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REVISTA DE LITERATURA PERIFERICA. Es una publicaciónd Editorial Almadía que nace con el objetivo de abrir espacio y establecer puentes entre autores hispano-hablantes, en particular aquellos que escriben en los diferentes países de nuestro continente, así como de crear vínculos con autores de otras lenguas.La revista se suscribe al discurso periferia-centro como manera de comprender el nuevo espacio público. Esto define su perfil y el tipo de lector al que va dirigida: un lector crítico, que busca conocer las nuevas tendencias de la literatura en el mundo, alternativas distintas a la oferta del mercado editorial.La revista es un compendio de los mejores textos literarios, inéditos en lengua española, que abordan en cada número una temática específica.

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Revista Número Cero · año 2 · número 4 · febrero - abril 2010, es una publicación

trimestral editada por Editorial Almadía S. C., con domicilio en calle 5 de mayo,

número 16-a, Santa María Ixcotel, Santa Lucía del Camino, cp 68100, Oaxaca de

Juárez, Oaxaca · Oficinas en Av. Independencia 1001, cp 68000. Col. Centro, Oaxaca

de Juárez, Oaxaca · Teléfono (951) 516 21 33 · www.revistanumerocero.com · Editora

responsable: Guadalupe Nettel · Número de Certificado de Reserva otorgado por

el Instituto Nacional de Derechos de Autor: 04-2009-050709505700-102 · Impresa

por: Grupo CAZ S. A. de C. V., con domicilio en calle Marcos Carrillo 157, Colonia

Asturias, cp 06850, México, df. Fecha de terminación de la impresión: febrero

de 2010 · ISSN: en trámite.

Este número se realizó gracias al apoyo de Proveedora escolar S. de R.L. y Fondo Editorial Ventura A.C.

Usted es libre de copiar, distribuir y comunicar públicamente lo publicado en esta

revista y/o hacer obras derivadas bajo las condiciones siguientes: Reconocer los

créditos de la obra de la manera especificada por el autor o el licenciador (pero no de una

manera que sugiera que tiene su apoyo o apoyan el uso que hace de su obra); del

mismo modo, al reutilizar o distribuir la obra, usted tiene que dejar bien claros

los términos de la licencia de esta obra, la cual ha sido proveída en los términos de

la figura definida como “Creative Commons Public License”. Alguna de estas con­

diciones puede no aplicarse si se obtiene el permiso del titular de los derechos de

autor. Nada en esta licencia menoscaba o restringe los derechos de autor.

Las opiniones expresadas en los artículos y textos publicados en esta revista son

responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan la opi nión de

Revista Número Cero y sus editores.

EditoresGuadalupe Nettel

Pablo Raphael

RedacciónMaría Fernanda Álvarez

Ave Barrera

Robert Juan­Cantavella

Gastón García

Miguel Ángel Merodio

AsesoresJacques Aubergy

Alejandra Bernal

Mathias Enard

Manuel Gilardi

Jorge Herralde

Leonardo da Jandra

Mario Jursich

Koulsy Lamko

Tryno Maldonado

Guillermo Quijas

DiseñoMercedes Cuetos

Reneé Harari Masri

Asesoría en diseñoAlejandro Magallanes

ArteJuan Antonio Sánchez Rull

Ventas y PublicidadGerardo Carrera Madero

Director general Guillermo Quijas

Asesor LiterarioLeonardo da Jandra

Director literarioMartín Solares

Publicidad y [email protected]

[email protected]

[email protected]

Revista Número Cero Editorial Almadía Proveedora Escolar

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HORA CEROYa decía Montaigne que de todos los desvaríos del mundo, el más aprobado y más universal es

el afán de reputación y de gloria que abrazamos hasta el extremo de abandonar riquezas, descan-

so, vida y salud (bienes efectivos y sustanciales) para ir tras esa vana imagen y esa simple voz

sin cuerpo ni consistencia: la fama. En la mitología romana, la diosa Fama, dotada de un millón

de plumas y de un número equivalente de ojos, era la encargada de extender los rumores y los

hechos de los hombres, sin importarle si estos eran ciertos o falsos, justos o negativos. Por esa

razón no era bien recibida en las tranquilidades del cielo, y al no ser tampoco una criatura infer-

nal, habitaba entre las nubes, provocando desórdenes y malentendidos entre los mortales.

La literatura y sus creadores –salvo muy contadas excepciones– han sido siempre vulnerables

a los sortilegios de esta criatura alada. Cicerón señala con pertinencia que quienes despotrican

encarnizadamente contra la gloria, pretenden en realidad acceder a ella por el hecho de haberla

despreciado y, sin reparos, exigen que sus libros sobre el asunto se publiquen encabezados por

su nombre. Desde el siglo xix a nuestros días, muchos novelistas han relatado con amargura

cómo la ambición de reconocimiento puede acabar con una vida.

En esta entrega de Número 0 hemos decidido plantearnos en voz alta estas preguntas: ¿Cuál

es la relación de la literatura con la fama? ¿Qué papel juegan fama, fortuna y mercado en el deve-

nir literario? ¿Qué distancia hay entre escritores como Nicanor Parra, Salinger o Pynchon frente a

García Márquez, Martin Amis o Haruki Murakami? ¿Quiénes son nuestros nuevos inmortales?

Así, en la entrevista que Paz Balmaceda le hace a Ignacio Echevarría, se devela un planteamiento

que nos permite entender las coordenadas con que la sociedad literaria entiende hoy los rituales

de la celebridad. Sentados en las antípodas, Leonardo da Jandra y Camille de Toledo se encuen-

tran en un extraño diálogo interrumpido por los sobresaltos del correo electrónico y las emocio-

nes contrapuestas que un tema como éste despierta en ambos. Frente al reclamo por la otredad

y las causas colectivas, la mayoría de los textos que presentamos en este número coinciden en

apuntar la íntima relación que se establece entre el individualismo y la fama como la meta más

profunda del yo. Así lo vemos en los cuentos de Daniela Tarazona, Enrique Serna y Gonzálo Viñao;

en la crónica con que Bret Easton Ellis se desnuda mientras pone en evidencia los complacientes

años ochenta y en la reflexión que hace Alberto Barrera sobre la sed de celebridad que, en hertz

y ondas radiales, llevó a un individuo llamado Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela.

Como el culto universal a esta diosa tiene colocados a los escritores en un nicho lejano al altar,

algunos de nuestros autores han decidido hablar de aquellos inmortales cuya presencia global sí

es de este mundo. En los fabulosos ensayos de Alejandro Robles y Catalina Vargas, el lector encon-

trará desconcertantes textos que relacionan a Michael Jackson con Kafka y a Camilo Sesto con

Malher; poemas que apuestan por el placer mundano o la autodestrucción; experiencias visiona-

rias que lo mismo inmortalizan a una zarigüeya que a un boxeador argentino y dos evangelios

que hablan de aquellos mesías cuyos apóstoles (antes mercaderes) buscan desbancarlo todo.

Uno de esos mesías, encumbrado por sus seguidores, aterriza en la ciudad de Los Ángeles, se

emborracha con Paris Hilton y dice que es el hijo de Dios; el otro vivía en Blanes y se llamaba

Roberto Bolaño.

Antes de que el lector comulgue con cualquiera de las opciones, le sugerimos pensar en aque-

llo que decía Samuel Johnson: “el autor que ha alcanzado la fama, corre el riesgo de verla disminuir,

tanto si sigue escribiendo como si deja de hacerlo”.

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C O N T E N I D O

ENsAyO AfINIDADEs

IRRECONCIlIAblEs

Alejandro Robles6

sObRE lA fAmA

Eloy Urroz17

fREsA sAlvAjE

Catalina Vargas22

lA pERsIsTENCIA

DEl DEsEO

Alberto Barrera Tyszka29

pOEsíA

DOs pOEmAs DE

A. D. WINANs

33

sEIs pOEmAs DE

TEREZA

RIEDlbAUCHOvÁ

36

CUENTO

lA llEGADA

DEl REINO

Alberto Chimal43

casting

Daniela Tarazona48

plANO CERRADO

Gonzalo Viñao52

pAyAsO

Rodrigo Blanco58

TEsORO vIvIENTE

Enrique Serna72

A DOs TINTAs

DIÁlOGO ENTRE

CAmIllE DE TOlEDO

y lEONARDO

DA jANDRA

97

Page 5: FAMA

CRóNICA

lA fAmA EN

Lunar park

Bret Easton Ellis108

EN lA mIRA

El véRTIGO DE

lA lITERATURA

INCUmplIDA

Paz Balmacedaentrevista aIgnacio Echevarría114

bAZAR

NADIE: DEsDE El pAís

DE lOs ACTOREs

sECUNDARIOs

Wendy Guerra 124

sAlINGER y lOs

CAjONEs DE

lOs AsEsINOs

Lolita Bosch126

lA fAmA Es mEjOR

sI sE mUERE jOvEN,

jOvEN

Sandra Lorenzano128

lIbRERO

lA vAGA sENsACIóN

DE sER OTRO

J. J. Villegas131

ut pictura atari

Pablo Raphael133

UN pElIGROsO

ObjETO pOéTICO

EmpApADO EN

AlCOHOl y

OlOROsO A

pólvORA

Edson Lechuga136

bIOs138

Page 6: FAMA

6

ENsAyO

AfINIDADEs IRRECONCIlIAblEs

Alejandro Robles

En su novela Brooklyn Follies, Paul Auster refiere brevemente un ilustre episodio

de la vida de Franz Kafka. Muchos lectores de Auster juzgaron la conmovedora

escena como mera invención del ingenioso novelista. El hecho sin embargo

ocurrió. Tuvo lugar en los meses de otoño de 1923; la última primavera de Franz

Kafka sería la del año siguiente; moriría de tuberculosis el 3 de julio de 1924 en

el sanatorio de Kierling, cerca de Viena. Aquella tarde de otoño Kafka estaba

acompañado por Dora Diamant, la joven con la que pasaría los meses finales

de su vida. Transcribo a continuación, no las páginas de Auster, sino las del cé-

lebre libro Dora Diamant, el último amor de Kafka de Kathi Diamant.

‹‹Un día, mientras caminaban por el pequeño parque de barrio, vieron que

una niñita lloraba. Contaba Dora que la criatura “parecía estar completamente

desesperada, así que le hablamos. Franz le preguntó qué le pasaba y entonces

nos enteramos de que había perdido su muñeca. Enseguida inventó él una histo-

ria bastante plausible para explicar la desaparición de la muñeca. ‘Tu muñeca

se ha ido sencillamente de viaje –le dijo–. Lo sé porque me ha escrito una carta’. La

niñita se mostró un tanto suspicaz: ‘¿La llevas contigo?’ ‘No, la dejé en casa por

error, pero la traeré mañana’. Intrigada, la niñita olvidó lo que tanto la había

apenado. Franz fue a casa de inmediato y se puso a escribir la carta. Lo hizo con

la misma seriedad con que escribía uno de sus trabajos y en el mismo estado de

tensión que siempre tenía cuando se sentaba a su mesa. [...] Era un trabajo se-

rio, tan esencial como cualquiera de sus escritos, porque la niñita no debía ser

engañada, sino tranquilizada de verdad, por lo cual la mentira debía transfor-

marse en la verdad de la realidad por medio de la verdad de la ficción”.

“Al día siguiente fue con la carta en busca de la niñita que lo esperaba en el par-

que. Como no sabía leer, él se la leyó en voz alta. La muñeca declaraba que se había

cansado de vivir todo el tiempo con la misma familia y expresaba su deseo de

un cambio de aire. [...] La muñeca le prometía que le escribiría todos los días, lo

que de hecho hizo Kafka, relatándole en cada carta diaria nuevas aventuras que

cambiaban con rapidez, de acuerdo con el ritmo especial de la vida de las mu-

ñecas. Pasados unos días, la niñita había olvidado la pérdida de su juguete real

y no pensaba más que en la ficción que se le había ofrecido a cambio”.

“Franz escribía cada frase poniendo atención especial en el detalle y con una

precisión llena de humor que hacían que la situación fuera totalmente acepta-

ble. La muñeca creció, fue al colegio y conoció a otras personas. Seguía asegu-

rándole a la niñita que la quería y hacía alusión a la complejidad de su vida, a sus

obligaciones, a otros intereses, que de momento no le permitían volver a vivir con

a Julio Arana

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7

ella. [...] El juego duró al menos tres semanas. A Franz lo desanimaba mucho la

idea de tener que poner fin a la historia, porque el final debía ser exactamente

correcto. Debía poner orden en el desorden creado en torno a la pérdida de la mu-

ñeca. Franz dedicó mucho tiempo a la conclusión que daría a la historia y por

fin se decidió por casar a la muñeca. Así describió al joven, el compromiso, los

preparativos de la boda en el campo y después, con gran detalle, la casa de la jo-

ven pareja. ‘Lo entenderás –decía la muñeca a la niñita–, debemos dejar de ver-

nos para siempre’. Franz había resuelto el conflicto de una criatura mediante el

arte, el mejor método que poseía para poner orden en el mundo››.

Kathi Diamant1 usó como fuente el texto de Anthony Rudolf Kafka and the Doll.

La autora asegura además que la sugestiva historia de Kafka y la muñeca via-

jera fue publicada por primera vez en francés en 1952 –casi treinta años des-

pués de la muerte del escritor– bajo el título de Notes inédites de Dora Diamant sur

Kafka. Especialistas interesados en rescatar las cartas del insigne escritor se

sometieron a la intensa búsqueda de la que debía ser ya una anciana, y a la que

Kafka escribiera las consoladoras cartas cuando era una niña. Las pertinaces

búsquedas incluyeron anuncios en los periódicos pero no ofrecieron ningún

resultado.2 Creo, sin embargo, que más allá de las pesquisas y las cronologías lite-

rarias, lo que realmente importa es la increíble sensibilidad y la delicadeza de

Franz Kafka –que estaba ya en la garganta de la muerte– frente al llanto inconso-

lable de una niña. Así, uno de los escritores más originales y brillantes que ha

dado la literatura, se entregó durante tres semanas a la hermosa tarea de escri-

bir cartas imaginarias a una niña desconocida. Lo hizo con la misma precisión

con la que escribió su propia obra, y con la sola intención de salvar a una cria-

tura inocente de la decepción y la tristeza. Y acudió cada tarde, durante tres se-

manas, al parque de Steglitz como el anónimo mensajero de una muñeca viajera

que ni siquiera había visto.

1 La coincidencia de apellidos entre Kathi Diamant y Dora Diamant es meramente casual. Según confiesa la autora fue precisamente ese hecho lo que la impulsó a investigar y a escribir Dora Diamant, el último amor de Kafka.

2 Lamentablemente esas cartas se han perdido. Sospecho que habrían formado una obra ma es­tra, sobre todo si consideramos que Kafka era un profuso escritor de cartas y domi naba como pocos el género epistolar. En el argumento propuesto por Kafka a la niña: la mu­ñeca se ha ido lejos porque se había “cansado de vivir todo el tiempo con la misma familia y expresaba su deseo de un cambio de aire”, Kafka ha destilado su propia historia. Más tarde relata que la muñeca termina casándose y describe con lujo de detalle la boda y la casa en la que viven. También Kafka ha huido de Praga y vive por primera vez con una mujer. En otra ocasión escribe: “Berlín es la medicina contra Praga”.

ENsAyO

Page 8: FAMA

8

Son asimismo célebres los incontables excesos y los desvelos de Michael Jack-

son por ofrecer a los niños –y también a sí mismo– un paraíso infantil impertur-

bable, un reino lleno de diversión y de animales exóticos en el rancho de California

que llamó Neverland. Para nadie es un misterio tampoco que Michael Jackson

tomó el nombre de Neverland en honor a las páginas del escritor escocés James

Matthew Barrie, creador del popular personaje infantil de Peter Pan y de la tie-

rra de Neverland, geografía imaginaria en la que nadie envejece ni muere jamás.

Tal vez valga añadir que, en las precarias condiciones económicas y de salud en

las que Kafka pasa los últimos meses de su vida, durmiendo en habitaciones con

una calefacción inadecuada con los pulmones tuberculosos y con una magra pen-

sión que lo lleva a padecer necesidades que según Dora Diamant hacen que su

rostro se torne “gris ceniza”, su conmovedor gesto frente a esa niña desconoci-

da, vale por todos los excesos del adinerado Michael Jackson. En semejante acto

Kafka entrega todo lo que tiene, sus escasas fuerzas y su alma.

Para llegar a la raíz de los vehementes esfuerzos del astro musical estadouni-

dense por ofrecerle a los niños una infancia feliz, hay que retroceder hasta su pro-

pia y tormentosa niñez. Es bien conocida la terrible relación de maltrato físico

y emocional a la que el padre de Michael Jackson lo sometió cuando era niño y

pertenecía a la agrupación de los Jackson Five. Según Michael Jackson, los hacía

cantar y bailar literalmente hasta desfallecer, y, durante los agotadores e inter-

minables ensayos, blandía siempre en la mano un amenazador cinturón de piel

con el que los azotaba “hasta destrozarlos” si cometían el más mínimo error. En

una entrevista concedida a una cadena de televisión, Michael Jackson declaró:

“Yo corría tan rápido que la mitad de las veces mi padre no podía agarrarme,

lamentablemente la otra mitad de las veces sí, y me golpeaba. No creo que aún

hoy se dé cuenta del terror que le teníamos”. El periodista Roger Friedman en-

trevistó en una ocasión al padre de Michael Jackson, éste cínicamente se atrevió

a declarar que nada había de malo en castigar con severidad a los niños. Fried-

man le preguntó cuál era según su criterio un castigo adecuado para un niño y

el padre de Michael Jackson afirmó: “golpearle la espalda”.

En el caso de Franz Kafka bastaría tal vez con citar algunos fragmentos de la

carta que escribiera a su padre en noviembre de 1919. Kafka tenía entonces trein-

ta y seis años.

“Querido padre:

Me preguntaste una vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo. Como de cos-

tumbre, no supe qué contestar, en parte, justamente por el miedo que te tengo,

AfINIDADEs IRRECONCIlIAblEsAlejandro Robles

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9

y en parte porque en los fundamentos de ese miedo entran demasiados detalles

como para que pueda mantenerlos reunidos en el curso de una conversación. Y,

aunque intente ahora contestarte por escrito, mi respuesta será, no obstante,

muy incomprensible, porque también al escribir el miedo y sus consecuencias

me inhiben ante ti, y porque la magnitud del tema excede mi memoria y mi en-

tendimiento”.

Y también: “Desde muy temprano tú me prohibías la palabra. Te recuerdo

siempre amenazante ‘¡Ni una palabra de réplica!’ y levantando la mano al mismo

tiempo. [...] Y yo adquirí en tu presencia un modo de hablar entrecortado, tar-

tamudeante, y aún eso era demasiado para ti: finalmente me quedé callado, pri-

mero acaso por terquedad y más adelante, debido a que en tu presencia no podía

ni pensar ni hablar”.

Las martirizantes exigencias de su padre son tales que en algún lugar de la

misma carta Kafka escribe: “el mundo quedó dividido en tres partes: una don-

de vivía yo esclavo, bajo leyes inventadas exclusivamente para mí [...] luego, un

segundo mundo, infinitamente distinto del mío, en el que vivías tú, ocupado en

gobernar, impartir órdenes y enfadarte por su incumplimiento; y, finalmente,

un tercer mundo, donde vivía la demás gente, feliz y libre de órdenes y de obe-

diencia.”

Kafka, corroído por el pánico –pan en griego quiere decir todo, y si hemos de creer

en las etimologías, pánico significa todo el miedo–, ni siquiera se aventuró a darle

la carta a su padre, la puso en manos de su madre que tampoco se atrevió a en-

tregársela jamás.

Kafka nunca tuvo notoriedad ni éxito lejos del autoritario y opresor techo fami-

liar y sólo fue escritor para un círculo reducido de amigos y en las pocas horas en

las que no trabajaba como empleado de la oscura Oficina de Seguros Contra

Accidentes de los Trabajadores de Praga. Sin embargo, once meses antes de mo-

rir de tuberculosis en un sanatorio de Kierling, Kafka encuentra por fin la fuer-

za y la resolución para dejar Praga y el hogar paterno. Kafka ha conocido y se ha

enamorado de Dora Diamant, una joven judía de diecinueve años que, con la mi-

tad de su edad, ha abandonado a su familia ortodoxa para vivir por su cuenta.

Años antes Kafka tiene una relación amorosa con Milena Jesenká­Pollak, una jo-

ven de veinticuatro años –casada, pero infeliz– que ha traducido al checo alguno

de sus relatos. Su aventura amorosa con Milena es febril y esencialmente epis-

tolar. Pero Kafka se siente incapaz de continuar con su relación amorosa, se

sien te como “el peón del peón, y por lo tanto una pieza que no existe y por ende

ENsAyO

Page 10: FAMA

10

no puede participar en el juego”. El temeroso Kafka encuentra interminables sub-

terfugios para postergar y no subirse nunca al tren que lo reuniría con Milena en

Viena –esas infinitas postergaciones abundan y son el centro de su obra–. Final-

mente resuelve romper su relación amorosa con ella. “Los dos estamos casados

–le escribe Kafka– tú en Viena y yo con mi Miedo en Praga”. Es sin embargo Milena

quien describe con mayor fidelidad el tierno espíritu de Kafka. Tras su muerte

escribió que Franz Kafka tenía “una delicadeza de sentimientos que limitaba

con lo milagroso”. Esa línea memorable de Milena basta para justificar el singu-

lar comportamiento del escritor ante las lágrimas de la niña que ha perdido su

muñeca.

Todas las pasiones de Kafka son atribuladas, turbadoras y confusas. Se ena-

mora de Hansi Juliane Szokoll, una joven camarera que encarnaba, según su ami-

go íntimo y principal biógrafo Max Brod, el ideal erótico. La joven camarera era

tan dada a los hombres que Kafka llegó a decir de ella que “parecía que batallones

enteros de caballería habían cabalgado sobre su cuerpo”. Max Brod concluye que

Kafka “fue muy desgraciado en esa relación”. Mantiene en otra época una fugaz

relación –más bien infatuación– con la joven suiza Grete Bloch, amiga de Felice

Bauer con la que también se comprometerá y romperá en dos ocasiones. Su tor-

mentosa relación con Felice Bauer –como la que sostuvo con Milena Jesenká­

Pollak– consta en la ubérrima correspondencia que le envía durante años y en la

que el escritor vierte sus agitadas y vacilantes pasiones. En uno de los tantos

sanitarios en los que se ve obligado a recluirse a causa de la tuberculosis, conoce

a la bella Julie Wohryzek pero una vez más la siniestra sombra del padre de Kafka

se interpone y le prohíbe casarse con ella. Sólo la inminencia de la muerte libe-

ra al escritor de todos los obstáculos, y ya moribundo resuelve casarse con Dora

Diamant. Le escribe entonces una carta al ortodoxo padre de Dora en la que le

pide la mano de su hija. El padre de Dora va con la carta de Kafka “a consultar al

hombre que más respetaba”, el “Gerer Rebbe”. El rabino leyó la carta y no dijo

más que una sola sílaba: “No”. Ante los avatares amorosos de Kafka, el escritor

Philip Roth apunta: “Si no hay un padre que se interpone en la vida de Kafka hay

otro”. Misteriosamente todas las relaciones amorosas de Kafka se detienen o

se frustran, y de la dulce Dora Diamant –ya lo sabe el lector– lo apartó trágica-

mente la muerte.

Por su parte, al “rey del pop” se le ha vinculado sentimentalmente con las ac-

trices Tatum O’Neil y Brooke Shields. Se sabe que en 1994 le pidió matrimonio a

Lisa Marie Presley por teléfono –petición tan fantasmal como la pasión puesta

AfINIDADEs IRRECONCIlIAblEsAlejandro Robles

Page 11: FAMA

11

ENsAyO

Juan Antonio Sánchez Rull

Page 12: FAMA

12

en cartas por Franz Kafka– y sostuvo con ella –como con las anteriores– una

relación estéril, ajena a las febriles exploraciones carnales, bañada sólo por la

pureza de los idilios platónicos. En 1999 el cantante contrae matrimonio con De-

bbie Rowe, pero se trata exclusivamente de una formalidad, pues Debbie Rowe

sería la madre de los hijos a los que Michael Jackson daría su paternidad. Innece-

sario reiterar que si las relaciones de Jackson eran meramente platónicas, las de

Kafka eran sobre todo epistolares.

Tal vez esos tres hechos íntimos –la ríspida relación de ambos con su padre,

el extraño carácter de sus pasiones amorosas y la devoción que sentían por los

niños– basten para emparentar las vidas de Franz Kafka y del afamado cantante

estadounidense. A muchos puede parecer baladí el anhelo de conjugar existen-

cias tan disímiles, equiparar las frivolidades de una fulgurante estrella del pop y

la gravedad de un escritor con una existencia sombría y umbrátil. Pueden escan-

dalizarse ante la osadía de emparentar dos figuras tan diametralmente opues-

tas –uno canta y baila para las multitudes, el otro escribe para una reducida

elite–, y argüir, en suma, que las afinidades entre ambos no son más ostensibles

que las diferencias. Pero Michael Jackson no sólo tiene afinidades con la vida de

Kafka, sino también con sus sórdidas y agónicas pesadillas literarias.

Kafka toleró los tenaces conflictos con su padre y extrañamente declaró que

de las asperezas y desavenencias con el hombre que lo menospreció y lo tirani-

zó hasta 1922 procedía toda su obra. Tal vez por esa razón, en su estudio Kafka: por

una literatura menor, Felix Guattari y Gilles Deleuze, aseguran que Gregorio Samsa

se convierte en cucaracha para huir de su padre. No es difícil conjeturar a su vez

que Michael Jackson se transforma a sí mismo para huir de su padre. En progre-

sivas mutilaciones quirúrgicas, Michael Jackson borra de su rostro y de su cuerpo

hasta el más mínimo rasgo de semejanza física con su padre. Si Kafka no necesi-

ta convertirse en cucaracha es porque su padre ya lo trata como una cucaracha;

Jackson, en cambio, recurre a la cirugía para dejar de sentirse como tal. Qué ma-

yor tributo a La metamorfosis de Kafka que las sucesivas y constantes metamor-

fosis a las que se somete el cantante. El filósofo francés Jean Baudrillard lo

describe como un “mutante solitario”. En su libro La transparencia del mal, Bau-

drillard escribe: “se ha hecho rehacer la cara, desrizar el cabello, aclarar la piel,

en suma, se ha construido minuciosamente: es lo que lo convierte en una cria-

tura inocente y pura, en el andrógino artificial de la fábula”. Según Samm Brown,

antiguo director musical de Michael Jackson, hasta la voz débil e infantil del

astro del pop, esa voz lánguida y casi femenina con la que solía hablar en públi-

AfINIDADEs IRRECONCIlIAblEsAlejandro Robles

Page 13: FAMA

13

co era totalmente impostada. Como si se doblara a sí mismo en un film, adop-

taba falsamente tonos pálidos al hablar cuando su voz era en realidad grave y

musculosa.

En sus recurrentes visitas al quirófano Jackson subvierte nuestra noción de gé-

nero, trastorna nuestro hábito de calificación, rompe las serenas normas de la

naturaleza para engendrar el desorden, lo híbrido y lo discordante. Guiado por

el anhelo quimérico de encarnar la perfección, termina refugiándose en lo mons-

truoso. No en balde, el cantante ofreció al hospital londinense que conserva el

esqueleto deforme de Joseph Merrick (apodado “El hombre elefante”) la suma

de un millón de dólares para obtener la extraña reliquia ósea y conservarla entre

su caprichosa memorabilia. Lógicamente el hospital londinense declinó su mi-

llonaria oferta.

Las constantes metamorfosis a las que se somete Michael Jackson terminan por

liberarlo de los límites de la raza y el sexo. Tan acusada es su indeterminación

física que ha llevado a algunos entusiastas a generar bromas con hálito teoló-

gico que ironizan con la supuesta grandeza del ídolo del pop: Si Dios no es ni

blanco ni negro, ni hombre ni mujer, entonces es Michael Jackson. El cantante

sólo anhela huir de su padre y dejar de sentirse como una cucaracha; contradic-

toriamente acaba encarnando al monstruo, al “bicho”, palabra que funciona como

recipiente vacío destinado a hospedar cualquier contenido y cualquier significa-

do, incluso el de una cucaracha. La cucaracha, ninfa entre todos los insectos, que

si bien no es Dios está apta para resistir los devastadores embates de una bomba

atómica.

Ni siquiera la muerte era capaz de poner freno a su anhelo de transformación

o a su fascinación –su obsesión– por el quirófano, pues según la información que

llegó a muchos periódicos con su respectiva dosis de escándalo, el cantante le

manifestó al doctor Gunther von Hagens su deseo de que lo sometiera a una

cirugía post mortem, y que preservara su cuerpo mediante el método que el fa-

moso y controversial galeno ha llamado “plastinación”. A semejanza de los anti-

guos grabados anatómicos de Andreas Vesalius en los que el cuerpo con todos

sus músculos y arterias al descubierto parece vivo y animado, el doctor Gunther

von Hagens expone la carne de sus cadáveres y muestra la compleja maqui-

naria humana en las tres dimensiones del espacio. Como es lógico, Jackson

no podía resistirse a la tentación de quedar “plastinado” y eternizado en uno de

los cadáveres escultóricos de Gunther von Hagens o del Doctor Muerte, como

ha sido bautizado irónicamente por los medios.

ENsAyO

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14

Recientemente se ha sabido también que el fabricante de gemas Dean Van-

den Biesen, fundador de LifeGem y que posee la patente de extraer carbón de los

cabellos, transformarlos en cristales y más tarde en diamantes de laboratorio

de alta calidad, anunció que pensaba hacer una edición limitada de diez diaman-

tes con el cabello de Michael Jackson. En 2007 LifeGem produjo tres diamantes

con mechones del cabello de Beethoven que fueron vendidos a un costo de

200.000 dólares. Los caprichos y las fantasías del fetichismo no tienen límites.

De fabricarse esas piedras preciosas se trataría de la última metamorfosis del “rey

del pop”. Paradójicamente serían diamantes hechos con los cabellos que Mi-

chael Jackson se alisaba y por los que sentía, evidentemente, una profunda

aversión. Aún así, no dudo que los diamantes se fabriquen y menos que se ven-

dan a un precio exorbitante.3 El último amor de Kafka fue Dora Diamant –literal-

mente diamante en alemán, la lengua en la que escribía Kafka– hecho que nos

da licencia para afirmar que fue también su gema, su piedra preciosa; la última

forma que asumirá Jackson será literalmente la de un diamante.

Kafka fue un límpido redactor de sórdidas pesadillas, en su novela El proceso,

Josef K. es apresado sin saber de qué se le acusa y ni siquiera logra enfrentarse al

invisible tribunal que lo juzga. Por su parte Michael Jackson es llevado a juicio

acusado de inciviles y perversos delitos que según se ha sabido recientemente no

cometió. Irónicamente fue precisamente Neverland, su idílico paraíso infantil,

el escenario de los supuestos abusos que lo incriminaban. Sin embargo, tras la

trágica desaparición del cantante, Jordan Chandler, el niño que lo acusó en 1993

de pederasta, declaró que tales imputaciones eran falsas, y que fue obligado a

mentir por exigencia de su padre.

En las paginas de El proceso de Kafka abundan rasgos escalofriantes y porme-

nores de pesadilla: el techo de la sala de audiencias es tan bajo que los asistentes

que repletan el salón parecen jorobados, y algunos llevaban consigo almohado-

nes para no lastimarse la cabeza con el cielo raso. Resumo ahora –y sé que en

AfINIDADEs IRRECONCIlIAblEsAlejandro Robles

3 Tales excesos fetichistas recuerdan el caso de la niñera de G. K. Chesterton. Es sabido que Chesterton alcanzó cierta notoriedad en vida. Existen poderosos rumores que aseguran que la niñera del escritor se dedicaba a venderle a sus fervientes lectores, dorados me­chones de cabello que conservó cuidadosamente y que ella misma le había cortado a Ches­terton cuando era niño. Los mismos rumores aseguran que vendió tantos cabellos como para rellenar va rios almohadones, lo que hace sospechar que la fuente de suministro de sus cabe­llos, no era la cabeza de Chesterton, sino las populosas peluquerías de Londres.

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cada resumen algo precioso se pierde– el breve relato que Kafka tituló Ante la

ley: Un hombre llega ante la puerta de la Ley que es custodiada por un guardián

y pide ser admitido en la Ley. El guardián le niega la entrada y le advierte que

adentro no hay una sola sala que no esté defendida por un guardián, cada uno

más fuerte que el anterior. Ya el tercero tiene un aspecto que ni siquiera el pro-

pio guardián puede soportar. El hombre no había previsto tales dificultades

para alcanzar la Ley, pues piensa que la Ley debe ser accesible en todo momento

a todos los hombres. Intenta muchas veces ser admitido y fatiga al guardián con

sus peticiones, pero éste siempre acaba diciéndole que no puede pasar todavía.

El hombre que se ha equipado de muchas cosas para su viaje, se va despejando

poco a poco de todas sus pertenencias para sobornarlo. El guardián las acepta

para que el hombre no sienta que ha omitido algún esfuerzo, pero le niega la en-

trada. Pasa los años sentado en un banco junto a la puerta ante el guardián sin

poder entrar. Ya en la vejez se debilita y se le nublan los ojos. Sólo percibe un vago

resplandor que fluye inmortalmente de la puerta de la Ley. Está agonizando y a

punto de morir y se hace una sola pregunta. Como no puede incorporarse le hace

señas al guardián para que se agache. Cuando está cerca de él le dice: “Todos se

esfuerzan por la Ley. ¿Será posible que en los años que he esperado nadie haya

querido entrar sino yo?” El guardián comprende que el hombre va a morir y le

dice: ”Nadie ha querido entrar porque esta puerta estaba destinada sólo para ti.

Ahora voy a cerrarla.” No es difícil imaginar la pesadilla que vivió Michael Jack-

son durante su terrible proceso, postergado ante la puerta de la Ley. Así, el pa-

raíso artificial y su lujosa mansión en el rancho Neverland, se convierten tras

de su proceso en el inaccesible y distante El castillo de Franz Kafka. El paraíso de

Neverland se transformó en el infierno que perfeccionó su ruina.

Desde entonces al “rey del pop” no lo honraban las multitudes, sino el aislamien-

to, la soledad y el vicio. En los últimos meses de su vida, Kafka se sume en la

redacción de un denso, exquisito y perturbador relato: La madriguera. Un animal

con un agudo sentido del peligro, edifica su vida en torno a la idea de generarse

seguridad y serenidad. Con dientes y uñas construye un complejo e intrincado

sistema de cámaras subterráneas y corredores destinados a proporcionarle la

tranquilidad y el aislamiento que tanto desea. Pero aún apartado y oculto, el ani-

mal siente temores que “tal vez sean iguales que las inquietudes a las que da

lugar la existencia en el mundo exterior”. El relato, cuyo final se ha perdido, con-

cluye en el instante en que el animal está atento a lejanos ruidos subterráneos

que le hacen “suponer la presencia de la gran bestia”. Aislado del mundo exterior

ENsAyO

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16

y lejos de Neverland, la tierra en la que nadie envejece y muere jamás, Michael

Jackson falleció a causa de una dosis letal de Diprivan el 25 de julio de 2009.

A Franz Kafka –como a Michael Jackson– le dimos una vida breve, la enferme-

dad, la angustia, la relación tormentosa con su padre, la desdicha amorosa y la

soledad, la pesadilla y el temor, todo lo demás se lo debemos todavía.

AfINIDADEs IRRECONCIlIAblEsAlejandro Robles

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Sobre la fama y otras inquietudes que me atormentan los domingos por la mañana cuando

estoy de ocioso y no escribo mis obras inmortales, disquisición ontopatológica de sumo

interés para todos los mortales que me leen.1 Esta exégesis fue asimismo conocida

en todo el orbe por el título de Fame, remember my name, o en español: Mi fama, tu

fama y la fama de Obama. Ahora bien, entrando ya en materia, ¿podemos hablar

acaso de la fama, de mi fama o de la fama de Obama? No tengo idea francamen-

te y no saberlo es ya una pésima broma, por no decir una reverenda (y cándida)

estupidez. Deberías saberlo, argumentarán los irónicos, los escépticos, los nihi-

listas con toda razón y/o sinrazón. Pero yo respondo: ¿quién diablos cree en se-

rio en la fama que tenga dos dedos de cerebro y no se llame Warhol, Cleopatra o

Salinas de Gortari? Nadie cree en la fama y muchos, no obstante, matan por ella,

incluyendo los que la desdeñan: sean los que la tienen o los que no la tienen. Pero,

¿de verdad todos la desean?

He comenzado mal; no he dicho maldita cosa.

No he dicho nada porque no sé nada sobre el tema.

Lo intentaré de nuez.

Veamos.

El otro día vi un mapache (¿o era una zarigüeya?) atropellado, aplastado en el

camino que me lleva de mi casa a la Universidad donde enseño, y pensé de inme-

diato en la fama o infamia de la pobre zarigüeya. De hecho, primero pensé en el

“ser” de la zarigüeya. ¿Qué significa “ser”? Por lo pronto algo inteligí mientras con-

ducía mi Jaguar azul último modelo: “ser” significa todo aquello que haya dejado

de estar en este mundo, el único planeta que conozco. Nada más. Nada menos.

La zarigüeya o mapache o armadillo destrozado por algún auto ya no es ni será,

y yo sí soy, mas en breve no seré... y he aquí justo la simetría entre los dos. Exacto.

Un día no seré, lo mismo que la zarigüeya o mapache muerto. Pura cuestión de

tiempo.

Pero, ¿qué tiene que ver esto con la fama?

Muchísimo.

En el Libro del desasosiego, biblia que leímos siendo jóvenes Jorge y yo, Bernar-

do Soares decía algo maravilloso sobre la fama o sobre la estupidez de la fama

o sobre el futuro de la fama o sobre la imaginación del que imagina la fama, no

recuerdo bien. La verdad no tengo el libro más triste del mundo a la mano. La

verdad es que, aunque lo tuviera, no echaría mano de él ni buscaría el fragmen-

sObRE lA fAmA y OTRAs INQUIETUDEs QUE mE ATORmENTAN lOs DOmINGOs pOR lA mAÑANA CUANDO EsTOy DE OCIOsO y NO EsCRIbO mIs ObRAs INmORTAlEs

Eloy Urroz

ENsAyO

para Inocencio III

1 Los inmortales (incluido Borges) están, por supuesto, exentos de leerme; todos los demás, no.

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to donde habla de la fama pues casi todo mi libro de Soares está marcado de

colores y por lo mismo sería insensato ponerme a indagar dónde diablos decía

Soares lo que escribió sobre la fama cuando podría más o menos (si lo intento)

recordarlo. Soares escribía, creo, que la idea de la fama era sólo una suerte de

grato sentimiento, el placer que da imaginarse ahora mismo la fama de mañana

cuando ya no estés más en la Tierra. Para Soares la fama póstuma no tiene

ninguna razón de ser porque no pertenece al día de hoy, al presente. En otras

palabras: ¿qué importancia tiene nada cuando ya no eres, cuando ya no estás?

La fama es, para Soa res, un contrasentido... como la Historia con mayúscula...

y Popper ya había dicho que la Historia no existe y Dennett, a su vez, que Dios

no existe, y Buda que el “yo” no existe, y Spinoza que el Mal no existe, y Echeve-

rría que su madre no existe, y Urroz que el hoy no existe, pero que sí existe el

mañana.

Aunque queda claro hasta aquí que la fama póstuma es una pura incongruen-

cia, lo cierto es que, a pesar de todo, hay, repito, una prueba material y palpable

a favor de la fama póstuma: se trata de la orgásmica sensación presente (con-

tante y sonante) de sentirse simplemente famoso, el solaz que produce ahora

mismo el espejismo de imaginarse lo que implicaría ser famoso en cien o mil años.

Eso sí es muy grato... al menos para algunos.

Pero hay otros, claro, que refutan esto: aquellos envidiosos que consiguen no

imaginarse nada, que logran no imaginarse famosos y seguir sintiéndose, a pe-

sar de ello o por ello, igual de bien ahora mismo que lo saben y lo asumen. Siempre

ha habido esos ruines envidiosos; aquellos que incluso se sienten súper felices

de aceptar hoy que no serán famosos cuando mueran y no les quita el sueño ni

tantito. Digamos que les da, de paso, una enorme tranquilidad, un infinito repo-

so póstumo. ¿Seré uno de ellos? ¿Acaso querría serlo?

–Pero no seas envidioso, hombre –me interrumpió Obama desde su poltrona

en Cancún–. Acepta que no serás jamás famoso... ni ahora ni mañana ni después

de muerto, y yo, en cambio, sí seré famoso por muchos siglos... hasta el fin del

mundo... y eso es muchísimo.

–No tanto –lo interrumpió la joven astrónoma–. Espéreme tantito y le explico,

señor Presidente del Mundo.

Sentada en esa playa de arenas mullidas donde nos encontrábamos los cinco

tomando el sol, la joven astrónoma hablaba a la cámara de Discovery Channel

mientras cogía un puñado de arena y explicaba con elocuencia cómo en su mano

tenía más de un millón de granos de arena, los cuales a su vez consistían (cada

sObRE lA fAmAEloy Urroz

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uno de ellos) de billones y billones de partículas llamadas átomos y éstos a su vez

consistían de millones de protones, electrones y protones y éstos a su vez de mi-

llones de quarks. Luego añadió que nuestra Galaxia y sus estrellas son apenas del

tamaño de uno de esos imperceptibles e imposibles quarks y que por tanto cada

grano de arena de cada una de todas las playas del mundo no sería sino otro Sis-

tema Solar, es decir, una infinitesimal parte del tamaño del Universo.

–O sea que somos muy pequeños, Barack, te lo dije –le reproché gallardo desde

mi hamaca–. Somos tan pequeños que no pintamos, tan exiguos que no existi-

mos. Serás el tipo más famoso del mundo y sin embargo tu fama no es ni siquie-

ra del tamaño de un grano de arena, ya no digamos de un átomo de ese grano de

arena. ¿Lo ves? ¿Columbras esta playa, esta suave arena dorada y sus billones

de billones de granos de arena?

Palou, Volpi, Obama y yo no dejábamos de debatir acaloradamente con la jo-

ven astrónoma en la playa de Cancún entre docenas de niños alborotados, sol,

tangas, piñas coladas, gringos jugadores de volibol, hospitalarios meseros yu-

catecos y esposas enfrascadas (¿abnegadas?) en nuestros más recientes nove-

lones y sesudos ensayos literarios. El tema de nuestra conversación calcinaba:

¿quién te lee, cuántos te leen, a quién le importa lo que escribes, vale la pena

seguir escribiendo, para qué escribimos, etcétera, etcétera? Típica cháchara del

típico grupito de amigos típicamente novelistas desesperados porque los lean

los típicos o atípicos lectores, los que sean... carajo... pero que me lean.

Y yo confesé de pronto, tras darle un largo sorbo a mi margarita con amareto

y sal, que me encontraba últimamente muy deprimido en Charleston...

–Pero, ¿por qué, Eloy? –preguntaron mis famosos amigos al unísono poniendo

unos falsos ceños apesadumbrados pues todos estaban muy contentos, claro,

menos yo.

–Porque sé que no me leen ni me leerán en otras galaxias, porque soy infini-

tesimalmente inexistente. Porque soy como la zarigüeya.

–¿La zarigüeya que brilla en la gruta de la novela de Nacho? –preguntó Jorge

espantado.

–No, no, la zarigüeya que vi aplastada en el camino a mi Universidad el otro

día en Charleston. No sé si era zarigüeya, mapache, armadillo o castor, pero de-

finitivamente no era una ardilla; era más grande y mucho más fea...

–Pero si estaba aplastada, ¿cómo sabes que era fea, Eloy? –me preguntó Obama

en español poniendo sumo interés en el tema y aplazando lo del Universal Health

Care para después de la Navidad, en enero o febrero del 2010. (Esas menudencias

ENsAyO

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siempre pueden esperar un rato; de cualquier forma, siempre hay enfermos que

de todos modos morirán.)

–No lo sé –respondí–, simplemente lo supongo: eran puras tripas, sangre y sesos

en mantequilla negra desparramados en el suelo. Por eso digo que era tan fea.

–¿Como Anna Karenina? –dijo Pedro.

–Igualita, sí.

–¿Y qué con ella? –preguntó Obama confundido o enfadado.

–¿Con Anna?

–No, con la zarigüeya .

–Que la zarigüeya ya no es, que está muerta, ¿se dan cuenta?, que ya nadie se

acuerda de ella y así yo también un día no seré, estaré muerto, aplastado, bajo

tierra o cremado, who knows? ¿Comprenden el horror, el vacío?

–Eres retorcidamente barroco, Eloy –dijo Jorge.

–Eso es un pleonasmo, Jorge –dijo Obama.

Pedro intercedió:

–Pero si te pones a escribir con pasión sobre la zarigüeya como hizo Nacho,

sobre su misión en la Tierra y su trágica muerte en Charleston, la conseguirías

hacer famosa, perduraría como Anna Karenina y tú te reivindicarías como autor

de genuinas obras inmortales…

–Eso intento –dije alicaído sin tocar mi margarita.

–¿Pero no entiendes, Pedro? –le replicó Volpi volcando su Herradura reposado

en la arena atómica–. Aunque Eloy hiciera famosa a la zarigüeya, tal y como lo ha

conseguido hacer Nachito, su fama póstuma sería por lo demás relativa en el

Universo Infinito aparte de precaria pues, ya lo dijo con tino la astrónoma, nadie

leería sobre la pobre zarigüeya atropellada en otras galaxias... ni siquiera en

este Sistema Solar... ni en Andrómeda ni en Alfa Centauro y saberlo es ya franca-

mente deprimente, ¿no creen?

–Sí –dijo Obama–, francamente deprimente. Hasta me quiero suicidar.

–No puedes –dijo la astrónoma–, primero debes arreglar lo de Irak y Afganis-

tán, enderezar la crisis financiera mundial y reformar el sistema de Health Care de

los Estados Unidos. Luego ya haces lo que quieras.

–¿Entonces nada tiene sentido? –pregunté anonadado, iluminado.

–Nada –dijeron mis amigos ultrafamosos–. Sólo la fama, nuestra fama, el ser

cada día más y más famosos hasta que no nos demos cuenta de nada. Es como

la Coca­cola, las papas fritas o las donas: te empachas y te olvidas de todo lo

demás.

sObRE lA fAmAEloy Urroz

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ENsAyO

–Perdonen, muchachos, pero tampoco tiene sentido su fama –insistió la astró-

noma–. ¿Acaso se acuerda alguien de Cepillín, de Pelayo, de Capulina, de la India

María o del tío Gamboín? ¿Alguien ve sus películas o sus programas de televisión?

¿Verdad que no? Ya casi nadie se acuerda de ellos y pronto nadie se acordará del

Chavo del Ocho. La vida pasa volando y los seres humanos olvidamos porque

somos breves, diminutos.

–De mí siempre se acordarán los niños de México –saltó el Chapulín Colorado

tirándonos arena en los rostros, bastante enfadado del comentario de la astró-

noma inglesa que evidentemente veía las cosas desde otro ángulo o bien sim-

plemente veía con astronómica perspectiva.

–Pero si tú no eres el Chavo, tú eres el Chapulín –arguyó Pedro que distinguía

bien entre uno y otro, pues llevaba sus lentes puestos ese mediodía.

–Es lo mismo –dijo éste socarrón–, somos el mismo, somos lo mismo, ya lo

dijo Parménides, Plotino y luego Giordano Bruno que murió en la hoguera por

hocicón.

–¿Y qué llevas bajo el brazo, Chapulín? –pregunté yo, perplejo, bajo el sol.

–Tu libro, Fricción –respondió el Chavo poniéndose colorado–, y me está gus-

tando muchísimo. Eres un chingón, Eloy.

–¿De veras? –pregunté lleno de emoción, arrebolado.

–Sí. Escribes mejor que Cervantes.

–¿Miguel de Cervantes Saavedra? –inquirió Volpi alarmado.

–No –dijo el Chapulín o el Chavo, que es lo mismo para el caso–. Don Crispín Cer-

vantes Hernández, el viejo conserje de mi edificio, que le da por escribir a ratos.

–Ufff –suspiró Pedro aliviado.

–Mira, Eloy –concluyó la astrónoma untándose bronceador frente a nuestras

narices–: tal vez Fricción no lo lean en Mongolia, Túnez, Finlandia, Namibia, Yemen,

Jakarta, Barbados, Honduras y Madagascar, pero puede que con algo de suerte

y a pesar de todo, tu fama póstuma se extienda por todas las galaxias y confi-

nes apartados del universo, y consigas así ser mucho más famoso que nuestro

amigo Barak Obama. Es cosa simplemente de que lo sientas ahora mismo, Eloy,

es cosa de que te lo creas en serio y lo vivas en carne y hueso, de que te enfoques

noche y día como hacen Volpi, Padilla y Palou. Con eso sobra y basta. Ya verás que

en una de ésas lo consigues y se te quita la depresión.

(Continuará en el 2310, en el número que nuestra revista dedicará al Quinto Centenario

de la Independencia de México y Cuarto Centenario de nuestra Primera Revolución Mexicana.)

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ENsAyO

fREsA sAlvAjE

Catalina Vargas

El escenario es primaveral pero se opone a la ternura. La expresión fresa salvaje

provoca tropiezos, abre una pista de aeropuerto por donde despegan pensa-

mientos a gran velocidad y desaparecen detrás de las nubes. Hay oculto en esta

imagen un mundo paralelo. Hay hermetismo afincado. Estamos ante un mensaje

encriptado: un calificativo que, por cierto, remite a la muerte. Ésta es mi sospecha.

No recuerdo las ocasiones en que tuve oportunidad de escuchar el tema de

Camilo Sesto en mi infancia. Si se deslizó por mis oídos, no me percaté. Que mi

memoria me permita recapitular, escuché la canción por primera vez bailando

con un novio que se sabía la letra y que la acompañaba haciendo una graciosa

pantomima. Me simpatizó el gesto, también me pareció breve. ¿Qué me decía su

manera de bailar esa canción? Tuve el impulso de repetir el momento para obser-

var por más tiempo la escena y descubrir su secreto. Algo se había introducido

en su alma, su mirada la desviaba, o mejor, la intercalaba con miradas intensas

dirigidas a una multitud representada en mi propio cuerpo. Todo un performance.

Sus labios me canturreaban el coro pero, por algún extraño motivo, no me sentí

aludida.

Escuché el tema de nuevo hace pocas noches con un grupo de amigos entre

los cuales estaba Zeca, un teatrero brasilero de cincuenta años y autor del libro

Iniciación al Candomblé. Estábamos en el bar San Moritz, un lugar de culto bohemio

con fama de ser un desnucadero del centro bogotano. Pues bien, entre múltiples

rondas de cervezas sonó la canción de Camilo. Como llevados por un extraño

encantamiento, nos pusimos a bailar de manera extravagante atrayendo las mi-

radas de los clientes e incluso provocando la grabación de la escena por parte

de un desconocido. Al terminar la improvisada ceremonia, tuve el acierto de so-

licitar una copia del video. Recibí el registro unos días después: este performance

sí lo he observado varias veces. En esta sucesión de imágenes encontré algunas

claves para comprender este misterio.

En el video original de Fresa salvaje, Camilo aparece con un overol ceñido y una

camisa de flores de cuello ancho. Su atuendo es sensual, aunque tiene algo ani-

ñado que no permite que el lenguaje de la seducción fluya. Cuando introduce

la canción explica, con una entonación precisa y cautivadora, que proviene de un

lp que acaba de grabar en Londres. Me llama la atención cómo dirige su mirada

hacia el piso en los intermedios entre oraciones, imitando un gesto de pausa y

ocultamiento, desviando coquetamente sus ojos de la cámara. El pudor en pú-

blico –pienso– tiene su gracia, así sea fingido. A pesar de los gritos de las fans,

no puedo evitar sospechar de su pose: ¿qué oculta Camilo?

No cantaba para obtener algo, sino porque me gustaba.

Pero siempre obtenía algo.

Camilo Sesto

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La referencia londinense me recordó el tema de Strawberry Fields de los Beat-

les que por mucho tiempo me pareció el ejemplo paradigmático de hermetismo

musical. De hecho, lo utilicé a los quince años en mi anuario de colegio amoldan-

do sus sentencias abiertas a mi interpretación adolescente de la vida. I mean, it

must be high or low: puede ser cualquier cosa, pero lo más seguro es que sea algo

de suma importancia. El video de los Beatles muestra varios escenarios noctur-

nos interrumpidos por primeros planos de las miradas de cada uno de los inte-

grantes de la banda. Unas miradas penetrantes y directas se funden en otras

desviadas provocando una continuidad de estados anímicos indescriptibles. Living

is easy with eyes closed, it’s understanding all you see. A pesar de sus recurrentes para-

dojas se trata de una lírica que nunca aburre, uno queda atrapado en su enigma.

El video parece explicar la letra por momentos, pero también excita la confusión.

Recuerdo haber leído que era una especie de homenaje fúnebre al verdadero

Paul McCartney quien se especula murió hace muchos años en un accidente

automovilístico. De hecho, la larga pausa al final del texto lírico es una pausa

elegiaca...

Sólo después de esa noche en el San Moritz supe que el tema en cuestión era

de Camilo Sesto. Hasta ahora su nombre no me decía mucho, tal vez me des-

pertaba un imaginario de la cursilería española, tal vez me remitía a ideas mo-

nárquicas de un pasado remoto. Bajé la canción del Internet, también la letra,

observé el video y leí la autobiografía en su poco estimulante página personal.

Me enteré de los rumores que rodearon su vida y tuve noticia de sus extrava-

gancias. Varias veces se ha hablado de su muerte, pero entre chistes el cantante

aclara que eran rumores de la prensa, o crueles deseos colectivos. Estas ocurren-

cias mediáticas no dejaban de parecerle reprochables a Camilo pues agobiaban

tremendamente a su guapísima hermana (parecida según él a Romy Schneider),

quien recibía cada tanto llamadas suyas del más allá confirmando que estaba

vivo. También se ha gastado mucha tinta en especulaciones sobre su relación con

sectas satánicas, o sobre su relación con el diablo, que no es lo mismo. Para dar

puntadas locales sobre el retrato, en Colombia cuenta con un club de fans radi-

cado en Pereira: no sé qué pueda implicar esto exactamente, pero lo del amor de

provincia siempre tiene algo de intranquilizante.

El hermetismo de la canción y del cantante me condujo a evaluar con serie-

dad la posibilidad de un pacto con el demonio. Concluí demasiado pronto, hur-

tando licencias literarias, que este personaje era una versión actual de Dorian

Gray. Las imágenes de uno de sus últimos conciertos en Viña del Mar –donde lo

ENsAyO

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fREsA sAlvAjECatalina Vargas

Juan Antonio Sánchez Rull

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acompañan unas coristas rubias vestidas del patente color rojo fresa– son de

impresionante perfección: ni una sola arruga, ni un movimiento improvisado, ni

una mirada a la cámara. La concentración del cantante está cien por ciento en

su supuesto público, en su maravilloso público invisible. Todo es exacto; y sin em-

bargo, si se siguen las gesticulaciones del artista se descubre, detrás de su oreja,

un bulto de piel colgante probablemente resultado de múltiples cirugías plás-

ticas. ¡Qué descuido! Pero bueno, más allá de su lucha de bisturí contra el tiem-

po, que resulta reprochable en algunos contextos, lo que más me convence de la

naturaleza vampiresca del cantante es su permanente autoreferencialidad y su

postura fáustica: su fastidiosa disposición a la eternidad.

Comienzo por argumentar algunas de mis conclusiones, todavía arbitrarias,

con esta cita de su autobiografía:

Recuerdo un párrafo de Bruno Walter, el más destacado discípulo de Mahler, que me

impresionó tanto cuando lo leí que lo anoté en un cuaderno. Cuenta el director de

orquesta una visita que hizo al compositor bohemio en 1896. “Cuando, camino de su

casa, levanté los ojos hacia las cumbres de los Alpes, cuyas abruptas paredes for-

maban detrás del encantador paisaje un amenazador telón de fondo, Mahler me dijo:

‘No tiene usted necesidad de mirar: yo he puesto todo eso en mi Tercera Sinfonía’”.

Lejos de la pretensión ridícula de compararme con Gustav Mahler, he tenido mu-

chas veces que responder lo mismo a algunas preguntas de los reporteros: “¿Qué

quién es Camilo Blanes?” “Escucha las canciones de Camilo Sesto”.

Leer las palabras de Camilo Sesto sobre sí mismo me revuelve la sospecha has-

ta la náusea, me llena de motivos para seguir indagando en su empalagosa huma-

nidad. El ejercicio autobiográfico es una espada de Damocles, hiere a lado y lado:

quien la escribe abre sus entrañas y quien la lee recibe las puñaladas y las salpica-

duras de sangre. La autobiografía guarda un estrecho vínculo con la explicación

moral de la persona, con un plano que media entre la abstracción conceptual y

la anécdota precisa. Intenta ser ese lugar único donde el concepto se hace par-

ticular, donde lo impalpable cobra vida, muchas veces, tristemente, a la fuerza.

Ahora bien, a diferencia de lo que ocurre en los videos musicales, en la escritura

no podemos bajar la mirada de manera graciosa. En efecto, tiende a haber poco

silencio en el texto de Camilo y el crimen más palpable de su experiencia con las

letras es que cae redondo en una mistificación de lo banal. No hay nada simpá-

tico en aquella sobre-exposición de sus ideas y, fan o no fans, es imposible ser

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condescendientes con su versión moral de las cosas: despierta una aguda ver-

güenza ajena.

La comparación poco modesta con Mahler es punzante en mal sentido, pero

hay que conceder que sugiere una lógica de su recorrido musical, un proyecto.

Sugiere que no hay nada gratuito o casual en su proceso de creación y exposi-

ción. Sus metáforas prestadas expresan un deseo de integridad y completitud

que, sumada a la mirada del video inicial, esa que me pareció aparentemente hu-

milde, generan un aura de genialidad. Sin embargo, su genio tiende a ser poco

explícito, más bien desencadena ambigüedades engañosas y silencios estériles.

Ah, y quien sea incapaz de apreciar su grandeza, solo sumará genialidad a su

personaje incomprendido... La cita sobre Mahler me remite a esa búsqueda im-

pulsiva de eternidad, y según la lógica expuesta por el artista, es una tarea de

la vanidad más que de la metafísica. Pero no se trata de criticar a Camilo, él lo

hace perfectamente. Su existencia conmueve:

Ya sé que persona y máscara son la misma cosa en su origen etimológico griego. Lo

que pasa es que en algún momento de nuestra vida nos negamos a aceptar esa ver-

dad que sólo parece justificar las hipocresías de las relaciones humanas. Y más un

hombre que como yo en cierto modo lleva siempre la máscara puesta, es decir, ac-

túa para los demás, interpreta, hace. En el colegio o en la calle todos jugaban a lo

que quería jugar Camilo y si Camilo no tenía ganas de jugar a todos se les había pa-

sado el deseo de hacerlo. Sin embargo, no recuerdo ni una sola pelea callejera. Inclu-

so cuando se formaban pandillas para luchar contra los de los barrios vecinos y me

llamaban para que participase en ellas. Me negaba siempre con argumentos que to-

davía me parecen válidos. –Y si tiro una piedra y le doy a otro en la cabeza, ¿qué pasa

luego? –Pues que hemos ganado. –Pero no hemos ganado nada. Era una manera in-

genua de una expresión que ahora mismo usamos mucho mis músicos y yo: dominar

el panorama. Dicho de otra manera, ser consciente de lo que uno hace y de las razo-

nes por las que lo hace, incluso con la conciencia de los seis años.

El adjetivo “conmovedor” tiene raíces en esos raptos de conciencia, en estas in-

fantiles sentencias universales. Tienen la forma y la profundidad de un dictamen

pronunciado por la tía moralista de la familia, sin menospreciar la sabiduría

que ahí puede ocultarse. Está bien, todos estamos aprendiendo a vivir y sí, des-

afortunadamente, los modelos para explicar el desarrollo de la personalidad en

la actualidad son progresistas según vemos en la mejor literatura de superación

fREsA sAlvAjECatalina Vargas

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ENsAyO

personal. Lo que incomoda es el lenguaje ahistórico con el que Camilo reflexiona,

molesta constatar que la valoración de subjetividad más que un paisaje es una

cárcel. Su cuerpo estirado demuestra la imposibilidad de ampliar el panorama,

la carrera de su aspecto físico detrás de su desarrollo espiritual afirmativo ter-

mina liberando un monstruo a la escena. Sin embargo, no lo podemos culpar.

Estas necedades provienen de intentar explicarle a su público imaginario, con

un vocabulario maquillado de conciencia y con un vocabulario cuya variedad se

puede contar con los dedos del cuerpo, quién es Camilo Blanes. Es una pregun-

ta muy difícil, tal vez no tenga respuesta, tal vez no sea preciso responderla, tal

vez construir toda esta burbuja de conceptos no constituya la mejor salida. El

caso es que de tanto forzar la verdad se llega a la calle del falso hermetismo.

A este punto me siento recorriendo caminos de espinas, masacrándome los

pies con la esperanza de llegar a algún lado con mis investigaciones. Creo que

hace tiempo dejé de referirme a Camilo y estoy ejercitando el arte del disgusto.

Ahora bien, ¿qué entender de la fresa salvaje? ¿Es una mujer, una estación del alma,

un deseo, un secreto o una droga? ¿Se trata de la sangre ajena que le da vida al

cantante o es simplemente una paráfrasis de la palabra “nada”? No sé si todos

estos rodeos tengan en realidad algún propósito, dudo que mis preguntas pue-

dan ser respondidas a la luz de todo lo anterior. Me da por pensar que estas di-

gresiones son como las enredaderas que forman las fresas, un camino donde

predomina la desviación. Escucho la canción. ¿Cómo entender aquello que nom-

bra Camilo? En este instante se me ha volcado una imagen deformante en la

imaginación: me he sentido atrapada en el cuerpo de mujer que tiene esa fresa,

me he sentido observada maliciosamente por detrás de los árboles y he senti-

do la firme intención del cantante de embrujar mi conciencia.

Volvamos a la noche del San Moritz donde se hizo el ritual. En el video se puede

ver que Luisa camina bailando de un lugar a otro. Se detiene ocasionalmente

en frente de otro bailarín y hace un paso especial, generalmente imita el paso

que está haciendo la persona. Se contagia del paso, podría decirse. Andrea, por

su parte, tiene los pies clavados en el piso, se mueve poco, da siempre la espal-

da a la cámara y tiene un contoneo rítmico y bastante sensual. Los brazos son

elongaciones del movimiento de sus caderas. Liliana mira al piso y tiene un mo-

vimiento más quebrado, usa su cadera de manera más angular. Su mirada no

está fija en un lugar –en lugar alguno– pero tiende hacia abajo. Por mi parte, in-

tento hacer pasos árabes, mover la cabeza como una egipcia y los brazos como

una deidad hindú. Cuando aparece Zeca los movimientos se vuelven verticales,

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hay pasos donde busca doblar las rodillas, bajar al piso, tocar los baldocines. En-

tonces lo comprendo: en esta ceremonia la meta es defender la propia vida.

Esa persona ausente, ensimismada en la danza, metida en el camino de espi-

nas, tiene relación directa con la persecución que plantea la canción. En concre-

to, cada uno de los que estábamos allí, con nuestros movimientos estábamos

huyendo de la domesticación que plantea la lírica cautivadora de Camilo. La dan-

za esa noche era expresión de la lejanía a la que aún podemos recurrir. Podría

entenderse como un ritual invertido: en lugar de evocar una imagen del amor

de primavera en overol, tomar distancia del cazador por instinto de sobreviven-

cia. Bajo la luz de la danza, ese bardo hambriento de universalidad, sólo puede

caminar sobre huellas. Sobre tus huellas caminaré... Basta con ver el video para cons-

tatarlo: no estábamos, y justamente ése es el modo de ser de quienes deciden no

rendirse a los pies del deseo telenovelesco de los ídolos con disposición fáustica,

de quienes optan por no ser un público imaginario. La ausencia es lo poco que te-

nemos entre manos.

Con esto termino. La consideración del tema de lo salvaje en esta canción no

remite a la locura del amor pasional sino al sentimiento de la muerte. Cuando

el cantante dice cosas como hoy me has dado tu vida y he vuelto a nacer, ¿no está

confesando su desagradable vampirismo? ¿Queremos ser parte del jardín lleno

de materas con fresas que cantan el coro: sólo vivo por ti? A Camilo Sesto no le

conviene afirmar la vida, sobre esa negación se construye el templo de la fama.

La verdad es que, fans o no fans, a esas fresas salvajes no les llega una sola gota

de agua: esos son sus paisajes de Mahler.

Ahora la mayoría de las piezas encajan. Cuando bailaba con mi amante me reía

de su esqueleto escapando de la domesticación. Cuando hicimos la ceremonia

en el San Mortiz, en realidad estábamos evitando que Camilo sembrara nues-

tros pies en sus materas. Cuando las nubes se despejan –el secreto ha sido des-

cubierto–, aparece ese color de la muerte viviente.

fREsA sAlvAjECatalina Vargas

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ENsAyO

lA pERsIsTENCIA DEl DEsEO

Alberto Barrera Tyszka

Durante una entrevista, en su primera campaña electoral en 1998, Hugo Chávez

recordó cómo había participado una noche en “Sábado Sensacional”, el más

famoso y maratónico programa de variedades que existe en Venezuela. Entre

divertido y entusiasmado, el entonces candidato presidencial rememoró aquel

momento, la coronación de una miss si no mal recuerdo, cuando él –junto a otros

dos o tres soldados– descendió en paracaídas, trayendo desde el cielo un regalo

para las concursantes. La anécdota, ciertamente, contrasta con la imagen de

sí mismo que ahora se promueve del “Comandante Chávez”. Hay poco heroís-

mo y poca izquierda en ese espectáculo. Por eso quizás, ahora, desde el poder,

intenta reconstruir una memoria diferente, que lo ubique más cerca de Fidel

Castro que de Juan Gabriel.

Hugo Chávez es el primer presidente venezolano nacido en la época de la televi-

sión. Cuando despertó, la televisión ya estaba ahí. En una entrevista a la Revista

Chilena Qué pasa, afirmó que de niño, mientras todos sus compañeritos querían

ser como Supermán, él en realidad deseaba ser como Simón Bolívar. Probable-

mente esto también forma parte de ese nuevo pasado legendario que el presi-

dente de Venezuela necesita inventarse, pero lo importante es que retrata muy

bien el espacio referencial que dominó su niñez, una infancia pobre, en un pue-

blo rural de los llanos venezolanos, hasta donde, sin embargo, también llega-

ron los íconos del cómic, el cielo de los mass media. También retrata un afán, un

horizonte donde un personaje histórico puede trabucarse en un mito eficiente,

capaz de actuar de nuevo sobre la historia, capaz de salvar al mundo.

Pero esto no basta para explicar la importancia que Chávez le da a la comu-

nicación masiva, su continua actuación como animador de espectáculos. Qui-

zás hay que mirar un poco más su propia historia política. En febrero de 1992,

Hugo Chávez comanda un golpe de Estado en contra del presidente Carlos

Andrés Pérez. Aunque sus compañeros de armas logran conquistar sus obje-

tivos en diferentes lugares del país, Chávez fracasa en Caracas y, al final, apa-

rece unos segundos en la televisión, llamando a los otros golpistas a deponer

las armas, a rendirse. En ese breve instante fue tocado por el dios rating. El re-

chazo de los venezolanos a los partidos políticos tradicionales, sumado a la

ceguera de una élite incapaz de leer la pobreza en que vivía la mayoría del país,

construyeron el escenario ideal para que el soldado comenzara a convertirse

en ídolo. Gracias a la televisión, una chapuza militar tuvo éxito. Una nueva ló-

gica política se inauguró en el país: su fracaso lo hizo famoso; su fama, lo hizo

presidente.

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30

Esta marca de nacimiento ha terminado transformándose en uno de los sellos

fundamentales de Chávez y de su acción pública. Su más claro plan de gobierno

es él mismo. Se ha dedicado casi una década a promocionarse, a reinventar un

Estado a su medida personal, a lograr que un país esté hablando de él, a favor o

en contra, todo el tiempo. Desde muy temprano, Chávez entendió que la popu-

laridad también puede ser una potable forma de tiranía.

Pero para lograr esto se necesita un talento especial. Chávez lo tiene. Es un

experto. Sabe hacerlo de manera excepcional. “Chávez equivocó definitivamen-

te su profesión –dijo Alberto Muller Rojas, general retirado y jefe de la campaña

electoral de Chávez en 1998–. Él hubiera sido un comunicador de primer orden.

Aquí en el mundo de la tv, del cine, no hay un tipo como él”. Ciertamente: Chávez

es una marca contundente. Un contagio. Una emoción que produce gran fide-

lidad. No es un simple carisma, en bruto, actuando silvestremente. Hay mucho

cálculo, mucha planificación. Es una industria al servicio de un mito en cons-

trucción. Detrás de muchas de sus apariciones, hay siempre un guión, una in-

teligencia que se ha detenido a pensar antes en la audiencia, en el espectáculo.

Aquello que luce improvisado, que parece un rapto de intemperancia, quizás

sea una escena fraguada desde hace mucho, diseñada y actuada con una maes-

tría muy peculiar.

Siempre es autorreferencial. Chávez construye su autobiografía diariamente.

Habla de sí mismo, de su historia, de su infancia; rememora o inventa una anéc-

dota de su juventud, reproduce y actúa una antigua conversación; narra de pron-

to un suceso del presente, un intento de magnicidio donde nuevamente estuvo

a punto de morir. Canta, baila, recita. Pero todo tiene que ver con él. De manera

directa. Para hablar de la historia, pronuncia su nombre. Su vida sirve de espejo

narrativo para explicar o ejemplificar cualquier tema: la guerra en el Medio Orien-

te o la siembra de sorgo en el pie de monte andino del país, el socialismo del

siglo xxi o un nuevo plan de lectura revolucionario... Chávez es el mensaje de

Chávez.

No hay pudor. No hay tampoco intimidad. La historia pública del país es, tam-

bién, la historia privada de Chávez. Hubo un tiempo en que, junto a su figura,

repartida en espectaculares por todo el país, se acompañaba de esta leyenda:

“Chávez es el pueblo”. No hay diferencia. Él es, probablemente, una utopía de la

venezolanidad, la aspiración de la mayoría. Entre la revolución que propone

darle todo el poder al pueblo y el gobierno que saquea el Estado y las institucio-

nes para darle todo el poder a Chávez no hay ninguna contradicción. Se trata

lA pERsIsTENCIA DEl DEsEOAlberto Barrera Tyszka

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ENsAyO

de lo mismo, de la misma historia. Y es, obviamente, una historia de amor. Así lo

pregona el mismo presidente. Sus campañas electorales, donde ha resultado ge-

neralmente victorioso, combinan una agresividad desmesurada con unas dosis

de cursilería francamente impresionantes. Chávez invoca el amor verdadero,

convierte la administración pública en un asunto afectivo, hace de la gerencia

del país un melodrama donde el pueblo y él son los protagonistas de una histo-

ria interminable, de una pasión que siempre corre detrás de su final feliz.

La retórica chavista tiene bastante que ver con la tradición de la radionovela y

de la telenovela. No sólo en su sentido más rítmico –la telenovela también, más

que verse se escucha–, en la reiteración musical del discurso, sino en el uso de

parábolas, en la ausencia de formulaciones sustantivas, abstractas, en la elec-

ción del relato como forma de explicación de lo real. También se basa en la cons-

trucción de un héroe popular que se levanta desde todas las miserias y consigue

finalmente la venganza, la fortuna y la felicidad.

Chávez es una versión exitosa de esa concepción melodramática de la histo-

ria. Pasó de la cárcel a la Presidencia. Su historia –la real y la que construye ver-

balmente, día a día– tiene mucho de bolero, de tango, de canción ranchera. Esto,

dentro de las características de un país petrolero, puede adquirir dimensiones

apoteósicas. Porque Chávez también representa un gran sueño de nuestra iden-

tidad: la ilusión de millones de pobres en un país tocado por una riqueza provi-

dencial. Es el relato de los desheredados, de aquellos a quienes se les ha quitado

una fortuna que, supuestamente, de forma original, les pertenece. Vemos la his-

toria por televisión. Esperando que se acaben los falsos suspensos. Esperando

que el protagonista por fin haga justicia y nos demuestre su amor.

Aunque desee colarse en el firmamento de las leyendas revolucionarias del

continente, en realidad, la épica de Chávez está en otro lado. Tiene más de es-

pectáculo que de guerra de guerrillas. Aunque no le guste, Chávez está más cer-

ca de Delia Fiallo que del Che Guevara. “Amor con amor se paga” sigue siendo su

consigna más eficaz. Al igual que en la telenovela, eso es lo mejor que adminis-

tra: la esperanza de los pobres.

Vivimos los tiempos de la épica mediática. Las celebridades ya no tienen ca-

ballos sino ondas hertzianas. Sin embargo, hay algo que no cambia nunca, su

naturaleza es la misma: necesitan un ansia, la puntual persistencia de un deseo.

En 1974, el joven Chávez era cadete de la Academia Militar. Estaba en Caracas.

Desfiló en un acto oficial y pudo ver, más o menos de cerca, a Carlos Andrés Pé-

rez, quien acaba de iniciar su primer período presidencial. Esa noche, el joven

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cadete se quedó despierto hasta tarde para observar la repetición del acto ofi-

cial por televisión. Quería mirarse, quería ver si aparecía desfilando. El 13 de mar-

zo escribió en su diario: “Después de esperar bastante tiempo llegó el nuevo

presidente. Cuando lo veo, quisiera que algún día me tocara llevar la respon-

sabilidad de toda una patria, la Patria del Gran Bolívar”. Hugo Chávez todavía

no había cumplido veinte años.

lA pERsIsTENCIA DEl DEsEOAlberto Barrera Tyszka

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pOEmA pARA El pOETA A lA EspERA DE lA fAmA

No te despiertes por la mañana

encabronado fuera de quicio

abatido y fatigado

no patees al perro

una cerveza viene bien

no te metas en problemas

un puñetazo

no cambiará la historia

no escupas al viento

pues podría caerte encima

no pongas la mano en tu corazón

el francotirador puede pensar

que le indicas el blanco

no luches con el poema

la máquina de escribir no se equivoca

acepta lo inevitable

y quizá esto pase

la semana próxima

el mes próximo el año que viene

o tal vez nunca

Recuerda que no hay nada malo

en ser un mecánico

un taxista un padrote

una puta

Alégrate de tener dos manos

dos pies dos ojos

dos orejas

bastaría con una

si te llamaras Van Gogh

A. D. WinansTraducción de David Horacio Colmenares

pOEsíA

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34

Calma y sin prisa

o la vida te pasará de largo

como un viejo conductor

sin su tren

dejándote sintiendo

como un cómico sin aplausos

Ante todo recuerda

que siete de cada diez poetas

son infumables

y dos de los tres restantes

son putas literarias

Apoya al que queda

él te necesita

y tú le necesitas

más de lo que los dos

suponen

DOs pOEmAs DE A.D. WINANs

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pOEsíA

no necesito que los medios

me digan que soy un poeta

no necesito que Ferlinghetti

me publique

no necesito que el Paris Review

me de mis 15 minutos de fama

Hunter Thompson ha muerto

las cenizas de Ginsberg flotan en el mar

son una victoria del corazón

estas palabras esta poesía

no necesito correr la maratón

no necesito una beca oficial

no necesito sacarme la lotería

sólo quiero coger

sólo quiero fumar mota

sólo quiero escribir estas palabras

hasta que la tinta en la pluma

se seque

fAmA

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Los niños corren sobre las brazas

descalzos sobre la tierra carbonizada por el ardor

una mujer pulveriza ceniza con los dedos

el ángel ceniciento surge de una exhalación

restriega las alas en los cabellos

pega su rostro al cuerpo

y lo compenetra al de ella

las lágrimas muertas labran la tierra

Los niños vagan en el arroyo

las manos, las piernas lamidas son piedras blancas

DE lA COlECCIóN Las ManZanas aZuLEs

Tereza RiedlbauchováTraducción de Verónica Riedlbauchová

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pOEsíA

El mIEDO

Espero tu muerte

para sumergirme en mi honda desnudez

el agua no refleja en las hojas caídas

los árboles pinchan caras lívidas

la rama de un pino se cuela en las raíces

de los árboles hinchados por el viento

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Juan Antonio Sánchez Rull

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pOEsíA

pRImERO DE NOvIEmbRE

hormigueros se han multiplicado en los cementerios

se derrumba el molino

de sus tubérculos asciende una maldición

en el arroyo prístino enjuago la ropa

pútridos andrajos

Marie loca grita

la ira revienta contra los reflejos blancos

murmullos de agua lleva el perfume de tus bosques

las sombras descansan en la guarida de los ojos

caminamos con el costado desnudo

es inevitable el dolor nos une

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vI

Estamos muertos en el presente para siempre

hay algo gélido en tu abrazo

el viento sopla desde el fondo de tus ojos

las raíces que has echado dentro de mí

se han desencajado

la podredumbre se apoderó de mi vientre

el grito del nonato

tala

ahógate

clavada en la tierra

he circuncidado los lirios blancos

hasta la sangre

DEl pOEmA “lA sEmEjANZA DE lA DONCEllA y El llANTO”

sEIs pOEmAs DE TEREZA RIEDlbAUCHOvÁ

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DE lA COlECCIóN La gran nOcHE DE BiskupOV

Morimos en la espera del presente

Y el dolor no existe

hay sólo soledad

nos separa de manera inevitable

nos entregamos las palmas ensangrentadas

tu rígido árbol tiene los ojos hundidos

a la libélula se le deshacen las alas en el polvo

eres la nube y el loco

no

tú no eres

el dolor no es

y el agua es sangre

que abandona poco a poco su orilla

pOEsíA

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Los espacios perdidos que nos ahogan

a ciegas sin atinar ventanas, muebles, puerta y azucarera

hay un hombre encorvado que hace crucigramas encima

[de la mesa

con la lamparilla alumbra las cuadrículas, el cenicero

[y el mantel requemado

la ventana abierta de par en par camino al bar

el tabaco que se percibe en cortinas y paredes

DE lA COlECCIóN DOn VÍtOr JuEga Y OtrOs pOEMas

sEIs pOEmAs DE TEREZA RIEDlbAUCHOvÁ

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lA llEGADA DEl REINO

Alberto Chimal

CUENTO

Sabido es que el mundo existe para la gente importante, la que tiene la fama y

el dinero y la belleza; todos los demás viven para que esos mejores gocen de los

frutos de la Tierra y salgan de noche a pasarla bien: “Tus príncipes serán como

langostas, y tus grandes como nubes de langostas que se sientan en vallados

en día de frío; salido el sol se van, y no se conoce el lugar donde están” (Nahum,

3:17).

Pues bien, con todo y que esto se conoce, grande fue la sorpresa de las nacio-

nes a la hora de que sonaran las trompetas, y se oscurecieran la tercera parte

del Sol y la tercera de la Luna, y gritaran todos los que debían de gritar, y la in-

fluenza porcina y el calentamiento global quedaran olvidados para siempre, y un

ángel apareciera en el centro financiero de cada capital importante, y los arcán-

geles llegaran a Hollywood, Washington, Beijing, Nueva Delhi, Tokio, Dubai y el

Vaticano, y un querubín fuera a cada palacio presidencial y casa de gobierno y

estación de radio y televisión para que la noticia se filtrara, también, hasta el

pueblo llano...

Pues he aquí que todos oyeron, o bien directamente o por los medios, las gran-

des voces del Cielo que decían “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres,

y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como

su Dios” (Apocalipsis, 21:3), y quienes no eran católicos ni siquiera cristianos se

sintieron ligeramente peor, desde luego, pero aun los más devotos en las igle-

sias y denominaciones verdaderas –¡vindicadas como tales para toda la eterni-

dad!– experimentaron no poca inquietud cuando las cámaras difundieron las

primeras imágenes de las nubes blancas, brillantísimas, que se congregaron en

los cielos de California; y peor cuando las nubes se abrieron y apareció en pleno

la cohorte celestial...

Y el paroxismo, oh, el vértigo, ¡oh, el terror sagrado!, cuando la escalera de Ja-

cob (hecho éste imprevisto en los textos) apareció entre cantos de belleza into-

lerable ante la entrada principal del hotel Beverly Wilshire –lugar de enorme lujo

y prestigio, donde en los ochenta se filmó Mujer bonita con Julia Roberts y Richard

Gere– y reporteros de todo el planeta, convocados allí debidamente, pudieron

ver cómo descendía, despacio, del cielo a la tierra, solo en el resplandor de Su glo-

ria, Jesús, llamado el Cristo, vestido con un carísimo traje Armani (blanco, por

supuesto), un reloj Girard­Perregaux, zapatos Berluti...

Dicen que lo primero que dijo, al poner un pie sobre la tierra (no se oyó casi nada

entre los coros celestiales y los gritos de la multitud, que formaba un círculo enor-

me alrededor del círculo de los periodistas), fue una breve explicación de los

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Juan Antonio Sánchez Rull

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CUENTO

zapatos: –Llevaba prisa para bajar, así que no pude esperar a tener un par hecho

a mano.

Otros dicen (lo dicen ahora, claro) que dijo lo siguiente: –Bienaventurados son

los soberbios, y los que hacen impiedad no sólo son prosperados, sino que ten-

taron a Dios y escaparon –lo cual proviene, desde luego, de Malaquías (3:15).

–Pero –dijo aquella tarde, en un canal religioso, un comentarista– eso no es po-

sible, porque como todos sabemos esas palabras en el libro de Malaquías son

palabras de impíos y pecadores, que el libro cita para mejor acusarlos de su im-

piedad y su pecado.

Sin embargo, casi nadie estaba viendo el programa, porque casi nadie vio pro-

gramas religiosos durante las primeras semanas: a la humanidad le costó gran

trabajo comprender que el Fin del Mundo no iba a llegar con todo y la Segunda

Venida, y además muchos creyeron que el sentido del dictum en la segunda epís-

tola de Juan: “Cualquiera que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo,

no tiene a Dios” (2 Juan, 1:9) era que todos debían seguir, en lugar de a los discípu-

los, al maestro: así, la gente casi no veía nada salvo los canales de entretenimien-

to, no leía nada sino revistas del corazón y no visitaba sino sitios de Internet

dedicados al espectáculo y los famosos, pues Jesús no Se dejaba ver sino en las

fiestas más exclusivas, codeándoSe con todas las estrellas, dejándoSe fotogra-

fiar sólo en los mejores lugares y en general encantando a todos con Su carisma

inigualable, Su conversación espectacular, Su belleza imposible de superar y el

hecho de que, después de todo, era el Hijo de Dios. Pero aquellos fueron tiempos

confusos; por ejemplo, Perez Hilton, el famoso crítico de las estrellas, anunció que

renunciaba para siempre a ser socarrón e irónico en una nota titulada “¿Quién

puede ser más famoso que Jesús?”; por ejemplo, un alto miembro del episcopado

mexicano, famoso por su desdén de los pobres y su gusto por la ropa cara y la

compañía de políticos y narcotraficantes, declaró con amargura:

–“Nunca los reyes de la tierra, ni todos los que habitan en el mundo, creyeron

que el enemigo y el adversario entrara por las puertas de Jerusalén”; Lamenta-

ciones, 4:12 –y cuando nadie entendió lo que intentaba decir estalló: –¿Qué no

ven? ¡Aquél es el junior de Dios! ¿Por qué no viene a su Iglesia? ¿Por qué no nos apo­

ya a nosotros? ¿Por qué anda promocionando obras de caridad que no tienen

que ver con nosotros? ¿Por qué en vez de enseñar recogimiento va por ahí exhi-

biéndose, tomándose fotos con Angelina Jolie, bebiendo en...?

Una hora más tarde, el prelado estaba ya en un hospital psiquiátrico, acusa-

do de tener una variedad misteriosísima de influenza porcina latente manifiesta

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o algo así, y un vocero, sudoroso, temblando, quiso arreglarlo todo: –En México

–explicó ante los micrófonos–, en México la palabra “junior” no se usa, como dice,

digo, como piensa, o sea, como piensa la mayoría de los mexicanos, para hablar

de alguien mal, no, es hablar de alguien bien, un junior es un hijo de una persona

importante al que todos admiran, ¿me entienden?, o sea, que todos quisieran

ser como él porque es bueno y justo, o sea, no es como dicen, como dicen que

dice la gente aquí en México, que ser junior sea malo, o sea, el señor obispo de-

cía más bien que Jesús es bueno, que Dios es amor...

Y entonces ¡pum!, “Jehová hizo llover sobre Sodoma y sobre Gomorra azufre y

fuego de parte de Jehová desde los cielos; y destruyó las ciudades, y toda aque-

lla llanura, con todos los moradores de aquellas ciudades, y el fruto de la tierra”

(Génesis, 19:24­25), pero el fuego no cayó sobre Sodoma ni Gomorra sino, de he-

cho, sobre la ciudad de México y todo el territorio circundante, al mismo tiem-

po en Sonora que en Yucatán y que en Guanajuato, en la más vasta y cegadora

explosión que hayan visto los siglos, extendida en el mismo instante sobre mi-

llones de kilómetros cuadrados, acompañada de los gritos de dolor inenarrable

de millones de almas que murieron entre llamas y dolores indecibles. No quedó

nada: montañas, valles, ríos, ciudades, gente, todo se convirtió en parte de una

sola mancha negra sobre el planeta, una cicatriz que se veía desde el espacio y

tenía la forma precisa del mapa de México. En ese momento Jesús era entrevis-

tado por Oprah y recomendaba varias excelentes rutinas de ejercicio:

–Porque lo dice el Libro Bueno –se sonreía Oprah–. “Porque nadie aborreció

jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida”. Efesios, 5:29 –y todos

aplaudían extasiados, pero cuando llegó el aviso de la destrucción hubo un mi-

nuto de silencio mundial, seguido de comerciales, y tras ellos un acuerdo tácito,

el primer consenso absoluto en toda la historia humana:

–Don’t fuck with Jesus –gritaron, durante diez horas seguidas, los miembros de

una secta marginal en Nueva Gales del Sur, y luego cada uno tomó una escope-

ta y se voló la tapa de los sesos.

Pasadas las primeras semanas y aquella advertencia severa (de la que nadie

volvió a hablar jamás; se sigue hablando de los miembros de la secta suicida,

pero no de eso otro), Jesús siguió viviendo en la cúspide del jet set mundial; siguió

dejándose ver (casta pero frecuentísimamente) con Scarlett, Megan, Natalie y

todas las demás; siguió concediendo entrevistas, aceptando contratos para pro-

mover productos (de la más alta calidad, claro) y obras benéficas (de excelentes

intenciones), siguió gozando (con responsabilidad pero sin ninguna restricción)

lA llEGADA DEl REINOAlberto Chimal

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de la vida loca en las mejores ciudades del mundo; todo igual que antes, en fin,

pero ahora con un país menos en el hemisferio occidental (del que no se habla,

repetimos) y, más importante aún, con una celebridad que superaba a todas para

siempre, que jamás sería destronada, que fue pronto y jamás dejaría de ser ár-

bitro absoluto del gusto y la distinción, que no padecía de sobredosis ni síndro-

mes de abstinencia, que no envejecía –no envejece: han pasado años ya y estamos

seguros de que no envejece–, que no reclamaba, no, porque era y es amable, pero

siempre tendrá la atención completa y aterrorizada del mundo entero...

“Es comprensible porque la fama verdadera”, escribió un analista en el New York

Times, pocos días antes de tirarse del edificio Empire State, “no es la notoriedad

que se logra en las páginas de la nota roja o en los sitios de novedades y tonte-

rías de Internet. La fama verdadera no es el reconocimiento que se obtiene me-

diante el trabajo duro y paciente. La fama verdadera no se ocupa del mérito. La

fama verdadera no depende en absoluto de los actos realizados: sólo depende del

poder, que se otorga a veces a quienes no lo tienen desde el nacimiento –los can-

tantes y actores de moda son, después de todo, criaturas y esclavos de los grandes

empresarios de medios– pero se quita con la misma facilidad. Nuestro príncipe

es el príncipe del universo, de la paz y la justicia totales; no es de extrañar que el

mundo gire a su alrededor. Tal vez es así desde siempre y tal vez desde siempre

veníamos a esta época de contemplar para siempre la gloria inmutable; tal vez

los príncipes de la tierra sólo fueron los precursores: ‘Y los entregará Jehová

delante de vosotros, y haréis con ellos conforme a todo lo que os he mandado’

(Deuteronomio, 31:5)...”.

–Se murió –dice, ahora, un mayordomo de librea en el Gran Palacio de Choybal-

san, en Mongolia; es el amo de llaves del edificio, uno de los 144,000 que tiene

Jesús en el planeta para poder estar siempre a pocos minutos de viaje de un

modelo del Paraíso en la Tierra en el que sólo pueden entrar él, sus amigos y su

amo o ama de llaves elegido (y a quien por piedad se tiene, sin importar lo ple-

beyo que pueda ser su origen, por uno de los salvos).

–¿Quién se murió?

Se ha muerto, constatan los invitados, una de las once mil vírgenes que habían

sido compradas y reservadas para ellos. Se ahogó con el semen de alguien.

–¿No les he dicho –pregunta el Gran Príncipe de Todo– que no sean descuida-

dos? –y todos bajan la cabeza, regañados, y los paparazzi les toman fotos en esa

pose de arrepentimiento, y los reporteros se disponen a entrevistarlos para apren-

der más de tan bella lección de vida y esperanza.

CUENTO

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casting

Daniela Tarazona

para Iván

Él sueña que es famoso. Está al frente de una escenografía y habla con perso-

najes que conoce por su fama; siente en las tripas la alegría del éxito, vive orgu-

lloso de su cuerpo, del sitio que ocupa en ese espacio, pero la celebridad de su

sueño se difumina cuando su madre lo despierta.

–Apúrate, Óscar.

Óscar obedece y recuerda que es un día importante.

Desayuna huevos revueltos y toma el jugo de una naranja amarga, casi echa-

da a perder. Se baña, se enjabona bien las axilas. Se viste. Mete la mano en el bote

de gel y embarra sus rizos, se peina con fuerza. Toma la loción de su padre y se

moja el cuello.

La madre lo observa, secándose las manos con el trapo de la cocina.

–Te ves bien guapo, dice.

Óscar sale a la calle.

Sube al autobús. En el camino, ejercita su sonrisa para gustar a las cámaras.

Cuando llega a la televisora se forma en la fila de candidatos que bordea el

muro. Mira a los demás, se compara con ellos, encuentra en su altura una ven-

taja indiscutible. Gracias a mi padre sobresalgo, piensa.

Después de una hora, Óscar cruza la puerta. Detrás esperan dos mujeres con

carpetas en mano, pasan lista. –¿Tu nombre?, pregunta una. –Óscar Vallarta.

¿Edad? –17 años, y sonríe.

Óscar va detrás de las mujeres, mira alrededor con asombro pero no encuen-

tra a ningún famoso, ve los estudios como cajas gigantescas y a los empleados

con uniforme.

Entran a uno de los estudios. Óscar se siente nervioso. Al fondo, dos hombres

observan al grupo, revisan uno por uno a los candidatos.

Pasa el primero, de la edad de Óscar, y se detiene frente a la cámara: está me-

ciéndose de pie, cambia el peso de su cuerpo de una pierna a otra, aprieta los la-

bios, habla y se le quiebra la voz. –No, dice uno de los hombres, –no puedes estar

nervioso, millones de personas te verán nervioso, ¿entiendes? Así es la tele-

visión. El joven palidece y su boca se torna aún más rígida, ya casi no puede

abrirla. –Olvídalo, amigo –dice el otro hombre– y si vienes otra vez, toma algo

antes de entrar para que tengas fuerza.

Óscar ocupa el lugar del joven fracasado, el lugar donde hay una cruz sobre el

suelo. Respira hondo y piensa en sonreír. Cuando le piden que diga su nombre,

lo dice completo, cuando le piden que diga su edad, afirma –17 recién cumplidos.

Después de cada respuesta desnuda su dentadura para afianzarse sobre la cruz.

CUENTO

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CUENTO

Al terminar la prueba –también le piden que baile al ritmo de una canción pop–

uno da la gran noticia, el hombre dice: –Te quedas.

Óscar se va jubiloso del estudio. Ya es realidad: saldrá en la televisión.

Regresa a su casa. Entra casi de un brinco, quiere contarle a su madre que

aprobó el casting.

La encuentra tendida sobre el suelo de la cocina. Óscar la sacude pero no

responde.

En la sala de espera del hospital, los familiares de los pacientes están hacinados.

Dos televisores muestran un programa de revista que llena de chillidos la sala.

Los que esperan miran las pantallas, entregados a su efecto anestésico. La salud

mejora si hay una pantalla enfrente, parecen decir sus rostros, húmedos por el

calor compartido.

Óscar está de pie, inquieto. Su madre tuvo un infarto y él espera al médico.

El médico aparece entre las paredes de un pasillo profundo; le dice que ella

mejorará en unos días. Óscar encuentra serenidad en su voz.

En las pantallas, una mujer joven anuncia el casting: –Si tú, amigo, eres bueno

para bailar, ven a nuestras instalaciones mañana, a partir de las 8 de la mañana,

y participa en el casting en busca de talentos.

Óscar recuerda su triunfo y sonríe.

Cuando va a buscar el baño, sale del elevador un hombre con una media sobre

el rostro y una metralleta entre las manos, el hombre comienza a balear a los

familiares de los pacientes. Después, dirige su arma hacia las pantallas de tele-

visión y dispara sobre ellas. Antes de huir por las escaleras, grita: “¡El mundo es

una mierda!”

Óscar, ileso, observa el panorama de los cuerpos vencidos.

Por la noche, Óscar ve la televisión tumbado en el sillón de su casa, con el can-

sancio de un día lleno de emociones. El noticiario reporta la matanza del hos-

pital. Mira el rostro del hombre detenido por la policía y no sabe si creerlo, aquel

criminal tenía el rostro cubierto y ahora aparece desnudo en la pantalla de la

televisión. Al final de la entrevista, el hombre mira a la cámara y sonríe; ante

ese gesto, la reportera muestra su sorpresa y le pregunta qué le hace gracia. El

criminal responde: –Estoy sonriéndole a mis hermanos, ellos seguramente me

ven ahora y hace tiempo que no puedo encontrarme con ellos. La periodista se

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castingDaniela Tarazona

deja conmover para contar con una entrevista jugosa, la procura: –¿En dónde

están sus hermanos? Los dos están presos, –dice el hombre– Pero ellos no sa-

lieron en la tele.

Un mes más tarde, la vida de Óscar se ilumina: al fin es parte del grupo de baile

que anima el programa matutino. Le pagan poco pero conoce a personas fa-

mosas y puede tener mayor presencia en las fiestas de sus amigos. Llama la

atención.

Su madre, ya recuperada, le prepara un pastel. En la emisión de ese día, el

conductor titular felicita a Óscar Vallarta por su cumpleaños. Su madre le ha-

bla a una amiga y le pregunta si lo vio. –Sí, escucha– y afirma enseguida que su

hijo siempre tuvo una estrella en la frente.

Óscar celebra su cumpleaños. Sus amigos le regalan un nuevo atuendo para

bailar; presume que se lo pondrá al día siguiente, aunque discuta con la señora

del vestuario.

Cuando la grabación termina, cerca del medio día, Óscar sale de la televisora más

satisfecho que nunca, pero no sabe por qué. Una mujer que espera cruzar la

calle junto a él, le pregunta si trabaja en la televisión. Él le cuenta su fortuna. La

mujer queda cautivada. –Creo que ahora podemos cruzar, no viene nadie –dice

la mujer–. Óscar le sonríe, no ha dejado de mirarla desde que ella le habló, y

atraviesa la calle. Un golpe recio eleva a Óscar por el aire y lo estrella en el ce-

mento de la avenida. Desde el suelo, él distingue el edificio de la televisora. Un

par de camarógrafos salen por la puerta principal y se acercan para filmar el

lugar de los hechos.

Óscar reconoce la cámara. Trata de hablar pero respira con dificultad, se ahoga.

La cámara retrata el límite de su rostro deforme, allí encuentra el brillo enroje-

cido de una sonrisa. La sonrisa satisfecha de la fama.

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CUENTO

Juan Antonio Sánchez Rull

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CUENTO

plANO CERRADO

Gonzalo Viñao

1.Ésta es una historia de encuentro entre la pasión y el dinero. El dinero está re-

presentado por un importante empresario del entretenimiento, fundador, di-

rector y productor ejecutivo de un conglomerado de empresas multimediáticas

cuya meta principal es la producción de películas para el cine. La pasión está

representada por Juan Carlos, escritor, empleado de medio tiempo en un cole-

gio (da clases de lengua algunas horas por semana, y es preceptor), divorciado,

un hijo.

Juan Carlos tuvo una idea, y como consecuencia de un parto intelectual bru-

tal y doloroso, detrás de esa idea se le ocurrió otra más. La primera idea fue una

historia, un asunto sobre el cual escribir, unos personajes, una trama. La segun-

da idea fue realizar esta historia en el formato “guión de cine”, para salir un poco

de los formatos cuento o novela, en los que tantos fracasos había cosechado.

Tuvo su idea y escribió el guión. Ese guión, escrito con base en un “manual para

escribir guiones” bajado de Internet, ese guión al que deberán disculpársele la

inexperiencia del escritor y su absoluta ineptitud para el desarrollo de cualquier

tarea involucrada con el lenguaje, ese guión era un buen guión. Para enfrentar

una realización definitiva necesitaría unos cuantos retoques, tal vez una refor-

mulación total, pero la idea que lo sustentaba, la historia, la primera idea de Juan

Carlos, era indiscutiblemente genial, según el propio Juan Carlos.

La convicción ciega y total en esta genialidad puso en movimiento a Juan Car-

los. Estaba dispuesto a todo con tal de que alguien hiciera su película. Por lo

menos, un “gran personaje” del cine y la televisión debería leer su guión, para

quedarse tranquilo. Le parecía que con sólo poner el guión en las manos de un

verdadero director de cine, de un verdadero artista, lograría que hicieran la pe-

lícula. Un director o un gran empresario, si no lo hacían era debido a que no co-

nocían el guión, nada más, y de eso era responsable Juan Carlos. Así que se puso

a trabajar, montando una enorme campaña de difusión de su guión (enorme

en términos personales, enorme para Juan Carlos).

Y esa campaña personal, con mayor o menor intensidad, se prolongó durante

unos cuantos años. Hay que reconocerle a Juan Carlos la buena voluntad y la gran

predisposición empeñadas en el esfuerzo. Nadie parecía escucharlo, nadie le

concedió jamás un solo minuto de su atención. Nunca obtuvo otra respuesta

que “no”, nunca un segundo de duda antes de pronunciar el “no”, el guión no le

dio ninguna alegría. Con el paso del tiempo fue transformándose en la manifes-

tación material de sus sentimientos de frustración y fracaso. Juan Carlos estaba

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CUENTO

totalmente derrotado, y su guión era la credencial de la derrota. Sin embargo,

no hay movimiento en el mar que no revuelva –aunque su alcance sea mínimo

hasta la ridiculez– un poco el agua.

El guión de Juan Carlos ocasionalmente fue adaptado al teatro, y la pieza eje-

cutada por una compañía de actores vocacionales del barrio La Perla, en la sala

de la Sociedad de Fomento. En dicha compañía participaba la sobrina de cierto

empresario. Descontenta esta sobrina, en determinada ocasión, con el compor-

tamiento de su tío, le hizo llegar (anónimamente) el guión de Juan Carlos, muy

recomendado por un tercero. La sobrina hizo esto con la íntima esperanza de

hacerle pasar a su tío un momento muy aburrido e incluso violento, poniéndolo

en la obligación de decirle que “no” a Juan Carlos, que para ella era un tipo cual-

quiera. Tras la recomendación del guión, la sobrina forzó una entrevista en la

conglomerada agenda del tío.

El nombre de este tío tan maltratado, empresario del cine y la televisión, autor

material de once películas en un país del tercer mundo sudamericano que pro-

ducía cinco películas al año, patrón de casi cuatrocientas personas (ocasional-

mente muchas más), era Gregorio Vic Suárez. Heredero de un patrimonio que

multiplicó varias decenas de veces, joven y cosmopolita, frívolo, Gregorio era el

máximo Juez ante el cual podía Juan Carlos presentar su guión.

2.Un destino intermedio en el viaje de Gregorio coincidió ese verano con la ciu-

dad en la que vivía Juan Carlos. Para desconcierto del empresario, la cita había

sido convenida en el lobby de su hotel, no en una oficina.

Era de noche, hacía calor y en cuanto se presentaron mutuamente, los dos

supieron que la entrevista estaba confinada al fracaso. Gregorio algo inquieto

por el derrotero que tomara el asunto, Juan Carlos ganando minutos para ale-

jar lo más posible el momento del rechazo final. Los dos estaban de acuerdo en

no querer estar ahí.

Antes de encarar el tema principal (el guión) despacharon varios whiskys, lle-

nando la conversación banal con el tintineo del hielo en los vasos, dándose tiem-

po para distenderse, distraídos y complacidos. La proximidad de lo inevitable los

volvió sinceros y displicentes, si todo iba a salir mal podían tomárselo con calma

y amabilidad. Los dos pensaron en una situación de fusilamiento, el Capitán del

pelotón acerca un cigarrillo a la boca del condenado, lo enciende, y mientras

el condenado fuma intercambian unas palabras. Se saben efímeros y a la vez es

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plANO CERRADOGonzalo Viñao

un momento perdurable. Los dos pensaban en esto, al mismo tiempo, desde

perspectivas diferentes.

El primero en sacar a la luz el tema del guión fue Gregorio. La voz que sabía

hacerse respetar conminó:

–Dígame directamente, con sinceridad y sin vueltas, de qué se trata.

Juan Carlos, mientras confirmaba que Gregorio era incapaz de mirarlo a los

ojos, explicó, de la manera que le pareció más convincente, la idea de su guión.

–Ésta es la historia de un actor, contada en tono biográfico, cuyo problema

principal es que su vida se desarrolla como la de un personaje secundario en una

película. El actor, que sólo consigue trabajos de extra mezclado siempre entre

multitudes bulliciosas, siente que su propia vida transcurre como la de sus

“personajes” de la ficción. Tiene la viva impresión de ser un extra de la vida real,

un papel pintado al fondo de la verdadera vida, la de los protagonistas, rol que

indefectiblemente representaban otras personas. El actor descubre por casuali-

dad que sus impresiones se corresponden con la realidad, confirma fidedigna-

mente que el protagonismo en el mundo pasa por un lugar muy lejano al que él

mismo ocupa, e intenta explicárselo a su novia, también actriz. Pero explicár-

selo le insume mucho, mucho trabajo, y al final no está convencido de lograrlo,

de poder darle a su novia esta explicación y que ella sea capaz de entenderla. La

vida se le va pasando sin acceder a ningún tipo de protagonismo, llena de sen-

saciones circunstanciales, mediocres, sin progreso alguno. La herramienta prin-

cipal de la narración, herramienta cuyo valor dentro del relato es equiparable

al valor de la historia misma, es la manera de filmarla. Mientras en off se escucha

la voz monótona del actor que relata su experiencia, la cámara lo toma siem-

pre de lejos, incluso como fondo de otras personas, desenfocado, a veces ni si

quiera se le ve o no se le puede distinguir del resto de la gente. Lo importante

es no sólo tomarlo de lejos y transversalmente, es crucial no hacerle nunca un

plano cerrado, no hay que darle margen para llamar la atención. El actor puede

tener barba de vez en cuando, a veces será gordo, puede incluso estar interpre-

tado por diversas personas, sin descartar que se trate o no del mismo personaje

en cada ocasión. La trama cuenta con la ventaja de estirarse indefinidamente,

con escenas intrascendentes y repetitivas, usando siempre las mismas graba-

ciones de la voz en off. Uno o dos sobresaltos ocasionales, mínimos e intrascen-

dentes, servirían como contraste para evaluar el verdadero nivel de monotonía

general. Sería la filmación de una vida protagonizada por nadie. Una obra maes-

tra para un director capacitado.

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CUENTO

Gregorio enlazó un hielo con la lengua, lo sorbió y finalmente lo escupió den-

tro del vaso. Miró a Juan Carlos, en silencio. La pausa parecía no volverse incó-

moda, y era necesaria. Gregorio jamás había estado frente a un hombre de

talento, grande y verdadero, y se juraba en nombre de Dios nunca volver a me-

terse en una situación semejante. Revolvió un poco el whisky porque le gustaba

generar suspenso, y después contestó, con tono neutral.

–Juan Carlos: su idea es brillante, y tengo la convicción más absoluta de que

usted es un genio. ¿Conoce la historia de John Martin, el editor de Bukowski?

¿no?, es una pena, el caso es muy interesante. Porque sin John Martin, hoy no

existiría Bukowski, como Kafka no existiría sin Max Brod, o Virgilio sin aquel

emperador. Y tantos otros casos menos famosos. Le hablo de los mecenas, se-

ñor, de los verdaderos mecenas, esos que eran tanto o más aficionados al arte

que los mismísimos artistas. Porque eso es lo que usted necesita, señor. Su obra

no merece nada menos que eso, un verdadero amante del arte en condiciones

económicas de producirla, de transformarla en realidad sacándola del papel. El

inconveniente que se presenta entre nosotros, señor, radica en el hecho de que

yo no soy ese mecenas, ese amante del arte. Usted verá, yo soy apenas un co-

merciante, un hombre forjado al calor del dinero, un intermediario de merca-

derías. Y como tal intermediario, mi éxito radica en elegir la mercadería más

adecuada para mi clientela. En este momento, el mercado busca unas merca-

derías radicalmente distintas a las que usted está intentando comercializar.

Tenemos programada una película llena de protagonismo, un protagonismo es-

telar y feroz, que atraiga a todas las cámaras y todas las imaginaciones, un pro-

tagonismo que permita al espectador anónimo la más completa identificación,

y así sumirlo en un universo totalmente ajeno a su experiencia cotidiana, con

el afán último de que esa experiencia cotidiana quede fuera del alcance de su

atención. No me resta más que declinar su propuesta, sin dejar de estar muy

agradecido por el tiempo que le ha dedicado a esta reunión.

Mientras escuchaba todo esto, Juan Carlos se sentía como el barman de una

escena de Casablanca, puesto delante de la cámara a modo de marco para el

brillante lucimiento de Humphrey Bogart.

3.Pasados algunos años Juan Carlos recibió la llamada de otro productor, alguien

menos encumbrado que Gregorio, pero que también hubiera podido transfor-

mar sus sueños en realidad.

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–Me gustaría que me explicara un poco –le pidió el productor– aquella historia.

Con voz tenue y cansada, Juan Carlos contestó:

–Es una obrita autobiográfica.

plANO CERRADOGonzalo Viñao

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Juan Antonio Sánchez Rull

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CUENTO

pAyAsO

Rodrigo Blanco

para Salvador Fleján

Hit me, Clown.

Korn. Clown.

Archivos olvidados. Así se llamaba el blog y sólo así podía llamarse. Aquel lunes,

Alex Bell había llegado temprano a la redacción para actualizarlo, aprovechando

las horas serenas que arrullaban la sede del periódico hasta las diez de la maña-

na. Se trataba de la segunda entrega de lo que los lectores, después de muchos

comentarios, habían bautizado espontáneamente como El episodio del policía

erótico. Las fotos –que mostraban a un funcionario de la policía en ropa interior,

con el chaleco antibalas y el casco puestos y con la pistola en mano– habían cau-

sado furor. Tanto, que Alex Bell llegó a dudar de la conveniencia de publicar la

segunda tanda, aún más comprometedora que la primera.

Gracias a esas fotos, sus lectores se habían multiplicado como un virus. Sin

embargo, ni los habituales ni los nuevos seguidores se habían preguntado por

eso que en las artes visuales se llama “perspectiva”. Quizás pensaron que el po-

licía se las había tomado a sí mismo. O que, a lo sumo, había sido alguna aman-

te con debilidad por los hombres en uniforme. Nadie parecía contemplar otras

posibilidades.

En el fondo, no tenía dudas. No había sentido una emoción tan fuerte desde

la primera vez, en un cibercafé del centro de Caracas, cuando tuvo la ocurrencia

de abrir la carpeta de archivos temporales de la máquina que estaba usando. El

hallazgo y la necesidad de difundirlo se trasformaron en un impulso eléctrico

que concretó en ese mismo instante. Como un monumento fugaz al lugar del

descubrimiento, creó el blog en aquel roñoso cibercafé y lo tituló de la manera

más transparente que pudo: Archivos olvidados. Un pervertido homenaje a la in-

timidad que queda varada en el limbo de una computadora tan anónima como

sus usuarios.

Alex Bell se dispuso a terminar su labor. La noche anterior había escrito los

textos que acompañaban las imágenes: descripciones detalladas, irónicas e incle-

mentes de posturas, vestimentas y gestos. Situaciones imaginarias que elabora-

ba por la sugestión de las fotos y que a más de un lector atento había permitido

reconocerlo en el estilo inconfundible de su escritura. Ahora sólo debía disponer

todo el material en la plantilla del blog y presionar el botón “finalizar”.

Quiso revisar antes su correo electrónico.

Allí, en la bandeja de entrada, estaba la noticia que cambiaría el curso de aque-

lla mañana, de las semanas siguientes y, tal vez, del resto de sus días.

La convocatoria a la rueda de prensa era explícita. Anunciaba en grandes le-

tras el regreso de Fonsy. No de “Fonsy, el payaso”. Sólo Fonsy, pues Fonsy era el

auténtico, el más célebre payaso de la televisión venezolana.

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CUENTO

El show de Fonsy había mantenido un imbatible rating de audiencia desde me-

diados de los años setenta hasta el final de los ochenta. Fue en el año 89, cuando

la economía se vino a pique y tuvo lugar el Caracazo, que el programa salió del

aire. Durante las dos décadas siguientes la leyenda de Fonsy había persistido

con un curso desigual. Era un episodio vergonzoso de la memoria colectiva cuyo

recuerdo provocaba un extraño deleite. Para los que fueron niños en aquella

época, era un emblema kitsch de la infancia. Fonsy era esa sensación de ridículo

que golpea a una persona cuando se observa a sí misma en el pasado con abso-

luta sinceridad.

La carrera de Fonsy, como sucede con todas las estrellas del show business, siem-

pre estuvo acompañada de una sombría polémica. Se decía que Fonsy era un

energúmeno. Se decía que, en realidad, Fonsy odiaba a los niños. Y se decía tam-

bién que Fonsy no sólo odiaba a los niños sino que, de hecho, los maltrataba.

Bell estaba al tanto de esta leyenda negra y además sabía, por experiencia,

que era cierta. Esto lo pudo recordar porque trabajaba en el periódico, por ser

el redactor principal de la sección de farándula y porque era seguro que le toca-

ría asistir a la rueda de prensa. De otro modo, la anécdota hubiese permaneci-

do como hasta entonces, en la nebulosa de los recuerdos que se quieren borrar.

Latente pero desconectada de su referencia, como un archivo olvidado.

Con exactitud fotográfica revivió el episodio. Ninguna cámara de televisión

registró el hecho. No sucedió en el estudio de grabación sino en Fonsylandia, el

parque de diversiones que Fonsy había inaugurado cerca del bulevar de Chacaito.

Sus padres, después de repetidos berrinches, habían aceptado llevarlo un sába-

do en que Fonsy en persona estaría compartiendo con los niños. Alex Bell tendría

unos ocho años cuando aprendió que el infierno estaba hecho de colores chillo-

nes, globos y muchísima gente encadenada a trabajos de diversión forzosa. Des-

de la llegada, comprendieron que su único objetivo en aquel parque era hacer

largas colas: de media hora para un miserable tobogán que resultó más peligro-

so que la bajada de Tazón, por el ángulo pronunciado y unos restos de Pepsi­

cola resecos que hacían de rampa de frenado justo al final; de otra media hora

para entrar a baños muy parecidos a los de los peores bares que frecuentaría en

sus años universitarios, pues los niños y los borrachos dicen la verdad y orinan

en cualquier lado; largas colas para comprar cotufas frías, para jugar a tiro al

blanco, para tomarse una imposible foto con Fonsy, el payaso.

Sus padres no desperdiciaron el chance de propinarle una lección y lo obliga-

ron a hacer la respectiva cola de cada uno de los aparatos. En la última de las

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pAyAsORodrigo Blanco

atracciones, cuando ya su madre lo esperaba en un banquillo lejano mientras

su padre pagaba el ticket del estacionamiento, tuvo lugar el encuentro. Por uno

de los pasillos, a ritmo apresurado, lo vio pasar. Inmediatamente, Alex Bell aban-

donó la larga fila de niños y corrió en aquella dirección. Al alcanzar la esquina,

vio que se dirigía hacia una puerta que estaba al final del pasillo. Reemprendió la

carrera ante la posibilidad de que Fonsy desapareciera y también por dos niños

que le habían seguido la pista y que a lo mejor pretendían arruinarle su momen-

to especial.

Los niños corrieron tras él y pronto acortaron la distancia. Alex Bell no iba a

permitir que nadie se le adelantara y fue entonces cuando pegó el alarido:

–¡Fonsy!

Alex Bell gritó y mantuvo su marcha, con los brazos abiertos, como un fugiti-

vo que busca asilo. Fonsy se volteó y se zafó con un codazo de esa turba de ni-

ños que lo acosaban.

Alex Bell quedó estampado en el piso. No lloró. Los dos niños ya estaban a su

lado y lo veían a él y luego a su ídolo sin saber qué pensar. Por una milésima de

segundo, éste tampoco supo qué hacer. Pero Fonsy después reaccionó y lo hizo

como lo que era: un payaso profesional. Sacó su as de la manga, la interjección

que lo caracterizaba, el interruptor monosilábico que activaba el mecanismo

de la risa:

–¡Hueeep!

Así dijo Fonsy y luego hizo su respectivo movimiento de caderas y brazos.

Los niños empezaron a reírse y, cuando vio que la situación estaba controla-

da, abrió la puerta y desapareció.

Alex Bell observó con cuidado a su alrededor y encontró el ajetreo típico de la

redacción a las 11 de la mañana. No le extrañó que nadie lo hubiese saludado.

En el periódico era conocida su timidez enfermiza. Todos aceptaban esa forma

de ser, esa vestimenta de último mohicano grunge, como el reverso disfuncio-

nal de su talento. Un talento que consistía en extraer de lo banal (viniera de la

farándula, de la rutina de seres anónimos, de la cultura venezolana y sobre todo

de su propia persona) textos perfectos que hacían llorar de la risa. Como si todo su

comportamiento diurno sólo fuera la primera parte de ese gran chiste que era

su verdadera existencia.

Nunca lo había visto así. De hecho, nunca, hasta esa mañana, se había visto

así: en tercera persona. Echó una mirada recelosa alrededor y tuvo la sensación

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CUENTO

de que en otra dimensión de la realidad alguien había descubierto aquella es-

tampa de la infancia y desgranaba en palabras su historia.

A la hora de la reunión de pautas, la noticia del regreso de Fonsy se había re-

gado. Los viejos rumores sobre su temperamento, el estribillo de sus canciones,

los nombres inciertos de los otros payasos que lo acompañaban, coparon las

conversaciones. Todos se avergonzaban y a la vez se alegraban de participar del

recuerdo bochornoso de Fonsy. Alex Bell sintió que, de algún modo, las risas

apuntaban hacia él.

–Ve tú a la rueda de prensa –le dijo al pasante.

La coordinadora del cuerpo de farándula y los otros periodistas se quedaron

en silencio.

–Yo quiero una entrevista en exclusiva –dijo Alex Bell.

Todos soltaron una carcajada y lo miraron como si fuera un niño travieso.

–Sólo tú puedes hacerlo –le dijo la coordinadora, con aires de complicidad.

–Sólo yo –confirmó Alex Bell, y se retiró pensando en lo estúpida que se ve la

gente cuando se ríe sin saber bien por qué.

No tuvo dificultad para cuadrar la entrevista. La manager era Glenda de Fonseca,

la famosa Fonsyna, una fan enamorada que a los quince años de edad formó par-

te del ballet de Fonsy y que luego terminaría convertida en su esposa y en madre

de sus hijos. La entrevista quedó pautada para el miércoles y tendría lugar en

la propia casa de Fonsy. Esto último le llamó la atención, pero no más que el he-

cho de que hasta los payasos podían encontrar a la mujer de su vida.

Aprovechó la modorra de las dos de la tarde y colgó la segunda parte de El

episodio del policía erótico. Al oficial de las primeras fotos se sumaban tres más

hasta conformar un peligroso y tierno trenecito. Sólo llevaban puestos los cascos:

una estratagema para ocultar sus rostros. El primer oficial mantenía la pistola

en alto, confirmando con ese gesto su rango policial o su condición de locomo-

tora. Nunca como entonces Alex Bell refrendó las palabras que había puesto

aquel primer día a modo de presentación de su blog, Archivos olvidados: “Fotogra-

fías y otros archivos encontrados en computadoras de los cibercafés que visito.

Olvidados por desconocidos imprudentes o conscientemente impúdicos. ¿Es

esto legal? ¿Es esto moral? Lo dudo. Pero es divertido.”

Sí, era divertido.

A la mañana siguiente, la cantidad de comentarios superaba lo logrado en la

primera entrega. Alex Bell lo presintió al llegar a la redacción y ver que todos lo

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saludaban y lo felicitaban. Desde que abrió el blog se había acostumbrado a no

conectarse en casa: no quería derrochar la ocasión de explotar las perlas que

aguardaban en las entrañas de los cibercafés perdidos de la ciudad. Instalado en

su cubículo comprobó que el link de Archivos olvidados había sido rebotado por

la mayoría de sus contactos en Facebook y Twitter. Entonces comprendió lo que

ocurría.

El problema no era que la gente hubiese transformado un chiste en una de-

nuncia sobre los atracos y secuestros que perpetraba, con uniforme y a la luz

del día, la Policía Metropolitana; ni mucho menos que hicieran de un bromista,

comediante amateur o payaso virtual como él, un héroe. El problema era que

ya lo identificaban, con nombre y apellido, como el autor del blog.

Para calmarse, se concentró en su trabajo. Le dio a su pasante algunas indi-

caciones para la rueda de prensa que iba a dar Fonsy al mediodía. Después re-

dactó dos notas sobre el estreno de una película y de una telenovela y luego se

dedicó a preparar la entrevista.

En Internet consiguió páginas hechas por fans nostálgicos, videos con seg-

mentos de sus programas, fotos de distintas épocas, letras de sus canciones,

breves párrafos biográficos y, no menos importante, los nombres de los payasos

que lo acompañaron. De Sony Fonseca se sabía que, después de engavetar a su

personaje en 1989, se convirtió en un importante y severo productor televisivo.

Sin embargo, de Fufurufo, Chirrinchi y Mr. Wikili, de esos payasos a quienes

Fonsy siempre jugaba malas pasadas, no se supo más.

Fue Guillermo Cabañas, un guionista de telenovelas retirado y gran conoce-

dor del medio, quien le dio algunas señales. De los tres asistentes de Fonsy,

Fufurufo siempre fue el más ambicioso. Llegó, incluso, a grabar un piloto para

su propio show. El proyecto a última hora no cristalizó y Fufurufo terminó me-

tido en un malhadado negocio de drogas que lo llevó a la cárcel. Al salir, ya es-

taba convertido en un adicto a la piedra.

–¿Murió? –preguntó Alex Bell.

–No sé. Al final, eso es lo de menos. En este negocio, cuando el color de la piel

se te confunde con la mugre de la calle quiere decir que ya has sido borrado

–dijo Cabañas–. Por supuesto, siempre se pensó que Sony tuvo que ver con el

fracaso de aquel piloto.

–¿Y los otros?

–Chirrinchi también fue a parar a la cárcel. Más o menos la misma historia:

robos, drogas. Sólo que a él, además, lo acusaron de violación. Y sabes que aden-

pAyAsORodrigo Blanco

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CUENTO

tro eso no se perdona. Lo mataron en una reyerta después de un día de visita.

–¿ Y el otro? –insistió Bell.

–¿Míster Wikili? –dijo Cabañas, entornando las cejas –De ése no volví a escu-

char nada.

Sin entender muy bien la causa, Alex Bell estaba indignado. Cerca de las cua-

tro de la tarde regresó el pasante.

–¿Y? –dijo Bell.

–Un verdadero cretino. Ya verás.

Alex Bell leyó el resumen de la rueda de prensa, las declaraciones de Fonsy.

Hizo un par de sugerencias al pasante. Minutos después, en camino hacia su

casa, se convenció de la venganza.

El ascensor abrió sus puertas y Alex Bell dejó pasar al fotógrafo. Los recibió Glenda,

la Fonsyna. Tuvo que reconocer que era una mujer hermosa y amable. El apar-

tamento era un amplio penthouse ubicado en Santa Mónica, urbanización a la

que en los años setenta habían emigrado numerosas familias de la clase media

en la truncada carrera por el ascenso social. La morada del payaso, al igual que

la zona, había ido perdiendo con los años la fantasía del maquillaje. La decora-

ción, los muebles, los cuadros, todo presentaba el mismo brillo menguante, como

un barniz a punto de evaporarse.

Después de algunos minutos de espera, Sony Fonseca apareció en la sala. La

tez morena, curtida y al mismo tiempo lozana. El cabello teñido de negro y su-

jeto con una cola de caballo. Los ojos también parecían teñidos de negro. Esta-

ban dominados por una fijeza cercana a la hipnosis.

Alex Bell no se amilanó.

Al principio, dejó que el ego de Fonseca se explayara a sus anchas. Le dio rien-

da suelta para que contara la clásica historia de privaciones y logros: la llegada

a la ciudad capital con el deseo de triunfar; los múltiples oficios que tuvo que

desempeñar durante el día –mesonero, vendedor de helados, office boy ministe-

rial– mientras en las noches de algún cuarto de pensión aprendía pequeñas acro-

bacias, trucos de cartas, actos de prestidigitación; las largas jornadas a las

puertas de los canales de televisión esperando una oportunidad. Todas las al-

cabalas de superación personal que conmueven a las masas, Sony Fonseca las

erigió durante la entrevista.

Hubo una pausa. Fonsyna trajo una bandeja con jugos y galletas. Alex Bell

aprovechó la oportunidad.

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–¿Qué edad tiene usted? –preguntó Bell.

–Basta con que pongas que nací “en el cuarenta y pico”.

–Para los grandes payasos nunca ha sido fácil volver a los escenarios. ¿Qué mo-

tivos tiene un hombre de su edad para regresar? ¿Razones económicas? ¿Siente

que necesita recuperar la fama? ¿Está aburrido?

–Regreso porque en todos los programas a los que me han invitado, de radio

y televisión, las líneas se colapsan con gente que llama, llorando, pidiendo mi

regreso.

–¿Y a qué cree usted que se deba ese llanto?

–Creo –dijo, inflando el pecho– que se debe a que calé hondo en el alma de

la gente. Generaciones de niños querían a Fonsy y quisieron ser como Fonsy. Yo

mismo quisiera ser como Fonsy.

Soltó una carcajada. Lucía satisfecho.

–Cary Grant –dijo Alex Bell, de repente.

–¿Cómo?

–Estaba recordando que una vez un periodista le dijo a Cary Grant que todo

el mundo quería ser como Cary Grant. Y el actor respondió que a él también le

gustaría.

Ambos guardaron silencio.

–A ver si entiendo. ¿Me estás comparando con Cary Grant?

–No. Sólo recordé la anécdota. Aunque Cary Grant empezó su carrera como

comediante y payaso en el grupo de Bob Pender. También hacía acrobacias. ¿Lo

sabía?

–No.

Sony Fonseca estaba completamente serio. ¿Se estaría burlando de él este

pendejo?

–¿No siente temor de que el público vea a un Fonsy envejecido? –preguntó

Bell, retomando la entrevista.

–Puede que yo haya envejecido, pero Fonsy no.

–¿Por qué insiste en hablar de Fonsy en tercera persona?

–¿Te molesta acaso? Hablo así porque Fonsy y yo no somos exactamente la

misma persona. Cada uno es la máscara, el personaje, el doble del otro –dijo

Fonseca. La mirada oscura recrudeció.

Alex Bell tragó saliva. Había llegado el momento.

–Si es así, ¿qué nos podría decir Sony Fonseca de los conocidos rumores que

rodearon la carrera de Fonsy? ¿Es verdad que maltrataba a los niños?

pAyAsORodrigo Blanco

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El silencio llenó la sala. Por un instante, nadie, ni siquiera el fotógrafo que cu-

bría discretamente la entrevista, hizo un solo movimiento. Sony Fonseca, con

los ojos clavados en los de Alex Bell, distendió el gesto y una amplia sonrisa se

fue abriendo en su rostro.

–Me caes bien, ¿sabes? –dijo Fonseca– No me preguntes por qué, pero me caes

bien. Esa pregunta te la va a responder el propio Fonsy.

Luego le hizo una señal al fotógrafo y llamó a su esposa.

Dos horas después tenía a Fonsy frente a él. Sony Fonseca había desaparecido

paulatinamente, cubierto por las sucesivas capas de maquillaje, por los dieci-

siete rollos que se puso en el cabello para darle la característica forma acampa-

nada, por las lágrimas dibujadas que caían siempre sin caer de sus ojos. Todo

ese proceso de transformación, que el fotógrafo registró paso a paso, Fonsy lo

había bautizado hacía tiempo como “el ritual”. Y algo místico se percibía en la

abnegación con que Fonsyna lo ayudaba en cada una de las etapas.

Alex Bell supo que la entrevista, junto a aquellas fotos, sería un bombazo.

La pregunta había quedado en el aire y todo “el ritual” era el montaje previo de

la mentira. Alex Bell lo sabía y sin embargo se sentía inquieto. Como si a pesar

de su propio recuerdo, Fonsy pudiera convencerlo. Como si no pudiera dejar de

encontrar una profunda verdad en la belleza y en los movimientos de Fonsyna.

Cuando estuvo listo, se sentó de nuevo a su lado y con una actitud comple-

mente distinta –“escénica” fue la palabra que a Alex Bell se le vino a la mente– le

respondió:

–Mírame a los ojos para que me creas –le dijo Fonsy, poniéndole una mano

sobre una pierna–: Nunca. Óyelo bien. Nunca he maltratado a un niño.

La entrevista salió publicada el viernes y como lo había presentido, fue todo un

suceso. Alex Bell recordó el triste destino de Fufurufo, Chirrinchi y Mr. Wikili y

pensó que, al igual que ellos, él había permitido que Fonsy lo pisoteara para

alcanzar la cima.

A su pesar, Alex Bell debía admitir que también había alcanzado la suya. Esta

irritante afinidad entre él y el payaso la confirmaban las últimas decenas de

comentarios dejados en el blog. Allí se mezclaban los insultos contra la policía,

la alegría burlona por el regreso de Fonsy y apreciaciones sobre el talento in-

discutible de Alex Bell. No supo si alarmarse o contentarse cuando los omnis-

cientes administradores del portal colocaron un aviso que advertía a los usuarios

CUENTO

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sobre los contenidos explícitos de Archivos olvidados. Esta medida avivó la bilis

de los internautas, la polémica se redobló y para el lunes Alex Bell se encontró

con que su blog había sido oficialmente clausurado.

A partir de ese momento, Alex Bell fue objeto de una insoportable oleada de

solidaridad. Incluso, un conocido anfitrión de un talk show afirmó en una en-

trevista ser un lector furibundo de Archivos olvidados y lamentaba las extrañas

circunstancias que habían llevado al cierre del blog. Alex Bell, en cambio, vivió

aquello como una liberación. Sin tener ya que descender a los infiernos de Ca-

racas para buscar imágenes olvidadas, se permitió la serenidad de deambular

por calles y avenidas, captando la virtualidad no menos anónima del trasiego

cotidiano.

En una de esas tardes, llegó casi sin darse cuenta al Centro Plaza. Entró en la

librería Noctua y echó un vistazo a los mesones. En el apartado de bestsellers

encontró una novela que, desde que había visto la versión cinematográfica, ha-

bía buscado en vano: It, de Stephen King. Comenzaba a leer las primeras páginas

cuando la “Bellina” hizo su aparición.

El tono de voz chillón, como de niña, rompió el ambiente silencioso de la li-

brería, apenas atravesado por la filigrana del hilo musical. Alex Bell, levantando

con cuidado el rostro, observó lo que sucedía. Era una mujer rubia, de unos trein-

ta y tantos años vestida como una chica de veinte. Tenía unos bluyines ajusta-

dos, zapatos converse, un suéter a la cadera, una franelilla con las costuras hacia

afuera y un cuerpo perfecto. Ese cuerpo era también una librería, era un espacio

con una armonía milimétrica, que venía a ser alterado por una voz y unas pala-

bras que venían de otra parte.

Al rato de escucharla hablar con el librero, entendió que la mujer estaba loca.

Volvió la vista al libro, pero aquella presencia lo distraía. Persistió en su ensi-

mismamiento, que tan buenos resultados le prodigaba en la redacción, cuando

sintió que lo estaban observando. Efectivamente, al levantar el rostro se en-

contró con la expresión fascinada de la mujer, que, con los ojos completamen-

te abiertos, lo observaba. Se le acercó y sin poder ya ocultar la emoción, le

dijo:

–Fonsy

Alex Bell quedó paralizado.

–¿Perdón? –le dijo.

–Tú eres Fonsy. Soy tu fan número uno. Ya tengo mi entrada para este fin de

semana. Llevo años esperando verte.

pAyAsORodrigo Blanco

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Alex Bell miró al librero, quien se encogió de hombros sin poder ocultar una

sonrisa. Luego comenzó a ver hacia los lados, hacia los anaqueles, como si qui-

siera encontrar detrás de los libros una cámara escondida que explicara lo que

estaba sucediendo.

–Yo no soy Fonsy –se dio cuenta que empezaba a sudar.

La mujer rió y se tapó la cara.

–Claro que eres Fonsy –dijo después–. Yo leí la entrevista que le hiciste. Ade-

más visito siempre tu página y sé todo de ti. Soy tu fan número uno. Ya tengo

mi entrada para el concierto. No he olvidado una sola de tus canciones.

Luego, sin mediación, se acercó, lo abrazó y le estampó un beso muy cerca de

la boca. Entonces dio media vuelta y con pequeños saltos, se marchó.

Cuando fue a pagar, el librero hizo otro gesto risueño.

–Es tan hermosa. Una verdadera lástima.

–¿Quién es?

–No sabemos. Viene de vez en cuando, siempre se cambia el nombre. Por lo

menos, está aseada y tiene algo de dinero. A veces insiste en comprarnos libros.

Se ve que tiene familia.

–Menos mal –dijo Alex Bell. Pagó, se despidió y al salir de la librería notó, aver-

gonzado, que tenía una erección.

En la calle, Alex Bell tuvo de nuevo la sensación de estar al borde de un esce-

nario, observado por cientos de personas enmascaradas que gozaban de su

espectáculo. Comenzó a caminar y la impresión de que Fonsy no sólo era el pro-

ductor sino el director de aquel montaje lo terminó de descolocar. Subió por la

avenida Luis Roche y se refugió en la Casa Rómulo Gallegos. Durante aquel mes,

en la sala subterránea pasaban un ciclo de comedia norteamericana. Sin dete-

nerse a ver cuál era la película del día, pagó la entrada. Sólo había dos personas

en la primera fila. Las pasó de largo, subió las escaleras y se ubicó en la última

fila de la sala.

Las luces se apagaron y la oscuridad fue olvidando el contorno de las circuns-

tancias. Alex Bell se dijo que podía estar tranquilo, sobre todo cuando comprobó

el hermoso azar: Candilejas. Se disponía a ver por enésima vez las desventuras de

Calvero, cuando se abrió la puerta de la sala y la vio entrar. La mujer lo ubicó,

atravesó el espacio que los separaba y se sentó a su lado, con absoluta calma,

como si hubiese llegado a una cita.

Alex Bell la observaba y ella a su vez veía la pantalla. Pensó en levantarse, en

decir algo. Ella puso entonces una mano en su entrepierna. Supo que no podría

CUENTO

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hacer nada. Estuvo un largo rato masajeándolo y luego comenzó a forcejear

con el botón y el cierre del pantalón. Alex Bell la ayudó.

–Tú eres Fonsy, ¿verdad? –le susurró al oído.

–Sí –respondió.

Entonces la mujer se inclinó y Alex Bell se olvidó en aquellos instantes hasta

de la misma oscuridad.

Después del episodio con la “Bellina” (así la llamaba cada vez que pensaba en ella),

pretextó en el trabajo una gripe y se encerró en su casa. No recordaba quién de

los dos había abandonado primero la sala. Sí recordaba con claridad, aunque

no lo comprendiera del todo, la decisión automática de echar la novela de King

a la basura. Como si Pennywise hubiese tenido algo que ver con lo sucedido en

el cine. Lo cierto es que durante el encierro se vio envuelto por una cadena de

pesadillas idénticas: Fonsy devorándolo con unos asquerosos dientes afilados.

Sin embargo, la imagen de Calvero reflexionando frente a una ventana y dicién-

dole a Teresa que “la vida es maravillosa, si no se le tiene miedo”, no era mucho

más conciliadora. Calvero y Pennywise eran los caminos de una encrucijada que

lo paralizaba. ¿No era una exageración? ¿Un payaso con coulrofobia? ¿Un payaso

tímido? ¿Qué otra cosa es un tímido sino un ser vivo que le tiene miedo a la vida?

Nunca pensó que celebraría la llegada de ese sábado. Por eso le sorprendió

comprobar el poco movimiento en los alrededores del Caracas Theather Club.

De no ser por el personal de logística, nadie hubiese sospechado que ese día era

el regreso oficial de Fonsy. El concierto debía comenzar a las 11 de la mañana y

Alex Bell llegó a las 11 y 30. Trataba de evitar que lo reconocieran. Sobre todo, la

Bellina, si es que en verdad llegaba a presentarse.

Mostró el pase de prensa y los bostezos de los que regulaban el acceso le hi-

cieron presentir el fiasco. En efecto, el teatro estaba a medio llenar y aquella era

sólo la primera de seis presentaciones previstas. Tardó poco tiempo en descifrar

a la audiencia. Una parte la conformaban algunos nostálgicos que quisieron

mostrar a sus hijos un episodio importante de sus propias infancias. Los niños

lloraban de miedo cada vez que Fonsy se acercaba al público. Los otros no tenían

hijos y habían asistido con el único objetivo de burlarse de Fonsy: cantaban las

canciones a todo gañote, como en una borrachera de cumpleaños a las cuatro

de la mañana.

Después de una primera pausa, la mitad de esa mitad aprovechó para mar-

charse. Fonsy no volvió a salir. Nadie reclamaría ningún dinero, pues quienes

pAyAsORodrigo Blanco

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quedaban eran familiares y amigos de Fonsy, y alguno que otro espectador que

regresaría a casa con una jugosa, patética y bien pagada anécdota.

Alex Bell abandonó su butaca y con el pase de prensa logró entrar a los came-

rinos. No se le hizo difícil encontrarlo. Aquello parecía un cuartel en desbandada.

Un técnico le indicó la puerta. Sin tocar, entró y vio a la pareja. Fonsy levantaba

los brazos al cielo y luego hundía el rostro en esos mismos brazos. Unas lágri-

mas reales descendían por las mejillas y en su pequeño cauce arrastraban a las

otras, las que durante más de veinticinco años habían permanecido suspendi-

das. Fonsyna abandonó por un momento a su esposo y ya se disponía a pedirle

a Alex Bell que se marchara, cuando Fonsy lo reconoció.

–Déjanos solos, Glenda.

La Fonsyna salió del camerino.

–Qué cagada, ¿no?– Una sonrisa irónica luchaba por imponerse al maquillaje

borroneado.

–Sí –dijo Bell.

–Nunca te di las gracias por el reportaje.

Bell se quedó callado.

–¿Qué va a pasar con las otras presentaciones? –preguntó al rato.

–Canceladas. Me lo acaba de decir el productor.

En este punto, Fonsy volvió a llorar. Lloraba y lloraba sin parar. Alex Bell se

distrajo observando la indumentaria del payaso regada por toda la habitación:

las cenizas del ritual. Pensó en Chaplin, pensó en Stephen King, pensó en la ar-

quitectura intrincada de las risas futuras.

Pensaba en estas cosas, cuando vio que tenía a Fonsy prácticamente encima.

Como una pesadilla del pasado, Fonsy, inconsolable, con el maquillaje cuartea-

do por las lágrimas, se abalanzaba para abrazarlo.

Alex Bell, con un codazo macerado durante más de veinte años, se deshizo

del payaso.

Fonsy aún permanecía en el piso, perplejo, cuando Alex Bell abandonó el

camerino.

Atravesó a pie el estacionamiento y se dirigió a la salida. Entonces sintió una

puntada en el estómago. Un vacío producido por la ausencia total de cualquier

entusiasmo. La venganza, más que un plato frío, era un plato recalentado.

–Se lo merecía –dijo Alex Bell, sin mucha convicción.

¿Y Bellina?, pensó. ¿Ella también se merecía lo que había pasado? Los tonos

rubios de su cabello le hicieron pensar en Virginia Cherril, en cómo Chaplin la

CUENTO

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había conocido durante una pelea de boxeo, en su debut como actriz en Candi-

lejas, para luego terminar en los brazos de Archibald Alexander Leach, su primer

marido, mejor conocido como Cary Grant.

Alex Bell se equivocaba. Claire Boom tenía el pelo castaño oscuro y aunque

hizo el papel de Teresa en Candilejas se casó, para buscar una referencia que a él

le pudiera interesar, con Philip Roth en 1990. Virginia Cherril había protagoniza-

do Luces de la ciudad.

Y a todas éstas, se preguntó Alex Bell alzando la mirada, ¿a quién podía inte-

resarle, en ese momento, esa aclaración? ¿La Bellina no lo había confundido a

él con el mismo Fonsy? ¿Quién, entonces, respondía por esa equivocación?

Alex Bell pensó, o quizás lo llegó a decir en voz alta, que los dos errores, entre

sí, se anulaban. Y algo parecido a un viento de retorno, de esos que cierran las

puertas, le indicó que el final de su historia se acercaba.

Volvió a experimentar una fuerte puntada en el estómago.

Pasó un taxi y le hizo una seña, pero lo que se detuvo unos segundos después

fue una patrulla de la Policía Metropolitana. El que manejaba permaneció al

volante. Los otros tres se bajaron. Le pidieron la cédula.

–Éste es –dijo el que tenía su cédula al que estaba en el carro.

Lo esposaron y lo metieron en la patrulla. En ese instante, identificó el único

elemento extraño, como de utilería, de todo el conjunto. Los cuatro policías

dentro de la patrulla portaban unos cascos. ¿Todo sería una farsa?

Alex Bell notó que el malestar en el estómago se mudaba al resto de su cuer-

po y de ahí se transmitía, como una peste, a la ciudad entera. La idea le compla-

ció y se aferró a ella, mientras una lluvia de golpes lo borraba, también a él, de

la escena.

pAyAsORodrigo Blanco

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Juan Antonio Sánchez Rull

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CUENTO

TEsORO vIvIENTE

Enrique Serna

a José Agustín

Atorada en un párrafo de sintaxis abstrusa, con varias cláusulas subordinadas

que no sabía cómo rematar, Amélie trató de ordenar su borbotón de ideas para

convertirlo en sustancia verbal. Se había encerrado en un callejón sin salida,

¿pero no era en esas encrucijadas donde comenzaba la vida del lenguaje? Ne-

cesitaba encontrar el reverso del signo, el punto de confluencia entre la figura-

ción y el sentido, pero ¿cómo lograrlo si las palabras que tenía en la punta de la

lengua escapaban como liebres cuando trataba de vaciarlas en moldes nuevos?

Tomó un sorbo de té negro y reescribió el párrafo desde el prinicipio. Su error era

querer imponer un orden al discurso en vez de abandonar el timón al capricho de

la marea. Sí, necesitaba volar a ciegas, dejar que el viento la llevara de un espacio

mental cerrado a otro abierto y luminoso, donde el alfabeto pudiera mudar de

piel. Escribió un largo párrafo de un tirón, sin reparar en las cacofonías. El auto-

matismo tenía un efecto liberador, de eso podía dar fe el mismo Dios, que al crear

el mundo había hecho un colosal disparate. Pero cuando releyó la secuencia de

frases caóticas en la pantalla del ordenador, encontró su estilo anticuado y ri-

dículo. No podía descubrir el surrealismo en pleno siglo xxi: los lectores exigentes,

los únicos que le importaban, la acusarían con razón de seguir una moda caduca.

Oh, cielos, cúanto envidiaba a los autores de bestsellers que podían escribir sin

ningún pudor “Aline salió a la calle y tomó un taxi”, como si Joyce nunca hubiera

existido, como si Mallarmé no hubiese descubierto la oscura raíz de lo inexpre-

sable. Para ella la escritura era un constante desafío, una búsqueda llena de ries-

gos y precipicios. Confiaba en la firmeza de su vocación, que las dificultades para

publicar no habían quebrantado, pero le aterraba pensar que al final del camino

tal vez sólo encontraría niebla y más niebla.

Para oxigenarse el cerebro fue a calentar otro té. De camino a la cocineta tro-

pezó con un cenicero repleto de colillas que alguno de sus amigos había dejado

sobre el parquet la noche anterior. Su minúsculo departamento estaba hecho un

asco. Aun con la ventana abierta de par en par, el olor del hashís no se había dis-

persado, tal vez porque ya estaba adherido a los muebles y a las cortinas. Sobre

el sofá alguien había derramado una copa de coñac, sin duda Virginie, que se ha-

bía revolcado allí con su amante argelino. Si usaba el sofá para coger, por lo me-

nos debía tener la decencia de no ensuciarlo. Limpió la mancha con un trapo,

aliviada de no encontrar costras de semen seco. Al entrar en la cocineta, la pila

de trastes con restos de comida le produjo náusea. Si no los lavaba pronto la casa

se llenaría de moscas y cucarachas. Tal vez debería apagar el ordenador y con-

tinuar escribiendo cuando estuviera más lúcida. Nada mejor que el descanso

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contra el bloqueo creativo. De cualquier modo, la jornada de trabajo ya estaba

perdida: no podía hacer prodigios de agilidad mental con una flecha atravesa-

da en el cráneo después de una noche de juerga.

Tomó uno de los platos y lo comenzó a enjabonar. Era grato librarse por un mo-

mento del crítico implacable que la miraba por encima del hombro, insatisfecho

siempre con su escritura. Pero el fregadero la obligaba a confontarse consigo mis-

ma, algo que tampoco podía considerarse un placer. Pensó, como siempre, en su

falta de amor. Los hombres que podían brindarle amistad inteligente y buena

cama, le tenían pavor a cualquier compromiso, incluso al de vivir en unión libre.

Había dejado de importarle que resultaran bisexuales o adictos a drogas duras,

pues ya no aspiraba a encontrar un príncipe azul. El problema era su cobardía, su

falta de carácter para enfrentar los retos de la vida en pareja. Volubles, egoístas,

enemigos de cualquier previsión, como si planear el futuro fuera empezar a morir,

todos querían una libertad irrestricta para prolongar eternamente la adolescen-

cia, y palidecían de terror apenas les hablaba de tener hijos. Hasta Jean Michel,

que parecía tan maduro, y con quien había logrado establecer una verdadera

complicidad, había desaparecido de un día para otro al darse cuenta de que su

pasión “estaba degenerando en costumbre”. Pamplinas: dos personas inteligen-

tes nunca se aburren juntas. El problema de Jean Michel era que estaba demasia-

do inmerso en su neurosis para compartir el placer y el dolor con otra persona.

Cuando terminó de secar los trastes, Amélie puso a calentar el té en el horno de

microondas. Al sacar la taza se quemó la yema del dedo anular. Mierda, le sal-

dría una ampolla en el dedo que más usaba para escribir. Se untó mostaza en la

quemadura y puso el Concierto para piano núm. 21 de Mozart. Necesitaba relajar los

músculos, desprenderse del plomo que le pesaba en la espalda. Arrellanada en

el sofá, encendió con unas pinzas la bacha más grande del cenicero y se la fumó

de un tirón. En la adolescencia, la yerba la embrutecía; ahora en cambio le des-

pejaba el cerebro. Ya tenía treinta y dos años y su carne empezaba a perder

elasticidad. Si no había encontrado un compañero estable y solidario en la flor

de la juventud, tendría menos posibilidades de ser feliz cuando perdiera atrac-

tivos. Tal vez debería conocer hombres con menos sensibilidad y más aplomo:

ingenieros, médicos, empleados de tiendas, estaba demasiado encerrada en el

medio intelectual, o más bien, en su oscura antesala, el vasto círculo de los aspi-

rantes a obtener un sitio en el mundo del arte y las letras, un terreno pantanoso

donde la hombría escaseaba tanto como el talento. Los amigos que antes admi-

raba ahora le daban lástima. Serge, por ejemplo. Cuánta frustración destilaba en

CUENTO

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74

sus dictámenes hepáticos de libros y películas. La noche anterior había despe-

dazado la última novela de Michel Houellebecq, de la que sólo leyó cien páginas,

como si presentara cargos contra un hereje: mercenario, lo llamó, coleccionis-

ta de lugares comunes, falso valor inflado por la crítica filistea. Claro, Houelle-

becq era el novelista de moda, la conciencia crítica más aguda de su generación,

y él sólo había logrado publicar cuentos cortos, bastante insulsos, por cierto,

en revistas provincianas de ínfima clase. Serge, Yves, Margueritte, todos esta-

ban cortados con la misma tijera: ninguno había trabajado con humildad y rigor

en sus disciplinas, ninguno había producido una obra a la altura de su soberbia.

Pretendían convertir su marginalidad en un timbre de gloria, como si no exis-

tiera también una marginalidad merecida: la de los diletantes que codician el

prestigio cultural sin hacer nada por alcanzarlo. Y ella se estaba dejando arras-

trar por la misma resaca, era doloroso pero necesario admitirlo. En tres sema-

nas apenas había escrito seis cuartillas y por falta de una columna vertebral, su

novela, si acaso podía llamarla así, tenía la flacidez amorfa de un molusco.

Estiró el brazo para tomar el fajo de cuartillas y releyó algunos párrafos al azar.

Nada le gustaba, salvo el título: Alto vacío, una imagen polifuncional que expre-

saba su tentativa por crear un sistema de ecos, una red especular volcada sobre

sí misma, y al mismo tiempo, la angustia de una mujer enfrentada con el desa­

mor. Se había propuesto una empresa titánica: crear una poética de la desola-

ción. Pero temía que el desafío fuera superior a sus fuerzas. Para descomponer

la desolación en un prisma de sensaciones, primero necesitaba sobreponerse

a ella, pues no podría objetivar la experiencia del dolor mientras lo sintiera cla-

vado en el cuerpo, mientras se rodeara de gusanos resentidos que ni siquiera te-

nían humor y grandeza para asumir el fracaso; mientras cada mañana tomara

su puesto en el engranaje de la frustración colectiva, como todos los fantasmas

hacinados en los andenes del metro, y volviera del liceo cansada y marchita, con

el alma enteca por la ausencia de un pecho varonil donde reclinar la cabeza. ¡Oh,

Dios! ¡Si al menos tuviera el valor de romper con todo!

Había empezado a sollozar cuando sonó el teléfono.

–¿Aló?

–Soy yo, Virginie.

–Óyeme, perra. Tú y tu amigo me dejaron el sofá asqueroso.

–Perdóname, son los transportes de la pasión.

–Es la última vez que me traes un amante a la casa. La próxima vez los echo a

patadas.

TEsORO vIvIENTEEnrique Serna

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–De ahora en adelante voy a portarme bien, te lo juro. Pero escucha, mi cielo,

para quitarte el enojo te voy a dar una buena noticia. ¿Todavía quieres largarte

de Francia?

–Más que nunca –suspiró Amélie.

–Pues ha llegado tu oportunidad. ¿Sabes lo qué es la acct?

–Ni idea.

–Es una asociación dirigida por un grupo de damas católicas, que se encarga

de difundir en Europa la cultura de los países africanos.

–¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

–La agencia publica una revista mensual que se llama Notre librarie. Cada nú-

mero está dedicado a un país diferente, y están buscando un especialista que

escriba una monografia sobre la literatura de Tekendogo.

–¿Tekendogo? ¿Y eso dónde queda?

–Es un pequeño país del África Ecuatorial. La asociacion costea el viaje y los gas-

tos del investigador por un año. Mi amigo Fayad, el que llevé anoche a tu casa,

trabaja en la acct y cree que puedes obtener la plaza fácilmente.

–¿Estás loca? Jamas he leído a ningún escritor de Tekendogo.

–Ni tú ni nadie. Por eso es fácil que te den el trabajo. Sólo tienes que presentarte

como experta en literatura africana y mostrar a la directora tu currículum aca-

démico. Lo demás corre por cuenta de Fayad. Él se encarga de publicar la convo-

catoria en la red, pero nos hará el favor de mantenerla oculta para que no tengas

competidores. Serás la única aspirante, Amélie, todo está arreglado a tu favor.

–¿Pero qué voy a hacer un año entero refundida en el culo del mundo?

–¿No decías que estabas harta de París, que necesitabas abrirte ventanas y

escapar de tu asfixiante rutina?

–Es cierto, pero no podría vivir en Tekendogo. Si me deprimo en París, allá sola

me pego un tiro.

–Piénsalo bien, Amélie. Es una buena oportunidad para que dejes las clases y

las reseñas de libros. Resolverías tu problema económico y podrías dedicarte

de lleno a escribir lo tuyo.

–Por ese lado no está mal, pero tengo miedo de aburrirme –por el tono de

Amélie, Virginie se dio cuenta de que empezaba a flaquear.

–¿Aburrirte en el paraíso? No digas estupideces. Para una mujer que trabaja

con la imaginación, vivir en África puede ser una experiencia fabulosa. ¿O crees

que Karen Blixen se haya aburrido en Kenia? Imagina lo que te espera: la natura-

leza salvaje al alcance de la mano, paseos en elefante, maravillosas puestas de

CUENTO

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sol, las danzas exóticas y los ritos mágicos de las tribus, el contacto vivificante

con una cultura primitiva. ¿Quieres renunciar a todo eso?

–No estoy segura, déjame pensarlo un poco.

–Tenemos el tiempo encima, es ahora o nunca. Por si no lo sabes, en Tekendogo

están los negros más guapos de África. Son altos, esbeltos, y muy bien dotados.

Se mueren de amor por las europeas y una erección les puede durar media hora.

Además, en cualquier esquina te venden mariguana de la mejor calidad...

–Bueno, tal vez valga la pena hacer el intento. ¿Dónde queda la agencia?

Para no llegar a la entrevista con la mente en blanco, buscó información sobre

Tekendogo en la página de Internet de Le Monde Diplomatique. Con cinco millones

de habitantes y una deuda externa que absorbía el ochenta por ciento del pro-

ducto interno bruto, Tekendogo era el país más pobre del conglomerado de na-

ciones que antiguamente formaron el África Occidental Francesa. Situada al sur

del Sahara y al norte de los países ribereños del Golfo de Guinea, la joven repú-

blica no tenía salida al mar, circunstancia poco favorable para el desarrollo de

la economía. Por falta de trabajo, la mayoría de la población activa emigraba

en tiempo de secas a las plantaciones cafetaleras de Ghana y Costa de Marfil.

Desde la proclamación de su independencia, en 1960, el gobierno estaba en ma-

nos de una dictadura militar con ropaje democrático y civilista. El Comité Mili-

tar de Redención, encabezado por el dictador Koyaga Bakuku, se escudaba tras

la servil Asamblea del Pueblo, compuesta en su totalidad por diputados adictos

al régimen, para reprimir salvajemente el menor brote de disidencia y otorgar

concesiones a las compañias extractoras de bauxita y zinc. En lengua malinke

Tekendogo significaba “país de la honestidad”, nombre paradójico para una na-

ción cuyos gobernantes disponían a su antojo de los fondos públicos. La hosti-

lidad entre los principales grupos étnicos del país –malinkés, mandingos, fulbés,

mambaras– era motivo de constantes guerras civiles. Salvo la minoría islámica

concentrada en la capital del país, Yatenga, la mayor parte de la población pro-

fesaba religiones animistas. Debido a la falta de drenaje y al deporable sistema

de salud pública, el país tenía elevados índices de mortandad. Según cálculos de

la oms, más del quince por ciento de la población estaba enferma de sida. La

hambruna llegaba a tal extremo que cuando un sidoso moría, su familia no la-

mentaba la pérdida del ser querido, sino el fin de la ración alimenticia que le

asignaba el Estado.

“Virginie quiere mandarme al infierno”, pensó Amélie al apagar el ordenador.

En Tekendogo no existían las condiciones elementales para el desarrollo de una

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literatura. Si la acct quería ayudar en algo a ese desdichado país, debería en-

viarle medicinas y víveres, no gente de letras. Pero tal vez pudiese atemperar el

carácter frívolo de su misión, pensó, realizando labores de servicio social que de-

jaran algún beneficio al pueblo de Tekendogo. En la adolescencia, cuando milita-

ba en organizaciones de izquierda, se había encargado de brindar asesoría legal

y apoyo económico a los inmigrantes magrebís. Ya era tiempo de recuperar ese

impulso generoso y tenderle los brazos al prójimo, para escapar de la cárcel

autista donde se estaba voviendo loca.

Entusiasmada por la posibilidad de darle un giro crucial a su vida, al día siguien-

te salió a buscar números atrasados de Notre Librarie en las librerías de Montpar-

nasse y el Barrio Latino. Sólo encontró los tres últimos, pero su lectura le bastó

para hacerse una idea bastante clara de lo que hallaría en Tekendogo: un pára-

mo literario donde quizá hubiese un pequeño grupo de aspirantes a escritores

sin oportunidades de publicar. Con monótona insistencia, los autores entrevis-

tados salmodiaban la misma queja: los libros se vendían poco en África por la

razón esencial de que la vida comunitaria no favorecía el acto de leer. Aún en

los países con exitosos programas de alfabetización, era inconcebible que un

individuo pudiera absorberse en una lectura esencialmente solitaria. Por con-

secuencia, las tentativas de subsidiar la industria del libro en países como Ca-

merún, Senegal y Togo habían terminado en la bancarrota de las editoriales

públicas. Privados del contacto con los destinatarios reales de sus obras, los po-

cos autores que lograban publicar en Francia debían enfrentarse a un público

indiferente y hostil, con una idea muy equivocada de la cultura africana. Amélie

compartía esa indiferencia y los lamentos de los escritores no la conmovieron

demasiado, pues le parecía que las editoriales francesas publicaban autores

africanos para darse baños de correción política. Y si bien era propensa a la fi-

lantropía, como lectora no acostumbraba hacer obras de caridad. De cualquier

modo, leería con atención a los escritores de Tekendogo y redactaría el informe

en términos benévolos, para no desentonar con el paternalismo condescendien-

te de la revista.

La directora de la acct, Jacqueline Peschard, una dama entrada en los cincuen-

ta, de traje sastre y pelo corto rojizo, la recibió con calidez en su oficina de la Plaza

de Saint­Sulpice, decorada con máscaras, lanzas y penachos de danzantes. Había

leído su currículum y pensaba que era la persona idónea para el puesto, pero

necesitaba hacerle algunas preguntas:

–¿Conoce usted Tekendogo?

CUENTO

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–Sí –mintió Amélie, aleccionada por Virginie–. Mi padre era ingeniero meta-

lúrgico y su compañía lo envió a trabajar allá cuando yo era una niña. Vivimos

seis años en Yatenga. Fue la época más feliz de mi vida.

–¿Aprendió alguna de las lenguas nativas?

–Un poco de malinké, pero lo he olvidado.

–Bueno, eso no importa. Sólo queremos que estudie la literatura escrita en

francés. Dígame, señorita Bléhaut, ¿qué la motiva para hacer este viaje?

–Reencontrarme con mis raíces, ampliar mis horizontes...

La señora Peschard sonrió en señal de aprobación. Era exactamente la res-

puesta que esperaba, pensó Amélie.

–¿Milita usted en alguna organización política?

–No, sólo me interesa la literatura.

–Me alegra mucho. Una de las normas de nuestra agencia es no intervenir en

los asuntos internos de los países africanos. Nuestros investigadores trabajan

en estrecho contacto con los ministerios culturales de los países que visitan, y

por ningún motivo deben participar en actividades políticas.

–No se preocupe, no tendrá ninguna queja de mí.

–Correcto –la señora Peschard cerró la carpeta–. Dentro de poco le comunica-

remos la decisión de nuestro patronato. Pero se trata de un mero formalismo:

desde ahora puedo asegurarle que usted será la elegida.

Al recibir el telegrama de aceptación, se puso de acuerdo con una compañera

del liceo para dejarle el departamento por un año. Con una llamada telefónica

a su madre quedó resuelto el trámite de dar aviso a la familia. Sin despedirse de

sus amistades nocivas, que deseaba abandonar para siempre, tomó el taxi al

aeropuerto con tres gruesas maletas y una computadora portatil, recién com-

prada en Carrefour, con la que pensaba terminar su novela inconclusa. Por la in-

significancia comercial de Tekendogo, Air France no volaba a Yatenga y tuvo que

hacer escala en Abidján, la capital de Costa de Marfil, para conectar un vuelo

de Teken Air, la aerolínea del gobierno tekendogués que comunicaba a las dos

ciudades. En el aeropuerto de Abidján se dio el primer frentazo con la barbarie

africana: tras una larga espera en la sala del aeropuerto, un cuartucho mal ven-

tilado, con incómodas bancas de acrílico, el representante de Teken Air, un gor-

do de talante autoritario, bañado en el sudor torrencial de los negros, informó

a los pasajeros que por desperfectos de su aeronave, el vuelo a Yatenga se cance-

laba hasta nuevo aviso.

–¿Pero cúanto tiempo tendremos que esperar? –lo interpeló Amélie.

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El gordo se encogió de hombros.

–Eso depende de los mecánicos. Pueden ser dos horas o dos semanas, nunca

se sabe.

Amélie observó desde lejos el avión– un desecho de la Segunda Guerra Mun-

dial, con motores de hélice y fuselaje abollado–, que rodaba lentamente hacia el

hangar de reparaciones. Ni muerta se arriesgaría a volar en ese cacharro. Exigió

que le devolvieran el importe de su boleto, y con ayuda de un maletero tomó un

bicitaxi hacia la estación de trenes, en el otro extremo de Abidján. El viaje en

ferrocarril a Yatenga duraba dieciséis horas, le advirtió la mujer de la ventanilla.

Por fortuna, con el dinero recuperado pudo pagarse un reservado en primera

clase, a prudente distancia de las ruidosas familias de campesinos que subían

al tren con chivos y gallinas de Guinea. En las primeras horas de viaje se deleitó

con la tupida vegetación y el aire balsámico de la jungla. Flotaba en la atmósfera

una promesa de sensualidad que le abrió los poros de la piel, como si el tren la

llevara rumbo a los orígenes de la vida. Su sensación de ligereza no tenía nada

que ver con el falso bienestar inducido por las drogas: esto era un vuelo sin nebu-

losas, un verdadero desafío a la ley de la gravedad. Sólo cayó a la dura corteza

terrestre cuando el tren hizo su primera parada en territorio de Tekendogo. Entre

el enjambre de negras robustas con huacales al hombro que se acercaron a ofre-

cerle calabazas con vino de palma, ñame cocido, o dulces secos, observó cuadros

esperpénticos dignos de figurar en un museo del horror: mendigos de mirada

lúgubre con la piel roída por las erupciones del pián, una adolescente con un enor-

me bocio en el cuello, rameras desdentadas con argollas en los pezones, niños

famélicos con el esqueleto dibujado bajo la piel bebiendo agua en un charco pú-

trido. Pero esto es una aldea, pensó para tranquilizarse, Yatenga debe ser un sitio

más habitable.

Durmió arrullada por el traqueteo del tren, y al abrir los ojos, la cortina verde

de los manglares había sido reemplazada por las planicies de la sabana. El calor

aquí era más seco, pero la atmósfera más nítida, como si la luz se limpiara de im-

purezas al atravesar el tamiz del cielo. Para aplacar el hambre sacó de su bolso

un trozo de ñame cocido comprado la víspera en la aldea de Kamoe. No había

fieras a la vista –seguramente las ahuyentaba el ferrocaril–, sólo avestruces con-

templativas y manadas de antílopes que levantaban grandes polvaredas en el

horizonte. Qué soberbia era la naturaleza cuando no la ensuciaban las huellas

del hombre. Pero de una estación a otra, conforme el tren se acercaba a la capi-

tal, las llagas de la miseria se iban mostrando con mayor crudeza. La gente del

CUENTO

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campo vivía en el palelolítico, sin agua ni electricidad, apeñuscada en chozas de

palma, defecando en fosas sépticas atestadas de moscas, a merced de cualquier

inundación, de cualquier epidemia, sin más medios de subsistencia que sus ape-

ros de labranza y sus animales domésticos. Ni siquiera se les podía considerar

explotados, pues no había fábricas o empresas agrícolas en cien kilómetros a la

redonda: simplemente estaban fuera de la aldea global, fuera del siglo en que

vivían, como si Tekendogo girara en sentido inverso a la rotación del planeta. El

hombre aquí era una bestia degradada: la civilización le había quitado la digni-

dad del guerrero salvaje, su orgullo de cazador autosuficiente, sin darle siquiera

unas migajas de bienestar.

Llegó a Yatenga con un acre sentimiento de culpa. Para sustraerse al engra-

naje de la injusticia, rechazó la ayuda de los parias que se abalanzaron a cargarle

las maletas y prefirió llevarlas sola con grandes esfuerzos. La liberación de esa

pobre gente solo llegaría cuando abandonara sus hábitos serviles, cuando com-

prendiera que no debía humillarse ante ningún europeo. En la cartera llevaba la

dirección del hotel que la acct le había reservado por quince días, mientras en-

contraba un departamento decente, pero antes de tomar el taxi necesitaba cam-

biar sus francos por daifas, la moneda nacional de Tekendogo. Buscaba entre el

gentío una casa de cambio, arrastrando lentamente su pesado equipaje, cuando

vio un fotomural luminoso de dos metros de altura, en el que un negro maduro

de lentes redondos y cabello entrecano, vestido con túnica blanca, escribía a

lápiz en un estudio repleto de libros, iluminado con claroscuros expresionistas.

Al pie de la foto, la sobria carátula de un libro, acompañada de un texto lacónico:

“Lejos del polvo, la nueva novela de Macledio Ubassa, Tesoro Viviente”. ¿De modo

que en Tekendogo había una industria editorial con suficiente poder económi-

co para lanzar novelas con anuncios espectaculares? Lo más extraño era el lugar

de la estación elegido para colocar esa propaganda. Al pie del fotomural, hacina-

dos en el suelo por falta de bancas, entre cestas de frutas, lechones, y perros ca-

llejeros, esperaban el próximo tren ancianos harapientos, niños desnutridos con

costras de mugre en el pelo y mujeres preñadas cubiertas de pústulas. Ninguno

de ellos tenía un libro en la mano. Tampoco los pasajeros de primera clase, sen-

tados en una salita contigua, que vestían a la europea y parecían gente mejor

educada, pero sólo leían historietas y periódicos deportivos. De cualquier modo,

le alegró saber que Tekendogo era un país donde se daba importancia a las letras.

La riqueza cultural de un pueblo no siempre dependía de su desarrollo econó-

mico. El talento podía florecer en las condiciones más precarias y si tenía la for-

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tuna de descubrir escritores valiosos, quizá contribuyera en algo a sacarlos de

su terrible aislamiento.

Cuando por fin pudo cambiar sus francos, tomó un taxi al hotel Radisson, la

clásica torre de vidrio espejo que el imperialismo erige en las capitales del ter-

cer mundo como grosera señal de supremacía, sin consideración alguna por la

arquitectura autóctona. Aún con el aire condicionado hasta el tope, su cuarto era

un baño sauna. Un duchazo de agua fría le aflojó los músculos del cuello, en-

tumidos por las tensiones del viaje. Cuando terminó de colgar su ropa, se tendió

desnuda en la cama y echó un vistazo al televisor. Quería mantenerse despierta

hasta las once de la noche, para amortiguar el pequeño jet lag y acostumbrarse

pronto a su nuevo horario. Tras un breve jugueteo con el control remoto, descu-

brió con sorpresa un canal cultural. En un estudio decorado con muebles futuris-

tas que le recordó la escenografía del programa Apostrophe, una negra entrada

en carnes, semicubierta por un taparrabos, el rostro pintado con caolín rojo y

blanco, respondía las preguntas de un entrevistador joven que le dispensaba un

trato reverencial, como un acólito frente al Santo Papa.

–Díganos, señora Labogu, ¿cuál es la función del escritor en las sociedades

africanas?

–Primero que nada, tender puentes que contribuyan a preservar nuestra iden-

tidad. La negritud es la mixtura creadora, el mestizaje gozoso de las herencias

culturales. Yo he querido abrir brechas con una escritura abierta a todas las pe-

culiaridades lingüisticas, a todas las vertientes de lo imaginario.

–Háblenos de su nuevo libro de poemas, Música de viento.

–Pues mire usted –Labogu exhaló el humo de su cigarrillo–, en este libro he

querido volver a las fuentes de la vida, que son también las fuentes de la palabra.

Yo me crié en las montañas, y desde niña, el cálido soplo del harmatán me ense-

ñó que la palabra es viento articulado, una fuerza que el poeta debe interiorizar

para devolverla al cosmos, transustanciada en canto.

–Me están indicando que debemos hacer una pausa –la interrumpió el con-

ductor, apenado–, pero en unos momentos más continuaremos nuestra charla

con la poeta Nadjega Labogu, tesoro viviente.

Amélie anotó su nombre en una libreta, junto con el de Macledio Ubassa, para

comprar sus libros a la primera oportunidad. Le hubiera gustado terminar de ver

la entrevista, pero el sueño la venció en mitad del corte comercial. Durmió de un

tirón hasta el amanecer, como no lo hacía desde niña, y después de un desayuno

ligero, pidió al recepcionista un mapa de Yatenga.

CUENTO

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–¿Me podría señalar donde queda el Ministerio de Cultura?

El empleado le señaló un punto del mapa relativamente cercano, a diez cua-

dras en dirección poniente. Había un taxi en la puerta del hotel, pero prefirió

hacer el recorrido a pie para empezar a conocer la ciudad. La zona hotelera, de

amplias calles adoquinadas, pletóricas de restaurantes y tiendas de artesanias

con rótulos en inglés y francés, le pareció una alhaja de bisutería, una burda

imitación de las capitales europeas. Primero muerta que vivir ahí, ella quería

ver la realidad escondida tras los decorados, trabar contacto con el África pro-

funda. Al llegar al Ministerio explicó el motivo de su visita al ujier de la entrada,

que la remitió con Ikabu Luenda, subjefe de Relaciones Internacionales. Breve

antesala en una lujosa recepción con finos tapetes, cuadros originales de artis-

tas locales y una monumental araña colgando del techo. Luenda era un funcio-

nario distinguido con maneras de dandy, que despedía un intenso olor a lavanda

inglesa .

–Me llamo Amélie Blehaut y vengo a una misión cultural patrocinada por la

acct –se presentó–. La señora Jacqueline Peschard me pidió que entregara mi

proyecto de trabajo a las autoridades del Ministerio.

–Ah sí, la esperábamos desde ayer –Luenda le ofreció una silla–. Creo que ya

nos conocíamos: Usted asistió al coloquio de literaturas francófonas de Nimes

en el 95, ¿no es cierto?

–Sí, estuve ahí –mintió Amélie–. Pero me presentaron a tanta gente que ten-

go los recuerdos borrados.

–La comprendo, para los blancos todos los negros somos iguales –bromeó Luen-

da y Amélie soltó una risilla nerviosa–. La presentación de su proyecto es una

mera formalidad. Sólo nos interesa saber en qué podemos servirle.

–Bueno, quisiera buscar un departamento en las afueras de la ciudad y tomar

clases de malinké con un maestro particular.

–Eso es fácil de conseguir –Luenda llamó a su secretaria por el interfón–. Por

favor, traígame una lista de maestros de idiomas, y la sección de anuncios cla-

sificados del periódico. ¿Se le ofrece algo más?

–Sólo tengo una pregunta: ¿me podría explicar qué es un tesoro viviente?

–Es el título honorífico de nuestros artistas más destacados. –Luenda se acla-

ró la voz y adoptó un tono pedagógico–. Por instrucciones del excelentísimo

general Bakuku, hace veinte años la Asamblea del Pueblo promulgó un decreto

para proteger la obra y la persona de nuestros grandes talentos en el campo de

la pintura, la música, la danza y las letras. Un tesoro viviente recibe una gene-

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rosa pensión del Estado que le permite vivir con holgura, y a cambio de ese apo-

yo debe entregar sus obras al pueblo.

–¿Cuántos tesoros vivientes hay?

–Alrededor de cincuenta. Cuando un tesoro muere se reúne el consejo de pre-

miación, encabezado por el general Bakuku, y nombra a un sucesor del difunto.

Salió del Ministerio con un grato sabor de boca. Tekendogo podía ser un país

atrasado, pero en materia de mecenazgo público estaba dando una lección a los

roñosos gobiernos de las grandes potencias, que recortaban sin piedad el presu-

puesto para las actividades culturales. Por lo menos aquí la literatura no estaba

sujeta a la demencial tiranía del mercado y el artista podía ejercer su vocación

sin presiones económicas. De camino al hotel, a dos cuadras del Ministerio, se

topó con la librería La Pléiade, que exhibía en su vitrina, entre otras novedades,

los libros más recientes de Macledio Ubassa y Nadjega Labogu. Quiso entrar

a comprarlos, pero la puerta estaba cerrada. Eran las once de la mañana y to-

dos los comercios de la calle hervían de clientes. ¿Estarían remodelando el local?

Por lo que alcanzaba a ver a través del cristal, no había hombres trabajando en

el interior. Pero en fin, ya tendría tiempo de sobra para comprar libros. Por ahora

lo que más le importaba era encontrar un departamento.

Lo halló una semana después en el populoso barrio de Kumasi, enfrente de un

mercado al aire libre donde se congregaban merolicos, encantadores de víbo-

ras, mendigos inválidos y niños que escupían fuego. En el mercado contrató a un

trabajador mil usos que por cincuenta daifas se encargó de encalar las paredes

y destapar los caños azolvados. Tener agua potable era un lujo en esa parte de la

ciudad, donde la mayoría de la gente acarreaba tambos desde el lejano pozo de

Tindemo. No había agua para beber, pero el agua de las lluvias se estancaba en

charcos oceánicos que la gente vadeaba caminando sobre ladrillos y piedras.

La falta de drenaje, según supo después, cuando empezó a familiarizarse con sus

vecinos, era la principal causa de mortandad infantil. Desde los años ochenta,

el Supremo Gobierno les había prometido extender la red de tuberías pero las

obras se aplazaban siempre con diversos pretextos. El dispensario móvil que

atendía a los enfermos de disentería no pasaba muy a menudo, y con frecuencia

los niños morían deshidratados por falta de suero.

La gente del pueblo apenas si chapurreaba el francés, a pesar de ser la lengua

oficial que se enseñaba en la escuela. Si quería hacer labores de servicio social

–como le exigía su conciencia– necesitaba vencer la barrera del idioma. Revisó

la lista de maestros que le había proporcionado Luenda y concertó una cita con

CUENTO

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el profesor Sangoulé Limaza, quien debía de ser una lumbrera a juzgar por su

currículum abreviado, pues además de malinké hablaba los dialectos touareg,

haoussa, bamileke y kirdi. Esperaba a un carcamal de cabello blanco, y al abrir la

puerta sufrió una grata conmoción: joven y fuerte como un potro salvaje, con

largas piernas y ojos color ámbar que hacían un perfecto contraste con su piel

de ébano. Sangoulé era un regalo de los dioses. Llevaba arracada en la oreja, una

playera de futbolista ceñida a sus férreos pectorales y el pelo en mangueras, como

los rastafaris jamaiquinos. No era prognata, como la mayoría de los africanos, ni

sus rasgos faciales correspondían al fenotipo de los malinkés –labios gruesos,

nariz ancha, pómulos salientes–. pues como le explicó esa misma tarde, su tata-

rabuelo había sido un colonizador portugués que contrajo matrimonio con una

aborigen. Era, pues, un glorioso producto del mestizaje, y durante la clase de ma-

linké, Amélie lo contempló con moroso deleite, sin retener una sola palabra de

la lección.

–Hasta el próximo jueves –dijo al despedirse, y la nieve de su sonrisa la quemó

por dentro.

–Mejor venga mañana –corrigió Amelie–. Lo he pensado mejor y creo que me

conviene tomar clases a diario, para avanzar más deprisa.

Al día siguiente compró una botella de vino blanco en una tienda para turis-

tas, y cuando terminaron la clase le ofreció una copa. “Si nos vamos a ver tan se-

guido será mejor que rompamos el hielo, ¿no te parece?”. Sangoulé asintió con

timidez y a petición de Amélie habló de sus orígenes y expectativas. Miembro

de una tribu nómada, los ogombosho, de niño había recorrido con sus padres

la costa oeste africana, aprendiendo las diferentes lenguas de cada región. No

había asistido a la escuela hasta los doce años, cuando su familia se asentó en

Yatenga. Tenía la mente despierta y aprendió el francés con gran facilidad. En el

segundo año del liceo, la muerte de su padre lo había obligado a abandonar los

estudios para contribuir al gasto familiar. Desde entonces dividía su tiempo en-

tre las clases de idiomas y su verdadera pasión, la música. Era percusionista en

un grupo de rock alternativo, Donosoma, que trataba de fusionar los ritmos

occidentales con los aires populares de la región. Por cierto, el viernes se pre-

sentaban en un café concert del centro de la ciudad. ¿No quería honrarlo con su

asistencia?

–El honor será mío –se entusiasmó Amélie–, la música africana me encanta.

El café concert resultó una humilde barraca iluminada con macilentas luces de

neón, donde medio millar de jóvenes negros, apretados codo con codo, pugna-

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ban por acercarse a la barra donde se vendía cerveza de mijo. Empezaba a sentir

claustrofobia cuando el grupo Donosoma salió al estrado. Con una túnica mul-

ticolor y un gorro dorado en el pelo, Sangoulé irradiaba sensualidad, y a juzgar

por los gritos histéricos de las muchachas, no era la única mujer ansiosa por

conquistarlo. Sostenía entre las rodillas un yembé que golpeaba cadenciosa-

mente con los ojos cerrados, como en estado de trance. Quién fuera ese tam-

bor, pensó, para estar anudada en sus piernas. Al terminar la tocada, cuando la

gente abandonó la barraca, Amélie se abrió paso por detrás de los bastidores,

hasta llegar al camerino donde los músicos tomaban cerveza, refrescados por la

brisa de un ventilador. Sangoulé sudaba a chorros pero eso no le impidió abra-

zarlo. Felicidades, dijo, tu grupo sería una sensación en París, y al empaparse con

el sudor de su cuello sintió en la piel una lluvia de alfileres. Un ramillete de negras

rodeaba a los miembros del grupo, y ante la perfección de sus cuerpos se sintió

en desventaja. Pero la competencia dejó de inquietarle cuando Sangoulé la sen-

tó a su lado y notó el ardiente interés con que la miraban los demás músicos. Les

gusto porque soy europea, pensó, aquí la piel blanca se cotiza muy por encima

de su valor. Empezaron a circular los canutos de mariguana y al tomar el que le

ofreció Sangoulé, se demoró adrede para acariciar sus dedos. Los músicos habla-

ban en una jerga híbrida, mitad francés, mitad malinké. No entendía una palabra

ni podía concentrase en la charla, porque su atención estaba fija en los movi-

mientos de Sangoulé, que al encender el segundo cigarro le pasó el brazo por la

cintura, como para disuadir a los demás cazadores de disputarle la presa.

A partir de entonces, Amélie sólo se mantuvo anclada a la realidad por el sen-

tido del tacto, mientras su imaginación flotaba en el éter. No hizo falta una

declaración de amor. Salieron a la calle sin despedirse de nadie, con la grosera

autosuficiencia de los recién flechados, y a la luz de un farol se besaron hasta

perder el aliento. Sangoulé quiso poseerla en el taxi. Por fortuna el trayecto fue

corto y sólo había logrado desabotonarle la blusa cuando los carraspeos del taxis-

ta los obligaron a romper el abrazo. Al entrar al departamento fue Amélie quien

pasó a la ofensiva, y de un limpio tirón le quitó la túnica. El miembro de Sangoulé

no era tan espectacular como había imaginado. Pero su vigor y su ternura en la

cama, la sabiduría con que la fue llevando hasta un punto de ebullición, y la furia

controlada de sus movimientos pélvicos, dentro y fuera, dentro y fuera, al ritmo

del yembé que acababa de percutir en el escenario, la hicieron volver los ojos

hacia adentro, como si encontrara por fin un puerto de anclaje. Oh, mi hermoso

corcel de azabache, gritó en el vértigo del placer, y comprendió que hasta ese

CUENTO

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momento no había tenido verdaderos amantes, sólo actores narcisistas, muñe-

cos de paja con el instinto embotado por la neurosis.

Al amanecer lo invitó a vivir con ella y él acepto sin hacerse del rogar, pues no

soportaba dormir hacinado en la choza de su familia. A pesar de la diferencia de

edades –Sangoulé sólo tenía veinticuatro años– y el choque de culturas, la co-

municación entre los dos mejoró día tras día sin tropezar con ningún escollo.

Invertidos los papeles de alumna y maestro, Amélie se propuso educarlo, y en

poco tiempo logró despertarle el gusto por la lectura. Aún cuando le prestaba

libros difíciles –La parte maldita de Georges Bataille, Vidas minúsculas de Pierre

Michon, La espuma de los días de Boris Vian– que exigían un intelecto superior al

del lector común, Sangoulé los asimilaba con relativa facilidad. No comprendía

algunas palabras, pasaba por alto las alusiones cultas, pero hacía comentarios

de una agudeza sorprendente para un iletrado. El aprendizaje fue recíproco, pues

gracias a Sangoulé, Amélie pudo conocer desde adentro la cultura africana. Al

mes de haber llegado a Tekendogo ya sabía diferenciar por su vestimenta a los

principales grupos étnicos, regatear con las verduleras del mercado y cocinar

plaltillos regionales como el moin moin (puré de alubias cocido al vapor) y la eba

(puré de harina de mandioca) con los que agasajaba a Sangoulé cuando volvía

fatigado por sus arduas jornadas de clases. Entre las ocupaciones domésticas, los

conciertos sabatinos del grupo Donosoma y los paseos idílicos por la ribera del

lago Ugadul, donde hacían el amor a la sombra de las araucarias, Amélie olvidó

por completo que había viajado desde Francia para estudiar la literatura de Te-

kendogo. Sólo reparó en su negligencia cuando los diarios anunciaron la magna

presentación de la novela Interludio estival, del tesoro viviente Momo Tiécoura.

Era una buena oportunidad para entrar en contacto con el medio literario y

pidió a Sangoulé que la acompañara. Cuando terminaran los elogios de los co-

mentadores, pensó de camino a la ceremonia, quizá tendría la oportunidad de

acercarse al autor y pedirle una entrevista. Esperaba una mesa redonda entre

amigos pero la presentación del libro resultó ser un espectáculo de masas en un

anfiteatro al aire libre, con una multitud de espectadores, la mayoría estudian-

tes de enseñanza media que guardaban una compostura marcial, intimidados

quizá por la cercanía de los guardias con metralletas que formaban valla entre

el escenario y el graderío. En el palco de honor, el dictador Koyaga Bakuku y los

miembros de su Estado Mayor presidían el acto con sus uniformes de gala, tie-

sos como estacas. De entrada, la presencia de militares armados en un acto cultu-

ral le pareció repugnante. Pero lo que más la impresionó fue el carácter litúrgico

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de la ceremonia. Cubierto con una piel de leopardo, en la mano un bastón de

marfil con puño de oro macizo, el tesoro viviente Momo Tiécoura salió a escena

escoltado por un grupo de bailarinas semidesnudas, y pasó a colocarse en el cen-

tro del proscenio, donde había una jofaina llena de agua. Sin mirarlo nunca a los

ojos, las bailarinas le lavaron los pies. Terminada la tarea bebieron el agua de la

jofaina y se retiraron de la escena haciéndole caravanas. Las reemplazó un grupo

de varones con máscaras totémicas. Entre gritos de guerra levantaron en vilo a

Tiécoura y lo llevaron hasta el árbol mantequero que sombreaba el lado derecho

del escenario.

–Es el árbol de la palabra –le explicó Sangoulé–. Ahora dará gracias a los dioses

por el poder que le dieron para escribir la novela.

En efecto, Momo se arrodilló frente al árbol y besó sus prominentes raíces.

Reaparecieron en escena las bailarinas, ahora con túnicas de gasa, cargando un

relicario de cristal con el libro empastado en piel. Momo cogió la urna, y por una

escalinata alfombrada subió al palco de Koyaga Bakuku, a quien ofrendó el li-

bro con una caravana. Hubo un redoble de tambores, el dictador se puso de pie

y alzó el libro como un trofeo. “Hoy nos hemos reunido para fortalecer nuestra

identidad nacional –exclamó en francés– ¡Larga vida al tesoro viviente Momo

Tiécoura! ¡Que los dioses bendigan los frutos de su talento!” y como impulsados

por un resorte, los estudiantes prorrumpieron en aplausos y aclamaciones.

De vuelta en casa, Amélie pidió a Sangoulé que le explicara el simbolismo de

la ceremonia.

–Es una tradición muy antigua, que se ha conservado desde el tiempo de los

griots, los poetas que componían los cantos de guerra en las tribus de cazadores.

Ahora los escritores ocupan el lugar de los griots, pero en vez de entonar himnos,

presentan su libro a la autoridad.

–¿Y eso cómo lo sabes?

–Me lo enseñaron en la escuela.

–¿Tenías que leer todos los libros de los tesoros vivientes?

–No, sólo asistíamos a las ceremonias y las maestras nos daban un resumen

del libro.

Con razón había tanta gente, pensó Amélie: los estudiantes asistieron bajo

coerción y a una señal de sus profesores, aplaudieron como perros amaestrados.

Esa noche, mientras velaba el sueño de Sangoulé, analizó el trasfondo politico del

acto. Si bien la pantomima revestía interés antropológico, el papel protagónico

del dictador reflejaba su afán de legitimarse a costa de los artistas, de utilizar

CUENTO

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la cultura como una plataforma de lucimiento. Como todos los tiranos, Bakuku

había logrado convertir la frágil identidad nacional en un objeto de opresión. El

supuesto esplendor artístico y literario de Tekendogo lo ayudaba a mantenerse

en el poder tanto como los tanques o los cañones. Pero no debía prejuzgar a los

escritores locales sin haberlos leído, y al día siguiente acudió a la librería La

Pléiade, la unica que había visto en la ciudad, para consguir el libro de Momo

Tiécoura. Esta vez encontró el lugar abierto. En el escaparate se exhibía un ejem-

plar de Interludio estival, pero cuando pidió la novela, el dependiente la miró con

perplejidad.

–Ese libro está agotado –tartamudeó.

–No puede ser, lo presentaron ayer y hay un ejemplar en la vitrina.

–Es el único que tenemos.

–Pues véndamelo.

–Por órdenes superiores, tengo prohibido vender los libros en exhibición –se

disculpó el vendedor, las sienes perladas de sudor nervioso.

–¿Tiene Lejos del polvo de Macledio Ubassa?

–También se agotó.

–Necesito leer a los tesoros vivientes. Deme lo que tenga de ellos.

–Lo lamento, señorita, la editorial del Estado no nos ha surtido, pero tengo mu-

chas novedades extranjeras– y señaló un anaquel con bestsellers franceses.

–No quiero esa mierda –estalló–. Voy a presentar una queja en el Ministerio

de Cultura.

El dependiente se encogió de hombros y Amélie salió a la calle con las mandí-

bulas trabadas. Por teléfono expuso su problema a Ikabu Luenda, que se disculpó

a nombre del gobierno y le prometió hablar con el subdirector de publicaciones,

responsable de distribuir los libros de los tesoros vivientes, para que le facilitara

las obras solicitadas. Pero ni esa semana ni la siguiente recibió los libros. Atri-

buyó la tardanza al proverbial tortuguismo de las burocracias, y por consejo de

Sangoulé, que conocía bien el funcionamiento del gobierno, aprovechó el obli-

gado paréntesis para sumergirse en la creación literaria. Retomar el hilo de la

escritura no le resultó nada fácil, porque su novela era un río con infinitos bra-

zos, una torre fractal cimentada en el abismo. El deseo de llevar las cosas al lí-

mite, a las afueras del lenguaje, para encontrar sus raíces aéreas, la conducía

naturalmente al silencio y la duda. En vez de avanzar a tientas por su dédalo de

espejos, en dos semanas de trabajo suprimió seis páginas. No le importaba va-

ciar cada vez más su Alto vacío, pues sabía muy bien que la pasión sustractiva del

TEsORO vIvIENTEEnrique Serna

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arte moderno era una vía de acceso a la plenitud. Convertir el acto de nombrar

en un rito purificador significaba emprender un radical retorno al origen, como

decía Deleuze. Para limpiar el texto de todo exceso retórico, cambió la lima por

la tijera y eliminó los parrafos elegíacos en que deploraba su condición de mujer

solitaria, que ahora, gracias a Sangoulé, encontraba llorones y redundantes. Al

final de su tarea depuradora sólo conservó un aforismo: “La escritura busca lle-

nar el vacío, pero el vacío es infinito y la palabra consagra la ausencia”.

Una inquietud le impidió seguir abismada en el líquido amniótico del lenguaje.

Los libros que el Ministerio de Cultura le había prometido no aparecían por nin-

gún lado. De un día para otro, la Pléiade cerró sus puertas al público y cuando

Ikabo Luenda dejó de contestar sus llamadas, dedujo que el aparato cultural le

estaba escondiendo las obras de los tesoros vivientes. ¿Temían acaso que una

lectora exigente, investida con el prestigio del primer mundo, emitiera un jui-

cio desfavorable sobre ellas? Deben ser pésimas, pensó, de lo contrario no me

las ocultarían. Los funcionarios del Ministerio la veían como una amenaza por-

que toda la faramalla propagandística del régimen quedaría en evidencia si la

revista más importante de literatura francófona descalificaba a las vacas sagra-

das de Tekendogo. Pero ella iba a leer sus libros, así tuviera que arrancárselos de

las manos al propio dictador Bakuku. Cerrado el camino de las quejas y los recla-

mos, necesitaba actuar con astucia para burlar al enemigo. En tono conciliador

llamó a la secretaria de Ikabo Luenda y le pidió el teléfono de Momo Tiécoura,

“para pedirle una entrevista”. Confiaba en la vanidad del tesoro viviente, que sin

duda estaría ansioso por aparecer en una revista francesa, y sus cálculos fueron

correctos, pues Tiécoura no se hizo del rogar.

–Cuando era joven publiqué un libro en Francia, ¿usted lo conoce?

–Sí –mintió Amélie– precisamente de eso quiero hablarle.

–Pues venga esta misma tarde a mi casa –y le dió su dirección: Malabo 34,

Villa Xanadú.

Pensaba ir a la entrevista sola, pero Sangoulé quiso acompañarla cuando vio

el papel con la dirección.

–Desde niño he querido conocer Xanadú. Es la zona residencial más elegante

de Yatenga, pero sólo dejan entrar a los ricos. Allá viven los dueños de las minas

y todos los políticos importantes, incluido el dictador.

Amélie accedió a su ruego y le colgó una cámara al cuello para presentarlo

como fotógrafo. Para no causar mala impresión rentaron un automóvil. En lo alto

de una colina que dominaba el valle de Yatenga, una enorme barda de piedra

CUENTO

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90

aislaba la zona residencial del tráfago citadino. Amélie contempló con asombro

el dispositivo de seguridad: en la entrada había guardias con mastines y los fran-

cotiradores apostados en las torretas vigilaban todos los movimientos de las

calles aledañas.

–Llevan ametralladoras kalachnikov de fabricación soviética –le informó San-

goulé–. Bakuku las compró cuando coqueteaba con el Kremlin, antes de con-

vertirse al credo neoliberal.

El jefe de los guardias les pidió identificaciones, hizo una llamada por trans-

misor cuando Amélie explicó el motivo de su visita, y al recibir autorización,

ordenó a un subalterno levantar la valla metálica. Apenas cruzaron la puerta,

Amélie enmudeció de estupor. Extendida en una superficie boscosa con amplios

jardines de césped uniforme, la villa Xanadú era un monumento a la opulencia

venal y a las pretensiones cosmopolitas de la oligarquía. A la entrada había un

gran paseo arbolado con andadores flanqueados por esculturas geométricas y

espejos de agua con flamingos y pavorreales. “Esa debe ser la casa del dictador”,

murmuró Sangoulé, señalando un búnker con rejas de hierro donde ondeaba la

bandera de Tekendogo. El camino principal desembocaba en una laguna donde

esquiaban los juniors de la casta divina, remolcados por lanchas ultramoder-

nas. Había incluso una pequeña zona comercial con boutiques de alta costura,

restaurantes de comida internacional, bancos y Spas. Amélie pensó de inme-

diato en el lujo agresivo de Neuilly, el barrio emblemático de la burguesía pari-

sina. Sólo que aquí la ostentación de la riqueza era más obscena, por la cercanía

de la miseria. Esa élite dorada no podía ignorar que a medio kilómetro de dis-

tancia, el hedor de la basura cortaba la respiración y las madres adolescentes

parían sin asistencia médica en jacales con piso de tierra. Al pasar frente a una

sucursal de Cartier, vieron bajar de un bmw descapotable a la poeta Nadjega La­

bogu. No llevaba la cara pintarrajeada, ni el disfraz de aborigen con que Amélie

la había visto en televisión, sino un traje sastre de lino color verde menta, con un

generoso escote en la espalda, bolsa italiana de Versace y un brazalete de plata

que refulgía como un rayo lunar en su lustrosa piel de pantera. ¿Dónde quedó

tu identidad?, hubiera querido preguntarle, pero se contuvo por prudencia –no

era el momento de hacer un escándalo– y siguió de largo hasta la calle Malabo.

Tiécou ra vivía en un chalet de estilo mediterráneo con vista a la laguna y bal-

cones volados sobre el jardín delantero. Un mayordomo de librea les abrió la

puerta.

–Tengo una cita con el señor Tiécoura. Me llamo Amélie Bléhaut.

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El criado la miró de arriba abajo, sin pestañear.

–El señor está de viaje.

–No puede ser, hoy por la mañana hablé con él y me dio la cita.

–Le repito que el señor no está .

En la ventana de la planta alta, Amélie alcanzó a ver una mano negra cerrando

una cortina. Sin duda era Momo Tiécoura. ¿Por qué se negaba a recibirla, si horas

antes parecía tan entusiasmado? ¿El Ministerio de Cultura le había dado un ja-

lón de orejas? Una cosa estaba clara: su afán de acercarse a los tesoros vivientes

incomodaba mucho al poder. Tal vez la dictadura temía que Tiécoura hiciera de-

claraciones adversas al régimen, pues no obstante servir de comparsa a Ba ku ku

en los sainetes oficiales, quizá estuviera librando una lucha secreta contra el dic-

tador. En tal caso, no sería extraño que sus libros contuvieran denuncias veladas,

mensajes en clave que acaso pudiera descifrar con ayuda de Sangoulé. Nece-

sitaba conseguir esos libros cuanto antes. Pero el enemigo parecía leerle el pensa-

miento y a la mañana siguiente colocó en la puerta de su domicilio a dos agentes

con trajes de civil.

En vano trató de perderlos mezclándose con la multitud del mercado: los po-

lizontes estaban bien entrenados y la seguían como sabuesos a todas partes.

Intimidada al principio por su constante asedio, Amélie pensó seriamente vol-

ver a Francia. La contuvo su amor a Sangoulé –que no quería ni hablar de una

separación– y un sentimiento más fuerte: la rabia de verse atada de manos por

un tiranía execrable. Como la angustia no la dejaba dormir, decidió darle un uso

productivo al insomnio: desde su recámara, con la luz apagada, descubrió que

sus espías se retiraban a las cuatro de la mañana y una hora después llegaba a

reemplazarlos otra pareja de agentes. Sin dar aviso a Sangoulé, para no compro-

meterlo, un lunes por la madrugada esperó el retiro de la primera guardia, y con

ropas masculinas salió a la calle en dirección al barrio turístico, silbando una to-

nadilla para que la tomaran por un borracho. Al pasar por una obra en construc-

ción tomó un ladrillo y se lo guardó en la chaqueta. Por fortuna la Pléiade estaba

desprotegida; eso quería decir que nadie había adivinado su plan. Con el aplo-

mo de los terroristas que han planeado largamente sus golpes, arrojó el ladri-

llo al escaparate. Sustrajo los libros más recientes de Momo Tiécoura, Nadjega

Labogu y Macledio Ubassa, y se echó a correr en dirección al barrio de Kumasi.

Cuando se hubo alejado más de quince cuadras, tomó un respiro para hojear su

botín: las obras de los tesoros vivientes eran maquetas empastadas con las

hojas en blanco.

CUENTO

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92

El mundo entero debía conocer ese engaño. En vez del ensayo que le había en-

cargado la acct, escribiría un reportaje de denuncia para alguna revista de gran

tiraje, Nouvel Observateur o L’Express, donde Koyaga Bakuku y su séquito de escrito-

res virtuales quedarían expuestos como lo que eran: una caterva de rufianes.

Describiría el mecenazgo del nuevo Idi Amín sin escatimar los detalles grotes-

cos y acusaría a sus cómplices de haber usurpado las galas de la literatura para

despojarla de contenido, para reducirla a una mera liturgia hueca. Volvió deprisa

al departamento, temerosa de ser descubierta por algún rondín policiaco. En-

contró la cerradura forzada, y apenas empujó la puerta, una mano varonil la

sujetó por el cuello. Trató de zafarse con patadas y codazos, pero su agresor la

sometió con una llave china.

–Quieta, perra. Un golpe más y te desnuco.

Comprendió que la advertencia iba en serio al sentir un crujido en la vértebra

cervical. Obligada a la inmovilidad, miró con horror su librero volcado en el suelo

y un reguero de cristales rotos. Sangoulé estaba amordazado y atado a una si-

lla del comedor. Otro agente le apuntaba a la cabeza con un revólver. En la sala

fumaban con aparente calma Ikabo Luenda y Momo Tiécoura, renuentes a mi-

rar las escenas violentas, como dos estetas llevados al box por la fuerza. A una

seña del funcionario, su verdugo la condujo a la sala sin quitarle la coyunda del

cuello.

–¿Me promete que no va a gritar? –preguntó Luenda.

Amélie asintió con la cabeza.

–Suéltela –ordenó al guardia–. Me duele haber tenido que irrumpir en su casa

de esta manera, pero usted empezó con los allanamientos.

–No me dejó alternativa –dijo Amélie en tono sardónico–. Sólo así podía con-

seguir estas obras maestras– y arrojó sobre la mesa los libros robados.

–Veo que su pasión por las letras raya en el sacrificio –sonrió Luenda–. Pues

ahora ya lo sabe: nuestros tesoros vivientes cumplen una función más impor-

tante que la de borronear cuartillas. Son baluartes de la identidad nacional.

–Ahórrese la demagogia. ¿Por qué no le ordena a sus matones que disparen de

una vez?

–Represento a un gobierno civilizado, señorita Bléhaut, no a una partida de cri-

minales. Vine aquí para negociar en términos amistosos.

–Pues entonces ordene que desaten a mi compañero. No se puede negociar

con una pistola en la sien.

Luenda accedió a su petición, y Sangoulé fue llevado a la sala. El otro agente,

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93

a una señal de Tiécoura, colocó sobre la mesa una licorera con whisky, vasos cha-

parros y una hielera.

–Por favor, sírvale a nuestros amigos –dijo el tesoro viviente–. Necesitamos

un trago para aliviar la tensión, ¿no creen?

–Si vamos a hablar como amigos, ¿me podría dedicar su novela? –lo escarne-

ció Amélie, que había perdido el temor y empezaba a sentirse dueña de la si-

tuación–. Su estilo me cautivó desde la primera página.

–Para usted es fácil burlarse –Tiécoura endureció la voz–, porque viene de un

país culto, donde hasta un escritor de segunda fila puede vivir de la pluma. Pero

en África la situación es distinta. Aquí ningún escritor sobrevive sin la ayuda

estatal.

–Pues usted sobrevive mejor que la mayoría de los escritores franceses. La di-

ferencia es que ellos trabajan, y usted, por lo visto, atraviesa un bloqueo creativo.

–Cuando era joven escribí libros de verdad –se disculpó Tiécoura, apenado–. El

volumen de cuentos que publiqué en París tuvo críticas entusiastas, pero claro,

como yo era un desconocido pasó sin pena ni gloria. Después volví a Tekendogo

y me uní a los grupos de oposición que luchaban contra la dictadura. El general

Bakuku ofreció una amnistía a los disidentes a cambio de que nos uniéramos a

su esfuerzo civilizador. El gobierno emprendería una gran campaña de alfabe-

tización y fomento a la lectura, y los intelectuales desempeñaríamos un papel

fundamental en esa tarea.

–Por lo visto la cruzada fue un gran éxito –lo interrumpió Amélie–. Por eso es

usted un autor tan leído.

–El gobierno puso todo de su parte –intervino Luenda– pero no pudimos ven-

cer las resistencias y los atavismos de la población. El negro es un pueblo sin es-

critura. Cuando mucho, los maestros pueden inculcarle el respeto a lo escrito,

pero no el hábito de leer. Para la mayoría de mis compatriotas, el papel es un

fetiche, un objeto de culto que la gente venera sin comprender.

–¡Mentira! –Sangoulé dio con el puño sobre la mesa y casi derriba su vaso de

whisky–. Tenemos la misma capacidad intelectual que los blancos. Pero el régi-

men no permite que el pueblo la desarrolle. La campaña de alfabetización fue

un fracaso porque el presupuesto educativo fue a parar al bolsillo de ladrones

como tú.

–Pídale a su amigo que no se exalte –Ikabo Luenda se volvió hacia Amélie– o

me veré obligado a imponerle silencio.

Amélie tranquilizó a Sangoulé con un elocuente apretón de manos.

CUENTO

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94

–Continúe –pidió a Tiécoura–. Tengo mucha curiosidad por saber cómo se con-

virtió en un simulador a sueldo.

–Al concluir la campaña educativa, el gobierno proclamó solemnemente que

el analfabetismo había sido erradicado de Tekendogo. Entonces yo y mis colegas

fuimos declarados tesoros vivientes, y la editorial del Estado publicó nues-

tras obras en grandes tirajes. Pero la gente colocaba nuestros libros en los alta-

res domésticos y les rezaba en vez de leerlos. El gobierno no podía reconocer el

fracaso de la campaña alfabetizadora sin dañar su imagen. Siguió editando

nuestras obras y congregando a los niños de las escuelas en vastos auditorios

para presentarlas en sociedad. Pero el gasto era enorme y fue preciso abatir cos-

tos. Continuó el ritual de las presentaciones con asistencia del general Bakuku,

pero en vez de editar libros de verdad, el gobierno prefirió exhibir maquetas.

–Y usted se prestó a esa comedia a cambio de una mansión en Villa Xanadú,

¿verdad? –Amélie perforó a Tiécoura con la mirada.

–El maestro ha colaborado desinteresadamente con nuestro gobierno para

mantener la paz y el orden –lo defendió Luenda–. Su autoridad moral nos ha

dado prestigio y merecía una justa recompensa. Pero pasemos al tema que de

verdad nos importa –se dirigió a Amélie–. Usted sabe cosas que mi gobierno

quiere mantener en secreto. Su discreción tiene un precio y estamos dispues-

tos a pagarlo.

–Mi conciencia y mi honestidad no están en venta –se indignó Amélie.

–Por favor, amiga. No me diga que es un dechado de rectitud –sacó un expe-

diente de su portafolios–. Tengo pruebas de que usted le ha tomado el pelo a

nuestro gobierno y a las cándidas damas de la acct. Según los datos de su cu-

rrículum, usted vivió aquí de niña, y el Ministerio del Interior me asegura que no

es cierto. Tampoco es verdad que usted sea experta en literaturas francófonas.

Cuando nos conocimos, le pregunté lo del encuentro en Nimes para tenderle

una trampa. En el año 95 el encuentro fue celabrado en Creteil.

Las mejillas de Amélie se arrebolaron y no pudo articular palabra. Luenda la

había sacado de balance.

–En el arte de mentir y engañar usted no se queda muy atrás de nosotros

–continuó el funcionario–. Pero no le reprocho su falsedad. Al contrario; quiero

ofrecerle un trato que puede ser benéfico para ambas partes. En vista de que

usted parece haber encontrado la felicidad en Tekendogo –miró de solsayo a

Sangoulé– le propongo que se quede con nososotros. Una escritora talentosa

que pasó la infancia aquí puede enriquecer el catálogo de nuestros tesoros

TEsORO vIvIENTEEnrique Serna

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vivientes. Le daríamos una casa en Villa Xanadú, un salario equivalente al de un

alto ejecutivo francés, automóvil del año y una membresía al club deportivo

más elegante de la ciudad.

–¿Y si no acepto?

–Entonces tendremos que deportarla y separarla de su querido amigo. El será

nuestro rehén para cerciorarnos de que no publicará ningún libelo contra las

instituciones de Tekendogo. Usted decide: una vida feliz en su nación adoptiva

o un regreso sin gloria a la triste escuela donde daba clase.

El tono irónico de Luenda la hería en carne viva y su primer impulso fue man-

darlo al diablo. La oferta era un insulto a su dignidad. Pero no podía responder

tan pronto como se lo mandaban las vísceras, porque estaba en juego su futu-

ro con Sangoulé. Si regresaba a Francia sin él, se condenaba a reptar para siem-

pre en un desierto de ceniza. Conocía demasiado bien la soledad. Y ahora sería

más cruda que antes, pues tendría clavado como un aguijón el recuerdo de la

dicha fugaz que había conocido. El bienestar y el dinero no le importaban. Pero

tal vez Sangoulé, que había padecido todas las privaciones, abrigara la ilusión

de ayudar con dinero a su pobre familia y comprar mejores instrumentos para su

grupo.

–Necesitamos una decisión rápida –la presionó Luenda–. El Ministerio del In-

terior quería deportarla esta misma noche. De usted depende que yo rompa

esta orden –y le tendió un documento sellado con el escudo nacional.

El dilema era tan arduo que hubiera necesitado meses para elegir la mejor

opción. Su conciencia le prohibía entrar en componendas con un gobierno que

sojuzgaba sin piedad a un pueblo manipulado y hambriento. Pero sentía vértigo

ante la posibilidad de apartarse de Sangoulé. Se había dedicado con tal empe-

ño a la literatura, que aceptar el trato significaría mutilarse, pisotear su vocación,

abjurar de una necesidad expresiva tan apremiante como el deseo o el hambre.

Pero la renuncia al amor que la había hecho renacer, sería un sacrificio mucho

más doloroso. Los segundos pasaban con angustiosa lentitud. Luenda tambo-

rileaba sobre la mesa y veía su reloj con impaciencia, mientras Momo Tiécoura

clavaba la vista en el fondo del vaso. Amélie interrogó a Sangoulé con una mi-

rada implorante.

–¿Acepto?

Él asintió con una inclinación de cabeza, la boca contraída en un gesto de

picardía que a la vez era un rictus de vergüenza.

–Está bien, me quedo.

CUENTO

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96

Una semana después, el dictador Bakuku la ungió como tesoro viviente en una

fiesta popular con danzas autóctonas, a la que asistieron cinco mil personas. Sa-

lió a escena con la cara embadurnada de rojo y un collar de dientes de cebra, re-

galo de la poetisa Nadjega Labogu. El escaparate de La Pléiade se engalanó con

un ejemplar de Alto vacío lujosamente empastado. Para ajustar su libro a las exi-

gencias del régimen sólo tuvo que borrar el aforismo de la primera página.

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A DOs TINTAs

fAmA, lA vIDA ANTE El AbIsmO

Diálogo entre Leonardo da Jandra y Camille de ToledoTraducción de María Fernanda Álvarez

lEONARDO DA jANDRA

Nació al sur de México, en 1951. Con la publicación de la trilogía EntrEcruzamiEntos (1986, 88 y 90) editada por Joaquín Mortiz-Planeta , se consolidó como uno de los exponentes más sólidos y versáti-les de la literatura mexicana contemporánea. Su trabajo filosó-fico lo ha convertido en un heterodoxo capaz de lograr lo que es difícil en México: producir pensamiento propio capaz de comprome-terse socialmente. Su vocación por la naturaleza lo llevó, junto con su compañera Agar, a vivir más de treinta años en la playa de Cacaluta, en la costa de Oaxaca, lugar que gracias a su esfuerzo fue declarado parque nacional. Muy a pesar de los críticos, la vir-tud de Da Jandra está en su enorme capacidad de hacer congruente vida y obra. Cosa rara en nuestros tiempos y, al mismo tiempo, nada más cercana al humanismo.

CAmIllE DE TOlEDO

Nació al sur de Francia en 1976. Su nombre es el seudónimo de un joven autor francés que ha presenciado de cerca algunos de los principales movimientos contraculturales de los últimos años. La entusiasta recepción que el filósofo Peter Sloterdijk hizo de su obra, propició que ésta fuera traducida inmediatamente al inglés, italiano y alemán; el debate que su libro Punks dE boutiquE provocó entre los partidarios de la utopía y los críticos de la rebelión, lo confirmó como uno de los referentes indispensables que redefi-nirán el cansado debate ideológico que sucede en Europa.

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© Alberto Ibañez “El Negro”

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elementales, una de las novelas más inteligentes

de su generación, fuera una víctima más del

malditismo mediático. Las tres o cuatro veces

que intenté compartir afinidades o rechazos

literarios, la respuesta fue de una efusividad

digna del peor teatro del absurdo. He aquí una

muestra antológica: Michel, ¿qué te parece la

literatura inglesa actual? ¿Cómo quién? Amis,

Barnes, McEwan... No los conozco. ¿Y la norte-

americana? ¿Cómo quién? Eugenides, Eggers,

Goldman... No los conozco. ¿Y la hispanoame-

ricana? Tampoco conozco...

Probablemente les parecerá una pose propia

de uno de los hijos tardíos de Rabelais. Pero no,

yo pienso que se trata de una manifestación

más de la arrogante ignorancia que caracteriza

a la mayoría de los escritores norteamericanos

y europeos. Cuando le pregunté cuáles escrito-

res franceses le gustaban, la respuesta que me

dio –Balzac y Perec– me convenció de que lo

poco que me había dicho era cierto.

Unos días antes de que Michel llegara a Oaxa-

ca, compartí con Guillermo Fadanelli una mesa

literaria cuyo tema era los escritores malditos.

Dije entonces que la principal característica de

la malditez literaria era la autodestrucción, y

que cuanto más irremediablemente autodes-

tructivo fuera un escritor, más posibilidades

tendría de alcanzar la fama. Se entiende que

hablo de la malditez con talento, pues de mal-

ditos sin talento están llenas las cantinas pro-

vincianas.

Pues bien, Michel Houellebecq es sin duda un

maldito con talento, condenado a sufrir los es-

tragos del cigarro y del alcohol; como lo es en-

tre nosotros, y en grado superlativo, Guillermo

A DOs TINTAs

Resulta curioso ver cómo la técnica nos ha

transportado a un mundo sin lugares fijos. Así,

desde antípodas indeterminadas, los escrito-

res Leonardo da Jandra y Camille de Toledo sos-

tuvieron un encuentro aleccionador, que fue

interrumpido sucesivamente por las trasgre-

siones del correo electrónico, la impertinencia

de Michel Houellebecq y las emociones contra-

puestas que un tema como la fama, esa extraña

quimera, despierta en los creadores.

El resultado es una estupenda reflexión pro-

pia de la era del homo zapping.

Iniciamos el diálogo haciendo el copy-paste de

la carta que Leonardo da Jandra solicitó se pu-

siera a modo de prólogo:

Queridos Pablo y Guadalupe:

Alguna vez en Oaxaca les dije que ante la muer-

te y la fama todos somos aprendices. La frase

es de origen latino, una cultura, lo saben muy

bien, que se deleita entre los extremos. El que

muere en batalla triunfal es celebrado como un

héroe, el que cae en desgracia es un lastre del

que hay que desprenderse cuanto antes.

La pasada Feria del Libro, me acerqué a Mi-

chel Houellebecq con la intención de incluirlo en

el intercambio virtual que ensayamos Camille

de Toledo y yo sobre la fama. Créanme que lo

intenté, pero no hubo manera de hacer que de

la roca brotara agua: sólo alcohol y nicotina.

Comimos juntos dos días, y ni el calor sub-

versivo del mezcal ni los gratificantes platillos

de la nueva gastronomía oaxaqueña lograron

descorrer el velo de ajenidad con que se prote-

ge esa inteligencia corrosiva. Me sorprendió

lastimosamente que el autor de Las partículas

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100

Fadanelli. Guardando las necesarias distancias,

yo diría que estos dos talentos abocados ne-

ciamente a la autodestrucción representan en

sus respectivas lenguas sendos casos de mal-

ditez bien avenida con la fama. Ante una ofer-

ta literaria global saturada de óperas primas

escritas por niños meones y de engendros an-

tivitales de ancianitos precoces, los neofeni-

cios que controlan los mercados editoriales no

pueden permitirse ignorar casos tan excepcio-

nales como los de Fadanelli y Houellebecq,

donde la complementación potenciadora de la

malditez con el talento conduce sentenciosa-

mente a la fama.

No conozco un solo escritor que no desee la

fama, y aquel que diga que no la desea ni le in-

teresa, además de un farsante, suele ser un

fracasado. La esencia de la fama es el poder,

y ya sabemos que el que se allega al poder in-

genuamente o pretende combatirlo desde el

resentimiento y el odio, termina siendo aniqui-

lado por él. La fama tiene una doble faz: cuan-

do conduce a una dinámica destructiva es una

maldición; cuando es asimilada con cordura y

posibilita la realización de proyectos sociocén-

tricos es una bendición.

Así que cuidémonos mucho de creer que la

fama es perniciosa por naturaleza, o que toda

rebeldía es maldita. Frente a los casos de Houe­

llebecq y Fadanelli, yo pondría, con intención

complementadora, los de Camille de Toledo y

Heriberto Yépez. Los primeros se pasean al bor-

de del abismo y traen en la pupila la vertiginosa

fascinación de la caída; los segundos se asoma-

ron una vez al abismo y establecieron la distan-

cia metódica necesaria para evitar la caída.

Todo maldito es a su manera un moralista:

su autodestrucción es un sacrificio expiatorio

no sólo para él, sino –y esto es lo más impor-

tante– para la sociedad que no puede darle

el lugar que se merece. A diferencia de Michel

Houellebecq y Camille de Toledo, que provienen

de una moral racionalista, Guillermo Fadanelli

y Heriberto Yépez son dos místicos extremos.

Estos dos artífices de la mejor literatura que se

está escribiendo hoy día en México, pueden su-

cumbir fácilmente a los devaneos au togratifi­

cantes de la fama. Uno, anclado en la acade-

miocracia, corre el riesgo de convertirse en un

arrogante defensor de las verdades eternas; el

otro, merodeador de antros y cantinas, está a

punto de ser crucificado por la cofradía de se-

guidores que le exigen apurar el cáliz de la mal-

ditez hasta las últimas consecuencias...

En fin, queridos amigos, que cada vez es más

difícil encontrar un buen escritor con la dote

mental y espiritual indispensable para poder

enfrentar el éxito con humildad, integridad y

agradecimiento. Mientras la vida y la obra va-

yan por caminos opuestos, es impensable re-

cuperar para la palabra la dignidad y el valor

que les arrebató el tanático siglo veinte. Y dado

que la verdad y la autenticidad nunca se alcan-

zan de manera plena, lo único que nos queda

es el intento.

Tengan éxito y aprendan a compartirlo.

Da Jandra

leonardo da jandra: Por fortuna la fama no es

una enfermedad contagiosa. Los que la buscan

con desesperación suelen tener vidas viciosas

o mediocres. La fama es un aliciente falso y ex-

lEONARDO DA jANDRA y CAmIllE DE TOlEDO

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101

terno, y en este sentido es mucho más perti-

nente el concepto de éxito. El éxito no es un

aliciente externo sino interno; la medida del

éxito la fija uno mismo de acuerdo a sus expec-

tativas, la de la fama la fijan caprichosamente

los demás.

Me sumo a la opinión de Rilke cuando dice

que la fama no es más que un cúmulo de mal-

entendidos que se originan en torno a un nom-

bre. La credulidad domesticada de las socieda-

des masivas no está basada en el ejercicio de

la razón, sino en la rumia pasiva de imágenes

y comentarios mediáticos. Por supuesto que

no es lo mismo la celebridad de un intelectual

que la de un actor o un político, ni la buena fa-

ma que la mala fama; pero la fama es siempre

indisociable de la simulación y la mentira.

Camille de Toledo: La mentira, sabes, es la vi­

da. Tenemos necesidad tanto de la mentira, de

nuestra credulidad, de la ilusión, como del agua.

Sin ellas, todo lo real no sería sino una con-

frontación infinita de imposibilidades. Yo no

trataré, sin embargo, la celebridad como si fue-

se un combate contra la mentira; por el con-

trario, creo que debemos deshacernos de esas

categorías: lo verdadero, lo falso, lo auténtico

o la simulación. Si la “celebridad” amerita nues-

tra atención, es en tanto que ella participa co-

mo una hipnosis del presente donde el saber,

el libro, el sentido de la obra, de la duración,

nos pueden despertar del hechizo.

ldj: No, querido Camille, el eje rector de mi

vi da no es la mentira sino la verdad, y no tengo

la menor necesidad de dejarme seducir por

los espejismos o las ilusiones que seducen a los

demás. Comparto tu exigencia de apertura y

fluidez, pero creo que en nuestro tiempo es cru-

cial distinguir la autenticidad de la farsa; sólo

así podremos valorar lo que hay de meritorio

en una obra por encima de su celebridad.

La gran mayoría de los escritores busca con

desesperación la fama aunque después los ben-

decidos por su halo seductor se nieguen necia-

mente a ser parte del espectáculo público. En

nuestros días, la relación de la fama con la efi-

cacia comercial ha alcanzado niveles de pro-

miscuidad escandalosos, y los jóvenes escrito-

res se apresuran a concursar en los cada vez

más devaluados premios con la clara intención

de dar el salto al estrellato.

CdT: Creo que es importante salvar la distan-

cia. No hay que dejarse llevar por esta hipno-

sis del presente. Que hay glorias literarias efí-

meras, modas, sin duda. Sin embargo, el libro

y el escritor están, de cualquier forma, conde-

nados a la sombra, al silencio, a la duración.

Los textos no son como las imágenes y los so-

nidos: son objetos significantes que tienen pe­

so, un cuerpo, y la desmaterialización del libro

no cambia eso. Si asociamos “literatura” y “ce-

lebridad” es precisamente porque hemos olvi-

dado que el acto de escribir y leer implica silen-

cio y atención.

ldj: De acuerdo, el fin último de la literatura

es el silencio. Pero no el silencio previo a la pa-

labra, sino el posterior, cuando el pensamien-

to y lo pensado, el emisor y el receptor forman

una unidad. Las palabras, y por ende la litera-

A DOs TINTAs

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102

jOUmANA HADDAD y AlbERTO RUy sÁNCHEZ

© Alberto Ibañez “El Negro”

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103

A DOs TINTAs

tura, son falsas porque en esencia no son más

que ruido.

Por otro lado, distinguiría entre modestia y

humildad. El escritor modesto suele ser un

acomplejado que pretende hacer de su patolo-

gía una virtud. La literatura, y en general todas

las artes, cuando no están matizadas por un

destello de espiritualidad constituyen un fer-

mento de soberbia y vanidad.

CdT: Intenta esto: encarga a un juez, íntima-

mente persuadido que todo en el hombre no es

sino cálculo y estrategia, que juzgue una tor-

peza, un acto fallido, un paso en falso. El juez

concluirá, evidentemente, que la persona “imi-

ta” esa torpeza, ese paso en falso premedita-

damente. Dentro de un sistema cínico, obsesio-

nado por las lógicas de la imagen, la sospecha

es infinita. No hay actos o guiones de carácter

o de posiciones (modestia, retiro, humildad)

que no sean culpables de “esconder” cualquier

cosa.

ldj: La imitación y el escondimiento son op-

ciones defensivas. Imitamos lo que celebramos

de los demás, y escondemos nuestra incapaci-

dad bajo una coraza de temor que nos aísla de

las turbulencias de la vida. De ahí la falsedad

que suele rodear al triunfo y a la fama. Es rela-

tivamente fácil engañar a los demás mimeti-

zándose tras una membrana de grandeza, pero

ante nosotros mismos no hay subterfugio po-

sible, siempre seremos las criaturas defectivas

que nos devuelve el espejo de la vida.

Por ejemplo, los escritores que se escandali-

zan con los bestsellers no son más que medio-

cres resentidos. Desde el momento en que se

convierte en mercancía, el libro está sujeto a

la seudo ley de la oferta y la demanda; y el de-

seo de los neofenicios que controlan a las edi-

toriales es que la demanda de sus libros-mer-

cancías crezca de forma indefinida. El sueño de

un editor mediocre es producir bestsellers, el

de un buen editor es publicar longsellers.

CdT: Olvidamos frecuentemente que los escri-

tores necesitan dinero. Tan sólo lee las corres-

pondencias, las cartas privadas de Dostoievsky,

de Kafka, de otros monstruos literarios. Es ne-

cesario, para escribir, liberarse de las ataduras,

del deber, de la necesidad del trabajo cotidia-

no. Y cuántas veces en esas correspondencias

está la desgracia de no poder escribir, de estar

obligados a trabajar. El bestseller es a la vez la

realización de ese deseo (vivir de la escritura,

ser libre para escribir, de no tener que trabajar)

y su término.

ldj: Desde luego que el oficio de escribir, como

cualquier oficio, debería garantizar una subsis-

tencia digna. La ilusión de todo aquel que es-

cribe y publica es tener lectores. Yo no veo mal

que un escritor tenga éxito; lo que me parece

alarmante es la relación directamente propor-

cional entre el éxito y la soberbia.

CdT: Querido Leonardo, es importante a mis

ojos distinguir entre las dos trompetas de la

diosa “Fama”, la corta y la larga. Aquello que

ha triunfado en el curso de los últimos treinta

años, significa un cambio dentro del régimen

de la celebridad. Aquello que antes se conse-

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104

guía con el fruto de un trabajo, de una obra

que sobrevivía después de un largo compro-

miso con el ser (político, artístico, filosófico)

ahora implica un régimen distinto: aquél don-

de la celebridad no reposa sino en ella misma.

La pequeña trompeta ha superado a la grande.

En este “nuevo” régimen el que es problemá-

tico, el que contamina al primero y entabla la

necesidad de hacer, de trabajar, de transfor-

marse.

ldj: Reconozcamos la fama que, por ejemplo,

otorga un renombrado premio literario, si llega

demasiado pronto puede convertirse en una lá-

pida clausurante. Si llega en la madurez cuando

el escritor ya ha consolidado su obra, no deja de

ser una forma –tal vez la más perniciosa– del

reconocimiento anhelado. Hay escritores que

alcanzan la fama por su protagonismo públi-

co, mientras que otros la alcanzan por negarse

a participar en el envilecedor espectáculo ma-

sivo. No obstante, la calidad de las obras está

por encima de los desplantes publicitarios. Mu-

chas veces, los anhelos del ego que se oculta

premeditadamente suelen ser igual de pato-

lógicos que los de aquellos que buscan a como

dé lugar el estrellato. Pero en una sociedad in-

justa e inmoral como la nuestra, donde la ma-

yoría de los triunfadores son imbéciles afortu-

nados, es inevitable que exista un culto a la

grandeza antimediática.

La esencia íntima de la fama ha sido siempre

el poder, y por supuesto que es mejor que tenga

poder un ser inteligente que un imbécil. Ante

el descaro escandaloso de los políticos corrup-

tos y los empresarios voraces es inevitable que

el escritor asuma un papel más protagónico; lo

que es calamitoso es que tenga que competir

por este protagonismo con futbolistas desce-

rebrados y actorcillos efímeros.

Pero vayamos al otro lado ¿Qué me dices del

silencio?

CdT: Salinger, Pynchon, McCarthy... son figuras

de la ausencia, de la desaparición. En Francia

tenemos un autor emblemático de la ausen-

cia. Maurice Blanchot, quien casi ha teorizado

sobre este desvanecimiento del autor detrás

de su obra. O quizá, este desvanecimiento, al

final, implica también al ausente en el presen-

te. Aquel que únicamente ve la vida del escri-

tor, sus libros mueren o se olvidan solos. ¿Quién

reprocharía a Víctor Hugo de haber participa-

do en el debut público? ¿Quién osaría decir que

Rimbaud es más talentoso, más genial por-

que desapareció un día? Nuestra respuesta a

esta pregunta depende solamente de la rela-

ción más o menos romántica que mantenga-

mos con la literatura.

ldj: Efectivamente, todo ocultamiento en el

fondo no es más que una falta de valor. Pero no

es lo mismo el ocultamiento del fracaso que el

del éxito: cuando un escritor exitoso se oculta,

sin importar cuáles sean los motivos, no hace

más que incrementar el morbo y la fascinación

del lector.

Es aquí cuando llegamos al tema de la vani-

dad. Cuando me preguntan si ésta es un peca-

do, yo contesto que no. En realidad, la vería más

bien como un defecto de aquellas mentalida-

des poco evolucionadas. El pecado está rela-

lEONARDO DA jANDRA y CAmIllE DE TOlEDO

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105

cionado con el mal; la vanidad es parte indi-

sociable del conjunto de malentendidos que

acompaña a la fama.

CdT: La vanidad, para mí, es como un tipo de

pintura. Cuando pienso en esa palabra, la en-

tiendo en los lienzos de Georges de La Tour don-

de aparece una mujer sumergida en la oscu-

ridad y contempla un cráneo a la luz de una

vela...

ldj: Convengamos en que la vanidad es un dis-

fraz; el problema es cuando esa máscara se con-

vierte en personaje definitivo de la tragicome-

dia del éxito.

CdT: Pero en fin, ¿por qué habría de combatir-

se el deseo de trascendencia? ¿Por qué juzgar

de “infame” aquello que permitiría sobrevivir-

nos a nuestra muerte? Hay, yo encuentro, un

cierto tipo de masoquismo en el ser de exigir

que abandone su propio deseo de escapar o

de conjurar la muerte. Invertir el paso del tiem-

po, rejuvenecer, aceptar que tenemos una des-

cendencia, perseverar en la existencia, per-

seguir las voces de una amplificación del ser

(ya sean aquellas que están en el modo incul-

to, continuamente hipnótico de la celebridad

o por la construcción silenciosa, lenta de una

obra), no son sino las ramas de un mismo fru-

to, que va en contra de nuestra desaparición.

Y así, la condena de nuestro deseo de “cele-

bridad” aparece bajo su verdadero rostro. No

es sino un juicio de seres cultivados en con-

tra de lo ordinario, lo vulgar, juicios que han

abandonado toda esperanza de insuflar un

deseo más espiritual contra la pendiente que

amenaza en transformar todos los días el su-

jeto en objeto.

ldj: La fama nace y muere con el tiempo; na-

die es inmortal por sus obras sino por su espí-

ritu. Dentro de cinco o diez mil años nadie se

acordará ni de los autores ni de las obras que

hoy consideramos inmortales. El anhelo de in-

mortalidad literaria es la parte culminante de

la escenografía fársica donde es protagonista

la fama. La supuesta trascendencia de la obra

literaria no es más que una ilusión del ego que

pretende seguir gozando de la infame fama

más allá de la muerte.

Creo que todas las obras, en cuanto objeto,

están condenadas a la intrascendencia. Cierto

que unas trascienden más rápido que otras.

Todo autor es como un padre que desea inmor-

talizarse en la criatura que procrea; sin embar-

go, el destino de esa criatura, además de no

pertenecerle, está irremisiblemente conde-

nado a la clausura. Repito, lo único definiti-

vamente abierto y trascendente para mí es el

espíritu, por eso es que para mí son más im-

portantes los logros vitales que los literarios.

Hay demasiado inútil vital refugiándose en el

falso deslumbre de la literatura. Lo que la hu-

manidad necesita no son grandes escritores

arrogantes y egocéntricos exclusivamente pre-

ocupados por su trascendencia, sino buenos

seres humanos que hagan más habitable el

planeta.

A DOs TINTAs

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106

CdT [Respuesta a modo de epílogo]: Me

parece que en esta época de reproducciones y

de artificialidad, debemos aprender a curar-

nos de la tentación de la autenticidad. Esto es

lo que le respondería siempre a Leonardo da

Jandra, así como a Heidegger: la autenticidad

no existe.

lEONARDO DA jANDRA y CAmIllE DE TOlEDO

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CRóNICA

lA fAmA EN Lunar park

Bret Easton EllisTraducción de Cruz Rodríguez Juiz*

Cuando estudiaba en la Universidad de Camden, en New Hampshire, me apunté

a un taller de escritura de novelas y en el curso del invierno de 1983 escribí un ma-

nuscrito que con el tiempo se convertiría en Less than zero. En el mismo detallaba

las vacaciones de Navidad en Los Ángeles –en concreto, Beverly Hills– de un es-

tudiante de una universidad del este, rico, alienado y de sexualidad ambigua, y

todas las fiestas a las que acudía, las drogas que consumía, los chicos y las chicas

con los que se acostaba y los amigos a los que, impasible contemplaba caer en

la adicción, la prostitución o la apatía; los días pasaban en relucientes desca-

potables con rubias despampanantes de camino al club de playa y colocados

de Nembutal; las noches se quemaban en las salas vip de las discotecas de moda

e inhalando cocaína sobre las mesas del Spago. Era una denuncia no sólo de un

estilo de vida que conocía bien, sino también –creía yo, por presuntuoso– de

los años ochenta de Reagan y, de forma más indirecta, del estado de la civiliza-

ción occidental. Mi profesor opinaba lo mismo, y tras algún trabajo de edición

y revisión (lo había escrito rápido, durante un pasón de ocho semanas de cris-

tal en el suelo de mi cuarto de Los Ángeles) se lo pasó a su agente y a su editor,

que se avinieron a aceptar el libro (el editor algo a regañadientes, pero un miem-

bro del consejo editorial arguyó: “Si hay un público para una novela sobre zom-

bis lameculos y cocainómanos, pues se publica como sea y punto”) y yo, con una

mezcla de miedo y fascinación –unidos a cierta excitación– lo vi transformarse

de un trabajo de estudiante en un libro de tapa dura y satinada que se convirtió

en un éxito de ventas y piedra de toque del Zeitgeist, que se tradujo a treinta idio-

mas y fue adaptado al cine en una producción hollywoodiense de gran presupues-

to, todo ello en el espacio de dieciséis meses. Y a principios del otoño de 1985,

justo cuatro meses después de su publicación, ocurrieron tres cosas de manera

simultánea: devine en holgadamente independiente, demencialmente famoso

y, lo más importante, huí de mi padre.

Mi padre amasó el grueso de su fortuna mediante negocios inmobiliarios con

un alto componente especulativo, la mayoría durante la época de Reagan; la li-

bertad que le proporcionó todo ese dinero lo convirtió en una persona cada vez

más inestable. Pero mi padre siempre había sido un problema –despreocupado,

grosero, alcohólico, vanal, iracundo, paranoico–. Incluso, tras el divorcio de mis

padres en mi adolescencia (a instancias de mi madre) él siguió ejerciendo poder

y control sobre la familia (que también incluía a mis dos hermanas pequeñas)

por medios siempre monetarios: discusiones interminables entre abogados

relativas a la pensión alimenticia y a la manutención de sus hijos. Su misión, su

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cruzada, consistía en debilitarnos, en hacernos agudamente conscientes de que

no quererlo en nuestras vidas era nuestra culpa, y no de su comportamiento.

Dejó la casa de Sherman Oaks protestando y se mudó a Newport Beach, donde

su rabia continuó desentonando con el pacífico entorno del sur de California: los

días de desidia junto a la piscina bajo un cielo siempre despejado y soleado, el

vagar despreocupado por el centro comercial, los viajes infinitos en coche con

las palmeras guiándonos hacia nuestro destino, las conversaciones fluidas so-

bre la música de Fleetwood Mac y los Eagles, fueron oscurecidos por su presen-

cia invisible, que ensombreció considerablemente todas las ventajas relajantes

de crecer en esa época y en ese lugar. Aquel estilo de vida lánguido, decadente y

disoluto, nunca lo relajó. Mi padre siempre permaneció encerrado en una suer-

te de furia demente por muy apacibles que fueran las circunstancias externas de

su vida. Y por eso el mundo nos parecía una amenaza vaga y abstracta de la que

no lográbamos escapar; el mapa había desaparecido, habían aplastado el com-

pás, estábamos perdidos: mis hermanas y yo descubrimos el lado oscuro de la

vida a una edad inusualmente temprana. Aprendimos del comportamiento de

nuestro padre que el mundo carecía de coherencia y que, en semejante caos, la

gente estaba condenada al fracaso. Tomar conciencia de todo empañaba cual-

quier ambición que se pudiese albergar. Y por tanto, mi padre fue la única ra-

zón por la que huí a una universidad de New Hampshire, en lugar de quedarme en

Los Ángeles con mi novia e inscribirme en la usc, como terminaron haciendo la

mayoría de mis compañeros de la escuela privada del valle de San Fernando en

la que había estudiado. Ese era mi desesperado plan. Pero ya era demasiado tar-

de. Mi padre había ennegrecido mi visión del mundo y me había contagiado su

actitud sarcástica y despectiva hacia todo. Por mucho que quisiera escapar de

su influencia, no podía. Había calado en mí, me había moldeado como el hom-

bre en que estaba convirtiéndome. Cualquier optimismo al que pudiera haber-

me aferrado había sido arrasado por la naturaleza de mi padre. La inutilidad de

pensar que escapar de él físicamente cambiaría algo resultaba tan patética que

pasé mi primer año en Camden paralizado por la ansiedad y la depresión. Lo

que más me fastidiaba de mi padre era que el dolor –verbal y físico– que me infli-

gió fue la razón de que me convirtiera en escritor. (Dato adicional: también le

pegaba a nuestro perro.)

Mi padre no albergaba la menor fe en mi talento literario y exigió que acudiera

a la escuela de negocios de la usc (tenía malas notas pero él tenía influencias).

Yo quería inscribirme en un sitio alejado de él: una escuela de arte. Insistía, por

CRóNICA

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110

encima de sus gritos, en que no tomaría los cursos de administración. Como en

Maine no encontré ninguna escuela de arte, elegí Camden, una pequeña uni-

versidad de letras con espíritu liberal y enclavada en las bucólicas colinas del

nordeste de New Hampshire. Mi padre, con su enfado típico, se negó a pagar la

colegiatura. Sin embargo, mi abuelo –que entonces se enfrentaba a una deman-

da de su propio hijo debido a un asunto monetario tortuoso y complejo cuyo

origen desconozco– pagó las cuotas. Estoy bastante seguro que mi abuelo pagó

aquella matrícula de escándalo sabiendo que el hecho molestaría muchísimo

a mi padre, tal como sucedió. En el otoño de 1982, cuando empecé a estudiar en

Camden, mi padre y yo dejamos de hablarnos y para mí fue un alivio. El silencio

entre los dos se mantuvo hasta la publicación y el éxito de Less than zero. Enton-

ces, gracias a la popularidad de la novela, su actitud negativa y de censura hacia

mí se metamorfoseó en una curiosa aceptación creciente que intensificó mi

aversión hacia él. Mi padre me creó, me criticó, me destrozó y después, tras rein-

ventarme yo solo y volver a la vida, se convirtió en un padre orgulloso y fanfa-

rrón que intentó reintroducirse en mi vida. Todo en un lapso de tiempo que me

pareció de unos días. Una vez más me sentí derrotado, incluso a pesar de haber

ganado el control gracias a mi independencia recién estrenada. No aceptar sus

llamadas ni sus visitas –rechazar todo contacto con él– no me producía placer; no

vindicaba nada. Había ganado la lotería pero seguía sintiéndome pobre y nece-

sitado. De modo que me lancé a la nueva vida que se me ofrecía aunque, como

el niño espabilado y curtido de Los Ángeles que era, debí ser más inteligente.

La novela se entendió erróneamente como una autobiografía (había escrito tres

novelas autobiográficas –todas ellas inéditas– antes que Less than zero, de modo

que ésta era mucho más ficción y menos roman à clef que las primeras novelas)

y sus escenas sensacionalistas (la película snuff, la violación en grupo a una niña

de doce años, el cadáver en descomposición del callejón, el asesinato en el au-

tocinema) estaban inspiradas en rumores morbosos que circulaban entre el

grupo con el que me movía por Los Ángeles y no en experiencias directas. Sin

embargo, la prensa se preocupó en extremo por el contenido “espeluznante” del

libro y sobre todo por su estilo: escenas muy breves escritas como una especie

de haiku cinematográfico. Era un libro corto y fácil de leer (podías devorar “ese

caramelo negro” –New York Magazine– en un par de horas), y por el tipo de letra

grande (y el hecho de que ningún capítulo sobrepasara el par de páginas) se dio

a conocer como “la novela para la generación mtv” (cortesía de usa Today) y de

lA fAmA EN Lunar parkBret Easton Ellis

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111

CRóNICA

pronto me encontré con que prácticamente todo el mundo me había etiqueta-

do como la voz de una nueva generación. El hecho de que solo tuviera veintiún

años y todavía no hubiera más voces pareció no importar. Yo era una historia

atractiva y nadie estaba interesado en destacar la escasez de otros líderes. Ade-

más de ser diseccionado en todas las revistas y periódicos existentes, me entre-

vistaron en The Today Show (durante un tiempo récord de doce minutos) en Good

Morning América y en los espacios de Barbara Walters y Oprah Winfrey. Aparecí en

el programa de Letterman. Conversé animadamente con William F. Buckley

en Firing Line. Presenté videos en mtv durante toda una semana.

De vuelta en Camden salí (brevemente) con cuatro chicas que no se habían

mostrado particularmente interesadas en mí antes de que publicara el libro. A

la fiesta de graduación que mi padre me organizó en el Carlyle asistieron Ma-

donna, Andy Warhol con Keith Haring y Jean­Michel Basquiat, Molly Ringwald,

John McEnroe, Ronald Reagan Jr., John­John Kennedy, el elenco completo de Saint

Elmo’s fire, varios dj’s y miembros de mi numeroso club de fans, puesto en mar-

cha por cinco estudiantes de último curso de Vassar, además de un equipo de

rodaje del programa 20/20 para cubrir el acontecimiento. También acudió Jay

McInerney, quien hacía poco había publicado una primera novela similar, Bright

Lights, Big City, sobre jóvenes y drogas en Nueva York que lo había convertido en

la última sensación y mi rival directo en la costa Este. Un crítico señaló en uno

de los numerosos artículos que compararon ambas novelas que si se sustituía la

palabra “cocaína” por “chocolate” en Less than zero y Bright Lights, Big City las dos po-

drían considerarse libros para niños, y como nos fotografiaban juntos a menudo

la gente empezó a confundirnos: para simplificar las cosas la prensa neoyorqui-

na se refería a nosotros como los Gemelos Tóxicos. Tras licenciarme en Camden

me mudé a Nueva York y me compré un piso en el edificio donde vivían Cher y

Tom Cruise, a una manzana del parque de Union Square. Y a medida que el mun-

do real iba desvaneciéndose, me convertí en miembro fundador de algo llamado

el Brat Pack literario.

En esencia, el Brat Pack era un envoltorio urdido por los medios de comunica-

ción: todo destellos, punk y amenaza ficticios. Consistía en un grupo pequeño y

moderno de escritores y editores de éxito por debajo de los treinta años que sen-

cillamente salían juntos por la noche al Nell’s, el Tunnel, el mk o el AuBar, y las

prensas neoyorquina, nacional e internacional enloquecieron. (¿Por qué? Bue-

no, según Le Monde, “la literatura estadounidense nunca había sido tan joven y

sugestiva”). Actualización del Rat Pack cinematográfico de la década de 1950, el

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Brat Pack se componía de mí (Frank Sinatra), el editor que me descubrió (Mor-

gan Entrekin en el papel de Dean Martin), el editor que descubrió a Jay (Gary

Fisketjon/Peter Lawford), el estiloso editor de Random House, Errol McDonald

(Sammy Davis Jr.) y McInerney (el Jerry Lewis del grupo). Hasta teníamos a nues-

tra Shirley MacLaine en Tama Janowitz, que había escrito una colección de cuen-

tos sobre hermosas y modernas chicas atrapadas en Manhattan y locas por las

drogas, que permaneció en la lista de ventas del New York Times durante meses.

Íbamos disparados. Se nos abrían todas las puertas. Todo el mundo se acercaba

a estrecharnos la mano con sonrisa reluciente. Los seis posábamos para revis-

tas de moda tumbados en sofás de restaurantes famosos, vestidos con trajes

Armani y en poses sugerentes. Las estrellas del rock que nos admiraban nos in-

vitaban a sus camerinos: Bono, Michael Stripe, Def Leppard, miembros de la

E Street Band. Nos tocaba siempre el mejor reservado. Siempre el primer asien-

to de la montaña rusa. Nunca oímos: “No saquemos la botella de Cristal”. Nunca:

“No cenemos en Le Bernardin”, donde nuestras payasadas incluían peleas de co-

mida, lanzamientos de langostas y duchas de Dom Perignon hasta que el per-

sonal, que no le veía la gracia, nos pedía que abandonáramos el local. Dado que

nuestros editores nos sacaban todo el tiempo con los gastos pagados, las edito-

riales costeaban esa vida disoluta. Era el principio de una época en la que casi

parecía que la novela ya no importaba: publicar un objeto brillante con aspecto

libresco era simplemente una excusa para disfrutar de las fiestas y el glamour

y para que atractivos escritores leyeran sus textos de minimalismo afilado a es-

tudiantes que los escuchaban en trance, boquiabiertos de admiración y pensan-

do: yo puedo hacer eso, puedo ser uno de ellos. Pero, claro, si no eras lo bastante

fotogénico, la triste verdad era que no podías. Y si no te gustaba el Brat Pack

tenías que aguantarte de todos modos. Estábamos por todas partes. No había

forma de evitar nuestras caras mirándote desde las páginas de las revistas y

las tertulias de la televisión y los anuncios de whisky y los carteles de los late-

rales de los autobuses, con nuestras expresiones vacías deslumbradas por el

flash de las cámaras mientras sosteníamos un cigarrillo que encendía algún ad-

mirador en las columnas de chismes de la prensa amarilla. Habíamos invadido

el mundo.

lA fAmA EN Lunar parkBret Easton Ellis

* Agradecemos a Random House­Mondadori la cesión de los derechos de este texto. Este ensayo no está su jeto al esquema Creative Commons.

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CRóNICA

Juan Antonio Sánchez Rull

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El véRTIGO DE lA lITERATURA INCUmplIDA

Paz Balmaceda

Sentados en el salón de su casa, en la zona alta de Barcelona, Ignacio Echevarría rellena mi taza

de té con una tetera marroquí. Entre los muchos objetos y cuadros que revisten la habitación,

se destaca la figura de un Kafka joven y taciturno, evocada en un grabado bajo el que se sienta

Echevarría. En un librero contiguo se dejan ver algunos volúmenes de las obras completas que

Ignacio edita para Galaxia Gutemberg, entre las cuales figura de forma prominente la obra del

autor checo. Las repisas están sembradas de pequeños fósiles, artefactos, fotos y dibujos, como

si cada rincón fuera una recreación deliberada e íntima de un fragmento de su historia. Y desde el

otro rincón –con aire desafiante, como el propio Echevarría– aparece una fotografía de Nicanor

Parra al lado de “el Totolo”, el nieto por el que el poeta, de manera confesa, perdió la cabeza. La

presencia de esa foto, disputándole el rol de imagen tutelar al autor centroeuropeo, no es nada

casual: Echevarría ha mantenido estrechos vínculos con Latinoamérica desde su época como crí-

tico literario en El País. Ante el marasmo de la narrativa española, acudió sistemáticamente a la

narrativa latinoamericana en busca de horizontes.

Salgo a la avenida barcelonesa con sus duras opiniones sobre la situación editorial en España

resonando en mi cabeza. Pienso que haríamos bien en atender algunas de sus ideas, por ejemplo,

que España está lejos de ser la metrópolis cultural ante la cual nuestras propias literaturas pare-

cen, de un tiempo a esta parte, demasiado dispuestas a postrarse. Frente al circuito centralista

impuesto por España, donde prima la “traducibilidad” y se impone a los partícipes la autonega-

ción en aras de la neutralidad de una lengua compartida, Echevarría sugiere que nuestras lite-

raturas deberían fundar sus propios caminos, bilaterales, trilaterales, asentadas en sus propias

tradiciones vernáculas. A fin de cuentas, es Nicanor quien parece haber ganado la partida.

–¿Qué te parece la relevancia que ha venido tomando

de un tiempo a esta parte la figura de tu amigo Rober-

to Bolaño?

–Me parece muy justificada. Suele decirse que

la fama tiene algo de malentendido, y es eviden-

te que puede producir un hartazgo, una reac-

ción comprensible de rechazo hacia lo que de

pronto adquiere tanta presencia y tanto éxito.

La fama, no cabe duda, simplifica los conteni-

dos y las complejidades de un autor, y Bolaño

no se ha librado de ello. Pero más allá de que

su fama se haya visto acrecentada por circuns-

tancias particulares –su muerte temprana, la

leyenda romántica que se ha tejido en torno a

su figura– creo que la obra de Bolaño merece el

proceso de mitificación de que ha sido objeto.

-¿Qué crees que significa ese reconocimiento en la in-

dustria literaria de hoy?

–En el ámbito hispanoparlante, y tras la resaca

del boom, Bolaño ha sido el primero en conse-

guir acuñar un nuevo modelo de escritor. Más

que un simple fenómeno de mercado, más que

el haber acertado con una determinada temá-

tica, lo que él propone muy oportunamente –en

un momento en que se da una floración masi-

EN lA mIRA

ENTREvIsTA CON IGNACIO ECHEvARRíA

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115

EN lA mIRA

va de escritores latinoamericanos, debida a la

mayor circulación de libros y de autores entre

España y Latinoamérica– es un nuevo paradig-

ma de escritor latinoamericano que poco tiene

que ver con el intelectual comprometido po lí­

ticamente, menos aún con el escritor indige-

nista. Él mismo es un escritor extraterritorial,

apátrida, que sirve muy bien de modelo a las

pretensiones de muchos escritores jóvenes la-

tinoamericanos ávidos de introducirse en los

circuitos internacionales liberándose de sus

señas locales.

–Éste es un caso ejemplar en que coincide una propues-

ta literaria potente con cierto reconocimiento masivo.

Pero no siempre ocurre de esta manera.

–Conviene puntualizar que el de Bolaño es un

éxito más de crítica que de ventas. Pese a lo

ocurrido en Estados Unidos, las obras de Bola-

ño no llegan a constituir propiamente bestsellers.

Fuera de Los detectives salvajes y 2666, sus libros

tienen una circulación moderada. Estamos ha-

blando de un autor de culto más que comercial,

de un escritor cuya mayor virtud ha sido la de

haber contribuido a reordenar el sistema lite-

rario en lengua española.

–¿Qué papel crees que juega la crítica literaria? ¿Se

puede hablar de crítica cuando lo que impera es el re-

señismo de novedades?

–Primero convendría puntualizar si nos referi-

mos al reseñismo de la prensa periódica o a la

crítica creativa o a la de corte académico. En

cualquier caso, no cabe duda de que la crítica,

en general, está en la actualidad desarticulada

y no ejerce una influencia reconocible.

–Pero ¿crees en la función social de la crítica?

–Por supuesto. Si bien pienso que la crítica, tal

y como ha sido concebida hasta ahora, debe re-

formularse. La decadencia de la crítica no deja

de ser un síntoma de la decadencia de la pren-

sa en general, dentro de la cual, por otro lado,

la crítica nunca ha dejado de ser un huésped

incómodo. No creo que la crítica tradicional

pue da recuperar las posiciones perdidas, entre

otras cosas porque su medio natural, la prensa

periódica, está en crisis y seguramente va a su-

frir en los próximos años mutaciones muy im-

portantes. Lo que está por verse es si se dará

una promoción de jóvenes críticos capaz de

adaptarse a las nuevas condiciones de produc-

ción y de consumo de los textos; si se generará

un nuevo discurso crítico que empiece por reno-

var los formatos a los que estamos habituados.

–¿Es algo que te preocupa?

–Sí, sí, pues yo siempre he creído que sin crítica

no hay literatura. La literatura sólo puede con-

cebirse desde la crítica. De otro modo hablamos

simplemente de una acumulación indistinta

de libros. Allí donde no hay crítica la literatura

languidece necesariamente, dado que no hay

mecanismos que permitan elaborar la expe-

riencia de la lectura. Otra cosa es que la crítica

sea buena o mala, excelente o deficiente; pero

incluso la mala crítica actúa como una especie

de frontón en el cual el escritor siente rebotar

su propia propuesta literaria; ayuda a generar

visibilidad, a acuñar etiquetas, cosas que pue-

den resultar repelentes en un momento dado

pero que son importantes para la construcción

del tejido literario. Creo en la necesidad de la

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116

© Paz Balmaceda

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117

crítica, y desde esta convicción la he ejercido

yo mismo, aun consciente de su estado crepus-

cular.

–Iñaki Echevarne, el crítico de Los detectives salva-

jes, inspirado en tu figura, es “provocador, kamikaze,

gozaba creándose enemigos, y muy a menudo metía

la pata hasta la ingle. A fuerza tenía que chocar en

algún momento. O Baca tenía que chocar con Echa-

varne, llamarlo al orden, darle un tirón de orejas, una

colleja, algo por el estilo”. ¿Crees ser ese crítico ka-

mikaze?

–No, no. Hay que decir que eso lo escribió Bo-

laño antes de conocernos. Yo conocí a Bolaño

con motivo de presentar Llamadas telefónicas.

Para entonces yo había hecho las reseñas de

Llamadas telefónicas y Estrella distante, las dos muy

elogiosas. Evidentemente, él estaba en aque-

lla presentación y allí nos conocimos, nuestra

amistad empieza ahí. Ese mismo día me dijo

que estaba por publicar una novela en la que yo

aparecía como personaje. Me envió días des-

pués el episodio de la novela en que Iñaki Eche-

varne pelea en un duelo a espada, en la playa. Es

un episodio delirante, que no tiene equivalen-

cias dentro del libro. Bolaño bromeaba. A Bolaño

le fascinaba la valentía, y solía leer la realidad

en esa clave. La valentía es un tema obsesivo en

su obra.

–¿Tu tirón de oreja no ha sido el velar hoy por la críti-

ca independiente en el conocido caso de tu salida del

Babelia?

–Sí, quizá, si bien Bolaño alude a algo muy an-

terior, a la embestida de la que fui objeto en un

resentido artículo de Antonio Muñoz Molina.

Como fuera, lo que a Bolaño le atraía de mi figu-

ra como crítico era que le parecía suicida, arro-

jada. Por otro lado, estaba obsesionado con que

yo pudiera hacerle una mala crítica. Son ese

tipo de neuras que fácilmente desarrolla un es-

critor solitario como él, no hay que darles mu-

cha importancia. La fama que yo me labré como

crítico tenía que ver con la atmósfera anodina

de la vida literaria española, donde toda crítica

negativa a un libro es tomada como una ofen-

sa personal a su autor. Hacer crítica en estas

circunstancias tiene algo siempre provocador,

y en definitiva inviable.

–Bolaño y Parra podrían ser dos figuras opuestas en

relación a la posteridad, Parra “momificándose” en vida

en su retiro en la costa chilena, y Bolaño que murió

haciendo menos ruido del que tenía pensado hacer.

¿Qué idea tienes tú que los conoces bien a ambos?

–Yo creo que está por hacerse el acercamiento

a Bolaño desde Parra. Lo que conozco sobre el

asunto es bastante superficial. El magisterio de

Parra sobre Bolaño es muy determinante, más

de lo que suele subrayarse. Pese a lo cual, a me-

nudo pasa desapercibido, sobre todo fuera de

Chile. Bolaño, como poeta, se educa en la este-

la de Parra. Por otro lado, llega a la novela des-

de la poesía, tras la progresiva apropiación de

un prosaísmo que Parra había sondeado mucho

antes. El Bolaño provocador que, tantos años

después de su juventud salvaje, aflora de nue-

vo en los últimos años de su vida, bebe mucho

en Parra, mimetiza muchas de sus actitudes.

Conferencias como “Literatura + enfermedad =

enfermedad” o el borrador de “Sevilla me mata”

recuerdan inevitablemente a los “discursos de

EN lA mIRA

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118

ENTREvIsTA CON IGNACIO ECHEvARRíAPaz Balmaceda

sobremesa” de Parra. Respecto a la posteridad,

Bolaño siempre se reía de ella. Y Parra también.

Pese a lo cual, ningún escritor deja de pensar

en la posteridad, es imposible. Otra cosa es que

se postule para la posteridad, algo que suele re-

sultar ridículo. En el caso de Parra hay una espe-

cie de necesidad de huir de su personaje, tanto

del poeta como del antipoeta. A Bolaño, por su

parte, lo fascinó siempre el asunto de los escri-

tores ignorados, algo que viene a constituir una

especie de reverso de la posteridad. A Bolaño no

le preocupó tanto la posteridad como el haber

vivido hasta muy tarde como un escritor que

pudo haberse muerto sin ser conocido ni pu-

blicado. Esa especie de vértigo de la literatura

incumplida, del escritor secreto y oculto, de la

obra maestra desconocida, es algo que obsesio-

nó a Bolaño, quizá porque lo sintió en su pro-

pia carne y nutre su experiencia más duradera

como escritor. Y aquí me viene el recuerdo de

ese famoso artefacto de Parra: “Primera condi-

ción de toda obra maestra: pasar inadvertida”.

–¿Dirías que a Bolaño le afectó el reconocimiento que

comenzaba a ganar en sus últimos años de vida? Exis-

te la idea de que en el mundillo editorial él fue una fi-

gura más bien segundona y que nadie le daba mucha

bola.

–No, no, qué va. Hasta el final, Bolaño fue un es-

critor solitario, que vivía al margen del mundi-

llo literario. En apenas tres años pasó de eso a

ser una especie de celebridad, sin apenas tran-

sición. Es absurdo pretender que fuera un segun-

dón, menos aún que se comportara como tal. El

caso es que a Bolaño no le dio tiempo a que la

fama lo afectara realmente. Él tenía una pre-

ocupación mayor, luchar contra su propia muer-

te, y arreglar su propia situación material. Por

otro lado, hay indicios evidentes de que, lejos

de contemporizar, Bolaño fue desmelenándose

en los últimos años y meses de su vida. Regresó

a su vena más salvaje, como antes decíamos. De

haber disfrutado de su celebridad actual, proba-

blemente Bolaño sería un escritor imprevisible,

reacio a las pompas oficiales. Otra cosa es que,

además de insobornable, fuera un tipo edu cado,

y sobre todo generoso, quizá demasiado gene-

roso, a veces, con los escritores más jóvenes.

–Eso se ve muy bien en sus artículos de Entre parén-

tesis, muchas veces creo que no esta muy seguro de

lo que dice, ¿no?

–Hasta el final, Bolaño vivió muy aislado. En los

últimos años, había jóvenes narradores, sobre

todo latinoamericanos, que “peregrinaban” a

Blanes para visitarlo, y él los recibía con gene-

rosidad y atención. Hacía cuanto estaba en su

mano por ellos, así se tratara de mencionarlos

en un artículo. Y era, por otro lado, una perso-

na esencialmente cariñosa, algo nada infre-

cuente en quienes ostentan a veces, como él,

un lado salvaje. Lo mismo cabría decir de Parra,

por ejemplo.

–¿Te sorprende que Nicanor Parra no haya ganado el

Premio Cervantes?

–No, para nada. ¡Me sorprendería que lo ganara!

En todo caso, me escandaliza. Acaricio desde

hace años el proyecto de crear, en el ámbi to de

la lengua española, un jurado internacional muy

exigente que otorgara anualmente el Premio

Avellaneda (¿sabes?, el continuador del Quijote,

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119

gracias al cual se decidió Cervantes a escribir

la segunda parte de su novela), destinado a es-

critores como Parra, con los que el Premio Cer-

vantes no sabe qué hacer.

–¿Por qué una figura como la de Parra no se lee en

España?

–Me he hecho esta pregunta muchas veces. Y

pienso que tiene que ver con la tradición espa-

ñola y su particular evolución a partir de la Gue-

rra Civil. El caso es que la antipoesía nunca ha

sido comprendida aquí, entre otras cosas por-

que se la ha asimilado erróneamente a las van-

guardias históricas, cuando no se trata en abso-

luto de eso. La piedra de toque de la antipoesía

es la impugnación del sujeto hablante en el

poema, un problema que para el horizonte de

la poesía española –tan apegada a la figura del

poeta y a su personal dicción– permanece aún

fuera de campo.

-¿Es esa suerte de traducibilidad lo que se impone?, lo

que has venido llamando una interlingua y que hace

que obras que trabajan directamente con el lenguaje

no puedan viajar a España porque no reciben lectores.

–El problema de la lengua está presente desde

los orígenes de la literatura latinoamericana.

Esto lo percibe muy bien Ángel Rama en sus en-

sayos, especialmente en el titulado La ciudad le-

trada. Durante siglos, existe una gran diferencia

entre lengua escrita –patrimonio de una élite

culta– y lengua hablada. Lo cual se traduce en

una tensión pendular en la que se suceden los

intentos de alinearse en un lado o en el otro

(baste pensar en el modernismo, primero, y en

el indigenismo, después). Hoy esa polaridad

entre clases analfabetas y clases ilustradas y

cultas se ha atenuado, pero en su lugar existen

dos circuitos muy contrastados de circulación

literaria: el local y el internacional. El circuito

internacional tiene forma radial, y en él España

actúa como centro y como metrópoli. Son los

estándares de la lengua que se escribe en Espa-

ña los que prevalecen sobre la diversidad del

continente latinoamericano e imponen una es-

pecie de interlingua en la que el colorido de la

lengua queda empastelado.

–En relación a esto señalaste en Desvíos dos alter-

nativas dramáticas del escritor latinoamericano: ser

un escritor local o un escritor internacional, que escri-

biría para ser recogido por la industria española bajo

“esa percepción tendenciosamente distorsionada del

tipo de libro del que valdría la pena apostar, en un pa-

norama saturado de trivialidad”. Y, por otra parte, el

reconocimiento que en las tradiciones latinoameri-

canas conlleva el hecho de publicar en España ¿Por

qué parecen depender aún de la aprobación metro-

politana?

–Se ha perdido el horizonte de lo nacional, de la

propia comunidad como primera caja de reso-

nancia de un escritor, algo que debiera ser muy

natural. Ocurre algo raro, es como si un futbo-

lista quisiera pertenecer a la selección nacio-

nal antes que al equipo de su barrio o de su

ciudad. Se produce una especie de expropia-

ción del contexto inmediato, tanto lingüístico

como referencial, del escritor. No es solo una

operación de marketing ni de sometimiento a

las dinámicas del mercado. La globalización cul-

tural también influye. Empieza a haber una

cultura popular que es global, que viene dada

EN lA mIRA

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120

por la televisión, por las similitudes cada vez

mayores de los ámbitos urbanos, que hacen

que, en determinados niveles, la vida en una

ciudad como São Paulo no sea muy diferente

que en Ciudad de México o en Nueva York. Los

estándares de vida urbanos ecualizan un tipo

de experiencia que resulta cada vez más inter-

cambiable. Pese a lo cual, se diría que la mayo-

ría de los nuevos escritores han renunciado a

percibir lo particular, lo diferenciado, lo singu-

lar, y trabajan a partir de un realidad prefigu-

rada por la industria cultural. En lo que a los

libros respecta, eso se traduce en un someti-

miento a los intereses y a las consignas tácitas

de la industria editorial española, que determi-

nan estilos y temáticas por los que transitan

obedientemente, a menudo sin saberlo, buena

parte de los jóvenes escritores latinoameri-

canos.

–Sí, es curioso cómo se constituyen esos referentes

compartidos en Latinoamérica, porque el propio “ca-

non” de escritores latinoamericanos para los lectores

de Latinoamérica está muy afectado por lo que pu-

blica España. ¿Por qué crees que no consigue ser más

independiente?

–No lo sé, supongo que porque los mercados

locales todavía son muy frágiles. No se puede

obviar el problema económico, además del cul-

tural. En cualquier caso, de un tiempo a esta

parte tengo el convencimiento de que el hori-

zonte en el que hay que trabajar no es el conti-

nental, el de Latinoamérica. Hay que trabajar el

horizonte de la propia tradición nacional. Lo la-

tinoamericano es, hoy por hoy, una categoría

colonizada. No veo cómo articular una identi-

dad latinoamericana con las desigualdades idio­

máticas, raciales, económicas o políticas que

se dan entre los distintos países. Y por otra par-

te está Brasil, modelo de una literatura que ha

evolucionado por su cuenta y ha creado una

tradición muy sólida y muy rica. Se trata de tra-

bajar en el horizonte de un escritor. Pregunté-

monos: ¿cuál es el público natural de un escritor?

Lo normal es que un escritor boliviano piense

antes en una comunidad de lectores boliviana,

aunque sea de dos mil lectores, que en una co-

munidad internacional, o española, o mexicana.

No sé cómo se puede escribir con un imagina-

rio de lector tan remoto y tan abstracto. Impli-

ca obviar un montón de referencias al escribir.

Tendría que invertirse la tensión a la que están

sometidos los escritores latinoamericanos, im-

pelidos de partida a postularse para un circui-

to internacional. Un escritor debe serlo en la

lengua que le es más propia, remitiéndose, por

lo general, a la realidad que le resulta más co-

nocida y más próxima. Ya luego, depende.

–Lo triste del escenario es que para un escritor lati-

noamericano ser editado en España es el sumum de

su carrera y le otorga un prestigio en su propio país

que no tiene editando en otro lugar. México podría ser

un lugar muy prestigioso donde habrían cien millones

de posibles lectores, por ejemplo, o un lugar con la tra-

dición literaria de Argentina. Pareciera que todavía

necesitaran la homologación de la metrópoli.

–Bueno, ocurre que es en España donde están

los grandes grupos comerciales, y son ellos los

que disponen de la infraestructura para distri-

buir tu libro en varios países a la vez. De esto no

hay que deducir que exista un gran respeto por

ENTREvIsTA CON IGNACIO ECHEvARRíAPaz Balmaceda

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121

la cultura española, tampoco demasiado inte-

rés hacia ella.

–Sí, pero dominan el mercado de los países latinoa-

mericanos no sólo en los autores hispanoparlantes.

También comprando derechos exclusivos y universa-

les de títulos que ni siquiera distribuyen allá y que

ningún otro editor puede publicar en toda América.

–Por ahí señalas un problema importante, y muy

grave. Los propios escritores deberían dar esta

batalla. La forma en que los escritores se entre-

gan con brazos y manos atados a sus editores

es increíble. No deberían aceptar tan mansa-

mente quedar cautivos de un sistema editorial

que a cambio no les proporciona ninguna ga-

rantía. Venden su alma al diablo a cambio de

nada.

–Y lo de la venta de derechos universales tendría que

ser ilegal si no existe una distribución efectiva.

–Esa es, como te digo, una batalla aún pendien-

te de dar. Y no sólo por parte de los escritores,

también de las instituciones. Es lógico que si un

escritor quiere ser conocido fuera de su país

piense en España, no por respeto a la cultura

española ni porque España ofrezca ningún mar-

chamo de calidad, sino porque sabe que la úni-

ca forma de ser leído más allá de sus fronteras

es esa. Para terminar con esto habría que rom-

per, en primer lugar, el sistema radial de la cul-

tura hispanoamericana. Debe sustituirse ese

sistema radial, que tiene su centro en España,

por un sistema reticular. Es absurdo que, para

ser leído en Bolivia, un escritor ecuatoriano de­

ba ser publicado en España. Por otro lado, ese

sistema radial al que aludo funciona muy inefi­

cazmente. Asombra lo muy poco que aprove-

chan los grandes grupos editoriales su relativa

ubicuidad. Ahora mismo está el caso de Alberto

Fuguet, cuyo último libro acaba de publicarse

en Chile por un gran grupo editorial, como es

Alfaguara. Pues bien: al menos de momento, el

libro no se ha importado ni se ha impreso en

España. ¡Y se trata de Fuguet, un escritor am-

pliamente conocido y celebrado! Parece cosa de

locos. El escritor latinoamericano que conside-

ra una panacea ser publicado en España parece

ignorar, las más de las veces, que la industria

editorial española es enormemente ignorante

y que su sistema de distribución es altamente

imperfecto, además de tendencioso.

–Llama la atención la facilidad con que la industria

española reitera sus elecciones en cuanto a la litera-

tura latinoamericana, por ejemplo dando el Premio

Cervantes a Pacheco, que acababa de recibir el Reina

Sofía o figuras de la noche a la mañana aparecen en

los suplementos culturales, los pelean los editores por

adelantos nada despreciables, acaparan los cientos de

premios. ¿Por qué esta tendencia a repetir a un núme-

ro muy reducido y gastado de autores?

–Por ignorancia. Pese a la fortuna de que gozan

las interpretaciones conspirativas, la realidad

se suele explicar mejor mediante la estupidez

que mediante la conspiración. La explicación

más plausible de casi todo lo que nos rodea (des-

de la guerra de Irak hasta la crisis económica)

es la pura y simple incompetencia. En el ámbito

cultural también. Para explicar el “doblete” de

Pacheco no hay que irse muy lejos. Supongo que

muchos de los que integraban el jurado del Cer-

vantes habían descubierto a Pacheco a propó-

EN lA mIRA

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122

sito del premio Reina Sofía, y que a partir de ahí

se les ocurriría que, puesto que se trataba de

un gran poeta, había que darle el Cervantes.

–En un texto has dicho: “Por grande que sea la influen-

cia del mercado y de sus agentes sobre los mecanis-

mos de difusión, lo cierto es que pese a todo, sobrevive

todavía un espacio, un fuero interno más bien, en el

que la consagración de unos y de otros viene deter-

minada, más allá de los veredictos del público, por la

aceptación de sus pares”. ¿Dónde podría encontrarse

ese espacio hoy?

–Sigue existiendo, de un modo misterioso que

no soy capaz de objetivar ni de cuantificar, pero

es evidente que el mercado por sí solo no es una

instancia consagratoria, ni tampoco el núme-

ro de ejemplares vendidos. Pérez Reverte, por

ejemplo, vende mil veces más que Bolaño y, sin

embargo, él sabe que Bolaño ha triunfado de un

modo que a él se le escapa. Pese al desmante-

lamiento de la institución literaria, ésta todavía

retiene algunos mecanismos consagratorios

que operan tácitamente. No me refiero a la crí-

tica que ya no existe; tampoco, desde luego, el

mercado, cuyos criterios nunca terminan de

ajustarse exactamente a los que determinan

el canon; menos aún la academia. Se trata más

bien de un tejido de reconocimientos mutuos

muy sutil, del que algunos escritores muy aplau-

didos y que venden mucho se sienten sin em-

bargo excluidos, lo cual experimentan unas ve­

ces con consternación y otras con enfado.

-¿Crees posible que la literatura latinoamericana se

“afinque en su diferencia” y se resista a los términos

culturales que le impone España?

–Debería serlo, por mucho que me sorprenda

lo que tarda en ocurrir. Pero creo que es inevi-

table, y que ocurrirá por un proceso de satura-

ción. Los mismos escritores latinoamericanos

que viven ahora obsesionados con hacer fortu-

na en España, sentirán de modo creciente la

esterilidad de este paso, la confusión a que los

reduce, la poca rentabilidad que obtienen de

él, la escasa probabilidad de que les procure el

éxito deseado. A esos mismos escritores, la in-

distinción que caracteriza en la actualidad la

producción de lo que se ofrece como literatu-

ra latinoamericana les hace daño; pues se ha-

bla mucho de literatura latinoamericana pero

nadie distingue nada, ni entre países ni entre

tendencias, no hay un mapa. Todo el mundo se

agarra a Bolaño como a un clavo ardiente por-

que es el único que parece configurar algo pare-

cido a un modelo o esquema. Pero si se piensa

bien, Bolaño no ayuda a ordenar mucho las co-

sas. Y tiene más admiradores que continua-

dores. A la sombra de Bolaño lo que hay es un

pandemónium inextricable de tendencias y de

autores perdidos en su propia abundancia.

–Qué te parece esta frase de Constantino Bértolo: “Los

autores latinoamericanos lamentablemente siguen

necesitando que la Metrópoli Editorial en castellano

los homologue. Supongo que esto seguirá así hasta

que el naciente mercado en castellano en usa se asien-

te y arrebate a Madrid y Barcelona su antiguo poder

colonial. Un poder que por otra parte cada vez es más

dependiente del mercado anglosajón”.

–Este pronostico de Constantino es muy inte-

resante pero no lo comparto. Pienso que está

muy lejos de suceder. La posibilidad de capta-

ENTREvIsTA CON IGNACIO ECHEvARRíAPaz Balmaceda

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123

ción de un escritor en lengua española por los

círculos anglosajones es aún remota. Hay sin

duda una tendencia que apunta hacia ahí, y que

se desprende de la lógica del mercado, pero si

uno examina la mecánica real de las cosas es

muy difícil que llegue a pasar. Veo más fácil que

se descentralice la capitalidad del mercado edi-

torial, que Buenos Aires o México reconfiguren

el sistema actualmente existente. La entrada de

literatura en lengua española en Estados Uni-

dos se realiza todavía por la puerta de atrás, y

pasarán muchos años aún antes de que esto

cambie.

–Sí, el porcentaje de traducción de los libros editados

en Estados Unidos es ínfimo, creo que alrededor de

un 5%.

–Con este caudal no se puede pensar en que

vaya a producirse ni siquiera a largo plazo lo

que pronostica Bértolo.

–¿Quién gobierna la producción de gustos y criterios

hoy? ¿Qué tipo de lectores están creando esta indus-

tria?

–La verdad es que no sé qué responder. No me

parece que sean los editores, por paradójico

que resulte. Pensar que hay una especie de “di-

rección” literaria en los procesos de captación y

circulación de los escritores latinoamericanos

es atribuir al mundo editorial español mucha

más inteligencia y perspicacia de la que tiene.

Hoy por hoy, el mundo editorial está desorien-

tado. Se hacen apuestas indiscriminadas espe-

rando que, por donde menos se espera, salte la

liebre. Como saltó con Bolaño. No hay una orien-

tación del gusto, simplemente se privilegian las

tendencias que han acreditado una cierta ren-

tabilidad: se secunda el éxito. Por ahí suena la

flauta y todos tiran por ahí; de pronto suena por

allá, y se van corriendo todos para allá. No veo

ningún tipo de visión, ni siquiera perversa o

adulterada o equivocada –eso ya sería algo–,

no, hay una ceguera absoluta, una apuesta alea-

toria. ¿Por qué Alfaguara, que en Argentina pu-

blica a uno de los mejores autores argentinos

actuales, Sergio Chejfec, no lo publica en Es-

paña y deja que aquí lo haga una editorial pe-

queña como Candaya? ¿Qué se está privilegian-

do? No acierto a vislumbrarlo.

-Para terminar, vienes llegando de la Feria del Libro de

Quito. ¿Alguna novedad para refrescar el panorama?

–Me he traído muchos libros que todavía no he

leído. Como era la segunda edición de una feria

muy periférica, que además se postula como

tal, descubrí allí toda una fauna de escritores

escasamente visibles desde España y que sin

embargo despertaron mi más vivo interés. Es

lo que pasa cuando, desde España, acudes a

sitios que no son la Feria de Guadalajara ni la

de Buenos Aires: descubres escritores argen-

tinos que sólo publican en Argentina, venezo-

lanos que sólo publican en Venezuela, mexica-

nos que sólo publican en México. Son buenos

escritores y por azar o por desinterés o por lo que

sea no han dado el salto. Pero lo lógico es que las

literaturas de sus respectivos países se nutran

principalmente de escritores como ellos, y no

de los que se publican en España.

EN lA mIRA

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124

NADIE:DEsDE El pAís DE lOs ACTOREs sECUNDARIOs

En mi país tenemos sólo un actor prota-

gónico. Los demás somos todos secun-

darios. Tal vez por eso la fama sea para

mí un tema delicado.

A los once años presentaba un pro-

grama para niños en la tele y empezaba

mi carrera de actriz en series socialis-

tas. Con sólo dos canales, uno de ellos

deportivo, parloteaba bien temprano

mareando a cuantos podían verme en

blanco y negro al amanecer.

Mis compañeros me preguntaban el

tema de la próxima telenovela, mien-

tras que los intelectuales adorados por

mi madre se burlaban y gozaban con

sorna los disparates que yo decía en

vivo por televisión nacional.

En las playas, en las guaguas, en los

conciertos, desde muy joven era ya re-

conocida y señalada con el dedo. La ra-

dio, la televisión y el teatro me habían

concedido ¿un don? que, fuera de mis

fronteras no funcionaría. Sólo que yo

nunca trascendía esa frontera. La auto-

fagia de mi isla no lo permitiría por el

momento.

En mi país ser una mujer famosa no

está relacionado con el dinero. Yo mis-

ma era la más pobre de mis televiden-

tes, sin embargo estaba en pantalla

cada día a las siete de la mañana para

despertar a los niños y eso me conce-

día el beneficio de la fama.

Aquí:

Hacía menos colas.

Me guardaban las revistas en los es-

tanquillos.

Me invitaban a fiestas con regulari-

dad.

Entraba sin pagar a los conciertos.

Y era tan querida como odiada por

mis compañeros de generación.

Estaba expuesta, me gritaban: “flaca”,

“bajita”, “bizca”, “rara”, “linda”, “buena”,

“mala”, “loca”, “extravagante”... o lo que

fuera; todos se sentían con derecho.

¿Acaso no entraba yo a sus casas mu-

cho antes de vestirse para salir al co-

legio a las siete de la “madrugada”?

Los padres me enviaban cartas hala-

gando el vestuario que cosía y diseña-

ba para mi menudo cuerpo, delirando

con revistas y películas que veía de mi-

lagro en Cuba, mientras pensaba en la

verdadera fama, en el verdadero esce-

nario de una fama que tenía segundas

y terceras connotaciones en la vida de

una adolescente.

¿Era yo famosa o la fama vivía lejos

de mí? ¿Por qué era reconocida y hasta

querida pero no lo creía? Hay toda una

generación de niñas que llevan mi nom-

bre. ¿Se trata del cuento de Matthews

Barrie o de mí, la Wendy que les hacía

los cuentos diariamente? ¿Era eso ser

célebre? Los niños, los padres de esos

niños me preferían, pero nada de ello se

acercaba a lo que yo deseaba.

A mi alrededor, en las escuelas para

ajedrecistas, actores, nadadores, baila-

rines, los chicos se comportaban con

normalidad. Estas escuelas especiali-

zadas en artes y/o deportes llevan una

bAZAR

Page 125: FAMA

125

bAZAR

carga de asignaturas y responsabilida-

des que no te deja tiempo para pensar

en nada más.

Pero... otra vez los padres, sus fana-

tismos e histrionismos a las puertas de

las academias y sus competitivos ojos

que nos incitaban a rivalizar como ga-

llos o perros de pelea.

Yo regresaba sola a casa, ese lugar

donde los hombres admirados eran de

otra madera. No se me permitían exce-

sos a cambio de nada; y las cosas que

yo anhelaba en realidad no me serían

concedidas jamás por levantar el men-

tón ante una cámara alemana y sonreír

en falso ante el technicolor búlgaro.

Mi madre se pasaba la vida recordán-

dome que La Fama era “un poquitico de

nada”.

Que toda Rusia lloró a Dostoievski,

quien nunca presentó un programa de

televisión. Supe que los grandes can-

tantes populares cubanos, los que ta-

rareábamos en las memorables fiestas

de mi casa, pasaban por nuestras puer-

tas sin que nadie les pidiera un autógra-

fo. Eran los más sospechosos descono-

cidos. ¿Alguien recuerda hoy a Lorenzo

Hierrezuelo, “Compay Primero”? Supe

de la suerte que corrió aquella canción

que escuché en la sala de mi casa, la

misma que luego se convirtió en him-

no de todo un continente.

¡Qué clase de confusión madre mía!

¿Quién soy yo? Nadie, nada de nada.

Entonces me retiré de los medios, ni

cine, ni radio, ni televisión, me despedí

con mucho dolor de todo lo que sabía

hacer. Yo misma nunca tuve el tiempo

de jugar. Estaba ocupada en aprender

libretos y textos, mucho antes de apren-

der mi propia voz. Era hora. Me fui para

estudiar y escribir, entonces conocí:

La mala fama.

Ya no me servían los antiguos piruets,

ni los dulces ademanes ante la cámara.

Estaba atrapada. Sola, ausente.

Fueron años preparándome, años sin

decir una palabra. Dejé de asistir a los

foros y poco a poco desaparecí en las

calles de La Habana. Era ya una perfec-

ta desconocida para la nueva genera-

ción de niños, pero “los medios” no me

hacían creíble ante el exigente rasero

de los profesores, editores e intelectua-

les cubanos.

Me dediqué a la literatura, y en mi

país ha costado mucho entenderme,

encontrar en esa imagen de “niñita

querida” un poco de contenido potable,

confiable.

De golpe empecé a publicar del otro

lado del mar. Mis libros fueron prohi-

bidos en la isla de los actores secun-

darios y reseñados en varios países de

occidente.

En los viajes de presentación me reen-

contré con mis condiscípulos bailarines,

actores, artistas visuales. Sus padres los

empujaron hasta un punto, ya era el

momento de actuar.

Conocí personas que ignoraban el “te-

rrible pasado” y conocieron sólo el pre-

sente continuo: Mis escrituras, mis tex-

tos colados en la arena de esta lejana

playa.

El invierno pasado atravesé el aero-

puerto internacional de México, df. Me

sentía muy halagada, era parte de los

invitados a los festejos del ochenta

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126

cumpleaños del gran escritor: Carlos

Fuentes. Tenía preparada mis palabras

en el maletín de mano, venía corriendo

de La Feria del Libro de Miami. Atravesé

la aduana impaciente pero segura, es-

peré mi equipaje mientras me retocaba

el maquillaje. Acomodé mi sombrero,

me abrigué y al salir, no me esperaban.

Una cámara vino hacia mí, y yo, en

un antiguo gesto aprendido “allá lejos

y hace tiempo”, como a la defensiva y

con urgencia, me puse los espejuelos

negros subiendo las cejas muy asusta-

da. El periodista de prensa rosa pre-

guntó aturdido: ¿Usted quién es?

Y yo, huyendo entre los viajeros, li-

gera y con mucho garbo, respondí libe-

rada:

–¿Yo? ¡Nadie!

Wendy Guerra

En 1999 fui asesora de una tesis en la

Universidad del Claustro de Sor Juana

de la Ciudad de México. El tema era Je-

rome David Salinger y acepté colaborar

en la revisión del proyecto porque a mí,

como a todos los lectores, me fascinan

los textos de Salinger y me fascina el

personaje. O el no personaje, debería

decir. Su ausencia.

Desde entonces no he vuelto a ase-

sorar otra tesis. Lo intenté con una so-

bre la literatura de terror mexicana pe-

sAlINGER y lOs CAjONEs DE lOs AsEsINOs

ro fracasé. Nadie me interesaba tanto

como Salinger en aquellos días y su ob-

sesión fue la mía. Hacía casi veinte años

que nadie sabía nada de él. Y faltaba

todavía un tiempo para que el perió-

dico El País comprara una fotografía que

sacó algún periodista gringo en una es-

tafeta de correos del norte del país ve-

cino. La imagen: un Salinger envejeci-

do, huraño y enfadado que levantaba

el brazo izquierdo bien para cubrirse el

rostro, bien para golpear al fotógrafo.

Su intento de desaparecer consiguió

que todos lo viéramos un poco más de

lo que lo hubiéramos visto si hubiese

permanecido quieto. Y miles de lecto-

res, escritores, críticos y fans de todo

el mundo recortaron aquella página del

diario, aparecida en varios idiomas, pa­

ra colgarla en sus casas. Era casi nues-

tro trofeo: veinte años después tenía-

mos todavía el retrato de Salinger.

Seguía vivo.

Y ahora me mira mientras escribo

es to y cuento que antes lo habíamos

leído todo. Sus nueve cuentos, su Guar-

dián entre el centeno, el Levantad carpinte-

ros la viga del tejado, su Fannie & Zoe y su

increíble Seymour: una introducción.

En cuyo final escuchamos la voz del na-

rrador diciéndonos que seguiría con-

tando la novela pero que lamentable-

mente necesita irse: acaba de sonar un

timbre y debe volver a clase. Eso es to­

do. No hay más libros. Su hija publicó

a principios de este siglo un texto in­

fumable sobre las desventajas de na-

cer hija de un genio déspota. Y algunas

amantes o ciertos amigos quisieron pu­

blicar sus cartas. Pero la agente de Sa-

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127

bAZAR

linger lo evitó todo. Todo. Y más allá de

la pésima biografía de la hija y de la aris-

ca foto que en castellano apareció en

El País, no hemos vuelto a saber na da de

Salinger.

Y de esto hace ya cuarenta años.

Aunque sospechamos que vive en

New Hampshire, que sigue escribien-

do y que el mundo en el que vivimos es

un lugar que le agrede, contra el que

combate y en el que siente miedo. Sos-

pechamos que es un hombre herido.

Su hermano murió en la guerra y Je-

rome nunca se repuso de ello. Lo extra-

ña en sus escritos y lo revive para pe-

dirle perdón por no haber muerto con

él. Se siente dolido en su honor de sol-

dado. En su creencia en una jerarquía

absoluta. Lo vemos en cuentos como

Un día perfecto para el pez banana en el

que habla de un soldado suicida. Y sabe-

mos que tenía sus razones: participó

en el desembarco de Normandía, sufrió

estrés post traumático y, por encima

de todo, vio morir a su hermano. Luego,

al terminar la guerra, se casó con una

enfermera francesa, de quien más tar-

de se divorció para casarse en segun-

das nupcias en los Estados Unidos y

po co a poco alejarse de su familia, re-

cluirse en sí mismo, tragarse sin parsi-

monia la culpa y buscar refugio en el

budismo zen.

Pero nada de todo esto logró prote-

gerlo. En 1951 había publicado El guar-

dián entre el centeno, novela mítica entre

los lectores de todo el mundo que na-

rra la pequeña epopeya de Holden Cau-

field durante los días que se escapa de

su escuela y viaja a Nueva York. Con ella

ac tivó algún mecanismo que no ha po-

dido ser identificado y que era, precisa-

mente, el que mi alumna de la Univer-

sidad del Claustro de Sor Juana quería

desvelar. Pero no pudo. Nadie ha podi-

do decir, con precisión, qué tecla exac-

ta logró mover Salinger para hacer que

millones de adolescentes y nosotros,

los adultos, sus lectores, nos sintiéra-

mos comprendidos. Y, sin embargo: más

allá de haber sabido captar las contra-

dicciones y la distancia de la adoles-

cencia, J.D. Salinger hizo también algo

contra lo que no estaba preparado. O

al contrario: algo que le permitió, final-

mente, desaparecer. Es difícil saberlo.

Pero sí resulta evidente, para todos no-

sotros, que Holden Caufield se convir-

tió en el héroe anónimo de los incom-

prendidos. Y cuando el 8 de diciembre

de 1980 Mark Chapman se acercó por

detrás a John Lennon y le gritó “Mister

Lennon!” para luego dispararle mirán-

dolo a los ojos, llevaba un solo objeto

encima: un ejemplar de El guardián en-

tre el centeno que había comprado aque-

lla misma mañana y en el que había

anotado: Ésta es mi declaración. Y en-

tonces siguió a Lennon por el Central

Park, gritó su nombre y le disparó cin-

co veces mirándolo a los ojos. Luego

se sentó junto al Beatle moribundo y

leyó el libro de J.D. Salinger hasta que

llegó la policía para arrestarlo a él y una

ambulancia para trasladar a Lennon al

Hospital Roosevelt, donde murió sie-

te minutos después.

Y aquella fue la sentencia definitiva

para un mundo que se terminaba, para

encerrar a Mark Chapman en el correc-

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128

lA fAmA Es mEjORsI sE mUERE jOvEN, jOvEN

La cámara se acerca al rostro, hincha-

do, amoratado, los ojos casi ya inexis-

tentes. Otro golpe. Y uno más. El Mono

reacciona (¡¡¿¿cómo??!!) y contraataca

con un derechazo.

No me gusta el box. Partamos de es­

to. No me gusta ver a dos tipos golpeán-

dose, por muy deportivo que sea el

asunto. Menos aún me gusto yo mis-

ma, gritando para que uno “mate” al

otro.

No me gusta el box. Pero me fasci-

nan las vidas de algunos boxeadores.

Como la del Mono gatica. Igual que tan-

cional de Attica –donde, debido a lo “in-

usual de su delito” sigue preso a pesar

de haber cumplido su condena de vein-

te años en el 2000– y para que Salin-

ger desapareciera. Pero eso no evitó

que desde entonces se resiguiera el ras-

tro de su extraño libro y se encontrarán

ejemplares en el cajón de varios asesi-

nos en serie que desde entonces han

sacudido la sociedad estadounidense.

Y tampoco evitó plantar el mito: tras la

detención de Mark Chapman, todos

que remos saber de qué se esconde en

verdad J.D. Salinger, si ha seguido escri-

biendo y si algún día podremos leerlo.

Cuánto tiempo le queda de vida. Si

alguien lo ama.

Lolita Bosch

tos ídolos populares, venía de una villa

miseria y terminó en otra. En el medio:

la fama, el dinero, la devoción de las ma-

sas, el alcohol. Cuando tenía plata la

repartía a manos llenas. “Cuando yo

tengo, tienen todos”, dicen que decía.

Y pagaba las fiestas de quince años de

las pibas más pobres, y las borracheras

de las prostitutas del Bajo, y las de sus

cafishos, y salía al ring con una bata que

decía en la espalda Perón­Evita. La gen-

te, la de abajo, enloquecía con cada uno

de sus golpes. Las “buenas conciencias”

nacionales no perdonaban a esos ne-

gros que habían llegado a meter las pa-

tas en la fuente de la Plaza de Mayo.

¡¿Adónde vamos a ir a parar?!

Y me fascina el cine de Leonardo Fa-

vio. El ojo de Favio enamorándose del

sudor y de la sangre y filmándolos en

cámara lenta mientras Gatica, envuel-

to en una bandera argentina, cumple

con el papel que el director le ha asig-

nado: ser el símbolo de una patria po-

bre, la patria de los “cabecitas negras”,

la de los que llegaron a una ciudad que

se creía europea para recordarles a to-

dos que el país era mucho más que eso,

que el país era otra cosa. Aunque ter-

minara sus días atropellado por un co-

lectivo, más pobre que siempre, otra vez

en la villa, cuando el ejército ya había

bombardeado la Plaza hacía rato y los

que rugían apoyándolo en cada comba-

te habían vuelto al silencio, o a la lucha

clandestina, o a la furia contenida del

que es borrado una vez más, despare-

cido de la historia.

En 1993, treinta años después de la

muerte del boxeador, Favio le rinde un

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129

bAZAR

sión y supresión del “otro”, del diferen-

te: el indio, el “bárbaro”, el pobre, la mu­

jer... Los “desaparecidos” no son, en este

sentido, una creación de la última dic-

tadura militar (1976­1983) sino una figu-

ra fundante de la nación.

“Mi general, dos potencias se salu-

dan”, dicen que le dijo Gatica a Perón

una de las tantas veces en que el enton-

ces presidente fue a verlo pelear al Luna

Park. También dicen que después de

una derrota, Perón le soltó un “Me te-

nés podrido”. Dicen. Quién puede saber­

lo con certeza. Favio no lo cuenta en su

película.

El país se dividió, eso sí lo cuenta: a

favor o en contra del Mono. De noventa

y cinco peleas, ganó ochenta y cinco.

Setenta y dos de ellas por knock out. Sin

embargo nunca fue cam peón argenti-

no ni peleó por el título mundial.

Y el país se dividió: a favor o en con-

tra de Perón. No había medias tintas.

Los odios y las pasiones estaban tan

exacerbados que una mano “cajetilla”,

blanca seguramente, cuidada, mano de

rico, pues, escribió afuera del sanatorio

donde moría Eva Duarte, “Viva el cán-

cer”, mientras en las calles los “desca-

misados” lloraban.

Ya sé. Ya sé que la realidad no es blan-

ca o negra. Lo que es blanco y negro son

las imágenes que quedan de aquella

épo ca. Las dicotomías se acabaron con

la posmodernidad y el fin de la historia.

Dicen. ¿O no?

Alguien vio al chiquito que había lle-

gado del interior defender con los pu-

ños su lugar de lustrabotas en las ca-

lles de Buenos Aires. Alguien con una

homenaje entrañable (y polémico, co­

mo todo lo que él hace) a este persona-

je de la mitología nacional.

Pero vamos por partes.

Una de las tantas familias que llega-

ron del interior del país, la del Mono; en

su caso, de la provincia de San Luis. El

chico morochito y sonriente cambia los

cerros por una caja de lustrar zapatos y

un lugar en la plaza Constitución. Un

lugar que tiene que defender a golpes

“...para todos los hombres del mundo

que quieran habitar el suelo argenti-

no...” Eso decía el Preámbulo:

“Nos, los representantes del pue blo...

con el objeto de constituir la unión na-

cional, afianzar la justicia, consolidar la

paz interior, proveer a la defensa co-

mún, promover el bienestar general,

y asegurar los beneficios de la libertad

pa ra nosotros, para nuestra posteridad

y para todos los hombres del mundo

que quieran habitar en el suelo argen-

tino... ordenamos, decretamos y esta-

blecemos esta Constitución...”

¿Y los que ya estaban en “suelo argen-

tino”, pero en la miseria total, analfabe-

tas, sin trabajo, sin esperanzas de que

las cosas algún día cambiaran? ¿Para

ellos también era esa Constitución? Y

ahora no estoy hablando de la plaza

donde lustraba zapatos el puntanito

José María, el chico aquel que Favio ha-

ría saltar envuelto en la bandera. ¿O

ellos seguirían siendo los inexistentes,

los ausentes de todos los proyectos de

país? Quizás sea el momento para decir

que la historia argentina puede ser vis-

ta como un largo proceso de sucesivos

y violentos “borramientos”, de exclu-

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130

mirada ambiciosa y conocedora. Así fue

como entró Gatica al mundo del box.

Cuando Perón fue derrocado, se le ce-

rraron todas las puertas. Solamente po-

día boxear en algunos rings del interior

del país, los demás, los principales, es-

taban prohibidos para él. Incluso en el

año 56, la policía entró para llevárselo

junto con los organizadores de la pe-

lea que en ese momento estaba tenien-

do lugar. Los “gorilas” festejaron cuando

unos periodistas encontraron a Gati-

ca tomando mate en una villa miseria.

“Ahora sí está donde tiene que estar”.

Los agudos ojos verdes, apagados, el

cuerpo, gordo, abotagado.

Murió un 12 de noviembre. Tenía trein-

ta y ocho años. Estaba vendiendo mu-

ñequitos afuera de la cancha de In-

dependiente cuando lo atropelló un

colectivo. Murió en el hospital Rawson.

Solo. Muchos que lo habían aplaudido,

ahora se burlaban de él. Muchos. Los

mismos que se habían aprovechado de

sus puños y de su ingenuidad. Ya no vio

a su equipo volverse ese año Rey de

Copas del futbol nacional. Tampoco vio

que, una vez más, había sectores dis-

puestos a llamar a las puertas de los

cuarteles (y dentro de los cuarteles,

nuestros militares estaban, como siem-

pre, listos para salir a cumplir la misión

que la burguesía le encargara. Como en

el año 30, como en el 55, como sería

en el 66, y en el 76. Lo cuento nomás

para no olvidarlo). Arturo Illia asumía

la presidencia. Y al Mono lo atropella-

ban afuera de la cancha.

Su velorio se transformó en una ma-

nifestación política popular. Miles de

personas lo acompañaron coreando la

marcha peronista públicamente, por

primera vez desde 1955.

Favio hizo con esta historia una pe-

lícula entrañable, de a ratos excesiva.

Es cierto. Polémica escribí antes. Pero

ahí queda, para la memoria, el Mono

Gatica envuelto en la bandera. La azul y

blanca. La de los excluidos de siempre.

Sandra Lorenzano

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131

lIbRERO

La vaga sensación de ser otroFAMA, DE DANIEL KEHLMANN

La mayoría de las ocasiones que un libro se presenta como “volumen de cuentos en forma de

novela” en realidad se trata de un truco. La mala conciencia que, como una sombra, se cierne

sobre el género fundacional de toda la literatura y los prejuicios que, gracias a sesudos estudios

de mercado, imperan en la mayoría de los editores, han producido una fórmula algo esquizofré-

nica que permite lavar culpas y, a su vez, engañar al departamento de marketing: dar salida pública

al relato y al cuento aliándolos con su prestigiada hermana llamada novela.

En voz de su personaje más sintomático, el nervioso y paranoico Leo Richter (un escritor por cier-

to), Daniel Kehlmann se aventura a presentar su proyecto: escribir una novela sin protagonistas.

Si hay una característica consustancial al cuento es la del peso que la anécdota ejerce por encima

de los personajes. Si en la novela el reparto de papeles es clave para su construcción, los persona-

jes que se utilizan en el cuento son siempre protagonistas secundarios. La anécdota reina.

No todos los días encontramos un libro que complazca a todos: Kehlmann engaña a los edito-

res, hace una novela y, al mismo tiempo, reivindica al cuento como mecanismo, es decir, como esa

forma autónoma capaz de contener historias que resultan fantásticas de modo aislado y sorpren-

dentes cuando descubrimos el tejido que las relaciona entre sí.

Un hombre recibe varias llamadas telefónicas, alguien busca al famoso actor Ralf Tanner. Pri-

mero timorato y luego con ambición, el hombre se convierte en impostor: cancela citas, destruye

los romances del actor, goza insultando a sus productores, su vida adquiere sentido. Tres cuentos

más adelante, un actor deja de recibir llamadas en su teléfono celular, los amigos lo abandonan,

su fama cae y en un intento por comprender su humanidad, el actor participa en un concurso

donde se imitan actores famosos. Cuando se personifica a sí mismo, los jueces lo aplauden pero le

exhortan a mejorar su ejercicio de imitación. Aún no sabemos quién es la copia de quién. Leo

Rich ter es un escritor que ha departido con el actor y cuya novia trabaja para Médicos Sin Fron-

teras. La pareja hace un viaje. Él la ha invitado para que lo acompañe a un ciclo de conferencias

en un país que podría ser México. Durante el viaje, Richter parece más preocupado por su fama que

por lo que sucede a su alrededor, más por la biografía que por la vida. Ella lo odia porque está con-

vencida de que tarde o temprano será convertida en personaje. En un momento de la historia,

Leo Richter es invitado a China para que asista a un encuentro de escritores. Solidario con una

colega poco reputada y harto de los aviones, le pide que vaya en su lugar. Tres cuentos más ade-

lante, leemos la historia de una escritora que viaja a China en representación de un amigo. Los

chinos la aceptan a regañadientes y terminan por hospedarla en un hotel lejano a la ciudad. El

congreso de escritores termina, los organizadores prometen recogerla al día siguiente y llevar-

la al aeropuerto. Nunca sucede, después de dos días ella acude a la policía: su visa se ha vencido

y en la lista participantes que acudieron al congreso no figura su nombre. Todo es un ruido sordo.

Las llamadas telefónicas se suceden y en todas las historias los personajes leen a un homólogo

de Paulo Coelho. Mientras tanto, en alguna mansión de Río de Janeiro, el motivador profesional

planea su suicidio; cosa de la que nunca se enterará el gerente de una compañía de comunica-

ciones que, por error, ha otorgado la misma línea telefónica a dos personas distintas.

El deseo de convertirse en personaje de una novela, la ambición de tener una doble vida, la

batalla del imitador que opta por derrocar a quien imita, la invención de uno mismo a través de

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132

la red y las posibilidades de ficcionarse en un mundo como el nuestro, aparecen en Fama (Anagra-

ma, 2009) como una alternativa de trascendencia, esa que ambiciona no sólo durar, sino perdurar.

No cabe duda, este es un libro de cuentos que se disfraza de novela y al mismo tiempo es una

novela que se construye con los atributos del cuento. Con libros así es posible entender que de-

trás de un género tan olvidado, se esconde el gen primigenio que le ha dado vida al arte de contar.

Y Kehlmann lo hace magistralmente.

J. J. Villegas

lA vAGA sENsACIóN DE sER OTROFama, de Daniel Kehlmann

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133

lIbRERO

Mientras Gabriel Orozco se da a la tarea de rearmar el esqueleto de una ballena y grabar sus hue-

sos con un patrón específico para, después, colgarla del techo de la biblioteca Vasconcelos, el ar-

tista conocido como Golo pinta de rojo todas las caras de un cubo de Rubik.

Mientras Rubén Ortiz se dedica a conseguir imágenes de pirámides mexicanas construidas

en todo el planeta, el artista conocido como Golo hace el dibujo infantil de un cazador, una niña

y un león negro con la cabeza coronada.

Mientras Gao Feng hace un performance donde mezcla su sangre y su semen para después

beberlos, el artista conocido como Golo se dedica a dibujar unos gatitos con el lomo pintado de

azul.

Mientras en el museo Georges Pompidou, Damián Ortega arma un mosaico de paneles que

forman un ojo gigantesco, descubierto a la distancia por el observador; el artista conocido

como Golo hace de la repetición una obra de arte y vomita sobre una pizza.

Ut pictura poiesis. Como la pintura la poesía.

Cuando Leonardo da Vinci hizo un alto para cuestionarse el argumento y decir que, en realidad,

la pintura es poesía que habla y la poesía es pintura que ve, estaba muy lejos del siglo en que el

artista conocido como Golo irrumpió en la escena para atreverse a una nueva interpretación:

Ut pictura Atari. Como la pintura el Atari.

En su primera exposición individual, el artista conocido como Golo solicitó a su galerista Mar-

tha Herrera (¿Kuri­Manzuto? ¿Herralde?) que consiguiera un espacio de 99 pasillos, para que se

colocara un cuadro en cada uno de ellos. En vez de acomodarlos uno tras otro, Golo deseaba que

cada cuadro tuviera una vida separada, o varias, igual que sucede en los juegos del Atari.

La exposición Temporada de caza para el león negro enuncia el estado actual del arte. El anti en-

fant terrible, como se le nombra en el catálogo correspondiente, es más “anti” que “terrible”, y

más enfant que otra cosa. El artista conocido como Golo, acrónimo de Golondrino, nunca ter-

minó la secundaria, tiene pésima ortografía, lleva años usando los mismos tenis Converse y se

alimenta de pizza, doritos, algodones de azúcar, leche de pantera, piedra de coca, hiperbólicos,

tachas, opio, heroína y marihuana.

La belleza está en su cabeza. En alguna parte de ella.

El parque temático de Temporada de caza para el León negro, su primera exposición individual,

está íntimamente relacionado con la debilidad que siente por los juegos mecánicos. Para el ar-

tista conocido como Golo, no hay diferencia entre los estados alterados que produce el uso de

las drogas y los estados alterados que produce una jornada completa de juegos mecánicos. La

razón es una: Golo es eso, un juego mecánico. Igual goza bebiendo cocacola y comiendo pizza

hasta el vómito que poniéndose supositorios de opio en el culo.

En Temporada de caza para el león negro existen algunas obras con títulos específicos y otras que

el lector­espectador podrá identificar si se ayuda del catálogo correspondiente. Aquí nombraré

algunas.

La exposición Temporada de caza para el león negro está compuesta de 99 cuadros divididos en

seis tipos distintos: piezas únicas, piezas secuencia, variaciones, retratos, autorretratos, piezas

minimalistas y bodegones.

ut pictura atariTEMPORADA DE CASA PARA EL LEóN NEGRO, DE TRYNO MALDONADO

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Las piezas únicas son el mencionado cubo rojo al que la crítica a titulado Cubo Ernö Rubik en

rojo y Golo’s Bathroom que el artista terminó tras un arrebato de tres días y que clausuró para siem-

pre la tina y el excusado de un departamento que perteneciera a su amante. Como en nuestros

días, el espacio privado se convierte en público, la línea divisoria entre lo que es propio y es co-

mún se desdibuja como si pasáramos un algodón con thinner sobre la condición humana.

De las piezas secuencia destacan las obras abstractas de Matezza 0.1; 0.2; 0.3 y 0.4 que res-

pectivamente hoy pertenecen a un escritor mexicano de estética minimalista, al empresario

Carlos Slim, a la cantante Bimba Bosé y al amante de Golo que se quedó con sus obras tras la

desaparición del artista. Estamos hablando de una serie de cuatro movimientos abstractos que

llevaron a Golo al pináculo de la gloria y le abrieron las puertas de la galerista Martha Herrera. El

más conocido es el primero. Los otros tres aún permanecen velados a los ojos del público y aún

están en espera de ser expuestos.

Dentro de esta tipología también están las obras más polémicas de Golo porque no se sabe si

las pintó para ganar espacio en los pasillos de la galería o como un ejercicio de repetición inno-

vador que buscaba acercar la oralidad con la pintura. Se trata de Generación Atari 12, 15, 16, y 17.

También destacan las obras tituladas Cogíamos en todos lados 14 (o 37 formas de echar pasión) y Cogía-

mos en todos lados 46 (o 31 formas de echar pasión). En esta última, el curador no tuvo el cuidado de

supervisar el efecto disonante con la obra inmediata posterior.

Me explico. Mientras que en Cogíamos en todos lados la ficha técnica dice: Cogíamos entre nues-

tra propia mierda, cogíamos cuando peleábamos; cogíamos cuando lo que queríamos era matar-

nos, cogíamos, cogíamos, cogíamos; el siguiente cuadro inicia con esta frase: La indiferencia de

Golo terminó por hartarme.

Tras una vida perdida, que venga la nueva vida, todo aburre, todo cansa, incluso las 31 formas

de coger que Golo ilustra como un kamasutra al estilo de la pintura de Brugël.

Veámos otra secuencia: aquella pintada con sangre. Estamos hablando de la que inmortalizó a

Golo como un Dios que no distingue al sexo de la violencia. Basta con ver: Golo mordiendo un glande;

Golo arrancando una tetilla o Golo comiéndo un pedazo de nalga. Resulta sorpresivo que la subversión de

hoy es conservadora. El común de la norma, la costumbre, el lugar común, es la ruptura. Estamos

tan habituados a la provocación visual que lo innovador ya no está en provocar, sino en dialogar

con la tradición. Pero eso Golo no lo sabe. Si algo nos descubre su obra es el poder adormecedor

de la rebeldia. Parafraseando a Joseph Heath: rebelarse vende. Cosa que Golo sí sabe. ¿Y quién es

su público? No me atrevo a afirmarlo, pero si hay un sector social que garantizará la inmortalidad

de Golo, ese será el público gay. Su poder adquisitivo es brutal, el mercado lo sabe, a falta de dere-

chos e hijos, compran cuadros.

Lo mismo sucede en otras artes.

Ut pictura poiesis. Como la pintura la poesía.

Por lo que toca a las variaciones (el fuerte de la obra goliana) podemos destacar Variations on a

Rauschenberg’s erased painting. La anécdota es casi única. El artista conocido como Golo compra

un cuadro de Rauschenberg, luego pasa estopa con solvente sobre el original y ejecuta sus pro-

pios trazos. Tal y como Rauschenberg había hecho con De Kooning o como hace Romero al copiar

UT pCTURA ATARITemporada de caza para el león negro, de Tryno Maldonado

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135

lIbRERO

cuadros flamencos para luego aventarles cubetadas blancas, el artista conocido como Golo re-

gresa a la mímesis y la imitatio como forma de aprendizaje, como manera de obtener placer y

como método para acelerar la velocidad, en un ejercicio que no busca descubrir la naturaleza,

sino violentarla.

Lo mismo sucede con los retratos y los autoretratos, ya sean los de personajes con apellidos o

nombres como Kessler, Orlando, Fiallo, Merker, Nostalgic Zebra, Vanina y donde Martínez es un

nombre de gato. Por su plasticidad destacan los retratos de Orlando (Orlando fisiculturista, Orlando

agente, Orlando envidioso y Orlando furioso); la serie Quise a Golo no me pregunten por qué, que se repite

por toda la galería y cuyo último cuadro cierra la exposición. También están el Autorretrato de Golo

oliéndose los dedos; Nostalgic Zebra sobre heroína y los autoretratos más denigrantes y perturbado-

res de la historia del arte mexicano: Golo ladrando (con sus variaciones Golo como perro de aguas,

ladrando y con cicatriz en la oreja; Golo ladra en francés y en aleman y Golo con calzones de mujer y ladrando

a cuatro patas).

Ut pictura poiesis. Como la pintura la poesía.

Por lo que toca a las piezas minimalistas, vale la pena observar el misticismo laico del artista

conocido como Golo. Se trata de trazos de una línea, que a la manera de Joan Miró, provocan un

vacío existencial, que no sólo niega a Dios sino que lo niega hasta tres veces. Las que sean nece-

sarias para ganar vida y páginas. El más impresionante de esta serie está en el segundo pasillo

de la exposición. Es un enorme cuadro blanco con un texto descompuesto en insectos. Apenas

unas palabras: Golo no creía en Dios.

Su principal crítico dice que deseaba serlo.

Ut pictura poiesis. Como la pintura la poesía.

Con toda certeza, podemos decir que las piezas más sólidas del artista conocido como Golo

son sus bodegones. Pintados al modo costumbrista, la sorpresa está en los elementos. Veá-

mos algunos de ellos: Piedra de coca, Atari y rubic; Líneas de coca sobre espejo, Atari y pinceles; Ni gato,

ni Atari, ni mechón azul o Puño desmayado con pelos.

El catálogo de las obras del artista conocido por el sobrenombre de Golo que presentamos, es

una muestra más de las preguntas que hoy rondan alrededor de las relaciones dadas entre el

pintor, el mercado y el espectador. Me atrevo a peguntárselas a su curador. Y me atrevo porque

creo que Tryno Maldonado tiene todas las respuestas: ¿Por qué cree que Golo destruyó la obra

de Damián Ortega? Me refiero a las piezas del auto que pendían de un techo ¿En qué se parecen

las relaciones pintor, galerista, crítico y escritor, editor, crítico? Y si pudiera seguir preguntando

diría: ¿Cree que algún día se expondrán las otras piezas de la serie Matezza? ¿Es esta obra una

obra inacabada?

Una última duda. Quisiera saber si Tryno Maldonado cree, con Golo, en la sentencia Ut pictura

Atari, es decir, Como la pintura el Atari. O dicho de otro modo: Como la poesía la fama. Hasta

aquí llego, antes que, como alguna vez me dijo un editor, la exposición se convierta en algo más

vasto que la obra.

Pablo Raphael

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Nada más al abrir escenas sagradas del oriente se desploman, como desbarrancadero de piedras,

todos los conceptos formales de la técnica poética, pero no del ritmo; porque si algo madura,

mantiene, equilibra y da continuidad a los versos de estos poemas, es el ritmo. Un ritmo de

blues, de rock & roll, de guitarras eléctricas, de tragos de whisky, de bailarinas de salón enseñando

impúdicamente las piernas.

Nacido en mitad de los sesentas (Guadalajara, México, 1965) pero con una resaca transgénica

de décadas anteriores donde el amor y el dinero tenían el mismo peso y los besos de las putas

valían la pena, José Eugenio Sánchez propone una manera agraz de convivir con la poesía: sin

complejos, desnuda, descaradamente expuesta sobre las páginas de este libro, mostrándose

abierta y construyendo un universo sin futuro, sin pasado, absolutamente presente, tangible.

No hay horizonte posible en estos versos. El lenguaje es tan certero (como dardo de congal)

que no nos deja levantar la vista. Se pone delante, justo frente a nuestras narices y no hay ma-

nera de obviarlo, de otear otros cielos, de sosegar la mirada en algún sitio más manso; sólo nos

queda la ironía, el lenguaje riéndose del tópico y un buen sabor de boca al percatarnos de que es

posible la poesía desde el cinismo, la desvergüenza, el desbarajuste.

Physical Graffiti es el nombre del sexto álbum de la banda británica Led Zeppelin. Physical Graffi-

ti es, aquí, una evocación a los años de rock & roll que atraviesan los versos de José Eugenio de

orilla a orilla, salpicados de personajes heroicos (cuando los héroes eran suicidas o le tenían

miedo al agua o mataban tribus enteras y el olor a plomo los excitaba). Agrio terapeuta de

malos hábitos, urbanita (o mejor: urbanoide), sus influencias provienen del western, de Leone,

de Bertolucci, de Bob Dylan, Leonard Cohen, Lou Reed, Tom Waits, y con ellos construye su lírica:

riff.

Sin embargo, si hurgamos con detenimiento, debajo de los solos de guitarra, oculto entre las

escenas cinematográficas, enredado en el sarcasmo, hay, también, cierto presagio de nostalgia

entre los versos de escenas sagradas del oriente; cierta inminencia de soledad que convierte a esta

obra en un peligroso objeto poético empapado en alcohol y oloroso a pólvora enmascarado en

un yo camaleónico donde no es difícil descubrirnos.

Pero la poética del autor no termina aquí. Esconde otro perfil de facciones igual de fascinan-

tes; otra cara que no se lee pero que mucho tiene que ver con ésta leída; otro rostro que se es-

cucha, se visiona. Me refiero a la puesta en escena de sus textos. Porque cuando José Eugenio

interpreta, caracteriza, escenifica sus poemas, resulta inevitable sonreír, conectar nuestros

sentidos a su oralidad, a la fibra de la palabra dicha, a esa otra realidad que se superpone a ésta

tan sólo con la fuerza de la evocación.

José Eugenio Sánchez intenta que su poética rebase los límites de la hoja y se manifieste en sus

otras posibilidades: el teatro, la danza, el performance; y, ciertamente, la poesía cobra una di-

mensión distinta cuando sucede arriba de un escenario.

Ahora, reeditado por Editorial Almadía, y ganador de la x edición del Premio Internacional de

Poesía Fundación Loewe, donde el jurado estaba compuesto por Octavio Paz, Gonzalo Rojas,

Un PeLigroso oBJeto PoÉtico eMPaPado en aLcoHoL Y oLoroso a PóLvoraESCENAS SAGRADAS DEL ORIENTE, DE JOSÉ EUGENIO SÁNCHEZ

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Carlos Bousoño, Francisco Brines, Luis Antonio de Villena, Antonio Colinas, Jaime Siles y César

Simón, escenas sagradas del oriente propone una vez más este viaje donde al final tendremos,

quizás, que preguntarnos (y contestarnos), como lo hace José Eugenio Sánchez en uno de sus

versos:

qué somos

(ni polvo ni nube ni huella de herradura).

Edson Lechuga

lIbRERO

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Alberto Barrera TyszkaNació en Caracas, Vene-zuela, en 1960. Es poeta y narrador. Autor de la novela También el corazón es un descuido y del libro de cuentos Edición de lujo, así como de los poemarios Coyote de ventanas y Tal vez el frío. En colaboración con la periodista Cristina Marcano ha publicado la primera biografía documentada del presidente de Venezuela: Hugo Chávez sin uniforme. Una historia personal. En 2006, su novela titulada La enfermedad, ganó el premio Herralde de novela.

Paz BalmacedaNace en Santiago de Chile, en 1983. Estudió literatura en la Universidad Diego Portales. En 2006 recibe la beca Presidente de la Repú-blica, del gobierno chileno, para hacer un doctorado en Barcelona, donde vive actualmente. Hizo las reco-pilaciones Hallazgos y des-arraigos, ensayos escogidos de Mauricio Wacquez (2004) y Textos sobre arte (2005) de Adolfo Couve, ambas para Ediciones Universidad Die-go Portales. Colaboró en la edición de Correr el tupido velo (2009), la biografía de José Donoso que su hija, Pilar, escribió a partir de sus diarios íntimos.

Rodrigo BlancoNació en Caracas, Vene-zuela, en 1981. Es licenciado en letras y maestro en estudios literarios por la Universidad Central de Venezuela. Profesor de la Escuela de Letras de esa casa de estudios. Ganador del Concurso de autores in-éditos de la editorial Monte Ávila, mención narrativa 2005, con el libro Una larga fila de hombres, el cual fue publicado ese mismo año. Ganador del 61 Concurso Anual de Cuentos del diario El Nacional. En 2007 formó parte del grupo de escrito-

res del Bogotá39, en el que se reunió a una muestra representativa de nuevos narradores latinoamerica-nos menores de 39 años. Ese mismo año publicó Los invencibles (Mondadori), su segundo conjunto de cuentos.

Lolita BoschNació en Barcelona en 1970 pero ha vivido en Albons, India y, durante diez años, en la Ciudad de México. Es-tudió filosofía en la Univer-sidad de Barcelona y letras en la unam. Escribe novela en catalán y en castellano a la vez. Cuando termina la primera versión del manuscrito lo corrige en dos documentos distintos hasta que salen dos libros, nunca idénticos, en dos idiomas distintos. Escribe también literatura infantil y juvenil y, recientemente, ha empezado a incursionar en el teatro y en el ensayo.

Alberto Chimal Nació en Toluca, México, en 1970. Debe su fama a cuatro colecciones de cuen-tos tan originales como intrigantes: Grey (2006); Éstos son los días (2004), El país de los hablistas (2001) y Gente del mundo (1998). Ha sido acreedor del premio nacional de cuento San Luis Potosí 2002 y el premio de cuento Benemérito de América 1998, entre otros. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores. Editorial Alma-día publicó el año pasado su primera novela titulada Los esclavos. Su sitio web es www.lashistorias.com.mx

Bret Easton Ellis Nació en Los Ángeles en 1964. Después de participar como tecladista en algunos grupos de rock de su insitu-to, Ellis decidió abandonar el oeste y viajar a Nueva In-glaterra, para estudiar en la universidad de Bennigton,

con el objetivo de desarro-llar una carrera musical. Sin embargo, alentado por sus profesores, durante su último año de licenciatura Ellis terminó la que sería su primera novela, Less than zero (1985). Más allá de Ame-rican Psyco, el lector podrá enterarse de su alocada y a la vez sólida carrera, en la crónica que publicamos en Número 0.

Ignacio EchevarríaNace en Barcelona, en 1960. Ha ejercido la crítica litera-ria durante más de quince años en diversos periódicos españoles y latinoameri-canos, especialmente en El País, colaboración que terminó con un polémico episodio (y su salida del periódico) al haber escrito una reseña negativa a un autor publicado por una editorial de la misma em-presa. Parte de sus críticas están recogidas en Trayecto, un recorrido crítico por la reciente narrativa española (2005) y Desvíos, un recorrido crítico por la reciente narrativa latinoamericana (2007). Por más de veinte años ha ejer-cido como editor, editando las obras completas de autores como Franz Kafka, Nicanor Parra o Elias Canetti, entre otros autores, en la línea de obras completas de Galaxia Gutemberg.

Wendy Guerra Nació en Cienfuegos, Cuba, en 1970. Su primer libro de poemas Platea a oscuras le mereció un premio de la Universidad de la Habana cuando apenas tenía dieci-siete años. Su primera no-vela Todos se van, que tiene su origen en sus diarios de estudiante, fue galardona-da con el premio de novela Bruguera 2006. Además, ha publicado los poemarios Cabeza rapada (1996) y Ropa interior (2008). Ese mismo año la editorial Bruguera publicó su segunda novela,

titulada Nunca fui primera dama.

Leonardo da Jandra Nació en un rancho de Chiapas en 1951. Con la publicación de la trilogía Entrecruzamientos (1986, 88 y 90) editada por Joaquín Mortiz­Planeta, se convir-tió en uno de los exponen-tes más sólidos y versátiles de la literatura mexicana contemporánea. Entre sus ensayos publicados desta-can: Totalidad, seudototalidad y parte (1991); Presentáneos, pretéritos y póstreros (1994) recientemente reeditada por Almadía con el título de La gramática del tiempo y La hispanidad, fiesta y rito (2005). De su amplia obra narrativa destacamos la trilogía costeña compues-ta por Huatulqueños (1991) Samahua y La almadraba (2008) novela con la que se despide del mar, y el libro de cuentos titulado Zoomorfías (2009).

Edson LechugaNació en Pahuatlán de Va-lle, México (1970). Realizó estudios en la unam, Casa Lamm y en la Universidad de Barcelona. Escritor, narrador oral y profesor de técnicas narrativas. Autor del libro de poesía El Canto de los búhos. Ha incursio-nado en la poesía sonora con el ensamble Poética Shakti. Su primera novela se encuentra en proceso de publicación.

Sandra LorenzanoEscritora y crítica literaria, es “argen­mex” por derecho y convicción. Es Doctora en Letras (unam). Actualmen-te es becaria del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Es profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, y se des-empeña como vicerrectora académica de la Univer-sidad del Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en

COlAbORAN EN EsTE NúmERO

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diversos medios culturales de América Latina, entre los que destacan la revista ADN Cultura de Buenos Aires, la Revista de la Universidad y Nexos, así como el periódico “El Universal”. Asimismo, es editora del libro La literatura es una película. Revisiones sobre Manuel Puig (México, unam, 1997); de Aproxima-ciones a Sor Juana (Fondo de Cultura Económica, 2005) y de Políticas de la memoria: tensiones en la palabra y la imagen (México / Buenos Aires, 2007). Es autora de Escrituras de sobrevivencia. Narrativa argentina y dictadu-ra, del libro de ensayos Frag-mentos de memoria y de la novela Saudades (Fondo de Cultura Económica, 2007). Actualmente tiene en pren-sa el libro Vestigios que será publicado por la editorial Pre­Textos de Valencia, España. Durante 2006 y 2007 fue Visiting Scholar en la Universidad de California en San Diego San Diego. Su correo electrónico [email protected]

Pablo RaphaelMéxico 1970. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Ha sido finalista del premio Joaquín Mortiz para primera novela y ga-nador del premio Viceversa de cuento. Su libro Agenda del suicidio recibió el Premio nacional de literatura Gil-berto Owen 2003. Ha sido antologado en Los mejores cuentos mexicanos (Planeta, 1999); Novísimos cuentos de la República Mexicana (fonca, 2005); Grandes hits, nueva generación de narradores mexicanos (Almadía, 2008); así como para la selección Marie Ange Brillaud hiciera para la revista francesa Brèves.

Tereza Riedlbauchová Nació en Praga, República Checa, en 1977. Es licenciada en francés y en lengua y literatura checas y doctora

en literatura checa por la facultad de filosofía y letras de la Universidad Carolina de Praga. Trabaja como lectora de lengua checa en la Sorbonna de París. Ha publicado cuatro libros de poesía: Modrá jablka (2000, Manzanas azules), Podoba panny plá (2002, Semejanzas del llanto de la virgen), Velká biskupovská noc (2005, La gran noche de Biskupov), Don Vítor si hraje a jiné básn (2009, Don Vitor juega y otros poemas). Como poeta se ha presentado también en dis-tintas antologías y revistas de su país, pero también de Eslovaquia, Bulgaria, Fran-cia, Canadá y Bélgica.

Alejandro RoblesEscritor cubano nacido en Alemania. Vivió doce años en la Ciudad de México y se trasladó a Miami. Escribe cuentos y ensayos, y, aunque ignora las leyes más elementales de la televisión, se gana la vida escribiendo programas para este medio.

Enrique Serna Nació en México df el 7 de febrero de 1959. Estudió le-tras hispánicas en la unam. Es ensayista y narrador. Entre su obras destacan Uno soñaba que era rey, Señorita México, El miedo a los animales, El seductor de la patria y Ángeles del abismo; el libro de cuentos Amores de segunda mano y la colección de ensayos Las caricaturas me hacen llorar. En el año 2000 obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura. Ha sido traducido y publicado en Estados Unidos, Francia, Italia y España.

Daniela TarazonaNació en la Ciudad de Méxi-co en 1975. Realizó estudios de doctorado en literatura en la Universidad de Sala-manca, España (1999-2001). Desde 2002 es colaborado-ra de suplementos y revis-

tas de México y España, y ha trabajado como editora, redactora y promotora cultural. En 2006 obtuvo la beca Jóvenes Creadores del fonca. En 2008 publicó la novela El animal sobre la piedra (Almadía), que fue bien recibida por la crítica. En 2009, la editorial Nostra publicó su ensayo titulado Para entender a Clarice Lispector.

Camille de ToledoNació en Lyon en 1976. Su nombre es el seudónimo de un joven autor francés que ha presenciado de cerca algunos de los principales movimientos contracultu-rales de los últimos años. Es autor del libro de ensayo Punks de boutique (Archimon-dain Jolipunk). La entusiasta recepción que el filósofo Pe-ter Sloterdijk hizo del libro, provocó que éste fuera traducido inmediatamente al inglés, italiano y alemán. Almadía se ha encargado de traducirlo por primera vez al español.

Eloy UrrozNació en la Ciudad de México en 1967. Es nove-lista, poeta y ensayista. Actualmente es profesor de literatura latinoameri-cana en la James Madison University, en Virginia. Es autor de los ensayos D. H. Lawrence y James Joyce (1999); La silenciosa herejía: forma y contrautopía en las novelas de Jorge Volpi (2000) y Siete ensayos capitales (2004). Su obra poética está reunida en Poemas en exhibición (2003). En 2008 la editorial Alfaguara publicó su más reciente novela titulada Fricción.

Catalina VargasNació en Cali, Colombia en 1977. Estudió filosofía en Bogotá y Buenos Aires, hizo un master en edición en Madrid, donde trabajó para la editorial 451. Colabora en

varios proyectos cultura-les, editoriales y radiales independientes. Ha publi-cado artículos en revistas académicas y en libros de artista.

J. J. VillegasNació en 1976. Estudió en la Escuela de Biología de la uas. Posee una colección de casi tres mil insectos cuyo registro va elaborando en pequeñas notas. Desde hace diez años escribe un proyecto narrativo que pre-tende abarcar cada una de las especies de su colección para mutarlas en un relato. Tratado de enomología, será publicado próximamente.

Gonzalo ViñaoTiene 33 años. Nació en Morón, Argentina, provin-cia de Buenos Aires, y ac-tualmente vive en Mar del Plata (idéntica provincia, idéntico país). Ha publi-cado cuentos en diversas revistas y ha sido ganador del concurso de narrativa de la asociación Aenigma de las Islas Canarias (2004). Ocasionalmente publi-ca poesía. Actualmente escribe en su blog www.costanegra.blogspot.com

A.D. Winnas Ha publicado poesía, na-rrativa, artículos y reseñas de libros en numerosas revistas literarias y antolo-gías, como Poetry Now, Tule Review, City Lights Journal, Poetry Australia, The New York Quarterly, y The Outlay Bible of American Poetry. Su poesía has sido traducida a ocho idiomas. En el 2004 un poema suyo musica-lizado fue presentado en Tully Hall, Nueva York. En el 2006 recibió el premio PEN Josephine Miles para la excelencia literaria. En el 2007 Presa Press publicó sus poemas reunidos, The Other Side of Broadway: Selec-ted Poems 1965-2005.

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