fama
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REVISTA DE LITERATURA PERIFERICA. Es una publicaciónd Editorial Almadía que nace con el objetivo de abrir espacio y establecer puentes entre autores hispano-hablantes, en particular aquellos que escriben en los diferentes países de nuestro continente, así como de crear vínculos con autores de otras lenguas.La revista se suscribe al discurso periferia-centro como manera de comprender el nuevo espacio público. Esto define su perfil y el tipo de lector al que va dirigida: un lector crítico, que busca conocer las nuevas tendencias de la literatura en el mundo, alternativas distintas a la oferta del mercado editorial.La revista es un compendio de los mejores textos literarios, inéditos en lengua española, que abordan en cada número una temática específica.TRANSCRIPT
Revista Número Cero · año 2 · número 4 · febrero - abril 2010, es una publicación
trimestral editada por Editorial Almadía S. C., con domicilio en calle 5 de mayo,
número 16-a, Santa María Ixcotel, Santa Lucía del Camino, cp 68100, Oaxaca de
Juárez, Oaxaca · Oficinas en Av. Independencia 1001, cp 68000. Col. Centro, Oaxaca
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de 2010 · ISSN: en trámite.
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Revista Número Cero Editorial Almadía Proveedora Escolar
HORA CEROYa decía Montaigne que de todos los desvaríos del mundo, el más aprobado y más universal es
el afán de reputación y de gloria que abrazamos hasta el extremo de abandonar riquezas, descan-
so, vida y salud (bienes efectivos y sustanciales) para ir tras esa vana imagen y esa simple voz
sin cuerpo ni consistencia: la fama. En la mitología romana, la diosa Fama, dotada de un millón
de plumas y de un número equivalente de ojos, era la encargada de extender los rumores y los
hechos de los hombres, sin importarle si estos eran ciertos o falsos, justos o negativos. Por esa
razón no era bien recibida en las tranquilidades del cielo, y al no ser tampoco una criatura infer-
nal, habitaba entre las nubes, provocando desórdenes y malentendidos entre los mortales.
La literatura y sus creadores –salvo muy contadas excepciones– han sido siempre vulnerables
a los sortilegios de esta criatura alada. Cicerón señala con pertinencia que quienes despotrican
encarnizadamente contra la gloria, pretenden en realidad acceder a ella por el hecho de haberla
despreciado y, sin reparos, exigen que sus libros sobre el asunto se publiquen encabezados por
su nombre. Desde el siglo xix a nuestros días, muchos novelistas han relatado con amargura
cómo la ambición de reconocimiento puede acabar con una vida.
En esta entrega de Número 0 hemos decidido plantearnos en voz alta estas preguntas: ¿Cuál
es la relación de la literatura con la fama? ¿Qué papel juegan fama, fortuna y mercado en el deve-
nir literario? ¿Qué distancia hay entre escritores como Nicanor Parra, Salinger o Pynchon frente a
García Márquez, Martin Amis o Haruki Murakami? ¿Quiénes son nuestros nuevos inmortales?
Así, en la entrevista que Paz Balmaceda le hace a Ignacio Echevarría, se devela un planteamiento
que nos permite entender las coordenadas con que la sociedad literaria entiende hoy los rituales
de la celebridad. Sentados en las antípodas, Leonardo da Jandra y Camille de Toledo se encuen-
tran en un extraño diálogo interrumpido por los sobresaltos del correo electrónico y las emocio-
nes contrapuestas que un tema como éste despierta en ambos. Frente al reclamo por la otredad
y las causas colectivas, la mayoría de los textos que presentamos en este número coinciden en
apuntar la íntima relación que se establece entre el individualismo y la fama como la meta más
profunda del yo. Así lo vemos en los cuentos de Daniela Tarazona, Enrique Serna y Gonzálo Viñao;
en la crónica con que Bret Easton Ellis se desnuda mientras pone en evidencia los complacientes
años ochenta y en la reflexión que hace Alberto Barrera sobre la sed de celebridad que, en hertz
y ondas radiales, llevó a un individuo llamado Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela.
Como el culto universal a esta diosa tiene colocados a los escritores en un nicho lejano al altar,
algunos de nuestros autores han decidido hablar de aquellos inmortales cuya presencia global sí
es de este mundo. En los fabulosos ensayos de Alejandro Robles y Catalina Vargas, el lector encon-
trará desconcertantes textos que relacionan a Michael Jackson con Kafka y a Camilo Sesto con
Malher; poemas que apuestan por el placer mundano o la autodestrucción; experiencias visiona-
rias que lo mismo inmortalizan a una zarigüeya que a un boxeador argentino y dos evangelios
que hablan de aquellos mesías cuyos apóstoles (antes mercaderes) buscan desbancarlo todo.
Uno de esos mesías, encumbrado por sus seguidores, aterriza en la ciudad de Los Ángeles, se
emborracha con Paris Hilton y dice que es el hijo de Dios; el otro vivía en Blanes y se llamaba
Roberto Bolaño.
Antes de que el lector comulgue con cualquiera de las opciones, le sugerimos pensar en aque-
llo que decía Samuel Johnson: “el autor que ha alcanzado la fama, corre el riesgo de verla disminuir,
tanto si sigue escribiendo como si deja de hacerlo”.
C O N T E N I D O
ENsAyO AfINIDADEs
IRRECONCIlIAblEs
Alejandro Robles6
sObRE lA fAmA
Eloy Urroz17
fREsA sAlvAjE
Catalina Vargas22
lA pERsIsTENCIA
DEl DEsEO
Alberto Barrera Tyszka29
pOEsíA
DOs pOEmAs DE
A. D. WINANs
33
sEIs pOEmAs DE
TEREZA
RIEDlbAUCHOvÁ
36
CUENTO
lA llEGADA
DEl REINO
Alberto Chimal43
casting
Daniela Tarazona48
plANO CERRADO
Gonzalo Viñao52
pAyAsO
Rodrigo Blanco58
TEsORO vIvIENTE
Enrique Serna72
A DOs TINTAs
DIÁlOGO ENTRE
CAmIllE DE TOlEDO
y lEONARDO
DA jANDRA
97
CRóNICA
lA fAmA EN
Lunar park
Bret Easton Ellis108
EN lA mIRA
El véRTIGO DE
lA lITERATURA
INCUmplIDA
Paz Balmacedaentrevista aIgnacio Echevarría114
bAZAR
NADIE: DEsDE El pAís
DE lOs ACTOREs
sECUNDARIOs
Wendy Guerra 124
sAlINGER y lOs
CAjONEs DE
lOs AsEsINOs
Lolita Bosch126
lA fAmA Es mEjOR
sI sE mUERE jOvEN,
jOvEN
Sandra Lorenzano128
lIbRERO
lA vAGA sENsACIóN
DE sER OTRO
J. J. Villegas131
ut pictura atari
Pablo Raphael133
UN pElIGROsO
ObjETO pOéTICO
EmpApADO EN
AlCOHOl y
OlOROsO A
pólvORA
Edson Lechuga136
bIOs138
6
ENsAyO
AfINIDADEs IRRECONCIlIAblEs
Alejandro Robles
En su novela Brooklyn Follies, Paul Auster refiere brevemente un ilustre episodio
de la vida de Franz Kafka. Muchos lectores de Auster juzgaron la conmovedora
escena como mera invención del ingenioso novelista. El hecho sin embargo
ocurrió. Tuvo lugar en los meses de otoño de 1923; la última primavera de Franz
Kafka sería la del año siguiente; moriría de tuberculosis el 3 de julio de 1924 en
el sanatorio de Kierling, cerca de Viena. Aquella tarde de otoño Kafka estaba
acompañado por Dora Diamant, la joven con la que pasaría los meses finales
de su vida. Transcribo a continuación, no las páginas de Auster, sino las del cé-
lebre libro Dora Diamant, el último amor de Kafka de Kathi Diamant.
‹‹Un día, mientras caminaban por el pequeño parque de barrio, vieron que
una niñita lloraba. Contaba Dora que la criatura “parecía estar completamente
desesperada, así que le hablamos. Franz le preguntó qué le pasaba y entonces
nos enteramos de que había perdido su muñeca. Enseguida inventó él una histo-
ria bastante plausible para explicar la desaparición de la muñeca. ‘Tu muñeca
se ha ido sencillamente de viaje –le dijo–. Lo sé porque me ha escrito una carta’. La
niñita se mostró un tanto suspicaz: ‘¿La llevas contigo?’ ‘No, la dejé en casa por
error, pero la traeré mañana’. Intrigada, la niñita olvidó lo que tanto la había
apenado. Franz fue a casa de inmediato y se puso a escribir la carta. Lo hizo con
la misma seriedad con que escribía uno de sus trabajos y en el mismo estado de
tensión que siempre tenía cuando se sentaba a su mesa. [...] Era un trabajo se-
rio, tan esencial como cualquiera de sus escritos, porque la niñita no debía ser
engañada, sino tranquilizada de verdad, por lo cual la mentira debía transfor-
marse en la verdad de la realidad por medio de la verdad de la ficción”.
“Al día siguiente fue con la carta en busca de la niñita que lo esperaba en el par-
que. Como no sabía leer, él se la leyó en voz alta. La muñeca declaraba que se había
cansado de vivir todo el tiempo con la misma familia y expresaba su deseo de
un cambio de aire. [...] La muñeca le prometía que le escribiría todos los días, lo
que de hecho hizo Kafka, relatándole en cada carta diaria nuevas aventuras que
cambiaban con rapidez, de acuerdo con el ritmo especial de la vida de las mu-
ñecas. Pasados unos días, la niñita había olvidado la pérdida de su juguete real
y no pensaba más que en la ficción que se le había ofrecido a cambio”.
“Franz escribía cada frase poniendo atención especial en el detalle y con una
precisión llena de humor que hacían que la situación fuera totalmente acepta-
ble. La muñeca creció, fue al colegio y conoció a otras personas. Seguía asegu-
rándole a la niñita que la quería y hacía alusión a la complejidad de su vida, a sus
obligaciones, a otros intereses, que de momento no le permitían volver a vivir con
a Julio Arana
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ella. [...] El juego duró al menos tres semanas. A Franz lo desanimaba mucho la
idea de tener que poner fin a la historia, porque el final debía ser exactamente
correcto. Debía poner orden en el desorden creado en torno a la pérdida de la mu-
ñeca. Franz dedicó mucho tiempo a la conclusión que daría a la historia y por
fin se decidió por casar a la muñeca. Así describió al joven, el compromiso, los
preparativos de la boda en el campo y después, con gran detalle, la casa de la jo-
ven pareja. ‘Lo entenderás –decía la muñeca a la niñita–, debemos dejar de ver-
nos para siempre’. Franz había resuelto el conflicto de una criatura mediante el
arte, el mejor método que poseía para poner orden en el mundo››.
Kathi Diamant1 usó como fuente el texto de Anthony Rudolf Kafka and the Doll.
La autora asegura además que la sugestiva historia de Kafka y la muñeca via-
jera fue publicada por primera vez en francés en 1952 –casi treinta años des-
pués de la muerte del escritor– bajo el título de Notes inédites de Dora Diamant sur
Kafka. Especialistas interesados en rescatar las cartas del insigne escritor se
sometieron a la intensa búsqueda de la que debía ser ya una anciana, y a la que
Kafka escribiera las consoladoras cartas cuando era una niña. Las pertinaces
búsquedas incluyeron anuncios en los periódicos pero no ofrecieron ningún
resultado.2 Creo, sin embargo, que más allá de las pesquisas y las cronologías lite-
rarias, lo que realmente importa es la increíble sensibilidad y la delicadeza de
Franz Kafka –que estaba ya en la garganta de la muerte– frente al llanto inconso-
lable de una niña. Así, uno de los escritores más originales y brillantes que ha
dado la literatura, se entregó durante tres semanas a la hermosa tarea de escri-
bir cartas imaginarias a una niña desconocida. Lo hizo con la misma precisión
con la que escribió su propia obra, y con la sola intención de salvar a una cria-
tura inocente de la decepción y la tristeza. Y acudió cada tarde, durante tres se-
manas, al parque de Steglitz como el anónimo mensajero de una muñeca viajera
que ni siquiera había visto.
1 La coincidencia de apellidos entre Kathi Diamant y Dora Diamant es meramente casual. Según confiesa la autora fue precisamente ese hecho lo que la impulsó a investigar y a escribir Dora Diamant, el último amor de Kafka.
2 Lamentablemente esas cartas se han perdido. Sospecho que habrían formado una obra ma estra, sobre todo si consideramos que Kafka era un profuso escritor de cartas y domi naba como pocos el género epistolar. En el argumento propuesto por Kafka a la niña: la muñeca se ha ido lejos porque se había “cansado de vivir todo el tiempo con la misma familia y expresaba su deseo de un cambio de aire”, Kafka ha destilado su propia historia. Más tarde relata que la muñeca termina casándose y describe con lujo de detalle la boda y la casa en la que viven. También Kafka ha huido de Praga y vive por primera vez con una mujer. En otra ocasión escribe: “Berlín es la medicina contra Praga”.
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Son asimismo célebres los incontables excesos y los desvelos de Michael Jack-
son por ofrecer a los niños –y también a sí mismo– un paraíso infantil impertur-
bable, un reino lleno de diversión y de animales exóticos en el rancho de California
que llamó Neverland. Para nadie es un misterio tampoco que Michael Jackson
tomó el nombre de Neverland en honor a las páginas del escritor escocés James
Matthew Barrie, creador del popular personaje infantil de Peter Pan y de la tie-
rra de Neverland, geografía imaginaria en la que nadie envejece ni muere jamás.
Tal vez valga añadir que, en las precarias condiciones económicas y de salud en
las que Kafka pasa los últimos meses de su vida, durmiendo en habitaciones con
una calefacción inadecuada con los pulmones tuberculosos y con una magra pen-
sión que lo lleva a padecer necesidades que según Dora Diamant hacen que su
rostro se torne “gris ceniza”, su conmovedor gesto frente a esa niña desconoci-
da, vale por todos los excesos del adinerado Michael Jackson. En semejante acto
Kafka entrega todo lo que tiene, sus escasas fuerzas y su alma.
Para llegar a la raíz de los vehementes esfuerzos del astro musical estadouni-
dense por ofrecerle a los niños una infancia feliz, hay que retroceder hasta su pro-
pia y tormentosa niñez. Es bien conocida la terrible relación de maltrato físico
y emocional a la que el padre de Michael Jackson lo sometió cuando era niño y
pertenecía a la agrupación de los Jackson Five. Según Michael Jackson, los hacía
cantar y bailar literalmente hasta desfallecer, y, durante los agotadores e inter-
minables ensayos, blandía siempre en la mano un amenazador cinturón de piel
con el que los azotaba “hasta destrozarlos” si cometían el más mínimo error. En
una entrevista concedida a una cadena de televisión, Michael Jackson declaró:
“Yo corría tan rápido que la mitad de las veces mi padre no podía agarrarme,
lamentablemente la otra mitad de las veces sí, y me golpeaba. No creo que aún
hoy se dé cuenta del terror que le teníamos”. El periodista Roger Friedman en-
trevistó en una ocasión al padre de Michael Jackson, éste cínicamente se atrevió
a declarar que nada había de malo en castigar con severidad a los niños. Fried-
man le preguntó cuál era según su criterio un castigo adecuado para un niño y
el padre de Michael Jackson afirmó: “golpearle la espalda”.
En el caso de Franz Kafka bastaría tal vez con citar algunos fragmentos de la
carta que escribiera a su padre en noviembre de 1919. Kafka tenía entonces trein-
ta y seis años.
“Querido padre:
Me preguntaste una vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo. Como de cos-
tumbre, no supe qué contestar, en parte, justamente por el miedo que te tengo,
AfINIDADEs IRRECONCIlIAblEsAlejandro Robles
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y en parte porque en los fundamentos de ese miedo entran demasiados detalles
como para que pueda mantenerlos reunidos en el curso de una conversación. Y,
aunque intente ahora contestarte por escrito, mi respuesta será, no obstante,
muy incomprensible, porque también al escribir el miedo y sus consecuencias
me inhiben ante ti, y porque la magnitud del tema excede mi memoria y mi en-
tendimiento”.
Y también: “Desde muy temprano tú me prohibías la palabra. Te recuerdo
siempre amenazante ‘¡Ni una palabra de réplica!’ y levantando la mano al mismo
tiempo. [...] Y yo adquirí en tu presencia un modo de hablar entrecortado, tar-
tamudeante, y aún eso era demasiado para ti: finalmente me quedé callado, pri-
mero acaso por terquedad y más adelante, debido a que en tu presencia no podía
ni pensar ni hablar”.
Las martirizantes exigencias de su padre son tales que en algún lugar de la
misma carta Kafka escribe: “el mundo quedó dividido en tres partes: una don-
de vivía yo esclavo, bajo leyes inventadas exclusivamente para mí [...] luego, un
segundo mundo, infinitamente distinto del mío, en el que vivías tú, ocupado en
gobernar, impartir órdenes y enfadarte por su incumplimiento; y, finalmente,
un tercer mundo, donde vivía la demás gente, feliz y libre de órdenes y de obe-
diencia.”
Kafka, corroído por el pánico –pan en griego quiere decir todo, y si hemos de creer
en las etimologías, pánico significa todo el miedo–, ni siquiera se aventuró a darle
la carta a su padre, la puso en manos de su madre que tampoco se atrevió a en-
tregársela jamás.
Kafka nunca tuvo notoriedad ni éxito lejos del autoritario y opresor techo fami-
liar y sólo fue escritor para un círculo reducido de amigos y en las pocas horas en
las que no trabajaba como empleado de la oscura Oficina de Seguros Contra
Accidentes de los Trabajadores de Praga. Sin embargo, once meses antes de mo-
rir de tuberculosis en un sanatorio de Kierling, Kafka encuentra por fin la fuer-
za y la resolución para dejar Praga y el hogar paterno. Kafka ha conocido y se ha
enamorado de Dora Diamant, una joven judía de diecinueve años que, con la mi-
tad de su edad, ha abandonado a su familia ortodoxa para vivir por su cuenta.
Años antes Kafka tiene una relación amorosa con Milena JesenkáPollak, una jo-
ven de veinticuatro años –casada, pero infeliz– que ha traducido al checo alguno
de sus relatos. Su aventura amorosa con Milena es febril y esencialmente epis-
tolar. Pero Kafka se siente incapaz de continuar con su relación amorosa, se
sien te como “el peón del peón, y por lo tanto una pieza que no existe y por ende
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no puede participar en el juego”. El temeroso Kafka encuentra interminables sub-
terfugios para postergar y no subirse nunca al tren que lo reuniría con Milena en
Viena –esas infinitas postergaciones abundan y son el centro de su obra–. Final-
mente resuelve romper su relación amorosa con ella. “Los dos estamos casados
–le escribe Kafka– tú en Viena y yo con mi Miedo en Praga”. Es sin embargo Milena
quien describe con mayor fidelidad el tierno espíritu de Kafka. Tras su muerte
escribió que Franz Kafka tenía “una delicadeza de sentimientos que limitaba
con lo milagroso”. Esa línea memorable de Milena basta para justificar el singu-
lar comportamiento del escritor ante las lágrimas de la niña que ha perdido su
muñeca.
Todas las pasiones de Kafka son atribuladas, turbadoras y confusas. Se ena-
mora de Hansi Juliane Szokoll, una joven camarera que encarnaba, según su ami-
go íntimo y principal biógrafo Max Brod, el ideal erótico. La joven camarera era
tan dada a los hombres que Kafka llegó a decir de ella que “parecía que batallones
enteros de caballería habían cabalgado sobre su cuerpo”. Max Brod concluye que
Kafka “fue muy desgraciado en esa relación”. Mantiene en otra época una fugaz
relación –más bien infatuación– con la joven suiza Grete Bloch, amiga de Felice
Bauer con la que también se comprometerá y romperá en dos ocasiones. Su tor-
mentosa relación con Felice Bauer –como la que sostuvo con Milena Jesenká
Pollak– consta en la ubérrima correspondencia que le envía durante años y en la
que el escritor vierte sus agitadas y vacilantes pasiones. En uno de los tantos
sanitarios en los que se ve obligado a recluirse a causa de la tuberculosis, conoce
a la bella Julie Wohryzek pero una vez más la siniestra sombra del padre de Kafka
se interpone y le prohíbe casarse con ella. Sólo la inminencia de la muerte libe-
ra al escritor de todos los obstáculos, y ya moribundo resuelve casarse con Dora
Diamant. Le escribe entonces una carta al ortodoxo padre de Dora en la que le
pide la mano de su hija. El padre de Dora va con la carta de Kafka “a consultar al
hombre que más respetaba”, el “Gerer Rebbe”. El rabino leyó la carta y no dijo
más que una sola sílaba: “No”. Ante los avatares amorosos de Kafka, el escritor
Philip Roth apunta: “Si no hay un padre que se interpone en la vida de Kafka hay
otro”. Misteriosamente todas las relaciones amorosas de Kafka se detienen o
se frustran, y de la dulce Dora Diamant –ya lo sabe el lector– lo apartó trágica-
mente la muerte.
Por su parte, al “rey del pop” se le ha vinculado sentimentalmente con las ac-
trices Tatum O’Neil y Brooke Shields. Se sabe que en 1994 le pidió matrimonio a
Lisa Marie Presley por teléfono –petición tan fantasmal como la pasión puesta
AfINIDADEs IRRECONCIlIAblEsAlejandro Robles
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ENsAyO
Juan Antonio Sánchez Rull
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en cartas por Franz Kafka– y sostuvo con ella –como con las anteriores– una
relación estéril, ajena a las febriles exploraciones carnales, bañada sólo por la
pureza de los idilios platónicos. En 1999 el cantante contrae matrimonio con De-
bbie Rowe, pero se trata exclusivamente de una formalidad, pues Debbie Rowe
sería la madre de los hijos a los que Michael Jackson daría su paternidad. Innece-
sario reiterar que si las relaciones de Jackson eran meramente platónicas, las de
Kafka eran sobre todo epistolares.
Tal vez esos tres hechos íntimos –la ríspida relación de ambos con su padre,
el extraño carácter de sus pasiones amorosas y la devoción que sentían por los
niños– basten para emparentar las vidas de Franz Kafka y del afamado cantante
estadounidense. A muchos puede parecer baladí el anhelo de conjugar existen-
cias tan disímiles, equiparar las frivolidades de una fulgurante estrella del pop y
la gravedad de un escritor con una existencia sombría y umbrátil. Pueden escan-
dalizarse ante la osadía de emparentar dos figuras tan diametralmente opues-
tas –uno canta y baila para las multitudes, el otro escribe para una reducida
elite–, y argüir, en suma, que las afinidades entre ambos no son más ostensibles
que las diferencias. Pero Michael Jackson no sólo tiene afinidades con la vida de
Kafka, sino también con sus sórdidas y agónicas pesadillas literarias.
Kafka toleró los tenaces conflictos con su padre y extrañamente declaró que
de las asperezas y desavenencias con el hombre que lo menospreció y lo tirani-
zó hasta 1922 procedía toda su obra. Tal vez por esa razón, en su estudio Kafka: por
una literatura menor, Felix Guattari y Gilles Deleuze, aseguran que Gregorio Samsa
se convierte en cucaracha para huir de su padre. No es difícil conjeturar a su vez
que Michael Jackson se transforma a sí mismo para huir de su padre. En progre-
sivas mutilaciones quirúrgicas, Michael Jackson borra de su rostro y de su cuerpo
hasta el más mínimo rasgo de semejanza física con su padre. Si Kafka no necesi-
ta convertirse en cucaracha es porque su padre ya lo trata como una cucaracha;
Jackson, en cambio, recurre a la cirugía para dejar de sentirse como tal. Qué ma-
yor tributo a La metamorfosis de Kafka que las sucesivas y constantes metamor-
fosis a las que se somete el cantante. El filósofo francés Jean Baudrillard lo
describe como un “mutante solitario”. En su libro La transparencia del mal, Bau-
drillard escribe: “se ha hecho rehacer la cara, desrizar el cabello, aclarar la piel,
en suma, se ha construido minuciosamente: es lo que lo convierte en una cria-
tura inocente y pura, en el andrógino artificial de la fábula”. Según Samm Brown,
antiguo director musical de Michael Jackson, hasta la voz débil e infantil del
astro del pop, esa voz lánguida y casi femenina con la que solía hablar en públi-
AfINIDADEs IRRECONCIlIAblEsAlejandro Robles
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co era totalmente impostada. Como si se doblara a sí mismo en un film, adop-
taba falsamente tonos pálidos al hablar cuando su voz era en realidad grave y
musculosa.
En sus recurrentes visitas al quirófano Jackson subvierte nuestra noción de gé-
nero, trastorna nuestro hábito de calificación, rompe las serenas normas de la
naturaleza para engendrar el desorden, lo híbrido y lo discordante. Guiado por
el anhelo quimérico de encarnar la perfección, termina refugiándose en lo mons-
truoso. No en balde, el cantante ofreció al hospital londinense que conserva el
esqueleto deforme de Joseph Merrick (apodado “El hombre elefante”) la suma
de un millón de dólares para obtener la extraña reliquia ósea y conservarla entre
su caprichosa memorabilia. Lógicamente el hospital londinense declinó su mi-
llonaria oferta.
Las constantes metamorfosis a las que se somete Michael Jackson terminan por
liberarlo de los límites de la raza y el sexo. Tan acusada es su indeterminación
física que ha llevado a algunos entusiastas a generar bromas con hálito teoló-
gico que ironizan con la supuesta grandeza del ídolo del pop: Si Dios no es ni
blanco ni negro, ni hombre ni mujer, entonces es Michael Jackson. El cantante
sólo anhela huir de su padre y dejar de sentirse como una cucaracha; contradic-
toriamente acaba encarnando al monstruo, al “bicho”, palabra que funciona como
recipiente vacío destinado a hospedar cualquier contenido y cualquier significa-
do, incluso el de una cucaracha. La cucaracha, ninfa entre todos los insectos, que
si bien no es Dios está apta para resistir los devastadores embates de una bomba
atómica.
Ni siquiera la muerte era capaz de poner freno a su anhelo de transformación
o a su fascinación –su obsesión– por el quirófano, pues según la información que
llegó a muchos periódicos con su respectiva dosis de escándalo, el cantante le
manifestó al doctor Gunther von Hagens su deseo de que lo sometiera a una
cirugía post mortem, y que preservara su cuerpo mediante el método que el fa-
moso y controversial galeno ha llamado “plastinación”. A semejanza de los anti-
guos grabados anatómicos de Andreas Vesalius en los que el cuerpo con todos
sus músculos y arterias al descubierto parece vivo y animado, el doctor Gunther
von Hagens expone la carne de sus cadáveres y muestra la compleja maqui-
naria humana en las tres dimensiones del espacio. Como es lógico, Jackson
no podía resistirse a la tentación de quedar “plastinado” y eternizado en uno de
los cadáveres escultóricos de Gunther von Hagens o del Doctor Muerte, como
ha sido bautizado irónicamente por los medios.
ENsAyO
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Recientemente se ha sabido también que el fabricante de gemas Dean Van-
den Biesen, fundador de LifeGem y que posee la patente de extraer carbón de los
cabellos, transformarlos en cristales y más tarde en diamantes de laboratorio
de alta calidad, anunció que pensaba hacer una edición limitada de diez diaman-
tes con el cabello de Michael Jackson. En 2007 LifeGem produjo tres diamantes
con mechones del cabello de Beethoven que fueron vendidos a un costo de
200.000 dólares. Los caprichos y las fantasías del fetichismo no tienen límites.
De fabricarse esas piedras preciosas se trataría de la última metamorfosis del “rey
del pop”. Paradójicamente serían diamantes hechos con los cabellos que Mi-
chael Jackson se alisaba y por los que sentía, evidentemente, una profunda
aversión. Aún así, no dudo que los diamantes se fabriquen y menos que se ven-
dan a un precio exorbitante.3 El último amor de Kafka fue Dora Diamant –literal-
mente diamante en alemán, la lengua en la que escribía Kafka– hecho que nos
da licencia para afirmar que fue también su gema, su piedra preciosa; la última
forma que asumirá Jackson será literalmente la de un diamante.
Kafka fue un límpido redactor de sórdidas pesadillas, en su novela El proceso,
Josef K. es apresado sin saber de qué se le acusa y ni siquiera logra enfrentarse al
invisible tribunal que lo juzga. Por su parte Michael Jackson es llevado a juicio
acusado de inciviles y perversos delitos que según se ha sabido recientemente no
cometió. Irónicamente fue precisamente Neverland, su idílico paraíso infantil,
el escenario de los supuestos abusos que lo incriminaban. Sin embargo, tras la
trágica desaparición del cantante, Jordan Chandler, el niño que lo acusó en 1993
de pederasta, declaró que tales imputaciones eran falsas, y que fue obligado a
mentir por exigencia de su padre.
En las paginas de El proceso de Kafka abundan rasgos escalofriantes y porme-
nores de pesadilla: el techo de la sala de audiencias es tan bajo que los asistentes
que repletan el salón parecen jorobados, y algunos llevaban consigo almohado-
nes para no lastimarse la cabeza con el cielo raso. Resumo ahora –y sé que en
AfINIDADEs IRRECONCIlIAblEsAlejandro Robles
3 Tales excesos fetichistas recuerdan el caso de la niñera de G. K. Chesterton. Es sabido que Chesterton alcanzó cierta notoriedad en vida. Existen poderosos rumores que aseguran que la niñera del escritor se dedicaba a venderle a sus fervientes lectores, dorados mechones de cabello que conservó cuidadosamente y que ella misma le había cortado a Chesterton cuando era niño. Los mismos rumores aseguran que vendió tantos cabellos como para rellenar va rios almohadones, lo que hace sospechar que la fuente de suministro de sus cabellos, no era la cabeza de Chesterton, sino las populosas peluquerías de Londres.
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cada resumen algo precioso se pierde– el breve relato que Kafka tituló Ante la
ley: Un hombre llega ante la puerta de la Ley que es custodiada por un guardián
y pide ser admitido en la Ley. El guardián le niega la entrada y le advierte que
adentro no hay una sola sala que no esté defendida por un guardián, cada uno
más fuerte que el anterior. Ya el tercero tiene un aspecto que ni siquiera el pro-
pio guardián puede soportar. El hombre no había previsto tales dificultades
para alcanzar la Ley, pues piensa que la Ley debe ser accesible en todo momento
a todos los hombres. Intenta muchas veces ser admitido y fatiga al guardián con
sus peticiones, pero éste siempre acaba diciéndole que no puede pasar todavía.
El hombre que se ha equipado de muchas cosas para su viaje, se va despejando
poco a poco de todas sus pertenencias para sobornarlo. El guardián las acepta
para que el hombre no sienta que ha omitido algún esfuerzo, pero le niega la en-
trada. Pasa los años sentado en un banco junto a la puerta ante el guardián sin
poder entrar. Ya en la vejez se debilita y se le nublan los ojos. Sólo percibe un vago
resplandor que fluye inmortalmente de la puerta de la Ley. Está agonizando y a
punto de morir y se hace una sola pregunta. Como no puede incorporarse le hace
señas al guardián para que se agache. Cuando está cerca de él le dice: “Todos se
esfuerzan por la Ley. ¿Será posible que en los años que he esperado nadie haya
querido entrar sino yo?” El guardián comprende que el hombre va a morir y le
dice: ”Nadie ha querido entrar porque esta puerta estaba destinada sólo para ti.
Ahora voy a cerrarla.” No es difícil imaginar la pesadilla que vivió Michael Jack-
son durante su terrible proceso, postergado ante la puerta de la Ley. Así, el pa-
raíso artificial y su lujosa mansión en el rancho Neverland, se convierten tras
de su proceso en el inaccesible y distante El castillo de Franz Kafka. El paraíso de
Neverland se transformó en el infierno que perfeccionó su ruina.
Desde entonces al “rey del pop” no lo honraban las multitudes, sino el aislamien-
to, la soledad y el vicio. En los últimos meses de su vida, Kafka se sume en la
redacción de un denso, exquisito y perturbador relato: La madriguera. Un animal
con un agudo sentido del peligro, edifica su vida en torno a la idea de generarse
seguridad y serenidad. Con dientes y uñas construye un complejo e intrincado
sistema de cámaras subterráneas y corredores destinados a proporcionarle la
tranquilidad y el aislamiento que tanto desea. Pero aún apartado y oculto, el ani-
mal siente temores que “tal vez sean iguales que las inquietudes a las que da
lugar la existencia en el mundo exterior”. El relato, cuyo final se ha perdido, con-
cluye en el instante en que el animal está atento a lejanos ruidos subterráneos
que le hacen “suponer la presencia de la gran bestia”. Aislado del mundo exterior
ENsAyO
16
y lejos de Neverland, la tierra en la que nadie envejece y muere jamás, Michael
Jackson falleció a causa de una dosis letal de Diprivan el 25 de julio de 2009.
A Franz Kafka –como a Michael Jackson– le dimos una vida breve, la enferme-
dad, la angustia, la relación tormentosa con su padre, la desdicha amorosa y la
soledad, la pesadilla y el temor, todo lo demás se lo debemos todavía.
AfINIDADEs IRRECONCIlIAblEsAlejandro Robles
17
Sobre la fama y otras inquietudes que me atormentan los domingos por la mañana cuando
estoy de ocioso y no escribo mis obras inmortales, disquisición ontopatológica de sumo
interés para todos los mortales que me leen.1 Esta exégesis fue asimismo conocida
en todo el orbe por el título de Fame, remember my name, o en español: Mi fama, tu
fama y la fama de Obama. Ahora bien, entrando ya en materia, ¿podemos hablar
acaso de la fama, de mi fama o de la fama de Obama? No tengo idea francamen-
te y no saberlo es ya una pésima broma, por no decir una reverenda (y cándida)
estupidez. Deberías saberlo, argumentarán los irónicos, los escépticos, los nihi-
listas con toda razón y/o sinrazón. Pero yo respondo: ¿quién diablos cree en se-
rio en la fama que tenga dos dedos de cerebro y no se llame Warhol, Cleopatra o
Salinas de Gortari? Nadie cree en la fama y muchos, no obstante, matan por ella,
incluyendo los que la desdeñan: sean los que la tienen o los que no la tienen. Pero,
¿de verdad todos la desean?
He comenzado mal; no he dicho maldita cosa.
No he dicho nada porque no sé nada sobre el tema.
Lo intentaré de nuez.
Veamos.
El otro día vi un mapache (¿o era una zarigüeya?) atropellado, aplastado en el
camino que me lleva de mi casa a la Universidad donde enseño, y pensé de inme-
diato en la fama o infamia de la pobre zarigüeya. De hecho, primero pensé en el
“ser” de la zarigüeya. ¿Qué significa “ser”? Por lo pronto algo inteligí mientras con-
ducía mi Jaguar azul último modelo: “ser” significa todo aquello que haya dejado
de estar en este mundo, el único planeta que conozco. Nada más. Nada menos.
La zarigüeya o mapache o armadillo destrozado por algún auto ya no es ni será,
y yo sí soy, mas en breve no seré... y he aquí justo la simetría entre los dos. Exacto.
Un día no seré, lo mismo que la zarigüeya o mapache muerto. Pura cuestión de
tiempo.
Pero, ¿qué tiene que ver esto con la fama?
Muchísimo.
En el Libro del desasosiego, biblia que leímos siendo jóvenes Jorge y yo, Bernar-
do Soares decía algo maravilloso sobre la fama o sobre la estupidez de la fama
o sobre el futuro de la fama o sobre la imaginación del que imagina la fama, no
recuerdo bien. La verdad no tengo el libro más triste del mundo a la mano. La
verdad es que, aunque lo tuviera, no echaría mano de él ni buscaría el fragmen-
sObRE lA fAmA y OTRAs INQUIETUDEs QUE mE ATORmENTAN lOs DOmINGOs pOR lA mAÑANA CUANDO EsTOy DE OCIOsO y NO EsCRIbO mIs ObRAs INmORTAlEs
Eloy Urroz
ENsAyO
para Inocencio III
1 Los inmortales (incluido Borges) están, por supuesto, exentos de leerme; todos los demás, no.
18
to donde habla de la fama pues casi todo mi libro de Soares está marcado de
colores y por lo mismo sería insensato ponerme a indagar dónde diablos decía
Soares lo que escribió sobre la fama cuando podría más o menos (si lo intento)
recordarlo. Soares escribía, creo, que la idea de la fama era sólo una suerte de
grato sentimiento, el placer que da imaginarse ahora mismo la fama de mañana
cuando ya no estés más en la Tierra. Para Soares la fama póstuma no tiene
ninguna razón de ser porque no pertenece al día de hoy, al presente. En otras
palabras: ¿qué importancia tiene nada cuando ya no eres, cuando ya no estás?
La fama es, para Soa res, un contrasentido... como la Historia con mayúscula...
y Popper ya había dicho que la Historia no existe y Dennett, a su vez, que Dios
no existe, y Buda que el “yo” no existe, y Spinoza que el Mal no existe, y Echeve-
rría que su madre no existe, y Urroz que el hoy no existe, pero que sí existe el
mañana.
Aunque queda claro hasta aquí que la fama póstuma es una pura incongruen-
cia, lo cierto es que, a pesar de todo, hay, repito, una prueba material y palpable
a favor de la fama póstuma: se trata de la orgásmica sensación presente (con-
tante y sonante) de sentirse simplemente famoso, el solaz que produce ahora
mismo el espejismo de imaginarse lo que implicaría ser famoso en cien o mil años.
Eso sí es muy grato... al menos para algunos.
Pero hay otros, claro, que refutan esto: aquellos envidiosos que consiguen no
imaginarse nada, que logran no imaginarse famosos y seguir sintiéndose, a pe-
sar de ello o por ello, igual de bien ahora mismo que lo saben y lo asumen. Siempre
ha habido esos ruines envidiosos; aquellos que incluso se sienten súper felices
de aceptar hoy que no serán famosos cuando mueran y no les quita el sueño ni
tantito. Digamos que les da, de paso, una enorme tranquilidad, un infinito repo-
so póstumo. ¿Seré uno de ellos? ¿Acaso querría serlo?
–Pero no seas envidioso, hombre –me interrumpió Obama desde su poltrona
en Cancún–. Acepta que no serás jamás famoso... ni ahora ni mañana ni después
de muerto, y yo, en cambio, sí seré famoso por muchos siglos... hasta el fin del
mundo... y eso es muchísimo.
–No tanto –lo interrumpió la joven astrónoma–. Espéreme tantito y le explico,
señor Presidente del Mundo.
Sentada en esa playa de arenas mullidas donde nos encontrábamos los cinco
tomando el sol, la joven astrónoma hablaba a la cámara de Discovery Channel
mientras cogía un puñado de arena y explicaba con elocuencia cómo en su mano
tenía más de un millón de granos de arena, los cuales a su vez consistían (cada
sObRE lA fAmAEloy Urroz
19
uno de ellos) de billones y billones de partículas llamadas átomos y éstos a su vez
consistían de millones de protones, electrones y protones y éstos a su vez de mi-
llones de quarks. Luego añadió que nuestra Galaxia y sus estrellas son apenas del
tamaño de uno de esos imperceptibles e imposibles quarks y que por tanto cada
grano de arena de cada una de todas las playas del mundo no sería sino otro Sis-
tema Solar, es decir, una infinitesimal parte del tamaño del Universo.
–O sea que somos muy pequeños, Barack, te lo dije –le reproché gallardo desde
mi hamaca–. Somos tan pequeños que no pintamos, tan exiguos que no existi-
mos. Serás el tipo más famoso del mundo y sin embargo tu fama no es ni siquie-
ra del tamaño de un grano de arena, ya no digamos de un átomo de ese grano de
arena. ¿Lo ves? ¿Columbras esta playa, esta suave arena dorada y sus billones
de billones de granos de arena?
Palou, Volpi, Obama y yo no dejábamos de debatir acaloradamente con la jo-
ven astrónoma en la playa de Cancún entre docenas de niños alborotados, sol,
tangas, piñas coladas, gringos jugadores de volibol, hospitalarios meseros yu-
catecos y esposas enfrascadas (¿abnegadas?) en nuestros más recientes nove-
lones y sesudos ensayos literarios. El tema de nuestra conversación calcinaba:
¿quién te lee, cuántos te leen, a quién le importa lo que escribes, vale la pena
seguir escribiendo, para qué escribimos, etcétera, etcétera? Típica cháchara del
típico grupito de amigos típicamente novelistas desesperados porque los lean
los típicos o atípicos lectores, los que sean... carajo... pero que me lean.
Y yo confesé de pronto, tras darle un largo sorbo a mi margarita con amareto
y sal, que me encontraba últimamente muy deprimido en Charleston...
–Pero, ¿por qué, Eloy? –preguntaron mis famosos amigos al unísono poniendo
unos falsos ceños apesadumbrados pues todos estaban muy contentos, claro,
menos yo.
–Porque sé que no me leen ni me leerán en otras galaxias, porque soy infini-
tesimalmente inexistente. Porque soy como la zarigüeya.
–¿La zarigüeya que brilla en la gruta de la novela de Nacho? –preguntó Jorge
espantado.
–No, no, la zarigüeya que vi aplastada en el camino a mi Universidad el otro
día en Charleston. No sé si era zarigüeya, mapache, armadillo o castor, pero de-
finitivamente no era una ardilla; era más grande y mucho más fea...
–Pero si estaba aplastada, ¿cómo sabes que era fea, Eloy? –me preguntó Obama
en español poniendo sumo interés en el tema y aplazando lo del Universal Health
Care para después de la Navidad, en enero o febrero del 2010. (Esas menudencias
ENsAyO
20
siempre pueden esperar un rato; de cualquier forma, siempre hay enfermos que
de todos modos morirán.)
–No lo sé –respondí–, simplemente lo supongo: eran puras tripas, sangre y sesos
en mantequilla negra desparramados en el suelo. Por eso digo que era tan fea.
–¿Como Anna Karenina? –dijo Pedro.
–Igualita, sí.
–¿Y qué con ella? –preguntó Obama confundido o enfadado.
–¿Con Anna?
–No, con la zarigüeya .
–Que la zarigüeya ya no es, que está muerta, ¿se dan cuenta?, que ya nadie se
acuerda de ella y así yo también un día no seré, estaré muerto, aplastado, bajo
tierra o cremado, who knows? ¿Comprenden el horror, el vacío?
–Eres retorcidamente barroco, Eloy –dijo Jorge.
–Eso es un pleonasmo, Jorge –dijo Obama.
Pedro intercedió:
–Pero si te pones a escribir con pasión sobre la zarigüeya como hizo Nacho,
sobre su misión en la Tierra y su trágica muerte en Charleston, la conseguirías
hacer famosa, perduraría como Anna Karenina y tú te reivindicarías como autor
de genuinas obras inmortales…
–Eso intento –dije alicaído sin tocar mi margarita.
–¿Pero no entiendes, Pedro? –le replicó Volpi volcando su Herradura reposado
en la arena atómica–. Aunque Eloy hiciera famosa a la zarigüeya, tal y como lo ha
conseguido hacer Nachito, su fama póstuma sería por lo demás relativa en el
Universo Infinito aparte de precaria pues, ya lo dijo con tino la astrónoma, nadie
leería sobre la pobre zarigüeya atropellada en otras galaxias... ni siquiera en
este Sistema Solar... ni en Andrómeda ni en Alfa Centauro y saberlo es ya franca-
mente deprimente, ¿no creen?
–Sí –dijo Obama–, francamente deprimente. Hasta me quiero suicidar.
–No puedes –dijo la astrónoma–, primero debes arreglar lo de Irak y Afganis-
tán, enderezar la crisis financiera mundial y reformar el sistema de Health Care de
los Estados Unidos. Luego ya haces lo que quieras.
–¿Entonces nada tiene sentido? –pregunté anonadado, iluminado.
–Nada –dijeron mis amigos ultrafamosos–. Sólo la fama, nuestra fama, el ser
cada día más y más famosos hasta que no nos demos cuenta de nada. Es como
la Cocacola, las papas fritas o las donas: te empachas y te olvidas de todo lo
demás.
sObRE lA fAmAEloy Urroz
21
ENsAyO
–Perdonen, muchachos, pero tampoco tiene sentido su fama –insistió la astró-
noma–. ¿Acaso se acuerda alguien de Cepillín, de Pelayo, de Capulina, de la India
María o del tío Gamboín? ¿Alguien ve sus películas o sus programas de televisión?
¿Verdad que no? Ya casi nadie se acuerda de ellos y pronto nadie se acordará del
Chavo del Ocho. La vida pasa volando y los seres humanos olvidamos porque
somos breves, diminutos.
–De mí siempre se acordarán los niños de México –saltó el Chapulín Colorado
tirándonos arena en los rostros, bastante enfadado del comentario de la astró-
noma inglesa que evidentemente veía las cosas desde otro ángulo o bien sim-
plemente veía con astronómica perspectiva.
–Pero si tú no eres el Chavo, tú eres el Chapulín –arguyó Pedro que distinguía
bien entre uno y otro, pues llevaba sus lentes puestos ese mediodía.
–Es lo mismo –dijo éste socarrón–, somos el mismo, somos lo mismo, ya lo
dijo Parménides, Plotino y luego Giordano Bruno que murió en la hoguera por
hocicón.
–¿Y qué llevas bajo el brazo, Chapulín? –pregunté yo, perplejo, bajo el sol.
–Tu libro, Fricción –respondió el Chavo poniéndose colorado–, y me está gus-
tando muchísimo. Eres un chingón, Eloy.
–¿De veras? –pregunté lleno de emoción, arrebolado.
–Sí. Escribes mejor que Cervantes.
–¿Miguel de Cervantes Saavedra? –inquirió Volpi alarmado.
–No –dijo el Chapulín o el Chavo, que es lo mismo para el caso–. Don Crispín Cer-
vantes Hernández, el viejo conserje de mi edificio, que le da por escribir a ratos.
–Ufff –suspiró Pedro aliviado.
–Mira, Eloy –concluyó la astrónoma untándose bronceador frente a nuestras
narices–: tal vez Fricción no lo lean en Mongolia, Túnez, Finlandia, Namibia, Yemen,
Jakarta, Barbados, Honduras y Madagascar, pero puede que con algo de suerte
y a pesar de todo, tu fama póstuma se extienda por todas las galaxias y confi-
nes apartados del universo, y consigas así ser mucho más famoso que nuestro
amigo Barak Obama. Es cosa simplemente de que lo sientas ahora mismo, Eloy,
es cosa de que te lo creas en serio y lo vivas en carne y hueso, de que te enfoques
noche y día como hacen Volpi, Padilla y Palou. Con eso sobra y basta. Ya verás que
en una de ésas lo consigues y se te quita la depresión.
(Continuará en el 2310, en el número que nuestra revista dedicará al Quinto Centenario
de la Independencia de México y Cuarto Centenario de nuestra Primera Revolución Mexicana.)
22
ENsAyO
fREsA sAlvAjE
Catalina Vargas
El escenario es primaveral pero se opone a la ternura. La expresión fresa salvaje
provoca tropiezos, abre una pista de aeropuerto por donde despegan pensa-
mientos a gran velocidad y desaparecen detrás de las nubes. Hay oculto en esta
imagen un mundo paralelo. Hay hermetismo afincado. Estamos ante un mensaje
encriptado: un calificativo que, por cierto, remite a la muerte. Ésta es mi sospecha.
No recuerdo las ocasiones en que tuve oportunidad de escuchar el tema de
Camilo Sesto en mi infancia. Si se deslizó por mis oídos, no me percaté. Que mi
memoria me permita recapitular, escuché la canción por primera vez bailando
con un novio que se sabía la letra y que la acompañaba haciendo una graciosa
pantomima. Me simpatizó el gesto, también me pareció breve. ¿Qué me decía su
manera de bailar esa canción? Tuve el impulso de repetir el momento para obser-
var por más tiempo la escena y descubrir su secreto. Algo se había introducido
en su alma, su mirada la desviaba, o mejor, la intercalaba con miradas intensas
dirigidas a una multitud representada en mi propio cuerpo. Todo un performance.
Sus labios me canturreaban el coro pero, por algún extraño motivo, no me sentí
aludida.
Escuché el tema de nuevo hace pocas noches con un grupo de amigos entre
los cuales estaba Zeca, un teatrero brasilero de cincuenta años y autor del libro
Iniciación al Candomblé. Estábamos en el bar San Moritz, un lugar de culto bohemio
con fama de ser un desnucadero del centro bogotano. Pues bien, entre múltiples
rondas de cervezas sonó la canción de Camilo. Como llevados por un extraño
encantamiento, nos pusimos a bailar de manera extravagante atrayendo las mi-
radas de los clientes e incluso provocando la grabación de la escena por parte
de un desconocido. Al terminar la improvisada ceremonia, tuve el acierto de so-
licitar una copia del video. Recibí el registro unos días después: este performance
sí lo he observado varias veces. En esta sucesión de imágenes encontré algunas
claves para comprender este misterio.
En el video original de Fresa salvaje, Camilo aparece con un overol ceñido y una
camisa de flores de cuello ancho. Su atuendo es sensual, aunque tiene algo ani-
ñado que no permite que el lenguaje de la seducción fluya. Cuando introduce
la canción explica, con una entonación precisa y cautivadora, que proviene de un
lp que acaba de grabar en Londres. Me llama la atención cómo dirige su mirada
hacia el piso en los intermedios entre oraciones, imitando un gesto de pausa y
ocultamiento, desviando coquetamente sus ojos de la cámara. El pudor en pú-
blico –pienso– tiene su gracia, así sea fingido. A pesar de los gritos de las fans,
no puedo evitar sospechar de su pose: ¿qué oculta Camilo?
No cantaba para obtener algo, sino porque me gustaba.
Pero siempre obtenía algo.
Camilo Sesto
23
La referencia londinense me recordó el tema de Strawberry Fields de los Beat-
les que por mucho tiempo me pareció el ejemplo paradigmático de hermetismo
musical. De hecho, lo utilicé a los quince años en mi anuario de colegio amoldan-
do sus sentencias abiertas a mi interpretación adolescente de la vida. I mean, it
must be high or low: puede ser cualquier cosa, pero lo más seguro es que sea algo
de suma importancia. El video de los Beatles muestra varios escenarios noctur-
nos interrumpidos por primeros planos de las miradas de cada uno de los inte-
grantes de la banda. Unas miradas penetrantes y directas se funden en otras
desviadas provocando una continuidad de estados anímicos indescriptibles. Living
is easy with eyes closed, it’s understanding all you see. A pesar de sus recurrentes para-
dojas se trata de una lírica que nunca aburre, uno queda atrapado en su enigma.
El video parece explicar la letra por momentos, pero también excita la confusión.
Recuerdo haber leído que era una especie de homenaje fúnebre al verdadero
Paul McCartney quien se especula murió hace muchos años en un accidente
automovilístico. De hecho, la larga pausa al final del texto lírico es una pausa
elegiaca...
Sólo después de esa noche en el San Moritz supe que el tema en cuestión era
de Camilo Sesto. Hasta ahora su nombre no me decía mucho, tal vez me des-
pertaba un imaginario de la cursilería española, tal vez me remitía a ideas mo-
nárquicas de un pasado remoto. Bajé la canción del Internet, también la letra,
observé el video y leí la autobiografía en su poco estimulante página personal.
Me enteré de los rumores que rodearon su vida y tuve noticia de sus extrava-
gancias. Varias veces se ha hablado de su muerte, pero entre chistes el cantante
aclara que eran rumores de la prensa, o crueles deseos colectivos. Estas ocurren-
cias mediáticas no dejaban de parecerle reprochables a Camilo pues agobiaban
tremendamente a su guapísima hermana (parecida según él a Romy Schneider),
quien recibía cada tanto llamadas suyas del más allá confirmando que estaba
vivo. También se ha gastado mucha tinta en especulaciones sobre su relación con
sectas satánicas, o sobre su relación con el diablo, que no es lo mismo. Para dar
puntadas locales sobre el retrato, en Colombia cuenta con un club de fans radi-
cado en Pereira: no sé qué pueda implicar esto exactamente, pero lo del amor de
provincia siempre tiene algo de intranquilizante.
El hermetismo de la canción y del cantante me condujo a evaluar con serie-
dad la posibilidad de un pacto con el demonio. Concluí demasiado pronto, hur-
tando licencias literarias, que este personaje era una versión actual de Dorian
Gray. Las imágenes de uno de sus últimos conciertos en Viña del Mar –donde lo
ENsAyO
24
fREsA sAlvAjECatalina Vargas
Juan Antonio Sánchez Rull
25
acompañan unas coristas rubias vestidas del patente color rojo fresa– son de
impresionante perfección: ni una sola arruga, ni un movimiento improvisado, ni
una mirada a la cámara. La concentración del cantante está cien por ciento en
su supuesto público, en su maravilloso público invisible. Todo es exacto; y sin em-
bargo, si se siguen las gesticulaciones del artista se descubre, detrás de su oreja,
un bulto de piel colgante probablemente resultado de múltiples cirugías plás-
ticas. ¡Qué descuido! Pero bueno, más allá de su lucha de bisturí contra el tiem-
po, que resulta reprochable en algunos contextos, lo que más me convence de la
naturaleza vampiresca del cantante es su permanente autoreferencialidad y su
postura fáustica: su fastidiosa disposición a la eternidad.
Comienzo por argumentar algunas de mis conclusiones, todavía arbitrarias,
con esta cita de su autobiografía:
Recuerdo un párrafo de Bruno Walter, el más destacado discípulo de Mahler, que me
impresionó tanto cuando lo leí que lo anoté en un cuaderno. Cuenta el director de
orquesta una visita que hizo al compositor bohemio en 1896. “Cuando, camino de su
casa, levanté los ojos hacia las cumbres de los Alpes, cuyas abruptas paredes for-
maban detrás del encantador paisaje un amenazador telón de fondo, Mahler me dijo:
‘No tiene usted necesidad de mirar: yo he puesto todo eso en mi Tercera Sinfonía’”.
Lejos de la pretensión ridícula de compararme con Gustav Mahler, he tenido mu-
chas veces que responder lo mismo a algunas preguntas de los reporteros: “¿Qué
quién es Camilo Blanes?” “Escucha las canciones de Camilo Sesto”.
Leer las palabras de Camilo Sesto sobre sí mismo me revuelve la sospecha has-
ta la náusea, me llena de motivos para seguir indagando en su empalagosa huma-
nidad. El ejercicio autobiográfico es una espada de Damocles, hiere a lado y lado:
quien la escribe abre sus entrañas y quien la lee recibe las puñaladas y las salpica-
duras de sangre. La autobiografía guarda un estrecho vínculo con la explicación
moral de la persona, con un plano que media entre la abstracción conceptual y
la anécdota precisa. Intenta ser ese lugar único donde el concepto se hace par-
ticular, donde lo impalpable cobra vida, muchas veces, tristemente, a la fuerza.
Ahora bien, a diferencia de lo que ocurre en los videos musicales, en la escritura
no podemos bajar la mirada de manera graciosa. En efecto, tiende a haber poco
silencio en el texto de Camilo y el crimen más palpable de su experiencia con las
letras es que cae redondo en una mistificación de lo banal. No hay nada simpá-
tico en aquella sobre-exposición de sus ideas y, fan o no fans, es imposible ser
ENsAyO
26
condescendientes con su versión moral de las cosas: despierta una aguda ver-
güenza ajena.
La comparación poco modesta con Mahler es punzante en mal sentido, pero
hay que conceder que sugiere una lógica de su recorrido musical, un proyecto.
Sugiere que no hay nada gratuito o casual en su proceso de creación y exposi-
ción. Sus metáforas prestadas expresan un deseo de integridad y completitud
que, sumada a la mirada del video inicial, esa que me pareció aparentemente hu-
milde, generan un aura de genialidad. Sin embargo, su genio tiende a ser poco
explícito, más bien desencadena ambigüedades engañosas y silencios estériles.
Ah, y quien sea incapaz de apreciar su grandeza, solo sumará genialidad a su
personaje incomprendido... La cita sobre Mahler me remite a esa búsqueda im-
pulsiva de eternidad, y según la lógica expuesta por el artista, es una tarea de
la vanidad más que de la metafísica. Pero no se trata de criticar a Camilo, él lo
hace perfectamente. Su existencia conmueve:
Ya sé que persona y máscara son la misma cosa en su origen etimológico griego. Lo
que pasa es que en algún momento de nuestra vida nos negamos a aceptar esa ver-
dad que sólo parece justificar las hipocresías de las relaciones humanas. Y más un
hombre que como yo en cierto modo lleva siempre la máscara puesta, es decir, ac-
túa para los demás, interpreta, hace. En el colegio o en la calle todos jugaban a lo
que quería jugar Camilo y si Camilo no tenía ganas de jugar a todos se les había pa-
sado el deseo de hacerlo. Sin embargo, no recuerdo ni una sola pelea callejera. Inclu-
so cuando se formaban pandillas para luchar contra los de los barrios vecinos y me
llamaban para que participase en ellas. Me negaba siempre con argumentos que to-
davía me parecen válidos. –Y si tiro una piedra y le doy a otro en la cabeza, ¿qué pasa
luego? –Pues que hemos ganado. –Pero no hemos ganado nada. Era una manera in-
genua de una expresión que ahora mismo usamos mucho mis músicos y yo: dominar
el panorama. Dicho de otra manera, ser consciente de lo que uno hace y de las razo-
nes por las que lo hace, incluso con la conciencia de los seis años.
El adjetivo “conmovedor” tiene raíces en esos raptos de conciencia, en estas in-
fantiles sentencias universales. Tienen la forma y la profundidad de un dictamen
pronunciado por la tía moralista de la familia, sin menospreciar la sabiduría
que ahí puede ocultarse. Está bien, todos estamos aprendiendo a vivir y sí, des-
afortunadamente, los modelos para explicar el desarrollo de la personalidad en
la actualidad son progresistas según vemos en la mejor literatura de superación
fREsA sAlvAjECatalina Vargas
27
ENsAyO
personal. Lo que incomoda es el lenguaje ahistórico con el que Camilo reflexiona,
molesta constatar que la valoración de subjetividad más que un paisaje es una
cárcel. Su cuerpo estirado demuestra la imposibilidad de ampliar el panorama,
la carrera de su aspecto físico detrás de su desarrollo espiritual afirmativo ter-
mina liberando un monstruo a la escena. Sin embargo, no lo podemos culpar.
Estas necedades provienen de intentar explicarle a su público imaginario, con
un vocabulario maquillado de conciencia y con un vocabulario cuya variedad se
puede contar con los dedos del cuerpo, quién es Camilo Blanes. Es una pregun-
ta muy difícil, tal vez no tenga respuesta, tal vez no sea preciso responderla, tal
vez construir toda esta burbuja de conceptos no constituya la mejor salida. El
caso es que de tanto forzar la verdad se llega a la calle del falso hermetismo.
A este punto me siento recorriendo caminos de espinas, masacrándome los
pies con la esperanza de llegar a algún lado con mis investigaciones. Creo que
hace tiempo dejé de referirme a Camilo y estoy ejercitando el arte del disgusto.
Ahora bien, ¿qué entender de la fresa salvaje? ¿Es una mujer, una estación del alma,
un deseo, un secreto o una droga? ¿Se trata de la sangre ajena que le da vida al
cantante o es simplemente una paráfrasis de la palabra “nada”? No sé si todos
estos rodeos tengan en realidad algún propósito, dudo que mis preguntas pue-
dan ser respondidas a la luz de todo lo anterior. Me da por pensar que estas di-
gresiones son como las enredaderas que forman las fresas, un camino donde
predomina la desviación. Escucho la canción. ¿Cómo entender aquello que nom-
bra Camilo? En este instante se me ha volcado una imagen deformante en la
imaginación: me he sentido atrapada en el cuerpo de mujer que tiene esa fresa,
me he sentido observada maliciosamente por detrás de los árboles y he senti-
do la firme intención del cantante de embrujar mi conciencia.
Volvamos a la noche del San Moritz donde se hizo el ritual. En el video se puede
ver que Luisa camina bailando de un lugar a otro. Se detiene ocasionalmente
en frente de otro bailarín y hace un paso especial, generalmente imita el paso
que está haciendo la persona. Se contagia del paso, podría decirse. Andrea, por
su parte, tiene los pies clavados en el piso, se mueve poco, da siempre la espal-
da a la cámara y tiene un contoneo rítmico y bastante sensual. Los brazos son
elongaciones del movimiento de sus caderas. Liliana mira al piso y tiene un mo-
vimiento más quebrado, usa su cadera de manera más angular. Su mirada no
está fija en un lugar –en lugar alguno– pero tiende hacia abajo. Por mi parte, in-
tento hacer pasos árabes, mover la cabeza como una egipcia y los brazos como
una deidad hindú. Cuando aparece Zeca los movimientos se vuelven verticales,
28
hay pasos donde busca doblar las rodillas, bajar al piso, tocar los baldocines. En-
tonces lo comprendo: en esta ceremonia la meta es defender la propia vida.
Esa persona ausente, ensimismada en la danza, metida en el camino de espi-
nas, tiene relación directa con la persecución que plantea la canción. En concre-
to, cada uno de los que estábamos allí, con nuestros movimientos estábamos
huyendo de la domesticación que plantea la lírica cautivadora de Camilo. La dan-
za esa noche era expresión de la lejanía a la que aún podemos recurrir. Podría
entenderse como un ritual invertido: en lugar de evocar una imagen del amor
de primavera en overol, tomar distancia del cazador por instinto de sobreviven-
cia. Bajo la luz de la danza, ese bardo hambriento de universalidad, sólo puede
caminar sobre huellas. Sobre tus huellas caminaré... Basta con ver el video para cons-
tatarlo: no estábamos, y justamente ése es el modo de ser de quienes deciden no
rendirse a los pies del deseo telenovelesco de los ídolos con disposición fáustica,
de quienes optan por no ser un público imaginario. La ausencia es lo poco que te-
nemos entre manos.
Con esto termino. La consideración del tema de lo salvaje en esta canción no
remite a la locura del amor pasional sino al sentimiento de la muerte. Cuando
el cantante dice cosas como hoy me has dado tu vida y he vuelto a nacer, ¿no está
confesando su desagradable vampirismo? ¿Queremos ser parte del jardín lleno
de materas con fresas que cantan el coro: sólo vivo por ti? A Camilo Sesto no le
conviene afirmar la vida, sobre esa negación se construye el templo de la fama.
La verdad es que, fans o no fans, a esas fresas salvajes no les llega una sola gota
de agua: esos son sus paisajes de Mahler.
Ahora la mayoría de las piezas encajan. Cuando bailaba con mi amante me reía
de su esqueleto escapando de la domesticación. Cuando hicimos la ceremonia
en el San Mortiz, en realidad estábamos evitando que Camilo sembrara nues-
tros pies en sus materas. Cuando las nubes se despejan –el secreto ha sido des-
cubierto–, aparece ese color de la muerte viviente.
fREsA sAlvAjECatalina Vargas
29
ENsAyO
lA pERsIsTENCIA DEl DEsEO
Alberto Barrera Tyszka
Durante una entrevista, en su primera campaña electoral en 1998, Hugo Chávez
recordó cómo había participado una noche en “Sábado Sensacional”, el más
famoso y maratónico programa de variedades que existe en Venezuela. Entre
divertido y entusiasmado, el entonces candidato presidencial rememoró aquel
momento, la coronación de una miss si no mal recuerdo, cuando él –junto a otros
dos o tres soldados– descendió en paracaídas, trayendo desde el cielo un regalo
para las concursantes. La anécdota, ciertamente, contrasta con la imagen de
sí mismo que ahora se promueve del “Comandante Chávez”. Hay poco heroís-
mo y poca izquierda en ese espectáculo. Por eso quizás, ahora, desde el poder,
intenta reconstruir una memoria diferente, que lo ubique más cerca de Fidel
Castro que de Juan Gabriel.
Hugo Chávez es el primer presidente venezolano nacido en la época de la televi-
sión. Cuando despertó, la televisión ya estaba ahí. En una entrevista a la Revista
Chilena Qué pasa, afirmó que de niño, mientras todos sus compañeritos querían
ser como Supermán, él en realidad deseaba ser como Simón Bolívar. Probable-
mente esto también forma parte de ese nuevo pasado legendario que el presi-
dente de Venezuela necesita inventarse, pero lo importante es que retrata muy
bien el espacio referencial que dominó su niñez, una infancia pobre, en un pue-
blo rural de los llanos venezolanos, hasta donde, sin embargo, también llega-
ron los íconos del cómic, el cielo de los mass media. También retrata un afán, un
horizonte donde un personaje histórico puede trabucarse en un mito eficiente,
capaz de actuar de nuevo sobre la historia, capaz de salvar al mundo.
Pero esto no basta para explicar la importancia que Chávez le da a la comu-
nicación masiva, su continua actuación como animador de espectáculos. Qui-
zás hay que mirar un poco más su propia historia política. En febrero de 1992,
Hugo Chávez comanda un golpe de Estado en contra del presidente Carlos
Andrés Pérez. Aunque sus compañeros de armas logran conquistar sus obje-
tivos en diferentes lugares del país, Chávez fracasa en Caracas y, al final, apa-
rece unos segundos en la televisión, llamando a los otros golpistas a deponer
las armas, a rendirse. En ese breve instante fue tocado por el dios rating. El re-
chazo de los venezolanos a los partidos políticos tradicionales, sumado a la
ceguera de una élite incapaz de leer la pobreza en que vivía la mayoría del país,
construyeron el escenario ideal para que el soldado comenzara a convertirse
en ídolo. Gracias a la televisión, una chapuza militar tuvo éxito. Una nueva ló-
gica política se inauguró en el país: su fracaso lo hizo famoso; su fama, lo hizo
presidente.
30
Esta marca de nacimiento ha terminado transformándose en uno de los sellos
fundamentales de Chávez y de su acción pública. Su más claro plan de gobierno
es él mismo. Se ha dedicado casi una década a promocionarse, a reinventar un
Estado a su medida personal, a lograr que un país esté hablando de él, a favor o
en contra, todo el tiempo. Desde muy temprano, Chávez entendió que la popu-
laridad también puede ser una potable forma de tiranía.
Pero para lograr esto se necesita un talento especial. Chávez lo tiene. Es un
experto. Sabe hacerlo de manera excepcional. “Chávez equivocó definitivamen-
te su profesión –dijo Alberto Muller Rojas, general retirado y jefe de la campaña
electoral de Chávez en 1998–. Él hubiera sido un comunicador de primer orden.
Aquí en el mundo de la tv, del cine, no hay un tipo como él”. Ciertamente: Chávez
es una marca contundente. Un contagio. Una emoción que produce gran fide-
lidad. No es un simple carisma, en bruto, actuando silvestremente. Hay mucho
cálculo, mucha planificación. Es una industria al servicio de un mito en cons-
trucción. Detrás de muchas de sus apariciones, hay siempre un guión, una in-
teligencia que se ha detenido a pensar antes en la audiencia, en el espectáculo.
Aquello que luce improvisado, que parece un rapto de intemperancia, quizás
sea una escena fraguada desde hace mucho, diseñada y actuada con una maes-
tría muy peculiar.
Siempre es autorreferencial. Chávez construye su autobiografía diariamente.
Habla de sí mismo, de su historia, de su infancia; rememora o inventa una anéc-
dota de su juventud, reproduce y actúa una antigua conversación; narra de pron-
to un suceso del presente, un intento de magnicidio donde nuevamente estuvo
a punto de morir. Canta, baila, recita. Pero todo tiene que ver con él. De manera
directa. Para hablar de la historia, pronuncia su nombre. Su vida sirve de espejo
narrativo para explicar o ejemplificar cualquier tema: la guerra en el Medio Orien-
te o la siembra de sorgo en el pie de monte andino del país, el socialismo del
siglo xxi o un nuevo plan de lectura revolucionario... Chávez es el mensaje de
Chávez.
No hay pudor. No hay tampoco intimidad. La historia pública del país es, tam-
bién, la historia privada de Chávez. Hubo un tiempo en que, junto a su figura,
repartida en espectaculares por todo el país, se acompañaba de esta leyenda:
“Chávez es el pueblo”. No hay diferencia. Él es, probablemente, una utopía de la
venezolanidad, la aspiración de la mayoría. Entre la revolución que propone
darle todo el poder al pueblo y el gobierno que saquea el Estado y las institucio-
nes para darle todo el poder a Chávez no hay ninguna contradicción. Se trata
lA pERsIsTENCIA DEl DEsEOAlberto Barrera Tyszka
31
ENsAyO
de lo mismo, de la misma historia. Y es, obviamente, una historia de amor. Así lo
pregona el mismo presidente. Sus campañas electorales, donde ha resultado ge-
neralmente victorioso, combinan una agresividad desmesurada con unas dosis
de cursilería francamente impresionantes. Chávez invoca el amor verdadero,
convierte la administración pública en un asunto afectivo, hace de la gerencia
del país un melodrama donde el pueblo y él son los protagonistas de una histo-
ria interminable, de una pasión que siempre corre detrás de su final feliz.
La retórica chavista tiene bastante que ver con la tradición de la radionovela y
de la telenovela. No sólo en su sentido más rítmico –la telenovela también, más
que verse se escucha–, en la reiteración musical del discurso, sino en el uso de
parábolas, en la ausencia de formulaciones sustantivas, abstractas, en la elec-
ción del relato como forma de explicación de lo real. También se basa en la cons-
trucción de un héroe popular que se levanta desde todas las miserias y consigue
finalmente la venganza, la fortuna y la felicidad.
Chávez es una versión exitosa de esa concepción melodramática de la histo-
ria. Pasó de la cárcel a la Presidencia. Su historia –la real y la que construye ver-
balmente, día a día– tiene mucho de bolero, de tango, de canción ranchera. Esto,
dentro de las características de un país petrolero, puede adquirir dimensiones
apoteósicas. Porque Chávez también representa un gran sueño de nuestra iden-
tidad: la ilusión de millones de pobres en un país tocado por una riqueza provi-
dencial. Es el relato de los desheredados, de aquellos a quienes se les ha quitado
una fortuna que, supuestamente, de forma original, les pertenece. Vemos la his-
toria por televisión. Esperando que se acaben los falsos suspensos. Esperando
que el protagonista por fin haga justicia y nos demuestre su amor.
Aunque desee colarse en el firmamento de las leyendas revolucionarias del
continente, en realidad, la épica de Chávez está en otro lado. Tiene más de es-
pectáculo que de guerra de guerrillas. Aunque no le guste, Chávez está más cer-
ca de Delia Fiallo que del Che Guevara. “Amor con amor se paga” sigue siendo su
consigna más eficaz. Al igual que en la telenovela, eso es lo mejor que adminis-
tra: la esperanza de los pobres.
Vivimos los tiempos de la épica mediática. Las celebridades ya no tienen ca-
ballos sino ondas hertzianas. Sin embargo, hay algo que no cambia nunca, su
naturaleza es la misma: necesitan un ansia, la puntual persistencia de un deseo.
En 1974, el joven Chávez era cadete de la Academia Militar. Estaba en Caracas.
Desfiló en un acto oficial y pudo ver, más o menos de cerca, a Carlos Andrés Pé-
rez, quien acaba de iniciar su primer período presidencial. Esa noche, el joven
32
cadete se quedó despierto hasta tarde para observar la repetición del acto ofi-
cial por televisión. Quería mirarse, quería ver si aparecía desfilando. El 13 de mar-
zo escribió en su diario: “Después de esperar bastante tiempo llegó el nuevo
presidente. Cuando lo veo, quisiera que algún día me tocara llevar la respon-
sabilidad de toda una patria, la Patria del Gran Bolívar”. Hugo Chávez todavía
no había cumplido veinte años.
lA pERsIsTENCIA DEl DEsEOAlberto Barrera Tyszka
33
pOEmA pARA El pOETA A lA EspERA DE lA fAmA
No te despiertes por la mañana
encabronado fuera de quicio
abatido y fatigado
no patees al perro
una cerveza viene bien
no te metas en problemas
un puñetazo
no cambiará la historia
no escupas al viento
pues podría caerte encima
no pongas la mano en tu corazón
el francotirador puede pensar
que le indicas el blanco
no luches con el poema
la máquina de escribir no se equivoca
acepta lo inevitable
y quizá esto pase
la semana próxima
el mes próximo el año que viene
o tal vez nunca
Recuerda que no hay nada malo
en ser un mecánico
un taxista un padrote
una puta
Alégrate de tener dos manos
dos pies dos ojos
dos orejas
bastaría con una
si te llamaras Van Gogh
A. D. WinansTraducción de David Horacio Colmenares
pOEsíA
34
Calma y sin prisa
o la vida te pasará de largo
como un viejo conductor
sin su tren
dejándote sintiendo
como un cómico sin aplausos
Ante todo recuerda
que siete de cada diez poetas
son infumables
y dos de los tres restantes
son putas literarias
Apoya al que queda
él te necesita
y tú le necesitas
más de lo que los dos
suponen
DOs pOEmAs DE A.D. WINANs
35
pOEsíA
no necesito que los medios
me digan que soy un poeta
no necesito que Ferlinghetti
me publique
no necesito que el Paris Review
me de mis 15 minutos de fama
Hunter Thompson ha muerto
las cenizas de Ginsberg flotan en el mar
son una victoria del corazón
estas palabras esta poesía
no necesito correr la maratón
no necesito una beca oficial
no necesito sacarme la lotería
sólo quiero coger
sólo quiero fumar mota
sólo quiero escribir estas palabras
hasta que la tinta en la pluma
se seque
fAmA
36
Los niños corren sobre las brazas
descalzos sobre la tierra carbonizada por el ardor
una mujer pulveriza ceniza con los dedos
el ángel ceniciento surge de una exhalación
restriega las alas en los cabellos
pega su rostro al cuerpo
y lo compenetra al de ella
las lágrimas muertas labran la tierra
Los niños vagan en el arroyo
las manos, las piernas lamidas son piedras blancas
DE lA COlECCIóN Las ManZanas aZuLEs
Tereza RiedlbauchováTraducción de Verónica Riedlbauchová
37
pOEsíA
El mIEDO
Espero tu muerte
para sumergirme en mi honda desnudez
el agua no refleja en las hojas caídas
los árboles pinchan caras lívidas
la rama de un pino se cuela en las raíces
de los árboles hinchados por el viento
38
Juan Antonio Sánchez Rull
39
pOEsíA
pRImERO DE NOvIEmbRE
hormigueros se han multiplicado en los cementerios
se derrumba el molino
de sus tubérculos asciende una maldición
en el arroyo prístino enjuago la ropa
pútridos andrajos
Marie loca grita
la ira revienta contra los reflejos blancos
murmullos de agua lleva el perfume de tus bosques
las sombras descansan en la guarida de los ojos
caminamos con el costado desnudo
es inevitable el dolor nos une
40
vI
Estamos muertos en el presente para siempre
hay algo gélido en tu abrazo
el viento sopla desde el fondo de tus ojos
las raíces que has echado dentro de mí
se han desencajado
la podredumbre se apoderó de mi vientre
el grito del nonato
tala
ahógate
clavada en la tierra
he circuncidado los lirios blancos
hasta la sangre
DEl pOEmA “lA sEmEjANZA DE lA DONCEllA y El llANTO”
sEIs pOEmAs DE TEREZA RIEDlbAUCHOvÁ
41
DE lA COlECCIóN La gran nOcHE DE BiskupOV
Morimos en la espera del presente
Y el dolor no existe
hay sólo soledad
nos separa de manera inevitable
nos entregamos las palmas ensangrentadas
tu rígido árbol tiene los ojos hundidos
a la libélula se le deshacen las alas en el polvo
eres la nube y el loco
no
tú no eres
el dolor no es
y el agua es sangre
que abandona poco a poco su orilla
pOEsíA
42
Los espacios perdidos que nos ahogan
a ciegas sin atinar ventanas, muebles, puerta y azucarera
hay un hombre encorvado que hace crucigramas encima
[de la mesa
con la lamparilla alumbra las cuadrículas, el cenicero
[y el mantel requemado
la ventana abierta de par en par camino al bar
el tabaco que se percibe en cortinas y paredes
DE lA COlECCIóN DOn VÍtOr JuEga Y OtrOs pOEMas
sEIs pOEmAs DE TEREZA RIEDlbAUCHOvÁ
43
lA llEGADA DEl REINO
Alberto Chimal
CUENTO
Sabido es que el mundo existe para la gente importante, la que tiene la fama y
el dinero y la belleza; todos los demás viven para que esos mejores gocen de los
frutos de la Tierra y salgan de noche a pasarla bien: “Tus príncipes serán como
langostas, y tus grandes como nubes de langostas que se sientan en vallados
en día de frío; salido el sol se van, y no se conoce el lugar donde están” (Nahum,
3:17).
Pues bien, con todo y que esto se conoce, grande fue la sorpresa de las nacio-
nes a la hora de que sonaran las trompetas, y se oscurecieran la tercera parte
del Sol y la tercera de la Luna, y gritaran todos los que debían de gritar, y la in-
fluenza porcina y el calentamiento global quedaran olvidados para siempre, y un
ángel apareciera en el centro financiero de cada capital importante, y los arcán-
geles llegaran a Hollywood, Washington, Beijing, Nueva Delhi, Tokio, Dubai y el
Vaticano, y un querubín fuera a cada palacio presidencial y casa de gobierno y
estación de radio y televisión para que la noticia se filtrara, también, hasta el
pueblo llano...
Pues he aquí que todos oyeron, o bien directamente o por los medios, las gran-
des voces del Cielo que decían “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres,
y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como
su Dios” (Apocalipsis, 21:3), y quienes no eran católicos ni siquiera cristianos se
sintieron ligeramente peor, desde luego, pero aun los más devotos en las igle-
sias y denominaciones verdaderas –¡vindicadas como tales para toda la eterni-
dad!– experimentaron no poca inquietud cuando las cámaras difundieron las
primeras imágenes de las nubes blancas, brillantísimas, que se congregaron en
los cielos de California; y peor cuando las nubes se abrieron y apareció en pleno
la cohorte celestial...
Y el paroxismo, oh, el vértigo, ¡oh, el terror sagrado!, cuando la escalera de Ja-
cob (hecho éste imprevisto en los textos) apareció entre cantos de belleza into-
lerable ante la entrada principal del hotel Beverly Wilshire –lugar de enorme lujo
y prestigio, donde en los ochenta se filmó Mujer bonita con Julia Roberts y Richard
Gere– y reporteros de todo el planeta, convocados allí debidamente, pudieron
ver cómo descendía, despacio, del cielo a la tierra, solo en el resplandor de Su glo-
ria, Jesús, llamado el Cristo, vestido con un carísimo traje Armani (blanco, por
supuesto), un reloj GirardPerregaux, zapatos Berluti...
Dicen que lo primero que dijo, al poner un pie sobre la tierra (no se oyó casi nada
entre los coros celestiales y los gritos de la multitud, que formaba un círculo enor-
me alrededor del círculo de los periodistas), fue una breve explicación de los
44
Juan Antonio Sánchez Rull
45
CUENTO
zapatos: –Llevaba prisa para bajar, así que no pude esperar a tener un par hecho
a mano.
Otros dicen (lo dicen ahora, claro) que dijo lo siguiente: –Bienaventurados son
los soberbios, y los que hacen impiedad no sólo son prosperados, sino que ten-
taron a Dios y escaparon –lo cual proviene, desde luego, de Malaquías (3:15).
–Pero –dijo aquella tarde, en un canal religioso, un comentarista– eso no es po-
sible, porque como todos sabemos esas palabras en el libro de Malaquías son
palabras de impíos y pecadores, que el libro cita para mejor acusarlos de su im-
piedad y su pecado.
Sin embargo, casi nadie estaba viendo el programa, porque casi nadie vio pro-
gramas religiosos durante las primeras semanas: a la humanidad le costó gran
trabajo comprender que el Fin del Mundo no iba a llegar con todo y la Segunda
Venida, y además muchos creyeron que el sentido del dictum en la segunda epís-
tola de Juan: “Cualquiera que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo,
no tiene a Dios” (2 Juan, 1:9) era que todos debían seguir, en lugar de a los discípu-
los, al maestro: así, la gente casi no veía nada salvo los canales de entretenimien-
to, no leía nada sino revistas del corazón y no visitaba sino sitios de Internet
dedicados al espectáculo y los famosos, pues Jesús no Se dejaba ver sino en las
fiestas más exclusivas, codeándoSe con todas las estrellas, dejándoSe fotogra-
fiar sólo en los mejores lugares y en general encantando a todos con Su carisma
inigualable, Su conversación espectacular, Su belleza imposible de superar y el
hecho de que, después de todo, era el Hijo de Dios. Pero aquellos fueron tiempos
confusos; por ejemplo, Perez Hilton, el famoso crítico de las estrellas, anunció que
renunciaba para siempre a ser socarrón e irónico en una nota titulada “¿Quién
puede ser más famoso que Jesús?”; por ejemplo, un alto miembro del episcopado
mexicano, famoso por su desdén de los pobres y su gusto por la ropa cara y la
compañía de políticos y narcotraficantes, declaró con amargura:
–“Nunca los reyes de la tierra, ni todos los que habitan en el mundo, creyeron
que el enemigo y el adversario entrara por las puertas de Jerusalén”; Lamenta-
ciones, 4:12 –y cuando nadie entendió lo que intentaba decir estalló: –¿Qué no
ven? ¡Aquél es el junior de Dios! ¿Por qué no viene a su Iglesia? ¿Por qué no nos apo
ya a nosotros? ¿Por qué anda promocionando obras de caridad que no tienen
que ver con nosotros? ¿Por qué en vez de enseñar recogimiento va por ahí exhi-
biéndose, tomándose fotos con Angelina Jolie, bebiendo en...?
Una hora más tarde, el prelado estaba ya en un hospital psiquiátrico, acusa-
do de tener una variedad misteriosísima de influenza porcina latente manifiesta
46
o algo así, y un vocero, sudoroso, temblando, quiso arreglarlo todo: –En México
–explicó ante los micrófonos–, en México la palabra “junior” no se usa, como dice,
digo, como piensa, o sea, como piensa la mayoría de los mexicanos, para hablar
de alguien mal, no, es hablar de alguien bien, un junior es un hijo de una persona
importante al que todos admiran, ¿me entienden?, o sea, que todos quisieran
ser como él porque es bueno y justo, o sea, no es como dicen, como dicen que
dice la gente aquí en México, que ser junior sea malo, o sea, el señor obispo de-
cía más bien que Jesús es bueno, que Dios es amor...
Y entonces ¡pum!, “Jehová hizo llover sobre Sodoma y sobre Gomorra azufre y
fuego de parte de Jehová desde los cielos; y destruyó las ciudades, y toda aque-
lla llanura, con todos los moradores de aquellas ciudades, y el fruto de la tierra”
(Génesis, 19:2425), pero el fuego no cayó sobre Sodoma ni Gomorra sino, de he-
cho, sobre la ciudad de México y todo el territorio circundante, al mismo tiem-
po en Sonora que en Yucatán y que en Guanajuato, en la más vasta y cegadora
explosión que hayan visto los siglos, extendida en el mismo instante sobre mi-
llones de kilómetros cuadrados, acompañada de los gritos de dolor inenarrable
de millones de almas que murieron entre llamas y dolores indecibles. No quedó
nada: montañas, valles, ríos, ciudades, gente, todo se convirtió en parte de una
sola mancha negra sobre el planeta, una cicatriz que se veía desde el espacio y
tenía la forma precisa del mapa de México. En ese momento Jesús era entrevis-
tado por Oprah y recomendaba varias excelentes rutinas de ejercicio:
–Porque lo dice el Libro Bueno –se sonreía Oprah–. “Porque nadie aborreció
jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida”. Efesios, 5:29 –y todos
aplaudían extasiados, pero cuando llegó el aviso de la destrucción hubo un mi-
nuto de silencio mundial, seguido de comerciales, y tras ellos un acuerdo tácito,
el primer consenso absoluto en toda la historia humana:
–Don’t fuck with Jesus –gritaron, durante diez horas seguidas, los miembros de
una secta marginal en Nueva Gales del Sur, y luego cada uno tomó una escope-
ta y se voló la tapa de los sesos.
Pasadas las primeras semanas y aquella advertencia severa (de la que nadie
volvió a hablar jamás; se sigue hablando de los miembros de la secta suicida,
pero no de eso otro), Jesús siguió viviendo en la cúspide del jet set mundial; siguió
dejándose ver (casta pero frecuentísimamente) con Scarlett, Megan, Natalie y
todas las demás; siguió concediendo entrevistas, aceptando contratos para pro-
mover productos (de la más alta calidad, claro) y obras benéficas (de excelentes
intenciones), siguió gozando (con responsabilidad pero sin ninguna restricción)
lA llEGADA DEl REINOAlberto Chimal
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de la vida loca en las mejores ciudades del mundo; todo igual que antes, en fin,
pero ahora con un país menos en el hemisferio occidental (del que no se habla,
repetimos) y, más importante aún, con una celebridad que superaba a todas para
siempre, que jamás sería destronada, que fue pronto y jamás dejaría de ser ár-
bitro absoluto del gusto y la distinción, que no padecía de sobredosis ni síndro-
mes de abstinencia, que no envejecía –no envejece: han pasado años ya y estamos
seguros de que no envejece–, que no reclamaba, no, porque era y es amable, pero
siempre tendrá la atención completa y aterrorizada del mundo entero...
“Es comprensible porque la fama verdadera”, escribió un analista en el New York
Times, pocos días antes de tirarse del edificio Empire State, “no es la notoriedad
que se logra en las páginas de la nota roja o en los sitios de novedades y tonte-
rías de Internet. La fama verdadera no es el reconocimiento que se obtiene me-
diante el trabajo duro y paciente. La fama verdadera no se ocupa del mérito. La
fama verdadera no depende en absoluto de los actos realizados: sólo depende del
poder, que se otorga a veces a quienes no lo tienen desde el nacimiento –los can-
tantes y actores de moda son, después de todo, criaturas y esclavos de los grandes
empresarios de medios– pero se quita con la misma facilidad. Nuestro príncipe
es el príncipe del universo, de la paz y la justicia totales; no es de extrañar que el
mundo gire a su alrededor. Tal vez es así desde siempre y tal vez desde siempre
veníamos a esta época de contemplar para siempre la gloria inmutable; tal vez
los príncipes de la tierra sólo fueron los precursores: ‘Y los entregará Jehová
delante de vosotros, y haréis con ellos conforme a todo lo que os he mandado’
(Deuteronomio, 31:5)...”.
–Se murió –dice, ahora, un mayordomo de librea en el Gran Palacio de Choybal-
san, en Mongolia; es el amo de llaves del edificio, uno de los 144,000 que tiene
Jesús en el planeta para poder estar siempre a pocos minutos de viaje de un
modelo del Paraíso en la Tierra en el que sólo pueden entrar él, sus amigos y su
amo o ama de llaves elegido (y a quien por piedad se tiene, sin importar lo ple-
beyo que pueda ser su origen, por uno de los salvos).
–¿Quién se murió?
Se ha muerto, constatan los invitados, una de las once mil vírgenes que habían
sido compradas y reservadas para ellos. Se ahogó con el semen de alguien.
–¿No les he dicho –pregunta el Gran Príncipe de Todo– que no sean descuida-
dos? –y todos bajan la cabeza, regañados, y los paparazzi les toman fotos en esa
pose de arrepentimiento, y los reporteros se disponen a entrevistarlos para apren-
der más de tan bella lección de vida y esperanza.
CUENTO
48
casting
Daniela Tarazona
para Iván
Él sueña que es famoso. Está al frente de una escenografía y habla con perso-
najes que conoce por su fama; siente en las tripas la alegría del éxito, vive orgu-
lloso de su cuerpo, del sitio que ocupa en ese espacio, pero la celebridad de su
sueño se difumina cuando su madre lo despierta.
–Apúrate, Óscar.
Óscar obedece y recuerda que es un día importante.
Desayuna huevos revueltos y toma el jugo de una naranja amarga, casi echa-
da a perder. Se baña, se enjabona bien las axilas. Se viste. Mete la mano en el bote
de gel y embarra sus rizos, se peina con fuerza. Toma la loción de su padre y se
moja el cuello.
La madre lo observa, secándose las manos con el trapo de la cocina.
–Te ves bien guapo, dice.
Óscar sale a la calle.
Sube al autobús. En el camino, ejercita su sonrisa para gustar a las cámaras.
Cuando llega a la televisora se forma en la fila de candidatos que bordea el
muro. Mira a los demás, se compara con ellos, encuentra en su altura una ven-
taja indiscutible. Gracias a mi padre sobresalgo, piensa.
Después de una hora, Óscar cruza la puerta. Detrás esperan dos mujeres con
carpetas en mano, pasan lista. –¿Tu nombre?, pregunta una. –Óscar Vallarta.
¿Edad? –17 años, y sonríe.
Óscar va detrás de las mujeres, mira alrededor con asombro pero no encuen-
tra a ningún famoso, ve los estudios como cajas gigantescas y a los empleados
con uniforme.
Entran a uno de los estudios. Óscar se siente nervioso. Al fondo, dos hombres
observan al grupo, revisan uno por uno a los candidatos.
Pasa el primero, de la edad de Óscar, y se detiene frente a la cámara: está me-
ciéndose de pie, cambia el peso de su cuerpo de una pierna a otra, aprieta los la-
bios, habla y se le quiebra la voz. –No, dice uno de los hombres, –no puedes estar
nervioso, millones de personas te verán nervioso, ¿entiendes? Así es la tele-
visión. El joven palidece y su boca se torna aún más rígida, ya casi no puede
abrirla. –Olvídalo, amigo –dice el otro hombre– y si vienes otra vez, toma algo
antes de entrar para que tengas fuerza.
Óscar ocupa el lugar del joven fracasado, el lugar donde hay una cruz sobre el
suelo. Respira hondo y piensa en sonreír. Cuando le piden que diga su nombre,
lo dice completo, cuando le piden que diga su edad, afirma –17 recién cumplidos.
Después de cada respuesta desnuda su dentadura para afianzarse sobre la cruz.
CUENTO
49
CUENTO
Al terminar la prueba –también le piden que baile al ritmo de una canción pop–
uno da la gran noticia, el hombre dice: –Te quedas.
Óscar se va jubiloso del estudio. Ya es realidad: saldrá en la televisión.
Regresa a su casa. Entra casi de un brinco, quiere contarle a su madre que
aprobó el casting.
La encuentra tendida sobre el suelo de la cocina. Óscar la sacude pero no
responde.
En la sala de espera del hospital, los familiares de los pacientes están hacinados.
Dos televisores muestran un programa de revista que llena de chillidos la sala.
Los que esperan miran las pantallas, entregados a su efecto anestésico. La salud
mejora si hay una pantalla enfrente, parecen decir sus rostros, húmedos por el
calor compartido.
Óscar está de pie, inquieto. Su madre tuvo un infarto y él espera al médico.
El médico aparece entre las paredes de un pasillo profundo; le dice que ella
mejorará en unos días. Óscar encuentra serenidad en su voz.
En las pantallas, una mujer joven anuncia el casting: –Si tú, amigo, eres bueno
para bailar, ven a nuestras instalaciones mañana, a partir de las 8 de la mañana,
y participa en el casting en busca de talentos.
Óscar recuerda su triunfo y sonríe.
Cuando va a buscar el baño, sale del elevador un hombre con una media sobre
el rostro y una metralleta entre las manos, el hombre comienza a balear a los
familiares de los pacientes. Después, dirige su arma hacia las pantallas de tele-
visión y dispara sobre ellas. Antes de huir por las escaleras, grita: “¡El mundo es
una mierda!”
Óscar, ileso, observa el panorama de los cuerpos vencidos.
Por la noche, Óscar ve la televisión tumbado en el sillón de su casa, con el can-
sancio de un día lleno de emociones. El noticiario reporta la matanza del hos-
pital. Mira el rostro del hombre detenido por la policía y no sabe si creerlo, aquel
criminal tenía el rostro cubierto y ahora aparece desnudo en la pantalla de la
televisión. Al final de la entrevista, el hombre mira a la cámara y sonríe; ante
ese gesto, la reportera muestra su sorpresa y le pregunta qué le hace gracia. El
criminal responde: –Estoy sonriéndole a mis hermanos, ellos seguramente me
ven ahora y hace tiempo que no puedo encontrarme con ellos. La periodista se
50
castingDaniela Tarazona
deja conmover para contar con una entrevista jugosa, la procura: –¿En dónde
están sus hermanos? Los dos están presos, –dice el hombre– Pero ellos no sa-
lieron en la tele.
Un mes más tarde, la vida de Óscar se ilumina: al fin es parte del grupo de baile
que anima el programa matutino. Le pagan poco pero conoce a personas fa-
mosas y puede tener mayor presencia en las fiestas de sus amigos. Llama la
atención.
Su madre, ya recuperada, le prepara un pastel. En la emisión de ese día, el
conductor titular felicita a Óscar Vallarta por su cumpleaños. Su madre le ha-
bla a una amiga y le pregunta si lo vio. –Sí, escucha– y afirma enseguida que su
hijo siempre tuvo una estrella en la frente.
Óscar celebra su cumpleaños. Sus amigos le regalan un nuevo atuendo para
bailar; presume que se lo pondrá al día siguiente, aunque discuta con la señora
del vestuario.
Cuando la grabación termina, cerca del medio día, Óscar sale de la televisora más
satisfecho que nunca, pero no sabe por qué. Una mujer que espera cruzar la
calle junto a él, le pregunta si trabaja en la televisión. Él le cuenta su fortuna. La
mujer queda cautivada. –Creo que ahora podemos cruzar, no viene nadie –dice
la mujer–. Óscar le sonríe, no ha dejado de mirarla desde que ella le habló, y
atraviesa la calle. Un golpe recio eleva a Óscar por el aire y lo estrella en el ce-
mento de la avenida. Desde el suelo, él distingue el edificio de la televisora. Un
par de camarógrafos salen por la puerta principal y se acercan para filmar el
lugar de los hechos.
Óscar reconoce la cámara. Trata de hablar pero respira con dificultad, se ahoga.
La cámara retrata el límite de su rostro deforme, allí encuentra el brillo enroje-
cido de una sonrisa. La sonrisa satisfecha de la fama.
51
CUENTO
Juan Antonio Sánchez Rull
52
CUENTO
plANO CERRADO
Gonzalo Viñao
1.Ésta es una historia de encuentro entre la pasión y el dinero. El dinero está re-
presentado por un importante empresario del entretenimiento, fundador, di-
rector y productor ejecutivo de un conglomerado de empresas multimediáticas
cuya meta principal es la producción de películas para el cine. La pasión está
representada por Juan Carlos, escritor, empleado de medio tiempo en un cole-
gio (da clases de lengua algunas horas por semana, y es preceptor), divorciado,
un hijo.
Juan Carlos tuvo una idea, y como consecuencia de un parto intelectual bru-
tal y doloroso, detrás de esa idea se le ocurrió otra más. La primera idea fue una
historia, un asunto sobre el cual escribir, unos personajes, una trama. La segun-
da idea fue realizar esta historia en el formato “guión de cine”, para salir un poco
de los formatos cuento o novela, en los que tantos fracasos había cosechado.
Tuvo su idea y escribió el guión. Ese guión, escrito con base en un “manual para
escribir guiones” bajado de Internet, ese guión al que deberán disculpársele la
inexperiencia del escritor y su absoluta ineptitud para el desarrollo de cualquier
tarea involucrada con el lenguaje, ese guión era un buen guión. Para enfrentar
una realización definitiva necesitaría unos cuantos retoques, tal vez una refor-
mulación total, pero la idea que lo sustentaba, la historia, la primera idea de Juan
Carlos, era indiscutiblemente genial, según el propio Juan Carlos.
La convicción ciega y total en esta genialidad puso en movimiento a Juan Car-
los. Estaba dispuesto a todo con tal de que alguien hiciera su película. Por lo
menos, un “gran personaje” del cine y la televisión debería leer su guión, para
quedarse tranquilo. Le parecía que con sólo poner el guión en las manos de un
verdadero director de cine, de un verdadero artista, lograría que hicieran la pe-
lícula. Un director o un gran empresario, si no lo hacían era debido a que no co-
nocían el guión, nada más, y de eso era responsable Juan Carlos. Así que se puso
a trabajar, montando una enorme campaña de difusión de su guión (enorme
en términos personales, enorme para Juan Carlos).
Y esa campaña personal, con mayor o menor intensidad, se prolongó durante
unos cuantos años. Hay que reconocerle a Juan Carlos la buena voluntad y la gran
predisposición empeñadas en el esfuerzo. Nadie parecía escucharlo, nadie le
concedió jamás un solo minuto de su atención. Nunca obtuvo otra respuesta
que “no”, nunca un segundo de duda antes de pronunciar el “no”, el guión no le
dio ninguna alegría. Con el paso del tiempo fue transformándose en la manifes-
tación material de sus sentimientos de frustración y fracaso. Juan Carlos estaba
53
CUENTO
totalmente derrotado, y su guión era la credencial de la derrota. Sin embargo,
no hay movimiento en el mar que no revuelva –aunque su alcance sea mínimo
hasta la ridiculez– un poco el agua.
El guión de Juan Carlos ocasionalmente fue adaptado al teatro, y la pieza eje-
cutada por una compañía de actores vocacionales del barrio La Perla, en la sala
de la Sociedad de Fomento. En dicha compañía participaba la sobrina de cierto
empresario. Descontenta esta sobrina, en determinada ocasión, con el compor-
tamiento de su tío, le hizo llegar (anónimamente) el guión de Juan Carlos, muy
recomendado por un tercero. La sobrina hizo esto con la íntima esperanza de
hacerle pasar a su tío un momento muy aburrido e incluso violento, poniéndolo
en la obligación de decirle que “no” a Juan Carlos, que para ella era un tipo cual-
quiera. Tras la recomendación del guión, la sobrina forzó una entrevista en la
conglomerada agenda del tío.
El nombre de este tío tan maltratado, empresario del cine y la televisión, autor
material de once películas en un país del tercer mundo sudamericano que pro-
ducía cinco películas al año, patrón de casi cuatrocientas personas (ocasional-
mente muchas más), era Gregorio Vic Suárez. Heredero de un patrimonio que
multiplicó varias decenas de veces, joven y cosmopolita, frívolo, Gregorio era el
máximo Juez ante el cual podía Juan Carlos presentar su guión.
2.Un destino intermedio en el viaje de Gregorio coincidió ese verano con la ciu-
dad en la que vivía Juan Carlos. Para desconcierto del empresario, la cita había
sido convenida en el lobby de su hotel, no en una oficina.
Era de noche, hacía calor y en cuanto se presentaron mutuamente, los dos
supieron que la entrevista estaba confinada al fracaso. Gregorio algo inquieto
por el derrotero que tomara el asunto, Juan Carlos ganando minutos para ale-
jar lo más posible el momento del rechazo final. Los dos estaban de acuerdo en
no querer estar ahí.
Antes de encarar el tema principal (el guión) despacharon varios whiskys, lle-
nando la conversación banal con el tintineo del hielo en los vasos, dándose tiem-
po para distenderse, distraídos y complacidos. La proximidad de lo inevitable los
volvió sinceros y displicentes, si todo iba a salir mal podían tomárselo con calma
y amabilidad. Los dos pensaron en una situación de fusilamiento, el Capitán del
pelotón acerca un cigarrillo a la boca del condenado, lo enciende, y mientras
el condenado fuma intercambian unas palabras. Se saben efímeros y a la vez es
54
plANO CERRADOGonzalo Viñao
un momento perdurable. Los dos pensaban en esto, al mismo tiempo, desde
perspectivas diferentes.
El primero en sacar a la luz el tema del guión fue Gregorio. La voz que sabía
hacerse respetar conminó:
–Dígame directamente, con sinceridad y sin vueltas, de qué se trata.
Juan Carlos, mientras confirmaba que Gregorio era incapaz de mirarlo a los
ojos, explicó, de la manera que le pareció más convincente, la idea de su guión.
–Ésta es la historia de un actor, contada en tono biográfico, cuyo problema
principal es que su vida se desarrolla como la de un personaje secundario en una
película. El actor, que sólo consigue trabajos de extra mezclado siempre entre
multitudes bulliciosas, siente que su propia vida transcurre como la de sus
“personajes” de la ficción. Tiene la viva impresión de ser un extra de la vida real,
un papel pintado al fondo de la verdadera vida, la de los protagonistas, rol que
indefectiblemente representaban otras personas. El actor descubre por casuali-
dad que sus impresiones se corresponden con la realidad, confirma fidedigna-
mente que el protagonismo en el mundo pasa por un lugar muy lejano al que él
mismo ocupa, e intenta explicárselo a su novia, también actriz. Pero explicár-
selo le insume mucho, mucho trabajo, y al final no está convencido de lograrlo,
de poder darle a su novia esta explicación y que ella sea capaz de entenderla. La
vida se le va pasando sin acceder a ningún tipo de protagonismo, llena de sen-
saciones circunstanciales, mediocres, sin progreso alguno. La herramienta prin-
cipal de la narración, herramienta cuyo valor dentro del relato es equiparable
al valor de la historia misma, es la manera de filmarla. Mientras en off se escucha
la voz monótona del actor que relata su experiencia, la cámara lo toma siem-
pre de lejos, incluso como fondo de otras personas, desenfocado, a veces ni si
quiera se le ve o no se le puede distinguir del resto de la gente. Lo importante
es no sólo tomarlo de lejos y transversalmente, es crucial no hacerle nunca un
plano cerrado, no hay que darle margen para llamar la atención. El actor puede
tener barba de vez en cuando, a veces será gordo, puede incluso estar interpre-
tado por diversas personas, sin descartar que se trate o no del mismo personaje
en cada ocasión. La trama cuenta con la ventaja de estirarse indefinidamente,
con escenas intrascendentes y repetitivas, usando siempre las mismas graba-
ciones de la voz en off. Uno o dos sobresaltos ocasionales, mínimos e intrascen-
dentes, servirían como contraste para evaluar el verdadero nivel de monotonía
general. Sería la filmación de una vida protagonizada por nadie. Una obra maes-
tra para un director capacitado.
55
CUENTO
Gregorio enlazó un hielo con la lengua, lo sorbió y finalmente lo escupió den-
tro del vaso. Miró a Juan Carlos, en silencio. La pausa parecía no volverse incó-
moda, y era necesaria. Gregorio jamás había estado frente a un hombre de
talento, grande y verdadero, y se juraba en nombre de Dios nunca volver a me-
terse en una situación semejante. Revolvió un poco el whisky porque le gustaba
generar suspenso, y después contestó, con tono neutral.
–Juan Carlos: su idea es brillante, y tengo la convicción más absoluta de que
usted es un genio. ¿Conoce la historia de John Martin, el editor de Bukowski?
¿no?, es una pena, el caso es muy interesante. Porque sin John Martin, hoy no
existiría Bukowski, como Kafka no existiría sin Max Brod, o Virgilio sin aquel
emperador. Y tantos otros casos menos famosos. Le hablo de los mecenas, se-
ñor, de los verdaderos mecenas, esos que eran tanto o más aficionados al arte
que los mismísimos artistas. Porque eso es lo que usted necesita, señor. Su obra
no merece nada menos que eso, un verdadero amante del arte en condiciones
económicas de producirla, de transformarla en realidad sacándola del papel. El
inconveniente que se presenta entre nosotros, señor, radica en el hecho de que
yo no soy ese mecenas, ese amante del arte. Usted verá, yo soy apenas un co-
merciante, un hombre forjado al calor del dinero, un intermediario de merca-
derías. Y como tal intermediario, mi éxito radica en elegir la mercadería más
adecuada para mi clientela. En este momento, el mercado busca unas merca-
derías radicalmente distintas a las que usted está intentando comercializar.
Tenemos programada una película llena de protagonismo, un protagonismo es-
telar y feroz, que atraiga a todas las cámaras y todas las imaginaciones, un pro-
tagonismo que permita al espectador anónimo la más completa identificación,
y así sumirlo en un universo totalmente ajeno a su experiencia cotidiana, con
el afán último de que esa experiencia cotidiana quede fuera del alcance de su
atención. No me resta más que declinar su propuesta, sin dejar de estar muy
agradecido por el tiempo que le ha dedicado a esta reunión.
Mientras escuchaba todo esto, Juan Carlos se sentía como el barman de una
escena de Casablanca, puesto delante de la cámara a modo de marco para el
brillante lucimiento de Humphrey Bogart.
3.Pasados algunos años Juan Carlos recibió la llamada de otro productor, alguien
menos encumbrado que Gregorio, pero que también hubiera podido transfor-
mar sus sueños en realidad.
56
–Me gustaría que me explicara un poco –le pidió el productor– aquella historia.
Con voz tenue y cansada, Juan Carlos contestó:
–Es una obrita autobiográfica.
plANO CERRADOGonzalo Viñao
57
Juan Antonio Sánchez Rull
58
CUENTO
pAyAsO
Rodrigo Blanco
para Salvador Fleján
Hit me, Clown.
Korn. Clown.
Archivos olvidados. Así se llamaba el blog y sólo así podía llamarse. Aquel lunes,
Alex Bell había llegado temprano a la redacción para actualizarlo, aprovechando
las horas serenas que arrullaban la sede del periódico hasta las diez de la maña-
na. Se trataba de la segunda entrega de lo que los lectores, después de muchos
comentarios, habían bautizado espontáneamente como El episodio del policía
erótico. Las fotos –que mostraban a un funcionario de la policía en ropa interior,
con el chaleco antibalas y el casco puestos y con la pistola en mano– habían cau-
sado furor. Tanto, que Alex Bell llegó a dudar de la conveniencia de publicar la
segunda tanda, aún más comprometedora que la primera.
Gracias a esas fotos, sus lectores se habían multiplicado como un virus. Sin
embargo, ni los habituales ni los nuevos seguidores se habían preguntado por
eso que en las artes visuales se llama “perspectiva”. Quizás pensaron que el po-
licía se las había tomado a sí mismo. O que, a lo sumo, había sido alguna aman-
te con debilidad por los hombres en uniforme. Nadie parecía contemplar otras
posibilidades.
En el fondo, no tenía dudas. No había sentido una emoción tan fuerte desde
la primera vez, en un cibercafé del centro de Caracas, cuando tuvo la ocurrencia
de abrir la carpeta de archivos temporales de la máquina que estaba usando. El
hallazgo y la necesidad de difundirlo se trasformaron en un impulso eléctrico
que concretó en ese mismo instante. Como un monumento fugaz al lugar del
descubrimiento, creó el blog en aquel roñoso cibercafé y lo tituló de la manera
más transparente que pudo: Archivos olvidados. Un pervertido homenaje a la in-
timidad que queda varada en el limbo de una computadora tan anónima como
sus usuarios.
Alex Bell se dispuso a terminar su labor. La noche anterior había escrito los
textos que acompañaban las imágenes: descripciones detalladas, irónicas e incle-
mentes de posturas, vestimentas y gestos. Situaciones imaginarias que elabora-
ba por la sugestión de las fotos y que a más de un lector atento había permitido
reconocerlo en el estilo inconfundible de su escritura. Ahora sólo debía disponer
todo el material en la plantilla del blog y presionar el botón “finalizar”.
Quiso revisar antes su correo electrónico.
Allí, en la bandeja de entrada, estaba la noticia que cambiaría el curso de aque-
lla mañana, de las semanas siguientes y, tal vez, del resto de sus días.
La convocatoria a la rueda de prensa era explícita. Anunciaba en grandes le-
tras el regreso de Fonsy. No de “Fonsy, el payaso”. Sólo Fonsy, pues Fonsy era el
auténtico, el más célebre payaso de la televisión venezolana.
59
CUENTO
El show de Fonsy había mantenido un imbatible rating de audiencia desde me-
diados de los años setenta hasta el final de los ochenta. Fue en el año 89, cuando
la economía se vino a pique y tuvo lugar el Caracazo, que el programa salió del
aire. Durante las dos décadas siguientes la leyenda de Fonsy había persistido
con un curso desigual. Era un episodio vergonzoso de la memoria colectiva cuyo
recuerdo provocaba un extraño deleite. Para los que fueron niños en aquella
época, era un emblema kitsch de la infancia. Fonsy era esa sensación de ridículo
que golpea a una persona cuando se observa a sí misma en el pasado con abso-
luta sinceridad.
La carrera de Fonsy, como sucede con todas las estrellas del show business, siem-
pre estuvo acompañada de una sombría polémica. Se decía que Fonsy era un
energúmeno. Se decía que, en realidad, Fonsy odiaba a los niños. Y se decía tam-
bién que Fonsy no sólo odiaba a los niños sino que, de hecho, los maltrataba.
Bell estaba al tanto de esta leyenda negra y además sabía, por experiencia,
que era cierta. Esto lo pudo recordar porque trabajaba en el periódico, por ser
el redactor principal de la sección de farándula y porque era seguro que le toca-
ría asistir a la rueda de prensa. De otro modo, la anécdota hubiese permaneci-
do como hasta entonces, en la nebulosa de los recuerdos que se quieren borrar.
Latente pero desconectada de su referencia, como un archivo olvidado.
Con exactitud fotográfica revivió el episodio. Ninguna cámara de televisión
registró el hecho. No sucedió en el estudio de grabación sino en Fonsylandia, el
parque de diversiones que Fonsy había inaugurado cerca del bulevar de Chacaito.
Sus padres, después de repetidos berrinches, habían aceptado llevarlo un sába-
do en que Fonsy en persona estaría compartiendo con los niños. Alex Bell tendría
unos ocho años cuando aprendió que el infierno estaba hecho de colores chillo-
nes, globos y muchísima gente encadenada a trabajos de diversión forzosa. Des-
de la llegada, comprendieron que su único objetivo en aquel parque era hacer
largas colas: de media hora para un miserable tobogán que resultó más peligro-
so que la bajada de Tazón, por el ángulo pronunciado y unos restos de Pepsi
cola resecos que hacían de rampa de frenado justo al final; de otra media hora
para entrar a baños muy parecidos a los de los peores bares que frecuentaría en
sus años universitarios, pues los niños y los borrachos dicen la verdad y orinan
en cualquier lado; largas colas para comprar cotufas frías, para jugar a tiro al
blanco, para tomarse una imposible foto con Fonsy, el payaso.
Sus padres no desperdiciaron el chance de propinarle una lección y lo obliga-
ron a hacer la respectiva cola de cada uno de los aparatos. En la última de las
60
pAyAsORodrigo Blanco
atracciones, cuando ya su madre lo esperaba en un banquillo lejano mientras
su padre pagaba el ticket del estacionamiento, tuvo lugar el encuentro. Por uno
de los pasillos, a ritmo apresurado, lo vio pasar. Inmediatamente, Alex Bell aban-
donó la larga fila de niños y corrió en aquella dirección. Al alcanzar la esquina,
vio que se dirigía hacia una puerta que estaba al final del pasillo. Reemprendió la
carrera ante la posibilidad de que Fonsy desapareciera y también por dos niños
que le habían seguido la pista y que a lo mejor pretendían arruinarle su momen-
to especial.
Los niños corrieron tras él y pronto acortaron la distancia. Alex Bell no iba a
permitir que nadie se le adelantara y fue entonces cuando pegó el alarido:
–¡Fonsy!
Alex Bell gritó y mantuvo su marcha, con los brazos abiertos, como un fugiti-
vo que busca asilo. Fonsy se volteó y se zafó con un codazo de esa turba de ni-
ños que lo acosaban.
Alex Bell quedó estampado en el piso. No lloró. Los dos niños ya estaban a su
lado y lo veían a él y luego a su ídolo sin saber qué pensar. Por una milésima de
segundo, éste tampoco supo qué hacer. Pero Fonsy después reaccionó y lo hizo
como lo que era: un payaso profesional. Sacó su as de la manga, la interjección
que lo caracterizaba, el interruptor monosilábico que activaba el mecanismo
de la risa:
–¡Hueeep!
Así dijo Fonsy y luego hizo su respectivo movimiento de caderas y brazos.
Los niños empezaron a reírse y, cuando vio que la situación estaba controla-
da, abrió la puerta y desapareció.
Alex Bell observó con cuidado a su alrededor y encontró el ajetreo típico de la
redacción a las 11 de la mañana. No le extrañó que nadie lo hubiese saludado.
En el periódico era conocida su timidez enfermiza. Todos aceptaban esa forma
de ser, esa vestimenta de último mohicano grunge, como el reverso disfuncio-
nal de su talento. Un talento que consistía en extraer de lo banal (viniera de la
farándula, de la rutina de seres anónimos, de la cultura venezolana y sobre todo
de su propia persona) textos perfectos que hacían llorar de la risa. Como si todo su
comportamiento diurno sólo fuera la primera parte de ese gran chiste que era
su verdadera existencia.
Nunca lo había visto así. De hecho, nunca, hasta esa mañana, se había visto
así: en tercera persona. Echó una mirada recelosa alrededor y tuvo la sensación
61
CUENTO
de que en otra dimensión de la realidad alguien había descubierto aquella es-
tampa de la infancia y desgranaba en palabras su historia.
A la hora de la reunión de pautas, la noticia del regreso de Fonsy se había re-
gado. Los viejos rumores sobre su temperamento, el estribillo de sus canciones,
los nombres inciertos de los otros payasos que lo acompañaban, coparon las
conversaciones. Todos se avergonzaban y a la vez se alegraban de participar del
recuerdo bochornoso de Fonsy. Alex Bell sintió que, de algún modo, las risas
apuntaban hacia él.
–Ve tú a la rueda de prensa –le dijo al pasante.
La coordinadora del cuerpo de farándula y los otros periodistas se quedaron
en silencio.
–Yo quiero una entrevista en exclusiva –dijo Alex Bell.
Todos soltaron una carcajada y lo miraron como si fuera un niño travieso.
–Sólo tú puedes hacerlo –le dijo la coordinadora, con aires de complicidad.
–Sólo yo –confirmó Alex Bell, y se retiró pensando en lo estúpida que se ve la
gente cuando se ríe sin saber bien por qué.
No tuvo dificultad para cuadrar la entrevista. La manager era Glenda de Fonseca,
la famosa Fonsyna, una fan enamorada que a los quince años de edad formó par-
te del ballet de Fonsy y que luego terminaría convertida en su esposa y en madre
de sus hijos. La entrevista quedó pautada para el miércoles y tendría lugar en
la propia casa de Fonsy. Esto último le llamó la atención, pero no más que el he-
cho de que hasta los payasos podían encontrar a la mujer de su vida.
Aprovechó la modorra de las dos de la tarde y colgó la segunda parte de El
episodio del policía erótico. Al oficial de las primeras fotos se sumaban tres más
hasta conformar un peligroso y tierno trenecito. Sólo llevaban puestos los cascos:
una estratagema para ocultar sus rostros. El primer oficial mantenía la pistola
en alto, confirmando con ese gesto su rango policial o su condición de locomo-
tora. Nunca como entonces Alex Bell refrendó las palabras que había puesto
aquel primer día a modo de presentación de su blog, Archivos olvidados: “Fotogra-
fías y otros archivos encontrados en computadoras de los cibercafés que visito.
Olvidados por desconocidos imprudentes o conscientemente impúdicos. ¿Es
esto legal? ¿Es esto moral? Lo dudo. Pero es divertido.”
Sí, era divertido.
A la mañana siguiente, la cantidad de comentarios superaba lo logrado en la
primera entrega. Alex Bell lo presintió al llegar a la redacción y ver que todos lo
62
saludaban y lo felicitaban. Desde que abrió el blog se había acostumbrado a no
conectarse en casa: no quería derrochar la ocasión de explotar las perlas que
aguardaban en las entrañas de los cibercafés perdidos de la ciudad. Instalado en
su cubículo comprobó que el link de Archivos olvidados había sido rebotado por
la mayoría de sus contactos en Facebook y Twitter. Entonces comprendió lo que
ocurría.
El problema no era que la gente hubiese transformado un chiste en una de-
nuncia sobre los atracos y secuestros que perpetraba, con uniforme y a la luz
del día, la Policía Metropolitana; ni mucho menos que hicieran de un bromista,
comediante amateur o payaso virtual como él, un héroe. El problema era que
ya lo identificaban, con nombre y apellido, como el autor del blog.
Para calmarse, se concentró en su trabajo. Le dio a su pasante algunas indi-
caciones para la rueda de prensa que iba a dar Fonsy al mediodía. Después re-
dactó dos notas sobre el estreno de una película y de una telenovela y luego se
dedicó a preparar la entrevista.
En Internet consiguió páginas hechas por fans nostálgicos, videos con seg-
mentos de sus programas, fotos de distintas épocas, letras de sus canciones,
breves párrafos biográficos y, no menos importante, los nombres de los payasos
que lo acompañaron. De Sony Fonseca se sabía que, después de engavetar a su
personaje en 1989, se convirtió en un importante y severo productor televisivo.
Sin embargo, de Fufurufo, Chirrinchi y Mr. Wikili, de esos payasos a quienes
Fonsy siempre jugaba malas pasadas, no se supo más.
Fue Guillermo Cabañas, un guionista de telenovelas retirado y gran conoce-
dor del medio, quien le dio algunas señales. De los tres asistentes de Fonsy,
Fufurufo siempre fue el más ambicioso. Llegó, incluso, a grabar un piloto para
su propio show. El proyecto a última hora no cristalizó y Fufurufo terminó me-
tido en un malhadado negocio de drogas que lo llevó a la cárcel. Al salir, ya es-
taba convertido en un adicto a la piedra.
–¿Murió? –preguntó Alex Bell.
–No sé. Al final, eso es lo de menos. En este negocio, cuando el color de la piel
se te confunde con la mugre de la calle quiere decir que ya has sido borrado
–dijo Cabañas–. Por supuesto, siempre se pensó que Sony tuvo que ver con el
fracaso de aquel piloto.
–¿Y los otros?
–Chirrinchi también fue a parar a la cárcel. Más o menos la misma historia:
robos, drogas. Sólo que a él, además, lo acusaron de violación. Y sabes que aden-
pAyAsORodrigo Blanco
63
CUENTO
tro eso no se perdona. Lo mataron en una reyerta después de un día de visita.
–¿ Y el otro? –insistió Bell.
–¿Míster Wikili? –dijo Cabañas, entornando las cejas –De ése no volví a escu-
char nada.
Sin entender muy bien la causa, Alex Bell estaba indignado. Cerca de las cua-
tro de la tarde regresó el pasante.
–¿Y? –dijo Bell.
–Un verdadero cretino. Ya verás.
Alex Bell leyó el resumen de la rueda de prensa, las declaraciones de Fonsy.
Hizo un par de sugerencias al pasante. Minutos después, en camino hacia su
casa, se convenció de la venganza.
El ascensor abrió sus puertas y Alex Bell dejó pasar al fotógrafo. Los recibió Glenda,
la Fonsyna. Tuvo que reconocer que era una mujer hermosa y amable. El apar-
tamento era un amplio penthouse ubicado en Santa Mónica, urbanización a la
que en los años setenta habían emigrado numerosas familias de la clase media
en la truncada carrera por el ascenso social. La morada del payaso, al igual que
la zona, había ido perdiendo con los años la fantasía del maquillaje. La decora-
ción, los muebles, los cuadros, todo presentaba el mismo brillo menguante, como
un barniz a punto de evaporarse.
Después de algunos minutos de espera, Sony Fonseca apareció en la sala. La
tez morena, curtida y al mismo tiempo lozana. El cabello teñido de negro y su-
jeto con una cola de caballo. Los ojos también parecían teñidos de negro. Esta-
ban dominados por una fijeza cercana a la hipnosis.
Alex Bell no se amilanó.
Al principio, dejó que el ego de Fonseca se explayara a sus anchas. Le dio rien-
da suelta para que contara la clásica historia de privaciones y logros: la llegada
a la ciudad capital con el deseo de triunfar; los múltiples oficios que tuvo que
desempeñar durante el día –mesonero, vendedor de helados, office boy ministe-
rial– mientras en las noches de algún cuarto de pensión aprendía pequeñas acro-
bacias, trucos de cartas, actos de prestidigitación; las largas jornadas a las
puertas de los canales de televisión esperando una oportunidad. Todas las al-
cabalas de superación personal que conmueven a las masas, Sony Fonseca las
erigió durante la entrevista.
Hubo una pausa. Fonsyna trajo una bandeja con jugos y galletas. Alex Bell
aprovechó la oportunidad.
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–¿Qué edad tiene usted? –preguntó Bell.
–Basta con que pongas que nací “en el cuarenta y pico”.
–Para los grandes payasos nunca ha sido fácil volver a los escenarios. ¿Qué mo-
tivos tiene un hombre de su edad para regresar? ¿Razones económicas? ¿Siente
que necesita recuperar la fama? ¿Está aburrido?
–Regreso porque en todos los programas a los que me han invitado, de radio
y televisión, las líneas se colapsan con gente que llama, llorando, pidiendo mi
regreso.
–¿Y a qué cree usted que se deba ese llanto?
–Creo –dijo, inflando el pecho– que se debe a que calé hondo en el alma de
la gente. Generaciones de niños querían a Fonsy y quisieron ser como Fonsy. Yo
mismo quisiera ser como Fonsy.
Soltó una carcajada. Lucía satisfecho.
–Cary Grant –dijo Alex Bell, de repente.
–¿Cómo?
–Estaba recordando que una vez un periodista le dijo a Cary Grant que todo
el mundo quería ser como Cary Grant. Y el actor respondió que a él también le
gustaría.
Ambos guardaron silencio.
–A ver si entiendo. ¿Me estás comparando con Cary Grant?
–No. Sólo recordé la anécdota. Aunque Cary Grant empezó su carrera como
comediante y payaso en el grupo de Bob Pender. También hacía acrobacias. ¿Lo
sabía?
–No.
Sony Fonseca estaba completamente serio. ¿Se estaría burlando de él este
pendejo?
–¿No siente temor de que el público vea a un Fonsy envejecido? –preguntó
Bell, retomando la entrevista.
–Puede que yo haya envejecido, pero Fonsy no.
–¿Por qué insiste en hablar de Fonsy en tercera persona?
–¿Te molesta acaso? Hablo así porque Fonsy y yo no somos exactamente la
misma persona. Cada uno es la máscara, el personaje, el doble del otro –dijo
Fonseca. La mirada oscura recrudeció.
Alex Bell tragó saliva. Había llegado el momento.
–Si es así, ¿qué nos podría decir Sony Fonseca de los conocidos rumores que
rodearon la carrera de Fonsy? ¿Es verdad que maltrataba a los niños?
pAyAsORodrigo Blanco
65
El silencio llenó la sala. Por un instante, nadie, ni siquiera el fotógrafo que cu-
bría discretamente la entrevista, hizo un solo movimiento. Sony Fonseca, con
los ojos clavados en los de Alex Bell, distendió el gesto y una amplia sonrisa se
fue abriendo en su rostro.
–Me caes bien, ¿sabes? –dijo Fonseca– No me preguntes por qué, pero me caes
bien. Esa pregunta te la va a responder el propio Fonsy.
Luego le hizo una señal al fotógrafo y llamó a su esposa.
Dos horas después tenía a Fonsy frente a él. Sony Fonseca había desaparecido
paulatinamente, cubierto por las sucesivas capas de maquillaje, por los dieci-
siete rollos que se puso en el cabello para darle la característica forma acampa-
nada, por las lágrimas dibujadas que caían siempre sin caer de sus ojos. Todo
ese proceso de transformación, que el fotógrafo registró paso a paso, Fonsy lo
había bautizado hacía tiempo como “el ritual”. Y algo místico se percibía en la
abnegación con que Fonsyna lo ayudaba en cada una de las etapas.
Alex Bell supo que la entrevista, junto a aquellas fotos, sería un bombazo.
La pregunta había quedado en el aire y todo “el ritual” era el montaje previo de
la mentira. Alex Bell lo sabía y sin embargo se sentía inquieto. Como si a pesar
de su propio recuerdo, Fonsy pudiera convencerlo. Como si no pudiera dejar de
encontrar una profunda verdad en la belleza y en los movimientos de Fonsyna.
Cuando estuvo listo, se sentó de nuevo a su lado y con una actitud comple-
mente distinta –“escénica” fue la palabra que a Alex Bell se le vino a la mente– le
respondió:
–Mírame a los ojos para que me creas –le dijo Fonsy, poniéndole una mano
sobre una pierna–: Nunca. Óyelo bien. Nunca he maltratado a un niño.
La entrevista salió publicada el viernes y como lo había presentido, fue todo un
suceso. Alex Bell recordó el triste destino de Fufurufo, Chirrinchi y Mr. Wikili y
pensó que, al igual que ellos, él había permitido que Fonsy lo pisoteara para
alcanzar la cima.
A su pesar, Alex Bell debía admitir que también había alcanzado la suya. Esta
irritante afinidad entre él y el payaso la confirmaban las últimas decenas de
comentarios dejados en el blog. Allí se mezclaban los insultos contra la policía,
la alegría burlona por el regreso de Fonsy y apreciaciones sobre el talento in-
discutible de Alex Bell. No supo si alarmarse o contentarse cuando los omnis-
cientes administradores del portal colocaron un aviso que advertía a los usuarios
CUENTO
66
sobre los contenidos explícitos de Archivos olvidados. Esta medida avivó la bilis
de los internautas, la polémica se redobló y para el lunes Alex Bell se encontró
con que su blog había sido oficialmente clausurado.
A partir de ese momento, Alex Bell fue objeto de una insoportable oleada de
solidaridad. Incluso, un conocido anfitrión de un talk show afirmó en una en-
trevista ser un lector furibundo de Archivos olvidados y lamentaba las extrañas
circunstancias que habían llevado al cierre del blog. Alex Bell, en cambio, vivió
aquello como una liberación. Sin tener ya que descender a los infiernos de Ca-
racas para buscar imágenes olvidadas, se permitió la serenidad de deambular
por calles y avenidas, captando la virtualidad no menos anónima del trasiego
cotidiano.
En una de esas tardes, llegó casi sin darse cuenta al Centro Plaza. Entró en la
librería Noctua y echó un vistazo a los mesones. En el apartado de bestsellers
encontró una novela que, desde que había visto la versión cinematográfica, ha-
bía buscado en vano: It, de Stephen King. Comenzaba a leer las primeras páginas
cuando la “Bellina” hizo su aparición.
El tono de voz chillón, como de niña, rompió el ambiente silencioso de la li-
brería, apenas atravesado por la filigrana del hilo musical. Alex Bell, levantando
con cuidado el rostro, observó lo que sucedía. Era una mujer rubia, de unos trein-
ta y tantos años vestida como una chica de veinte. Tenía unos bluyines ajusta-
dos, zapatos converse, un suéter a la cadera, una franelilla con las costuras hacia
afuera y un cuerpo perfecto. Ese cuerpo era también una librería, era un espacio
con una armonía milimétrica, que venía a ser alterado por una voz y unas pala-
bras que venían de otra parte.
Al rato de escucharla hablar con el librero, entendió que la mujer estaba loca.
Volvió la vista al libro, pero aquella presencia lo distraía. Persistió en su ensi-
mismamiento, que tan buenos resultados le prodigaba en la redacción, cuando
sintió que lo estaban observando. Efectivamente, al levantar el rostro se en-
contró con la expresión fascinada de la mujer, que, con los ojos completamen-
te abiertos, lo observaba. Se le acercó y sin poder ya ocultar la emoción, le
dijo:
–Fonsy
Alex Bell quedó paralizado.
–¿Perdón? –le dijo.
–Tú eres Fonsy. Soy tu fan número uno. Ya tengo mi entrada para este fin de
semana. Llevo años esperando verte.
pAyAsORodrigo Blanco
67
Alex Bell miró al librero, quien se encogió de hombros sin poder ocultar una
sonrisa. Luego comenzó a ver hacia los lados, hacia los anaqueles, como si qui-
siera encontrar detrás de los libros una cámara escondida que explicara lo que
estaba sucediendo.
–Yo no soy Fonsy –se dio cuenta que empezaba a sudar.
La mujer rió y se tapó la cara.
–Claro que eres Fonsy –dijo después–. Yo leí la entrevista que le hiciste. Ade-
más visito siempre tu página y sé todo de ti. Soy tu fan número uno. Ya tengo
mi entrada para el concierto. No he olvidado una sola de tus canciones.
Luego, sin mediación, se acercó, lo abrazó y le estampó un beso muy cerca de
la boca. Entonces dio media vuelta y con pequeños saltos, se marchó.
Cuando fue a pagar, el librero hizo otro gesto risueño.
–Es tan hermosa. Una verdadera lástima.
–¿Quién es?
–No sabemos. Viene de vez en cuando, siempre se cambia el nombre. Por lo
menos, está aseada y tiene algo de dinero. A veces insiste en comprarnos libros.
Se ve que tiene familia.
–Menos mal –dijo Alex Bell. Pagó, se despidió y al salir de la librería notó, aver-
gonzado, que tenía una erección.
En la calle, Alex Bell tuvo de nuevo la sensación de estar al borde de un esce-
nario, observado por cientos de personas enmascaradas que gozaban de su
espectáculo. Comenzó a caminar y la impresión de que Fonsy no sólo era el pro-
ductor sino el director de aquel montaje lo terminó de descolocar. Subió por la
avenida Luis Roche y se refugió en la Casa Rómulo Gallegos. Durante aquel mes,
en la sala subterránea pasaban un ciclo de comedia norteamericana. Sin dete-
nerse a ver cuál era la película del día, pagó la entrada. Sólo había dos personas
en la primera fila. Las pasó de largo, subió las escaleras y se ubicó en la última
fila de la sala.
Las luces se apagaron y la oscuridad fue olvidando el contorno de las circuns-
tancias. Alex Bell se dijo que podía estar tranquilo, sobre todo cuando comprobó
el hermoso azar: Candilejas. Se disponía a ver por enésima vez las desventuras de
Calvero, cuando se abrió la puerta de la sala y la vio entrar. La mujer lo ubicó,
atravesó el espacio que los separaba y se sentó a su lado, con absoluta calma,
como si hubiese llegado a una cita.
Alex Bell la observaba y ella a su vez veía la pantalla. Pensó en levantarse, en
decir algo. Ella puso entonces una mano en su entrepierna. Supo que no podría
CUENTO
68
hacer nada. Estuvo un largo rato masajeándolo y luego comenzó a forcejear
con el botón y el cierre del pantalón. Alex Bell la ayudó.
–Tú eres Fonsy, ¿verdad? –le susurró al oído.
–Sí –respondió.
Entonces la mujer se inclinó y Alex Bell se olvidó en aquellos instantes hasta
de la misma oscuridad.
Después del episodio con la “Bellina” (así la llamaba cada vez que pensaba en ella),
pretextó en el trabajo una gripe y se encerró en su casa. No recordaba quién de
los dos había abandonado primero la sala. Sí recordaba con claridad, aunque
no lo comprendiera del todo, la decisión automática de echar la novela de King
a la basura. Como si Pennywise hubiese tenido algo que ver con lo sucedido en
el cine. Lo cierto es que durante el encierro se vio envuelto por una cadena de
pesadillas idénticas: Fonsy devorándolo con unos asquerosos dientes afilados.
Sin embargo, la imagen de Calvero reflexionando frente a una ventana y dicién-
dole a Teresa que “la vida es maravillosa, si no se le tiene miedo”, no era mucho
más conciliadora. Calvero y Pennywise eran los caminos de una encrucijada que
lo paralizaba. ¿No era una exageración? ¿Un payaso con coulrofobia? ¿Un payaso
tímido? ¿Qué otra cosa es un tímido sino un ser vivo que le tiene miedo a la vida?
Nunca pensó que celebraría la llegada de ese sábado. Por eso le sorprendió
comprobar el poco movimiento en los alrededores del Caracas Theather Club.
De no ser por el personal de logística, nadie hubiese sospechado que ese día era
el regreso oficial de Fonsy. El concierto debía comenzar a las 11 de la mañana y
Alex Bell llegó a las 11 y 30. Trataba de evitar que lo reconocieran. Sobre todo, la
Bellina, si es que en verdad llegaba a presentarse.
Mostró el pase de prensa y los bostezos de los que regulaban el acceso le hi-
cieron presentir el fiasco. En efecto, el teatro estaba a medio llenar y aquella era
sólo la primera de seis presentaciones previstas. Tardó poco tiempo en descifrar
a la audiencia. Una parte la conformaban algunos nostálgicos que quisieron
mostrar a sus hijos un episodio importante de sus propias infancias. Los niños
lloraban de miedo cada vez que Fonsy se acercaba al público. Los otros no tenían
hijos y habían asistido con el único objetivo de burlarse de Fonsy: cantaban las
canciones a todo gañote, como en una borrachera de cumpleaños a las cuatro
de la mañana.
Después de una primera pausa, la mitad de esa mitad aprovechó para mar-
charse. Fonsy no volvió a salir. Nadie reclamaría ningún dinero, pues quienes
pAyAsORodrigo Blanco
69
quedaban eran familiares y amigos de Fonsy, y alguno que otro espectador que
regresaría a casa con una jugosa, patética y bien pagada anécdota.
Alex Bell abandonó su butaca y con el pase de prensa logró entrar a los came-
rinos. No se le hizo difícil encontrarlo. Aquello parecía un cuartel en desbandada.
Un técnico le indicó la puerta. Sin tocar, entró y vio a la pareja. Fonsy levantaba
los brazos al cielo y luego hundía el rostro en esos mismos brazos. Unas lágri-
mas reales descendían por las mejillas y en su pequeño cauce arrastraban a las
otras, las que durante más de veinticinco años habían permanecido suspendi-
das. Fonsyna abandonó por un momento a su esposo y ya se disponía a pedirle
a Alex Bell que se marchara, cuando Fonsy lo reconoció.
–Déjanos solos, Glenda.
La Fonsyna salió del camerino.
–Qué cagada, ¿no?– Una sonrisa irónica luchaba por imponerse al maquillaje
borroneado.
–Sí –dijo Bell.
–Nunca te di las gracias por el reportaje.
Bell se quedó callado.
–¿Qué va a pasar con las otras presentaciones? –preguntó al rato.
–Canceladas. Me lo acaba de decir el productor.
En este punto, Fonsy volvió a llorar. Lloraba y lloraba sin parar. Alex Bell se
distrajo observando la indumentaria del payaso regada por toda la habitación:
las cenizas del ritual. Pensó en Chaplin, pensó en Stephen King, pensó en la ar-
quitectura intrincada de las risas futuras.
Pensaba en estas cosas, cuando vio que tenía a Fonsy prácticamente encima.
Como una pesadilla del pasado, Fonsy, inconsolable, con el maquillaje cuartea-
do por las lágrimas, se abalanzaba para abrazarlo.
Alex Bell, con un codazo macerado durante más de veinte años, se deshizo
del payaso.
Fonsy aún permanecía en el piso, perplejo, cuando Alex Bell abandonó el
camerino.
Atravesó a pie el estacionamiento y se dirigió a la salida. Entonces sintió una
puntada en el estómago. Un vacío producido por la ausencia total de cualquier
entusiasmo. La venganza, más que un plato frío, era un plato recalentado.
–Se lo merecía –dijo Alex Bell, sin mucha convicción.
¿Y Bellina?, pensó. ¿Ella también se merecía lo que había pasado? Los tonos
rubios de su cabello le hicieron pensar en Virginia Cherril, en cómo Chaplin la
CUENTO
70
había conocido durante una pelea de boxeo, en su debut como actriz en Candi-
lejas, para luego terminar en los brazos de Archibald Alexander Leach, su primer
marido, mejor conocido como Cary Grant.
Alex Bell se equivocaba. Claire Boom tenía el pelo castaño oscuro y aunque
hizo el papel de Teresa en Candilejas se casó, para buscar una referencia que a él
le pudiera interesar, con Philip Roth en 1990. Virginia Cherril había protagoniza-
do Luces de la ciudad.
Y a todas éstas, se preguntó Alex Bell alzando la mirada, ¿a quién podía inte-
resarle, en ese momento, esa aclaración? ¿La Bellina no lo había confundido a
él con el mismo Fonsy? ¿Quién, entonces, respondía por esa equivocación?
Alex Bell pensó, o quizás lo llegó a decir en voz alta, que los dos errores, entre
sí, se anulaban. Y algo parecido a un viento de retorno, de esos que cierran las
puertas, le indicó que el final de su historia se acercaba.
Volvió a experimentar una fuerte puntada en el estómago.
Pasó un taxi y le hizo una seña, pero lo que se detuvo unos segundos después
fue una patrulla de la Policía Metropolitana. El que manejaba permaneció al
volante. Los otros tres se bajaron. Le pidieron la cédula.
–Éste es –dijo el que tenía su cédula al que estaba en el carro.
Lo esposaron y lo metieron en la patrulla. En ese instante, identificó el único
elemento extraño, como de utilería, de todo el conjunto. Los cuatro policías
dentro de la patrulla portaban unos cascos. ¿Todo sería una farsa?
Alex Bell notó que el malestar en el estómago se mudaba al resto de su cuer-
po y de ahí se transmitía, como una peste, a la ciudad entera. La idea le compla-
ció y se aferró a ella, mientras una lluvia de golpes lo borraba, también a él, de
la escena.
pAyAsORodrigo Blanco
71
Juan Antonio Sánchez Rull
72
CUENTO
TEsORO vIvIENTE
Enrique Serna
a José Agustín
Atorada en un párrafo de sintaxis abstrusa, con varias cláusulas subordinadas
que no sabía cómo rematar, Amélie trató de ordenar su borbotón de ideas para
convertirlo en sustancia verbal. Se había encerrado en un callejón sin salida,
¿pero no era en esas encrucijadas donde comenzaba la vida del lenguaje? Ne-
cesitaba encontrar el reverso del signo, el punto de confluencia entre la figura-
ción y el sentido, pero ¿cómo lograrlo si las palabras que tenía en la punta de la
lengua escapaban como liebres cuando trataba de vaciarlas en moldes nuevos?
Tomó un sorbo de té negro y reescribió el párrafo desde el prinicipio. Su error era
querer imponer un orden al discurso en vez de abandonar el timón al capricho de
la marea. Sí, necesitaba volar a ciegas, dejar que el viento la llevara de un espacio
mental cerrado a otro abierto y luminoso, donde el alfabeto pudiera mudar de
piel. Escribió un largo párrafo de un tirón, sin reparar en las cacofonías. El auto-
matismo tenía un efecto liberador, de eso podía dar fe el mismo Dios, que al crear
el mundo había hecho un colosal disparate. Pero cuando releyó la secuencia de
frases caóticas en la pantalla del ordenador, encontró su estilo anticuado y ri-
dículo. No podía descubrir el surrealismo en pleno siglo xxi: los lectores exigentes,
los únicos que le importaban, la acusarían con razón de seguir una moda caduca.
Oh, cielos, cúanto envidiaba a los autores de bestsellers que podían escribir sin
ningún pudor “Aline salió a la calle y tomó un taxi”, como si Joyce nunca hubiera
existido, como si Mallarmé no hubiese descubierto la oscura raíz de lo inexpre-
sable. Para ella la escritura era un constante desafío, una búsqueda llena de ries-
gos y precipicios. Confiaba en la firmeza de su vocación, que las dificultades para
publicar no habían quebrantado, pero le aterraba pensar que al final del camino
tal vez sólo encontraría niebla y más niebla.
Para oxigenarse el cerebro fue a calentar otro té. De camino a la cocineta tro-
pezó con un cenicero repleto de colillas que alguno de sus amigos había dejado
sobre el parquet la noche anterior. Su minúsculo departamento estaba hecho un
asco. Aun con la ventana abierta de par en par, el olor del hashís no se había dis-
persado, tal vez porque ya estaba adherido a los muebles y a las cortinas. Sobre
el sofá alguien había derramado una copa de coñac, sin duda Virginie, que se ha-
bía revolcado allí con su amante argelino. Si usaba el sofá para coger, por lo me-
nos debía tener la decencia de no ensuciarlo. Limpió la mancha con un trapo,
aliviada de no encontrar costras de semen seco. Al entrar en la cocineta, la pila
de trastes con restos de comida le produjo náusea. Si no los lavaba pronto la casa
se llenaría de moscas y cucarachas. Tal vez debería apagar el ordenador y con-
tinuar escribiendo cuando estuviera más lúcida. Nada mejor que el descanso
73
contra el bloqueo creativo. De cualquier modo, la jornada de trabajo ya estaba
perdida: no podía hacer prodigios de agilidad mental con una flecha atravesa-
da en el cráneo después de una noche de juerga.
Tomó uno de los platos y lo comenzó a enjabonar. Era grato librarse por un mo-
mento del crítico implacable que la miraba por encima del hombro, insatisfecho
siempre con su escritura. Pero el fregadero la obligaba a confontarse consigo mis-
ma, algo que tampoco podía considerarse un placer. Pensó, como siempre, en su
falta de amor. Los hombres que podían brindarle amistad inteligente y buena
cama, le tenían pavor a cualquier compromiso, incluso al de vivir en unión libre.
Había dejado de importarle que resultaran bisexuales o adictos a drogas duras,
pues ya no aspiraba a encontrar un príncipe azul. El problema era su cobardía, su
falta de carácter para enfrentar los retos de la vida en pareja. Volubles, egoístas,
enemigos de cualquier previsión, como si planear el futuro fuera empezar a morir,
todos querían una libertad irrestricta para prolongar eternamente la adolescen-
cia, y palidecían de terror apenas les hablaba de tener hijos. Hasta Jean Michel,
que parecía tan maduro, y con quien había logrado establecer una verdadera
complicidad, había desaparecido de un día para otro al darse cuenta de que su
pasión “estaba degenerando en costumbre”. Pamplinas: dos personas inteligen-
tes nunca se aburren juntas. El problema de Jean Michel era que estaba demasia-
do inmerso en su neurosis para compartir el placer y el dolor con otra persona.
Cuando terminó de secar los trastes, Amélie puso a calentar el té en el horno de
microondas. Al sacar la taza se quemó la yema del dedo anular. Mierda, le sal-
dría una ampolla en el dedo que más usaba para escribir. Se untó mostaza en la
quemadura y puso el Concierto para piano núm. 21 de Mozart. Necesitaba relajar los
músculos, desprenderse del plomo que le pesaba en la espalda. Arrellanada en
el sofá, encendió con unas pinzas la bacha más grande del cenicero y se la fumó
de un tirón. En la adolescencia, la yerba la embrutecía; ahora en cambio le des-
pejaba el cerebro. Ya tenía treinta y dos años y su carne empezaba a perder
elasticidad. Si no había encontrado un compañero estable y solidario en la flor
de la juventud, tendría menos posibilidades de ser feliz cuando perdiera atrac-
tivos. Tal vez debería conocer hombres con menos sensibilidad y más aplomo:
ingenieros, médicos, empleados de tiendas, estaba demasiado encerrada en el
medio intelectual, o más bien, en su oscura antesala, el vasto círculo de los aspi-
rantes a obtener un sitio en el mundo del arte y las letras, un terreno pantanoso
donde la hombría escaseaba tanto como el talento. Los amigos que antes admi-
raba ahora le daban lástima. Serge, por ejemplo. Cuánta frustración destilaba en
CUENTO
74
sus dictámenes hepáticos de libros y películas. La noche anterior había despe-
dazado la última novela de Michel Houellebecq, de la que sólo leyó cien páginas,
como si presentara cargos contra un hereje: mercenario, lo llamó, coleccionis-
ta de lugares comunes, falso valor inflado por la crítica filistea. Claro, Houelle-
becq era el novelista de moda, la conciencia crítica más aguda de su generación,
y él sólo había logrado publicar cuentos cortos, bastante insulsos, por cierto,
en revistas provincianas de ínfima clase. Serge, Yves, Margueritte, todos esta-
ban cortados con la misma tijera: ninguno había trabajado con humildad y rigor
en sus disciplinas, ninguno había producido una obra a la altura de su soberbia.
Pretendían convertir su marginalidad en un timbre de gloria, como si no exis-
tiera también una marginalidad merecida: la de los diletantes que codician el
prestigio cultural sin hacer nada por alcanzarlo. Y ella se estaba dejando arras-
trar por la misma resaca, era doloroso pero necesario admitirlo. En tres sema-
nas apenas había escrito seis cuartillas y por falta de una columna vertebral, su
novela, si acaso podía llamarla así, tenía la flacidez amorfa de un molusco.
Estiró el brazo para tomar el fajo de cuartillas y releyó algunos párrafos al azar.
Nada le gustaba, salvo el título: Alto vacío, una imagen polifuncional que expre-
saba su tentativa por crear un sistema de ecos, una red especular volcada sobre
sí misma, y al mismo tiempo, la angustia de una mujer enfrentada con el desa
mor. Se había propuesto una empresa titánica: crear una poética de la desola-
ción. Pero temía que el desafío fuera superior a sus fuerzas. Para descomponer
la desolación en un prisma de sensaciones, primero necesitaba sobreponerse
a ella, pues no podría objetivar la experiencia del dolor mientras lo sintiera cla-
vado en el cuerpo, mientras se rodeara de gusanos resentidos que ni siquiera te-
nían humor y grandeza para asumir el fracaso; mientras cada mañana tomara
su puesto en el engranaje de la frustración colectiva, como todos los fantasmas
hacinados en los andenes del metro, y volviera del liceo cansada y marchita, con
el alma enteca por la ausencia de un pecho varonil donde reclinar la cabeza. ¡Oh,
Dios! ¡Si al menos tuviera el valor de romper con todo!
Había empezado a sollozar cuando sonó el teléfono.
–¿Aló?
–Soy yo, Virginie.
–Óyeme, perra. Tú y tu amigo me dejaron el sofá asqueroso.
–Perdóname, son los transportes de la pasión.
–Es la última vez que me traes un amante a la casa. La próxima vez los echo a
patadas.
TEsORO vIvIENTEEnrique Serna
75
–De ahora en adelante voy a portarme bien, te lo juro. Pero escucha, mi cielo,
para quitarte el enojo te voy a dar una buena noticia. ¿Todavía quieres largarte
de Francia?
–Más que nunca –suspiró Amélie.
–Pues ha llegado tu oportunidad. ¿Sabes lo qué es la acct?
–Ni idea.
–Es una asociación dirigida por un grupo de damas católicas, que se encarga
de difundir en Europa la cultura de los países africanos.
–¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
–La agencia publica una revista mensual que se llama Notre librarie. Cada nú-
mero está dedicado a un país diferente, y están buscando un especialista que
escriba una monografia sobre la literatura de Tekendogo.
–¿Tekendogo? ¿Y eso dónde queda?
–Es un pequeño país del África Ecuatorial. La asociacion costea el viaje y los gas-
tos del investigador por un año. Mi amigo Fayad, el que llevé anoche a tu casa,
trabaja en la acct y cree que puedes obtener la plaza fácilmente.
–¿Estás loca? Jamas he leído a ningún escritor de Tekendogo.
–Ni tú ni nadie. Por eso es fácil que te den el trabajo. Sólo tienes que presentarte
como experta en literatura africana y mostrar a la directora tu currículum aca-
démico. Lo demás corre por cuenta de Fayad. Él se encarga de publicar la convo-
catoria en la red, pero nos hará el favor de mantenerla oculta para que no tengas
competidores. Serás la única aspirante, Amélie, todo está arreglado a tu favor.
–¿Pero qué voy a hacer un año entero refundida en el culo del mundo?
–¿No decías que estabas harta de París, que necesitabas abrirte ventanas y
escapar de tu asfixiante rutina?
–Es cierto, pero no podría vivir en Tekendogo. Si me deprimo en París, allá sola
me pego un tiro.
–Piénsalo bien, Amélie. Es una buena oportunidad para que dejes las clases y
las reseñas de libros. Resolverías tu problema económico y podrías dedicarte
de lleno a escribir lo tuyo.
–Por ese lado no está mal, pero tengo miedo de aburrirme –por el tono de
Amélie, Virginie se dio cuenta de que empezaba a flaquear.
–¿Aburrirte en el paraíso? No digas estupideces. Para una mujer que trabaja
con la imaginación, vivir en África puede ser una experiencia fabulosa. ¿O crees
que Karen Blixen se haya aburrido en Kenia? Imagina lo que te espera: la natura-
leza salvaje al alcance de la mano, paseos en elefante, maravillosas puestas de
CUENTO
76
sol, las danzas exóticas y los ritos mágicos de las tribus, el contacto vivificante
con una cultura primitiva. ¿Quieres renunciar a todo eso?
–No estoy segura, déjame pensarlo un poco.
–Tenemos el tiempo encima, es ahora o nunca. Por si no lo sabes, en Tekendogo
están los negros más guapos de África. Son altos, esbeltos, y muy bien dotados.
Se mueren de amor por las europeas y una erección les puede durar media hora.
Además, en cualquier esquina te venden mariguana de la mejor calidad...
–Bueno, tal vez valga la pena hacer el intento. ¿Dónde queda la agencia?
Para no llegar a la entrevista con la mente en blanco, buscó información sobre
Tekendogo en la página de Internet de Le Monde Diplomatique. Con cinco millones
de habitantes y una deuda externa que absorbía el ochenta por ciento del pro-
ducto interno bruto, Tekendogo era el país más pobre del conglomerado de na-
ciones que antiguamente formaron el África Occidental Francesa. Situada al sur
del Sahara y al norte de los países ribereños del Golfo de Guinea, la joven repú-
blica no tenía salida al mar, circunstancia poco favorable para el desarrollo de
la economía. Por falta de trabajo, la mayoría de la población activa emigraba
en tiempo de secas a las plantaciones cafetaleras de Ghana y Costa de Marfil.
Desde la proclamación de su independencia, en 1960, el gobierno estaba en ma-
nos de una dictadura militar con ropaje democrático y civilista. El Comité Mili-
tar de Redención, encabezado por el dictador Koyaga Bakuku, se escudaba tras
la servil Asamblea del Pueblo, compuesta en su totalidad por diputados adictos
al régimen, para reprimir salvajemente el menor brote de disidencia y otorgar
concesiones a las compañias extractoras de bauxita y zinc. En lengua malinke
Tekendogo significaba “país de la honestidad”, nombre paradójico para una na-
ción cuyos gobernantes disponían a su antojo de los fondos públicos. La hosti-
lidad entre los principales grupos étnicos del país –malinkés, mandingos, fulbés,
mambaras– era motivo de constantes guerras civiles. Salvo la minoría islámica
concentrada en la capital del país, Yatenga, la mayor parte de la población pro-
fesaba religiones animistas. Debido a la falta de drenaje y al deporable sistema
de salud pública, el país tenía elevados índices de mortandad. Según cálculos de
la oms, más del quince por ciento de la población estaba enferma de sida. La
hambruna llegaba a tal extremo que cuando un sidoso moría, su familia no la-
mentaba la pérdida del ser querido, sino el fin de la ración alimenticia que le
asignaba el Estado.
“Virginie quiere mandarme al infierno”, pensó Amélie al apagar el ordenador.
En Tekendogo no existían las condiciones elementales para el desarrollo de una
TEsORO vIvIENTEEnrique Serna
77
literatura. Si la acct quería ayudar en algo a ese desdichado país, debería en-
viarle medicinas y víveres, no gente de letras. Pero tal vez pudiese atemperar el
carácter frívolo de su misión, pensó, realizando labores de servicio social que de-
jaran algún beneficio al pueblo de Tekendogo. En la adolescencia, cuando milita-
ba en organizaciones de izquierda, se había encargado de brindar asesoría legal
y apoyo económico a los inmigrantes magrebís. Ya era tiempo de recuperar ese
impulso generoso y tenderle los brazos al prójimo, para escapar de la cárcel
autista donde se estaba voviendo loca.
Entusiasmada por la posibilidad de darle un giro crucial a su vida, al día siguien-
te salió a buscar números atrasados de Notre Librarie en las librerías de Montpar-
nasse y el Barrio Latino. Sólo encontró los tres últimos, pero su lectura le bastó
para hacerse una idea bastante clara de lo que hallaría en Tekendogo: un pára-
mo literario donde quizá hubiese un pequeño grupo de aspirantes a escritores
sin oportunidades de publicar. Con monótona insistencia, los autores entrevis-
tados salmodiaban la misma queja: los libros se vendían poco en África por la
razón esencial de que la vida comunitaria no favorecía el acto de leer. Aún en
los países con exitosos programas de alfabetización, era inconcebible que un
individuo pudiera absorberse en una lectura esencialmente solitaria. Por con-
secuencia, las tentativas de subsidiar la industria del libro en países como Ca-
merún, Senegal y Togo habían terminado en la bancarrota de las editoriales
públicas. Privados del contacto con los destinatarios reales de sus obras, los po-
cos autores que lograban publicar en Francia debían enfrentarse a un público
indiferente y hostil, con una idea muy equivocada de la cultura africana. Amélie
compartía esa indiferencia y los lamentos de los escritores no la conmovieron
demasiado, pues le parecía que las editoriales francesas publicaban autores
africanos para darse baños de correción política. Y si bien era propensa a la fi-
lantropía, como lectora no acostumbraba hacer obras de caridad. De cualquier
modo, leería con atención a los escritores de Tekendogo y redactaría el informe
en términos benévolos, para no desentonar con el paternalismo condescendien-
te de la revista.
La directora de la acct, Jacqueline Peschard, una dama entrada en los cincuen-
ta, de traje sastre y pelo corto rojizo, la recibió con calidez en su oficina de la Plaza
de SaintSulpice, decorada con máscaras, lanzas y penachos de danzantes. Había
leído su currículum y pensaba que era la persona idónea para el puesto, pero
necesitaba hacerle algunas preguntas:
–¿Conoce usted Tekendogo?
CUENTO
78
–Sí –mintió Amélie, aleccionada por Virginie–. Mi padre era ingeniero meta-
lúrgico y su compañía lo envió a trabajar allá cuando yo era una niña. Vivimos
seis años en Yatenga. Fue la época más feliz de mi vida.
–¿Aprendió alguna de las lenguas nativas?
–Un poco de malinké, pero lo he olvidado.
–Bueno, eso no importa. Sólo queremos que estudie la literatura escrita en
francés. Dígame, señorita Bléhaut, ¿qué la motiva para hacer este viaje?
–Reencontrarme con mis raíces, ampliar mis horizontes...
La señora Peschard sonrió en señal de aprobación. Era exactamente la res-
puesta que esperaba, pensó Amélie.
–¿Milita usted en alguna organización política?
–No, sólo me interesa la literatura.
–Me alegra mucho. Una de las normas de nuestra agencia es no intervenir en
los asuntos internos de los países africanos. Nuestros investigadores trabajan
en estrecho contacto con los ministerios culturales de los países que visitan, y
por ningún motivo deben participar en actividades políticas.
–No se preocupe, no tendrá ninguna queja de mí.
–Correcto –la señora Peschard cerró la carpeta–. Dentro de poco le comunica-
remos la decisión de nuestro patronato. Pero se trata de un mero formalismo:
desde ahora puedo asegurarle que usted será la elegida.
Al recibir el telegrama de aceptación, se puso de acuerdo con una compañera
del liceo para dejarle el departamento por un año. Con una llamada telefónica
a su madre quedó resuelto el trámite de dar aviso a la familia. Sin despedirse de
sus amistades nocivas, que deseaba abandonar para siempre, tomó el taxi al
aeropuerto con tres gruesas maletas y una computadora portatil, recién com-
prada en Carrefour, con la que pensaba terminar su novela inconclusa. Por la in-
significancia comercial de Tekendogo, Air France no volaba a Yatenga y tuvo que
hacer escala en Abidján, la capital de Costa de Marfil, para conectar un vuelo
de Teken Air, la aerolínea del gobierno tekendogués que comunicaba a las dos
ciudades. En el aeropuerto de Abidján se dio el primer frentazo con la barbarie
africana: tras una larga espera en la sala del aeropuerto, un cuartucho mal ven-
tilado, con incómodas bancas de acrílico, el representante de Teken Air, un gor-
do de talante autoritario, bañado en el sudor torrencial de los negros, informó
a los pasajeros que por desperfectos de su aeronave, el vuelo a Yatenga se cance-
laba hasta nuevo aviso.
–¿Pero cúanto tiempo tendremos que esperar? –lo interpeló Amélie.
TEsORO vIvIENTEEnrique Serna
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El gordo se encogió de hombros.
–Eso depende de los mecánicos. Pueden ser dos horas o dos semanas, nunca
se sabe.
Amélie observó desde lejos el avión– un desecho de la Segunda Guerra Mun-
dial, con motores de hélice y fuselaje abollado–, que rodaba lentamente hacia el
hangar de reparaciones. Ni muerta se arriesgaría a volar en ese cacharro. Exigió
que le devolvieran el importe de su boleto, y con ayuda de un maletero tomó un
bicitaxi hacia la estación de trenes, en el otro extremo de Abidján. El viaje en
ferrocarril a Yatenga duraba dieciséis horas, le advirtió la mujer de la ventanilla.
Por fortuna, con el dinero recuperado pudo pagarse un reservado en primera
clase, a prudente distancia de las ruidosas familias de campesinos que subían
al tren con chivos y gallinas de Guinea. En las primeras horas de viaje se deleitó
con la tupida vegetación y el aire balsámico de la jungla. Flotaba en la atmósfera
una promesa de sensualidad que le abrió los poros de la piel, como si el tren la
llevara rumbo a los orígenes de la vida. Su sensación de ligereza no tenía nada
que ver con el falso bienestar inducido por las drogas: esto era un vuelo sin nebu-
losas, un verdadero desafío a la ley de la gravedad. Sólo cayó a la dura corteza
terrestre cuando el tren hizo su primera parada en territorio de Tekendogo. Entre
el enjambre de negras robustas con huacales al hombro que se acercaron a ofre-
cerle calabazas con vino de palma, ñame cocido, o dulces secos, observó cuadros
esperpénticos dignos de figurar en un museo del horror: mendigos de mirada
lúgubre con la piel roída por las erupciones del pián, una adolescente con un enor-
me bocio en el cuello, rameras desdentadas con argollas en los pezones, niños
famélicos con el esqueleto dibujado bajo la piel bebiendo agua en un charco pú-
trido. Pero esto es una aldea, pensó para tranquilizarse, Yatenga debe ser un sitio
más habitable.
Durmió arrullada por el traqueteo del tren, y al abrir los ojos, la cortina verde
de los manglares había sido reemplazada por las planicies de la sabana. El calor
aquí era más seco, pero la atmósfera más nítida, como si la luz se limpiara de im-
purezas al atravesar el tamiz del cielo. Para aplacar el hambre sacó de su bolso
un trozo de ñame cocido comprado la víspera en la aldea de Kamoe. No había
fieras a la vista –seguramente las ahuyentaba el ferrocaril–, sólo avestruces con-
templativas y manadas de antílopes que levantaban grandes polvaredas en el
horizonte. Qué soberbia era la naturaleza cuando no la ensuciaban las huellas
del hombre. Pero de una estación a otra, conforme el tren se acercaba a la capi-
tal, las llagas de la miseria se iban mostrando con mayor crudeza. La gente del
CUENTO
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campo vivía en el palelolítico, sin agua ni electricidad, apeñuscada en chozas de
palma, defecando en fosas sépticas atestadas de moscas, a merced de cualquier
inundación, de cualquier epidemia, sin más medios de subsistencia que sus ape-
ros de labranza y sus animales domésticos. Ni siquiera se les podía considerar
explotados, pues no había fábricas o empresas agrícolas en cien kilómetros a la
redonda: simplemente estaban fuera de la aldea global, fuera del siglo en que
vivían, como si Tekendogo girara en sentido inverso a la rotación del planeta. El
hombre aquí era una bestia degradada: la civilización le había quitado la digni-
dad del guerrero salvaje, su orgullo de cazador autosuficiente, sin darle siquiera
unas migajas de bienestar.
Llegó a Yatenga con un acre sentimiento de culpa. Para sustraerse al engra-
naje de la injusticia, rechazó la ayuda de los parias que se abalanzaron a cargarle
las maletas y prefirió llevarlas sola con grandes esfuerzos. La liberación de esa
pobre gente solo llegaría cuando abandonara sus hábitos serviles, cuando com-
prendiera que no debía humillarse ante ningún europeo. En la cartera llevaba la
dirección del hotel que la acct le había reservado por quince días, mientras en-
contraba un departamento decente, pero antes de tomar el taxi necesitaba cam-
biar sus francos por daifas, la moneda nacional de Tekendogo. Buscaba entre el
gentío una casa de cambio, arrastrando lentamente su pesado equipaje, cuando
vio un fotomural luminoso de dos metros de altura, en el que un negro maduro
de lentes redondos y cabello entrecano, vestido con túnica blanca, escribía a
lápiz en un estudio repleto de libros, iluminado con claroscuros expresionistas.
Al pie de la foto, la sobria carátula de un libro, acompañada de un texto lacónico:
“Lejos del polvo, la nueva novela de Macledio Ubassa, Tesoro Viviente”. ¿De modo
que en Tekendogo había una industria editorial con suficiente poder económi-
co para lanzar novelas con anuncios espectaculares? Lo más extraño era el lugar
de la estación elegido para colocar esa propaganda. Al pie del fotomural, hacina-
dos en el suelo por falta de bancas, entre cestas de frutas, lechones, y perros ca-
llejeros, esperaban el próximo tren ancianos harapientos, niños desnutridos con
costras de mugre en el pelo y mujeres preñadas cubiertas de pústulas. Ninguno
de ellos tenía un libro en la mano. Tampoco los pasajeros de primera clase, sen-
tados en una salita contigua, que vestían a la europea y parecían gente mejor
educada, pero sólo leían historietas y periódicos deportivos. De cualquier modo,
le alegró saber que Tekendogo era un país donde se daba importancia a las letras.
La riqueza cultural de un pueblo no siempre dependía de su desarrollo econó-
mico. El talento podía florecer en las condiciones más precarias y si tenía la for-
TEsORO vIvIENTEEnrique Serna
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tuna de descubrir escritores valiosos, quizá contribuyera en algo a sacarlos de
su terrible aislamiento.
Cuando por fin pudo cambiar sus francos, tomó un taxi al hotel Radisson, la
clásica torre de vidrio espejo que el imperialismo erige en las capitales del ter-
cer mundo como grosera señal de supremacía, sin consideración alguna por la
arquitectura autóctona. Aún con el aire condicionado hasta el tope, su cuarto era
un baño sauna. Un duchazo de agua fría le aflojó los músculos del cuello, en-
tumidos por las tensiones del viaje. Cuando terminó de colgar su ropa, se tendió
desnuda en la cama y echó un vistazo al televisor. Quería mantenerse despierta
hasta las once de la noche, para amortiguar el pequeño jet lag y acostumbrarse
pronto a su nuevo horario. Tras un breve jugueteo con el control remoto, descu-
brió con sorpresa un canal cultural. En un estudio decorado con muebles futuris-
tas que le recordó la escenografía del programa Apostrophe, una negra entrada
en carnes, semicubierta por un taparrabos, el rostro pintado con caolín rojo y
blanco, respondía las preguntas de un entrevistador joven que le dispensaba un
trato reverencial, como un acólito frente al Santo Papa.
–Díganos, señora Labogu, ¿cuál es la función del escritor en las sociedades
africanas?
–Primero que nada, tender puentes que contribuyan a preservar nuestra iden-
tidad. La negritud es la mixtura creadora, el mestizaje gozoso de las herencias
culturales. Yo he querido abrir brechas con una escritura abierta a todas las pe-
culiaridades lingüisticas, a todas las vertientes de lo imaginario.
–Háblenos de su nuevo libro de poemas, Música de viento.
–Pues mire usted –Labogu exhaló el humo de su cigarrillo–, en este libro he
querido volver a las fuentes de la vida, que son también las fuentes de la palabra.
Yo me crié en las montañas, y desde niña, el cálido soplo del harmatán me ense-
ñó que la palabra es viento articulado, una fuerza que el poeta debe interiorizar
para devolverla al cosmos, transustanciada en canto.
–Me están indicando que debemos hacer una pausa –la interrumpió el con-
ductor, apenado–, pero en unos momentos más continuaremos nuestra charla
con la poeta Nadjega Labogu, tesoro viviente.
Amélie anotó su nombre en una libreta, junto con el de Macledio Ubassa, para
comprar sus libros a la primera oportunidad. Le hubiera gustado terminar de ver
la entrevista, pero el sueño la venció en mitad del corte comercial. Durmió de un
tirón hasta el amanecer, como no lo hacía desde niña, y después de un desayuno
ligero, pidió al recepcionista un mapa de Yatenga.
CUENTO
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–¿Me podría señalar donde queda el Ministerio de Cultura?
El empleado le señaló un punto del mapa relativamente cercano, a diez cua-
dras en dirección poniente. Había un taxi en la puerta del hotel, pero prefirió
hacer el recorrido a pie para empezar a conocer la ciudad. La zona hotelera, de
amplias calles adoquinadas, pletóricas de restaurantes y tiendas de artesanias
con rótulos en inglés y francés, le pareció una alhaja de bisutería, una burda
imitación de las capitales europeas. Primero muerta que vivir ahí, ella quería
ver la realidad escondida tras los decorados, trabar contacto con el África pro-
funda. Al llegar al Ministerio explicó el motivo de su visita al ujier de la entrada,
que la remitió con Ikabu Luenda, subjefe de Relaciones Internacionales. Breve
antesala en una lujosa recepción con finos tapetes, cuadros originales de artis-
tas locales y una monumental araña colgando del techo. Luenda era un funcio-
nario distinguido con maneras de dandy, que despedía un intenso olor a lavanda
inglesa .
–Me llamo Amélie Blehaut y vengo a una misión cultural patrocinada por la
acct –se presentó–. La señora Jacqueline Peschard me pidió que entregara mi
proyecto de trabajo a las autoridades del Ministerio.
–Ah sí, la esperábamos desde ayer –Luenda le ofreció una silla–. Creo que ya
nos conocíamos: Usted asistió al coloquio de literaturas francófonas de Nimes
en el 95, ¿no es cierto?
–Sí, estuve ahí –mintió Amélie–. Pero me presentaron a tanta gente que ten-
go los recuerdos borrados.
–La comprendo, para los blancos todos los negros somos iguales –bromeó Luen-
da y Amélie soltó una risilla nerviosa–. La presentación de su proyecto es una
mera formalidad. Sólo nos interesa saber en qué podemos servirle.
–Bueno, quisiera buscar un departamento en las afueras de la ciudad y tomar
clases de malinké con un maestro particular.
–Eso es fácil de conseguir –Luenda llamó a su secretaria por el interfón–. Por
favor, traígame una lista de maestros de idiomas, y la sección de anuncios cla-
sificados del periódico. ¿Se le ofrece algo más?
–Sólo tengo una pregunta: ¿me podría explicar qué es un tesoro viviente?
–Es el título honorífico de nuestros artistas más destacados. –Luenda se acla-
ró la voz y adoptó un tono pedagógico–. Por instrucciones del excelentísimo
general Bakuku, hace veinte años la Asamblea del Pueblo promulgó un decreto
para proteger la obra y la persona de nuestros grandes talentos en el campo de
la pintura, la música, la danza y las letras. Un tesoro viviente recibe una gene-
TEsORO vIvIENTEEnrique Serna
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rosa pensión del Estado que le permite vivir con holgura, y a cambio de ese apo-
yo debe entregar sus obras al pueblo.
–¿Cuántos tesoros vivientes hay?
–Alrededor de cincuenta. Cuando un tesoro muere se reúne el consejo de pre-
miación, encabezado por el general Bakuku, y nombra a un sucesor del difunto.
Salió del Ministerio con un grato sabor de boca. Tekendogo podía ser un país
atrasado, pero en materia de mecenazgo público estaba dando una lección a los
roñosos gobiernos de las grandes potencias, que recortaban sin piedad el presu-
puesto para las actividades culturales. Por lo menos aquí la literatura no estaba
sujeta a la demencial tiranía del mercado y el artista podía ejercer su vocación
sin presiones económicas. De camino al hotel, a dos cuadras del Ministerio, se
topó con la librería La Pléiade, que exhibía en su vitrina, entre otras novedades,
los libros más recientes de Macledio Ubassa y Nadjega Labogu. Quiso entrar
a comprarlos, pero la puerta estaba cerrada. Eran las once de la mañana y to-
dos los comercios de la calle hervían de clientes. ¿Estarían remodelando el local?
Por lo que alcanzaba a ver a través del cristal, no había hombres trabajando en
el interior. Pero en fin, ya tendría tiempo de sobra para comprar libros. Por ahora
lo que más le importaba era encontrar un departamento.
Lo halló una semana después en el populoso barrio de Kumasi, enfrente de un
mercado al aire libre donde se congregaban merolicos, encantadores de víbo-
ras, mendigos inválidos y niños que escupían fuego. En el mercado contrató a un
trabajador mil usos que por cincuenta daifas se encargó de encalar las paredes
y destapar los caños azolvados. Tener agua potable era un lujo en esa parte de la
ciudad, donde la mayoría de la gente acarreaba tambos desde el lejano pozo de
Tindemo. No había agua para beber, pero el agua de las lluvias se estancaba en
charcos oceánicos que la gente vadeaba caminando sobre ladrillos y piedras.
La falta de drenaje, según supo después, cuando empezó a familiarizarse con sus
vecinos, era la principal causa de mortandad infantil. Desde los años ochenta,
el Supremo Gobierno les había prometido extender la red de tuberías pero las
obras se aplazaban siempre con diversos pretextos. El dispensario móvil que
atendía a los enfermos de disentería no pasaba muy a menudo, y con frecuencia
los niños morían deshidratados por falta de suero.
La gente del pueblo apenas si chapurreaba el francés, a pesar de ser la lengua
oficial que se enseñaba en la escuela. Si quería hacer labores de servicio social
–como le exigía su conciencia– necesitaba vencer la barrera del idioma. Revisó
la lista de maestros que le había proporcionado Luenda y concertó una cita con
CUENTO
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el profesor Sangoulé Limaza, quien debía de ser una lumbrera a juzgar por su
currículum abreviado, pues además de malinké hablaba los dialectos touareg,
haoussa, bamileke y kirdi. Esperaba a un carcamal de cabello blanco, y al abrir la
puerta sufrió una grata conmoción: joven y fuerte como un potro salvaje, con
largas piernas y ojos color ámbar que hacían un perfecto contraste con su piel
de ébano. Sangoulé era un regalo de los dioses. Llevaba arracada en la oreja, una
playera de futbolista ceñida a sus férreos pectorales y el pelo en mangueras, como
los rastafaris jamaiquinos. No era prognata, como la mayoría de los africanos, ni
sus rasgos faciales correspondían al fenotipo de los malinkés –labios gruesos,
nariz ancha, pómulos salientes–. pues como le explicó esa misma tarde, su tata-
rabuelo había sido un colonizador portugués que contrajo matrimonio con una
aborigen. Era, pues, un glorioso producto del mestizaje, y durante la clase de ma-
linké, Amélie lo contempló con moroso deleite, sin retener una sola palabra de
la lección.
–Hasta el próximo jueves –dijo al despedirse, y la nieve de su sonrisa la quemó
por dentro.
–Mejor venga mañana –corrigió Amelie–. Lo he pensado mejor y creo que me
conviene tomar clases a diario, para avanzar más deprisa.
Al día siguiente compró una botella de vino blanco en una tienda para turis-
tas, y cuando terminaron la clase le ofreció una copa. “Si nos vamos a ver tan se-
guido será mejor que rompamos el hielo, ¿no te parece?”. Sangoulé asintió con
timidez y a petición de Amélie habló de sus orígenes y expectativas. Miembro
de una tribu nómada, los ogombosho, de niño había recorrido con sus padres
la costa oeste africana, aprendiendo las diferentes lenguas de cada región. No
había asistido a la escuela hasta los doce años, cuando su familia se asentó en
Yatenga. Tenía la mente despierta y aprendió el francés con gran facilidad. En el
segundo año del liceo, la muerte de su padre lo había obligado a abandonar los
estudios para contribuir al gasto familiar. Desde entonces dividía su tiempo en-
tre las clases de idiomas y su verdadera pasión, la música. Era percusionista en
un grupo de rock alternativo, Donosoma, que trataba de fusionar los ritmos
occidentales con los aires populares de la región. Por cierto, el viernes se pre-
sentaban en un café concert del centro de la ciudad. ¿No quería honrarlo con su
asistencia?
–El honor será mío –se entusiasmó Amélie–, la música africana me encanta.
El café concert resultó una humilde barraca iluminada con macilentas luces de
neón, donde medio millar de jóvenes negros, apretados codo con codo, pugna-
TEsORO vIvIENTEEnrique Serna
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ban por acercarse a la barra donde se vendía cerveza de mijo. Empezaba a sentir
claustrofobia cuando el grupo Donosoma salió al estrado. Con una túnica mul-
ticolor y un gorro dorado en el pelo, Sangoulé irradiaba sensualidad, y a juzgar
por los gritos histéricos de las muchachas, no era la única mujer ansiosa por
conquistarlo. Sostenía entre las rodillas un yembé que golpeaba cadenciosa-
mente con los ojos cerrados, como en estado de trance. Quién fuera ese tam-
bor, pensó, para estar anudada en sus piernas. Al terminar la tocada, cuando la
gente abandonó la barraca, Amélie se abrió paso por detrás de los bastidores,
hasta llegar al camerino donde los músicos tomaban cerveza, refrescados por la
brisa de un ventilador. Sangoulé sudaba a chorros pero eso no le impidió abra-
zarlo. Felicidades, dijo, tu grupo sería una sensación en París, y al empaparse con
el sudor de su cuello sintió en la piel una lluvia de alfileres. Un ramillete de negras
rodeaba a los miembros del grupo, y ante la perfección de sus cuerpos se sintió
en desventaja. Pero la competencia dejó de inquietarle cuando Sangoulé la sen-
tó a su lado y notó el ardiente interés con que la miraban los demás músicos. Les
gusto porque soy europea, pensó, aquí la piel blanca se cotiza muy por encima
de su valor. Empezaron a circular los canutos de mariguana y al tomar el que le
ofreció Sangoulé, se demoró adrede para acariciar sus dedos. Los músicos habla-
ban en una jerga híbrida, mitad francés, mitad malinké. No entendía una palabra
ni podía concentrase en la charla, porque su atención estaba fija en los movi-
mientos de Sangoulé, que al encender el segundo cigarro le pasó el brazo por la
cintura, como para disuadir a los demás cazadores de disputarle la presa.
A partir de entonces, Amélie sólo se mantuvo anclada a la realidad por el sen-
tido del tacto, mientras su imaginación flotaba en el éter. No hizo falta una
declaración de amor. Salieron a la calle sin despedirse de nadie, con la grosera
autosuficiencia de los recién flechados, y a la luz de un farol se besaron hasta
perder el aliento. Sangoulé quiso poseerla en el taxi. Por fortuna el trayecto fue
corto y sólo había logrado desabotonarle la blusa cuando los carraspeos del taxis-
ta los obligaron a romper el abrazo. Al entrar al departamento fue Amélie quien
pasó a la ofensiva, y de un limpio tirón le quitó la túnica. El miembro de Sangoulé
no era tan espectacular como había imaginado. Pero su vigor y su ternura en la
cama, la sabiduría con que la fue llevando hasta un punto de ebullición, y la furia
controlada de sus movimientos pélvicos, dentro y fuera, dentro y fuera, al ritmo
del yembé que acababa de percutir en el escenario, la hicieron volver los ojos
hacia adentro, como si encontrara por fin un puerto de anclaje. Oh, mi hermoso
corcel de azabache, gritó en el vértigo del placer, y comprendió que hasta ese
CUENTO
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momento no había tenido verdaderos amantes, sólo actores narcisistas, muñe-
cos de paja con el instinto embotado por la neurosis.
Al amanecer lo invitó a vivir con ella y él acepto sin hacerse del rogar, pues no
soportaba dormir hacinado en la choza de su familia. A pesar de la diferencia de
edades –Sangoulé sólo tenía veinticuatro años– y el choque de culturas, la co-
municación entre los dos mejoró día tras día sin tropezar con ningún escollo.
Invertidos los papeles de alumna y maestro, Amélie se propuso educarlo, y en
poco tiempo logró despertarle el gusto por la lectura. Aún cuando le prestaba
libros difíciles –La parte maldita de Georges Bataille, Vidas minúsculas de Pierre
Michon, La espuma de los días de Boris Vian– que exigían un intelecto superior al
del lector común, Sangoulé los asimilaba con relativa facilidad. No comprendía
algunas palabras, pasaba por alto las alusiones cultas, pero hacía comentarios
de una agudeza sorprendente para un iletrado. El aprendizaje fue recíproco, pues
gracias a Sangoulé, Amélie pudo conocer desde adentro la cultura africana. Al
mes de haber llegado a Tekendogo ya sabía diferenciar por su vestimenta a los
principales grupos étnicos, regatear con las verduleras del mercado y cocinar
plaltillos regionales como el moin moin (puré de alubias cocido al vapor) y la eba
(puré de harina de mandioca) con los que agasajaba a Sangoulé cuando volvía
fatigado por sus arduas jornadas de clases. Entre las ocupaciones domésticas, los
conciertos sabatinos del grupo Donosoma y los paseos idílicos por la ribera del
lago Ugadul, donde hacían el amor a la sombra de las araucarias, Amélie olvidó
por completo que había viajado desde Francia para estudiar la literatura de Te-
kendogo. Sólo reparó en su negligencia cuando los diarios anunciaron la magna
presentación de la novela Interludio estival, del tesoro viviente Momo Tiécoura.
Era una buena oportunidad para entrar en contacto con el medio literario y
pidió a Sangoulé que la acompañara. Cuando terminaran los elogios de los co-
mentadores, pensó de camino a la ceremonia, quizá tendría la oportunidad de
acercarse al autor y pedirle una entrevista. Esperaba una mesa redonda entre
amigos pero la presentación del libro resultó ser un espectáculo de masas en un
anfiteatro al aire libre, con una multitud de espectadores, la mayoría estudian-
tes de enseñanza media que guardaban una compostura marcial, intimidados
quizá por la cercanía de los guardias con metralletas que formaban valla entre
el escenario y el graderío. En el palco de honor, el dictador Koyaga Bakuku y los
miembros de su Estado Mayor presidían el acto con sus uniformes de gala, tie-
sos como estacas. De entrada, la presencia de militares armados en un acto cultu-
ral le pareció repugnante. Pero lo que más la impresionó fue el carácter litúrgico
TEsORO vIvIENTEEnrique Serna
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de la ceremonia. Cubierto con una piel de leopardo, en la mano un bastón de
marfil con puño de oro macizo, el tesoro viviente Momo Tiécoura salió a escena
escoltado por un grupo de bailarinas semidesnudas, y pasó a colocarse en el cen-
tro del proscenio, donde había una jofaina llena de agua. Sin mirarlo nunca a los
ojos, las bailarinas le lavaron los pies. Terminada la tarea bebieron el agua de la
jofaina y se retiraron de la escena haciéndole caravanas. Las reemplazó un grupo
de varones con máscaras totémicas. Entre gritos de guerra levantaron en vilo a
Tiécoura y lo llevaron hasta el árbol mantequero que sombreaba el lado derecho
del escenario.
–Es el árbol de la palabra –le explicó Sangoulé–. Ahora dará gracias a los dioses
por el poder que le dieron para escribir la novela.
En efecto, Momo se arrodilló frente al árbol y besó sus prominentes raíces.
Reaparecieron en escena las bailarinas, ahora con túnicas de gasa, cargando un
relicario de cristal con el libro empastado en piel. Momo cogió la urna, y por una
escalinata alfombrada subió al palco de Koyaga Bakuku, a quien ofrendó el li-
bro con una caravana. Hubo un redoble de tambores, el dictador se puso de pie
y alzó el libro como un trofeo. “Hoy nos hemos reunido para fortalecer nuestra
identidad nacional –exclamó en francés– ¡Larga vida al tesoro viviente Momo
Tiécoura! ¡Que los dioses bendigan los frutos de su talento!” y como impulsados
por un resorte, los estudiantes prorrumpieron en aplausos y aclamaciones.
De vuelta en casa, Amélie pidió a Sangoulé que le explicara el simbolismo de
la ceremonia.
–Es una tradición muy antigua, que se ha conservado desde el tiempo de los
griots, los poetas que componían los cantos de guerra en las tribus de cazadores.
Ahora los escritores ocupan el lugar de los griots, pero en vez de entonar himnos,
presentan su libro a la autoridad.
–¿Y eso cómo lo sabes?
–Me lo enseñaron en la escuela.
–¿Tenías que leer todos los libros de los tesoros vivientes?
–No, sólo asistíamos a las ceremonias y las maestras nos daban un resumen
del libro.
Con razón había tanta gente, pensó Amélie: los estudiantes asistieron bajo
coerción y a una señal de sus profesores, aplaudieron como perros amaestrados.
Esa noche, mientras velaba el sueño de Sangoulé, analizó el trasfondo politico del
acto. Si bien la pantomima revestía interés antropológico, el papel protagónico
del dictador reflejaba su afán de legitimarse a costa de los artistas, de utilizar
CUENTO
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la cultura como una plataforma de lucimiento. Como todos los tiranos, Bakuku
había logrado convertir la frágil identidad nacional en un objeto de opresión. El
supuesto esplendor artístico y literario de Tekendogo lo ayudaba a mantenerse
en el poder tanto como los tanques o los cañones. Pero no debía prejuzgar a los
escritores locales sin haberlos leído, y al día siguiente acudió a la librería La
Pléiade, la unica que había visto en la ciudad, para consguir el libro de Momo
Tiécoura. Esta vez encontró el lugar abierto. En el escaparate se exhibía un ejem-
plar de Interludio estival, pero cuando pidió la novela, el dependiente la miró con
perplejidad.
–Ese libro está agotado –tartamudeó.
–No puede ser, lo presentaron ayer y hay un ejemplar en la vitrina.
–Es el único que tenemos.
–Pues véndamelo.
–Por órdenes superiores, tengo prohibido vender los libros en exhibición –se
disculpó el vendedor, las sienes perladas de sudor nervioso.
–¿Tiene Lejos del polvo de Macledio Ubassa?
–También se agotó.
–Necesito leer a los tesoros vivientes. Deme lo que tenga de ellos.
–Lo lamento, señorita, la editorial del Estado no nos ha surtido, pero tengo mu-
chas novedades extranjeras– y señaló un anaquel con bestsellers franceses.
–No quiero esa mierda –estalló–. Voy a presentar una queja en el Ministerio
de Cultura.
El dependiente se encogió de hombros y Amélie salió a la calle con las mandí-
bulas trabadas. Por teléfono expuso su problema a Ikabu Luenda, que se disculpó
a nombre del gobierno y le prometió hablar con el subdirector de publicaciones,
responsable de distribuir los libros de los tesoros vivientes, para que le facilitara
las obras solicitadas. Pero ni esa semana ni la siguiente recibió los libros. Atri-
buyó la tardanza al proverbial tortuguismo de las burocracias, y por consejo de
Sangoulé, que conocía bien el funcionamiento del gobierno, aprovechó el obli-
gado paréntesis para sumergirse en la creación literaria. Retomar el hilo de la
escritura no le resultó nada fácil, porque su novela era un río con infinitos bra-
zos, una torre fractal cimentada en el abismo. El deseo de llevar las cosas al lí-
mite, a las afueras del lenguaje, para encontrar sus raíces aéreas, la conducía
naturalmente al silencio y la duda. En vez de avanzar a tientas por su dédalo de
espejos, en dos semanas de trabajo suprimió seis páginas. No le importaba va-
ciar cada vez más su Alto vacío, pues sabía muy bien que la pasión sustractiva del
TEsORO vIvIENTEEnrique Serna
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arte moderno era una vía de acceso a la plenitud. Convertir el acto de nombrar
en un rito purificador significaba emprender un radical retorno al origen, como
decía Deleuze. Para limpiar el texto de todo exceso retórico, cambió la lima por
la tijera y eliminó los parrafos elegíacos en que deploraba su condición de mujer
solitaria, que ahora, gracias a Sangoulé, encontraba llorones y redundantes. Al
final de su tarea depuradora sólo conservó un aforismo: “La escritura busca lle-
nar el vacío, pero el vacío es infinito y la palabra consagra la ausencia”.
Una inquietud le impidió seguir abismada en el líquido amniótico del lenguaje.
Los libros que el Ministerio de Cultura le había prometido no aparecían por nin-
gún lado. De un día para otro, la Pléiade cerró sus puertas al público y cuando
Ikabo Luenda dejó de contestar sus llamadas, dedujo que el aparato cultural le
estaba escondiendo las obras de los tesoros vivientes. ¿Temían acaso que una
lectora exigente, investida con el prestigio del primer mundo, emitiera un jui-
cio desfavorable sobre ellas? Deben ser pésimas, pensó, de lo contrario no me
las ocultarían. Los funcionarios del Ministerio la veían como una amenaza por-
que toda la faramalla propagandística del régimen quedaría en evidencia si la
revista más importante de literatura francófona descalificaba a las vacas sagra-
das de Tekendogo. Pero ella iba a leer sus libros, así tuviera que arrancárselos de
las manos al propio dictador Bakuku. Cerrado el camino de las quejas y los recla-
mos, necesitaba actuar con astucia para burlar al enemigo. En tono conciliador
llamó a la secretaria de Ikabo Luenda y le pidió el teléfono de Momo Tiécoura,
“para pedirle una entrevista”. Confiaba en la vanidad del tesoro viviente, que sin
duda estaría ansioso por aparecer en una revista francesa, y sus cálculos fueron
correctos, pues Tiécoura no se hizo del rogar.
–Cuando era joven publiqué un libro en Francia, ¿usted lo conoce?
–Sí –mintió Amélie– precisamente de eso quiero hablarle.
–Pues venga esta misma tarde a mi casa –y le dió su dirección: Malabo 34,
Villa Xanadú.
Pensaba ir a la entrevista sola, pero Sangoulé quiso acompañarla cuando vio
el papel con la dirección.
–Desde niño he querido conocer Xanadú. Es la zona residencial más elegante
de Yatenga, pero sólo dejan entrar a los ricos. Allá viven los dueños de las minas
y todos los políticos importantes, incluido el dictador.
Amélie accedió a su ruego y le colgó una cámara al cuello para presentarlo
como fotógrafo. Para no causar mala impresión rentaron un automóvil. En lo alto
de una colina que dominaba el valle de Yatenga, una enorme barda de piedra
CUENTO
90
aislaba la zona residencial del tráfago citadino. Amélie contempló con asombro
el dispositivo de seguridad: en la entrada había guardias con mastines y los fran-
cotiradores apostados en las torretas vigilaban todos los movimientos de las
calles aledañas.
–Llevan ametralladoras kalachnikov de fabricación soviética –le informó San-
goulé–. Bakuku las compró cuando coqueteaba con el Kremlin, antes de con-
vertirse al credo neoliberal.
El jefe de los guardias les pidió identificaciones, hizo una llamada por trans-
misor cuando Amélie explicó el motivo de su visita, y al recibir autorización,
ordenó a un subalterno levantar la valla metálica. Apenas cruzaron la puerta,
Amélie enmudeció de estupor. Extendida en una superficie boscosa con amplios
jardines de césped uniforme, la villa Xanadú era un monumento a la opulencia
venal y a las pretensiones cosmopolitas de la oligarquía. A la entrada había un
gran paseo arbolado con andadores flanqueados por esculturas geométricas y
espejos de agua con flamingos y pavorreales. “Esa debe ser la casa del dictador”,
murmuró Sangoulé, señalando un búnker con rejas de hierro donde ondeaba la
bandera de Tekendogo. El camino principal desembocaba en una laguna donde
esquiaban los juniors de la casta divina, remolcados por lanchas ultramoder-
nas. Había incluso una pequeña zona comercial con boutiques de alta costura,
restaurantes de comida internacional, bancos y Spas. Amélie pensó de inme-
diato en el lujo agresivo de Neuilly, el barrio emblemático de la burguesía pari-
sina. Sólo que aquí la ostentación de la riqueza era más obscena, por la cercanía
de la miseria. Esa élite dorada no podía ignorar que a medio kilómetro de dis-
tancia, el hedor de la basura cortaba la respiración y las madres adolescentes
parían sin asistencia médica en jacales con piso de tierra. Al pasar frente a una
sucursal de Cartier, vieron bajar de un bmw descapotable a la poeta Nadjega La
bogu. No llevaba la cara pintarrajeada, ni el disfraz de aborigen con que Amélie
la había visto en televisión, sino un traje sastre de lino color verde menta, con un
generoso escote en la espalda, bolsa italiana de Versace y un brazalete de plata
que refulgía como un rayo lunar en su lustrosa piel de pantera. ¿Dónde quedó
tu identidad?, hubiera querido preguntarle, pero se contuvo por prudencia –no
era el momento de hacer un escándalo– y siguió de largo hasta la calle Malabo.
Tiécou ra vivía en un chalet de estilo mediterráneo con vista a la laguna y bal-
cones volados sobre el jardín delantero. Un mayordomo de librea les abrió la
puerta.
–Tengo una cita con el señor Tiécoura. Me llamo Amélie Bléhaut.
TEsORO vIvIENTEEnrique Serna
91
El criado la miró de arriba abajo, sin pestañear.
–El señor está de viaje.
–No puede ser, hoy por la mañana hablé con él y me dio la cita.
–Le repito que el señor no está .
En la ventana de la planta alta, Amélie alcanzó a ver una mano negra cerrando
una cortina. Sin duda era Momo Tiécoura. ¿Por qué se negaba a recibirla, si horas
antes parecía tan entusiasmado? ¿El Ministerio de Cultura le había dado un ja-
lón de orejas? Una cosa estaba clara: su afán de acercarse a los tesoros vivientes
incomodaba mucho al poder. Tal vez la dictadura temía que Tiécoura hiciera de-
claraciones adversas al régimen, pues no obstante servir de comparsa a Ba ku ku
en los sainetes oficiales, quizá estuviera librando una lucha secreta contra el dic-
tador. En tal caso, no sería extraño que sus libros contuvieran denuncias veladas,
mensajes en clave que acaso pudiera descifrar con ayuda de Sangoulé. Nece-
sitaba conseguir esos libros cuanto antes. Pero el enemigo parecía leerle el pensa-
miento y a la mañana siguiente colocó en la puerta de su domicilio a dos agentes
con trajes de civil.
En vano trató de perderlos mezclándose con la multitud del mercado: los po-
lizontes estaban bien entrenados y la seguían como sabuesos a todas partes.
Intimidada al principio por su constante asedio, Amélie pensó seriamente vol-
ver a Francia. La contuvo su amor a Sangoulé –que no quería ni hablar de una
separación– y un sentimiento más fuerte: la rabia de verse atada de manos por
un tiranía execrable. Como la angustia no la dejaba dormir, decidió darle un uso
productivo al insomnio: desde su recámara, con la luz apagada, descubrió que
sus espías se retiraban a las cuatro de la mañana y una hora después llegaba a
reemplazarlos otra pareja de agentes. Sin dar aviso a Sangoulé, para no compro-
meterlo, un lunes por la madrugada esperó el retiro de la primera guardia, y con
ropas masculinas salió a la calle en dirección al barrio turístico, silbando una to-
nadilla para que la tomaran por un borracho. Al pasar por una obra en construc-
ción tomó un ladrillo y se lo guardó en la chaqueta. Por fortuna la Pléiade estaba
desprotegida; eso quería decir que nadie había adivinado su plan. Con el aplo-
mo de los terroristas que han planeado largamente sus golpes, arrojó el ladri-
llo al escaparate. Sustrajo los libros más recientes de Momo Tiécoura, Nadjega
Labogu y Macledio Ubassa, y se echó a correr en dirección al barrio de Kumasi.
Cuando se hubo alejado más de quince cuadras, tomó un respiro para hojear su
botín: las obras de los tesoros vivientes eran maquetas empastadas con las
hojas en blanco.
CUENTO
92
El mundo entero debía conocer ese engaño. En vez del ensayo que le había en-
cargado la acct, escribiría un reportaje de denuncia para alguna revista de gran
tiraje, Nouvel Observateur o L’Express, donde Koyaga Bakuku y su séquito de escrito-
res virtuales quedarían expuestos como lo que eran: una caterva de rufianes.
Describiría el mecenazgo del nuevo Idi Amín sin escatimar los detalles grotes-
cos y acusaría a sus cómplices de haber usurpado las galas de la literatura para
despojarla de contenido, para reducirla a una mera liturgia hueca. Volvió deprisa
al departamento, temerosa de ser descubierta por algún rondín policiaco. En-
contró la cerradura forzada, y apenas empujó la puerta, una mano varonil la
sujetó por el cuello. Trató de zafarse con patadas y codazos, pero su agresor la
sometió con una llave china.
–Quieta, perra. Un golpe más y te desnuco.
Comprendió que la advertencia iba en serio al sentir un crujido en la vértebra
cervical. Obligada a la inmovilidad, miró con horror su librero volcado en el suelo
y un reguero de cristales rotos. Sangoulé estaba amordazado y atado a una si-
lla del comedor. Otro agente le apuntaba a la cabeza con un revólver. En la sala
fumaban con aparente calma Ikabo Luenda y Momo Tiécoura, renuentes a mi-
rar las escenas violentas, como dos estetas llevados al box por la fuerza. A una
seña del funcionario, su verdugo la condujo a la sala sin quitarle la coyunda del
cuello.
–¿Me promete que no va a gritar? –preguntó Luenda.
Amélie asintió con la cabeza.
–Suéltela –ordenó al guardia–. Me duele haber tenido que irrumpir en su casa
de esta manera, pero usted empezó con los allanamientos.
–No me dejó alternativa –dijo Amélie en tono sardónico–. Sólo así podía con-
seguir estas obras maestras– y arrojó sobre la mesa los libros robados.
–Veo que su pasión por las letras raya en el sacrificio –sonrió Luenda–. Pues
ahora ya lo sabe: nuestros tesoros vivientes cumplen una función más impor-
tante que la de borronear cuartillas. Son baluartes de la identidad nacional.
–Ahórrese la demagogia. ¿Por qué no le ordena a sus matones que disparen de
una vez?
–Represento a un gobierno civilizado, señorita Bléhaut, no a una partida de cri-
minales. Vine aquí para negociar en términos amistosos.
–Pues entonces ordene que desaten a mi compañero. No se puede negociar
con una pistola en la sien.
Luenda accedió a su petición, y Sangoulé fue llevado a la sala. El otro agente,
TEsORO vIvIENTEEnrique Serna
93
a una señal de Tiécoura, colocó sobre la mesa una licorera con whisky, vasos cha-
parros y una hielera.
–Por favor, sírvale a nuestros amigos –dijo el tesoro viviente–. Necesitamos
un trago para aliviar la tensión, ¿no creen?
–Si vamos a hablar como amigos, ¿me podría dedicar su novela? –lo escarne-
ció Amélie, que había perdido el temor y empezaba a sentirse dueña de la si-
tuación–. Su estilo me cautivó desde la primera página.
–Para usted es fácil burlarse –Tiécoura endureció la voz–, porque viene de un
país culto, donde hasta un escritor de segunda fila puede vivir de la pluma. Pero
en África la situación es distinta. Aquí ningún escritor sobrevive sin la ayuda
estatal.
–Pues usted sobrevive mejor que la mayoría de los escritores franceses. La di-
ferencia es que ellos trabajan, y usted, por lo visto, atraviesa un bloqueo creativo.
–Cuando era joven escribí libros de verdad –se disculpó Tiécoura, apenado–. El
volumen de cuentos que publiqué en París tuvo críticas entusiastas, pero claro,
como yo era un desconocido pasó sin pena ni gloria. Después volví a Tekendogo
y me uní a los grupos de oposición que luchaban contra la dictadura. El general
Bakuku ofreció una amnistía a los disidentes a cambio de que nos uniéramos a
su esfuerzo civilizador. El gobierno emprendería una gran campaña de alfabe-
tización y fomento a la lectura, y los intelectuales desempeñaríamos un papel
fundamental en esa tarea.
–Por lo visto la cruzada fue un gran éxito –lo interrumpió Amélie–. Por eso es
usted un autor tan leído.
–El gobierno puso todo de su parte –intervino Luenda– pero no pudimos ven-
cer las resistencias y los atavismos de la población. El negro es un pueblo sin es-
critura. Cuando mucho, los maestros pueden inculcarle el respeto a lo escrito,
pero no el hábito de leer. Para la mayoría de mis compatriotas, el papel es un
fetiche, un objeto de culto que la gente venera sin comprender.
–¡Mentira! –Sangoulé dio con el puño sobre la mesa y casi derriba su vaso de
whisky–. Tenemos la misma capacidad intelectual que los blancos. Pero el régi-
men no permite que el pueblo la desarrolle. La campaña de alfabetización fue
un fracaso porque el presupuesto educativo fue a parar al bolsillo de ladrones
como tú.
–Pídale a su amigo que no se exalte –Ikabo Luenda se volvió hacia Amélie– o
me veré obligado a imponerle silencio.
Amélie tranquilizó a Sangoulé con un elocuente apretón de manos.
CUENTO
94
–Continúe –pidió a Tiécoura–. Tengo mucha curiosidad por saber cómo se con-
virtió en un simulador a sueldo.
–Al concluir la campaña educativa, el gobierno proclamó solemnemente que
el analfabetismo había sido erradicado de Tekendogo. Entonces yo y mis colegas
fuimos declarados tesoros vivientes, y la editorial del Estado publicó nues-
tras obras en grandes tirajes. Pero la gente colocaba nuestros libros en los alta-
res domésticos y les rezaba en vez de leerlos. El gobierno no podía reconocer el
fracaso de la campaña alfabetizadora sin dañar su imagen. Siguió editando
nuestras obras y congregando a los niños de las escuelas en vastos auditorios
para presentarlas en sociedad. Pero el gasto era enorme y fue preciso abatir cos-
tos. Continuó el ritual de las presentaciones con asistencia del general Bakuku,
pero en vez de editar libros de verdad, el gobierno prefirió exhibir maquetas.
–Y usted se prestó a esa comedia a cambio de una mansión en Villa Xanadú,
¿verdad? –Amélie perforó a Tiécoura con la mirada.
–El maestro ha colaborado desinteresadamente con nuestro gobierno para
mantener la paz y el orden –lo defendió Luenda–. Su autoridad moral nos ha
dado prestigio y merecía una justa recompensa. Pero pasemos al tema que de
verdad nos importa –se dirigió a Amélie–. Usted sabe cosas que mi gobierno
quiere mantener en secreto. Su discreción tiene un precio y estamos dispues-
tos a pagarlo.
–Mi conciencia y mi honestidad no están en venta –se indignó Amélie.
–Por favor, amiga. No me diga que es un dechado de rectitud –sacó un expe-
diente de su portafolios–. Tengo pruebas de que usted le ha tomado el pelo a
nuestro gobierno y a las cándidas damas de la acct. Según los datos de su cu-
rrículum, usted vivió aquí de niña, y el Ministerio del Interior me asegura que no
es cierto. Tampoco es verdad que usted sea experta en literaturas francófonas.
Cuando nos conocimos, le pregunté lo del encuentro en Nimes para tenderle
una trampa. En el año 95 el encuentro fue celabrado en Creteil.
Las mejillas de Amélie se arrebolaron y no pudo articular palabra. Luenda la
había sacado de balance.
–En el arte de mentir y engañar usted no se queda muy atrás de nosotros
–continuó el funcionario–. Pero no le reprocho su falsedad. Al contrario; quiero
ofrecerle un trato que puede ser benéfico para ambas partes. En vista de que
usted parece haber encontrado la felicidad en Tekendogo –miró de solsayo a
Sangoulé– le propongo que se quede con nososotros. Una escritora talentosa
que pasó la infancia aquí puede enriquecer el catálogo de nuestros tesoros
TEsORO vIvIENTEEnrique Serna
95
vivientes. Le daríamos una casa en Villa Xanadú, un salario equivalente al de un
alto ejecutivo francés, automóvil del año y una membresía al club deportivo
más elegante de la ciudad.
–¿Y si no acepto?
–Entonces tendremos que deportarla y separarla de su querido amigo. El será
nuestro rehén para cerciorarnos de que no publicará ningún libelo contra las
instituciones de Tekendogo. Usted decide: una vida feliz en su nación adoptiva
o un regreso sin gloria a la triste escuela donde daba clase.
El tono irónico de Luenda la hería en carne viva y su primer impulso fue man-
darlo al diablo. La oferta era un insulto a su dignidad. Pero no podía responder
tan pronto como se lo mandaban las vísceras, porque estaba en juego su futu-
ro con Sangoulé. Si regresaba a Francia sin él, se condenaba a reptar para siem-
pre en un desierto de ceniza. Conocía demasiado bien la soledad. Y ahora sería
más cruda que antes, pues tendría clavado como un aguijón el recuerdo de la
dicha fugaz que había conocido. El bienestar y el dinero no le importaban. Pero
tal vez Sangoulé, que había padecido todas las privaciones, abrigara la ilusión
de ayudar con dinero a su pobre familia y comprar mejores instrumentos para su
grupo.
–Necesitamos una decisión rápida –la presionó Luenda–. El Ministerio del In-
terior quería deportarla esta misma noche. De usted depende que yo rompa
esta orden –y le tendió un documento sellado con el escudo nacional.
El dilema era tan arduo que hubiera necesitado meses para elegir la mejor
opción. Su conciencia le prohibía entrar en componendas con un gobierno que
sojuzgaba sin piedad a un pueblo manipulado y hambriento. Pero sentía vértigo
ante la posibilidad de apartarse de Sangoulé. Se había dedicado con tal empe-
ño a la literatura, que aceptar el trato significaría mutilarse, pisotear su vocación,
abjurar de una necesidad expresiva tan apremiante como el deseo o el hambre.
Pero la renuncia al amor que la había hecho renacer, sería un sacrificio mucho
más doloroso. Los segundos pasaban con angustiosa lentitud. Luenda tambo-
rileaba sobre la mesa y veía su reloj con impaciencia, mientras Momo Tiécoura
clavaba la vista en el fondo del vaso. Amélie interrogó a Sangoulé con una mi-
rada implorante.
–¿Acepto?
Él asintió con una inclinación de cabeza, la boca contraída en un gesto de
picardía que a la vez era un rictus de vergüenza.
–Está bien, me quedo.
CUENTO
96
Una semana después, el dictador Bakuku la ungió como tesoro viviente en una
fiesta popular con danzas autóctonas, a la que asistieron cinco mil personas. Sa-
lió a escena con la cara embadurnada de rojo y un collar de dientes de cebra, re-
galo de la poetisa Nadjega Labogu. El escaparate de La Pléiade se engalanó con
un ejemplar de Alto vacío lujosamente empastado. Para ajustar su libro a las exi-
gencias del régimen sólo tuvo que borrar el aforismo de la primera página.
TEsORO vIvIENTEEnrique Serna
97
A DOs TINTAs
fAmA, lA vIDA ANTE El AbIsmO
Diálogo entre Leonardo da Jandra y Camille de ToledoTraducción de María Fernanda Álvarez
lEONARDO DA jANDRA
Nació al sur de México, en 1951. Con la publicación de la trilogía EntrEcruzamiEntos (1986, 88 y 90) editada por Joaquín Mortiz-Planeta , se consolidó como uno de los exponentes más sólidos y versáti-les de la literatura mexicana contemporánea. Su trabajo filosó-fico lo ha convertido en un heterodoxo capaz de lograr lo que es difícil en México: producir pensamiento propio capaz de comprome-terse socialmente. Su vocación por la naturaleza lo llevó, junto con su compañera Agar, a vivir más de treinta años en la playa de Cacaluta, en la costa de Oaxaca, lugar que gracias a su esfuerzo fue declarado parque nacional. Muy a pesar de los críticos, la vir-tud de Da Jandra está en su enorme capacidad de hacer congruente vida y obra. Cosa rara en nuestros tiempos y, al mismo tiempo, nada más cercana al humanismo.
CAmIllE DE TOlEDO
Nació al sur de Francia en 1976. Su nombre es el seudónimo de un joven autor francés que ha presenciado de cerca algunos de los principales movimientos contraculturales de los últimos años. La entusiasta recepción que el filósofo Peter Sloterdijk hizo de su obra, propició que ésta fuera traducida inmediatamente al inglés, italiano y alemán; el debate que su libro Punks dE boutiquE provocó entre los partidarios de la utopía y los críticos de la rebelión, lo confirmó como uno de los referentes indispensables que redefi-nirán el cansado debate ideológico que sucede en Europa.
© Alberto Ibañez “El Negro”
99
elementales, una de las novelas más inteligentes
de su generación, fuera una víctima más del
malditismo mediático. Las tres o cuatro veces
que intenté compartir afinidades o rechazos
literarios, la respuesta fue de una efusividad
digna del peor teatro del absurdo. He aquí una
muestra antológica: Michel, ¿qué te parece la
literatura inglesa actual? ¿Cómo quién? Amis,
Barnes, McEwan... No los conozco. ¿Y la norte-
americana? ¿Cómo quién? Eugenides, Eggers,
Goldman... No los conozco. ¿Y la hispanoame-
ricana? Tampoco conozco...
Probablemente les parecerá una pose propia
de uno de los hijos tardíos de Rabelais. Pero no,
yo pienso que se trata de una manifestación
más de la arrogante ignorancia que caracteriza
a la mayoría de los escritores norteamericanos
y europeos. Cuando le pregunté cuáles escrito-
res franceses le gustaban, la respuesta que me
dio –Balzac y Perec– me convenció de que lo
poco que me había dicho era cierto.
Unos días antes de que Michel llegara a Oaxa-
ca, compartí con Guillermo Fadanelli una mesa
literaria cuyo tema era los escritores malditos.
Dije entonces que la principal característica de
la malditez literaria era la autodestrucción, y
que cuanto más irremediablemente autodes-
tructivo fuera un escritor, más posibilidades
tendría de alcanzar la fama. Se entiende que
hablo de la malditez con talento, pues de mal-
ditos sin talento están llenas las cantinas pro-
vincianas.
Pues bien, Michel Houellebecq es sin duda un
maldito con talento, condenado a sufrir los es-
tragos del cigarro y del alcohol; como lo es en-
tre nosotros, y en grado superlativo, Guillermo
A DOs TINTAs
Resulta curioso ver cómo la técnica nos ha
transportado a un mundo sin lugares fijos. Así,
desde antípodas indeterminadas, los escrito-
res Leonardo da Jandra y Camille de Toledo sos-
tuvieron un encuentro aleccionador, que fue
interrumpido sucesivamente por las trasgre-
siones del correo electrónico, la impertinencia
de Michel Houellebecq y las emociones contra-
puestas que un tema como la fama, esa extraña
quimera, despierta en los creadores.
El resultado es una estupenda reflexión pro-
pia de la era del homo zapping.
Iniciamos el diálogo haciendo el copy-paste de
la carta que Leonardo da Jandra solicitó se pu-
siera a modo de prólogo:
Queridos Pablo y Guadalupe:
Alguna vez en Oaxaca les dije que ante la muer-
te y la fama todos somos aprendices. La frase
es de origen latino, una cultura, lo saben muy
bien, que se deleita entre los extremos. El que
muere en batalla triunfal es celebrado como un
héroe, el que cae en desgracia es un lastre del
que hay que desprenderse cuanto antes.
La pasada Feria del Libro, me acerqué a Mi-
chel Houellebecq con la intención de incluirlo en
el intercambio virtual que ensayamos Camille
de Toledo y yo sobre la fama. Créanme que lo
intenté, pero no hubo manera de hacer que de
la roca brotara agua: sólo alcohol y nicotina.
Comimos juntos dos días, y ni el calor sub-
versivo del mezcal ni los gratificantes platillos
de la nueva gastronomía oaxaqueña lograron
descorrer el velo de ajenidad con que se prote-
ge esa inteligencia corrosiva. Me sorprendió
lastimosamente que el autor de Las partículas
100
Fadanelli. Guardando las necesarias distancias,
yo diría que estos dos talentos abocados ne-
ciamente a la autodestrucción representan en
sus respectivas lenguas sendos casos de mal-
ditez bien avenida con la fama. Ante una ofer-
ta literaria global saturada de óperas primas
escritas por niños meones y de engendros an-
tivitales de ancianitos precoces, los neofeni-
cios que controlan los mercados editoriales no
pueden permitirse ignorar casos tan excepcio-
nales como los de Fadanelli y Houellebecq,
donde la complementación potenciadora de la
malditez con el talento conduce sentenciosa-
mente a la fama.
No conozco un solo escritor que no desee la
fama, y aquel que diga que no la desea ni le in-
teresa, además de un farsante, suele ser un
fracasado. La esencia de la fama es el poder,
y ya sabemos que el que se allega al poder in-
genuamente o pretende combatirlo desde el
resentimiento y el odio, termina siendo aniqui-
lado por él. La fama tiene una doble faz: cuan-
do conduce a una dinámica destructiva es una
maldición; cuando es asimilada con cordura y
posibilita la realización de proyectos sociocén-
tricos es una bendición.
Así que cuidémonos mucho de creer que la
fama es perniciosa por naturaleza, o que toda
rebeldía es maldita. Frente a los casos de Houe
llebecq y Fadanelli, yo pondría, con intención
complementadora, los de Camille de Toledo y
Heriberto Yépez. Los primeros se pasean al bor-
de del abismo y traen en la pupila la vertiginosa
fascinación de la caída; los segundos se asoma-
ron una vez al abismo y establecieron la distan-
cia metódica necesaria para evitar la caída.
Todo maldito es a su manera un moralista:
su autodestrucción es un sacrificio expiatorio
no sólo para él, sino –y esto es lo más impor-
tante– para la sociedad que no puede darle
el lugar que se merece. A diferencia de Michel
Houellebecq y Camille de Toledo, que provienen
de una moral racionalista, Guillermo Fadanelli
y Heriberto Yépez son dos místicos extremos.
Estos dos artífices de la mejor literatura que se
está escribiendo hoy día en México, pueden su-
cumbir fácilmente a los devaneos au togratifi
cantes de la fama. Uno, anclado en la acade-
miocracia, corre el riesgo de convertirse en un
arrogante defensor de las verdades eternas; el
otro, merodeador de antros y cantinas, está a
punto de ser crucificado por la cofradía de se-
guidores que le exigen apurar el cáliz de la mal-
ditez hasta las últimas consecuencias...
En fin, queridos amigos, que cada vez es más
difícil encontrar un buen escritor con la dote
mental y espiritual indispensable para poder
enfrentar el éxito con humildad, integridad y
agradecimiento. Mientras la vida y la obra va-
yan por caminos opuestos, es impensable re-
cuperar para la palabra la dignidad y el valor
que les arrebató el tanático siglo veinte. Y dado
que la verdad y la autenticidad nunca se alcan-
zan de manera plena, lo único que nos queda
es el intento.
Tengan éxito y aprendan a compartirlo.
Da Jandra
leonardo da jandra: Por fortuna la fama no es
una enfermedad contagiosa. Los que la buscan
con desesperación suelen tener vidas viciosas
o mediocres. La fama es un aliciente falso y ex-
lEONARDO DA jANDRA y CAmIllE DE TOlEDO
101
terno, y en este sentido es mucho más perti-
nente el concepto de éxito. El éxito no es un
aliciente externo sino interno; la medida del
éxito la fija uno mismo de acuerdo a sus expec-
tativas, la de la fama la fijan caprichosamente
los demás.
Me sumo a la opinión de Rilke cuando dice
que la fama no es más que un cúmulo de mal-
entendidos que se originan en torno a un nom-
bre. La credulidad domesticada de las socieda-
des masivas no está basada en el ejercicio de
la razón, sino en la rumia pasiva de imágenes
y comentarios mediáticos. Por supuesto que
no es lo mismo la celebridad de un intelectual
que la de un actor o un político, ni la buena fa-
ma que la mala fama; pero la fama es siempre
indisociable de la simulación y la mentira.
Camille de Toledo: La mentira, sabes, es la vi
da. Tenemos necesidad tanto de la mentira, de
nuestra credulidad, de la ilusión, como del agua.
Sin ellas, todo lo real no sería sino una con-
frontación infinita de imposibilidades. Yo no
trataré, sin embargo, la celebridad como si fue-
se un combate contra la mentira; por el con-
trario, creo que debemos deshacernos de esas
categorías: lo verdadero, lo falso, lo auténtico
o la simulación. Si la “celebridad” amerita nues-
tra atención, es en tanto que ella participa co-
mo una hipnosis del presente donde el saber,
el libro, el sentido de la obra, de la duración,
nos pueden despertar del hechizo.
ldj: No, querido Camille, el eje rector de mi
vi da no es la mentira sino la verdad, y no tengo
la menor necesidad de dejarme seducir por
los espejismos o las ilusiones que seducen a los
demás. Comparto tu exigencia de apertura y
fluidez, pero creo que en nuestro tiempo es cru-
cial distinguir la autenticidad de la farsa; sólo
así podremos valorar lo que hay de meritorio
en una obra por encima de su celebridad.
La gran mayoría de los escritores busca con
desesperación la fama aunque después los ben-
decidos por su halo seductor se nieguen necia-
mente a ser parte del espectáculo público. En
nuestros días, la relación de la fama con la efi-
cacia comercial ha alcanzado niveles de pro-
miscuidad escandalosos, y los jóvenes escrito-
res se apresuran a concursar en los cada vez
más devaluados premios con la clara intención
de dar el salto al estrellato.
CdT: Creo que es importante salvar la distan-
cia. No hay que dejarse llevar por esta hipno-
sis del presente. Que hay glorias literarias efí-
meras, modas, sin duda. Sin embargo, el libro
y el escritor están, de cualquier forma, conde-
nados a la sombra, al silencio, a la duración.
Los textos no son como las imágenes y los so-
nidos: son objetos significantes que tienen pe
so, un cuerpo, y la desmaterialización del libro
no cambia eso. Si asociamos “literatura” y “ce-
lebridad” es precisamente porque hemos olvi-
dado que el acto de escribir y leer implica silen-
cio y atención.
ldj: De acuerdo, el fin último de la literatura
es el silencio. Pero no el silencio previo a la pa-
labra, sino el posterior, cuando el pensamien-
to y lo pensado, el emisor y el receptor forman
una unidad. Las palabras, y por ende la litera-
A DOs TINTAs
102
jOUmANA HADDAD y AlbERTO RUy sÁNCHEZ
© Alberto Ibañez “El Negro”
103
A DOs TINTAs
tura, son falsas porque en esencia no son más
que ruido.
Por otro lado, distinguiría entre modestia y
humildad. El escritor modesto suele ser un
acomplejado que pretende hacer de su patolo-
gía una virtud. La literatura, y en general todas
las artes, cuando no están matizadas por un
destello de espiritualidad constituyen un fer-
mento de soberbia y vanidad.
CdT: Intenta esto: encarga a un juez, íntima-
mente persuadido que todo en el hombre no es
sino cálculo y estrategia, que juzgue una tor-
peza, un acto fallido, un paso en falso. El juez
concluirá, evidentemente, que la persona “imi-
ta” esa torpeza, ese paso en falso premedita-
damente. Dentro de un sistema cínico, obsesio-
nado por las lógicas de la imagen, la sospecha
es infinita. No hay actos o guiones de carácter
o de posiciones (modestia, retiro, humildad)
que no sean culpables de “esconder” cualquier
cosa.
ldj: La imitación y el escondimiento son op-
ciones defensivas. Imitamos lo que celebramos
de los demás, y escondemos nuestra incapaci-
dad bajo una coraza de temor que nos aísla de
las turbulencias de la vida. De ahí la falsedad
que suele rodear al triunfo y a la fama. Es rela-
tivamente fácil engañar a los demás mimeti-
zándose tras una membrana de grandeza, pero
ante nosotros mismos no hay subterfugio po-
sible, siempre seremos las criaturas defectivas
que nos devuelve el espejo de la vida.
Por ejemplo, los escritores que se escandali-
zan con los bestsellers no son más que medio-
cres resentidos. Desde el momento en que se
convierte en mercancía, el libro está sujeto a
la seudo ley de la oferta y la demanda; y el de-
seo de los neofenicios que controlan a las edi-
toriales es que la demanda de sus libros-mer-
cancías crezca de forma indefinida. El sueño de
un editor mediocre es producir bestsellers, el
de un buen editor es publicar longsellers.
CdT: Olvidamos frecuentemente que los escri-
tores necesitan dinero. Tan sólo lee las corres-
pondencias, las cartas privadas de Dostoievsky,
de Kafka, de otros monstruos literarios. Es ne-
cesario, para escribir, liberarse de las ataduras,
del deber, de la necesidad del trabajo cotidia-
no. Y cuántas veces en esas correspondencias
está la desgracia de no poder escribir, de estar
obligados a trabajar. El bestseller es a la vez la
realización de ese deseo (vivir de la escritura,
ser libre para escribir, de no tener que trabajar)
y su término.
ldj: Desde luego que el oficio de escribir, como
cualquier oficio, debería garantizar una subsis-
tencia digna. La ilusión de todo aquel que es-
cribe y publica es tener lectores. Yo no veo mal
que un escritor tenga éxito; lo que me parece
alarmante es la relación directamente propor-
cional entre el éxito y la soberbia.
CdT: Querido Leonardo, es importante a mis
ojos distinguir entre las dos trompetas de la
diosa “Fama”, la corta y la larga. Aquello que
ha triunfado en el curso de los últimos treinta
años, significa un cambio dentro del régimen
de la celebridad. Aquello que antes se conse-
104
guía con el fruto de un trabajo, de una obra
que sobrevivía después de un largo compro-
miso con el ser (político, artístico, filosófico)
ahora implica un régimen distinto: aquél don-
de la celebridad no reposa sino en ella misma.
La pequeña trompeta ha superado a la grande.
En este “nuevo” régimen el que es problemá-
tico, el que contamina al primero y entabla la
necesidad de hacer, de trabajar, de transfor-
marse.
ldj: Reconozcamos la fama que, por ejemplo,
otorga un renombrado premio literario, si llega
demasiado pronto puede convertirse en una lá-
pida clausurante. Si llega en la madurez cuando
el escritor ya ha consolidado su obra, no deja de
ser una forma –tal vez la más perniciosa– del
reconocimiento anhelado. Hay escritores que
alcanzan la fama por su protagonismo públi-
co, mientras que otros la alcanzan por negarse
a participar en el envilecedor espectáculo ma-
sivo. No obstante, la calidad de las obras está
por encima de los desplantes publicitarios. Mu-
chas veces, los anhelos del ego que se oculta
premeditadamente suelen ser igual de pato-
lógicos que los de aquellos que buscan a como
dé lugar el estrellato. Pero en una sociedad in-
justa e inmoral como la nuestra, donde la ma-
yoría de los triunfadores son imbéciles afortu-
nados, es inevitable que exista un culto a la
grandeza antimediática.
La esencia íntima de la fama ha sido siempre
el poder, y por supuesto que es mejor que tenga
poder un ser inteligente que un imbécil. Ante
el descaro escandaloso de los políticos corrup-
tos y los empresarios voraces es inevitable que
el escritor asuma un papel más protagónico; lo
que es calamitoso es que tenga que competir
por este protagonismo con futbolistas desce-
rebrados y actorcillos efímeros.
Pero vayamos al otro lado ¿Qué me dices del
silencio?
CdT: Salinger, Pynchon, McCarthy... son figuras
de la ausencia, de la desaparición. En Francia
tenemos un autor emblemático de la ausen-
cia. Maurice Blanchot, quien casi ha teorizado
sobre este desvanecimiento del autor detrás
de su obra. O quizá, este desvanecimiento, al
final, implica también al ausente en el presen-
te. Aquel que únicamente ve la vida del escri-
tor, sus libros mueren o se olvidan solos. ¿Quién
reprocharía a Víctor Hugo de haber participa-
do en el debut público? ¿Quién osaría decir que
Rimbaud es más talentoso, más genial por-
que desapareció un día? Nuestra respuesta a
esta pregunta depende solamente de la rela-
ción más o menos romántica que mantenga-
mos con la literatura.
ldj: Efectivamente, todo ocultamiento en el
fondo no es más que una falta de valor. Pero no
es lo mismo el ocultamiento del fracaso que el
del éxito: cuando un escritor exitoso se oculta,
sin importar cuáles sean los motivos, no hace
más que incrementar el morbo y la fascinación
del lector.
Es aquí cuando llegamos al tema de la vani-
dad. Cuando me preguntan si ésta es un peca-
do, yo contesto que no. En realidad, la vería más
bien como un defecto de aquellas mentalida-
des poco evolucionadas. El pecado está rela-
lEONARDO DA jANDRA y CAmIllE DE TOlEDO
105
cionado con el mal; la vanidad es parte indi-
sociable del conjunto de malentendidos que
acompaña a la fama.
CdT: La vanidad, para mí, es como un tipo de
pintura. Cuando pienso en esa palabra, la en-
tiendo en los lienzos de Georges de La Tour don-
de aparece una mujer sumergida en la oscu-
ridad y contempla un cráneo a la luz de una
vela...
ldj: Convengamos en que la vanidad es un dis-
fraz; el problema es cuando esa máscara se con-
vierte en personaje definitivo de la tragicome-
dia del éxito.
CdT: Pero en fin, ¿por qué habría de combatir-
se el deseo de trascendencia? ¿Por qué juzgar
de “infame” aquello que permitiría sobrevivir-
nos a nuestra muerte? Hay, yo encuentro, un
cierto tipo de masoquismo en el ser de exigir
que abandone su propio deseo de escapar o
de conjurar la muerte. Invertir el paso del tiem-
po, rejuvenecer, aceptar que tenemos una des-
cendencia, perseverar en la existencia, per-
seguir las voces de una amplificación del ser
(ya sean aquellas que están en el modo incul-
to, continuamente hipnótico de la celebridad
o por la construcción silenciosa, lenta de una
obra), no son sino las ramas de un mismo fru-
to, que va en contra de nuestra desaparición.
Y así, la condena de nuestro deseo de “cele-
bridad” aparece bajo su verdadero rostro. No
es sino un juicio de seres cultivados en con-
tra de lo ordinario, lo vulgar, juicios que han
abandonado toda esperanza de insuflar un
deseo más espiritual contra la pendiente que
amenaza en transformar todos los días el su-
jeto en objeto.
ldj: La fama nace y muere con el tiempo; na-
die es inmortal por sus obras sino por su espí-
ritu. Dentro de cinco o diez mil años nadie se
acordará ni de los autores ni de las obras que
hoy consideramos inmortales. El anhelo de in-
mortalidad literaria es la parte culminante de
la escenografía fársica donde es protagonista
la fama. La supuesta trascendencia de la obra
literaria no es más que una ilusión del ego que
pretende seguir gozando de la infame fama
más allá de la muerte.
Creo que todas las obras, en cuanto objeto,
están condenadas a la intrascendencia. Cierto
que unas trascienden más rápido que otras.
Todo autor es como un padre que desea inmor-
talizarse en la criatura que procrea; sin embar-
go, el destino de esa criatura, además de no
pertenecerle, está irremisiblemente conde-
nado a la clausura. Repito, lo único definiti-
vamente abierto y trascendente para mí es el
espíritu, por eso es que para mí son más im-
portantes los logros vitales que los literarios.
Hay demasiado inútil vital refugiándose en el
falso deslumbre de la literatura. Lo que la hu-
manidad necesita no son grandes escritores
arrogantes y egocéntricos exclusivamente pre-
ocupados por su trascendencia, sino buenos
seres humanos que hagan más habitable el
planeta.
A DOs TINTAs
106
CdT [Respuesta a modo de epílogo]: Me
parece que en esta época de reproducciones y
de artificialidad, debemos aprender a curar-
nos de la tentación de la autenticidad. Esto es
lo que le respondería siempre a Leonardo da
Jandra, así como a Heidegger: la autenticidad
no existe.
lEONARDO DA jANDRA y CAmIllE DE TOlEDO
107
© A
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rr
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108
CRóNICA
lA fAmA EN Lunar park
Bret Easton EllisTraducción de Cruz Rodríguez Juiz*
Cuando estudiaba en la Universidad de Camden, en New Hampshire, me apunté
a un taller de escritura de novelas y en el curso del invierno de 1983 escribí un ma-
nuscrito que con el tiempo se convertiría en Less than zero. En el mismo detallaba
las vacaciones de Navidad en Los Ángeles –en concreto, Beverly Hills– de un es-
tudiante de una universidad del este, rico, alienado y de sexualidad ambigua, y
todas las fiestas a las que acudía, las drogas que consumía, los chicos y las chicas
con los que se acostaba y los amigos a los que, impasible contemplaba caer en
la adicción, la prostitución o la apatía; los días pasaban en relucientes desca-
potables con rubias despampanantes de camino al club de playa y colocados
de Nembutal; las noches se quemaban en las salas vip de las discotecas de moda
e inhalando cocaína sobre las mesas del Spago. Era una denuncia no sólo de un
estilo de vida que conocía bien, sino también –creía yo, por presuntuoso– de
los años ochenta de Reagan y, de forma más indirecta, del estado de la civiliza-
ción occidental. Mi profesor opinaba lo mismo, y tras algún trabajo de edición
y revisión (lo había escrito rápido, durante un pasón de ocho semanas de cris-
tal en el suelo de mi cuarto de Los Ángeles) se lo pasó a su agente y a su editor,
que se avinieron a aceptar el libro (el editor algo a regañadientes, pero un miem-
bro del consejo editorial arguyó: “Si hay un público para una novela sobre zom-
bis lameculos y cocainómanos, pues se publica como sea y punto”) y yo, con una
mezcla de miedo y fascinación –unidos a cierta excitación– lo vi transformarse
de un trabajo de estudiante en un libro de tapa dura y satinada que se convirtió
en un éxito de ventas y piedra de toque del Zeitgeist, que se tradujo a treinta idio-
mas y fue adaptado al cine en una producción hollywoodiense de gran presupues-
to, todo ello en el espacio de dieciséis meses. Y a principios del otoño de 1985,
justo cuatro meses después de su publicación, ocurrieron tres cosas de manera
simultánea: devine en holgadamente independiente, demencialmente famoso
y, lo más importante, huí de mi padre.
Mi padre amasó el grueso de su fortuna mediante negocios inmobiliarios con
un alto componente especulativo, la mayoría durante la época de Reagan; la li-
bertad que le proporcionó todo ese dinero lo convirtió en una persona cada vez
más inestable. Pero mi padre siempre había sido un problema –despreocupado,
grosero, alcohólico, vanal, iracundo, paranoico–. Incluso, tras el divorcio de mis
padres en mi adolescencia (a instancias de mi madre) él siguió ejerciendo poder
y control sobre la familia (que también incluía a mis dos hermanas pequeñas)
por medios siempre monetarios: discusiones interminables entre abogados
relativas a la pensión alimenticia y a la manutención de sus hijos. Su misión, su
109
cruzada, consistía en debilitarnos, en hacernos agudamente conscientes de que
no quererlo en nuestras vidas era nuestra culpa, y no de su comportamiento.
Dejó la casa de Sherman Oaks protestando y se mudó a Newport Beach, donde
su rabia continuó desentonando con el pacífico entorno del sur de California: los
días de desidia junto a la piscina bajo un cielo siempre despejado y soleado, el
vagar despreocupado por el centro comercial, los viajes infinitos en coche con
las palmeras guiándonos hacia nuestro destino, las conversaciones fluidas so-
bre la música de Fleetwood Mac y los Eagles, fueron oscurecidos por su presen-
cia invisible, que ensombreció considerablemente todas las ventajas relajantes
de crecer en esa época y en ese lugar. Aquel estilo de vida lánguido, decadente y
disoluto, nunca lo relajó. Mi padre siempre permaneció encerrado en una suer-
te de furia demente por muy apacibles que fueran las circunstancias externas de
su vida. Y por eso el mundo nos parecía una amenaza vaga y abstracta de la que
no lográbamos escapar; el mapa había desaparecido, habían aplastado el com-
pás, estábamos perdidos: mis hermanas y yo descubrimos el lado oscuro de la
vida a una edad inusualmente temprana. Aprendimos del comportamiento de
nuestro padre que el mundo carecía de coherencia y que, en semejante caos, la
gente estaba condenada al fracaso. Tomar conciencia de todo empañaba cual-
quier ambición que se pudiese albergar. Y por tanto, mi padre fue la única ra-
zón por la que huí a una universidad de New Hampshire, en lugar de quedarme en
Los Ángeles con mi novia e inscribirme en la usc, como terminaron haciendo la
mayoría de mis compañeros de la escuela privada del valle de San Fernando en
la que había estudiado. Ese era mi desesperado plan. Pero ya era demasiado tar-
de. Mi padre había ennegrecido mi visión del mundo y me había contagiado su
actitud sarcástica y despectiva hacia todo. Por mucho que quisiera escapar de
su influencia, no podía. Había calado en mí, me había moldeado como el hom-
bre en que estaba convirtiéndome. Cualquier optimismo al que pudiera haber-
me aferrado había sido arrasado por la naturaleza de mi padre. La inutilidad de
pensar que escapar de él físicamente cambiaría algo resultaba tan patética que
pasé mi primer año en Camden paralizado por la ansiedad y la depresión. Lo
que más me fastidiaba de mi padre era que el dolor –verbal y físico– que me infli-
gió fue la razón de que me convirtiera en escritor. (Dato adicional: también le
pegaba a nuestro perro.)
Mi padre no albergaba la menor fe en mi talento literario y exigió que acudiera
a la escuela de negocios de la usc (tenía malas notas pero él tenía influencias).
Yo quería inscribirme en un sitio alejado de él: una escuela de arte. Insistía, por
CRóNICA
110
encima de sus gritos, en que no tomaría los cursos de administración. Como en
Maine no encontré ninguna escuela de arte, elegí Camden, una pequeña uni-
versidad de letras con espíritu liberal y enclavada en las bucólicas colinas del
nordeste de New Hampshire. Mi padre, con su enfado típico, se negó a pagar la
colegiatura. Sin embargo, mi abuelo –que entonces se enfrentaba a una deman-
da de su propio hijo debido a un asunto monetario tortuoso y complejo cuyo
origen desconozco– pagó las cuotas. Estoy bastante seguro que mi abuelo pagó
aquella matrícula de escándalo sabiendo que el hecho molestaría muchísimo
a mi padre, tal como sucedió. En el otoño de 1982, cuando empecé a estudiar en
Camden, mi padre y yo dejamos de hablarnos y para mí fue un alivio. El silencio
entre los dos se mantuvo hasta la publicación y el éxito de Less than zero. Enton-
ces, gracias a la popularidad de la novela, su actitud negativa y de censura hacia
mí se metamorfoseó en una curiosa aceptación creciente que intensificó mi
aversión hacia él. Mi padre me creó, me criticó, me destrozó y después, tras rein-
ventarme yo solo y volver a la vida, se convirtió en un padre orgulloso y fanfa-
rrón que intentó reintroducirse en mi vida. Todo en un lapso de tiempo que me
pareció de unos días. Una vez más me sentí derrotado, incluso a pesar de haber
ganado el control gracias a mi independencia recién estrenada. No aceptar sus
llamadas ni sus visitas –rechazar todo contacto con él– no me producía placer; no
vindicaba nada. Había ganado la lotería pero seguía sintiéndome pobre y nece-
sitado. De modo que me lancé a la nueva vida que se me ofrecía aunque, como
el niño espabilado y curtido de Los Ángeles que era, debí ser más inteligente.
La novela se entendió erróneamente como una autobiografía (había escrito tres
novelas autobiográficas –todas ellas inéditas– antes que Less than zero, de modo
que ésta era mucho más ficción y menos roman à clef que las primeras novelas)
y sus escenas sensacionalistas (la película snuff, la violación en grupo a una niña
de doce años, el cadáver en descomposición del callejón, el asesinato en el au-
tocinema) estaban inspiradas en rumores morbosos que circulaban entre el
grupo con el que me movía por Los Ángeles y no en experiencias directas. Sin
embargo, la prensa se preocupó en extremo por el contenido “espeluznante” del
libro y sobre todo por su estilo: escenas muy breves escritas como una especie
de haiku cinematográfico. Era un libro corto y fácil de leer (podías devorar “ese
caramelo negro” –New York Magazine– en un par de horas), y por el tipo de letra
grande (y el hecho de que ningún capítulo sobrepasara el par de páginas) se dio
a conocer como “la novela para la generación mtv” (cortesía de usa Today) y de
lA fAmA EN Lunar parkBret Easton Ellis
111
CRóNICA
pronto me encontré con que prácticamente todo el mundo me había etiqueta-
do como la voz de una nueva generación. El hecho de que solo tuviera veintiún
años y todavía no hubiera más voces pareció no importar. Yo era una historia
atractiva y nadie estaba interesado en destacar la escasez de otros líderes. Ade-
más de ser diseccionado en todas las revistas y periódicos existentes, me entre-
vistaron en The Today Show (durante un tiempo récord de doce minutos) en Good
Morning América y en los espacios de Barbara Walters y Oprah Winfrey. Aparecí en
el programa de Letterman. Conversé animadamente con William F. Buckley
en Firing Line. Presenté videos en mtv durante toda una semana.
De vuelta en Camden salí (brevemente) con cuatro chicas que no se habían
mostrado particularmente interesadas en mí antes de que publicara el libro. A
la fiesta de graduación que mi padre me organizó en el Carlyle asistieron Ma-
donna, Andy Warhol con Keith Haring y JeanMichel Basquiat, Molly Ringwald,
John McEnroe, Ronald Reagan Jr., JohnJohn Kennedy, el elenco completo de Saint
Elmo’s fire, varios dj’s y miembros de mi numeroso club de fans, puesto en mar-
cha por cinco estudiantes de último curso de Vassar, además de un equipo de
rodaje del programa 20/20 para cubrir el acontecimiento. También acudió Jay
McInerney, quien hacía poco había publicado una primera novela similar, Bright
Lights, Big City, sobre jóvenes y drogas en Nueva York que lo había convertido en
la última sensación y mi rival directo en la costa Este. Un crítico señaló en uno
de los numerosos artículos que compararon ambas novelas que si se sustituía la
palabra “cocaína” por “chocolate” en Less than zero y Bright Lights, Big City las dos po-
drían considerarse libros para niños, y como nos fotografiaban juntos a menudo
la gente empezó a confundirnos: para simplificar las cosas la prensa neoyorqui-
na se refería a nosotros como los Gemelos Tóxicos. Tras licenciarme en Camden
me mudé a Nueva York y me compré un piso en el edificio donde vivían Cher y
Tom Cruise, a una manzana del parque de Union Square. Y a medida que el mun-
do real iba desvaneciéndose, me convertí en miembro fundador de algo llamado
el Brat Pack literario.
En esencia, el Brat Pack era un envoltorio urdido por los medios de comunica-
ción: todo destellos, punk y amenaza ficticios. Consistía en un grupo pequeño y
moderno de escritores y editores de éxito por debajo de los treinta años que sen-
cillamente salían juntos por la noche al Nell’s, el Tunnel, el mk o el AuBar, y las
prensas neoyorquina, nacional e internacional enloquecieron. (¿Por qué? Bue-
no, según Le Monde, “la literatura estadounidense nunca había sido tan joven y
sugestiva”). Actualización del Rat Pack cinematográfico de la década de 1950, el
112
Brat Pack se componía de mí (Frank Sinatra), el editor que me descubrió (Mor-
gan Entrekin en el papel de Dean Martin), el editor que descubrió a Jay (Gary
Fisketjon/Peter Lawford), el estiloso editor de Random House, Errol McDonald
(Sammy Davis Jr.) y McInerney (el Jerry Lewis del grupo). Hasta teníamos a nues-
tra Shirley MacLaine en Tama Janowitz, que había escrito una colección de cuen-
tos sobre hermosas y modernas chicas atrapadas en Manhattan y locas por las
drogas, que permaneció en la lista de ventas del New York Times durante meses.
Íbamos disparados. Se nos abrían todas las puertas. Todo el mundo se acercaba
a estrecharnos la mano con sonrisa reluciente. Los seis posábamos para revis-
tas de moda tumbados en sofás de restaurantes famosos, vestidos con trajes
Armani y en poses sugerentes. Las estrellas del rock que nos admiraban nos in-
vitaban a sus camerinos: Bono, Michael Stripe, Def Leppard, miembros de la
E Street Band. Nos tocaba siempre el mejor reservado. Siempre el primer asien-
to de la montaña rusa. Nunca oímos: “No saquemos la botella de Cristal”. Nunca:
“No cenemos en Le Bernardin”, donde nuestras payasadas incluían peleas de co-
mida, lanzamientos de langostas y duchas de Dom Perignon hasta que el per-
sonal, que no le veía la gracia, nos pedía que abandonáramos el local. Dado que
nuestros editores nos sacaban todo el tiempo con los gastos pagados, las edito-
riales costeaban esa vida disoluta. Era el principio de una época en la que casi
parecía que la novela ya no importaba: publicar un objeto brillante con aspecto
libresco era simplemente una excusa para disfrutar de las fiestas y el glamour
y para que atractivos escritores leyeran sus textos de minimalismo afilado a es-
tudiantes que los escuchaban en trance, boquiabiertos de admiración y pensan-
do: yo puedo hacer eso, puedo ser uno de ellos. Pero, claro, si no eras lo bastante
fotogénico, la triste verdad era que no podías. Y si no te gustaba el Brat Pack
tenías que aguantarte de todos modos. Estábamos por todas partes. No había
forma de evitar nuestras caras mirándote desde las páginas de las revistas y
las tertulias de la televisión y los anuncios de whisky y los carteles de los late-
rales de los autobuses, con nuestras expresiones vacías deslumbradas por el
flash de las cámaras mientras sosteníamos un cigarrillo que encendía algún ad-
mirador en las columnas de chismes de la prensa amarilla. Habíamos invadido
el mundo.
lA fAmA EN Lunar parkBret Easton Ellis
* Agradecemos a Random HouseMondadori la cesión de los derechos de este texto. Este ensayo no está su jeto al esquema Creative Commons.
113
CRóNICA
Juan Antonio Sánchez Rull
114
El véRTIGO DE lA lITERATURA INCUmplIDA
Paz Balmaceda
Sentados en el salón de su casa, en la zona alta de Barcelona, Ignacio Echevarría rellena mi taza
de té con una tetera marroquí. Entre los muchos objetos y cuadros que revisten la habitación,
se destaca la figura de un Kafka joven y taciturno, evocada en un grabado bajo el que se sienta
Echevarría. En un librero contiguo se dejan ver algunos volúmenes de las obras completas que
Ignacio edita para Galaxia Gutemberg, entre las cuales figura de forma prominente la obra del
autor checo. Las repisas están sembradas de pequeños fósiles, artefactos, fotos y dibujos, como
si cada rincón fuera una recreación deliberada e íntima de un fragmento de su historia. Y desde el
otro rincón –con aire desafiante, como el propio Echevarría– aparece una fotografía de Nicanor
Parra al lado de “el Totolo”, el nieto por el que el poeta, de manera confesa, perdió la cabeza. La
presencia de esa foto, disputándole el rol de imagen tutelar al autor centroeuropeo, no es nada
casual: Echevarría ha mantenido estrechos vínculos con Latinoamérica desde su época como crí-
tico literario en El País. Ante el marasmo de la narrativa española, acudió sistemáticamente a la
narrativa latinoamericana en busca de horizontes.
Salgo a la avenida barcelonesa con sus duras opiniones sobre la situación editorial en España
resonando en mi cabeza. Pienso que haríamos bien en atender algunas de sus ideas, por ejemplo,
que España está lejos de ser la metrópolis cultural ante la cual nuestras propias literaturas pare-
cen, de un tiempo a esta parte, demasiado dispuestas a postrarse. Frente al circuito centralista
impuesto por España, donde prima la “traducibilidad” y se impone a los partícipes la autonega-
ción en aras de la neutralidad de una lengua compartida, Echevarría sugiere que nuestras lite-
raturas deberían fundar sus propios caminos, bilaterales, trilaterales, asentadas en sus propias
tradiciones vernáculas. A fin de cuentas, es Nicanor quien parece haber ganado la partida.
–¿Qué te parece la relevancia que ha venido tomando
de un tiempo a esta parte la figura de tu amigo Rober-
to Bolaño?
–Me parece muy justificada. Suele decirse que
la fama tiene algo de malentendido, y es eviden-
te que puede producir un hartazgo, una reac-
ción comprensible de rechazo hacia lo que de
pronto adquiere tanta presencia y tanto éxito.
La fama, no cabe duda, simplifica los conteni-
dos y las complejidades de un autor, y Bolaño
no se ha librado de ello. Pero más allá de que
su fama se haya visto acrecentada por circuns-
tancias particulares –su muerte temprana, la
leyenda romántica que se ha tejido en torno a
su figura– creo que la obra de Bolaño merece el
proceso de mitificación de que ha sido objeto.
-¿Qué crees que significa ese reconocimiento en la in-
dustria literaria de hoy?
–En el ámbito hispanoparlante, y tras la resaca
del boom, Bolaño ha sido el primero en conse-
guir acuñar un nuevo modelo de escritor. Más
que un simple fenómeno de mercado, más que
el haber acertado con una determinada temá-
tica, lo que él propone muy oportunamente –en
un momento en que se da una floración masi-
EN lA mIRA
ENTREvIsTA CON IGNACIO ECHEvARRíA
115
EN lA mIRA
va de escritores latinoamericanos, debida a la
mayor circulación de libros y de autores entre
España y Latinoamérica– es un nuevo paradig-
ma de escritor latinoamericano que poco tiene
que ver con el intelectual comprometido po lí
ticamente, menos aún con el escritor indige-
nista. Él mismo es un escritor extraterritorial,
apátrida, que sirve muy bien de modelo a las
pretensiones de muchos escritores jóvenes la-
tinoamericanos ávidos de introducirse en los
circuitos internacionales liberándose de sus
señas locales.
–Éste es un caso ejemplar en que coincide una propues-
ta literaria potente con cierto reconocimiento masivo.
Pero no siempre ocurre de esta manera.
–Conviene puntualizar que el de Bolaño es un
éxito más de crítica que de ventas. Pese a lo
ocurrido en Estados Unidos, las obras de Bola-
ño no llegan a constituir propiamente bestsellers.
Fuera de Los detectives salvajes y 2666, sus libros
tienen una circulación moderada. Estamos ha-
blando de un autor de culto más que comercial,
de un escritor cuya mayor virtud ha sido la de
haber contribuido a reordenar el sistema lite-
rario en lengua española.
–¿Qué papel crees que juega la crítica literaria? ¿Se
puede hablar de crítica cuando lo que impera es el re-
señismo de novedades?
–Primero convendría puntualizar si nos referi-
mos al reseñismo de la prensa periódica o a la
crítica creativa o a la de corte académico. En
cualquier caso, no cabe duda de que la crítica,
en general, está en la actualidad desarticulada
y no ejerce una influencia reconocible.
–Pero ¿crees en la función social de la crítica?
–Por supuesto. Si bien pienso que la crítica, tal
y como ha sido concebida hasta ahora, debe re-
formularse. La decadencia de la crítica no deja
de ser un síntoma de la decadencia de la pren-
sa en general, dentro de la cual, por otro lado,
la crítica nunca ha dejado de ser un huésped
incómodo. No creo que la crítica tradicional
pue da recuperar las posiciones perdidas, entre
otras cosas porque su medio natural, la prensa
periódica, está en crisis y seguramente va a su-
frir en los próximos años mutaciones muy im-
portantes. Lo que está por verse es si se dará
una promoción de jóvenes críticos capaz de
adaptarse a las nuevas condiciones de produc-
ción y de consumo de los textos; si se generará
un nuevo discurso crítico que empiece por reno-
var los formatos a los que estamos habituados.
–¿Es algo que te preocupa?
–Sí, sí, pues yo siempre he creído que sin crítica
no hay literatura. La literatura sólo puede con-
cebirse desde la crítica. De otro modo hablamos
simplemente de una acumulación indistinta
de libros. Allí donde no hay crítica la literatura
languidece necesariamente, dado que no hay
mecanismos que permitan elaborar la expe-
riencia de la lectura. Otra cosa es que la crítica
sea buena o mala, excelente o deficiente; pero
incluso la mala crítica actúa como una especie
de frontón en el cual el escritor siente rebotar
su propia propuesta literaria; ayuda a generar
visibilidad, a acuñar etiquetas, cosas que pue-
den resultar repelentes en un momento dado
pero que son importantes para la construcción
del tejido literario. Creo en la necesidad de la
116
© Paz Balmaceda
117
crítica, y desde esta convicción la he ejercido
yo mismo, aun consciente de su estado crepus-
cular.
–Iñaki Echevarne, el crítico de Los detectives salva-
jes, inspirado en tu figura, es “provocador, kamikaze,
gozaba creándose enemigos, y muy a menudo metía
la pata hasta la ingle. A fuerza tenía que chocar en
algún momento. O Baca tenía que chocar con Echa-
varne, llamarlo al orden, darle un tirón de orejas, una
colleja, algo por el estilo”. ¿Crees ser ese crítico ka-
mikaze?
–No, no. Hay que decir que eso lo escribió Bo-
laño antes de conocernos. Yo conocí a Bolaño
con motivo de presentar Llamadas telefónicas.
Para entonces yo había hecho las reseñas de
Llamadas telefónicas y Estrella distante, las dos muy
elogiosas. Evidentemente, él estaba en aque-
lla presentación y allí nos conocimos, nuestra
amistad empieza ahí. Ese mismo día me dijo
que estaba por publicar una novela en la que yo
aparecía como personaje. Me envió días des-
pués el episodio de la novela en que Iñaki Eche-
varne pelea en un duelo a espada, en la playa. Es
un episodio delirante, que no tiene equivalen-
cias dentro del libro. Bolaño bromeaba. A Bolaño
le fascinaba la valentía, y solía leer la realidad
en esa clave. La valentía es un tema obsesivo en
su obra.
–¿Tu tirón de oreja no ha sido el velar hoy por la críti-
ca independiente en el conocido caso de tu salida del
Babelia?
–Sí, quizá, si bien Bolaño alude a algo muy an-
terior, a la embestida de la que fui objeto en un
resentido artículo de Antonio Muñoz Molina.
Como fuera, lo que a Bolaño le atraía de mi figu-
ra como crítico era que le parecía suicida, arro-
jada. Por otro lado, estaba obsesionado con que
yo pudiera hacerle una mala crítica. Son ese
tipo de neuras que fácilmente desarrolla un es-
critor solitario como él, no hay que darles mu-
cha importancia. La fama que yo me labré como
crítico tenía que ver con la atmósfera anodina
de la vida literaria española, donde toda crítica
negativa a un libro es tomada como una ofen-
sa personal a su autor. Hacer crítica en estas
circunstancias tiene algo siempre provocador,
y en definitiva inviable.
–Bolaño y Parra podrían ser dos figuras opuestas en
relación a la posteridad, Parra “momificándose” en vida
en su retiro en la costa chilena, y Bolaño que murió
haciendo menos ruido del que tenía pensado hacer.
¿Qué idea tienes tú que los conoces bien a ambos?
–Yo creo que está por hacerse el acercamiento
a Bolaño desde Parra. Lo que conozco sobre el
asunto es bastante superficial. El magisterio de
Parra sobre Bolaño es muy determinante, más
de lo que suele subrayarse. Pese a lo cual, a me-
nudo pasa desapercibido, sobre todo fuera de
Chile. Bolaño, como poeta, se educa en la este-
la de Parra. Por otro lado, llega a la novela des-
de la poesía, tras la progresiva apropiación de
un prosaísmo que Parra había sondeado mucho
antes. El Bolaño provocador que, tantos años
después de su juventud salvaje, aflora de nue-
vo en los últimos años de su vida, bebe mucho
en Parra, mimetiza muchas de sus actitudes.
Conferencias como “Literatura + enfermedad =
enfermedad” o el borrador de “Sevilla me mata”
recuerdan inevitablemente a los “discursos de
EN lA mIRA
118
ENTREvIsTA CON IGNACIO ECHEvARRíAPaz Balmaceda
sobremesa” de Parra. Respecto a la posteridad,
Bolaño siempre se reía de ella. Y Parra también.
Pese a lo cual, ningún escritor deja de pensar
en la posteridad, es imposible. Otra cosa es que
se postule para la posteridad, algo que suele re-
sultar ridículo. En el caso de Parra hay una espe-
cie de necesidad de huir de su personaje, tanto
del poeta como del antipoeta. A Bolaño, por su
parte, lo fascinó siempre el asunto de los escri-
tores ignorados, algo que viene a constituir una
especie de reverso de la posteridad. A Bolaño no
le preocupó tanto la posteridad como el haber
vivido hasta muy tarde como un escritor que
pudo haberse muerto sin ser conocido ni pu-
blicado. Esa especie de vértigo de la literatura
incumplida, del escritor secreto y oculto, de la
obra maestra desconocida, es algo que obsesio-
nó a Bolaño, quizá porque lo sintió en su pro-
pia carne y nutre su experiencia más duradera
como escritor. Y aquí me viene el recuerdo de
ese famoso artefacto de Parra: “Primera condi-
ción de toda obra maestra: pasar inadvertida”.
–¿Dirías que a Bolaño le afectó el reconocimiento que
comenzaba a ganar en sus últimos años de vida? Exis-
te la idea de que en el mundillo editorial él fue una fi-
gura más bien segundona y que nadie le daba mucha
bola.
–No, no, qué va. Hasta el final, Bolaño fue un es-
critor solitario, que vivía al margen del mundi-
llo literario. En apenas tres años pasó de eso a
ser una especie de celebridad, sin apenas tran-
sición. Es absurdo pretender que fuera un segun-
dón, menos aún que se comportara como tal. El
caso es que a Bolaño no le dio tiempo a que la
fama lo afectara realmente. Él tenía una pre-
ocupación mayor, luchar contra su propia muer-
te, y arreglar su propia situación material. Por
otro lado, hay indicios evidentes de que, lejos
de contemporizar, Bolaño fue desmelenándose
en los últimos años y meses de su vida. Regresó
a su vena más salvaje, como antes decíamos. De
haber disfrutado de su celebridad actual, proba-
blemente Bolaño sería un escritor imprevisible,
reacio a las pompas oficiales. Otra cosa es que,
además de insobornable, fuera un tipo edu cado,
y sobre todo generoso, quizá demasiado gene-
roso, a veces, con los escritores más jóvenes.
–Eso se ve muy bien en sus artículos de Entre parén-
tesis, muchas veces creo que no esta muy seguro de
lo que dice, ¿no?
–Hasta el final, Bolaño vivió muy aislado. En los
últimos años, había jóvenes narradores, sobre
todo latinoamericanos, que “peregrinaban” a
Blanes para visitarlo, y él los recibía con gene-
rosidad y atención. Hacía cuanto estaba en su
mano por ellos, así se tratara de mencionarlos
en un artículo. Y era, por otro lado, una perso-
na esencialmente cariñosa, algo nada infre-
cuente en quienes ostentan a veces, como él,
un lado salvaje. Lo mismo cabría decir de Parra,
por ejemplo.
–¿Te sorprende que Nicanor Parra no haya ganado el
Premio Cervantes?
–No, para nada. ¡Me sorprendería que lo ganara!
En todo caso, me escandaliza. Acaricio desde
hace años el proyecto de crear, en el ámbi to de
la lengua española, un jurado internacional muy
exigente que otorgara anualmente el Premio
Avellaneda (¿sabes?, el continuador del Quijote,
119
gracias al cual se decidió Cervantes a escribir
la segunda parte de su novela), destinado a es-
critores como Parra, con los que el Premio Cer-
vantes no sabe qué hacer.
–¿Por qué una figura como la de Parra no se lee en
España?
–Me he hecho esta pregunta muchas veces. Y
pienso que tiene que ver con la tradición espa-
ñola y su particular evolución a partir de la Gue-
rra Civil. El caso es que la antipoesía nunca ha
sido comprendida aquí, entre otras cosas por-
que se la ha asimilado erróneamente a las van-
guardias históricas, cuando no se trata en abso-
luto de eso. La piedra de toque de la antipoesía
es la impugnación del sujeto hablante en el
poema, un problema que para el horizonte de
la poesía española –tan apegada a la figura del
poeta y a su personal dicción– permanece aún
fuera de campo.
-¿Es esa suerte de traducibilidad lo que se impone?, lo
que has venido llamando una interlingua y que hace
que obras que trabajan directamente con el lenguaje
no puedan viajar a España porque no reciben lectores.
–El problema de la lengua está presente desde
los orígenes de la literatura latinoamericana.
Esto lo percibe muy bien Ángel Rama en sus en-
sayos, especialmente en el titulado La ciudad le-
trada. Durante siglos, existe una gran diferencia
entre lengua escrita –patrimonio de una élite
culta– y lengua hablada. Lo cual se traduce en
una tensión pendular en la que se suceden los
intentos de alinearse en un lado o en el otro
(baste pensar en el modernismo, primero, y en
el indigenismo, después). Hoy esa polaridad
entre clases analfabetas y clases ilustradas y
cultas se ha atenuado, pero en su lugar existen
dos circuitos muy contrastados de circulación
literaria: el local y el internacional. El circuito
internacional tiene forma radial, y en él España
actúa como centro y como metrópoli. Son los
estándares de la lengua que se escribe en Espa-
ña los que prevalecen sobre la diversidad del
continente latinoamericano e imponen una es-
pecie de interlingua en la que el colorido de la
lengua queda empastelado.
–En relación a esto señalaste en Desvíos dos alter-
nativas dramáticas del escritor latinoamericano: ser
un escritor local o un escritor internacional, que escri-
biría para ser recogido por la industria española bajo
“esa percepción tendenciosamente distorsionada del
tipo de libro del que valdría la pena apostar, en un pa-
norama saturado de trivialidad”. Y, por otra parte, el
reconocimiento que en las tradiciones latinoameri-
canas conlleva el hecho de publicar en España ¿Por
qué parecen depender aún de la aprobación metro-
politana?
–Se ha perdido el horizonte de lo nacional, de la
propia comunidad como primera caja de reso-
nancia de un escritor, algo que debiera ser muy
natural. Ocurre algo raro, es como si un futbo-
lista quisiera pertenecer a la selección nacio-
nal antes que al equipo de su barrio o de su
ciudad. Se produce una especie de expropia-
ción del contexto inmediato, tanto lingüístico
como referencial, del escritor. No es solo una
operación de marketing ni de sometimiento a
las dinámicas del mercado. La globalización cul-
tural también influye. Empieza a haber una
cultura popular que es global, que viene dada
EN lA mIRA
120
por la televisión, por las similitudes cada vez
mayores de los ámbitos urbanos, que hacen
que, en determinados niveles, la vida en una
ciudad como São Paulo no sea muy diferente
que en Ciudad de México o en Nueva York. Los
estándares de vida urbanos ecualizan un tipo
de experiencia que resulta cada vez más inter-
cambiable. Pese a lo cual, se diría que la mayo-
ría de los nuevos escritores han renunciado a
percibir lo particular, lo diferenciado, lo singu-
lar, y trabajan a partir de un realidad prefigu-
rada por la industria cultural. En lo que a los
libros respecta, eso se traduce en un someti-
miento a los intereses y a las consignas tácitas
de la industria editorial española, que determi-
nan estilos y temáticas por los que transitan
obedientemente, a menudo sin saberlo, buena
parte de los jóvenes escritores latinoameri-
canos.
–Sí, es curioso cómo se constituyen esos referentes
compartidos en Latinoamérica, porque el propio “ca-
non” de escritores latinoamericanos para los lectores
de Latinoamérica está muy afectado por lo que pu-
blica España. ¿Por qué crees que no consigue ser más
independiente?
–No lo sé, supongo que porque los mercados
locales todavía son muy frágiles. No se puede
obviar el problema económico, además del cul-
tural. En cualquier caso, de un tiempo a esta
parte tengo el convencimiento de que el hori-
zonte en el que hay que trabajar no es el conti-
nental, el de Latinoamérica. Hay que trabajar el
horizonte de la propia tradición nacional. Lo la-
tinoamericano es, hoy por hoy, una categoría
colonizada. No veo cómo articular una identi-
dad latinoamericana con las desigualdades idio
máticas, raciales, económicas o políticas que
se dan entre los distintos países. Y por otra par-
te está Brasil, modelo de una literatura que ha
evolucionado por su cuenta y ha creado una
tradición muy sólida y muy rica. Se trata de tra-
bajar en el horizonte de un escritor. Pregunté-
monos: ¿cuál es el público natural de un escritor?
Lo normal es que un escritor boliviano piense
antes en una comunidad de lectores boliviana,
aunque sea de dos mil lectores, que en una co-
munidad internacional, o española, o mexicana.
No sé cómo se puede escribir con un imagina-
rio de lector tan remoto y tan abstracto. Impli-
ca obviar un montón de referencias al escribir.
Tendría que invertirse la tensión a la que están
sometidos los escritores latinoamericanos, im-
pelidos de partida a postularse para un circui-
to internacional. Un escritor debe serlo en la
lengua que le es más propia, remitiéndose, por
lo general, a la realidad que le resulta más co-
nocida y más próxima. Ya luego, depende.
–Lo triste del escenario es que para un escritor lati-
noamericano ser editado en España es el sumum de
su carrera y le otorga un prestigio en su propio país
que no tiene editando en otro lugar. México podría ser
un lugar muy prestigioso donde habrían cien millones
de posibles lectores, por ejemplo, o un lugar con la tra-
dición literaria de Argentina. Pareciera que todavía
necesitaran la homologación de la metrópoli.
–Bueno, ocurre que es en España donde están
los grandes grupos comerciales, y son ellos los
que disponen de la infraestructura para distri-
buir tu libro en varios países a la vez. De esto no
hay que deducir que exista un gran respeto por
ENTREvIsTA CON IGNACIO ECHEvARRíAPaz Balmaceda
121
la cultura española, tampoco demasiado inte-
rés hacia ella.
–Sí, pero dominan el mercado de los países latinoa-
mericanos no sólo en los autores hispanoparlantes.
También comprando derechos exclusivos y universa-
les de títulos que ni siquiera distribuyen allá y que
ningún otro editor puede publicar en toda América.
–Por ahí señalas un problema importante, y muy
grave. Los propios escritores deberían dar esta
batalla. La forma en que los escritores se entre-
gan con brazos y manos atados a sus editores
es increíble. No deberían aceptar tan mansa-
mente quedar cautivos de un sistema editorial
que a cambio no les proporciona ninguna ga-
rantía. Venden su alma al diablo a cambio de
nada.
–Y lo de la venta de derechos universales tendría que
ser ilegal si no existe una distribución efectiva.
–Esa es, como te digo, una batalla aún pendien-
te de dar. Y no sólo por parte de los escritores,
también de las instituciones. Es lógico que si un
escritor quiere ser conocido fuera de su país
piense en España, no por respeto a la cultura
española ni porque España ofrezca ningún mar-
chamo de calidad, sino porque sabe que la úni-
ca forma de ser leído más allá de sus fronteras
es esa. Para terminar con esto habría que rom-
per, en primer lugar, el sistema radial de la cul-
tura hispanoamericana. Debe sustituirse ese
sistema radial, que tiene su centro en España,
por un sistema reticular. Es absurdo que, para
ser leído en Bolivia, un escritor ecuatoriano de
ba ser publicado en España. Por otro lado, ese
sistema radial al que aludo funciona muy inefi
cazmente. Asombra lo muy poco que aprove-
chan los grandes grupos editoriales su relativa
ubicuidad. Ahora mismo está el caso de Alberto
Fuguet, cuyo último libro acaba de publicarse
en Chile por un gran grupo editorial, como es
Alfaguara. Pues bien: al menos de momento, el
libro no se ha importado ni se ha impreso en
España. ¡Y se trata de Fuguet, un escritor am-
pliamente conocido y celebrado! Parece cosa de
locos. El escritor latinoamericano que conside-
ra una panacea ser publicado en España parece
ignorar, las más de las veces, que la industria
editorial española es enormemente ignorante
y que su sistema de distribución es altamente
imperfecto, además de tendencioso.
–Llama la atención la facilidad con que la industria
española reitera sus elecciones en cuanto a la litera-
tura latinoamericana, por ejemplo dando el Premio
Cervantes a Pacheco, que acababa de recibir el Reina
Sofía o figuras de la noche a la mañana aparecen en
los suplementos culturales, los pelean los editores por
adelantos nada despreciables, acaparan los cientos de
premios. ¿Por qué esta tendencia a repetir a un núme-
ro muy reducido y gastado de autores?
–Por ignorancia. Pese a la fortuna de que gozan
las interpretaciones conspirativas, la realidad
se suele explicar mejor mediante la estupidez
que mediante la conspiración. La explicación
más plausible de casi todo lo que nos rodea (des-
de la guerra de Irak hasta la crisis económica)
es la pura y simple incompetencia. En el ámbito
cultural también. Para explicar el “doblete” de
Pacheco no hay que irse muy lejos. Supongo que
muchos de los que integraban el jurado del Cer-
vantes habían descubierto a Pacheco a propó-
EN lA mIRA
122
sito del premio Reina Sofía, y que a partir de ahí
se les ocurriría que, puesto que se trataba de
un gran poeta, había que darle el Cervantes.
–En un texto has dicho: “Por grande que sea la influen-
cia del mercado y de sus agentes sobre los mecanis-
mos de difusión, lo cierto es que pese a todo, sobrevive
todavía un espacio, un fuero interno más bien, en el
que la consagración de unos y de otros viene deter-
minada, más allá de los veredictos del público, por la
aceptación de sus pares”. ¿Dónde podría encontrarse
ese espacio hoy?
–Sigue existiendo, de un modo misterioso que
no soy capaz de objetivar ni de cuantificar, pero
es evidente que el mercado por sí solo no es una
instancia consagratoria, ni tampoco el núme-
ro de ejemplares vendidos. Pérez Reverte, por
ejemplo, vende mil veces más que Bolaño y, sin
embargo, él sabe que Bolaño ha triunfado de un
modo que a él se le escapa. Pese al desmante-
lamiento de la institución literaria, ésta todavía
retiene algunos mecanismos consagratorios
que operan tácitamente. No me refiero a la crí-
tica que ya no existe; tampoco, desde luego, el
mercado, cuyos criterios nunca terminan de
ajustarse exactamente a los que determinan
el canon; menos aún la academia. Se trata más
bien de un tejido de reconocimientos mutuos
muy sutil, del que algunos escritores muy aplau-
didos y que venden mucho se sienten sin em-
bargo excluidos, lo cual experimentan unas ve
ces con consternación y otras con enfado.
-¿Crees posible que la literatura latinoamericana se
“afinque en su diferencia” y se resista a los términos
culturales que le impone España?
–Debería serlo, por mucho que me sorprenda
lo que tarda en ocurrir. Pero creo que es inevi-
table, y que ocurrirá por un proceso de satura-
ción. Los mismos escritores latinoamericanos
que viven ahora obsesionados con hacer fortu-
na en España, sentirán de modo creciente la
esterilidad de este paso, la confusión a que los
reduce, la poca rentabilidad que obtienen de
él, la escasa probabilidad de que les procure el
éxito deseado. A esos mismos escritores, la in-
distinción que caracteriza en la actualidad la
producción de lo que se ofrece como literatu-
ra latinoamericana les hace daño; pues se ha-
bla mucho de literatura latinoamericana pero
nadie distingue nada, ni entre países ni entre
tendencias, no hay un mapa. Todo el mundo se
agarra a Bolaño como a un clavo ardiente por-
que es el único que parece configurar algo pare-
cido a un modelo o esquema. Pero si se piensa
bien, Bolaño no ayuda a ordenar mucho las co-
sas. Y tiene más admiradores que continua-
dores. A la sombra de Bolaño lo que hay es un
pandemónium inextricable de tendencias y de
autores perdidos en su propia abundancia.
–Qué te parece esta frase de Constantino Bértolo: “Los
autores latinoamericanos lamentablemente siguen
necesitando que la Metrópoli Editorial en castellano
los homologue. Supongo que esto seguirá así hasta
que el naciente mercado en castellano en usa se asien-
te y arrebate a Madrid y Barcelona su antiguo poder
colonial. Un poder que por otra parte cada vez es más
dependiente del mercado anglosajón”.
–Este pronostico de Constantino es muy inte-
resante pero no lo comparto. Pienso que está
muy lejos de suceder. La posibilidad de capta-
ENTREvIsTA CON IGNACIO ECHEvARRíAPaz Balmaceda
123
ción de un escritor en lengua española por los
círculos anglosajones es aún remota. Hay sin
duda una tendencia que apunta hacia ahí, y que
se desprende de la lógica del mercado, pero si
uno examina la mecánica real de las cosas es
muy difícil que llegue a pasar. Veo más fácil que
se descentralice la capitalidad del mercado edi-
torial, que Buenos Aires o México reconfiguren
el sistema actualmente existente. La entrada de
literatura en lengua española en Estados Uni-
dos se realiza todavía por la puerta de atrás, y
pasarán muchos años aún antes de que esto
cambie.
–Sí, el porcentaje de traducción de los libros editados
en Estados Unidos es ínfimo, creo que alrededor de
un 5%.
–Con este caudal no se puede pensar en que
vaya a producirse ni siquiera a largo plazo lo
que pronostica Bértolo.
–¿Quién gobierna la producción de gustos y criterios
hoy? ¿Qué tipo de lectores están creando esta indus-
tria?
–La verdad es que no sé qué responder. No me
parece que sean los editores, por paradójico
que resulte. Pensar que hay una especie de “di-
rección” literaria en los procesos de captación y
circulación de los escritores latinoamericanos
es atribuir al mundo editorial español mucha
más inteligencia y perspicacia de la que tiene.
Hoy por hoy, el mundo editorial está desorien-
tado. Se hacen apuestas indiscriminadas espe-
rando que, por donde menos se espera, salte la
liebre. Como saltó con Bolaño. No hay una orien-
tación del gusto, simplemente se privilegian las
tendencias que han acreditado una cierta ren-
tabilidad: se secunda el éxito. Por ahí suena la
flauta y todos tiran por ahí; de pronto suena por
allá, y se van corriendo todos para allá. No veo
ningún tipo de visión, ni siquiera perversa o
adulterada o equivocada –eso ya sería algo–,
no, hay una ceguera absoluta, una apuesta alea-
toria. ¿Por qué Alfaguara, que en Argentina pu-
blica a uno de los mejores autores argentinos
actuales, Sergio Chejfec, no lo publica en Es-
paña y deja que aquí lo haga una editorial pe-
queña como Candaya? ¿Qué se está privilegian-
do? No acierto a vislumbrarlo.
-Para terminar, vienes llegando de la Feria del Libro de
Quito. ¿Alguna novedad para refrescar el panorama?
–Me he traído muchos libros que todavía no he
leído. Como era la segunda edición de una feria
muy periférica, que además se postula como
tal, descubrí allí toda una fauna de escritores
escasamente visibles desde España y que sin
embargo despertaron mi más vivo interés. Es
lo que pasa cuando, desde España, acudes a
sitios que no son la Feria de Guadalajara ni la
de Buenos Aires: descubres escritores argen-
tinos que sólo publican en Argentina, venezo-
lanos que sólo publican en Venezuela, mexica-
nos que sólo publican en México. Son buenos
escritores y por azar o por desinterés o por lo que
sea no han dado el salto. Pero lo lógico es que las
literaturas de sus respectivos países se nutran
principalmente de escritores como ellos, y no
de los que se publican en España.
EN lA mIRA
124
NADIE:DEsDE El pAís DE lOs ACTOREs sECUNDARIOs
En mi país tenemos sólo un actor prota-
gónico. Los demás somos todos secun-
darios. Tal vez por eso la fama sea para
mí un tema delicado.
A los once años presentaba un pro-
grama para niños en la tele y empezaba
mi carrera de actriz en series socialis-
tas. Con sólo dos canales, uno de ellos
deportivo, parloteaba bien temprano
mareando a cuantos podían verme en
blanco y negro al amanecer.
Mis compañeros me preguntaban el
tema de la próxima telenovela, mien-
tras que los intelectuales adorados por
mi madre se burlaban y gozaban con
sorna los disparates que yo decía en
vivo por televisión nacional.
En las playas, en las guaguas, en los
conciertos, desde muy joven era ya re-
conocida y señalada con el dedo. La ra-
dio, la televisión y el teatro me habían
concedido ¿un don? que, fuera de mis
fronteras no funcionaría. Sólo que yo
nunca trascendía esa frontera. La auto-
fagia de mi isla no lo permitiría por el
momento.
En mi país ser una mujer famosa no
está relacionado con el dinero. Yo mis-
ma era la más pobre de mis televiden-
tes, sin embargo estaba en pantalla
cada día a las siete de la mañana para
despertar a los niños y eso me conce-
día el beneficio de la fama.
Aquí:
Hacía menos colas.
Me guardaban las revistas en los es-
tanquillos.
Me invitaban a fiestas con regulari-
dad.
Entraba sin pagar a los conciertos.
Y era tan querida como odiada por
mis compañeros de generación.
Estaba expuesta, me gritaban: “flaca”,
“bajita”, “bizca”, “rara”, “linda”, “buena”,
“mala”, “loca”, “extravagante”... o lo que
fuera; todos se sentían con derecho.
¿Acaso no entraba yo a sus casas mu-
cho antes de vestirse para salir al co-
legio a las siete de la “madrugada”?
Los padres me enviaban cartas hala-
gando el vestuario que cosía y diseña-
ba para mi menudo cuerpo, delirando
con revistas y películas que veía de mi-
lagro en Cuba, mientras pensaba en la
verdadera fama, en el verdadero esce-
nario de una fama que tenía segundas
y terceras connotaciones en la vida de
una adolescente.
¿Era yo famosa o la fama vivía lejos
de mí? ¿Por qué era reconocida y hasta
querida pero no lo creía? Hay toda una
generación de niñas que llevan mi nom-
bre. ¿Se trata del cuento de Matthews
Barrie o de mí, la Wendy que les hacía
los cuentos diariamente? ¿Era eso ser
célebre? Los niños, los padres de esos
niños me preferían, pero nada de ello se
acercaba a lo que yo deseaba.
A mi alrededor, en las escuelas para
ajedrecistas, actores, nadadores, baila-
rines, los chicos se comportaban con
normalidad. Estas escuelas especiali-
zadas en artes y/o deportes llevan una
bAZAR
125
bAZAR
carga de asignaturas y responsabilida-
des que no te deja tiempo para pensar
en nada más.
Pero... otra vez los padres, sus fana-
tismos e histrionismos a las puertas de
las academias y sus competitivos ojos
que nos incitaban a rivalizar como ga-
llos o perros de pelea.
Yo regresaba sola a casa, ese lugar
donde los hombres admirados eran de
otra madera. No se me permitían exce-
sos a cambio de nada; y las cosas que
yo anhelaba en realidad no me serían
concedidas jamás por levantar el men-
tón ante una cámara alemana y sonreír
en falso ante el technicolor búlgaro.
Mi madre se pasaba la vida recordán-
dome que La Fama era “un poquitico de
nada”.
Que toda Rusia lloró a Dostoievski,
quien nunca presentó un programa de
televisión. Supe que los grandes can-
tantes populares cubanos, los que ta-
rareábamos en las memorables fiestas
de mi casa, pasaban por nuestras puer-
tas sin que nadie les pidiera un autógra-
fo. Eran los más sospechosos descono-
cidos. ¿Alguien recuerda hoy a Lorenzo
Hierrezuelo, “Compay Primero”? Supe
de la suerte que corrió aquella canción
que escuché en la sala de mi casa, la
misma que luego se convirtió en him-
no de todo un continente.
¡Qué clase de confusión madre mía!
¿Quién soy yo? Nadie, nada de nada.
Entonces me retiré de los medios, ni
cine, ni radio, ni televisión, me despedí
con mucho dolor de todo lo que sabía
hacer. Yo misma nunca tuve el tiempo
de jugar. Estaba ocupada en aprender
libretos y textos, mucho antes de apren-
der mi propia voz. Era hora. Me fui para
estudiar y escribir, entonces conocí:
La mala fama.
Ya no me servían los antiguos piruets,
ni los dulces ademanes ante la cámara.
Estaba atrapada. Sola, ausente.
Fueron años preparándome, años sin
decir una palabra. Dejé de asistir a los
foros y poco a poco desaparecí en las
calles de La Habana. Era ya una perfec-
ta desconocida para la nueva genera-
ción de niños, pero “los medios” no me
hacían creíble ante el exigente rasero
de los profesores, editores e intelectua-
les cubanos.
Me dediqué a la literatura, y en mi
país ha costado mucho entenderme,
encontrar en esa imagen de “niñita
querida” un poco de contenido potable,
confiable.
De golpe empecé a publicar del otro
lado del mar. Mis libros fueron prohi-
bidos en la isla de los actores secun-
darios y reseñados en varios países de
occidente.
En los viajes de presentación me reen-
contré con mis condiscípulos bailarines,
actores, artistas visuales. Sus padres los
empujaron hasta un punto, ya era el
momento de actuar.
Conocí personas que ignoraban el “te-
rrible pasado” y conocieron sólo el pre-
sente continuo: Mis escrituras, mis tex-
tos colados en la arena de esta lejana
playa.
El invierno pasado atravesé el aero-
puerto internacional de México, df. Me
sentía muy halagada, era parte de los
invitados a los festejos del ochenta
126
cumpleaños del gran escritor: Carlos
Fuentes. Tenía preparada mis palabras
en el maletín de mano, venía corriendo
de La Feria del Libro de Miami. Atravesé
la aduana impaciente pero segura, es-
peré mi equipaje mientras me retocaba
el maquillaje. Acomodé mi sombrero,
me abrigué y al salir, no me esperaban.
Una cámara vino hacia mí, y yo, en
un antiguo gesto aprendido “allá lejos
y hace tiempo”, como a la defensiva y
con urgencia, me puse los espejuelos
negros subiendo las cejas muy asusta-
da. El periodista de prensa rosa pre-
guntó aturdido: ¿Usted quién es?
Y yo, huyendo entre los viajeros, li-
gera y con mucho garbo, respondí libe-
rada:
–¿Yo? ¡Nadie!
Wendy Guerra
En 1999 fui asesora de una tesis en la
Universidad del Claustro de Sor Juana
de la Ciudad de México. El tema era Je-
rome David Salinger y acepté colaborar
en la revisión del proyecto porque a mí,
como a todos los lectores, me fascinan
los textos de Salinger y me fascina el
personaje. O el no personaje, debería
decir. Su ausencia.
Desde entonces no he vuelto a ase-
sorar otra tesis. Lo intenté con una so-
bre la literatura de terror mexicana pe-
sAlINGER y lOs CAjONEs DE lOs AsEsINOs
ro fracasé. Nadie me interesaba tanto
como Salinger en aquellos días y su ob-
sesión fue la mía. Hacía casi veinte años
que nadie sabía nada de él. Y faltaba
todavía un tiempo para que el perió-
dico El País comprara una fotografía que
sacó algún periodista gringo en una es-
tafeta de correos del norte del país ve-
cino. La imagen: un Salinger envejeci-
do, huraño y enfadado que levantaba
el brazo izquierdo bien para cubrirse el
rostro, bien para golpear al fotógrafo.
Su intento de desaparecer consiguió
que todos lo viéramos un poco más de
lo que lo hubiéramos visto si hubiese
permanecido quieto. Y miles de lecto-
res, escritores, críticos y fans de todo
el mundo recortaron aquella página del
diario, aparecida en varios idiomas, pa
ra colgarla en sus casas. Era casi nues-
tro trofeo: veinte años después tenía-
mos todavía el retrato de Salinger.
Seguía vivo.
Y ahora me mira mientras escribo
es to y cuento que antes lo habíamos
leído todo. Sus nueve cuentos, su Guar-
dián entre el centeno, el Levantad carpinte-
ros la viga del tejado, su Fannie & Zoe y su
increíble Seymour: una introducción.
En cuyo final escuchamos la voz del na-
rrador diciéndonos que seguiría con-
tando la novela pero que lamentable-
mente necesita irse: acaba de sonar un
timbre y debe volver a clase. Eso es to
do. No hay más libros. Su hija publicó
a principios de este siglo un texto in
fumable sobre las desventajas de na-
cer hija de un genio déspota. Y algunas
amantes o ciertos amigos quisieron pu
blicar sus cartas. Pero la agente de Sa-
127
bAZAR
linger lo evitó todo. Todo. Y más allá de
la pésima biografía de la hija y de la aris-
ca foto que en castellano apareció en
El País, no hemos vuelto a saber na da de
Salinger.
Y de esto hace ya cuarenta años.
Aunque sospechamos que vive en
New Hampshire, que sigue escribien-
do y que el mundo en el que vivimos es
un lugar que le agrede, contra el que
combate y en el que siente miedo. Sos-
pechamos que es un hombre herido.
Su hermano murió en la guerra y Je-
rome nunca se repuso de ello. Lo extra-
ña en sus escritos y lo revive para pe-
dirle perdón por no haber muerto con
él. Se siente dolido en su honor de sol-
dado. En su creencia en una jerarquía
absoluta. Lo vemos en cuentos como
Un día perfecto para el pez banana en el
que habla de un soldado suicida. Y sabe-
mos que tenía sus razones: participó
en el desembarco de Normandía, sufrió
estrés post traumático y, por encima
de todo, vio morir a su hermano. Luego,
al terminar la guerra, se casó con una
enfermera francesa, de quien más tar-
de se divorció para casarse en segun-
das nupcias en los Estados Unidos y
po co a poco alejarse de su familia, re-
cluirse en sí mismo, tragarse sin parsi-
monia la culpa y buscar refugio en el
budismo zen.
Pero nada de todo esto logró prote-
gerlo. En 1951 había publicado El guar-
dián entre el centeno, novela mítica entre
los lectores de todo el mundo que na-
rra la pequeña epopeya de Holden Cau-
field durante los días que se escapa de
su escuela y viaja a Nueva York. Con ella
ac tivó algún mecanismo que no ha po-
dido ser identificado y que era, precisa-
mente, el que mi alumna de la Univer-
sidad del Claustro de Sor Juana quería
desvelar. Pero no pudo. Nadie ha podi-
do decir, con precisión, qué tecla exac-
ta logró mover Salinger para hacer que
millones de adolescentes y nosotros,
los adultos, sus lectores, nos sintiéra-
mos comprendidos. Y, sin embargo: más
allá de haber sabido captar las contra-
dicciones y la distancia de la adoles-
cencia, J.D. Salinger hizo también algo
contra lo que no estaba preparado. O
al contrario: algo que le permitió, final-
mente, desaparecer. Es difícil saberlo.
Pero sí resulta evidente, para todos no-
sotros, que Holden Caufield se convir-
tió en el héroe anónimo de los incom-
prendidos. Y cuando el 8 de diciembre
de 1980 Mark Chapman se acercó por
detrás a John Lennon y le gritó “Mister
Lennon!” para luego dispararle mirán-
dolo a los ojos, llevaba un solo objeto
encima: un ejemplar de El guardián en-
tre el centeno que había comprado aque-
lla misma mañana y en el que había
anotado: Ésta es mi declaración. Y en-
tonces siguió a Lennon por el Central
Park, gritó su nombre y le disparó cin-
co veces mirándolo a los ojos. Luego
se sentó junto al Beatle moribundo y
leyó el libro de J.D. Salinger hasta que
llegó la policía para arrestarlo a él y una
ambulancia para trasladar a Lennon al
Hospital Roosevelt, donde murió sie-
te minutos después.
Y aquella fue la sentencia definitiva
para un mundo que se terminaba, para
encerrar a Mark Chapman en el correc-
128
lA fAmA Es mEjORsI sE mUERE jOvEN, jOvEN
La cámara se acerca al rostro, hincha-
do, amoratado, los ojos casi ya inexis-
tentes. Otro golpe. Y uno más. El Mono
reacciona (¡¡¿¿cómo??!!) y contraataca
con un derechazo.
No me gusta el box. Partamos de es
to. No me gusta ver a dos tipos golpeán-
dose, por muy deportivo que sea el
asunto. Menos aún me gusto yo mis-
ma, gritando para que uno “mate” al
otro.
No me gusta el box. Pero me fasci-
nan las vidas de algunos boxeadores.
Como la del Mono gatica. Igual que tan-
cional de Attica –donde, debido a lo “in-
usual de su delito” sigue preso a pesar
de haber cumplido su condena de vein-
te años en el 2000– y para que Salin-
ger desapareciera. Pero eso no evitó
que desde entonces se resiguiera el ras-
tro de su extraño libro y se encontrarán
ejemplares en el cajón de varios asesi-
nos en serie que desde entonces han
sacudido la sociedad estadounidense.
Y tampoco evitó plantar el mito: tras la
detención de Mark Chapman, todos
que remos saber de qué se esconde en
verdad J.D. Salinger, si ha seguido escri-
biendo y si algún día podremos leerlo.
Cuánto tiempo le queda de vida. Si
alguien lo ama.
Lolita Bosch
tos ídolos populares, venía de una villa
miseria y terminó en otra. En el medio:
la fama, el dinero, la devoción de las ma-
sas, el alcohol. Cuando tenía plata la
repartía a manos llenas. “Cuando yo
tengo, tienen todos”, dicen que decía.
Y pagaba las fiestas de quince años de
las pibas más pobres, y las borracheras
de las prostitutas del Bajo, y las de sus
cafishos, y salía al ring con una bata que
decía en la espalda PerónEvita. La gen-
te, la de abajo, enloquecía con cada uno
de sus golpes. Las “buenas conciencias”
nacionales no perdonaban a esos ne-
gros que habían llegado a meter las pa-
tas en la fuente de la Plaza de Mayo.
¡¿Adónde vamos a ir a parar?!
Y me fascina el cine de Leonardo Fa-
vio. El ojo de Favio enamorándose del
sudor y de la sangre y filmándolos en
cámara lenta mientras Gatica, envuel-
to en una bandera argentina, cumple
con el papel que el director le ha asig-
nado: ser el símbolo de una patria po-
bre, la patria de los “cabecitas negras”,
la de los que llegaron a una ciudad que
se creía europea para recordarles a to-
dos que el país era mucho más que eso,
que el país era otra cosa. Aunque ter-
minara sus días atropellado por un co-
lectivo, más pobre que siempre, otra vez
en la villa, cuando el ejército ya había
bombardeado la Plaza hacía rato y los
que rugían apoyándolo en cada comba-
te habían vuelto al silencio, o a la lucha
clandestina, o a la furia contenida del
que es borrado una vez más, despare-
cido de la historia.
En 1993, treinta años después de la
muerte del boxeador, Favio le rinde un
129
bAZAR
sión y supresión del “otro”, del diferen-
te: el indio, el “bárbaro”, el pobre, la mu
jer... Los “desaparecidos” no son, en este
sentido, una creación de la última dic-
tadura militar (19761983) sino una figu-
ra fundante de la nación.
“Mi general, dos potencias se salu-
dan”, dicen que le dijo Gatica a Perón
una de las tantas veces en que el enton-
ces presidente fue a verlo pelear al Luna
Park. También dicen que después de
una derrota, Perón le soltó un “Me te-
nés podrido”. Dicen. Quién puede saber
lo con certeza. Favio no lo cuenta en su
película.
El país se dividió, eso sí lo cuenta: a
favor o en contra del Mono. De noventa
y cinco peleas, ganó ochenta y cinco.
Setenta y dos de ellas por knock out. Sin
embargo nunca fue cam peón argenti-
no ni peleó por el título mundial.
Y el país se dividió: a favor o en con-
tra de Perón. No había medias tintas.
Los odios y las pasiones estaban tan
exacerbados que una mano “cajetilla”,
blanca seguramente, cuidada, mano de
rico, pues, escribió afuera del sanatorio
donde moría Eva Duarte, “Viva el cán-
cer”, mientras en las calles los “desca-
misados” lloraban.
Ya sé. Ya sé que la realidad no es blan-
ca o negra. Lo que es blanco y negro son
las imágenes que quedan de aquella
épo ca. Las dicotomías se acabaron con
la posmodernidad y el fin de la historia.
Dicen. ¿O no?
Alguien vio al chiquito que había lle-
gado del interior defender con los pu-
ños su lugar de lustrabotas en las ca-
lles de Buenos Aires. Alguien con una
homenaje entrañable (y polémico, co
mo todo lo que él hace) a este persona-
je de la mitología nacional.
Pero vamos por partes.
Una de las tantas familias que llega-
ron del interior del país, la del Mono; en
su caso, de la provincia de San Luis. El
chico morochito y sonriente cambia los
cerros por una caja de lustrar zapatos y
un lugar en la plaza Constitución. Un
lugar que tiene que defender a golpes
“...para todos los hombres del mundo
que quieran habitar el suelo argenti-
no...” Eso decía el Preámbulo:
“Nos, los representantes del pue blo...
con el objeto de constituir la unión na-
cional, afianzar la justicia, consolidar la
paz interior, proveer a la defensa co-
mún, promover el bienestar general,
y asegurar los beneficios de la libertad
pa ra nosotros, para nuestra posteridad
y para todos los hombres del mundo
que quieran habitar en el suelo argen-
tino... ordenamos, decretamos y esta-
blecemos esta Constitución...”
¿Y los que ya estaban en “suelo argen-
tino”, pero en la miseria total, analfabe-
tas, sin trabajo, sin esperanzas de que
las cosas algún día cambiaran? ¿Para
ellos también era esa Constitución? Y
ahora no estoy hablando de la plaza
donde lustraba zapatos el puntanito
José María, el chico aquel que Favio ha-
ría saltar envuelto en la bandera. ¿O
ellos seguirían siendo los inexistentes,
los ausentes de todos los proyectos de
país? Quizás sea el momento para decir
que la historia argentina puede ser vis-
ta como un largo proceso de sucesivos
y violentos “borramientos”, de exclu-
130
mirada ambiciosa y conocedora. Así fue
como entró Gatica al mundo del box.
Cuando Perón fue derrocado, se le ce-
rraron todas las puertas. Solamente po-
día boxear en algunos rings del interior
del país, los demás, los principales, es-
taban prohibidos para él. Incluso en el
año 56, la policía entró para llevárselo
junto con los organizadores de la pe-
lea que en ese momento estaba tenien-
do lugar. Los “gorilas” festejaron cuando
unos periodistas encontraron a Gati-
ca tomando mate en una villa miseria.
“Ahora sí está donde tiene que estar”.
Los agudos ojos verdes, apagados, el
cuerpo, gordo, abotagado.
Murió un 12 de noviembre. Tenía trein-
ta y ocho años. Estaba vendiendo mu-
ñequitos afuera de la cancha de In-
dependiente cuando lo atropelló un
colectivo. Murió en el hospital Rawson.
Solo. Muchos que lo habían aplaudido,
ahora se burlaban de él. Muchos. Los
mismos que se habían aprovechado de
sus puños y de su ingenuidad. Ya no vio
a su equipo volverse ese año Rey de
Copas del futbol nacional. Tampoco vio
que, una vez más, había sectores dis-
puestos a llamar a las puertas de los
cuarteles (y dentro de los cuarteles,
nuestros militares estaban, como siem-
pre, listos para salir a cumplir la misión
que la burguesía le encargara. Como en
el año 30, como en el 55, como sería
en el 66, y en el 76. Lo cuento nomás
para no olvidarlo). Arturo Illia asumía
la presidencia. Y al Mono lo atropella-
ban afuera de la cancha.
Su velorio se transformó en una ma-
nifestación política popular. Miles de
personas lo acompañaron coreando la
marcha peronista públicamente, por
primera vez desde 1955.
Favio hizo con esta historia una pe-
lícula entrañable, de a ratos excesiva.
Es cierto. Polémica escribí antes. Pero
ahí queda, para la memoria, el Mono
Gatica envuelto en la bandera. La azul y
blanca. La de los excluidos de siempre.
Sandra Lorenzano
131
lIbRERO
La vaga sensación de ser otroFAMA, DE DANIEL KEHLMANN
La mayoría de las ocasiones que un libro se presenta como “volumen de cuentos en forma de
novela” en realidad se trata de un truco. La mala conciencia que, como una sombra, se cierne
sobre el género fundacional de toda la literatura y los prejuicios que, gracias a sesudos estudios
de mercado, imperan en la mayoría de los editores, han producido una fórmula algo esquizofré-
nica que permite lavar culpas y, a su vez, engañar al departamento de marketing: dar salida pública
al relato y al cuento aliándolos con su prestigiada hermana llamada novela.
En voz de su personaje más sintomático, el nervioso y paranoico Leo Richter (un escritor por cier-
to), Daniel Kehlmann se aventura a presentar su proyecto: escribir una novela sin protagonistas.
Si hay una característica consustancial al cuento es la del peso que la anécdota ejerce por encima
de los personajes. Si en la novela el reparto de papeles es clave para su construcción, los persona-
jes que se utilizan en el cuento son siempre protagonistas secundarios. La anécdota reina.
No todos los días encontramos un libro que complazca a todos: Kehlmann engaña a los edito-
res, hace una novela y, al mismo tiempo, reivindica al cuento como mecanismo, es decir, como esa
forma autónoma capaz de contener historias que resultan fantásticas de modo aislado y sorpren-
dentes cuando descubrimos el tejido que las relaciona entre sí.
Un hombre recibe varias llamadas telefónicas, alguien busca al famoso actor Ralf Tanner. Pri-
mero timorato y luego con ambición, el hombre se convierte en impostor: cancela citas, destruye
los romances del actor, goza insultando a sus productores, su vida adquiere sentido. Tres cuentos
más adelante, un actor deja de recibir llamadas en su teléfono celular, los amigos lo abandonan,
su fama cae y en un intento por comprender su humanidad, el actor participa en un concurso
donde se imitan actores famosos. Cuando se personifica a sí mismo, los jueces lo aplauden pero le
exhortan a mejorar su ejercicio de imitación. Aún no sabemos quién es la copia de quién. Leo
Rich ter es un escritor que ha departido con el actor y cuya novia trabaja para Médicos Sin Fron-
teras. La pareja hace un viaje. Él la ha invitado para que lo acompañe a un ciclo de conferencias
en un país que podría ser México. Durante el viaje, Richter parece más preocupado por su fama que
por lo que sucede a su alrededor, más por la biografía que por la vida. Ella lo odia porque está con-
vencida de que tarde o temprano será convertida en personaje. En un momento de la historia,
Leo Richter es invitado a China para que asista a un encuentro de escritores. Solidario con una
colega poco reputada y harto de los aviones, le pide que vaya en su lugar. Tres cuentos más ade-
lante, leemos la historia de una escritora que viaja a China en representación de un amigo. Los
chinos la aceptan a regañadientes y terminan por hospedarla en un hotel lejano a la ciudad. El
congreso de escritores termina, los organizadores prometen recogerla al día siguiente y llevar-
la al aeropuerto. Nunca sucede, después de dos días ella acude a la policía: su visa se ha vencido
y en la lista participantes que acudieron al congreso no figura su nombre. Todo es un ruido sordo.
Las llamadas telefónicas se suceden y en todas las historias los personajes leen a un homólogo
de Paulo Coelho. Mientras tanto, en alguna mansión de Río de Janeiro, el motivador profesional
planea su suicidio; cosa de la que nunca se enterará el gerente de una compañía de comunica-
ciones que, por error, ha otorgado la misma línea telefónica a dos personas distintas.
El deseo de convertirse en personaje de una novela, la ambición de tener una doble vida, la
batalla del imitador que opta por derrocar a quien imita, la invención de uno mismo a través de
132
la red y las posibilidades de ficcionarse en un mundo como el nuestro, aparecen en Fama (Anagra-
ma, 2009) como una alternativa de trascendencia, esa que ambiciona no sólo durar, sino perdurar.
No cabe duda, este es un libro de cuentos que se disfraza de novela y al mismo tiempo es una
novela que se construye con los atributos del cuento. Con libros así es posible entender que de-
trás de un género tan olvidado, se esconde el gen primigenio que le ha dado vida al arte de contar.
Y Kehlmann lo hace magistralmente.
J. J. Villegas
lA vAGA sENsACIóN DE sER OTROFama, de Daniel Kehlmann
133
lIbRERO
Mientras Gabriel Orozco se da a la tarea de rearmar el esqueleto de una ballena y grabar sus hue-
sos con un patrón específico para, después, colgarla del techo de la biblioteca Vasconcelos, el ar-
tista conocido como Golo pinta de rojo todas las caras de un cubo de Rubik.
Mientras Rubén Ortiz se dedica a conseguir imágenes de pirámides mexicanas construidas
en todo el planeta, el artista conocido como Golo hace el dibujo infantil de un cazador, una niña
y un león negro con la cabeza coronada.
Mientras Gao Feng hace un performance donde mezcla su sangre y su semen para después
beberlos, el artista conocido como Golo se dedica a dibujar unos gatitos con el lomo pintado de
azul.
Mientras en el museo Georges Pompidou, Damián Ortega arma un mosaico de paneles que
forman un ojo gigantesco, descubierto a la distancia por el observador; el artista conocido
como Golo hace de la repetición una obra de arte y vomita sobre una pizza.
Ut pictura poiesis. Como la pintura la poesía.
Cuando Leonardo da Vinci hizo un alto para cuestionarse el argumento y decir que, en realidad,
la pintura es poesía que habla y la poesía es pintura que ve, estaba muy lejos del siglo en que el
artista conocido como Golo irrumpió en la escena para atreverse a una nueva interpretación:
Ut pictura Atari. Como la pintura el Atari.
En su primera exposición individual, el artista conocido como Golo solicitó a su galerista Mar-
tha Herrera (¿KuriManzuto? ¿Herralde?) que consiguiera un espacio de 99 pasillos, para que se
colocara un cuadro en cada uno de ellos. En vez de acomodarlos uno tras otro, Golo deseaba que
cada cuadro tuviera una vida separada, o varias, igual que sucede en los juegos del Atari.
La exposición Temporada de caza para el león negro enuncia el estado actual del arte. El anti en-
fant terrible, como se le nombra en el catálogo correspondiente, es más “anti” que “terrible”, y
más enfant que otra cosa. El artista conocido como Golo, acrónimo de Golondrino, nunca ter-
minó la secundaria, tiene pésima ortografía, lleva años usando los mismos tenis Converse y se
alimenta de pizza, doritos, algodones de azúcar, leche de pantera, piedra de coca, hiperbólicos,
tachas, opio, heroína y marihuana.
La belleza está en su cabeza. En alguna parte de ella.
El parque temático de Temporada de caza para el León negro, su primera exposición individual,
está íntimamente relacionado con la debilidad que siente por los juegos mecánicos. Para el ar-
tista conocido como Golo, no hay diferencia entre los estados alterados que produce el uso de
las drogas y los estados alterados que produce una jornada completa de juegos mecánicos. La
razón es una: Golo es eso, un juego mecánico. Igual goza bebiendo cocacola y comiendo pizza
hasta el vómito que poniéndose supositorios de opio en el culo.
En Temporada de caza para el león negro existen algunas obras con títulos específicos y otras que
el lectorespectador podrá identificar si se ayuda del catálogo correspondiente. Aquí nombraré
algunas.
La exposición Temporada de caza para el león negro está compuesta de 99 cuadros divididos en
seis tipos distintos: piezas únicas, piezas secuencia, variaciones, retratos, autorretratos, piezas
minimalistas y bodegones.
ut pictura atariTEMPORADA DE CASA PARA EL LEóN NEGRO, DE TRYNO MALDONADO
134
Las piezas únicas son el mencionado cubo rojo al que la crítica a titulado Cubo Ernö Rubik en
rojo y Golo’s Bathroom que el artista terminó tras un arrebato de tres días y que clausuró para siem-
pre la tina y el excusado de un departamento que perteneciera a su amante. Como en nuestros
días, el espacio privado se convierte en público, la línea divisoria entre lo que es propio y es co-
mún se desdibuja como si pasáramos un algodón con thinner sobre la condición humana.
De las piezas secuencia destacan las obras abstractas de Matezza 0.1; 0.2; 0.3 y 0.4 que res-
pectivamente hoy pertenecen a un escritor mexicano de estética minimalista, al empresario
Carlos Slim, a la cantante Bimba Bosé y al amante de Golo que se quedó con sus obras tras la
desaparición del artista. Estamos hablando de una serie de cuatro movimientos abstractos que
llevaron a Golo al pináculo de la gloria y le abrieron las puertas de la galerista Martha Herrera. El
más conocido es el primero. Los otros tres aún permanecen velados a los ojos del público y aún
están en espera de ser expuestos.
Dentro de esta tipología también están las obras más polémicas de Golo porque no se sabe si
las pintó para ganar espacio en los pasillos de la galería o como un ejercicio de repetición inno-
vador que buscaba acercar la oralidad con la pintura. Se trata de Generación Atari 12, 15, 16, y 17.
También destacan las obras tituladas Cogíamos en todos lados 14 (o 37 formas de echar pasión) y Cogía-
mos en todos lados 46 (o 31 formas de echar pasión). En esta última, el curador no tuvo el cuidado de
supervisar el efecto disonante con la obra inmediata posterior.
Me explico. Mientras que en Cogíamos en todos lados la ficha técnica dice: Cogíamos entre nues-
tra propia mierda, cogíamos cuando peleábamos; cogíamos cuando lo que queríamos era matar-
nos, cogíamos, cogíamos, cogíamos; el siguiente cuadro inicia con esta frase: La indiferencia de
Golo terminó por hartarme.
Tras una vida perdida, que venga la nueva vida, todo aburre, todo cansa, incluso las 31 formas
de coger que Golo ilustra como un kamasutra al estilo de la pintura de Brugël.
Veámos otra secuencia: aquella pintada con sangre. Estamos hablando de la que inmortalizó a
Golo como un Dios que no distingue al sexo de la violencia. Basta con ver: Golo mordiendo un glande;
Golo arrancando una tetilla o Golo comiéndo un pedazo de nalga. Resulta sorpresivo que la subversión de
hoy es conservadora. El común de la norma, la costumbre, el lugar común, es la ruptura. Estamos
tan habituados a la provocación visual que lo innovador ya no está en provocar, sino en dialogar
con la tradición. Pero eso Golo no lo sabe. Si algo nos descubre su obra es el poder adormecedor
de la rebeldia. Parafraseando a Joseph Heath: rebelarse vende. Cosa que Golo sí sabe. ¿Y quién es
su público? No me atrevo a afirmarlo, pero si hay un sector social que garantizará la inmortalidad
de Golo, ese será el público gay. Su poder adquisitivo es brutal, el mercado lo sabe, a falta de dere-
chos e hijos, compran cuadros.
Lo mismo sucede en otras artes.
Ut pictura poiesis. Como la pintura la poesía.
Por lo que toca a las variaciones (el fuerte de la obra goliana) podemos destacar Variations on a
Rauschenberg’s erased painting. La anécdota es casi única. El artista conocido como Golo compra
un cuadro de Rauschenberg, luego pasa estopa con solvente sobre el original y ejecuta sus pro-
pios trazos. Tal y como Rauschenberg había hecho con De Kooning o como hace Romero al copiar
UT pCTURA ATARITemporada de caza para el león negro, de Tryno Maldonado
135
lIbRERO
cuadros flamencos para luego aventarles cubetadas blancas, el artista conocido como Golo re-
gresa a la mímesis y la imitatio como forma de aprendizaje, como manera de obtener placer y
como método para acelerar la velocidad, en un ejercicio que no busca descubrir la naturaleza,
sino violentarla.
Lo mismo sucede con los retratos y los autoretratos, ya sean los de personajes con apellidos o
nombres como Kessler, Orlando, Fiallo, Merker, Nostalgic Zebra, Vanina y donde Martínez es un
nombre de gato. Por su plasticidad destacan los retratos de Orlando (Orlando fisiculturista, Orlando
agente, Orlando envidioso y Orlando furioso); la serie Quise a Golo no me pregunten por qué, que se repite
por toda la galería y cuyo último cuadro cierra la exposición. También están el Autorretrato de Golo
oliéndose los dedos; Nostalgic Zebra sobre heroína y los autoretratos más denigrantes y perturbado-
res de la historia del arte mexicano: Golo ladrando (con sus variaciones Golo como perro de aguas,
ladrando y con cicatriz en la oreja; Golo ladra en francés y en aleman y Golo con calzones de mujer y ladrando
a cuatro patas).
Ut pictura poiesis. Como la pintura la poesía.
Por lo que toca a las piezas minimalistas, vale la pena observar el misticismo laico del artista
conocido como Golo. Se trata de trazos de una línea, que a la manera de Joan Miró, provocan un
vacío existencial, que no sólo niega a Dios sino que lo niega hasta tres veces. Las que sean nece-
sarias para ganar vida y páginas. El más impresionante de esta serie está en el segundo pasillo
de la exposición. Es un enorme cuadro blanco con un texto descompuesto en insectos. Apenas
unas palabras: Golo no creía en Dios.
Su principal crítico dice que deseaba serlo.
Ut pictura poiesis. Como la pintura la poesía.
Con toda certeza, podemos decir que las piezas más sólidas del artista conocido como Golo
son sus bodegones. Pintados al modo costumbrista, la sorpresa está en los elementos. Veá-
mos algunos de ellos: Piedra de coca, Atari y rubic; Líneas de coca sobre espejo, Atari y pinceles; Ni gato,
ni Atari, ni mechón azul o Puño desmayado con pelos.
El catálogo de las obras del artista conocido por el sobrenombre de Golo que presentamos, es
una muestra más de las preguntas que hoy rondan alrededor de las relaciones dadas entre el
pintor, el mercado y el espectador. Me atrevo a peguntárselas a su curador. Y me atrevo porque
creo que Tryno Maldonado tiene todas las respuestas: ¿Por qué cree que Golo destruyó la obra
de Damián Ortega? Me refiero a las piezas del auto que pendían de un techo ¿En qué se parecen
las relaciones pintor, galerista, crítico y escritor, editor, crítico? Y si pudiera seguir preguntando
diría: ¿Cree que algún día se expondrán las otras piezas de la serie Matezza? ¿Es esta obra una
obra inacabada?
Una última duda. Quisiera saber si Tryno Maldonado cree, con Golo, en la sentencia Ut pictura
Atari, es decir, Como la pintura el Atari. O dicho de otro modo: Como la poesía la fama. Hasta
aquí llego, antes que, como alguna vez me dijo un editor, la exposición se convierta en algo más
vasto que la obra.
Pablo Raphael
136
Nada más al abrir escenas sagradas del oriente se desploman, como desbarrancadero de piedras,
todos los conceptos formales de la técnica poética, pero no del ritmo; porque si algo madura,
mantiene, equilibra y da continuidad a los versos de estos poemas, es el ritmo. Un ritmo de
blues, de rock & roll, de guitarras eléctricas, de tragos de whisky, de bailarinas de salón enseñando
impúdicamente las piernas.
Nacido en mitad de los sesentas (Guadalajara, México, 1965) pero con una resaca transgénica
de décadas anteriores donde el amor y el dinero tenían el mismo peso y los besos de las putas
valían la pena, José Eugenio Sánchez propone una manera agraz de convivir con la poesía: sin
complejos, desnuda, descaradamente expuesta sobre las páginas de este libro, mostrándose
abierta y construyendo un universo sin futuro, sin pasado, absolutamente presente, tangible.
No hay horizonte posible en estos versos. El lenguaje es tan certero (como dardo de congal)
que no nos deja levantar la vista. Se pone delante, justo frente a nuestras narices y no hay ma-
nera de obviarlo, de otear otros cielos, de sosegar la mirada en algún sitio más manso; sólo nos
queda la ironía, el lenguaje riéndose del tópico y un buen sabor de boca al percatarnos de que es
posible la poesía desde el cinismo, la desvergüenza, el desbarajuste.
Physical Graffiti es el nombre del sexto álbum de la banda británica Led Zeppelin. Physical Graffi-
ti es, aquí, una evocación a los años de rock & roll que atraviesan los versos de José Eugenio de
orilla a orilla, salpicados de personajes heroicos (cuando los héroes eran suicidas o le tenían
miedo al agua o mataban tribus enteras y el olor a plomo los excitaba). Agrio terapeuta de
malos hábitos, urbanita (o mejor: urbanoide), sus influencias provienen del western, de Leone,
de Bertolucci, de Bob Dylan, Leonard Cohen, Lou Reed, Tom Waits, y con ellos construye su lírica:
riff.
Sin embargo, si hurgamos con detenimiento, debajo de los solos de guitarra, oculto entre las
escenas cinematográficas, enredado en el sarcasmo, hay, también, cierto presagio de nostalgia
entre los versos de escenas sagradas del oriente; cierta inminencia de soledad que convierte a esta
obra en un peligroso objeto poético empapado en alcohol y oloroso a pólvora enmascarado en
un yo camaleónico donde no es difícil descubrirnos.
Pero la poética del autor no termina aquí. Esconde otro perfil de facciones igual de fascinan-
tes; otra cara que no se lee pero que mucho tiene que ver con ésta leída; otro rostro que se es-
cucha, se visiona. Me refiero a la puesta en escena de sus textos. Porque cuando José Eugenio
interpreta, caracteriza, escenifica sus poemas, resulta inevitable sonreír, conectar nuestros
sentidos a su oralidad, a la fibra de la palabra dicha, a esa otra realidad que se superpone a ésta
tan sólo con la fuerza de la evocación.
José Eugenio Sánchez intenta que su poética rebase los límites de la hoja y se manifieste en sus
otras posibilidades: el teatro, la danza, el performance; y, ciertamente, la poesía cobra una di-
mensión distinta cuando sucede arriba de un escenario.
Ahora, reeditado por Editorial Almadía, y ganador de la x edición del Premio Internacional de
Poesía Fundación Loewe, donde el jurado estaba compuesto por Octavio Paz, Gonzalo Rojas,
Un PeLigroso oBJeto PoÉtico eMPaPado en aLcoHoL Y oLoroso a PóLvoraESCENAS SAGRADAS DEL ORIENTE, DE JOSÉ EUGENIO SÁNCHEZ
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Carlos Bousoño, Francisco Brines, Luis Antonio de Villena, Antonio Colinas, Jaime Siles y César
Simón, escenas sagradas del oriente propone una vez más este viaje donde al final tendremos,
quizás, que preguntarnos (y contestarnos), como lo hace José Eugenio Sánchez en uno de sus
versos:
qué somos
(ni polvo ni nube ni huella de herradura).
Edson Lechuga
lIbRERO
Alberto Barrera TyszkaNació en Caracas, Vene-zuela, en 1960. Es poeta y narrador. Autor de la novela También el corazón es un descuido y del libro de cuentos Edición de lujo, así como de los poemarios Coyote de ventanas y Tal vez el frío. En colaboración con la periodista Cristina Marcano ha publicado la primera biografía documentada del presidente de Venezuela: Hugo Chávez sin uniforme. Una historia personal. En 2006, su novela titulada La enfermedad, ganó el premio Herralde de novela.
Paz BalmacedaNace en Santiago de Chile, en 1983. Estudió literatura en la Universidad Diego Portales. En 2006 recibe la beca Presidente de la Repú-blica, del gobierno chileno, para hacer un doctorado en Barcelona, donde vive actualmente. Hizo las reco-pilaciones Hallazgos y des-arraigos, ensayos escogidos de Mauricio Wacquez (2004) y Textos sobre arte (2005) de Adolfo Couve, ambas para Ediciones Universidad Die-go Portales. Colaboró en la edición de Correr el tupido velo (2009), la biografía de José Donoso que su hija, Pilar, escribió a partir de sus diarios íntimos.
Rodrigo BlancoNació en Caracas, Vene-zuela, en 1981. Es licenciado en letras y maestro en estudios literarios por la Universidad Central de Venezuela. Profesor de la Escuela de Letras de esa casa de estudios. Ganador del Concurso de autores in-éditos de la editorial Monte Ávila, mención narrativa 2005, con el libro Una larga fila de hombres, el cual fue publicado ese mismo año. Ganador del 61 Concurso Anual de Cuentos del diario El Nacional. En 2007 formó parte del grupo de escrito-
res del Bogotá39, en el que se reunió a una muestra representativa de nuevos narradores latinoamerica-nos menores de 39 años. Ese mismo año publicó Los invencibles (Mondadori), su segundo conjunto de cuentos.
Lolita BoschNació en Barcelona en 1970 pero ha vivido en Albons, India y, durante diez años, en la Ciudad de México. Es-tudió filosofía en la Univer-sidad de Barcelona y letras en la unam. Escribe novela en catalán y en castellano a la vez. Cuando termina la primera versión del manuscrito lo corrige en dos documentos distintos hasta que salen dos libros, nunca idénticos, en dos idiomas distintos. Escribe también literatura infantil y juvenil y, recientemente, ha empezado a incursionar en el teatro y en el ensayo.
Alberto Chimal Nació en Toluca, México, en 1970. Debe su fama a cuatro colecciones de cuen-tos tan originales como intrigantes: Grey (2006); Éstos son los días (2004), El país de los hablistas (2001) y Gente del mundo (1998). Ha sido acreedor del premio nacional de cuento San Luis Potosí 2002 y el premio de cuento Benemérito de América 1998, entre otros. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores. Editorial Alma-día publicó el año pasado su primera novela titulada Los esclavos. Su sitio web es www.lashistorias.com.mx
Bret Easton Ellis Nació en Los Ángeles en 1964. Después de participar como tecladista en algunos grupos de rock de su insitu-to, Ellis decidió abandonar el oeste y viajar a Nueva In-glaterra, para estudiar en la universidad de Bennigton,
con el objetivo de desarro-llar una carrera musical. Sin embargo, alentado por sus profesores, durante su último año de licenciatura Ellis terminó la que sería su primera novela, Less than zero (1985). Más allá de Ame-rican Psyco, el lector podrá enterarse de su alocada y a la vez sólida carrera, en la crónica que publicamos en Número 0.
Ignacio EchevarríaNace en Barcelona, en 1960. Ha ejercido la crítica litera-ria durante más de quince años en diversos periódicos españoles y latinoameri-canos, especialmente en El País, colaboración que terminó con un polémico episodio (y su salida del periódico) al haber escrito una reseña negativa a un autor publicado por una editorial de la misma em-presa. Parte de sus críticas están recogidas en Trayecto, un recorrido crítico por la reciente narrativa española (2005) y Desvíos, un recorrido crítico por la reciente narrativa latinoamericana (2007). Por más de veinte años ha ejer-cido como editor, editando las obras completas de autores como Franz Kafka, Nicanor Parra o Elias Canetti, entre otros autores, en la línea de obras completas de Galaxia Gutemberg.
Wendy Guerra Nació en Cienfuegos, Cuba, en 1970. Su primer libro de poemas Platea a oscuras le mereció un premio de la Universidad de la Habana cuando apenas tenía dieci-siete años. Su primera no-vela Todos se van, que tiene su origen en sus diarios de estudiante, fue galardona-da con el premio de novela Bruguera 2006. Además, ha publicado los poemarios Cabeza rapada (1996) y Ropa interior (2008). Ese mismo año la editorial Bruguera publicó su segunda novela,
titulada Nunca fui primera dama.
Leonardo da Jandra Nació en un rancho de Chiapas en 1951. Con la publicación de la trilogía Entrecruzamientos (1986, 88 y 90) editada por Joaquín MortizPlaneta, se convir-tió en uno de los exponen-tes más sólidos y versátiles de la literatura mexicana contemporánea. Entre sus ensayos publicados desta-can: Totalidad, seudototalidad y parte (1991); Presentáneos, pretéritos y póstreros (1994) recientemente reeditada por Almadía con el título de La gramática del tiempo y La hispanidad, fiesta y rito (2005). De su amplia obra narrativa destacamos la trilogía costeña compues-ta por Huatulqueños (1991) Samahua y La almadraba (2008) novela con la que se despide del mar, y el libro de cuentos titulado Zoomorfías (2009).
Edson LechugaNació en Pahuatlán de Va-lle, México (1970). Realizó estudios en la unam, Casa Lamm y en la Universidad de Barcelona. Escritor, narrador oral y profesor de técnicas narrativas. Autor del libro de poesía El Canto de los búhos. Ha incursio-nado en la poesía sonora con el ensamble Poética Shakti. Su primera novela se encuentra en proceso de publicación.
Sandra LorenzanoEscritora y crítica literaria, es “argenmex” por derecho y convicción. Es Doctora en Letras (unam). Actualmen-te es becaria del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Es profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, y se des-empeña como vicerrectora académica de la Univer-sidad del Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en
COlAbORAN EN EsTE NúmERO
diversos medios culturales de América Latina, entre los que destacan la revista ADN Cultura de Buenos Aires, la Revista de la Universidad y Nexos, así como el periódico “El Universal”. Asimismo, es editora del libro La literatura es una película. Revisiones sobre Manuel Puig (México, unam, 1997); de Aproxima-ciones a Sor Juana (Fondo de Cultura Económica, 2005) y de Políticas de la memoria: tensiones en la palabra y la imagen (México / Buenos Aires, 2007). Es autora de Escrituras de sobrevivencia. Narrativa argentina y dictadu-ra, del libro de ensayos Frag-mentos de memoria y de la novela Saudades (Fondo de Cultura Económica, 2007). Actualmente tiene en pren-sa el libro Vestigios que será publicado por la editorial PreTextos de Valencia, España. Durante 2006 y 2007 fue Visiting Scholar en la Universidad de California en San Diego San Diego. Su correo electrónico [email protected]
Pablo RaphaelMéxico 1970. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Ha sido finalista del premio Joaquín Mortiz para primera novela y ga-nador del premio Viceversa de cuento. Su libro Agenda del suicidio recibió el Premio nacional de literatura Gil-berto Owen 2003. Ha sido antologado en Los mejores cuentos mexicanos (Planeta, 1999); Novísimos cuentos de la República Mexicana (fonca, 2005); Grandes hits, nueva generación de narradores mexicanos (Almadía, 2008); así como para la selección Marie Ange Brillaud hiciera para la revista francesa Brèves.
Tereza Riedlbauchová Nació en Praga, República Checa, en 1977. Es licenciada en francés y en lengua y literatura checas y doctora
en literatura checa por la facultad de filosofía y letras de la Universidad Carolina de Praga. Trabaja como lectora de lengua checa en la Sorbonna de París. Ha publicado cuatro libros de poesía: Modrá jablka (2000, Manzanas azules), Podoba panny plá (2002, Semejanzas del llanto de la virgen), Velká biskupovská noc (2005, La gran noche de Biskupov), Don Vítor si hraje a jiné básn (2009, Don Vitor juega y otros poemas). Como poeta se ha presentado también en dis-tintas antologías y revistas de su país, pero también de Eslovaquia, Bulgaria, Fran-cia, Canadá y Bélgica.
Alejandro RoblesEscritor cubano nacido en Alemania. Vivió doce años en la Ciudad de México y se trasladó a Miami. Escribe cuentos y ensayos, y, aunque ignora las leyes más elementales de la televisión, se gana la vida escribiendo programas para este medio.
Enrique Serna Nació en México df el 7 de febrero de 1959. Estudió le-tras hispánicas en la unam. Es ensayista y narrador. Entre su obras destacan Uno soñaba que era rey, Señorita México, El miedo a los animales, El seductor de la patria y Ángeles del abismo; el libro de cuentos Amores de segunda mano y la colección de ensayos Las caricaturas me hacen llorar. En el año 2000 obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura. Ha sido traducido y publicado en Estados Unidos, Francia, Italia y España.
Daniela TarazonaNació en la Ciudad de Méxi-co en 1975. Realizó estudios de doctorado en literatura en la Universidad de Sala-manca, España (1999-2001). Desde 2002 es colaborado-ra de suplementos y revis-
tas de México y España, y ha trabajado como editora, redactora y promotora cultural. En 2006 obtuvo la beca Jóvenes Creadores del fonca. En 2008 publicó la novela El animal sobre la piedra (Almadía), que fue bien recibida por la crítica. En 2009, la editorial Nostra publicó su ensayo titulado Para entender a Clarice Lispector.
Camille de ToledoNació en Lyon en 1976. Su nombre es el seudónimo de un joven autor francés que ha presenciado de cerca algunos de los principales movimientos contracultu-rales de los últimos años. Es autor del libro de ensayo Punks de boutique (Archimon-dain Jolipunk). La entusiasta recepción que el filósofo Pe-ter Sloterdijk hizo del libro, provocó que éste fuera traducido inmediatamente al inglés, italiano y alemán. Almadía se ha encargado de traducirlo por primera vez al español.
Eloy UrrozNació en la Ciudad de México en 1967. Es nove-lista, poeta y ensayista. Actualmente es profesor de literatura latinoameri-cana en la James Madison University, en Virginia. Es autor de los ensayos D. H. Lawrence y James Joyce (1999); La silenciosa herejía: forma y contrautopía en las novelas de Jorge Volpi (2000) y Siete ensayos capitales (2004). Su obra poética está reunida en Poemas en exhibición (2003). En 2008 la editorial Alfaguara publicó su más reciente novela titulada Fricción.
Catalina VargasNació en Cali, Colombia en 1977. Estudió filosofía en Bogotá y Buenos Aires, hizo un master en edición en Madrid, donde trabajó para la editorial 451. Colabora en
varios proyectos cultura-les, editoriales y radiales independientes. Ha publi-cado artículos en revistas académicas y en libros de artista.
J. J. VillegasNació en 1976. Estudió en la Escuela de Biología de la uas. Posee una colección de casi tres mil insectos cuyo registro va elaborando en pequeñas notas. Desde hace diez años escribe un proyecto narrativo que pre-tende abarcar cada una de las especies de su colección para mutarlas en un relato. Tratado de enomología, será publicado próximamente.
Gonzalo ViñaoTiene 33 años. Nació en Morón, Argentina, provin-cia de Buenos Aires, y ac-tualmente vive en Mar del Plata (idéntica provincia, idéntico país). Ha publi-cado cuentos en diversas revistas y ha sido ganador del concurso de narrativa de la asociación Aenigma de las Islas Canarias (2004). Ocasionalmente publi-ca poesía. Actualmente escribe en su blog www.costanegra.blogspot.com
A.D. Winnas Ha publicado poesía, na-rrativa, artículos y reseñas de libros en numerosas revistas literarias y antolo-gías, como Poetry Now, Tule Review, City Lights Journal, Poetry Australia, The New York Quarterly, y The Outlay Bible of American Poetry. Su poesía has sido traducida a ocho idiomas. En el 2004 un poema suyo musica-lizado fue presentado en Tully Hall, Nueva York. En el 2006 recibió el premio PEN Josephine Miles para la excelencia literaria. En el 2007 Presa Press publicó sus poemas reunidos, The Other Side of Broadway: Selec-ted Poems 1965-2005.
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