especie de derrotero

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1 ESPECIE DE DERROTERO SALIDA. AVANZA DOS CASILLEROS Su padre era un genovés de esos que prefieren la muerte a la deshonra, entendiendo por honra cierto orgullo personal y egoísta sin más moral que un oscuro sentimiento de superioridad. Su madre era una sevillana llorona y asustadiza de pocas luces cuya mayor virtud era distinguir con ojo clínico las mejores verduras. Quizás una época de guerras los traspasara como un filtro deformante, convirtiéndolos en seres completamente diferentes de los que hubieran debido ser. El resultado casi obvio de esa ecuación acaso fuera su hermana María Julia, a quien desde hacía rato no se le veía el pelo. Él, en cambio, se rebelaba contra su familia de una manera lateral y solapada y trataba de hacer su vida sin demasiadas ambiciones. El convencimiento de que no se podía luchar contra semejante herencia de italianos y españoles de miras estrechas y los sucesivos tropiezos propios lo hacían cortoplacista, posibilista, quieto. María Julia había andado más o menos bien hasta la facultad, adonde había llegado estudiando obcecadamente palabra por palabra, luchando a brazo partido con sus escasos recursos, deletreando cada examen oral. Hasta ahí le habían durado el miedo de Dios materno y la dura palma de albañil paterna. Pero se enredó con un estudiante de sociología psicobolche y drogón, que la confundió con sus baratijas intelectuales y la extravió en una libertad equívoca para terminar cambiándola, imaginaba él, por unos ravioles de cocaína. Ultimamente pensaba seguido en María Julia. Sospechaba que se había acostumbrado a considerarla con lástima y ese sentimiento había ido mudando poco a poco a un respeto

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Reflejos de una vida en la pendiente

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ESPECIE DE DERROTERO

SALIDA. AVANZA DOS CASILLEROS

Su padre era un genovés de esos que prefieren la muerte a la deshonra, entendiendo por

honra cierto orgullo personal y egoísta sin más moral que un oscuro sentimiento de

superioridad. Su madre era una sevillana llorona y asustadiza de pocas luces cuya mayor virtud

era distinguir con ojo clínico las mejores verduras. Quizás una época de guerras los traspasara

como un filtro deformante, convirtiéndolos en seres completamente diferentes de los que

hubieran debido ser. El resultado casi obvio de esa ecuación acaso fuera su hermana María

Julia, a quien desde hacía rato no se le veía el pelo. Él, en cambio, se rebelaba contra su familia

de una manera lateral y solapada y trataba de hacer su vida sin demasiadas ambiciones. El

convencimiento de que no se podía luchar contra semejante herencia de italianos y españoles de

miras estrechas y los sucesivos tropiezos propios lo hacían cortoplacista, posibilista, quieto.

María Julia había andado más o menos bien hasta la facultad, adonde había llegado

estudiando obcecadamente palabra por palabra, luchando a brazo partido con sus escasos

recursos, deletreando cada examen oral. Hasta ahí le habían durado el miedo de Dios materno y

la dura palma de albañil paterna. Pero se enredó con un estudiante de sociología psicobolche y

drogón, que la confundió con sus baratijas intelectuales y la extravió en una libertad equívoca

para terminar cambiándola, imaginaba él, por unos ravioles de cocaína.

Ultimamente pensaba seguido en María Julia. Sospechaba que se había acostumbrado a

considerarla con lástima y ese sentimiento había ido mudando poco a poco a un respeto

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anónimo e indiferente. Cada vez que la recordaba, venía a su mente la última vez, la discusión

subida de tono, los puñetazos en la mesa de su padre, el llanto inútil de su madre y las

provocaciones de su hermana, esforzándose por escandalizar, devolviendo golpe por golpe. Al

final, María Julia había conseguido, quizá por intuición, sintetizar en un solo gesto su

sentimiento hacia ambas penínsulas. Antes de dar el portazo, y al tiempo que hacía un corte de

manga, gritó:

–¡A tomar por culo!

En esa época, él tocaba la guitarra y se entrenaba en una visión reflexiva de la vida. Así

que asistió a todo como un espectador, midiendo los ritmos, apreciando el crescendo dramático

y la estética del remate. Pensó, inclusive, que si su viejo hubiera podido mirar la escena desde

otro sitio, habría aplaudido a rabiar ese acto verdiano.

Después, la vida cambió. Él creía en un festival perpetuo de conversaciones erráticas

humedecidas con cerveza, recitales, tardes de sol sobre el pasto, amigos más o menos cretinos,

amigas más o menos atorrantas. El día que su viejo cambió las habituales protestas iracundas

por una charla de tierno acento paternal, intuyó que pasaba algo grave.

–Nicola, decate de macana... Tené que estudiare o te van a comer lo pioco...

Se lo veía como cansado de algo. Parecía a punto de rendir su temperamento

impenetrable ante alguna evidencia obvia que, sin embargo, no alcanzaba a descubrir.

–Non vine del mío paese para ver fracasar a mis hicos y sentire que muero en tierra

estraña –dijo con amargura.

Para ese entonces él, Nicolás, ya había leído con bastante interés a Florencio Sánchez en

la secundaria, así que no le afectó demasiado semejante sentencia. Es más, con el cinismo

propio de la edad la consideró anacrónica, poco feliz, producto de un desarraigo que no sólo

había modificado al hombre en relación a su entorno, sino también su ubicación temporal,

como si el salto de un continente a otro hubiera confundido en su interior distintas épocas, o

desarrollado la sensación de que ya no pertenecía a ningún lugar y a ningún tiempo, haciéndolo

vivir en coordenadas extraviadas, acaso eternas.

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Pudo ser otra cosa, pero eligió hacerse taxista. Lo seducía esa vida a la deriva,

transportada siempre, que se autoabastecía sin bajarse del auto: ahí podía trabajar, comer,

dormir, amar. Le pareció una ecuación simple, altamente conveniente. ¿Para qué necesitaba

aspirar a más? Por tanto, la elocuencia de esa vocación facilista no encontró obstáculos.

10:30 AM

Nicolás subió al colectivo y se sentó en el segundo asiento. Detrás de él trepó un hombre

de unos sesenta años, de aspecto común. El tipo no conseguía sacar el pasaje, la máquina

expendedora se trababa una y otra vez. El chofer ordenaba nuevamente la operación pero la

máquina se resistía a considerar las monedas del pasajero. Detrás del asiento del chofer,

apoyado contra el respaldo, un policía que viajaba de garrón contemplaba con interés lo que

pasaba.

Tanto el chofer como el tipo empezaban a impacientarse. Era la tercera vez que insistían.

En la escalera de la puerta delantera se apiñaban ya cuatro o cinco personas que pugnaban por

subir. Por fin, lentamente, la máquina empezó a tragarse una a una las monedas.

Mientras esperaba su pasaje, el tipo se sacó la gorra y se secó el sudor de la frente. La

espera se prolongaba mientras la máquina seguía interminablemente con su gorgoteo.

–Faltan cinco –dijo después de un rato el cana, que fue el primero en advertir el

problema. El tipo lo miró como si le estuvieran hablando a otro.

–A usté, don. Cinco faltan –recalcó el chofer, mientras anulaba la operación. Las

monedas repiquetearon en el fondo de la máquina. Bufidos y murmullos de desaprobación

empezaron a subir desde la escalerita.

El tipo miró incrédulo a los dos.

–¿Qué cinco? Si yo puse sesenta –contestó mientras examinaba las monedas–. Acá faltan

cinco, pero yo puse sesenta.

–La máquina no se equivoca, don. Se habrá confundido –trató de contemporizar el

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chofer.

–No, no me confundí. Estuve quince minutos esperando el colectivo. Conté las monedas

como diez veces. No soy idiota.

–Bueno, está bien. Tiene que poner sesenta.

–Ahora no tengo sesenta. La máquina se tragó cinco.

–Tome, dele –dijo una mano que venía de detrás suyo agitando furibunda una monedita–.

Ponga y déjese de joder.

–Tiene que poner sesenta, señor –cerró el cana.

El tipo rebuscaba en los bolsillos mientras se ponía rojo de rabia. Con ademán brusco

rechazó la mano que seguía insistiendo con la moneda. Estaba tan indignado que no encontraba

las palabras para protestar. La máquina por fin le entregó el boleto. El tipo miró con ojos

asesinos al chofer y al policía pero seguía sin saber qué decir. Todo lo que le salió, mientras

avanzaba por el pasillo, fue:

–País corporativo.

El cana, que por su ubicación no podía escuchar bien, se sintió aludido y saltó enseguida:

–¿Qué dijo, señor? –se envalentonó.

El tipo se dio vuelta y se arrancó la gorra de la cabeza apretándola en un puño.

–País corporativo, dije. A vos y al colectivero ése, se los digo –le enrostró.

El cana dudó un momento considerando la respuesta. Nicolás leyó en su cara, como en

un libro, que su ignorancia se había extraviado por completo en un concepto tan categórico

como extraño. Totalmente desorientado, durante uno o dos segundos eternos intentó adivinar

las intenciones, sin ningún resultado. Para salir del paso, aparentó un aire de autoridad tolerante

y se retiró a su posición. Apoyó los codos sobre el respaldo y siguió charlando con el chofer,

comentándole lo duro que era tratar con la gente.

El tipo se ubicó en el asiento del fondo. Apretaba la gorra entre las manos y todavía le

duraba la ofuscación. Nicolás observó que uno de los que subía detrás venía a sentarse a su

lado, mientras su amigo sacaba boletos. Se acomodó y le dijo:

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–Tanto quilombo por cinco centavos. Qué viejo de mierda, ¿no?

“Qué pendejo pelotudo”, pensó Nicolás. Enseguida razonó que a esa edad él habría dicho

algo por el estilo, así que apenas contestó:

–Son esas máquinas chotas, que no sirven para un carajo.

–Las máquinas no se equivocan –repuso el otro, con una suficiencia insoportable–.

Además, ¡por cinco centavos... !

Nicolás se desentendió de la conversación y se puso a mirar por la ventanilla. El amigo

del pendejo vino a sentarse en el asiento de adelante.

–¡Por cinco centavos! ¡Pero dejate de joder! –escuchó que comentaba, divertido.

–¿Viste? No se puede creer –le contestó el pendejo–. Qué gente, loco. Les importa un

carajo perjudicar a todo el mundo.

Nicolás se dio vuelta y los miró. El cana también los miraba, con sonrisa cómplice.

PIERDE UN TURNO

Había estado unos años coqueteando con el estudio. Resultados aceptables, entusiasmo

escaso. No tenía dificultades, pero era un agobio. No encontraba placer en estudiar y le

resultaba absurdo perseguir un título.

Después del servicio militar, Nicolás le anunció a su padre que no iba a insistir con

Ingeniería. Para su sorpresa, el viejo ni se calentó. Parecía que lo hubiera estado esperando.

Largó algunas frases de compromiso, que era una lástima, y siguió regando los malvones, como

quien dice. Eso lo desconcertó primero, le dio bronca después y lo enfrentó, por último, a una

sensación vaga: que algo definitivo estaba pasando, algo definitivo y sin embargo

intrascendente.

Buscó un trabajito, otro. Nada importante. Juntó un toquito, vinieron un par de

devaluaciones y pudo meterse de una vez con el taxi. Comenzar con el taxi fue como empezar a

vivir, cumplir la mayoría de edad, recibirse. Junto con el auto pintado de amarillo y negro, su

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propia vida pasó a pertenecerle. Nada mejor que alquilar los servicios personales, abrir la puerta

para que alguien subiese, se hiciese conducir, le pagase. Nunca más volver a verlo, no tener que

lamer ninguna mano falsamente dadivosa ni sostener con obsecuencia relaciones humillantes.

Un sentimiento anárquico, indisciplinado y amoral lo llevaba a consentir ese mundo de horarios

y convenciones, a transitarlo a lo ancho y a lo largo y a servirse de él con un sentido carnívoro

del provecho propio. ¿Qué le importaban los pasos del escalafón, el culto de la estabilidad y las

normas de convivencia? No estaba contra nadie ni contra nada, pero tampoco le debía nada a

nadie. Tenía veinte años y había decidido que en los próximos cinco se abriría camino a una

vida de comodidades. No pensaba pasar por encima de los demás, pero tampoco retrasarse si

existía algún camino más rápido y menos costoso. Por cortesía y conveniencia no oponía

reparos a guardar ciertas formalidades, como seguir la charla de los pasajeros, fuera para donde

fuese. No prestaba atención a lo que decían, lo mismo le daba que un violador le contara sus

obsesiones o un fascista hiciera el anuncio de su programa de exterminio. Finalmente, todos

eran clientes que dejaban su billete al final del recorrido.

Se puso de novio con una chica del barrio, que se hacía la toca todos los sábados para

salir con él. Se llamaba Mónica y no lo entusiasmaba demasiado. Pero le resultaba práctica, era

previsible, no llamaba demasiado la atención. Era tolerante y no le complicaba la vida: no

andaba histeriqueando por ahí, ni le hacía una escena cuando salía con sus amigos o se iba a la

cancha. Simplemente se quedaba en casa, cocinando una torta para cuando volviera, o llamaba

a una amiga para ir a ver vidrieras. Comprendía que el taxi era un laburo extraño, y que casarse

con él sería como casarse con un marinero. De cualquier forma, soñaba con el vestido, la fiesta,

la casa y todos los lugares comunes del matrimonio que a él no le atraían en absoluto.

Una vez a la semana iban a un albergue. Mónica no era frígida, pero sí un poco sosa para

su gusto. Cumplía con todo, pero le faltaba atrevimiento y desenfado. Algunas veces,

francamente, se aburría bastante con ella. Aunque en realidad, hubiera debido admitir que él

tampoco hacía demasiado para que esos encuentros fueran más entretenidos. Nicolás no lo

sabía, pero él también luchaba con sus vergüenzas, no pocas veces maltratadas cuando le

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tocaban chicas demasiado ardientes, que le sacaban ventaja en la cama y encima, después, lo

abandonaban alegremente por otro, dejándolo acomplejado y deprimido. Así que así estaba

bien. No veía inconvenientes en tener un palenque, mientras lo tuviera para rascarse y no para

dejarse atar. Siempre quedaba el recurso de una noche de juerga.

Después, Mónica empezó a ser más insistente con el casamiento. Nicolás la conformaba

con promesas más o menos difusas hasta que, naturalmente, ella quedó embarazada.

11:30 AM

Bajó del colectivo e instantáneamente se olvidó del tipo de gorra, los chicos y la máquina

boletera. Caminó hasta el edificio del Tribunal de Faltas. Se dirigió a los ascensores pero un

ordenanza que se apoyaba en un escobillón le señaló las escaleras:

–No se moleste. No funciona ninguno –cambió el escarbadientes de lugar en la boca y

volvió a mirar hacia la calle.

La sala del tribunal estaba desierta y el juez resultó ser un medio enano de bigotes

anchoíta que miraba por encima de los lentes.

Tuvo que esperarlo un rato. El juez ordenaba sus papeles. Después, como haciendo un

enorme esfuerzo, empezó a hablarle de su caso.

–Tiene dos infracciones –dijo secamente.

–Ya sé, mal estacionamiento. Fue en el tiempo que tardé en acompañar hasta su casa a

una cliente medio paralítica –arrancó sin mucha convicción.

–Vea –lo interrumpió con pedantería el enano–, si voy a atender cada una de las

explicaciones de ese tipo, mejor me voy a mi casa.

–Bueno, ese es un problema de conciencia suyo. Yo le tengo que contar lo que me pasó.

El enano pareció sorprenderse con la respuesta. Pero retomó su aire aplomado y

continuó:

–Lo que quiero decirle –se acodó sobre el estrado, que estaba sobre una tarima– es que

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mi función no es perdonarlo. No soy el maestro de quinto grado.

Seguía con su tono burlón y sobrador. A Nicolás ya le estaba reventando.

–No entiendo la relación. Mi maestro de quinto grado era un tipo bárbaro –dijo con tono

envenenado–. Además, si no le cuento mi problema a usted, ¿a quién se lo cuento?

–A mí no –aprovechó el juez–. A mí no me venga con cuentos –y lo miró sonriendo.

El enano de mierda lo había cagado. Nunca subestimes a un enano, pensó. Todo el

resentimiento que tienen se transforma en energía cuando disponen de algún tipo de poder.

–Bueno, en fin. Quiero recuperar el taxi –dijo Nicolás mirando para otro lado.

–Le dije que tiene dos infracciones –se ensañó el otro–. Cruce con luz roja en Crámer y

Echeverría –completó como anticipándose a su versión.

Nicolás se quedó estupefacto. Pero reaccionó apenas el relámpago de un recuerdo difuso

lo iluminó entre las orejas.

–Disculpemé –tanteó con un mal presentimiento–, ¿de qué fecha es esa infracción?

El enano revolvió sus papeles.

–Once de agosto a las cero treinta –bufó.

Nicolás sintió que la nuca le empezaba a levantar temperatura. Sabía que no tenía tiempo

de ordenar lo que iba a decir y el enano se podía aprovechar de eso.

–Mire, de eso me acuerdo bien –empezó con más vehemencia que la aconsejable– porque

yo nunca ando por esa zona. El policía estaba a ciento cincuenta metros, por lo menos; lo vi

bien. Y además, desde ese lugar no podía ver mi semáforo. En el mejor de los casos, y

descontando su buena intención, debe haber supuesto que yo había cruzado con luz roja.

El tipito lo miraba por sobre los lentes aparentando infinita paciencia.

–Oiga –le dijo–, no empecemos otra vez, sea bueno.

Nicolás sintió que la rabia y la impotencia le hacían ver todo rojo. Tenía que hacer un

esfuerzo o el enano lo iba a seguir gastando.

Ensayó un gesto histriónico mirando para todos lados.

–¿Esto es un tribunal de faltas o me equivoqué y entré a la oficina de cobros? –dijo

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aparentando ingenuidad– ¿Tengo derecho a ventilar mi caso o no? Porque si no, dígame cuál es

la ventanilla y nos ahorramos la comedia.

Notó que este tipo de tácticas molestaba bastante al enano, que se revolvió inquieto en su

silla.

–Si quiere puede iniciar una demanda federal –contestó empezando a perder la línea–. Y

no me haga perder más tiempo porque me pagan para otra cosa.

Nicolás vio la oportunidad al alcance de la mano. No podría evitar la multa, pero no

importaba. Empezó a saborear la revancha en cada una de las palabras que fue soltando lenta,

beatíficamente.

–Le recuerdo que entre los que le pagan estoy yo. Y tengo ganas de saber qué hacen y

qué clase de personas son los funcionarios que estoy manteniendo. Así que no está perdiendo el

tiempo. Está reprobando un examen.

El enano se puso rojo y a punto de explotar. Parecía que iba a irrumpir con una catarata

de imprecaciones, pero optó por llamar a su asistente.

–Alvarez –graznó. Por la puerta se asomó la cabeza de un tipo con raya al medio y

expresión de estudiada inocencia–. Por favor, indíquele al caballero el trámite para pagar sus

multas y que, por favor, durante diez minutos nadie me joda.

–Ese lenguaje tampoco es propio de su cargo –acotó Nicolás mientras seguía al asistente.

–¡Apúrese, Alvarez, hágame el favor! –gritó el enano fuera de sí.

El asistente lo guiaba con paso despreocupado por el pasillo. Había escuchado los gritos

destemplados como quien oye llover.

–¿Qué pasó? Lo hizo enojar –dijo revoleando un llavero y sin mirarlo–. Si lo sabía llevar,

por ahí le perdonaba las multas.

Nicolás se sentía poco dispuesto a prestarle atención. Pero como estaba de humor, sintió

curiosidad.

–¿Y cómo hay que llevarlo a este tipo? –preguntó.

El otro abrió los brazos desentendiéndose del tema.

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–Ah, no sé, no sé –se atajó–. Habría que preguntarle a la esposa.

–Claro –concedió Nicolás.

Siguieron caminando.

–Pero usted tendría que haber arreglado con alguien –volvió a la carga Alvarez.

–¿Con quién? –se hizo el boludo Nicolás. El otro pareció creerle, porque siguió sin

inhibiciones:

–¿Con quién? Con los de la grúa, con los canas, con cualquiera. Ahora tiene que ponerse

como un gil –puntualizó mirándolo de costado–. Y para como están las cosas...

Ahora Alvarez hablaba confidencialmente.

–En este país nadie paga nada. Los perejiles somos los únicos que gatillamos siempre.

Los peces gordos evaden impuestos, fugan capitales, trabajan con plata del Estado y nunca van

en cana. Si alguien los deschava, contratan a los mejores bogas que cotizan en plaza, dilatan el

trámite hasta que las aguas se calmen y por ahí, al final, terminan demandando ellos, arreglando

a algún juez y llevándose, encima, un vagón de guita.

Nicolás lo miraba de reojo. Empezaba a preguntarse si no le estaban tirando la manga.

–A esta altura de mi vida, yo arreglo a cualquiera. No quiero que me tomen más de

boludo. Prefiero darle la guita a un cana, que gana quinientos mangos. No creo más en nada.

Acá no triunfa el tipo que labura; triunfa el audaz, el inmoral, el que la levanta sin arriesgar

nada...

Mientras Alvarez le indicaba adónde ir, Nicolás consideraba que era una conversación

absurda. El tipo se despidió de él con extrema amabilidad.

–Hay que arreglar, hay que arreglar. Este país funciona así, no hay nada que hacer. Usted

paga y compra hasta lo que no se vende.

Antes de bajar las escaleras, volvió a pasar por la puerta a través de la cual le llegaba el

tono monocorde y sobrador de la voz del enano. Tuvo un ataque de repentismo. Abrió y asomó

la cabeza: vio, mucho más chica todavía, la figura insignificante, su bigotito de mierda, sus

lentes al tono y, por encima de ellos, sus dos ojitos muy abiertos.

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–Está aplazado, juez –dijo con una sonrisa dentífrica, y cerró la puerta.

TIRA OTRA VEZ

El día de su casamiento, mientras los amigos se juntaban a su alrededor, tenía la extraña

sensación de que ni él ni ellos tenían idea de por qué lo felicitaban.

Mónica estaba apretada entre su vestido y el sexto mes. Progresivamente, a cuenta de su

embarazo y con el matrimonio garantizado, había adquirido hábitos desagradables: rezongos,

ironías y una desconocida vocación por las decisiones autónomas. Y lo peor: la manía de darle

indicaciones, meterse en todo, ordenarle lo que debía hacer. Para colmo, inversamente a como

ella se había fortalecido, él se sentía debilitado.

Los meses que siguieron fueron todavía más duros. Nicolás no pudo disfrutar ni la luna

de miel, ni los regalos, ni la casa nueva. El embarazo era un arma terrible en manos de una

mujer como Mónica, y encima todo el mundo estaba de acuerdo en que las cosas eran así y así

se las tenía que aguantar. Pronto se sintió como el lacayo de un ser despótico y rencoroso que

se iba cobrando cada una de sus salidas de soltero, alegres plantones de novio calavera y otras

faltas cuidadosamente archivadas en la carpeta de morosos.

Su único refugio era el taxi. Por lo tanto, pasó a ser el tercero en discordia de una

relación conflictiva. Mónica empezó a atribuirle carácter de adversario; a veces, inclusive, de

condición femenina. Su suegra, para colmo, empezó a ocupar el lugar de sus ausencias, así que

lo más común para Nicolás era llegar a casa de trabajar y encontrarlas a ambas, madre e hija,

tomando mate en torno a una dramática bandeja de facturas y dispuestas a descuartizarlo.

De resultas de esas tardecitas y otras fuentes en donde abrevaba su angustia oral, Mónica

empezó a ganar volumen. Llegó al parto con veinte kilos de sobrepeso. El día en que debían

salir para el sanatorio, Nicolás la miraba desolado escuchándola refunfuñar y quejarse por todo,

la cara y los pies hinchados, el cuerpo redondo bamboleándose como una fragata.

Mónica subió al taxi después de muchos meses y no dejó de hacerle reproches en todo el

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camino. Nicolás no la escuchaba: recordaba las últimas veces que habían paseado juntos en el

auto, cuando todavía eran novios y él aún llevaba las riendas de la situación. Ahora conducía

hacia algún lugar en donde iba a tener un hijo con esa desconocida que chillaba en el asiento

del acompañante. Todo era demencial; las calles, los semáforos, las caras de la gente perdían

sentido.

Vestido de verde, en la sala de parto, se sentía absurdo. El corazón le latía muy rápido,

no podía respirar bien por el barbijo y la cofia le molestaba. Según los cursos de preparto, se

suponía que era un momento de felicidad suprema e inigualable. Junto a la cabecera, veía a

Mónica temblando, la frente bañada en sudor, como un corderito en el matadero. La escuchó,

primero en un susurro y luego más fuerte, llamar a su mamá. Por compromiso, tomó su mano y

la estrechó un poco, sin ninguna esperanza, ninguna expectativa. Lo único que circuló de una

palma a la otra fue el vector de una fuerza aplicada. Nicolás supo que su matrimonio iba a durar

poco.

05:00 PM

–Hace meses que no me pasás un peso –le dijo Mónica con gesto cansado mientras tiraba

de su remera para desvestirse–. Espero que no estés tan emputecido como para considerar que

esto es parte del pago.

Nicolás se sacaba los zapatos sentado en la cama. Sin prestarle atención, se levantó y se

acercó a la ventana. Por entre las hendijas de la persiana miró el taxi recién recuperado.

–Lo único que me falta ahora es un fiolo –rumió Mónica dejando el corpiño sobre la

silla.

Nicolás regresó a la cama y se tiró con los pantalones puestos.

–¿Vos necesitás un fiolo y el que está emputecido soy yo? –dijo sin ganas, por decir

algo– ¿Quién es la puta al final?

–La puta sos vos –contestó Mónica apretándose contra él– ¡La puta que te parió!

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Al ratito ya estaba sentado en la cama otra vez. Ahora Nicolás buscaba los zapatos.

–Volviendo al tema de siempre... –recomenzó Mónica desparramada sobre las

almohadas. La conversación derivaba entre ellos sin pasión, sin ningún entusiasmo.

–¿Qué querés que haga? Me habían secuestrado el taxi. Tuve que pedir un montón de

guita prestada para sacarlo –contestó Nicolás con tono neutro–. Estoy endeudado hasta el

cogote.

Mónica había cruzado sus manos sobre el vientre y miraba el techo.

–¿Y el mes pasado? –dijo después de un bufido– ¿Y el otro, y el otro, y el otro...?

Nicolás se acostó a su lado y encendió un cigarrillo.

–Siempre te pasa algo. Siempre tenés algún problema. Después venís, te tirás acá, abrís la

heladera como si fuera tu casa...

–¿No es mi casa también? –protestó Nicolás con fingida inocencia. Mónica revoleó los

ojos antes de responder.

–A esta altura, creo que ya compré tu parte en cómodas cuotas. Fue una operación

compulsiva.

Quedaron en silencio un rato.

–Después te borrás por un tiempo –continuó Mónica–. Supongo que entonces andarás

con plata. Los chicos preguntan por vos y no sé qué decirles –hizo una pausa y suspiró

largamente–. No sé por qué te aguanto.

–Nadie te obliga.

Mónica hizo un gesto de resignación

–Es lo que yo digo. Sos un hijo de puta.

Quedaron otra vez en silencio. Nicolás miró el reloj.

–¿Qué, ya te vas?

–¿Qué es lo que querés, Mónica? ¿Quién te entiende? –Nicolás se incorporó fastidiado–.

Si estoy, molesto; si me voy, me borro...

–No te pongas en víctima, nadie te pidió que te vayas –rezongó Mónica–. Siempre el

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mismo. Sos un turro.

–¿Ah, no? Creí que me habías dado el olivo cuando nos separamos.

–No mezclés las cosas, vos sabés bien que hiciste todo lo posible –Mónica lo increpó sin

levantar el tono de voz–. Que estuvieras o no estuvieras era lo mismo, no contabas para nada.

Lo único que quise era que las cosas estuvieran claras y no te siguieras aprovechando de la

confusión, haciéndote el ofendido encima, para llevar una vida de soltero con sirvienta cama

adentro, que además te criaba los hijos.

–Y ahora volvés con la misma milonga...

–Pero nadie te pidió que te vayas.

–Entonces me quedo.

Mónica hizo un gesto de desaliento, dio vuelta la cara y se puso a mirar el ropero. Se

sintieron pasos en el pasillo y alguien que manipulaba el picaporte intentando entrar. Nicolás

miró con cara interrogante. Mónica le hacía una mímica frenética para que recogiera su ropa.

–Mamá, ¿estás con papá? –se escuchó una voz infantil.

–¿Sos loco, Joaquín? ¡Estoy descansando! –gritó Mónica con voz áspera–. ¿Nunca van a

respetar cuando me duele la cabeza?

–Si el taxi está estacionado enfrente, ma... –se escuchó de nuevo, con ingenuidad

intencionada.

Mónica revoleó los ojos de nuevo y golpeó la cama con la palma de la mano. Nicolás

dejó de amontonar sus ropas y se aflojó, molesto. Mónica se decidió a darle alguna respuesta a

su hijo después de un silencio inconveniente.

–Tu papá me pidió permiso para pasar al baño. Y ahora andá a hacer la tarea y dejame de

hinchar.

–Te quería avisar que llegué, ma. El partido lo ganamos dos a cero.

–¡Qué bien! Después me contás.

Joaquín se fue corriendo por el pasillo.

–No sé para qué insistís con esta parodia, y no sé por qué te hago caso. Son chicos, no

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tarados –rezongó Nicolás.

–¿Por qué no le contestaste vos entonces, genio, en vez de quedarte mirándome? –retrucó

Mónica con rapidez.

–¿Para qué? Diga lo que diga, va a estar mal. Siempre está mal lo que hago, para vos.

Mónica se quedó un rato mirándolo con rostro inexpresivo. Después se dio vuelta en la

cama y habló dándole la espalda.

–Mirá, mejor andá vos también. Quiero descansar un rato. Me duele la cabeza.

RETROCEDE HASTA LA SALIDA

Su madre creía en Dios, en España y en el Caudillo. Muy joven había pertenecido a la

Sección Femenina de la Falange y lavado uniformes de soldados nacionalistas que peleaban en

el frente, durante la Guerra Civil. Y había presenciado tantos horrores y pasado tanta hambre

durante el conflicto y en los años que le sucedieron, que le había quedado un carácter

asustadizo y medroso, inclinado a dar la razón no a quien la tenía sino a quien ostentara mayor

fuerza. En su mente opaca y cerril la propaganda de aquellos días había hecho tabla rasa con

sus escuálidas ideas para dejar un santuario a la virgen de la Macarena, ordenado, impecable y,

conforme pasaba el tiempo, progresivamente más oscuro.

La viudez había terminado de idiotizarla. Nicolás la visitaba con regularidad y escuchaba

sus letanías circunscriptas a un mundo trilógico y asfixiante: Padre, Hijo y Espíritu Santo;

Patria, pan y justicia; Jesús, María y José; trabajo, disciplina y jerarquía, y así.

Nicolás se había inquietado sin razón aparente el día que esperaba a su viejo para ir a la

cancha y él no concurrió al encuentro. El día anterior había ido a visitarlo y sonrió al

encontrarlo cuidando las plantas de tomate que cultivaba en macetas.

–Berretine –le dijo su padre por toda respuesta.

Después, Nicolás le había preguntado cómo estaba.

–Triste –fue el escueto comentario.

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Nicolás intuyó que algo serio pasaba. De golpe y por primera vez se sentía grande y

cansado, y veía a su padre como a un viejo sin esperanzas.

Esa noche tuvo la sensación de que tenía que tomar una iniciativa, hacer algo sustancial,

aunque fuera insignificante para cualquiera, aunque nadie lo notara. Estaba en deuda, una deuda

a la que ya ninguno hacía referencia, un poco por el pudor que despierta lo que ha fracasado, y

otro poco porque ya no había manera de saldarla. Imaginó con angustia que encontraba la vía

de regreso a su viejo, a la época en que caminaba seguro, con su manaza llevándolo del

hombro, cuando todavía los caminos no se habían bifurcado y trajinaban una única huella, la

suya. Pero, ¿cómo volver? Primero pensó en un regalo, pero le pareció demasiado prosaico.

Imaginaba algo sutil, inapresable; invisible, pero definitivo. Se le ocurrió hacerse ciudadano

italiano; después, encontrar a María Julia; después, afiliarse a un partido político. No tenía una

explicación para ninguna de estas corazonadas, y de golpe las consideraba ridículas o absurdas.

Confuso, terminó sintiéndose embrutecido e incapaz, y se decidió por la menos ambiciosa de

sus proposiciones. Invitó a su padre al fútbol, esperando un carácter revelador de ese encuentro

que no se repetía desde la más lejana infancia

En una tarde ventosa, que empezó a arremolinar en torno a él la gritería y los papeles del

estadio a sus espaldas, mientras esperaba infructuosamente, sintió que lo aguijoneaba el dolor

en los riñones por dormir en el taxi. Cuando telefoneó, preocupado por la tardanza, su madre le

dijo entre sollozos que su padre acababa de morir.

Imperceptiblemente, de una manera tan evanescente como ese amasijo de sentimientos

que le había asaltado aquella víspera, algunas cosas empezaron a cambiar en su vida. Como un

caballo de paseo, que conoce la rutina de su camino, el taxi lo llevaba noche a noche por las

mismas calles, con idéntica gente subiendo, pagando y bajando, en una sucesión infinita que,

como todo infinito, no tiene voz ni sueño.

Desde que se había separado, todo el tiempo libre que antes andaba retaceándole a la casa

y a la familia empezó a sobrarle. Nunca se decidió a alquilar, y aunque con el tiempo

encontraba que el taxi era una casa demasiado chica, no tenía voluntad para decidirse a un

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cambio. Se bañaba cuando visitaba a su madre o a su familia, o en un hotel lleno de chinches y

ladillas, las noches que terminaba con compañías poco calificadas.

Si alguna vez había soñado con una vida regalada, hacía ya mucho tiempo que no tenía

expectativas. Cuando recién empezaba, la gente andaba con plata, pero después vinieron los

milicos y la cosa empeoró, y con la democracia el tema de la guita se puso peor todavía. Hubo

algunos festivales de dólar barato y jugarretas financieras, pero terminaron así, como el día

siguiente de carnaval, con los efectos y el hastío de la resaca. Y él, encima, se habituó a vivir de

la manga; era una rosca que no terminaba nunca: pedir y pagar; llorar, pedalear, sablear, garpar,

mangar, bicicletear. Conocía todos los matices de la rueda de treinta rayos, inclusive el

momento de hielo de no llegar y clavar a algún alma caritativa que había acudido en su socorro

con ingenua confianza en su palabra. Y tener que tacharla de la lista.

Se acostumbró a que, a la hora en que cae el sol, un sentimiento de abandono lo

arrastrara a la casa materna, para tomar unos mates cebados por la vieja sevillana y escuchar su

cantilena de siempre.

–País de ladrone había sío. Si acá lo que hasse falta es una mano dura; un Franco, un

Fidel Castro. Pero a cada cuar lo que meresse y Dió por sobre tó.

Ya no era, como pensó en un momento, sólo la voluntad de acompañar su soledad, esa

insólita virtud filial surgida con los años. Descubrió que su único momento de descanso era ése,

en los sillones de hierro del patio, oyéndola ir y venir por los ambientes ensombrecidos,

poblados de carpetas de macramé y presencias nostalgiosas: la guitarra del rock en el ropero,

las fotos añejas.

–Niñito Jessú dame fuerssa...

A través del viejo teléfono negro de disco, que su madre se negaba renovar, sentía el

impacto del tiempo transcurrido en el diálogo con sus hijos. El esporádico llamado de las tardes

había ido pintando sus voces infantiles de desganos y distancias imperceptibles en los

encuentros.

–Qué magra vida tienes, hijo.

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Mientras, él perdía la cuenta de los días mirando la enredadera de la medianera. La

inmensidad verde le acariciaba los ojos, y dormitaba un rato antes de salir con el taxi.

04:00 AM

Dio vuelta la esquina despacito aunque sabía que no iba a levantar pasajeros. Después de

dejar a Mónica durmiendo sus jaquecas y preparar la cena para los chicos, había salido sin

poder parar de pensar con bronca en la situación. Y se había ido de viaje por aquellas calles de

Caballito que no eran su zona, en una especie de derrotero ciego. Yirar por esas calles de

arbolitos que apenas se movían por el viento en medio de la oscuridad y la desolación más

completa era como pescar en un balde. Sin embargo, no había hecho cincuenta metros cuando

vio que en lo más negro de la mediacuadra alguien le hacía señas para que se detuviera. Paró las

antenas pero se tranquilizó cuando vio que era una mina.

Lo abordó directamente por la ventanilla del acompañante. No se veía nada. Fue al

grano:

–Te hago una francesa por diez pesos.

–¿Qué?

–Una francesa. Diez pesos.

“Con diez pesos”, fue lo primero que se le ocurrió a Nicolás, “me voy a la parrilla, me

como un asado, me tomo un litro de vino y me hago la mejor paja del mundo pensando en vos”.

Pero prefirió mentirle.

–Recién empiezo, cariño. Nomás tengo siete pesos.

No podía verle la cara, pero su voz era áspera, como de mucho faso, mucho alcohol.

–Bueno, está bien. Siete pesos.

Nicolás se dio cuenta de que había metido la pata. Ya no tenía espacio para una salida

elegante.

–¿Hasta qué hora estás? –preguntó.

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–Hasta las siete.

“A la mierda”, pensó Nicolás. Trató de sonar convincente:

–Bueno, fenómeno entonces. Dejame hacer un poco más de moneda y vengo.

La mina se separó del coche, asintió con la cabeza y dio dos pasos. Su silueta negra se

movía con la lentitud y el abandono de los que ya no se sienten humillados por nada. Después

se volvió y sin pasión, casi como un gesto de costumbre, le hizo un corte de manga.

–A tomar por culo –dijo sin alterarse. Siguió y se perdió en las sombras de la vereda.

Como un autómata, Nicolás puso primera y arrancó, tan despacio como venía. En la

esquina giró, fue hasta la otra esquina y volvió a girar, y después fue hasta la otra esquina y

volvió a girar, siempre a veinte, como los taxis que van así, pegaditos al cordón, esperando

enganchar a alguien. En la última esquina, la que completaba la vuelta a la manzana, aminoró

aún más. Escudriñaba la oscuridad, tratando de distinguir algo. Nada. ¿A qué puta podía

ocurrírsele yirar tan fuera de zona, por calles desiertas? Por fin distinguió una silueta imprecisa.

Tuvo cuidado ahora de detenerse en un estrecho charco de luz que se abría entre los árboles.

–Acercate –dijo con voz firme–. Soy tu hermano.

La figura se movilizó con rapidez.

–Claro. Y yo soy Carolina de Mónaco.

Por la presteza de sus movimientos y por la voz se dio cuenta de que se trataba de otra

persona. Y cuando entró de lleno en la luz y vio su cara, terminó de confirmarlo. La tipa parecía

graciosa. Decidió seguirle la corriente.

–Por lo puta podría ser –dijo divertido.

–¿Qué? ¿Vos te la cogiste?

–Puf. Un montón de veces. Al final la eché a la mierda. Me tenía podrido con el

ceremonial.

La tipa se reía ahora, acodada en la ventanilla. No era ninguna pendeja.

–Lo dudo. No te veo uña de guitarrero –lo desafió.

–¿Por qué? ¿Porque manejo un taxi y soy un poligrillo? –se indignó Nicolás.

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–A confesión de partes, relevo de pruebas –dijo la mina.

Nicolás la miró. No parecía muy desdichada que digamos por tener que hacerse romper

el culo todas las noches. “No más que uno”, pensó.

–Decime, ¿vos qué sos? ¿El refranero popular rioplatense? ¿O sos puta fina?

La mina se rió otro poquito.

–Bueno, ¿qué hacemos, papito?

El también se rió. Prefirió contestar con otra pregunta:

–¿Cuánto me cuesta una francesa?

–Acá, en el auto, diez pesos.

“Precio de lista”, pensó Nicolás.

–¿Y con tarjeta?

La mina lo miró medio desconcertada.

–Con la tarjeta te puedo hace cosquillitas en las bolas, si querés. ¿Qué querés que haga

con la tarjeta?

Nicolás hizo un gesto como de desilusión.

–Ah, entonces no sos puta fina. Las putas finas ahora te atienden con tarjeta.

La mina se incorporó un poco para contestarle.

–Decime, ¿vos no serás un pajero sin nada que hacer?

–Y sí, la verdad es que soy un poco pajero. Pero ahora estoy buscando a alguien que me

haga una francesa por siete pesos.

La mina no perdía su buen humor.

–¿Por siete pesos? ¡Pero tomátelas! –y revoleó un brazo para mandarlo bien lejos–. Seguí

buscando a tu hermana, o a alguno de la familia para que te la haga por siete pesos. ¡Diez pesos,

y porque me caés simpático! ¡Todavía no estoy tan hecha mierda!

Se fue riéndose por el medio de la calle.

“Pucha”, pensó Nicolás. Hizo unas cuantas cuadras, siempre despacio. “No puede ser”,

concluyó al rato, “en Constitución tengo que poder enganchar algo por siete pesos”.

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Tomó Directorio, después San Juan, después se abrió más y bajó por Pavón hacia

Constitución. A la altura de Jujuy lo paró una vieja. Nicolás se estiró hacia atrás sobre el

asiento del acompañante para abrirle la puerta.

–Joven, tengo que ir a Córdoba y Callao –le largó la vieja asomándose por la puerta

entreabierta–. ¿Sería tan amable de ayudarme a subir?

Nicolás todavía tenía la mano en el picaporte. Procedió a cerrar prolijamente la puerta y

retrocedió apenas el coche para que el rostro interrogante de la mujer quedara enmarcado en el

cuadro de la ventanilla delantera.

–Discúlpeme, señora –le dijo con cordialidad–, pero hace poco me llevaron el coche por

ayudar a una paralítica. No puedo arriesgarme.

El desconcierto aumentaba en el rostro de la vieja.

–¿Qué me está diciendo? –dijo por fin.

–Lo siento –se disculpó Nicolás, y arrancó.

“Así”, se amonestó Nicolás, “no vas a sacar ni para coger, ni para el asado, ni para nada”.

De cualquier forma, siguió hasta Entre Ríos y después por Callao hasta Córdoba. “Ya llegué”,

pensó. Eran las cuatro y media de la mañana y el sueño lo estaba venciendo. “Qué pelotudo. No

llegué a ningún lado. Y mejor que apoliye un poco antes de pegarme el palo”. Así que dobló

buscando una calle más o menos oscura. A esa hora su viejo se levantaba para ir a trabajar.

Naturalmente, él estaba durmiendo y no podía verlo, pero guardaba una única visión de los

ocho años, fantástica e hipertrofiada como ciertos recuerdos de la niñez. Había estado volando

de fiebre durante dos días, casi inconsciente, sin distinguir la mañana de la noche. De pronto

sintió un beso rudo en la frente. Cuando pudo abrir los ojos ya no había nadie, sólo vio a su

madre dormitando a su lado, apenas apoyada en la silla, como si levitara sobre la vigilia de

paños humedecidos en vinagre para aplacar el fuego de sus sienes. Se levantó, débil y a los

tumbos, y salió de la habitación. La puerta siguiente radiaba una luz suave; al atravesarla vio a

una María Julia adolescente y reconcentrada preparando uno de sus prolijos exámenes de

secundaria. Se asomó al zaguán y distinguió la figura de su viejo, las espaldas anchas, enormes,

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cargando el bolso, atravesando la puerta cancel y luego, difuso a través de la cortina de vual,

cerrando la puerta de calle. Frenó de golpe cuando estaba a punto de cruzar una avenida con

semáforo en rojo. "La verdad es que podrían hacerme una boleta por noche", pensó. Hizo un

esfuerzo y siguió buscando un lugar. Algunas calles se prestaban pero no lo convencían: o el

movimiento, o los árboles, o los edificios altos le molestaban. Al final estacionó en cualquier

lado y reclinó el asiento. "Tendría que haberme quedado en ese barrio", se dijo recordando las

cuadras oscuras de Caballito. "Ese barrio era especial para dormir". Después se puso de

costado, desplegó un pañuelo sobre los ojos y hundió el mentón en el pecho. Junto con el

pañuelo se corrió una cortina sobre su mente, una cortina como de vual, y quedó en blanco. Al

ratito estaba roncando.