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Premio Copé de Oro XII Bienal de Poesía “Premio Copé 2005” Chrystian Zegarra ESCENA PRIMORDIAL EDITADO POR EL DEPARTAMENTO DE RELACIONES CORPORATIVAS DE PETROPERÚ

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Poetry. Peru (2007)

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Page 1: Escena primordial

Premio Copé de Oro XII Bienal de Poesía “Premio Copé 2005”

Chrystian Zegarra

ESCENA PRIMORDIAL

EDITADO POR EL DEPARTAMENTO DE RELACIONES CORPORATIVAS DE PETROPERÚ

Page 2: Escena primordial

Introspección

Cumplir 33 años no es nada extraordinario, no me crucificaré en el primer árbol que cruce mi camino, como algún hombre una vez lo hizo y se colgó de una viga apolillada, mientras abajo madre y sicarios se desvanecían al escucharlo hablar edípicamente con su padre sobre el asesinato de compañeros inocentes en la plaza; frente a siluetas que asomaban incoloras a la vista de las armas, y la soledad era esta máscara que envenena la sangre al escupir con miedo mis palabras: la visión de aquel hombre suspendido en medio aire, su torso acuchillado, sus manos dos huecos para filtrar el viento de estas colinas subterráneas.

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[1] Y aquí me retiro a un rincón desde el cual pueda lavarme los ojos con agua de salmuera, y desterrarme entre callejones que conducen a una tierra intermediaria, como aquellos edificios demolidos donde habita el Orfeo de Cocteau. No estar ni vivo ni muerto y aún sentir la culpa que crece como larva dentro de la espalda, el curso de la historia de estos huesos, de este cuerpo que se aleja a bordo de una nave cuyo emblema es el naufragio. Estas costas pueblan un territorio distinto: el eco de la mano, la silueta de la voz anclada a la deriva, y la barca de nuestros padres sedientos de mar esculpiendo el desierto que es nunca una promesa de resurrección. Aquella tarde, bajo un aire descuartizado de gaviotas, desataste la marea de tus pies, una carrera sin rumbo como braceo contracorriente entre las olas feroces; te desnudaste el alma como quien pela una planta extraña al tacto, y la atmósfera te tragó con la llovizna de su boca, para renacerte al otro extremo de esta zona de galaxias inubicables. Ahora entro en la ciudad opaco como un río, cortando cabezas de gentes que cambian el sonido de sus lenguas y me marean; porque lo real es este flujo de seres que caminan sin conciencia, y me anulan desde el geométrico silencio de sus ojos. El centro de lo que miro es sólo un fantasma al margen y camino no hacia el centro sino hacia su inverso que mutila mi ingenua noción de la identidad: esta no man’s land del precipicio / antesala del infierno. Pero me has coronado con un racimo de espinas, estas sienes que aún guardan el olor de la pólvora que se diluye

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entre dos balas en revuelta; me coronas con vergüenza porque bajo mi cuerpo vacío, tu redención es una ventana abierta a otra ventana, como un espejo múltiple que desemboca entre las aguas de un pantano y no cede. Así desde tu orilla entras en mi periferia, rebotas con paso de plomo hablando un lenguaje difuso; y me ofreces unos labios de cal viva en medio del tormento, como si una palabra me saciara el hambre, o desvaneciera esta soga que amarro con nudos precisos a mi cuello. Y otra vez los azotes de la culpa invaden mi garganta y pienso que sería muy fácil colgarme de las ramas de algún árbol o de la luz marchita de los postes que delinean las curvas de estas calles donde cipreses se elevan hacia la noche no estrellada, y me invitan a trepar sus cuellos de fogata negra con mis uñas felinas desgarrando el telón de fondo del horizonte, alto y desnudo como un Edipo ciego que abraza el pecho metálico de la esfinge. Abolir esta catarata de ídolos, esta rabia de tener 33 años y ser nadie, este imbécil que te invoca en unas páginas que no son

rito de pasaje, porque tu presencia no existe, porque tú no existes, y sólo eres esta opacidad que va quedando en el poema y se diluye con cada nueva frase que brota de mi mano, en esta ceremonia donde la única verdad es el agujero de mi ojo en la cerradura del cuarto que no habla: inútil criatura, es falsa la permanencia que te cubre, como fibras de cartón los cuerpos de estos hombres que duermen al calor ficticio de las alcantarillas con un perro vigía a su costado. Abandono entonces las avenidas del ciprés hacia el invernadero de tu cuerpo

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que mi mente me propone como una guarida para bestias indefensas; tu lengua se despliega en este hotel de persianas corredizas, haciendo el amor como animales de presa en los ventanales que reflejan nuestro regreso a la Escena Primordial, en que cada uno es padre y madre de nosotros mismos, hijos de nosotros mismos en el dominio del incesto; creando ilusoriamente esta carnada de papel que ahora materializo

como fugaz homenaje a tu existencia.

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[2] Manipulo el lenguaje con la dinamita de mis visiones: exploto / muero / renazco en mi metamorfosis número 33, cubierto de vergüenza y de tu voz de lodo. Y más allá, la casa a la que temo regresar con mis zapatos de lluvia, el hijo que me espera agazapado detrás de la puerta con un cuchillo de palabras: (siempre las palabras como una estaca de humo en la memoria). El hijo a quien no puedo conjurar en el poema porque es mi doble,

mi residuo que sube a gatas a mi lomo

y me conduce por estos pasadizos invisibles: treinta y tres escalones que se abren a sucesivas salas de espera, con una plaza y un banco para aniquilar el tiempo y un tren que fuma a lo lejos la esperanza. Y aquí la paradoja del tiempo y el espacio: verme en treinta y tres plazas / repetido / en treinta y tres bancos, subiendo a un tren que trajina treinta y tres veces como un demonio triplicado, la cabeza clava entre alfileres que penetran al contacto de la piel que divisa un mar anclado bajo los fragmentos del muelle, entre peces mudos y aves decapitadas. Me asomo a la terraza de este cielo repentinamente cubierto de escamas, como veloces lagartijas que recorren una tierra ácida siguiendo el rastro de tu sangre que es mi sangre: sabio animal que has de habitar este desierto, cuando mi lengua se extienda y ruede a lo largo de las autopistas, como una antorcha que reduce el frío del asfalto en esta tarde asediada por cernícalos. Mi mente proyecta una pantalla de cine entre las nubes

blanco y negro; la memoria es un insecto invencible, indivisible con inmensas alas de roca,

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y así planea sobre mi cabeza descompuesta. Y así planeo en esta función que empieza sin otro espectador que yo mismo, cuando la imagen ampliada en mi cráneo imaginario se bifurca en lo no dicho o lo visto con los ojos hacia adentro, en un rito que marca el espinazo con un hierro de ceniza; y estas manos rehacen lo que arriba se niega a aparecer, lo que abajo se resiste a reflejarse (porque toda forma es inútil cuando nace de un universo quebrado). Sucio muchacho perdido en la cuadratura de tu eco, los remos zarpan esta vez para tu huida y no hay fuga que te alcance y entierre tu cabeza en este purgatorio de seres irredentos. Te veo alejarte entre los pedregales, con una palabra desecha al filo de la boca y el miedo de hablar, de encapsular el vacío en un lenguaje que semeja el mordaz bocado que ofreces a los gatos más huraños de la madrugada, el anzuelo que muerdes ferozmente porque la desnudez te ahoga y estas líneas monocromas son sólo un traje raído de papel que te calzas frente al fuego. Y (rejuvenecido como un fénix que abre la placenta con la garra) subo al techo más alto de mi casa para fingir el espectáculo de mi caída, ante la gente que se alborota detrás de la reja; en este instante el ruido es un alimento impuro que secciona mi nuca y me fuerza a proseguir el simulacro. (El impulso del suicida al aventarse es similar a la expulsión del reino, sólo que doblemente doloroso porque no hay una mujer delgada como costilla

de gacela que mastique en silencio nuestra culpa, ni un jardín con manzanas podridas colgando del Árbol de la Ciencia: hay estos pastos de cemento habitados por desperdicios cotidianos y la caca seca de las palomas). Pero ahora tú caes conmigo en esta trampa. Has puesto el pie en falso hacia el abismo de la civilización: bella culebra arrojada del paraíso,

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el viento expira, los arboles decrecen por ver nuestro aterrizaje en el globo aerostático que desinfla un ave con su pico; caes con tus tres mil años a cuestas, caigo con mis 33 tótems en el rabillo del ojo, no con un fardo de pecado lacerando nuestra espalda, sino por falta de levedad, porque todo cuerpo que gravita debe caer después del ascenso como está inscrito en la memoria de piedra. En los libros crecen raíces amarillas que hablan de los amantes expulsados, de la plenitud rodando como una canica de vidrio en un tapiz de agua impenetrable. Y al aceptar la culpa de la desnudez original, uno niega el goce más puro que divinamente nos acecha al hacer el amor como animales desposeídos. Los muros verticales de esta ciudad semejan escaleras que desembocan en balcones, donde seres sin rostro se masturban hasta desaparecer en un charco de lluvia enrojecida. Y es que el erotismo sólo existe en el sacrificio como dijo Bataille al desollar una bestia ritual en su aposento: (la sangre chorrea junto a un hilo de baba

de la boca del amante que perfora una cortina de humo y entra en la hembra que envuelve con una mano transparente el cuchillo que la clava).

Y después de esto, unas frases inconexas como el asedio de un círculo rojo de tábanos, los cuerpos que agujerean el horizonte gris y resucitan al otro lado del reflejo, colmados de muerte, despiertos en la conciencia de la muerte, buscándose uno a otro para reiniciar el ciclo cósmico que los justifica.

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[3] Te nombro desde los vestigios de mi animalidad, de espaldas a estos matorrales en que me adentro como un stalker que devela ante sus ojos el engaño de la Zona, y cuya recompensa es este tapizón de signos bajo un cielo de ceniza. Después de la diáspora, al pie de este derrumbe de techos, en esta Ciudad de Ángeles donde vienen a morir las visiones de Wenders y Alberti, te busco en las paredes de mi cuarto donde escribo aspirando un olor de crematorio en el paladar, y esta manía de diluir los restos de la amnesia. Y cuando invoco la segunda persona de tu nombre, la doble bisagra de tu carne inclinándose en la baranda que mira hacia el refugio del mar, nace la culpabilidad como torso de Medusa en el espejo irreversible: nacen estos 33 nombres que cuelgan en las astas de una nave ultramarina, y el lenguaje como una espada en mi garganta. Anochece, la playa de la memoria se puebla de cadáveres y tus pasos de guía se hacen firmes en la humedad de la orilla. La arena se vuelca

en un cono invertido, una circunferencia que se divide en 9 antecámaras y un grito. El humo nos asfixia, los ojos miran siempre de frente y la esperanza debe dejarse colgada como trozo de cecina en el marco de la puerta. Esto pasó en mi año 33, cuando tu sexo de vino embriagó mi mente,

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y bajamos entre el vendaval de la borrasca y la borrachera a habitar el cubículo del Padre de la Culpa, que escondía la piel en una urdimbre de moscas. Y en ese último reducto, nos poseímos en un abrazo interminable que derribó el andamio de la historia con una mueca sanguinaria; y te miré desde la perspectiva de mis ojos redivivos, con una espalda recta sosteniendo las nuevas columnas de los aires, esbelto y voraz como una ballesta clavada en el blanco de la tentación. Y de todos los ciclos migratorios, de especies con plumas de cobalto y anfibios

como dioses en retirada, padezco este deslinde de vocablos, estas hienas que devoran ávidamente mis residuos en el festín de esta contradanza. Expongo el borde de mi lengua que se multiplica en una camada de palabras sobre estas hojas diagonales; todos los hombres relucen a esta hora como carneros degollados en el altar de la ignominia. Sueño con una poesía como campo de exterminio de la inocencia, de frases-verdugo que acribillen los cerebros de mis contemporáneos y saluden la negación como consecuencia indispensable de la histeria. Un ejército de poetas agita mi cabeza en esta época en que lo cierto es una insignia intercambiable por un señuelo lanzado a la conciencia como pedrada al mar. El roce de un cuerpo en la senda vacía de estas calles hace que la carne se abra en dos, y alguien se incruste como lanza traicionera en mi costado; ese cuerpo es mi testigo: la cortada que necesito para abandonar este mundo luciendo una corona hecha a mi medida; por que tú marcas el sentido de mis actos, y si abro una zanja como el cauce de un río movedizo, tú estás ahí

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detrás del liquen de mi piel, aquí entre la maleza que todo lo transforma. Y este puente

que tiendo desde la superficie del poema hacia tu orilla

es una vía que se desdobla y no tiene inicio, porque eres todos los objetos de la tierra, las letras de una frase sumergida en mi infancia, la caricia de la boca de mi madre y el implacable giro del azote de mi padre, tus labios que tejen y destejen un oruga impronunciable. Hablo todas las lenguas y ninguna, tengo estos amuletos de polvo en un cajón de hojalata y la cifra de tu

otra / edad: los 33 orificios que desnudan la osamenta de tu rostro. Y sólo un beso basta para redimir la historia, aunque después el ostracismo, la angustia y un fajo de metales cuelguen al intruso entre las ramas de la higuera. Pero yo prefiero el beso de Klimt en una cama de oro, que me acoge lenta como golpe de llovizna en un campo baldío, cuando la tierra ha parado de rotar, y es hora de que el silencio balancee el firmamento en la hamaca de su eje, abierto a la oscuridad con ojos de lechuza bajo los cactus.

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[4] Mis compañeros regresan en el lomo de la noche, a clavarse como una enfermedad en la mesa de disección de la memoria. Y mi ciudad (mi casa / mi territorio) es una cicatriz que resucita en el revés de esta secuencia onírica. No poseo más que este cementerio de palabras con las que materializo torpemente un monólogo de nombres en un parque anónimo de Lima, cuando mis amigos eran sólo un cordero de su propio sacrificio, y la ingenuidad se cernía sobre nuestras cabezas como espiral de buitres en la carne aniquilada. El vino barato raspa el paladar y cada uno se aferra a los bolsillos como si en ese gesto se nos fuera la vida, al mecerse las copas de los árboles con los contrapuntos de una música de incendio. La plaza gira, los ojos son animales asustados en la celda de asfalto, y todo es una visión a punto de revelarse, desnuda como el cuerpo de aquella muchacha

que voltea la esquina y se pierde entre la multitud que es lo opuesto a este trance. —“Metáforas vivas me regalas”, la frase quema entre tus labios, divino pederasta escarabajo sacudido en el temblor de agua de esta tarde, porque nada es más precioso que el fuego de tu aureola resplandeciendo como ícono ruso en todas las murallas. Y después, un deseo incontenible por fundar la vida, por hablar una lengua de pájaros caídos en la vegetación del orbe.

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Y ahora que la madurez es esta distancia insalvable hacia el abrazo fraterno, la línea curva que desaparece

irreparablemente en mi escondite como una mecha de dinamita en el cerebro, me tiendo de bruces bajo esta lluvia oblicua que me prolonga hacia el clímax del origen. Hemos aprendido el cinismo en este tránsito de hormigas, cargamos una herencia que dobla nuestra frágil columna como una torre que se inclina hacia un lago quieto. Alejarse es permanecer, el cruce de dos mares paralelos es el sueño que los une y los desgasta en una sucesión de imágenes varadas en la costa de la memoria.

(Nadie reconoció a Odiseo cuando regresó del viaje, salino y devorado por los peces. Nadie lo esperaba porque su presencia siempre habitó el espectro de la casa. Nadie regresa, porque Nadie se va, así como Nadie no abandona una ciudad sin antes sumergirla en el doblez más oculto de su cuerpo).

Así, mis compañeros y yo nunca nos hemos movido del mismo parque, en el cual continuamos

gravitando como locos eximidos de la camisa de fuerza.

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[5]

Abro de un tajo la melena del sol en mi ventana extranjera, despierto con tu cuerpo despedazado a los pies de esta cama migratoria. Pulso el reloj,

araña de los días, en mi muñeca seccionada.

El café, los ejercicios rutinarios, el chorro de saliva en el espejo y tu vientre son la antesala a la fuga del tiempo en mi conciencia, un minuto que repta como oruga entre los algarrobos. Me contemplo en el río bicéfalo de la memoria, con mis 33 rostros fijos a una puerta que no abre, en mitad de esta ceguera que me rinde como un gato que recorre un piso de baldosas encerradas. Y al despertar, vi algo más que luz cubriendo tu pecho, vi mucho más que el Cuello Cortado del Sol sangrando en mis persianas; vislumbré el ojo, el perfil marchito de tu nombre en una calle ajena de mi país, que a esta hora se corporiza como un agujero insaciable en mi estómago. La inocencia yace atravesada por un dardo de veneno en tu cama de infante; esto lo comprendiste de vuelta de la filmoteca, después de una película de Saura. Las aceras del centro eran una mancha gris entre tus sienes, una res abierta colgaba del cielo anaranjado como la Crucifixión

de Bacon. Y ahora, desde la humedad de este hotel, abres la ventana que une estas reminiscencias incoloras en un paisaje de nadie; ves en retrospectiva un retazo de la casa de tu padre: la voz de tu hermano en el jardín de las avispas, el juego de canicas

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que ruedan entre agujeros como bocas del abismo, y el cansancio como rito purificador en el patio de losetas. Tu infancia, un pozo que no abreva la sed que te ata a las barandas de esta cama, donde sólo percibes el chillido de los cuervos como navajas en la noche diluida. Y las visiones de afuera se incrustan en tu mente como tenazas de alacrán. Y has buscado una puerta que redima el fardo funerario de tus huesos, has rociado tus libros con un líquido inflamable, porque la distancia se apodera de tus manos como una sanguijuela que me invoca: propicia ceremonia, nombres sucesivos, tu imagen en el espejo como mantra, como redoble de tambor que reconcilia al verdugo con su víctima. Rasgo una cortina acuática, penetro en tu cuarto como un animal no nacido, trepo las paredes con mis venas inflamadas de ventosas bajo la sucia luz de la lámpara, procreo este instante que anula los signos de tu precario sacrificio, me posesiono de tu vientre que me encarna entre deshechos de papel, y resurjo más allá del conocimiento,

más allá del goce y el dolor, inubicable entre la iconología de los astros: triple poeta desgarrado por un grito de bacantes, ésta es nuestra cabeza

que habla cifradamente en el infierno. La inocencia yace atravesada por una flecha de miedo; la inocencia que destruyo en cada una de mis muertes, para que persista como cuchillo enterrado en los ojos huecos de mis máscaras.

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[6] Un poema es un campo de batalla. Escribo con un fusil en la mano y la mente anclada en la trinchera de mi época. Mi brazo es un molino reciclando el huracán del tiempo. Mi espíritu un puente que traspasa lo cotidiano y religa las aguas escindidas por el hacha de la historia. La poesía no se gesta para cambiar una fugaz faceta del mundo: todo cambio es la raíz que nutre un árbol ahogado en la savia multiplicada. Escribo poemas como ojos de lince en la noche atemporal, escucho un alarido de perro que penetra mi ventana y una música que me desconecta de este ritmo inmediato. Asirme de lo concreto en defensa contra mi estancia en este reino. Los límites de mi lenguaje / el lenguaje de mis límites: no hay bordes no dominio no frontera. Ella desgarra la cáscara de una fruta en el bosque prohibido; esa misma mujer se tiende en mi mesa con una flor apaciguando la llama de su cabellera. La dialéctica de estas frases consiste en develar la ceremonia de un corazón desatado; me aíslo como un cadáver invisible bajo los túneles del metro para habitar mi propio infierno: —“Un hombre solo / un solo infierno” (dijo Quasimodo), pero en esta nada hay espacio para todos los desposeídos que pueblan

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mi cementerio personal. Las palabras salen de mi boca multiforme, presiento muchas lenguas hablando en el coro de mi memoria; afilo el escalpelo de la poesía y empiezo la disección: los hombres que debo aniquilar en mi poema para que renazcan balbuceando una voz limpia bajo el fuego. El lenguaje me transfigura como un canto de sirena al viajero extraviado, recorro descalzo el cauce de este río donde nadie se baña dos veces, veo ojos como antorchas de ceniza bajo las matas, ojos que vorazmente crecen como fogatas calcinando las ciudades sonámbulas; y maquino un asalto por sorpresa en la noche desarmada, con un puñal cobarde en la nuca y la sangre que hierve en mis arterias. Las palabras hacen la guerra, devastan la arena estéril de las convicciones para después hacer el amor en una cama de fantasmas. Ingenuamente alabas los mecanismos del poder, del cambio / el compromiso / la metafísica de los grandes temas que cuelgan en los cordeles de ropa sucia como panfletos desechables; levantas el puño que vomita balas muertas en la página, te pones

la camisa roja, la camisa negra

entre vitrinas ajenas a los actos de supervivencia de mi especie. Tu revolución es un epitafio escrito a deshora, la zancada ante el pozo de la conciencia, el ojo cegado a la metamorfosis de las cosas; la realidad es un bombardeo / el poema un arma corporal y así ataco

este territorio sitiado por mi voz: una corona de asfixia, una mano que toca el contorno de la carne nueva,

la materia

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de este instante como una cuchilla en el corazón, la careta y el espejismo de mi nombre. El tiempo cruza este campo minado como lanza teledirigida desde el inicio de la historia hasta el presente de mi cuerpo: el lugar donde todo refulge, el no-lugar donde empieza la lanza del diluvio y el devenir de toda carnicería.

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[7] Alguien cubre el verano con piel de buey de otoño, Subo con un cuchillo y dos corderos las lomas de tu cuerpo. Sales de ti, leve y escurridiza, como pez huyendo de mis redes. Mi herencia, en este instante de efigies calcinadas, es un vestigio de eternidad: salas vacías, cabezas amaranto en las escalinatas, edificios derruidos, tus brazos como un cauce de esperanza bajo el espejismo de mi rostro. Te desconozco entre el laberinto de las sábanas: muchacha recogida por mi mano en la esquina de una plaza cualquiera, mientras caminaba entre las arenas movedizas de este espacio sin identidad. Y después del humo del café y la libación del vino, entraste en mi vida como animal vagabundo en la madriguera de un depredador desconocido. Las calles abrían ojos en las alcantarillas, trozabas como una corza frágil en un bosque de cemento: las piernas compenetradas, los pies a ritmo de vuelo, una cabellera de río furioso inundando los acueductos de esta ciudadela. El paraíso es una gota de ácido en una superficie vulnerable. Todo canto rebota en un precipicio de piedras. Desollaste mi cráneo en un rito ceremonial para aparecidos te poseí con mi lenguaje íncubo te descuarticé el alma me destrocé la carne que no engendra (el amor es un poema que no existe).

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Y te pronuncio con una voz que traspasa la boca de este sueño, demoliendo tu existencia en mi escritura; los resplandores de tu pecho son dos arañas muertas en la tela de la memoria. Las estatuas inventan una historia inmóvil en sus ojos andróginos. Cruzo el río del olvido y entro en cada una de tus islas amortajadas, en este tiempo que no se actualiza, porque percibo un aroma gris entre las murallas impenetrables de tu alma. Las horas quebradas rotan entre los metales esparcidos en mi mesa alquímica; dos cuerpos se revuelcan bajo los despojos de un techo blanco como cadáver de yeso, dos orificios que persisten y se dividen en la mesa de operaciones que expone un encuentro fragmentario. En el sexo renaces como ave carnívora cayendo como misil sobre su víctima, diviso el arco de tu silueta mordiendo la arena al borde de los arrecifes; el mar ruge como una bestia herida y tú empujas ligeras piedras que ruedan en caravana hacia las olas. De espaldas, con un aire compacto como aliento de lobo marino, amarro mi cuerpo a la curva de tus pies que ya tropiezan, que ya levitan en la boca del barranco, como luciérnagas en el viento que nos esparce. Y la única forma de concretar mi visión es este lenguaje que nace como hijo bastardo para suplantar la oquedad de mis sensaciones; hemos envuelto la noche en un tapete de ceniza, el horizonte se despliega en 4 como mantel y las nubes son migajas dispersas en la atmósfera. Escribo ente poema como un zodiaco imperfecto en las constelaciones de tu voz, hacha que mutila mi lengua irreverente, y mi sangre que fluye como amebas hacia el muelle donde zarpan

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las embarcaciones transversales de tus brazos. Alguien cubre el verano con piel de buey de otoño. El viaje recomienza en la costa de tus muslos, la marea arremete contra las peñas donde dormitamos con los ojos vigilantes al ciclo de las estaciones: pájaros, ramas,

nubes como manchas de bovino circulan

sobre nuestra cabeza recostada en el acantilado / en la guarida del nicho 33. Mi boca es un cubo que evapora el agua por un circuito de tuberías clandestinas, mis palabras formas hilachas de ola en los hoyos de cangrejo; rodeo tu cintura convexa, animal sediento disecando la sal de mi lengua, enclaustrada en mis costillas como una víbora que lame un fruto que es el doble de mi cuerpo la bala en la sien nuestra ambigua semejanza.