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X X X I V C o n c u r s o d e C u e n t o s “ V i l l a d e M a z a r r ó n ” - A n t o n i o S e g a d o d e l O l m o - 2018 ESCUCHA AL VIENTO CARLOS GARCÍA VALVERDE ACCÉSIT

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X X X I V C o n c u r s o d e C u e n t o s “ V i l l a d e M a z a r r ó n ”

- A n t o n i o S e g a d o d e l O l m o -

2 0 1 8

ESCUCHA AL VIENTO

CARLOS GARCÍA VALVERDE

ACCÉSIT

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, nació en León. Carlos García ValverdeEstudió dibujo y pintura en la Escuela de Artes y Oficios. Dedicado profesionalmente a la ilustración y el diseño gráfico, labores que compaginó con su trabajo en diversas entidades financieras, hasta 2014. Edita y colabora asiduamente en var ias publicaciones de ámbito corporativo.

Sus inquietudes literarias le han proporcionado varios premios literarios. Caben destacar entre ellos el “Villa de Cistierna” , “XVII Nueva Acrópolis”, “Enrique Orizaola”, “Campo grande”, “Casino obrero de Béjar”, etc.

Así mismo ha publicado “Historia de León en cómic”, “La hierba bajo la nieve y otros relatos leoneses”, "Retratos inmortales", “Cuentos de ...”y otros más.

El 13 de Julio de 2018,

el jurado del Concurso de Cuentos

Villa de Mazarrón - Antonio Segado del Olmo,

compuesto por Antonio Lucas Herrero, Antonio

Parra Sanz, Mari Ángeles Rodríguez Alonso, Fernando

Fernández Villa, José Cantabella Miras y José María

López Ballesta, otorgaron el Accésit de la trigésima

cuarta edición al cuento titulado Escucha al viento,

de Carlos García Valverde.

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El tío Aquilino abre el arcón de las manzanas y se pasa un buen rato

seleccionando las más grandes y sanas. Luego las mete en un saco y lo sube al

chiribitil situado bajo el tejado de la casa. Allí lo oculta con cuidado debajo de un

heterogéneo montón de aperos destartalados, zarandas oxidadas y otros tereques

más o menos inútiles. En el baúl quedan sólo veinte o treinta piezas menudas o

cocosas que Aquilino, de vuelta del sobrado, cubre esmeradamente con un paño de

lino blanco, cerrando la tapa a continuación.

El viento le ha dicho que, esa misma noche, los maquis van a bajar al

pueblo en busca de provisiones.

Capítulo uno: San Frutos y el Norte

San Frutos está situado en la suave ladera de un monte mediano, en cuya

cima crecen de forma desordenada y tupida las carrascas y las retamas. El

poblacho consta de una única y polvorienta calle central, no muy ancha,

flanqueada en ambos márgenes por cuarenta o cincuenta edificaciones, entre

casas, cuadras y corraladas, todas ellas construidas en tapial adusto o conformadas

a base de modestos adobes. Únicamente una decena de callizos breves y angostos

parten de forma más o menos perpendicular desde la arteria central, para acabar

muriendo, generalmente, en algún pequeño huerto o cascajal posterior a las

viviendas. Ni siquiera la iglesia, erigida en medio de una de las hiladas de casas,

cuenta con el privilegio, habitual en otras poblaciones, de una plazuela o glorieta

frontera o aledaña que rompa con tan monótono trazado urbano. En realidad, sólo

la desemejanza de materiales empleados en su construcción -ladrillo en lugar de

barro- diferencia al templo del resto de edificaciones colindantes. Bueno, eso y una

austera espadaña que da hospedaje a una única campana, y que ni siquiera se ve

rematada por la clásica veleta, artilugio, por otra parte, bastante inútil por aquellos

pagos.

Porque, en San Frutos, todo el mundo sabe de dónde viene siempre el

viento o, más apropiadamente, "el Norte", que es corno se le conoce aquí, puesto

que invariablemente sopla desde tal punto cardinal. La verdad es que ni los

ESCUCHA AL VIENTO

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meteorólogos ni otros augures, conocedores de esta particularidad, se han puesto

jamás de acuerdo sobre el motivo de tan contumaz fenómeno, ni sobre la causa de

su constante bufido en el lugar durante, al menos, trescientos días al año. Unos

aducen razones naturales atribuibles a la orografia circundante, o particulares

áreas de presión o temperatura privativas de la zona; otros, indudablemente menos

empíricos, argumentan antiguas maldiciones pesantes sobre la aldea, cuyos

orígenes y fundamentos se pierden en la memoria de tiempos antiguos. El caso es

que el Norte sopla casi constantemente, en cualquier estación del año, ya sea en

furiosas rachas, en bufidos tozudos y continuos o, en el mejor de los casos, en

templados céfiros condescendientes. Incluso las escasas jornadas en que se toma

un breve respiro, su presencia e influjo pueden advertirse en la permanente

inclinación de los árboles del lugar, y hasta las casas parecen escorarse casi

imperceptiblemente bajo el secular y pertinaz empuje de la corriente ventosa. Por

todos es asumido que la fundación y el desarrollo de San Frutos han estado, desde

sus principios, condicionados por la sempiterna presencia de la ventisca norteña, de

manera que su cartografía urbana, al intentar evitar o soslayar, en la medida de lo

posible, los molestos efectos del vendaval, ha acabado por conformar, a través de

los tiempos, esa solitaria calle medular, orientada precisamente a septentrión para

facilitar el acceso, tránsito y huida del viento, rehuyendo, de este modo, cualquier

enfrentamiento con tan poderoso como invisible enemigo.

Capitulo dos: .El escuchante

Pero no todo el mundo considera al Norte como enemigo o incómodo

convecino. Desde que se tiene memoria, en San Frutos ha existido la figura del

"escuchante", una especie de agorero que interpreta, descifra y desvela los mensajes

que cabalgan entre las hebras de aire del ventarrón. Se trata, al parecer, de una rara

habilidad que se transmite ordinariamente de padres a hijos, aunque no siempre es

así. En la actualidad es Aquilino quien desentraña los eólicos avisos, y antes que él

fue su padre, que a su vez relevó a su abuelo, y así sucesivamente. La casa de la saga

de "escuchantes" se encuentra al final de la rúa central, al sur del caserío, de manera

que ellos, desde siempre, han podido atrapar al vuelo no sólo los ecos lejanos que

ha arrastrado el Norte en su trayecto allende el pueblo, sino los recogidos por este

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en su fugaz periplo callejero dentro del mismo. De esta forma, Aquilino sabe en

cada momento todo lo que se vocea en la taberna, se murmura en los conciliábulos

de comadres o incluso se bisbisea en la intimidad de las alcobas.

Y también, claro está, cuándo debe esconder las manzanas, el vino o la

matanza.

Capítulo tres: El albéitar

Beltrán regresó a San Frutos veinte años después de haberlo abandonado

con destino a la capital de la provincia, donde había completado su formación

académica. Ahora, convertido ya en veterinario, y tras prestar sus servicios

profesionales en otro par de comarcas adyacentes, asumía, sin demasiado

entusiasmo, su nuevo destino en la aldehuela que lo vio nacer y a donde, en verdad,

nunca había pensado en volver. Tenía que hacerse cargo de San Frutos y otros tres

poblachos cercanos, y su único pariente vivo en el lugar, en calidad de tío segundo,

resultaba ser Aquilino, aunque Beltrán estaba un poco remiso a contactar con tan

pintoresco ancestro, de modo que llegó al pueblo sin avisar a nadie. Pero cuando

descendió del tren en el humilde apeadero de la aldea, Aquilino se hallaba en el

andén, esperándole. Lo había escuchado en el viento.

El escuchante, apelando a los lazos de la sangre, ofreció a Beltrán

alojamiento en su casa y este, ante la probada ausencia de fonda o pensión

donde acogerse, hubo de aceptar la propuesta, si bien quiso dejar claro desde el

principio que sería una situación provisional, mientras hallaba otro acomodo

menos oneroso para ambas partes.

-Puedes quedarte el tiempo que quieras -aseguró Aquilino-, vivo solo y

hay suficiente sitio para los dos, y más que vinieran.

El caso es que, con el transcurso de los días, la convivencia diaria y la

ausencia de roces entre los dos hombres acabaron por establecer entre ellos la

confianza mutua y la sana cordialidad, derribando los recelos que Beltrán, en

principio, abrigaba con respecto a su hospitalario pariente y su pretendida y

estrambótica habilidad. En realidad, el veterinario era bastante escéptico en este

terreno, y achacaba las revelaciones de su tío no más que a unas notables dotes de

observación y a un oído atento, aunque no precisamente a los susurros del viento,

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sino a los corrillos y mentideros de la cantina, o a la indiscreción de algún que otro

convecino lenguaraz. Sea como fuere, Aquilino se reveló como un perfecto

anfitrión: dejaba hacer a su sobrino, sin meterse en sus asuntos, y no quería ni

hablar del tema cada vez que Beltrán, más por cortesía que por auténtico deseo,

insinuaba la conveniencia de buscar otro alojamiento. El escuchante puso además

a disposición de su sobrino una mula mansa de su propiedad, para facilitar el

desplazamiento de este en el desarrollo de su actividad por los pueblos del

contorno, pero Beltrán, a pesar de su dedicación a las bestias, era un pésimo jinete,

de forma que hubo de agenciarse un charrete con limoneras al que enganchar la

acémila. Ambos parientes acabaron compartiendo largas conversaciones y

confidencias, al amparo de la lumbre, cada vez que el albéitar, ya de anochecida,

regresaba en el carricoche de sus visitas facultativas. Con el invariable y sempiterno

murmullo del viento barriendo la calle y azotando los batientes de las ventanas,

Beltrán le contaba a Aquilino cómo le había ido el día, las pequeñas anécdotas de la

jornada y le traía noticias de los pueblos que había visitado en ejercicio de su

profesión. El escuchante, en contrapartida, le ponía al corriente de todo lo que el

Norte le había susurrado durante su ausencia, las discusiones vecinales, los líos de

faldas, los movimientos de los milicianos en el monte...

Una tarde, cuando el veterinario arribó a San Frutos tras su periplo diario,

Aquilino le estaba esperando en la puerta de la casona.

-Ya sé que no son horas, y que vendrás cansado, pero el Ruperto tiene un

ternero con carbunco y, si no se hace algo, se le morirá en poco tiempo.

-¿Cuándo le han avisado? -preguntó Beltrán,

-Aquí no ha venido nadie -respondió Aquilino-; lo escuché en el Norte,

El albéitar renunció a indagar más sobre el asunto, tomó su maletín del portaequipajes del charrete y partió hacia la casa de Ruperto. Cuando llegó, se encontró a este y a su mujer en el establo, junto al choto enfermo. Ambos parecieron no sorprenderse por su visita, sabedores, a buen seguro, del origen de la alerta,

-No queríamos molestarle a estas horas... -se disculpó el hombre.

-No importa -repuso Beltrán, acercándose de inmediato al animal para efectuar su reconocimiento.

Un buen rato después, una vez sajadas y desinfectadas las zonas gangrenadas, el veterinario dio por terminada momentáneamente su labor,

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encareció a ambos cónyuges el cuidado y periódica limpieza con agua oxigenada de las incisiones practicadas, y prometió visitarles al día siguiente para calibrar la evolución de la enfermedad. A regañadientes, hubo de aceptar un capón colorado y un enorme queso que la agradecida pareja insistió en entregarle como contraprestación por sus servicios. Cuando entró en casa, Aquilino le estaba esperando cuchillo en mano mientras, en un pote colgado de las pregancias, el agua hervía ya, dispuesta para el desplume,

-Qué bien nos va a venir ese capón para cenar –dijo escuetamente,

tomando el ave y dirigiéndose al corral para sacrificarla.

Beltrán no pudo menos que preguntarse cómo su tío sabía que volvería

con un pollo bajo el brazo. Probablemente, resumió, era un medio de pago o

trueque común en el pueblo, y por todos conocido. Aún se resistía a creer que fuera

el viento del Norte el indiscreto confidente del escuchante.

Capitulo cuatro: La radio

Un día primerizo de invierno, Beltrán regresó de su ronda de visitas con un

gran cajón de madera en el portaequipajes del charrete. Con ayuda de su tío, lo

descargó y ambos lo introdujeron en la casa.

-¿Qué coño es eso? -preguntó Aquilino, una vez hubieron desembalado

el contenido de la caja,

-Una radio- informó el veterinario-; nos vendrá muy bien para animar las

largas noches del invierno. Se la he comprado al alcalde de Villanueva, que las trae

de la capital.

-¿Quieres decir..? ¿Un artilugio de esos que hablan?.

-Sí, eso exactamente. Bueno, más o menos.

El escuchante conformó un mohín de desprecio, giró sobre sus talones y se

dirigió a la cocina, No era amigo de esas modernidades. Aquella misma noche,

Beltrán conectó el aparato a la bisoña red eléctrica, instaló la aparatosa antena -

una especie de largo muelle, colocado de pared a pared, junto al techo de la sala- y

procedió a sintonizar las emisoras, bajo la displicente mirada de Aquilino, que iba y

venía desde la cocina para observar con infantil desaire las evoluciones de su

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sobrino. Tras un rato de chirridos, chasquidos e interferencias, una música

chisporroteante inundó la estancia. El albéitar se volvió sonriente hacia su tío, que

en ese momento estaba de vuelta de una de sus continuas idas y venidas a los

fogones. Este le miró de hito en hito, para acabar murmurando despreciativamente:

-¡Menudo alboroto! ¡Así no hay quien hable ni escuche nada!

-Tío, tío... no sea anticuado, hombre -repuso Beltrán, bajando el

volumen del receptor-; tampoco es para tenerla encendida todo el día, pero así se

entera uno de lo que pasa por el mundo.

-De lo que yo tengo que enterarme -dijo Aquilino- ya me entero a su

tiempo y sin necesidad de ningún armatoste como ese. Pero mal que bien, el tío

Aquilino acabó aceptando la ruidosa presencia de la radio, y hasta terminó por

encontrarle alguna utilidad. Beltrán le sorprendía a veces, escuchando embobado

con una sonrisa floja en los labios, cuando el altavoz del aparato emitía algún

bolero o pasodoble, piezas que le gustaban mucho. Por lo general, al verse

descubierto en tal "flaqueza", el escuchante recomponía el gesto atropelladamente,

carraspeaba, soltaba algún improperio contra ese "invento de los demonios", como

él solía llamarle, y abandonaba la sala con actitud cómicamente digna.

Una noche, después de cenar, el veterinario se dirigió a la sala para

conectar la radio y escuchar el parte, pero cuando giró la clavija, el aparato

permaneció mudo. El alcalde-vendedor le había instruido brevemente en los

rudimentos eléctricos del receptor, así que Beltrán retiró la tapa posterior por ver el

origen de la avería.

-Una lámpara se ha fundido- informó a su tío, que contemplaba los

manejos del albéitar por encima de su hombro-; a ver si mañana puedo conseguir

una de repuesto en Villanueva.

El augur intentó disimular un gesto de contrariedad que, sin embargo,

no pasó desapercibido para su sobrino.

-Bueno, tampoco es para tanto... quizá ese viento que tanto reputa usted

nos pueda traer esta noche alguna melodía de esas que tanto le agradan, para

amenizarnos la velada- apuntó Beltrán con sorna.

-No te burles de lo que no sabes -repuso Aquilino-. La verdad es que no te

entiendo. Puedes aceptar sin pestañear que los parloteos y tonadillas que despide

ese cacharro vengan por el aire desde Dios sabe dónde, y no te entra en la mollera

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que el Norte, lo mismo que arrastra las hojas de los árboles o el polvo de los

senderos, traiga también las palabras que se encuentra a su paso. A mí me parece

mucho más normal, lo que pasa es que tú tienes las entendederas atoradas y no

quieres escuchar, no quieres escuchar ... Pero, mal que te pese, lo llevas en la

sangre, y tarde o temprano te darás cuenta.

Capítulo cinco: El telegrama

Instalados en la cotidianidad y la mansedumbre de la rutina, tío y sobrino

veían pasar el tiempo plácidamente, sin grandes emociones, pero también sin

trastornos destacables. El escuchante seguía atento a las confidencias del aéreo

meteoro y también a las nuevas radiofónicas. Una noche, pasados un par de

años desde el arribo de Beltrán, escucharon por la radio que los dos últimos maquis

que operaban en la zona habían sido capturados cuando practicaban una

descubierta a la desesperada en un villorrio cercano, en busca de medicinas y

alimentos. Para entonces, ya Aquilino había rescatado del sobrado unas cuantas

botellas de vino, una caja de manzanas y un par de jamones que había conservado

ocultos, y lo había reintegrado todo definitivamente a sus naturales espacios dentro

de la casa. Como de costumbre, el Norte le había anticipado la nueva, y también le

había desvelado otra noticia que le mantenía taciturno y apesadumbrado.

En efecto, al día siguiente llegó el telegrama. En él se le comunicaba a

Beltrán que, a efectos de cubrir una plaza de facultativo veterinario, por

fallecimiento del titular, debería trasladarse a la mayor brevedad posible a la capital

de la provincia, donde habría de tomar posesión de dicho cargo de inmediato. Esto

representaba una evidente mejora profesional que Beltrán no podía permitirse

rechazar, así que, no sin cierto pesar ante la perspectiva de romper la convivencia

con su tío que, al cabo, tan placentera le estaba resultando, hizo el equipaje y se

dispuso a abandonar San Frutos.

-Usted sabía esto ya, ¿no?- le preguntó a su tío, mientras hebillaba la

maleta. El interpelado se encogió de hombros.

-Tú, que crees ser tan cabal -respondió, con cierto resentimiento-,

deberías haberte figurado que las noticias viajan más rápidas a lomos del viento

que saltando de poste en poste, embuchadas en esos alambres tan aparatosos.

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Beltrán sonrió, meneando la cabeza. Hacía ya algún tiempo que, de

resultas de sus experiencias en los últimos dos años, su pragmatismo comenzaba a

flaquear.

-No debes menospreciar al viento del Norte -continuó Aquilino-; más vale

tenerle como aliado que corno enemigo.

-La corneta se eleva en contra del viento, no a su favor -replicó el

veterinario.

-Puede ser, pero yo no soy una cometa volandera. Si acaso, soy un junco,

apegado a la tierra. El viento puede derribar los árboles más fuertes, pero acaricia

los frágiles juncales sin quebrar sus tallos - remató el escuchante.

Pocas horas más tarde, en el apeadero del tren, ambos parientes se

despidieron con un sentido abrazo y prometieron mantener comunicación

epistolar para estar al tanto el uno del otro.

-Bueno, bastará con que escriba usted bromeó Beltrán, en un intento de

minorar la tristeza de la despedida-, porque de mis andanzas ya se encargará el

Norte de tenerle al corriente.

Aquilino asintió con la cabeza. Un nudo en la garganta le impedía

articular palabra.

-Vamos, vamos -intentó animarle el veterinario-; ahí le dejo la radio, para

que se distraiga y recuerde los buenos ratos que hemos pasado escuchándola.

Minutos después, Beltrán subió al mixto. El ventarrón sempiterno parecía

querer impedir la partida del convoy, despeinando furiosamente el penacho de

humo que exhalaba la locomotora, pero ésta arrancó finalmente. El augur

permaneció en el andén hasta que el tren se perdió de vista, dejando un blando

rumor flotando en el paisaje. Luego se dirigió a su casa, penetró en la sala y se

quedó largo rato mirando la radio, ahora silenciosa. Después, resueltamente,

desenchufo el aparato, cargó con él y lo subió al desván.

Colofón

El viento del Norte sisea entre los dos únicos cipreses del pequeño malvar

cuando llega la comitiva mortuoria, atraviesa la entrada y se dirige hasta una

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oquedad abierta en la tierra, junto a la que aguardan dos hombres con ropa de

faena, armados con un par de largas sogas con las que, al poco, descuelgan el

ataúd de Aquilino hasta el fondo de la fosa mientras el cura lo asperja y suelta unos

cuantos latinajos, bisbiseados como un eco por la docena corta de paisanos que ha

acompañado el duelo. Entonces se oye rechinar la verja de acceso y todos se

vuelven para ver cómo Beltrán irrumpe en el camposanto, a tiempo de dar el último

adiós a su extinto pariente. Algunos tardan en reconocerle; ha cambiado bastante en

los diez años que lleva ausente del pueblo, y la verdad es que ahora caen en que,

por olvido o desconocimiento de su paradero, nadie le ha avisado del óbito de su

familiar. Pero, en realidad, a nadie asombra la presencia de Beltrán en tal momento y

lugar.

Porque todos saben, sin atisbo de duda, quién ha sido el mensajero que ha llevado

hasta el albéitar tan triste noticia.

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