a convertirse a menudo en una variante sicabe más monstruosa de aquello que se pretendía com-batir), sino una u otra estrategia para situarse fuera desu alcance, emigrando, desertando, creando nuevas co-munidades. Un historiador también autónomo, YannMoulier Boutang, ha llegado incluso a afirmar que la

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historia del capitalismo es la historia de los intentos deresolver el problema de la movilidad obrera —la incan-sable creación de instituciones como los contratos deaprendizaje, la esclavitud, los sistemas de cu-líes, lostrabajadores contratados, los guest workers (trabajado-res invitados) e innumerables formas de control de lasfronteras—, puesto que si alguna vez se hiciera reali-dad la propia versión fantasiosa del sistema, según lacual los trabajadores serían libres para vender o no sufuerza de trabajo, todo el sistema se vendría abajo. Esprecisamente por este motivo que una de las reivindi-caciones más consistentes de los elementos radicalesdel movimiento de la globalización, desde los autóno-mos italianos hasta los anarquistas norteamericanos,ha sido siempre la libertad global demovimiento, «unaverdadera globalización», la destrucción de las fronte-ras y un derribo general de los muros.

Este derribo de los muros conceptuales que he pro-puesto aquí nos permite no solo confirmar la importan-cia de la defección, sino que nos asegura una concep-ción infinitamente más enriquecedora de como pue-den funcionar las formas alternativas de acción revo-lucionaria. Ésta es una historia aún por escribir, peropodemos divisar ya algunos destellos. Peter LambornWilson ha producido algunos de losmás brillantes, con

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una serie de ensayos que incluyen reflexiones sobre elfin de las culturas hopewell y del Misisipi en gran par-te del este de Norteamérica. Estas sociedades estabanen apariencia dominadas por una élite de sacerdotes,basadas en un sistema social de castas y sacrificios hu-manos, que desaparecerían misteriosamente para darpaso a sociedades cazadoras-recolectoras y agrícolasmucho más igualitarias. Él sugiere, cosa que me pare-ce muy interesante, que la famosa identificación de losnativos americanos con la naturaleza quizá no fuera enrealidad una reacción a los valores europeos, sino unaposibilidad dialéctica inherente a sus sociedades, de lasque habían huido de forma consciente. La historia con-tinúa con la deserción de los colonos de Jamestown,un grupo de sirvientes abandonados por sus amos enla que fuera la primera colonia de Virginia y que termi-naron por convertirse, al parecer, en indios; prosigueluego con una serie de interminables «utopías» pira-tas en las que los renegados británicos se unían a loscorsarios musulmanes o bien a comunidades nativasdesde la Española a Madagascar, pasando por repúbli-cas «trirraciales» clandestinas fundadas por cimarro-nes en los márgenes de las colonias europeas, o porantinomianos, y otros enclaves libertarios poco cono-cidos, diseminados por todo el continentemucho antes

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de que los shakers y fourieristas crearan sus famosas«comunidades intencionales» en el siglo XIX.

La mayoría de estas pequeñas utopías eran inclusomás marginales que los vezo o los tsimihety en Mada-gascar, pero todas terminaron desapareciendo con eltiempo. Esto nos lleva a preguntarnos cómo neutrali-zar el aparato estatal en ausencia de una política deconfrontación directa. Sin duda, algunos Estados y éli-tes corporativas terminarán por desplomarse bajo supropio peso —algunas ya lo han hecho—, pero es di-fícil imaginarse un escenario en que todos hayan des-aparecido. Llegados a este punto, quizá los sakalavay bakongo nos proporcionen algunas ideas útiles. Loque resulta indestructible se puede intentar al menosevitar, congelar, transformar e ir desproveyendo gra-dualmente de su sustancia; que en el caso de los Esta-dos es, en última instancia, su capacidad para inspirarterror. ¿Qué significaría esto en las condiciones actua-les? No resulta evidente. Quizá los aparatos estatalesse acabarían convirtiendo en una simple fachada, ame-dida que se los fuera vaciando de sustancia tanto porarriba como por abajo, por ejemplo, a través del au-mento de las instituciones internacionales y del desa-rrollo de formas de autogobierno locales y regionales.Quizá las formas de gobierno espectaculares terminen

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convirtiéndose en espectáculo puro y duro, un pocoen la línea que sugería el yerno de Marx y autor de Elderecho a la pereza, Paul Lafargue, cuando decía quedespués de la revolución los políticos aún serían ca-paces de realizar una función social importante en laindustria del entretenimiento. Pero seguramente adop-tará formas que aún no estamos en condiciones de an-ticipar, aunque sin duda muchas ya están en funcio-namiento. Del mismo modo que los Estados neolibe-rales adquieren características feudales, concentrandotodo su armamento alrededor de comunidades cerca-das, también surgen espacios insurreccionales dondemenos lo esperamos. Los cultivadores de arroz merinadescritos en el último capítulo saben algo que muchosaspirantes a revolucionarios desconocen: que hay mo-mentos en que alzar la bandera rojinegra y hacer de-claraciones desafiantes es la mayor estupidez que unopuede cometer. A veces lo mejor es simular que nadaha cambiado, permitir que los representantes estata-les mantengan su dignidad, incluso presentarse en susdespachos, rellenar sus formularios y, a partir de esemomento, ignorarlos por completo.

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Principios de una cienciaque no existe

Permitidme señalar algunas de las áreas teóri-cas que una antropología anarquista podría quererexplorar:

1) Una teoría sobre el Estado

Los Estados tienen un carácter dual peculiar. Son almismo tiempo formas institucionalizadas de ataque yde extorsión y proyectos utópicos. La primera formaes, sin duda, el modo en que cualquier comunidad conun mínimo grado de autonomía experimenta la pre-sencia del Estado; la segunda, sin embargo, es comosuelen aparecer por escrito.

En cierto sentido, los Estados son la «totalidad ima-ginaria» por excelencia, y gran parte de la confusiónasociada a las teorías del Estado reside históricamente

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en la incapacidad o la falta de voluntad para recono-cerlo. En gran medida, los Estados eran ideas, mane-ras de imaginar el orden social como algo que se po-día controlar, modelos de control. Es por este motivoque las primeras obras conocidas sobre teoría social —ya fueran persas, chinas o griegas— se centraban enel arte de gobernar. Esto tuvo dos efectos desastrosos.Uno fue que se asociara el concepto de utopía con al-go malo. (La palabra «utopía» remite en primer lugara la imagen de una ciudad ideal, normalmente con unageometría perfecta —esta imagen parece recordarnosoriginalmente el modelo del campo militar de la reale-za: un espacio geométrico que es la emanación directade una voluntad individual, única; una fantasía de con-trol total—.) Todo ello tuvo consecuencias políticas ne-fastas. El segundo efecto fue que tendemos a creer quelos Estados y el orden social, e incluso las sociedades,están en armonía. En otras palabras, tendemos a to-marnos en serio las afirmaciones más grandilocuentese incluso paranoicas de los dirigentes, asumiendo quepor muy cosmológicos que sean sus proyectos segu-ro que, al menos, tienen algún vínculo con lo terrenal.Mientras que lo cierto es que, en la mayoría de esoscasos, dichas afirmaciones solo eran aplicables en unperímetro de unos once metros alrededor del monarca,

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y la mayoría de individuos veían más bien a las élitesgobernantes, en la vida cotidiana, como a una especiedepredadora.

Una teoría adecuada de los Estados debería empe-zar distinguiendo en cada caso entre el ideal trascen-dente del gobierno (que puede ser casi cualquiera cosa:una necesidad de reforzar la disciplina militar, la ha-bilidad para proporcionar una representación teatralperfecta de la vida de los gobernantes que sea estimu-lante para los demás, la necesidad de sacrificar a losdioses un sinfín de corazones humanos para así evi-tar el apocalipsis…), y la mecánica del gobierno, sinreconocer que existen necesariamente muchos parale-lismos entre ambos. (Los hay, pero deben ser estable-cidos empíricamente). Por ejemplo: gran parte de lamitología «occidental» remite a la descripción de He-rodoto del choque histórico entre el imperio persa, ba-sado en un ideal de obediencia y de poder absoluto, ylas ciudades griegas de Atenas y Esparta, basadas enlos ideales de la autonomía de la ciudad, la libertad y laigualdad. No se trata de que estas ideas, especialmen-te expresadas por poetas como Esquilo o historiadorescomo Herodoto, no sean importantes, ya que no se po-dría entender la historia de Occidente sin ellas. Perosu fuerza y su importancia impidieron a los historia-

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dores ver algo que resultaba muy evidente: que fuerancuales fueran sus ideales, el imperio aqueménida eraen comparación mucho más suave en el control diariode sus súbditos que los atenienses en el control queejercían sobre sus esclavos o los espartanos sobre lainmensa mayoría de la población de Laconia, que eranhilotas. Independientemente de cuáles fueran los idea-les, la realidad para la mayor parte de la gente era otra.

Uno de los descubrimientos más sorprendentes dela antropología evolucionista ha sido que es perfecta-mente posible la existencia de reyes y nobles, con todoel boato asociado a la monarquía, sin que haya un Esta-do en el sentido estricto del término. Se podría pensarque esto debería interesar a todos esos filósofos políti-cos que han gastado tanta tinta escribiendo sobre lasteorías de la «soberanía», pues sugiere que muchos so-beranos jamás fueron jefes de Estado y que en realidadsu concepto favorito está construido sobre un ideal ca-si imposible, según el cual el poder real logra traducirsus pretensiones cosmológicas en un control burocrá-tico legítimo sobre una población territorial determi-nada. (En cuanto esto empezó a ocurrir en la Europaoccidental de los siglos XVI y XVII, el poder personaldel soberano fue rápidamente reemplazado por una fi-gura ficticia llamada «pueblo» y la burocracia asumió

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todo el poder). Pero, por lo que sé, los filósofos políti-cos no han dicho ni una palabra al respecto.

Sospecho que se debe en gran medida a una malaelección de los conceptos. Los antropólogos evolucio-nistas utilizan el término de «jefaturas» para referirsea las monarquías que no poseen burocracias con atri-buciones coercitivas, concepto que nos remite más aJerónimo o a Toro Sentado que no a Salomón, Luis elPiadoso o el Emperador Amarillo. Y por supuesto, lapropia teoría evolucionista permite que dichas estruc-turas se consideren el paso previo a la emergencia delEstado, no una forma alternativa o incluso algo en loque pueda llegar a convertirse un Estado. Clarificar to-do esto sería un proyecto histórico muy importante.

2) Una teoría sobre instituciones políticas queno son Estados

Aquí tenemos pues un proyecto: reanalizar el Esta-do como relación entre una utopía imaginaria y unarealidad compleja que involucra estrategias de fuga yevasión, élites depredadoras y una mecánica de regu-lación y control.

Y esto pone de relieve la acuciante necesidad de unnuevo proyecto que intente responder a la siguiente

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cuestión: si muchas de las instituciones políticas queestamos acostumbrados a considerar Estados, al me-nos en un sentido weberiano, no lo son, entonces ¿quéson? ¿Y qué implicaciones tiene esto en cuanto al aba-nico de alternativas políticas?

En cierto sentido, es asombroso que todavía no exis-ta una producción teórica sobre el tema. Supongo quees una muestra más de lo difícil que nos resulta situar-nos fuera de la estructura mental estatalista. Existe uncaso ejemplar sobre esta cuestión: una de las reivindi-caciones más coherentes de los activistas «antigloba-lización» es la eliminación de las restricciones en elpaso de las fronteras. Si avanzamos hacia la globaliza-ción, hagámoslo en serio. Eliminemos las fronteras na-cionales. Dejemos que la gente entre y salga cuando leplazca y que viva donde quiera. La reivindicación sueleexpresarse en términos de ciudadanía global. Pero estanoción plantea rápidamente dos objeciones: ¿significalo mismo hacer un llamamiento a una «ciudadanía glo-bal» que a alguna forma de Estado global?, ¿es eso loque en realidad queremos? Así que la cuestión es có-mo plantear una ciudadanía fuera del Estado. Esto seconvierte a menudo en un dilema profundo, quizá in-superable, pero si consideramos la cuestión desde unpunto de vista histórico, no tiene por qué serlo. Las

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nociones occidentales modernas de ciudadanía y de li-bertades políticas suelen ser hijas de dos tradiciones.Una se origina en la antigua Atenas y la otra surge enla Inglaterra medieval (y se remonta a la afirmaciónde los privilegios de la aristocracia frente a la coronaen la Carta Magna, Petición de Derechos, etc., y la ex-tensión gradual de estos mismos derechos al resto dela población). De hecho, no existe consenso entre loshistoriadores respecto a si la Atenas clásica o la Ingla-terra medieval eran Estados; y no lo hay, precisamen-te, porque en ambas estaban muy bien establecidos, enprimer lugar, los derechos de los ciudadanos y, en se-gundo, los privilegios de la aristocracia. Resulta difícilimaginarse Atenas como un Estado, con unmonopoliode la fuerza por parte del aparato estatal, si tenemos encuenta que el aparato gubernamental mínimo existen-te estaba formado íntegramente por esclavos, que eranpropiedad colectiva de la ciudadanía. La fuerza policialde Atenas consistía en arqueros escitas importados delo que hoy es Rusia o Ucrania y cuyo estatuto legal po-demos inducir del hecho que, según la ley ateniense, eltestimonio de un esclavo no tenía validez alguna paraun tribunal a no ser que se hubiera obtenido a travésde la tortura.

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Por tanto, ¿a qué nos referimos cuando hablamosde instituciones?, ¿a «jefaturas»? Resulta concebibleque alguien pueda describir al rey Juan I de Inglate-rra (Juan Sin Tierra) como a un «jefe», en el sentidotécnico, evolutivo, pero aplicar ese término a Pericleses cuando menos absurdo. Tampoco tiene sentido se-guir definiendo la Atenas antigua como una «ciudad-Estado» si no era en absoluto un Estado. Es como si nodispusiéramos de las herramientas intelectuales apro-piadas para hablar de según qué. Lo mismo se podríadecir de la tipología de Estados o instituciones simila-res a Estados de épocas más recientes: un historiadorllamado Spruyt ha sugerido que en los siglos XVI yXVII el Estado-nación territorial coexistía con muchasotras formas políticas (ciudades-Estado italianas, queen realidad eran Estados; la liga hanseática de centrosmercantiles confederados, cuyo concepto de soberaníaera totalmente diferente) que no lograron imponerse,al menos enseguida, aunque no por ello fueran me-nos viables. Yo mismo he sugerido que la razón por lacual el Estado-nación territorial terminó por imponer-se es porque, en ese estadio temprano de la globaliza-ción, las élites occidentales trataban de emular a Chi-na, el único Estado existente en aquel momento querealmente se acomodaba a su ideal de una población

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homogénea, que en palabras de Confucio era la fuentede la soberanía, creadora de una literatura popular, su-jeta a un código de leyes uniforme, administrado porburócratas escogidos por sus méritos y entrenados endicha literatura popular, etc. Dada la actual crisis delEstado-nación y el rápido aumento de instituciones in-ternacionales que no son exactamente Estados, peroque en muchos sentidos son igual de detestables, yux-tapuesto a los intentos de crear instituciones interna-cionales con atribuciones similares a los Estados peromenos odiosos, la falta de un cuerpo teórico nos abocaa una verdadera crisis.

3) Todavía una teoría más sobre el capitalismo

Lamento tener que decir esto, pero la interminablecampaña para naturalizar el capitalismo reduciéndoloa una simple cuestión de cálculo comercial, lo que se-ría equivalente a afirmar que se remonta a la antiguaSumeria, clama al cielo. Al menos necesitamos una teo-ría adecuada de la historia del trabajo asalariado, y deotras relaciones similares, ya que, después de todo, esal trabajo asalariado, y no a la compra y venta de mer-cancías, a lo que dedica la jornada la mayoría de huma-nos y lo que los hace sentirse tan miserables. (Aunque

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los miembros de la IWW no se definiesen como anti-capitalistas, muchos lo eran, llegando a manifestarse«contra el sistema del salario»). Los primeros contra-tos salariales que se conocen fueron en realidad los delos esclavos. ¿Qué os parece un modelo de capitalismosurgido de la esclavitud? Donde algunos antropólogoscomo Jonathan Friedman afirman que la esclavitud noera más que una versión antigua del capitalismo, noso-tros podríamos argumentar fácilmente, de hecho conmucha más facilidad, que el capitalismo moderno esen realidad una versión renovada de la esclavitud. Yano es necesario un grupo de personas que se dediquea vender o alquilar a otros seres humanos, nos vende-mos nosotros mismos. Pero en definitiva no existe unagran diferencia.

4) Poder/ignorancia o poder/estupidezA los académicos les encanta la teoría de Foucault

que identifica conocimiento y poder y que insiste enque la fuerza bruta ya no es un factor primordial enel control social. Les gusta porque les favorece: es lafórmula perfecta para aquellos que quieren verse a símismos como políticos radicales aunque se limitan aescribir ensayos que apenas leerán una docena de per-sonas en un ámbito institucional. Por supuesto, si cual-

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quiera de estos académicos entrara en una bibliotecauniversitaria para consultar un volumen de Foucaultsin acordarse de llevar una identificación válida, deci-dido a hacerlo contra viento y marea, descubriría rá-pidamente que la fuerza bruta no está tan lejos comodesearía creer: un hombre con una gran porra, y en-trenado en su uso contra la gente, entraría pronto enescena para echarlo.

De hecho, la amenaza que ejerce ese hombre con laporra está presente en todo momento en nuestro mun-do, hasta el punto que muchos hemos incluso abando-nado la idea de cruzar las incontables barreras y lími-tes que crea y poder así olvidar su existencia. Si ves auna mujer hambrienta a algunos metros de distanciade un enorme montón de comida, algo que suele ocu-rrir a menudo en las grandes ciudades, existe una solarazón por la que no puedas coger un poco y ofrecérse-lo. Es muy probable que aparezca un hombre con unaporra y te golpee. Por el contrario, a los anarquistas lesencanta recordárnoslo. Por ejemplo, los habitantes dela comunidad ocupada de Christiania, en Dinamarca,tenían un ritual navideño que consistía en disfrazarsede papánoeles, coger juguetes de los grandes almace-nes y distribuirlos entre los niños en la calle, en partepara ofrecer el edificante espectáculo de la policía apo-

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rreando a los papánoeles y quitándoles los juguetes delas manos a los niños que se han puesto a llorar.

Este énfasis teórico abre el camino hacia una teoríade la relación del poder, ya no con el conocimiento,sino con la ignorancia y la estupidez. Porque la violen-cia, y en particular la violencia estructural en que elpoder se concentra solo en un lado, crea ignorancia.Quien tiene el poder de golpear a la gente en la cabezasiempre que quiere no tiene por qué preocuparse ensaber en qué estará pensando esa gente y, por lo tan-to, generalmente ni se lo plantea. Así que el modo mássencillo de simplificar los acuerdos sociales, de ignorarel juego increíblemente complejo de perspectivas, pa-siones, percepciones, deseos y acuerdos recíprocos escrear una ley y amenazar con atacar a todo aquél quese atreva a quebrarla. Es por este motivo que la violen-cia siempre ha sido el recurso favorito de los estúpidos:es prácticamente la única forma de estupidez a la quees casi imposible enfrentarse mediante una respuestainteligente. Y por supuesto, es la base del Estado.

A diferencia de lo que sostiene la creencia popular,las burocracias no crean la estupidez. Hay muchas ma-neras de gestionar ciertas situaciones que son inheren-temente estúpidas porque en el fondo están basadas enla arbitrariedad de la fuerza.

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Al final, esto nos llevaría a una teoría sobre la rela-ción entre la violencia y la imaginación. ¿Por qué lagente que está oprimida (las víctimas de la violenciaestructural) tratan siempre de imaginarse cómo debensentirse los opresores (los beneficiarios de la violenciaestructural) pero casi nunca ocurre al revés? El hechode que los humanos sigan siendo criaturas comprensi-vas se ha convertido en uno de los baluartes de cual-quier sistema de desigualdad —lo cierto es que a lospisoteados les preocupan sus opresores, al menos mu-cho más de lo que éstos se preocupan por ellos—; peroéste también podría ser un efecto de la violencia es-tructural.

5) Una ecología de las asociaciones de volunta-riado

¿Qué tipo de asociaciones de voluntariado hay? ¿Enqué entornos prosperan? Por cierto, ¿de dónde ha sa-lido la extraña noción de «corporación»?

6) Una teoría sobre la felicidad política

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Mejor que una teoría sobre por qué la mayoría de lagente jamás la ha experimentado hoy en día. Eso seríademasiado fácil.

7) Jerarquía

Una teoría sobre cómo las estructuras jerárquicasgeneran debido a su lógica intrínseca su propia con-traimagen o negación. Porque no hay duda de que asíes.

8) Sufrimiento y placer: sobre la privatizacióndel deseo

Existe un acuerdo tácito entre los anarquistas, losautónomos, los situacionistas y otros nuevos revolu-cionarios en que el viejo espécimen de militante adus-to, serio, dispuesto al sacrificio y que ve siempre elmundo en términos de sufrimiento solo puede produ-cir, en última instancia, más sufrimiento. Lo cierto esque así fue en el pasado, de ahí el énfasis en la diver-sión, en el carnaval, en la creación de «zonas tempo-ralmente autónomas» donde vivir como si ya se fueralibre. El ideal del «festival de resistencia» con su mú-sica loca y sus muñecos gigantes es, de una forma bas-

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tante consciente, una vuelta al mundo tardomedievalde los dragones y los gigantes de mimbre, de los ma-yos y los bailes tradicionales; precisamente el mundoque los pioneros puritanos del «espíritu del capitalis-mo» odiaban tanto y lograron destruir. La historia delcapitalismo va desde los ataques al consumo colecti-vo, festivo, hasta la promulgación de sucedáneos per-sonales, privados e incluso furtivos (después de todo,cuando consiguieron poner a toda la gente a producirmercancías en lugar de a divertirse, tuvieron que idearuna manera de venderlas). Es decir, es la historia de unproceso de privatización del deseo. La cuestión teóri-ca es cómo reconciliar esto con una percepción teóricatan inquietante como la de alguien tipo Slavoj Zizek: sise desea inspirar el odio étnico, la forma más sencillade hacerlo es concentrarse en los medios tan extrañosy perversos que emplea el otro grupo para alcanzarel placer. Si lo que se desea es enfatizar el aspecto co-munitario, lo más fácil es recordar que ellos tambiénsienten dolor.

9) Una o varias teorías sobre la alienación

En definitiva, lo que queremos saber es, precisa-mente, ¿cuáles son las dimensiones posibles de una

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experiencia no alienada?, ¿cómo pueden considerarseo catalogarse sus modalidades? Cualquier antropo-logía anarquista que se precie tiene que intentarresponder a estas preguntas porque es justo eso lo quebuscan en la antropología esa colección de punkis,hippies y activistas de todo tipo. Los antropólogostemen tanto ser acusados de crear una imagen idílicade las sociedades que estudian que llegan a rechazarincluso la posibilidad de que exista una respuesta, loque termina por lanzarlos en brazos de los verdaderosrománticos. Los primitivistas como John Zerzan, queestá intentando reducir al mínimo aquello que nossepara de una experiencia pura, no mediatizada, aca-ban por reducirlo absolutamente todo. Las cada vezmás populares obras de Zerzan terminan condenandola propia existencia del lenguaje, las matemáticas,el cronómetro, la música y todas las formas de artey representación. Son consideradas sin excepciónformas de alienación, abocándonos a una especie deideal evolucionista imposible: el único ser humanorealmente no alienado ni siquiera era demasiadohumano, sino más bien una especie de homínidoperfecto que se relacionaba con sus compañerosmediante una telepatía hoy en día inimaginable, enun entorno natural salvaje, hace miles de años. La

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verdadera revolución solo podría pasar por el retornoa esa época. El hecho de que «aficionados» de este tipoaún sean capaces de llevar a cabo una acción políticaefectiva (y están realizando un trabajo considerable,lo digo por propia experiencia) ya es de por sí unacuestión sociológica fascinante. Sin duda, aquí nossería de gran utilidad un análisis alternativo de laalienación.

Podríamos empezar con una sociología de las mi-croutopías, la otra cara de una tipología paralela delas formas de alienación, de las formas de acción alie-nadas y no alienadas… Desde el momento en que de-jemos de insistir en ver todas las formas de acciónsolo por su función en la reproducción de formas dedesigualdad total cada vez mayores, seremos tambiéncapaces de ver relaciones sociales anarquistas y for-mas no alienadas de acción a nuestro alrededor. Y es-to es muy importante porque nos demuestra que elanarquismo siempre ha sido una de las bases princi-pales de la interacción humana. Nos autoorganizamosy ayudamos mutuamente todo el tiempo. Siempre lohemos hecho. También participamos en la creatividadartística, lo que a mi entender podría significar, en unexamen más detallado, que la mayoría de las formasmenos alienadas de experiencia comprenden normal-

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mente un elemento que cualquier marxista definiríacomo fetichismo. Y todavía es más urgente desarrollardicha teoría si reconocemos (como he dicho a menu-do) que los momentos revolucionarios siempre impli-can una alianza tácita entre los menos alienados y losmás oprimidos.

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Algunas posibles lineasde pensamiento yorganización actuales

P: ¿Cuántos votantes hacen faltan para cambiar unabombilla?

R: Ninguno. Porque los votantes no pueden cambiarnada.No existe, evidentemente, ningún programa anar-

quista único —ni jamás podría existir—, pero sería deuna gran ayuda poder ofrecer al lector alguna idea so-bre las líneas de pensamiento y de organización actua-les.

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La globalización y la abolición de lasdesigualdades Norte-Sur

Como ya he mencionado, cada vez es mayor la in-fluencia anarquista dentro del «movimiento antigloba-lización». A largo plazo, la posición anarquista sobre laglobalización es obvia: la desaparición de los Estados-nación significará la eliminación de las fronteras nacio-nales. Ésa es la verdadera globalización. Cualquier otracosa es una farsa. Pero provisionalmente, se proponentoda una serie de acciones para mejorar la situación,sin caer en aproximaciones estatalistas o proteccionis-tas. Un ejemplo.

En una ocasión, durante las protestas anteriores a lacelebración de un Foro Económico Mundial, un grupode magnates, empresarios y políticos reunidos para es-tablecer contactos y compartir cócteles en el hotelWal-dorf Astoria fingieron estar discutiendo la forma de ali-viar la pobreza mundial. Me invitaron a participar enun debate en la radio con uno de sus representantes.Como suele ocurrir, al final fue otro activista en mi lu-gar pero llegué a elaborar un programa de tres puntospara abordar el problema creo que de una forma muyapropiada:

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• una amnistía inmediata sobre la deuda interna-cional (una amnistía sobre la deuda personal nohabría sido mala idea tampoco, pero eso es otrotema);

• la cancelación inmediata de todas las patentesy otros derechos de propiedad intelectual rela-cionados con la tecnología de más de un año deantigüedad;

• la eliminación de todas las restricciones a la li-bertad global de desplazamiento o residencia.

Lo demás ya se arreglaría por sí solo. En el momentopreciso en que se dejase de prohibir a cualquier ciuda-dano de Tanzania o Laos mudarse a Minneapolis o aRotterdam, los gobiernos de los países más ricos y po-derosos tendrían como prioridad buscar rápidamenteel modo de que los habitantes de Tanzania y Laos pre-firiesen quedarse en sus países respectivos. ¿Creéis enserio que no encontrarían la manera?

La cuestión es que, a pesar de la sempiterna retó-rica sobre «problemas complejos, espinosos e insolu-bles» (como justificación a décadas de investigacióncostosísima realizada por los ricos y sus bien pagados

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lacayos), el programa anarquista podría haber resuel-to la mayoría de ellos en unos cinco o seis años. Perome diréis, ¡estas reivindicaciones no son en absolutorealistas! Sí, es cierto, pero ¿por qué no son realistas?Sobre todo porque esos tipos ricos que se reúnen enel Waldorf no las apoyarían jamás. Es por este motivoque afirmamos que el problema son ellos.

La lucha contra el trabajo

La lucha contra el trabajo siempre ha sido centralen la organización anarquista. Por ella se entiende nola lucha por una mejora de las condiciones de traba-jo o por mejores salarios, sino por abolir totalmenteel trabajo en tanto que relación de dominio. De ahíel eslogan de la IWW «contra el sistema del salario».Se trata por supuesto de un objetivo a largo plazo. Acorto plazo, aquello que no se puede eliminar se pue-de al menos reducir. A finales del XIX los wobblies yotros anarquistas jugaron un papel central en lograruna semana laboral de cinco días y una jornada diariade ocho horas.

Actualmente, en Europa occidental los gobiernossocial-demócratas están por primera vez en casi un

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siglo recortando de nuevo la semana laboral. Estánintroduciendo solo pequeños cambios (pasando de lasemana de cuarenta horas a la de treinta y cinco), peroen los EE.UU. eso es algo que ni siquiera se plantea.1Más bien al contrario, se habla de si sería necesario ono eliminar las horas extra, y eso a pesar de que losnorteamericanos trabajan más horas que cualquierotra población del mundo, incluyendo Japón. Así quelos wobblies han reaparecido con el que debía ser elsiguiente paso en su programa, incluso en los añosveinte: la semana de dieciséis horas («cuatro horasal día, cuatro días a la semana»). Esta reivindicaciónnos vuelve a resultar poco realista, por no deciruna locura. ¿Acaso alguien ha realizado un estudiosobre su viabilidad? De hecho, se ha demostradoen repetidas ocasiones que una parte considerablede las horas que se trabajan en Norteamérica sonpara compensar los problemas derivados del hechoque los norteamericanos trabajen tanto. (Pensad entrabajos como el de repartidor nocturno de pizzas

1 La situación, evidentemente, ha cambiado mucho desdeque David Graeber escribió su texto. En Europa actualmente no so-lo se intenta alargar el horario de trabajo y recortar festivos, sinoque se está procediendo a alargar la vida laboral más allá de los 65años. [N. del E.]

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o el de quien se dedica a lavar perros, o el de lasmujeres que trabajan en centros de asistencia porla noche para cuidar a los niños de las mujeres quetrabajan por la noche cuidando los hijos de otrasmujeres que son empresarias… Por no mencionar lashoras interminables que dedican los especialistas aintentar reparar los daños emocionales y físicos queprovoca el sobretrabajo, los accidentes, los suicidios,los divorcios, los intentos de asesinato, la producciónde medicamentos para tranquilizar a los niños, etc.).

Por consiguiente, ¿qué trabajos son realmente nece-sarios?

Bien, para empezar, casi todo el mundo estaríade acuerdo en que hay un montón de trabajos cuyadesaparición sería un gran avance para la humanidad.Pensemos en los teleoperadores, los fabricantes devehículos deportivos o los abogados de empresas.También podríamos eliminar por completo las in-dustrias dedicadas a la publicidad y las relacionespúblicas, despedir a los políticos y a todo el personalque trabaja para ellos, y cerrar cualquier empresaque tenga que ver, aunque sea de forma remota,con las HMO (corporaciones médicas privadas), queno han tenido nunca la más mínima función social.La supresión de la publicidad también comportaría

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una reducción en la producción, el transporte y laventa de productos innecesarios, pues la gente yase espabilaría para encontrar aquellos productosque realmente necesita. La eliminación de las de-sigualdades existentes significará que ya no seránnecesarios los servicios de una gran parte de lasmillones de personas que en la actualidad trabajancomo porteros, guardas de seguridad, funcionariosde prisiones, unidades de operaciones especiales, porno mencionar a los militares. Después, habrá queinvestigar. Todos los que trabajan en relación con labanca, las finanzas, las empresas aseguradoras y la in-versión son esencialmente parásitos, pero seguro quehay trabajos útiles en estos sectores que no puedenreemplazarse fácilmente por programas informáticos.Con todo, si descubrimos qué trabajo es realmentenecesario para que vivamos de un modo confortable yecológicamente sostenible y redistribuimos las horas,quizá descubramos que la plataforma propuesta porlos wobblies es perfectamente realista. Sobre todo sitenemos en cuenta que a nadie se le impedirá trabajarmás de cuatro horas, si así lo desea. Hay mucha gentea la que realmente le gusta su trabajo, por lo menosmás que pasarse todo el día por ahí sin saber quéhacer (por eso en las cárceles cuando quieren castigar

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a los reclusos les quitan el derecho al trabajo), y si seeliminan los aspectos humillantes y sadomasoquistasque posee inevitablemente toda organización jerárqui-ca, le gustaría a mucha más gente. Se podría inclusodar el caso de que nadie tuviera que trabajar más delo que quisiera.

Nota al margen:

Es cierto que todo esto implica una reor-ganización total del trabajo, una especiede escenario «después de la revolución»que, insisto, es una herramienta necesa-ria incluso para empezar a pensar en lasalternativas humanas, aun cuando pro-bablemente la revolución jamás adopteuna forma tan radical. Pero, como es deimaginar, se planteará la típica cuestiónde «¿quién hará los trabajos sucios?» quesiempre se suele lanzar contra anarquis-tas y otros utópicos. Hace mucho tiempoPiotr Kropotkin señaló la falacia queesconde dicho argumento. No existe nin-guna razón para que deban mantenerselos trabajos sucios. Si las tareas desagra-

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dables se reparten equitativamente, esosignifica que los mejores científicos eingenieros del mundo también tendránque realizarlas, con lo que es de esperarla inmediata creación de cocinas que seautolimpian y de robots mineros.

Todo esto es una especie de reflexión aparte, porquelo que realmente quiero hacer en este último apartadoes centrarme en:

La democracia

Esto puede permitir al lector hacerse una idea dequé es una organización anarquista o de influenciaanarquista —algunas de las características del nuevomundo que se está construyendo en el seno delviejo— y mostrarle cómo puede contribuir a ello laperspectiva histórico-etnográfica que he intentadodesarrollar aquí, nuestra ciencia no existente.

El primer ciclo del nuevo levantamiento global, loque la prensa insiste en seguir llamando absurdamente«movimiento antiglobalización», empezó en los muni-cipios autónomos de Chiapas y culminó en las asam-bleas barriales de Buenos Aires y otras ciudades argen-

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tinas. La historia es demasiado larga para explicarlaaquí: empezando por el rechazo de los zapatistas a laidea de la toma del poder y su intento de crear un mo-delo de organización democrática en el que pudierainspirarse el resto de México; la creación de una redinternacional (Acción Global de los Pueblos o AGP)que hizo un llamamiento a jornadas de acción contra laOMC (en Seattle), el FMI (enWashington, Praga…), etc.y, por último, el hundimiento de la economía argenti-na y la impresionante rebelión popular que de nuevorechazó la idea de que la solución pasase por la sustitu-ción de un grupo de políticos por otro. El eslogan delmovimiento argentino fue, desde el primer momento,«que se vayan todos», en clara referencia a los políti-cos de todas las tendencias. En lugar de un nuevo go-bierno, crearon una amplia red de instituciones alter-nativas, empezando por asambleas populares a nivelde los barrios urbanos (la única limitación a la partici-pación es que no se puede formar parte de un partidopolítico), cientos de fábricas ocupadas y autogestiona-das por los obreros, un sistema complejo de «trueque»,una nueva moneda alternativa que les permitiera se-guir operando, en resumen, una variedad infinita deprácticas relacionadas con la democracia directa.

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Todo esto ha ocurrido bajo la mirada atenta de losmedios de comunicación oficiales que, sin embargo, nohan sabido entender las grandes movilizaciones. La or-ganización de estas acciones es una viva ilustración delo que podría ser unmundo democrático, desde losmu-ñecos festivos a la cuidadosa organización de gruposde afinidad y encuentros, sin necesidad de recurrir auna estructura jerárquica sino siempre a partir de unademocracia directa basada en el consenso. Es el tipo deorganización con el que la mayoría ha soñado algunavez y considerado imposible, pero que funciona, y deuna forma tan efectiva que ha desbordado por comple-to a la policía de muchas ciudades. Por supuesto, estotiene que ver con el uso de unas tácticas que jamás sehabían empleado con anterioridad (centenares de acti-vistas vestidos de hadas madrinas golpeando a la po-licía con plumeros o equipados con trajes hinchablesy cojines de goma que rodaban por las barricadas co-mo muñecos Michelin, incapaces de herir a nadie peroal mismo tiempo inmunes a los golpes de la policía…),tácticas que subvirtieron por completo las categoríastradicionales de violencia y no violencia.

Cuando los manifestantes cantaban «así es la demo-cracia» en Seattle, lo decían muy en serio. En la mejortradición de la acción directa, no solo se enfrentaron a

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una cierta forma de poder, desenmascarando sus me-canismos e intentando ponerle literalmente freno, lohicieron demostrando los motivos por los cuales el ti-po de relaciones sociales en las que se basaba dichopoder eran innecesarias. Es por este motivo que lasafirmaciones condescendientes de que el movimientoestaba dominado por un grupo de jóvenes descerebra-dos sin una ideología coherente carecen totalmente desentido. La diversidad era el resultado de la forma deorganización descentralizada, y esta organización erala ideología del movimiento.

La palabra clave del nuevo movimiento es «proce-so», en referencia al proceso de toma de decisiones. EnNorteamérica, ésta se realiza casi siempre a través dealgún proceso que busca el consenso. Como ya he co-mentado, esto es ideológicamente mucho menos ago-biante de lo que podría parecer porque se consideraque en todo buen proceso de consenso nadie debe in-tentar convencer a los otros de convertirse a sus pun-tos de vista, sino que se busca que el grupo llegue a unacuerdo común sobre cuáles son las mejores medidasa adoptar. En lugar de votar las propuestas, éstas sediscuten una y otra vez, se desestiman o reformulan,hasta que se llega a una propuesta que todos puedanasumir. Cuando se llega al final del proceso, al momen-

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to de «encontrar el consenso», existen dos posibles for-mas de objeción: uno puede «quedarse al margen», esdecir, «no estoy de acuerdo y no participaré pero noevitaré que nadie lo haga», o bien «bloquearlo», lo quetiene el efecto de un veto. Solo se puede bloquear unapropuesta si se considera que se vulneran los princi-pios fundamentales o las razones por las cuales se estáen un grupo. Se podría argumentar que cualquiera quetenga la valentía para enfrentarse a la voluntad colecti-va (aunque por supuesto hay también formas de evitarlos bloqueos sin sentido) desarrolla la misma funciónque las cortes en la Constitución de los EE.UU., que ve-tan las iniciativas legislativas que violan los principiosconstitucionales.

Podríamos referirnos también a los métodos tan ela-borados y sorprendentemente sofisticados que se handesarrollado con el fin de asegurar que esto funcio-ne: las formas de consenso modificado necesarias engrupos muy numerosos; las maneras en que el propioconsenso refuerza el principio de descentralización alprocurar que no se presenten propuestas en grupos de-masiado grandes a no ser que sea imprescindible; losmecanismos que posibilitan la igualdad de género y laresolución de conflictos… La cuestión es que se tratade una forma de democracia directa muy diferente a

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la que solemos asociar con el término o, en todo caso,a la que empleaban los anarquistas europeos o norte-americanos en generaciones anteriores o, incluso, a lautilizada todavía hoy en las asambleas urbanas argenti-nas, por ejemplo. En Norteamérica, el proceso de con-senso surgió sobre todo en el movimiento feministacomo parte de una amplia reacción contra algunos delos elementos más aborrecibles y ególatras del lideraz-go machista de la nueva izquierda de los años sesenta.El procedimiento fue adoptado en gran medida de loscuáqueros y de los grupos que se inspiraban en ellos,y los cuáqueros, a su vez, afirmaban inspirarse en losnativos americanos. De todos modos, resulta difícil de-terminar en términos históricos si esto último es cierto.Sin embargo, los nativos americanos tomaban las de-cisiones normalmente de una forma consensuada. Enrealidad, la mayor parte de las asambleas popularesexistentes hoy en día así lo hacen, desde las comuni-dades de habla tzeltal, tzotzil o tojolabal en Chiapas,hasta las fokon’olona de Madagascar. Después de ha-ber vivido dos años en Madagascar, me sorprendió lofamiliares que me resultaron los encuentros de la Redde Acción Directa en Nueva York la primera vez queasistí a ellos, siendo su principal diferencia que el pro-ceso de la RAD estaba mucho más formalizado y era

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más explícito. Pero hacía falta explicarlo, porque na-die entendía cómo podían tomarse las decisiones deaquel modo, mientras que en Madagascar era algo quese aprendía al mismo tiempo que a hablar.

De hecho, y los antropólogos son muy conscientesde esto, toda comunidad humana conocida que tieneque tomar decisiones utiliza alguna variedad de lo quedenomino «proceso de consenso», excepto las que seinspiran de algún modo en la tradición de la antiguaGrecia. La democracia mayoritaria, en lo formal las Re-glas de Orden de Robert,2 raramente surge por propioacuerdo. Parece curioso que casi nadie, incluyendo losantropólogos, se pregunte por qué ocurre esto.

Una hipótesis

La democracia mayoritaria fue, en sus orí-genes, una institución fundamentalmentemilitar.

2 «Las Reglas de Orden de Robert» fueron publicadas porprimera vez en 1876 y es el proceso convencional de toma de deci-siones utilizado en los procedimientos parlamentarios y en la ma-yoría de organizaciones en EE UU. Las decisiones se toman en fun-ción del voto de la mayoría. [N. de la T.]

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Por supuesto, que éste sea el único ti-po de democracia merecedor de dichonombre es un prejuicio particular de lahistoriografía occidental. Se suele decirque la democracia nació en la antiguaAtenas, como la ciencia o la filosofía,consideradas también invenciones grie-gas. Pero no queda claro que se quieredecir con esto. ¿Acaso significa que antesde los atenienses a nadie se le habíaocurrido congregar a los miembros de lacomunidad para tomar decisiones con-juntas en las que todas las intervencionestenían el mismo valor? Eso sería ridículo.Ha habido centenares de sociedadesigualitarias en la historia, muchas enor-memente más igualitarias que Atenas,muchas anteriores al 500 antes de nuestraera y, obviamente, debían disponer dealgún tipo de procedimiento para adoptardecisiones en temas que afectaban a todala comunidad. Y, sin embargo, siempre seha afirmado que estos procedimientos noeran propiamente «democráticos».

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Incluso los académicos promotores de lademocracia directa, algunos con creden-ciales impecables, han tenido que realizarverdaderos malabarismos para intentarjustificar dicha actitud. Las comunidadesigualitarias no occidentales se basan enel parentesco, afirma Murray Bookchin.(¿Y Grecia no? Es evidente que el ágoraateniense no se basaba en el parentesco,pero tampoco la fokon’olona malgacheo la seka balinesa. ¿Y?). «Algunos sereferirán a la democracia iroquesa oberebere», argumentaba Cornelius Casto-riadis, «pero se trata de un mal uso deltérmino. Son sociedades primitivas queconsideran que el orden social deriva delos dioses o espíritus, no que es creadopor el propio pueblo, como en Atenas».(¿De verdad? De hecho, la «Liga de losIroqueses» era una organización nacidade un acuerdo común, de un tratado his-tórico sujeto a constante renegociación).Los argumentos utilizados son totalmenteabsurdos. Pero en realidad no tienen por

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qué serlo, ya que no estamos tratandocon explicaciones sino con prejuicios.La verdadera razón por la que la mayoríade expertos no quiere considerar unconsejo popular de los tallensi o lossulawezi como «democrático» —apartede por simple racismo y por el rechazoa reconocer que la mayoría de los pue-blos que han sido exterminados por losoccidentales, con una impunidad relativa,estaban al mismo nivel que Pericles— esporque no votan. Admito que es un hechointeresante, ¿por qué no? Si aceptamos laidea de que una votación a mano alzadao el separar en dos grupos a quienesapoyan una propuesta de quienes nolo hacen, no son procedimientos tanincreíblemente sofisticados como paraque no se utilizasen hasta que una especiede genio los «inventara» en la Antigüe-dad, ¿por qué se emplean tan poco?De nuevo, tenemos un ejemplo de unrechazo explícito. Repetidamente, en todoel mundo, desde Australia a Siberia, las

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comunidades igualitarias han preferidoalgún tipo de proceso de consenso. ¿Porqué?La explicación que propongo es la si-guiente: es mucho más fácil, en unacomunidad en la que todo el mundo seconoce, saber qué quieren sus miembrosque intentar convencer a los que estánen desacuerdo. La toma de decisiones porconsenso es característica de sociedadesen las que sería muy difícil obligar a unaminoría a aceptar la decisión mayoritaria,ya sea porque no hay un Estado con elmonopolio efectivo de la fuerza o bienporque el Estado no se entromete en lasdecisiones que se toman en un ámbitolocal. Si no existe ningún mecanismo ca-paz de imponer a una minoría la decisiónde la mayoría, entonces recurrir a unavotación es absurdo porque sería hacerpública la derrota de dicha minoría. Votarsería el mejor medio para garantizarhumillaciones, resentimientos y odiosy, en definitiva, la destrucción de las

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comunidades. De hecho, el difícil y labo-rioso proceso de encontrar el consensoes un proceso largo que garantiza quenadie sienta que sus puntos de vista sonignorados.La democracia de la mayoría solo puedeser el resultado de la convergencia de dosfactores:

1. la opinión de que todo el mundo tie-ne el mismo derecho a hablar en latoma de decisiones colectivas, y

2. un aparato coercitivo capaz de hacercumplir esas decisiones.

Durante la mayor parte de la historiade la humanidad, ha sido muy raro queambos factores coincidieran. Dondeexisten sociedades igualitarias, se sueleconsiderar un error imponer una coer-ción sistemática. Donde ya existía unaparato coercitivo, jamás se les hubieraocurrido a quienes lo detentaban que éstepudiera servir para reforzar ningún tipode voluntad popular.

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Es muy importante el hecho de que la an-tigua Grecia fuese una de las sociedadesmás competitivas conocidas en la historia.Era una sociedad que tendía a convertirlotodo en una competición pública, desde elatletismo a la filosofía, la tragedia o cual-quier otra cosa. Así que no es de extrañarque también convirtiesen el proceso polí-tico de toma de decisiones en una competi-ción pública. Pero aún es más importanteel hecho de que las decisiones las tomaraun pueblo en armas.Aristóteles, en su Política, señala que laconstitución de la ciudad-Estado griegadependía normalmente del arma princi-pal empleada por su ejército: si era lacaballería, sería una aristocracia, ya quelos caballos eran caros. Si se trataba deinfantería hoplita, sería una oligarquía,ya que no todos se podían permitir laarmadura y el entrenamiento. Si su poderse basaba en la marina o en la infanteríaligera, era de esperar una democracia,ya que todo el mundo puede remar o

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emplear una honda. En otras palabras, siun hombre está armado, se deberá teneren cuenta su opinión. En el Anábasis deJenofonte se puede encontrar su realidadmás despiadada, cuando cuenta la histo-ria de un ejército de mercenarios griegosque de repente se encuentran perdidosy sin jefe en medio de Persia. Eligen anuevos oficiales y después hacen unavotación colectiva para decidir qué harána continuación. En un caso como éste,incluso si el voto fuera de 60/40, seríasencillo ver el equilibrio de fuerzas y quéocurriría en caso de desacuerdo. Cadavoto era, en realidad, una conquista.También las legiones romanas se regíanpor una democracia similar; es por estemotivo que nunca se les permitió entraren Roma. Y cuando Maquiavelo reavivó lanoción de república democrática al princi-pio de la era «moderna», retomó inmedia-tamente la noción del pueblo en armas.Esto a su vez nos puede ayudar a explicarel propio concepto de «democracia»,

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muy estigmatizado por sus oponenteselitistas: literalmente significa la «fuerza»e incluso la «violencia» del pueblo. Kra-tos, no archos. Los elitistas que acuñaronel término siempre consideraron que lademocracia era algo cercano a la simplerebelión o al gobierno de la multitud, porlo que eran partidarios de la permanenteconquista del pueblo. E irónicamente,cuando lograban abolir la democracia coneste argumento, lo que ocurría con ciertafrecuencia, la única vía de expresión de lavoluntad popular eran los motines, unapráctica que llegó casi a institucionalizar-se en la Roma imperial o en la Inglaterradel siglo XVIII.Con todo ello no quiero decir que las de-mocracias directas, tal y como se practica-ban por ejemplo en los concejosmunicipa-les de las ciudades medievales o en NuevaInglaterra, no fueran procedimientos dis-ciplinados y ensalzados, pues es de imagi-nar que existía una cierta base de búsque-da del consenso. Sin embargo, era ese tras-

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fondo militar el que permitió a los autoresdel Federalist Papers, y a otros hombres le-trados de su época, dar por sentado queaquello a lo que ellos llamaban «democra-cia», y que en realidad se refería a la de-mocracia directa, era por su propia natu-raleza la forma de gobierno más inestabley tumultuosa, por nomencionar el peligroque representaba para los derechos de lasminorías (y la minoría específica que te-nían en mente, en este caso, eran los ri-cos). Solo cuando el concepto de democra-cia se transformó hasta el punto de incor-porar el principio de representación —untérmino que tiene en sí mismo una his-toria curiosa, ya que, como señala Casto-riadis, se refería originariamente a los re-presentantes del pueblo ante el rey, queeran en la práctica embajadores internos,y no a quienes ejercían el poder—, pudoser rehabilitado de cara a los teóricos polí-ticos de buena cuna y tomó el significadoque tiene hoy en día.

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En cierto sentido, pues, los anarquistas están bastan-te de acuerdo con todos aquellos políticos de derechasque insisten en que «Norteamérica no es una democra-cia, sino una república». La diferencia es que para losanarquistas eso representa un problema, ya que pien-san que debería ser una democracia. Sin embargo, cadadía están más dispuestos a aceptar que la crítica elitis-ta tradicional de la democracia directa mayoritaria nocarece por completo de base.

Antes he señalado que todos los sistemas sociales es-tán hasta cierto punto en guerra consigo mismos. Losque no desean establecer un aparato coercitivo paraimponer las decisiones tienen que desarrollar necesa-riamente un aparato que les permita crear y mante-ner el consenso social (al menos en el sentido de quequienes están en desacuerdo puedan sentir, como mí-nimo, que han decidido libremente asumir las decisio-nes erróneas). En consecuencia, las guerras internas seproyectan hacia el exterior en forma de batallas noc-turnas y de una violencia espectral sin límites. La de-mocracia directa mayoritaria siempre amenaza con ha-cer explícitas estas líneas de fuerza. Por esa razón tien-de a ser inestable o, más precisamente, si se perpetúaen el tiempo es porque sus formas institucionales (laciudad medieval, el consejo municipal en Nueva Ingla-

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terra, los sondeos de opinión o los referendos…) siem-pre se protegen dentro de una estructura de gobiernomayor en que las élites dirigentes utilizan esa mismainestabilidad para justificar su monopolio de los me-dios de violencia. Por último, la amenaza de esta ines-tabilidad se convierte en una excusa para una formade «democracia» tan minimalista que se reduce a po-co más que a la insistencia de que las élites dirigentesdeben consultar de vez en cuando «al público» —encompeticiones cuidadosamente escenificadas, repletasde justas y torneos sin sentido— con el fin de restable-cer su derecho a seguir tomando las decisiones en sulugar.

Es una trampa. El constante ir y venir entre ambassolo asegura que jamás podamos llegar a imaginarnosla posibilidad de gestionar nuestras propias vidas sin laayuda de «representantes». Es por este motivo que elnuevo movimiento global ha empezado por reinventarel mismo concepto de democracia. Esto significa, enúltima instancia, asumir que «nosotros», como «occi-dentales» (si es que eso significa algo), como «mundomoderno» o como lo que sea, no somos el único puebloque ha puesto en práctica la democracia; que, de hecho,más que difundir la democracia por todo el mundo, loque han hecho los gobiernos «occidentales» es dedicar

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mucho tiempo a entrometerse en la vida de otros pue-blos que han practicado la democracia durante milesde años para disuadirles de abandonar sus prácticas.

Uno de los aspectos más alentadores de estosnuevos movimientos de inspiración anarquista esque nos proponen una nueva forma de internaciona-lismo. El viejo internacionalismo comunista poseíaalgunos ideales hermosos, pero en lo que atañe a laorganización, todos debían seguir la misma dirección.Se convirtió en un medio para que los regímenesno europeos y sus colonias conocieran las formasde organización occidentales: estructuras partidistas,plenarios, purgas, jerarquías burocráticas, policía se-creta… En esta ocasión, lo que podríamos denominarla segunda ola de internacionalismo o, simplemente,la globalización anarquista, ha ido en la direcciónopuesta en cuanto a las formas de organización. Nose trata solo del proceso de consenso; la idea de unaacción de masas directa no violenta se desarrolló ini-cialmente en Sudáfrica e India; el modelo de red actualse inspira en el propuesto por los rebeldes de Chiapas;incluso la noción de grupo de afinidad procede deEspaña y de América Latina. Los frutos de la etnogra-fía, y sus técnicas, podrían ser de una gran utilidad silos antropólogos pudiesen superar su indecisión (sin

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duda inconfesable), heredera de su propia historiacolonial, y se percataran de que la información quese guardan para sí no es un secreto inconfesable (ymucho menos su secreto intransferible) sino unapropiedad común de la humanidad.

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Antropología (donde elautor —en cierta medidaa su pesar— muerde lamano que le da de comer)

La última cuestión —y debo reconocer que la he es-tado evitando hasta el final— es ¿por qué los antropó-logos no lo han hecho hasta ahora? Ya he explicadopor qué creo que los académicos, en general, no sien-ten una gran afinidad con el anarquismo. Me he refe-rido brevemente al sesgo radical de la antropología deprincipios del siglo XX, que a menudo manifestó unagran afinidad con el anarquismo, pero eso parece ha-berse evaporado con el paso del tiempo. Es todo unpoco extraño. Los antropólogos son el único grupo decientíficos sociales que conocen las sociedades sin Es-tado que existen en la actualidad; muchos han vivido

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en zonas del mundo donde los Estados han dejado defuncionar o al menos han desaparecido temporalmen-te y donde la gente se organiza de forma autónoma.Al menos, son totalmente conscientes de que los luga-res comunes típicos sobre qué ocurriría si no hubieraEstado («¡pero si la gente se mataría entre sí!») sonobjetivamente falsos.

Entonces, ¿por qué?Bueno, existen muchas razones. Algunas son bas-

tante comprensibles. Si el anarquismo es, esencialmen-te, una ética de la práctica, una reflexión sobre la prác-tica antropológica nos puede revelar cuestiones muydesagradables, particularmente si nos centramos en laexperiencia del trabajo de campo antropológico, quees lo que suelen hacer todos los antropólogos en cuan-to se vuelven reflexivos. La disciplina que conocemoshoy es el resultado de estrategias de guerra horribles,de la colonización y del genocidio, como ocurre conla mayoría de las disciplinas académicas modernas, in-cluyendo la geografía y la botánica, por no mencionarlas matemáticas, la lingüística o la robótica, que toda-vía lo son. Pero como el trabajo de los antropólogosimplica establecer un contacto personal con las vícti-mas, éstos le han dado muchas más vueltas al asuntoque sus colegas de otras disciplinas. El resultado ha si-

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do muy paradójico: el mayor efecto de las reflexionesantropológicas sobre la propia culpabilidad de los an-tropólogos ha sido proporcionar a los no antropólogos,que no se han molestado en aprender nada acerca del90% de la experiencia humana, dos o tres frases de re-chazo muy útiles (de esas que sirven para proyectar elpropio sentido de la otreidad en los colonizados) parapoder sentirse así moralmente superiores a quienes síse han tomado esa molestia.

Pero también para los propios antropólogos los re-sultados han sido muy paradójicos. A pesar de que co-nocen una gran variedad de experiencias humanas ymuchos experimentos sociales y políticos que son des-conocidas para la mayoría, esta parte de la etnografíacomparativa se considera algo vergonzoso. Como yahe dicho antes, no se la trata como un patrimonio co-mún de la humanidad sino como nuestro pequeño se-creto inconfesable. Lo que, por otra parte, resulta muyoportuno dado que el poder académico es en gran me-dida la capacidad de establecer derechos de propiedadsobre una cierta forma de conocimiento y asegurarse,por otra, que los demás no tengan demasiado accesoa éste. Porque, como también he comentado, nuestrosecreto inconfesable sigue siendo nuestro. No es algoque necesitemos compartir con los demás.

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Pero hay algo más. En muchos sentidos, la antropo-logía parece una disciplina asustada de su propio po-tencial. Es, por ejemplo, la única disciplina que ocupauna posición desde la cual se pueden hacer generali-zaciones sobre la humanidad, ya que es en realidad laúnica que tiene en cuenta a toda la humanidad y queestá familiarizada con los casos anómalos. («¿Afirmáisque en todas las sociedades se conoce el matrimonio?Bueno, eso depende de cómo defináis “matrimonio”.Entre los Nayar…»). Pero se niega terminantemente ahacerlo. Yo no creo que esto se pueda atribuir solamen-te a una reacción comprensible frente a la propensiónde la derecha a hacer grandes discursos sobre la natura-leza humana para justificar instituciones sociales muyconcretas y particularmente nefastas (la violación, laguerra, el capitalismo de libre mercado), aunque sinduda se debe en parte a ello. Pero sobre todo se debe aque es un tema inconmensurable. ¿Quién puede tenerlos medios para analizar, por ejemplo, los conceptos dedeseo o de imaginación, o del yo o de la soberanía, te-niendo en cuenta además del canon occidental, lo quehan dicho sobre ellos los pensadores hindúes, chinos eislámicos, sin olvidar además las concepciones popula-res en centenares de sociedades nativas americanas ode Oceanía? Sería una tarea ímproba. En consecuencia,

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los antropólogos ya no realizan amplias generalizacio-nes teóricas sino que se vuelcan en el trabajo de losfilósofos europeos, para quienes no representa ningúnproblema hablar del deseo, de la imaginación, el yo ola soberanía, como si dichos conceptos hubieran sidoinventados por Platón o Aristóteles, desarrollados porKant o el marqués de Sade, y como si jamás hubieransido motivo de discusión fuera de las tradiciones litera-rias de Europa occidental o Norteamérica. Si antes losconceptos clave de los antropólogos eran palabras co-mo maná, tótem o tabú, éstos se sustituyen ahora porpalabras derivadas en su totalidad del latín o el grie-go, normalmente a través del francés y, a veces, delalemán.

Por lo tanto, aunque la antropología parezca perfec-tamente posicionada para proporcionar un foro inte-lectual con cabida para debates mundiales de todo ti-po, ya sean sobre política o sobre cualquier otro tema,se resiste a ello.

Además, está la cuestión de la política. Muchos an-tropólogos escriben como si su trabajo tuviera una re-levancia política clara, en un tono que da a entenderque consideran lo que hacen algo bastante radical y,desde luego, de izquierdas. ¿Pero en qué consiste real-mente esta política? Cada día que pasa resulta más di-

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fícil saberlo. ¿Suelen los antropólogos ser anticapita-listas? La verdad es que no resulta fácil encontrar aalguno que hable bien del capitalismo. Muchos descri-ben la época en la que vivimos como la del «capitalis-mo tardío», como si solo con declarar que el capitalis-mo está cercano a su fin pudieran acelerar el mismo.Sin embargo, resulta difícil dar con algún antropólogoque haya propuesto recientemente alguna alternativaal capitalismo. ¿Son por lo tanto liberales? La mayoríano puede pronunciar la palabra sin una mueca de des-precio. ¿Y entonces qué son? Por mi experiencia, creoque el único compromiso político real que se da en elámbito de la antropología es una especie de populis-mo amplio. Al menos no nos posicionamos, en un mo-mento dado, junto a las élites o junto a quien las apo-ya. Estamos con la gente humilde. Pero dado que enla práctica la mayoría de los antropólogos trabajamosen las universidades (que son cada día más globales),o bien en consultorías de marketing o en la ONU, ocu-pando puestos dentro del aparato de gobierno global,quizá todo se reduzca a una declaración fiel y ritualiza-da de nuestra deslealtad hacia la élite global de la cualformamos parte como académicos (a pesar de nuestramarginalidad).

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¿Qué forma adopta este populismo en la práctica?Ante todo implica demostrar que la gente humilde quees objeto de estudio se resiste con éxito a algún tipode poder o influencia globalizadora que se le imponedesde arriba. Es sobre esto que hablan casi todos losantropólogos cuando se topan con el tema de la glo-balización, lo que sucede muy a menudo en la actua-lidad. El antropólogo debe demostrar constantementeque sea cual sea el mecanismo a través del cual se in-tenta engañar, homogeneizar o manipular a un grupo(la publicidad, los culebrones, las formas de disciplinalaboral o los sistemas legales impuestos por el Esta-do), nunca se consigue. De hecho, la gente se apropiade y reinventa creativamente todo aquello que le llegadesde arriba y lo hace por medios que ni sus autorespodrían siquiera imaginar. Esto es hasta cierto puntoverdad, por supuesto. No quiero negar que sea impor-tante combatir la creencia, todavía muy extendida, deque desde el mismo momento en que se expone a lagente en Bhutan o Irian Jaya a la MTV, su civilizacióndesaparece. Lo queme resulta inquietante es hasta quépunto esta lógica amplifica la propia lógica del capita-lismo global. Después de todo, tampoco las agenciaspublicitarias creen estar imponiendo nada a nadie. Es-pecialmente en ésta era de segmentación del mercado,

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afirman estar proporcionando a su público materialesde los que éste debe apropiarse y hacer suyos comomejor considere, es decir, de un modo impredecible eidiosincrásico. La retórica del «consumo creativo», enparticular, podría considerarse la ideología del nuevomercado global: un mundo en que cualquier compor-tamiento humano puede ser clasificado como produc-ción, intercambio o consumo. Esta ideología sostieneque lo que orienta el intercambio es la inclinación fun-damentalmente humana de búsqueda del beneficio yque es igual en todo el mundo, mientras que el con-sumo es una forma de establecer la propia identidad(sobre la producción se prefiere no hablar siempre quesea posible). En el terreno comercial todos somos igua-les, lo que nos diferencia es lo que hacemos con las co-sas una vez en casa. Esta lógica mercantil ha sido taninternalizada que si una mujer en Trinidad se viste deforma extravagante y luego sale a bailar, los antropólo-gos considerarán automáticamente que su acción pue-de definirse como una forma de «consumo» (en opo-sición a, pongamos, lucir el tipo o pasar un buen ra-to), como si lo realmente importante de esa noche esque se compre un par de refrescos. O quizá es que elantropólogo coloca en el mismo nivel el vestirse y elbeber, o quizá simplemente considere que todo lo que

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no es trabajo es «consumo», porque lo realmente im-portante aquí es que hay productos manufacturadosimplicados en el asunto. La perspectiva del antropólo-go y del ejecutivo de marketing global se han vueltocasi indiscernibles.

Tampoco hay grandes diferencias a nivel político.Hace poco, Lauren Leve advirtió a los antropólogosque si no iban con cuidado corrían el riesgo de con-vertirse en una pieza más de una «maquina identita-ria» global, un aparato de instituciones y creencias dealcance planetario que durante aproximadamente laúltima década ha estado convenciendo a la poblaciónmundial (o al menos a gran parte de su élite) de que,puesto que ya han terminado los debates sobre la na-turaleza de las alternativas políticas o económicas, laúnica forma posible de plantear una reivindicación po-lítica es mediante la afirmación de algún tipo de identi-dad grupal, estableciendo de antemano en qué consistedicha identidad (por ejemplo, las identidades grupalesno son mecanismos por medio de los cuales los gruposse comparan entre sí, sino que remiten al modo en elque el grupo se vincula con su propia historia y, en es-te sentido, no existe ninguna diferencia esencial entrelos individuos y los grupos). Las cosas han llegado atal extremo que en países como Nepal se obliga inclu-

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so a los budistas theravada a entrar en el juego de lapolítica identitaria, un espectáculo particularmente es-trambótico si se piensa que sus reivindicaciones iden-titarias se basan esencialmente en la adhesión a unafilosofía universalista que insiste en que la identidades una ilusión.

Hace muchos años, un antropólogo francés llamadoGerard Althabe escribió un libro sobre Madagascar ti-tuladoOppression et Liberation dans l’Imaginaire. Es untítulo sugerente. Creo que se podría aplicar a lo que leocurre a la mayor parte de la literatura antropológica.En su mayoría, lo que aquí llamamos «identidades»,en lo que a Paul Gilroy le gusta denominar el «mundosobredesarrollado», son algo impuesto a la gente. Enlos EE.UU. muchas son el producto de la opresión ylas desigualdades presentes: alguien catalogado comonegro no debe olvidarlo ni por un solo momento; supropia definición le es indiferente al banquero que ledenegará el crédito o al policía que lo va a detener porencontrarlo en el barrio equivocado, o al doctor quele aconsejará la amputación de un miembro enfermo.Cualquier intento de redefinirse o reinventarse indivi-dual o colectivamente se debe realizar por entero den-tro de este conjunto de límites tan extremadamenteviolentos. (La única forma de cambio real sería trans-

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formar las actitudes de quienes tienen el privilegio deser definidos como «blancos», destruyendo probable-mente el propio concepto de blanquitud). Pero de he-cho nadie sabe cómo elegirían definirse a sí mismos lamayoría de norteamericanos si desapareciese el racis-mo institucional, si la gente tuviera una verdadera li-bertad para definirse como quisiera. Tampoco merecemucho la pena especular sobre el tema. La cuestión escómo crear una situación que nos permita averiguarlo.

Esto es a lo que me refiero por «liberación en elimaginario». Pensar cómo sería vivir en un mundo enel que la gente tuviera realmente el poder de decidirpor sí misma, individual y colectivamente, a qué ti-po de comunidades pertenecer y qué tipo de identi-dades adoptar, es una tarea verdaderamente difícil. Yhacer posible ese mundo, algo todavía más difícil. Sig-nificaría cambiarlo casi todo y tener que enfrentarse ala oposición persistente, y en última instancia violen-ta, de quienes se están beneficiando del estado actualde cosas. Lo que sí es fácil es dedicarse a escribir co-mo si estas identidades creadas libremente ya existie-sen, lo que nos evita tener que plantearnos los proble-mas complejos e intratables del grado de implicaciónde nuestro propio trabajo en esta auténtica máquinaidentitaria. O seguir hablando de «capitalismo tardío»

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como si fuera a conllevar automáticamente el colapsoindustrial y una posterior revolución social.

A modo ilustrativo:En caso de que no quede claro lo que di-go aquí, permitidme que regrese por unmomento a los rebeldes zapatistas cuyo le-vantamiento el día de año nuevo de 1994puede considerarse el inicio de lo que mástarde sería conocido comomovimiento dela globalización. Lamayoría de los zapatis-tas pertenecían a las comunidades de ha-bla maya tzeltales, tzotziles y tojolabalesestablecidas en la Selva Lacandona, queeran las comunidades más pobres y explo-tadas de México. Los zapatistas no se au-todefinen como anarquistas ni como autó-nomos, sino que poseen una tradición sin-gular. De hecho, están tratando de revolu-cionar la propia estrategia revolucionariaal abandonar la idea de un partido de van-guardia —cuyo objetivo sea el control delEstado— y luchar por crear espacios libresque puedan servir como modelo de un au-togobierno autónomo, abogando por una

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reorganización general de la sociedad me-xicana en forma de una red compleja degrupos autogestionados que pueda empe-zar a discutir la reinvención de la sociedadpolítica. Al parecer, hubo ciertas divergen-cias dentro del propio movimiento zapa-tista sobre el tipo de reformas democráti-cas que querían promulgar. La base de ha-bla maya apoyó con fuerza una forma deconsenso que se inspiraba en sus tradicio-nes comunitarias, pero reformulado paraser más radicalmente igualitario; algunosde los líderes militares de la rebelión, dehabla hispana, se mostraron escépticos encuanto a su aplicabilidad a escala nacio-nal. Sin embargo, al final tuvieron que re-conocer la sabiduría de aquéllos a quie-nes «mandaban obedeciendo», como de-cía uno de los lemas zapatistas. Pero lomás impresionante es lo que ocurrió cuan-do las noticias de esta rebelión se difun-dieron por todo el mundo. Es aquí donderealmente se ve cómo trabaja la «maquinaidentitaria» de Leve. En lugar de una ban-da de rebeldes con una visión de una trans-

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formación democrática radical, fueron re-definidos inmediatamente como una ban-da de indios mayas que reivindicaban laautonomía indígena. Así es como los retra-taron los medios de comunicación inter-nacionales; eso es lo que todos considera-rían importante, desde las organizacioneshumanitarias a los burócratas mexicanoso los observadores de la ONU. A medidaque pasaba el tiempo, los zapatistas, cuyaestrategia dependió desde un primer mo-mento de la creación de alianzas en la co-munidad internacional, se vieron cada vezmás impelidos a jugar la carta indígena,excepto cuando se relacionaban con susaliados más cercanos.Esta estrategia no ha sido del todo inefec-tiva. Diez años después, el Ejército Zapa-tista de Liberación Nacional sigue ahí, sinhaber tenido apenas que disparar un tiro,y eso a pesar de todos los intentos por mi-nimizar su papel a nivel «nacional». Loque quiero destacar es lo paternalista, o di-cho sin ambages, lo absolutamente racista

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que ha sido la reacción internacional a larebelión zapatista. Porque lo que los zapa-tistas proponían era precisamente empe-zar esa difícil tarea que, como he señala-do, la retórica sobre la «identidad» ignora:intentar ver qué formas de organización,qué tipos de procesos y de debates son ne-cesarios para crear unmundo en el que laspersonas y las comunidades sean realmen-te libres para decidir por sí mismas quétipo de personas y comunidades deseanser. ¿Y qué les dijeron? De hecho, les dije-ron que, puesto que eranmayas, no teníanabsolutamente nada que decirle al mundosobre los procesos mediante los cuales seconstruye la identidad o sobre la natura-leza de las alternativas políticas. En tantoque mayas, la única declaración políticaque les estaba permitido hacer de cara alos nomayas era respecto a su propia iden-tidad maya. Podían afirmar su derecho acontinuar siendo mayas, podían exigir re-conocimiento en tanto quemayas, pero re-sultaba inconcebible que un maya quisie-ra decirle algo al mundo más allá de un

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simple comentario sobre su propia mayei-dad.

¿Y quién estaba atento a lo que realmente tenían quedecir?

Según parece, un grupo de anarquistas adolescentesen Europa y Norteamérica, que rápidamente empeza-rían a sitiar las cumbres de esa élite global con quienlos antropólogos mantienen una alianza tan molesta eincómoda.

Pero los anarquistas tenían razón. Creo que los an-tropólogos deberían hacer causa común con ellos. Te-nemos herramientas a nuestro alcance que podrían serde una enorme importancia para la libertad humana.Empecemos a asumir nuestra parte de responsabilidaden el proceso.

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David GraeberFragmentos de antropología anarquista

2004

Recuperado el 7 de diciembre de 2018 desdeviruseditorial.net

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