foucault, michel - un placer tan sencillo

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9. UN PLACER TAN SENCILLO «Unplaisir si simple», Le Gai Pied, n° I, abril de 1979, publicado en “Estética, ética y hermenéutica. Obras Esenciales Vol. III” - Paidós, 1994 Los homosexuales se suicidan a menudo, dice un tratado de psiquiatría. «A menudo» me encanta. Imaginemos chicos altos, delicados, con las mejillas pálidas, que, incapaces de franquear el umbral del otro sexo, no dejan durante su vida de entrar en la muerte para salir de ella inmediatamente, dando un portazo con gran estrépito. Lo que no deja de importunar a los vecinos. A falta de bodas con el bello sexo, se casan con la muerte. el otro lado, en lugar del otro sexo. Pero son tan incapaces de morir totalmente, como de vivir verdaderamente. En este juego risible, los homosexuales y e! suicidio se desacreditan mutuamente. Hablemos un poco en favor del suicidio. No en favor de! Derecho ai mismo, sobre lo cual demasiada gente ha dicho muchas cosas hermosas, sino contra la mezquina realidad a la que se le somete. Contra las humillaciones, las hipocresías y los trámites sórdidos a los que se le condena: reunirá toda prisa cajas de pastillas, encontrar una buena y resistente navaja como las de antaño, mirar el escaparate de un armero y entrar, intentando mantener el tipo. Por el contrario, creo que se tendría derecho no a una consideración apresurada sino a una atención seria y competente. Se debería poder discutir de la calidad de cada arma y de sus efectos. A uno le gustaría que el vendedor fuera experimentado, sonriente, alentador pero reservado, no demasiado hablador, que comprendiese que está atendiendo a una persona de buena voluntad pero desgraciada, que nunca tuvo la idea de utilizar un arma contra otro. Seria bueno asimismo que su celo no le impidiera aconsejarle otros medios que fueran más adecuados a su forma de ser, a su complexión. Este tipo de comercio y conversación seria mil veces mejor que discutir con los empleados de pompas fúnebres en torno ai cadáver. Gentes a las que no conocíamos y que no nos conocían hicieron que un día empezásemos a existir. Fingieron creer y se imaginaron, sin duda sinceramente, que nos esperaban. En cualquier caso, prepararon, con mucho cuidado y a menudo con una solemnidad un poco artificiosa, nuestra entrada en el «mundo». Es inadmisible que no se nos permita a nosotros mismos preparar con todo el cuidado, la intensidad y el ardor que deseemos y con todas las complicidades que se nos antojen, aquello en lo que pensamos desde hace mucho tiempo, cuyo proyecto hemos forjado desde nuestra infancia, quizás una tarde de verano. Parece que en la especie humana la vida es frágil y la muerte cierta. ¿Por qué es necesario que nos hagan de esta certeza un azar, que toma por su carácter repentino o inevitable el aspecto de un castigo? Me irritan un poco las sabidurías que prometen enseñar a morir y las filosofías que dicen cómo pensar en ello. Me deja indiferente todo lo que se supone que nos «prepara» para la muerte. Hay que prepararla, componerla, fabricarla pieza a pieza, calcularla o, mejor, encontrar los ingredientes, imaginar, elegir, recibir consejo y trabajarla para hacer de ella una obra sin espectador que existe únicamente para mí, y sólo el tiempo que dure el más breve segundo de la _vida. Los que sobreviven, lo sé bien, no ven en el suicidio más que huellas miserables de soledad, de infelicidad y de llamadas sin respuesta. No pueden plantearse el «por qué», Ésta debería ser la única pregunta que no hay que plantearse a propósito del suicidio. «¿Por qué? Simplemente porque lo he querido.» Es verdad que el suicidio deja marcas descorazonadoras. Pero, ¿de quién es la culpa? ¿Creen ustedes que es muy divertido tener que meterse en la cocina y sacar una lengua totalmente azulada? ¿O encerrarse en el cuarto de baño y encender el gas? ¿O dejar un pequeño trozo de cerebro en la acera para que lo husmeen los perros? Creo en la espiral del suicidio: estoy seguro de que mucha gente se siente deprimida ante la idea de todas esas mezquindades a las que se condena a un candidato ai suicidio (y no hablo de los mismos suicidas, con la policía, el camión de bomberos, la portera, la autopsia, y todo lo demás) hasta el punto de que muchos prefieren matarse que continuar pensando en ellas. Consejos para los filántropos. Si quieren ustedes que disminuya realmente el número de suicidios, hagan que sólo se mate la gente por una voluntad reflexiva, tranquila y liberada de incertidumbre. No hay que dejar el suicidio en manos de personas desgraciadas e infelices,

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Page 1: Foucault, Michel - Un Placer Tan Sencillo

9. UN PLACER TAN SENCILLO «Unplaisir si simple», Le Gai Pied, n° I, abril de 1979,

publicado en “Estética, ética y hermenéutica. Obras Esenciales Vol. III” - Paidós, 1994 Los homosexuales se suicidan a menudo, dice un tratado de psiquiatría. «A menudo» me encanta. Imaginemos chicos altos, delicados, con las mejillas pálidas, que, incapaces de franquear el umbral del otro sexo, no dejan durante su vida de entrar en la muerte para salir de ella inmediatamente, dando un portazo con gran estrépito. Lo que no deja de importunar a los vecinos. A falta de bodas con el bello sexo, se casan con la muerte. el otro lado, en lugar del otro sexo. Pero son tan incapaces de morir totalmente, como de vivir verdaderamente. En este juego risible, los homosexuales y e! suicidio se desacreditan mutuamente. Hablemos un poco en favor del suicidio. No en favor de! Derecho ai mismo, sobre lo cual demasiada gente ha dicho muchas cosas hermosas, sino contra la mezquina realidad a la que se le somete. Contra las humillaciones, las hipocresías y los trámites sórdidos a los que se le condena: reunirá toda prisa cajas de pastillas, encontrar una buena y resistente navaja como las de antaño, mirar el escaparate de un armero y entrar, intentando mantener el tipo. Por el contrario, creo que se tendría derecho no a una consideración apresurada sino a una atención seria y competente. Se debería poder discutir de la calidad de cada arma y de sus efectos. A uno le gustaría que el vendedor fuera experimentado, sonriente, alentador pero reservado, no demasiado hablador, que comprendiese que está atendiendo a una persona de buena voluntad pero desgraciada, que nunca tuvo la idea de utilizar un arma contra otro. Seria bueno asimismo que su celo no le impidiera aconsejarle otros medios que fueran más adecuados a su forma de ser, a su complexión. Este tipo de comercio y conversación seria mil veces mejor que discutir con los empleados de pompas fúnebres en torno ai cadáver. Gentes a las que no conocíamos y que no nos conocían hicieron que un día empezásemos a existir. Fingieron creer y se imaginaron, sin duda sinceramente, que nos esperaban. En cualquier caso, prepararon, con mucho cuidado y a menudo con una solemnidad un poco artificiosa, nuestra entrada en el «mundo». Es inadmisible que no se nos permita a nosotros mismos preparar con todo el cuidado, la intensidad y el ardor que deseemos y con todas las complicidades que se nos antojen, aquello en lo que pensamos desde hace mucho tiempo, cuyo proyecto hemos forjado desde nuestra infancia, quizás una tarde de verano. Parece que en la especie humana la vida es frágil y la muerte cierta. ¿Por qué es necesario que nos hagan de esta certeza un azar, que toma por su carácter repentino o inevitable el aspecto de un castigo? Me irritan un poco las sabidurías que prometen enseñar a morir y las filosofías que dicen cómo pensar en ello. Me deja indiferente todo lo que se supone que nos «prepara» para la muerte. Hay que prepararla, componerla, fabricarla pieza a pieza, calcularla o, mejor, encontrar los ingredientes, imaginar, elegir, recibir consejo y trabajarla para hacer de ella una obra sin espectador que existe únicamente para mí, y sólo el tiempo que dure el más breve segundo de la _vida. Los que sobreviven, lo sé bien, no ven en el suicidio más que huellas miserables de soledad, de infelicidad y de llamadas sin respuesta. No pueden plantearse el «por qué», Ésta debería ser la única pregunta que no hay que plantearse a propósito del suicidio. «¿Por qué? Simplemente porque lo he querido.» Es verdad que el suicidio deja marcas descorazonadoras. Pero, ¿de quién es la culpa? ¿Creen ustedes que es muy divertido tener que meterse en la cocina y sacar una lengua totalmente azulada? ¿O encerrarse en el cuarto de baño y encender el gas? ¿O dejar un pequeño trozo de cerebro en la acera para que lo husmeen los perros? Creo en la espiral del suicidio: estoy seguro de que mucha gente se siente deprimida ante la idea de todas esas mezquindades a las que se condena a un candidato ai suicidio (y no hablo de los mismos suicidas, con la policía, el camión de bomberos, la portera, la autopsia, y todo lo demás) hasta el punto de que muchos prefieren matarse que continuar pensando en ellas. Consejos para los filántropos. Si quieren ustedes que disminuya realmente el número de suicidios, hagan que sólo se mate la gente por una voluntad reflexiva, tranquila y liberada de incertidumbre. No hay que dejar el suicidio en manos de personas desgraciadas e infelices,

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que amenazan con arruinarlo, estropearlo y hacer de él una miseria. De todas formas, hay mucha menos gente feliz que desgraciada. Siempre me ha parecido extraño que se diga que no hay que preocuparse por la muerte porque entre la vida y la nada, la muerte en si misma no es, en suma, nada. Pero, ¿no es eso lo poco que merece Interpretarse? Cabe hacer de ella algo, y algo que esté bien. . Sin duda hemos carecido de muchos placeres, los hemos tenido mediocres, los hemos dejado escapar por distracción o pereza, por falta de imaginación y también por falta de empeño, o hemos disfrutado de tantos, que ya resultaban monótonos del todo. Tenemos la oportunidad de disponer de ese momento absolutamente singular. Merece la pena ocuparse más de él que de cualquier otro: no para preocuparse o intranquilizarse sino para transformarlo en un placer desmesurado, cuya preparación paciente, sin descanso y también sin fatalidad, iluminará toda la Vida. El suicidio fiesta, el suicidio orgía, no son más que algunas fórmulas entre otras, hay formas más cultivadas y más reflexivas. Cuando veo los funeral homes en las cal1es de las ciudades norteamericanas no sólo me entristezco por su tremenda banalidad, como si la muerte debiese apagar cualquier esfuerzo de imaginación. También lamento que esto no sirva más que para los cadáveres y para las familias contentas de estar todavía vivas. ¿No hay, para los que tienen pocos medios o para aquellos a los que una larga reflexión ha agotado hasta el punto de aceptar entregarse a los artificios completamente preparados, laberintos fantásticos como los que los japoneses han instalado para el sexo y que llaman «Love Hotel»? Es verdad que sobre el suicidio ellos conocen mucho más que nosotros. Si tienen ustedes la oportunidad de ir ai Chantilly de Tokio, comprenderán lo que he querido decir. Allí existe la posibilidad de entrar en lugares sin geografía ni calendario para buscar, rodeados de la decoración más absurda, con compañeros sin nombre, ocasiones de morir libres de toda identidad: se dispondría de un tiempo indeterminado, segundos, semanas, meses tal vez, hasta que con una evidencia imperiosa se presente la ocasión que uno reconocería inmediatamente que no se puede dejar pasar: ésta tendría la forma sin forma del placer, absolutamente sencillo.