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Relato de una experiencia mágica

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Eunate

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Salió con prisa, antes que nadie, del autobús.

Casi con ansia pisó el recinto de la ermita

mientras escuchaba las conversaciones de sus

compañeros, que iban bajando lentamente, como

sin dar importancia a lo que iban a ver.

Era una ermita románica, poligonal con un ábside

y rodeada toda ella por un peristilo de arcos de

medio punto.

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También estaba rodeada, como

por otro peristilo imaginario, del

misterio de haber pertenecido a

los caballeros templarios.

En los libros aparecía la foto con su elegante

arquería y su aspecto romántico y sugerente. En

el aire de la mañana pesaba con increíble

ligereza el equilibrio de todos los tiempos.

Todos fueron entrando en el recinto y

caminaban entre la elegante arquería y el muro

de bien cortados sillares que constituían las

paredes de la pequeña iglesia. Podía oír que sus

amigos hablaban entre ellos pero no podía

distinguir el significado de sus palabras.

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Escuchaba las risas y sabía que las bromas

estarían presentes, como de costumbre en estos

viajes. ¿Por qué todos los sonidos llegaban

difuminados hasta su entendimiento?

Desde que vio la silueta del edificio a través

de la ventanilla del autobús, tuvo una extraña

sensación de urgencia que hacía hormiguear sus

pies y, por un instante, impulsó sus manos hacia

delante deseosas de tocar el espacio que

ocupaba la equilibrada construcción. Fue un

gesto fallido que disimuló frotándose las manos

y apretándolas una contra otra, esperando

llenar, desesperadamente, el vacío que encontró

entre ellas.

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Por eso salió del autobús antes que nadie y

por eso caminaba por el recinto rehuyendo la

cercanía de los otros y notando una fuerza sutil

que emanaba de la hierba que estaba pisando,

del aire de primavera recién estrenada, que

agitaba suavemente su pelo, del sol que llegaba a

su piel a través de la ropa. La arquería que

rodeaba el edificio parecía la costa invisible

contra la que batían unas invisibles olas que

inundaban su cuerpo de sensaciones que no

quería analizar.

Se acercó al muro y alargó su

mano hasta tocar uno de los

sillares. Lo recorrió con sus

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dedos mirando a otro sitio. Dejando que el tacto

percibiera la textura de la piedra caliza.

Dándose cuenta de que sus manos podían ver la

marca del cantero que, muchos años antes,

trabajó en la obra.

Por un instante pudo sentir las manos

fuertes que trazaron esas líneas e incluso

percibió que se estaba apoderando de una parte

de esa energía, que durante muchos años estuvo

esperando, como un genio benéfico, dentro de la

piedra. Un estremecimiento imperceptible hizo

que retirase la mano por un segundo para volver

a posarla de nuevo, esta vez de forma

apasionada, con la urgencia del beso que se da

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después de rozar por un instante los labios que

amamos.

Apoyó su espalda y con ternura apacible tocó

de nuevo la piedra, sintiendo cierto temor

pudoroso de que alguien pudiera estar

observando. Y apreció, cómplice, la energía que

los muros desprendían. La hizo suya. Y miró sus

manos que no parecían haber cambiado pero que,

ahora, encontró llenas.

Caminó de nuevo

tocando, ya sin pudor, los

fustes de las columnas y

mirando los destruidos

capiteles. Las manos de los tallistas habían

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trazado en ellos historias que el viento se

empeñó en borrar, pero sus ojos volvieron a

reconstruirlas. Su mirada dio vida a las figuras y

las escenas empezaron a desfilar, con tanta

algarabía, que sonaron los instrumentos que

portaban. Y sus voces entonaron las canciones

que tantas veces habían repetido en las iglesias

o en las ferias y mercados.

Sus amigos habían empezado a entrar en el

templo y se dispuso a hacer lo mismo. Procuraba

no hablar con nadie para que no se notase su

estremecimiento.

El espacio octogonal estaba cubierto por una

bóveda de nervios anchos y apuntados, de

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influencia musulmana. De trecho en trecho, unos

óculos, de variado diseño y tapados con finas

láminas de alabastro, permitían la entrada de luz

de forma tamizada, favoreciendo una atmósfera

de recogimiento que iba imponiéndose sobre el

grupo. Poco a poco empezaron a hablar en

susurros. Sus movimientos se hacían comedidos

y sus risas, incluso las inocentes, se escondían

sintiéndose culpables.

Emitió en voz alta algunos sonidos, para

comprobar la resonancia de esa bóveda y cuando

las piedras respondieron se dio cuenta de que

había variado su capacidad de percepción. No

podía escuchar las palabras de sus compañeros

sin embargo, escuchaba su pensamiento. Todos

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estaban de acuerdo en esta ocasión. Querían

cantar. Es cierto que ese era un sentimiento

habitual cuando entraban en un templo, pero en

esta ocasión fue unánime. La forma en que las

piedras de la bóveda devolvían sus palabras les

urgía a ello. Querían oírse.

Les ocurría con frecuencia. Una necesidad

repentina se apoderaba de ellos cuando

imaginaban el sonido redondo de los acordes en

un amplio espacio sobre sus cabezas, rodando

por los sillares y ocupando el aire de forma

densa y misteriosa.

Fue fácil ponerse de acuerdo. Formaron un

círculo ocupando todo el espacio. Sopranos,

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tenores, contraltos y bajos unieron sus manos

haciendo un gran corro de manos unidas y

expectantes, y cantaron:

“Locus iste a deo factum est”

Y se llenó el espacio con el sonido de los

acordes, que recogieron la energía depositada

por los siglos en las viejas piedras. Y resonó en

las cabezas y en los vientres y en los pies, que

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acapararon, avarientos, esta energía que

inflamaba sus pechos y convertía en trémolo su

voz emocionada.

Notó el temblor emocionado en la presión

espontánea de las manos de sus compañeros, con

los que guardó un silencio cómplice. Las

conversaciones tardaron en volver. La energía

que sintió cuando tocaba las marcas de cantero

en el exterior, había llegado a todos. Y cada uno

quería reconocerla en su silencio.

Esperó que salieran. No quería hablar con

nadie. Apoyó su espalda, una vez más, en el muro

mientras sus manos buceaban en la piedra.

Todos habían salido ya y cerró los ojos.

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Y notó como sus ojos se llenaban de lágrimas

que se derramaron trazando surcos de calor en

las mejillas. De calor que se iba convirtiendo en

luz. Una luz que se hacía tan intensa como el

silencio que había a su alrededor. Un silencio

total. No había palabras a lo lejos, ni rumor de

pasos. Y la luz atravesaba los parpados cerrados

inundando el cuerpo aterido por el amanecer.

* * *

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Abrió lo ojos y la ermita había desaparecido

igual que las extravagantes ropas que hasta

ahora llevaba. No había piedras bien cortadas y

ensambladas con maestría, ni otra bóveda que el

cielo de la mañana.

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No había otras paredes que unas grandes

piedras clavadas en el suelo de trecho en

trecho. Se estaba apoyando sobre una de ellas,

que con otras cuantas, cerraba un gran espacio

circular. Sus manos la palpaban con ternura de

amante.

No sintió extrañeza. Sabía que estaba en el

círculo mágico dentro del cual habían enterrado

a sus antepasados. Allí había pasado la noche.

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Enderezó su cuerpo, desentumeció sus

músculos agarrotados y comenzó a caminar por

el sendero que apenas podía verse en el exterior

del recito de grandes piedras.

Allá a lo lejos, en el valle, se veía un grupo de

casas cuyos hogares empezaban a despertar.

Y se preguntaba: ¿Cómo explicaré en el

poblado la visión que hoy me ha sido revelada?

Juan Dorado Vicente

17 de mayo de 2004