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 LÍDERES Y CAUDILLOS EN LA HISTORIA DE AMERICA Introducción y Compilación de Florencia Ferreira de Cassone

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Caudillismo Latinoamericano

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HISTORIA DE AM ERICA
Introducción y Compilación de
Florencia Ferreira de Cassone
En el proceso, turbulento y conflictivo, de la organización política
de nuestra América, la herencia del personalismo hispánico se ha
manifestado en un rasgo que perdura a través de diferentes etapas históricas:
el predominio de un liderazgo personal definido como caudillismo. En
nuestros países se han sucedido los sistemas, constituciones y experiencias
más diversas, pero desde la hora misma de la Emancipación, la presencia
fuerte y dominadora del caudillo - militar o civil, violento o benévolo,
ignorante o ilustrado ha sido una constante política.
En casi todos los casos, la imposición de su voluntad ha contado con
el apoyo de una parte considerable de la sociedad, fascinada hasta el
fanatismo por la adhesión al carisma mítico de una personalidad que
reflejaba los rasgos característicos de esa sociedad, y que aun cuando los
distorsio nara , mantenía viva la imaginación de los amores y odios populares.
La relación polémica y generalmente violenta de los caudillos con las élites
políticas hispanoam ericanas y sus proyectos de organización institucional, es
otro de los temas que confluyen en este aspecto del desarrollo histórico.
La historia hispanoamericana es, en gran parte, la de sus caudillos,
mayores y menores, y todo estudio integral y objetivo de sus capítulos
centrales, deberá considerar las facetas culturales, sociales, políticas y
económicas del caudillismo. Tema cuya complejidad exige un método
m ultídisciplinario . razón por la cual la historiografía, la sociología, la ciencia
política y la literatura han ofrecido versiones muy diferentes del fenómeno,
tanto en razón de la formalidad de cada enfoque como de las bases teóricas
o filosóficas en que las mismas se apoyan.
Para adelantar en el análisis del relevante problema del caudillismo
hispanoamericano era, sin embargo, necesario contar con un repertorio de
los diversos estudios o conceptos del mismo, seleccionados entre los más
11
 
interesantes y útiles en la materia. Un panorama antológico de los ensayos
sobre el caudillismo, acompañados por un estudio preliminar y una
bibliografía seleccionada, que sirviera a las investigaciones sobre el tema.
Este ha sido el propósito del libro que presentamos de la Profesora
Florencia Ferreira de Cassone, Profesora Adjunta de "Ideas Sociales y
Políticas Americanas" en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la
Universidad Nacional de Cuyo, institución que ha tenido la generosidad y el
acierto de acoger dicha obra en su plan editorial. Además del cargo ya
citado, es Profesora Adjunta de "Historia Americana Contemporánea" y del
"Seminario de Historiografía", en la Facultad de Filosofía y Letras de la
U.N.C., institución en la cual se graduó como Profesora y Licenciada en
Historia. Es, por último, Investigadora en la carrera del Consejo Nacional
de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
Todo lo dicho acredita la experiencia docente y de investigación de
la autora, que se ha especializado en la historia americana, y en particular
de sus ideas políticas y sociales. Así lo prueban sus numerosos trabajos
publicados , donde se advierte tanto la seriedad de su formación profesional
como el rigor y el método con que ha utilizado los elementos del análisis
político para el conocimiento y la compresión del hecho histórico. En este
mismo sentido, se deben acreditar sus estudios en las universidades
norteamericanas, en las cuales ha dictado clases y conferencias pero, sobre
todo, ha trabajado en sus biliotecas y centro documentales.
La presentación de esta obra tiene para mí un sentido muy particu lar.
Desde hace ya muchos años, la autora me acompaña en mí cátedra Titular
de "Ideas Sociales y Políticas Americanas", y tanto en el dictado de las
clases, para las cuales dispone de dotes nada comunes de claridad y
sencillez, como en la realización de las arduas tareas de investigación, he
podido apreciar los progresos en la formación de una personalidad académica
y científica que ya comienza a dar los frutos acordes con el empeño de su
esfuerzo, la seriedad de sus estudios y la compresión de la historia
americana.
Los profesores que estamos al cabo de una larga tarea de cáted ra, no
podemos ser insensibles a los testimonios del aprovechamiento de nuestras
lecciones. La autora, con esta obra, confirma las esperanzas que puse en mi
magisterio, pero más que el agradecimiento por su colaboración fiel y
permanente, mi satisfacción más profunda es advertir cómo ha comprendido
mi concepto de la historia de nuestra América y la visión objetiva de la
misma, por encima de dogmatismos menores que distorsionan la verdad y
reducen la libertad de juicio, que es un patrimonio inalienable de la vida
intelectual.
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enfoques comprensivos, flexibles, abiertos y actualizados del proceso de su
desarrollo. Por sus condiciones personales la autora está situada en una
posición espiritual que le ha permitido entrar en el hondo y enigmático fondo
de nuestra creación histórica. Sólo me queda augurarle renovados adelantos
en la obra historiográfica que inicia con este libro, y agradecerle que me
permita, una vez más, acompañarla en su presentación.
Enrique Zuleta Alvarez
Emérito de la Universidad Nacional de Cuyo
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L Í D E R E S Y C A U D I L L O S E N L A H I S T O R I A D E A M E R I C A
Florencia Ferrein de Cassone
Introducc ión
El estudio del caudillismo en la América hispánica ha tenido siempre
un lugar significativo dentro del conjunto de los trabajos dedicados al tema
de la autoridad política, en virtud de la singularidad del mismo y de los
peculiares relieves que ha alcanzado en nuestra sociedad. Pero la atención
que se le ha prestado en los ambientes científicos, académicos y aún
periodísticos, lamentablemente no ha redundado en resultados satisfactorios,
si se tienen en cuenta las exigencias del moderno análisis histórico y
sociológico, así como las de una visión abarcadora y comprensiva del
problema.
La historia de la América hispánica ofrece una galería de personajes
que han regido sus pueblos en diversas etapas y circunstancias y la variedad
de sus caracteres es casi ¡limitada, tanto desde el punto de vista de la
singularidad psicológica, como del contexto social y cultural en que han
actuado; sería, pues, imposible reducir a un esquema simple, uno de los
fenómenos más complejos de nuestra conducta política.
El caudillismo debe inscribirse dentro del capítulo mayor que
corresponde a las variadas formas del liderazgo autoritario, en una gama que
va desde el ejercicio elemental del mando político hasta los extremos de las
tiranías más exacerbadas. Ya se trate de líderes como de caudillos, el
hombre de autoridad ha dado lugar a una literatura copiosa, integrada por
ensayos sociales y culturales, estudios sociológicos e históricos y hasta por
obras de ficción, a partir de las cuales es posible emprender el estudio de
este decisivo aspecto del desarrollo político iberoamericano.
Cada país, territorio, región o ciudad de la América hispánica, a
partir de los primeros momentos de a conquista española y portuguesa hasta
llegar a la época contemporánea, ha atravesado fases distintas en este
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ejercicio de la autoridad y, por lo tanto, existe un material riquísimo de
hechos e ideas que se ofrecen a los ensayistas, investigadores y creadores
literarios capaces de transformar el mismo, en obras develadoras de dicha
realidad.
Pero,
  como decíamos, si bien el fenómeno de la autoridad, tanto de
su debilidad en la anarquía, como de sus excesos en la tiranía, ha motivado
estudios de considerable entidad, sin embargo, el tema concreto del
caudillismo todavía espera desarrollos mayores, en el empeño y la
realización.
El caudillo y el caudillismo sin duda merecen una consideración
especial, dentro del gran capítulo de la autoridad y el liderazgo político. Se
trata de un fenómeno específico de la realidad social y política
iberoamericana, situación que exige, también, un método particular de
estudio y un repertorio análogo de enfoques y teorías aptas para una
comprensión amplia del problema.
Para adelantar en el estudio del mismo, resultaba imprescindible
contar con un conjunto de textos que reflejaran este proceso seguido por los
análisis e investigaciones sobre el caudillismo hispanoamericano, pues la
conclusiones que hoy se deducen de estos trabajos, sin duda difieren de las
que se podían hallar en el siglo XIX y en los principios del XX.
Tal es  la justificación y el origen de la selección que hoy ofrecem os,
y que hemos precedido de un estudio introductorio con el objeto de perfilar
las líneas principales del mismo, a partir del liderazgo y hasta concluir en
el preciso tema del caudillismo.
La selección de autores y textos ha sido enfocada con un criterio
amplio, ajeno a cualquier dogmatismo metodológico o interpretativo. Hemos
buscado autores provenientes de ciencias y enfoques diversos, así como
también que reflejaran las distintas etapas en el desarrollo histórico de la
cuestión. Por ello, hemos incluido los siguientes trabajos, algunos de ellos
traducidos especialmente para esta antología: de Antonio Carro Martínez. 'El
caudillismo americano'; de Francisco Javier Conde, 'El símbolo político del
caudillaje. Situación histórica en que surge'; de Charles Chapman, 'La edad
de los caudillos: un capítulo en la Historia de América Hispánica'; de
Francois Chevalier, 'Caudillos y Caciques. Contribución al estudio de los
lazos personales'; de Harold Davis, 'Dictadores', de su Revolutionaries,
Traditionalists and Dictators in Latin America; deTulio Halperin Donghi.
'El surgimiento de los caudillos en el marco de la sociedad rioplatense
postrevolucionaria'; de Hugh Hamiil, 'Introducción' a su Dictatorship in
Spanish America; de José Machín, 'Caudillismo y democracia en América
Latina'; de Juan Pivel Devoto, 'Prólogo' a la obra de Manuel Herrera y
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Obes y Bernardo Prudencio Berro, El   caudillismo  y la Revolución
Americana; de Paul Verdevoye. 'Presentación' a su "Caudillos",
"Caciques" et Dictateurs dans le   Román Hispano-Américain;  de Peter
Waldman, 'El Caudillismo. ¿Una constante de la cultura política de América
Latina?'; de Eric Wolf y Edward Hansen, 'La política del caudillo: un
análisis estructural' y, por último, de Rubén Zorrilla, 'La lucha política
oligárquica'.
Nuestro propósito ha sido, pues, facilitar un instrumento de trabajo
útil al investigador en historia, poniendo a su alcance estudios que le
permitirán indagar sobre la personalidad y características del personaje.
Hemos proporcionado, además, una bibliografía general que
esperamos habrá de resultar beneficioso a quienes desean incursionar en este
tema del caudillismo, cuya importancia en Hispanoamérica está, a nuestro
entender, fuera de toda discusión. Si así es considerado el trabajo, habremos
logrado nuestro objetivo.
El concepto y la palabra
El caudillo es un jefe que posee la autoridad y que la ejerce
conduciendo a sus seguidores del mismo modo como el líder lo hace con
quienes reconocen y aceptan su guía. El estudio de los caudillos y el
caudillismo, por lo tanto, es parte de una investigación mayor que
comprende las nociones de sociedad, autoridad y liderazgo.
La sociedad, dice Aristóteles, se compone de individuos
específicamente diferentes, como lo son los elementos que la componen.
Pero esta desigualdad permite que haya una jerarquía, un orden, dentro del
cual es natural que haya quien mande y quienes obedezcan. Más aún. la
existencia misma de la sociedad requiere una autoridad que rija y ordene la
conducta de los hombres, de modo tal que sin esa autoridad la sociedad
misma se desintegraría. Por más perfecto que sea el orden político y jurídico
de una sociedad, ésta no puede prescindir de la autoridad que la conforma,
la mantiene y la conduce.
El principio de jefatura está, por lo tanto, indisolublemente unido a
ese hecho natural que es la sociedad humana. Por ello todos los hombres
acatan la existencia de la autoridad y adhieren a la persona y a la función de
quien la ejerce, con quien se identifica.
Ni la historia ni la ciencia política clásica pusieron en duda el
carácter natural y necesario de la autoridad. Pero en la época moderna y
sobre todo a partir de las teorías contractualistas de la sociedad del siglo
XVIII, cuando se impuso la idea de la sociedad como un hecho voluntario.
17
 
producto del acuerdo natural y racional de los hombres, la noción de
autoridad también entró en crisis.
Al finalizar el siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, un
proceso revolucionario produjo la quiebra del sistema político del
Liberalismo y con la aparición de los movimientos de masas y el
totalitarismo, fue necesario que las ciencias políticas y la sociología se
hicieran cargo de un fenómeno nuevo: el surgimiento de los líderes que
encabezaban las revoluciones.
A partir de las investigaciones de la sociología europea y más
precisamente de Max Weber, que conceptualizó el sistema de los líderes, o
sea el liderazgo, y definió con precisión sus características, las ciencias
sociales ahondaron en la temática de dicho fenómeno, tanto en su vertiente
autoritaria como en la democrática.
El liderazgo es uno de los tipos de relación social entre el hombre
y la comunidad y su estudio permite la explicación de algunos de los
problemas planteados por el impacto de la vida urbana sobre las actitudes y
comportamientos sociales. Estas investigaciones han tenido gran acogida
entre los sociólogos norteamericanos, muy preocupados por el desajuste
entre la conducta individual y la sociedad. Así se han considerado la
estructura del liderazgo, la relación entre el líder y sus seguidores y muchas
otras características de este fenómeno.
Al estudiar el caudillismo tropezamos con muchos problemas
vinculados con el tema del liderazgo, más amplio y distinto en cuanto versa
sobre la vida urbana y descuida el medio rural donde, como veremos, nacen
los caudillos y los caciques. Pero a pesar de estas diferencias, muchas de las
conclusiones sociológicas sobre el liderazgo son útiles para una compresión
de un fenómeno que nosotros consideramos en una perspectiva sobre todo
histórica.
La investigación histórica que trata de conocer y comprender la
función de los caudillos en la América Hispánica ha enriquecido, también,
las conc lusiones de los sociólogos cuyo punto de vista a menudo se ha fijado
en los caudillos y en los caciques como un caso peculiar de liderazgo.
La palabra caudillo deriva del latín,   capitullum,  que quiere decir
cabeza y designa a la persona que, como dice el Diccionario de la Real
Academia Española, "como cabeza guía y manda a la gente de guerra. El
que dirige algtín gremio, comunidad o cuerpo" (ed. 1984).
En cuanto a
  el Diccionario lo define como el "sistema
de caudillaje o gobierno de un caudillo" y citamos ambas definiciones
nominales, porque a partir del origen del nombre es posible iniciar una
caracterización del hecho histórico, social y político que el mismo comporta.
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La noción clásica del jefe que guía y orienta a la sociedad humana
se basaba en la existencia de esa personalidad excepcional, cuya índole y
condiciones habilitaban para el ejercicio de la autoridad, cualesquiera fuese
la época, el régimen político o la sociedad de que tratare: desde las
comunidades más primitivas a las organizaciones más elaboradas y
complejas.
Roma, el más alto ejemplo político de la antigüedad, distinguió
claramente entre
  entre autoridad y poder, es decir,
entre quien representa el mando de una sociedad en términos formales e
institucionales y aquel que tiene el poder efectivo para mandar.
El caudillo fue, pues, en su origen, el jefe con poder para imponer
su arbitrio y su sentido más completo lo adquirió en la guerra, es decir, en
la situación de violencia donde el riesgo ante el peligro de muerte define los
límites extremos de la naturaleza humana.
Caudillo fue, por lo tanto, el jefe militar, al cual obedecen sus
subordinados no sólo porque tiene una representación jerárquica más o
menos formal o institucional sino porque ese jefe tiene la capacidad real de
hacerse obedecer por quienes le siguen, por los oficiales y soldados que
reconocen y acatan la superioridad de su poder para mandar.
Raíces hispánicas del caudillismo americano
En la Edad Media, cuando se deshacía el mundo político de la
antigüedad y se formaban otras unidades políticas, surg ió el tipo humano del
guerrero, en medio de la violencia y de la guerra que ponían a prueba estas
nociones esenciales de la vida social. Los señores feudales y los reyes que
encabezaban a su pueblo en la guerra, los caballeros y las mesnadas que los
seguían por adhesión a símbolos y mitos de la época, trazaron el marco en
el cual aquella vieja tradición del caudillo militar se reforzó con trazos
vigorosos.
En España, por ejemplo, se distinguió entre el rey y el caudillo y la
antigua legislación de las   Partidas  legitimaba el caudillaje cuando estos
unieran a sus hombres, obtuvieran el triunfo y se distinguieran por su juicio
y virtud. De algún modo, el caudillo era equiparado al maestro, porque
también enseñaba a vencer a los enemigos y por todo ello merecía honores
y respeto, así como la condena de quienes lo desobedecieran sin razón.
El caudillo no reemplazaba al rey, quien muchas veces fue también
un caudillo, pero ambos debían tener virtudes personales y ejercer un mando
justo y recto, al cual debía acatamiento la comunidad. La figura de Ruy Díaz
de Vivar, el Mío Cid, es la síntesis histórica y política del caudillo.
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Al iniciarse el proceso de la Conquista española del continente
americano, los expedicionarios a quienes la Corona encomendó la fundación
de los primeros asentamientos, la exploración del territorio, el dominio de
los pueblos aborígenes y la protección de la misión evangelizadora y
conquistadora, asumieron una función primordialmente militar que habría de
troquelar los nuevos hábitos, costumbres y formas políticas del Nuevo
Mundo.
Como soldados españoles, trajeron a América el mismo estilo
conquistador y redentor con que acababan de expulsar a los moros de la
Península. La misma fibra aventurera, agresiva, violenta y arriesgada y una
actitud mesiánica y religiosa propia de la Edad Media que aún estaba vigente
en España.
Como guía y conductores de los soldados que integraban las
primeras expediciones de conquista, los jefes que representaban al soberano
español asumieron la tarea de caudillos a la que estaban acostumbrados por
la tradición española.
Durante casi dos siglos, el tejido de instituciones civiles y jurídicas
que España extendió por todo el territorio americano tuvo una consistencia
débil y quebradiza. La lucha contra la naturaleza y los hombres, la novedad
de la vida americana y las urgencias de la misión de transplantar al Nuevo
Mundo la civilización hispánica, hizo que la fuerza reemplazara muchísimas
veces al embrionario orden institucional. En esas circunstancias quedó
librada a la personalidad del jefe o caudillo la conducción de la guerra, la
seguridad de las ciudades, las vidas y las haciendas de los colonizadores y
la provisión de los más elementales servicios de la vida civilizada.
Los principales conquistadores fueron verdaderos caudillos: Hernán
Cortés, Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Alvar Núñez Cabeza de
Vaca, Hernando de Soto, Pedro de Alvarado, Gonzalo Jiménez de Quesad a.
Pedro de Valdivia, Núñez de Balboa, etc.
Fueron jefes de sus seguidores porque tenían los títulos que
legitimaban la representación de rey, pero sobre todo porque sus
condiciones personales -físicas y psíquicas-, su valor y tem ple, su espíritu de
sacrificio y la entrega apasionada al ideal de la conquista los convirtieron en
modelos y guía para sus hombres, a quienes se impusieron por   autorictas y
pot estas.
Pero en la medida que se fue consolidando la organización del
imperio español en América y que las instituciones políticas, sociales,
jurídicas y culturales fueron perfilando el nuevo tipo de civilización
infundido por España en tierras americanas, el orden legal y el ejercicio de
la autoridad legítima a cargo de los funcionarios hispánicos, fue superando
2
 
la función de los primeros jefes o caudillos. Hacia mediados del siglo   XVU
y ya francamente en el siglo XVIII, su función sólo era un recuerdo mítico
aun cuando perduraran el sello que habían dado a las costumbres políticas
americanas, de lenta y trabajosa fragua.
Además, el inmenso territorio americano apenas conquistado y
civilizado en algunas regiones, donde había vastas zonas habitadas por
indígenas que permanecían al margen del sistema social y político hispánico,
permitió la subsistencia de una vida rural alejada del orden institucional.
Haciendas y explotaciones de la índole más diversa, permitieron la
perduración del patrón o jefe rural, que ejercía la autoridad y el poder por
obra de su personalidad y porque otorgaba a sus seguidores servicios y
bienes que la elemental organización del Estado no podía proporcionar.
Los caudillos  y  la Emancipación
Cuando al comenzar el siglo XIX se derrumbó el imperio español en
América y comenzó el largo y decisivo proceso de la Emancipación, la
ruptura del orden político hispánico y la guerra que se desencadenó, rompió
el tejido institucional hispánico y puso en libertad a los diversos elementos
que integraban la sociedad americana.
Entre 1810 y 1830 tuvo lugar en América el primer intento de
organización política de los diversos países formados después de la
independencia. El proyecto fue el del Liberalismo iluminista, bebido en la
fuente española con aportes importantes de las ideas francesas, inglesas y
norteamericanas. Pero a pesar de la elevación de las miras ideales y del
carácter notable de la clase política que lo impulsó, las nuevas instituciones
chocaron con una realidad social y cultural formada en la vieja tradición
hispánica con sus valores de personalismo, religiosidad, autoritarismo y
jerarquía.
El mundo iberoamericano, donde la incipiente curiosidad y espíritu
de innovación de la minoría liberal urbana era contrapesada por la poderosa
vida rural, conservadora y tradicional, entró en una crisis de recepción y
adaptación las nuevas formas políticas.
Fueron arrasadas las débiles y transitorias instituciones levantadas
por los liberales y el final de la guerra de independencia fue seguido por un
largo y sangriento período de guerras civiles, en el cual pareció zozobrar el
sueño de los Libertadores de levantar una civilización política independizaila
política y culturalmente de España y sus tradiciones.
Ya durante las güeras de Emancipación, la exigencia de la lucha
militar, que los patriotas debieron emprender improvisando ejércitos con
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jefes,
  oficiales y soldados salidos de las filas del pueblo, había retrotraído la
vida americana a la época de nuevo, de los caudillos.
Fueron tiempos de guerra, y para los hispánicos la guerra era
sinónimo de jefes audaces que asumían el mando de sus hombres gracias a
su valor, arrojo, dotes personales y capacidad de mando. La guerra contra
Napoleón en España hizo surgir una vieja institución: la
 guerrilla,
  es decir,
la lucha a cargo de tropas irregulares mandadas por jefes audaces e
improvisados, por cabecillas, denominación que engarza etimológica y
conceptualmente con la de caudillo, como ya dijimos.
Nada extraño fue, por lo tanto, que en las guerras civiles
iberoamericanas reapereciera una jefatura irregular e improvisada y que
tomara a su cargo la conducción de la sociedad anarquizada y en crisis de
autoridades legítim as. ,b nóiüu sim ^io teinamiíte
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El caudillismo como etapa histórica   mV-<-~;->„., ,^ „« ,
Hacia 1830 se inicia en la mayoría de los países iberoamericanos la
etapa histórica del caudillismo. Cabe, pues, desde esta perspectiva trazar el
perfil de este sistema o sea caracterizarlo por sus rasgos propios y sus notas
distintivas y principales. Pero esta tarea no se debe llevar a cabo sin indicar,
previamente, que a pesar de ser un fenómeno histórico común a todos los
países iberoamericanos, es muy grande la diferencia que hay entre los
caudillos y el caudillismo según se trate de épocas y países distintos.
Otro recaudo de principio o de método consiste en no tratar de
elaborar una teoría del caudillo, es decir, una ley relativa al surgimiento y
función de este tipo de liderazgo. La preocupación de reducir a estructuras
y leyes el com portamiento histórico del hom bre es un prejuicio filosófico que
proviene de considerar la historia como una ciencia social, en la cual cabe
dilucidar las leyes a las cuales se ajustaría la regularidad del com portam iento
humano, con la pretensión de prever el curso ulterior del mismo y su
reducción a una posible y siempre perfectible estructura social.
En relación con este punto de vista también opera en este tema la
perspectiva formalista del liberalismo constitucional, para el cual las
conductas que no se encuadran en las instituciones de gobierno previstas por
la constitución, son ilegítimas y deben ser superadas por un proceso
progresivo, de la conducta política. Desde este punto de vista, la guía,
conducción y orientación propias del caudillismo representan una forma
primitiva de la autoridad que debe ser reemplazada por los mandos legítimos
establecidos por la ley de la sociedad civil.
Sin negar la licitud de esta obligación jurídica y aceptando que toda
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sociedad debe imponer el cumplimiento de las leyes, es fácil demostrar que
la conducta social y política del hombre no se reduce ni se agota en el marco
de la Constitución. El caudillismo y el tipo de jefatura personal que
reaparece periódicamente en las crisis sociales, cuando se producen las
rupturas del ordenamiento institucional, es también un hecho sociaJ y su
verificación histórica debe ser estudiada y comprendida en un marco de
valores más amplio que el meramente jurídico.
Esta advertencia también vale para el reduccionismo sociológico que
sólo ve en los caudillos y el caudillismo, un epifenómeno de las estructuras
sociales, de las condiciones de producción y, sobre todo, de la dialéctica de
dominadores y dominados. Los caudillos, sin duda, tuvieron una pertenencia
social y defendieron intereses económicos alternativos, según fueran las
épocas y los países. Pero tanto las causas que los originaron como las
condiciones de la jefatura que ejercieron y los resultados de su acción,
superan ampliamente el marco de la estructura económica y social y se
proyectan sobre valores políticos y culturales que no pueden limitarse a la
simple función de superestructura.
El caudillo como jefe
El caudillismo, visto desde la perspectiva de la historia
hispanoamericana debe, por lo tanto, ser estudiado como el tipo de jefatura
personal que suele darse en la sociedad humana cuando han entrado en crisis
las instituciones formales de la organización social y se requiere que alguien
asuma, perentoria y urgentemente, la conducción del grupo social. Esta
circunstancia de excepción genera una competencia tácita o expresa entre
quienes pueden aspirar a esa jefatura y termina por imponerse aquél que
posee rasgos personales capaces de representar las aspiraciones y
características de su grupo, que adhiere a esa conducción y obedece al
mando sin que para ello se requieran otros requisitos que los surgidos del
hecho de la crisis.
Max W eber ha estudiado una de las características p rincipales de ese
jefe o caudillo: la atracción que su personalidad ejerce sobre sus seguidores
y que Weber califica con el término de
 carisma,
 de origen religioso pero que
aquí está extrapolado al plano social y político, en virtud de que ese tipo de
adhesión, generalmente irracional y emotiva, sentimental y apasionada antes
que racio nal, guarda relación estrecha con la fe religiosa que mueve a ciertas
sociedades a seguir a los sacerdotes o santones que poseen ese
  carisma.
El marco de excepción y crisis en que surge el caudillo está muy
bien  ejemplificado por la guerra. En esta situación límite se abre paso la
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condición del caudillo, sobre todo cuando se trata de la que podríamos
llamar guerra tradicional, es decir, la que se llevaba a cabo sin la
organización de la técnica moderna (ejércitos y armamentos), en la cual la
victoria o la derrota dependían esencialmente de las condiciones del hombre
que peleaba.
Pero el tipo de jefatura que es el caudillismo puede darse en la paz,
siempre y cuando la situación también sea la de una crisis de las instituciones
regulares de la sociedad civil. La época revolucionaria, por lo tanto, en la
medida que debilita y cuestiona la vigencia del orden institucional, también
se presenta propicia para el surgimiento de los caudillos que asumen la
función de mandar hasta que se estabilice la sociedad y retorne la aceptación
y obediencia de las autoridades legítimas dentro de cada sistema de go bierno .
Desde el punto de vista de la sociología, se ha insistido en el análisis
de las condiciones sociales que permiten el surgimiento de los caudillos y el
caudillismo. Oportunamente volveremos sobre el tema pero ahora nos
interesa subrayar que nuestro análisis histórico, tratará de captar la fisonomía
de los hechos históricos, relativos a los caudillos sin incurrir en el prejuicio
de ver la sociedad humana como un proceso de cambio de estructuras, que
se va realizando en forma siempre perfectiva sobre la base del
enfrentamiento de las clases sociales; proceso dentro del cual los caudillos
sólo representarían un accidente subordinado a la determinación de las
contradicciones que surgen del nivel económico de las clases.
Caudillismo y crisis social
En la historia de la América hispánica el fenómeno del caudillo y las
formas más incipientes del caudillismo se dieron , como ya dijimo s, desde los
momentos de la conquista, pero la primera experiencia definida del mando
caudillesco, se dio con la Emancipación, ya que el derrumbe de las
instituciones del Imperio, desencadenó una larga y profunda revolución
social, política y cultural.
  la crisis de las instituciones políticas
  y
jurídicas,
  al ser depuestas las autoridades españolas y surgir las de los
patriotas independentistas.
  que siguió a las declaraciones
emancipadoras provocó la formación de nuevos ejércitos al mando de jefes
y oficiales reclutados entre los grupos de criollos dirigentes y la masa del
pueblo. Apareció una capa nueva de jefes militares y la leva de la tropa en
la ciudades y la campaña conmovió el orden social y produjo una
movilización que tuvo consecuencias tanto en el orden político como en el
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económico y, en muchos casos, como el de Venezuela, raciales.
En tercer lugar, al romperse la unidad política del sistema español,
se produjo la diáspora de ciudades y regiones que buscaron un orden nuevo
bajo la forma de países diversos. Este proceso de   desintegración regional
también ahondó el enfrentamiento entre las ciudades y la campaña que
buscaron la defensa de sus intereses culturales, políticos y económicos bajo
las banderas del federalismo y el centralismo. En el plano ideológico, el
conflicto se agravó por la incidencia de las posiciones teóricas de las
minorías liberales y conservadoras.
En cuarto y último lugar, los nuevos países iniciaron la tarea de
fundar las nuevas instituciones políticas y culturales del liberalismo ,
  en
pugna con una situación política fuertemente arraigada en la tradición
hispánica. En estas circunstancias, las constituciones y estatutos creados por
el grupo dirigente liberal durante los años que van de 1810 a 1830, no
lograron asentar un orden político estable y dejaron sin respuesta los
reclamos de una organización que reemplazara la de los españoles expulsados
con la independencia.
De estos cuatro factores, la guerra fue la que influyó más en el
surgimiento de los caudillos, puesto que ya vimos que el mando o jefatura
que implicaba, encontraba su sentido originario en la violencia del choque
armado.
Caudillismo  y  mando militar
Si bien es cierto que los criollos organizaron sus primeras fuerzas
armadas sobre el esquema de las que existían desde los tiempos de la
dominación española, la revolución obligó a modificar profundamente las
jerarquías militares, en parte por la creación de las nuevas solidaridades
patrióticas, pero también por la pérdida de las antiguas jerarquías y por la
movilización social que implicó.
Los núcleos revolucionarios como Buenos Aires. Santiago de Chile,
Caracas o Bogotá enviaron ejércitos a los respectivos campos de batalla en
la guerra contra los realistas, los cuales estuvieron al mando de jefes que
improvisaron una estructura militar nueva con sus grados y jerarquías
correspondientes, pero la naturaleza de la guerra, la dificultad de las
comunicaciones y el nivel elemental de la organización implementada. dejó
librada a la capacidad y la personalidad de los jefes y oficiales subalternos
la conducción de la guerra y la obtención de la victoria.
En esa situación se impuso el mando de tipo caudillesco. Tanto por
paite de los grandes jefes (San Martín, Bolívar, O'Higgins, Carrera, Sucre.
25
 
IMiv., llores, etc.) como de parte de los jefes subordinados. En la mayoría
de las campañas militares la guerra fue llevada fuera de las ciudades y la
lucha en medio de los peligros de la naturaleza y de los hombres, impulsó
la forja de las personalidades de excepción que conducían a las formaciones
militares.
Durante la guerra de Independencia hubo vasto campo para la guerra
de guerrillas, tales como la que dirigió Martín de Güemes en el norte de la
Argentina y tantos otros jefes en las campañas de los Andes, en Chile y
Perú. Era, por otra parte y como ya dijimos, una vieja tradición hispánica
y fue asumida sin dificultades tanto por los soldados realistas como por los
patriotas. Un caudillo partidario de España fue Boves, jefe de los llaneros
venezolanos, tan hábil y carismático en la conducción de sus jinetes como
los fueron otros soldados patriotas. La lista de nombres sería larguísima.
En torno al núcleo que se forma alrededor de este tipo de jefatura
militar, se fue organizando el nuevo elenco del gobierno civil integrado por
seguidores del caudillo militar, encargados de dar forma escrita a la
rudimentaria administración pública, con hegemonía sobre las actividades
políticas y económicas de cada región.
Al fragmentarse la unidad del Imperio Hispánico comenzó la
formación de núcleos regionales. Las principales ciudades hispanoamericanas
(Buenos Aires, Santiago de Chile, Caracas, Lima, Quito, Bogotá) se
constituyeron en capitales de los nuevos países, pero debieron afrontar la
lucha con otros núcleos urbanos que ya sea por su tradición virreinal como
por ser, a su vez, núcleos de otras regiones, disputaron a las primeras la
primacía política. Pero la oposición principal provino de las campañas,
porque tanto sus habitantes como los intereses culturales, políticos y
económicos que defendían, no estaban representados en la conducción
asumida por las grandes capitales.
El proceso de regionalización se fue acelerando en la medida en que
fracasaban los diversos ensayos institucionales intentados por las minorías
liberales que preponderaban desde 1810. La debilidad y fragilidad de la
organización política facilitó, por  lo. tanto, el fortalecimiento de los sectores
rurales, donde tanto la rudeza de la vida como el carácter primitivo de las
formas sociales y culturales permitieron el surgimiento de los nuevos jefes:
los caudillos.
Los oficiales más destacados en la Guerra de Emancipación no se
resignaron a abandonar la vida de violencia, riesgo y aventuras a que se
habían entregado por cerca de quince o veinte años. Muchos habían salido
de las filas más humildes del pueblo y gozaban de rangos, jerarquías y
poder. Otros, los que provenían de clases superiores, se habían arrancado a
26
sus lugares y profesiones de origen. Clérigos, comerciantes, abogados, y
funcionarios eran ahora coroneles y generales y sus hábitos pacíficos y
rutinarios habían sido reemplazados por el ejercicio del mando arbitrario y
el uso del poder autoritario propio de la milicia.
La finalización de la Guerra de Independencia -1824, victoria de
Ayacucho- sorprendió a estos jefes militares al mando de sus tropas y, en
muchos casos, ejerciendo el poder político en ciudades y campañas. Pero de
inmediato surgieron los conflictos entre las regiones y sobre todo la puja
entre las ambiciones personales de los jefes principales, cuyas ansias de
gloria y poder no se resignaban a la aceptación pacífica del orden civil.
Por otra parte, el estado de desorden y anarquía en que habían
quedado sumidas las diversas regiones de la América hispánica no constituía
una valla a esta carrera por el poder. En realidad, ese orden pacífico y civil
al cual debieron haberse reintegrado los soldados que volvían de una guerra
victoriosa, no existía.
Los dos grandes jefes de la guerra emancipadora, Simón Bolívar y
José de San Martín, se vieron obligados a soportar la desintegración de las
fuerzas que habían comandado y a ver a sus principales lugartenientes
enzarzados en una lucha por su predominio personal.
Así ocurrió con José María Paz, Manuel Dorrego y Juan Lavalle, en
la Argentina; con Andrés Santa Cruz en Perú y Bolivia; con José Antonio
Páez en Venezuela; con Francisco de Paula Santander, en Colombia; cotí
Juan José Flores en Ecuador.
Además de sus ambiciones personales, cada uno de estos jeíes
estaban rodeados por otros militares y civiles que los animaban a que
ejercitaran su poder, en algunos casos organizando nuevos países y en otros
reclamando el poder vacante por el derrumbe de las instituciones civiles.
La crisis social, política, cultural y económica en que se sumieron
los pueblos hispanoamericanos al comenzar la década de 1830 con la
desintegración regional, la quiebra de las instituciones civiles y el auge
irrefrenado del poder militar de los jefes que no se resignaban a
desmovilizarse y deponer sus ambiciones de mando, está, pues, en la base
del surgimiento de un nuevo sistema político: el caudillismo.
La aparición de los caudillos no se comprende si no se parte de esta
situación de base. La revolución de la independencia se había hecho en
nombre de la libertad y en la mente de algunas minorías estaba el proyecto
de instalar las instituciones liberales que debían organizar el nuevo régimen.
Pero la realidad fue que el democratismo propio de los hispanoamericanos
no pudo superar el nivel de la insurgencia revolucionaria que se manifestó
en la voluntad de luchar. A comienzos del siglo XIX, cuando los reclamos
27
 
de una participación política democrática apenas si se insinuaba en la misma
Europa, en Hispanoamérica sólo hubo lugar para la afirmación de esa
jefatura peculiar y de excepción que fue el caudillismo. Surgida de la G uerra
de Emancipación pero continuada en las guerras civiles que favorecieron el
auge del hombre capaz de mandar por sus condiciones personales y por la
voluntad de imponer su arbitrio por medio de la única razón posible: la
fuerza de las armas.
Trazado el marco histórico dentro del cual actuaron los caudillos,
cabe considerar los rasgos característicos de este singular régimen político,
sin olvidar que su esencial empirismo y la gran heterogeneidad de sus
elementos no permiten arribar a conclusiones teóricas demasiado estrictas.
El caudillo como tipo humano
La persona del caudillo es la clave del tipo de jefatura que ejerce; las
condiciones sociales escudan, favorecen u obstaculizan el surgimiento del
caudillo, pero cuando éste aparece es porque su persona reúne las
condiciones excepcionales que justifican la elección, tácita o expresa, de
quienes le prestan el consenso.
En primer lugar, las aptitudes físicas. Surgido en la guerra y en la
zona rural, el caudillo debía tener el vigor, la salud y las habilidades físicas
capaces de destacarlo entre hombres rudos y viriles. Buen jinete y experto
en el manejo de armas y las labores del campo, tenía que ser el primero en
el esfuerzo de la guerra, con dotes de astucia, intuición y audacia como para
conducir exitosamente a sus seguidores.
Juan Manuel de Rosas, Juan Facundo Quiroga, Francisco Ramírez,
Estanislao López, José Gervasio Artigas, Fructuoso Rivera, Manuel Oribe,
Aparicio Saravia, José Antonio Páez y tantos otros, ofrecen una biografía
rica en anécdotas sobre sus habilidades y proezas como hombres de acción,
valientes y arriesgados en las lides de la guerra. Cuando en los intervalos de
sus campañas, los azares de la guerra lo permitían, se ocupaban de sus
haciendas y descollaban por su capacidad para administrar con sagacidad sus
propiedades territoriales.
El caudillo también debía poseer dotes singulares de penetración
psicológica, con la que suplían, la mayoría de las veces, su rudimentaria o
escasa formación cultural, aunque, algunos de ellos poseyeron una educación
básica conforme con las costumbres de una época en la cual las primeras
letras se recibían de algún sacerdote o de ciertos preceptores particulares.
No eran analfabetos y a veces poseyeron dotes singulares de
expresión y comunicación. Rosas por ejemplo, expuso sus ideas políticas en
28
 
las cartas que cambió con los personajes de su tiempo y análogos testimonios
se pueden hallar en la correspondencia de muchos caudillos de ese tiempo.
Espontáneos y sencillos en su rudeza primitiva, las dotes de
perspicacia suplían las lagunas de lecturas y conocimientos teóricos.
Conocían muy bien la psicología de sus seguidores porque entre ellos no
había diferencias esenciales sino mayor capacidad en lo material y espiritual.
Sabían cuáles eran las apetencias, necesidades y deseos de sus hombres y
también compartían su elemental código moral y la mayoría de sus valoic.s
culturales, desde los prejuicios y supersticiones hasta las fiestas y
diversiones.
Contra lo que suele decirse de ellos, los caudillos no carecían de
normas éticas. En primer lugar, porque la mayoría -por no decir la totalidad
de ellos eran cristianos de una fe simple pero fuertemente arraigada en el
catolicismo más tradicional. Esta es una perspectiva que generalmente no ha
sido comprendida por los críticos del caudillismo, que han examinado el
problema desde el punto de vista de un rigorismo laico o desde el purismo
de los estudiosos anglo-sajones.
Cierta relajación o laxismo moral impregnó, sin duda, la ética
popular de la sociedad hispanoamericana. Las costumbres de los hombres
que debían luchar contra una naturaleza salvaje y todo tipo de enemigos y
acechanzas, que vivían muy alejados de los centros de civilización y cultura
sin otra guía espiritual que su propia conciencia y las normas de un
catecismo elemental, por fuerza debían relajarse.
Pero ello no quiere decir que ese catolicismo primitivo careciera de
fuerza. Por el contrario, ciertas convicciones estaban muy arraigadas y a
veces lindaban con el fanatismo, que se mezclaba con innumerables
supersticiones de toda índole.
Los caudillos compartían esa religiosidad y solían ser rigurosos en
exigir el cumplimiento de ciertos deberes éticos. Castigaban severamente el
robo,
  la mentira, la traición, la cobardía y el crimen innecesario. Lo cual no
significa que sus propias acciones no fueran violentas y arbitrarias, ya que
eran ellos mismos los que se fijaban su código de conducta privada y
pública; siempre dentro de los límites de esa moral especial del catolicismo
hispánico diseminado por América.
En cuanto a sus principios políticos, también eran elementales y se
referían a la jefatura política, que completaba la que ya se habían ganado en
la guerra y en el manejo de sus bienes y haciendas. Los caudillos estaban
animados por la apetencia más descarnada del poder: conquistarlo,
mantenerlo y defenderlo, en una lucha cruel y despiadada, propia de esos
tiempos de violencia.
 
Pero como tipo humano, el caudillo tenía una conciencia firme de
sus valores y capacidades, una confianza en sí mismo que impregnaba sus
actos, y sobre todo, su toma de decisiones. Mandaba sobre sus hombres
porque no titubeaba en asumir todos los riesgos que implicaba la protección
de sus intereses e ideales. No era un hombre de dudas ni se cuestionaba la
licitud de sus procedimientos. En el caudillo primaba su condición de
hombre de acción: rápido, efectivo, seguro y eficaz.
Los caudillos y el medio rural  ,
n
¡  ^
Desde la época de la dominación española la tierra fue la base de la
economía. Las concesiones que hizo la Corona
 a
 los primeros conquistadores
y la posterior evolución de la propiedad territorial sólo permitió la existencia
de latifundios, cuyos propietarios formaron la clase social encargada del
gobierno y de la explotación económica.
La propiedad de grandes extensiones de tierras estuvo vinculada, por
lo tanto, al poder social, político y económico. Por ello, los caudillos
completaron el ejercicio de su jefatura militar asumiendo las funciones de la
conducción política, y reforzaron su posición con la propiedad territorial que
fundamentaba todo el poder.
Cuando los caudillos pertenecieron a las clases altas y ampliaron su
riqueza con las explotaciones rurales e industriales que permitían esas
posesiones, el ejercico del caudillaje estuvo directamente unido al carácter
de terrateniente. Tal fue el caso de un Juan Manuel de Rosas o Justo José de
Urquiza en la Argentina. Pero a veces, los caudillos tuvieron un origen
social humilde y se encumbraron merced a su fortuna en la guerra y al
posterior esfuerzo de enriquecimiento, lícito o ilícito. Así ocurrió, por
ejemplo, con Juan José Flores, oficial de Bolívar ensalzado como fundador
y caudillo del Ecuador.
En el apogeo de su mando político, el caudillo gozó también de
poder económico, sobre todo cuando se ocupó de sus tareas de hacendado
e industrial y aumentó su riqueza merced a los privilegios del mando
caudil leseo.
Como terrateniente y hacendado, el caudillo era el centro de un
sistema social y económico propio del desarrollo hispanoamericano de los
siglos  XVIII  y XIX. La hacienda o estancia -según la denominación
argentina- era un microcosmos, un mundo propio donde el patrón ejercía una
autoridad casi omnímoda rodeado por familiares, peones y allegados de la
más diversa índole, a los cuales dirigía en todos los órdenes de la vida:
desde la familiar hasta la social, política y militar.
3
 
A la manera de la  gens  romana y de las  mesnadas  castellanas, en la
gran propiedad territorial, generalmente dedicada a la ganadería pero
también a la labranza, el dueño de la hacienda tenía a sus órdenes una
comunidad social que recibía del jefe los recursos para subsistir y progresar
y todos los bienes que pagaba con su adhesión y una fidelidad que llegaba
hasta el compromiso de sus propias vidas.
Los diversos propietarios formaban en una región o en un país, una
clase social que detentaba, de hecho, el poder social. Eran los más ricos y
los más fuertes y constituían una verdadera oligarquía, en el sentido del
gobierno de una minoría caracterizada por su riqueza.
Pero sería un error sostener que los caudillos gozaban de su mando
y su poder simplemente porque eran los más ricos. AI contrario, eran ricos
porque habían sabido conquistar la jefatura propia del caudillo y el ejercicio
de este liderazgo les había acarreado, además, la riqueza.
Lo esencial en el caudillo eran sus condiciones de mando, su
personalidad carismática y excepcional, capaz de conducir con éxito a sus
nombres en medio del derrumbe de las instituciones civiles y a través de la
crisis social que definía dicha situación.
Las condiciones del caudillo para imponerse en las campañas y su
dominio de los diversos factores de la vida rural, están en la base del sistema
del caudillismo. Pero hay que tener en cuenta que el lento desarrollo urbano
durante la mayor parte del siglo XIX y el peso de una economía rural sobre
las ciudades, puso a éstas y a las minorías urbanas e ilustradas en una
situación subordinada con respecto a los caudillos que funcionaban como
jefes y señores campesinos.
El caudillo, apoyado en el campo, se extendía sobre la ciudad y allí
ejercía su poder político. Rosas crece en la campaña de Buenos Aires e
irrumpe en la ciudad al producirse la crisis del gobierno civil y la mayoría
de los caudillos, a pesar de actuar como líderes políticos en las principales
capitales, tenían su centro de poder en las haciendas de su propiedad y en la
adhesión de la masa campesina que de él dependía, cuya proyección sobre
las ciudades implicaba un tejido complejo de alianzas sociales con su secuela
de valores e intereses compartidos.
Un tema que ha sido muy estudiado, ha sido el de los propósitos
perseguidos por los caudillos en relación con su pertenencia a un medio
rural. Se ha sostenido, muchas veces, que los caudillos sólo perseguían la
defensa de su clase social -la oligarquía terrateniente- y la protección de los
intereses económicos que representaba. Según sociólogos como Rubén H.
Zorrilla o historiadores como Manfred Kossok, la unión de latifundio y
burguesía manipuló el apoyo de las masas populares ("populismo
31
   •--. » i
Es innegable que los caudillos que basaban su poder en la riqueza
territorial y en las industrias campesinas y que contaban con el apoyo de las
masas de paisanos integrados en su grupo, buscaban la defensa de sus
intereses. Pero sería un prejuicio reducir éstos a los beneficios económicos
que permitía el poder político. Una concepción más amplia y abarcadora de
las motivaciones del obrar político, sin duda incluye la economía, pero
también comprende aspectos culturales, políticos y sociales que exigen otra
valoración del hecho histórico.
j .
El regionalism o, del cual el caudillo ftie el represen tante y defensor,
aparece en la América hispánica al romperse la unidad del imperio español.
De acuerdo con sus tradiciones sociales, culturales y con sus intereses
respectivos, cada región americana se volvió sobre sí misma y buscó
consolidar y defender el sector geográfico y político correspondiente.
La región no se reducía al medio rural, pues la campaña se integraba
con una o varias ciudades y sus intereses complejos, y a veces
contradictorios, buscaban su equilibrio en la voluntad de reunirse en esa
unidad mayor que formaron los nuevos países, constituidos después de la
independencia.
Uno de los principales problemas que se plantearon en esta época,
fue la pretensión absorbente y centralizadora de las grandes ciudades
americanas. Buenos Aires, Montevideo, Santiago de Chile, Caracas, Santa
Fe de Bogotá, por ejemplo, que tenían una tradición como cabezas de las
principales reg iones, pretendieron que su rango de capital de cada pa ís, fuera
aceptada por las demás ciudades y campañas del interior de cada uno de
ellos.
Pero esta pretensión fue resistida, porque los otros núcleos pensaban
que sus valores políticos y culturales, y, sobre todo, que sus intereses
económicos, no estaban defendidos por las aspiraciones hegemónicas de las
capitales.
Los enfrentamientos regionales, que venían desde la época de la
colonia y que habían dirimido costeños y andinos, llaneros y ciudadanos,
porteños y provincianos, etc., se complicaron con los desafíos que las
ciudades del interior hacían a las capitales de cada región: Concepción y
Santiago de Chile, Guayaquil y Quito, Mérida o Maracaibo y Caracas.
Cartagena de Indias o Medellín y Bogotá, Córdoba, Montevideo y Buenos
Aires.
32
 
¡,» *S Por ot ra pa rte, los caudillos rad icaron el centro de su poder en
campañas, donde poseían las tierras, los hombres y los recursos   qui
fundaban sus aspiraciones de mando. De este modo pasaron a ser los   júftft

  y
  económicos.
La primera intención de los caudillos fue, por lo tanto, la defensa de
cada región. Pero sería erróneo reducir su campo de acción al regionalismo,
que explica y justifica a los caudillos, pero es insuficiente para compiriulei
su significado histórico.
Rosas en la Provincia de Buenos Aires, Quiroga en La Rioja, Muslos
en Córdoba, Taboada en Santiago del Estero, para hablar de los casos
argentinos, tuvieron como tarea principal, representar a sus respectivas
regiones en la pugna con la ciudad de Buenos Aires, pero cabe señalar que
no todos tuvieron la misma visión política de los intereses generales ni la
misma concepción de lo nacional.
En efecto, la idea de nación se fue elaborando penosamente a partir
de la Emancipación. Cada región o ciudad recogió los elementos que
tradicional mente la habían distinguido y diferenciado desd e los tiempos
coloniales. Pero el proceso que debía conducir a la nación y al Estado tuvo
que atravesar un largo proceso que pasó por la consolidación de la
personalidad y los intereses regionales.
En la América hispánica, la región estuvo antes que la nación y
luego, por obra de la inteligencia política de sus hombres más significativos,
surgió el proyecto de integrar las diversas regiones en una unidad que les
otorgaría un sentido superior, sin anularlas ni destruirlas.
Los caudillos aparecieron exigidos por la crisis y la anarquía social
y política, desatadas al fracasar el primer proyecto organizativo de las
minorías liberales e ilustradas después de la Emancipación. La región fue la
unidad elemental y primera que se constituye, de hecho, como base de la
reorganización política hispanoamericana.
Pero la defensa de la región -el regionalismo-, que tuvo en los
caudillos sus defensores y valedores, sólo fue la primera etapa de un
proyecto mayor de organización nacional que los caudillos de más
personalidad política, no sólo comprendieron, sino que contribuyeron a
realizar.
Es cierto que gran parte de ellos carecieron de esta altura de miras
y no sobrepasaron el programa del Estado nacional y al asumirlo, como dice
Francisco García Calderón -que revaloró esta acción en una obra pionera.
Las democracias latinas de América (1912)- cumplieron una función
necesaria para el progreso hispanoamericano.
33
 
en Bolivia; Santa Ana en México; Santander en Colombia y muchos otros,
fueron caudillos sin los cuales hubiera sido imposible la constitución de sus
respectivos países.
Los caudillos actuaron, pues, constituyendo la unidad nacional a
partir del regionalismo, por lo cual se ha comparado su función política con
la cumplida por las monarquías europeas que agruparon a las nacionalidades,
como paso previo a la organización de los respectivos estados modernos. El
caudillismo es un antecedente rudimentario de la monarquía, que se legitima
por la tradición hereditaria y la ley.
Cabe, por lo tanto, distinguir con precisión entre la personalidad y
la obra de cada caudillo y ponderar su acción en cada uno de los países
americanos. En algunos, la limitación localista y la cortedad de miras, no
logró superar el regionalismo, pero en otros, la visión del ideal nacional y
la voluntad de contribuir a la organización de un país que integrara las
diversas regiones, fue clara y decidida.
En una etapa histórica (1830-1850), los caudillos pasaron del
regionalismo al nacionalismo, pero en otra (1850-1900), sobrevivieron a la
superación del localismo y conservaron su poder hasta la consolidación de
los respectivos estados nacionales, con lo cual probaron que el caudillismo
no estaba reñido con la organización del estado nacional.
Tal fue el caso de Francisco Solano López, en el Paraguay; Rufino
Barrios en Guatemala, Antonio Guzmán Blanco, Cipriano Castro y Juan
Vicente Gómez en Venezuela y Porfirio Díaz en México, son nombres que
cabe señalar en una larga dinastía que no ha desaparecido en América, a
pesar de las diferencias de épocas históricas y características sociales y
personales de los caudillos.
Caudillismo y poder político
Al estudiar el tipo de poder político ejercido por los caudillos
también hay que tener en cuenta las diferencias de personalidades y épocas
históricas involucradas en la noción de caudillismo. Trataremos, sin
embargo, de subrayar algunas características comunes.
Recordemos que la personalidad del caudillo ejerce una atracción
curísmática sobre sus seguidores, es decir, una especie de sugestión emotiva
y apasionada, que supera el nivel de la comunicación racional. El caudillo
es consciente de este fenómeno y lo utiliza para ejercer su mando sin más
limitaciones que su voluntad arbitraria y soberana. El poder político del
caudillo tiende, pues, a ser absoluto y autocrático.
34
 
Generalmente se equipara el caudillo con el dictador, más aún, con
el tirano, pero conviene establecer algunos matices.
En primer lugar, el mando autocrático y unipersonal afirma una
voluntad individual, soberana y, al gobernar por la fuerza, impone una
dictadura. Pero esta jefatura excepcional, de acuerdo con una vieja tradición ,
se puede ejercer en beneficio de la sociedad que se refugia en dicha
autoridad al sobrevenir la crisis. Por sí misma no implica las notas de
despotismo e injusticia que definen la tiranía. La mayoría de los caudillos
fueron dictadores y mandaron en provecho propio, pero no todos fueron
tiranos ni descuidaron la defensa, a su modo, de los intereses generales.
Autócrata y dictador, el caudillismo, además, no carece de notas
populares y democráticas que es interesante subrayar.
Cualquiera fuese la clase social a la que pertenece, el caudillo parte
de una conciencia de identificación con la masa de hombres que conduce y
en nombre de esta comunidad racial, social, cultural y política, asume, por
sí y ante sí, su representación, sin que requiera procedimientos expresos que
formalicen este consenso.
El caudillo, al defender los valores e intereses de su región y su
gente, reivindica una forma redimentaria e informal de la democracia que,
a pesar de su carácter inorgánico, es vigorosa y efectiva.
Sucede que las relaciones sociales y políticas en la América hispánica
siempre tuvieron un fondo de democratismo real, proveniente de las raíces
hispánicas, cuyo popularismo es muy anterior a las ideologías que en el siglo
XIX monopolizaron su representación legítima.
Este democratismo primitivo se asentó en América gracias al tipo de
vida ruda, que ponía permanentemente a prueba la capacidad de cada hom bre
y que fue asumido por los caudillos. La condición democrática del
caudillismo ha sido generalmente negada por los estudiosos que sólo admiten
la licitud de la democracia representativa, establecida por el orden jurídico
y político liberal. Pero más allá de esta exigencia y si se limita la democracia
a la comunidad de valores e intereses que hay entre los caudillos y sus fieles,
es posible caracterizarlos como democráticos o demófilos, como también se
ha dicho.
Tanto por su carisma, como por asumir un consenso basado en la
identificación con su pueblo, al margen de normas legales, el caudillo ejerce
un poder de tipo tradicional. Las relaciones entre él y sus seguidores se
apoyan en una estructura patriarcal de la sociedad, como era la
hispanoamericana al comenzar el siglo XIX.
Caudillo y pueblo compartían valores e intereses que ambos habían
recibido por herencia. Su interés principal era conservarlos, porque los
35
 
consideraban buenos y también porque desconocían los que le prometía el
cambio. El trabajo de la tierra, la fe religiosa y las costumbres habituales
formaban un tejido dominado por el poder paternal del caudillo, cuyo
propósito principal era defender este patrimonio.
El poder político del caudillo es fuertemente conservador, aunque
haya habido algunos que profesaran ciertas ideas liberales en puntos de
política, liberalismo que era más bien una bandera o un lema, para
distinguirse de adversarios, que una convicción sobre un cambio social y
cultural, que repugnaba a sus convicciones más íntimas.
El poder del caudillo no necesitaba formas que los reglam entara . Por
eso fue indiferente al constitucionalismo del siglo XIX. Como una concesión
a las necesidades de la lucha política apoyó, a veces, el dictado de algunas
constituciones o adhirió a quienes las propugnaban, pero la esencia de su
poder político era el mantenimiento de las lealtades tradicionales, la relación
directa de su persona con el pueblo que lo seguía.
El poder político del caudillo sólo puede conceb irse, cuando al entrar
en crisis las instituciones formales, reaparece el fondo intrahistórico de las
vigencias colectivas y se imponen los modos de acción, las maneras de
concebir y llevar a la práctica las costumbres sociales que se originan en
complejas raíces temperamentales, en valores culturales tradicionales,
formados a través del tiempo y fijados en sentimientos y creencias más
fuertes que las normas racionales.
Este mando personal y autocrático ha representado a través de la
historia hispanoamericana, la perduración de un rasgo esencial de las
sociedades hispánicas: el personalismo, o sea la encarnación del poder
político en una figura concreta, real y tangible. La tradición monárquica de
los hispánicos, sin duda ha sufrido profundas mutaciones y al coexistir con
el ya mencionado democratismo popularista, ha producido una forma muy
particular de adhesión a las repúblicas que se han organizado en América.
Pero el republicanismo, a pesar de ser la única forma de
organización política reconocida como legítima en la América hispánica, no
ha conseguido asentarse y está siempre al margen de su ruptura. Para
algunos historiadores, como José Luis Romero, porque las instituciones del
liberalismo democrático del siglo XIX no contaron con un cambio social y
económico acorde con la modernidad de dichas ideas; para otros, como Julio
Irazusta, porque la personalidad hispanoamericana tradicional es reacia al
racionalismo de las instituciones liberales. El tema es de gran importancia,
pero no cabe que lo analicemos ahora.
El caudillismo, como dijimos, es una forma del poder político que
irrumpe al quebrarse las instituciones civiles y manifiesta el personalismo
36
 
vigente en la América hispánica. Tuvo una realidad histórica y peidm.i un
nuestros días como testimonio de un grave problema de la sociedad política,
que no se soluciona con la condena en nombre del formalismo jurídico, ni
menos con la atribución de una patología social, como lo hizo el Positivismo
en el siglo XIX y una nutrida corriente de estudiosos contemporáneos
El poder político del caudillo, por su carácter personal, no admite
su traslado a las formas institucionales. Es eminentemente empírico y surj¡e
y se agota en la persona del jefe carismático.
El caudillo no se retira ni se jubila y su poder político concluye con
su vida o su desplazamiento forzado y a menudo violento. El caudillo tiene
seguidores o lugartenientes favoritos, pero no les cede su poder, que no es
hereditario, a menos que su hijo o descendiente también posea calidades
excepcionales y pueda revalidar dicha jefatura ante su pueblo.
El caudillismo, como régimen de excepción, es fugaz y dura lo que
dura la crisis de la organización social y la vida o vigencia del hombre que
llegó a ejercer ese poder político. En los países que conocieron una larga
etapa de caudillismo, la sucesión de los caudillos obedeció a la prolongación
de la crisis social y a la presencia de fuertes personalidades ávidas del mando
caudillesco. Lo que no se ha logrado, hasta ahora, es elaborar una teoría o
afirmar un régimen del caudillismo, que logre mantener lo que. por su
naturaleza, parece efímero y circunstancial.
El caudillismo entre la historia y la política
Nuestra perspectiva de los caudillos y el caudillismo ha sido, como
mencionáramos, la de la historia, pero la vigencia actual de este sistema en
muchos países americanos, impone una consideración del tema desde el
punto de vista de la sociedad política contemporánea.
Si utilizamos una caracterización del caudillismo ajustada a sus
caracteres históricos, el tipo que podríamos llamar clásico del caudillo,
prevaleció durante el siglo XIX y sólo pervivió en el siglo XX en aquellos
países en los cuales la violencia, las guerras civiles y el predominio de la
vida rural, permitía la presencia de este tipo de jefes.
Algunos caudillos importantes por su origen m ilitar y rural aspiraron
a mandar o fueron, efectivamente, jefes de sus países respectivos, entre
finales del siglo XIX y las primeras décadas del presente siglo. Eloy Alfaro.
permanentemente revolucionario liberal del Ecuador; Aparicio Saravia, que
encabezó las revueltas del Partido Blanco en el Uruguay o la serie de
caudillos que mandaron en la turbulenta V enezuela hasta 1935, cuando murió
el último de ellos, el mítico Juan Vicente Gómez, son algunos ejemplos.
37
En la revolución mexicana de 1910 aparecieron como productos de
la guerra civil, varios caudillos que encabezaron diversas etapas o momentos
de la revolución: Francisco "Pancho" Villa, Emiliano Zapata, Pascual
Orozco, Venustiano Carranza y el último de ellos, el General Alvaro
Obregón.
Pero en la mayoría de los países y sobre todo en aquellos que, como
la Argentina y Chile, encauzaron antes que otros su organización
institucional, los caudillos que unían la personalidad militar, el origen rural
y el poder político pertenecen a siglo XIX. En otros países corno So livia,
Perú, o Colombia, a pesar de los graves problemas políticos que
atravesaron, no llegaron a surgir caudillos notables.
Sin embargo, la mayoría de los historiadores y sociólogos suelen
considerar caudillos, a una serie de personalidades políticas que gravitaron
en la América hispánica en los siglos XIX y XX.
Es común que figuras como Diego Portales, Bartolomé Mitre,
Adolfo Alsina, Hipólito Irigoyen, José Batlle y Ordóñez, Arturo AlessanJri.
Arturo B. Leguía, Víctor Raúl Haya de la Torre y muchos más de análoga
significación, sean denominados caudillos. Pero esta calificación puede ser
motivo de serias objeciones.
No cabe duda que los políticos citados, ejercieron sobre sus
partidarios una atracción que podríamos llamar carismática y la mayoría de
ellos suscitaron adhesiones que llegaron al apasionamiento y aun al
fanatismo. Lo mismo ocurrió con argentinos como Federico Cantoni, José
Néstor Lencinas y Juan D. Perón, el boliviano Bautista Saavedra. el
colombiano Laureano Gómez, el cubano Ramón Grau San Martín, el
uruguayo Luis Alberto de Herrera o el paraguayo Natalicio González.
Encabezaron partidos políticos, fueron notables opositores o gobernantes, y
provocaron fuertes movimientos de adhesión y repudio.
Pero no fueron caudillos. En primer lugar, porque casi ninguno de
ellos surgieron como jefes militares y rurales, ni fueron terratenientes con
fuerza basada en la campaña, aunque tomaran parte en algunas revueltas
armadas o tuvieran fortuna personal. Pero sobre todo no fueron caudillos
porque, a nuestro entender, ejercieron su jefatura política en las ciudades y,
lo que es esencial, dentro del marco de las instituciones políticas y jurídicas
de cada país.
Aunque violentaran algunas leyes y trataran de imponer su voluntad
política, se ajustaron a las normas de la organización civil y el ejercicio de
su mando no fue ilimitado ni absoluto. Los límites de sus proyectos políticos
estaban establecidos por las constituciones y las leyes, y casi todos ellos
prometían y enaltecían su cumplimiento, aunque la práctica concreta de la
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Los políticos mencionados y muchos otros que podrían citarse,
pertenecen a la etapa histórica de la república organizada, con leyes, códigos
y constituciones que reducen y limitan la voluntad política. Mientras dura la
vigencia de estas norm as, no hay lugar para el régimen de excepción, ni para
que aparezca el caudillo que ejerce el mando personal, absoluto y
autocrítico.
Pero cabría la posibilidad de calificar como caudillos a los
numerosos dictadores que ha habido en la América hispánica y ésta es otra
vigorosa tendencia que se advierte en historiadores y sociólogos. El tema
exige una dilucidación cuidadosa.
Digamos, en primer lugar, que la mayoría de los dictadores han sido
militares o asumieron una condición militar desde el poder. Oficiales de
carrera eran los Generales Pinochet y Stroessner, en cambio actúan como
militares, Castro y, en su momento, Ortega en Nicaragua.
Pero el poder de estos dictadores no proviene de una jefatura
irregular y excepcional surgida en la campaña y basada en la fortuna
territorial. Es verdad que la mayoría se impuso en una lucha armada contra
fuerzas adversar ias, políticas o militares, como fueron los casos de Pinochet
y Ortega, pero no basaban su poder en la adhesión carismática de sus
seguidores y conservaban su m ando gracias a la fuerza. No es justo afirmar
que carecían de partidarios que adherían a ellos, pero la fuente de su poder
no era la voluntad libre de sus seguidores sino las armas.
Los caudillos, ya lo hemos visto, eran personalistas, autoritarios,
arbitrarios y absolutos, pero llegaban a la plenitud de su poder gracias a la
inequívoca adhesión de una gran masa de fieles partidarios, fascinados y
dominados, ante todo, por las personalidades earismáticas de los caudillos.
En la época en que surgieron y dentro de su contexto histórico,
social y político, no cabía la exigencia de las formalidades institucionales de
la elección expresa, pero el consenso tácito que se les otorgaba era una
realidad efectiva que se comprobaba cotidianam ente. Algunos dictadores han
logrado, es verdad, esta adhesión, pero luego de un largo despotismo que
concluye por doblegar las voluntades y presentar una imagen engañosa de
entusiasmo por el dictador. Las multitudes que aclaman a Castro o la
renovada adhesión que se prestaba a Stroessner, son pruebas de que la
dictadura y muchos menos la tiranía, no equivalen al auténtico caudillismo.
De todos modos, esta ambigüedad en la determinación de los tipos
de gobiernos personales y autoritarios que corresponden a la América
hispánica, nos traslada a una problemática política, cultural y sociológica que
excede los marcos de esta consideración histórica del fenómeno del
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La realidad histórica y social que dio origen al concepto y al término
de cacique, se perfila en los primeros tiempos del descubrimiento y la
conquista de América.
Cuando Cristóbal Colón desembarcó en la isla Española, encontró
que los aborígenes que allí habitaban, formaban un grupo social, al cual
correspondía un territorio determinado y una rudimentaria organización que
estaba presidida por un jefe denom inado cacique, que ejercía su poder de una
manera arbitraria pero limitada.
La voz cacique correspondía a la lengua Taino que, según Juan
Corominas, era hablada en la Isla de Santo Domingo, y, en general, en las
Antillas, poblada por los indios caribes y las tribus Arawak, quienes
designaban con ella a los jefes indígenas con potestad social, política,
económica y religiosa sobre sus vasallos. De esta palabra, cacique, derivaron
luego las que se referían al tipo de dominio; cacicazgo o cacicato, y
adjetivos que servían para calificar cierto tipo de poder: caciquil.
La palabra pasó a España y a la lengua castellana, por obra de los
conquistadores que la incorporaron al léxico social y político que llega hasta
nuestros días, desde luego con notables variaciones semánticas, como luego
se verá.
En el  Diccionario  de Covarrubias, de 1611, ya la encontramos
registrada con el significado aludido, si bien se le atribuye un erróneo origen
hebreo. Otros diccionarios como los de Sobrino (1705) y el primero de la
Academia (1729) también asientan dicho término con el mismo significado:
el que tiene mando o poder sobre su pueblo y se hace temer y obedecer por
los inferiores.
También Miguel de Cervantes, en el Libro   II del  Quijote  (1620).
menciona dicha palabra y según Martín Alonso, hasta el poeta Luis de
Góngora lo utilizó, pero en la acepción más moderna de consejero o ministro
del rey.
En otros idiomas, como el portugués, el francés y el italiano,
también se acogió el término cacique, tal cual se puede apreciar en
diccionarios y léxicos que reconocen su origen antillano y la significación de
jefe o dignatario de una tribu.
La figura del cacique como jefe aborigen puede hallarse en todo el
territorio americano donde la población indígena se organizó en la forma
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primitiva de tribus, que reconocían este tipo de dirección o jefatura.
La institución del cacique y el cacicazgo sólo fue superada cuando
las poblaciones pre-colombinas alcanzaron un grado superior de organización
política, como ocurrió con los grandes imperios que formaron los Mayas, los
Aztecas y los Incas, erigidos sobre el dominio de tribus y caciques de la más
variada importancia y categoría.
Por ese motivo, la función del cacique y el tipo especial de poder
que ejercieron, se puede apreciar mejor en aquellos territorios americanos
que no fueron integrados en las grandes unidades im periales. A sí ocu rrió con
los primeros cacicazgos estudiados por los españoles que estaban en las Islas
Antillas, en el área del Caribe, la zona norte de Sudámerica, la región
andina que escapaba al orbe incásico y la parte que correspondería a
Colombia, Venezuela y Brasil.
La mayoría de estos cacicazgos no sobrepasaron el nivel elemental
de sociabilidad y conocimientos. No podían constituir unidades mayores, y
sus conocimientos jamás alcanzaron los brillantes logros de mayas, aztecas
e incas en materia de arte, arquitectura, astronomía y ciencia. Su índole
primitiva les impidió conquistar un desarrollo mayor y su existencia estuvo
siempre abrumada por el flagelo de las guerras permanentes, aparte de las
plagas y desastres colectivos contra los cuales poco podían luchar, debido a
su organización social y económica.
Cuando adelantó el proceso de la conquista y la colonización, el
sistema de la organización tribal fue cambiando, pues España