europa sangría

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Europa Sangría No quiso despedirse. O no pudo. En verdad no sé. Lo cierto es que abordó el vuelo infinito con destino a la Estratosfera Hiriente. Dos días antes, habló con Francia Elias; el novio de su hija, Grecia. Todo el tiempo, contado como escenario de su vida en Vía Láctea Primera; mantuvo una opción de vida, parecida a eso que, ella misma, llamaba la “lógica de lo imposible”. Una figura de vida de enorme precariedad de conceptos, en lo sano. Su lógica siempre fue y ha sido inapropiada. Como cuando se trata de hacer énfasis en posiciones con afinidad a la deslealtad. Esto, para no utilizar otro término más duro. Simplemente se hizo a la idea de su superioridad con respecto a los y las demás. Fue envolviendo con su traba, con su tejido de vida a quienes cruzaban por su entorno. Algo así como entender que las voces, en ella, hacían similitud con la prepotencia y el engaño. Estuvo inmersa en la historia llamada de los “siete propósitos temporales”. Un ilusionismo desenfadado. Como trinos en palabra engarzados. Por una vía de minimización de la calidad de vida y del ser en sí. Todo, en una revoltura que tenía semejanza con los atributos espurios de su andar por ahí. Como poder obligado, sustentado en hacer creer que lo suyo hacía relación a la expoliación de lo bastardo. Como si fuese mujer de dación válida en lo que implica a lo societario. Una vida pulsada en callejuelas torvas. En las cuales, cada paso, entonaba con las caricias hechas a distancia. Nunca, en alocución prístino. Voces de gendarmería excelsa. De contra ternura magnificada. Así fue su actuar. En la inversión de los valores mínimos para escapar de lo perdulario. Más bien como exaltación perenne de lo draconiano, como punto de partida. Como propuesta de andar. En los caminos que están ahí. Y que, cada quien, puede hacer suyos, con sus pasos; con sus acciones en búsqueda de lo hecho vivo. En el proceso iridiscente. De claridad absoluta. Pero que, en ella, se transformaban en preclusiones de lo que pudiese hablar cada uno y cada una. Como en esa función exponencial. Ávida de sensaciones malogradas. Como en un instar primero. Que, sin ser real, empieza a plantear el divertimento asociado a la calendas que cuentan los momentos ya, de por sí, venales, vulneradores. Y sí que se hizo mujer de nervadura aciaga. Como en esos eventos palaciegos de los emperadores que mantienen la yunta sobre la población entera. Como promocionando la esclavitud perenne. Como vociferando principios y dones de vida; ya de por sí ineficaces a la hora de proponer lo libertario, como objetivo en perspectiva. Mujer de lentejuelas abiertas, deslumbrantes. Pero, por esto mismo, meras opciones de acritud perversa. Como evidenciado el trono en ese reino pútrido.

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Europa Sangría

No quiso despedirse. O no pudo. En verdad no sé. Lo cierto es que abordó el vuelo infinito con destino a la Estratosfera Hiriente. Dos días antes, habló con Francia Elias; el novio de su hija, Grecia. Todo el tiempo, contado como escenario de su vida en Vía Láctea Primera; mantuvo una opción de vida, parecida a eso que, ella misma, llamaba la “lógica de lo imposible”. Una figura de vida de enorme precariedad de conceptos, en lo sano. Su lógica siempre fue y ha sido inapropiada. Como cuando se trata de hacer énfasis en posiciones con afinidad a la deslealtad. Esto, para no utilizar otro término más duro. Simplemente se hizo a la idea de su superioridad con respecto a los y las demás. Fue envolviendo con su traba, con su tejido de vida a quienes cruzaban por su entorno. Algo así como entender que las voces, en ella, hacían similitud con la prepotencia y el engaño.

Estuvo inmersa en la historia llamada de los “siete propósitos temporales”. Un ilusionismo desenfadado. Como trinos en palabra engarzados. Por una vía de minimización de la calidad de vida y del ser en sí. Todo, en una revoltura que tenía semejanza con los atributos espurios de su andar por ahí. Como poder obligado, sustentado en hacer creer que lo suyo hacía relación a la expoliación de lo bastardo. Como si fuese mujer de dación válida en lo que implica a lo societario. Una vida pulsada en callejuelas torvas. En las cuales, cada paso, entonaba con las caricias hechas a distancia. Nunca, en alocución prístino. Voces de gendarmería excelsa. De contra ternura magnificada.

Así fue su actuar. En la inversión de los valores mínimos para escapar de lo perdulario. Más bien como exaltación perenne de lo draconiano, como punto de partida. Como propuesta de andar. En los caminos que están ahí. Y que, cada quien, puede hacer suyos, con sus pasos; con sus acciones en búsqueda de lo hecho vivo. En el proceso iridiscente. De claridad absoluta. Pero que, en ella, se transformaban en preclusiones de lo que pudiese hablar cada uno y cada una. Como en esa función exponencial. Ávida de sensaciones malogradas. Como en un instar primero. Que, sin ser real, empieza a plantear el divertimento asociado a la calendas que cuentan los momentos ya, de por sí, venales, vulneradores.

Y sí que se hizo mujer de nervadura aciaga. Como en esos eventos palaciegos de los emperadores que mantienen la yunta sobre la población entera. Como promocionando la esclavitud perenne. Como vociferando principios y dones de vida; ya de por sí ineficaces a la hora de proponer lo libertario, como objetivo en perspectiva. Mujer de lentejuelas abiertas, deslumbrantes. Pero, por esto mismo, meras opciones de acritud perversa. Como evidenciado el trono en ese reino pútrido.

Fue, ella, reina de lo obsoleto como calidad de vida. Reina de súbditos venidos desde los infiernos dantescos. Sujeta de mil y una heridas punzantes sobre sus pares de género. Sujeta de inversa proporcionalidad tomada como insumo válido para acumular versiones de parentesco habido. Entre ella y quienes la precedieron en el universo omnímodo de los Césares modernos. Se fue haciendo exuberante en la estulticia. Como mandato, en ella, diseminado en los cuerpos hechos objeto de yunta y de vejación.

Y sí, se fue sin hacerlo. Sin ofrecer la mano de despedida cierta; simplemente lo hizo en lo que le era posible. El engaño. Y si viajó a otraparte, en silencio, fue por eso mismo ya dicho. En fin que los aviesos, en ella, era su soporte que impregnaba su actuar. Y, siendo que se fue en ese ahora; quienes quedamos sentimos hálito de libertad en primera opción. Aunque las secuelas de su paso por entre nosotros, se

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mantendrán hasta la generación quinta en escala lineal. Nosotros y nosotras, en viva voz crecientes, celebramos su hechura de viaje. Y nos quedamos en ella, setenta veces siete horas. Como recreando el universo nuestro. Como si en la existencia de agujeros negros insignes; Europa hubiera naufragado con el solo hecho de anunciar su vuelo.

Como sujeto vivo. Como madre ida

Los días pasan, y mi vida en ellos. Lo de hoy es señuelo para atraer el olvido. De todo lo que he sido. En mirar mirando, la rapiña en ese contexto tan vivido. Yo, andando en penumbras. Como ansioso sujeto íngrimo. Sin lo justo para acceder al estado anhelado desde ha mucho tiempo. Este recorrido lo inicié, cuando niño. En lejano día, que vi a la Luna engarzada en chubascos venidos, todos los días. En veces en vuelo lúdico. En otros viniendo en loco albedrío punzante. Y sí que lo sentí. Desde ese adentro del cuerpo de madre primera. Siendo, como en realidad fue, día de Sol pleno. En la perpendicular situado. Sobre ese barriecito de ella, que empezó a ser mío. Cuando caí en libre vuelo. Ella estaba, como casi todas las madres, con mirada puesta en calle angosta en que vivíamos. Como mediodía era. Como que nubes pasando. Viajeras lúcidas, Con grises-negros promeseros. Ella, con ojos asiduos visitantes de la montañita, a manera de cinturón envolvente. Ciudad prisionera en ello. Ciudad manifiesta. Que había nacido antes que la mujer madre mía sintiese presagio de conocerme.

Y me fui haciendo sujeto triste, como en ella prendido. Como bebé canguro esquivo. En cortedad de camino, a pasos, enarbolando potencia de suspiro enfermizo. Yendo tras la imagen de ella. En voltereta. Viviente como escarceos de pájaros vidriosos; en vitrales puestos por mano mágica. De pintora bulliciosa en silencio. Yo viajero en pos de El Levante prodigioso. Imaginado. Yo niño elucubrando. Yo sediento de alegría. Siendo, en eso, solo corresponsal estático, venido para horadar en tierra. Para soportar la pulsión venida desde afuera del universo enfático en trazar leyes, leyendas, caminos. Y me hice, en ese tiempo langaruto, personaje desarropado. Por lo mismo que, la mujer amiga mía, no hallaba rumbo. Como menesterosa náufraga en mar violento. En noche aciaga. Envolvente.

Tiempo pasado ese. Que fue perdiendo su ahínco brutal. Que fue siendo pasado, en luz carrera acezante. Ella y yo, de por medio. Ella sujeto ajustada por los años y por la aspereza de enfática persistencia. Y yo, volantón. De paso en paso. Como de rama en rama, pajarillo venido desde la ilusión perdida ya, hace tiempo en nuestra ciudad creciente. De escenario ditirámbico. Como si ensueño fuera de aquella locomoción habida en ceniciento paso de arroyo creciente. O lánguida versión de hechizos. Contada por los gendarmes venidos, en procesión ampulosa. Como heredad insensible. Como pasajera expresión de escorpión que se hizo hiriente, al no poder mirar la mujer madre mía. Y, ella, en esa soledad y en ese silenció puro. En lo que pudo haber tenido como enhebración crujiente, lúcida, colmada. De miles momentos depreciados. Una holgura de mensajes brumosos. Aferrados a los códigos cantados. En ese ejercicio de miradas. En esa envolvente juntura de caminos. Que estaban ahí. Desde antes de mi yo ser sujeto. Y que, ella, asumió como preparación grata. Por lo mismo que como mujer no madre fue primera. Y que, en ese siendo madre mujer, fue recortando su prisa. Sus ansias libertarias.

En este hoy que vivo, voy yendo en soledad agreste vestido. En ensimismamiento actuado. Personaje hecho de mis miradas. Y las miradas de ella, mujer virtuosa, esclava ajena. A todos y todas dada. En sintiéndose solidaria amuga. Mujer hecha potencia. De palabra y de orgullo suyo, solo suyo. Viajero, yo, en ella. Como sumario juicio hecho por los césares pasados y en presentes. Ávidos reyezuelos de vigencia plena. En el hoy que duele. En el hoy hecho escenario. De rapacería. De doliente armadura vestidos.

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Soy, eso sí, de ella venido. Siendo, eso sí, sujeto hoy envuelto en ese señuelo que se tornó en lanza que mata. En armadura ciega. Que dilapida y que cercena los cuerpos. El mío y el de ella.

Testamento

Si he de volver, le dije yo a Euclides. Como pasando por encima de los derechos de Jesús Bocanegra. Y lo hice, en razón a lo hablado por él el año anterior. Tanto como entender las fisuras en su discurso de vida. Sabiendo que eso, de por sí, supone fracturar los acuerdos. En eso quise ser tan enfático, como es posible actuar en el contexto de la teoría habida en relación con todos y todas que conocimos el esfuerzo para asumir una opción de vida cercana a la verdad de lo sucedido en Puerto Abuchaibe. Con todas sus aristas incluidas. Los niños y las niñas fueron colocados como expiación manifiesta. Desconociendo que, en perspectiva, hemos de transitar hacia posiciones de fe absoluta en la libertad. No solo de ellos y ellas. También en lo que hace referencia a todas las voces explayadas. Como retomando la necesidad de ser sujetos de incidencia en el futuro, albergando la connotación que debe tener la palabra, como gruesa intervención en la construcción de alternativas válidas.

Y sí que recuerdo cuando estuve con él en el escenario de vida que venía desde atrás. Desde ese territorio aupado por quienes estamos en ese camino, casi al momento mismo de aprender a caminar y hablar. Con los visos de aquellos colores que, previamente, habíamos definido como protagonista en la definición del horizonte. En imaginario escrito con los lápices de nuestro deber ser. En eso que llamábamos imprimirle a lo cotidiano, los referentes de beneficio inequívoco para albergar las ilusiones. Siendo, estas, no otra cosa que esperanzador vuelo hacia la libertad.

Yo hablé con Jesús antes. Le dije que el inventario realizado, en conexión con las ínfulas de cada quien. Pero sin perder la huella de lo societario. Reivindiqué el derecho a escribir la historia, partiendo de sincerar las intervenciones. En este territorio que fue creado por nosotros y nosotras. Además, le propuse hacer de los recuerdos, las utopías todas. En algo así como potenciar lo que somos. Y le hice el relato narrado antes. Que la solidaridad no podía ser solo compromiso etéreo. Ni simple proclama insulsa. Los caminamos un largo trecho. Como tratando de despejar los ánimos en el entendido que las manifestaciones de la palabra,, al hablar, compromete el quehacer posterior. Hicimos lo que llamamos “vuelta a la tuerca”. En ese ir y venir en el universo.

Ya estando aquí, como te dije Euclides; empecé la búsqueda del hilo conductor. En la hegemonía latente de las acciones, por encima de cualquier asunto de personalismos. Y, contigo, quiero ahora que me acompañes en esa brega. Teniendo en consideración lo tratado antes. Empezando casi desde cero. Porque, a decir verdad, sin Jesús se pierde, hasta cierto punto, la claridad en los conceptos. Inclusive quisiera que, lo suyo, sea de amplio espectro. Y que orientó, por mucho tiempo las guerras epopéyicas que asumimos en tiempo ido.

Estoy por creer que Jesús se queda en donde está ahora. Además de lo que he manifestado, puedo decir que su horizonte ya no es el mismo. Algo así como entender que, en términos de ideología, no vamos a tener piso durante lo que nos queda de vida. Que, todo lo nuestro, va a ser liquidado. Aquí y ahora.

Reencuentro

Estuve visitando a Pancracia. No le veía desde el día en que terminamos el bachillerato, en el Colegio Abaunza. Recuerdo todo lo que hicimos. Años de buena lúdica. Estando aquí y allá. En todo el barrio. Que, para ella y yo, era igual al universo

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todo. Mauricio y Valquiria siempre fueron nuestros cómplices. En todo lo habido y por haber. Todo un trasunto de vida imborrable. Las caminatas en los fines de semana. Los juegos diversos, siendo niños y niñas. El trompo volando, zafándose de la pita envuelta en toda su barriga. Y la hilatura de haceres en los patios de nuestras casas. Leyendo todo libro que se cruzaba. Aprendimos a anestesiar las afugias. Con algo simple, las adivinanzas y las expresiones corporales. En elongaciones de cuerpo. Como danzas magnificadas. Y el ilusionismo que aprendimos como arte. En todas las calles hiriendo, con la lanza de los relatos. Como cuenteros y cuenteras ya hechos y hechas. Con la palabra viva. Lo que llaman “a flor de labios”. Y la población ahí, divirtiéndose con lo que decíamos y actuábamos.

La vida, en nosotros y nosotras, no era solo alegrías. Estaba, como aún están ahora, los raspones en piel. Cisuras endémicas. En todo escenario. Dolores, como espasmos agudos, vibratorios, en lo que esto tiene de relativizar todo lo corporal, por la vía de sentir que vamos cayendo al piso. Conocimos las tragedias familiares. Por la vía de entender la dinámico de lo societario. En la perspectiva que anunciaban los rigores. Las violencias lejanas y cercanas. Veíamos como iban llegando al barrio centenares de familias. Con sus niños y niñas. Con los viejos y viejas todo ternura. Como se diluía la esperanza. Las casitas de cartón, pegadas con la cinta de la ilusión en un mejor vivir. O, al menos, no tan lacerante.

Los días festivos, en estricto, eran para nosotros y nosotras, darle cabida a los pasos alegres. Hacia donde nos llevara el impulso primario. Andaregueando con nuestras propias musas alebrestadas. Una tiradera de ocio solo comparable con esos momentos en los cuales decimos, ¡por fin soy feliz!. Cuando nos reuníamos a intercambiar saberes; lo hacíamos con la mayor estética posible. En limpieza para transmitir lo que cada uno o cada una sabía. En esos ejercicios interminables en sistemas de ecuaciones. O en los ejercicios de física que comprometía el cálculo de la caída libre. O los del tiro parabólico. En esa estridencia del lenguaje. Tratando de conjugar verbos, O de descifrar los adverbios y los adjetivos. El gerundio, nunca bien aprendido. O, en ese recorrido por la historia nuestra y la historia universal. En ese mirar e interpretar la llegada de los saqueadores españoles (así los tratábamos en las reuniones casi clandestinas). O siguiéndole el rastro a los griegos. O los romanos. Siguiendo de cerca a los perversos cruzados. Leyendo el Cid Campeador. O, más cerca aún, hablando y discerniendo acerca del 20 de Julio. O el siete de agosto. O tratando de entender el verdadero aporte de Bolívar al contexto de la lucha libertaria. O de las disputas de este con Santander.

Las tardes de junio. A veces con esos solazos hermosos. Alumbrándolo todo en esa potencia de energía. O yendo al charquito verde. Estrenando camisita o vestidito. O haciéndoles la encerrona a las aves cercanas. Subiéndonos a los árboles para conocer sus nidos. O tumbando mangos biches. O las pomas y las algarrobas. O estando como espectadores y espectadoras en los teátricos de los barrios. Haciendo énfasis en el diagrama de la vida; en aquellos dibujos a la intemperie. En las cartulinas coloreadas. O insistiendo en lo bacano que era jugar fútbol. Casando picaitos mixtos. Para reírnos de Graciela (a la que llamábamos “la brincona marimacha”) y de Abelardo, al que le decíamos “chapín”

En fin que nos tiramos casi tres horas de carreta, Pancracia y yo. Y se nos fue acabando la chispa magnifica. Como que se nos agotaron los recuerdos. Y si que, noté en ella un deje de tristeza. Y me arriesgué a preguntarle qué le pasaba. Y conocí su respuesta, vehemente. Es por lo de Carlos, me dijo. Que no lo volvió a ver. Que todo el embarazo de la nena le tocó a ella sola. Más aún, que l

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la manutención, la escuela, los problemas en el crecimiento; les ha correspondido a ellas y a su mamá Bertha asumirlos en toda su extensión. Y sí que es duro esto, me dijo.

Cuando nos despedimos, le apreté fuerte la mano. Y la abracé. Y, en ese abrazo vino el recuerdo de esos días pasados en los que fuimos novio y novia. Y que, yo sé, que nunca ella lo ha olvidado. Y yo tampoco. Salí a la calle con la tristeza misma. Como que volvieron a mí las desilusiones. De esos días en que la quise tanto. En los mismo días en que ella no me quiso como pareja. Pero que me amaba, y me sigue amando, como el amigo más sólido que ha tenido. Lo de Carlos fue otro cuento. Como esos en que uno siente que se le quebró la vida en ser sin ser. O, lo que es lo mismo, ser amante amigo. Y ser amante novio. Siendo este último “Carlitos”, como le decíamos todos. El que nunca fue cómplice con nosotros y nosotras. Pero supo cautivar, hasta el infinito, a la Pancracia mía. La que nunca pude tener como mujer mía…y de nadie más.

Cáfila

Engarzado. Así decía mi papá Teodolindo, cuando trataba de expresar que tenía problemas, más o menos graves. Éramos ocho hermanos y cuatro hermanas. Con par de gemelos y par mellizos incorporados. Llegamos a Medellín, en enero de 1958, En ese entonces habíamos nacido y crecido Gualberto (el mayor) y yo que me llamo Eurípides. Todo un escenario lengaruto. Casitas apiñadas. Casi una sobre otra. Y esas callecitas solo lodo y piedra. Yo me coloqué a trabajar como ayudante de albañilería. Mi hermano Gualberto consiguió trabajo como mensajero en una droguería. La bicicleta se la arrenda el dueño. Mi papá, siempre ha trabajado como comprador y vendedor de chatarra. Así trabajaba en Liborina, municipio situado al occidente de Medellín,

Todo iba más o menos bien hasta que llegaron al barrio (Machado), una familia con más dificultades que nosotros. Doce, entre hermanos y hermanas. Por partida doble. Con el tiempo los apodaron “los bizcos” (las hermanitas también eran bizcas). Al cabo de seis años se volvieron Traquetos. Le disparaban, con los changones, a lo que se moviera en la noche. Sobre todo Pantaleón y Altagracia. Esta última era la mayor. Incursionaron en varios barrios aledaños, En verdad no tiene ninguna justificación, matar a muchachas y muchachos tan pobres como nosotros y nosotras. Por lo menos quince muertos pusieron en menos de dos años. Todos y todas les teníamos físico miedo.

Un viernes cualquiera mataron a Altagracia. Tres policías que llegaron al barrio fueron los responsables. Por dos o tres meses se calmaron. Pero, después, volvieron a arreciar sus fechorías. Se dividieron en dos grupos. Pancracio, Benitín, Yurani y Bersarión, se desplazaron hasta Villa del Socorro, un barrio situado al occidente de Machado. Jael, Ernestina, Idelfonso y Pedronel; se fueron para el centro de la ciudad. Cogieron como parche la esquina de la calle San Juan y la carrera Bolívar. Puro raponazo. A quienes se resistieran al atraco, se lo llevaban puesto. Como diez personas muertas por ellos.

Entretanto yo seguía con mis labores. Trabajaba con el maestro Otoniel. No faltaba el trabajito. Conseguí novia (Pamela).Con los “bizcos” y las bizcas”; nada de nada. Yo estaba en lo mío. De la casa al trabajo y de este a la casa. Los domingos trabajamos hasta el mediodía. Con mi nena hablaba casi todos los días. La esperaba al lado de las escuelita. Validó toda la primaria y hasta quinto de bachillerato. No siguió, porque quedó en embarazo. Y, después, la crianza de Abelardito. Vivíamos en casa de papá y mamá. Con esa nacedera de hermanitos y hermanitas, no fue quedando espacio en la casita. Pamela y yo nos fuimos para una piecita en arriendo.

Y llegó mi segundo hijos. Al año exactito. Lo llamamos Petronio, en honor a mi abuelo materno. Estando en esa disciplina rigurosa; un día en que iba a coger transporte; me salieron Pancracio, Benitín, Yurani y Bersarión. Siempre andaban, robaban y mataban en grupo. Yo he sido muy volao, en eso que llaman ser frentero y no tenerle miedo a alguien. Me enfrenté con ellos y ellas. A pura piedra me deshice de ellos y ellas. Fue como si hubiera asegurado mi muerte o de algunos de mi familia. O de la familia de mi esposa.

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Rompieron las puertecitas de la casa de mi papá y de mii mamá. La de nuestra piecita corrió la misma suerte. Me conseguí un changón. Lo compré en la tienda de la esquina. Doñ Polidora no se le negaba a nadie. Hizo de intermediario. Y listo.

Recién que habíamos cambiado puertas y ventana; una noche llegaron todos y todas “bizcos” y bizcas”. Insultaban de una manera fea. Palabrotas groseras, ásperas. Yo salí y los frentié. El primero que cayó fue Bersarión. Luego le disparé a Pedronel y a Ernestina. De una se murieron. Cuando se percataron que conmigo no podrían, Corrieron. Y yo Tras ellos. Cuando llegó la tomba, ya había pasado una hora.

Hoy estoy aquí. En la cárcel “La Ladera” de Medellín. Purgo pena de seis años. Pamelita tuvo que ponerse a trabajar. Mis dos hijos han crecido harto. Mamá y papá me han visitado varias veces. . Si pudiera regresar al pasado, haría lo mismo. Porque no se trata de fingir arrepentimiento. De lo que se trata es vivir la vida como venga

Un viaje

Nunca supe que fue primero. Si este silencio mío, derivado de mi profunda tristeza. O el yo que difiere de todo lo que se pudo haber contado. Y esta opción dubitativa que no me deja asir la ternura, ni la esperanza. Esto es lo mismo que vagar por ahí. Entornos de asfixia. Que recuento ahora. Y que me han asediado. Decir, entonces, otraparte es tanto como que no entiendo lo que me cruza la piel y mi cabeza. He estado a la espera de revivir lo mío. Desde el momento mismo de haber nacido. Tratando de recordar sí, ese tiempo pasado, tuve alguna ilusión. Sí, por ejemplo, no pude localizar lo que era. Y, esto, me ha generado una angustia, en todo mi tránsito por lo que llevo de vida. Metiéndome en este cuerpo. Y tratando de exhibirlo como trofeo de mí mismo. Es una sensación de vértigo. Y, por lo mismo, no recuerdo si tuvo su origen desde allí. Desde ese desprendimiento con respecto a mi madre. Y, el silencio, me lleva a estar más lejos. Desde que se inauguró la palabra. Como si volviese a ese pasado absoluto de todos y todas. Siendo así, manifiesto que lo que soy, no sé si era proyecto mío. O de quien. Como relámpago, mi memoria se torna cada vez más obsoleta. Por cuanto no atina a establecer, siquiera, los referentes primarios que pudiesen desatar mi cuerpo, del yo sujeto. Es como una incandescencia milenaria. Como sí el Sol no me hubiera alumbrado, desde el momento en que prefiguré como ser. En la latencia propia de quienes hicimos camino. Desde ahí, al comienzo del tiempo.

Hoy, en la mañana, me propuse salir de viaje. En esa nave de papel que heredé de mi padre. Como, el mismo decía “no vaya a ser que te extravíes en la vida que te ha sido dada”. Y rogué, en este hoy, que me fuera impuesta la brújula navegante, sin par. Esa que he tenido en mis sueños. Pero que, cuando despierto ya no estaba. O está. No sé, en verdad lo que pueda decir y pensar. En este mediodía ligero, coloqué mi barquita en el lago inmenso situado junto a mi casa. Y la soplé, como intentando que hiciera mar en lo que no es ahora. Y, su fragilidad, la hizo naufragar. Menos mal que no la había montado. O, mejor sería decir, lo debí hacer; para ver si este desasosiego se hunde y se ahoga. Y que, yo como sujeto herido, no me levantara jamás, del fondo grasoso que creí intuir primero. Busqué un reparador de ilusiones dañadas, como para ver si la podía rescatar. Y, este, me la entregó casi recién hecha.

Entonces, me fui con ella debajo de mi brazo. Llegué al mar verdadero, en la tarde de este día. Y toqué, con mis pies, la laminita de agua en la orilla-playa. Y sentí que ascendía hacia el espacio abierto. Que empecé a flotar como sujeto herido de muerte, en esta vida. Y que busca la otra en cualquier parte. Es un unísono lenguaje cantado. El límite de mi ascenso fue la pesadez de mi cuerpo y el yo sujeto. Empecé a notar que me hacía falta el suelo. Y el agua de mar, para seguir navegando en mi reconstruida barquita. Bajé en la noche. Escuchaba el trepidar del agua. Y la fuerza del viento que

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se erigía como potencia mayor. Y que transportaba las olas, por la vía de enseñarles sus caminos. Y yo fui señalado y las olas me pegaban como fuerza casi inaudita. Toda la noche en eso. Sin poder dormir. Tal vez porque temía que, al llegar el otro día, se haría más fuerte mi desazón y mi incapacidad para seguir yendo con mi barquita.

Empecé a sentir que no podía moverme. No sé si era todavía noche. O si era el otro día. Lo cierto es que estaba inmóvil. Desarropado. En una miseria de vida dolorosa. Pero podía hablar. Y traté de expresar algo, por la vía de mis palabras aprendidas al nacer. Y sentí que solo era un balbuceo insípido, irrelevante. Un vuelo de lenguaje asido al piso. Como no entendedera construida aquí en este presente, que heredé de quienes fueron primero que yo. Y, en el desvarío siguiente, entendí que eso era mi muerte,

Ódiame por favor yo te lo pido

La Plaza Campo Alto, en sus paredes, embadurnada. Las consignas de antier para ayer. Por los muertos, los muchos muertos. Memoria en contra del olvido. Por los que vivieron ayer. Y, hoy, no están. Los que se fueron. Como en hechizo. Como en el quehacer de la magia infame. Desparecidos. Volátiles. Pasos perdidos. Casa arrasadas. Con todas y todos adentro.

Plaza, ayer, llena de dolientes y combatientes. Obreros, obreras. Nunca colaboradores, ni colaboradoras, como quieren hoy. Los filo burgueses. Y, para más dolor, los acicalados filo sindicalistas. Políticos de la regresión. Los emparentados con la urdimbre y el tejido de la “otra vía”. La de la juntura de intereses. Como ramplona aquiescencia. Como maromeros que recaban sobre el ilusionismo perverso. Cofrades en la impudicia. De todos con todos. Como hermandad. Por una paz cifrada. Soportada en la algarabía de los nuevos tiempos y las nuevas verdades. Aquí y allá. Voceros de la ignominia. Como insania. Llamando al olvido de la matanza. No volver a mencionar que nunca habrá paz con la explotación y la dominación y con la voz de los imperios.

Plaza que escuchó las arengas. Más no las quejas. Porque los combatientes y las combatientes no son quejosas. Mucho menos quejosas. Son y somos reivindicadores y reivindicadoras del enfrentamiento. De no al embeleco de “las manos cruzadas”, atadas al discurso melifluo de los profesionales en hacer correr, a vuelo, la palabra enternecida, como pudrición. A los artesanos graduados de falsos chamanes. En el villorio. Y en la Isla de la Revolución. Hoy vinculada al panfleto de los deshacedores de la ideología y la política del combate sin inflexiones bandidescas, lapidadores de la revolución; sin ambages. Sin recibo de dádivas. Ni otorgadoras de la interpretación minusválida de las opciones. De vida. Del arrasamiento del Frente Burgués. Y de su Estado. Y de sus pedigüeños ocultadores. De aquellos intermediarios de mierda.

Plaza de la Libertad. Ayer. Con banderas extendidas. Con ejercicios de la palabra demoledora. De esos castillos que anidan lo pútrido, hoy. De palabras que traducen la necesidad de la violencia. Escrita en todas las dimensiones universales. Para que no quede duda. De que no necesitamos de ningún palaciego emisario. Ni de comodines que, como los que están hoy en la amada Habana que recibió a los héroes de la Sierra Maestra han sido errantes mensajeros de la confusión. De aquellos que convirtieron las luchas campesinas. De los traveseros de la década del cuarenta y del cincuenta y del

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sesenta; en trepidar de fusiles al servicio de lumpen burguesía. De aquellos que se les olvidó hasta el discurso de los estalinistas. Matadores de la revolución socialista.

Plaza, ayer, atiborrada de manos juntas. Esas sí de barricadas sólidas. De expresiones en contra de la convergencia anodina y mentirosa. Caminantes venidos desde todos los lugares. Por todos los caminos. Sin concesiones. Anhelantes cuerpos. Esperanzas inacabadas. Libérrimas absolutas. Sin punto medio. Sin equilibrios entre el mal y el bien. Sintiendo que somos mal antes que bien, en ese entendido perverso de la moralidad y de la ética de los de la riqueza habida merced a la asfixia de nosotros y nosotras. Los obreros y obreras. Más no colaboradores ni colaboradoras. De los campesinos y campesinas dispuestos a todo, con la mira puesta e el derrumbe pleno y absoluto del poder filo terrateniente y de la burguesía agraria. De todos y todas aquellos y aquellas que llegaron, de frente. En contra de la burguesía financiera lacerante.

Esta Plaza, hoy, amaneció con cuerpo sobre cuerpos. Muertos y muertas con ojos abiertos. No de espanto ni clamando piedad lastimera. Más bien, convocando a la resurrección del combate verdadero, abierto y sin tregua. Escupiendo a los gendarmes. Violentando a los violentadores. No a los mensajes de paz embadurnada de entelequias. Como laberintos. Como crucigramas. Resueltos por los que todo lo han tenido. Con la ayuda de los usurpadores. De los arrepentidos de corto vuelo y peor teoría. Pobre Habana avergonzada, insultada, ensuciada con las palabras de aquellos que pasarán a la historia como iconos de la traición a la Revolución.

Esta Plaza de Campo Alto vio, ayer, a las manos y los brazos y los cerebros; a los ojos. Y escuchó el grito de guerra en contra de los beneficiarios, los manejadores y los aurigas del exterminio controlado de lo más preciado de la humanidad. La capacidad de asombro y de ternura y del saber verdadero que sabe interpretar lo que están haciendo. Descifradores de las intenciones de los imperios. De los neo-sionistas. De la intenciones del negro en el poder que traicionó a su raza. De los habilitadores del “nuevo Israel” usufructuando su tenencia nuclear guiado por perversos y supuestos defensores del Pueblo Judío. Que todavía reclama justicia en contra de los verdaderos agentes del holocausto. Pueblo Palestino inerme. África ensangrentada. Como en la época de los mercenarios y colonizadores ingleses, italianos, alemanes, holandeses y los acuñadores de todas las violencias juntas, mezquinas. Capitalistas. Putin heredero del Estalinismo. Y la cúpula del desvío y transformación del Ejército Rojo Chino y su nervio orientador, en neo capitalistas en voracidad geométrica. Atragantándose con las riquezas de nuestra América Latina. Aupadores de las maquilas más degradadas.

En fin: Plaza de Campo Alto. Sinónimo de Libertad. Veras, algún día, el resurgir de la Liberación y el exterminio de sus lapidadores. Soplo de vida. Siendo, ya, libertaria no inmolada. Por lo mismo que

Mi pulsión, Diego y Demetrio

Llegué temprano, en la mañana. Un sol sin asomarse, por lo cuajado de las nubes. Traía mochila llena de ropa y par zapatos. Lo único que pude recoger, antes de salir fugado de casa. Casi tres días caminando, por territorio árido y estrecho. Nunca supuse que lo haría de esta manera. Siendo, como fue mi infancia; tenía la certeza de hacerme adulto con mi familia al lado. Con la solidaridad advertida, siempre, en mi madre. Recordé anécdotas de mi temprana vida. Siempre ahí envuelto en la precariedad de

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alegrías. Me llamó mucho la atención ese lugar de juegos. A la pelota, a las escondidas, a la rayuela, a las cometas. Repasé mi amistad con Diego Alfonso Bejarano, mi amigo del alma y de siempre. Me conmovió, otra vez, la manera en que éste partió para Liborina, allá, en el occidente antioqueño. Los dos vivíamos en el barrio Manrique. Desde los tres años. Nos correspondió palpar los inicios del crecimiento de Medellín. Todo a pesar de no haber traspasado la frontera entre los barrios. Menos aún, recuerdo que hubiésemos llegado al centro de la ciudad. Tolo lo sabíamos en palabras de nuestras mamás. Doña Augusta, la de Diego. Rosario, la mía. Cuando iniciamos la escolaridad, los hicimos en la escuela Porfirio Barba Jacob. O, simplemente, “La Jacobo”, como la llamábamos coloquialmente. Lo nuestro universo de palabras. Unas aprendidas en diccionario. Otras aprendidas al lado de amigos mayores. Fuimos incendiarios en voces. Para describir lo que veíamos y lo imaginado. En los teatros Manrique y Lux, asistíamos a películas de todo tipo. Inclusive, engañando a los vigilantes, entraron a aquellas cuya opción válida, permitida estaba reservada a mayores de veintiún años. En los periódicos “El Correo” y “El Colombiano”, aparecían las clasificaciones ordenadas por la cúpula eclesiástica católica. Nos llamaba la atención esas que eran prohibidas para todo católico, en la perspectiva moral que los orientaba.

Cuando cumplimos catorce años, empezamos a masturbarnos él y yo. Ahí en el solarcito de su casa. Un veinte de julio, exploramos más nuestros cuerpos. Acariciábamos nuestros penes. Él a mí y Yo a él. Inclusive succionándolos, hasta ver salir ese líquido gris pálido. Cada día íbamos más allá. Recuerdo cuando lo penetré. A él le gustaba así. Que yo lo hiciera siempre. Teníamos algunos problemas, cuando, Diego, empezó a sangrar. A pesar de tomar todas las medidas necesarias, de todas maneras, su mamá empezó a notarlo cada que lavaba su ropa interior.

Fuimos creciendo, así. Cada día nos necesitábamos más. Tanto que, en veces, nos fugábamos de la escuela. Nos íbamos para la canchita en donde jugábamos fútbol. Nos metíamos al rastrojo cercano. Allí lo hacíamos una y otra vez. Los recreos eran, para nosotros, un martirio. Porque estábamos siempre juntos. Ya los muchachos de los otros grados, sobre todo los de quinto, empezaron a sospechar nuestro amorío. Y fue en un octubre, cuando celebramos lo que se denominaba “la fiesta de los niños y niñas”, el profesor don Raimundo, de tercero, nos vio besándonos en el salón de clase, cuando creíamos que estábamos solos; pues los otros alumnos estaban de parranda en el patio, matando el marrano que la dirección de la escuela compró con los recursos de la venta de boletas para la rifa de una valija de puro cuero..

Raimundo nos hizo ir hasta la oficina del director general. Allí, de manera explícita, le contó a don Eufrasio lo que había visto. Nuestras mamás tuvieron que ir a una reunión entre don Raimundo, don Eufrasio y el párroco de la iglesia de “El Calvario”. Sobre todo éste último (el padre Eugenio), hizo todo un drama. Nos acusó de ser anti-natura. Pervertidos, poseídos por el demonio, inmorales, pecadores azotadores de Jesús. La reunión término con la declaración en dos partes: una la expulsión inmediata de la escuela. Dos con la orden para que nuestras mamás nos encerraran en las casas, amarados y sin “pisar la puerta”, como dijeron el señor Eufrasio, el señor Raimundo y el párroco Eugenio.

A partir de ahí, nuestras mamás empezaron a sufrir mucho. Con todo el valor incluido, nunca le contaron a mi papá Virginio. Y al papá de Diego, non Hildo. Simplemente, cuando ambos, por separado, indagaron con ellas el porqué de no ir a la escuela; ellas dijeron que el curso nuestro había sido suspendido hasta el año siguiente; ya que doña Heliodora, la maestra, se había enfermado. Que la iban a operar y no podía regresar a sus labores este año.

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Nos sentíamos desmoronados, espiritualmente. La separación fue, para Diego y para mí, un castigo absoluto. Un hervidero de pasión, tanto en él, como en mí, se fue extendiendo por todo el cuerpo. Un anhelo de vernos. Como si necesitáramos, cada vez más juntarnos como lo veníamos haciéndolo. Un espasmo de locura. Una gritería sofocada. Mis sueños y los de él, se cruzaban. Empezamos a querer estar dormidos siempre. En sueños nos acercábamos. Nos tocábamos. Nos besábamos, nos poseíamos. Siempre yo dentro de él. Y me vaciaba hasta quedar cansado. Divino cansancio, diría yo.

Un día, viernes por cierto, mi papá Virginio fue a la casa cural de la iglesia. Un vecino, don Romualdo. El papá de nuestra amiga en común, Berenice; le dijo que no era cierto lo de la suspensión de clases. Su hijo Doroteo, estaba en el mismo curso nuestro y estaba yendo a estudiar. Fue directo donde el señor párroco, ya que la directora encargada en la escuela, le dijo “mejor hable con el padre Eugenio. Él le puede contar mejor que yo lo que pasó”.

Inmediatamente llegó a casa, golpeó mi mamá de manera brutal. A mí me azotó con el cuero que servía para enlazar a los caballos que compraba y vendía en la feria de ganados en Medellín, Sata Fe de Antioquia y Sopetrán. Me dejó lacerado. Mis heridas sangraban e hicieron pústulas rápidamente. Sobre poniéndose a su dolor físico y de alma, mi madre me las lavaba y me aplicaba mertiolate, para desinfectarlas. La orden fue fulminante; “este marica, cacorro, se va de la casa”.

Al papá de Diego, don Hildo, mi papá se encargó de contarle lo que pasaba. Este señor, también agredió a doña Augusta. A Dieguito lo amarró el papayo que había en el solar. “De una vez te digo maricón; te vas para Liborina a la casa de tus tía Hermelinda y Altagracia. Es lo único que merecés. Allá te vamos a encerrar en el cuarto de los trebejos. Ya hablé con ellas”

No sabía para dónde coger. A duras penas, mi mamá, pudo decirle a don Ismael y a doña Josefina (su esposa) y pedirle el favor que me recibiera. Le dijo, algo así como que yo necesitaba de un respiro en el campo. Y que, esas pústulas, como consecuencia de una caída, se pueden aliviar con el vientecito de San Roque.

Claro está que, ni don Ismael; ni doña Hermelinda se tragaron el cuento. Pero, con una bondad linda, le dijeron a mi mamá Rosario que me recibirían. A los diez minutos llegó don Ismael, al parque del municipio. Así habían acordado con mi mamá, él y doña Hermelinda. Una casita hermosa, con tejado antiguo. Amplia. Todo en ella olía a eucalipto y a café recién molido. Conocí, ese mismo día, a Demetrio, el único hijo del matrimonio. Me recibió con mucha amabilidad. Él ya estaba cursando bachillerato en el colegio “Divina Providencia”.

Tuve todo el día, tiempo para organizar mis cositas en el escaparate que me indicaron. Desayuné. Dormí tanto que, al levantarme ya estaba dando las ocho de la noche. Al otro día, después del baño, fui con Demetrio hasta el colegio. Habló con el señor rector. Le dijo”…este es mi primo Egidio Va a estar en casa por algunos años. Quisiera que se pudiera matricular aquí. Estaba cursando cuarto de primaria. Se enfermó y, mi familia y yo, creemos que aquí se puede recuperar. Su mamá, doña Rosario es amiga de mi mamá Hermelinda, desde que estaban chiquitas…”. Don Onofre, el rector, me recibió con palabras de afecto muy sinceras. Y, a la otra semana ya estaba estudiando. Doña Leonor, la maestra, me presentó a los otros muchachos. Yo les dije que quería estar bien con todos.

De mi Diego no he vuelto a saber nada. Nos separaron, de por vida. Yo, aduras penas, me enteraba que doña Augusta se había recuperado de sus heridas. Ni siquiera ella sabía cómo estaba Dieguito.

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Llegó diciembre. A pesar de no ser muy creyente, de todas maneras, sentía mucha alegría durante todo el mes. La Navidad me parecía momento espléndido. Veía y sentía la calidez. No solo en casa de doña Hermelinda, de don Ismael y de Demetrio; sino en el barriecito en que vivíamos. Aprendí a conocer el campo. Salía con quienes se hicieron mis amigos y amigas. Íbamos hasta la vereda “Palomares” a recoger bichos. A coger pomas y naranjas. Ayudaba a Demetrio en la despulpadora. Y, en este mes especialmente, a coger musco y a cortar pino para el pesebre. Con Eloísa Peñaranda, vecina de la casa jugaba parqués y damas chinas. Fabricábamos sonajeros hechos con tapas de gaseosa y cerveza, martilladas. Le abríamos huecos con clavos y las ensartábamos en alambre. Así amenizábamos las novenas al niño Jesús.

Mi mamá pudo visitarme. Llegó a casa de mis protectores, el día 8 de diciembre. Aprovechando que mi papá había viajado a Cañas Gordas a comprar una recua de mulas para vender en Sopetrán. Me trajo una ropita nueva. Y unos zapatos-botas de charol. Lloré de felicidad. Dormimos juntos en la camita que la familia me había cedido. Tuvo que irse al otro día, el nueve de diciembre, porque la angustiaba que llegara mi papá y no la encontrara en casa. Después supe que la ropita y las botas, las había comprado con dinero recaudado en la venta, secreta para mi papá, de buñuelos y empanadas entre las vecinas.

Eloísa me confesó, exactamente el día tres de enero, cuando subimos al cerrito cerca a la casa, que estaba enamorada de mí. De manera espontánea me besó en los labios. En verdad, sentí su boca perfumada. Con una hermosura de dientes que le lucían al reír. Y reía, casi siempre. Yo le dije que no quería tener novia tan joven. Que la quería mucho como amiga, pero no más. Y, en ese instante recordé los besos de Dieguito. Recordé que, siempre lo veía. En esos sueños mágicos. Que lo besaba y que me besaba. Que le transmitía mi líquido grisáceo. En una ternura absoluta. Que le cogía su penecito. Y que me lo llevaba a la boca. Y que saboreaba su líquido hermoso. Me sabía a gloria. Terminábamos exhaustos. Él y Yo, entregados totalmente.

Recién empezaba el año escolar, cuando don Onofre me citó en su oficinita. Un cuartico pequeño, pero muy cálido. Conocí a su esposa y a sus dos hijas. Las tres aparecían en el retrato enmarcado que adornaba el sitio. Había un crucifijo y una réplica en yeso de la Virgen de la Mercedes, patrona del pueblo. Me hizo sentar. Muy calmado me leyó una carta que le había enviado don Eufrasio. Parecía una diatriba perversa, antes que un escrito de un maestro de escuela. Don Onofre me dijo que era una obligación entre pares pedir referencias de los alumnos y alumnas, cada vez que se producía un cambio de colegio. Conocí de su interpretación de hechos como ése de mi relación con Diego. Me dijo no tener ese tipo de escrúpulos y de falsa moral. Simplemente, me advirtió que quedaba entre los dos. Que, ni siquiera Demetrio lo iba a conocer. Pero, de todas maneras, me hizo saber que, al menos en su colegio, no toleraría algo parecido.

Ya íbamos por la mitad de febrero. Todo había seguido un curso normal. Yo cumpliendo con mis deberes en la familia. Asistiendo a clase y esforzándome por saber más. Entre otras cosas, resulté muy bueno para geometría y aritmética. Cierto día, yendo con Demetrio para el cafetal, a fumigar contra la broca, Demetrio me cogió de la mano. Me la apretó con fuerza. Luego me abrazó y me besó. Me dijo que yo era hermoso en todo cuerpo. Que me había visto desnudo en el baño que queda contiguo a su cuarto. Sentí pulsión de vida. Volví a recordar a Dieguito. Sus besos permanecían en mí acicalados más, en mis sueños que, de seguro eran los suyos. Como atontado le respondí a Demetrio que él también me gustaba. Nos tiramos al piso. Retozamos un rato. Luego, desnudos, lo hicimos. Un pene hermoso el de Demetrio. Grueso, erecto a más no poder y con un olor a las diosas de las flores. Esta vez fue el quien me penetró. Un inmenso placer, solo comparable con el que sentía al lado de mi Diego. Todo el rato pensé en él. Sintiendo como si fuera él y no Demetrio. Sangre un poco. Pero feliz estuve. Demetrio

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succionó lo mío. Me vacié no sé cuántas veces él me hablaba cosas hermosas. ..Eres mío. Mi Egidio del alma. Móntate tú. Penétrame amor mío. Y lo hice. Todavía me quedaban fuerzas para hacerlo. Y lo inundé no sé cuántas veces.

De regreso a casa, almorzamos solos. Doña Hermelinda y don Ismael, había salido para misa. Nos dejaron una nota que hablaba de limpiar nuestros cuartos; de lavar los baños y de poner el maíz al fogón, con bastante agua. Pudo más lo nuestro. Seguimos en su cama. Me besaba. Yo lo besaba. Metía su falo en mi boca. Se lo apretaba, cuidando no lastimarlo. Me montó tres veces. Lo monté otras tantas. Terminamos en un cansancio absoluto. Bello. Nos quedamos dormidos, desnudos.

Nos despertó el ruido de las aldabas de la puerta de enfrente. Corrí a mi cuarto y empecé a fingir que estaba sacudiendo la cama y la mesita de noche. Nos regañaron porque no habíamos cumplido ninguno de los requerimientos. Pero, al fin, no pasó nada más. Eso si no pudimos comer arepas en la cena. De ahí en adelante, siguió pasando lo mismo que entre Dieguito y Yo. Pensaba en él todo el tiempo. Con mayor énfasis, cuando Demetrio y yo nos besábamos. O cuando me montaba y sentía la tibieza de su líquido. Mi Dieguito esta en mí. No era Demetrio. Era él. Mi Dieguito querido. Te sueño todas las noches. Te siento. Succiono tu penecito. Te penetro a toda hora.

Demetrio empezó a sospechar algo, desde la noche que estuvimos, otra vez, en su cuarto. Estaba un poco confundido. Había peleado con Dieguito, en uno de mis sueños. Simplemente le grité. Llamando a Diego y no a Demetrio. Inmediatamente sacó su pene. Por la brusquedad con que lo hizo, me dolió mucho. De ahí en adelante no me buscaba como antes. Hice todo lo posible para reconquistarlo. Porque él mi Diego y no Demetrio. Me rehuía. Pasaba por mi lado sin saludarme o decirme algo. Se iba solo para el colegio y no me esperaba al salir. Doña Hermelinda y don Ismael notaron nuestro distanciamiento. Pero supusieron que habíamos peleado por algo. Menos por lo que, en realidad, era.

El primero de octubre, día de mi cumpleaños diecisiete, su mamá y su papá, como siempre lo habían hecho desde que estaba en su casa, celebraron con nosotros y con Dorita. Después, al terminar, me acosté. Pero no pude conciliar el sueño, como dicen las mamás. Sentí que entro a mi cuarto, sigiloso. Me creía dormido. Un punzón sentí en mi vientre. Luego en mi cuello. Empecé a sangrar a borbotones. Me sentía mudo. No tenía fuerzas para gritar. Simplemente me fui yendo. Lo último que vi fue la imagen de mi Dieguito. Y la de Demetrio que clavaba el punzón en su cuello y caía a mi lado.

Gobernanza

Me dijeron, en silencio, palabras no conocidas por mí antes. Que yo era presagio malvado. Y si lo dijo ella es verdad absoluta; a pesar que yo ya no estaba en ella, como en el otro tiempo vivido. La suya, una opción dicha, pensada, absoluta. No recuerdo, además, en qué día la vi en primera vez. Solo que era ella a quien buscaba. En ese portal cambiado. Recuerdo que, en cierta reflexión, le dije que yo era sujeto ladrón bueno. Que había robado los anillos del Padre Saturno. Simplemente, lo hice, cualquier día, Cuando me propuse ir al Sol. En vuelo raudo. A bordo del imaginario propuesto. En cualquier noche hermosas, con mi mirada puesta en sitio lejano. Viajé tiempo luz. Venido, yo, desde mi pasado. Y, en el ahora, Le exhibí uno de mis trofeos. Diciéndole que puedo dar más de mí. Y ella, en constante opulencia de cariño, asumió que lo mío estaba en relación directa con su mando incorpóreo, pero mando al fin. Inquieta caminó por sendero agreste, agrio. Ninguno de los hacedores de pensamiento pudo con ella. Silente en todo lo actuado. Y lo por actuar a futuro. Se hizo ave multicolor. Volando en torno al tesoro que le propuse. Para que fuera tomado por ella. Casi omnipotente mujer encendiendo hoguera amiga. Simple en el fuego ampliado. Un

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Teseo hecho pluma absoluta, en el discurso de mi Natalia amada, desde mí ser en vientre. Sin que ver pudiera. Pero, estaba ahí, es la misma. Dueña de poderes dados por antepasados suyos. Le fueron transferidos, en el comienzo de tiempo no medido. No ajeno. Natalia fantasía total. En huella dejada en cada camino. Y cada vuelo suyo implementado en elemental e escapa en la sombra de la noche. Y escapa en la brillantez hecha. Fue por todo el universo habido. Visitando las estrellas nuevas y longevas. Irradiando, sin mesura, la vida misma, como ella. Poseyendo la magia creativa, llena de lúdica potencia.

Embriagado de su envoltura primigenia, yo empecé a vagar. Día y noche. Caminando sus caminos ya hechos. Le dije, con voz dotada de toda la fuerza tenida, que yo era sortilegio prematuro. Y, por esto mismo, libre. Sin aspavientos vergonzantes. Y la miré a sus ojos. Con los míos aguados, henchidos de su fulgurante atavío, puesto ahí. Con cierta sorna pasajera. Me propuso, al vuelo nítido, rodar por calle, amplia o estrechas. Pero sí de empalagosa melodía. En composición elaborada en su honor, por las lisonjeras figuras, hechas cuerpo. Y, se embriagó de tonos nuevos y pasado. Y danzó por todos los mares. Dominando al viento protagónico siempre. Le dijo lo que este pudo entender.

El trajín mío. Cansino, empezó a desmoronarse. En su alrededor, como entorno punzante, suyo. Y se fue perdiendo en aire afanado. Aire suyo amplio. Aire de su niñez. Habiendo pasado setenta veces siete en días. Cuando apareció en escena, en esfuerzo de su madre, Elizabeth sonora. Atizando la coquetería que iba a otorgar a ella, mi Natalia.

Y, en ese pasado inmenso de atrás en el tiempo me fui diluyendo. Como si no supiera proponer nueva vida. O como si no supiera mirar atrás, buscándola. Ella allá en lejanía infinita, orientaba el fin y el comienzo. Bruñendo las caras de mujeres como ella. En ese acero plata. Como aleación de vida. Desde allá me dijo lo que debería pensar. De lo que me era permitido actuar.

Una vez más, Natalia en libertad ganada por sí misma. Ya entronizada como comienzo y como no final. Lo mío, insisto en ello, se fue perdiendo. Como cuerpo y como ilusionario contexto. Solo quedó vivo mi amor por ella. Flotando. Yendo y viniendo bajo áurea prepotente, pero bella en este ahora y siempre.

Bella Conchita

En eso de juntar vidas para, así, enfrentar la vida; he elaborado proclamas. Al desgaire. Tratando de no caer en el síndrome del albur. Conchita era mi guía. Ella y yo con nueve años cumplidos. En ese barrio legendario. Gerona y Loreto. Separados, en las palabras, parecen dos sitios diferentes. Pero no, en ese Medellín de 1956, eran uno solo. Y traficábamos con el lenguaje. En una hacedera de juegos y de refranes y de dichos. Inclusive nos aprendimos, en simultánea, la jeringonza de Cosiaca. Y de sus decires en ella. Algo así como reír al vuelo. Pero, tal vez, lo más importante entre ella y yo, tenía que ver con las miradas demoradas a la Luna. Tratando de descifrar sus códigos. Ensayando interpretaciones. Construyendo nuestras leyendas. Y, esperando siempre, la noche en que pudiéramos ver el otro lado. Lo imaginábamos escenario de obscuridad. Pero, a la vez, de sitio para el recreo de brujas y demonios.

Fue así como fuimos yendo. De minutos tras minutos. Y de horas y de días. Todos los días viéndome y viéndola. La espera al salir de la escuela. El afán para que llegara el domingo. Porque, después de la misa solemne de las once de la mañana; distraíamos

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los instantes. Por ahí. Vagando por esas calles empinadas de nuestro barrio. Y juntábamos las monedas recogidas entre semana. Gozábamos lamiendo el algodón dulce, hecho ahí en las esquinas. Y las paletas que comprábamos al señor del carrito. Cómo lo recuerdo. Le decíamos Cachuchita, en honor a que siempre llevaba puesta una cachucha de cuero. Íbamos donde Hortensia Bustamante. ¡Qué cómplice de mujer, tan bien puesta¡

Y con ella bajábamos hasta Villa Hermosa. Largo trayecto ese. Y se nos pegaba Eusebio Santacruz. El negro, le decíamos. Ya éramos cuatro. En todos los domingos. Yo cogía a Conchita de la mano. Y el Negro la de Hortensia. De aquí para allá. Y de allá para cualquier lado.

Sin embargo algo no andaba bien. Corriendo el tiempo, nuestro barrio amado, iba perdiendo la fuerza y la convocatoria lúdica. Se nos fue yendo. Ya el horizonte no era el mismo. Empezamos la tristeza. La sentíamos a flor de piel. Ya, las calles se tornaban como inhóspitas. Como si el partidito de fútbol no constituyera lo que antes era. Es decir, la concentración de las miradas y de los gritos. Cuando, cada cuadra, tenía su propia hinchada.

Y fuimos creciendo. Ya no era la escuela convocante. Para mí y para ella, el sitio de encuentro era otro. Ya éramos grandecito yo. Grandecita ella. Nos fuimos distanciando, A fuerza de la separación. Su familia consiguió casita propia en Buenos Aires, con un préstamo que Coltejer le hizo a don Heliodoro. Valga decir que laboró casi treinta años. Mi familia y yo nos quedamos. Pero Gerona-Loreto ya no era el mismo barrio que vivimos antes. Sin ella en la calle. Sin sus ojazos negros en cada mirada; empecé a sentir que me ahogaba. Que el hálito de vida mía, se iba desmoronando. Ya los domingos eran días sin el encanto que Conchita transmitía.

Me fui enfermando. De un dolor de cuerpo extraño. Y de un dolor de alma más punzante. No pude volver al colegio (la Normal de Varones, en Villa Hermosa). Empecé a sentir y ver la pudrición. En mis brazos. Y en mis piernas. Me convertí en sujeto que hizo esclava a la madre. Bañándome y limpiando ese pus de vergüenza. Apenas si podía leer las carticas que me enviaba la bella mía Conchita.

Cierto día, un domingo por cierto, no volví a abrir los ojos. Era una mañana absolutamente gris y lluviosa. Ya, en la tarde, simplemente dejé de existir. Con ojos bien cerrados, alcancé a vivir el imaginario de los ojos de la bella-amada-Conchita.

Las tumbas

Y conocí a Joaquín Puebla allá, en Villa Pomares. Un día cualquiera. De esos que corren a vuelo y el riesgo de no ser recordado. Por cierto, Joaco, estaba en lo suyo. Andando y andando entre malevos. Y sí que lo eran. El de menos contaba con dieciséis entradas a la gayola. La mitad de ellas por lo que llaman "asalto a mano armada". Y esto se repetía, casi setenta veces siete.

El viejo Joaco ahí. Como si nada. Tan faltón, que me contaba lo que él daba en llamar "mis travesuras". Y no le importaba, para nada, el sufrimiento de sus mamás. Que eran todas las mujeres de su entorno. Porque, a decir verdad, sí que lo querían. Como decía mi abuela "más que a un hijo bobo". Y ojala hubiese sido así. Yo lo preferiría

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mejor bobo que bandido por lo bajo.

Porque, en eso del bandidaje, nadie me saca de mi dicho: bandidos y bandidas, que más. Pero siempre y cuando sean a lo Robín Hood. O a lo Sacco y Vanzetti. O ese bacán de Pistochoi, en nuestra historia criolla no mafiosa; o a lo Garibaldi

Más bien, lo suyo, era la degradación del oficio. Como si nada. Mataba a lo que se le moviera, en el espectro de sus andanzas. Tanto como decir que no le paraba bolas a nada. Obvio, siempre y cuando estuviese sobre seguro. Lo que, antes, era una opción ética de lo ortodoxo en términos de confrontación, pudiera decirse de esos que no se dejaban sonsacar por el dinero inmediato, pérfido, aciago.

Cuando, de niños, jugábamos en la calle. Al fútbol libre. Ese verdadero. En pleno pavimento. Con las porterías cifradas en piedras. De doce pasos entre una y otra. Con ese seis y seis, apenas justo para la amplitud de la calzada. Y para los cien metros de cuadra. Y yo ilusionado con mi ejercicio de cancerbero. Y él, como eterno huevero. Allí, esperando que Josías vacilara en recortar. O que soltara el impacto del viejo Peder. Delantero absoluto. Recuerdo que, el Joaco le dañó su rodilla. De por vida. Y, como si nada. Siguió, el bandido avieso, en sus balandronadas. Solo lo sacó del camino, el acuerdo tácito de no alinearlo. Ni los de "El combo de la setenta y seis"; ni los de "Patota de la Ochenta y Cuatro", las dos expresiones máximas de nuestro Manrique Cimero.

Recuerdo. Nostalgia. Qué se yo. Al verlo, ese veinticuatro de abril, anclado en el poste de las "marianas". Con esas yuntas de los "polis". Sangrando en sus muñecas. Sentí lo que llamaba mi madre, "un frío en las tripas". Porque, con todo y todo, le tenía afecto todavía. Ante todo, porque, yendo más allá, a la infancia temprana, primera. Lo veía conmigo. Tentando las gallinas de la abuela Sara. Sobándole el sapo a las piernas de la tía Altagracia, para aliviarle en algo la reuma. Con las primas Cecilia Y Marina, jugando a la mamacita y el papacito. Con tocaditas de nalga incluidas.

Pero, el man, se perdió durante largo tiempo. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Cuando lo volví a ver ya era un grandulón hecho y derecho. Ahí, en lo del tío Epifanio. Decía mi mamá Josefina! Ése sinvergüenza no tiene arreglo refiriéndose a la historia que tenía detrás. Como ese hecho narrado por Evaristo, cuando viajó como polizón en el barco "Éufrates", siendo todavía un pelao. Y, así, llegó hasta Barbados. Allí se quedó. Aprendió el idioma inglés, un tanto chapucero. Pero inglés al fin y al cabo. Después, se dice a cada rato, empezó con lo del contrabando de licores. Todos los rones del Caribe pasaron por sus manos y lo enriquecieron. Decía que vi al Joaco ese día. Había acentuado y profundizado su bandolerismo. Gruesas cadenas y pulseras de oro puro. Camisas de seda Bombyx mori. Reloj Rolex absoluto. Yo me olía algo raro. Como cuando vos sentís que algo anda mal. Y recordé lo que decía mi prima Eugenia: "...lo que mal comienza, mal termina". Y, viéndolo ahora en retrospectiva, así fue.

Se le dio por meterse con el negro Abel. Tenaz broncote ese. No lo digo porque sea negro. Lo digo más bien porque se le medía a lo que fuera. Dicen que tuvo algo que ver con el robo de armas en el Cantón Norte. Al lado de la Comandante Uno. La misma que actúo en la toma a la Embajada de República Dominicana. Y que, por lo demás, se hizo presente en el gran robo al Banco de la República en 1994. Abel le enseñó a mirar como Pedro Navajas. Es decir para un lado y para el otro, en la avenida y en la vida.

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De reojo, mirando quien viene y cómo robarlo o matarlo.

Me llamó el sábado desde la Alpujarra. Lo habían detenido el viernes en la noche. Tal vez por lo de siempre. Pero, además, por algo nuevo: se metió con nadie menos que "El Ángel". El tipejo ese, mandón en La Zona Tres. Desde el municipio de Bello, hacia el suroccidente. Hasta El Volador, pasando por la Terminal del Norte. Ni más ni menos que "metérsele al rancho". Ese amplio espectro de lo que ahora se llama el microtráfico. De todo al menudeo. Desde bazuco ordinario, hasta la blanquita pura.

Y, entonces, lo aventaron. Los mismos del combo suyo (Los Alacranes). Dizque "concierto para delinquir". Un aspaviento ni el verraco. Los abogados toderos al acecho. Allí. A bocajarro. Ofreciendo todo tipo de servicios. A una, dos y tres bandas. Dependiendo de lo uno o de lo otro. De una u otra tipificación, que llaman, cuando se trata de interpretar el Código de Procedimiento y el Código Penal. Desde "hablar con el fiscal"; hasta "hablar con el señor Juez". Todo a precio de ganga. Según el día y la hora. Leguleyos de más de un tono y color. Desde azul celeste, hasta el rojo punible.

Y yo me fui hay mismo para donde el viejo Joaco. Porque, a pesar de todo, todo le cogí cariño al gañán ese. Me metí por lo bajo. Es decir, supongo, algo parecido a lo que llaman "El Hueco", en el cruce por la frontera entre Méjico y Estados Unidos. Unos calabozos tétricos y pútridos. Recordé un dicho de la mamá de un amigo:"...el entendido humano de un país, se mide por el trato que le dan a sus presos, a los ancianos y a los niños y las niñas...". Inteligente señora. Por cierto, se llamaba Fulgencia. La mató el papá de mi amigo porque no quiso servir de mula interurbana.

Que feura de espacios. Y que hediondez. El viejo Joaco estaba allí. Con otros cuarenta sujetos. Le llevé un pollito asado, con todo: papa salada, arepitas fritas, guacamole, etc. Y quien dijo hambre. A Joaco, a duras penas, le tocó una alita. Me dijo que debía hablar con el doctor Blas Posada. Dueño del séquito supremo de abogados al servicio de cualquiera de las bandas. Desde la de "El Ángel", hasta la de "Moisés", su contrincante.

Y sí que hablé con el tal doctor Blas. Que pichurria de tipo. Blasfemo, en lo que este término tiene de burdo para hablar. Sin conocer mucho del lenguaje jurídico, me dio la impresión de que confunde casuística con soda cáustica; delación con Adela en un balcón; prolegómenos con la prole de Diógenes. A pesar de mi fastidio, le pregunté por el caso de Joaco. Me dijo, algo así como que el man está jodido. Porque el equilibrio entre las bandolas ya estaba saturado. Solo me queda un cupo para el hablar con el Juez Eustasio Sastoque. Y ese ya lo comprometí con Efímero Palacios, un pirobo que lo detuvieron en Necoclí, tratando de pasar dos quilitos de la refinada hasta Panamá. Le sugiero patrón que hable con Eufrasio Molinara. Él es nuestro Plan B. Un poco más barato. Y, por lo mismo, no del todo garantizado. Tiene poco talento. Es muy lento. Además que le debe unas coimas a varios jueces y, por lo tanto, ya no le caminan. Pero dígale, de todas maneras, que va recomendado por mí, a ver qué pasa.

Y si, que hablé con el tal Eufrasio. Mucho más áspero que Blas. Y Más bruto. Le dije que le iba a exponer el caso de Joaco con todos sus intríngulis. Me dijo que ese último término no lo entendía, pero que estaba dispuesto a escucharme, sin eso de los intríngulis. Y me mandé con la historia. Cuando terminé, me dijo: “el caso lo veo muy difícil. Y, fuera de eso, estoy escaso de billete. Usted entiende; para eso de fotocopias y

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de untadas. Pero lo más tenaz es que la bandola de “El Ángel”, me tiene asediado. Están que me levantan, porque me pasé del tope permitido en el acuerdo.

¡Puta la Madre¡ dije. Y, ahora, que hago. Porque lo cierto es que yo no me puedo envainar por lo de Joaco. Ni tengo plata. Ni tiempo. Ni valentía. Qué tal que me tumben por ahí, como si nada.

Aunque, viéndolo bien, podría intentar con Luis Alfonso Céspedes. Hice con él la primaria y el bachillerato. Ahora es una especie de reyezuelo en el Ministerio de Interior. Con decir que elaboró el pre borrador del proyecto de reforma a la justicia en 2012. Dicen que Irragorri le tiene físico miedo. Es voz campante en los pasillos del Congreso. Comoquiera que le sabe llevar los caprichos a cada congresista. De Senado y Cámara. Y eso, de por sí, es mucho decir.

Llamé a Luis Alfonso, de ahí. Desde un teléfono público. De esos de Une, en los cuales uno marca el 03 y el número de la flecha a contactar. Tan de buenas que me contestó rápido y de una. Lo saludé y le pregunté por Valerio, su compañero sentimental. Lo de rutina. Me dijo que bien. Que Vale estaba sin trabajo. Se queda en el apartamento arreglándolo y cocinando. Me llama cada media hora. Es muy intenso. Pero lo amo. Cada que puedo saco algunos días libres y nos vamos a pasear, Nos encanta el mar.

Y me le fui con todo. Le conté que estaba ahora con Luciano. Me embarqué con él, tan pronto supe que había terminado con el Coronel Salatiel Aldana. Como su ruptura fue un tanto brusca; este Coronel me la montó. Cada nada me enviaba emisarios en posición amenazante, para ablandarme y obligarme a no seguir con Luciano.

Sin más rodeos le conté grosso modo lo de Joaco. Y, ahí mismo, le solicité que me ayudara. Por los viejos tiempos. Cuando desafiamos medio mundo con nuestras herejías. Cuando lo amé sin fronteras. Me dijo: creo que sé que podemos hacer. Voy hablar con el juez Venancio Herrera. No si lo recuerdas. Estuvo de novio con Maximiliano Benjumea, el piloto de los chárter que cruzaban, cada nada, el Caribe hasta Jamaica. En varias ocasiones estuvimos allí.

Y sí que, al día siguiente, me llamó. Todo arreglado, me dijo. De paso, te invito a celebrar. Ven con Luciano al apartacho. Valerio se muere por verte. Quiere conocer, en vivo, como estás; después de más de diez años sin verte.

Cuando me vi con Joaco, ese sábado, no sabía lo que me esperaba. Tan pronto lo saludé, escuché tremendo estruendo. Como cuando entran en pelotera muchas personas. Nos sacaron de la casa. Vendados nos llevaron a no sé qué sitio. Lo cierto es que empezaron con Joaquín. Lo desmembraron. Cuando llegó mi turno perdí el conocimiento, pero creo que hicieron lo mismo conmigo.

Las tumbas

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Y conocí a Joaquín Puebla allá, en Villa Pomares. Un día cualquiera. De esos que corren a vuelo y el riesgo de no ser recordado. Por cierto, Joaco, estaba en lo suyo. Andando y andando entre malevos. Y sí que lo eran. El de menos contaba con dieciséis entradas a la gayola. La mitad de ellas por lo que llaman "asalto a mano armada". Y esto se repetía, casi setenta veces siete.

El viejo Joaco ahí. Como si nada. Tan faltón, que me contaba lo que él daba en llamar "mis travesuras". Y no le importaba, para nada, el sufrimiento de sus mamás. Que eran todas las mujeres de su entorno. Porque, a decir verdad, sí que lo querían. Como decía mi abuela "más que a un hijo bobo". Y ojala hubiese sido así. Yo lo preferiría mejor bobo que bandido por lo bajo.

Porque, en eso del bandidaje, nadie me saca de mi dicho: bandidos y bandidas, que más. Pero siempre y cuando sean a lo Robín Hood. O a lo Sacco y Vanzetti. O ese bacán de Pistochoii, en nuestra historia criolla no mafiosa; o a lo Garibaldi

Más bien, lo suyo, era la degradación del oficio. Como si nada. Mataba a lo que se le moviera, en el espectro de sus andanzas. Tanto como decir que no le paraba bolas a nada. Obvio, siempre y cuando estuviese sobre seguro. Lo que, antes, era una opción ética de lo ortodoxo en términos de confrontación, pudiera decirse de esos que no se dejaban sonsacar por el dinero inmediato, pérfido, aciago.

Cuando, de niños, jugábamos en la calle. Al fútbol libre. Ese verdadero. En pleno pavimento. Con las porterías cifradas en piedras. De doce pasos entre una y otra. Con ese seis y seis, apenas justo para la amplitud de la calzada. Y para los cien metros de cuadra. Y yo ilusionado con mi ejercicio de cancerbero. Y él, como eterno huevero. Allí, esperando que Josías vacilara en recortar. O que soltara el impacto del viejo Peder. Delantero absoluto. Recuerdo que, el Joaco le dañó su rodilla. De por vida. Y, como si nada. Siguió, el bandido avieso, en sus balandronadas. Solo lo sacó del camino, el acuerdo tácito de no alinearlo. Ni los de "El combo de la setenta y seis"; ni los de "Patota de la Ochenta y Cuatro", las dos expresiones máximas de nuestro Manrique Cimero.

Recuerdo. Nostalgia. Qué se yo. Al verlo, ese veinticuatro de abril, anclado en el poste de las "marianas". Con esas yuntas de los "polis". Sangrando en sus muñecas. Sentí lo que llamaba mi madre, "un frío en las tripas". Porque, con todo y todo, le tenía afecto todavía. Ante todo, porque, yendo más allá, a la infancia temprana, primera. Lo veía conmigo. Tentando las gallinas de la abuela Sara. Sobándole el sapo a las piernas de la tía Altagracia, para aliviarle en algo la reuma. Con las primas Cecilia Y Marina, jugando a la mamacita y el papacito. Con tocaditas de nalga incluidas.

Pero, el man, se perdió durante largo tiempo. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Cuando lo volví a ver ya era un grandulón hecho y derecho. Ahí, en lo del tío Epifanio. Decía mi mamá Josefina! Ése sinvergüenza no tiene arreglo refiriéndose a la historia que tenía detrás. Como ese hecho narrado por Evaristo, cuando viajó como polizón en el barco "Éufrates", siendo todavía un pelao. Y, así, llegó hasta Barbados. Allí se quedó. Aprendió el idioma inglés, un tanto chapucero. Pero inglés al fin y al cabo. Después, se dice a cada rato, empezó con lo del contrabando de licores. Todos los rones del Caribe pasaron por sus manos y lo enriquecieron. Decía que vi al Joaco ese día. Había acentuado y profundizado su bandolerismo. Gruesas cadenas y pulseras de oro puro.

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Camisas de seda Bombyx mori. Reloj Rolex absoluto. Yo me olía algo raro. Como cuando vos sentís que algo anda mal. Y recordé lo que decía mi prima Eugenia: "...lo que mal comienza, mal termina". Y, viéndolo ahora en retrospectiva, así fue.

Se le dio por meterse con el negro Abel. Tenaz broncote ese. No lo digo porque sea negro. Lo digo más bien porque se le medía a lo que fuera. Dicen que tuvo algo que ver con el robo de armas en el Cantón Norte. Al lado de la Comandante Uno. La misma que actúo en la toma a la Embajada de República Dominicana. Y que, por lo demás, se hizo presente en el gran robo al Banco de la República en 1994. Abel le enseñó a mirar como Pedro Navajas. Es decir para un lado y para el otro, en la avenida y en la vida. De reojo, mirando quien viene y cómo robarlo o matarlo.

Me llamó el sábado desde la Alpujarra. Lo habían detenido el viernes en la noche. Tal vez por lo de siempre. Pero, además, por algo nuevo: se metió con nadie menos que "El Ángel". El tipejo ese, mandón en La Zona Tres. Desde el municipio de Bello, hacia el suroccidente. Hasta El Volador, pasando por la Terminal del Norte. Ni más ni menos que "metérsele al rancho". Ese amplio espectro de lo que ahora se llama el microtráfico. De todo al menudeo. Desde bazuco ordinario, hasta la blanquita pura.

Y, entonces, lo aventaron. Los mismos del combo suyo (Los Alacranes). Dizque "concierto para delinquir". Un aspaviento ni el verraco. Los abogados toderos al acecho. Allí. A bocajarro. Ofreciendo todo tipo de servicios. A una, dos y tres bandas. Dependiendo de lo uno o de lo otro. De una u otra tipificación, que llaman, cuando se trata de interpretar el Código de Procedimiento y el Código Penal. Desde "hablar con el fiscal"; hasta "hablar con el señor Juez". Todo a precio de ganga. Según el día y la hora. Leguleyos de más de un tono y color. Desde azul celeste, hasta el rojo punible.

Y yo me fui hay mismo para donde el viejo Joaco. Porque, a pesar de todo, todo le cogí cariño al gañán ese. Me metí por lo bajo. Es decir, supongo, algo parecido a lo que llaman "El Hueco", en el cruce por la frontera entre Méjico y Estados Unidos. Unos calabozos tétricos y pútridos. Recordé un dicho de la mamá de un amigo:"...el entendido humano de un país, se mide por el trato que le dan a sus presos, a los ancianos y a los niños y las niñas...". Inteligente señora. Por cierto, se llamaba Fulgencia. La mató el papá de mi amigo porque no quiso servir de mula interurbana.

Que feura de espacios. Y que hediondez. El viejo Joaco estaba allí. Con otros cuarenta sujetos. Le llevé un pollito asado, con todo: papa salada, arepitas fritas, guacamole, etc. Y quien dijo hambre. A Joaco, a duras penas, le tocó una alita. Me dijo que debía hablar con el doctor Blas Posada. Dueño del séquito supremo de abogados al servicio de cualquiera de las bandas. Desde la de "El Ángel", hasta la de "Moisés", su contrincante.

Y sí que hablé con el tal doctor Blas. Que pichurria de tipo. Blasfemo, en lo que este término tiene de burdo para hablar. Sin conocer mucho del lenguaje jurídico, me dio la impresión de que confunde casuística con soda cáustica; delación con Adela en un balcón; prolegómenos con la prole de Diógenes. A pesar de mi fastidio, le pregunté por el caso de Joaco. Me dijo, algo así como que el man está jodido. Porque el equilibrio entre las bandolas ya estaba saturado. Solo me queda un cupo para el hablar con el Juez Eustasio Sastoque. Y ese ya lo comprometí con Efímero Palacios, un pirobo que lo detuvieron en Necoclí, tratando de pasar dos quilitos de la refinada hasta Panamá. Le

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sugiero patrón que hable con Eufrasio Molinara. Él es nuestro Plan B. Un poco más barato. Y, por lo mismo, no del todo garantizado. Tiene poco talento. Es muy lento. Además que le debe unas coimas a varios jueces y, por lo tanto, ya no le caminan. Pero dígale, de todas maneras, que va recomendado por mí, a ver qué pasa.

Y si, que hablé con el tal Eufrasio. Mucho más áspero que Blas. Y Más bruto. Le dije que le iba a exponer el caso de Joaco con todos sus intríngulis. Me dijo que ese último término no lo entendía, pero que estaba dispuesto a escucharme, sin eso de los intríngulis. Y me mandé con la historia. Cuando terminé, me dijo: “el caso lo veo muy difícil. Y, fuera de eso, estoy escaso de billete. Usted entiende; para eso de fotocopias y de untadas. Pero lo más tenaz es que la bandola de “El Ángel”, me tiene asediado. Están que me levantan, porque me pasé del tope permitido en el acuerdo.

¡Puta la Madre¡ dije. Y, ahora, que hago. Porque lo cierto es que yo no me puedo envainar por lo de Joaco. Ni tengo plata. Ni tiempo. Ni valentía. Qué tal que me tumben por ahí, como si nada.

Aunque, viéndolo bien, podría intentar con Luis Alfonso Céspedes. Hice con él la primaria y el bachillerato. Ahora es una especie de reyezuelo en el Ministerio de Interior. Con decir que elaboró el pre borrador del proyecto de reforma a la justicia en 2012. Dicen que Irragorri le tiene físico miedo. Es voz campante en los pasillos del Congreso. Comoquiera que le sabe llevar los caprichos a cada congresista. De Senado y Cámara. Y eso, de por sí, es mucho decir.

Llamé a Luis Alfonso, de ahí. Desde un teléfono público. De esos de Une, en los cuales uno marca el 03 y el número de la flecha a contactar. Tan de buenas que me contestó rápido y de una. Lo saludé y le pregunté por Valerio, su compañero sentimental. Lo de rutina. Me dijo que bien. Que Vale estaba sin trabajo. Se queda en el apartamento arreglándolo y cocinando. Me llama cada media hora. Es muy intenso. Pero lo amo. Cada que puedo saco algunos días libres y nos vamos a pasear, Nos encanta el mar.

Y me le fui con todo. Le conté que estaba ahora con Luciano. Me embarqué con él, tan pronto supe que había terminado con el Coronel Salatiel Aldana. Como su ruptura fue un tanto brusca; este Coronel me la montó. Cada nada me enviaba emisarios en posición amenazante, para ablandarme y obligarme a no seguir con Luciano.

Sin más rodeos le conté grosso modo lo de Joaco. Y, ahí mismo, le solicité que me ayudara. Por los viejos tiempos. Cuando desafiamos medio mundo con nuestras herejías. Cuando lo amé sin fronteras. Me dijo: creo que sé que podemos hacer. Voy hablar con el juez Venancio Herrera. No si lo recuerdas. Estuvo de novio con Maximiliano Benjumea, el piloto de los chárter que cruzaban, cada nada, el Caribe hasta Jamaica. En varias ocasiones estuvimos allí.

Y sí que, al día siguiente, me llamó. Todo arreglado, me dijo. De paso, te invito a celebrar. Ven con Luciano al apartacho. Valerio se muere por verte. Quiere conocer, en vivo, como estás; después de más de diez años sin verte.

Cuando me vi con Joaco, ese sábado, no sabía lo que me esperaba. Tan pronto lo saludé, escuché tremendo estruendo. Como cuando entran en pelotera muchas personas. Nos sacaron de la casa. Vendados nos llevaron a no sé qué sitio. Lo cierto es

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que empezaron con Joaquín. Lo desmembraron. Cuando llegó mi turno perdí el conocimiento, pero creo que hicieron lo mismo conmigo.

Como sujeto vivo. Como madre ida

Los días pasan, y mi vida en ellos. Lo de hoy es señuelo para atraer el olvido. De todo lo que he sido. En mirar mirando, la rapiña en ese contexto tan vivido. Yo, andando en penumbras. Como ansioso sujeto íngrimo. Sin lo justo para acceder al estado anhelado desde ha mucho tiempo. Este recorrido lo inicié, cuando niño. En lejano día, que vi a la Luna engarzada en chubascos venidos, todos los días. En veces en vuelo lúdico. En otros viniendo en loco albedrío punzante. Y sí que lo sentí. Desde ese adentro del cuerpo de madre primera. Siendo, como en realidad fue, día de Sol pleno. En la perpendicular situado. Sobre ese barriecito de ella, que empezó a ser mío. Cuando caí en libre vuelo. Ella estaba, como casi todas las madres, con mirada puesta en calle angosta en que vivíamos. Como mediodía era. Como que nubes pasando. Viajeras lúcidas, Con grises-negros promeseros. Ella, con ojos asiduos visitantes de la montañita, a manera de cinturón envolvente. Ciudad prisionera en ello. Ciudad manifiesta. Que había nacido antes que la mujer madre mía sintiese presagio de conocerme.

Y me fui haciendo sujeto triste, como en ella prendido. Como bebé canguro esquivo. En cortedad de camino, a pasos, enarbolando potencia de suspiro enfermizo. Yendo tras la imagen de ella. En voltereta. Viviente como escarceos de pájaros vidriosos; en vitrales puestos por mano mágica. De pintora bulliciosa en silencio. Yo viajero en pos de El Levante prodigioso. Imaginado. Yo niño elucubrando. Yo sediento de alegría. Siendo, en eso, solo corresponsal estático, venido para horadar en tierra. Para soportar la pulsión venida desde afuera del universo enfático en trazar leyes, leyendas, caminos. Y me hice, en ese tiempo langaruto, personaje desarropado. Por lo mismo que, la mujer amiga mía, no hallaba rumbo. Como menesterosa náufraga en mar violento. En noche aciaga. Envolvente.

Tiempo pasado ese. Que fue perdiendo su ahínco brutal. Que fue siendo pasado, en luz carrera acezante. Ella y yo, de por medio. Ella sujeto ajustada por los años y por la aspereza de enfática persistencia. Y yo, volantón. De paso en paso. Como de rama en rama, pajarillo venido desde la ilusión perdida ya, hace tiempo en nuestra ciudad creciente. De escenario ditirámbico. Como si ensueño fuera de aquella locomoción habida en ceniciento paso de arroyo creciente. O lánguida versión de hechizos. Contada por los gendarmes venidos, en procesión ampulosa. Como heredad insensible. Como pasajera expresión de escorpión que se hizo hiriente, al no poder mirar la mujer madre mía. Y, ella, en esa soledad y en ese silenció puro. En lo que pudo haber tenido como enhebración crujiente, lúcida, colmada. De miles momentos depreciados. Una holgura de mensajes brumosos. Aferrados a los códigos cantados. En ese ejercicio de miradas. En esa envolvente juntura de caminos. Que estaban ahí. Desde antes de mi yo ser sujeto. Y que, ella, asumió como preparación grata. Por lo mismo que como mujer no madre fue primera. Y que, en ese siendo madre mujer, fue recortando su prisa. Sus ansias libertarias.

En este hoy que vivo, voy yendo en soledad agreste vestido. En ensimismamiento actuado. Personaje hecho de mis miradas. Y las miradas de ella, mujer virtuosa, esclava ajena. A todos y todas dada. En sintiéndose solidaria amuga. Mujer hecha potencia. De palabra y de orgullo suyo, solo suyo. Viajero, yo, en ella. Como sumario juicio hecho por los césares pasados y en presentes. Ávidos reyezuelos de vigencia

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plena. En el hoy que duele. En el hoy hecho escenario. De rapacería. De doliente armadura vestidos.

Soy, eso sí, de ella venido. Siendo, eso sí, sujeto hoy envuelto en ese señuelo que se tornó en lanza que mata. En armadura ciega. Que dilapida y que cercena los cuerpos. El mío y el de ella.

Momentos y...movimientos circulares

Borrón y cuenta nueva. Al menos así le entendí a Eufrasio. Ese está más perdido que el tanque de oxígeno de mi tía Romualda que murió asfixiada, cuando lo buscaba. Y es que el Eufrasio siempre ha sido un man entre medio torcido y torcido y medio. Con decirles que, en un cumpleaños de Casta Lía Bermúdez Paniagua, su vecina de siempre. Desde que eran guaguas como dicen los ecuatorianos. Le dio por orinarse en la sala, mientras bailaba Santo Cachón. Claro que él no es tan conocido como el profesor Antanas. Pero igual, se lo cogía como si fuera manguera de bomberos. Y, para ajustar, cuando terminó, sacó el hechizo con que anda. Y, pum, pum. Disparos al techo. Hizo caer esa araña tan hermosa que alumbraba como si fuera de día.

Lo del borrón y la nueva cuenta, tiene su sentido. Porque borró del mapa a Euclides el pelicandelo que le corría el ala a su hermana Betulia Josefina. Y, después, desafió a todo el mundo. Entonces, aclarado lo del borrón, lo demás es pertinente. Comoquiera que se le metió en su picha cabeza, que se iría con la hermana de Jeremías Alfonso Alonso Motivante, para el Brasil. Le había escrito un primo lejano, diciéndole que allá estaban empleando rusos para trabajar en la construcción de varios estadios; como logística necesaria para el Campeonato Mundial de Fútbol en 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016.

Y se fueron, por la vía Bogotá-Medellín-Cali-Barranquilla-Riohacha. Claro que llegaron seis meses después. Y el lejano primo, ya se había venido muy preocupado, a buscarlos. Y, cuando llegaron el Eufrasio y la Begonia a Río de Janeiro, se dieron cuenta que no le habían solicitado la dirección al primo distante. Y, peor aún, conociendo que parcero ya había cogido para Bogotá, vía Panamá-Nicaragua-Costa Rica- Santiago-Lima. Obviamente llegó en condiciones lamentables, ocho meses después. Y Eufrasio y su primo no se encontraron nunca. Por si acaso les interesa el problema, a Eufrasio si lo emplearon. Pero en una fábrica de productos asociados a los estigmas. Y le tocó moldear al Divino Rostro, a Lázaro con su fetidez obvia. A San Pedro, después de haber perdido su cabeza. A San Juan el Bautista en las mismas condiciones que el anterior. A todos los infiernos de la Divina Comedia. En fin, tantos y tantas que terminó en el manicomio de Brasilia. Hasta allí lo acompañó la hermana del Jeremías. Rogó que la hospitalizaran junto a su amado Eufrasio. Al otro día la encontraron degollada y sin lengua. La investigación arrojó como resultado:”…cuerpo sexo femenino. Atacada con un corta latas, en horas siguientes a la medianoche. Se indica, además, que su mozo o esposo, o amigo, o cualquier cosa parecida, estaba boca abajo en la cama. Y que, en su mano, tenía la réplica de la Santa Cruz. Y que despertó preguntando por Narcisa. Supimos después, aparece como anexo en este informe, que el malparido se había guardado el arma del delito en lo profundo de su estómago. Y despertó. Y se puso a llorar cuando supo lo sucedido. Y trató de suicidarse por ahorcamiento con la cinta del preclaro Simón Eustorquio. Y que, al no morirse, se puso a llorar a moco tendido. Llamando a su Narcisa a todo taco. Y que, los del CTI de Brasil, declararon el crimen resuelto.

Doce meses después, encontraron debajo de la cama de la pareja, un instructivo que enseñaba como matar sin dolor y con dolor. Su autor: el director del Hospital “La última oportunidad para vivir”. El ideario del médico psiquiatra era, más o menos, así: Primer Acto: elija un motivo. Segundo Acto: multiplíquelo por 77. Al producto súmele el

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cociente de dividir el día de su nacimiento y la hora en que su mamá quedó preñada de su último hijo. Luego tome jugo de penca sábila. Vomite. Y vuelva empezar. De todas maneras tenga a mano una cabuya fabricada en Guarne (Antioquia) por don Melquisedec Florián, quien tiene registrada la patente. Por último ((Tercer Acto), insulte a la enfermera. Acúsela de lesbiana psicótica. Y láncese al vacío. Si no quedó a gusto con las instrucciones, demándeme ante el Jurado del Santo Oficio Trinitario. O, si lo prefiere, hable con el señor Procurador Ordóñez que él le indicara el paso siguiente.

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