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Esta Escuela Relatos de las instituciones educativas ganadoras del Premio Medellín, la Más educada, año 2009 es mi

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Esta Escuela

Relatos de las instituciones educativas ganadoras del Premio Medellín, la Más educada, año 2009

es mi

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© Alcaldía de Medellín© Secretaría de Educación Alonso Salazar JaramilloAlcalde de Medellín

Juan Sebastián Betancur EscobarPresidente Ejecutivo Fundación Proantioquia

Ana Mercedes Gómez MartínezDirectora del periódico El Colombiano Felipe Andrés Gil BarreraSecretario de Educación de Medellín

Ana Lucía Hincapié CorreaSubsecretaria de Educación de Medellín

Martha Lucía Aguilar CardonaSubsecretaria de Planeación Educativa

Luis Alfonso Barrera SossaSubsecretario Administrativo

Elkin Ramiro Osorio VelásquezDirector Técnico de la Prestación del Servicio Educativo

Clara Cristina Ramírez TrujilloDirectora Técnica de Educación Superior

José Joaquín Villalba NabadDirector Técnico de Recursos Humanos

Ivon Damarys Valencia MuñozDirectora Técnica de Buen Comienzo

Héctor Arango GaviriaGerente Ad Honorem de Escuelas y Colegios de Calidad Comité académico del Premio

Carlos Arturo Sandoval CasilimasDecano de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia

Juan Guillermo Pérez RojasDecano de la Facultad de Educación de la Universidad Pontificia Bolivariana

Marta Lorena Salinas SalazarExperta en educación

Guillermo Londoño Restrepo Experto en educación

Ana Lucía Hincapié CorreaSubsecretaria de Educación de Medellín

Mónica Sandoval ArangoCoordinadora del Área de Educación de la Fundación Proantioquia

Luz Celina Calderón GutiérrezCoordinadora del Premio Medellín, la Más Educada

Primera edición: Noviembre de 2010ISBN:

Realización: Concepto Visual ComunicacionesCompilación y edición: Patricia Nieto Asistentes de edición: Alexandra Catalina Vásquez GuzmánMargarita Isaza Velásquez

Fotografías: David Estrada LarrañetaJosé Julián Roldán Alzate

Corrección de textos: Margarita Isaza VelásquezPaula Camila Osorio Lema

Diseño y diagramación: Juan Guillermo Ordóñez Suárez

Impresión: Masterpress

Impreso y hecho en Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, con cualquier propósito o por cualquier medio, sin la autorización expresa de la Secretaría de Educación.

Esta es mi escuela. Relatos de las instituciones educativas ganadoras del Premio Medellín, la Más educada, año 2009

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Relatos de las instituciones educativas ganadoras del Premio Medellín, la Más educada, año 2009

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ContenidoPresentación

Mejor Institución Educativa Oficial

Institución Educativa Ramón Múnera Lopera Un refugio en las alturas

Mejor Institución Educativa Privada

Colegio San José de las Vegas Una historia de innovación y fe Institución Educativa Oficial con Mayor Nivel de Mejoramiento

Institución Educativa José Acevedo y Gómez Los incluidos Institución Educativa Privada con Mayor Nivel de Mejoramiento

Instituto San Carlos Un colegio sin temor al cambio Distinciones a experiencias significativas

Institución Educativa Octavio Calderón Mejía Escuela nueva 

Institución Educativa Francisco Miranda El salón de la justicia

Institución Educativa Maestro Arenas Betancur La metamorfosis de los chicos difíciles

Institución Educativa Gilberto Alzate Avendaño Los juglares de la Alzate

Colegio Bello Oriente De un colegio, un diario y cómo se hacen mejores maestros Colegio Cooperativo San Antonio de Prado La ciencia de los sueños 

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Desde el 2004, la Alcaldía de Medellín ha hecho un gran esfuerzo para mejorar la calidad de nuestras

instituciones educativas, pero no sólo en lo que compete a la infraestructura física, sino también en la cualificación de los maestros, en tecnología, en capacitación y en mejoramiento continuo.

Hoy seguimos recogiendo los frutos de ese proyecto que empezó hace seis años y que destaca a Medellín como una de las ciudades del país donde los avances en materia de educación han sido realmente notorios.

Pero este esfuerzo no es solamente de la administración municipal, sino de muchos otros sectores que creen en el poder transformador de la educación para abrir más posibilidades de formar a los jóvenes en convivencia, cultura, enseñanza y responsabilidad.

A todas las empresas que nos acompañan en el voluntariado, a la Fundación Proantioquia y al periódico El Colombiano: en nombre de los estudiantes, padres de familia, maestros, y directivos docentes, les damos las gracias por apoyarnos en los Premios Ciudad de Medellín a la Calidad de la Educación, porque con su contribución hacen más visible la educación a los ojos de la sociedad.

Por esa razón nace esta publicación, que contiene los relatos de esas instituciones que han sido ganadoras de los Premios Ciudad de Medellín a la Calidad de la Educación en el año 2009. Este reconocimiento que les hacemos es la continuidad de una política pública que considera la educación como una herramienta privilegiada para transformar la sociedad, para crear oportunidades y superar la inequidad.

Presentación

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Los relatos que encontramos en este libro son las vivencias de directivos, docentes y estudiantes que, movidos por mejorar cada día en las aulas de clase, implementaron experiencias inolvidables para avanzar en los procesos pedagógicos de cada institución educativa.

La iniciativa que se ve reflejada en cada línea de este texto nace del propósito de apoyar la calidad, la transparencia y el mejoramiento continuo de los espacios educativos, desde todos sus aspectos, tanto físicos como pedagógicos y de convivencia, que alienten a todos los involucrados en el sistema educativo a la búsqueda de la excelencia.

Quiero felicitar a las instituciones educativas que se inscribieron para participar en los Premios, y especialmente a las que llegaron a la final, en las diferentes categorías. Pero también a sus directivos, docentes y alumnos que hacen parte de este reconocimiento.

¡Con el mejoramiento de la calidad de la Educación, Medellín sigue IMPARABLE!

ALONSO SALAZAR JARAMILLOAlcalde

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Mejor InstituciónEducativaOficial

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Cinco años después de conformarse como colegio, la Institución Educativa Ramón Múnera Lopera alcanzó un alto reconocimiento en calidad con el Premio Medellín,

la Más Educada; sin embargo, el premio no se convirtió en el descanso por la labor cumplida, sino en el reto de continuar mejorando para que sus estudiantes, víctimas del desplazamiento y algunos de los más desfavorecidos de Medellín, reciban las mayores posibilidades de ser ciudadanos. Sus tres sedes en Manrique El Raizal, La Cruz y Bello Oriente son el refugio para más de 2.000 niños, niñas y jóvenes que, en este rincón de la montaña todavía rural de Medellín, escriben una historia de resistencia, orgullo, convivencia y amor por la educación.

I. E. Ramón Múnera Lopera

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Un refugio en las alturas

Por Katalina Vásquez Guzmán

IEstán los árboles, los pájaros, el canto de la que-

brada que corre lentamente, el sol tibio de la mañana

y el viento golpeando suavemente las plataneras. Están

unos perros blancos —amarillentos por el pantano—,

unas gallinas picoteando el suelo húmedo, un par de

mariposas anaranjadas aleteando al borde del cami-

no; y está el camino: escalas de concreto que hacen

temblar las rodillas; después, planicie sin pavimentar,

polvorienta en verano, casas de madera y bosques, vía

peatonal estrechándose hacia la quebrada, puente de

cortes de árbol para cruzar sin mojarse, loma empinada

y resbalosa, y una nueva vía en loza de concreto. Ya es

Bello Oriente. Atrás quedó La Cruz. Abajo, a cuarenta

minutos, está Manrique El Raizal.

Y están los maestros, el sudor en su frente, el ru-

bor en los rostros cuarentones, los libros escolares en

los bolsos enormes y, por supuesto, el pantano en los

zapatos. Álvaro repara en las manchas de sus botas y

se sacude sin reproches. Dora tampoco se queja. “An-

teriormente sí era muy horrible, uno se pelotiaba por

acá, se iba de nalgas, pero pa’ eso uno cargaba una

bolsa con ropa y listo”, cuenta la profesora, a carcaja-

das. Cada uno tiene más de diez años como maestro en

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estas sedes que, desde el 2004, son un solo colegio: la Institución Educativa Ramón Múnera Lopera.

La principal, la más grande y bullosa, es la que queda en Manri-que El Raizal, quince cuadras después de la 45, o sea, bien arribita; zona de frontera entre los barrios que, a su vez, son la frontera de Medellín. Allá termina el paisaje de ladrillos, salsamentarias en cada esquina, motos roncando y buses escandalizando, casas grandes y cincuentonas de tres y cinco niveles, y comienza un ambiente ru-ral de pequeñas viviendas, escaso alcantarillado, conexión eléctrica “pirata” aunque facturada, prados y cultivos de cebolla, vacas en po-treros diminutos, sembrados de plátano y una vía estrecha y relativa-mente nueva que conduce a La Cruz.

En el colectivo, una niña carga a una bebé dormida sobre sus piernas, contra su pecho, entre sus brazos de mujercita responsable, que, en la mano derecha, agarra fuerte una muñeca de trapo. “Por aquí, por aquí”, le dice al conductor, apresurándose a despertar a la pequeña rubia: “Llegamos, llegamos”, le susurra. No podría cargarla, es muy pequeña para ese menester de madre. Se pone de pie y no tiene que agacharse para no pegar la cabeza al techo. Atraviesa la registradora torpemente, suelta la muñeca, se baja del carro, voltea asustada a recoger el juguete y toma de la mano a la bebé que ya ca-mina, apenas despertando, adentrándose por un callejón. Más tarde, murmuran en la cabina, ojalá vaya a la escuela.

Adentro del colectivo, subiendo esta colina del Oriente de Me-dellín, siguen dos hombres jóvenes, uno de gorra y otro de chompa en la cabeza; una muchacha que pregunta por un teléfono rojo don-de tiene que bajarse; un conductor alegre que toca la bocina cada tres minutos; y un señor de sombrero blanco y costal apretujado. El trayecto, desde El Raizal, es corto y animado.

“A mí me tocó cuando esto eran caminitos. Salía uno resbalando y bajaba embarrado al centro; por aquí subíamos a pie, cansados con el morral arriba, y a los lados ranchos de tabla, zinc, cartones,

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plásticos. Esta carretera no existía, las buseticas venían hasta la ca-seta. Eran unos barrizales como caminos de herradura. Ahora está muy cambiado, está muy urbanizado. Mire la parte de arriba, ¡mire la escuela cómo se ve de bonita!”, dice Álvaro Giraldo, uno de los pocos profesores que ha permanecido por años en la “escuelita de La Cruz”, como conocen muchos esta sección de la Institución Educati-va Ramón Múnera. Los demás, cuentan todos, se van rapidito, piden traslado, los mandan o salen cuando hay concurso docente.

Sí, la escuela luce coqueta, queda entre unos pinos muy altos y detrás está la montaña, verde, grande e imponente. Se divisa como una construcción pequeña, poco concreto y muchos árboles alrede-dor. Tiene cinco salones, una biblioteca, una sala de computadores, una de profesores, una coordinación, el restaurante escolar, un aula auxiliar, y un patio para el recreo. Desde arriba, arriba, la escuela se ve, en medio del paisaje extenso de Medellín, como unos muros diminutos con un patio igual. Más abajo, se nota la cubierta azul del coliseo de la sede principal y, después, la terminal de buses. Desde acá, la ciudad parece trazada con lápiz, el río con un color marrón de punta más gruesa, y ciertos lugares, dispersos y en forma desorde-nada, lucen colores rojos, negros, rosados y sobre todo anaranjado ladrillo producido en el corregimiento de Altavista.

II Con 444 estudiantes de primaria, La Cruz hace parte de ésta, la

mejor institución educativa oficial de Medellín, que en Bello Oriente

atiende a otros 318 estudiantes y en El Raizal a 1.175. En suma, es-

tudian más de dos mil niños, niñas y jóvenes de la Comuna 3 de Me-

dellín. Aquí están la pobreza, el desempleo, la violencia, el despla-

zamiento, la soledad y el hambre. En esta ladera de la ciudad, como

en aquellas donde se ha asentado el drama de la guerra, también per-

siste el estigma. Que el joven es drogadicto o sicario, la niña queda

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embarazada, la madre se prostituye, el padre es jíbaro y quién sabe

qué más. Y están las demás realidades: gente honrada, trabajadores

incansables, mamás y abuelas al cuidado del hogar, muchachos que

estudian y sueñan, líderes comunitarios y espacios para educarse.

En su mayoría, los estudiantes de la Institución Educativa Ramón

Múnera Lopera pertenecen a familias desterradas por el conflicto.

Ésta es la segunda institución oficial en Medellín en recepción de

desplazados. Todo el año se reciben más y más niños que, debido

a los estragos de la violencia, llegan a esta ciudad, a esta comuna;

así mismo, otros desertan por amenazas contra sus familias y por

las difíciles condiciones de habitar en zonas en guerra. El libro de

matrículas, por eso, siempre está abierto y se empasta sólo al final

del año. En septiembre, por ejemplo, un niño ingresa a la institución.

Tiene los zapatos rotos, no lleva uniforme, trae puestos unos panta-

lones cortos, y los cachetes, como en los habitantes del frío Oriente

antioqueño, los tiene colorados. Los cuadernos los trae en un costal

de hilos rojos; camina con él a la espalda sosteniéndolo con una sola

mano y mirando hacia el piso. La camisa le queda pequeña y un lá-

piz se le asoma por un agujero del costal.

Muchos niños de la Ramón son hijos de vendedores informales,

madres cabeza de hogar, padres que hacen “el recorrido” pidiendo

comida “de sobra” para juntar algo, unos pocos tienen a sus papás

empleados, y los demás andan de rebusque: venden chicles en el

centro, lavan carros, limpian vidrios en los semáforos, cocinan en

restaurantes, corretean a los agentes de espacio público con pelícu-

las y cd, asean casas y oficinas, revenden legumbres de la Mino-

rista, trabajan en confecciones, atienden cafeterías, o, simplemente,

están en casa aguardando la gracia divina de encontrar un trabajo o

conseguir, al menos, la panela diaria. Los pequeños, frecuentemente,

hallan el alimento tan sólo en la escuela. El almuerzo que sirven en

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La Cruz y el refrigerio en Bello Oriente y El Raizal es para muchos el

único plato fuerte del día. Hoy una granadilla, arroz con leche en po-

cillo y una galleta dulce son los alimentos de los estudiantes cuando

apenas comienzan la jornada escolar. Yogures en bolsa complemen-

tan la dieta. Por azares del contratista, en el restaurante se quedaron

esperando el almuerzo.

Las condiciones, por donde se mire, pueden resultar adversas.

Unas mil quinientas familias de La Cruz, según el diario El Tiempo,

viven en zonas de alto riesgo. En Bello Oriente, explica la Corpora-

ción Semillas de Paz, la vida se caracteriza por la falta de educación

básica, el desempleo, la desnutrición, el hacinamiento y la ausencia

de servicios públicos y de salud. “Dar un vistazo a este sector es notar

cómo la dinámica de la guerra sistemática y programada continúa en

Medellín en todos sus sectores. Como siempre los jóvenes resultan

ser los más perjudicados como integrantes de los grupos armados

como los muertos y victimas”, cuenta la Red Juvenil sobre la Comuna

3, anotando después que “el barrio La Cruz es uno de los sectores

más golpeados por la violencia en esta comuna, pero además se ca-

racteriza por su autonomía y trabajo comunitario como experiencia

de resistencia ante años de violencia”. Décadas de guerra a la colom-

biana, como la que dio origen al poblamiento inicial de este sector en

los años sesenta, se siguen viviendo, pero también resistiendo.

Los primeros pobladores llegaron tras la violencia política, que,

con la muerte de Jorge Eliécer Gaitán y el revolcón que vivió el país

en el campo, encontraron tierra barata en el entonces reverdecido

Manrique. En los años ochenta, comenzó a gestarse la organización

comunal en este sector y, en los noventa, vinieron el agua, la energía,

el transporte y la educación. El barrio El Raizal se había fundado en

1963, cuando una vara de lote valía 16 pesos. Cada familia construía

su propia casa y el trabajo en equipo se constituyó en una caracterís-

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tica de esta población. Por acá, los primeros transformadores eléctri-

cos llegaron en los años setenta y también el acueducto.

Más arriba, la situación de servicios públicos continúa siendo

anormal. En La Cruz, por ejemplo, los habitantes “no pueden gozar

de los servicios públicos prestados en forma regular. La principal ra-

zón radica en que el Departamento de Planeación prohíbe que las

empresas de servicios públicos domiciliarios presten normalmente

servicios si la población se encuentra ubicada en zonas catalogadas

como de alto riesgo y/o por fuera del perímetro urbano”, según expli-

ca la Corporación Jurídica Libertad en denuncia pública que señala

que el 23 de junio del 2010 unos 25 empleados de Empresas Públi-

cas de Medellín realizaron la desconexión masiva de electricidad a

trescientas familias.

Para estos niños, niñas, jóvenes y sus familias pertenecientes a

los niveles cero, uno y dos del Sisbén, está la escuela como refugio.

En el texto de postulación, los profesores explican que “la institución

educativa se convierte en un territorio de paz y en una alternativa real

de mejoramiento y generación de procesos de desarrollo para esta

comunidad […]. Se abren los espacios físicos para que se desarrollen

actividades culturales, además se realizan actividades como la feria

de la ciencia, el bazar ‘Creando cercanías’, el día de la familia, dife-

rentes capacitaciones y talleres”.

Aquí están el arte para la vida, la siembra y el cuidado de los

árboles, el ahorro para el futuro, la convivencia escolar, la forma-

ción en valores, el trabajo interinstitucional, los padrinos que donan

panes, morrales y cuadernos, las matemáticas que deslumbran, la

formación de ciudadanos, los bachilleres en las universidades y en

Francia, y el orgullo de nacer, vivir, estudiar y enseñar en Manrique.

III

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“Amo mucho estar aquí”, cuenta Beatriz Elena Álvarez, coordi-nadora de la jornada de la mañana. “Yo estudié en la Escuela San José en Manrique; en el barrio El Pomar, en el José Roberto Vásquez, hice el bachillerato. Más tarde, tomé mi decisión de ser maestra en La Cruz trabajando con la comunidad para poder abrir una escuelita, en esa época en el grupo juvenil. Me gradué de la universidad; trabajé en un colegio privado y después me presenté al concurso docente. "Me quedo si puedo estar en la Ramón", pensé y así fue. Llevo toda la vida en esta comuna, aquí trabajo, aquí vivo con mi familia y de aquí no me iré”, narra con convencimiento esta profesora, una de las artífices del premio, que, confiesa, ella ni nadie se esperaba.

Se presentaron, explica sentada en una mesa de cafetería en la sede principal de la institución, con la idea de que no les iban a dar el premio, “pero con un trabajo tan riguroso, tan de equipo, tan juntos en esa construcción que decíamos: esto más que para ganar es por el ejercicio de poder mirarnos como colegio”, explica, orgullosa del logro pero segura de que falta mucho por mejorar. Así lo ven también profesores del comité de calidad, quienes semanas enteras trasno-charon y trabajaron, aun los domingos y festivos, para completar la postulación que, felizmente, se ganaron en el 2009. Todos coinciden en que el premio, más que un título a la mejor institución, es un re-conocimiento a los esfuerzos de la comunidad educativa por mejorar continuamente, “pero no es que seamos perfectos”, aclara Beatriz.

Ya es la hora del almuerzo. La profesora y otra compañera do-cente esperan la sopa caliente antes de continuar la jornada. Aquí, la dedicación es amplia y el compromiso de los profesores también. Trabajo en equipo, calidad humana, profesionalismo, es lo que la fa-milia de la Institución Educativa Ramón Múnera Lopera más destaca de sí misma. Gloria Janeth Gómez, coordinadora de la sección La Cruz, apenas llegó este año a la institución y está sorprendida con la calidad de sus compañeros: “Hay que resaltar el trabajo en equipo, se programa constantemente el trabajo por áreas y por proyectos, los

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productos no salen de un solo docente o un directivo, si no de acuer-dos, es un trabajo colectivo. Además, hay una disposición perma-nente hacia el cambio. Estar acá me ha convencido de que el Estado está con la gente, y que los profesores asumen su función de forma muy profesional y al mismo tiempo con mucha calidad humana”. Habituándose al frío de La Cruz, donde asoman primero las nubes que vienen del Valle de San Nicolás, Gloria, abogada de profesión, parece feliz en su nuevo rol de maestra. “Yo elegí este colegio. Hoy sé que tenemos un premio a la calidad pero también que se puede seguir mejorando, y yo voy a intentarlo todo por hacer aportes positi-vos a esta comunidad, y a estos niños que necesitan atención, cariño y afecto”, dice.

Beatriz, con una voz dulce de madre y maestra, en tono pausa-do, cuenta: “No llevamos mucho —como intitución educativa suman siete años—; aunque somos buenos, aún nos falta bastante por apren-der y recorrer, pero somos un equipo joven, que conocemos el con-texto, que estamos empezando, y con las condiciones que tenemos, sabemos que hemos mejorado. Entonces lo sentimos más como un reconocimiento a ese empeño, al trabajo, más que pensar que alcan-zamos la máxima calidad. Por el contrario, esto nos permite ratificar que hay que seguir trabajando”.

“Nos ganamos ese premio, creo yo, porque en medio de la gue-rra, de la pobreza, de las condiciones difíciles en que le toca vivir a esta comunidad, hacemos lo mejor”, dice, efusiva, Dora Rendón, en el otro extremo de la comuna, en una tienda a la salida de Bello Oriente. Una gaseosa, dos galletas cucas y una lengua dulce son su tentempié a las dos de la tarde, cuando ya terminó la jornada de pro-fesora de preescolar y se dispone, como todos los días, a bajar cen-tenares de escalones para encontrar el camino al bus. “Están abiertas las inscripciones, ojo, hay cupos para preescolar, ¿si les entregaron la ropita que les mandé?, pilas pues para que matriculen los niños”, dice en su camino a los vecinos que se cruza y le arranca una sonrisa.

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Como Álvaro, como Beatriz, como el mismo rector Álvaro de la

Cruz Bolívar, como Olga Lucía, Juan Carlos, doña Flor, Arelis, actua-

les y antiguos maestros de la institución, Dora sabe lo que es abrirse

de corazón, entregar los conocimientos y empantanarse los pies para

ser educador en este monte de Medellín. “Aquí a los muchachos les

decían los ‘tierrudos’”, recuerda el rector, risueñamente. Las suelas

cubiertas de tierra colorada retratan una jornada en el colegio. Seis de

la mañana: Manrique El Raizal, hora de llegada del rector; después,

quince minutos para subir a La Cruz; y por último cruzar el cañón

boscoso hasta la sede más apartada de la institución, Bello Oriente.

IV“Durante mucho tiempo anhelé que el colegio fuera reconocido

en el barrio, ya que había sido una institución aporreada por los gru-

pos armados. Mi tarea inicial fue empezar haciendo una convivencia

y rompiendo fronteras entre La Cruz, Bello Oriente y El Raizal o Villa

Roca, aquí donde está ubicada la sede principal. Llegué en 1996

cuando esto era simplemente una escuela. La fui transformado, fui

ampliando los grupos, porque aquí no existía bachillerato alguno, y

así trabajamos duro hasta obtener el título de colegio, que es hasta

grado noveno. Luego la inscribí como una institución para que que-

dara de preescolar a once. Y no quedando contentos, la Secretaría de

Educación nos puso dos sedes alternas, en esa época distantes a más

de cuarenta minutos en carro. Cómo sería que los maestros tenían

la prima de difícil acceso y para llegar a pie, uno se demoraba dos

horas”, relata don Álvaro, como le dicen los profesores y estudiantes.

En el descanso, don Álvaro está parado en la puerta de la recto-

ría. Saborea una torta de banano, observa a los pequeños, ellos se le

acercan y le dan la mano, él les jala las orejas cariñosamente, repren-

de al que tiró la basura el piso, y no deja de mirar su obra. “Su obra”,

así le dicen a la institución educativa algunos de sus colegas, quienes

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reconocen en el progreso de la institución el tesón de este educador.

“Hay un rector muy entusiasta; tiene esa vivacidad para hacer las

cosas motivando a los compañeros, y comprometiendo el equipo de

profesores. Eso da ganas de ser mejor mañana que hoy”, dice el pro-

fesor Álvaro, quien vio crecer las sedes de la mano del rector. Beatriz

declara que “aquí hay un respeto y reconocimiento a la labor de don

Álvaro como rector. Por ejemplo, en el colegio no intervienen los

actores del conflicto. Uno sabe que los chicos afuera tienen un mun-

do inmenso, pero entendemos que en el colegio viven relativamente

bien, se dejan corregir; hay cierto nivel de respeto. Uno sabe que el

conflicto está ahí pero en la institución se vive en calma”.

El rector, que trabaja de seis de la mañana a siete de la noche, es

un señor con tono de voz fuerte. En el año 2006, recibió el Escudo

Ana Madrid, del Premio Medellín, la Más Educada, como recono-

cimiento a su larga e imitable labor como docente. Sólo escucharlo

hablar de los progresos del colegio, deja ver su pasión por la educa-

ción y el trabajo comunitario. “En los tres primeros años de trabajo

acá, encontré voces que lo notaron en la comunidad, y de aquí salí

para ser rector del Pascual Bravo. Después, en el 2000, me devolví

a terminar la obra que había iniciado. La dejé hasta séptimo y así la

encontré. Me puse la tarea de culminarla para sacar la primera pro-

moción en el 2002. Ya hemos sacado ocho promociones. Tenemos

16 muchachos en la Universidad de Antioquia, doce en la Universi-

dad Nacional, dos más becados en Eafit, y otros en institutos técnicos

y tecnológicos. Nuestros egresados han sabido valorar el sentido de

sus futuros y de sus vidas. Ahora estamos en un plano estable y aco-

modando al nuevo personal que llegó con el concurso”, cuenta.

También sonriente, el personero de los estudiantes declara que

esta escuela le ha dado todo. Desde las vocales hasta los algoritmos

matemáticos los ha aprendido acá; también sus dos hermanos meno-

res son alumnos de la Ramón. “Nos han ayudado a formar, a proyec-

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tarnos como personas mejores en la comunidad, aquí se aprenden

valores como la solidaridad, la tolerancia y el respeto; aquí se apren-

de todo”, dice.

Sobre la convivencia, uno de los pilares del proyecto educativo

en este colegio, el rector afirma que “aquí gozamos de paz. Los mu-

chachos de afuera han entendido que esto es un lugar académico,

independiente de cualquier acción violenta; aquí no cargan armas,

los muchachos nuestros saben que no pueden pelear afuera. En la

institución educativa se sancionan pedagógicamente una semana, o

sea, vienen en jornada contraria a ayudar, a hacer aseo, a hacer la

cartelera, a archivar, y así aprenden”.

Como el pilar de la convivencia, hay muchos principios y áreas

en esta institución que la convierten en una digna de imitar. En el año

2007, la profesora Astrid Elena Cano recibió la Medalla Cecilia Lin-

ce, de Medellín, la Más Educada, gracias al proyecto Construcción de

convivencia desde el desarrollo del pensamiento lógico-matemático.

Al año siguiente, el profesor Luis Carlos Bustamante con el proyecto

Frutas y verduras para todos recibió una mención en el mismo pre-

mio. Y este año, la institución se postuló con el proyecto Ahorros y

finanzas: una experiencia para la vida. A pesar de la modestia de los

profesores y directivos sobre el premio más importante que ganaron,

el de Mejor Institución Educativa Oficial (2009), es evidente que los

procesos están mejorando y van por buen camino. Sus protagonistas

y líderes, hablan orgullosos.

VLuis Carlos Bustamante: El proyecto Frutas y verduras para todos surge a partir de una

experiencia del aula. Hicimos una evaluación de la composición, y encontramos alto índice de desnutrición y también obesidad, dos

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fenómenos de la desventaja económica de la gente para sobrevivir. Además, había acumulación de basuras en el espacio escolar y el barrio, mala conciencia ambiental, deterioro del medio. Así que de-cidimos buscar una alternativa que incluyera catalizadores de esos dos fenómenos. Eso fue hace cinco años.

Primero era una granja de autoabastecimiento. Consistía en do-nar un lugar para criar pequeñas especies, pollos, conejos codorni-ces, pero a la larga no lo pudimos materializar.

Como el terreno era escaso, empezamos a sembrar árboles fruta-les, aguacates, mandarinos, algarrobos. En cualquier espacio vacío, en cualquier rinconcito ahí sembramos. Este es un barrio de alto ries-go ecológico. Mirá, es un terreno agrietado, lleno de rocas, y aquí fue donde encontramos lugar para sembrar.

Yo soy educador físico, nutricionista dietista, psicopedagogo, tecnólogo deportivo y especialista en actividad física. Todo esto se me ocurrió como de una mezcla de las profesiones, sirviendo al área de ciencias. Con esto logramos que los muchachos empezaran a que-rer su barrio.

Hoy en día ellos siembran, acarician el arbolito, lo limpian cuan-do hay plagas, lo cuidan, y cuando estamos en vacaciones ellos lo hacen todo solos. Ellos van donando árboles; los traen, sus padres son campesinos. Los niños aquí son locos por salir a sembrar. Perte-necer al grupo ecológico es un regalo; es un premio, un aliciente muy grande. Los niños le ruegan a uno: ¿Qué hay que hacer para entrar al grupo ecológico?, me preguntan todo el tiempo.

Ahora mismo en los corredores hay cercos, esos los hacen los muchachos y los vamos a poner afuera para los árboles, que mejoran las condiciones ambientales. Tenemos dos terrenos que pertenecen a la urbanización vecina. Eso nos lo cedieron para sembrar, y un cam-pesino desplazado que vive ahí nos está ayudando. El año pasado recogimos zanahoria, remolacha, pepino, cilantro, tomate de árbol. Todo eso lo repartíamos a la misma gente de la comunidad.

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Claudia Patricia Quintero:

El dinero es un pretexto, es un eje generador de competencias,

en el proyecto Ahorros y finanzas: una experiencia para la vida. Esto

dentro de una mirada social y cultural. El ahorro lo trabajamos desde

preescolar hasta once, y comenzó hace seis años. Ahí trabajamos con

la Cooperativa Confiar, donde se guardan y administran los dineros.

Hace cinco años comenzamos Finanzas para el cambio, y hoy en día

están fusionados. Tenemos hoy 575 estudiantes ahorradores, también

trece maestros y padres de familia.

Con esto no fomentamos la mirada capitalista de ahorrar por po-

seer. La idea va más allá, con eso movilizamos en los chicos compe-

tencias que tienen que ver con finanzas, y con el ahorro, por ejemplo,

de energía, de agua. Eso es trasversal en los cursos. Se ve en sociales,

matemáticas, ética, español y tecnología. Los estudiantes aprenden

análisis, síntesis, interpretación; aprenden por ejemplo qué tiene que

ver la inflación conmigo, por qué no me puedo comprar la misma

camiseta con el mismo dinero el próximo año. Hay capacidades pro-

positivas, argumentativas, de razonamiento y de comunicación que

se enriquecen acá.

Hemos hecho la feria financiera. Ponemos varios estands y en

ellos se representa, por ejemplo, la historia del dinero. Hay repre-

sentaciones escénicas, exposición de billetes y tarjetas de crédito; se

monta un banco con portero, taquillas, gerente y un billetote grande.

Hay un espacio con proyección de monedas del mundo. Esto ha ser-

vido para motivar a los chicos.

Los logros son muchos. Ya los de décimo y once no se asustan

cuando hablamos de economía, y tienen una postura. La plata, ma-

terialización del ahorro, al final la usan para muchas cosas. Una bi-

cicleta, o se la dan a la mamá para las fiestas de diciembre, o, como

hicieron unas mellizas, hicieron la fiesta de quince años. Muchos

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ahorran con sus padres y madres, y esto genera en ellos una respon-

sabilidad.

Álvaro de la Cruz Bolívar:

Construimos el manual de convivencia, entre maestros, padres

y estudiantes. Además, existe el comité de convivencia que se reúne

una vez a la semana. Algunos propósitos del manual son: fomentar y

vivir valores como la paz, el amor y la verdad, propios de la filosofía

institucional y que deben caracterizar a toda persona vinculada a la

comunidad escolar de la Ramón Múnera Lopera; y desarrollar actitu-

des de respeto y valoración de sí mismos y hacia las demás personas,

para fortalecer procesos de autonomía, solidaridad y motivación al

logro.

Aquí trabajamos mucho los valores de la libertad y la respon-

sabilidad, también la solidaridad. Se hacen lecturas diarias de diez

minutos sobre distintos valores y con otros programas como Proniño

y Pedagogía Vivencial se hacen talleres quincenales en ese sentido.

El trato de los estudiantes hacia el rector es el de amigos cerca-

nos. Ellos charlan, me jalan la oreja sin faltarme al respeto, confían

en mí, algunos me dicen, así en confianza, “no he desayunado”, “no

tengo pasaje”, y se les ayuda discretamente.

VI—¡Estelita, Estelita, Estelita!

—¿Qué pasa?

—Estelita, mire a Alexis, no hace sino decirme cosas.

—¿Podemos hablar pasito? —pide Estela.

—Profe, hay que aprender a hablar pasito —dice segura la alumna.

Es el salón de 3.o 4. Las nubes que bajarán al Valle de Aburrá se

están formando en el cielo de La Cruz, donde es más alto y más frío

y los pequeños se protegen bien. Llevan buzos y chaquetas; tienen

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guantes, gorros, cholos de colores, bufandas violetas y rosadas. El salón es un paisaje de sonrisas muecas, Campanitas voladoras en las paredes, colores y más colores en la ropa, trenzas hermosas en los cabellos de Michel, rayas, círculos en los cuadernos, una algarabía repentina que no desespera ni a la profesora, voces chillonas, que-jas, miradas tímidas y gritos atrevidos, deseos de aprender, sueños de niño y amor de maestro.

—Posso, lea en la mente —pide la profesora al último de fila. Atrás, contra el mural de Peter Pan, están la silla de Santiago

Posso, su cuerpecito menudo y sus ojos abiertos intentando, cómo no, seguir la orden de la profesora. El pequeño se lleva las manos a la cara y, después, el dedo a la sien tras la instrucción. Su nombre, dice no saber porqué, está escrito en el tablero. En su cuaderno, raya lentamente la lección del día. “La catedral metropolitana es una igle-sia de culto católico, dedicada a la Virgen María. Está situada en el centro de Medellín, al frente del Parque de Bolívar”. “Y ahí se casa la gente”, anota una pequeña al tiempo que la profesora lee en voz alta.

Santiago, mientras tanto, charla con sus amiguitos y masca un reloj de plástico negro que ya no tiene hebilla pero dice la hora. Tiene diez años y está en grado tercero. Lo explica diciendo que está repitiendo, porque el año pasado botó los cuadernos, pero que ya, con los profes Rafael y Olga, aprendió a leer, a multiplicar, a escribir. También ha estado en los grupos de teatro y aikido, pero, cuenta aho-ra sin explicación, se salió. Actividades como las de Proniño, Peda-gogía Vivencial y la Escuela Busca al Niño, que hacen presencia en la Institución Educativa Ramón Múnera, buscan apoyar a estudiantes como él, quienes, por situaciones económicas y familiares, desertan de la escuela y van a trabajar. “Catebral”, escribe el niño recono-ciendo el error. Corre a repararlo porque está cerca de que Estelita lo llame a revisar el cuaderno. Nadie se lo dijo, pero, listo y rápido para entender, se dio cuenta en la mirada de la profesora.

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La presencia de Santiago en este salón encantado es razón de ser para esta institución. 55 profesores, cinco directivos y decenas de entidades que rodean la institución, esperan que, cuando desapa-rezcan los paños blancos de su rostro, curse el bachillerato, vaya a la universidad o consiga empleo y sea un buen ciudadano, la cosecha de su trabajo sea su recompensa. “Es muy gratificante todo esto. Sa-bemos que somos buenos porque respondemos a las necesidades del contexto”, dice Olga Lucía Tabares en la sala de profesores. Allá, dos horas antes de coger trocha hacia Bello Oriente, Álvaro se prepara para entrar al aula “Nunca Jamás”. Entre los dibujos enormes en los muros del salón que él mismo ayudó a pintar, el profesor da la última hora de clase, y antes de irse, coordina el aseo del lugar.

—Álvaro, dígale a este niño que trapéeeeeee.—Ayúdele a la niña. ¡Ella como lo trata de bien! Le dan una

trapeadita y salen juntos, como hermanitos, como una familia —les pide en un diálogo sereno. Los niños responden. Terminan de limpiar su reino de hadas y siguen al profesor camino a casa.

Después de las escalas, el camino pantanoso, el arroyo, el puente de tablas, la parada en la sección Bello Oriente, el saludo a la profe Dora y la estación a comer cuca, Álvaro busca el camino a su barrio. Un microbús lo saca rapidito de la Comuna 3. Primero, se abre paso hasta El Raizal. Ahí se baja Dora para averiguar, en la sede principal, cuándo se reúnen los profesores de todas las sedes. Después, el ca-rro sigue descolgándose de la carrera treinta hasta la 45, pasa por el barrio Prado y coge camino plano apenas llega a la carrera Bolívar, bajo el viaducto del Metro.

En la 57, Álvaro toma la avenida Ferrocarril hacia la Plaza Mi-norista y para en una esquina. Están los pollitos, los sinsontes, los hámsteres, las cacatúas, los perros finos para la venta, todos sus olo-res, plumas y pelos, y el humo de los buses asfixiando. A este mer-cado, con costal en mano, algunos padres de la Ramón arriban por vegetales y frutas que otros desperdician. “La pobreza y la falta de

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recursos son obstáculos que muchas veces no salen en los plantea-mientos para mejorar la educación, y hay que verlos, están ahí. De todas formas, si todos nos esforzamos, todos, un día alcanzaremos los objetivos”. El premio, como dicen sus compañeros, es uno de los más poderosos impulsos para lograrlo. De cualquier forma, están Michel, Santiago, Alexis, todos los niños, niñas y jóvenes; están el brillo de sus ojos, sus fantasías y sus derechos a la educación y a la vida digna. Ese es el mayor motivo, la mayor esperanza y el alegre sueño de los que caminan, sin mucho presumir, hacia el pódium de los mejores.

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Mejor Institución Educativa Privada

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Colegio San José de Las VegasSer más para servir mejor es el lema del San José de las Vegas,

un colegio que desde hace más de cuarenta años forma “damas distinguidas”, y desde hace catorce “caballeros a

carta cabal”; en suma, personas solidarias, disciplinadas y con vocación de excelencia. El carácter gerencial, la excelencia académica, la proyección de sus egresados, y sobre todo la multiplicidad de ofertas para estudiantes, padres de familia y empleados de la institución, los hicieron merecedores, en el año 2009, del reconocimiento como la mejor institución educativa privada del municipio. Es la historia de un colegio donde hay todo para hacer y poco tiempo que perder.

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Una historia de innovación y fe

Por Paula Camila Osorio Lema

Para entrar al San José de las Vegas hay que atra-

vesar primero un extenso parqueadero. A la izquierda,

luego de cruzar la primera puerta que uno se encuentra,

la estatua de la Virgen custodia, desde el centro de una

fuente, un solitario pez naranja. Más allá, sobre la tari-

ma donde se hacen los actos generales, se lee grande

el lema del colegio: “Ser más para servir mejor”. Un

intenso olor a comida se siente en el aire, y una pan-

talla LCD sobre la sala de espera, a la derecha, exhibe

fotos de estudiantes haciendo la primera comunión, de

un sacerdote presidiendo la misa, de niños haciendo

deporte, de sonrientes jóvenes en uniforme. Sobre la

mesa de la sala de espera reposa Esta es mi escuela, el

libro de crónicas que el año pasado publicó la alcaldía

sobre los colegios que ganaron, en el 2008, el Premio

Medellín, la Más Educada. En la página 134, en el in-

ventario de experiencias significativas, aparece, cómo

no, el Colegio San José de las Vegas. Este año el mismo

motivo, pero con una significativa variación, me trae

por primera vez a este intrincado laberinto de salones,

parques infantiles, canchas, oficinas y zonas verdes. En

la cuarta entrega de este reconocimiento, el colegio ha

resultado ganador del premio a la “Mejor institución

educativa privada”. “O sea el premio gordo, el premio

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mayor”, como me diría minutos después Germán Torres Álvarez, di-rector de desarrollo organizacional de la institución.

Me recibe Olga Patricia Suárez, analista de promoción institu-cional, quien me guía por algunos pasillos donde niñas con falditas patinan, mientras me explica que en las actividades extraclases hay patinaje, taekwondo, gimnasia artística, patinaje artístico, voleibol, baloncesto, fútbol, ultimate, grupo de teatro y grupos de música para niñas, niños, egresadas y padres de familia. A continuación nos re-unimos con Germán, un señor de corbata que dice “¡una hermosu-ra!” cada vez que enumera las virtudes del colegio. En torno a una gran mesa, en una espaciosa oficina, Germán comienza por decirme que durante los últimos doce años la vocación del colegio ha sido gerencial, y que no les da pena decir que el colegio es ante todo una empresa prestadora de servicios. “Cuando uno habla de negocio la gente piensa en plata, pero no: hay negocios sociales, hay negocios humanos. ¿Le parece poquito negocio formar la gente que ayudará a este país para que sea próspero y viable en el futuro?”, afirma.

Me dice luego que el colegio es confesional católico y que toda su rutina y filosofía están enmarcadas por la moral cristiana. Me resume, también, la historia de la institución: que fue fundado por las Siervas de San José hace 42 años y que hace 25 pertenece a los padres de familia. En 1986, luego del Concilio Vaticano II, muchas comunidades religiosas “decidieron volver a lo que ellos llaman el carisma de la fundación”. “Pasó una cosa muy bonita —relatan—, y es que esta comunidad religiosa nació para apoyar la organización en sectores muy populares y deprimidos, y después del Concilio dijeron: este colegio no tiene nada de popular y deprimido, entonces vamos”. Entonces lo dejaron en manos de los padres de familia, que en pocos años lograron saldar la deuda con las monjas.

Sin embargo, con la partida de las Siervas, el colegio no abando-nó su filosofía, y por el contrario la enriqueció con la ayuda de María Luz González Escobar, quien fue rectora del colegio durante 17 años

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y hasta el día de su muerte. Fundada por la española Bonifacia Ro-dríguez a finales del siglo XIX, la comunidad tiene como principios la hermandad, la oración y el trabajo, es decir, la salvación desde el trabajo y la cotidianidad. “Somos fieles a eso. San José de las Vegas es un territorio de fe”, afirman.

El colegio, cuya sede principal se encuentra en El Poblado, fue femenino hasta 1996, cuando decidieron crear la sección masculina, ubicada en el municipio de El Retiro. Desde entonces se preocupan especialmente por lo que llaman “coeducación”, que es como decir que lo que hacen con las niñas también lo hacen con los niños, aun-que teniendo en consideración las diferencias de género. En ambas sedes hay un total de 139 docentes y 2.260 estudiantes (1.545 niñas, 715 niños) que reciben clase en una jornada única, para primaria y bachillerato de siete de la mañana a tres de la tarde; y para preesco-lar, de ocho a dos y media. Son en promedio tres grupos por grado (A, B, C), y cada grupo está integrado por unas 35 estudiantes, en el femenino, y por treinta o menos en el masculino.

A continuación Germán me explica en qué anda el colegio. “He-mos vuelto como a la fuente primigenia de nuestro modelo pedagó-gico, que es la educación personalizada”, dice. Todo su funciona-miento está inspirado en el método de educación personalizada de Pierre Faure, basado en los principios de singularidad, autonomía y apertura; el personalismo de Emmanuel Mounier, movimiento cris-tiano que considera al hombre como ser autónomo y comunitario por excelencia; y la filosofía pedagógica de María Montessori, según la cual el niño necesita libertad y diversidad para aprender. De ahí provienen, justamente, los principios filosóficos de la institución: au-tonomía, singularidad, apertura y trascendencia.

Luego me explican, entre los dos, cómo se vive eso en la prácti-ca. En preescolar se llama “talleres para la autonomía”, y consiste en que un día a la semana reúnen a los grados de preescolar (prejardín, jardín y transición) en un aula donde la oferta es diversa, para que

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ellos hagan lo que quieran, o mejor, lo que deben hacer pero en el orden que deseen. De primero a tercer grado hay algo parecido pero distinto, y le dicen “rincones”, porque en su salón las áreas se dividen en eso: rincón de sociales, de ortografía, de gramática, de religión; de igual manera disponen de varias opciones de juegos y actividades, y de la libertad de hacerlas como prefieran, con la diferencia de que es plan de todos los días durante dos horas. Más o menos lo mismo pasa en cuarto y quinto, pero le dicen “educación flexible”. Aunque todavía no lo han implementado en bachillerato, pues la investiga-ción está en proceso, a los adolescentes de décimo y once les ofrecen materias optativas, independientes del plan de estudio básico. Antes había énfasis, para que el estudiante eligiera la modalidad que qui-siera, pero eso les pareció “que de pronto era muy encasillado”, y más bien decidieron darle al estudiante la posibilidad de explorar su vocación en materias como inglés, portugués, francés, introducción al derecho, investigación, mercadeo y finanzas, administración, ar-quitectura, primeros auxilios y diseño, entre otras. Además, dos veces al mes hay una actividad que denominan “centros de interés”, un espacio de noventa minutos para que los jóvenes hagan lo que quie-ran: coros, deportes, idiomas, artes plásticas, artes marciales, danza, culinaria, bisutería, croché, cine foro, en fin, un abanico de opciones que a quien desconoce las posibilidades de la educación de calidad le puede parece inverosímil.

Yo, por ejemplo, pido ver para creer, y de inmediato me llevan por los vericuetos de la institución hasta la sección de preescolar. Ese día es el turno de los grados B, o sea de Prejardín B, Jardín B y Transición B, cuyos pequeños integrantes se reparten en varios sa-lones, pues según la metodología Montessori conviene juntar a los más grandes con los más chicos para que se ayuden entre sí. Para llegar hasta allá pasamos primero por varias canchas y corredores, y cruzamos un puentecito de madera que atraviesa un bosque, lí-nea divisoria entre el bachillerato y el preescolar. Primero un parque

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infantil con grama sintética, “para que no se empantanen cuando

llueve”, luego algunos salones, y al fondo un restaurante infantil, una

piscina y otro parquecito que a esta hora está repleto de niños. En

los salones veo niñas y niñas de cuatro, cinco, seis años, embebidos

en actividades que sería imposible enumerar acá. En uno femenino,

una niña escribe su nombre en un cajón de arena fina mientras otras

se entretienen con un set de maquillaje. Mientras miro cómo una de

ellas cuelga ropa en ganchos, otra trapea y una más bate un choco-

late imaginario en una chocolatera pequeña, la profesora me explica

que ese espacio se llama Practical Life, y que ahí pueden embetunar

los zapatos, abotonar y desabotonar, y así. Decido quedarme en un

grupo de niños, todos muy prolijos, calladitos, dedicados con solem-

nidad a su labor. Veo a un niño clasificar ositos de colores, a otro

dibujar y colorear, uno más pega animalitos con velcro de un globo

terráqueo, otro forma un collar de cuentas mientras su compañero

arma con concentración un rompecabezas, y otro más se llena la

cabeza de peinillas ante las risitas de dos de sus compañeros. Me

habían dicho que ese día el colegio les da la mediamañana, que ellos

mismos deben servirse con cuidado de no dejar a sus compañeritos

sin ración. Por eso encima de cada plato (el del pan, el del jamón, el

de la mantequilla, el del queso), un letrero indica cuántas porciones

le corresponden a cada niño. Eso, dicen, es “hacer de la lonchera un

momento pedagógico”.

Las niñas de hoyOlga Patricia, mi guía en este paseo por el San José, empezó en el

colegio hace 18 años como profesora de sistemas de las niñas del ba-

chillerato. Planeaba con su esposo tener hijos, y deseaba un trabajo

flexible que le permitiera estar con ellos más tiempo. Por eso, y por-

que en su familia ha habido siempre una marcada vocación docente,

hizo todo para conseguir la vacante que por esos días apareció en la

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institución. A los tres años de su llegada, el colegio, en concordancia con su política de innovar y evolucionar con el mundo, decidió que todas las niñas, desde primero hasta once, debían recibir clases de informática, y llegaron entonces más profesores, y nuevos y mejores equipos. Luego cambió de cargo y empezó a trabajar en la parte ad-ministrativa, en el área de informática, y con el tiempo le fueron de-legadas muchas más funciones que desempeñó hasta el año pasado, cuando fue nombrada en su cargo actual. “Ya son muchos años en el colegio, entonces me lo conozco al derecho y al revés, y por eso vieron en mí un perfil para ocupar el cargo”, expresa. Luego del re-lato, Olga me explica que en el colegio todos pueden hacer carrera. “Si uno aspira a algún cargo lo puede llegar a ocupar, dependiendo, obviamente, de que el colegio le vea a uno las capacidades”. Cuenta además que les facilitan la capacitación, y que a ella le están pagan-do un diploma en mercadeo en el Tecnológico de Monterrey. Que la rectora empezó como profesora de primero, hace treinta años, y que el colegio tiene un programa para que el que esté cerca de jubilarse empiece a preparar a su relevo con cinco años de anticipación.

Luego, me habla de sus hijas, Laura de quince años, y Manuela de ocho, que estudian en el colegio. “Mi esposo y yo —dice— hemos sido del pensamiento de que uno a los hijos no les deja ni carros ni casas, como de pronto pensaban nuestros abuelos, sino que lo mejor que les puede dejar uno es una buena educación”. Y como sabía de primera mano que la educación en el San José era de calidad, acá, al lado suyo, fueron a dar sus niñas: “yo de mis compañeros no recibo sino flores, que esas hijas tan maravillosas, que como son de juicio-sas, que como son de educadas, pero pienso que eso también es par-te de lo que el colegio inculcó en mí en los años que he estado acá”.

Cuando me dice eso recuerdo lo que me habían dicho al prin-cipio, que el objetivo del colegio es que las niñas sean damas distin-guidas, y los niños, caballeros a carta cabal. Una dama distinguida, me había explicado, “es una mujer femenina, dulce, refinada, con

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muy buenos modales, culta, líder, que haga respetar sus derechos, que se valore como mujer y valore el otro género”. Y un caballero “es lo mismo pero en versión masculina: un hombre detallista con su mujer, que sienta que los buenos modales hay que conservarlos eternamente, que no le cueste decir permiso o primero usted, varonil por naturaleza, pero esteta y sensible frente a las cosas, que valore su género y valore el género femenino”. Qué difícil, se me ocurre, lograr eso en estos tiempos de confusión. Por eso pregunto por los muchachos de ahora y los de antes, y ella me dice que desde que apareció internet los estudiantes son “ciudadanos de mundo”. Es de-cir, sus aspiraciones ya no son locales, ni sus amigos, ni su cultura. “Las niñas de antes eran más calmaditas, más recataditas, no retaban la autoridad, en cambio ahora son más ávidas de conocimiento, de explorar el mundo”.

Termina diciéndome que las niñas del San José son muy buenas estudiantes, que los rectores de las principales universidades de la ciudad hasta mandan cartas a la rectora, Diana Gil Salas para felicitar a la institución, y luego de ese preludio me lleva hasta 7.o B, o sea dónde ver de cerca todo eso que me cuentan.

A esa hora las niñas, o mejor adolescentes, tienen clase de in-formática en una de las cuatro salas de cómputo de la institución. Cuando llego, el profesor les está dando indicaciones, y me reciben con un griterío, una inquietud que el docente trata de controlar en vano. Intentan callarse entre ellas mismas, “niñas, hagan silencio”, y mientras tanto me miran y me sonríen. “¿Ella es nueva?”, “¿cómo te llamas?”, “¿cuál Paula?”, “ella, ¿no la ven?”, y así, en una algarabía muy de niñas en sus trece o catorce años. “¡Tenemos una papara-zzi!”, dice alguien, y luego de tener todos los ojos encima, cada una se dedica a lo suyo y yo por fin respiro. En la sala debe haber cer-ca de veinte computadores, y en uno de esos, con Laura, me ubica el profesor del área. Ella, de trece años, me explica qué es eso de Google SketchUp, el programa en el que trabajan: “Es para traba-

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jar con objeticos, muñequitos, en 3D”. Mientras ella y las otras dos estudiantes que tenemos al lado, Sara y Paulina, me atropellan de preguntas —que qué hago acá, que para qué, que qué es una cróni-ca—, Lucía, que ha llegado tarde, le dice al profesor: “No, Edward, usted tiene que entender, no fue que llegué tarde porque quise”. Y le insiste, y revira, y Sara me pregunta: “¿Y escogieron este grupo”. Y yo le digo que sí, y se ríen con complicidad, y les pregunto de qué se ríen y en coro me contestan que “de nada”. Luego, al rato, Laura me dice que seguramente por indisciplinadas, porque la rectora tuvo que ir al colegio en estos días. “Pero después nos portamos bien y nos regaló confites”, cuenta. El profesor no se llama Edward, pero así le dicen porque se parece al de Crepúsculo, una película. “¿No te has visto Crepúsculo? Bueno, es igualito. ¿En serio no te has visto Crepúsculo?”. Y entonces, mientras trata de replicar en un espacio vacío de la pantalla el diseño del plano que hay al lado, Laura me va explicando que la disciplina en el colegio se maneja con tarjetas. La roja es deficiente y se aplica por fraude, la rosada es insuficiente y te la dan si sos indisciplinada o si vendés, la amarilla es aceptable y la ponen cuando hablás mucho, la verde clara es sobresaliente —faltas sin reincidir, explica el manual—, y la verde oscura es excelente. A la representante le quitaron el cargo porque le pusieron amarilla, dice una, y otra opina: “es que son muy amargados y no nos dejan vender”.

Luego voy al salón, donde un letrero en la puerta dice Seventh Grade, a la clase de ciencias naturales. Me corresponde un sitio al lado de María, quien me dice cuando apenas nos estamos conocien-do: “Esto es muy exigente acá. Hay evaluaciones diarias, y diario por ahí cinco tareas”. Más tarde, una de sus compañeras me diría más o menos lo mismo: “Este colegio es demasiado estresante, hay muchas tareas, muchas cosas para hacer”. Me había explicado Olga que to-dos los días hay una evaluación de un área distinta, y que a nivel académico el colegio tiene una exigencia como pocos. Y cómo no

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con una intensidad horaria tan tremenda, y con una reputación tan importante que cuidar.

Mientras llega el profesor, Santiago, que dicen todas es un “ge-nio”, “sabe de todo”, una de las niñas se echa talco en el pelo, “para quitar la grasa”, y mientras la miro las demás me rodean para interro-garme. Que qué es una crónica, vuelven y preguntan, y al final de la jornada me doy cuenta de que he dado esa misma explicación unas cinco veces.

El profesor es un señor de barba y cabello cano, alto, con una expresión muy seria, que las reprende porque no se callan y revo-lotean haciendo mil cosas. “Esto no es un salón de belleza”, dice. Hasta que todas se quedan muy calladas no empieza la clase, y antes de cualquier cosa, les dice a dos niñas que van perdiendo la materia que deben traer, al día siguiente, un trabajo: vida, obra y milagros de los hongos. María, una de esas dos, se escribe la asignación en el antebrazo, para no olvidarlo, y luego Sara le pregunta: “¿María, te ayudo con el trabajo?”.

“Hoy continuaremos con la nutrición de los hongos”, arranca el profesor, y acto seguido empieza a preguntar, a modo de repaso. “¿Qué es in situ?”, interroga, y varias responden, al mismo tiempo pero con distintas palabras, que es algo que está en el mismo lugar siempre. “Los hongos —recuerda a las estudiantes— son un reino en transición”. Ese día escucharía mentar una cantidad de términos que desde el colegio no recordaba, como por ejemplo “queratina”. “Pro-fe, yo uso queratina en el pelo, ¿es lo mismo?”, le pregunta una. Y aunque responde que lo que menos se cuida es el pelo, y que por eso no podría decirlo, hace luego una reflexión sobre los tipos de pelo y el uso de sustancias para cuidarlo. “El pelo rizado va a depender de la cantidad de azufre en tu pelo —explica—. El acondicionador lo que hace es romper los enlaces entre las partículas de azufre para que sea más suave, y el efecto dura lo que se demore el pelo en regenerar los enlaces”. Entretanto, María ha sacado un libro que esconde tras

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el escritorio para leer sin que el profesor lo note: Melany. La historia

de una anoréxica, dice la portada. Luego, por alguna razón de la

que no me percato, comienzan las niñas a hacer una pregunta tras

otra: “Profe, ¿por qué dicen que las cucarachas resisten una guerra

nuclear?”, “¿y si resisten las bombas nucleares por qué no resisten el

Raid?”, “¿y dónde están las bombas nucleares?”, “¿y si estallan una en

China a nosotros nos llega la radiación?”. Preguntas que él va respon-

diendo una a una. Cuenta de la Guerra Fría y del posterior desarrollo

de armamento nuclear, expone que durante todos esos años Rusia y

Estados Unidos “se dedicaron a mostrarse los dientes”, y luego habla

de Chernóbil, y de que hay evidencia de que la radiación provocada

por el accidente le había dado la vuelta a todo el mundo.

A la clase de matemáticas llega una profesora pelirroja, que las

saluda con un “damas, buenos días. Las que tengan buzo de distinto

color por favor se lo quitan”. “Es muy buena, tiene mucha ética pro-

fesional”, me dice entonces María, y empiezo así a darme cuenta de

que hay entre las estudiantes un gran respeto por las figuras de auto-

ridad que el colegio les ofrece. “Magnitudes inversa y directamente

proporcionales”, arranca la profesora, y se va la clase como la ante-

rior, ella preguntando, ellas respondiendo en coro, y luego un taller.

Las niñas, inquietas, siguen con la preguntadera, y se preocupan por

cada cosa que escribo: “¿Por qué escribes todo? ¿Eso lo escribiste?

Uy, qué pena”.

María, cuando ya la clase está cerca de terminar, me dice que

quiere ser médica. Que en su familia todos son médicos, que los

papás desde pequeña le dicen “usted va a ser médica”, que en cada

halloween la disfrazaban de enfermera, o de doctora, “siempre,

siempre”.

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“Yo he estado en otros dos colegios y este es el mejor que he vis-

to. Porque no se preocupan sólo por lo académico sino también por

lo personal, si uno no está bien lo ayudan”, me cuenta una de ellas.

Desde hace cuatro años el colegio tiene un convenio con el Insti-

tuto Alberto Merani de Bogotá, “que trabaja con niños superdotados”

para la materia de inteligencia emocional y para otra que se llama

lectores competentes (sobre habilidades comunicativas). Según me

había relatado antes Olga, un día el Alberto Merani decidió investigar

a sus egresados para saber qué había pasado con ellos, y descubrió

que la mayoría o se habían suicidado o sufrían de depresión. En-

tonces entendieron que sus niños tenían capacidades intelectuales

superiores, pero que emocionalmente compartían el proceso de los

demás chicos, y decidieron replantear la forma de trabajar ese as-

pecto de sus vidas. Así llegaron con su propuesta al colegio, que fue

el único de Antioquia en aceptar el reto de las dos áreas ofrecidas

por el instituto. Me contó también Olga que en primaria la cátedra

es sobre cómo reconocer los sentimientos para poder controlarlos, y

que una vez llegaron unos padres de familia a pedir detalles sobre

la materia, a propósito de algo que había sucedido con uno de esos

niños. Que estaban en una reunión familiar, dijeron los padres, y que

un integrante se molestó con el otro y comenzó a gritarle, a lo que el

niño reaccionó interviniendo: “Mira, la ira hay que controlarla, respi-

ra profundo, yo te cuento hasta diez, respira, cálmate, y cuando estés

calmado hablas con él, no lo trates mal”. Se quedaron boquiabiertos,

me relató Olga, quien también me había dicho que en la institución

hay un área que se llama dirección pedagógica y de investigación,

cuya función es estar pendiente de los avances pedagógicos para

aplicarlos en el colegio. La educación personalizada, por ejemplo,

es producto de una investigación de meses sobre la aplicación del

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método en Estados Unidos, donde la directora del área visitó varios

colegios para conocerlo de cerca.

Una estudiante me explica luego que ese año están trabajando

el tema de cómo reconocer las malas amistades, que en octavo es

las mejores amigas, que en noveno el novio, que no se acuerda en

décimo qué, y que en once es el embarazo y les dan un muñequito.

El colegio adquirió hace poco unos bebés simuladores que los estu-

diantes de último grado adoptan durante un fin de semana para vivir

la experiencia de ser papás.

Ser más para servir mejorMariana, la personera del colegio, tiene 17 años, un lunar en la

mejilla, y los ojos muy negros y muy grandes. Como la mayoría de niñas del San José, estudia en el colegio desde los cuatro años. Lo primero que me dice, en la sala de juntas presidida por un Cristo en una cruz, es que ama al San José de las Vegas con todas las fuerzas de su corazón, y que “es un colegio que no solamente te enseña a sumar, a restar, a multiplicar, sino que te enseña a ser persona, y eso para mí ha sido valiosísimo”. La personería, explica, es una mane-ra de agradecerle al colegio tantos años invertidos en hacer de ella una persona entregada al servicio, “era como una prueba que yo me quería poner a ver si todo lo que me han enseñado en el colegio de verdad me ha servido para algo”. Me habla primero de la coeduca-ción. Que son prácticamente como hermanitos, los niños y las niñas, y que este año sale la primera promoción del masculino. “Acá existe una cosa que se llama escuela de liderazgo —dice después—, que es el amor más grande del San José de las Vegas que yo tengo”. Y en ver-dad, también es uno de los grandes orgullos de la institución, pues mucho me hablaron de eso al principio. En general, las niñas del San José tiene gran potencial de liderazgo, y la institución propende por despertarlo si no. Mariana, por ejemplo, me cuenta que al entrar en la escuela empezó a conocer la ciudad que a muchas de esas niñas

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de familias bien les es desconocida. “Para nadie es un secreto que la gente de la Comuna 14 y muchas niñas de acá vivimos en un globito —admite—, o sea, a mi mis papás me dan todo, siempre he tenido ropa, a mi casa nunca se han entrado los ladrones, nunca me han tocado balaceras. Entonces uno cree que el mundo es perfecto, es que ese es el mundo de uno. Y vos llegás a la escuela de liderazgo e inmediatamente te explotan la burbuja y te dicen: conozca el mun-do”. Y dice que una vez la llevaron a un parque en el centro de la ciudad y que nunca había visto tal comercio de drogas, que también ha ido a Vallejuelos, a Belén Aguafrías, a lugares que de otro modo no habría conocido nunca. Desde muy chiquita la estudiante del San José de las Vegas tiene una vocación a la solidaridad, dice, y recuer-da cuando era niña a las profesoras con una alcancía para recoger “la monedita de los viernes, y el mercadito todos los martes”. “Que una niña esté empezando a tener ese contacto genera que ya tu con-ciencia y tu mundo se movilice más, que cuando ya seás una persona más grande pensés en los otros”. Por estos días, por ejemplo, todo el colegio está en la causa de darle una casa a la persona del colegio que más la necesite. Y eso, que todos trabajen por lo mismo, también genera unión, pertenencia, amor por el colegio.

La experiencia significativa por la que fue ganador el colegio el año pasado, es justamente, de servicio. Se llama Servicio social del estudiantado y es la expresión del lema de la institución. “El colegio ha logrado trascender el requisito de obligatoriedad del servicio social de los estudiantes para volverlo convicción como expresión de nuestra filosofía”, me había dicho Germán al principio. Ese servicio social consiste en una infinidad de cosas, que tomaría muchísimo tiempo enumerar. La alcaldía, con su programa Escuelas de Calidad, les pide a las instituciones privadas apadrinar un colegio público, como estrategia para replicar la calidad de la educación privada en la pública. El colegio, sin embargo, apadrina siete: la Institución Educativa Camilo Mora Carrasquilla en San Cristóbal, la Marina Orth

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en Belén Aguasfrías, la Luz Estella Vélez en La Quiebra, la Vicarial

Jesús Maestro en Campo Váldez, la Héctor Abad Gómez en el centro,

la San Francisco de Asís en Villatina, y la Pedro Luis Villa en Manrique.

En la Marina Orth los estudiantes de décimo dan clases de inglés, y

con las demás hay todo tipo de actividades, desde capacitaciones

para los rectores, que se reúnen en el colegio cada mes, hasta

talleres y charlas para los profesores, padres de familia y líderes

estudiantiles de esas instituciones.

Gracias a la escuela de liderazgo y al colegio, Mariana descubrió

también su vocación. Va a estudiar Derecho, quiere ser concejal:

“Me gustaría hacer política, pero más que porque lo quiera ser, es por

lo que quiero hacer. Para mí la vida de un ser humano que simple-

mente sea a favor suyo no tiene ningún sentido, me he dado cuenta

de que no puedo vivir sin ayudar a las personas”, concluye.

Nuestra amiga SofíaLa profesora anuncia en 1.o A la clase de filosofía, y en las ni-

ñas, de trenzas, diademas y cintas azules, pulcras y juiciosas, se nota

cierta emoción. Una me dice: “Ese señor es muy charro”, y al tiempo

casi todas las demás me miran y me sonríen con curiosidad. “Ella

viene de la alcaldía”, les explica la profe, y varias de ellas corean un

¡wow! Al lado de los escritorios simétricamente alineados, hay un es-

caparate sobre el que reposan cajas plásticas juiciosamente etiqueta-

das —Ortografía: A, B, C, juguemos otra vez—, que supongo son los

rincones de los que me habían hablado. Estoy acá porque me habían

dicho que todas las niñas, desde prejardín hasta once, reciben clases

de filosofía, como una forma de estimular en ellas la pregunta y la

investigación. A eso lo llaman programa Sofía.

El profesor irrumpe en el salón con un grito que las asusta: “¡Yo

soy el pirata barbado!”, y ellas celebran y aplauden un poco. Está

vestido de pirata: bombacho, camisa, chaleco, sombrero, parche en

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el ojo y un garfio en la mano derecha. Su peluca y barba son rojas. “¿Tú eres la capitana de este barco?”, le pregunta a la profesora, y lue-go me increpa: “Esta pirata está muy grande, ¿por qué no tiene unifor-me?”. “¿Quieren ser mis piratas?”, pregunta luego, y todas responden “siiiiiiiií” en un ensordecedor coro infantil. Antes de salir a buscar el tesoro, la actividad para esa mañana, todas entonan el llamado filosófico: “Llamamos el silencio para poder escuchar, llamamos la escucha para poder respetar, llamamos el respeto para alcanzar la sabiduría y conocer por fin a nuestra amiga Sofía”. Nos encaminamos hacia el tesoro, y en el trayecto él va gritando “remen” y ellas reman con imaginaria diligencia. Todos gritan: “Ji, jai, jo, qué gran pirata soy”, y por los corredores se extiende el rumor de ese barco pirata de niñas en uniforme a cuadros azules, encabezado por un loco de barba roja que dice: “Mi nombre es Pirata Barbarroja, me puedes de-cir cucarrón, me puedes decir cocodrilo”. Por el camino va haciendo reflexiones y preguntas, y a quienes responden acertadamente las va bautizando: “Yo te bautizo Tortuga Feliz”, “Tú serás Ojos de Coco-drilo”, “Tú te llamarás Delfín Verde”. Para pedir la palabra las niñas no alzan la mano, sino que asumen postura filosófica: se tocan la barbilla con la mano y adoptan actitud reflexiva.

Cuando llegamos al patiecito en frente de la tienda, justo antes del bosque, el pirata dice “creo que estamos cerca”, y extiende sobre el piso un mapa donde se alcanzan a ver las islas de Centroamérica. Hacia ese bosquecito nos dirigimos luego, y allí, sobre un lecho de hojas secas, encontramos el tesoro. Dentro de un cofre, amarradas por una cadena de plástico dorado, ocho letras, también doradas, forman las palabras “la verdad”. Y acto seguido, una reflexión sobre la verdad, y preguntas, y respuestas, y bautizos, y la conclusión de Barbarroja, que antes de irse sentencia: “Los piratas filosóficos siem-pre buscaremos la verdad. Naveguen buscando la verdad”.

El pirata es en realidad Jaime Andrés Machado, profesor de filo-sofía que lleva ya cinco años en la institución. Ese día, más tarde, me

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diría que enseñan filosofía a las niñas para que no pierdan su capaci-dad de asombro, para que se cuestionen, para que sean capaces de salirse de lo obvio. Esa vez también aprovecho para preguntarle por la norma. Le digo que he visto que las niñas ocultan sus manos de uñas pintadas. Los profesores las reprenden por no respetar el unifor-me, por montar los pies en la silla, por hacer lo que no deben. Y luego de una larga charla me explica por fin que el propósito de la clase de filosofía, por ejemplo, es que entiendan el sentido de la norma para que por voluntad propia la respeten. Muchas niñas, explica, tienen un problema de normativa y necesitan a alguien que les ponga lími-tes, pues a muchas de ellas nunca les es negado nada en sus casas. Debe ser por eso que hay tanto respeto por los profesores más serios. Nunca vi, en todas mis horas acá, un asomo de desafío en alguna de ellas. Y así como entienden la norma que les hacen respetar, tam-bién tienen conciencia de sus propios derechos, a propósito de eso de cuestionar y preguntar, y cuando, por ejemplo, no comparten la metodología de un profesor, denuncian y son escuchadas. Ese día, en mis últimas horas en el San José, entendí lo que me dijo Germán, en esa primera charla, que le extrañaba que el colegio no se hubiera ganado antes ese reconocimiento. Porque si continuara acá con el inventario de actividades, si hablara por ejemplo de los empleados de servicios generales que han terminado su primaria y bachillerato en el mismo colegio, o de las jornadas pedagógicas de cada miér-coles para los profesores, o de las jornadas virtuales, o del programa Familia y su variada oferta, o del bazar institucional anual con fines caritativos, o del momento obligatorio para la lectura de todos los días, entonces, seguramente, esta crónica no vería nunca el fin.

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Institución Educativa Oficial con MayorNivel de Mejoramiento

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José Acevedo y Gómez

I. E.

De ser rechazados pasaron a ser incluidos, gracias a un colegio que creyó en ellos y les dio herramientas para ejercer derechos como la libertad y la autonomía. Los

2.600 estudiantes que hoy tiene la Institución Educativa José Acevedo y Gómez ven en el modelo de inclusión escolar un norte para el mejoramiento. Allí, los problemas de la sociedad están presentes, como también lo está esa enseñanza para enfrentarlos de la mejor manera posible. Los docentes y alumnos de “la Jose” se sienten orgullosos de estar dentro de un sistema escolar que no los rechaza y más bien los aprecia con toda su diversidad.

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Los incluidosPor Margarita Isaza Velásquez

Les dicen los gamines, los que no respetan, los que hablan duro, los que dicen groserías, los que van sin uniforme, los que se dejan el pelo largo, las que se ma-quillan, los que tienen arete, los que son “demasiado” libres.

Es una impresión primera, una mirada superficial sobre un colegio ceñido a las normas de la legalidad. Lo que pasa es que allí todos son incluidos, todos van a estudiar y a aprender de la vida, sin importar cómo se vean, cómo se vistan o qué rótulos les haya puesto la sociedad.

El necio, el repitente, el pobre, el desplazado, el bruto, el lerdo, la embarazada, la noviera, el emo, el drogo, el ciego, la lisiada, la arrogante… ese que dicen que no va a servir para nada en la vida. Todos caben por la puerta del colegio, sin tener en cuenta lo que cual-quier adulto les haya metido en la cabeza o en su hoja de vida. ¿Por qué rechazar a alguien que perdió el año en otro lugar? ¿Por qué estampillarle un “no” a quien le restringieron todas las oportunidades? ¿Por qué conti-nuar en esa trama viciosa de rechazo y aislamiento? Las preguntas se multiplican y sus respuestas confirman la vocación de un colegio que hizo un círculo gigante para incluirlos a todos, como dice el lema de la institución.

“Somos de puertas abiertas porque tenemos fe en la juventud”, dice Jaime Alberto Sierra, el rector de la Institución Educativa José Acevedo y Gómez. No, no es

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ingenuidad, como alguien le dijo en 1994, es una manera diferente de ver la educación, de ponerla al servicio de la sociedad para que todos sean ciudadanos de bien, gente civilizada, tolerante y adaptada. Eso, precisamente, contrario a lo que piensan quienes dicen que los estu-diantes de “la Jose” —así le dicen por cariño, con acento en la o— son unos desadaptados. Esa gente no ha visto cómo es allí una clase de primaria o de bachillerato. No se imaginarían que las niñas y los niños se cansan de alzar la mano para exponer su punto de vista; no cree-rían que se califican a sí mismos bajo un aura total de responsabilidad; tampoco pensarían que, aunque no es obligatorio llevar el uniforme, la mayoría lo viste con orgullo y se esmera para que esté impecable.

El primer impacto al llegar por primera vez al colegio no es lo raro que dicen son sus estudiantes, sino el olor fuerte de las chimeneas del barrio Guayabal. Entre casas y fábricas, junto a una pequeña colina, la mole de cemento y ladrillo, que es la Jose, habla ya de los espíritus fuertes que allí van a estudiar.

Personalidades duras, niños y niñas con almas de adultos por tan-tas penalidades de la vida. Historias tejidas alrededor de la diferencia, no indiferencia, de lo que significa ser uno, único, en una sociedad negada a comprender los sueños de cada adolescente.

En la José Acevedo y Gómez entienden la inclusión social como un concepto ambicioso “que busca que las personas puedan crecer y madurar dentro de condiciones propias para un desarrollo humano digno, lo cual pasa por un desarrollo físico saludable; crecer bajo con-diciones de socialización sanas que permitan adelantar las diversas etapas de la educación de manera exitosa y estimulante; desarrollar las capacidades y conocimientos para un ejercicio laboral próspero; generar una actitud ciudadana constructiva; tener posibilidades de un empleo digno con sentido de progreso económico y personal”.

Por eso es superficial cuando hablan de malos modales. Sería pro-fundo si en vez de juzgar lo que hay por encima se dedicaran a ver qué hay en el fondo, cómo es cada ser humano que estudia en la José

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Acevedo y Gómez. Comprenderían, por ejemplo, que ellos cargan en el morral mucho más que libros, pues llevan a cuestas las historias de sus vidas; no las dejan en la casa, no las olvidan para ser felices en los descansos; las cargan cuando juegan un partido de fútbol o cuando presentan el Icfes. Así, 2.600 almas asisten cada día a que les enseñen, a que les digan, como dice la profesora Marta Salcedo, “dónde nace el Magdalena o por qué murieron los patriotas”. En medio de ese tráfago de conocimientos y sensibilidades, esas 2.600 almas, acompañadas por 81 docentes en tres sedes diferentes, aprenden a crecer, a estar en comunidad, a compartir con el otro eso que en suerte les tocó por vida.

“Cuando uno llega a trabajar aquí se da cuenta de que todo es diferente, de que los alumnos tienen una posición frente al mundo y que están estudiando con todo lo que son. Eso cuestiona. Cada día me enamoro más de este colegio, porque hay riqueza de humanidad, hay diversidad, hay una convivencia nacida de lo más profundo de las personas, hay una forma de ser auténtica, no presionada por las leyes o las normas del colegio. Los alumnos responden y se adaptan al en-torno con una madurez que uno no espera encontrar en sus edades”, dice la profesora Marta Salcedo, quien dicta sociales, ética y religión en quinto grado con una metodología única de guiones teatrales.

Pero no, tampoco se confunda. Allá no todos tienen vidas tristes o son desamparados, muchos no cayeron en las drogas y otros tantos no repitieron un año. No son los vagos o los señalados. Muchos son “normales” o, mejor, no estaban excluidos. Por decisión propia o de sus padres llegaron al mundo de la Jose, para aprender de los demás, como en un experimento de sociedad que les permitiría ver de qué manera es la vida real, quiénes viven en ella y cómo hacen cada día para permanecer. No es, entonces, un colegio de los que cierran sus puertas al mundo para convertirse en claustros inmaculados del saber.

En todo ese proceso de inclusión, de estar al pie del cañón que se llama juventud, existen varios proyectos que apoyan la metodología

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de la libertad. El de la profesora Marta, con sus clases teatrales es uno

de ellos. Pero también están los que han sido bandera de la institución

y han sido reconocidos en años pasados en el Premio Medellín, la

Más Educada.

Se trata de El portafolio del alumno. Mis notas y de Formación

docente, ambos complementos directos de un sistema educativo que

quiere ser renovador y capaz de responder a los retos de ese círculo

gigante donde todos caben. Fue ahí donde comenzó la historia de

mejoramiento, en un paso a paso por crecer y aumentar la calidad al

mismo tiempo que la cantidad de alumnos.

En 1994, Jaime Alberto Sierra se posesionó como rector de la

Institución Educativa José Acevedo y Gómez, un colegio pequeño

y rodeado de graves problemas sociales; violencia, drogas, niñas

embarazadas, pobreza, falta de oportunidades y muchos más. Había

que hacer algo para enfrentar esa situación y darle un norte al colegio

que sería de todos. La Constitución Política de 1991 fue la respuesta.

Según el rector, “en ella se llama a una convivencia en un marco

participativo, democrático, en defensa de la dignidad humana;

entonces, se busca una educación justa, tolerante, respetuosa de las

diferencias de género, de los grupos étnicos y de las personas con

necesidades educativas especiales”.

Así, el mejoramiento significó el mayor de los retos: ordenar el

caos. “Empezamos a recibir jóvenes con problemas de drogas, niños

y niñas expulsados de otras instituciones, adolescentes que no sentían

un gusto particular por el estudio, y en fin, una gran cantidad de per-

sonas que estaban alejadas del sistema escolar y se consideraban una

población muy difícil”, dice Jaime Alberto y reflexiona: “¿Por qué el

colegio, la casa natural de los niños y adolescentes, iba a rechazarlos

así, negándoles la oportunidad de progresar? No nos correspondía a

nosotros juzgar y tal vez quitarles la única manera de transformar sus

vidas para bien”.

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Pero no fue un proceso fácil; aún no lo es. “Lo primero fue una renovación en la planta de profesores, pues necesitábamos maestros jóvenes, capaces de comprender las situaciones a las que se iban a enfrentar, y capacitados para enfocarse en modelos pedagógicos no-vedosos y llamativos para los estudiantes”, cuenta Jaime Alberto. Mar-ta fue una de esas docentes que llegaron con visión renovadora: “El choque fue impresionante: el día que empecé un estudiante quiso golpear al docente del salón de al lado, y entre todos lo detuvieron hablándole, abrazándolo; hicieron a un lado la violencia y eso me dejó fría. Comprendí en ese instante el espíritu de trabajar y vivir en la Jose”.

El proyecto de capacitación docente ha sido exitoso, pues los pro-fesores han ido a todo tipo de seminarios, congresos y estudios para explorar otras formas de enseñar diferentes a la impuesta por la tiza y el tablero. Se habla de una mente abierta a los cambios, de una com-prensión sin condescendencia, donde lo que más importa es que haya una sujeción a la ley y, de resto, el individuo pueda ser libre de ejercer su propia personalidad. Eso no es una teoría sino un aprendizaje de cada día.

El rector continúa: “También vimos que esa libertad que promul-gamos debía completarse con un proceso de evaluación que impli-cara responsabilidad y autonomía para los alumnos”. Se trata de Mis notas, el portafolio individual implementado en 1995, en donde los estudiantes negocian con sus profesores la oportunidad de sacar un superior, un alto, un básico o un bajo, y de paso se favorece la argu-mentación. “No es que ellos se van a calificar bien y ya, no; es que ellos van a mirar cómo van y van a explicar qué fue lo que aprendieron y qué hicieron para merecer determinada nota. Si el profesor insiste en que un estudiante no debe ganar una nota, entonces se le explica al muchacho hasta que él comprende y acepta esos motivos. Por eso hay quienes pierden el año, pues cualquiera diría que con ese sistema todos ganan”, dice y acota que la labor de un colegio tampoco es po-

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ner a repetir a los alumnos hasta aburrirlos del sistema educativo: “No hay por qué favorecer la deserción, pues si los niños y jóvenes repiten y repiten es porque el colegio está fallando de alguna manera”.

Todos esos procesos alrededor de la inclusión son los que han hecho que hoy haya resultados más allá de los números. La Institu-ción Educativa José Acevedo y Gómez se mantiene entre los niveles alto y medio del Icfes, en lo académico; cada año se ganan al menos una beca de la Universidad Eafit para que un alumno continúe allí sus estudios superiores; alrededor del setenta por ciento de los egre-sados sigue su camino académico en una universidad o una escuela tecnológica; antes seis de cada diez estudiantes tenían problemas de drogadicción, ahora esta cifra corresponde a tres de cada cien; hace nueve años había 27 alumnas embarazadas, hoy hay tres. Cada año desde el 2006, se ganan al menos uno de los galardones en el Premio Medellín, la Más Educada; de distintas ciudades de Colombia y el mundo vienen a visitarlos para conocer el modelo de enseñanza; y, por si fuera poco, en el 2008 fueron anfitriones de la Organización de Estados Americanos en el tema de educación y Derechos Humanos.

Junto a estas cifras y reconocimientos aparece la palabra “de-mocracia”, que no es perfección sino comunidad y participación. El rector está orgulloso de lo que han logrado, pero sigue devanándose el cerebro para encontrar nuevas y mejores formas de aumentar la calidad educativa y cobijar a más excluidos. A él esa palabra de la inclusión le suena mucho, porque, según dice, es permitirle a un ser humano concretar sus sueños, y si no los tiene, ayudar a que los tenga.

Así, quienes hoy estudian en la Jose son de perfiles muy diferentes. Ninguno es el chico esquemático que piensa las cosas para hacerlas cuando hay una consecuencia de represión. No, allá los muchachos y muchachas viven según sus convicciones y las argumentan tan bien como lo hacen con cada nota de la autoevaluación. Puede que sean incluidos desde el principio o estudiantes que poco a poco se fueron incluyendo. Llevan a cuestas sus historias personales, porque son el

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testimonio de que son seres humanos, individuos que nacieron para

crecer libres y construir un pensamiento de igualdad y diversidad al

mismo tiempo.

Karina, Nicolás, Kevin y Jairo comparten las aulas, recorren pa-

sillos, juegan fútbol, participan en las obras del colegio y tienen en

común el orgullo que sienten de estudiar en la Institución Educativa

José Acevedo y Gómez. Unos con más talento que otros, todos creen

en la inclusión, porque ellos mismos fueron cobijados de alguna ma-

nera. Sus vidas, como la de cualquier adolescente, tienen dificultades,

retos para cumplir y uno que otro sueño enredado en el uniforme.

Están en las puertas de la adultez y con ellos se confirmará, o no, si el

proceso de mejoramiento del colegio valió también para sus futuros,

pues cada día se enfrentarán a la sociedad como hoy se enfrentan a

sus compañeros de clase, recibirán golpes como algunos se han meti-

do en peleas, les sobrarán aplausos cuando se destaquen, construirán

familias con el respeto que ahora se guardan entre ellos, los mimará

la vida o los hará sufrir como a cualquier sujeto del mundo, y ellos

sabrán qué hacer.

Karina y NicolásSon dos caras de una misma moneda. Karina Zapata está en grado

once y Nicolás García en décimo. Ella es apasionada de las humani-

dades y a él le gusta lo práctico, la matemática y la biología. Ella habla

con propiedad sobre su sueño de estudiar Ciencia Política en la uni-

versidad y él dice que quiere ser arquitecto. Ella discute y él pregunta.

Ella actúa en teatro y él es disc jockey. Ella y él a veces pelean por sus

ideas, pero siguen dialogando hasta que ninguno de los dos “gana”.

Eso es bueno. Ambos viven en el barrio y estudian en la José Acevedo

y Gómez desde quinto de primaria.

Para hablar con Karina hay que tener un nivel intelectual sufi-

ciente que permita comprender lo que quiere decir. No porque sea

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enredada, sino porque sus ideas son profundas y esperan cambiar el mundo. También hay que tener paciencia, pues su agenda por estos días finales del año está ocupada con compromisos como el Icfes, los exámenes bimestrales, las Olimpiadas del Conocimiento, alguna obra de teatro y cuanto evento exista para ella representar con la mayor dignidad a su institución educativa. Es la alumna que sale en público y dice con todas sus fuerzas que estudia en la Jose, donde el modelo de inclusión lo permea todo, hasta a personas como ella que bien podrían estar aprendiendo en el mejor colegio privado de la ciudad, donde sin dudarlo la becarían para ofrecerle “una mejor educación”. Pero ella decidió seguir donde está por muchas razones. La más importante es el amor por su colegio y por la gran diversidad de estudiantes que allí acuden. “Uno aprende en medio de la diferencia”, dice.

Habla con pausas largas. Se sonroja un poco cuando piensa en su futuro. Mueve las manos como una oradora y, sin embargo, se retrae en su silla, a veces escondiendo los puños dentro de la manga de su buzo rosadito. Es muy bonita: de ojos claros, piel blanca, cabello ne-gro. Todos en el colegio la conocen bien. “Es Karina, la joya de la co-rona”, dice el rector como si fuera su orgulloso padre. Llegó a estudiar a la institución cuando la economía de su familia cayó al suelo y fue necesario encontrar un colegio público. Tenían miedo de matricularla en el “colegio de gamines”, porque ella es la niña de la casa. De esa decisión nunca se han arrepentido, porque Karina llegó para aportar y para formar una personalidad más fuerte de lo que tal vez indican sus ojos verdeazules, tan dulces.

“Aunque me gusta mucho la política, sé que la economía está por encima de ella, porque el dinero es más importante que la ideología”, dice. Sin embargo, ella conserva más ideología que dinero y por eso prefiere creer en la justicia y la igualdad.

Recuerda una vez que como actriz de teatro se negó a represen-tar un personaje. Era el monólogo de una mujer maltratada por su marido y sumisa ante él. Ese día decidió quedarle mal a la profesora,

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porque ella no quería participar de tal atrocidad en contra de la equi-dad de género. Fue su momento de rebeldía: “No me dio la gana”, se le escucha bien esa frase de adolescente o adulto joven, porque confirma que ella no es sólo una “comelibros”, no es una nerd que va aprendiéndose los discursos para recitarlos ante cualquier periodista o persona común recomendada por el rector.

Karina es auténtica y está llena de sueños. Podrá estudiar lo que quiera, aun con la presión que hoy tiene sobre su mundo. La miden con un rasero alto para que dé y siga dando. Esos asuntos del día a día escolar ya no la preocupan tanto, pues su cabeza está en el futuro, en lo que quiere ser cuando sea grande, que es el año entrante. Tal vez su deseo de estudiar Ciencia Política obedezca a la amplia forma-ción en derechos y deberes constitucionales que tuvo en el colegio. Como el aire del ambiente, los alumnos de la Jose escuchan día tras día qué implica el marco normativo al que su institución está sujeta; les hablan de la sociedad, del mundo que hay afuera, y ellos mismos se encuentran de frente con la realidad social que los cubre a todos.

“Estudio aquí porque me gusta. En este colegio hay una opción de convivencia que resume qué es la sociedad. Eso no significa que sea perfecta, sino que hay un equilibrio, que estar dentro es como estar afuera. El día a día nos prepara para salir, no para quedarnos dentro de un salón de clases. Somos reflejo, pero también opción de cam-bio”, dice con su tono de politóloga tal vez adquirido en los diversos montajes de teatro en los que ha sido protagonista y hasta escritora. En uno de ellos, con firmeza, hizo una crítica al gobierno de turno, el que le tocó durante media vida; se refirió a la corrupción, a los seña-lamientos del terrorismo, a la política de seguridad, a la desigualdad, a la pobreza. Lo representaron en una elección de personeros y al final hubo aplausos y mucho en que pensar.

Nicolás es diferente. Dice que en el mundo de la música es Dj Nick García. Dice también que en Facebook maneja tres perfiles con más de cinco mil amigos. Le gusta la electrónica —el progressive, el

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house y el tech house— y jugar tenis de campo. Es un estudiante jui-

cioso y también muy crítico de la sociedad en que vive. No al estilo

de Karina, pues con ella siempre discute. Cree que todo está muy mal

y que Colombia es un país enredado en la corrupción y la maldad de

muchos. Él no desea cambiarlo, o tal vez sí, pero dice que no pue-

de, que no se va a desgastar en ese pensamiento. Prefiere cambiar el

mundo de a poquitos. Por eso, aunque quiere ser arquitecto porque le

gusta dibujar, cuenta que algún día será el dueño de un gran almacén.

“Voy a vender artículos que todavía no se han inventado, desarrollos

de la tecnología que ayudarán a la vida de las personas”, dice. No es

de los que piensan que todo ya existe, pues cada adelanto de la cien-

cia puede ser mejorado hasta posibilidades inimaginables.

Es uno de los candidatos para ganarse la beca que otorga Eafit a

los mejores bachilleres de instituciones públicas. Le queda un año de

colegio para demostrar que él es uno de ellos. Nadie diría que con

las trenzas de su pelo largo es un buen estudiante. Pero lo es, y es de

los que llevan con orgullo el uniforme de la institución. “Uno apren-

de a conocer a las personas y a estar en donde debe estar”, explica.

Mientras en su oído continúa bien puesto el audífono del Ipod, Nico-

lás habla de por qué su colegio es el mejor de todos, “aunque no lo

sea”. “Nos esforzamos en lo académico y muchas veces no somos los

mejores, pero la calidad humana es otra historia y eso se puede ver

aquí en todas partes. Me gusta que los profesores ponen a los buenos

estudiantes con los que no entienden, y hay respeto. Me gusta que

uno aquí está como en la casa, relajado, sin pensar en que todo puede

ser una falta de disciplina y que a uno lo están persiguiendo los coor-

dinadores. Me gusta que los profesores enseñan con claridad y no lo

dejan a un lado hasta que sepan que uno aprendió”, cuenta Nicolás.

Con él podría hablarse durante horas. Tiene capacidad para con-

versar de lo cotidiano. No es tímido, expresa sus ideas. Tiene 16 años

y ya quiere tener el doble para ser adulto y depender por completo

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de sí mismo. La responsabilidad es un chip que tiene instalado en su

organismo y, seguramente, lo llevará tan lejos como quiera.

Kevin y JairoLa coordinadora lo recibe con un reclamo:

—¿Por qué se quedaron jugando fútbol esta mañana?

—Ah, cordi, es que ellos querían jugar y cómo les iba a decir que

no. Pero vea que después nos organizamos y ya estamos juiciosos.

Nos vamos a manejar bien.

—Yo veré.

Ella se despide con una palmadita en la espalda. “Fue que esta

mañana nos cambiaron el horario y como no sabíamos a cuál salón

teníamos que ir, todos dijeron que querían jugar fútbol, y yo también

quería”, Kevin Ángel se ríe mientras explica la situación.

Él es uno de los “señalados” que, sin embargo, ha logrado sobre-

salir. Lo mismo le sucede a Jairo Martínez. Ambos son de décimo y

llevan buen tiempo en la Jose.

Kevin tiene apellido de ángel pero apenas empieza a serlo. Hasta

hace poco se metía en líos a cada rato y tenía problemas con la au-

toridad. Esta es la segunda vez que cursa décimo, pero más que ser

reconocido como un repitente, es respetado como el representante de

curso.

“Estoy muy juicioso. Antes no era así. El año pasado, por ejemplo,

tuve una novia como en agosto y me dediqué a estar con ella y a an-

dar la calle, y por eso perdí el año. También me la pasaba mucho con

mis amigos”, dice y pide una espera para silbarles a ellos, los parceros

del barrio con los que todos los días recorre el trayecto que hay del

colegio a la casa y con los que se reúne en los descansos para “hablar

caspa”.

Es un silbido largo e intenso. Uno de sus compañeros lo oye, en

algún lugar de la José Acevedo y Gómez, y lo responde con otro silbi-

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do igual. Momentos después, un silbido más resuena entre la cancha y la cafetería. “¿Si ve? Es que nosotros nos queremos mucho”. Tanto se quieren que los reconocen como un grupo consolidado; son “los del pasillo”, una barra de amigos que, según Kevin, es inofensiva y, según el rector, a veces causa problemas.

El colegio tiene varios grupos así. Los del pasillo, los del muro, los del palo (de la cancha de fútbol). Están divididos por barrios: los de El Bolo, los de La Diez, los de La Colina. No son bandas, aunque a veces arman peleas en la entrada de la institución.

Una vez, cuenta Kevin, iba a haber una pelea fuerte, y el rector, Jaime Alberto Sierra, llegó para separarlos antes de que pudiera suce-der un grave incidente. Los muchachos se dieron la mano, se dispersa-ron y nadie volvió a tocar el tema. La tensión continuó pero no hubo peleas graves.

Una vez Kevin participó en una pelea fea. Tan fea que el equipo coordinador de convivencia lo llamó a él y a otros muchachos para “terapiarlos” y quitarles la enemistad. Los pusieron a realizar un vi-deo en el que expresaran sus puntos de vista y unas carteleras para reflexionar sobre la situación. Fue un trabajo arduo que duró más de un mes. “A fuerza de trabajar juntos quedamos de amigos con los de la pelea”, recuerda. “Nos iban a echar de la institución, pero gracias al trabajo que hicimos logramos establecer un pacto de no agresión. Nos dieron la oportunidad que en otro colegio nos hubieran negado”, se ríe con picardía. Así como esa vez, recuerda el día en que un par de niñas de bachillerato se dieron golpes y se jalaron el pelo; fue un gran escándalo, pero la solución para ellas también fue la de trabajar juntas hasta solucionar sus problemas. Luego, los profesores y estudiantes de la jornada de la mañana fueron reunidos en el auditorio y ellas les pidieron disculpas por su comportamiento. Fue un acto de nobleza.

Según él, todo eso lo hizo tomar conciencia de su papel en el colegio. Ahora está comprometido con graduarse bien y llegar a su pasión de vida. “Estoy en una búsqueda y me quiero encontrar”, re-

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flexiona hondamente con su sonrisita de niño bueno. Está escribien-

do, por cuenta propia, su proyecto de vida, pues quiere leerlo varias

veces hasta mentalizarse de que será capaz de volverlo realidad. Na-

die imaginaría que Kevin se levanta temprano los domingos en la ma-

ñana para ver el programa de televisión Actitud positiva.

Kevin Ángel es el mayor de nueve hermanos, pero no vive con

sus padres sino con su abuela. La situación económica es difícil, pero

él es optimista. Tiene una energía que hasta le atropella las palabras.

Es noviero y amiguero. Este año, en septiembre, se enamoró de Ale-

jandra, una amiga desde hace varios años. Les contó a sus amigos del

pasillo que quería pedirle “la arrimada”, y ellos le respetaron la deci-

sión. Promete que este año no le pasará lo del 2009, cuando dejó de

estudiar por andar con la novia de entonces. Él ha mejorado y ahora

hasta escribe en mil cuadernos sus pensamientos de superación perso-

nal y los anhelos que va cumpliendo día a día. Ya no es un excluido.

A veces lo señalan, pero él demuestra con su estudio y liderazgo que

todos, hasta él, pueden salir adelante. Le encanta pararse en la puerta

del colegio a la una de la tarde para ver la salida de los estudiantes:

“Son como dos ríos que se pierden a lo lejos, unos para el Norte y

otros para el Sur”.

Jairo Martínez sí que demuestra su deseo de progresar. Aunque

está en décimo grado, tiene 21 años; es el viejo del salón. Él mira el

pasado y sabe cómo llegó a estar donde está. El rector dice que tiene

dificultades de aprendizaje, pero que se esmera en cada materia hasta

superar los contenidos y obtener una buena calificación. Jairo lucha;

para él, el colegio es un frente de batalla donde debe ganarle al ene-

migo más duro: su propia lentitud.

Siempre le han gustado los animales. Cuando tenía tres años y

medio, en el tercer piso de su casa, corrió para perseguir un pollito y

cayó al suelo. Creían que iba a morir. Pero se salvó y hoy tiene una ci-

catriz gigante en la cabeza. A ese gran golpe se deben sus dificultades

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de aprendizaje y, tal vez, sus ganas de continuar y vencer cualquier

obstáculo.

Él no sabía lo que tenía, pero no se explicaba tampoco cómo era

que había perdido cinco veces el grado primero y cómo ya llevaba tres

años en segundo. Parecía que el sistema educativo estaba empeñado

en desecharlo. Pero su mamá no descansó hasta encaminarlo por un

rumbo posible. Fue así como llegó a la Escuela La Colina, hoy una de

las sedes de la Institución Educativa José Acevedo y Gómez. Allí había

maestras especializadas en niños como Jairo. Sabían que para hacerle

comprender las operaciones matemáticas y las reglas del idioma era

necesario explicarle varias veces y concentrarse un rato con él.

Desde eso han pasado muchos años. Tantos que está en décimo y

le falta un grado para convertirse en bachiller. Le encantan las clases

de artística, teatro y tecnología, pero le cuestan mucho la física, la quí-

mica y las matemáticas. Algún día quiere ser zootecnista o diseñador

gráfico. Es un fiel coleccionista del álbum de chocolatinas y sueña con

cada color de las calcomanías. Le encanta dibujar paisajes y objetos

vistosos. No le gusta que lo rechacen o lo hagan sentir bruto. Él no es

bruto, es muy inteligente, pero se demora más para aprender lo que

le enseñan. Le fastidia cuando le dicen Goofy, el personaje de Disney

que tiene una risa escandalosa y dos grandes dientes delanteros. A ve-

ces se siente invisible y se esmera para compartir con sus compañeros.

Es un incluido en un sistema que insistiría en rechazarlo.

Habla rápido porque pronto debe irse a su jornada de los viernes

en la tarde: vender empanadas con su mamá junto al parqueadero de

los buses de Guayabal. Hoy el sueño de su vida, además de estudiar,

es tener una familia de varios hijos y un carro para sacarlos a pasear.

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Institución Educativa Privada con MayorNivel de Mejoramiento

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Instituto San Carlos

En el Instituto San Carlos el transcurso de los días se vive con pasión. A los estudiantes les plantean actividades que los hacen vibrar. Cada uno tiene la oportunidad de dejar

su impronta en los proyectos escolares que buscan brindarles una educación integral. Ahí radica el éxito de lograr que ellos se asuman como los protagonistas en los procesos de transformación del colegio, que los tomen como suyos y se esfuercen por ser mejores. A esto y al compromiso de profesores, directivos y padres de familia, se debe su mayor nivel de mejoramiento.

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Un colegio sin temor al cambio

Por Andrés Felipe Restrepo

1.Detrás de las tablas de la silla se esconde una mi-

rada. Los ojos grandes y cafés aparecen en uno de los

espacios vacíos que separa una tablita de otra. Se pier-

den, provocadores y traviesos. De repente, el pequeño

Emanuel Valencia sale y mira de frente a su padrino. El

juego aún no termina. Aprovecha que están a la misma

altura y se hace detrás de él para ocultarse de nuevo. El

mayor no quiere perder, gira la cabeza a la derecha, y

el niño se aparta a la izquierda, cambian de posición y

coordinan sus movimientos como si hubieran estable-

cido un pacto que el grande rompe cuando se detiene.

Emanuel queda al descubierto y sonríe.

Otros niños se acercan para robar su atención. Uno

de ellos es Santiago González, el estudiante que pone

en aprietos a la profesora de 1.º B. Le dice algo y saca

la lengua teñida de un rosa intenso y anormal, la mue-

ve como si su paleta de fresa quisiera comérselo y la

única manera de defenderse fuera azotarla. Emanuel no

resiste la tentación, sale a perseguirlo y, justo cuando lo

va a alcanzar, alguien tropieza con su amigo, la paleta

cae al suelo y la diversión se acaba, porque en ese mo-

mento suena el timbre que anuncia el fin del descanso.

Julián Martínez, el padrino, se despide del pequeño

y se dirige al salón de 11.º E. Hoy es uno de los últimos

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viernes que le quedan en el Instituto San Carlos, luego de trece años

de arduo estudio y de compartir con los mismos estudiantes todo lo

satisfactorio y lo asfixiante de la etapa escolar. A los seis años fue

como Emanuel, también tuvo un padrino de once y, aunque ahora

no recuerda ni su imagen ni su nombre, lleva consigo la admiración

que sentía y la idea de que era grande. La única percepción que ha

cambiado es que faltaba mucho tiempo para estar en sus zapatos,

porque el futuro de entonces ya es presente y ahora él es inmenso

para Emanuel.

Las canchas quedan solas. Una paleta se derrite en el suelo mien-

tras los escolares toman asiento y siguen la jornada.

2. Las cometas responden a los impulsos de los niños que corren

queriendo elevarlas. Al principio los intentos son fallidos, luego se

bambolean en el aire y se cruzan, algunas caen aparatosas, porque

su destino suele ser accidentado y efímero, sobre todo si quienes

intentan elevarlas tienen cinco o seis años y la dirección del viento

es contraria. Pese a esto, unas se mantienen en el aire como si desde

allí sujetaran a los niños que creen elevarlas.

Es extraño lo que pasa con los pequeños que aún no saben ma-

nipular los objetos. Así como la paleta de fresa cobraba vida en las

manos de Santiago, la cometa mueve a Emanuel sin tregua. A esa

edad las cosas toman potestad sobre el control de las situaciones y

parecen autónomas a los ojos de quienes ven a los niños doblegarse

ante ellas.

Julián mira la cometa que le ayudó a hacer a su ahijado al tiempo

que conversa con Simón Galeano. Y aunque faltan pocas semanas

para presentar los exámenes del Icfes, acompañar a los niños de pre-

escolar, primero y jardín, aleja algunos momentos a los de once de

las preocupaciones por mantener o superar los resultados de las pro-

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mociones anteriores. Saben que en sus ahijados pueden encontrar un

motivo que les alegre el día, porque, como dice Julián, “ellos siempre

tienen las manos abiertas a la compañía que les puedas brindar, y es

súper bonito que cuando te ven se les dibuja una sonrisa”.

Entre las chanzas y las bromas de la adolescencia, ser padrinos

les exige responsabilidades y compromisos de los que cada vez será

más difícil escapar. Y así lo asume él, porque considera que esta ex-

periencia “brinda mucho aprendizaje, en la medida en que se debe

demostrar madurez con el niño, saberlo llevar cuando se alborota y

empieza a correr. Entonces, tengo que hablarle sin hacerlo sentir mal,

y eso me permite crecer como futuro padre”.

Pero cuando el ímpetu de los pequeños no sabe de normas, los

grandes pierden el control. Eso le pasó a Simón durante la misa en

que Santiago no quiso quedarse quieto y a pesar de que él lo sentó

varias veces, se paró y empezó a gritar con otro niño. “En esa opor-

tunidad me regañaron a mí. Sin embargo, eso no cambia la satisfac-

ción de poder explicarle algunas cosas y que él crea lo que le digo o

aprenda algo, como hoy con las cometas”.

3. Muchas cosas han cambiado durante los últimos años en el San

Carlos y los principales testigos de las transformaciones son aque-

llos que fueron ahijados y ahora cumplen el ciclo como padrinos. El

aprendizaje y las experiencias que pueden narrar hacen parte de un

proceso que aún continúa.

De la época del jardín queda la piedra que intentaban escalar a

escondidas de la profesora Luz Dary Jiménez. En los descansos, ella

todavía vigila los corredores para evitar algún desmán, y si se cruza

con aquellos a los que inició en la vida escolar, los saluda amable-

mente.

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Los recuerdos también están presentes, Alejandro Estrada, de 11.º E, les comenta a sus amigos que le gustaba mucho el espacio anterior a la remodelación del jardín, e intenta traer a la mente el nombre del perro que cuidaba el colegio en las noches y los obligaba a esconderse en el castillo de madera donde se deslizaban. Evoca, además, la diversión en los columpios, y el algarrobo y el laurel del patio central, que fueron cortados porque en cualquier momento se vendrían abajo.

Pararse en la entrada del San Carlos hoy es muy diferente a ha-berlo hecho hace una década. La fachada es otra y, si el visitante de aquella época se interesa en hacer un recorrido en la actualidad, en-contrará nuevos espacios. Nadie mejor para explicar la intención de los cambios que la rectora Diana Stella Aguirre. “Los lasallistas tene-mos un principio pedagógico que habla de los ambientes de aprendi-zaje, que ellos se deben renovar de acuerdo con las necesidades que van surgiendo, para que los muchachos puedan sentirse cómodos en espacios adecuados y haya mejores niveles académicos”.

Es por eso que se renovaron o crearon lugares como la capilla, la biblioteca, el auditorio, el set de televisión, la sala de profesores, la de dibujo, el aula taller de matemáticas y el de inglés, y los laboratorios de física, química y biología, que, según Julián, “tienen todo lo que uno puede necesitar en esas materias”.

Con la llegada del internet inalámbrico se garantizó conectividad en cualquier lugar del colegio, así que además de dotar la sala de informática habitual, se implementó una móvil, que permite acceder a la red en cualquier momento. Las nuevas tecnologías llegaron de la mano de las capacitaciones a los profesores, porque de nada sirve contar con las herramientas si no se sabe usarlas. Además, con la adquisición de la plataforma Moodle, entró en marcha el aula virtual, donde los profesores asignan y reciben trabajos, comparten informa-ción y llevan el registro de las notas. De ahí que en once la clase de biología se desarrolle por completo en la plataforma.

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Otros espacios que dan cuenta de la transformación son el blo-

que administrativo y la cafetería de dos pisos donde casi siempre

pasan los descansos Julián, Simón y Alejandro, en los momentos en

que no están con sus ahijados y quieren hablar, o cuando prefieren

dejar que los niños se diviertan en el kiosco y los juegos nuevos, unos

espacios que, probablemente, harán parte de las anécdotas cuando

sean ellos quienes tomen el lugar de los mayores.

4. A la oficina de Damaris Velásquez llegan ex alumnos de las pro-

mociones a las que ella, como profesora de lengua castellana, quiso

enamorar del buen leer y escribir. Ahora que es coordinadora de los

grados tercero, cuarto y quinto, además de venir a contarles sus his-

torias, los egresados traen una petición.

—Dama, mi ahijado debe estar en tercero. ¿Me lo vas a dejar ver?

—Dígame cómo se llama —pregunta con voz mesurada.

—Nicolás. Mirá la foto —dice el joven mientras le entrega una

imagen. Con la pista el caso es fácil. Ella trae un mosaico y juntos

inician la búsqueda.

—Este es el mío —señala el muchacho, entusiasmado. Luego de

explicarle en cuál salón puede encontrarlo, Damaris se despide.

—Vaya pues, que de pronto no lo alcanza a ver.

Para ella esta situación es un grato deja vú porque evidencia el

sentido de apropiación de los alumnos por uno de los procesos más

característicos del colegio, el padrinazgo; y que es valioso gracias a

la manera en que “ha permitido crear vínculos afectivos mediante la

formación de valores y el acompañamiento académico”, según dice

la coordinadora de los grados menores, Lina Sepúlveda.

Aunque se podría pensar que la interacción contribuye más al

desarrollo de los pequeños y no tanto al de los mayores, Damaris

explica que es recíproca, en tanto “para los jóvenes hace parte de la

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huella que dejan en la institución y les propone experimentar otro

rol. Mientras que en el caso de los niños es importante porque reco-

nocen en ellos un modelo a seguir”.

Iván Felipe Sierra está de acuerdo con ella. Como egresado del

2009 sabe que asumir el padrinazgo es “mostrarle al niño lo que

debe hacer, enseñarle con el ejemplo, y que el pequeño pueda decir:

‘yo quiero ser como mi padrino’”. Y en este caso ser similar a él sería

un gran reto, porque es uno de los estudiantes que los profesores y

compañeros recordarán por su calidez humana, excelencia acadé-

mica y entrega a la institución. Es lo que en el San Carlos se conoce

como Esfera de Oro, el título que se le concede al mejor bachiller de

la promoción.

5. Mira hacia abajo como si algún pensamiento le hubiera robado

la tranquilidad y quedara al descubierto en la fotografía. Aún tiene

cara de niño, o de muñeco si se prefiere, sus labios delgados forman

una boca sutil, pequeña; la nariz pulida lo hace ver delicado; ni

siquiera la solemnidad de su ropa consigue que luzca mayor y se

despida por completo de la niñez.

Esa imagen de Iván Felipe en el anuario de la promoción del

2009 lo revela un poco. Al parecer su cabello despierta reacciones,

por algo fue escogido en la categoría “motilado extraño”, del listado

de reconocimientos museísticos que les gusta dar a quienes van a

graduarse. Por estos días pareciera que no hubiera puesto esmero en

peinarse, pero es todo lo contrario, el caos es premeditado. En otras

fotos lo lleva más corto, hacia los lados, como un niño bueno del que

sólo se espera palabras apropiadas.

“Me atrevería a decir que somos bastante cultos y caballerosos.

Y eso hace parte de la formación integral que recibimos como lasa-

llistas: en el ámbito académico, con todos los conocimientos que ad-

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quirimos; y en el personal, gracias a la educación en preguntas como

quién eres, a dónde pretendes llegar, cuáles son tus metas, cómo

planeas lograrlas”, comenta Iván Felipe y da pistas sobre la razón de

sus triunfos.

Como representante de grado once y presidente del consejo de

estudiantes, se interesó por que su generación marcara un hito en la

vida de un colegio con 72 años de historia, y lo consiguió. “Siempre

recordaré el momento en que Diana nos anunció que éramos una

promoción ‘muy superior’”, son algunas de sus palabras en el aparte

que le corresponde del anuario. No sólo para él será inolvidable.

El resultado en el Icfes, haber ocupado los primeros puestos en las

Olimpiadas del Conocimiento, en las de física y química de la Uni-

versidad de Antioquia, y en la de Eafit, hacen que los recuerdos de

directivos, profesores y estudiantes al mencionar esa promoción sean

los mejores.

La rectora Diana Stella Aguirre siente admiración porque los

alumnos más destacados les ayudaban a los rezagados, con el fin de

que el grupo tuviera buen nivel y hacer de la promoción un orgullo

para sus integrantes y el colegio.

Damaris Velásquez, quien hizo parte del proceso, considera que

“los resultados se debieron a la acogida de las propuestas de la insti-

tución por parte de los estudiantes, al acompañamiento de los profe-

sores y al apoyo de los padres. Por eso se puede decir que es un éxito

de la comunidad educativa”.

De todas las personas que tomaron parte en esos logros, Iván

Felipe reconoce el mérito especial del anterior rector, Alberto Cano,

y del hermano Javier Vargas, jefe de desarrollo humano, quien les

transmitió una visión particular sobre lo que implica estar en once.

“Es más que simplemente terminar, es tener un compromiso contigo

mismo, con tu colegio. Ya eres como un producto terminado y vas a

salir a la sociedad para aportar”, comenta emocionado.

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Sabe que los éxitos de su promoción se deben al proceso de me-

joramiento en el que está empeñado el colegio desde el 2004, y que

empezó con la primera capacitación del equipo que iba a trabajar

en el modelo EFQM de excelencia. En aquel momento el San Carlos

definió por medio de una autoevaluación tres asuntos prioritarios

para mejorar: la comunicación interna y externa, la documentación

y sistematización de procesos, y las políticas y estrategias. Luego de

demostrar adelantos en estos temas, debieron enfocarse en otros sie-

te, y después de dos años de trabajo, de hacer seguimientos y dejar

evidencias, fueron evaluados por alguien que vino desde Bruselas y

les concedió el segundo certificado, que es el de desarrollo. Después

de este proceso se realizó otra autoevaluación para mantener lo bue-

no y seguir adelante, porque su aspiración es llegar al último nivel,

el de excelencia.

A pesar de que confían en la labor que han desarrollado, nadie

dio por sentado que la primera vez que se presentaran al Premio Me-

dellín, la Más Educada, ganarían en la categoría de mejoramiento. Ni

Damaris, que se encargó de escribir el documento, ni la rectora con

su conocimiento en desarrollo de procesos educativos, ni Iván Felipe

con todo su entusiasmo y amor por el colegio, estaban seguros. Por

eso cuando el día de la premiación dijeron Instituto San Carlos, él sal-

tó de su puesto, la rectora no supo qué hacer y el celular de Damaris,

quien veía la transmisión por televisión, no dejó de sonar. “El reco-

nocimiento nos trajo una felicidad enorme, sentimos que realmente

nuestros esfuerzos fueron reconocidos en el ámbito de la educación”,

expresa la coordinadora.

Todos saben que el camino del mejoramiento no tiene fin, que la

imperfección humana exige siempre esa búsqueda. Pero ya asumie-

ron el compromiso de seguir adelante. Iván Felipe lo tiene claro, será

lasallista toda la vida y, como representante de los egresados ante

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del consejo directivo, quiere emprender nuevos retos que hagan de

su colegio un lugar en el que niños como su ahijado se beneficien de los privilegios de estudiar en una de las mejores instituciones de la ciudad.

6. “Nosotros queremos montar una empresa de pollos”, respon-

dieron en el 2005 los alumnos de octavo cuando les preguntaron

con qué proyecto participarían en la feria de emprendimiento que

se organiza durante el segundo semestre del año en el Instituto San

Carlos. En un principio pareció una idea descabellada, porque los

grados inferiores hacían cosas como galletas de avena o microma-

ché; y décimo y once se enfocaban en artes o nuevas tecnologías.

“¿Dónde vamos a poner un corral de pollos?”, pensaban profeso-

res y directivos. Entonces, les dijeron que necesitarían un permiso de

sanidad. Y aunque creyeron que esto los haría cambiar de parecer,

los chicos consiguieron los requisitos y se dedicaron a cumplirlos. El

administrador cedió y montaron el corral en la parte posterior de las

instalaciones. Lo blanquearon y, cuando estuvo listo, compraron los

pollos.

Se organizaron para alimentarlos todos los días, inclusive, sá-

bados y domingos. Vendieron dos veces por semana patacones con

hogao, empanadas y bananos congelados, para financiar los gastos.

Así lograron mantenerlos hasta que llegó la semana en que todo el

colegio debía presentar los proyectos colaborativos. Entonces, hicie-

ron gala de su destreza para matar pollos. Los vendieron listos para

cocinar, a seis mil o siete mil pesos, bajo la marca Pollos 8, y convir-

tieron esta experiencia en una de las más recordadas, porque les de-

mostraron a todos que a veces basta creer en el poder de las palabras.

7.

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El público pasa la registradora de tubos de PVC y toma asiento

donde puede. En frente, un letrero anuncia la ruta ISC sobre dos tu-

bos que dividen el espacio. Varias sillas se ocultan detrás de un logo

de Santra. Mientras Julián, Simón y Alejandro se unen a las conversa-

ciones del grupo, se escucha una canción de música popular que se

llama Esperando el bus.

La profesora Maribel Ocampo da la orden y salen varios estu-

diantes de 11.º C a tomar sus puestos en el escenario. Suena el tim-

bre. Uno de ellos se acerca a los espectadores y empieza a decir: “La

otra vez me monté al bus y no se imaginan lo que me pasó. Les voy a

contar la historia. Al principio, cuando me monté, la primera persona

que vi fue muy peculiar. Le decían Pecueca y era el ayudante del

busero”.

—¿Entonces qué, Buñuelo? —inicia el diálogo un muchacho ves-

tido con ropa amplia, mientras se sienta al lado del conductor de

guayabera amarilla y movimientos automáticos con los que dirige

una cabrilla de videojuego.

—Qué pirobo más descarado este gordo. ¿Entonces, mijo? ¿Todo

bien?

—Bien, mucho voleo.

—¿Y ese milagro que subís sin peladas, home? —pregunta Pe-

cueca con un acento maloso que todos reconocen.

Se trata de una de las obras de teatro que realizan los estudiantes

de once para las asignaturas de lengua castellana, artística y educa-

ción física. Estas puestas en escena son herederas de haber repre-

sentado en décimo algunos capítulos de Don Quijote de la Mancha.

Y aunque sus temáticas son muy diferentes, se parecen en que ca-

ricaturizan algo. Las que inventan los estudiantes imitan la vida del

barrio, de ese mundo que los atrae. Las drogas, la prostitución y la

violencia son casi siempre protagonistas de las improvisaciones que

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hacen para robarse las risas de sus compañeros y los buenos comen-

tarios de los profesores.

A ese bus tan “peculiar”, como diría el narrador de la obra, se

monta un mecánico sosteniendo una llanta y espanta a los pasajeros

con el olor de sus axilas. Luego suben dos raperos a “traer esos temas

que vienen del barrio”, y comienzan a vociferar:

Detrás del humo estoy yo. Pues, no sé si hoy o mañana me voy.

Es lo que soy.

Eran como eso de las 9 a.m. Salí a trabarme, a entornarme en el

morro, para volverme a desayunar.

Voy a pegar un paco que llegó hoy a las nuevas neas.

Es que ahí están los tombos, mejor me escondo. Nada de azares…

Las mejores, parcero.

Las mejores, parcero. Las mejores, pito.

Oe, ñero, ¿no tiene un cuerito?

El público suelta varias carcajadas y sigue atento a cualquier sor-

presa. Entonces aparece un vendedor de dulces a doscientos pesos,

tres por quinientos, y dos hinchas del Nacional que se toman el bus

con sus banderas, aprovechando que conocen al conductor y saben

que es aficionado del mismo equipo. Mueven los trapos verdes, blan-

cos y negros, y empiezan con acento sureño a corear al ritmo del

sanjuanero:

Sírvame un chorro de guaro, sirva otro par de cerveza.

Sirva, sirva sin descanso hasta que demos la vuelta y vamos a

festejar.

Allá en la setenta, nos vamos a emborrachar.

Y así continúa la fiesta por un rato hasta que se les acaba el par-

lamento y deben ceder el turno a otro amigo del busero. Él habla de

la calentura del barrio, a lo que el conductor responde: “Qué hijue-

puta fogón”. Los asistentes sonríen y luego de tumbar a un niño que

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se pegó del bus, se monta un estudiante del San Carlos que se queda

dormido. El Nacional mete un gol y, antes de que se forme una gres-

ca, el busero les pide a todos que hagan el trasbordo al vehículo de

adelante. Así termina la obra, y los chicos miran a los compañeros en

espera de aplausos.

Casi todo el público está satisfecho; los profesores de las tres

áreas que califican el proceso, también. Para los actores temporales

fue una buena experiencia. “Un día dimos toda la vuelta en Circular

Sur y de ahí fuimos sacando cosas que nos sirvieron”, así explica el

proceso de elaboración del guión Carlos Ledesma, quien interpreta al

niño que se pega del bus. “Todo muy loco”, dice Santiago Atehortúa

para apoyar la idea.

Durante el acompañamiento a esta actividad, Maribel Ocampo

los asesora en la construcción de la historia y el guión; Albeiro He-

rrera, de educación física, en el manejo corporal; y Ronald Ramírez,

de artística, en la construcción de los personajes y la escenografía.

El último piensa que la razón por la que muchos estudiantes eligen

temáticas sórdidas es “porque por medio de esas representaciones se

acercan a una realidad que para ellos todavía es del noticiero y de

las anécdotas. Su conocimiento de dichas situaciones es desde lo me-

diático y ese es un nivel de sensibilidad básico. ¿Algún día llegarán a

pensarlo de otra manera? Espero que sí, y pienso que el arte y el teatro

pueden contribuir”.

A Julián y Alejandro, en cambio, les parece que sus compañeros

caen en el lugar común cuando abordan esas temáticas. Por eso el

primero decidió crear una obra que critica el consumismo; y el se-

gundo, una adaptación de Les Luthiers. “Nosotros no somos charros

para hacer la payasada, el ridículo. No nos sale”, dice Alejandro.

Quizá ellos son unos de esos alumnos que el profesor de arte descri-

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be “blancos, rosados como marranitos de tierra fría, y que por más

que se esfuercen no van a tener caras de malos nunca”.

Pero en este colegio todos tienen la oportunidad de hacer una re-

presentación. “En oratoria les permitimos la construcción de un per-

sonaje que encaje socialmente. El día en el que vienen con saquito

y corbatica, actúan de otra cosa que no son. Les damos la opción de

que interpreten a otro, riguroso, serio y sobrio, que en la mayoría de

los casos tampoco son. Ya pasaron la pena en teatro, ya se vistieron

de gamín, de mecánico. Ahora deben construir un personaje de en-

caje social”, explica con una sonrisa de complacencia el profesor.

8.“Tengo que pensar en cómo llegar a la gente. Estamos en un mo-

mento histórico en el que hay muchas cosas de qué hablar y no nos

podemos quedar callados”, les dice Alejandro a sus dos amigos en la

biblioteca. El tema de este año es el Bicentenario y a diferencia de la

otra vez, cuando estaba en noveno y sólo podía participar sin esperar

el triunfo, en esta ocasión quiere ganar.

De pronto se anima y les explica a Julián y a Simón que “la ora-

toria ha motivado a muchos pueblos derrotados o a pueblos que esta-

ban perdiendo. Alguien con buena capacidad de convencer a través

de su palabra los llevó a superarse. Pasó con la comunidad negra

cuando Martin Luther King pronunció su discurso I Have a Dream,

con Winston Churchill, quien, refiriéndose a la Real Fuerza Área Bri-

tánica, dijo que en la historia de los conflictos humanos nunca tantos

le han debido tanto a tan pocos. O con Alejandro Magno cuando le

hablaba a sus tropas. Si alguien tiene la oportunidad de decir algo im-

portante, sabe cómo decirlo y lo dice, eso puede cambiar el mundo”.

La única vez que ha participado como orador, Alejandro preparó

su discurso sobre la Segunda Guerra Mundial. Eligió el tema porque

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lo conoce bien y cree que muchas situaciones actuales tienen origen

en los acontecimientos de ese periodo. La elaboración de su texto le

tomó meses en los que cualquier momento servía para anotar una

idea que se le venía a la mente. Durante ese proceso recibió las su-

gerencias del profesor de Lengua Castellana Harold Covaleda, sobre

modificaciones a la estructura del texto y la manera de dirigirse al

público.

Después de acoger las recomendaciones y de vencer sus propios

temores, llegó el momento de vestirse como hombre adulto. Sin em-

bargo, no consideró apropiados los pantalones de su papá. Ni grises,

ni cafés, los quiso negros y no tan clásicos. La camisa que eligió fue

azul, no usó corbata; y aunque le quedó grande y más que saco pa-

recía gabán, aceptó ponerse la prenda que le prestó un compañero.

“Recuerdo que llovía, yo tenía el frío concentrado en las manos.

Cuando el maestro de ceremonia me anunció y subí al escenario aún

tenía nervios, pero empecé a hablar y otra vez sentí un calorcito.

Tenía la estructura de mi discurso en la cabeza, y el texto reposaba

en el atril, me desplacé por el escenario la mayor parte del tiempo,

sólo volvía al mueble para mirar citas, y aunque hubo momentos en

los que me olvidé de lo que había planeado, siempre tuve presente el

orden y eso me permitió dar un discurso fluido”.

Algunos espectadores consideraron que su presentación debió

premiarse entre las tres mejores, pero él es consciente de que en no-

veno los invitan para permitirles foguearse, y que los alumnos de diez

y de once tienen más experiencia y preparación, por eso cree que en

octubre será el momento oportuno. “Ese día haré partícipe al público

de mis pensamientos y emociones, con tan sólo verme y oírme”.

9.

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Julián se despierta a las 5:30 de la mañana. Aunque entra a las

siete y vive cerca del colegio, casi siempre se levanta a esa hora por-

que se pone a pensar en cualquier cosa, como en las fotos que les

están tomando a los de once con motivo de los grados o en la novela

que escribe por esos días. Además, arregla el cuarto antes de salir,

así que necesita tiempo suficiente para hacer tantas cosas y nada a

la vez.

Sale de casa sin desayunar porque no siente hambre en la ma-

ñana. Como tiene minutos de sobra, se va caminando por la avenida

ochenta. Las sudaderas verdes se mueven presurosas, nadie quiere

llegar tarde y ser anotado en la planilla de seguimiento.

A las siete en punto ya está en su puesto. Escucha la oración

de la rectora y después inicia, al igual que todo el colegio, el plan

lector. Por estos días leen Crimen y castigo y Los nuevos centros de

la esfera. A Julián le gusta William Ospina porque considera que es

crítico de la realidad del país y cada vez que lo lee encuentra algo

interesante. Nunca se enamoró de Harry Potter, en cambio lo hizo

de Abzurdah de Cielo Latini, quizá porque su protagonista es más

cercana a la realidad adolescente y la fantasía en este momento de

su vida es cosa de niños.

Julián pasa las hojas, Simón y Alejandro también. Buscan cosas

diferentes en las mismas lecturas, en las mismas clases: sus propias

certezas sobre el futuro que tienen en frente. Por ahora quieren ser

comunicador, ingeniero de diseño y arquitecto.

10. El sonido del timbre llama al descanso. Emanuel se esconde, otro

niño le ayuda a Julián a encontrarlo, salen del salón y caminan por el

corredor. La algarabía aumenta, los pequeños se mueven más rápi-

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do, buscan algo en qué entretenerse y si no se apuran, otros pueden tomarles la delantera y ocupar los juegos.

El niño que hace de guía ve a Emanuel y se adelanta para alcan-zarlo. Ahora Julián los ha perdido de vista. Sigue al frente por intui-ción. De repente, el otro pequeño aparece a su encuentro y señala al ahijado que como las otras veces es descubierto. Se acercan y el mayor saluda. El niño no contesta, sólo sonríe y vuelve a escabullirse, es su juego de hoy.

Después de ese momento Julián piensa en el olvido. Quizá cuan-do Emanuel esté en once sólo tendrá vagos recuerdos de estos mo-mentos, así como ahora él no conserva en la memoria la imagen de su padrino. Pero para eso estará el anuario de la promoción 2010, que quizá será guardado con el mismo cuidado con que ahora se atesoran los de años pasados. Aunque si lo piensa bien, él no ha buscado a su padrino en los anuarios de la biblioteca, así que en una década Emanuel tampoco tendrá por qué hacerlo.

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Distinciones a ExperienciasSignificativas

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Octavio Calderón Mejía

I. E.

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Aprender haciendo, aprender investigando, aprender leyendo, aprender del otro, aprender con el otro, aprender del entorno, aprender jugando… Principios del

modelo pedagógico Escuela Nueva, que esta vez no fue aplicado en un colegio rural, sino en uno urbano, la Institución Educativa Octavio Calderón Mejía, del barrio Campoamor. Allí, con guías de trabajo y aulas didácticas, los niños, niñas y jóvenes aprenden que el trabajo colaborativo y la autonomía son valores educativos para toda la vida. A estas alturas, esos principios de la Escuela Nueva bien pueden ser ejemplo para todo el sistema escolar.

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Escuela nuevaPor Camilo Jaramillo

Sentada sobre su silla, detrás de su escritorio, en

la rectoría de la Institución Educativa Octavio Calderón

Mejía, Claudia llora. Llora mientras dice: “Cuando me

vaya de aquí no me voy a despedir. Es que yo dejo el

alma en este lugar y me va a dar muy duro una despe-

dida”.

Luego mira hacia la ventana. Se queda en silencio

un rato. Afuera cae una lluvia leve que hace correr a los

transeúntes. Nubes color humo cubren el cielo y un sol

pálido, que no calienta, se esconde detrás.

Ella, Claudia María Holguín, es la rectora de esta

institución. Lo ha sido durante los últimos quince años;

es decir, prácticamente desde que este centro educativo

comenzó sus actividades. Lo ha visto y lo ha hecho cre-

cer; ha gestionado, ha educado, ha corrido de aquí para

allá para levantar cada muro, para traer cada avance.

Ha visto cómo lo que era una escuelita pobre se ha con-

vertido en este establecimiento de calidad, reconocido

en el 2008 como la mejor institución educativa oficial

de la ciudad. Ha reído, cada día; ha llorado, como aho-

ra. Ha contado con cómplices, muchos: padres de fami-

lia, estudiantes, profesores, instituciones. Y entre tantos

ires y venires, ella, siempre, ahí.

“Ahora, lo que más espero es que luego de irme

esta institución continúe con el modelo Escuela Nueva;

que no deje de ser un laboratorio, que siga con la estra-

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tegia. De lo contrario es como si todo lo conseguido se fuera al piso”. Y no para de llorar.

* * *Cuando Claudia habla de Escuela Nueva, se refiere a un modelo

de educación que comenzó a ganar fuerza en Colombia en la dé-cada del ochenta. Un modelo que a su vez significa un cambio de pensamiento, de paradigmas. Porque en la Escuela Nueva el maestro no es el centro, el poseedor absoluto del saber. Tampoco lo son los libros. Lo es el alumno con sus inquietudes, con sus preguntas, con sus saberes previos, con su capacidad de diálogo con otros alumnos y con su entorno. En la Escuela Nueva el maestro es un facilitador, al-guien que guía. Pero no un repetidor, no un ente que trata de que los estudiantes memoricen y se mantenga ahí, pasivos, mientras él habla.

En la Escuela Nueva el trabajo en equipo es fundamental: el ver-se las caras, el discutir con el otro. Se trata de que el estudiante apren-da a su ritmo, aprenda haciendo. Se trata de que investigue, pregunte, interactúe, experimente.

Se trata, en fin, de hacerlo partícipe en su aprendizaje, de con-vertirlo en líder. Un ser despierto sediento de saber.

* * *Un pequeño experimento, como ejemplo:Hace años, un lunes, a Claudia le dio por esconder las tizas. Una

a una, todas las tizas en la institución. Y cuando un profesor llegaba hasta donde ella a decirle que cómo iba a hacer para dar su clase si la tiza era una herramienta que consideraba indispensable, casi una extensión de su mano, ella respondía: “Sea recursivo”.

Así que, en esa semana de ensayo, al profesor le tocaba ingeniar-se talleres, actividades didácticas, discusiones grupales: salidas inteli-gentes para no estar, como antes, escriba y escriba en el tablero. Ha-ble y hable luego sin parar. “Y lo curioso —recuerda Mónica Ospina, docente de química— es que al terminar la semana nos dimos cuenta de que habíamos tenido unas clases más amenas, más creativas, me-

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nos magistrales; que habíamos charlado más con los estudiantes, que habíamos enseñado mejor”.

“Es que la visión de un maestro de sólo lengua, tiza y tablero está mandada a recoger”, dice Claudia. Y de ahí, de esa convicción, parte su amor por la Escuela Nueva.

* * *Un amor que le llegó sin buscarlo, como suele suceder con ciertos

amores. Ella, de 23 años entonces, era jefe de núcleo en Andes, en el Suroeste antioqueño. Había estudiado Licenciatura en Administración Educativa en la Universidad de Medellín y se había presentado al primer concurso de directivos docentes que se hizo en el departamento. Aunque su sueño era ser profesora de una escuelita rural, su alto puntaje en el examen la llevó a ejercer ese cargo: jefe de núcleo.

Estando allí, lejos de su casa en Medellín, aprendiendo a coordinar maestros y levantar escuelas, llegó una convocatoria para capacitar a los docentes de colegios rurales en el modelo de Escuela Nueva.

“Y yo, sin ser profesora, me inscribí, porque estaba convencida de que un directivo que no aprenda igual que sus maestros no va a hacer una eficiente gestión escolar”, dice, veintitantos años después.

Fueron 17 días de capacitación. El plan desde el Gobierno Na-cional era llevar la Escuela Nueva a las áreas rurales del país, pues su modelo, entre otras cosas, permitía a los docentes atender varios grados a la vez, lo que resultaba económico y eficiente, sin perder calidad.

“Fue una revelación muy bonita para mí. Algo que no me habían enseñado en la universidad ni en la normal —cuenta Claudia—. La Escuela Nueva me impactó porque les daba a los niños esa voz que en la escuela tradicional no se escuchaba. En la escuela tradicional sólo habla el maestro; en la Escuela Nueva el niño participa. A través de un documento, llamado guía de aprendizaje, el niño sigue una instrucción, se le pregunta por lo que sabe, se le dan nuevos conoci-mientos y se le orienta para la aplicación de estos, con la recomen-

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dación de hacer partícipe a su familia, de salir al campo, de traer

ciertas maticas, de observar la vaca, de observar en la noche cuántas

estrellas ve, de hacer partícipe en el conocimiento a su comunidad,

a lo que lo rodea. Así, esos saberes se ven compartidos y se le hacen

menos densos y menos memorísticos. Es aprender observando, mani-

pulando, haciendo”.

“Y no sólo eso —recuerda—. La Escuela Nueva planteaba el tra-

bajar en grupos, por lo que se dejaba atrás esa alineación en fila de

los pupitres en el salón y se pasaba a una distribución tal en que los

alumnos pudiesen verse a las caras. Entonces surge otro principio: el

trabajo colaborativo, saber compartir con el otro lo que estoy hacien-

do, sentarme con el otro y ser capaz de aceptar sus ideas, ser capaz

de complementar las ideas mías con las suyas para crear proyectos”.

Desde entonces, Claudia se convenció de la eficacia del mode-

lo, y cada vez que visitaba una institución rural —pues era parte de

su trabajo— buscaba que se aplicaran los principios de la Escuela

Nueva, entre los que está también contar con ambientes escolares

en los que el estudiante disponga del material didáctico necesario

para desarrollar sus actividades, así como una fuerte relación entre la

escuela y la comunidad.

Vinieron otros pueblos para ella, gracias a su trabajo: Hispania

—cafetero, cálido—, Frontino —minero, selvático, en cierta parte ru-

ral— y Fredonia —cuna de Rodrigo Arenas Betancut y don Efe Gó-

mez—. Vinieron viajes en mula, durante días, hasta escuelitas perdi-

das en la manigua y la pobreza; años de aquí para allá. Y en cada uno

de estos lugares, de a poco, iba viendo cómo crecía el modelo, cómo

funcionaba. Veía niños más participativos, una interacción más acti-

va entre la escuela y su entorno.

Hasta los lenguajes cambiaban. Ya el maestro era visto como un

facilitador, el rector como un gestor y las aulas de clases pasaban a

ser Centros de Recursos de Aprendizaje, CRA.

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“Incluso la idea de trabajar cambiaba con el lenguaje. Porque el trabajo se deriva de la traba, de trabar, de enredar, de hacer algo pe-sado. Pero si yo voy a mi espacio a laborar, a crear, a hacer, a formar parte de soluciones, a construir con esa comunidad, no se vuelve pesado”, dice.

Y desde entonces, en aquellos años de viajes, se preguntaba, ¿y por qué este modelo no se lleva a las ciudades? ¿Por qué no en ba-chillerato?

* * *—Cuando termine, voy a hacer un dinosaurio —dice uno de los

niños. Son casi las tres de la tarde y los pequeñines revuelven y revuel-

ven. Parece una clase de culinaria, pero lo que preparan no termina-rá en la boca sino en las manos. En vasijas plásticas de colores han mezclado sal con harina y algo de agua: la fórmula casera para hacer plastilina.

—Me gusta más así, que aprendan a hacerla en vez de traerla hecha —dice Luz Stela Pérez, su profesora—. Así, cuando lleguen a sus casas practican con sus papás, les enseñan a ellos.

Son los niños de 1.° A de la Institución Educativa Octavio Calde-rón Mejía, y esto que está en sus vasijas, que ahora parece una sopa blancuzca, terminará siendo, al cabo de una hora y sus habilidades con las manos, casas en miniatura, perros color púrpura, avioncitos de harina y sal…

—Cuando termine, voy a hacer un buñuelo —dice otro. Están sentados en mesas hexagonales; es decir, seis niños por

mesa, que conversan y ríen mientras baten.Entonces, uno de ellos se acerca a mí y me dice:—Yo soy Sebastián y soy el líder de asistencia. Y otro, al ver la presentación del primero:—Yo soy Mateo y soy el líder académico. Y uno más:

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—Mi nombre es Tomás y soy el líder ambiental. Lo dicen con orgullo, aunque sólo sean niños de seis años. —Desde ya van asumiendo roles, responsabilidades. En la Escue-

la Nueva el estudiante es líder —explica Luz Stela. Así, en cada grado, aparte del presidente de la clase, cuentan con

otros líderes: deporte, académico, asistencia, logística, ambiental, bi-blioteca, convivencia, cada uno con responsabilidades concretas.

—Porque quiénes mejor que ellos mismos —me contaría Mó-nica Ospina días después— para mediar en sus conflictos y así en-señarlos a ser mediadores y no incitadores. Por eso está el líder de convivencia. Y está el líder ambiental, para recordarles el trato con el entorno, y el de logística, responsable del manejo de los equipos, y el académico, pendiente del rendimiento de sus compañeros. Y así cada uno. Son liderazgos que promovemos acá en la institución, que adaptamos a nuestro contexto.

No necesariamente son los estudiantes más destacados acadé-micamente hablando, ni los mejores deportistas, ni los más tesos en computadores. Simplemente deciden asumir un cargo, se postulan y se someten a votación.

—Yo llegué aquí y no pensé que ellos se lo tomarían tan en se-rio —me diría Juan Camilo Loaiza, docente de inglés y español en bachillerato—. Cuando llegué, hace unos cinco meses, decía: Juan Esteban, por favor para unas fotocopias, y ellos: ‘no, el encargado de eso es el líder de logística’, y él iba y me decía: ‘Camilo, yo soy el líder de logística y lo que tenga que ver con fotocopias me lo tiene que decir a mí’, entonces él va y saca las fotocopias, pide la plata y las reparte. Igual con los demás liderazgos, muy comprometidos.

—Yo reviso la lista y le digo a la profesora quién faltó —me dice Sebastián, el primer pequeñín que se presentó.

Alrededor, el salón continúa en esa suerte de alquimia que, una vez se le agreguen algunas gotas de anilina —último ingrediente en esta receta—, terminará en decenas de formas llenas de color.

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—Cuando acabe voy a hacer un elefante rojo —dice uno más. Aunque, para ser exactos, no debería decir salón sino Centro de

Recursos de Aprendizaje. La diferencia está en que en el CRA los estudiantes encuentran los implementos a la mano, la dotación nece-saria para sus actividades pedagógicas.

Tienen televisor, computador, dvd, grabadora: por si hay que es-cuchar canciones, por si hay que ver películas, por si hay que buscar en internet. Si la clase es de artística, como la de hoy, ahí están los vi-nilos, los papeles de colores, el pegante, las pastas con formas de flor (para poner sobre el papel); están los ábacos y las formas geométricas en madera para ayudar en matemáticas; enciclopedias y revistas lle-nas de dibujos, de aviones, de mundos, por si la clase es de huma-nidades; hay tablillas, hay periódicos para recortar, hay armatodos. Hay un estante en madera que ocupa toda una pared, con todo esto que hay.

—Es llevar los recursos adonde están los estudiantes. Y en cada salón es así —dice la profesora.

En la pared del fondo está el correo de amigos: un sobre por cada estudiante, pegado a la pared, con su nombre y su foto encima. Se trata de un espacio en el que los estudiantes depositan cartas o dibu-jitos para sus compañeros. Al final de la semana van hasta al correo y revisan qué les pusieron en su sobre.

—Cuando termine voy a hacer una empanada —dice otro pe-queño de ojos claros.

Se supone que en la Escuela Nueva las paredes hablan, y no se equivocan quienes lo dicen. Es este un salón lleno, y no porque haya cuarenta niños sentados en mesas hexagonales aún batiendo; también lo es porque no son pálidas las paredes, ni despobladas. Hay rojos y amarillos por todas partes, hay azules, hay rosados, hay soles. Están todos los implementos que ya se mencionaron, y más: las carteleras con las fechas de cumpleaños, un buzón para escribirle inquietudes a la profe, frases de superación. Es un lugar vivo que per-

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mite agarrar cosas, jugar, sumergirse en libros, aprender según ciertos intereses y según el ritmo.

No es una anarquía, ni mucho menos. Es respetar los intereses, las velocidades, pero sabiéndolos conducir. Para ello están las guías de aprendizaje: textos que permiten que el estudiante vaya paso a paso por cada tema.

Son, quizás, la herramienta más valiosa de la Escuela Nueva, la bitácora que lleva al conocimiento.

En este texto, dividido en cuatro partes, se comienza por conocer los saberes previos del estudiante. Es decir, antes de empezar con cada tema, se le pregunta qué sabe, luego se afianzan conceptos y se pone en común un nuevo conocimiento. Esa es la parte A de la guía, llamada actividades básicas.

La parte B son las actividades prácticas. Lo que se busca aquí es afianzar ese conocimiento recién adquirido. En esta parte se sugieren otros diálogos en el grupo, que todos argumenten lo aprendido; es donde se busca que los estudiantes utilicen los recursos del CRA, que naveguen en internet, que salgan a la calle y observen, que comple-menten el tema; es donde se motivan ejercicios en grupo e indivi-duales.

La parte C son las actividades de aplicación. Aquí se busca con-textualizar al estudiante con su realidad. Es decir, que aplique lo aprendido a su vida, que lo reflexione, que lo dialogue en familia, en comunidad.

Y la parte D es de recuperación o profundización. Si al estudian-te le queda claro todo lo visto en las tres partes anteriores, se le dan nuevas herramientas para que se sumerja más en el tema, para que vaya más allá; si no, se repasa sobre lo visto para que le quede claro. Es en esta parte donde también se autoevalúa y se lleva un control.

Días atrás, por ejemplo, estos chiquitines (que ya casi terminan y cuya sopa blancuzca ha ganado solidez) estaban aprendiendo sobre los animales, entendiendo que hay algunos carnívoros, otros herbí-

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voros, ovíparos y así: que algunos viven en el agua, otros en tierra y unos más, afortunados, vuelan.

Entonces la guía, llamada “Los animales y yo”, partía por pregun-tarles qué animales conocían, cómo se comportaban (decir que la vaca es herbívora y hace muuu), apoyados en gráficas, comentando entre ellos.

Luego, continuaba mostrándoles eso: que hay animales domésti-cos, selváticos, que algunos pican, otros muerden, y ciertos, veneno-sos, parasitarios, pueden perjudicar nuestra salud.

Entonces se les proponía hacer dibujos, ejercicios de compara-ción, se les mostraba videos, cantaban una canción que hablaba de animales y que, en el fondo, les demostraba que sí: que los hay de muchas clases.

Llevaron, asimismo, ejercicios para sus casas, preguntas para sus papás. Observaron qué animales había en el barrio, cómo eran, de qué especie.

Y sin darse cuenta, de una manera guiada, juguetona, compren-dieron.

—En la unidad nos vamos demorando de acuerdo con el ritmo de los chicos. Si yo veo que ellos están muy encarretados, pues sigo, profundizo. Si no, me busco otra área. Siempre es al ritmo de ellos, del trabajo en equipo, que estén constantemente aprendiendo ha-ciendo —dice Luz Stela.

Si bien algunas guías para la primaria las proporciona la Funda-ción Escuela Nueva Volvamos a la Gente, de Bogotá, la mayoría, así como todas las de bachillerato, parten de un ejercicio de los docentes por adaptar los temas de su clase a esta otra forma de actuar, de pen-sar. O sea, pasar de sus clases magistrales, tradicionales, a un modelo paso a paso, que invite a la discusión, a trabajar en equipo, y cargado de ejercicios prácticos que tengan que ver con su entorno.

Es hacer digerible la tabla periódica, el precio interno bruto, el verbo to be…

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Así, cuando llega un profesor nuevo a la Octavio Calderón Mejía

lo primero que le toca es entender que aquí la cosa es diferente.

—Algunos se asustan —dice Mónica Ospina—. Partiendo por

esto: que las mesas sean hexagonales y el maestro no sea el centro de

atención, que aquí no es simplemente usar tiza y tablero. Preguntan

qué es eso de las guías, cómo así que líderes. Y luego viene toda la

capacitación, el explicarles el modelo, sin ser impositivo, sino propo-

niéndoles que observen el trabajo de sus compañeros y que comien-

cen a crear sus guías, que no las vean como un simple taller. Porque

no lo son. Son instructivos que buscan que el muchacho entienda y

se relacione con los demás compañeros y los elementos del CRA; que

buscan que sea autónomo.

Una de las ventajas de este modelo es que si el maestro no está,

los estudiantes pueden seguir con su aprendizaje por medio de las

guías: leyendo bien, siguiendo las instrucciones.

—Y aun así uno se siente mejor profesor —dice María Isabel

Arredondo, docente de inglés—. Siente que, al no estar uno todo

el tiempo hablando y escribiendo en el tablero, sino los estudiantes

trabajando, se tiene más tiempo para dialogar con ellos, para revisar

mesa por mesa sus avances. Ellos, aquí, son los protagonistas.

—Ahora lo voy a hacer a usted —dice uno de los pequeños.

Han terminado. Ya la masa tiene anilina y sí: es plastilina. Plas-

tilina de colores. Maleable plastilina con la que empiezan a cumplir

lo prometido: a hacer buñuelos, elefantes rojos, avioncitos de harina

y sal: su mundo.

Luz Stela observa, ayuda a los que les falta poco, y me dice:

—Yo trabajaba en una escuela rural y me tuve que venir por la

violencia. Llegué a Medellín y me enviaron a una escuela tradicional,

y me costó mucho adaptarme, porque yo venía del modelo Escuela

Nueva y volver a ver a los niños en fila, esperando que uno hablara

todo el tiempo, ya no era para mí. Averigüé bien si había en Medellín

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algún colegio con el modelo Escuela Nueva y sólo lo encontré aquí,

en la Institución Educativa Octavio Calderón Mejía.

* * *

Hitos. Así los llama Claudia. Es decir, momentos que la marca-

ron, que fueron fundamentales para la historia suya y la de esta insti-

tución. En este caso, hechos de dolor que, no obstante, la llenaron de

valor para levantar esto que ahora es su alegría.

Luego de diez años como jefe de núcleo en distintos municipios

de Antioquia, Claudia sentía que ya era momento de tener lo que

siempre quiso: una escuelita, y allí, ser maestra. Así que regresó a

Medellín y le asignaron una institución de primaria, recién nacida y

prácticamente desconocida: la Octavio Calderón Mejía. El cargo de

Claudia era ser rectora y profesora para el grado segundo.

Era 14 de junio de 1995 cuando llegó por primera vez a esta

escuela, acompañada por su mamá. Entonces surge el primer hito. Al

ver lo que era esta institución —una instalación pobre, empantanada,

con techo de eternit y pupitres destrozados— su madre le dijo: “Mija,

no se venga para esta pocilga”.

Y estas palabras la lastimaron, porque, en el fondo, Claudia esta-

ba feliz de cumplir lo que quería.

Días después, al salir de su trabajo, se encontró con uno de sus

estudiantes llorando en una acera. El chico se había peleado con otro

muchacho de un colegio cercano. Cuando la rectora le preguntó el

porqué, él respondió: “Es que ese pelao me dijo que mi escuela era la

más fea de la zona, y yo tenía que defenderla”.

Claudia lo abrazó, lloró con él y le prometió hacerle la mejor

institución que pudiera. Ese fue el segundo hito.

El tercero fue darse cuenta de que las amenazas de los padres de

familia del barrio para los niños que se portaran mal era enviarlos a

estudiar a la mencionada escuela. “Si me pierde el año, lo meto a la

Octavio”, les decían a los niños.

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Y el último suceso cortante fue darse cuenta de que en la recién publicada historia del barrio (que incluía referentes de la actualidad) no aparecía la institución, no se mencionaba: no valía la pena.

Así que puso manos a la obra. Hizo lo que debe hacer un ges-tor: convocar, formular proyectos, tocar puertas. Había mucho por trabajo por delante. Lo primero era cambiar los pupitres y las puertas, cambiar el techo, mejorar los servicios sanitarios.

Con ayuda de los padres de familia, realizaron convites para ha-cer las primeras mejoras. Y así, entre todos y yendo de oficina en ofi-cina pública, consiguieron los primeros recursos para irle cambiando la cara a esa escuela del barrio Campoamor, en el Sur de la ciudad. Una escuela de una sola planta, cinco salones, 176 estudiantes y un aula que era a la vez secretaría, rectoría y sala de profesores. Sin biblioteca, sin restaurante escolar, sin laboratorios, sin vigilancia, sin auditorio… Lo que viene entonces es una lucha constante por mejo-rar los espacios, por conseguir cada cosa.

Cambiaron los uniformes, compraron pupitres y mejoraron el mobiliario en general, lograron que construyeran una nueva planta de tres pisos, rampa para discapacitados, salas de sistemas, biblioteca y un buen número de transformaciones que de a poco y año tras año le han dado otro color a esta institución, hasta el punto de que sea im-posible desconocer el avance estructural. Basta con comparar las fo-tos: de esa instalación deficiente en 1995 a esta institución de calidad.

Sin embargo, desde un principio estaba claro que no servía de nada mejorar el ambiente físico si todo esto no iba correlacionado con un trabajo constante por impartir una mejor educación. Así que cuando, en 1997, le propusieron a Claudia que su institución fuera una de las primeras en el país en probar el modelo Escuela Nueva en el área urbana, no lo dudó. Les dijo a sus maestros: “Ensayemos, ca-pacitémonos, disfrutemos lo aprendido y, si nos gusta, apliquémoslo”.

En otros 17 días sus maestros aprendieron los principios de la Escuela Nueva. Y sí, les gustó. Al año siguiente la Octavio Calde-

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rón Mejía era la primera institución urbana de Medellín en aplicar el modelo. Un modelo que ya había demostrado su eficacia en el área rural, tanto así que en 1989, esta reforma, en Colombia, había sido seleccionada por el Banco Mundial como una de las más exitosas en los países de desarrollo.

A la par de esto, la institución iba abriendo grupos para bachille-rato y gestionando toda la dotación de los CRA.

Entonces, con la institución consolidada en la zona y marchado a buen ritmo, comienza a surgir la inquietud por extender el modelo de Escuela Nueva hasta el bachillerato. Una apuesta que en Colom-bia no se había hecho, pues se pensaba que era difícil adaptar los contenidos básicos de un estudiante de estos grados al estilo de las guías. O sea, cumplir con los preceptos del Ministerio de Educación y al mismo tiempo ser Escuela Nueva. Fueron meses de discusión entre maestros, de argumentar por qué podía funcionar, de trabajar sobre el papel para crear las guías.

—Al fin de cuentas —dice Claudia ahora—, los principios de la Escuela Nueva son hasta para la vida: trabajar en equipo, respetar las ideas de los demás, tener capacidad de observación, cambiar el lenguaje frente a ciertas cosas. No es para lo rural, no es para lo urba-no: es para la educación de los niños y jóvenes de todo el país. Es la oportunidad que nos están dando para hacerlos diferentes, para cam-biar esos roles que ya llevan decenas de años: lengua, tiza y tablero. Es el momento de hacer las cosas diferentes pero contemplado como un proceso permanente, del diario vivir y convivir.

Así que lo hicieron: se convirtieron en la primera institución edu-cativa con bachillerato en implementar el modelo Escuela Nueva en el país. La única hasta el grado once, todavía.

—Comenzaron a llamarnos “el laboratorio de Medellín” —dice Claudia.

Al mismo tiempo, se siguieron gestionando recursos para una mejor dotación de los CRA y se amplió la educación hasta la media

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técnica, gracias al Sena, con posibilidad de continuar la carrera téc-nica y tecnológica. Se dotaron los CRA con computadores y se instaló un aula de inglés.

Nada mal, para una institución aún joven. De hecho, bastante bien, al punto de ser reconocida en el 2008 en el Premio Mede-llín, la Más Educada como la mejor institución educativa oficial de la ciudad, y en el 2009, dentro de este mismo premio, con el reco-nocimiento a la experiencia significativa por la implementación de la guías de aprendizaje como un modelo para transformar realidades.

Desde entonces no han parado las visitas a la institución. Gesto-res docentes de varias partes del país, de Panamá, de Vietnam, de Bo-livia, de Guatemala, de Estados Unidos, de Escocia, entre otros, han ido hasta el barrio Campoamor para ver cómo es que enseñan allá, qué es eso tan bueno que se cocina en esas aulas. Porque el modelo Escuela Nueva, creado en Colombia, tiene como modelo de eficacia a la Institución Educativa Octavio Calderón Mejía.

Y al decir cosas como esas, inevitablemente, los ojos de Claudia se vuelven a encharcar.

* * *Pero Claudia no es la única que llora. Johana, una estudiante

del grado once, también. Llora cuando se le menciona la idea de su graduación ya próxima, de dejar atrás esta institución. “Es que yo era un cusumbo solo —dice entre lágrimas—. Yo iba de colegio en co-legio y no me amañaba, no lograba hacer amigos. Hasta que llegué aquí y me di cuenta de que podía ser líder, realizarme como persona. Ser alguien. Era un lugar que me permitía opinar, decir quién soy, y comencé a ingresar a todos los grupos del colegio, al Grupo Élite, al de Medellín Digital. Pensar ahora que me voy a ir me hace sentir una cosa en el pecho, una tremenda nostalgia.

Alrededor, todo está lleno de risas, de gritos, de voces que can-tan. Es 17 de septiembre y la Octavio Calderón Mejía celebra el día del amor y la amistad. Así que hoy no hay clases ni nada de eso. Hoy

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es de fiesta e integración y los muchachos vienen de ropa de calle, con una bolsita en la mano llena de dulces para el momento del “descubrimiento”.

De alguna parte sale una canción de los ochenta. Cada grupo es libre de decidir qué hacer este día, si juegos en el patio o un baile o una charla grupal. Por lo pronto, el colegio es un enjambre colorido, revoloteante. Es el día para traer pelucas, gafas de marco fucsia que tapan la mitad de cara, gorritos de marinero o cualquier exuberancia. Es el día para decir qué les gusta de sus compañeros, qué les gusta del amor y la amistad.

En el patio unos chicos juegan al “pescadito”. Se toman de las manos por parejas, hacen una fila y forman una especie de red de brazos. Entonces un muchacho se lanza sobre la red y ellos lo hacen saltar, como un pez fuera del agua. Cerca, los más chiquilines toman la leche de hoy, otros corren y algunos más saltan en la rayuela. Una virgen azul, en un extremo del patio, mira impávida el correr del día.

Todo el segundo piso está lleno de corazones. Corazones de mil colores con frases en su centro. Algunos dicen: “amor es vida”, “amor es unión” “amor es honestidad”; otros recuerdan que la amistad es como la fosforescencia: resplandece mejor cuando todo se ha oscu-recido; unos más dicen “La amistad no se agradece: se corresponde”. Y otro: “La amistad es como tu salud: nunca nos damos cuenta de su verdadero valor hasta que la perdemos”.

Hay globos inflables por todos lados, hay chicos con peinados raros, hay mujeres que chupan su bombombum y hablan de naderías mientras el tiempo pasa; hay un chico que toca una guitarra en un pasillo.

Quizás no se den cuenta, quizás sí, pero aquí, en estos años de acné y de amigos, de juegos infantiles y maestras de faldas largas, están pasando la mejor época de su vida.

Abel, otro muchacho de once, dice: “Muchos acá estamos desde la primaria y hemos visto crecer este colegio parejo con nosotros.

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Cada año había un avance nuevo: más computadores, una sala de

inglés. Luego empezaron con el cuento de las guías en bachillerato,

y fue genial, porque desde el principio del año nos entregaban un cd

con todas las guías de todas las materias, así que uno no tenía que

comprar libros y sabía cuáles era los temas de todo el año, la forma

de trabajarlos”.

En la rectoría la cosa no es menos calmada. Claudia de aquí para

allá, contestando el teléfono, atendiendo a un muchacho, saludando

a los maestros. Ella es así: inquieta. Es esa clase de personas que se

levanta temprano y se acuesta tarde, y que todo el día está en movi-

miento. Pero lo hace con dicha, se ve. Cada tanto, ríe a carcajadas

por un chiste malo o por una ocurrencia de un niño. Es una mujer que

abraza, que da besos en la mejilla al visitante, que abre las puertas de

su rectoría. No cuesta entender, viéndola así, cómo logró gestionar

el avance de este colegio. Tanta energía, bien canalizada, tiene que

terminar en algo bueno. “Y uno termina por dejar el alma aquí”, dice.

La mañana pasa rápido y al final los chicos se “descubren”. En-

tregan su presente a su amigo secreto y dicen qué les gusta de él.

Luego celebran bailando o cantando o en una dinámica más, antes

de la despedida.

Poco antes de la una, salen del colegio, atiborrados de dulces y

felices por un día de “relajo”.

Es el turno ahora para los maestros y el personal administrativo.

Ellos también tienen su día de amor y amistad y en el comedor los es-

pera un almuerzo de arroz con pollo y verduras, y torta y canciones,

cortesía de la institución.

Antes de comer, la rectora habla, les recuerda que los quiere,

que son su familia y que en la Octavio Calderón Mejía “ser mejor es

un estilo de vida”.

Les pide perdón por sus errores, por sus defectos, y les pide que

le ayuden a superarlos.

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Entre canciones de Tormenta y Roberto Carlos, que suenan de fondo, todos comen. Es un bonito presente para hacerlos sentir parte de algo, de esto que es esta institución.

Un maestro dice: “Lo primero que me cautivó de este colegio fue la sonrisa de Claudia y de Mónica cuando llegué”.

Echan chistes, hablan de todo. Unos más terminan cantando en karaoke las canciones de Ángela Carrasco.

Pronto comenzará la otra jornada. Algunos maestros se van —no tienen más clase por hoy— y otros entran a la sala de profesores, donde también las mesas son hexagonales y, también, como en los salones, se miran a la cara.

El colegio ha quedado en silencio. Al menos por un rato. Clau-dia “le da vuelta”, recorre pasillos y mira que todo esté en orden; va hasta la zona de juegos de los niños y acaricia al perro, Gris. “Llegó de la calle y siempre lo hemos tenido aquí”, dice.

Se supone que el animal ha estado enfermo, pero no lo parece. Menea la cola al ver a Claudia, da vueltas como si quisiera mordér-sela. Claudia lo besa en la frente y le dice: “Te amo, mi amor, ahorita le traigo la droguita”.

Y volvemos a la rectoría. Quizás de eso se trata ser gestor: de estar pendiente de todo, hasta del perro. Ella lo baña una vez al mes, me dice. Viene hasta aquí, desde su casa, un domingo, sólo a eso.

Claudia se sienta en su silla. Tras de sí, en un estante de madera, hay un montón de libros de pedagogía y videos y flores de papel y dibujitos estudiantiles y muñequitos.

Ella comienza a hablar sobre lo que es hacer un colegio, meter el corazón ahí.

Y llora. Y llueve. Y dice: “Cuando me vaya de aquí no me voy a despedir”.

Todo lo demás, creo que ya lo saben.

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Los héroes que se forman en la Institución Educativa Francisco Miranda no tienen capa, no andan en batimóviles y tampoco pueden volar. Sin embargo, el proyecto Pacto:

Prevención temprana de la agresión y competencias ciudadanas, les ha enseñado que la paz se puede lograr a través del respeto por el otro y la sana convivencia. Desde el 2006, esta experiencia ha logrado que muchos alumnos que antes eran considerados “niños problema”, se conviertan en líderes positivos y modelos de comportamiento en sus aulas. Ellos son los llamados gestores de paz, quienes junto a estrategias como el cuaderno viajero, la escuela de padres y el espacio de la palabra, demuestran que los héroes sí existen.

Francisco Miranda I. E.

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El salón de la justiciaPor Pedro Correa Ochoa

I

Señor lector: la historia que leerá en las páginas

que le siguen a ésta, es de héroes y villanos. Los villa-

nos, aquí, se convierten en héroes.

IIEmpecemos con un capítulo triste. Será breve,

como debería ser todo lo triste.

Tenía rostro ancho, piel blanca, blancos dientes,

sonrisa inolvidable. Tenía, además, una profesora que

lo amaba. La profesora se llama Fanny. El muchacho se

llamaba —porque murió— Rigoberto. Era la época de

Pablo Escobar y Medellín era el hervidero que nos han

contado hasta el cansancio y que, pese a su punzada de

recuerdo amargo, hay que repetir: balas, sicarios, muer-

tos, tragedias.

Primera lección de este pacto: las historias que se

repiten no se olvidan y como no se olvidan, no se re-

piten.

Por aquel entonces, Moravia aún no se quitaba ese

olor fétido que, años atrás, le profirió al sector el haber

sido elegido basurero de la ciudad, aunque estuviera

en medio de la misma. Fue cerrado en 1983 y de llevar

esa lamentable etiqueta pasó a ser un campo de batalla

en una ciudad revuelta por el narcotráfico. Era tal el

accionar de los armados que con balaceras se dispu-

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taban este territorio, que la Escuela Francisco Miranda, de buenas a primeras, se convirtió en base militar. En los recreos, los estudiantes jugaban chucha o escondidijo, mientras los soldados se paseaban

por los corredores. En tres salones dormían los militares y preparaban

la comida, y en las canchas hacían sus ejercicios de entrenamiento

esquivando las pelotas con las que jugaban los chicos.

Fanny llegó a la Francisco Miranda hace 33 años, proveniente

del municipio de Puerto Berrío, así que es una de las testigos más

lúcidas de la historia del colegio y de la cruenta época de mediados

de la década de los ochenta. “Era normal que cuando uno estuviera

saliendo del colegio —recuerda— de pronto alguien le gritara: ‘có-

rrase si no quiere que la matemos a usted también’”. Después se

escuchaba el disparo y uno de los estudiantes caía muerto en la calle.

Rigoberto llegó a su aula cuando tenía catorce años, con el seña-

lamiento de tener problemas de aprendizaje. En realidad, dice ella,

los demás profesores no entendían que su desinterés por aprender era

un reflejo del ambiente de un barrio que cargaba con la pobreza a

cuestas. Sin embargo, la sonrisa del muchacho era permanente y uno

de sus dotes de galán.

“Como yo sabía que no tenían cepillo en la casa, les mantenía

uno a cada uno. A la brava les echaba flúor y los cepillaba. Les decía

que así no tuvieran jabón, se limpiaran la carita antes de venir a es-

tudiar. Eran como mis hijos, eran mis muchachos”, recuerda Fanny.

Esa sonrisa de galán, en parte, fue la que lo hizo presa de la am-

bición que emana del narcotráfico. Según cuenta la profesora, por

su agradable presencia fue contratado para enamorar a muchachas

claves para los carteles de la droga. Ella lo vio transformarse, embam-

barse con cadenas de oro, vestirse con ropa de marca y transportarse

en carros costosos. Luego llegó la noticia al colegio sobre su asesina-

to, cuando tenía 18 años y sus negocios turbios se le habían salido

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de las manos. “Se aprovecharon de él, de su ilusión por el dinero. Lo

tomaron como carnada”, dice Fanny.

IIIContemos el presente. Es mejor.

12:30 p.m. Viernes. Desde la calle, una niña de cuarto grado

hace muecas a sus compañeritos. Pone el rostro contra la ventana y

para enfocar mejor se cubre los costados con las manos. Se aplasta

la nariz contra el vidrio y como si fuera pez mueve los labios en un

abre-cierra. El sonido del timbre la sorprende en el acto y, desde

adentro, se pueden leer sus labios: “lle-gué-tar-deeee”, grita. Dos mi-

nutos después, tras darle la vuelta a la manzana del barrio Miranda

donde queda el colegio, y sobrepasar el tumulto de la portería, la

pequeña llega al salón casi sin poder respirar, agitada.

Mientras se sienta, Fernando Palacios, profesor de cuarto grado,

susurra: “conmigo todos: manos arriba, a los lados, en los hombros,

en la cabeza, abajo”. El choque de las palmas en las piernas deja el

salón en silencio, salvo por el murmullo de algunos.

Es clase de ética y valores, aprovechada generalmente para el

“espacio de la palabra”, uno de los superpoderes con los que cuen-

tan los héroes de esta historia y una de las actividades que sustenta el

proyecto Pacto: Prevención temprana de la agresión y competencias

ciudadanas, ganador del Premio Medellín, la Más Educada, 2009.

“El profe” —uno de los héroes de esta historia— les anuncia a sus

estudiantes que leerán las cartas que escribieron en la clase anterior.

—La última vez hablamos de esas cosas que no queremos que

pasen en el colegio y en nuestros barrios, ¿se acuerdan? —dice Pa-

lacios—. Voy a sacar una de las cartas que escribieron y si el que la

escribió está de acuerdo, la leemos en voz alta.

De su carpeta saca hojas de bloc que tienen palabras y dibujos

pintados con colores vistosos. En ellas los estudiantes han escrito so-

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bre la violencia en la ciudad. El primero en leer es Daniel: “Ayer por

mi casa mataron a un señor que se llamaba Gustavo. Era el que en-

tregaba los trofeos. Me quedaron muchos recuerdos de él. Manrique

también está muy caliente y la Comuna 13”.

—¿Qué sienten con eso que está pasando? —pregunta el profe.

—Yo me siento muy triste, profe —dice Paulina, haciendo un

puchero—. Es muy triste que esas cosas malas pasen en los barrios.

—Profe, en estos días mataron a cuatro detrás del Jardín Botánico

—interrumpe otro, sentado en las sillas de atrás y con tono detectives-

co—. Yo vi cuando llegaron muchos policías y ambulancias.

—¿Y ese es el lugar que queremos para vivir? —pregunta el do-

cente.

—¡Noooo! —responden en coro los cuarenta alumnos.

Luego se dividen en equipos de tres y salen al patio. A cada equi-

po el profesor le entrega una carta. Deben leerla y proponer solucio-

nes al conflicto que está contado allí. A Daniel, Enrique y Laura, les

corresponde la carta que ya han leído en el salón. Daniel, elocuente

por naturaleza, sugiere una solución sencilla: “Pues que no vendan

más vicio ni armas; y que a los asesinos se los lleven pa’ la cárcel”,

dice con el más refinado acento paisa. Enrique se detiene en el dibu-

jo: “Vea, le están disparando y esto que cae son las coquitas de las

balas”, explica. En la imagen, tres puntos reteñidos con lápiz salen

desde la boquilla de un arma en dirección al corazón de un hombre.

—¿Y a ustedes les gustan las armas?

—No —responde Laura—. Bueno, sí, sólo las de juguete, las que

tiran agua.

A unos metros de ellos, Kimberly, Julián y Juan Felipe hacen su

trabajo. La niña es quien se encarga de la lectura, pese al riesgo de

tragarse algunas letras por la falta de un diente que aún no le nace.

Les ha correspondido un caso difícil. El destinatario de esta carta es-

cribió: “Hoy por mi casa un niño de quinto tenía una pistola. Me

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dijo que se la robó. Yo le dije que mejor se la entregara a la Policía,

porque le podía pasar algo malo”.

Más tarde, todos se reencuentran en el salón y exponen sus ideas

para solucionar los problemas contados en las cartas de sus compa-

ñeros. “Si uno se mete en bandas, se daña la vida pendejamente”,

dice una de las niñas de las sillas de adelante. “Y tampoco debemos

consumir drogas”, señala Daniel. Paula, a pesar de su temor a parti-

cipar, ofrece dos ideas brillantes. La primera es “que los padres estén

más pendientes de los niños”. La segunda —y segunda lección de

este pacto—, “que los niños en vez de hacer enemigos deben hacer

más amigos”.

Juan Felipe expone el caso del niño con el arma y advierte que

debe entrégarsela a un adulto para que no le pase nada malo. “Es que

uno no debe dejarse guiar por los malos amigos”, señala con firmeza.

Desde hace dos años, Juan Felipe fue nombrado gestor de paz, un

título que en la Francisco Miranda se les asigna a los héroes, así en

un principio hayan sido pequeños villanos.

IV Que la historia la cuente una heroína.

Presentación. Se llama Gloria Nancy Henao y aunque es la líder

de Pacto, advierte que no quiere protagonismo en esta historia, pues

muchos de sus compañeros han trabajado incansablemente por el

proyecto. Es profesora de cuarto grado y su superpoder es llamar a

todos los niños “mi amor”.

Gloria Nancy Henao. Yo llegué en el 2006, un año después de

que un grupo de docentes de la institución realizó el diploma Preven-

ción Temprana de la Agresión. Había presentado el concurso docente

y como lo gané, me asignaron al Alvernia, otro colegio. Allá estuve

una semana, pero de un momento a otro me dijeron que la plaza que

estaba ocupando no existía. Volví a la Secretaría de Educación y dije

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que me mandaran para donde fuera, pero que de allí no me volvieran

a cambiar.

Me enviaron para acá a reemplazar a una profesora de quinto.

¡Dios mío!, ese fin de semana me invitaron a salir y dije que no, por-

que tenía que encerrarme a repasar matemáticas, lengua castellana,

tecnología, inglés y ética. Es que yo antes enseñaba en primerito,

en Casa Mamá Margarita, una institución para niños en situación de

calle. Eran niños con vidas muy duras: casos de prostitución y droga-

dicción. Me tocaba ir por ellos a la calle. Hubo una niña en especial

que marcó mi vida. Ahorita le cuento de ella.

Cuando llegué aquí al colegio me impresioné mucho porque el

recreo era muy ruidoso, ¡impresionante! Aún estaba la antigua es-

tructura: en la mitad había canchas, las paredes eran viejas y sólo

tenía un piso. Yo veía que el grupo de profesores que había realizado

el diploma se reunía los miércoles por la tarde. Y empecé a asistir a

ese grupo. La idea era reflexionar sobre cómo intervenir la violencia

en el colegio.

Como en toda parte, en mi clase había “niños problema”. Uno

los identifica fácilmente: son agresivos, reaccionan con un golpe o

insulto, cuando se les corrige dicen “no me moleste” y casi ninguna

actividad les gusta, por muy buena que sea. A la conclusión a la que

se había llegado en el diploma era que esos, entre comillas, niños

problema no lo eran porque sí, porque les gustara. No. Estaban im-

pregnados por el contexto social al que pertenecen: la violencia, la

droga, la prostitución. Ellos cargan con esas cosas y las traen aquí.

Entonces nos propusimos nombrarlos gestores de paz, para in-

vitar a los profesores a mirarlos con otros ojos. Que no fueran reco-

nocidos solamente como la “plaguita” de la clase, sino que pudieran

hablar con ellos, preguntarles qué les pasaba, qué los hacía poner

agresivos.

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(Se interrumpe la charla. Un niño infringe la soledad del corre-

dor. Ella pregunta: “¿Qué estás haciendo afuera del salón, mi amor?”.

Él dice: “Voy para donde el sicólogo”. Ella sonríe. Él también).

¿En qué iba? ¡Ah!, sí. Entonces nos empezamos a reunir con los

gestores de paz cada quince días. Elegimos a uno por cada grupo,

ochenta en total. Como eran representantes de preescolar hasta once,

los separamos por grupos de edades más afines. A partir de un video

o una lectura, hablábamos de valores específicos o de una temática

que los afectara. Luego, empezamos a notar cierta rivalidad entre el

gestor de paz y los representantes de grupo, así que decidimos que

esos líderes positivos de cada aula fueran también gestores de paz.

Eso ha sido una experiencia muy bonita porque el uno le aporta al

otro y trabajan de la mano.

Con todos ellos empezamos a hacer saliditas al Jardín Botánico

o a algún parque, porque eso los motiva mucho. Y también, como

siempre nos hemos quejado de que la escuela no vincula a los papás,

ese mismo año empezamos a trabajar con la escuela de padres. La

primera reunión fue un sábado. Apenas vinieron cinco papás.

En el 2007 nos tocó cambiar de sede porque empezaron a cons-

truir esta nueva planta física. Es que esta institución es uno de los co-

legios de calidad de Medellín. Eso fue un “despelote”, porque todos

los días, muchos buses nos recogían en la puerta para llevarnos a una

sede temporal, en el barrio Robledo. Todo funcionaba a otro ritmo.

Ese año pudimos estrenar el edificio y llegó la actual rectora, Luz

Ángela Puerta. Le explicamos el proyecto y se mostró muy interesa-

da. Eso ha sido muy importante, porque sin un respaldo administrati-

vo no tendríamos lo que hemos logrado hasta hoy. Entonces hicimos

un relanzamiento de Pacto. Diseñamos un logo, compusimos nuestro

himno e hicimos un acto con todo el colegio presente. En el evento

llamamos a todos los gestores de paz al frente y les pusimos el botón

que los identifica.

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Hay veces en que uno termina liderando cosas sin saber muy bien por qué, pero Pacto es un trabajo que me agrada mucho, por lo que hace en los niños. Yo crecí en el municipio de San Vicente y estudié en la Normal de Marinilla. Cuando llegué a trabajar a Casa Mamá Margarita fue muy duro encontrarme con las realidades que esos niños vivían en la calle. Tuve una infancia feliz y crecí como en una burbujita, en el campo, así que esa realidad me impactó mucho.

Recuerdo especialmente a una niña que llegó a Casa Mamá Mar-garita. Tenía nueve años y vivía con sus hermanas porque a sus papás los habían matado, pero prácticamente estaba a la deriva; ya había empezado a consumir droga. La primera vez que nos vimos hubo una conexión entre las dos. Creo que verse bien acogida por mí le generó confianza. Como no sabía escribir ella le pedía a otra niña que me escribiera carticas en las que me decía que me quería mucho.

Cuando se portaba mal las hermanas salesianas me pedían que hablara con ella. Mis palabras lograban calmarla y su cambio fue no-torio. En un año aprendió las operaciones básicas y a leer y escribir. Luego pasó a bachillerato y según me contaban las hermanas, en las reflexiones que hacían decía que yo había sido como una luz para ella. Se graduó y ahora trabaja con el Índer, porque siempre fue bue-na en gimnasia. Hay veces que me llama a contarme cómo le está yendo o sus problemas.

Cuando me acuerdo de ella o veo las cosas que les pasan a los niños de acá del colegio me pregunto si yo, teniendo esa edad, po-dría sobrellevar situaciones de esas. Por eso la historia de esa niña me entregó una enseñanza que tiene mucho que ver con lo que hacemos en Pacto.

(Señor lector, viene la tercera lección de este pacto).Entendí que los profesores podemos ayudar a los niños para que

miren de una forma distinta esa realidad que les toca vivir. Son ellos los que tienen que cambiarla, pero nosotros los que debemos creer en ellos para que puedan hacerlo.

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VLos superpoderes.Los héroes de esta historia no tienen visión de rayos X, no pueden

volar, no han desarrollado un oído biónico y tampoco llevan un lazo mágico que obligue a los villanos a decir la verdad.

Fredy Aristizábal, gestor de paz del grado sexto, podría encar-nar el papel de mayordomo de este salón de la justicia —o casa de héroes— en que se ha convertido la Institución Educativa Francisco Miranda. Con la elocuencia como superpoder, Fredy habla en detalle de las herramientas mediante las cuales Pacto se hace posible.

Hace tres años que pertenece al proyecto, por ello recita casi de memoria las funciones de un gestor de paz: velar por la conviven-cia pacífica en el grupo, contribuir para que en los descansos haya buenos tratos entre los niños, ser la mano derecha de sus profesores, llevar con honor el símbolo que lo identifica como gestor de paz y practicar las actividades para el desarrollo del proyecto.

Con tono protocolario, lo primero que expone es el “cuaderno viajero”, en cuya pasta dice PACTO, sí, en mayúscula, con letras de colores. Todos los grados tienen uno; este año Fredy y sus papás fue-ron quienes estrenaron el de 6.º 1. De eso se trata, dos veces por se-mana el director de grupo le entrega el cuaderno a un estudiante. Allí va consignada una reflexión, situación problema o fábula en torno a un valor, además de varias preguntas que los padres deben respon-der en compañía de sus hijos. Luego, en las reuniones de padres, el docente aprovecha lo consignado allí para trabajar es las reuniones de acudientes. Este mensajero, además de acercar a las familias a la escuela, revela muchas situaciones que afectan a los estudiantes y sobre las cuales los docentes pueden actuar.

Aunque no está institucionalizado en Pacto, otra de las estrate-gias que Gloria Nancy ha empezado a utilizar es el “cuaderno de las preocupaciones”. Según dice la docente, sus páginas se convierten en un espacio para que los niños desahoguen sus temores y expon-

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gan problemáticas que los agobian. A través de eso que relatan, los maestros y sicólogos que trabajan con Pacto ayudan a los niños.

Fredy dice no tener nada que le preocupe, pero él mismo se sor-prende al leer en voz alta lo que escriben sus compañeritos: “Me pre-ocupa que mi mamá no pase tiempo conmigo por estar trabajando”, escribió una niña y al lado dibujó una flor azul. “Me preocupa que mi papá me prometió una bicicleta en preescolar y todavía no me la ha dado”, dijo otra que ya cursa cuarto grado. “A mí me preocupan to-dos los violadores que hay en el mundo y que violen a tantos niños”, se quejó otra; en la misma página un niño dijo: “Me preocupa que mi mamá esté enferma porque de pronto pasa algo malo”.

Ahora Fredy habla del “espacio de la palabra”. Se hace cada se-mana con el director de grupo y en él los gestores de paz juegan un papel importante, pues allí deben hablarles a sus compañeros de lo que han aprendido en los talleres grupales que les brindan los practi-cantes de sicología de la Fundación Universitaria Luis Amigó. Según Gloria Nancy, este trabajo es uno de los que más ha contribuido a Pacto.

Debido a que la institución educativa pertenece al grupo de co-legios de calidad de Medellín, permanentemente un grupo de estu-diantes de sicología de la Luis Amigó acompañan a los integrantes de Pacto. Para ellos el colegio destinó una pequeña oficina en cuya puerta un estudiante ocioso ha complementado el anuncio escribien-do “crazy” con marcador negro. Allí los profesionales les dan aseso-ría individual a los gestores de paz.

La encargada del grupo de practicantes es Katerine Bolívar. Este semestre, tomando la comunicación como herramienta para la so-lución de conflictos, los sicólogos adelantan talleres quincenales de una hora y media con los gestores de paz, en los que presentan pe-lículas o actividades que les permiten hablar de la drogadicción, la prostitución, la identidad sexual, entre otros temas. Además, en esa pequeña oficina, atienden consultas privadas con los gestores, en las

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que ellos manifiestan problemáticas familiares, individuales, de abu-so sexual o frustraciones académicas. Según Katerine, una de las si-tuaciones más difíciles de este trabajo ha sido enfrentarse al contexto, “porque uno les dice a los muchachos que hay otra forma de vivir, pero el medio les mete otro mensaje diferente”.

Ahora Fredy explica que desde el inicio del año, el equipo de Pacto plantea un riguroso cronograma. A cada mes se le asigna un valor y cada director de grupo recibe un plegable con las indicacio-nes para desarrollarlo con sus estudiantes: en mayo la protagonista fue la responsabilidad; en marzo, el respeto; y en julio, la solidaridad. “Por ejemplo, esta semana —cuenta Fredy— trabajamos la justicia con la fábula de La hormiga y el grano de trigo”.

Aunque ya han pasado varios días, tiene fresca en su memoria la historia y la moraleja: una hormiga se encuentra un grano de tri-go e intenta llevárselo como provisión, pero éste le propone que lo siembre, así en vez de uno podrá tener cien en primavera. La hormi-ga duda un poco pero acepta. Ambos cumplen el trato y cuando la hormiga regresa, encuentra cien granos para abastecer a todo su hor-miguero. “La moraleja —explica Fredy— es que debemos ser justos y cumplir nuestras promesas”.

En otras ocasiones, son los gestores de paz los encargados de planear la actividad, teniendo en cuenta el valor correspondiente. Fredy y su compañero Mateo Betancur han preparado lecturas, cru-cigramas, sopas de letras y juegos, para cumplir esa tarea. Según Fernando Palacios, el profesor de cuarto, el “espacio de la palabra” es un diálogo abierto entre alumnos y docentes, donde los alumnos pueden expresar las preocupaciones y necesidades que tienen tanto individual como grupalmente.

En la carpeta que conserva las memorias de Pacto, Fredy, que dice será veterinario, muestra las fotografías de las escuelas de pa-dres. Aunque señala que en esa ocasión sus papás, propietarios de una tienda de llaves, no pudieron participar, pone el dedo en el úl-

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timo número de la lista de asistentes. “¿Si ve todos los papás que vienen? 87, vea”.

Aunque en un principio las escuelas de padres se hicieron los sábados, con el tiempo los líderes del proyecto descubrieron que la poca asistencia se debía a que muchos padres tienen trabajos infor-males cuyas ventas mejoran los fines de semana. Por ello, las reunio-nes fueron cambiadas para las noches de los miércoles. Esta reunión es convocada cada mes a través de afiches que se fijan en las paredes del colegio y que indican los temas a tratar con los padres: “Nuevas masculinidades, sólo para hombres”, “el autocuidado y los hábitos saludables”, “la comunicación” y “las pautas de crianza”, han sido algunos de los contenidos abordados.

Fredy advierte que en las reuniones de los gestores, cada mes, también se toma lista. “Lo que pasa es que hay unos gestores que eran como aprovechaditos —explica con cierto sarcasmo—, enton-ces no iban a las reuniones pero sí querían ir a los paseos”. Los pa-seos de los que habla son salidas pedagógicas en las que además de abordar temas claves, los gestores pueden disfrutar de lugares como el Jardín Botánico, el cerro El Volador, el Parque Juan Pablo Segundo y Guatapé, donde estuvieron los líderes de bachillerato en el 2009.

Aunque estas salidas se hacen dos o tres veces al año, los gestores cuentan con espacios de encuentro constante. Cada mes tienen una reunión general de la que Fredy expone ahora la invitación. Ilustrada con el logo del proyecto y con mensajes acogedores, la invitación es entregada a cada gestor: “Tú, gestor(a) de paz, estás cordialmente invitado a un taller de elaboración de cometas”, dice una. Y remata con una sentencia: “¡No faltes, te esperamos!”.

Esa petición no es meramente una cuña publicitaria. Realmente simboliza un elemento que le da sustento al proyecto, y que Fredy, con la elocuencia que lo caracteriza, representa muy bien. Esta es la cuarta lección de este Pacto: “Si no estamos unidos, no logramos el cambio que queremos. Por eso Pacto es unidad”.

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VIHistorietas del salón de la justicia.Y si los héroes de esta historia no tienen poderes sobrenaturales,

tampoco tienen capa roja, no usan máscara ni un traje con una “G” marcada en el pecho. Lo único que identifica a los gestores de paz es el botón que les entregan cuando son elegidos para este cargo. Sus funciones, sin embargo, no son sencillas.

Pequeños antimotines. John Harold Vargas, de cuarto grado, ha tenido que mediar en varias de las trifulcas de sus compañeros. “Pe-lean por bobadas —dice—, que porque se creen muy hombrecitos”. Hace dos años que fue nombrado gestor de paz al igual que su com-pañerito Jerson David Rendón.

Jerson dice que lo más difícil de su labor es tener que contener su propia rabia cuando alguien lo molesta. “Es que los gestores no pode-mos pelear, porque si lo hacemos nos quitan el cargo”, advierte. Sin embargo, ambos coinciden en que en Pacto reciben las instrucciones para saber cómo comportarse ante estas situaciones. Si algunos de sus compañeritos se enfrentan, Jerson y Harold saben que tienen que mediar, y si no logran separarlos, deben buscar a una de sus profeso-ras para que intervenga.

Pero esa heroica labor, tiene otra que la compensa. Para estos dos pequeños pacifistas, lo mejor de estar en Pacto son las salidas que hacen regularmente. “El año pasado fuimos al Juan Pablo Segundo, nadamos, jugamos y nos dieron una comida muy buena. Después nos reunimos y hablamos sobre los valores”, recuerda Harold, agre-gando que por estos días, en una reunión de gestores, hablaron sobre la situación de violencia que afecta a Medellín. “Siendo gestores de paz, ayudamos a que no hayan tantos ‘combos’. Por ejemplo, en quinto hay una pandilla y a cada rato se enfrentan dizque como si fueran grandes”.

Los grandulones. “Esas son peleas de culicagados. Los de décimo y once somos más conscientes de que agredir al otro es agredirse uno

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mismo. Eso hemos aprendido en Pacto. Arreglamos nuestros proble-

mas dialogando”, dice Anderson Sánchez, gestor de paz de décimo

grado. Por ello, Diego Restrepo, quien también lleva el título de ges-

tor en once, considera que este proyecto ha logrado generar mayor

convivencia en la institución. “Antes se veían más peleas”, señala.

Como buenos héroes, deben darles ejemplo a los más chicos.

Hace unos días a estos “grandulones” les tocó alfabetizar con los

estudiantes de preescolar, apoyando a sus profesoras en actividades

que motivaran en los pequeños las competencias ciudadanas y los

valores. “Qué verraquitos tan inquietos”, dice Hernández, mientras

cuenta que hicieron un mural en el que los niños dejaban estampada

su mano.

Él, como sus compañeros, sabe que los problemas que enfrenta

son distintos a los de los más pequeños del colegio. Sergio Londoño,

quien este año también será bachiller, cuenta que en los talleres con

los practicantes de sicología, abordan situaciones complejas como la

prostitución o el consumo de drogas. Ven películas o hacen lecturas

y luego reflexionan sobre esos temas. “Después, como gestores de

paz, lo que hacemos es invitar a nuestros compañeros que están me-

tidos en ese cuento a que recapaciten”, explica.

“Pero lo hacemos de una forma muy respetuosa y privada. Si ve-

mos que la cosa es muy complicada, le avisamos al coordinador de

grupo”, agrega Juan Carlos Cardona, también gestor de paz de once.

Al respecto, Daniel asegura que esa etiqueta de gestores que llevan

consigo, se podría reemplazar también por la de mensajeros, “porque

lo ideal es que lo que aprendemos sobre convivencia, paz y valores,

lo extendamos a los niños y a nuestras casas. Esto es como un punto

de ebullición que tira para los lados”.

Así las cosas, Anderson remata la reunión de héroes con la que

será la quinta lección de este Pacto: “Lo que aprendemos no sólo es

para el colegio. También es para nosotros, porque si queremos cam-

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biar el colegio, tenemos que empezar por nosotros y el entorno que nos rodea”.

El músico. Si de cambios se trata, Daniel González es un buen ejemplo. Diariamente viaja hasta la Francisco Miranda desde el ba-rrio París, en el Noroccidente de la ciudad. Tiene 16 años, vive con su madre y su hermana, estuvo dos años fuera del colegio y repitió otro más. Ahora cursa octavo grado. Lo cuenta sin titubear, como quien ya ha pasado a la página siguiente. “Si vieras el cambio que dio ese muchacho”, fue la referencia que María del Carmen Pérez, una de las profesora que integra Pacto, dio para llegar a él.

Él mismo lo confirma: “Yo antes me la pasaba peleando. Me de-cían cualquier cosa y de una me agarraba a los puños. Pero en Pacto aprendí que un insulto es simplemente una palabra vulgar; y que si lo golpean a uno, lo mejor es no responder con un golpe, sino buscar a una persona que le haga ver al otro que eso está mal”. Ese tipo de lecciones son las que él mismo les entrega a sus compañeros de clase de acuerdo con su labor de gestor de paz. Aprovechando el espacio de la palabra, prepara obras de teatro, poesías o canciones, y por medio de ellas fomenta en sus compañeros valores como el respeto, la tolerancia y la sana convivencia.

Pero Daniel no solo dejó de ser el que repartía puño a diestra y siniestra, sino que se ha convertido en un destacado alumno. El año pasado se ganó dos menciones como mejor estudiante de su curso. Además, se está tomando en serio el gusto por la música, pues, se-gún dice, cuando está aburrido compone canciones que hablan del amor, de la amistad o la violencia. Una de ellas dice: “Yo era de la calle/ mas me dieron una oportunidad./ Ahora soy honesto y me quieren con bondad”.

Las supermamás. Adriana Sánchez es ama de casa, ex alumna de la Francisco Miranda y madre de Brayan Valencia, gestor de paz de tercer grado y futuro pintor. Según cuenta Brayan, esta mañana debió enfrentar un caso difícil y defender a uno de sus compañeritos.

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Y es que él sabe qué es eso de ser solidario. El año pasado, cuan-do llevó a su casa el cuaderno viajero, Adriana y Alex, su padre, ha-blaron con él de ese valor. En la página correspondiente dibujaron un niño ayudando a una anciana a cruzar la calle. Adriana, que religio-samente asiste a la escuela de padres, dice que Pacto es importante porque forma integralmente a los niños; “Les enseña que a pesar de la situación difícil de sus casas o de la ciudad, todo puede cambiar y ser mejor”.

Por eso Brayan, quien va por su segundo año como gestor, cum-ple a cabalidad su tarea de héroe: “Yo le advertí a ese niño que lo iban a lanzar por una lomita. Me dijeron sapo, pero no importa, por-que no dejé que le pegaran”, dice. El que no le importe tiene sentido, pues Adriana le repite constantemente que “no les debe parar bolas ni a un piropo bonito ni a uno feo”.

La que sí le pone atención a los piropos es Girlesa Guzmán, com-pañera de Brayan en la tarea de salvar el mundo. Ella, además de gestora de paz, fue elegida reina de la Francisco Miranda este año. Su madre, Dora Restrepo fue quien le preparó el vestido, pues hace más de treinta años es modista. Cuando tenía diez años, hacía los vestidos de las muñecas de sus amigas y con lo poco que cobraba por ellos compraba cremas de maracuyá.

Girlesa, en cambio, se debate entre otras profesiones: profesora, policía, veterinaria o estrella de rock. Esta última es la más opciona-da, según dice. Y no es para menos, además de la vanidad y belleza de reina, habla con soltura. Advierte que estaba muy angustiada por-que le habían dicho que la entrevistarían para televisión, y a pesar de su decepción, cuenta en detalle que como gestora no sólo se encarga de mediar en las peleas, también aconseja a su mejor amiga, “Estefa”, para que no sea indisciplinada.

Dora es una modista cotizada en el sector y aun así asiste cada vez que es requerida en el colegio para alguna reunión de Pacto o a las escuelas de padres. “Es que ahora los niños son solos —dice—.

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Los papás no se preocupan por que estén bien. La mayoría de los

niños perdió los valores, porque en la casa ellos no tienen quién se

los enseñe”. Girlesa, en cambio, como si respondiera la pregunta que

le dará la corona, enumera sus valores favoritos: la honestidad, el

respeto, la obediencia… y cuando dice tolerancia mira a su mamá.

Sabe que ella misma le hará ver que ese no lo cumple a cabalidad,

por las constantes discusiones que tiene con su hermana mayor. Se

ríe pícaramente y cambia de tema.

VII¿Una historia con final?

Gloria Arango entra consternada a la rectoría. Esta mañana, en su

grupo de sexto, una niña hirió a otra con una navaja. Según la profe-

sora, la adolescente se ha destacado por su comportamiento rebelde

y su desdén por estudiar. “Ya hablé con ella y con los papás. No sé

qué más hacer”, le dice Arango, con cierto abatimiento, a Katerine,

la sicóloga.

Después de todo, la tarea de instruir héroes no es fácil. Hay bata-

llas que se ganan y otras que llevan más tiempo. Gloria es una de los

trece profesores que pertenecen a Pacto. Ella participó en el diploma

que le dio origen a esta experiencia y, pese al mal momento de hoy,

resalta que lo que ha logrado este proyecto en ella es acercarla a la

parte humana de los alumnos.

De ello también dan fe Luz Dary Tobón, Margarita María Uribe

y Blanca Aurora Montoya. Estas tres mujeres, también pioneras de

Pacto y vestidas con delantales de carritos, conejos y ovejas, tienen

un gran reto: sembrar en los más chicos, los de preescolar, esa idea

compleja, pero necesaria, de lo que es la paz.

Y a todas estas, ¿qué es la paz? Cada uno de los héroes de la

Francisco Miranda tiene su propia versión. Gloria Nancy, la heroína,

dice que paz es un estado que permite estar bien con el otro. Los

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“pequeños antimotines” son más prácticos: “Paz es que suelten a los

secuestrados”, dice Jerson; “que no peleen los patos”, explica Harold.

Daniel, el músico, va por la misma línea: “Paz es que no haya más

secuestro”.

Fredy, el anfitrión del salón de la justicia, dice que “paz es no

agredirse”. A ese significado elemental, se le podría unir uno brillante

ofrecido por Brayan, el futuro pintor: “Paz es no cambiar la inteligen-

cia por la fuerza”. Su madre, Adriana, considera que “es serenidad”,

mientras que Dora, la madre de Girlesa, asegura que “paz es un pro-

yecto que cada uno lleva adentro”. Su hija, la pequeña reina de la

Francisco Miranda, en cambio, afirma que las tres letras significan

“querer al otro sin importar si es feo o lindo”. Algo semejante dice

Diego Restrepo, uno de los gestores de once: “paz es respetar la di-

ferencia y a los demás sean como sean”. Su compañero, Juan Carlos

Cardona, asegura que “la paz tiene un pedacito de todos los valores”.

Guerra es el segundo apellido de Fanny Pino y a pesar de esto,

dice que paz es dar lo mejor de ella para que sus muchachos puedan

vivir en paz. Fanny es la profesora que amó a Rigoberto, el de sonrisa

inolvidable. Después de todo, no todas las historias de héroes son

felices. ¿Qué hubiera pasado con el muchacho si en aquella época

hubiese existido Pacto? Fanny se hace la misma pregunta y para no

atormentarse, prefiere pensar que en las manos de esos gestores de

paz de hoy, está un futuro mejor.

Así las cosas, señor lector, le propongo acepte la última palabra

de esta historia, como un imperioso sinónimo de esperanza en una

ciudad donde los niños cuentan y dibujan historias de asesinatos y

armas.

Porque ésta, como lo deberían hacer todas las historias de hé-

roes, continuará.

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Maestro Arenas Betancur

I. E.

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En la Institución Educativa Maestro Arenas Betancur, del barrio Castilla, dos profesoras iniciaron una labor sorprendente: en vez de evitar a los estudiantes rebeldes, agresivos y difíciles,

los buscaron y reunieron en un grupo, para iniciar un poderoso proceso de transformación, a través de la palabra, la escucha y el amor. Esa metamorfosis, totalmente contraria a la sucedida a Gregorio Samsa, generó grandes cambios en el comportamiento, y sentó las bases para que la comunidad académica expandiera su perspectiva en cuanto a lo que debe hacerse con los chicos difíciles.

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La metamorfosis de los chicos difíciles

Por Róbinson Úsuga Henao

Los chicos problema. Los que arrojan bolas de papel a sus compañeros de clase. Los que rayan los cuadernos ajenos con palabras soeces. Los que colocan chinchetas en los asientos. Los que roban comida a los más peque-ños. Los que se enfrentan a golpes con todo el mun-do. Los que se quitan la camiseta durante el recreo y desafían a las profesoras cuando quieren amonestarlos. Aquellos cuyo nombre ya se sabe de memoria el rector, y han pulido su rúbrica de tanto anotarse en el libro de faltas de indisciplina. Esos chicos problema. Que son impredecibles, generalmente incomprendidos, y con un extraordinario don para echarlo todo a perder… Sí, esos chicos representan el mayor obstáculo para los fines de profesores y profesoras de cientos de colegios de Mede-llín, de miles de colegios de Colombia y de millones de colegios alrededor del mundo. Y se han convertido en el principal motivo de las disputas y los enfrentamientos entre las escuelas y las familias.

Nadie sabe qué hacer con ellos. Las madres des-cansan cuando se han ido a estudiar, y las profesoras los devuelven cuando se han pasado de listos, de hol-gazanes o groseros. En una esquina: el colegio. Y en la otra esquina: la casa. Y cada lado se tira la pelota. Cier-tas madres creen que la tarea de corregirlos y educarlos corresponde a los profes. Y algunos profes consideran que sus esfuerzos son casi vanos, si a los chicos no les

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suministran en sus familias las adecuadas dosis de amor y autoridad.

En muchos casos, sobre todo cuando se trata de chicos hiperactivos,

la mejor salida ha sido la Ritalina.

Sin embargo, en el barrio Castilla del Occidente de Medellín, en

un colegio con nombre de artista, dos profesoras de preescolar asu-

mieron la azarosa tarea de seleccionar meticulosamente a los ado-

lescentes más agresivos, violentos y desadaptados, y crear con ellos

un ingenioso grupo de tratamiento que causó una curiosa revolución

escolar.

Híper Juan JoséJuan José Zabala llegó al mundo en un difícil momento para

Olga. Ella vivía una terrible crisis con su esposo, y sentía que debía

separarse de él. “Cuando Juan José nació, yo no quise que el papá

estuviera a mi lado. Sólo quería estar con mi familia”, recuerda.

A la edad de dos años, Juan José fue inscrito por su mamá, Olga,

en el Jardín Infantil Angelillos. Y allí dio sus primeras señales de hipe-

ractividad, mostrándose impulsivo y grosero con las profesoras. Una

vez amenazó con arrojarse desde el autobús escolar, y en otra oca-

sión dejó la marca de sus dientes en la pierna de una profesora, por-

que ella no lo dejaba comer la lonchera en el momento que él quería.

Cuando terminó sus estudios en el Jardín Infantil Angelillos, fue

inscrito en la escuela de la iglesia San Judas Tadeo, que quedaba

frente a su casa, en el barrio Castilla. Allí Juan José siguió con sus al-

tos niveles de agresividad y alguna vez estuvo cerca de pegarle a una

monja. “Se ponía agresivo cuando no lo dejaban hacer lo que quería

—dice Olga—. Y la gente terminaba cogiéndole pereza. Como en

esa escuela me ponían muchas quejas y no me brindaban ninguna

ayuda, decidí inscribirlo en el colegio Maestro Arenas Betancur”.

En la Institución Educativa Maestro Arenas Betancur tenían un

aula de apoyo, donde brindaban acompañamiento a los estudiantes

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con dificultades de aprendizaje o indisciplina. Juan José fue atendido

entonces por una sicóloga dispuesta por la institución.

“Me sentí acompañada —dice Olga—, y también empezó a ver-

lo un neurólogo que trabajaba en la Universidad de San Buenaventu-

ra y tenía un consultorio en El Poblado. Fue él quien lo medicó con

Ritalina”.

La Ritalina fue un importante recurso que durante un par de años

le permitió a Juan José aquietarse un poco, disminuir sus impulsos

agresivos y mejorar el rendimiento en sus clases (incluso estilizó su

caligrafía). Su madre le suministraba una importante dosis todos los

días. Y notaba que el medicamento le ayudaba en su concentración,

pero también le quitaba el apetito y a veces afectaba su presión. “Se

quedaba quieto en un rincón, sin comer ni hablar. Y mientras tuvie-

ra la pastilla, le iba muy bien en el colegio. Pero una vez me asusté

mucho porque le di el medicamento y se le bajó mucho la presión,

casi se me muere”.

Esos síntomas secundarios empezaron a alarmarla, pero en el

año 2006 sintió verdadero pánico por algo que vio en la televisión:

“Me enteré de la muerte de muchos niños que tomaban Ritalina, y

decidí no darle más ese medicamento. Se lo dije a los profesores:

ustedes tendrán que aguantarme a Juan José así, porque ya decidí no

volver a darle ese medicamento”.

Sin Ritalina El metilfenidato (MFD), estimulante conocido con la marca co-

mercial de Ritalin (Ritalina en países de habla hispana), fue sinteti-

zado en Suiza en 1944 por el doctor Leandro Panizzon y lanzado

al mercado 1954, para disminuir la fatigabilidad y los estados de-

presivos. En los años noventa la Ritalina se popularizó debido a que

fue elegida para el tratamiento del trastorno por déficit de atención

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con hiperactividad, cada vez más diagnosticado en adultos y niños.

Y ahora es el medicamento por excelencia para tratar el síndrome

conocido en niños y niñas como “hiperactividad” o “disfunción ce-

rebral mínima”.

Vale destacar que en los años sesenta alcanzó cierto renombre

gracias a menciones periodísticas sobre su uso corriente entre cele-

bridades del mundo de la ciencia y la política, como el astronauta

Buzz Aldrin y el matemático Paul Erdös.

Sin embargo, en los últimos años han aumentado las voces que

alertan acerca de que el metilfenidato tendría riesgos para la salud

cardiovascular y el sistema nervioso, y que podría, incluso, causar

la muerte súbita. Por lo que es necesario no excederse en suministro

y consumo. En Colombia es el Fondo Nacional de Estupefacientes

quien tiene a cargo la distribución y comercialización del metilfeni-

dato, tras detectarse que estudiantes de Medicina, transportadores,

ejecutivos, deportistas de alto rendimiento y hasta amas de casa, abu-

saban de su consumo para reducir la fatiga o aplazar la necesidad de

sueño.

Pese a la controversia y las voces en contra y a favor, en últimas

se sigue considerando la Ritalina como el mejor medicamento para

el tratamiento de la hiperactividad en los infantes. Se recomienda su

uso hasta los quince años, pero a Juan José dejó de suministrársele

cuando tenía once.

Sin la Ritalina, Juan José volvió a sus habituales niveles de agre-

sividad e indisciplina. En el colegio explotaba de rabia por pequeñas

cosas y se la pasaba peleando con sus compañeros. A veces no para-

ba hasta que de algún lado emanaba sangre. Por todas esas razones

fue escogido por Ledy Restrepo y Elide Peña para integrar el grupo

de los difíciles.

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El retoCuando Ledy llegó a la Maestro Arenas Betancur en enero del

2005, se sorprendió por la rebeldía y la ofuscación existentes entre muchos adolescentes. Tenía quince años de experiencia como coor-

dinadora de un preescolar, y su especialidad eran los niños peque-

ños. Pero sus conocimientos en sicología le permitían tener algunas

respuestas interesantes para los chicos más grandes. Decidió enton-

ces tomar cartas en el asunto. Aún no sabía cómo, pero sí sabía que

quería ayudar.

“Yo soy profesora, pero siempre me he dicho: ¡qué bobada en-

señar números y letras! ¿Qué sentido tiene? Cuando un niño tiene

dolor, es maltratado, es abandonado, ¡y venir yo aquí a enseñarle

números y letras! No. Siempre quise enseñar más que eso, y por eso

estudié sicología. Y obviamente, ¿cuál es la mayor problemática que

existe a nivel mundial?, yo creo que la violencia. Eso me acercó a

trabajar con este grupo”, explica Ledy.

Ella reconoce que al principio sintió temor. Sobre todo cuando

se encontró rodeada de una multitud de cincuenta adolescentes que

tenían algo en común: hacer las cosas más difíciles. Pero con el tiem-

po descubrió lo que andaba buscando guiada por el sentido de la in-

tuición. “La enseñanza es: cuando a los muchachos se les trata bien,

se les escucha, se les tiene en cuenta, y cuando se sienten importan-

tes, dan de lo bueno que tienen. Estos son muchachos que necesitan

afecto, que necesitan ser escuchados. Nosotros lo hacemos, y creo

que ese es el éxito de nuestra experiencia”, dice.

Juan José Zabala, uno de los chicos con que inició el grupo, fue

de aquellos que experimentó un cambio positivo en su comporta-

miento, gracias a talleres y terapias grupales donde predominaba el

respeto y la reflexión. Cuatro años después de sus inicios, Juan José

sigue asistiendo, porque se siente alimentado en el espíritu con las

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enseñanzas que cada semana las profesoras comparten. “Me gustaba

estar allí, porque éramos un grupo de jóvenes con muchos problemas

en el colegio. Era un espacio donde podíamos expresarnos y sacar las

cosas que uno tiene en el corazón, el rencor o el odio hacia alguien.

Sobre cada tema que hablábamos, alguien contaba una experiencia

que había tenido”, dice.

De necios y genios A menudo se dice que los chicos indisciplinados son realmente

inteligentes, y muchos de ellos pueden llegar a ser verdaderos ge-

nios. Todo consiste en saber encauzar esa poderosa energía que lle-

van dentro, para hacer de ella creación, en vez de destrucción. Un

hombre que logró hacer de esa poderosa energía pura creación fue

el artista Rodrigo Arenas Betancur, el escultor antioqueño con mayor

renombre internacional, después de Fernando Botero. Arenas Betan-

cur vivió una difícil infancia en El Uvital, una vereda de Fredonia,

donde nació en 1919. Allí el paisaje era grande y la naturaleza ma-

jestuosa. La pobreza también. Sobre aquellos años de su infancia,

el artista escribía: “Hablábamos de muertos y aparecidos, de viejos

recuerdos familiares, de lo ingrato de la existencia, de las dificulta-

des para conseguir el pan de cada día en los cafetales y en medio de

aquella naturaleza bella, pero cruel y despiadada”.

Rodrigo Arenas Betancur estudió en Bellas Artes de Medellín,

la Universidad Nacional de Colombia y en dos institutos de arte en

México. Aunque también fue escritor, su mayor reconocimiento lo

obtuvo por haber sido un escultor de talla internacional. Es el au-

tor de cientos de obras en yeso, madera, bronce, cemento, basalto

y hasta óleo, en las cuales reflejó la identidad y cultura del pueblo

colombiano. Suya es la escultura más grande realizada hasta ahora

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en Colombia: el monumento Lanceros del Pantano de Vargas, con 33

metros de altura y ubicada en Paipa, Boyacá.

Arenas Betancur murió en 1995, a los 73 años de edad, y en el

barrio Castilla se bautizó un colegio en su nombre. Juan José Zabala

nació un año antes de su muerte.

Tremendo GiovanniGiovanni Tuberquia es un chico de 16 años. De piel canela y

contextura gruesa, a quien le gusta utilizar cinturones con chapas de cabeza de calavera. Giovanni, que hasta ahora logró llegar al grado décimo, y que seguramente se graduará del colegio como un estu-diante modelo, en el año 2005 contaba una historia escolar desastro-sa. En ese año, no suficiente con llevar perdidas hasta ocho materias, su prontuario exhibía acontecimientos tremendos de una exuberante carrera que quizá podría conducirlo hasta la misma prisión. En ese prontuario se cuenta el poner chinchetas a sus compañeros de clase (y reír como loco al ver que se quedaban clavadas en sus traseros). También está el haber regado agua sobre la planilla de calificaciones de la profesora (el sabotaje consistía en que un compañero suyo le ponía zancadillas, y así, “accidentalmente”, regaba el agua sobre las calificaciones). El pegar rápidamente a quienes lo desafiaran. El ha-ber golpeado a alguien con una pica en la cabeza, y el clavar un lapi-cero en la mano de uno de sus compañeros de clase, porque, según cuenta, estaba insultando a su señora madre. Ese acontecimiento, el del lapicero, fue el que lo llevó hasta la comisión de convivencia del colegio, donde decidieron que lo más sano para todos era la irreme-diable expulsión.

Podría habérsele perdonado, pero hasta entonces ya había sido suspendido una semana por acontecimientos de igual naturaleza, y la decisión era entonces inapelable.

Triste, contrariado, con rabia y defraudado de sí mismo, Giovan-ni salió por la puerta metálica de su colegio, deseando una nueva

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oportunidad. La profesora Elide, que lo había invitado a su grupo, ya le había dado una sentencia inquietante: “Si quieres salir adelante, debes escoger otro camino”.

Meses después Giovanni recibió aquella segunda, mejor, aque-lla última oportunidad. Gracias a la intermediación de alguien en el consejo directivo, fue recibido nuevamente con matrícula condicio-nal. Eso significaba que desde aquel momento todos sus movimientos serían observados.

Giovanni ingresó al grupo de los chicos ya-no-tan-malos y desde allí empezó a construir una nueva historia.

—Giovanni, ¿cuál es tu materia favorita? —Inglés. —¿Es en la que mejor te va?—No. En la que mejor me va es tecnología. —¿Y cuál es en la que peor te va?—Pues ahora, en ninguna. Del Giovanni que perdía ocho materias ya sólo queda el recuer-

do, gracias al cambio profundo que inició, motivado por las reflexio-nes del grupo de los martes a las cinco de la tarde.

Una de las sesiones que más recuerda fue cuando llevaron a un ex presidiario, quien los previno de no seguir el mismo camino que él alguna vez emprendió por error. Les relató todo lo malo que había hecho y todo su sufrimiento en la cárcel. “Y todos terminamos lloran-do esa tarde”, recuerda Giovanni.

Cristina Sánchez, de sexto grado, y quien también asiste al grupo, rescata la autoestima que se potencia en aquellas sesiones: “Yo aquí me siento bien y he aprendido muchas cosas. Que valemos mucho y que podemos mejorar cada día. Que no hagamos caso cuando nos dicen que no servimos para nada, porque eso es mentira. Servimos para muchas cosas”, dice.

Cristina, quien se encolerizaba con facilidad y actuaba a menu-do con violencia (una vez le dio una pedrada a una niña en la frente),

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ahora hace mayor uso del autocontrol. Igual que Estefanía Álvarez,

de doce años, quien ingresó en el último año: “Me he sentido bien,

porque aquí me puedo expresar mejor que en mi casa. En preescolar

yo mordía a todo el mundo. Al principio del año perdí tres materias

y el comportamiento lo saqué bajo. Y este periodo lo saqué básico y

no perdí ninguna materia”. Geraldine Ríos Alemán, recuerda espe-

cialmente la charla sobre el valor de la vida, cuando “nos mostraron

el video de un muchacho que no tenía ni brazos ni piernas y que

trabajaba en un circo”.

La metamorfosis Una mañana, al despertar de un sueño tranquilo, Gregorio Samsa se

encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso. Estaba acos-tado sobre la espalda, que era dura, como acorazada, y levantando un poco la cabeza pudo ver su vientre convexo, color pardo, dividido por unos arcos rígidos; la manta había resbalado sobre esa superficie y sólo una punta lo cubría todavía. Sus patas numerosas, de una delgadez lamentable en relación con el volumen de su cuerpo, se agitaban frente a sus ojos.

La metamorfosis es un relato del checo Franz Kafka, publicado

en 1915. Allí se narra la historia de Gregorio Samsa, un comerciante

de telas que una mañana cualquiera se despierta convertido en bi-

cho. Un bicho monstruoso, rechazado y despreciado más tarde por

su familia.

Entre las diversas interpretaciones que existen sobre este relato,

está el trato que en ocasiones una sociedad autoritaria y burocrática

da al individuo diferente. Este individuo diferente se encuentra en

un sistema institucional que ni él comprende ni lo comprende a él,

y que finalmente termina aislándolo y excluyéndolo. Este rechazo y

esta exclusión a menudo se generan en el mismo seno de la familia,

incidiendo posteriormente en la aparición de conductas violentas ha-

cia la sociedad.

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Lo particular de la experiencia en la Institución Educativa Maes-

tro Arenas Betancur, del barrio Castilla, es que en el proceso que

iniciaron con esos individuos diferentes y salidos de tono, se ve apli-

cada una metamorfosis inversa a la acontecida a Gregorio Samsa. Esa

metamorfosis consiste en dar una mano a los excluidos y rechazados,

para que dejen su condición de bichos monstruosos, e incidir en el

cambio de su situación inicial a partir del amor propio.

Escuela de padresA medida que Ledy y Elide fueron profundizando en las razones

que motivaban la agresividad y desobediencia de los chicos, encon-

traron que los padres de ellos tenían bastante que ver en eso. Ya fuera

por su falta de tacto o afecto hacia ellos, por el equivocado mane-

jo de la autoridad o la ausencia en asuntos trascendentales para el

adolescente, era lógico concluir que no sólo los chicos debían ser

llamados a la reflexión.

De esta manera surgió la escuela de padres, un espacio similar al

de los chicos, pero dirigido a quienes los trajeron al mundo. Olga Lu-

cía Arango, la madre de Juan José, fue una de las madres que se sintió

feliz de estar en ese grupo, pues siempre le ha gustado leer, aprender

y explorar todo lo que le permita llevar una relación amorosa y ade-

cuada con su hijo Juan José. Aquello ha permito que su relación fami-

liar sea de mejor calidad. “Aquí aprendo a ser más tolerante, paciente

y cariñosa con mis hijos. También aprendo a escucharlos”, cuenta.

Como antes se dijo, la institución educativa ya venía con un aula

de apoyo, donde se brindaba acompañamiento a los estudiantes con

dificultades de aprendizaje o indisciplina. Lo que Ledy y Elide apor-

taron fue profundizar en su impacto. Al principio diseñaron talleres

para que los profesores y estudiantes realizaran en clases, pero con

el tiempo se percataron de que aquello no daba mayores resultados.

“Lo que sí nos dio resultados —cuenta Ledy Restrepo— fue reunir a

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los muchachos y atenderlos individualmente, con los padres de fami-

lia: es decir, estar en contacto directo con el conflicto”.

La población beneficiada por el proyecto ha crecido con los años,

pasando de ochenta en el 2006 (que fue el año de inicio), a doscien-

tos en el 2007, y 248 en el 2008, hasta llegar a 1.450 estudiantes en

el 2009. Además el involucrar a estudiantes y padres permitió al pro-

yecto, llamado Construyamos una mejor convivencia. Conflicto en la

casa, solución en la escuela, posicionarse en la institución educativa

de una manera tal, que en el año 2009 fue merecedor del Premio Me-

dellín, la Más Educada, en la categoría de Experiencia Significativa.

Más adelante se observó que muchos de los estudiantes de la

institución vivían con sus abuelos, que en muchos casos hacían las

veces de padres. Por ello se decidió crear un grupo especialmente

para ellos, donde, además de los talleres educativos, se les brindara

recreación y gimnasia, encargándose de esta labor las educadoras

Luz Marina Pérez, María Elena Flórez y Ángela María Zapata.

Otro importante hallazgo fue el comprobar que las conductas

demasiado fuertes o agresivas no eran un asunto exclusivo de los

hombres, sino que las chicas llegaban casi a igualarlos en número.

La brusquedad, demasiado evidente en algunas de ellas, evidenció la

necesidad de crear un subproyecto llamado De la mujer y la sexua-

lidad, y orientado a rescatar los roles y valores de la feminidad. Las

profesoras Lina Zarrázola, Luz Marina Pérez y Nora Mejía se encar-

gan de este asunto.

El dúo dinámicoLedy y Elide. Dos nombres parecidos. Dos nombres con una mú-

sica y un tono similares. Ledy y Elide: el dúo dinámico. Una con

rasgos redondos y corta de estatura. La otra con facciones alargadas,

cuerpo estirado y ojos de miel. Discuten sin discutir, en un salón

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de clases, entre las pequeñas sillas y los escritorios pequeños de los alumnos de preescolar.

—Elide, entonces quedamos en que los martes yo voy a seguir dando consulta y usted sigue trabajando con los muchachos.

—No, no, Ledy. Es que no me gusta la idea —responde Elide, meditabunda, como susurrando.

—No, pero ellos están viniendo poquitos. Y cuando yo no tenga consulta, yo parto. Yo estoy aquí. No la voy a dejar sola. Sólo que voy a estar haciendo otra cosa, y las dos no estaremos haciendo lo mismo. Es que usted no puede hacer consulta. ¿Listo? Entonces ha-cemos así.

—Yo me pondré a jugar con ellos. Mire Ledy, no es porque no quiera estar sola. Que le tema a estar sola.

—Yo sé que el tenerme cerca te dará confianza. —No, no es nada de eso, Ledy. Te lo juro, no es nada de eso. No

es que ten tenga cerca o te tenga lejos. —¿Entonces qué es?—Usted lo sabe. Pero haré mi mayor esfuerzo, como lo hago

desde hace veinte años. Elide y Ledy a menudo discuten sin discutir. Pero a veces dis-

cuten en serio. Se dicen palabras tremendas que les hacen encoger el corazón y las deja pensativas camino a la casa. Son muy distin-tas entre sí. Elide se concibe como una mujer “entrona, confianzu-da, aviona y escueta”. “Mientras que yo soy todo lo contario —dice Ledy—. Soy muy emotiva, y me encanta decir y demostrar”. De todas formas siempre han encontrado la manera de conciliar sus diferen-cias. Deben hacerlo, porque es precisamente eso lo que enseñan. Pero además han permanecido juntas porque sienten que en el fondo su esencia es la misma: a ambas les gusta dar, compartir y compro-meterse con causas justas. Cada una se apoya en la otra, y cada vez disfrutan más el entregar más horas extras de su trabajo. Organizando talleres, reuniéndose con los chicos, organizando e interpretando la

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información, buscando orientaciones metodológicas que les permi-tan afianzar lo que han iniciado. Sienten que la recompensa está en el progreso y trasformación de sus chicos difíciles. Y aunque muchas veces han sentido agotamiento y grandes estremecimientos emocio-nales, ninguna ha dejado que la otra tire la toalla. “Pienso que dando es como se recibe —dice Ledy—. Respeto, tolerancia y convivencia es lo que me ha quedado del proyecto, más que los reconocimientos y los premios. Y nosotras, dándoles a los muchachos, hemos alcan-zado y superado muchas cosas en lo personal”.

Antes de trabajar juntas en el proyecto, Ledy y Elide no eran ami-gas. Sólo eran compañeras de trabajo. Fue Ledy quien invitó a Elide para hacer parte de aquel equipo. Elide tenía pensado ingresar a un proyecto sobre ecología, y le daba igual estar aquí o allá. Pero el tiempo fue llenándola de profundas razones para entender el sentido de por qué estaba allí.

El caso de Elide Peña“Para empezar, yo no soy maestra por vocación, sino por oca-

sión. ¿Eso qué quiere decir? Que entre mis planes y mi proyecto de

vida nunca estuvo el ser educadora. Jamás. Soy licenciada en educa-

ción básica primaria y tengo una especialización en Pedagogía Di-

dáctica. Estudié para profesora porque fue lo único que en mi pueblo

había para estudiar en ese momento. Yo soy de El Bagre, del Bajo

Cauca. Hace diez años me trasladé para acá. Me vine porque toda

mi familia se había venido, porque siempre hemos tenido muchos la-

zos con Medellín. Y por las oportunidades, para los hijos y para uno

mismo. Me ha tocado enamorarme de esto. Y hacerlo lo mejor que

pueda. ¿Sabe por qué? Porque ya ha transcurrido mucho tiempo en

esto. Llevo veinte años de servicio. Y no tengo la motivación para ini-

ciar una nueva carrera. Y al final, este trabajo es hasta chévere, para

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uno como mujer, porque se tiene tiempo para uno mismo. Y fuera

de eso no es un trabajo como otros, que es diario entre papeles y el

computador. Aquí se interactúa con los seres humanos y eso hace

que la experiencia siempre sea distinta. Los niños salen cada día

con algo distinto. Cosas que te hacen reír, y otras veces que te hacen

enojar. Es muy chévere”.

“En esencia soy muy estricta y sicorrígida. Muy apegada a la nor-

ma. Me ha gustado hacer las cosas muy bien, y rápido. Soy perfeccio-

nista. Nunca le llego tarde a nadie. Entonces yo he reflejado eso en

los muchachos. Y eso me traía dificultades con ellos. Me olvidaba del

ser, del niño, y lo hacía de una manera hasta inadecuada. Todos te-

nemos en nuestra historia de vida un lado flaco u oscuro. El mío tiene

que ver, casualmente y precisamente, con la agresividad. Con todo

ese tipo de cosas que te hacen un ser violento, agresivo y resentido.

De manera que yo llegué a ser una paciente más. Una beneficiada

más del proyecto. Ahí como por cosas de la vida, del destino, o de

Dios. Quizá era mi lugar. Finalmente cada persona como que busca

su puesto o llega a donde tiene que llegar. Por eso digo que este pro-

ceso no sólo les ha servido a los muchachos, también me ha servido a

mí. Porque me ha ayudado a descubrir cosas, y a sanar otras. Ya miro

más al ser. Miro más al niño. Lo hago de una manera distinta. Relaja-

da, distinta. Pienso más en él como persona y me interesa más como

ser humano. Incluso he llorado ante las dificultes de algunos niños

y algunos adolescentes. Y el muchacho se va, y yo me escondo a

llorar. Por ejemplo cuando un joven me dice que él no come porque

el padrastro no lo deja comer, que porque se le acaba el mercado.

Entonces él no come, y entra tarde a la casa, para dormir. Y que a la

mamá no le importa. Eso me impacta demasiado. Uno no se alcanza

a imaginar qué historia de vida trae cada niño. Y eso, obviamente,

influye en el aprendizaje. Lo que uno espera como maestro, como

profesor, es que el muchacho aprenda a toda costa. Sí, uno quiere

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que ellos aprendan. Pero a veces la historia familiar no permite que

el muchacho aprenda. No hay condiciones ni en la parte cognitiva

ni en la parte emocional. El muchacho viene bloqueado por todos

los lados. Y luego el profesor llega reprochándole la actitud. Y uno se

sale de casillas y le grita al chico, lo maltrata, lo saca, lo excluye. Y en

eso es lo que Ledy más me dice: ‘Elide, acuérdese, acuérdese’. ¿Pero

qué hacer? Y ella dice: ‘recuerde que usted sólo tiene que abrazar:

eso es lo único que los va a salvar’. A Manuel, a Alejandro: eso es lo

único que los va a salvar”.

Ledy y las dosis de amorLa profesora Ledy Restrepo parece moverse en un elemento de

comprensión y espiritualidad. Si hay algo para lo cual sus conoci-

mientos de sicología le han servido, es para explorar el servicio y

el amor por los otros. Es del tipo de personas que lee literatura de

superación personal y asiste a seminarios donde pueda aprender a

ser más tolerante, a escuchar más, a perdonar y a darle un sentido

profundo a la existencia. Las palabras amor, respeto, afecto, abrazo,

suelen estar en su vocabulario, junto a muchas más, de igual natu-

raleza. Pero no de una manera cursi, o como simple palabrería, sino

como una filosofía poderosamente arraigada y aplicada constante-

mente, en los detalles más insignificantes.

Para Ledy, las instituciones oficiales dependen mucho del lide-

razgo de su rector. Y en este caso, difícilmente se hubieran alcanzado

los logros actuales sin el compromiso, las ideas y la iniciativa del

rector del establecimiento Maestro Arenas Betancur, el profesor José

Raúl López Castaño.

Quizá el secreto de Ledy radique, en parte, en la importancia y el

tiempo que le dedica a su familia. Es madre de dos hijos, Juan José, de

19, y María Camila, de uno. Casi todos los fines de semana se reúne

con sus hermanos y hermanas en la casa de su padre (desde que su

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madre murió, hace bastantes años). Lo más difícil para ella de su paso por la Fundación Universitaria Luis Amigó, donde estudió sicología, fue no poder disponer del tiempo suficiente para su familia. Piensa además que así deberían hacer la mayoría de padres de los chicos con que trabaja. Siente que la respuesta que ellos dan a sus hijos aún es muy baja para lo que ellos necesitan y se merecen. “Siento de su parte muy poco compromiso. Y esa es una principal causa de la agre-sividad y violencia de los chicos, que son muchachos muy solos. Los padres se mantienen ocupados, o con falta de responsabilidad hacia el comportamiento de ellos. Piensan que los padres sólo dan comida y techo, y que en la escuela se encargan de la formación. No se sien-ten responsables con la educación. Lo aducen a que no saben, o que no tienen tiempo. La escuela tiene 1.200 estudiantes, y a la escuela de padres llegan, como máximo, unos cincuenta papás y mamás. Hay buena divulgación, pero no vienen. Sin embargo, ha sido muy satisfactoria la respuesta de aquellos que vienen. Ahora trabajamos con toda la institución en talleres de autoestima, de proyecto de vida, de liderazgo, de actitudes, de prevención de la agresividad, de estra-tegias para enfrentar los conflictos”.

Ahora todos en el colegio se sienten orgullosos de lo que han venido alcanzando. Profesores, estudiantes, directivos, padres de fa-milia: se han convencido de que hasta lo más difícil puede ser con-movido y transformado, como ha ocurrido con sus chicos difíciles. Castilla ha sido uno de los sectores populares de Medellín donde en ciertos momentos de la historia, esos chicos difíciles a los que no se les brindó la suficiente atención o el suficiente afecto, llegaron hasta los extremos de ejercer la violencia homicida y criminal. Ledy y Elide han empezado el trascendental camino de desactivar a tiempo esas agresiones y violencias. No se trata de que la escuela esté en un ban-do y la casa en el otro bando, arrojándose mutuamente la pelota. Se trata de hacer un solo equipo. Y sentarse con ellos, y darles un poco más. Darles un poco más de tiempo, de valor, de ánimo, de autori-

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dad, de abrazo y compresión. En últimas, se trata de darles un poco más de amor. Porque como lo dice en sus escritos el Maestro Arenas Betancur, “no existe otro consuelo sino el amor, sé que por el amor vivimos, sé que por el amor sufrimos, sé que por el amor el espíritu arde, sé que por el amor estamos ligados a todos los seres y a todas las cosas”.

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Por más de 34 años la Escuela de la Trova de la Institución Educativa Gilberto Alzate Avendaño ha estimulado la imaginación de sus estudiantes y ha revivido un patrimonio

artístico y cultural del pueblo antioqueño. De sus aulas han salido los trovadores más destacados del país, que con sus versos han llenado de orgullo a esta tradicional institución del barrio Aranjuez. En este relato, Anchele, Piñata, Cocoliso y Topoyiyo comparten sus rimas y la historia de una comunidad educativa que le apuesta al arte y exalta la identidad de un pueblo.

Gilberto Alzate Avendaño

I. E.

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Los juglares de la Alzate

Por Lina María Martínez Mejía

Si usted buscaba la trovasu ruta fue oportuna:ha llegado a la Alzate,la cual ha sido su cuna.El timbre anuncia el fin de la clase. Los estudian-

tes de la Institución Educativa Gilberto Alzate Avenda-ño se apresuran a cerrar los cuadernos y en segundos abandonan sus puestos. Es la hora del descanso y todos desfilan presurosos por los corredores; el tiempo es cor-to y deben aprovechar el receso para olvidar por unos minutos las reacciones químicas, las posturas que plan-tea el realismo aristotélico, las fórmulas para calcular el movimiento o la caída de un cuerpo y las ecuaciones trigonométricas que están pendientes por resolver.

En el primer piso, los encargados de administrar la tienda se preparan para enfrentar la hora más agitada del día. A las diez de la mañana los clientes se amonto-nan detrás de la reja y los pedidos de empanadas, pas-teles, gaseosas y dulces se triplican. Los aficionados al fútbol se reúnen en la cancha para improvisar algunas maromas con el balón y las niñas se acomodan las fal-das prensadas de sus uniformes para sentarse a conver-sar en el patio o en los pasillos.

Mientras los murmullos y las risas se apoderan de todos los rincones de la institución, Jefferson Zapata se prepara para cumplir una cita. Antes de salir del salón

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de 11.º D, busca en su maleta el atuendo que debe lucir para el en-cuentro; en la cabeza se acomoda un sombrero aguadeño, sobre el hombro derecho extiende un poncho blanco que cubre el escudo estampado en su camiseta, y el tiple que empuña entre las manos le da el toque final a su indumentaria.

Sin afanes se dirige a las escaleras ubicadas en uno de los ex-tremos del patio. Allí, en medio de los corrillos que convocan a los estudiantes, lo espera Óscar Quintero, quien además de lucir poncho y sombrero, lleva un carriel. Harrison Agudelo, alumno de décimo, también se acerca, y aunque su uniforme no está acompañado de accesorios propios de la cultura paisa, está invitado a la reunión. An-tes de entrar en materia, deben esperar a los demás integrantes de la Escuela de la Trova de la Alzate Avendaño; sin ellos el duelo no puede comenzar.

Harrison aprovecha para compartir con sus compañeros la mala noticia que recibió en la clase de estética:

—Este trimestre me tiré la materia. ¿Cómo es posible que después de ganar física y química pierda estética? —se lamenta, avergonzado por el resultado.

—Eso sí es puro descuido, a mí me daría hasta pena —dice Ós-car entre risas, pues en su época de estudiante tampoco le atinó a las planchas de dibujo técnico.

Mientras tanto, Jefferson se concentra en las doce cuerdas metá-licas de su tiple, las acaricia con los dedos hasta encontrar la melo-día justa para acompañar los versos de la trova antioqueña. Nadie le enseñó a interpretarlo, entre rima y rima encontró el punteo carac-terístico del instrumento que les da vida a ritmos tan típicos como el bambuco y el pasillo. Justo en ese momento, cuando su cabeza se prepara para la improvisación, Óscar, el profesor que le mostró esta tradición que nació con los arrieros, le lanza una trova para poner a prueba su vocación, pues en pocos meses los versos de Jefferson se escucharán en el Seminario Mayor de Medellín:

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Algún día te saldrá el dicho

en este pueblo de Antioquia,

que vas a tener más plata

que un cura con dos parroquias.

Jefferson, más conocido en el mundo de la trova como “Piñata”,

no se deja amedrentar y sin muchos rodeos le da a “Anchele”, su

maestro, una respuesta:

Mi caso no será así,

será más inteligente,

pues la plata que me gane

yo se la daré a mi gente.

Harrison o “Topoyiyo”, como lo llaman en el colegio, olvida la

clase de estética y se concentra en la trovas de Piñata y Anchele. Uno

a uno se acomodan en las escaleras El Carnero, El Papa, Cocoliso y

Vida Buena; ellos representan el talento del semillero que nació en la

Alzate hace más de 34 años y que además convirtió esta institución

en una de las más tradicionales del barrio Aranjuez, en la Comuna 4.

La presencia de los jóvenes trovadores atrae la atención de algu-

nos curiosos que se acercan a escuchar las rimas. Óscar aprovecha

el momento para recordar esos años gloriosos cuando en las mismas

escaleras se reunía a trovar con sus compañeros:

Más me produce nostalgia

en la Alzate Avendaño,

pues así nos reuníamos

por ahí hace veinte años.

Llega el turno de Topoyiyo que con su rima transporta a Óscar

al pasado:

Yo creo que Óscar Quintero

que al responder se demora,

trayendo acá los recuerdos,

le apuesto que está que llora.

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Piñata, que sigue rasgando el tiple, continúa la ronda:

Él debe de estar que llora, son recuerdos muy bonitos que él ahora revive con todos los pelaítos.Esos recuerdos están presentes en la memoria de Óscar Quintero.

Él ingresó a la institución en 1984 y para ese entonces los trovadores de la Alzate ya tenían fama en toda la ciudad. Uno de ellos es John Jairo Pérez, coronado rey de la trova en 1979. Este reconocido hu-morista y músico parrandero fue uno de los primeros discípulos de Leonel Betancur, el profesor de estética que instaló el arte del “repen-tismo” en las aulas de la institución.

“A mí me gustaba la trova porque hacía parte del folclor de los paisas, pero nunca me había atrevido a hacer una. Yo entré al grado 10.º F y allá conocí a Darío Hinestroza, ‘El Negro Mena’; él y otros estudiantes aprendieron a improvisar versos con el profesor Leonel”, cuenta Óscar.

La trova nunca faltaba en las clases de Leonel Betancur, “El Cule-brero”, que haciendo honor a su apodo les echaba a sus estudiantes el cuento de los versos octosílabos. A Óscar no le iba mal con los ejercicios que debía consignar en el cuaderno, “para mañana traigan tantas trovas”, les decía. Pero la afición que sentía por el billar lo llevó a incumplir con sus obligaciones. Todos los viernes se ausen-taba de la clase de estética para jugar “chicos” con sus compañeros. Como le sucedió a Topoyiyo, al final del trimestre las notas no le alcanzaban para ganar la materia. Cuando ya estaba resignado y no tenía argumentos para hacer reclamos, el profesor le ofreció una úl-tima oportunidad:

—Aquí hay muchos que van perdiendo estética y el que quiera ganar debe trovar —los retó Leonel.

—Listo, hágale, yo voy a trovar —dijo Óscar a pesar de su timidez.

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—Son muchos los que pierden, ¿quién va a trovar con Óscar? —insistió Leonel.

El salón se quedó en silencio, ninguno atendió el llamado. Por un momento pensó que lo había “salvado la campana”, pero la prueba se hizo más difícil. “Él, muy diplomáticamente, mandó a llamar a 10.º A a su hijo, César Augusto Betancur, ‘Pucheros’, el mejor trovador que ha nacido en la tierra antioqueña, por no decir que es el mejor en todo el mundo”, cuenta Óscar.

El profesor tomó el tiple entre sus manos y con el punteo que ya era tradicional en la institución, le dio inició al duelo entre Óscar y Pucheros. A pesar de que los versos de César Augusto tenían rima y gracia, los espectadores abucheaban sus intervenciones. Las trovas de Óscar, simples y flojas, se llevaron todos los aplausos: “El que hubiera estado ahí pensaría que le metí una ‘aplanchada’ al rey del colegio”, dice Óscar, recordando la complicidad de sus compañeros de curso.

Ese trimestre, además de ganar estética, Óscar descubrió que te-nía madera para improvisar. No se perdía los encuentros del Club de la Trova, el grupo que reunía a los mejores de la institución. Aprendió que cada verso debe tener ocho sílabas, pues si tiene más queda muy larga y con menos queda coja. Leonel también le confió la clave para nunca equivocarse: la última sílaba acentuada del segundo verso tie-ne que rimar y ser consonante con la última sílaba acentuada del cuarto, y las palabras se acomodan de acuerdo con la musicalidad y la imaginación del trovador.

Además, Óscar comprendió que la trova, ese canto que hace parte de la identidad de los antioqueños, no es para decir guachadas o ridiculizar al otro: “La trova debe tener contenido, mucha gente no lo entiende y por eso se ha deteriorado un poco. Los versos deben expresar lo que uno siente y para eso hay que prepararse, leer y cono-cer muchos verbos. Esto hace parte de nuestro folclor y no podemos relacionarlo con las parrandas y los borrachos”.

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Después de atender los consejos del profesor y de practicar en el salón y en la casa, Óscar se sentía preparado para trovar con sus amigos en las mismas escalas donde están reunidos Piñata, El Carnero, Topoyiyo, Vida Buena y los demás trovadores de la última generación. Todos los días a las nueve de la mañana, los estudiantes formaban corrillos para escuchar a los integrantes del Club de la Trova. En ese entonces Pucheros era el encargado de sacarle notas al tiple. Los temas los inspiraban las niñas, los compañeros, los profesores y los directivos del colegio que pasaban cerca del templo de la trova. Los versos de Óscar se escuchaban a la par de los de Carlos Mario García, “El Tigre”; Gilberto Díaz, “Pategrillo”; Darío Hinestroza, “El Negro Mena”, y otros juglares que aprovechaban los descansos para pulir su estilo.

A pesar de enfrentarse a los grandes, Óscar nunca se atrevió a improvisar en el corredor del segundo piso, el espacio donde se consagran los trovadores de la Alzate. El escudo de la institución, pintado en la pared del fondo, hacía parte del escenario donde se programaban los festivales o las presentaciones para acompañar la celebración del día del idioma o de la antioqueñidad. “Pensaba que si me paraba allá me iba a morir de la pena; me daba mucho temor que la gente me viera. La personalidad sólo me alcanzaba para trovar en mi salón y en las escalas, pues me sentía en confianza con mis compañeros que eran como mis hermanitos”, dice.

En uno de los festivales intercolegiados organizados por el profe-sor Leonel, Óscar trató de vencer sus miedos. Cuando revisó el lista-do de inscritos encontró los nombres de algunos novatos y pensó: “si ellos se van a presentar yo también”. Ese día empacó en la maleta el sombrero, el poncho y el carriel. Todo estaba listo para enfrentar al público, pero cuando vio en el corredor a John Jairo Pérez, el trova-dor más famoso de toda la ciudad, un sudor frío le corrió por la frente, el cuerpo se le paralizó y el vacío que sentía en el estómago se hizo más profundo. Sin que nadie lo viera se escabulló entre los estudian-

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tes que observan la competencia desde el patio. “Estaba seguro de que si salía al balcón, un trovador de esos me daría una vuelta bien verraca, recogí mis cosas y salí corriendo por toda la 92”. Al otro día sus amigos le pidieron una explicación:

—¡Usted es un miedoso! Cuando lo llamaron no apareció por ninguna parte.

—Es que se me presentó una emergencia en la casa y tuve que irme —fue la única excusa que encontró para justificar su ausencia y disimular sus temores.

Óscar se graduó en el año 1985 sin saber qué se sentía competir en un festival. Pensaba que no tenía las habilidades necesarias para dedicarse de lleno a la trova; su paso por la Alzate sería una anécdo-ta para compartir con sus nietos y sus rimas tal vez podrían animar alguna reunión familiar. Cuatro años después se casó y se dedicó a la administración de unos billares que su padre tenía en el barrio Villa del Socorro.

No fue fácil desligarse de las rimas; su cabeza, inconscientemen-te, construía versos que cantaba en el baño, en el trabajo o en los paseos; la trova lo acompañaba mientras caminaba, a la hora de la comida y antes de ir a la cama. Seguía de cerca la carrera de sus compañeros y aplaudía los triunfos de Pucheros, El Negro Mena, El Grillo y El Tigre. “Me alegraba por ellos, pero yo seguía siendo el aficionado; veía la trova y los festivales muy lejos de mí”.

Pero su esposa le dio el empujón que necesitaba. “Usted sabe y le gusta trovar, ¿no le gustaría seguir en eso?”, le preguntó. Ante la indecisión, optó por regalarle un tiple que se convirtió en el fiel acompañante de Óscar. Después de muchos intentos, le sacó la nota y empezó a trovar con el que se le atravesara. En 1992 se sacudió la timidez y participó en un festival para novatos que organizó una emisora de la ciudad. Ese día, por primera vez, se coronó rey. “¡Ah!, es que es de la Alzate”, decían quienes lo escuchaban. A partir de ese momento dejó de ser Óscar Quintero, y el mote de “Anchele”

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empezó a sonar con fuerza en el gremio de los trovadores. Adoptó

el nombre de un triunfador, un belga que se hizo famoso por ser el

único jugador de billar en el mundo que mostró sus habilidades en

unos olímpicos.

Rescatar el patrimonioHace por ahí veinte años

lo quiso usted recordar,

por eso este semillero,

Óscar, hay que rescatar.

Las glorias del Club de la Trova se fueron con el profesor Leonel

y con los egresados. El sonido del tiple y las rimas ya no se escucha-

ban en las escaleras y el escudo de la institución dejó de ser el telón

de fondo de los festivales. La violencia que se había instalado en las

esquinas de la Comuna 4, zona nororiental de la ciudad, arrasó con

la historia de esa tradición que por muchos años le dio fama a los

juglares de la Alzate.

Cuando parecía que las trovas estaban condenadas al olvido, en

1994 llegó un nuevo rector a la institución, Humberto Bermúdez Car-

dona. Aunque no tenía talento para componer versos, sabía cómo

hacerlos, pues años atrás asistió a las clases de El Culebrero: “Estudié

en este colegio en la época en que la trova estaba en un nivel muy

alto. El maestro Leonel nos motivaba para que improvisáramos, pero

algunos no teníamos esa capacidad”, cuenta.

Poco tiempo después de asumir la rectoría, Humberto sintió que

la Alzate había perdido su esencia. Las hazañas que en años anterio-

res consiguieron sus compañeros de curso, fueron ensombrecidas por

las tragedias del conflicto. Mientras cumplía con sus obligaciones, se

imaginaba cómo rescatar esa tradición que alguna vez hizo parte de

la identidad de la institución. El rector sabía que debía motivar a los

estudiantes, pero no encontraba la forma de hacerlo. “Estaba conven-

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cido de que la trova no podía ser un fenómeno del pasado, debía ser

un patrimonio de la Alzate”.

La celebración de los cuarenta años de la institución se convirtió

en la excusa perfecta para revivir la trova. El rector contó con la com-

plicidad de Jaime Diego Ortega, el profesor de español y literatura, y

juntos organizaron un festival que reunió a veinte egresados expertos

en el arte del repentismo. En octubre de 1999, John Jairo Pérez, El

Negro Mena, Pategrillo, El Loro, El Monaguillo y otros trovadores le

dedicaron sus poemas a la Alzate.

Anchele fue uno de los invitados de honor. Ese día se apropió del

escenario y desde el corredor al que tanto le temía, le cantó al co-

legio sus mejores versos octosílabos. “En ese momento pertenecía a

la Asociación de Trovadores Colombianos (Astrocol); además, todos

conocían mi historia en la Alzate y yo me sentía todo un experto”,

dice Óscar.

Los aplausos animaron la fiesta y las rimas calaron en los estu-

diantes. La competencia fue reñida y después de varias rondas, Gil-

berto Díaz, Pategrillo, un prestigioso abogado, se quedó con el título

de rey. El rector logró su cometido y la trova empezó a recuperar el

espacio que le pertenecía. Los egresados siguieron vinculados a la

institución y, como en los viejos tiempos, sus improvisaciones acom-

pañaron el día del idioma, de la raza o de la antioqueñidad.

La trova se hizo cotidiana pero algo hacía falta; la Alzate debía

convertirse en la cuna de una nueva generación de trovadores, y al-

guien debía encantar a los jóvenes como alguna vez lo hizo El Cule-

brero con su tiple y su talento para improvisar. Don Humberto, como

le dicen los profesores y los alumnos, le encomendó esta misión a

Agustín Zapata, mejor conocido como “El Gato”, quien a pesar de no

ser egresado es considerado un “hijo de la Alzate”. Anchele también

se unió a la causa; él se sentía preparado para descubrir talentos y

compartir con ellos los secretos que le confió su maestro Leonel.

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En el 2001 pasaron por los salones y con tiple en mano invitaron a los muchachos a una jornada de inscripción. El día de la audición el teatro se llenó. Algunos jóvenes llevaban en sus bolsillos una hoji-ta con los versos que armaron en sus casas o en la clase de español. “Eso fue como una convocatoria de esas que hacen por televisión para escoger cantantes o bailarines. Escuchamos a cerca de sesenta alumnos y seleccionamos a los que se despegaron del ‘pastel’ y se atrevieron a improvisar; esa es la clave para descubrir al verdadero trovador”, explica Anchele.

El semillero comenzó con ocho estudiantes entre los once y los quince años. El Gato se retiró del proceso y Anchele asumió el reto de convertirlos en los mejores. Las clases se programaron los sábados a las diez de la mañana; los pupilos escucharon con atención el can-to base de la trova antioqueña y también aprendieron a diferenciar la “sencilla” de la “dobletiada”. Conocieron el contrapunteo llanero, la piquería costeña, las rajaleñas tolimenses y el cinco y seis valluno.

Además de la técnica, Óscar les habló de las cualidades que debe tener un buen trovador. En cada ensayo les repetía que antes de ser artistas debían ser buenos seres humanos, y siempre los retaba con el propósito de estimular la imaginación, pulir los versos y despertar “la chispa”. “Ustedes tienen una gran responsabilidad, pues de aquí han salido los mejores trovadores de Colombia y su deber es igualarlos o superarlos. Tenemos que esforzarnos para llevar el nombre de la Alzate muy alto”, les repetía.

En el 2002 los nuevos trovadores se sentían preparados para competir. Primero lo hicieron en un festival interclases y luego ex-tendieron la invitación a algunos trovadores menores de 18 años que llegaron de otras instituciones y de Marinilla, municipio del Oriente antioqueño donde nació Germán Darío Carvajal, “Minisigüí”, otro ilustre egresado que alcanzó el título de rey nacional en 1985 y 1988.

Estos encuentros le devolvieron a la institución el patrimonio que estuvo a punto de perder. Anchele y don Humberto se sentían

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orgullosos de los avances del semillero. Alejandro Marín, “Cocoliso”;

Juan David Ruiz, “El Gallinazo”; Mauricio Baena, “Vida Buena”;

Johnny Ruiz, “El Morocho”; Víctor Alonso Rueda, “El Pavo”; y Juan

David Arcila, “Pelusa”, estaban listos para enfrentarse a los grandes.

Los versos de CocolisoYo ya les dije que yo

soy Alejandro Marín

y hoy en día soy historia

en todito Medellín.

“Cuando empecé a trovar era gordito, bajito y tusito, muy pare-

cido a los sobrinos de Popeye”, esos rasgos le dieron su identidad en

el gremio de los trovadores. Alejandro Marín, más conocido como

“Cocoliso”, recuerda cómo comenzó su historia en el mundo de la

trova: “Me animé porque me hacía falta una distracción; es decir, yo

necesitaba de la trova y ella de mí. Empecé a los doce años, cuando

Anchele y El Gato pasaban por los salones tocando el tiple y atrayen-

do a los estudiantes con sus rimas. Al principio no me salía ni una

sola, pero en poco tiempo le cogí el tiro y ya lo raro es que no me

salgan”.

A pesar de dominar su mente y esforzar su imaginación, Cocoliso

padeció los mismos nervios que bloquearon a Anchele en su primera

presentación. Cuando todo estaba listo para el festival intercolegiado

que se realizó en el 2002, sintió que la voz se le iba y que las manos

se le paralizaban: “Óscar, yo no trovo porque tengo mucho temble-

que”, pero Anchele lo tranquilizó y lo animó a enfrentarse al público

que seguía el festival desde el patio del colegio.

Su primera victoria llegó en enero del 2005. Ese año recibió

una invitación para participar en el festival infantil de la Feria de

Manizales. Con la bendición de sus padres y los buenos deseos

de sus compañeros del semillero, Cocoliso empacó su maleta y

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viajó en compañía del profesor Anchele. Ese día, ante más de seis

mil personas, demostró por qué era el mejor. Sus versos arrasaron y

le dieron el título de rey. Óscar recuerda ese momento como uno

de los más especiales en su carrera: “Me llené de alegría cuando vi

cómo ese niño se enfrentaba a sus competidores en una tierra que no

era la suya. Cantaba con mucha personalidad y con mucho amor por

Antioquia; parecía un trovador de los viejos”.

Alejandro se graduó en el año 2006 y entró a formar parte de

la larga lista de egresados ilustres de la Alzate, esos que llenan de

satisfacción al rector y a toda la comunidad educativa. “La verdadera

y única Escuela de la Trova que existe en el país está en nuestra insti-

tución. Este semillero nos ha permitido fomentar la cultura y motivar

a nuestros estudiantes a competir en un ambiente sano y recreativo;

además, el arte repentista desarrolla en ellos el lenguaje y el razona-

miento lógico”, dice don Humberto con el mismo orgullo que sintió

cuando la Escuela de la Trova fue reconocida en el año 2009 como

una de las experiencias significativas del Premio Medellín, la Más

Educada.

Otro de los egresados que recuerda con cariño su paso por la

institución es Pucheros; él considera que la improvisación le dio las

herramientas que necesitaba para desenvolverse en diferentes espa-

cios y acercarse a otras formas de creación: “Es un arte que aviva la

chispa, la imaginación y la picardía. Muchos de los que empezamos

trovando ahora somos libretistas, humoristas, escritores o poetas”.

Por su parte, Cocoliso, además de un ingreso económico, encon-

tró en la trova una forma de expresarse y mostrarse tal como es: “Un

cincuenta por ciento de mi vida está ligada a este arte. La trova es mi

media naranja, pero la encontré exprimida porque ahora hay mucha

competencia”, dice entre risas.

La nueva generación

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Han salido los mejoresque han trotado como potros,pero sin duda, mi amigo,mejores somos nosotros.Harrison Agudelo improvisó su primera trova un sábado del año

2005. Cursaba quinto de primaria en la Escuela Carlos Villa, una de las tres instituciones adscritas a la Alzate Avendaño, cuando Anchele, en uno de sus recorridos, entró a su salón en compañía de Juan David Ruiz, “Gallinazo”. Lo primero que llamó su atención fue el tiple, lo veía como una “guitarra chiquita con muchas cuerdas”. Su mirada seguía los movimientos de los visitantes y sus oídos escuchaban con atención la tonada rítmica y pegajosa.

—Buenas tardes, muchachos —dijo Anchele con su caracterís-tico acento paisa—, nosotros venimos a mostrarles cómo se hace la trova, y los que estén interesados en aprender los esperamos el próxi-mo sábado a las diez de la mañana.

—¿Vamos? —le preguntó Harrison a su amigo Juan Pablo Man-rique.

—Sí, vamos.Harrison y su compañero llegaron quince minutos antes y en

un salón de la Alzate se encontraron con trovadores experimentados como Cocoliso y El Carnero, un niño que a los ocho años se enfren-taba sin titubeos al que le lanzara un verso. Gallinazo, uno de los encargados de orientar el semillero, les dio una explicación rápida a los nuevos, y a quemarropa comenzó una ronda. Harrison, que ya llevaba el alias de Topoyiyo, asustado, se ubicó en el último puesto con tan mala suerte que a su lado se sentó El Carnero. Llegó su turno y con el un silencio. Gallinazo seguía tocando el tiple a la espera de la intervención del novato, que después de armar el verso en su cabeza lo cantó con estilo propio:

No me ponga a trovarporque me pongo nervioso,

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y si me hace dar rabialo pongo como un corozo.—¡Qué bien! Me salió —dijo Topoyiyo, sorprendido por su ha-

zaña.—Así es como se trova —lo felicitaron sus compañeros. A partir de ese momento Topoyiyo no se perdía los encuentros

del semillero, y los entrenamientos de fútbol, su deporte favorito, pa-saron a un segundo plano. Con el paso del tiempo, su mente se hizo más ágil y sus trovas más refinadas: “He seguido el proceso con mu-cho juicio. Le doy muy duro porque me he dado cuenta de que esto es algo muy nuestro y no lo podemos dejar perder. Además, no trovo sólo por distraerme o hacer algo distinto, lo hago para expresarme y llevarle un mensaje a la gente”, dice.

Cinco años explorando el arte del repentismo lo han llevado a ocupar lugares destacados en diferentes escenarios. Sus rimas han competido en dos ocasiones en el festival de la trova del municipio de Concordia; en una de las versiones ocupó el segundo puesto y en la otra se llevó el título de rey. También participó en Festiniñez, un evento organizado por Metroparques, y en la sexta versión del Festi-val de la Trova Ciudad de Medellín llegó hasta la ronda clasificatoria.

Topoyiyo quiere convertirse en un digno representante de la tro-va y en un embajador del patrimonio cultural que promueve su ins-titución: “La trova ya no hace parte de mi vida, es mi vida. Me duele y me da mucha rabia que existan personas que sólo trovan por plata, pues menosprecian una tradición que hace parte de nuestra identi-dad. Puede que no sea un viejo o un pionero de la trova, pero le he cogido mucho amor a esto”.

Jefferson Zapata, “Piñata”, también es un enamorado de la trova. Él asegura que nació con esa habilidad, y el tiempo y la Escuela de la Trova de la Alzate Avendaño le ayudaron a pulirla. Desde niño sintió admiración por los trovadores; en especial se deslumbraba con el estilo de Los Marinillos; nunca se perdía los programas de televi-

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sión donde aparecían Germán Carvajal, “Minisigüí”, y Saulo García, “Gelatina”. En sus cuadernos escribía algunos versos y en los actos cívicos del Colegio Eucarístico Julio Carlos Hernández les trovaba a sus compañeros.

En el año 2004 ingresó a la Alzate y en el semillero encontró la asesoría que necesitaba para convertirse en uno de los mejores: “Para mí es algo muy bonito y más que un pasatiempo es una herramienta que me permite expresarme y desenvolverme en diferentes campos de la vida. La trova es maravillosa y cuenta con un gremio muy afian-zado: hay abogados, médicos, estudiantes, ingenieros y pronto habrá un sacerdote”, asegura, pues se siente preparado para combinar su vocación religiosa con el amor por la trova.

Piñata también ha mostrado su talento en diferentes certámenes. En el 2008 fue rey infantil en un festival que se realizó en el centro comercial Monterrey y ese mismo año se llevó el primer puesto en el Festival de la Trova de la Comuna 4, un evento que está ligado a la historia de la Alzate: “Ninguna comuna de Medellín tiene más de dos trovadores, pero en la cuatro tenemos más de veinte. La comunidad reconoce y valora el trabajo que hemos liderado en la institución y por eso desde el 2006 se destinan recursos del programa de la Pla-neación Local y Presupuesto Participativo, de la alcaldía, para la rea-lización de un festival en este sector de la ciudad”, explica Anchele.

Los integrantes del semillero también comparten sus versos con otras instituciones educativas; Anchele, Piñata, Topoyiyo, El Carnero, El Papa y otros trovadores atienden estas invitaciones sin cobrar un solo peso, pues, como dice don Humberto, “son unos misioneros de la trova”.

La última tandaBueno revivir la trova, por eso tanto la quiero,

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y también la educación que nos brinda el semillero. Las trovas y el sonido agudo del tiple se siguen confundiendo

con la algarabía que recorre el patio y los pasillos de la Alzate. En ver-sos octosílabos, los integrantes de la Escuela de la Trova continúan reviviendo la historia de una tradición que los ha llenado de júbilo. Piñata, que en pocos meses recibirá el título de bachiller, aprovecha su turno para agradecerles a sus amigos y a la institución que lo vio crecer:

Yo aprendí mil cosas nuevas y vivo en está casona,aprendí muchos valores,me formé como persona.Anchele, que ha acompañado a sus colegas en su proceso de for-

mación, se despide de Piñata como solo él lo sabe hacer: trovando…Se le da la despedidaa todo el que se va,mas queda la institución que a vos te recordará.El timbre concluye el duelo y anuncia el ingreso a las aulas. Co-

coliso, después de estrechar la mano de sus compañeros, regresa a su casa; Piñata se quita el sombrero, dobla el poncho y guarda el tiple en el estuche; Topoyiyo busca a la profesora de estética para pedirle una última oportunidad y Anchele entra a su oficina para ultimar los detalles de la quinta versión del Festival de la Trova de la Comuna 4. El silencio retorna al corredor y a las escaleras que aguardan los ver-sos de la próxima generación de trovadores de la Alzate Avendaño.

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En el Colegio Bello Oriente los profesores se convierten en científicos de la pedagogía. Llegan al salón de clase como si este fuese un laboratorio: hacen un análisis de la población

a estudiar, crean marcos teóricos, lanzan hipótesis, escriben los resultados y generan conclusiones, todo esto en unos cuadernos a los que llaman diarios pedagógicos. Después, esos resultados los debaten con otros maestros que han hecho lo mismo y así crean los modelos que se van aplicar en el colegio. En años anteriores se crearon el modelo didáctico y el modelo pedagógico, y en el 2010 se ocupan del modelo evaluativo de la institución. Una experiencia que ha permitido la cualificación de los docentes y la aplicación de métodos apropiados para su población estudiantil.

Bello Oriente Colegio

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De un colegio, un diario y cómo se hacen mejores maestros

Por Felipe Grajales Mejía

Mónica llamó al estudiante más alto y más flaco del

grupo 6.º B; le pidió que estirara los brazos hacia los

lados. Le señaló el ombligo y lo llamó punto cero. La

adivinanza dice que la mitad de uno es el ombligo. Al

eje que pasaba desde la punta de los pies hasta la cabe-

za lo llamó “Y”, este sería negativo del ombligo hacia

abajo: cintura, rodillas, tobillos y los diez dedos infe-

riores; y sería positivo del ombligo hacia arriba: pecho,

cuello, boca, nariz y ojos. Al eje formado por los brazos

estirados lo bautizó “X”, sería positivo desde la mitad

del cuello hasta la punta del dedo anular de la mano

derecha y negativo desde el cuello hasta el dedo anular

de la mano izquierda.

En catorce años dedicados a la docencia era la

primera vez que la profesora Mónica Uribe utilizaba a

uno de sus alumnos como modelo de plano cartesiano.

Había llegado al Colegio Bello Oriente en enero del

2010 y en la primera reunión le hablaron de llevar un

diario pedagógico. Ella conocía el diario de campo que

se usa en todos los colegios por mandato del Ministerio

de Educación. Allí ella escribía lo que le pasaba en el

aula de clase, las dificultades que había tenido y luego

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lo guardaba. Más tarde se lo revisaban para constatar que había he-

cho bien su tarea.

En Bello Oriente le dijeron que tenía que llevar un diario, pero

esta vez no serviría sólo como anecdotario, sería su herramienta para

convertirse en una investigadora de la pedagogía, una especie de

científica que utilizaría el aula de clase como laboratorio y que bus-

caría desarrollar métodos más eficientes para llevar el conocimiento

a sus alumnos. Además ahora lo llamaría diario pedagógico.

En esos primeros días del año 2010, Mónica Uribe se paraba al

frente del salón a dictarles a los alumnos, pero casi ninguno atendía;

escribía en el tablero y al menor descuido le borraban lo escrito. Ano-

taba todo lo que le pasaba en el diario pedagógico. Al mismo tiempo

empezó a buscar en los libros soluciones a sus inquietudes, analiza-

ba y sustentaba su investigación. Revisaba el diario pedagógico del

profesor que ella había remplazado y comentaba la situación con sus

compañeros en las reuniones dedicadas al diario pedagógico.

Empezó a notar que a los alumnos de 6.º B no les gustaba escribir

pero les encantaba hablar, que la profesora los utilizara como plano

cartesiano o como triángulos. “A ellos les gustaba que uno supiera lo

que pensaban, lo que sabían, y sabían mucho”, dice Mónica Uribe,

quien notó cómo sus alumnos se empezaron a sentir más a gusto

con las matemáticas. Empezó a desarrollar su propuesta de modelo

evaluativo para el colegio y escribió en el diario pedagógico: “La

expresión oral es y seguirá siendo en el Colegio Bello Oriente uno de

los puntos más fuertes y fundamentales para evaluar el conocimiento,

porque los estudiantes aprenden a dar la palabra, a escuchar, a socia-

lizar, a respetar y a emitir conceptos propios”. Estaba haciendo de su

trabajo algo menos mecánico, estaba pensando su profesión.

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Al filo de una montañaSi uno se para en el centro de Medellín en un día soleado y mira

en dirección Nororiente, superando el tropel de miles de casitas, ve una gran tubería gris que baja desde la punta del cerro. Al lado dere-cho, donde las casas le dan un espacio al verde, queda el barrio Bello Oriente, casi al filo de la montaña. Si usted desea subir en carro se de-mora unos cuarenta minutos desde el centro, eso si el chofer conoce bien el camino y tiene el arrojo suficiente para trepar por esas calles empinadas a una velocidad considerable. Si lo hace en Metrocable, debe llegar primero hasta la estación Santo Domingo y luego subir en carro otros veinte minutos más o menos.

Las calles, que en el centro son amplias y repletas de carros, se van haciendo más estrechas a medida que se sube en dirección a Be-llo Oriente. Los edificios ya no son tan altos, y mientras más arriba de la montaña se encuentre, menos niveles se notan en las construccio-nes. Las casitas se van haciendo más estrechas y más pegadas entre sí. Aunque usted suba en carro, deberá pasar por la estación Santo Domingo del Metrocable y desde allí emprender una nueva subida, en donde las calles se ponen más angostas aún. Se pasa por Caram-bolas, El Compromiso y La Aldea, se cruza por la base del Ejército con unas canecas en la calle para que los conductores disminuyan la velocidad al pasar. Después de sortear los obstáculos, el conductor hunde más el acelerador para no perder el impulso y uno pide, en silencio, que no baje un bus, una moto o un niño en bicicleta.

El conductor deja descansar el carro justo después de pasar por un mirador maravilloso desde donde se ven todos los edificios del centro y el resto de la ciudad. Más arriba se nota el final de la subida; el carro llega hasta la cúspide de esa montaña y justo al otro lado está Bello Oriente. Aparece de repente y distinto a lo que se había visto en el recorrido. Ahora es más el bosque que el área construida. Las casi-tas son de madera, algunas conservan el color natural, pero hay otras azules como el cielo, verdes como limones, blancas con ventanas

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rojas, y ya no están tan pegadas las unas de las otras. Muchas incluso

tienen espacios para cultivar. Se ven los sembrados y más arriba los

bosques de pino.

Si se sube la montaña a pie, se llega al corregimiento de Santa

Elena. Es una caminata de menos de una hora, para llegar hasta la

laguna por un caminito prehispánico construido por los indígenas

Aburrá para comunicar el valle de Medellín con el valle de Rionegro.

Bello Oriente tiene un aire limpio y frío. Es una zona casi rural,

donde aún se ven las recuas de mulas cargadas con costales de le-

gumbres o de fresas que es de lo que más da en esa tierra. “Muchas

personas no tienen el título de propiedad de sus terrenos, por eso en

algunos mapas ni el barrio aparece”, dice Román Builes, rector del

colegio, y agrega que “la mayoría de los habitantes son víctimas del

desplazamiento. Vienen de pueblos de Antioquia y otras zonas del

país”.

La luz eléctrica es deficiente en el barrio, los cortes son comunes.

A veces el agua tampoco llega, pero hay servicio de teléfono y es fácil

conectarse a internet. Toda la zona es de estratos uno y dos, un barrio

de familias trabajadoras. A pesar de no tener condiciones óptimas,

Román, el rector, dice que es un barrio tranquilo, que se respeta el

colegio y que aunque las cosas fueron muy duras en cuestión de vio-

lencia hace algunos años, ahora han mejorado y se vive mejor que en

otros barrios de la misma comuna.

Sobre el colegio y su filosofía “La diversidad no es un don; es un valor: precisamente porque

somos diversos podemos complementarnos y enriquecernos”, dice

en la cartelera ubicada afuera de la rectoría. Román Builes es el rec-

tor del colegio, es una figura de autoridad que no se impone por la

fuerza, que respeta la autonomía y cree que los modelos represivos

no sirven mucho. Por eso en este colegio los alumnos tienen derecho

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sobre su cabello, no es obligatorio que usen el uniforme, pero tam-poco es obligatorio que no se use, por eso algunas niñas pasean en falda de cuadros verdes y azules.

En Bello Oriente nunca suena el timbre para empezar la jornada o para cambiar de clases. Sus 1.835 estudiantes saben a qué horas deben estar en cada salón. Hay cuatro jornadas: mañana, tarde, no-che y sábados, las dos últimas están dedicadas a los adultos. A pe-sar de ser un colegio privado, los estudiantes no pagan un peso por estar allí, pues el valor total de las pensiones lo asume la Alcaldía de Medellín con su programa de cobertura educativa. Este contrato se realiza cada año entre la Alcaldía de Medellín y la Corporación Eclesial de Base Orlando González (Ceboga), encargada del manejo del colegio.

Aquí se promueve la autonomía: “Las personas deben ser respon-sables de sus actos, deben aprender que todo lo que hagan tiene con-secuencias”, dice Román, con su voz fuerte, segura y tranquila. Este colegio está formando personas dueñas de sus actos y conscientes de sus consecuencias. Quizás esa fue una de las causas por las que la comunidad al principio no creía mucho en el modelo.

“Un día me trajeron a un par de punkeros, la mamá me dijo: ‘¿cierto que para estudiar aquí tienen que motilarse?'. ‘No, señora, desde que no le saquen un ojo a nadie con esa cresta está bien', le contesté”. Otro día llegaron dos estudiantes a la rectoría. Por su com-portamiento creyeron que serían expulsados, pero Román, tranquilo, lo único que les dijo fue: “Ustedes son raperos, por qué no hacen un himno alternativo para el colegio, un himno en hip hop”. Eso los comprometió con la institución y pudieron seguir estudiando.

Es un modelo que difiere del tradicional conductista, donde a las personas se les dice qué deberían hacer, cuándo y cómo. Incluso para muchos maestros es difícil comprender el método. Diego Ale-jandro Saldarriaga fue profesor de sociales hasta el año 2009, sólo ha trabajado en Bello Oriente y ahora es el coordinador de la jornada de

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adultos; recuerda que los primeros días estaba aburrido por la meto-

dología que no comprendía: “Yo sentía que no encajaba, uno llega a

una institución y quiere plantear normas, dejar todo muy claro, que

todo funcione como uno cree que debe funcionar; tuve que entender

el contexto del colegio, la problemática de los muchachos”. Son mu-

chos los profesores que no resisten el cambio y no se adaptan. Algu-

nos sólo suben la primera vez y nunca más regresan. Pero los que se

quedan agradecen el acercamiento a la investigación.

Difícil al empezarEl diario de campo exigido por el Ministerio de Educación sirve

para que los maestros consignen lo que pasa en cada clase. Así, un

maestro juicioso anota que Anita no llevó la tarea, que Camilo impi-

de el buen desarrollo de las clases por su charlatanería en el aula, que

Alejandra hizo una gran exposición sobre la Constitución Política y

que a la mayoría de los estudiantes del grado 8.º A no les queda muy

claro el tema del Derecho Internacional Humanitario. Este profesor

guardará el cuaderno y lo mostrará cuando se le exija. Otros menos

juiciosos, los que lo utilizan como “mentirógrafo”, harán la tarea a

última hora y rellenarán las páginas con recuerdos maltrechos, o en

el peor de los casos todo saldrá de su imaginación.

Descontentos con esa situación, en el Colegio Bello Oriente bus-

caron una nueva forma de hacer el diario. Se les pidió a los profeso-

res que no consignaran sólo observaciones y que escribieran cosas

que sintieran en el aula. Hubo gran revuelo por parte de algunos

educadores y más escepticismo por parte de la mayoría. Sin embar-

go, la propuesta no estaba clara, los maestros no sabían lo que debían

escribir y los cuadernos terminaron como habían terminado todos

los diarios de campo anteriores: en el olvido. Esa experiencia generó

frustración por parte de algunos docentes, quienes argumentando el

fracaso propusieron que era mejor malo conocido que bueno por co-

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nocer y que se debería seguir con el método anterior. Pero los direc-

tivos de Bello Oriente no estaban de acuerdo y creían que una forma

diferente de llevar el diario de campo podría mejorar las experiencias

en el aula de clase.

En el 2006 se buscó dar otro enfoque al diario de campo y se les

volvió a proponer a todos los maestros desde transición hasta once

hacer una investigación sobre los procesos de lectura y escritura en el

colegio. Todo terminó en un gran caos, los profesores no sabían por

dónde empezar ni por dónde enfocarse, no había una buena guía,

no se tenían claros los objetivos y los maestros no sabían a ciencia

cierta para qué iban a trabajar, qué podría resultar beneficioso de

tanto esfuerzo y, sobre todo, no veían en qué podría utilizarse des-

pués su trabajo. El proceso era difícil porque los maestros debían

desaprender la metodología de los diarios de campo antiguos y no

había una motivación clara para dejar de hacerlo de ese modo. El

2006 tampoco fue la época del cambio y terminó con un proceso que

parecía fracasado, pero que se convirtió en experiencia para darle

mejor forma al proyecto, que se llamaría Fortalecimiento del diario

pedagógico como herramienta para la investigación pedagógica y la

cualificación docente.

El regresoEn enero del 2007 regresó al colegio Paola Gómez como coor-

dinadora académica. Ya había estado entre el 2000 y el 2005 en

Bello Oriente, pero había salido para ser la rectora de un colegio en

Itagüí. Así como hay profesores que no se adaptan a Bello Oriente,

ella no se adaptó al antiguo modelo académico. Paola había estado

en el cambio de modelo que había tenido el colegio en el 2001: “El

colegio era conductista, igual a todos, pero en esa época con tanta

violencia los estudiantes venían más a protegerse que a estudiar, y

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allí nos empezamos a preocupar por la formación desde lo social; aquí había una problemática muy fuerte”, recuerda.

Paola siempre tiene la sonrisa en los labios y trata con ternura a los alumnos. En su escritorio hay un sobre que ella les muestra a to-dos los que entran. Son unas coplas que le trajo Daniela, una niña de 6.º D, por el día de la antioqueñidad: “Vivo en el Barrio la cruz/ pero estudio en Bello Oriente/ pero camino hasta acá/ porque yo soy muy valiente”. Y mientras la otra persona recorre con su mirada el papel, Paola mira atenta, como esperando a que el lector confirme que sin-tió lo mismo que ella siente cada vez que lee las coplas.

Ese enero azul del 2007 Paola llegó con su energía renovada y con la convicción de que el método de enseñanza de Bello Oriente era el más adecuado, el que le permitiría vivir en todo su esplendor la tarea de educadora. También tenía claro que el diario de campo era la mejor herramienta para profesionalizar la labor del docente y sabía que si querían mejorar como maestros, había que pensar su profesión. Siempre sobre bases teóricas, recordó el primer párrafo del libro Pedagogía y sicología de Jean Piaget y de allí partió una especie de filosofía en Bello Oriente: “Desde 1935 a 1965, en casi todas las disciplinas designadas por los términos de ciencias naturales, socia-les o humanas, se podrían citar nombres de grandes autores que han renovado, con mayor o menor profundidad, las ramas del saber a las que han consagrado sus trabajos. Sin embargo, durante el mismo pe-riodo, ningún gran pedagogo se ha añadido a la lista de los hombres eminentes que han influido en la historia de la pedagogía”.

El texto generó un cuestionamiento en los profesores y en los directivos del colegio: ¿Por qué el maestro siempre tiene que esperar a que sea el sicólogo, el trabajador social, el que le hable de su que-hacer? Paola tenía claro que el salón de clase era el mejor laboratorio para que el educador desarrollara sus propios procesos educativos, comprendiera cómo funcionaban las dinámicas de enseñanza y me-jorara su desempeño, pero sobre todo Paola pensaba que ese trabajo

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dignificaba al maestro, le devolvía a su profesión la capacidad inves-

tigativa, de crecimiento, y con la ventaja de que podían probar sus

teorías en la realidad, valorar qué tan eficientes eran sus modelos y

qué representaban para los alumnos.

Paola habla segura de lo que hace, es algo que tiene que ver

con el amor a la pedagogía. “Yo soy una maestra de alma, vida y

corazón, los maestros somos profesionales de la educación y como

tales tenemos que estar a la altura, y solamente estamos a la altura

cuando manejamos la ciencia a la que estamos sirviendo, para así

poder tener un buen discurso e innovar. Yo creo que esta experiencia

dignifica al maestro, lo hace un profesional en la educación”, explica

la profesora.

El diario pedagógico En ese 2007 también se pensó en actualizar el modelo pedagó-

gico de Bello Oriente. Se quería hacer un modelo pedagógico real

y que tuviera en cuenta la realidad del estudiantado. El primer paso

era tomar en cuenta unos modelos didácticos. Para ese propósito, el

diario de campo, que luego se llamaría, diario pedagógico, sería la

herramienta fundamental.

Ya se tenían varias razones importantes para mejorar el diario de

campo: llevar un registro que era obligatorio por el ministerio, hacer

más científica la labor del maestro y construir unos modelos didácti-

cos reales que permitieran mejorar la experiencia del aprendizaje en

los estudiantes y, a un plazo más largo, construir el modelo pedagó-

gico del colegio. Con todo claro desde la instancia directiva, ya se

hacía más fácil transmitir la idea a los maestros.

Paola llamó a una reunión en la sala de profesores; llegaron los

35 maestros que trabajarían en la institución ese año. Hizo una pe-

queña reflexión sobre la pedagogía, sobre la labor investigativa del

maestro y les habló del modelo pedagógico. Les planteó la ruta a se-

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guir y les entregó una guía sobre cómo llevar el diario. Se les comuni-có a los profesores que en el 2007 el diario de campo se centraría en la construcción de los modelos didácticos. “Deben preguntarse us-tedes mismos: ¿Qué es lo que yo hago? ¿Qué es lo que yo enseño?”.

Se fijaron unas pautas y así lo hacen todavía: cada maestro escri-be cada semana en el diario y una vez al mes se socializa lo escrito con los demás profesores. Lo primero que se requería era tener una claridad sobre quiénes son los estudiantes, hacer un diagnóstico ini-cial en lo demográfico, en lo social-educativo y a nivel de profundi-zación en las áreas y en las asignaturas.

Con la guía, el maestro ya tenía claro qué debía escribir, ya no dependía sólo de su observación; ahora tenía un método. Según la guía, los maestros deben hacer una identificación de los estudiantes en cuanto a género, procedencia y composición familiar.

Después deben identificar los saberes previos del estudiante. Este es un tema importante dentro de Bello Oriente. Debido a que la población del colegio es en muchos casos víctima del desplaza-miento, los saberes no son tan equilibrados. Cada año hay una buena cantidad de estudiantes que abandonan la institución y otra buena cantidad que llegan por primera vez.

Después el maestro debe hacer una descripción general del gru-po que, según la guía, “hace referencia a la identificación de fenóme-nos transferenciales con la comunidad educativa, atmósfera grupal, fenómenos grupales, roles dentro del grupo, convivencia grupal”.

Las dificultades de los años anteriores sirvieron como experien-cia para no caer en los mismos errores. Los maestros ya tenían un norte y Paola revisaba cada uno de los escritos y les ponía las notas a los lados. Los profesores, algunos de los cuales dudaron al principio, se sentían a gusto con el desarrollo del trabajo. La propuesta fue tan bien asimilada que con el tiempo dejó el antiguo nombre de diario de campo por el de diario pedagógico, pues ya sentían que hacían algo diferente.

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La segunda parte del trabajo durante ese año fue el diseño de los modelos didácticos. Para esto también se les entregó una guía, que a manera de introducción decía que se pretendía “facilitar la inte-racción de los procesos de enseñanza y aprendizaje de una manera efectiva”. Además, brindaba una metodología, lo que facilitaba el proceso de escritura. Según la guía, el maestro debía consignar: ob-jetivo del diseño, justificación, ambientación (que tenía que ver con disposición de espacio y materiales); además debía retratar el proce-so cognitivo que se estimulaba con ese diseño, si había sido exitoso y las razones; y por último, se realizaba una confrontación con la bibliografía existente sobre la aplicación realizada.

El diario fue una invitación a los profesores a retomar los proce-sos investigativos. Cada semana cada uno debía reflexionar sobre los temas de enseñanza y los modelos didácticos que debía saber. Debía también tener un marco teórico, por lo que se veía obligado a buscar los aportes de diferentes autores. Luego debían autoevaluar cada mo-delo propuesto. Después de eso, cada mes compartían la experiencia con sus compañeros docentes en unas reuniones grupales en la sala de profesores, en las que se ponían en cuestión todas las ideas de modelos didácticos.

El año 2007 terminó con un proceso exitoso: no sólo se había mejorado la manera de llevar un requisito que era el diario de cam-po, sino que se habían dejado unos modelos didácticos específicos para la institución. Los diarios de ese año fueron dejados en la institu-ción y entregados a los maestros que seguirían en el proceso. La tarea para el inicio de ese nuevo año era validar los procesos didácticos diseñados el año anterior.

Un modelo pedagógico fue el resultado general que dejó el tra-bajo con los diarios pedagógicos. Los maestros formularon hipótesis y generaron conclusiones. Si bien la construcción del modelo no fue una labor fácil, sí fluyó decididamente, pues gran parte se dio por deducción, después de compilar las anotaciones en el diario pedagó-

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gico. Esas experiencias se trabajaron sobre cuatro pilares teóricos: la

autonomía de Immanuel Kant; el aprendizaje significativo, de David

Ausubel; la educación liberadora, de Paolo Freire, y la autenticidad,

de Fernando González. “Cuatro inspiradores de lo que pasa en el

aula de clase. Año tras año van llegando nuevas visiones, nuevas

interpretaciones del modelo, ahora ya se habla de incluir a Michel

Focault, a Giovanni Gianfrancesco y a Julián de Zubiría. El hecho de

que todo el tiempo los profesores y los directivos estemos haciendo

del diario pedagógico una herramienta para cualificar nuestro que-

hacer, torna dinámicos nuestro modelo didáctico y nuestro modelo

pedagógico”, comenta orgulloso Román, el rector del colegio.

La portada de Minnie MouseEl 22 de agosto del 2010 María Ximena Zapata abrió el cua-

derno que utiliza como diario pedagógico y se dispuso a escribir la

experiencia de la semana del 17 al 20 de agosto. Le gusta escribir los

domingos en la tarde, cuando todo está tranquilo y puede dedicar su

mente a la reflexión. Este año el colegio está en la construcción de

las estrategias evaluativas, y los diarios de todos los maestros están

enfocados en ese tema.

María Ximena es la profesora de 4.º B, un grupo que según cons-

ta en el comienzo de su diario pedagógico tiene 55 estudiantes, 24

mujeres y 31 hombres, quienes viven en los barrios Carambolas, Car-

pinelo, Jardín y El Raizal, pero proceden de municipios como Ituan-

go, Frontino, Dabeiba, Yolombó, Yarumal, Andes y algunas zonas de

Urabá y Chocó. Hay dos estudiantes repitentes, los otros han tenido

la oportunidad de conocerse en años anteriores. Según relata María

Ximena, es recurrente entre los estudiantes señalar el error ajeno, hay

burlas constantes y tienen muchos juegos de contacto físico.

Esa semana la estrategia evaluativa fue la comprensión de textos.

“La lectura es mucho más que descifrar palabras, nos posibilita com-

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prender, interpretar, descubrir, valorar un texto y reflexionar acerca de su sentido”, escribió en el diario con una letra pulida y pareja que tiene un cierto parecido a la letra Arial del computador.

María Ximena pudo haber llegado a cualquier colegio donde mandó su hoja de vida, pero el destino la acomodó en este, desde donde se ven todos los edificios del centro, que tiene una cancha en tierra pisada para jugar fútbol, voleibol e increíblemente basquetbol. Allí la mayoría de profesores son personas muy jóvenes y apasionadas por la pedagogía, y los alumnos son la muestra más clara de que los adolescentes colombianos, más que cárceles, requieren educación.

Para esa semana que empezó el 17 de agosto, la profesora llevó al salón de clase un texto sobre el Titanic, los alumnos se concen-traron inmediatamente, muchos habían visto la película: “Profe, en-tonces ahí fue cuando se hundieron”, dijeron algunos. Era un tema interesante para ellos, los motivó. “En el proceso lector intervienen varios factores que permiten a cada sujeto comprender lo que lee de manera diferente a otros, algunos factores son: los conocimientos previos sobre el tema, las emociones, los sentimientos”, escribió en el diario esa semana. También se sorprendió cuando les entregó a los estudiantes diferentes artículos del periódico y notó el interés que mostraban en el tema, especialmente recuerda al estudiante que tra-bajó el artículo de fútbol y le hizo un recuento completo del texto, incluyendo un análisis de lo que sucedería en la próxima fecha del campeonato profesional colombiano.

Esa construcción de los modelos evaluativos es un trabajo de pa-ciencia y de disciplina. Requiere un compromiso con la profesión y unas constantes ganas de superarse. La metodología del diario exige leer mucho y estar a la vanguardia de lo que pasa en temas peda-gógicos. Además obliga al maestro a pensar constantemente en sus alumnos y en cómo entregarles el conocimiento.

“En el grupo 4.º B se observó que la mirada vigilante del docente […], las preguntas textuales o exigentes que se les hacen acerca del

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contenido del texto leído, generan un alejamiento y una barrera entre

el niño y el imaginable mundo que proporciona la lectura”, fue una

de las apreciaciones que hizo María Ximena sobre el ejercicio de

comprensión de lectura, y esas conclusiones, sumadas a la investiga-

ción bibliográfica, le permitieron entender que a la hora de evaluar la

comprensión de lectura también debe tener en cuenta las emociones,

los sentimientos y muchas otras cosas que están en juego cuando se

toma el rol del lector. Para romper esa barrera, la profesora realiza

preguntas más abiertas, que invitan a la reflexión de los estudiantes y

les recomienda textos que son interesantes para ellos.

La buena educaciónEl viento en Bello Oriente es frío, por eso casi todos los niños

y las niñas llevan chompas de colores. En los días de invierno se

mete por las ventanas y pone a tiritar a los más valientes. En los días

soleados las tejas de eternit convierten el salón en un horno a baja

temperatura, aliado incondicional del sueño en los alumnos. Cuan-

do llueve, el pantano de toda la montaña llega en las suelas de los

alumnos y tiñe el colegio.

La planta física es sencilla pero armoniosa; es un colegio cam-

pestre, con pinos y senderos, y en el que aún se siente el cantar de los

pájaros sobre el rugir de la ciudad. Hace poco los estudiantes hicie-

ron una banca con forma de dinosaurio, la gracia es que la hicieron

con botellas plásticas de gaseosa rellenas de envolturas no recicla-

bles. Cuando esté firme y las personas puedan sentarse allí, se podrá

disfrutar los partidos de fútbol con Medellín de fondo.

Los estudiantes hacen bulla y de vez en cuando se siente la alga-

rabía procedente de algún salón. En el descanso, ellos juegan fútbol

y corren por el colegio. La mayoría sonríe, la alegría parece general.

Como en casi todos los colegios, los descansos tienen una alta carga

de energía positiva. En la sala de profesores también las sonrisas son

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las dominantes, se siente un alto grado de satisfacción con la vida. Sus caras dejan ver el amor por su trabajo, la pasión por la enseñan-za.

Román también sonríe y dice que el mayor logro de lo que se está haciendo en el colegio es que el maestro se siente un académico de su quehacer. Según dice, “Es un intento de hacer más académico el ejercicio docente y en ese sentido el maestro se quiere más, se siente más orgulloso de su trabajo, más seguro, y yo creo que eso es muy significativo”. De esa manera, en Bello Oriente ponen todo su esfuerzo para formar a los estudiantes, convertirlos en ciudadanos y hacerlos partícipes de la construcción de una sociedad.

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Colegio Cooperativo San Antonio de Prado

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Horas de muchos días, de varios meses, de once años, han sido dedicados por la profesora Alba Osorio y sus estudiantes del Colegio Cooperativo San Antonio

de Prado, a la difícil pero mágica tarea descubrir cosas nuevas. Desde estudiar las bacterias de la leche y la fuerza de un puño o una patada en taekwondo, hasta conseguir biocombustibles a partir de los desechos del café, han sido algunas de las ideas a las que pequeños científicos han dado vida. Pocos se alcanzan a imaginar que lo que comenzó con anilina de colores sea el día de hoy una propuesta educativa que ha aportado a la ciencia.

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La ciencia de los sueñosPor Víctor Casas Mendoza

Según los libros de biología, la lluvia se produce por la condensación de vapor de agua, y en San Anto-nio de Prado ese fenómeno atmosférico se repite casi todos los días. Llovía. María Camila García Giraldo pensaba, mientras afuera llovía.

Era la segunda jornada dedicada a la difícil tarea de encontrar ideas. Necesitaba una buena. Una inte-resante, innovadora. Algo que nadie hubiese investiga-do todavía. De pronto la concentración se interrumpió para escuchar instrucciones: “Muchachos, miren el medio ambiente. ¿Qué le hace falta? ¿Qué se puede modificar? ¿Qué podemos emplear para hacer un apa-rato tecnológico?”, preguntó la profesora Alba Osorio. Los estudiantes reunidos en el auditorio del Colegio Co-operativo San Antonio de Prado la escucharon antes de ensimismarse.

El día anterior, la profesora Alba, docente de Biolo-gía, pasó por los salones reclutando estudiantes: “Mu-chachos, nos metimos a última hora en la Feria Explora, y si queremos participar, tenemos que elaborar los pro-yectos en tiempo récord”. Sí, parecía imposible. Para la feria, a la que varios colegios de Medellín llevaban preparándose desde hacía dos meses, el grupo de estu-diantes del Colegio Cooperativo dirigido por la profeso-ra Alba, tenía menos de una semana.

Pocas horas de sueño, formular y reformular pre-guntas. Escribir, borrar y volver a empezar. María Cami-

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la, estudiante de noveno, y sus compañeros de décimo y once, per-

dieron la cuenta de cuántas veces repitieron ese proceso. El tiempo

se cumplió y ella tenía una idea: investigar cómo afectaba la fricción

a los niños que montaban en columpios. Y justo cuando iba hacia el

Parque Explora a la asesoría con un científico al que debía exponer

su propuesta de investigación, un amigo le comentó:

—Cami, yo vi en Los Simpson que los campos electromagnéticos

afectan las células sexuales del hombre.

—¿De verdad? —preguntó María Camila—, voy a llevar también

esa pregunta.

El científico del Parque Explora, encargado de asesorarla, fue di-

recto: “El efecto que tienen sobre los niños el montar en un columpio

es que se divierten. Y respecto a los campos electromagnéticos en las

células del hombre ya existen decenas de investigaciones”.

Lo que se buscaba con la feria era algo innovador, que los jóve-

nes de las instituciones educativas investigaran temas nuevos. “Cam-

bia esa pregunta y céntrala en bacterias: ¿Cómo se ven afectadas por

campos electromagnéticos?”, fue la sugerencia del asesor. Y así María

Camila y los jóvenes de los otros doce proyectos del Colegio Coope-

rativo San Antonio de Prado, regresaron al corregimiento a empezar

la etapa de experimentación, a buscar respuestas a su pregunta.

La invenciónEl Colegio Cooperativo San Antonio de Prado es una de las cinco

instituciones educativas de la Cooperativa Multiactiva de San Anto-

nio de Prado, Coomulsap. El colegio, creado en 1988, funcionó en

sus inicios en la antigua Escuela Carlos Betancourt, donde hoy queda

la Unidad Hospitalaria de San Antonio de Prado; luego, tuvo su sede

en otros dos lugares, hasta que en 1996 se trasladó a donde se en-

cuentra hoy: la urbanización Compartir, del barrio Pradito.

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Al frente, desde 1997, hace trece años, está el profesor Héctor

Emilio Olarte, un visionario. Respetado y admirado por sus pares,

por los alumnos y la comunidad de la zona, ha encaminado a la ins-

titución en un proceso de mejoramiento en busca de una educación

de verdadera calidad.

Y en esa odisea de encontrar la manera adecuada de formar inte-

gralmente a los niños, a los jóvenes y a los adultos, además de otras

estrategias, ideó el novedoso “horario cíclico”. No trabajan como la

mayoría de colegios con un cronograma de clases de lunes a viernes,

sino con un modelo de seis días. No quiere decir que estudien los

sábados, no, los días se enumeran de uno a seis, independientemente

de que sea un feriado, y los estudiantes saben que si el viernes fue

día uno y el lunes es festivo, entonces los cursos del día dos se corren

para el martes. “Las clases de los puentes se perdían, entonces yo me

puse a pensar cómo garantizar la clase tanto a los estudiantes como

a los profesores”, expone el rector. Otra fortaleza de la institución,

implementada durante la rectoría del profesor Olarte, es la comu-

nicación: en el colegio cooperativo todas las decisiones oficiales se

escriben, y los padres de familia reciben, mínimo una vez al mes,

comunicados con información importante sobre la institución o el

proceso formativo de sus hijos, la confianza entre los miembros de

la comunidad educativa, el trabajo colaborativo entre la Junta de Ac-

ción Comunal de la urbanización y el apoyo de los padres de familia

a la institución, también son aspectos dignos de resaltar en el Colegio

Cooperativo San Antonio de Prado.

Las mayores dificultades que tiene el colegio, como en muchos

otros, son la falta de recursos y la falta de continuidad del equipo

docente, ya que cada fin de año algunos deciden partir a otras institu-

ciones donde les ofrecen mayor estabilidad en los contratos y mejor

remuneración. Sin embargo, como dice el rector, así sea con las uñas

se ha logrado trabajar y hacer cosas buenas por los muchachos y por

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la comunidad, en parte gracias a la excelente administración de los

pocos recursos por parte de Coomulsap.

Esos recursos, ese apoyo, y esa línea trazada tanto des-

de la cooperativa como desde la rectoría, están encamina-

dos al emprendimiento y por supuesto a la investigación.

La experimentación

Luego de las recomendaciones de los científicos del Parque Ex-

plora, los estudiantes de los trece proyectos asesorados por la profe-

sora Alba rearmaban sus ideas de investigación. María Camila debía

replantear su proyecto y en ese proceso empezó a trabajar con Carlos

Alberto González, otro compañero suyo.

Miguel Ángel Vergara, docente en otra institución, esposo de la

profesora Alba, le dijo por eso días a María Camila:

—Cami, ese proyecto está muy bueno, pero deberías centrarlo

en bacterias lácteas.

—¿Bacterias lácteas? ¿Por qué? —preguntó María Camila

—Porque la cooperativa tiene una planta de lácteos, entonces

tienes la posibilidad de hacer la experimentación en la planta y no

tendrías que desplazarte hasta la Universidad de Antioquia. Así el

proceso sería más fácil.

—¡Claro! Muy buena idea —intervino la profesora Alba.

Fue así como María Camila y Carlos Alberto, en un par de se-

manas, pasaron de querer indagar las consecuencias de montar en

columpio a trabajar en un proyecto que titularon Efecto de los cam-

pos electromagnéticos como factores de crecimiento o indivisión en

el desarrollo de colonias bacterianas asociadas a productos lácteos.

Para el proceso de experimentación, los estudiantes debían ca-

minar hasta el Colegio Empresarial, otra de las instituciones pertene-

cientes a la cooperativa Coomulsap, donde estaba el laboratorio de

prácticas para ambas instituciones.

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Desde el colegio cooperativo hasta el empresarial, subían una

empinada calle, unas diez cuadras. El laboratorio estaba ubicado en

el segundo piso de un edificio donde funciona el empresarial, las ofi-

cinas de la cooperativa y una pequeña planta para el procesamiento

de leche de los productores de minifundios en San Antonio de Prado.

El laboratorio era de paredes blancas bien pintadas y mesones

impecables; en el del medio instalaron María Camila y Carlos Alberto

su campo electromagnético, rudimentario, muy artesanal: usaron una

bobina de licuadora y un suiche para someter las muestras de leche

a los campos electromagnéticos.

“Es muy duro al principio, porque uno es muy desorientado, pero

desde que entra al mundo investigativo aprende demasiado: volta-

jes, electricidad, magnetismos, Gauss, todo eso gracias a la práctica”,

confiesa María Camila.

Ella tenía que levantarse todos los días a las cinco de la mañana,

ir a clases a las seis y dejar el colegio a media mañana para subir

al laboratorio a hacer las pruebas. Dos horas tardaban haciendo el

procedimiento en el que sometían las muestras a tres intensidades

distintas durante quince minutos; y ese proceso lo tenían que repetir

tres veces por día durante dos semanas. “Yo casi no dormía, ni comía,

bajé como seis kilos”, recuerda.

La asesoríaCuando a la profesora Alba Osorio le preguntan cómo empezó

todo el proceso, ella siempre responde: “con una invitación”.

Y fue hace más de una década, corría el año 1999, cuando Alba,

con la necesidad de que los jóvenes entendieran mejor la ciencia y

los conceptos, creó un grupo que se llamó Jóvenes científicos, quie-

nes se reunían los sábados a hacer pequeños experimentos, más con

el fin de aprender terminología, que por descubrir la levedad o el

peso de las cosas.

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Un día llegó una invitación para participar en un concurso deno-

minado Cruzadas Ecológicas El Cid, que consistía en el aprovecha-

miento de recursos sólidos. Los Jóvenes científicos decidieron parti-

cipar con tarjetas, cuadernos, portalápices y portarretratos hechos de

material reciclado. Los evaluadores del concurso se sorprendieron

y decidieron dar el primer lugar al colegio cooperativo, dotándolo

de implementos deportivos, y a los estudiantes del grupo de Jóvenes

científicos, de cuadernos, maletines y útiles escolares.

Para el año 2000, Alba Osorio, bióloga de profesión, aventure-

ra y decidida de nacimiento, se fue a Chile, donde se casó y tuvo a

Daniel Francisco, el primero de sus hijos. Allí trabajó como docente

en varias instituciones hasta que decidió regresar a Colombia a fina-

les del 2005, y en enero del año siguiente volvió como docente al

Colegio Cooperativo San Antonio de Prado, donde además ocupó el

cargo de coordinadora de disciplina.

A su llegada descubrió que el proseo de investigación, si bien

continuó en su ausencia, no tuvo una sistematización de la experien-

cia de esos años, quedando casi como un vacío en la historia. Enton-

ces, recorrió todos los salones de sexto a noveno, convocando a los

estudiantes, y reconstruyó el grupo de Jóvenes científicos.

Jabones, champú, gel fijador de cabello y pequeñas pruebas

de laboratorio fueron los ejercicios con los que se retomó el grupo,

mientras su esposo, Miguel Ángel Vergara, quien llegó también como

docente a la institución, empezó una investigación con residuos só-

lidos en el corregimiento de San Antonio de Prado, con tanto éxito

que los resultados fueron publicados en esa época por la revista am-

biental Eolo.

Para el año 2007, luego de esa experiencia, el rector impulsó un

proyecto entre el colegio y la comunidad del sector para solucionar

el problema de las basuras. Fue tanta la acogida entre la comunidad

de las urbanizaciones ubicadas en el barrio Pradito, que conjunta-

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mente construyeron una caseta y capacitaron a un señor que se en-

carga del reciclaje en la zona.

En el grupo de investigación de Jóvenes científicos seguían traba-

jando con los pocos recursos con los que contaban, reuniéndose en

corredores, la biblioteca o el auditorio; y con la deserción de algún

estudiante que abandonaba por lo repetitivo del trabajo, y porque los

encuentros se realizaban en horario extra clase.

Para enseñarles, la profesora sólo tenía un laboratorio portátil

sin muchos instrumentos; sin embargo, aprovechaban al máximo los

materiales con los que contaban: “Esto es un erlenmeyer, esto es una

probeta, una pipeta, un termómetro”, cada instrumento, cada cosa,

se prestaba para una explicación de Alba y para un experimento de

sus alumnos, midiendo, agregando agua de colores, utilizando las

pocas sustancias que tenían.

Alba continuaba adelante con el grupo por la necesidad perso-

nal de educar y argumentando que los profesores en las clases sólo

podían enseñar las competencias básicas a los estudiantes, y que ese

grupo de investigación era la oportunidad de darles más conocimien-

tos a los jóvenes inquietos por la ciencia.

Las pruebas En ese año 2008, María Camila y Carlos Alberto no obtuvieron

muchos resultados, porque procesos investigativos como el de ellos

tardan tiempo. Presentaron en la Feria Explora los resultados obte-

nidos hasta la fecha, pero no en conclusión, pues aún podían ser

modificados.

Aunque no ganaron, se sintieron felices porque tres de los proyec-

tos del colegio cooperativo recibieron mención de honor por parte

del Parque Explora, y un proyecto clasificó como finalista: Aplicación

del mucílago del café para la obtención de biocombustible etanol.

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La idea fue de Katherine Restrepo y Cristian David Villegas. Él estaba en décimo y ella en noveno, cuando la profesora Alba hizo la convocatoria. Ellos pretendían, a partir del mucílago, una pulpa viscosa entre el grano y la cascara del café, producir biocombustible, no sólo para mejorar el medio ambiente, sino también para aprove-char esa parte del café que era arrojada por los caficultores como desecho, contaminando arroyos y quebradas.

Estuvieron visitando una finca en el municipio de Caldas, don-de recogieron los desechos, y con la asesoría de una científica de la Universidad de Antioquia designada como asesora por el Parque Explora, empezaron en los laboratorios de la Sede de Investigación Universitaria, SIU, a cultivar bacterias del mucílago.

Fue un trabajo arduo de varias semanas en las que tenían que rendir en el colegio y en el proyecto de investigación. Probaron con porcentajes distintos de mucílago, fermentaron por varios días las muestras y al final destilaron y encontraron lo que buscaban: etanol.

Luego de ser uno de los ocho proyectos seleccionados para la etapa final, debían hacer mejoras a los resultados presentados en la feria. Eso significó muchas horas sin dormir y trabajar en la Navidad del 2008, buscando un mejor rendimiento. Al laboratorio iban desde las ocho de la mañana hasta las cinco o seis de la tarde, esperando resultados con las muestras. Eran días de no salir con los amigos, de discutir entre ellos por el estrés de querer obtener algo bueno; eran días difíciles que, gracias al entusiasmo y los ánimos que siempre se les dio desde el colegio, lograron sobrellevar.

Empezaron a buscar una bacteria que fermentara mejor el mu-cílago y que fuera también del café. Probaron una y otra vez hasta descubrir que de la cáscara del café, otro desecho, podían extraer una bacteria que ayudó para obtener un mayor porcentaje de etanol.

El día de la presentación final de resultados, en abril del 2009, llegaron al Parque Explora Cristian y Katherine acompañados de la profesora Alba. Sus caras evidenciaban el cansancio de no dormir

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bien durante varios días; sin embargo, allí estaban. Expusieron su pro-

yecto y las mejoras que obtuvieron en los últimos meses de investiga-

ción ante científicos internacionales. Cristian les hablaba como si lo

hiciera con amigos de toda la vida, de forma espontánea, causando

simpatía su soltura y, claro, los conocimientos que ambos tenían so-

bre el tema.

Esa mañana los ochos finalistas fueron premiados: dos con un

viaje a Bogotá, dos a Costa Rica, dos a Brasil, y Katherine, Cristian y

el proyecto de otra institución de Medellín, como ganadores, se fue-

ron a la Feria de Ciencia e Ingeniería, ISEF, 2009, en Reno, Estados

Unidos.

No podían creerlo. Cuando dieron sus nombres se quedaron in-

móviles, y de alguna forma que no logran explicar, caminaron hasta

donde los esperaba Richard J. Roberts, premio Nobel de Medicina,

para entregarles los reconocimientos como ganadores, mientras la

profesora Alba no paraba de llorar de alegría: dos de sus muchachos,

de sus estudiantes del cooperativo, representarían a Colombia en una

de las ferias científicas más importantes del mundo.

Y así fue. Lo que empezó como una idea en el auditorio del Co-

legio Cooperativo San Antonio de Prado, era ahora un proyecto de

dimensiones inimaginables. Katherine Restrepo, Cristian Villegas y la

profesora Alba viajaron a Estados Unidos con uno de los dos proyec-

tos en representación de Colombia.

“Llegamos a un hotel gigante y nos atendieron muy bien. Y la

feria era impresionante: había cientos de estands”, recuerda Cristian.

Proyectos de China, Israel, Puerto Rico y más de 150 países partici-

paron ese año en la feria organizada por Intel. Astronomía, nuevas

tecnologías, biología, medio ambiente y todas las posibilidades de

investigación derivadas de esas y otras áreas, estuvieron participando

durante siete días. Cristian y Katherine no podían ocultar la emoción

de haber llegado tan lejos.

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El último día, cuando celebraron la premiación, uno de los

ocho proyectos que compartieron el cuarto lugar fue el de Cris-

tian y Katherine, quienes salieron corriendo a través de un sa-

lón gigante donde estaban todos los participantes de la fe-

ria, mientras la profesora Alba simplemente lloraba de alegría.

Los intentos y repeticionesNo ganar en la Feria Explora no fue motivo para rendirse. Todo

lo contrario. Aunque Carlos Alberto González decidió retirarse por la

carga académica, María Camila prefirió continuar con el proyecto en

el 2009, cuando le hizo cambios significativos.

“En el 2008 tuvimos algunos resultados y vimos que los cam-

pos electromagnéticos inhibían las bacterias, por eso al año siguien-

te la investigación la llamé Los campos electromagnéticos de baja

frecuencia como factores de indivisión en el desarrollo de colonias

bacterianas asociadas a productos lácteos, esa fue la segunda fase”,

precisó María Camila.

Gloria Machado, la asesora que el Parque Explora le designó en

el 2008 continuó apoyándola en el proceso. María Victoria Gómez,

alumna de la profesora Gloria, ambas del área de Biología de la

Universidad de Antioquia, y Marco Giraldo, de Física de esa misma

universidad, siguieron pendientes del proceso.

En el 2009 el proyecto “se modernizó”, como afirma María Ca-

mila. Gracias al profesor Marco, lograron conseguir en préstamo con

la Universidad de Antioquia un campo electromagnético de verdad,

tan pesado que era difícil de mover. El aparato, con todas las es-

pecificaciones técnicas, permitió a María Camila evaluar mejor las

muestras, pues podían calibrarlo y medir con intensidades exactas.

Con el dinero que le dio como apoyo el Parque Explora para la inves-

tigación, compraron una neverita y un horno pequeño para refrigerar

y esterilizar las muestras.

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“Doña Alba, inscríbame este año a la Feria Explora, que esta vez sí voy a ganar”, le dijo, entusiasmada, a la profesora.

Como ahora tenía las intensidades gracias al aparato que consi-guió en préstamo, pudo obtener resultados y aportar con su proyecto a la ciencia, pues logró comprobar que con los campos electromag-néticos, las bacterias lácteas sí se inhibían, y eso a futuro podía ayu-dar a los municipios lecheros de Colombia. “Vivimos en un país en el que todavía hay campesinos que van con sus cántaros de leche, y al no tener un sistema de refrigeración ellos podrían cambiar eso por campos electromagnéticos y tendrían mayor fecha de expiración, y el empresario podría comprarles la leche más a gusto y no habría tantas pérdidas económicas”, expone María Camila.

En la Feria Explora del 2009, María Camila, de quince años, re-cibió el primer puesto en el área de microbiología. El esfuerzo de tanto tiempo empezó a dar sus frutos gracias a la disciplina de ella, al apoyo del colegio y a la cooperativa que siempre estuvo aportando los recursos necesarios para la investigación; y claro, gracias al apoyo de sus padres.

“Los jóvenes con ese proyecto de investigación crecen mucho intelectualmente y ven todas las cosas que pueden realizar. Yo como padre en todo su proceso de investigación no puedo apoyarla ayu-dándole a medir los mililitros de leche, pero si cuidándola, esperán-dola hasta que salga, a veces en la madrugada, del laboratorio, para llevarla a la casa y darle ánimos”, dice Carlos Alberto García, padre de María Camila.

En enero del 2010, después de vacaciones, María Camila retomó su proyecto de investigación para llevarlo a un nivel más adelante, ahora quería cambiar el sistema de refrigeración de lácteos por cam-pos electromagnéticos.

“¡Fue una modificación total! Hay sistemas de refrigeración que producen unos gases clorofluorocarbonados y dañan la capa de ozo-no. Las nuevas tecnologías de los refrigeradores tratan de ser amiga-

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bles con el ambiente, pero debemos entender que somos un país en

vía de desarrollo y la gente es ‘cariñito de toda la vida’ y se queda

con una nevera hasta que se daña. Ese gas que producen los refrigera-

dores es contaminante y queríamos cambiar esa refrigeración móvil,

de los carros que trasportan leche, y estática, de las casas, por cam-

pos que no son contaminantes”, expone María Camila.

Con ese avance en su investigación, se presentó en abril del

2010 a una convocatoria de proyectos ambientales para hijos de em-

pleados de la Sociedad de Fabricación de Automotores, Sofasa. En su

presentación demostró cómo los campos electromagnéticos inhiben

las bacterias y cómo esos campos ayudan al medio ambiente por no

producir gases.

Los asistentes quedaron mudos. Escuchar a una niña de 16 años

hablando de gases clorofluorocarbonados era nuevo. Muchos de

ellos ni siquiera tenían idea de lo que estaba diciendo.

“Niña, pedimos proyectos sobre el agua o el papel, no cosas tan

avanzadas. ¿Quién le va a estudiar a usted ese proyecto?”, pregunta-

ron los jurados, deslumbrados.

En esos mismos días participó también en Sofasa, empresa donde

labora su papá, por una beca para estudiar inglés en Canadá, premio

que ganó siendo la mejor en la prueba que presentaron quince perso-

nas, trece de ellos universitarios. Por ese motivo retiró su proyecto del

concurso medio ambiental, que de seguro hubiese ganado.

Los resultadosInvestigación con imaginación y amor es sólo el nombre que

se le dio en el 2009 a ese proyecto que durante más de una década

se estaba trabajando en el Colegio Cooperativo San Antonio de Pra-

do. Fue como bautizaron un proceso de años para inscribirlo como

experiencia significativa al Premio Medellín, la Más Educada, para

lo cual hicieron una sistematización de todo el trabajo y el camino

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recorrido desde que a la profesora Alba se le ocurrió, un día cual-

quiera, convocar a un grupo de estudiantes para experimentar con

pompas de jabón, hasta el trabajo científico hecho por estudiantes

como María Camila, Katherine y Cristian.

El premio fue un reconocimiento a una profesora que decidió un

día no conformarse con lo que podía dar en las cuatro paredes de un

aula; un rector que siempre ha creído en las propuestas que ayudan

al crecimiento de sus estudiantes; a una cooperativa que, con los

pocos recursos que ha tenido, sigue creyendo en la importancia de la

formación integral de los jóvenes; y a unos estudiantes que quieren

para su formación un valor agregado.

Y ese reconocimiento que obtuvieron en noviembre del 2009 fue

el empujón definitivo para hacer de Investigación con imaginación y

amor un proyecto institucional para implementar en las cinco institu-

ciones de la cooperativa.

En el año 2010, Alba Osorio fue designada por la cooperativa

como coordinadora de proyectos. Ahora sólo dicta el curso de bio-

logía en el grado décimo del colegio cooperativo y se encarga de

capacitar a los docentes de las cinco sedes educativas de Coomul-

sap en metodología y herramientas de investigación, para que las

implementen en los salones de clase, y, además, está al frente de los

proyectos que lideran los estudiantes en las sedes.

La idea es contagiar de ese espíritu al corregimiento de San Anto-

nio de Prado, que tuvo, por ejemplo, en el primer semestre del 2010,

la primera miniferia corregimental, donde estudiantes de los once

colegios de la localidad mostraron sus investigaciones, en un evento

liderado por la profesora Alba y celebrado en el Colegio Empresarial.

Las nuevas ideas Sara Bolívar Puerta está en séptimo, tiene trece años y busca

desesperadamente mixomicetos y hongos.

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Apasionada por las novelas fantásticas como El señor de los ani-

llos, Harry Potter y Las crónicas de Narnia, y fanática del medio am-

biente, a su corta edad ya la preocupa la contaminación. Por eso

cuando se convocó a los estudiantes para participar en el proceso

de investigación en el primer semestre del 2010, Sara tenía claro que

quería buscar nuevas formas de limpiar el agua.

La necesidad, además de su amor por la naturaleza, surgió al ver

que en veredas de San Antonio de Prado muchas personas no tienen

acceso a agua potable y por ese motivo deben pagar mucho dinero

para purificarla: “Esa es mi idea, quiero hacer algo que no cueste tan-

to a los campesinos y que sirva para limpiar el agua”.

Una vez escuchó que los hongos servían para descontaminar el

aire y se preguntó si podía hacer lo mismo con el agua. Al no encon-

trar archivos de investigaciones sobre el tema, empezó a consultar en

internet, libros y revistas, hongos que se alimentaran de los organis-

mos que contaminan el agua.

Su investigación va bien, salvo por lo difícil que ha sido encon-

trar en laboratorios de la ciudad, los hongos con los cuales quiere

probar. Con la asesoría de la profesora Alba llevan semanas buscan-

do de lugar en lugar sin éxito; “si no los consigo tendré que buscar

otros hongos que tengan una alimentación similar”, explica Sara. “Si

no logró encontrar ningún tipo de hongos trabajaré con algas o con

otro tipo de organismos. La idea es seguir, no importa los obstáculos

que tenga”, expresa.

A Sara le gustaría en un futuro seguir en el grupo de investigación

del colegio para trabajar con energía solar, ideando paneles diferen-

tes a los ya existentes, o creando nuevas formas de energía limpia. Es

un trabajo que requiere doblar esfuerzos y ser disciplinados, pero es

una responsabilidad que está dispuesta a asumir. Como también lo

está Daniel Francisco, de ocho años, hijo de la profesora Alba, estu-

diante de 3.o B; su meta: volar.

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“Yo empecé haciendo un modelo de unas alas con papel, tijeras

y un mecanismo a control remoto, y cuando funcione lo probaré con

un modelo más grande”, expone Daniel Francisco, con la claridad

que seguro tuvieron cuando niños los hermanos Wright.

Su proyecto de investigación de este año se llama Alas para vo-

lar, y busca crear un prototipo de alas para los humanos a partir de

tres especies: el murciélago, el pterodáctilo y el pteranodonte; ani-

males que conoció por internet. Su investigación serviría para que

“cada persona pueda volar sin necesidad de los aviones, en su propio

hogar, sin tener que ir tan lejos como al aeropuerto”, explica Daniel

Francisco.

Confiesa que le gustan las ciencias naturales por conocer sobre

los animales, y que le encanta leer sobre el Cuaternario, porque exis-

tían mamuts “lanudos” parientes del elefante.

En el año 2009, estando apenas en segundo grado, investigó so-

bre el peso de la luz, probando en el laboratorio con un tubo y una

hélice. Después de muchas pruebas concluyó que la luz no tiene

peso, pero sí fuerza.

Los primeros pasosLos cinco hacen una fila. Se ponen su tapabocas. Estiran los

guantes de látex y se los ajustan con cuidado. No son médicos y no

se preparan para una cirugía. Es un grupo de niños de preescolar

que se alista para la tarea diaria. Suena el timbre y los estudiantes de

bachillerato regresan a los salones de clase, mientras los cinco en fila

esperan. Llegan tres estudiantes de octavo y ponen la fila en marcha:

ahora, como cada mañana, irán a recoger y separar basuras.

Las basuras en el colegio es el nombre que lleva la investigación

de los más pequeños. “Ellos llegaban al patio y lo encontraban muy

sucio, entonces se inquietaron y le preguntaron a la profesora”, co-

menta Alba Luz Echeverri, madre de Sofía Mendoza, de seis años. Así

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nació la investigación de ellos, con una pregunta que se formularon, y a partir de ahí empezaron a trabajar en clase sobre los tipos de de-secho y las formas de reciclaje.

Ahora cada mañana recogen y separan los residuos después del segundo descanso. “Estamos reciclando las basuras porque si man-tenemos el planeta sucio, se puede enfermar”, confiesa Juan Manuel Urrea, de cinco años.

“El hecho de que los niños estén haciendo eso hace que los gran-des se interesen más”, afirma Amalia Betancur, docente de transición y líder del proceso de investigación de los más pequeñitos. Con ello, desde su primer año en el colegio, se les educa en lo que denomina-ron el “juego de roles”: el utilero que reparte el material y está pen-diente de que no les falte nada, el vigía del tiempo está atento hasta qué hora va una clase, el comunicador, el líder; siempre cada niño tiene una responsabilidad y se les habla en las clases con esa termi-nología, de modo que manejan esos roles en todas las actividades.

Y trabajar de esa forma ha propiciado cambios significativos, pues ahora son unos niños más inquietos; todo el tiempo están pre-guntándose cosas: por qué los animales vuelan, o por qué algunos pueden vivir en el agua y si los sacan se mueren; y las profesoras no tienen que estar respondiendo todas las preguntas en las clases, porque ellos están investigando en las casas con ayuda de los padres, haciéndolos en buena medida independientes en su proceso de for-mación.

Tanto asumen su papel como investigadores que incluso en la casa implementan lo aprendido en el colegio. “¿Mamá, no podemos salir con un guante y un tapabocas a recoger basuras de la calle?”, le preguntó en una ocasión Manuela Pérez a su mamá, Lorena Co-rrea, quien no podía creer lo que escuchaba. “En la casa también reciclamos lo que encontramos de basura: lo cogemos y separamos en las canecas. La profe Amalia nos lo enseñó. Y con lo reciclable podemos hacer juguetes”, explica Juan Manuel, mientras su mamá,

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Lisbeth Gutiérrez, destaca la importancia que desde pequeños se les fomente el cuidar el medio ambiente, “y que no sean estudian-tes de paso, sino que les crean esas inquietudes”, concluye Lisbeth. Más que un sueño

En el 2010, además de las investigaciones de Sara, Daniel Fran-cisco y los niños de preescolar, otros estudiantes del colegio coope-rativo buscan respuestas a sus preguntas: tres niñas quieren producir gas metano a partir de heces fecales de animales; tres niños quieren crear un vehículo inteligente, para presentarlo en la Feria Leonardo da Vinci de la Universidad Nacional; Marcos Cardona, hijo de la profesora Amalia, está investigando la fuerza de un puño-patada en taekwondo, que consiste en comparar la fuerza que desarrolla un niño que practica ese deporte frente a uno que no; Verónica Monsal-ve quiere reutilizar el agua sobrante del proceso de deshidratación de leche en polvo y evaporada, para jugos o bebidas lácteas; otros quieren investigar cómo funciona un agujero negro a nivel in vitro.

Y así, varios niños y jóvenes pasan sus horas libres con tubos de ensayo, haciendo mediciones o maquetas. “Muchos colegios hacen investigaciones porque tienen un buen laboratorio dotado de todo, pero nosotros no somos un colegio adinerado. Todo lo hemos rea-lizado de corazón y con amor y empeño, no con dinero, sino con esfuerzo”, destaca María Camila.

Según Cristian David Villegas, ahora ex alumno, el proyecto de investigación le ayudó a crecer como persona y como estudiante, “cualquiera se mete, pero cualquiera no tiene la responsabilidad de sacarlo adelante”, dice. Ahora espera un golpe de suerte que le per-mita cumplir otro sueño: estudiar la carrera de Biología.

La profesora Alba está segura de que un niño que logran enrolar en el mundo de la investigación es un niño que le quitan a la calle, a la delincuencia. Y si los alumnos quieren, la cooperativa aporta el dinero para abrir esos espacios que los lleven a ser competentes e in-

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vestigadores en cualquier profesión que escojan, y tienen profesores que están en ese proceso ayudándoles; como dice ella: “el proyecto no tiene pierde”.

Sin embargo, como en todo también se presentan dificultades en el proceso con los estudiantes que se suman a la experiencia de investigar, y son en la mayoría de los casos la falta de tiempo y dis-ciplina: “Aguantar en ocasiones un aguacero con los zapatos llenos de agua para ir donde el asesor, o al planetario, al Parque Explora, o a la universidad; leer artículos científicos muchas veces en inglés; el estrés de los niños que se ven acosaditos y no tienen los resultados que esperan y se desaniman, y no quieren seguir; entender que el resultado no siempre se da rápido, para ellos es muy difícil. Hay que animarlos y enseñarles que lo importante no es el resultado, sino el proceso”, explica la profesora Alba.

Y no darse por vencida es algo que ha sabido hacer María Ca-mila García Giraldo. Ahora, con el apoyo de las directivas de su co-legio, de la profesora Alba como coordinadora de investigaciones de la cooperativa, prepara su proyecto para exponerlo en un concurso de Unilever al que fueron invitados sólo diez colegios de Medellín. Esperando que la experiencia y el trabajo de tres años den sus frutos y pueda conseguir lo que siempre ha querido: una beca que le permita estudiar Medicina cuando termine el colegio y así empezar a investi-gar desde otro campo, es su meta, es su sueño por cumplir.

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