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UNIVERSIDAD NACIONAL DEL COMAHUE FACULTAD DE HUMANIDADES CÁTEDRA DE LITERATURA ESPAÑOLA II COLUMNAS PERIODÍSTICAS DE FRANCISCO UMBRAL. EL HOMBRE QUE SE INVENTÓ LAS PASIONES 'Yo, como don Quijote, me invento pasiones para ejercitarme'. Esta gentil declaración de Voltaire encierra, me parece a mí la más fina y sutil interpretación de Cervantes. Porque don Quijote no está loco y Cervantes mucho menos, eso lo sabemos desde el principio del libro. Don Quijote es hidalgo cincuentón y soltero que, llegado a ese ápice de la vida, decide pegar el salto cualitativo y cambiar la realidad de los libros por la irrealidad de la vida, mucho más palpitante y vibrátil que lo meramente escrito. Don Quijote principia, o casi, por hacer realidad una metáfora, los molinos que se parecen a los gigantes, y arremete contra una realidad literaria que le desbarata, como tantas otras le van a desbaratar a lo largo de su nuevo camino. Pero aprendamos esto: que don Quijote nunca se enfrenta sino contra metáforas del vivir, desface alegorías y yangüeses, o se reposa en unos duques, de modo que la locura empieza con la realidad y no antes. Voltaire vio bien que el hombre en madurez o pega ese salto que digo o le coge ya la postura a la vida, que es la muerte, y no dará más de sí. Don Quijote acierta con ese momento en que se cambia de vida, de cabalgadura, de compañía -Sancho Panza- de curas y bachilleres, de dueñas y sobrinas, del mismo sol en las mismas bardas. Los libros que leía le estaban hurtando a la poesía de la acción con la poesía poética y mala de la dicción. Así que

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UNIVERSIDAD NACIONAL DEL COMAHUEFACULTAD DE HUMANIDADESCÁTEDRA DE LITERATURA ESPAÑOLA II

COLUMNAS PERIODÍSTICAS DE FRANCISCO UMBRAL.

EL HOMBRE QUE SE INVENTÓ LAS PASIONES

'Yo, como don Quijote, me invento pasiones para ejercitarme'. Esta gentil declaración de Voltaire

encierra, me parece a mí la más fina y sutil interpretación de Cervantes. Porque don Quijote no

está loco y Cervantes mucho menos, eso lo sabemos desde el principio del libro. Don Quijote es

hidalgo cincuentón y soltero que, llegado a ese ápice de la vida, decide pegar el salto cualitativo y

cambiar la realidad de los libros por la irrealidad de la vida, mucho más palpitante y vibrátil que lo

meramente escrito. Don Quijote principia, o casi, por hacer realidad una metáfora, los molinos que

se parecen a los gigantes, y arremete contra una realidad literaria que le desbarata, como tantas

otras le van a desbaratar a lo largo de su nuevo camino. Pero aprendamos esto: que don Quijote

nunca se enfrenta sino contra metáforas del vivir, desface alegorías y yangüeses, o se reposa en

unos duques, de modo que la locura empieza con la realidad y no antes.

Voltaire vio bien que el hombre en madurez o pega ese salto que digo o le coge ya la postura a la

vida, que es la muerte, y no dará más de sí. Don Quijote acierta con ese momento en que se

cambia de vida, de cabalgadura, de compañía -Sancho Panza- de curas y bachilleres, de dueñas y

sobrinas, del mismo sol en las mismas bardas. Los libros que leía le estaban hurtando a la poesía

de la acción con la poesía poética y mala de la dicción. Así que incluso se inventa, entre las

pasiones militares y andantes, una nueva pasión amorosa. Es la primera lección que Cervantes nos

da en su libro. La vida tiene una segunda parte que se correspondería con la tercera juventud de

Aristóteles. Es él, Cervantes, quien rompe con la mediocridad de su vida, pálidamente enaltecida

de glorias bélicas, para emprender un libro donde está su rabia por el mundo, su energía al fin

liberada al servicio de sí mismo, no ya la energía domeñada y servil del alcabalero y otras suertes.

Cervantes es irónico por anacrónico. Ha empezado tarde su aventura y lo sabe. El Quijote no es el

libro que vive sino la vida que no ha vivido, y no nos pone a su personaje como ejemplo de nada ni

hidalguía de nadie, sino como caso singular de hombre que se decidió a pegar el salto y ese salto

quien lo pega es él mismo en figura de Quijote, e incluso se lo hace pegar a un pobre borriquero

hecho de perezas y conformidades, siendo así que Sancho nunca pierde el sentido, ese inútil y

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pobre sentido común del pueblo, pero tampoco pierde la ironía y la distancia para burlarse de su

amo con todos los respetos. Don Quijote entra en su nueva edad como un escándalo y Sancho

pasa todas las aduanas como un saco de centeno. Tenemos, entonces, el salto desdoblado en tres.

Cervantes que roba la fama con un libro, don Quijote que toma por asalto la libertad del vivir más

allá de la edad y la voluntad. Sancho, que primero a regüeldo y luego a pleno pulmón, vive vida de

caballero andante sin haber leído tales libros. Es la primera rebelión española del intelectual

aburguesado, la primera revolución burguesa del hidalgo antecedente y el primer motín del

castellano pueblo, un motín de uno solo, Sancho, que vale por todos los que vendrán. Aún hoy, y

hoy más que nunca, el hombre que no hace esa revolución interior, que no pega ese salto vecinal,

será comido por el poder, amortajado por lo establecido y muerto de asco (...).

Hay tres razones para ser héroe, como diría Salvador Dalí. En Cervantes, estas razones son el

inventarse pasiones, la capacidad de ejercitarse contra el tiempo y el haber roto con el

compromiso burgués de la novela y de la vida. El hombre que se inventa pasiones es tan héroe o

más como el que las vive. El hombre que se ejercita a diario, no sabemos si para la vida o para la

muerte, es el que quiere agotarlo todo aquí y, como decía Juan Ramón Jiménez, que la muerte

cuando llegue, sólo encuentre un pellejo vacío, porque nuestra sementera humana la hemos

esparcido fecundamente. Por aclarar un poco las cosas, diremos que don Quijote, efectivamente,

es un personaje de novela, pero donde veo yo al hombre metafórico es en Cervantes, que nos da

el nivel medio del hombre español, siempre de santo laico, de héroe doblado o de comunero entre

el pueblo. Queremos a Cervantes no tanto por ilustre como por hombre medio que roza

irónicamente el fracaso para triunfar de la España oficial con su España real (...).

Francisco Umbral.

El País. 24/04/2001

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CELA

Al gran Camilo José Cela, escritor a cuya participación en beneficios me he apuntado siempre, le

han dado -ya se sabe- el premio Príncipe de Asturias. Dejando aparte la mecánica celeste de los

premios, ya analizada cruentamente por este periódico, todo ello nos da ocasión para repetir una

vez más, no sólo que CJC es el creador de castellano más importante surgido en medio siglo, sino

que la Historia imita a la literatura como la naturaleza al arte, ya que la escritura por sí misma,

propugnada en silencio por Cela desde los crudelísimos 40, es hoy actualidad postnovísima. Los

escritores españoles actuales (de creación) se producen en tres apartados, a saber: Los que

redactan.

Los que redactan mal.

Los que redactan en castellano pensando en inglés.

Y así no se hace una literatura propia, claro. (No es tan importante hacerla "propia" como hacerla

colonizada, cosa grave). A estas alturas de la Liga, ya estamos de vuelta de que Agatha Ruiz de la

Prada no hace la moda para embellecer a nadie, sino la moda por la moda: es la postmodernidad.

Antes, se suponía que la moda de las mujeres tenía por función atraer a los hombres. Hoy estamos

en la verdad: la moda por la moda, la moda que sólo remite a sí misma. Ortega habló de El Escorial

como "el esfuerzo homenajeándose a sí mismo", e igual fórmula repite hablando de Proust: la

memoria homenajeándose a sí misma. Cela, desde siempre, es el castellano homenajeándose a sí

mismo. Asistimos hoy al final de los fines. Advenido el crepúsculo de los fines, la postmodernidad

son los medios. Y resulta que la literatura siempre fue un fin en sí misma, no un medio para

explicar el tercermundismo agrario o la escasez de los badulaques urbanos. No se queda por tener

razón (Lope no la tenía), sino por escribir bien. Para conocer la realidad sociológica están los

informes del Gobierno y los partidos políticos, los debates sobre el estado de la nación (mejor

distanciados en la radio del taxi) y las mociones de censura de Hernández Mancha (mejor

distanciadas en la crónica de maestro Haro). Casi todos los escritores españoles escriben de

derecha a izquierda, como si fueran zurdos o tontos. Quiero decir que primero se proponen

demostrar una cosa y, cuando creen haberla demostrado, florilegian un poco la prosa sobrante,

para la crítica formal. Sólo Cela, Delibes y pocos más escriben de izquierda a derecha, que es lo

normal: escriben para escribir y dejan que las cosas se demuestren solas. Cela nos ha demostrado

España y Miguel nos ha demostrado Castilla mejor que todo el 98, y a la viceversa del 98.

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Reconocer públicamente, mediante premio, a CJC, es una tautología, pero es también una manera

de darle la razón a los tiempos, de Roland Barthes a Luis Antonio de Villena: se escribe para

escribir y no hay que darle más vueltas. Las lecturas que le haga luego el personal a lo bien escrito

pueden ser inúltiples, docentes, decentes, indecentes, adocenadas, inteligentes, éticas, estéticas y

hasta literarias. Pero sólo CJC ha mantenido en medio siglo esta fe en la prosa (que es mucho más

que la prosa, claro), lo que le hace hoy un postnovísimo vaciado en las formas. Lástima que no se

deje coleta.

El País. 05/04/1987

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EL CALAMBRE DEL ESCRITOR

El año de 1836 es de intensa vida literaria para Larra. También en la política y en su vida privada

supone el año 36 una sucesión de novedades: aventura electoral, traslado de domicilio a la calle

de Santa Clara, número 3, donde había de morir; posible reanudación de las relaciones con

Dolores, posible duelo con Bertodano. Dice Antonio Espina: «La misantropía y depresión de Fígaro

aumentan notoriamente, reflejándose en sus artículos de esta época». Ha dicho Larra en Horas de

invierno: «Escribir como escribimos en Madrid, es tomar una apuntación, es escribir un libro de

memorias, es realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo. Escribir en Madrid es

llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no

escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí? ¿Son las academias,

son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los

cafés, son las divisiones expedicionarias, son las pandillas de Gómez, son los que despojan, son los

despojados?». Naturalmente, a Larra no le basta con ser la primera pluma de su época, el hombre

más leído, temido y conocido. Antes que notoriedad, busca eficacia. Y a ciertas alturas de su vida

está ya desengañado de que la eficacia sea posible. Dos son los factores que determinan la

desesperanza de un escritor consciente: la indiferencia de la sociedad y la estulticia de sus

compañeros de oficio. Podría despreciar al resto de la profesión si su contacto con la masa fuera

un entendimiento y no una querella. Podría vivir de minorías si existieran otras que no fuesen las

minorías de tontos. Pero Larra vive y escribe tan lejos de unos como de otros. El regreso de Europa

le ha confinado en un Madrid que es un impuro caserío. Larra está llegando a la más peligrosa

etapa de su vida, de cualquier vida: a la indiferencia. Cuando el escritor empieza a descubrir que

no le importan los lectores, que no le importa lo que escribe, que no se importa a sí mismo, está a

punto de la parálisis. Hay un temblor de la mano derecha que los médicos llaman «calambre del

escritor». El verdadero calambre del escritor es la indiferencia; porque la indiferencia tiene

siempre efecto retroactivo. Cuando, de pronto, no nos importa una cosa, es como si no nos

hubiera importado nunca. La memoria carece de memoria. Y toda la actividad pasada, toda la obra

en marcha se presenta como una farsa bamboleante, levantada sobre el más estremecedor vacío.

Éste es el Larra de los últimos tiempos. El escritor que ha de matarse, entre otras cosas, para no

seguir escribiendo. El hecho de dejar de escribir en vida habría supuesto otra forma de suicidio no

menos dramática. Sólo se suicida el que ya está muerto por dentro (...). Con la tradicional alegría

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necrológica y necrofílica de nuestro país, se ha hablado una y otra vez (...) sobre lo mucho que

podría haber hecho aún Larra con la pluma, de no haber puesto fin a su vida. Mentira. Larra había

dicho ya todo lo que tenía que decir. Es indudable que no le hemos leído profundamente. De otro

modo, advertiríamos que el pistoletazo suicida no ha sido en él sino un punto final a su prosa (...).

Sus contemporáneos no habían sido antes más listos. Las academias, los círculos literarios, los

corrillos noticieros de la Puerta del Sol, las tertulias de los cafés, las pandillas de Gómez, han

estado siempre huecos, igual de huecos que en el momento de escribir Larra “Horas de invierno”.

Pero la terrible verdad que venía abriéndose paso no soporta ya más caretas. Es el instante en que

su alma le habla a gritos. «Escribir en Madrid es llorar» no es sólo una frase: es un suicidio. Suicidio

con sordina que, naturalmente, no supieron oír quienes estaban en torno a Larra. En ese mismo

artículo, “Horas de invierno”, Larra invoca a los grandes escritores europeos que viven arropados

por el mejor público cultural de Occidente. ¿Quiere decirse que a Larra lo mata literal y

literariamente la angostura de España? La verdad no es tan simple. El suicidio es la muerte natural

del suicida. En Larra hay un suicida nato o, cuando menos, una psicología llena de lo que sin ánimo

de hacer humor negro llamaremos buenas disposiciones naturales para el suicidio. Es

suficientemente apasionado como para cansarse pronto de todo, suficientemente frío, escéptico e

inteligente como para acabar descubriéndose el juego a sí mismo, con la inevitable consecuencia

de hastío ante el espectáculo de su propia alma y su propia vida. Larra es, en fin, suficientemente

nervioso como para encontrar serenidad a la hora de poner en práctica el sin duda meditado

suicidio. Imaginemos a Larra afincado definitivamente en París, en comercio intelectual con los

grandes de su momento. Su existencia se habría prolongado, quizá no se hubiese suicidado nunca.

Pero lo que nos quedaría de él es una larga sucesión de amores pasajeros y negaciones

permanentes. Al fin, el triunfo y el goce de la disponibilidad personal no son sino estímulos para lo

que llamaríamos la máquina de vivir. Y cuando eso que llamaremos asimismo la máquina de

pensar funciona sólo con las turbinas o la fuerza motriz que le ha prestado la máquina de vivir,

toda la fábrica de la ideación es ficticia. La mente ha de ir por delante en cualquier hombre (...). Si,

según los psicoanalistas, todo lo hemos vivido ya en la infancia -incluso antes, en el útero

materno-, o todo lo ha vivido alguien por nosotros, está claro que el bagaje de los juicios o la mera

facultad de enjuiciar se ponen delante por sí solos en la dinámica natural de una vida. A propósito

de la crítica hablábamos del sentido indagatorio como pérdida de la inocencia y descubrimiento de

la fundamental imperfección del mundo. Pues bien, puede llegar a darse en un hombre la

situación límite del sentido crítico: la saturación crítica. Es decir, el tenerlo todo juzgado

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previamente y, por lo tanto, prescindir de los juicios. Vivir otra vez de sensaciones, como en la

primera infancia. Entonces, la máquina de vivir se pone por delante de la máquina de pensar sin

que el propio pensador llegue a advertirlo (...) Es el caso típico del novelista que necesita hacer un

viaje para escribir una novela. ¿Habría llegado a esto Larra con una vida más larga (...)? Quizá no

importe demasiado responder a esta pregunta. En todo caso, hay un momento en la vida del

hombre inteligente en que la inteligencia deserta (...) Las nuevas sensaciones experimentadas ya

no son nietas de un juicio, y sobreviene la sensación de mareo (...) Incluso los grandes genios han

vivido una última parte de su vida a rastras de lo vivido -recuerdos- y de lo que aún vive en ellos,

sin echar ya ideas por delante, como se echan las redes en día de buen viento para la buena pesca.

En Larra y en algunos otros suicidas y hombres de muerte temprana, el final de la vida coincide

exactamente con el final del predominio de lo mental. En este sentido, no cabe llamarles

malogrados.

El Mundo. 24/03/2009

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LOS RASCACIELOS

Trasantaño, en Madrid, a las torres las llamábamos rascacielos. Salvo Miguel Hernández, el poeta

campesino, que a los rascacielos los llamaba «rascaleches», lo que le valió la definición de Neruda:

«Cara de patata». La verdad es que en este poblachón manchego siempre nos hemos llevado muy

mal con esa forma vertical de fabricación. Nuestra gran réplica arquitectónica es El Escorial, pero

hay más. El edificio horizontal del Banco de España ha presidido siempre la arquitectura madrileña

con su forma de billete apaisado. La España gremial, siempre en guerra con otras Españas, le dio

su vibrante respuesta a todo lo vertical cuando, en pleno franquismo, levantamos el rascacielos

del Bancobao (BBVA), ahora en venta. España, cuando más se luce es cuando pelea contra sí

misma, como algunos filósofos. El edificio bancario de la Castellana, obra americanizante de Sáenz

de Oiza a mí me gustaba mucho y me sigue gustando. A lo mejor es que uno es un poco snob de

Nueva York. Si Nueva York mira siempre a Madrid, digamos que Barcelona mira a París. Y en esta

parapsicología de las ciudades va pasando la Historia. Con ese edificio de arquitecto ilustre,

personaje lejano de aquella escuela alemana que cambió la cara de Nueva York, recuerdo yo a una

estrella menor muy amiga mía que soñaba con su debut glorioso y confundía lo que hoy se pierde

y hace pocos años se incendió. Entre el Windsor y el Bancobao se perdía el sueño de la niña, o sea

Candilejas, antes o después de Chaplin. Íbamos a cenar a Valentín, que estaba cerca del teatro y de

la Gran Vía. El sueño neoyorquino de Azca se inicia con la Torre de Ruiz Mateos. Otra obra

duradera de Sáenz de Oiza que luego no duró tanto, aunque tenía apartamentos surrealistas y

grandes licencias de construcción. En realidad, Azca nace o muere con Boyer, el marido de la

Preysler que se presenta como socialcapitalista ante los justicieros de Franco. En un apartamento

surrealista, como lo he definido, tenía su vivienda madrileña Camilo José Cela, y alguna vez le visité

con mi señora. Recuerdo un vino hermético y silencioso con la mujer de CJC, cuando aún nacía

nuestra amistad literaria. Insistiendo en el sueño musical de la chica, hablé con Joaquín Leguina, el

presidente de la Comunidad por entonces, para estrenar en el Windsor, por la vía oficial, el

invento teatrero. Pero no hubo nada porque, como ya he dicho, Azca principiaba a agonizar y el

Windsor a arder. Ahora he recordado mucho a mi vedette, entre el fuego del rascacielos, que es

un fracaso muy teatral. Esperanza lo hubiera estrenado. Los pisos son cada vez más pequeños y los

rascacielos más grandes. La Torre Picasso, pálida arquitectura inexpresiva y optimista, me ha

recibido alguna vez, pero el racimo de bancos que arropa el de Bilbao va a fenecer sin siquiera

arroparme una modesta cartilla de ahorro, que la única que tuve, tan hospiciana, debió caer entre

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las ruinas financieras de Mario Conde, el hombre que me daba pan en las cenas. La aventura

neocapitalista nunca ha perdurado en España. Y el sueño de una noche de vedette, tampoco.

El Mundo. 23/06/2007

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PERDIMOS LA PRIMAVERA

Perdimos la primavera. Perdimos la Transición, la memoria histórica, la Guerra Civil, la Liga del

Madrid, las carreras de caballos, que eran un deporte muy fino de Felipe González, y ahora

estamos a punto de perder la primavera en sí misma, la primavera natural, floral, la primavera

primaveral. Y lo digo no sólo en un sentido metafórico, sino también en un sentido legal de

calendario. Aquí no hay un dios que se aclare. Los 30 años de Constitución han sido un repente

que hemos tenido en el cuenco vibrátil de las manos y que no volverá. La primavera es una

invención de los optimistas como Einstein inventó la relatividad y algunos planetas simpáticos.

Para inventar o reinventar más cosas hace falta una colonia de veraneantes, un jardinero al

menos, unos vecinos que aforen o aflojen la pasta y una amiga que venga a verle a uno como esta

tarde van a venir Carmen Rigalt y otras chicas. Si concitas todo eso te saldrá una semana

primaveral que recordaremos ya como todo un año larguísimo, el año único en que consiste

nuestra vida. Ya tenemos algo que contar a nuestros nietos. Lo que no tenemos ahora son nietos.

Aquello que hemos conmemorado en estos días, aquel año de la Constitución hallada por los

españoles, se nos presenta en la memoria pálida como una primavera política que nos trajo un

verano caliente, un otoño justiciero donde caían las cabezas como sentencias y un invierno

humilde «como los leñadores», que dijo el poeta. Y vuelta a empezar con el invierno, un invierno

de cines, atentados y fondo de armarios robado a conciencia por Batasuna, que es la que cree la

derechona que roba los abrigos. Qué tristeza, qué pesadez, qué lata esta rueda del calendario que

nos lleva a todas partes y nos deja en ningún sitio. La política saca calendarios con chicas y peor

era aún cuando los calendarios traían mozas garridas, señoritas de metrópoli, acueductos de

Segovia y viaductos de Madrid. Estos calendarios había que quitarlos para borrar el tiempo, que es

lo que nos persigue. El tiempo existe porque lo mantenemos nosotros, como unos sentimentales y

despistados poetas. Entre los hombres del tiempo y los hombres del soneto han conseguido hacer

del tiempo una horterada. Mayormente los que creen en el tiempo, que es una deidad de la

corriente, como escribió Jorge Guillén refiriéndose al cisne. No quiero que se me ocurra nada lírico

en esta columna porque a lo mejor van y me dan un premio como se los daban a Gerardo Diego

por decir estas cosas: «Agua multiplicada, dividida». Y otras más bonitas. Ahora dudo de si había

entrado en la aritmética primaveral Gerardo o García Nieto. Los fanáticos de la primavera me

explican que está ya muy cerca y uno, que no quisiera ser fanático de nada, se encoge de hombros

como sacudiéndose el numeroso polen primaveral que no hay. Aquella primavera de hace 30 años

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ha querido rehabilitarla Zapatero, como otros rehabilitan al general Franco. Pero queriendo

demostrar eso en nuestras columnas y televisiones hemos rehabilitado, de pasada, a Gutiérrez

Mellado, a Martín Villa, a Milans del Bosch, a Tejero, Dolores, Santiago y Alberti. O sea la Santísima

Trinidad de la España venidera.

El Mundo. 19/06/2007

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UN CAMARERO

La otra mañana, al entrar en el café, respiré algo así como un aire de oficina. Porque los cafés de

Madrid o se han convertido en musicales o en negociados ministeriales. Para explicar con más

detalle la marcha de un café de los antiguos no basta decir que hemos pasado de Campoamor a

Raúl del Pozo. De quien hemos pasado es de El Corte Inglés al bikini de buena familia. El

protagonista de la breve historia que voy a contar se llama Onofre, con nombre muy visigodo, cosa

que le cuadra porque Onofre es de León y de allí me trae toda clase de frutas y verduras. Onofre

lleva 50 años sirviéndonos café puro a los veteranos, con coñac español y chismes del Gobierno,

que tuvo sus oficinas muchos años poco más arriba de Recoletos. Cuando yo gané el Nadal Onofre

ya estaba allí, y cuando el Príncipe de Asturias y cuando el Nacional de Literatura y toda la resma.

O sea que ha hecho uno su carrera a la sombra de un camarero como a la sombra de una acacia

municipal, de aquellas que decía Azaña que crecen como las acacias. Ahora, con la pizca de la

jubilación se le ha ocurrido a otro veterano que nos reunamos todos en torno de Onofre pidiendo

para él la Medalla del Trabajo. Esto le asegura a Onofre una gloria más consistente y le asegura al

café unos dueños más recompensados. Pero hay que acordarlo una tarde de fin de semana, que es

cuando la burocracia literaria mete más personal en el café y así todo puede salir por mayoría.

Naturalmente, me he apuntado a estos galardones, y no porque me considere digno de nada, sino

porque alguien tiene que representar la contumacia, la insistencia y, mayormente, las ausencias

de 12 o 14 poetas de la mesa de los mismos, que es un golpe de silencio, una marejada de versos

que dejó medio mudo al café día a día, golpe a golpe. Hemos despertado sin querer la melancolía

de un café que vendía algo más que café, o sea premios de provincias y premios nacionales. A

media tarde estamos todos un poco arrepentidos y melancólicos de nosotros mismos llorando sin

lágrimas por Gerardo Diego, José García Nieto, Camilo José Cela y otros maestros a quienes

debemos parte de lo poco que somos y un todo de lo bien que lo llevamos. En mitad de la caída

del imperio del café, está en nuestra cultura la caída de la literatura de posguerra, los prosistas de

Franco y los niños de la Guerra. Claro que al silencioso y reflexivo Onofre todo esto no le importa

demasiado, pues a mí al menos sólo me habla de frutas y verduras de su León miniado y gótico.

Pero León parece que da siempre hermosos rebrotes, como ahora mismo Antonio Gamoneda, que

es ya el rey feo de tan hermoso reino. Creo que hemos pasado la tarde y yo hasta le he escrito una

carta al ministro Caldera, que quizá recuerden ustedes: «En una de fregar cayó Caldera...», pero

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esto ya es una orgía de la nostalgia y hay que superarlo. «Onofre, enhorabuena, esto es la guerra».

Se va uno a casa satisfecho porque hoy no hemos perdido la tarde, como luego me dicen a veces.

El Mundo. 19/01/2007

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LA ESPAÑA ÁRIDA

La España negra ya tiene su álbum mortuorio y alborotado en Don Francisco de Goya, la España

clara tiene un hermoso tomo de Azorín lleno de curas y párrocos de provincias que son todos

agüistas y beben sólo agua clara con el alfabeto castellano nadando en la superficie. Azorín era un

perpetuo agüista y se bebía el agua de todos los curas modernos y sanitarios para conservarse

joven como sus párrocos y sus párrafos. Todo el 98 bebió mucha agua en la España árida. La

España árida puede ser que comprenda Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Extremadura, que

alguien definió como una «Andalucía previa», e incluso Andalucía, que es una Castilla con

veleidades árabes, un sofoco de nardos y poetas. El último que profesa el culto a Castilla y a la

España árida es Camilo José Cela, porque Cela es asimismo el último 98, una forma de españolismo

que se diferencia y distingue por la realidad territorial, como diría el señor Zapatero. Cela nos

contaba que cuando entró por primera vez en Castilla, bajando en tren desde su Galicia natal, y

miró aquel paisaje desolado y exactamente árido, se le abultaron los ojos de lágrimas. Una

emoción literaria más que geográfica. Por eso no tiene ningún sentido elaborarle a Castilla un

Estatuto más oficinesco que sincero. Hay geografías que emanan su propia literatura y su serena

justicia y no necesitan artificios legales o ilegales al margen de una Historia y unos historiadores

que cumplieron con su deber y ahí han quedado. La España árida es nuestra España interior, que

nos ratificamos sin tirar bombas ni quemar herejes. El progreso de Castilla es el de una tierra que

principia en Despeñaperros y termina o se retira en las fincas andaluzas de Cayetana Alba,

duquesa de lo mismo. El hombre de Extremadura, no mal político, quizá no haya bebido nunca el

agua clara de los párrocos, pero vuelve a ser actualidad y es previsible que llegue a tener una

querella interior con el presidente del Gobierno. Extremadura es una Andalucía con sobriedad

castellana donde se quiebra el sistema de Estatutos gentiles. Por ahí empezamos a conocer la

frontera gótica de Castilla y la frontera árabe de Andalucía. Una vez, estando yo en esa tierra para

visitar una exposición de escultura abstracta (la abstracción no era sino una colección de

automóviles desgarrados en la carretera por la espada del viento y la velocidad), observé una

escena de amor entre una famosa visitante y un soldado que blindaba las obras de arte. La

aventura se colmó en el despacho vacío del director de todo aquello. Erotismo y arte

abstracto.Esto ya no es Extremadura, me dije. Quizá se habían muerto todos los párrocos agüistas

y azorinianos. Habría que volver con Cela a su Alcarria melibea para recuperar lo perdido. La

España árida tiene que salvarse de un nacionalismo confuso y de un internacionalismo del horror.

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Hay que asimilar las Españas divergentes y recuperar las castellanías siempre vigentes y fecundas.

El señor Rodríguez Ibarra vuelve oportunamente a su butaca de Madrid. Algo tiene que decirnos y

algo tenemos que escucharle. La Andalucía previa, tan hermosa de soledades, no será nunca la

España negra de Solana, la España loca de una guerra civil.

El Mundo. 24/02/2007