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Épsilon

La Tierra Perdida

Roberto Arévalo Márquez

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Copyright © Roberto Arévalo Márquez, Aranjuez 2008. Edición 2011. Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso del autor. Todos los derechos reservados. Inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual de Madrid. Autor y maquetación: Roberto Arévalo Márquez. Diseño de portada: Julio Toledo García.

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A mi familia y amigos. Sois el combustible que hace que siga escribiendo.

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PROLOGO Todo estaba oscuro, demasiado para ser una noche de luna llena.

Tan sólo el débil reflejo de algunas farolas aportaba a aquella solitaria calle un ápice de luz que indicase a sus transeúntes por dónde debían caminar. Pero tampoco había mucha gente que caminase por ahí. Sólo él, un hombre de treinta y pocos años, con las vestiduras rasgadas y mojado. Podía oír el chasquido de sus zapatillas al caminar, empapadas, y con cada paso que daba, notaba como el agua se le escurría lentamente por las suelas.

No sabía por qué estaba mojado y se encontraba bastante aturdido. El pelo moreno le chorreaba como un grifo mal cerrado, haciendo que increíbles gotas le resbalasen de sus mechones y se deslizasen por sus mejillas hasta que se estrellaban contra el suelo cuando se desprendían de su barbilla. Lo que no entendía era por qué se encontraba así, mojado, cuando en el cielo no se divisaban nubes y el suelo estaba completamente seco. ¿Se habría caído a un río? Debía de ser eso si no recordaba que hubiera llovido.

Caminaba con tímidos pasos, tratando de recobrar la compostura antes de llegar a casa, intentando por todos los medios recordar algo de lo que había pasado momentos antes para poder contestar a las personas que le estaban esperando. Fue entonces, caminando casi sonámbulo, cuando reparó que no sabía quien le esperaba. ¿O lo mismo no le esperaba nadie? No lo sabía... estaba confundido y lo único que podía hacer era caminar lentamente por aquella oscura calle. Al final de ella estaba la puerta de su casa.

Continuó su camino casi a tientas, hasta que de pronto se topó con una nueva farola que iluminaba la calle con algo más de fuerza. Al lado de esta se divisaba un letrero casi al borde de donde la tenue luz ya se difuminaba hasta tal punto que no se apreciaba. En él se podía leer: calle de Faith.

Se palpó los bolsillos de su pantalón, primero los delanteros y después los traseros, intentando recuperar su cartera y revisar las pertenencias que tenía dentro de ella. Estaba en el bolsillo trasero

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izquierdo de sus vaqueros, pero cuando la tocó, le pareció curioso que ésta no se hubiera mojado. Estaba intacta, como si hubiera estado en una bolsa impermeable que la hubiera protegido del agua que había empapado su cuerpo.

La abrió y encontró varias fotos, su carné de identidad, dos tarjetas y dos monedas. No había nada más. Cogió su carné y de un modo instintivo le dio la vuelta para intentar ver el nombre de la calle. Pero estaba borroso. No veía bien lo que ponía y por más que se frotaba los ojos, no veía con claridad su reverso.

El nombre de la calle no le sonaba, no veía bien, y aquel lugar estaba tan oscuro que ya dudaba que realmente estuviera en el lugar correcto. Pero ¿Qué driantre le pasaba? ¿Por qué no era capaz de recordar nada? ¿Por qué cuando cogió su carné se dio cuenta que por no acordarse, no se acordaba ni de su nombre?

Le hubiera gustado tirarse al suelo y echarse a dormir hasta el amanecer, pero en aquella oscura noche, parecía que el sol jamás llegaría, que la penumbra invadiría cada centímetro de asfalto de ese lugar por mucho tiempo. Además, necesitaba ayuda. Necesitaba encontrarse con alguien si al final descubría que no estaba en la calle correcta. Por eso, decidió continuar su camino, aunque no supiera adonde se estaba dirigiendo.

Una nueva luz emergió al final de la calle, como quien ve o siente la llamada de los ángeles. Él se acercó con cautela pero sin pausa. Tan sólo se detuvo cuando sintió que le venía una arcada. Se reclinó apoyado en una de las paredes y trató de vomitar. Se sentía mareado, incluso con un fuerte dolor en el pecho y en el abdomen, y confiaba que devolviendo podría recobrar la compostura. Pero no expulsaba nada hasta que de pronto una nueva arcada provocó que echase un poco de... ¿Agua?

Efectivamente, tras devolver, volvió a sentirse con fuerzas y alzó de nuevo la mirada al frente acercándose cada vez más rápido a la luz que brillaba en el fondo. Poco a poco, esa luz empezó a envolverle, a rodearle por todos lados. Sus ropas se habían secado y el dolor que pudiera sentir, ya se había desvanecido. Cuando ya se encontraba en medio de la luz, ésta brilló con más fuerza. Un brillo

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tan resplandeciente que le obligó a cerrar sus ojos para que los destellos no le molestasen.

Cuando los volvió abrir, la calle había desaparecido y en su lugar había una habitación de paredes color vainilla, con un mullido sofá y una mecedora de mimbre. Enfrente del sofá había una pequeña mesa de mármol repleta de ovillos de lana y varias agujas, y en el suelo había una alfombra tupida de color marrón. En una de las paredes, reposaba una gran mueble lleno de libros en sus estantes, una televisión antigua y en enfrente de estos, un gran espejo que cubría la mayor parte de la pared. Al ver aquel lugar, una tímida sonrisa se dibujó en su rostro... estaba en casa.

Comenzó a llamar a voces a su madre mientras salía del salón y se adentraba por el estrecho pasillo al resto de las habitaciones. Pero con él no había nadie, lo cual era extraño. A estas horas de la noche, su madre ya debía haber regresado a casa.

Volvió al salón y se detuvo enfrente del inmenso espejo. Fue entonces cuando vio que tenía múltiples heridas; en el mentón, en las mejillas, en la nariz... eran heridas pequeñas, que si bien estaban tan esparcidas por todo su rostro que parecían una sola. Se las tocó suavemente, comprobando que no era nada por lo que debía preocuparse y después se descubrió el pecho para ver si las heridas se habían extendido por todo el cuerpo o si sólo habían sido por la cara. El pecho le tenía intacto y tras descubrirse las piernas, encontró una cicatriz extraña en la rodilla derecha, como si se hubiera cortado o golpeado con algo. Se pasó las yemas de los dedos por la marca y al notar el relieve que el golpe, se inquietó a no recordar que había sucedido.

Un nuevo destello de luz desbordó la habitación y cuando desapareció, volvió aparecer en el centro del salón, con la camisa puesta, y de nuevo mojado desde los pies hasta la cabeza. En la mecedora se postraba ahora una amable anciana que sostenía entre sus viejas manos dos agujas y un ovillo de lana blanca.

—¿Mamá? —preguntó el muchacho mientras se acercaba a ella, con miedo de si se aproximaba demasiado, un nuevo destello hiciera que desapareciera—. ¿Cómo diablos has entrado? No he te oído entrar.

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Pero la anciana siguió tejiendo. Era como si no le escuchase, como si fuera invisible para su anciana madre. Se reclinó a sus pies tratando de mirarla a los ojos, pero ella le evitaba la mirada y continuaba con sus quehaceres como si con ella no hubiera nadie.

—Madre, ¿Te acuerdas de mí? —le preguntó consciente de que su madre ya no recordaba muchas cosas—. Soy tu hijo. —Y a su vez pensando en lo curioso que era que lograse recordar a su madre, pero no consiguiera evocar su propio nombre en su cabeza.

La anciana, de espeso pelo cano, levantó la vista y miró detenidamente a los ojos de su hijo y entonces sonrió. Se reclinó sobre él y después le dio un suave beso en sus mejillas. Él le devolvió la sonrisa, sorprendido por todo cuanto estaba sucediendo, y después, la anciana le señaló una de las ventanas. Él se volvió y vio como una luz azulada entraba por las cortinas.

—Pero ¿Qué diablos ocurre? —exclamó mientras se levantaba con cautela.

Miró a su madre y ésta le volvió a sonreír antes de volver la mirada a las agujas para seguir tejiendo. Él sólo supo devolverle la sonrisa, intentando no mostrar ningún ápice de preocupación por todo cuanto sucedía, y empezó a caminar hacia la ventana. Cuando llegó hasta ella, tomó la cortina con las manos y vaciló si correrla o no. Cogió aire y con fuerzas la apartó dejando ver lo que había tras ella.

—¡No puede ser! —pensó en alto mientras su madre le volvía a mirar con esa sonrisa. Él se giró hacia ella e inmediatamente después volvió a mirar a la ventana.

Pero era imposible. Hacía tan sólo unos minutos que había estado fuera y allí, a parte de la inmensa oscuridad, no había nada. Sin embargo, ahora, tras los cristales de lo que parecía ser su casa, estaba el océano. Era como si se hubiera sumergido a cien metros debajo el agua y desde allí se veía un destello de luz del sol que traslucía desde la superficie sobre las aguas cristalinas.

—Esto no puede ser real —volvió a pensar en alto y su madre se levantó de la mecedora y se acercó a él. Ya a su lado, se enganchó del brazo de su hijo y volvió a sonreír—. ¿Sabes que está pasando? —le preguntó y ella asintió y volvió a señalar a la ventana.

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Entonces volvió a mirar a través del cristal, que aguantaba de una manera estoica la presión del agua, y vio una especie de embarcación sumergida con un extraño símbolo de un círculo con un carácter en su interior que desconocía su significado. No entendía nada y la sensación de incertidumbre de lo que podría pasar después empezaba a apoderarse de la situación.

—Se debe tratar de un sueño... sí, eso debe ser —concluyó no muy convencido mientras se llevaba la mano derecha al brazo izquierdo para intentar pellizcarse en busca de alguna sensación que le provocase dolor.

Pero no llegó hacerlo. Un repentino estruendo sonó desde fuera de la casa provocando un ligero temblor que le tiro al suelo y cuando fue a levantarse, la anciana desapareció. Dio una vuelta sobre sí mismo, mirando a su alrededor en busca de su madre, pero ya no estaba. Su desconcierto aumentaba por momentos acompañado de una serie de escalofríos y cuando volvió hacia la ventana, un hormigueo de pánico envolvió todo su cuerpo. Una increíble figura de una extraña bestia que nadaba lentamente se apostaba enfrente de él, como si observase a su alrededor. Se detuvo y giró su desfigurada cabeza de pez hacia la ventana fijando sus extraños ojos rojos en los de él. Lanzó un nuevo graznido y la casa volvió a temblar, aunque en esta ocasión él no se cayó al suelo.

—Ha llegado el momento —dijo la voz de una mujer joven. Se volvió hacia atrás y allí estaba muy firme una chica de su

misma edad. Rubia y de pelo largo, sin sonreír y con la mirada fijada en él... Aquella mujer era muy familiar. La conocía, de eso estaba seguro, pero no lograba recordar quién era. Entonces se volvió hacia la ventana y cuando la criatura volvió a gritar, los cristales del salón se rompieron dejando que el agua entrase violentamente.

La mujer se echó a llorar y él se cayó al suelo con el primer golpe del agua.

—Te quiero... adiós —se despidió la mujer y desapareció. Él seguía aturdido e intentaba por todos los medios levantarse del

suelo. Pero no podía, la fuerza del agua le tiraba cada vez que intentaba reincorporarse. El espejo de la pared se desprendió y tras él apareció el símbolo una extraña «e» de color grisáceo. La habitación

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se llenaba con rapidez y el gran volumen de agua del interior hizo posible que, buceando, pudiera apartarse del chorro que entraba por la ventana. Entonces escuchó un nuevo grito, el chillido de una mujer, aunque con él no había nadie más. Y después, sintió el acero de una navaja rasgando la piel de su rodilla.

La cartera se desprendió de sus bolsillos, el agua removió toda la habitación y cuando ya estaba a punto de quedarse atrapado sin más opción, decidió sumergirse y tratar de salir por la ventana para nadar hacia arriba. Era su única opción para sobrevivir en lo que él pensaba que se trataba de un sueño demasiado real. Cogió aire y se sumergió, no sin antes quitarse las zapatillas para poder bucear mejor.

Afuera, la bestia que gritaba bajo el agua continuaba deslizándose despacio, pero ignorando como él trataba con todas sus fuerzas salir hacia la superficie. Pero las aguas se agitaron cada vez más. El color cristalino que pudo haber visto dentro del salón de la casa había dado lugar a un color verdoso que parecía empujarle hacia abajo.

Sin embargo, él no desistió. Usó todas sus fuerzas, hasta quedarse exhausto. Su sueño estaba siendo tan real que pensó que podría morir de verdad. Y poco a poco, con la claridad del agua de poca profundidad, llegó hasta la superficie. Era mucha suerte que afuera, un trozo de madera estuviera flotando en el agua. Un trozo de madera a la cual se aferró como la última esperanza de sobrevivir, y ya sin soltarse de ella, cogió una profunda bocanada de aire para llenar sus pulmones, no sin antes sufrir un ataque de tos repentino para expulsar el agua que había tragado.

Afuera, la noche volvía a ser oscura y no veía en su horizonte nada que no fuera agua... Era tan real...

Nadó a tientas por aquellos mares con el miedo de ser asaltado por la bestia que tenía sumergida a sus pies, hasta que se hizo con un trozo de madera más grande, donde pudo subirse y tumbarse.

Exhausto, trató de descansar un poco olvidando el increíble absurdo que estaba viviendo. Pero en su mente no podía quitarse de la cabeza la imagen de su madre y de aquella mujer hasta que de pronto, se le apareció el rostro de un hombre de expresión severa y barba espesa que intentaba contener la comisura de sus labios para

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no esbozar una sonrisa. Sus ojos negros le miraban con atención, expectante por todo cuando sucedía y entonces le dijo:

—Épsilon. —Pero él no sabía que significaba y perdió la conciencia. —Bienvenido.

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I En la rama de un robusto árbol, dos colibríes rechonchos y de

grandes plumas verdes permanecían inmóviles agarrados mientras observaban como en el horizonte el sol volvía a erguirse en el cielo. Para estos colibríes, aquello era ya casi un ritual. Todas las mañanas solían coincidir en la misma rama. Se enganchaban a ella con fuerza cuando aún quedaba cerca de una hora de la salida del sol y esperaban. Y cuando las luces comenzaban a colorear la cristalina agua del mar, ellos comenzaban a cantar. Un canto fuerte y acompasado, como si fuera una orquesta e interpretasen la misma canción para todo aquel que estuviera dispuesto a escucharlos.

Aquella mañana cantaron como cualquier otra, y después de un rato, ambos pájaros se enzarzaron en una batalla con sus picos intentando hacer callar al otro. Y es que, a pesar de llevar mucho tiempo amarrándose a la misma rama, no había mañana donde uno no quisiera quedar por encima del otro. No solía haber un vencedor absoluto. A veces ganaba el más regordete y en otras el más delgado. Pero ganase quien ganase, el resultado era siempre el mismo: el colibrí ganador se quedaba un rato más cantando solo en la rama mientras que el perdedor volaba hacia la orilla, bebía algo de agua y trataba de buscar algo para comer.

Y así fue en este día soleado y de aguas tranquilas. El regordete le dio varios picotazos y el más delgado cedió la rama a su compañero de mañanas. Voló hacia la orilla y bebió un poco antes de ponerse a buscar algo que llevarse a la boca, hasta que topó con un hombre que permanecía tirado en la arena. El colibrí lo miró con curiosidad, volviendo su cabeza hacia todo su alrededor, como si tratase de entender cómo había llegado ahí.

Este hombre vestía con una camisa morada y unos pantalones vaqueros completamente magullados con diversas roturas por varios lados. Estaba descalzo, con los pies hinchados y con heridas por la cara. Se le veía exhausto, habiendo perdido la consciencia hasta tal punto que no notaba siquiera las olas de la playa que rozaban sus mejillas. A tres metros de él, había un gran trozo de madera que se

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había alejado tanto debido al oleaje de la noche y el colibrí, a su lado, le miraba ahora con otro tipo de curiosidad ¿Se podrá comer?

Se subió encima de su espalda mientras daba pequeños saltos hasta llegar a la cabeza, se reclinó, cogió un poco de fuerzas y trató de coger algo de pellejo con el pico. El hombre no reaccionó al primer picotazo, pero quien sí que lo hizo fue su compañero de mañanas, quien abandonó la rama con mucha presteza para intentar quitarle el suculento manjar que pretendía comerse. Así, los dos pájaros iniciaron una nueva batalla en su perpetua guerra para quedarse uno por encima del otro. Empezaron a pelear encima de la cabeza del muchacho para después irse alejando poco a poco hacia el trozo de madera, hasta que una nueva ola los sorprendió a los dos, asustándolos, y emprendieron el vuelo a la misma rama donde cada mañana cantaban.

Fue esta ola lo que provocó que el hombre sufriera un nuevo ataque de tos, escupiera agua y abriera lentamente los ojos. Seguía aturdido y cuando trató de alzar la mirada al frente, la claridad que empezaba a iluminar la playa le provocó una pequeña molestia en sus ojos azules. Se llevó una mano a la cara para protegerse de la luz y poco a poco se la fue apartando para que la vista se le fuera acostumbrando. Hasta que al final pudo abrirlos completamente y mirar el paisaje que le rodeaba.

Durante una fracción de segundo, no pudo sino otra cosa que maravillarse con el fascinante lugar donde se encontraba. Una playa de aguas claras y cristalinas, de arena fina y suave, y al fondo la increíble entrada a un bosque que casi se le antojó tropical, de grandes y altos árboles, muy frondosos en sus copas y de un verde muy vivo con miles de arbustos en sus raíces que se fusionaban con el trasfondo del bosque. Un paisaje que invitaba a desconectar.

Pero la sensación que le invadió durante esa fracción de segundo, se disipó cuando comprendió la extraña situación por la que pasaba. En primer lugar ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta ahí? Pero lo peor de todo, lo que más angustia empezaba a producirle era ¿Quién era él?

Comprendía los conceptos y las situaciones pero en su mente había algo que le bloqueaba. Algo que le impedía acceder a sus

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recuerdos, a su memoria. Era como si estuviera vacío por dentro. Se miró las manos y después se echó un vistazo, con los pantalones y la camisa mojada, descalzo y con una extraña marca en un lado del torso, como si se hubiera golpeado con algo.

Quiso gritar. Pero la angustia creció al descubrir que no recordaba ni como se gritaba. Y en lugar del chillido liberador que pretendía dar, tan sólo pudo emitir un extraño sonido mudo que pareció desgarrarle la garganta, aunque sus oídos apenas pudieran percibir sonido alguno. Cogió una bocanada de aire, mientras sus ojos empezaban a empañarse en lágrimas y finalmente, chilló.

Fue un chillido de desesperación que se pudo oír a gran distancia. Abatido, volvió a tirarse al suelo, intentando hacer esfuerzos por recordar cualquier cosa, lo que fuera con tal de entender por qué estaba allí y cómo demonios podría salir. Las olas de la playa volvieron a mojar sus pies y tras girarse hacia el horizonte, donde el mar se perdía donde salía el sol, comprendió que todo lo que estaba sucediendo era real. No era el sueño que deseaba que fuese.

Pasados unos instantes en los que el sonido del mar, el piar de los pájaros y la brisa del viento removiendo los arbustos llenasen el silencio, hasta tal extremo que parecía retumbarle en los tímpanos, decidió levantarse y salir del agua. Al fin y al cabo, había estado demasiado tiempo en remojo y necesitaba secarse.

Se alejó de la playa y de la arena, y empezó a desnudarse donde empezaba a nacer el suelo verde del bosque. Se quitó la camisa y los vaqueros, quedándose sólo en ropa interior. Los escurrió y los dejó reposar encima de una gran roca con cierta textura cristalina donde el sol incidía directamente confiando en un secado rápido. Después se sentó en el suelo, con la mirada perdida en el horizonte, y buscó en su interior la forma de recordar como pronunciar una palabra.

Tres horas después, habiéndose dormido de aburrimiento y despertado por el hambre, decidió buscar algo que comer. Pero antes, palpó la ropa y comprobó, tal y como era de esperar, que ésta ya estaba seca. Se la puso y comenzó andar lentamente, sin adentrarse al desconocido bosque. Tan sólo merodeaba por los árboles más cercanos en busca de algún fruto que pudiera llenarle el estómago. Pero no estaba de suerte. Aquellos árboles, a pesar de ser ricos en

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hojas, estaban escasos de frutos y al cabo de un buen rato, empezó a mirar los verdes vegetales y de tacto áspero como la única opción para calmar al gusanillo. Arrancó un par de hojas, las olió y las tiró al suelo un poco asqueado de pensar en comerse eso. Sólo esperaba encontrar otro tipo de comida, y pronto, porque si no vería en ellas la única opción posible para calmar al hambre.

Se acercó nuevamente al agua de la playa, sin adentrarse demasiado. Pero debía sumergirse más si lo que pretendía era buscar un pez. Y con los pantalones remangados y mirando detenidamente el agua, un ruido a sus espaldas le puso nuevamente en alerta. Se giró bruscamente, dejando que los pantalones volvieran a entrar en contacto con el agua, pero detrás de él no había nadie. Tan sólo los dos colibríes que seguían posados sobre la misma rama y sin apartar la mirada de él. Pero cuando volvió a girarse para continuar examinando el agua, otro ruido llamó su atención. No podía confiarse de nada e inmediatamente salió del agua, mirando en la dirección donde le había parecido oírlo y caminó a pequeños pasos, buscando rápidamente algo por el suelo que pudiera usar en el caso de necesitar defenderse. Pero no había nada, y continuó sus torpes pasos rogando para que fuera su imaginación.

Y nuevamente el ruido emergió detrás de esos arbustos, seguido de unas tímidas risas. Le hubiera gustado alzar la voz para instar a quien fuese a que saliera, pero aún seguía con ese extraño bloqueo en su mente que le impedía poder pronunciar palabra, aunque en su mente creyese recordar como se hacía.

El arbusto se movió efusivamente y las risas se pudieron escuchar más fuerte, hasta que de pronto, una cabeza de un niño muy blanco y de pelo moreno, salió de uno de esos recovecos que había entre las ramas del frondoso arbusto. Le miró y sonrió.

—No me hagas daño, que no nos estábamos riendo de usted. Lo prometo —se apresuró a informar el muchacho.

Pero un segundo. ¿Qué lenguaje había usado? Tenía la sensación de que no era el suyo, pero le había entendido. Aquello supuso un alivio para él. Escuchar las palabras del muchacho había provocado que en su mente se rompiera uno de los miles de bloqueos que sufría. Era como si hubiera descubierto como se debía hablar.

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—¿Me entiendes? —le preguntó el hombre no muy seguro de saber que estaba diciendo. Pero el niño asintió como señal de haber logrado establecer comunicación con otra persona.

Fue esperanzador para él. A pesar de todo, no estaba tan perdido como pensaba. Había gente y hablaban en un idioma que él conocía, aunque tuviera la sensación de estar usando un lenguaje que no era el suyo. Pero eso ahora daba igual. Había más gente con él y ellos podrían ayudarle.

Del otro lado del arbusto salieron dos niños más y una niña. Todos debían tener entre siete u ocho años, vestidos con una especie de túnicas marrones y unos pantalones anchos de lana blanca aunque repletos de manchas de estar jugando en la tierra. Todos ellos le miraban fascinados, sorprendidos de encontrarse a un hombre tan extravagante y extraño por aquellos parajes. Pero para él, también era extraño encontrarse con este grupo de niños y más en un lugar como aquél.

—Hola muchachos ¿Hay alguno más por ahí escondido? —preguntó cortésmente.

—No —respondió el niño de la cara cubierta de pecas—. Estamos sólo nosotros cuatro.

—Y ¿Qué hacéis aquí? Tan lejos de... bueno, en un lugar como éste.

—Venimos todas las mañanas para oír a Pichí y Chopo —respondió la niña.

—¿A quienes? —A esos dos pájaros que están posados en la rama de aquel árbol.

Todas las mañanas cantan muy fuerte y se pegan entre ellos para ver quien canta mejor. Al que gana, le damos un trozo de pan —comentó el niño más bajo de estatura al tiempo que sustraía el pan de una bolsa y se lo enseñaba. El hombre miró a ese pedazo de pan con el deseo de arrebatárselo de las manos y llevárselo a la boca, pero se contuvo. No podía robar a un niño—. Y usted ¿Qué hace aquí?

—No lo sé... ¿Dónde estamos? ¿Qué es este lugar? —les preguntó alzando la vista a su alrededor.

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—¿No sabe dónde está? —le preguntó a la niña el crío que aún no había hablado y ésta levantó los hombros al unísono sin saber que responder.

—No, no lo sé —confesó él. —Estamos en las playas este de Axelle, en la región de Alabastra

¿Cómo puede no saber eso? Este lugar es conocido por todos. —¿Axelle? Eso donde queda... suena a... —Pero no sabía que

palabra hacía referencia a lo que quería decir. Era como si en ese lenguaje no existiera el término que calificaba a lo que le sonaba ese nombre—. ¿Francés?

—¿Qué ha dicho? —volvió a interrumpir el niño más bajito. —No le he entendido... ¿Chanchés? ¿Qué es eso? —le preguntó

la niña con una sonrisa risueña. —Nada, nada... olvidadlo —se apresuró a responder obviando

que aquellos niños desconocían su significado—. ¿Dónde están vuestros padres?

—Están en el pueblo... Trabajando —contestó el niño pecoso. —¿Me podríais llevar con ellos? —A mis papás no les gustará que lleve desconocidos al pueblo.

Se enfadarían mucho si supieran que estamos hablando contigo. —Y tienen razón, pero chicos, necesito ayuda. Necesito que me

vea un... —¿Cómo se pronunciaba la palabra que hacía referencia a la persona que cura a los enfermos en aquel idioma que conocía?— médico.

—¿médico? —repitieron los cuatro al unísono. —¡Este hombre habla muy raro! —exclamó entre risas la niña. —¿Qué es un médico? —preguntó el niño más reservado. —El señor que cura a la gente —aclaró. —¡Ah! Un sanador —concluyó el niño de pecas y él asintió un

tanto perplejo—. ¿Y para qué necesitas un sanador? Yo no te veo que estés enfermo. Un poco magullado, eso si.

—Necesito uno porque... no recuerdo nada. Muchachos, necesito ayuda.

—¿No recuerdas nada? —preguntó el más bajito —¿Ni siquiera tu nombre? —añadió la muchacha sin darle tiempo

a contestar.

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—Ni siquiera mi nombre... Por eso necesito un... sanador. No creo que vuestros padres se enfaden por ayudar a una persona que no recuerda ni como se llama.

Los cuatro niños se miraron perplejos sin saber que hacer. Era como si esperasen a que fuera otro quien accediera a la petición del extraño hombre, pero ninguno se atrevía a tomar la iniciativa.

—Un momento —se excusó la muchacha y con un ademán con la mano, llamó al resto de sus amigos.

Se alejaron unos metros y formaron un círculo uniendo sus cabezas para debatir que debían hacer. Mientras, el hombre se quedó inmóvil en su sitio, esperando a que los muchachos terminasen de deliberar acerca de qué estaban dispuestos hacer. Les caía bien. A pesar de sus extraños atuendos y de su forma de hablar, había algo en él que les conmovía. Tal vez ese aspecto demacrado, de naufrago, que desprendía, con sus atuendos medio húmedos, arrugados y con esas múltiples heridas superficiales. De vez en cuando, alguno de ellos levantaba la mirada para encontrarse con la suya y cuando se daban cuenta que él les miraba expectante, la volvía a agachar intentando disimular.

Unos minutos después, los cuatro niños deshicieron el corro y se acercaron a él, dejando que la niña fuera la portavoz del grupo.

—Puede venir con nosotros... Le llevaremos ante el sanador para que le cure.

—Gracias, de verdad que muchas gracias —respondió complacido mientras soltaba una fuerte bocanada de aire.

La niña esbozó una gran sonrisa mientras los tres muchachos emprendían la marcha de vuelta al pueblo. Ella le hizo un ademán para que les siguiera y juntos se adentraron dentro del bosque.

Inmediatamente después, el colibrí más delgado corrió hacia el lugar donde el hombre había yacido a primera hora de la mañana y con su pico agarró su cartera olvidaba. Se subió de nuevo a la rama y su compañero de mañanas comenzó a enzarzarse nuevamente con él para hacerse con ella. Hasta que de un mordisco, ésta cayó al suelo, entre unos matorrales, provocando que ambos pájaros se asustasen y emprendieran el vuelo hasta la mañana siguiente donde se reencontrarían momentos antes de la salida del sol.

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Tras saltar aquellos primeros arbustos, donde los niños habían estado escondiendo, los cinco llegaron a un estrecho camino de tierra que subía y bajaba varias pendientes. Él no dejaba de mirar a todo su alrededor, en alerta por si salía de cualquier escondrijo algún tipo de bestia o animal salvaje que intentase agredirlos. Pero los niños estaban muy tranquilos, tarareando una extraña canción y riéndose cada dos por tres.

—¿En serio que no recuerdas nada? —le preguntó la niña, sorprendida por que alguien pudiera sufrir algo así. Él asintió levemente, como si tratase de meditar en ello, y entonces ella insistió—. ¿Ni siquiera tu nombre?

—Ni siquiera mi nombre —respondió él intentando ocultar su angustia.

—Vaya. Yo me llamo Renella y ellos son Conexo, Zuio y Arceldo —se presentó la niña antes de que el niño de pecas y el más tímido empezasen a cantar:

—¡Arceldo es un cerdo! ¡Arceldo es un cerdo! —¡Callaos idiotas! —contestó el más bajito lo que provocó la

sonrisa de aquel hombre. No es que fuera el momento idóneo para reírse, pero las

chiquilladas de los cuatro muchachos sirvieron para que desconectase en parte del extraño momento que vivía y se relajarse durante aquel camino al pueblo donde confiaba que alguien pudiera ayudarle.

El niño de pecas en la cara era quien respondía al nombre de Zuio y el más tímido era Conexo. Durante el trayecto los dos muchachos no dejaron de saltar de árbol en árbol, mientras Arceldo y Renella caminaron a su lado preguntándole tantas cosas que no sabía contestar que hizo que su angustia fuera en aumento.

Abandonaron el camino estrecho de tierra cuando llegaron a una bifurcación donde varias rutas se fusionaban en una misma dirección. En el centro del camino donde todos se juntaban, había una enorme estatua de piedra tallada al milímetro representando la figura de una mujer de pelo largo, con un brazo extendido al cielo y sujetando a un niño con el otro. Algunas enredaderas se habían enrollado a lo largo de una de las piernas y el brazo, tiñendo el gris de la piedra de un

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verde oscuro que se le antojó un tanto tétrico. Aun así, no podía negar que la estatua gozaba de una gran expresividad, era muy bella. Toda una obra de arte.

—Qué estatua más hermosa —comentó el hombre según se iban acercando a ella— ¿Quién es ella?

—¿Quién? —preguntó Renella. —La mujer de la estatua. —Es la dama Chrystelle ¿No la recuerdas? —interrumpió

Arceldo. —¿Debería saber quien es? —preguntó extrañado. —¡Todo el mundo sabe quien es la dama Chrystelle! —exclamó

Renella—. Al final va a ser cierto que no recuerdas nada. —La dama Chrystelle es la guardiana de la luz y la protectora de

los niños perdidos —le aclaró Arceldo. —¿La guardiana de la luz? —¡Yo que vosotros no perdería el tiempo en decirles cosas! —

intervino el niño de las pecas, Zuio, mientras saltaba de un lado a otro.

—¿Por qué lo dices? —le preguntó Renella. —Ya lo he visto en otras ocasiones —empezó a explicarles—. No

recuerdan nada. Se van olvidando de todas las cosas importantes hasta que de pronto su mente desaparece. Mi padre ha tratado con varias personas así… Mañana ni se acordará de nuestros nombres, por lo que yo no perdería el tiempo en decirle quien es la dama Chrystelle.

—¿Estoy enfermo? —le preguntó horrorizado. —Sí —respondió con frialdad—. Supongo que te morirás pronto. —¡Zuio! No le puedes decir eso —le reprendió Renella. —¡Qué más da! Mañana no se acordará. El muchacho siguió saltando alegremente acompasado de las risas

de su amigo Conexo, mientras, unos pasos atrás, Renella, Arceldo y el hombre caminaban más despacio. Ella trataba de animarle y le decía que no hiciera caso a su amigo, que solía ser muy mentiroso. Pero algo había cambiado en la expresión de la muchacha. Se notaba que sólo lo decía para tranquilizarle.

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Continuaron con el camino sin mucha conversación. El hombre, asustado de preguntar cualquier otra cosa y que aquel niño pecoso lo relacionase con algún tipo de síntoma de la enfermedad que presuponía que le mataría, decidió guardar silencio y lo único que hacía era escuchar las conversaciones que mantenían los cuatro amigos. No había nada de especial en ellas, de hecho, algunas cosas no las entendía, pero no preguntó. Tan sólo cuando vio que el camino no terminaba nunca, les interrumpió.

—¿Queda muy lejos el pueblo? —No, ya llegamos —contestó Renella—. Cuando subamos esta

cuesta, ya lo veremos. Él asintió sin dejar de mirar a su alrededor y lo cierto era que

aquella espesura del bosque que pudo ver al principio, ya había desaparecido. Ahora parecía que el terreno fuera más llano y la vegetación que había ya no fuera tan tropical. Habían andado mucho, si, pero ¿El suficiente como para que pudiera haber esa diferencia en cuanto a la flora del lugar?

Efectivamente, cuando terminaron de subir la cuesta, a lo lejos empezaron a divisar las primeras casas de eso a lo que ellos habían llamado pueblo.

«¿Eso era el pueblo?» —pensó—. Más que un pueblo, parecía una triste aldea pobre, de casas bajas, mal organizadas y construidas con materiales endebles que no garantizaban que pudieran aguantar en pie durante mucho tiempo. Un barrio de chabolas. Las calles eran también de tierra, sin asfaltar y las casas convivían en perfecta armonía con la vegetación de la zona. A lo lejos, hasta donde la vista alcanzaba, veía los altos de un edificio situado en el centro y a su alrededor había algunas casas más firmes, construidas por ese mismo material que parecía granito, aunque tendría que acercarse más para asegurarse.

—¿Es ahí dónde vivís? —les preguntó a los cuatro y todos ellos asintieron.

—En Borja —le informó Renella—. Allí estarán nuestros padres y ya verás como ellos te podrán ayudar. Seguro que recuerdas todo —intentó animarle.

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Con la bajada de la cuesta que les llevaba a la entrada de Borja, los tres chicos emprendieron una carrera para ver quien de ellos era el más rápido, mientras Renella y el hombre a quien acababan de rescatar, les miraban con una expresión divertida.

En esta ocasión, Arceldo fue el ganador, lo que provocó que sus dos amigos, llenos de frustración, comenzaran otra vez a vitorear aquello de «Arceldo es un cerdo» con el objetivo de truncarle el momento de gloria. Y lo conseguían. Arceldo reaccionaba muy mal a las mofas de sus amigos. Ya en alguna ocasión se había peleado con ellos y solía darles bastante fuerte. El problema luego venía con su padre, quien le reprendía por ser tan bruto.

—¡Queréis dejarle en paz! Luego lloraréis cuando os pegue —les advirtió Renella mientras se acercaba a su amigo y trataba de relajarle. Y es que la muchacha solía enternecerse mucho con Arceldo, saliendo tantas veces en su defensa que al final terminaban metiéndose con ella, lo que provocaba que él se enfadase más y al final les atizaba más fuerte.

—¡Renella quiere a Arceldo! ¡Renella quiere Arceldo! —empezaron a vitorear—. ¡Renella es una cerda! ¡Renella es una cerda!

—Eh, chicos, tranquilizaros —se interpuso el hombre entre ellos intentando que se callaran los muchachos. Pero Zuio, el niño de pecas, le respondió con una mueca sacándole la lengua a modo de burla y le dijo.

—¡Tú calla, desmemoriado! Tanto Zuio como Conexo continuaron riendo a grandes

carcajadas hasta que al final salieron despavoridos hacia la entrada de Borja. Se metieron dentro del pueblo y seguramente se marcharon a sus casas para tener que evitar dar ningún tipo de explicación a los mayores del pueblo. Así, les pasaban a Renella y a Arceldo el problema de tener que explicar quien era ese hombre, donde lo habían encontrado, por qué lo habían traído hasta el pueblo y lo más importante, ¿Qué hacían ellos en las playas del este?

—¡Cobardes! —les gritó Renella consciente de por qué había actuado así—. Olvidadlos. Son tontos los dos... Vamos a mi casa. Estará mi madre y con ella se puede hablar.

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Ninguno de ellos añadió nada más y sin más demoras, los tres entraron dentro del pueblo. Había muy poca gente caminando por las calles, la mayoría eran niños y mujeres, y todos tenían unas ropas similares a la de los muchachos. Túnicas, capas, mantones... Todos se volvían a mirar al hombre que entraba por vez primera. Para un pueblo como Borja, donde todo el mundo se conocía, aquello era una noticia donde debían sacarle el máximo jugo. Arceldo y Renella iban en cabeza, saludando a todo el mundo con quienes se cruzaban, y el hombre iba detrás de ellos, con la cabeza agachada intentando evadir todas las miradas de sorpresa.

La calle principal, aquélla que si continuabas por ella te llevaba a ese edificio central que había visto, estaba bastante deteriorada. Llenas de rocas incrustadas por el camino y desniveles que hacían muy difícil su tránsito. En las fachadas principales de las viviendas había mucha iconografía acerca de esa dama de la luz, la dama de Chrystelle, junto con la imagen de un hombre robusto de espesa barba y expresión severa. Y encima de todas las puertas estaba esa extraña «e» que había visto en algún otro lugar, aunque no recordase ahora dónde.

Al final de la calle se podía ver un pequeño mercado, casi todo ocupado por mujeres, donde vendían con el método más antiguo la mercancía que tenían. Desde pan, gallinas y legumbres hasta atuendos o calzado. Solían captar a sus clientes voceando. Y lo hacían extraordinariamente y armando un gran revuelo.

—¡Gallinas! ¡Señora, tengo estupendas gallinas! ¡La gallina de los huevos grandes! ¡La gallina del perfecto asado! ¡Señoras, miren como tengo a las gallinas! —gritaba una mujer rodeada de jaulas con gallinas cacareando. Otra mujer se le acercó y le dio una gran moneda de cobre.

—La quiero para asar —le comentó. —¿Te la mato? —Sí, por favor. Y la vendedora sacó a una de sus gallinas, la cogió con fuerza con

las dos manos y la rompió el cuello en un instante antes de darle el animal muerto. La mujer la metió en una bolsa de tela y se despidió en busca de otro puesto donde poder seguir comprando.

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Renella hizo las veces de guía del pueblo y le fue explicando todo con sumo detalle, hasta le decía el nombre de las mujeres que compraban en el mercado, tal vez con la esperanza de que alguno le sonase en la memoria, algo que le diera algún indicio de que no padecía la terrible enfermedad que suponía Zuio que tenía. Sin embargo para él, todo aquello era nuevo. No podía recordar nada.

Salieron de la calle principal girando por una de las bocacalles donde el suelo presentaba en las mismas condiciones. Pero no parecía importar a la gente de Borja el estado de sus caminos. A pesar de llevar calzado que poco podría proteger de los cantos de las piedras, sus pies ya estaban acostumbrados andar sobre ellos.

—Aquí vivo yo —comunicó Renella con una sonrisa. Fue entonces cuando reparó en que no había cerraduras en las puertas. Tan sólo empujó un poco y la puerta se abrió. Entró ella y su amigo, pero él se quedó fuera por precaución—. Pero pasa, no te quedes ahí fuera... Voy a llamar a mi madre. ¡Mamá! ¡Mamá, dónde estás!

El hombre entró con cierta cautela mientras la muchacha vociferaba llamando la atención de su madre. La casa era muy lóbrega y oscura, con muebles muy bastos: una mesa comedor, unas sillas, una estantería casi vacía y una chimenea negra. No había puertas que separasen los habitáculos de la casa, sino unas simples cortinas blancas que colgaban de unos arcos y las paredes parecían estar pintadas con tierra, de arena que se desprendía si te rozabas con ella.

Al cabo de unos segundos, la cortina se abrió y apareció una mujer con un paño entre las manos y un delantal. Era una mujer joven y regordeta, de mofletes sonrojados, y la melena rubia la tenía recogida con una pinza. Al principio no reparó en la visita que tenía y empezó a reñir a su hija por dar esas voces.

—Cuántas veces te habré dicho que no debes ir gritando como las mujeres esas del mercado...

—Mamá, tengo que contarte algo —le interrumpió, pero ella seguía, con un vaso en el trapo y frotándolo con fuerza, sin levantar la mirada, concentrada que dejar impoluto aquel utensilio.

—Siempre pegando semejantes voces. No sé como no estás sorda de lo que gritas.

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—¡Mamá! —gritó El grito fue lo único que logró que se callase. Tal vez por eso su

hija era una gritona, porque era la única manera de ahogar las voces de su madre. Ella dejó de frotar el vaso y la miró muy severa. Pero al levantar la vista, se topó con aquel extraño hombre a quien no conocía de nada. Sus ojos se cruzaron y sin saber por qué, la mujer se asustó.

—Discúlpeme Señora, espero no haberla asustado —le dijo él. —¿Quién es este señor? —Mamá, es eso lo que quería decirte. Le encontramos esta

mañana por ahí perdido y necesitaba ayuda. Quiere que le vea el sanador —respondió Renella.

—Y ¿Esas ropas? ¿De dónde eres? ¿De Silvanio? —preguntó pero él no contestó.

—¿Cómo va a ser de Silvanio? No tiene pintas de ser uno de ellos —respondió Renella.

—No sé muy bien a qué tiene pintas este señor. Y ¿Qué es lo que le ocurre? ¿Por qué necesita un sanador?

—No recuerda nada mamá. —¿Está desmemoriado? —preguntó sobresaltada—. A ver señor,

siéntese —le ordenó mientras deslizaba una silla y se la ofrecía. El hombre, asustado y sin saber que hacer, se sentó con cautela sin apartar la mirada de la amable mujer—. ¿Sabe dónde está?

—No... Bueno, en ¿Borja? Me lo ha dicho su hija —respondió. —Sí, está en Borja ¿Pero recuerda algo antes de encontrarse con

mi hija? —Diría que no—confesó. —Entiendo... Renella ¿Dónde le encontraste? —preguntó a su

hija. —En las playas del este —respondió con cautela. —¿Cómo que en las playas de este? ¿Qué hacías tú ahí,

jovencita? Te he dicho muchas veces que no se puede pasar por ahí. Es que no lo entendéis.

—Ya lo sé mamá... —Y tú, Arceldo, también sabes que no debéis andar por ahí y

menos solos. Ya hablaré con tu madre —reprendió al amigo de la

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hija que permanecía en el absoluto silencio—. Anda, marchaos los dos a la casa del sanador y decidle que venga de inmediato. Yo me quedaré con él.

Los dos muchachos obedecieron sin rechistar y se fueron dejando a solas a la madre y al extraño hombre. Él no decía nada, sino que permaneció en el más absoluto de los silencios sumergido en sus pensamientos. Cada vez estaba más convencido de que aquello tenía que ser un sueño, o mejor dicho, una pesadilla. Nada de esto podría ser real. Un mundo como aquél que se estaba descubriendo ante sus ojos no podría existir en otro sitio que no fuera su imaginación.

—¿Tiene hambre? ¿Quiere que le saque algo de comer? —se ofreció la amable mujer.

—Sí, por favor... No sé cuanto tiempo llevo sin comer y tengo un agujero en el estómago.

—Tome un poco de pan y unos embutidos... y un poco de agua. Se lo sirvió todo encima de la mesa y se quedó observando como

comía lentamente, aunque le apetecía devorar, pero por respeto o por educación, fue un poco más comedido.

—¿En serio cree que estoy enfermo? —le preguntó después de haber saciado un poco el hambre—, que estoy... desmemoriado.

—No lo sé —confesó ella con una mirada enternecida—. ¿Qué es lo primero que recuerdas?

—Un pájaro... Un pájaro que se posó en mi espalda y me picó. Creo que pretendía comerme... y el agua del mar.

—Entiendo... En todo caso no creo que estés desmemoriado. Una persona que sufre esta enfermedad y ya no recuerda ni quien es, suele presentar otro tipo de aspecto. Cierto que hablas raro, tienes un acento que no logro identificar de donde es, pero no muestras torpeza a la hora de expresarte... Tus formas de vestir también son muy... extravagantes, por lo que supongo que eso, añadido al acento, dejará claro que no eres de Axelle, o al menos de la región de Alabastra... Si estuvieras desmemoriado, ya no recordarías bien como se habla, incluso como se anda, y tampoco recordarías lo que ha pasado hace unas horas... No, no creo que estés desmemoriado, pero tampoco soy una experta en el asunto.

—¿Es una enfermedad frecuente por estas tierras?

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—Sí. Está ligado a una de las pestes vertidas sobre el mar por las criaturas malignas. Si tragas el virus, en menos de un mes empiezas a olvidar todo. Primero cosas como comprar el pan o ir a trabajar, y luego empiezas a olvidar a tu familia, a tus amigos, hasta que te olvidas de quien eres, todo esto ligado a olvidarse como se anda, como se salta, se habla... hasta que un día, te olvidas de cómo se respira y te mueres.

—¡Dios! es terrible. —Por eso creo que no estás desmemoriado. Un desmemoriado no

es consciente de estas cosas en el punto en el cual deberías tener de avanzada la enfermedad. De todos modos, como te he dicho, no soy una experta en este asunto. Pero no te apures. Enseguida vendrá en sanador y te observará. Seguro que él puede decirte algo.

Tuvo que esperar media hora a que llegase el sanador del pueblo. Se trataba de un hombre muy mayor, con el pelo completamente cano y muchas arrugas por toda la cara. Llegó, le miró detenidamente y después empezó hacerle una serie de preguntas simples y sencillas como de qué color era la mesa o cuantos dedos tenía levantados. Supo contestar a todo, salvo a la pregunta de qué día de la semana era.

Le pidió después que se descubriera el torso y se lo examinó minuciosamente, deteniéndose en la marca que tenía en el lateral. La palpó suavemente y después cogió un extraño potingue y se lo untó lentamente.

Guardó un poco de silencio, quedándose ausente, como si meditase en su diagnóstico, y después se fue hacia su maletín de piel y extrajo unas hierbas.

—Amana —llamó a la madre de Renella—. ¿Te importaría hacerle una infusión de estas hierbas?

—Por supuesto que no me importa... ¿Sabe lo que tiene? —le preguntó mientras cogía las hierbas y él le miraba con atención.

—La buena noticia es que no está desmemoriado... la mala, que no sé que le pasa —contestó—, y que no recuerdes nada dificulta mucho la labor. Sólo tengo claro que, de Alabastra, no eres. Tu atuendo es muy extraño.

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—Y el acento —interrumpió Amana—. El acento no es de aquí, y yo diría que no es de ninguna región de Axelle.

—¿Un silvano? —preguntó mirándole detenidamente—. No tiene aspecto de ser de Silvanio. Por el acento, no, diría que no, pero sus ropas son muy extrañas.

—Una pregunta —les interrumpió el hombre— ¿Por qué actuáis como si yo no estuviera delante? No hago más que oíros que si estoy enfermo, que si soy de no se donde… Y no sé si lo que decís es bueno o malo.

—Discúlpanos. No queríamos ofenderte —respondió el viejo. —Por favor, decidme algo que me ayude… porque estoy muy

asustado ¿saben? Os veo a vosotros, veo vuestro pueblo y vuestro modo de vivir y no puedo hacer otra cosa que asustarme. Estoy cagado de miedo porque estoy empezando a pensar que no soy de este mundo.

—¿A qué te refieres? —preguntó Amana. —Digo que no sólo no recuerdo nada de todo esto, sino que creo

que vengo de un lugar muy diferente a este. Es como si me hubiera tragado un agujero negro y me hubiera llevado muy lejos de mi casa.

—Pero ¡Si ni siquiera recuerdas como es tu casa! —respondió la mujer antes de que tomase el viejo de nuevo la palabra.

—Lo cierto es que tenemos muchos desmemoriados en Borja, es una de las consecuencias de vivir cerca del mar, pero normalmente solemos conocerlos a todos y que nadie pueda decirnos quien eres… eso dificulta mucho las cosas. Pero debo decirte que me reafirmo en que tú no estás desmemoriado… Los desmemoriados no sienten miedo.

—Entonces… ¿Hay alguien que sepa decirme que me pasa? —Amana ¿Dónde le encontraron? —le preguntó el sanador. —En la playa del este ¡Y no me digas nada! Ya he reprendido a

los niños por irse hasta allí. —Así que en la playa… —repitió meditando—. No debería

atreverme a decir tal cosa… pero… —Pero que —preguntó el hombre. —Entre el acento, las ropas… y que ha aparecido en la playa

este… ¿Puede que venga de alguna tierra lejana?

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—¿Cómo puedes decir eso? Todo el mundo sabe que las criaturas marinas se tragaron toda la tierra y dejaron sólo las tierras de Axelle.

—Lo sé, pero: No está desmemoriado, no es de Axelle y tampoco es de Silvanio. ¿Qué otras opciones nos quedan?

—Y ¿Por qué no recuerda nada? —preguntó Amana. —Puede que estuviera en alguna embarcación, buscando más

tierras… nosotros lo hemos hecho en centenares de ocasiones. Lo mismo se toparon con alguna bestia, la embarcación naufragó y él sobrevivió llegando a Axelle a la deriva.

—Eso no responde a mi pregunta —contestó incrédula Amana. —Si la responde. Bien sabemos que las bestias marinas tienen

facultades para hacernos enfermar. Nosotros mismos vivimos la epidemia de los desmemoriados por culpa de esas bestias… ¿Quién sabe que más son capaces de hacer?

—Un segundo —les interrumpió el hombre—. Según ustedes, yo venía en un barco de otras tierras y… ¿un monstruo marino me atacó provocándome esto?

—Es lo único que se me ocurre, al menos por ahora —respondió el anciano.

—Y entonces ¿Qué solución hay? —preguntó desesperanzado. El anciano le miró compasivo y le dijo tras un gran suspiro.

—Rezar y esperar que Épsilon se apiade de tu alma —respondió con firmeza.

¿Épsilon? ¿Dónde había oído ese nombre antes? Las caras de compasión de la mujer y la del anciano contrastaban mucho con la de aquel hombre, que los miraba atemorizado por aquello que le decían, porque el mundo que le describían no podía ser cierto, debía ser una terrible pesadilla. Y que lo único que pudiera hacer fuera rezar, le desalentaba aún más. Pero, ¿A quién debía rezar? ¿A ese tal Épsilon? y ¿Quién era ese tal Épsilon? ¿Acaso no se trataba de una simple letra griega?

II Al norte de Axelle, en los puertos de la ciudad de José, dos

ancianos miraban a los marineros que se preparaban para partir en

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sus navíos. Hacía bastante viento, aunque no se divisaban nubes en las cercanías, y los tripulantes partían con la moral alta.

Unos metros atrás del lugar donde observaban los ancianos a los marineros estaba la taberna de José, un lugar de encuentro para todos los hombres y mujeres que vivían en el mar. Allí, como cada día antes de partir de expedición, estaba Merlo, uno de los capitanes de los batallones de defensa de Axelle.

Se trataba de un hombre de veintidós años, corpulento y de piel muy bronceada causada en parte por las largas horas al sol que pasaba dentro de su navío. No solía ir afeitado, aunque no permitía que la barba le creciera mucho, y es que le gustaba ir así, a medio afeitar. Se alistó al batallón de defensa de Axelle con la edad de quince años y en muy poco tiempo logró hacerse con puestos relevantes dentro de la jerarquía de dicha institución. Hombre solitario allá donde los había, Merlo era considerado como uno de los capitanes más exigentes pero leales del batallón, aunque no cayera bien a su tripulación.

Aquella mañana, como todas las mañanas, Merlo se tomaba un whisky solo antes de zarpar, sin hablar con nadie mientras meditaba en todo lo que tenía pendiente de hacer. Su tripulación estaba armando su navío y en breve saldrían durante cinco días a patrullar los mares y proteger a los barcos pesqueros de los posibles ataques de las bestias marinas. Aun así, llevaban tiempo sin sufrir una embestida y aquello provocaba cierta confianza a los marineros.

Pero Merlo seguía en alerta. Demasiado tiempo sin recibir ningún ataque ¿Dónde se habrían metido las bestias? Para el capitán se estaba empezando a convertir en una monotonía demasiado aburrida. Necesitaba acción.

—¡Tabernero! ¡Necesitamos suministros de ron y whisky! Que zarpamos a la mar —vociferó uno de sus marineros con alegría acompañado de su amigo que se disponía a ayudarle a cargar los barriles.

—Nos vamos a patrullar, no de fiesta —interrumpió Merlo sin levantar la vista de su copa.

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—Lo sé capitán, pero llevamos mucho tiempo sin avistar a las bestias. Habrá que buscar un entretenimiento para estos días —comentó con picardía.

—Está de servicio marinero, no sé de donde ha sacado que iba a dejarle beber en mi navío —volvió a interrumpirle.

—El capitán Cover permite beber a la tripulación —replicó el acompañante.

—Y yo también permito beber: agua. —Con mis debidos respetos, capitán Merlo, pero llevamos mucho

tiempo desocupados, sin hacer nada más que ver mar. Hay quienes piensan que las bestias han muerto. No estaría mal que nos llevásemos un poco de ron.

—No se preocupe marinero... Le mantendré ocupado limpiando la cubierta —sentenció el capitán disimulando su sonrisa— ¡Tabernero, guarde el ron! ¡Mis muchachos se pasan al agua! —Se giró hacía su subordinado y con una maquiavélica sonrisa, añadió antes de irse para dejarlos solos—. ¡Pero que buen capitán que soy!

Los dos marineros se miraron conteniéndose la furia, detestando más si cabe al capitán que tan buena reputación tenía entre los altos cargos y que tan mal caía entre los marineros.

—Éste se enfrentará a un motín el día menos pensado —comentó el amigo del marinero por lo bajo observando como se iba marchando el capitán de la taberna. Cuando salió, el otro marinero se puso al lado de la barra y volvió a gritar.

—¡Qué pasa con ese ron y el whisky! ¡Qué salimos a la mar en unos momentos!

La luz del sol cegó momentáneamente a Merlo, quien se llevó la mano a la frente para protegerse los ojos, y poco a poco empezó a recuperar la visión, observando aquel panorama matutino del puerto de José. Los marineros cargando su gran navío, uno de los más fuertes de toda la flota de Axelle, algunos familiares despidiéndose de aquellos que zarpaban por primera vez, los barcos pesqueros que regresaban después de dos días de capturar una gran previsión de peces y algunas mujeres cargando los pescados con carretillas para llevarse a sus pueblos y venderlos en los mercados. Y tras mirar a

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toda esa monotonía habitual, levantó la vista al horizonte, al temido mar.

Aquella mirada era ya casi un rito para él. Era su modo de retar a las bestias, su modo de avisarles que aquellos días no estarían de suerte, puesto que él surcaba los mares impidiendo que atacasen como tiempo atrás hicieron. Pero aquella mañana, su mirada se perdía en el mar no como aquel viejo reto, sino como una súplica.

—Bestias, salir de vuestro escondrijo —alzó la voz al viento esperando alguna respuesta. Pero sólo el viento parecía golpear sus oídos y, a pesar de sus deseos de batalla, en el mar no parecía haber ningún indicio de una aparición.

A su espalda, otro de los capitanes del batallón de defensa de Axelle le observaba con curiosidad. Se trataba de Fastian, uno de sus mejores amigos. Tenía un año más que Merlo, un poco más alto y más esbelto. Su cabello era rizado, aunque solía llevarlo muy corto para impedir que se le rizase haciéndole una gran cabeza, sus ojos eran de color miel y al contrario que su amigo, siempre tenía la barba rasurada. Se habían conocido el mismo día que ingresaron en el batallón, cuando ambos eran muy jóvenes. Sus logros fueron casi simultáneos; prosperaron a la vez dentro del batallón, alcanzando puestos de relevancia uno detrás del otro... Las malas lenguas afirmaban que Merlo y Fastian, en realidad, habían logrado sus puestos debido a una tercera y anónima persona que gozaba de prestigio dentro de la institución y que sus logros eran tan escasos que no estaban justificados los puestos que ostentaban. Merlo solía reaccionar muy mal ante aquellos rumores vertidos por la tripulación, pero Fastian sabía como ignorarlos.

—Caerás peor a la tripulación si no les dejas subir un poco de ron —le comentó divertido y Merlo se volvió para encontrarse con la pícara mirada de su amigo, quien había observado desde una de las mesas la conversación mantenida con sus marineros.

—Saben que no pueden beber alcohol mientras están patrullando —respondió con desdén sin dejar de pensar en sus perdidas bestias marinas.

—Los días pueden ser muy largos... y las noches más. Sobre todo ahora que todo está en esta extraña calma.

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—Hasta el día que aparezcan. Debemos estar alerta. No nos pueden pillar borrachos el día que ataquen de nuevo.

—Ahora mismo yo me preocuparía más por los silvanos que por las bestias —comentó Fastian.

—A mí esa chusma no me preocupa. Sólo las bestias me pueden quitar el sueño... —respondió perdiendo la vista de nuevo en el horizonte—. ¿Por qué no atacan? ¿Dónde se han metido?

—¡Ay! mi querido amigo Merlo... ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos? ¿Siete años? Y siempre con el mismo sueño; derribar a una de las bestias.

—Sé que ese es mi destino Fastian, y algún día, lo conseguiré. —Acabarás en un ataúd como te enfrentes prematuramente a una

de ellas. Sabes a la perfección que hace falta a todo un ejercito para derribarlas. Sólo unos pocos han logrado hacerlo... y muchos los que han fracasado —dijo su amigo.

—Y yo seré uno de los pocos que lo consigan —sentenció. —Eso espero, porque no me gustaría tener que verte envuelto en

mortajas. —Descuida. Eso no pasará nunca. —¿Cuándo zarpáis? —preguntó Fastian. —En cuanto acaben de armar el navío... Cada vez me ponen con

la tripulación más torpe... Mira ese como carga la comida —comentó señalando a uno de los marineros más obesos de la tripulación, que se movía con lentitud deslizando uno de los barriles.

—Y luego me preguntó por qué caes tan mal a los marineros... En fin, Merlo ten cuidado estos días —le aconsejó.

—¿Y por qué? ¿No esta todo tan tranquilo? —respondió a modo de burla.

—Lo digo por los silvanos... Los han avistado muy cerca de nuestros mares. Algo quieren.

—Navego con la Indestructible... Ni se atreverán acercarse a más de diez leguas de mi camino —fanfarroneó provocando las risas de los dos capitanes.

Los barcos pesqueros habían terminado de descargar toda la mercancía recogida días atrás y aguardaban a que el navío del batallón de defensa se adentrase en el mar antes de volver a salir a

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capturar peces. Fue por ello por lo que ambos capitanes se despidieron y Merlo bajó al puerto a meter prisa a sus marineros. Se estaban retrasando y aquello provocaba un retraso a los pescadores, quienes no solían quejarse por miedo de algún tipo de disputa con el batallón, aunque si que era cierto que ya se podía oír alguna queja de los ancianos que observaban la actividad del puerto.

Era la tradición. El batallón de defensa se adentraba en el mar, asegurando las rutas para que los pescadores pudieran navegar tras él y poder capturar tantos peces como necesitase la población de Axelle. Pero a Merlo no le gustaba ese cometido. Añoraba las expediciones de antaño, cuando el batallón viajaba en busca de bestias a las que aniquilar o tierras lejanas que descubrir. Sin embargo, los brutales ataques recibidos hacía c inco años provocaron que el hermano Mayor anulase todas estas operaciones relegando al batallón de defensa a la mera función de proteger a los pescadores, algo que desmotivaba a los altos cargos. De hecho, estas nuevas funciones, alejadas del campo de batalla y de la concentración militar, habían provocado que la especialización del cuerpo de defensa se hubiera mermado, aceptando dentro de la tripulación a simples marineros.

Tal vez por eso, su fiel amigo Fastian le recomendaba que se anduviera con cuidado y tuviera cautela a la hora de atacar a una bestia. Con la tripulación que tenía ahora, la derrota estaba más que asegurada.

Entró en el navío al tiempo que los últimos marineros se despedían de su familia. Soltaron las marras y zarparon poco a poco, alejándose de José. Era una imagen impresionante para todo aquel enamorado de los paisajes. El barco más grande de Axelle, deslizándose lentamente, adentrándose en las aguas claras del mar Intermedio mientras la luz de sol incidía en él haciéndolo brillar. Para muchos, aquel navío era la joya del reino.

—Buenos días capitán —saludó Rever— ¿Preparado para hacerse con la mar?

—Buenos días Rever… dale potencia que tenemos que cuidar a los niños. —Merlo siempre hacía referencia a los pescadores como

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«los niños» como muestra de su disconformidad por hacer tales trabajos equiparables a los de una guardería.

Rever era un hombre joven, de la misma edad que el capitán. Fiel amigo suyo y piloto del navío más importante de la flota, algo que le enorgullecía. Era alto, bastante más que Merlo. Su piel morena contrastaba bastante con su cabello claro, pero solía rasurarse la cabeza entera para evitar que nadie se burlase de la gran diferencia que a la vista se percibía. Muy fuerte, resultado de las largas horas de entrenamiento, pero a pesar de su imagen de tipo duro, todos sabían de la gran amabilidad que derrochaba.

—Sabes capitán, he vuelto a dejar embarazada a Yhena —le confesó con una gran sonrisa.

—¿Otra vez? Pero ¿Seguro que es tuyo? Porque después de todo el tiempo que estás en el mar, no sé como te las apañas para embarazarla —le vaciló.

—No bromeé con eso, capitán —respondió con una gran sonrisa. —No serías el primer piloto a quien le ocurre… de cualquier

modo, si es tuyo, debería pasar más tiempo en alta mar porque cada vez que pisas tierra, le haces un bombo a la pobre Yhena. ¿Qué es, el cuarto hijo?

—El quinto, mi capitán —respondió orgulloso. —¡Por la dama Chrystelle! A este paso tendrás tu propio pelotón

—comentó sorprendido—. Y dime, ¿Qué hace un padre de familia como tú navegando en una tripulación como ésta? Debería quedarse en tierra Rever, buscar otro trabajo y estar con su señora y sus retoños. ¿Y si algún día le sucede algo? ¿Qué haría la pobre Yhena, viuda y con cinco niños?

—¿Y dejar de navegar? ¡Ni loco capitán! Esto es mi vida. Amo a Yhena y a mis hijos, pero no me imagino mi vida sin que estas manos agarren un timón. Además, piloto nada más y nada menos que la Indestructible, capitán, es imposible que me suceda algo —respondió orgulloso.

—Así da gusto salir a navegar y no rodeado de estos cenutrios que tengo —comentó a su piloto alzando la vista a las cubiertas.

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—Buenos días compadres —les interrumpió Sergo, el ayudante de Merlo. Los dos se volvieron y le saludaron con una sonrisa. El viento había amainado y el sol empezaba a pegar un poco más fuerte.

Este hombre, uno de los más mayores de la tripulación, se había ganado el puesto como premio de consolación a los buenos tiempos vividos en la orden. Fue un antiguo capitán de un gran navío que fue hundido tras una disputa con sus enemigos. Tras su derrota, tuvo que aceptar con reservas el puesto de ayudante del joven capitán o la jubilación. Por suerte la relación con Merlo era buena y sus opiniones siempre contaron con la estima del capitán. Además, su nuevo puesto le dejaba más tiempo libre, que solía ocuparlo haciendo lo que más le gustaba: Comer. Tal vez era por eso por lo que su barriga había crecido de un modo asombroso, adquiriendo una forma similar a la de una inmensa bola, provocado en parte por su ba ja estatura.

—Buen día para navegar ¿Verdad? —¿Has revisado todo ahí abajo? —le preguntó Merlo, quien aún

no había echado un vistazo a su tripulación, tal vez debido a su desánimo.

—Sí, todos están haciendo sus cometidos… Pero, ¿Cómo diablos se ha metido tanto granjero en el navío? Si nos atacan, no sé como defenderemos a los pescadores. Más bien diría que nos tendrían que defender ellos a nosotros.

—Eso mismo estaba pensando yo —comentó Merlo—. En fin, pasemos estos cinco días como mejor podamos y veré que puedo hacer a nuestro regreso.

—A este paso, nos cambian al piloto y nos ponen a un pastor —bromeó Sergo provocando las risas de Rever.

Aquellos dos primeros días sucedieron en la embarcación en una relativa tranquilidad. Tan sólo los quehaceres diarios era lo que mantenía ocupados a la tripulación, dejando que gran parte de la jornada tuvieran un tiempo ocioso donde podían hacer todo cuando deseaban. De hecho, aquellos dos marineros a quien reprendió el capitán en la taberna, fueron aplaudidos por sus compañeros la noche que sacaron el ron y el whisky que metieron a escondidas.

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Merlo sabía a la perfección que sus dos marineros habían metido las bebidas alcohólicas. Conocía las costumbres de la tripulación y daba igual que la mayoría fueran granjeros, que entre ellos no hubiera los auténticos soldados que deberían estar en un navío de semejante calibre, el ron y el whisky era algo casi universal en Axelle, sobre todo en José.

Realizaron la ruta tal y como estaba previsto. Primero hacia el norte, hasta la frontera con los mares de Silvanio, después al este y luego la vuelta hasta la frontera, donde deberían volver hacia atrás, hacia el puerto. Los barcos pesqueros solían estar alejados del navío, pero se les podía ver en el horizonte como si de unas pequeñas manchas en el mar se tratasen. Si alguno veía algo raro, cogían un cuerno y lo hacían sonar para que el batallón escuchase la llamada de auxilio y corriera en su ayuda, mientras que el resto de los barcos pesqueros volvían de inmediato al puerto.

La mayoría del tiempo Merlo se pasaba en el puente de manos, mirando a los pesqueros, esperando que de un momento a otro el sonido de un cuerno le diera la señal de ponerse en acción. La oportunidad de convertirse en un héroe para la gente de Axelle. Pero los rumores cada vez eran más fuertes. Las bestias ya no aparecían y con ellas, su oportunidad de ser reconocido.

—¡Capitán! ¡Capitán! —empezaron a gritar en la cubierta la tripulación.

Merlo, que miraba con atención a los pesqueros, se sobresaltó con la llamada de los marineros e inmediatamente se dispuso a ver que era lo que sucedía. Tal vez esperanzado por encontrar la bestia que tanto tiempo llevaba buscado.

—¿Qué sucede? —preguntó cuando llegó con ellos. —Hay algo allí —respondió uno de los marineros más mayores

mientras señalaba hacia la otra dirección, donde no se encontraba los pesqueros—. Creo que es un barco, mi capitán.

Merlo echó un vistazo y pronto masculló algo que nadie entendió. En el horizonte, alguien se acercaba a saludarlos.

—¡Rever! —llamó Merlo al piloto quien se asomó desde el puente de mandos un tanto desconcertado—. Se aproxima un barco silvano. ¡Veamos que quieren!

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—¿Qué sucede? —preguntó Sergo sobresaltado. —Nada, no sucede nada —respondió desilusionado—. Tan sólo

es un barco silvano. —Y ¿Qué bicho les ha picado? —preguntó Sergo quien solía

simpatizar menos con los silvanos que el resto de la población de Axelle.

—No tengo ni idea —contestó mientras intentaba volver al puente de mandos apartando a la tripulación. Pero todos ellos estaban mirándole, un poco asustados por encontrarse con sus enemigos, y aunque Merlo no se mostraba preocupado por la inesperada visita, aquello no servía para tranquilizar a los marineros—. ¡Queréis apartaros de mi camino! —les gritó malhumorado y todos se alejaron, dejando que subiera por las escaleras no sin antes dedicarles una mirada de desprecio—. Panda de cenutrios.

—Capitán, no puede tratar así a la tripulación, aunque sean granjeros, o te enfrentarás a un motín el día menos pensado —empezó a aconsejarle Sergo mientras los dos subían al puente de mando.

—La revolución del rastrillo, eso ha estado gracioso —bromeó Merlo.

Tras llegar al puente de mandos, el capitán, junto con Rever y Sergo, fueron viendo como aquella embarcación se iba acercando cada vez más a ellos. Ese barco lo conocían a la perfección. Se trataba del más famoso de la flota silvana, la Zulema, y capitaneado por el silvano más odiado por todo el batallón de defensa de Axelle, el capitán Preston.

Sergo comenzó a maldecir en cuanto supo de quien se trataba. Esa rata de cloaca o marinero de tres al cuarto que se pensaba mejor que los demás, o mejor dicho, el origen del odio del ayudante del capitán Merlo hacia sus vecinos y enemigos. En tiempos pasados, tras el fin de la era de las batallas contra las bestias, ambas flotas se enfrentaron en una temible disputa que se saldó con el futuro como capitán de Sergo cuando Preston, capitaneando la Zulema, inundó su navío.

La Zulema se trataba de un grandioso barco de enormes velas y un armazón tan duro que para muchos le honraba el título de ser el navío más fuerte de los dos reinos. De La Zulema se inspiraron la

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gente de Axelle para construir La Indestructible, con el propósito de arrebatarle a los silvanos el título o el honor de tener la embarcación más dura y fuerte, pero aún ambas joyas no se habían enfrentado y desde el primer día que La Zulema se cruzó con la Indestructible, los capitanes de los dos navíos aprovechaban cualquier excusa para retarse, aunque al final ninguno de los dos tuviera el coraje de jugarse su barco.

—¡Señor! Piden permiso para abordar el barco —le informó uno de los pocos soldados de verdad que quedaban en la Indestructible.

—Dejadles pasar. Quiero saber que quieren —ordenó Merlo. El soldado se retiró dejando solos de nuevo a los tres amigos,

quienes observaban a la retaguardia como La Zulema se les echaba encima. Vieron como de las dependencias del navío salían varios silvanos dispuestos a abordar La Indestructible, entre ellos, el capitán Preston.

El capitán Preston era un hombre alto, no muy corpulento y con la piel casi aterciopelada. Un autentico galán conocido en su tierra más que por capitán por ser un gran conquistador de mujeres. Rubio y de un intenso azul en los ojos. Para muchas de sus conquistas, Preston era lo más parecido a un ángel. Pero a parte de esa fama de conquistador, para los silvanos, el capitán era todo un maestro en el campo de las armas. Su agilidad y su fuerza eran lo suficiente como para tenerlas en cuenta, convirtiendo a Preston en un rival difícil de derribar.

Acompañándole, subieron a bordo otros dos tripulantes de su embarcación. Dos expertos soldados, con cara de muy pocos amigos, que solían ir del lado del capitán allá donde fuera.

Merlo se quedó observándole detenidamente, bajando a la cubierta en el mismo momento que Preston ponía un pie en ella mientras toda la tripulación observaba a los tres soldados con cierto recelo, con miedo incluso, siendo conscientes de que dentro de La Indestructible no había suficiente personal cualificado para derribar a los silvanos en el caso que buscasen un enfrentamiento. Pero no debían asustarse. Por muy mal que les cayese el capitán Merlo, él ya estaba ahí y sabían que no dejaría que les pasase nada. Con su capitán entre ellos, todos se sentían más seguros.

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—¡Apartaos! —vociferó Merlo mientras lograba hacerse un hueco hacía estribor, donde Preston y compañía acababan de llegar.

—¡Pero mira a quien tenemos aquí! —exclamó Preston en cuanto su mirada se fijó en la del capitán de Axelle—. Pero si es ni nada más ni nada menos que el cabo Merlo —comentó menospreciándole como ya era habitual entre ellos—. No sabía que en Axelle estuvieran tan faltos de soldados que ponen a los cabos a dirigir barcos.

—Capitán, no entres en su juego. Sólo quiere sacarte de tus casillas —le aconsejó Sergo malhumorado.

—Hola Sergo, no te había visto —le saludó Preston—. ¿Qué tal te va? El otro día pasé por donde hundí tu barco y ¿sabes? Estaba el agua tan cristalina que pude ver como ahora está lleno de algas... Está precioso.

—¡Vete al Diablo, Preston! —bramó Sergo antes de que Merlo se interpusiera entre ellos.

—A ver, dime qué es lo que quieres y lárgate de aquí— interrumpió Merlo muy severo.

—Sabes, eres muy poco hospitalario... Tratar así a unos invitados. —¡Tú no eres un invitado! —volvió a interrumpirle—. Dinos que

es lo que te trae aquí y lárgate. —Bien... bueno, ¡Qué se le va hacer! No olvidaré tu hospitalidad

cuando tengas que pisar mi navío, camarada. —Jamás pisaré tu barco, a menos que sea para hundirlo, y no soy

tu camarada. Y volveré a rogarte que seas claro en tus motivos para venir hasta aquí. No tengo tiempo para intercambiar falacias contigo.

—Vale. Me doy por enterado... En fin. Me hago cargo que vosotros, un barco como este, tripulado por un grupo de granjeros y pescadores, no seréis muy dados a los cálculos marítimos, pero he de advertiros que estáis en mares silvanos, por lo que os pido, muy cortésmente, que abandonéis estas aguas a la mayor brevedad posible.

—Preston, estos mares pertenecen a Axelle, y lo sabes — respondió Merlo.

—Veo que no te informan de las nuevas de tu tierra. Según el último acuerdo alcanzado con el hermano mayor de Axelle, estos

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mares ahora son nuestros. Por lo que, debéis abandonar y marchar en dirección a José.

—Si hubiese habido algún cambio en las rutas de navegación de Axelle, me hubiera enterado... Más bien creo que este ¡Circo! Que estás montando, lo único que persigue es... ¿Retar a La Indestructible?

—Que canalla eres... ¡Me has pillado! —bromeó—. Pero si quiero hundir esta... cosa flotante, no necesito una excusa para ello. Llamo a mis hombres y la hundo en menos de lo que te puedes creer.

—Cuando quieras hacemos la prueba —retó Merlo provocando las carcajadas de su enemigo.

—No seas ingenuo Merlo. ¡Mira a tu tripulación! ¡Si aparece un barco pesquero más que el batallón de defensa de Axelle! No tendría ni para empezar con vosotros, por muy grande que quiera ser vuestro navío. Así que, por qué no eres un chico bueno y te alejas de aquí... ¿O acaso quieres volver a José sin barco? ¿Qué dirían tus superiores?

Las carcajadas de Preston resonaron en la mente de Merlo lleno de impotencia. Por mucho que se negase a reconocerlo, sabía que tenía razón. No bastaba con tener un gran navío. Sin gente cualificada que supieran llevarlo, jamás lograría vencer a La Zulema. En una batalla, la derrota estaba más que sentenciada. A las carcajadas de Preston se sumaron las de sus dos secuaces mientras toda la tripulación de La Indestructible observaba con resignación la mofa de los silvanos que se marchaban sintiéndose los vencedores del encontronazo.

Merlo volvió al puente de mandos en cuanto los silvanos abandonaron el barco y allí empezó a maldecir por todo lo que sucedía. Rever le observaba con cautela, esperando a recibir alguna orden para modificar la ruta de navegación o si debía permanecer en el mismo lugar. Mientras, Sergo acompañaba las maldiciones del capitán, enfurecido, o mejor dicho, enajenado, por como se habían burlado de él.

Los silvanos comenzaron a alejarse quedándose siempre a una ligera distancia de La Indestructible, observado su paso y esperando a que se retirasen. Desde la cubierta de La Zulema, Preston miraba sonriente al batallón de defensa de Axelle, confiando en que no

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tardarían en retroceder otorgándole otra victoria de las miles rencillas que tenían.

—Capitán, los silvanos no se retiran... Esperan que retrocedamos —comunicó Rever.

—No retrocederemos. Si quieren bronca, la tendrán —respondió Merlo.

—Capitán... Si me permites un consejo... No tenemos capacidad para hacerles recapitular... Usted mismo lo ha dicho días atrás y yo soy padre de cinco criaturas.

Las miradas entre el piloto y el capitán se cruzaron brevemente hasta que al final Merlo agachó la cabeza con resignación, intentando contener su frustración y reteniendo sus deseos de propinar un puñetazo a alguien para liberar esa sensación de angustia que sentía. Pero sabía que Rever tenía razón, que aquel día debían ceder, aunque aquello significase una pequeña victoria para el capitán silvano. Pero cuando levantó la vista para coger aire y dar la orden, desde uno de los barcos pesqueros perdidos en el horizonte, el sonido de un cuerno retumbó en sus oídos. Se trataba de ese sonido grave que tanto tiempo llevaba sin escuchar y esta vez tocado de un modo intermitente, como de alguien desesperado que suplica ayuda urgente.

Los tres levantaron la vista en la dirección contraria al barco silvano, buscando alrededor de los barcos pesqueros algún indicio del peligro que estaban avisando. Pero allí no se veía nada, sólo a los barcos de José. Al sonido del cuerno de aquel pesquero, se sumó el sonido de otro, y más tarde otro. De pronto, tres barcos avisaban de peligro, pedían ayuda, pero allí no se veía nada. Merlo no entendía que sucedía.

En el barco silvano, Preston había perdido la concentración de La Indestructible y el múltiple sonido de los cuernos de los barcos axellianos le dejaron perplejo ante una situación que no lograba entender.

—¡Capitán! Espero órdenes —rumió Rever. —¡Rever, dirección a los pesqueros! Veamos que sucede —

respondió Merlo—. Sergo, dirígete a cubierta y organiza a los soldados en caso que suceda algo.

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—¿Soldados? ¿Qué soldados? —espetó el ayudante. —Ya me has entendido. Pero ante el desconcierto y la incertidumbre reinante en aquel

instante por oír el sonido de tantos cuernos sin avistar peligro, un graznido ensordeció los oídos de todos ellos. Merlo se apresuró a bajar a las cubiertas, aquel sonido no podía ser de otra cosa que no fuera una bestia, sus bestias perdidas.

De nuevo, otro estruendo ensordeció el lugar y en ese instante el mar empezó a agitarse hasta tal punto que se levantó en una columna de agua justo enfrente del barco del capitán Merlo. Los cuernos continuaron sonando, esta vez tocados con más rapidez y dos segundos después, cuando la columna de agua bajó, el sonido de uno de los cuernos, simplemente cesó. El mar se había tragado al barco.

—¡Corred, maldita sea, corred! —gritó Merlo mientras el barco avanzaba a toda velocidad para intentar socorrer a los pescadores.

Un nuevo graznido se escuchó y, como había ocurrido antes, se levantó otra columna de agua impidiendo un rápido avance por parte de La Indestructible. Merlo no cesaba de gritar, dando órdenes para que los tripulantes supieran que hacer en cuanto llegasen al lugar donde estaban los pescadores y poder rescatarlos de inmediato... Pero sus tripulantes no eran profesionales, y en aquel momento, el pánico se apoderaba de ellos. Otra vez se escuchó un golpe y el sonido de otro cuerno cesó, viéndose claramente que el mar se lo había tragado cuando la columna de agua volvía a su lugar.

Desde la Zulema, el piloto silvano preguntaba a Preston si hacían algo. Pero el capitán sólo observaba la escena, viendo como cundía el pánico entre la tripulación axelliana y como los pescadores sucumbían lentamente a los graznidos de sus temibles bestias.

—¡Capitán! Estamos obligados a ayudar. Ellos no pueden. Morirán todos —le recordó su piloto.

—Mira —le invitó Preston señalando al horizonte. Tras aquella batalla campal, con los torpes barcos flotando sobre

el inestable mar, se podía advertir la enorme sombra de aquello que estaba provocando semejante tragedia. Era inmensa, parecía no tener fin. Preston había entendido que no había navío, ni La Zulema ni la Indestructible, capaz de plantar cara a esa cosa, fuera lo que fuese.

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—¡Por Épsilon! ¡Que semejante criatura nos deparan los dioses ahora! —exclamó el piloto silvano al descubrirlo.

—El código dice que cuando las circunstancias no albergan garantías de victoria, debemos mantenernos alejados y volver cuando las bestias ya no ataquen para recoger a los heridos.

—¡Los matarán a todos! —exclamó el piloto. —Y a nosotros también si nos adentramos ahí —contestó Preston. Merlo corrió de la proa a la popa en busca de alguien capaz de

mantener la calma, pero por más que gritaba, tan sólo los cinco soldados profesionales de los que disponía parecían estar preparados para socorrer al pesquero más cercano. Agarró varias cuerdas y se aproximó a la barandilla dispuesto a lanzársela a los pescadores, pero cuando se asomó, descubrió debajo del agua a la bestia que les estaba atacando. Sus soldados se presentaron de inmediato, provistos de lanzas, arcos y flechas, y desde la cubierta empezaron a atacar como buenamente podían, arrojando sobre el mar toda la capacidad ofensiva de la que disponían, cuando lo cierto era que no servía de nada.

El capitán palideció cuando lo vio y segundos después, entre la Indestructible y el pesquero, una nueva columna de agua se levantó entre ellos, inclinando su navío y haciendo que el pesquero se resquebrajase y estallara en miles de cachos. El agua, al descender, empezó a invadir la cubierta, cayéndose también los cuerpos sin vida de algunos pescadores. Era como si los hubieran reventado.

—¡Capitán! ¡Debemos salir de aquí! —gritó Rever—. ¡Va a volcar el barco!

—¡No, tenemos que salvar a los pescadores! —ordenó mientras los soldados, seguidos de Sergo, trataban de coger a las personas que se ahogaban poco a poco.

—¡Merlo! ¡No me hago con el barco! Pero el capitán no escuchó a su piloto y continuó en su fracasada

labor de salvar a los pescadores. Las columnas de agua se levantaron en diversas ocasiones,

provocando que otros barcos estallaran en miles de cachos, y tan sólo el pesquero más alejado pudo mantenerse a una distancia prudencial salvándose del terrible caos. Los cuernos habían cesado y en su lugar

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sólo se podía oír el estruendo del mar al chocar con el navío, hasta que el sonido de una explosión dejó bien claro que no podían vencer, que tenían que huir.

Pero ya era tarde. El armazón de la Indestructible... se rompió. El barco empezó a partirse, los mástiles a caerse y el puente de mandos se derrumbó precipitándose a las profundidades marinas. Sonó un nuevo graznido y después... la calma.

La sombra que los había acechado desapareció y sobre el mar sólo había trozos de madera flotando y los cadáveres que se sumergían lentamente.

—Capitán, espero órdenes —dijo el piloto de La Zulema. —Ahora si, acerquémonos —respondió antes de dirigirse a su

tripulación—. Coged sólo a los vivos. Media hora después, Merlo subía a bordo de La Zulema, con su

navío hundido y hecho pedazos y su orgullo herido de muerte, rescatado por los silvanos. Pero su angustia creció cuando descubrió que, a su llegada a tierra, tendría que comunicar a Yhena que Rever había muerto.

III El sanador se había marchado en busca de algunas de las hierbas

que conocía que ralentizaban todo tipo de enfermedades típicas de Axelle con el objetivo de dárselas al hombre del mar, mientras Amana se había quedado con él para darle de comer y proporcionándole una cama para que descansase hasta que el sanador de Borja regresase.

Pero aquel hombre, cuando se miraba al espejo, sabía, aunque no pudiera demostrarlo, que él no era de ese mundo. No, él venía de un lugar muy diferente donde los sanadores eran médicos y vestían con bata blanca. Encerrado en aquella lúgubre habitación, mientras Amana daba de comer a su hija Renella, trataba de hacer esfuerzos por recordar algo, aunque sólo fuera su nombre. Pero cuando cerraba los ojos, sólo un remolino violento de agua verde se aparecía en su mente.

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¿Axelle? ¿Silvanio? ¿Los desmemoriados? Nada tenía sentido y aunque deseaba que las hierbas que tomaba a modo de infusión sirvieran de algo, en el fondo sabía que no lograrían nada. No recordaba nada a consecuencia de un shock traumático que, cuando menos lo pensase, se desvanecería haciendo que recordarse de golpe. Entonces tendría la certeza de que él no pertenecía a ese lugar… aunque no supiera cómo había llegado allí.

Lo curioso de todo era que, a pesar de no recordar quien era, a que se dedicaba, su familia o de donde venía, viendo a Amana, a Renella, o al sanador inclusive, no podía evitar pensar que aquella gente y su modo de vivir eran típicos de un pasado medieval, consciente de que su mundo estaba más avanzado de lo que ellos jamás estarían dispuestos a aceptar. Tal vez por eso sabía que recordaría en cualquier momento, aunque para el sanador y Amana fuera algo más que improbable.

El viejo regresó a media tarde. Amana le había dicho que no podía hacerse cargo de él, muy a su pesar, y que tenía que encontrar un lugar donde pudiera hospedarle.

—No te preocupes Amana, he hablado con el Hermano del pueblo y quiere verlo. Le daremos cobijo y comida hasta… hasta que se nos ocurra algo —comentó el sanador.

—De verdad que si estuviera sola, dejaba que se quedase. Pero mi marido vendrá pronto de trabajar y lo que menos necesito es una disputa con él por esto. A él no le gustan los extraños. Ya lo conoce —se justificó la mujer con un gran apuro.

—De verdad Amana, ya ha hecho mucho por él y seguro que él se lo agradece.

El sonido de la puerta de la habitación donde se encontrar el hombre del mar, se cerró de golpe mientras él salía tras escuchar toda la conversación.

—Amana —le llamó con timidez—, no se preocupe por mí. Comprendo su situación… y gracias por haberme dado un plato de comida y permitir que durmiera un poco… No todo el mundo estaría dispuesto a tal cosa… y más si se presupone que estoy enfermo.

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—¡Venga por favor, no hagamos ningún drama! —interrumpió el sanador—. Yo ya venía con las intenciones de llevarte conmigo. El hermano quiere hablarte.

—¿Quién es el Hermano? —preguntó el hombre. —El Hermano es… el máximo responsable de lo que sucede en el

pueblo. Él es el guía espiritual y el que toma todas las decisiones. —Ah, sí, entiendo… como una especie de… —como se decía—

alcalde. —¿Alcaide? —preguntaron Amana y el sanador al unísono. — Ves como habla muy raro —añadió Amana. El hombre se despidió de Amana con mucha educación y ella le

deseo una pronta recuperación antes de que salieran de su casa. Después, él y el sanador comenzaron a caminar por las calles de Borja, que a esas horas de la tarde ya empezaban a quedarse vacías. Marcharon hacia el templo, el lugar donde vivía el hermano del pueblo, y por el camino, al igual que había hecho Renella, el sanador fue explicándole cada uno de los sitios y las calles por donde pasaban con la esperanza de que empezase a recordar algo, cualquier cosa. Pero por mucho que se esforzaba, para ese hombre todo era nuevo.

Llegaron al edificio que estaba en el centro del pueblo al cabo de unos diez minutos y en la entrada principal se encontraron con un grupo de personas que salían y entraban con frecuencia. Posiblemente, en Borja, el mayor movimiento de gente se producía alrededor de dicho edific io, donde todo el mundo solía acudir, por lo menos, una vez al día aunque los había que se pasaban la mayor parte del tiempo.

—Aquí es —comunicó el sanador—. Esto es la casa espiritual del pueblo de Borja y en las plantas superiores es donde reside el Hermano.

—Entiendo… Esto es como un templo. —Exacto… ¿Te suena de algo? —preguntó esperanzado. —¿Un templo? —trató de hacer memoria—. Recuerdo que es un

templo y cuando me has hablado de él, una imagen me ha venido a la cabeza… pero nada más.

—¿Qué imagen? —Una cruz —sentenció para desilusión del sanador.

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—No, Épsilon no tiene ninguna cruz como símbolo —respondió desilusionado.

—¿Qué es Épsilon? —preguntó alzando la voz y provocando cierta sorpresa entre la gente que les escuchó.

—¡Por la dama Chrystelle, baja la voz! —le reprendió—. No puedes entrar en la casa de Épsilon y preguntar que es. Es una blasfemia y aquí han condenado a personas por menos que eso.

—Pues tampoco sé quien es la mujer ésa —respondió en un susurro.

—Paciencia amigo… Esperemos que al Hermano se le ocurra algo —se dijo a sí mismo.

El templo estaba lleno de bancos de madera donde la gente se reclinaba de rodillas y apoyaba la frente en el respaldo de delante. El hombre dedujo que lo hacían para rezar, aunque aún no supiera a quien rezaban. Las paredes tenían un aspecto muy lóbrego, donde apenas incidía la luz, tan sólo el tenue brillo de algunas velas que se apostaban en las esquinas. En medio del templo se erguía un altar subido en una tarima de color blanco con ese extraño símbolo con forma de «E» que había visto en aquel… ¿Sueño?... Al verlo, recordó la imagen de aquella anciana y de aquella mujer… o mejor dicho, recordó sus voces diciendo al unísono:

—Épsilon —repitió por lo bajo. —¿Recuerda algo? —preguntó el sanador mientras caminaban

por el templo. —Recuerdo… ese símbolo— respondió señalando a la «E» que

había en el altar— lo he visto antes. —¡Muy bien amigo! —exclamó el sanador—. Eso es muy buena

señal. Verá como pronto recordará todo. Salieron de aquel centro espiritual adentrándose a las plantas

superiores por una puerta escondida en uno de los laterales, no sin antes de que el sanador se hiciera con un candelabro para iluminar los empinados y desiguales escalones de una escalera que parecía no acabar nunca.

Cuando llegaron a la siguiente planta, el sanador se volvió y advirtió al hombre. Era preferible que hablara poco. Alguna palabra mal dicha en el momento menos oportuno podría provocar un fatal

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desenlace, puesto que el Hermano de Borja era un señor muy mayor y bastante conservador. Y aunque estaba avisado del mal que sufría, podía ser bastante irracional si así le parecía.

La segunda planta estaba mucho más iluminada, en gran parte debido a sus grandes cristaleras donde entraba la luz del sol del atardecer. No había paredes que separasen las habitaciones, sino finas cortinas azul celeste. Y en los únicos muros que había, se exhibían un sinfín de mosaicos con dibujos que no llegaba a entender. Algunos parecían simples retratos mientras que otros eran una mezcla de colores que no sabía identificar que significaban. Entre estos mosaicos pudo ver un retrato de aquella mujer inmortalizada en la piedra de los caminos de Borja, la dama de Chrystelle. No dijo nada, porque así se lo había pedido el sanador, pero aquel rostro le era muy familiar, y no de haberlo visto tallado en la piedra.

El sanador llamó al anciano Hermano casi en un leve susurro imperceptible y de la nada, salió un hombre de entre las cortinas, vestido con una gran túnica del mismo color. Tenía varias arrugas en la frente y su expresión parecía más sombría que la del resto de Borja, como si ya hubiera vivido demasiado y estuviera cansado de vivir, pero no era un anciano.

—Hola amigos, ya pensaba que no vendríais —comentó el señor en el mismo tono tan suave.

—¿Él es el Hermano? —preguntó el hombre del mar. —No des voces —volvió a reprenderle el sanador—. Sí,

Hermano, este es el hombre del que te he hablado. —Pero si no debe tener más de… ¿cincuenta años? Creí que

estábamos hablando de un anciano. —Cincuenta y tres años para ser más exactos —comentó el

Hermano confundido. —¿Y eso es ser anciano? —replicó el hombre. —Hombre, si tienes en cuenta que más de la mitad de la gente de

Axelle no llega a los cuarenta… tener cincuenta y tres años es de ser ya un anciano —rechistó el sanador.

—No, eso no es ser anciano —volvió a replicar—. Anciano lo es uno a los… setenta, ochenta años. Pero a los cincuenta… —comentó

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antes de quedarse en silencio, bajo la expectante mirada del Hermano de Borja y el sanador—. ¿Qué ocurre?

—Te dije que era muy extraño —añadió el sanador en otro susurro.

—Ya veo —contestó el Hermano con una sonrisa. Por suerte para él, le caía bien.

El Hermano les hizo un ademán invitándoles a seguirle adentrándose en la segunda planta del templo. En un principio sólo apartaban cortinas de su camino, haciendo que la habitación resultase un poco confusa, hasta que finalmente llegaron a lo que debía ser el salón de la casa del mandamás de Borja. De nuevo, el símbolo de la «E» se aparecía por todos lados, bordado en las cortinas y en la alfombra que había en el suelo. Una pequeña mesa muy baja y varios cojines tirados alrededor de ésta a modo de sillas para que sus invitados se sentasen.

Pero el Hermano no estaba solo. Con él había otras dos personas; un hombre y una mujer, más jóvenes que el Hermano pero vestidos con las mismas prendas que él llevaba. El hombre del mar supuso que se trababan de otros oficiosos religiosos, compañeros del Hermano y ayudantes, y no iba tan mal encaminado.

El hombre se llamaba Efebio, de cuarenta años, segundo sanador de Borja. La mujer se llamaba Patiana, estudiosa religiosa de treinta y dos años.

El Hermano invitó al sanador a sentarse a la mesa junto a ellos tres y alrededor de unas tazas con infusiones comenzaron una breve charla de nada en particular sobre asuntos que no eran de fácil entendimiento para el hombre, quien permanecía de pie a la espera de recibir algún tipo de instrucción. Pasada la conversación protocolaria entre ellos cuatro, el Hermano se volvió hacía el hombre, le sonrió y le invitó a sentarse aunque fuera en el suelo.

—Deberás disculpadme, pero no tengo más sillas —comentó el anciano.

Él le respondió con un ademán con la mano restándole importancia y se sentó al lado del sanador, aunque por otro lado, no podía evitar pensar si realmente aquellos cojines podían considerarse sillas... En fin, eso daba igual ahora.

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—Bueno Feder, cuéntanos a todos que nos traes —le invitó el Hermano al sanador. Por fin el hombre del mar sabía el nombre de aquel señor.

—Esta mañana, Renella, la hija pequeña de Amana, encontró junto con sus amigos a este hombre en la playa del este. No recordaba nada, ni quien era, ni donde estaba... nada.

—¿Otro desmemoriado? —preguntó la mujer conmovida. —Eso pensé al principio. El problema surgió cuando vimos que

nadie le conoce. Es imposible saber quien es, pero no es de Borja, y diría que tampoco es de Alabastra... Amana piensa que por no ser, ni siquiera es de Axelle.

—¿Un silvano? —preguntó Efebio. Otra vez volvían a pensar que era un tipo de esos, pero ¿Quiénes eran los silvanos? No entendía nada.

—Tampoco tiene aspecto de silvano. Y si lo fuera ¿Qué estaría haciendo para terminar en nuestras playas, tan lejos de sus tierras? —respondió el sanador—. Por eso pensamos que... tal vez... —No se atrevía a decirlo claramente—, venga de otras tierras.

—¡Eso es imposible! —exclamó Patiana—. ¿De dónde has sacado semejante hipótesis?

—Pues... ¡Porque nadie sabe quien es! Y eso por estas tierras es extraño. Todos nos conocemos. Y sus ropas son muy raras, su acento... Hasta él mismo se siente diferente, como si perteneciera a otro lugar.

—Pero Feder, él está enfermo —rechistó el anciano con una amable sonrisa—. Por eso cree que no es de aquí. Pero esto que planteas, es descabellado.

—No está desmemoriado Hermano. Yo mismo le he examinado dos veces y no obedece a los síntomas de la enfermedad... Una persona desmemoriada, una persona con la enfermedad tan avanzada que no recuerda ni quien es, no muestra esa lucidez: Es torpe, casi no habla, no come... Y este señor es muy consciente de lo que ocurre, se mueve con perfecta agilidad, come y duerme con normalidad... En fin, no obedece a los síntomas... inclusive, según veníamos, empezó a recordar aunque fuera muy poco.

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—¿Y si se estuviera curando de la enfermedad? —propuso el Hermano.

—Eso sería mejor incluso que viniera de otras tierras. En Borja la mayoría de la gente muere a consecuencia del mal de la desmemoria... Una enfermedad incurable que de pronto... se cura —añadió Efebio con un tono misterioso.

—El problema es que no sabemos como se está curando —comentó la mujer antes de que el Hermano tomase la palabra.

—¡Alabado sea Épsilon! —Y se reclinó al suelo tocándolo con la frente en señal de sumisión. Tras él, Patiana y Efebio repitieron la alabanza.

—Dudo que se esté curando... A lo mejor se trata de una enfermedad nueva —comunicó Feder con cautela.

—¿Otra enfermedad? —preguntó desconcertado el Hermano—. El pueblo de Borja no podría soportar otra.

—Este hombre, sea de donde sea, llegó a las playas del este a través del mar —respondió Feder.

—¿Y por qué no mejor le preguntamos a él? —propuso Patiana y los cuatro se volvieron hacia el hombre que los observaba con curiosidad, casi de un modo cómico por ver cómo volvían hablar de él como si no estuviera presente—. A ver, dinos ¿Qué es lo primero que recuerdas?

—Recuerdo sólo... agua. Un remolino de agua. Como si intentase escapar de él y al final perdiera la consciencia. Después... desperté en la playa con una sensación de angustia que invadía todo mi cuerpo... Me sentía incapaz de... reconocer las cosas, de saber que pasaba... No recordaba ni como se hablaba... Hasta que me encontré con los cuatro niños y al hablar con ellos... no sé, fue como si rompiera una barrera mental que me permitiese acceder a un conocimiento adquirido con anterioridad, a las cosas que ya sé y que no recuerdo.

—¿Recuerdas alguna bestia en el remolino de agua? —preguntó Efebio.

—¿Una bestia? —repitió meditando en la pregunta. Entonces recordó el sonido de un graznido y a él mirando tras una ventana sumergida en lo profundo del océano a los ojos rojos de una criatura marina—. Creo recordar algo de eso... pero diría que fue un sueño.

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—¿Viste a una bestia? ¿Cómo era? —Era... enorme, con un grandísimo cuello y los ojos rojos. Pero

no recuerdo mucho más. Tan sólo a esa criatura dando un espeluznante graznido —respondió describiendo aquello que creyó haber visto en su sueño.

—Estuviste cerca de una bestia y sigues con vida ¡Alabado sea Épsilon! —interrumpió el Hermano.

—Pero ¿Qué es Épsilon? —volvió a preguntar. El anciano se giró con una leve sonrisa, conmovido, consciente

que hacía esa pregunta porque no recordaba. Para el Hermano, aquel hombre no era muy distinto a todos ellos, posiblemente de alguna otra región de Axelle, y su desconocimiento por quién era Épsilon estaba provocado a consecuencia de aquella bestia que le hizo olvidar.

Lo miró con ternura y sin que nadie se lo hubiera pedido, el anciano se colocó enfrente de él y empezó a narrarle:

«Fueron ocho Dioses quienes crearon el mundo. La luz, el agua, la tierra, el fuego, el viento, el rayo, el hielo y la oscuridad. De la fusión de los ocho elementos crearon la vida y a los seres que habitan en ella.

La vida estuvo en armonía mientras los ocho elementos permanecieron en equilibrio, hasta que un día, los dioses se dividieron corrompidos por prevalecer los unos sobre los otros. Así se creo el bien y el mal. La luz, la tierra, el fuego y el hielo contra la oscuridad, el rayo, el viento y el agua y durante más de diez mil años, los dioses permanecieron en una lucha constante. Conquistando los vastos territorios del mundo para conseguir unir a las tierras bajo una misma bandera.

Se pudieron contar un sinfín de batallas que parecían no acabar nunca. Cuando el bien parecía prevalecer en el mundo, el mal regresaba más fuerte destruyéndolo todo a su paso y relegando a los cuatro dioses buenos en los confines de mundo. Era allí donde se reorganizaban para volver más fuertes sobre las tierras y recuperar los reinos perdidos.

Así debía ser, así era siempre. El mundo se quedó marcado por estas etapas que sucedían las unas a las otras como augurios de lo

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que la vida ordenaba. Así, se fijó un nuevo equilibrio diferenciado por las épocas donde los dioses gobernaban en un momento u otro.

Pero a los dioses del mal, eso no les era suficiente. No querían sólo gobernar durante los periodos de equilibrio que la vida ordenaba. Así, mientras aguardaban sumergidos encerrados en el fondo de los océanos, crearon un ejército de bestias: Bestias fuertes, gigantes, movidas por el poder oscuro, con la fuerza del rayo y la velocidad del viento. Y cuando su ejército se hizo fuerte y numeroso, los vertieron sobre las aguas de los mares con un único objetivo: hacer que la tierra desapareciera.

En menos de cuatro noches, las bestias se apoderaron de todos los reinos, tragándose las ciudades y los pueblos de los dioses buenos, haciendo que sólo la muerte fuera lo que se respirase en el aire.

El Dios de la Luz corrió a la llamada de su pueblo. Pero ya era demasiado tarde para repeler el ataque. Vio como sus hijos eran engullidos por una inmensa ola provocada por las bestias para más tarde ser devorado por ellas. Con la caída del Dios de la Luz llegó la enfermedad a los pueblos que seguían en pie, la perecidad y la vejez. El mundo se volvió degenerativo donde la eternidad de la llama de la vida permanecería encerrada sólo en la memoria y en los sueños de la gente.

Fue entonces cuando acudió el Dios del Fuego para vengar la caída de su hermano y para salvar a su pueblo que sentía la amenaza de las bestias marinas. Pero jamás pudo pensar el Fuego que aquellas bestias gozaban de tal fortaleza. Los cuatro dioses malignos, uniendo sus fuerzas contra el Fuego, lograron abatirle destruyendo sus tierras, sus reinos y a sus hijos. Le obligaron a ver como lo destruían y como su sangre se derramaba en el mar para después acabar con él y con la prosperidad del mundo, asegurándose de que nada pudiera cambiar, que las llamas que renovaban al mundo no volvieran a brotar.

Con los dioses de la Luz y del Fuego abatidos, lo demás ya era muy fácil para los dioses del Mal. Y en un último intento de salvar el equilibrio, el Dios del Hielo imploró al dios de la Tierra que cogiera a su gente y los salvase resguardándolos en las tierras de los confines del mundo, donde los dioses del bien solían aguardar en el pasado a que llegase la hora de sus reinados.

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El dios de la Tierra, o Épsilon como ya aquí se le conoce, corrió por todos los territorios del mundo donde aún aguardaban los pueblos libres y los alejó de la batalla, en estas tierras, en Axelle, y permaneció con ellos. Días después, Épsilon descubrió que el último hermano del bien caía en la batalla. El hielo desaparecería y con él, el frío que habitaba en los inviernos obligando al mundo a verse preso de las llamas del sol oscuro.

Los supervivientes de la batalla comprendieron que el equilibrio se había roto y que jamás regresarían los buenos tiempos vividos antaño. Y a pesar de haberse salvado, aquel pueblo empezó a morirse en estas tierras, incapaces de cultivarlas, inexpertos en cazar a los animales, inútiles para construirse un cobijo. Entonces Épsilon comprendió que aquella gente no podría sobrevivir en estas tierras. Por eso llamó a la dama Chrystelle, su esposa, para cuidar a los niños perdidos en los confines del mundo hasta el día que ellos pudieran valerse por si mismos. Ella veló por ellos, los protegió y les enseñó como vivir aquí y cuando aprendieron, la dama se marchó devolviendo a los hijos de Épsilon el libre albedrío que disponían cuando el equilibrio reinaba.

Aun así, a pesar de haber sido salvados, el último pueblo de los Dioses del Bien sabía de los terribles peligros a los que se enfrentaba. Perdidos en estas lejanas tierras, las únicas que permanecían a flote en el mundo, deberán pasar por desapercibidos si no quieren que las bestias terminen engulléndolas.»

El anciano terminó de contar aquella historia mientras sus compañeros le escuchaban como si de un rito se tratase o como si fuera un acto religioso. Sin embargo, el hombre del mar no salía de perplejidad ante semejante fábula, ante el cuento que ellos daban por verdadero. Pero esa historia no podía ser cierta. Era absurda.

Tras finalizar el relato, el anciano se volvió hacia él con la esperanza de que aquello le hubiera hecho reaccionar y recordase algo de su pasado o de su mundo, aunque para ellos se limitaba en aquellos territorios.

—¿Y bien? ¿Recuerdas ahora? Hijo de Épsilon —le preguntó amablemente.

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—Bueno... a decir verdad, me he sorprendido —contestó con cautela—. Vamos que, según esto que me acabáis de decir... no existen más tierras en el mundo que ésta ¿No? —Y los cuatro asintieron—. Lo demás es sólo agua.

—Las bestias se tragaron el mundo y sólo nos salvamos nosotros, gracias a Épsilon —comentó Efebio.

—Entiendo... y de eso ¿Cómo están seguros? —preguntó con incertidumbre.

—¿A que se refiere? —Digo que, como saben que no hay más tierras que... ¡Ésta! —Hemos hecho muchísimas expediciones en busca de otras

tierras con la esperanza de encontrar a otros pueblos... pero... —comentó apenado el Hermano.

—Todas nuestras embarcaciones terminaron naufragando... Las bestias que habitan en el océano acababan por descubrirlas y las atacaban —intervino Patiana.

—Nadie ha logrado sumergirse en los océanos y regresar con vida —añadió el sanador—, salvo tú.

—Y yo sin recordar nada... qué suerte la mía. —Bueno... tal vez esa debe ser nuestra prioridad: hacer que

recuerdes —interrumpió el Hermano—. Estoy de acuerdo con Feder en que no estás desmemoriado o al menos no padeces una desmemoria normal. Y seas quien seas, vengas de donde vengas, lo cierto es que eres la primera persona que se sumergió en los océanos y regresó con vida.

—¿Me van ayudar? —Sí. Debemos ayudarte —sentenció el anciano. —¿Cómo lo haréis? —Mañana por la mañana partirás con un hombre de confianza del

pueblo de Borja hacia la capital de Axelle, la ciudad de Elena. Deberás presentar una carta que te escribiré luego y mostrársela al Hermano Mayor, explicando tu situación y los motivos por los cuales te enviamos allí. El Hermano de Axelle sabrá a quien encomendarle esta labor y ellos te podrán ayudar a que recuerdes —respondió el anciano.

—Así que, me mandáis fuera ¿No?

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—No me mal interpretes. En Elena hay gente muy cualificada, la más preparada de todo el feudo. Seguro que allí habrá alguien que pueda ayudarte... en Borja sólo sabemos de la desmemoria y a veces hasta dudo de eso. No sabríamos ni por donde empezar.

La decisión del Hermano de Borja no fue rebatida por ninguno de los allí presentes, ni siquiera por parte de Feder, aunque no estaba de acuerdo con esa decisión, cansado de que todos los casos interesantes se remitieran a la capital. Pero para aquel hombre, aquella decisión no le garantizaba nada.

Seguía sin saber donde estaba y debía confiar en aquella gente porque era su única esperanza de intentar entender el absurdo en el que se veía sumergido. Pero aquello que le acababan de decir era demasiado descabellado para creerlo, demasiado… fantasioso.

IV La noticia voló por todos los rincones de José cuando aquel barco

pesquero llegó a puerto. La Indestructible, la joya de la flota de Axelle, había sido atacada por una bestia y ahora estaba sumergida, como otras tantas embarcaciones, en el mar Intermedio.

La gente comenzó a congregarse en pequeños grupos alrededor del puerto desde el primer momento que la noticia empezó a circular por el pueblo, esperando ver algún barco en el horizonte que les trajeran los restos de las tripulaciones vencidas.

Habían salido cinco pesqueros repletos de hombres y ahora sólo regresaba uno y con una terrible noticia. Algunas personas no podían evitar que los ojos se les encharcasen en lágrimas mientras esperaban la llegada de algún barco más, con la vista perdida en el mar y el corazón encogido en el pecho. Pero lo más triste para los hombres y mujeres de José era que aquellas desgracias eran habituales para ellos. No había casa en el pueblo que no hubiera perdido a un ser querido en el mar a consecuencia del ataque de alguna bestia… Y había sido mucho tiempo sin ataques, demasiado tiempo sin sufrir pérdidas humanas que lamentar que para ellos por fin había llegado la paz. Sin embargo, aquella tarde, las olas del mar volvían a bañar José recordándoles que no eran libres de sus vidas, que seguían

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siendo ese pueblo pesquero que sufría cada día el mal que un día se vertió sobre los océanos.

Aquellas noticias calaban muy hondo en la moral de todo el pueblo. Cuando esto ocurría, todos recordaban los miles de ataques que habían sufrido y la moral se desmoronaba llegando a transcurrir muchos meses hasta que lograban recuperarse. Y aquel ataque vivido en ese día, había sido de los peores.

¿De cuantos muertos podrían estar hablando? Cada barco iba con veinte hombres y habían naufragado cuatro. ¿Ochenta hombres? No podía ser. Épsilon debía ayudarlos. José no podría superar que su población disminuyera en semejante número, y ya algunos de los más ancianos exigían que el Hermano Mayor de Elena se pronunciase al respecto. Era su deber.

El capitán Fastian no podía dar crédito a lo que escuchó en la taberna mientras esperaba para salir a navegar para vigilar el otro extremo del mar. Un hombre había entrado en el local, totalmente fuera de control y gritando lo que nadie podía creer. Y a grito de «¡La Indestructible ha sido hundida!» recibió la trágica noticia.

Salió de inmediato de la taberna para encontrarse con el gran revuelo que reinaba en el puerto. Los marineros del pesquero salía apresuradamente del barco, como si tuvieran miedo de que la bestia les estuviera siguiendo, y vociferaban a grito limpio el desastre del cual habían sido testigos.

—¿Qué está sucediendo? —le preguntó a un joven que venía del puerto con lágrimas en los ojos.

—Los han atacado capitán. Una bestia. Los pescadores dicen que la peor de todas. Ha hundido el navío del capitán Merlo, mi señor.

Fastian palideció al oír sus palabras e inmediatamente después echó a correr hacia el puerto donde se encontraban todos los pescadores supervivientes. Todos tenían esa expresión de angustia, de dolor y sin pensarlo dos veces, sin esperar a que nadie le contase algo más, comenzó a gritar por todos lados llamando a la desesperada a toda su tripulación.

—¡Mi batallón de defensa! ¡Llamad a mi batallón ahora mismo! ¡Tenemos que salvar a los hombres que estén en el mar!

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Pero nadie parecía escucharle. Había demasiado alboroto para que la gente reparase en la llamada del capitán. Y aquellos que oyeron las órdenes, prefirieron fingir que no lo habían oído. ¿Salir ahora, con la bestia cerca de José? «Lo siento, capitán. Eso es un suicidio».

El capitán, al comprobar que nadie le hacía caso, comenzó hacerse un hueco entre la gente buscando a sus personas de confianza y según los encontraban, les daba la orden de reorganizarse de inmediato. No podían demorarse mucho más en salir si querían salvar aunque fuese a una sola vida humana y sus marineros respondieron a su petición, aunque llenos de miedo y de angustia.

—¡Capitán! ¡Capitán, espere por favor! —le gritaba una mujer con un bebé en sus brazos.

—Yhena, disculpa. No tengo tiempo. Debo partir de inmediato —le comunicó muy severo.

—Dicen que la Indestructible se ha hundido. ¡Dónde está mi marido!

—¡No lo sé, Yhena! Ahora mismo estoy reorganizando a mis hombres para salir. Salimos a su rescate. Confía en nosotros —le imploró, pero Yhena estaba en pleno ataque de ansiedad.

—¡Mi marido, no puede morir! ¡Es muy joven! —¡Por favor, qué alguien se lleve a esta mujer! —solicitó a gritos

mientras Yhena pataleaba llena de resignación. Dos hombres mayores la agarraron alejándola del capitán

mientras uno de los responsables del puerto empezaba a instar a los marineros a que se apresurasen para subir a bordo del navío de Fastian. Algunas mujeres no dejaban de llorar, implorando a sus maridos que no subieran a bordo, aterrorizadas porque sufrieran la misma suerte que la tripulación del capitán Merlo. Pero era su deber. No podían evadirse de sus responsabilidades en un momento así. De hacerlo, podrían pagarlo con sus vidas y no sería la primera vez que Axelle condenase a gente por eso. Y con la cabeza agachada y la moral por los suelos, los marineros iban subiendo a bordo como quien acude a una muerte segura.

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No obstante, el barco del capitán Fastian no llegó a salir. No hizo falta. Y es que, cuando estaban a punto de zarpar, desde el faro el vigilante gritó: ¡Viene un barco! ¡Se aproxima un barco!

Fastian detuvo su mirada en el horizonte con la esperanza de encontrar el navío de su amigo regresando a la costa, que todo hubiera sido un error cometido por los pescadores, debido al pánico que sintieron en medio del mar. Pero su pecho se encogió cuando a lo lejos divisó la silueta de la Zulema navegando por los mares. Segundos más tarde, el vigilante del faro confirmaba sus sospechas: ¡Es un barco silvano!

Gran parte del pueblo de José se congregó en el puerto para ver cómo el navío de sus enemigos entraba para devolverles las migajas de los hombres que habían sobrevivido, y ya cuando los vieron acercarse, supieron que era lo que les traía hasta ahí.

Fastian canceló su prematura salida y abandonó el barco para dirigirse a la dársena donde atracaría la Zulema. El barco amarró y, desde fuera del mismo, la gente ya podía divisar al capitán Preston con su tripulación a su lado irguiéndose con descaro.

—Ayudar a los heridos a abandonar el barco —ordenó a sus marineros y éstos se metieron en las dependencias de la Zulema.

—¿Qué ha sucedido, Preston? —preguntó Fastian interponiéndose a todo el mundo.

—Os traigo a lo único que hemos podido salvar. Tres pescadores y cuatro tripulantes de vuestro navío de defensa —comunicó con cortesía.

—Si estuvisteis presente durante el ataque, os recuerdo que según los acuerdos firmados entre Axelle y Silvanio teníais la obligación de ayudar —dijo Fastian lleno de rabia y frustración.

—Y también dicen los acuerdos que si no existe ninguna posibilidad de victoria, no debemos interferir y ayudar después a los vivos —respondió Preston dolido—. Y eso es lo que hemos hecho.

—Lastima no haber estado ahí para ver que consideras «ninguna posibilidad de victoria».

—Pues deberías haber estado ahí, capitán. Así habrías visto el poder de destrucción que hemos presenciado para que a partir de entonces, jamás puedas cerrar los ojos al recordar lo que mis ojos

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han tenido que ver… No existe navío ni en Axelle ni en Silvanio capaz de derrotar a semejante bestia. Lo siento, pero hemos hecho lo que hemos podido.

—¡Dejadme! —se oía gritar desde el interior de barco hasta que al final Fastian vio a su amigo que trataba deshacerse de las manos de los marineros que intentaban ayudarle—. Puedo bajar solo.

—¡Merlo! —exclamó Fastian lleno de alegría mientras su amigo bajaba y se apostaba enfrente de él—. ¿Qué os ha ocurrido?

Pero a Merlo no le salían bien las palabras. Ante él estaba todo el pueblo de José, gente que había perdido familiares aquel día y todo porque él no había sabido estar a la altura, o al menos eso pensó. Todo el mundo estaba expectante, esperando a que el capitán les diera una explicación, y sin saber por qué, les dijo:

—¡Todo ha sido culpa del Hermano Mayor, amigo! ¡Todo ha sido su culpa! Él y su política de mermar la capacidad ofensiva del batallón. Él con su propuesta de relegarnos a funciones típicas de una patrulla de costa… En aquel que era mi barco ¡No había nadie cualificado! —gritaba de resignación, confiando en que todo el mundo escuchasen sus argumentos y supieran perdonarle—. ¡Nadie respondió a mí llamada! ¡Ningún marinero tripulante de la Indestructible supo acatar órdenes! Sólo corrieron llorando, presos del pánico… Así sucumbió mi navío. ¡Así fallamos!

El silencio reinó en el puerto mientras todo el mundo escuchaba al capitán que se excusaba con los ojos llenos de lágrimas. Sin embargo Fastian comprendió que aquello que estaba diciendo no era un buen argumento, que esa tarde podría ser el fin para el capitán Merlo, pues en el puerto había mucha gente, familias que habían visto como sus seres queridos partían con su tripulación, con el navío más fuerte y esa era su única garantía de que volverían con vida. Ahora no aceptarían que se apostase enfrente de ellos para decir que la culpa había sido de las personas a quienes amaban y que ahora estaban muertas.

Pero era la verdad, o al menos su verdad, y no podía expresarlo de otro modo. Detrás del capitán Merlo bajaron el resto de supervivientes de la tragedia y el capitán Preston permaneció un instante más en el puerto, apostado de pie enfrente de todos los

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presentes esperando por si alguno de ellos le exigía alguna explicación. Él había obrado en consecuencia a lo que decía su código y no tenía nada que esconder. Pero nadie le preguntó nada y pasados unos instantes donde lo único que se oía era el silencio junto con el silbido del viento golpeando en sus oídos, decidió regresar a su navío y volverse al mar a continuar con su cometido.

Cuando el barco silvano empezó a marcharse, apareció Yhena haciéndose un hueco entre la gente. Se apostó enfrente del capitán y miró a su alrededor buscando entre los pocos supervivientes a su marido. Pero allí no estaba.

—Capitán Merlo ¿Dónde está Rever? —preguntó con la voz ahogada mientras se sujetaba con las manos su melena pelirroja.

Rever, aquel muchacho sonriente, su piloto desde hacía cuatro años. Un hombre valiente que se desvivía por el mar. Días antes, cuando estaban zarpando, su piloto le había dicho que su mujer volvía a estar embarazada y ahora, estando enfrente de ella, recordó como le decía que debía buscarse otro trabajo «¿Y si moría y ella enviudaba?» le había preguntado entonces como si de un mal augurio se tratase… Pero su vida era el mar y ahora yacía allí, sumergido entre los restos de su navío. ¿Cómo se puede decir a una mujer que su marido no había sobrevivido?.. Simplemente, para Merlo, no había palabras para explicar semejante dolor.

—¿Capitán? —insistió la mujer ante el silencio de Merlo— ¿Y mi marido?

Pero no hacía falta que respondiera, Yhena ya sabía la respuesta. Y tras un leve ademán, ella corrió hacia él completamente fuera de control, sollozando y pegándole repetidas veces. Nadie se atrevía a interrumpirla. Para muchos, Yhena tenía todo el derecho a pegarle porque así lo deseaban ellos, aunque no tuvieran el valor de hacerlo. Ella le siguió pegando durante varios minutos, casi sin fuerzas, pero sin cesar, mientras Merlo aguantaba los golpes con su alma ensombrecida y su angustia desbordada. Hasta que finalmente, Yhena se desplomó al suelo para seguir llorando mientras algunas mujeres allí presentes intentaban agarrarla y alejarla de la muchedumbre.

—¡Eres un desgraciado, Merlo! —gritó alguien desde el fondo.

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—¡Mal nacido! ¡Lo pagarás con tu vida! Lentamente, un murmullo generalizado empezó a emerger desde

el corazón del pueblo, insultando al capitán, culpándole del desastre y exigiendo justicia en ese mismo momento, lo que obligó a Fastian a ayudar a su amigo a salir de allí. El pueblo de José se había revelado en su contra y había empezando a gritarle, a tirarle piedras, a escupirle… Y nadie parecía dispuesto a ayudarle. Tan sólo su amigo.

Le agarró de un brazo, se lo echó al hombro y salieron corriendo por las callejuelas mientras les perseguían con desdén, hasta que la gente se cansó y dejaron que se marchasen. Callejearon un poco y, durante un rato, Merlo no pronunció palabra alguna hasta que llegaron a un hostal que se encontraba en una relativa tranquilidad.

El recepcionista, un señor de unos cuarenta años muy peludo, no los recibió de buen agrado y tras dedicarles una mirada de desprecio y desconfianza les dio una llave de una habitación para que el capitán Merlo pudiera descansar en sus dependencias. Al fin y al cabo ese era su negocio, pensó.

—¿De verdad era de tales magnitudes? —preguntó Fastian. —Sí, amigo… fue horrible… Una enorme sombra se cernió por

todo el mar. Nos cubrió a nosotros, a los pescadores y cuando nos tuvo donde quería, comenzó a engullir barcos como si fueran de papel. ¡Rompió el armazón de la Indestructible como si fuera la hoja frágil de un triste árbol!

—Me temo que el pueblo de José estará una temporada sin salir a la mar —comentó Fastian mientras se perdía en sus pensamientos—. ¿De dónde habrá salido una bestia así?

—No lo sé. Pero te juro que pienso matar a esa cosa. Aunque me cueste la vida.

—Ahora mismo, amigo, me temo que no estás en condiciones de acabar con nada Merlo… y será difícil explicar lo sucedido al comité —trató de hacerle entrar en razón.

—Es muy fácil de explicar, Fastian. Tú mismo viste la tripulación… ¡Joder! ¡Eran granjeros, Fastian! ¡El comité permitió que abordasen el navío un grupo de pastores y ganaderos! ¡No

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supieron como reaccionar llegado el momento! No estaban preparados… no eran soldados.

—Lo sé Merlo, pero será muy difícil explicar que hemos perdido la Indestructible, que hemos perdido cien hombres… y tus palabras al entrar en el pueblo, la verdad, no han estado muy acertadas… A estas alturas, el Hermano Mayor seguro que ya se ha enterado de lo que ha ocurrido, de la pérdida humana, del barco… y de tus amables palabras.

—¡Me da igual lo que piense el Hermano Mayor, Fastian! Es la verdad.

—¿Quieres que te acompañe? —le interrumpió. —¿Adónde? —¿Adónde va a ser Merlo? ¡A Elena! Tienes que ir a la capital y

explicar lo que ha sucedido. El Hermano debe reaccionar y esperemos que analice esta tragedia como un error en la flota y no un error tuyo Merlo, sino te expones a que te expulsen.

—¡No ha sido culpa mía! —exclamó enfurecido. —¡Pero eso no será lo que intente hacerle creer el comité del

batallón! ¡Ni el pueblo de José! Pedirán tu cabeza, Merlo… ¡Es que no lo entiendes!.. Debes adelantarte y ser tú quien de el informe —le aconsejó indignado sin lograr ninguna respuesta por parte de su amigo, quien guardó silencio—. Mañana partiremos para Elena y te recomiendo que consigas que los supervivientes de La Indestructible te acompañen para declarar lo que vieron… Si tenemos suerte, el Hermano entenderá la magnitud de la bestia y te exculpará de lo que ha sucedido.

Merlo no dijo nada más y Fastian no añadió más comentarios. Había sido un día horrible, una experiencia que jamás podría olvidar el capitán. Con su barco hundido, salvado por los silvanos, abofeteado por la mujer de su difunto piloto y con el pueblo de José en su contra. Era como una mala pesadilla de la que no podía despertar. Pero su amigo tenía razón, debía adelantarse y partir de inmediato para Elena.

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V —¿Cómo se encuentra? —Sonaba una voz en su mente mientras

intentaba enfocar lo que sucedía—. ¿Qué es lo que te han dicho? Ante los ojos de aquel hombre, todo lo que le había rodeado se

había desvanecido y ahora volvía a estar en otro lugar... en su lugar. Se encontraba en un pasillo lleno de puertas y de hombres y mujeres vestidos con batas blancas y verdes. En una de las paredes se reflejaba un cuadro de una mujer religiosa con un dedo levantado y colocado en medio de sus labios con un letrero que decía: Silencio por favor. Estaba apoyado en una puerta de madera con un rótulo donde se podía leer «Habitación 412» y delante de sus ojos veía a una mujer de unos treinta años, rubia y de pelo largo, vestida con un suéter rojo y unos vaqueros ceñidos.

—¡Pero dime algo, no te quedes callado! —instó la mujer. — Se muere... —respondió abatido—. Se muere y parece que no

es importante para estos malditos matasanos. —Pero ¿Cómo se puede estar muriendo? No puede ser. —Se conoce que es lo normal... «Ya es muy mayor» me ha dicho

uno de ellos, como si el hecho de que sea vieja justifica que la dejen morir.

—Cariño... piensa que ya ha vivido su vida —intentó calmarle. —¡Es mi madre! Me da igual que tenga noventa años... Quiero

que entre ahí un equipo de médicos y salven su vida. —Y ¿Por quién? Por ella... ¿O tal vez por ti? —¿Qué quieres decir con eso? —preguntó malhumorado. —Digo que sé que es difícil dejar que se marche alguien a quien

quieres... Pero, si la intervienen, sólo alargarán su agonía... Debes aceptarlo y dejar que se marche... No es que al mundo le de igual que se muera una persona mayor, sino que es ley de vida.

—¿Es ley de vida? ¿Y ya está?.. Te recordaré esas palabras cuando yazcas en la cama de un hospital con noventa años y agonizando. Veremos lo que te parece la ley de vida.

—Pues a lo mejor ya estoy harta de estar aquí y quiero irme —espetó ella.

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Pero él no contestó. Sabía que esa mujer, que era su novia, tenía razón. Le gustase o no, tratar a su madre sólo serviría para alargar su angustia y partía del deseo egoísta de no querer que se fuera. Las lágrimas brotaron de sus ojos y la mujer no dudó en abrazarlo.

Tuvo que dejar que pasasen las horas para poder armarse de valor y poder entrar a la habitación 412 donde la anciana yacía ignorando lo que sucedía. Y aunque no tuviera el valor para decirle lo que pasaba, si que debía entrar y acompañar a esa mujer en sus últimos días de vida.

Fue su novia quien le ayudó a dar el paso para entrar. Le agarró muy fuerte de la mano y los dos se acercaron a la anciana, sin lágrimas en los ojos y con una gran sonrisa. Ante todo, debían evitar que ella se preocupase y no podían permitir que reparase en el estado de ánimo en el que se encontraban. Allí estaba ella , entubada y conectada a una máquina que marcaba el ritmo de su corazón con leves pitidos estridentes que hacían que se estremecieran con sólo oírlos. Él se arrodilló enfrente de ella y la tomó de la mano mientras su novia se sentaba en una silla, manteniéndose una distancia prudencial de ambos, observándolos con cautela.

Parecía que estaba dormida, pero abrió los ojos en cuanto notó el calor del tacto de sus manos.

—Mamá, soy yo. Tu hijo —dijo el hombre. —¿Mi hijo? ¿Cuál de ellos? —Mamá, sólo tienes un hijo —respondió un tanto apenado de

verla así—. ¿Cómo te encuentras? —Bien... un poco cansada —respondió cerrando los ojos y

abriéndolos lentamente—. Me gustaría dormir un poco. —Pues duerme, mamá... descansa. La mujer cerró de nuevo los ojos y se echó a dormir acompasando

su sueño con los sonidos de las máquinas que allí tenía. Él se volvió hacia su novia, quien hojeaba una revista, se acercó hasta que se sentó abatido a su lado y le dijo.

—Vete a casa si quieres. —No. No te preocupes... ¿Por qué no te vas tú? Así te duchas y

descansas un poco. Llevas toda la semana durmiendo en esta silla y

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comiendo los sándwiches rancios de las máquinas expendedoras. Te vendrá bien... yo me quedo con ella hoy.

—No, déjalo. Quiero estar aquí por si sucede en cualquier momento.

—Venga hombre, márchate. Los médicos dicen que se va a morir, pero no que lo vaya hacer estar noche. Vete y descansa —respondió ella.

No le gustaba dejar a solas a su madre, aunque fuera con su novia, pero ella tenía razón. Llevaba mucho tiempo sin dormir y sin comer en condiciones ni una noche, y confiando en que no pasaría nada, al menos ese día, decidió aceptar la oferta marchándose a casa para poder dormir un poco.

La noche ya había oscurecido la ciudad y tan sólo las farolas de las calles proporcionaban la claridad necesaria para caminar. Él vagaba en dirección a su casa, reflexionando en todo lo que estaba sucediendo, asustado por lo que podría pasar después y abatido por no poder hacer nada para ayudar a su madre.

No era su mejor momento. Un mes antes, su relación con su novia se había tambaleado hasta tal extremo que estuvieron a punto de dejarlo. Ahora estaban en un periodo de tregua motivado por el repentino empeoramiento de su madre, pero sabía que tras su fallecimiento, su novia volvería a retomar la discusión: O ella o su trabajo.

Pero su trabajo le apasionaba. Había sido su vida desde hacía mucho tiempo, inclusive antes de conocerla, y ella sabía que era así. ¿Cómo podía pedirle ahora que lo dejase? «Bah, da igual» pensaba. Ya vería lo que haría cuando todo esto acabase.

Por las calles apenas se oían ruidos de personas caminando. Sólo el sonido de los motores de los coches perdiéndose en la lejanía, algunas sirenas de las ambulancias aproximándose al hospital y un gato subido a un contenedor tratando de encontrar algo que comer. Nada más. Y mientras, él intentaba desconectar, dejar la mente en blanco y encontrar un momento de paz.

Aún faltaba un poco para llegar a su casa y aunque podría haber cogido un taxi, prefirió ir andando para ver si así lograba evadirse de

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sus pensamientos. Pero no estaba de suerte y a mitad de camino, empezó a llover.

Se sacó la capucha de su cazadora y continuó caminando sin acelerar el paso, sin importarle que poco a poco el agua fuera calando su trenca hasta mojarle la camiseta. Giró en una bocacalle y llegó a otra donde apenas había iluminación, tan sólo algunas pocas farolas que daban un débil destello de luz. Se detuvo en seco y observó aquella escena como si le viniesen a la memoria recuerdos de algo ya vivido.

Comenzó a caminar completamente calado, observando las farolas, su luz tenue, su extraño silencio... y al levantar la vista se encontró cartel donde se leía: Calle de Faith... Pero eso ya lo había visto antes. Sí, en un sueño. Entonces todo se desvaneció ante sus ojos y apareció en su casa, mirando por la ventana, sumergido en el océano.

—No, esto no puede estar pasando. Otra vez no —dijo en alto. Se volvió hacia atrás y se encontró a su madre y a su novia,

mirándole fijamente con cierta expresión que no sabía identificar si denotaba tristeza o alegría.

—¿Esto es real? —les preguntó. —Tú deberías saberlo —respondió su novia—. Eres tú quien nos

ha traído aquí. —Es un sueño... Todo ha sido un sueño... esta casa, aquella calle

oscura... la isla en la que desperté sin recordar mi nombre... ¡Hasta qué mi madre se está muriendo! Es así ¿Verdad?

—Y dime cariño ¿Recuerdas ya tu nombre? —preguntó la mujer torciendo la sonrisa.

Y lo cierto era que no. Seguía sin recordar quien era. Un estruendo provocó un temblor que se pudo notar de una

manera considerable en toda la habitación y al volverse hacia la ventana se encontró con aquella bestia marina de cuello alargado y de ojos rojos que se apostaban enfrente de él. Lanzó un graznido y de nuevo otro temblor.

—¿Qué es eso? —preguntó asustado y las dos mujeres respondieron al unísono.

—¡Épsilon!

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La bestia gritó otra vez y se abalanzó hacia la ventana, rompiendo el cristal y dejando que el agua entrase violentamente en la habitación. Las dos mujeres habían desaparecido y ahora sólo se encontraba él, paralizado, mientras observaba las fauces de la bestia que se disponía a tragárselo.

Y entonces... despertó.

VI El sol ya había salido en un nuevo día que no parecía presagiar

nada bueno, o al menos nada esclarecedor. La noche anterior la había pasado en la casa de aquel sanador de Borja, y ahora se encontraba sentado en una de las mesas de su cocina, tomando una de las famosas infusiones que solía prepararle Feder, mientras esperaba a que llegase ese señor de confianza del Hermano del pueblo que le llevaría a la ciudad de Elena.

La casa de Feder no era muy diferente a la casa de Amana. Era muy escasa en elementos. Tan sólo una tosca mesa, una vieja y muy usada chimenea donde preparaba sus potingues, alguna pintura abstracta y, eso sí, muchos símbolos e imágenes que debían evocar a ese dios al cual rendían culto.

Aquella mañana, los dos se encontraban en la cocina. El extraño hombre con la mirada perdida mientras daba pequeños sorbos a su infusión caliente y Feder enfrente de él, como quien intentaba adivinar sus pensamientos.

—¿Has pasado buena noche? —le preguntó en busca de algo de conversación.

—Sí... bueno, no. Tuve una pesadilla —confesó sin saber muy bien si debía explicarle lo que había soñado.

—No te preocupes amigo. Está bien que sueñes... A veces los sueños pueden ayudar a recordar— respondió acercándole una manzana.

—¡Vaya, si tenéis manzanas! —exclamó sorprendido—. Quien diría que en esta flora pudiera haber manzanos.

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—Son de Silvanio... Esta fruta suele crecer por al sur de sus tierras y nos la venden a precios desorbitados... así que, aprecia el manjar, no todo el mundo puede disfrutar de ellas.

—Manzanas ¿Un manjar de precio desorbitado?.. Eso si que es una sorpresa —pensó en alto.

—Bueno, dime ¿Qué has soñado? —No sabría explicarlo... He soñado con mi madre... Estaba

enferma e iba a morir y cuando me volvía a casa para descansar... Atacaba una bestia.

—¿Soñaste con tu madre? Eso es fabuloso... Significa que recuerdas cosas... Tus conocimientos están ahí. Sólo hay que hacerlos emerger de nuevo... No olvides hacerle saber esto al Hermano de Elena o te considerará un desmemoriado más.

—¡Buen día! —interrumpió un hombre muy bajito y medio calvo con un atuendo tan largo que terminaba pisándoselo con su extraño calzado.

—¡Hola, Setasbian! —exclamó el sanador— ¿No me dirás que serás tú quien le llevará a Elena?

—El mismo —respondió al tiempo que se encendía un extraño cigarrillo.

—Deja de fumar esas hierbas... Te provocan alucinaciones. —Y así soy más feliz. ¿Dónde está el susodicho? —¿Quién es ese hombre tan pintoresco? —preguntó el hombre

del mar mientras sus miradas se fijaban y el enano le sonreía. —Hola amigo, soy Setasbian: tu guía hacia Elena —respondió el

enano extendiéndole el codo a esperas de alguna reacción por su parte. Pero el hombre no supo responder y se quedó desconcertado viendo al estrambótico señor.

—¡Qué Épsilon proteja tu viaje! —¡Tú calla viejo loco! —le instó el enano con una gran sonrisa

mostrando su precaria dentadura—. No tema amigo, soy todo un experto en caminos. Jamás me pierdo.

—¡Pero como se le ocurre al Hermano encomendarte a ti esta tarea! —replicó el sanador.

—Dios... no te vas a callar, ¿Verdad? —respondió el enano volviéndose hacia el sanador con desdén—. Eres muy pesado. Deja

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de mal meter al hombre en mi contra. Sabré llevarle a la ciudad perfectamente... Señor del mar, debemos partir ahora mismo si no queremos hacer noche a la intemperie.

—¿Señor del mar? —preguntó extrañado. —Así es como le ha mencionado el Hermano. —En fin, sólo puedo desearte suerte en tu viaje —comentó Feder

al hombre en un tomo burlesco. —No entiendo nada —comentó extrañado el hombre del mar. —No hace falta que entiendas nada. Tan sólo que sepas seguirme.

Vámonos, que ya hemos perdido mucho tiempo. Y aunque no sabía que sucedía, incluso que aquel extravagante

enano no le inspirase mucha confianza, parecía que todo estaba ya decidido y debía partir aunque no quisiera. Feder le entregó una pequeña bolsa llena de las hierbas que le había recetado para estimular su mente y el enano le invitó a seguirle por las callejuelas de Borja hacia la salida norte, donde tomarían el camino hacia la capital de Axelle.

—Bueno, hombre del mar, que tengas mucha suerte en Elena —le dijo a modo de despedida.

—Gracias Ferder... y perdón por todas las molestias tomadas —contestó él un poco apabullado.

—Hasta nuestro próximo encuentro. Que Épsilon te proteja. Pero aquel enano no dejó que la despedida se prolongase más,

tomándole del brazo y tirando de él para que se alejase de la casa del sanador.

Borja volvía a llenarse de mercaderes que vendían comida, ropa y artículos extraños en los mercados que concurrían por las calles y las mismas voces que escuchó el día anterior, volvían a dejarse oír mediante gritos que llamaban la atención de los caminantes. Sin embargo, esta vez no pudo detenerse a observar con detenimiento el día a día del modesto pueblo. El enano no dejaba de meterle prisa, dándole breves empujones y chistándole cada vez que se detenía a ver algo. Había mucha prisa, o eso le parecía y no le dejaba que se detuviera ni un segundo a contemplar nada. Hasta que al final llegaron a un enorme portón que daba paso a un camino.

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Estaban en la zona norte de Borja, como le habían dicho, y ante sus ojos se aparecía un gran camino de tierra por donde saldrían del poblado. A los lados del portón se postraban dos hombres muy firmes, con unas ropas más ajustadas de color negro y una enorme lanza colgada a sus espaldas custodiando la entrada. Se extrañó al verlos ahí, con esa pose y con aquella arma a cuestas, y se detuvo brevemente a mirarlos, en parte fascinado y en parte atemorizado. Uno de ellos se volvió y le miró fijamente. No debía tener más de dieciséis años pero su mirada fue tan desafiante, tan severa, que no parecía que hubiera indicio de esa inocencia propia de un chaval de su edad.

—¿Qué hacen estos chicos? —preguntó el hombre en un susurro para evitar llamar la atención.

—O están pidiendo dinero o protegiendo la entrada ¿Tú que opinas?

—Parecen guardianes —comentó. —Y los guardianes ¿Qué suelen hacer? —preguntó en un tono

casi burlesco pero picarón. —¿Protegen la entrada? —preguntó desconcertado y el enano

asintió—. Pero ¿De qué? ¿De los… silvanillos? —¿Silvanillos? Ja, ja. Eso ha estado gracioso —respondió en una

gran carcajada—. No hombre, defienden la entrada de las bestias que pudieran querer adentrarse en el pueblo.

—Pensé que las «bestias» sólo estaban en el mar —comentó desconcertado.

—Sí, pero a veces salen algunas por la tierra… Cavan agujeros desde el mar, rompiendo la dura roca, con el objetivo de encontrar a la gente y… comérsela —le informó en un tono casi endemoniado.

—No sabía que pudieran vivir fuera del agua… Creía que se trataba de peces gigantes.

—Son bestias amigo, pueden hacer lo que quieran… Y venga, menos cháchara que tengo que llevarte a Elena hoy mismo.

—¿Cómo iremos? —preguntó expectante imaginando que la tracción animal sería lo único que allí servía como transporte, fantaseando en montar en un noble caballo.

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—En unos fabulosos corceles… ¡Los más raudos de todo Borja! —respondió orgulloso.

—Caballos —aclaró con alegría. —¿Caballos? ¿Qué es eso? ¿Algún animal mitológico? —

preguntó extrañado. —Un caballo… No es ningún animal mitológico. Es un bicho así

de grande, de cuatro patas y mucho pelo, de gran hocico y rabo —trató de explicarse con torpes ademanes.

—¡Ah, sí! Querrás decir asnos… Si amigo, iremos en asnos —respondió señalando a los nobles animales que les llevarían a la ciudad.

Esos dos raudos animales, uno blanco y otro marrón, no dejaban de ser un par de burros; nada que ver con los caballos, pero para la gente de Axelle, estos animales podían gozar de la nobleza y lealtad que para el hombre del mar gozaban los corceles de su tierra.

El enano se acercó al animal blanco, le acarició el hocico y empezó a apretarle la montura mientras animaba a su compañero de viaje a hacer lo propio con el animal que le haría el camino más llevadero. Pero el hombre no era un experto en esta clase de quehaceres. Todo lo contrario. A pesar de no recordar gran cosa, estaba convencido que jamás en su vida había hecho algo similar en otra ocasión.

Por suerte, Setasbian enseguida captó sus inseguridades, y sin dejar de meterse con él por su torpeza en dichas labores, empezó a abrochar la montura a su animal y después se ofreció su ayuda para montarlo, aunque ya para eso el hombre del mar se bastó solo.

—¿Vas cómodo? —le preguntó una vez los dos subidos es sus asnos. El hombre asintió con torpeza, intentando no caerse del animal lo que provocó las carcajadas del enano y las sonrisas disimuladas de los dos guardias que le observaban con atención—. Pues entonces, vámonos… Si necesitas parar, dímelo.

Él titubeó un poco más en los lomos del animal y acto seguido, Setasbian, mediante un ademán instó a su asno a que iniciase el camino, algo que para su compañero resultó más difícil de lo que esperaba, pero al final lo logró.

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Así poco a poco, los parajes de la comarca de Alabastra se fueron apareciendo a cada paso que daban. Era un lugar lleno de montañas, algunas tan altas que parecían perderse con el cielo. Pero él no tendría que ir por esos lugares, al menos por ahora, y su ruta fue sencilla y sin complicaciones siguiendo el camino de tierra que parecía no acabar nunca fundiéndose con el paisaje.

El aire que acariciaba su cara era limpio. Tal vez hacía mucho tiempo que no respiraba un aire así, con ese nivel de pureza, lleno de aromas típicos del bosque; de los árboles, de los riachuelos por los que pasaban, de las flores y de esa sensación a eterno que rodeaba todo aquello. Era realmente bello.

El enano avanzaba el primero por el camino, silbando alegres canciones de su tierra mientras el hombre caminaba un poco más retrasado, fascinado por la belleza del lugar. Se había sumergido tanto en aquellos colores que se había olvidado adónde iba y por qué se dirigía allí. Mirando las montañas encontró una sensación tan reconfortante que parecía que no existieran problemas… hasta que su estómago comenzó a rugir.

—¿Pararemos a comer? —interrumpió el hombre al enano que silbaba.

—¿Ya tienes hambre? —preguntó al volverse sobre su animal luciendo una gran sonrisa… Aquel hombre, aunque era extremadamente simple, podía parecer el ser más feliz de la tierra mientras silbaba sus canciones.

—Un poco si, a decir verdad —respondió. —Pues deberás aguantar un poco —respondió— ¿Podrás? —Sí… yo hago un esfuerzo. Y los dos continuaron caminando en silencio. El enano había

dejado de cantar y tan sólo los gorgoritos de algunos pájaros amenizaron el camino. No obstante, Setasbian no tardó en detenerse en cuanto se topó con un riachuelo de poca profundidad y aguas claras. Bajó del asno y sonrió a su compañero.

—El animal está seco. Descansemos un poco mientras ellos beben —propuso mientras le ayudaba a detener a su animal.

El hombre asintió, para él todo le parecía bien, y mientras los animales saciaban su sed, ellos dos se sentaron en la hierba un tanto

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entumecidos de las horas que llevaban sentados en los lomos de sus burros. El enano sacó una botella, bebió y se la pasó a él por si quería echarle un trago. Se trataba de un poco de ron: El mejor ron que jamás podría probar. A él le pareció gracioso. No tenían caballos pero si ron, pero cuando se llevó la botella a la boca y el líquido empezó a bañar su garganta, notó un sabor diferente. Aquel ron no era el ron al que estaba acostumbrado. Ni más fuerte y más bueno… simplemente diferente. En resumidas palabras, para él eso no era ron.

—Menudas montañas tenéis aquí —comentó el hombre con el objetivo de romper el silencio reinante entre ellos.

—Es la cordillera de Andrés… Famosa en todo Axelle. Son muy pocos los que logran llegar a la cima… Y menos los que logran bajar.

—No hace falta que lo jures… Da vértigo con sólo mirarlo… Se te pierde la vista en busca de las cimas— respondió volviendo al silencio.

—Oye, amigo —interrumpió el enano mientras recuperaba la botella de ron y le daba un largo trago—. ¿Es cierto lo que dice el Hermano de Borja?

—Dependiendo de lo que te haya dicho —respondió mientras se tumbaba en la hierba.

—Dice que te estás curando de la desmemoria… Que no recuerdas nada, pero que poco a poco… lo estás consiguiendo.

—El sanador dice que no estoy desmemoriado —contestó sin prestarle importancia.

—Sería fabuloso que te estuvieras curando de esa enfermedad… Nadie lo ha conseguido hasta ahora —comentó volviendo al silencio. El hombre no sabía que decir a eso—. ¿Sabes? Mi madre murió de eso mismo, de la desmemoria… Fue algo espantoso… Desde entonces, rezo mucho a Épsilon para que se encuentre cura… Tal vez haya escuchado mis súplicas. No quiero que nadie más pase por lo que tuve que pasar yo.

—Eso es muy noble por tu parte… —respondió el hombre volviendo a incorporarse para encontrarse con la mirada del estrambótico enano—. Pero si te soy sincero, creo que estoy de acuerdo con el sanador… No creo que este… ¡Desmemoriado!

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—¡Y tú que vas a saber! Si aún no recuerdas ni tu nombre. —Sí, eso es cierto… Pero ¿Sabes? Creo que yo no soy de este

mundo. —¿A que te refieres? —No lo sé… bueno, si. Aunque aún no logro recordar gran cosa,

creo que mi mundo es muy diferente a este… Tengo recuerdos de edificios, de lugares e incluso de máquinas que reconozco como elementos habituales en mi vida diaria pero que aquí no veo.

—¿Cómo que? —preguntó con curiosidad. —No sabría explicarlas ahora… Es como si no supiera como se

llaman… No sé si me explico. Mentalmente, creo saber que son esas cosas, pero no encuentro la palabra para definirlas.

—¿Sabrías dibujarlas? —le propuso extendiéndole el palo de un árbol e invitándole a representarlo en un trozo de tierra.

El hombre tomó el palo entre sus manos, se acercó a un trozo de tierra que no estaba cubierta por la hierba y comenzó a dibujar como buenamente podía aquellas cosas que habitaban como imágenes en su mente, pero que no sabía expresar con palabras… Tal vez, porque no existía palabra en ese idioma para describir lo que recordaba.

Y así dibujó, mediante unos trazos en la arena, aquello que quería mostrar, pero para el enano, no dejaba de ser unos trazos sin una forma definida.

—¡Por Épsilon! ¿Qué demonios se supone que es? —preguntó mediante unas carcajadas

—Es un aparato que corre mucho… De donde yo vengo, es lo que utiliza la gente para moverse… y no ¡Asnos!

—¡Oye! ¿Algo en contra de mis animales? Bien guapos que son —bromeó mientras miraba el torpe dibujo—. Y la gente ¿Dónde se sube?

—Dentro, en una cabina. Uno lo dirige y los demás simplemente son transportados pudiendo hacer distancias largas en corto tiempo, aunque para nosotros ya puede parecer mucho.

—Pero ¿Cómo se mueve esa cosa? Porque sin fuerza animal… debe de ser cosa de brujería— comentó incrédulo pero tratando de disimular su desconfianza.

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—¡Bah! Déjalo. Me estarás tomando por loco —respondió con desdén mientras volvía a tirarse en la hierba.

—Que no, hombre… Sólo que es difícil de creer —se excusó el enano, pero al hombre ya no le apetecía hablar de sus recuerdos y el silencio volvió a reinar entre ellos—. Bueno, creo que será mejor que continuemos con el camino… Pararemos cuando lleguemos a Marta. Allí comeremos y del tirón para Elena. Con un poco de suerte, no se nos hará de noche. Aunque te aviso, si anochece, nos veremos obligados a parar y buscar algún lugar donde podamos dormir. No es recomendable seguir el camino cuando el sol se ha ido. Algunas bestias aprovechan la oscuridad para atacar.

—Entiendo… Pues será mejor que nos demos prisa. —Esa es la actitud amigo —respondió con efusividad. Los dos se levantaron y apartaron a los asnos del río que seguían

extraordinariamente bebiendo agua. Se subieron a las monturas y continuaron su camino a paso ligero. Y mientras caminaban, el hombre volvió a sumergirse entre sus pensamientos, pensando en que aquellos poblados que había por los parajes, tenían algo en común con lo que podría ser su mundo.

—Oye, ¿Te puedo preguntar algo? —preguntó mientras él enano volvía a sus silbidos.

—Por supuesto. Pregunta. —¿Por qué vuestras ciudades tienen nombre de personas? —¿Nombres de personas? —preguntó extrañado. —Sí. Elena, Borja, Marta… Todo son nombres propios de

personas. —¡Que dices! Nadie en todo Axelle tiene esos nombres. Son los

nombres de las ciudades y a nadie se le ocurriría llamar a sus hijos: Marta o Elena… Es tan descabellado… No sé de donde has sacado semejante sandez… —respondió entre risas de nuevo.

Pero al hombre le hubiera gustado decirle que en su tierra, allá de donde venía, si había gente con esos nombres, pero algo el decía que no le creería y que al final pensaría que estaba loco. Así que, era mejor callar y fingir que había sido un despiste. Por supuesto, para Setasbian, tan sólo se trataba de una confusión de una persona que había olvidado hasta a su Dios.

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VII El pueblo de Marta no era muy diferente a como podía ser Borja.

Un pueblo más bien pequeño, donde la mayoría de la gente se conocían porque prácticamente todos eran familia. Con casas muy bajas y construidas con los mismos materiales pobres con las que estaban construidas las del pueblo vecino, lo que hacía que pareciese que en cualquier momento se fueran a derrumbar, sobre todo si se levantaba un poco de viento.

El pueblo se había formado alrededor de una ladera de una montaña, cerca de un río de poco caudal. La mayoría de las calles se encontraban en pendiente y mucha de la gente que habitaba allí se servía de unos pequeños carritos para poder transportar la comida desde el mercado, situado a bajo del todo de la montaña, hasta sus casas, que solían estar en pendiente.

La entrada a Marta también tenía un portón custodiado por dos soldados con grandes lanzas y arriba del monumento, el hombre del mar comprobó que habían grabado ese símbolo con forma de «E». Supuso que esa «E» sería la «E» de Épsilon, pero prefirió no preguntar, no fuera a ser que aquel símbolo no tuviera nada que ver con el alfabeto conocido.

Se detuvieron cerca del mercado, el segundo lugar de encuentro para aquellas personas después del templo, y entraron en lo que debía de ser una taberna. «Qué haría la humanidad sin bares» pensó el hombre. Se trababa de un local bastante tosco, con cuatro mesas alargadas donde se sentaba cualquiera y una barra de madera maciza. Detrás de ella estaba el camarero, un señor con un mandil atado a la espalda, lleno de manchas y un trapo en la mano con la que secaba los vasos, el cual, por cierto, también estaba manchado.

—¡Hombre, mi amigo Setasbian por aquí! Llevamos mucho tiempo sin vernos —le dijo mientras le extendía el brazo y el enano entrelazaba el suyo a modo de saludo.

—Ya lo creo. Lastima que no pueda quedarme. Tengo que llegar a Elena hoy mismo... Asuntos del Hermano de Borja —respondió

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amablemente mientras se sentaba en un taburete e invitaba hacer lo mismo a su acompañante.

—Ese viejo loco no te deja tranquilo. ¿Qué diablos quiere ahora? —Eso me temo que no puedo decírtelo. Pero, menos cháchara

que debemos continuar el viaje aquí mi amigo y yo. —¡Pero si llevas compañía! —exclamó volviendo la mirada hacía

el hombre—. Yo me llamo Sepile compadre —se presentó mientras extendía el brazo y esperaba a que el hombre lo entrelazase con el suyo. Pero él no sabía que decir.

—Y él es el hombre del mar —se apresuró a contestar Setasbian—. Está desmemoriado así que, mejor dejarle tranquilo ¿No crees?

—Claro, por supuesto —contestó el tabernero con desconfianza—. Pues que Épsilon te proteja y te reciba en su seno el día que marches de Axelle... ¿Qué os pongo?

—Pues un plato de pescado... Lo que tengas por ahí. Pero pónmelo del bueno. Paga el Hermano de Borja —comentó divertido.

El camarero se alejó hacia lo que debía de ser la cocina y el enano se aproximó al hombre del mar para susurrarle una especie de disculpa por haber dicho que estaba desmemoriado. Sabía que su compañero de viaje no se consideraba enfermo y podía haberse ofendido por aquel comentario. Pero ni mucho más lejos. Es más, prefirió aquella excusa rápida antes de que aquel camarero se pusiera a lanzar preguntar a diestro y siniestro, preguntas de las que no había respuesta.

Regresó unos minutos más tarde con dos platos de un pescado extraño y se los puso delante. Setasbian emitió un sonido de aprobación y sin más dilación comenzó a engullir el plato tan rápido que parecía que se iba a atragantar en cualquier momento. Pero no, el enano se tragó el plato en menos de cinco minutos y se quedó como si nada. Sin embargo, el hombre del mar miró con más recelo el supuesto manjar que le habían servido. En primer lugar, aquel supuesto pescado tenía aspecto de todo menos de ser un pez que había nadado en el mar, y segundo, lo habían cubierto con una salsa morada que tampoco invitaba a hincarle el diente. Si a todo eso se le

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sumaban los ruidos de su guía al tragar, hacía más que evidente que su apetito desaparecería en cuestión de segundos.

—¿No tienes hambre? —le preguntó una vez acabado su plato—. Está buenísimo.

—Creo que se me ha esfumado —respondió mientras intentaba separar el pescado de la salsa.

—Pues si no vas a comértelo... —Por supuesto: Todo tuyo —respondió mientras se apartaba de

la barra para dejar que cogiera el plato. El enano lo tomó y se lo comió a la misma velocidad que el plato

anterior, sin dejar nada en él. Después, abrió una bolsa que tenía atada con un cinturón de tela blanca y sacó un par de monedas de extraordinarias proporciones para entregárselas al camarero.

—Aquí tienes amigo. Muy buena la comida. Felicita a la cocinera de mi parte.

—Eso haré —respondió el camarero agradecido—. Que Épsilon proteja vuestro viaje amigos.

El enano se levantó del taburete y animó a su compañero a que hiciera lo mismo, debían apresurarse. Y sin más, salieron de la taberna, subieron en sus asnos y abandonaron Marta.

Continuaron el camino mientras el sol ya empezaba a bajar por el horizonte, con la esperanza de llegar pronto a la capital de Axelle y, como habían hecho a primera hora de la mañana, las conversaciones no fluyeron demasiado. El enano en cabeza mientras tarareaba sus alegres canciones y el acompañante detrás, pensando en todo lo que estaba sucediendo, convenciéndose a sí mismo de que en cualquier momento despertaría de ese sueño que tan real se le antojaba. Pensaba en todo lo que le habían dicho, en esa historia que parecía sacaba de algún cuento o leyenda mitológica, donde los seres marinos se tragaban la tierra reduciendo al mundo en aquel lugar. Y entonces empezaron a surgirle dudas, cosas que no entendía de aquel relato, incongruencias... las primeras que encontraría.

—Oye, ¿Puedo preguntarte una cosa? —interrumpió al enano. —Sí, claro. Pregunta... Así hablaremos un poco —respondió

volviéndose con una sonrisa amigable... Aquel enano parecía extraordinariamente feliz.

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—Cuando me llevaron con el Hermano de Borja, él me contó... en fin, una serie de cosas que me parecen... fascinantes —dijo a falta de una palabra mejor.

—Pues ¿Qué te dijo que te fascinó tanto? —Me dijo que... no hay más tierra más allá de ésta, que las

criaturas marinas... se las tragaron. —Sí compadre, así es. Se tragaron todo con el objetivo de hacer

desaparecer a los pueblos de los dioses buenos— respondió como si aquello que decía fuera la lógica más aplastante que alguien pudiera afirmar.

—Y sólo dejaron esto ¿Axelle? —Eso es. —Entiendo... —respondió volviendo a su extraño silencio—.

Entonces... ¿Los silvanos o como quieran llamarse? ¿De donde salieron? ¿Es el pueblo de los dioses malos o algo así? —preguntó desconcertado.

Aquella duda debió de ser muy graciosa, pues el enano arrancó en una de sus grandes carcajadas. El pueblo malvado, había dicho él, pero si no eran del pueblo de Axelle, que según ellos eran el pueblo del Dios bueno, tendrían que ser los malos ¿No? Para el hombre del mar, también se trataba de una lógica aplastante.

—¿Por qué crees que ellos son el pueblo de los dioses malvados? —preguntó el enano una vez calmado.

—No sé... Porque parece que no existe una buena relación con ellos, que no hay armonía con ese pueblo... Y como decís que sólo quedaron las tierras de Axelle y luego resulta que también están ellos...

—Los silvanos, aunque para muchos pueden ser malvados, no son un pueblo de los dioses malignos... De hecho, en el pasado, Silvanio formaba parte de las tierras de Axelle. Dirigidas y gobernadas desde el gobierno central del Hermano Mayor, en Elena. Pero poco a poco empezaron a surgir... diferencias. Los silvanos empezaron a interpretar la palabra de Épsilon de otro modo y modificaron el dogma, lo que trajo un enfurecimiento para los Hermanos. Hubo unas revueltas, donde se intentó que los silvanos volvieran acatar el dogma, pero al final no lo lograron.

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—¿Se independizaron del gobierno central de Axelle? —le preguntó con curiosidad.

—No, les expulsaron. Les dijeron que si no iba aceptar la palabra como el dogma obliga, entonces no serían merecedores de pertenecer al pueblo elegido. Supongo que pretendían que Épsilon dejase de protegerlos, y mucha gente pensó que serían pasto para las bestias. Pero pasó el tiempo y los silvanos continuaron sin nosotros, lo que sirvió para que se crecieran hasta tal punto que formaron su propio feudo… Y así desde entonces. Al final, diría que aprendimos a convivir con ellos, aunque desde hace mucho tiempo existe un odio natural los unos con los otros.

—Entiendo… —En fin, cosas de política. Por que al fin y al cabo es todo eso:

política. No volvieron hablar durante el resto del camino. El enano regresó

a sus alegres canciones y el hombre del mar se volvió a encerrar en sus pensamientos, en sus teorías sobre qué era ese mundo donde había despertado. Y aunque siguiera sin entender nada, aquella historia le era familiar, como si ya la hubiera escuchado en algún sitio pero ¿Dónde? Tan sólo esperaba que en Elena encontrase alguien que pudiera ayudarle.

Un par de horas después, cuando el sol ya estaba a punto de desaparecer del todo, empezaron a ver a la ciudad de Elena en la lejanía. No tenía nada que ver con Borja o con Marta. La ciudad de Elena era espectacular, o al menos eso le pareció. Llena de edificios de un blanco deslumbrante, como si brillaran con los últimos rayos incidiendo sobre sus tejados. Era como si las divinidades de los dioses residieran allí, tocasen la ciudad y festejasen algún tipo de rito haciendo que pareciera un milagro. El milagro de la riqueza y el esplendor en esas tierras pobres. Y es que, a lo lejos, viendo el espectáculo de luces que brillaban parpadeando según se acercaban, le pareció que estuvieran hechas con plata y las esquinas fueran del más puro oro.

Las calles estaban empedradas con piedras pulidas a mano y sobre cada rincón del emblemático lugar se apostaban figuras enormes de mármol o algún material similar de representaciones de

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aquel dogma de fe que practicaban. La dama Chrystelle, la figura de unos niños de ojos brillantes, símbolos que le resultaron familiares y hasta de alguna bestia siendo cazada por los gloriosos capitanes del pasado.

Según fueron adentrándose a la ciudad, el hombre pudo comprobar como las casas no eran esas de materiales endebles que podían tener en Borja, sino rocas macizas que habían sido decoradas con el mismo material con el que habían hecho las estatuas, creando así el fascinante efecto visual que había presenciado a su llegada.

No se oía ese gentío como en Borja o en Marta, sino que la gente que caminaba por las calles, que a esas horas y con aquella luz de sol aún eran bastantes, eran diferentes a las de esos pueblos. Con ropas mucho más cuidadas y elegantes y no tan bastas y simples. Y es que no había dudas que Elena era la esencia, el glamour, el escalafón más alto de la sociedad de Axelle, la envidiada y sobrecustodiada capital del reino. Pero ¿De qué rey?

—Bienvenido a Elena, amigo —dijo el enano según entraban por un gigantesco portón por donde desfilaban unos diez soldados con sus lanzas. Se giró y vio como su compañero de viaje miraba en todas direcciones con la boca abierta—. Impresiona ¿Verdad?

—Sí, creí que sería más como Borja o como Marta… Una ciudad pequeña.

—Hombre, esto es la capital… Tiene que ser grande… Aunque también tiene mucho que ver su posición.

—¿Su posición? —Sí, Elena está justo en el centro del feudo. Es el punto más

alejado del mar, donde nunca una bestia ha logrado atacar… Ni siquiera aquellas que habitan por la tierra. El centro de todas las operaciones de Axelle. La base religiosa, la base militar, la base política… Todo está aquí y por eso no escatiman en gastos para evitar cualquier catástrofe. Por eso, Elena ha podido prosperar como ninguna otra ciudad… Cuando hubo la guerra contra los silvanos, uno de los argumentos que más utilizaron contra los Hermanos fue precisamente ese: en por qué no se escatimaba en gastos para la protección y desarrollo de Elena mientras otros lugares eran atacados

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una y otra vez, con su población mermada y muriéndose hundidos en la pobreza.

—Y ¿Qué dijeron los Hermanos en su defensa? —preguntó con curiosidad.

—Ésta es la capital y si queremos que el reino triunfe, la protección de estas murallas es algo vital… pero que no se puede proteger a todos los demás —contestó con dureza, convencido de que aquello debía ser así—. Es triste ¿Verdad?

Continuaron su camino subidos en sus asnos como mucha de la gente que caminaba por allí. Algunas de las personas iban cargadas de enormes farolillos llenos de velas o antorchas con el propósito de alumbrar las calles, ahora que el sol ya desaparecía. Por lo que pudo deducir, debía ser el trabajo de esas personas: Encargados de alumbrar las calles hasta alguna hora determinada, donde estaba absolutamente prohibido caminar en la oscuridad.

Ahora se dirigían al templo que, como elemento común con Borja o Marta, estaba en el centro, aunque este era mucho más grande, mucho más impresionante… en definitiva, mucho más rico. Pero antes de llegar, alguien les echó el alto en el camino.

—¿Setasbian? ¿Eres tú? —preguntó una mujer muy menudita, con un pañuelo blanco enrollado por el pelo y una túnica oscura cubriéndole todo el cuerpo.

—¡Aiha! —exclamó el enano mientras se bajaba del asno y le daba un efusivo abrazo—. ¿Qué haces aquí?

—He ingresado en la congregación de las hermanas de Elena —le informó con orgullo.

—Felicidades. Sabía que llevabas mucho tiempo detrás de ese puesto.

—Y tú ¿Qué te trae a la capital? —preguntó mirando a su acompañante con recelo.

—Asuntos del hermano de Borja. Le traigo a un extraño señor que apareció en las playas, sin memoria, pero parece que poco a poco va recordando algo.

—¿Un desmemoriado que se está curando? —preguntó sorprendida.

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—Bueno, no tengo autorización para afirmar tal cosa. Pero quien sabe.

—Épsilon ha escuchado nuestras plegarias —le interrumpió reclinándose levemente y bajando la cabeza—. ¿Te has enterado de lo que ha ocurrido? —le preguntó inmediatamente.

—No, ¿Ha pasado algo? —Una bestia ha atacado a los pescadores del puerto de José —

informó—. Ha destruido la Indestructible. —Pero ¿Cómo ha sido eso? —preguntó con sorpresa. —No lo sé… Sólo puedo decirte que el Hermano Mayor se ha

reunido con el capitán Merlo, que ha venido a presentar el informe… por lo que es posible que no te lo encuentres de muy buen humor.

—Vaya… me dejas sin palabras, amiga —dijo el enano mirando a todos lados—. Será mejor que no le haga esperar demasiado. El hermano de Borja ya le había comunicado nuestra llegada mediante aves y nos estará esperando.

—Muy bien… Pero no te vayas sin despedirte de nuevo… Esta vez no —le rogó con una sonrisa.

—Veré lo que puedo hacer… Adiós Aiha. —Adiós, Setasbian... Que Épsilon guíe tu camino. —Que guíe el tuyo también, mí querida amiga. La mujer volvió a detenerse enfrente del hombre del mar, le

sonrió a modo de saludo y se mezcló con el resto de la gente mientras el enano volvía a montar en su asno y animaba a su compañero a que le siguiera. El templo estaba cerca.

VIII Había un silencio sepulcral en aquella sala atestada de gente.

Todos se miraban expectantes escuchando las leves respiraciones de las personas que tenían a su lado. Y es que nadie se atrevía a decir nada después de que el Hermano Mayor hubiera oído al capitán Merlo relatar lo sucedido en el mar del puerto de José. Merlo se apostaba enfrente de la sala mientras el Hermano Mayor seguía con la mirada perdida, como si pensase en qué decir después de oír al capitán.

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Al lado de este se apostaba su fiel amigo Fastian y detrás los dos marineros supervivientes del desastre, que habían presentado declaración. Alrededor de todos ellos había un grupo de hombres y mujeres, todos pertenecientes al alto clero de Elena que hacían las veces de testigos. Llegado el momento, el sonido de las respiraciones de todos ellos se ahogó con los breves pasos del Hermano Mayor que seguía en busca de las palabras exactas para expresar tan desagradable informe.

Aunque al Hermano Mayor de Elena se le diera ese trato masculino, en realidad era una misteriosa mujer. Hija del anterior Hermano Mayor, logró hacerse con el cargo gracias a los cambios que su padre realizó para que pudiera ostentar el cargo momentos antes de su muerte. Llevaba poco tiempo ejerciendo como tal, pero en ese poco tiempo había hecho cambios significantes dentro de la sociedad de Axelle, por la que pronto se la conoció en todos los lugares del reino. Seleba I la pacificadora la llamaban algunos convencidos que así pasaría a la historia, como el Hermano Mayor menos guerrillero de todos.

Aún era muy joven, pues con veintidós años, Seleba, además de ser la primera mujer, también fue la más joven en poseer dicho cargo. Pero a pesar de eso, para mucha gente ella se había convertido en alguien digno de admiración y devoción. Sabia y prudente como no lo había sido ningún otro Hermano Mayor y a su vez, bella y misteriosa. Una mujer esbelta, de ojos verdes y media melena entre rubia y cobriza, de piel aterciopelada y voluptuosos pechos. Detestaba la guerra, los sacrificios inútiles y lo peor para el capitán Merlo, detractora de la política del Batallón de Defensa.

—Ya he oído lo que tenía que oír —dijo alzando la voz para que todos la oyeran—. Ahora, desearía que todos salieran de aquí y me dejaran sola con el Capitán Merlo, pues el capitán y yo tenemos una conversación privada —solicitó con educación.

La sala no tardó en llenarse de un cierto bullicio decepcionado de no poder escuchar la resolución del Hermano Mayor contra el Capitán, que a pesar de haber gozado durante mucho tiempo de buen prestigio entre las altas clases de la capital, ahora no dudaban en exigir justicia al más alto precio. Pero no solían desobedecer a Seleba

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y aunque se decepcionaron por ser privados del derecho a ser testigos del fin de Merlo, obedecieron dejándolos a solas.

Dos guardias abrieron las puertas que daban a la gran escalinata y todos comenzaron a bajar enfrascándose en comentarios que herían a Fastian. Era evidente que en Elena, nadie se casaba con nadie, y bastaba un sólo error para sentenciarte para siempre.

La gente bajó con tranquilidad y mientras todos bajaban, el enano y su acompañante trataban de hacerse un hueco por la escalera para subir y encontrarse con el Hermano Mayor, esquivando como buenamente podían a todo el clero que bajaba. Cuando llegaron a la puerta, el guardia les echó el alto.

—No se puede pasar —le informó un hombre no más joven que Seleba.

—Disculpe, guardia. Soy Setasbian, mensajero de Borja. El Hermano está enterado de mi llegada y la ha autorizado. Me está esperando —se presentó extendiéndole una de las cartas entregadas por el Hermano de Borja. El guardia la examinó con recelo y después se la devolvió.

—Deberán esperar. Ahora mismo el Hermano Mayor está reunido. Tan pronto como termine, le avisaré de vuestra llegada —respondió con cortesía.

El enano y su acompañante volvieron a bajar las escaleras hasta el primer piso donde aún estaban algunos miembros del clero comentando el informe del capitán. Setasbian buscó un lugar donde sentarse a esperar e invitó al hombre de mar a que se sentara a su lado mientras observaban el recinto de aquella parte del templo central y escuchaban los comentarios de los hombres congregados allí.

El templo, con un profundo olor a incienso y con una luz muy suave, parecía invitar a todo el mundo a relajarse, a respirar hondo y dejarse llevar por la paz y la tranquilidad reinante, pero hubiera sido más fácil si a su lado no hubiera tanta gente hablando en un tono cada vez más alto, vociferando barbaridades sobre el capitán, hasta que apareció un anciano chistándolos a todos suplicando silencio.

—Esto es un templo señores. La gente viene aquí a rezar. Deberían saberlo —dijo malhumorado, y sorprendentemente, a pesar

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que todos los allí presentes eran personas relevantes dentro del clero, se callaron sin replicar.

—Como se las gasta el viejo —susurró Setasbian a su acompañante con picardía.

Mientras, arriba de la escalinata, dentro de la habitación del Hermano Mayor, el Capitán Merlo seguía apostado de pie, casi sin moverse, mientras Seleba le daba la espalda, con la mirada perdida tras los cristales de la única pero grandísima ventana que había en la sala.

Merlo procuraba no pensar en nada en particular. Él ya había dado el informe, había presentado sus testigos, que si bien sus declaraciones no parecían favorecerle mucho, si habían sido bastante explícitos en cuanto a lo que sucedió en el mar, y ahora, hablar sin que el Hermano Mayor se hubiera pronunciado al respecto, sólo podía traer malas consecuencias. Por eso, aunque aquel silencio le irritaba y estaba convencido que Seleba lo mantenía exclusivamente para ello, decidió esperar paciente a que ella tomase la palabra.

—Es una gran pérdida —dijo finalmente como quien le habla al aire—. ¿No cree? —Pero Merlo no se atrevía a contestar—. Supongo que sabrás que ya me habían informado antes de tu llegada.

—Me hago cargo de ello —respondió con desdén. —Han sido los pescadores del único pesquero que logró huir de la

contienda —afirmó volviéndose hacia él y mirándole con furia—. Ellos han descrito el mismo horror que acabáis de describirme vosotros.

—Sí, fue una escena espeluznante —comentó sin apartar la mirada

—Y dime capitán, ¿Dónde estaba el honorable capitán Merlo en el momento del ataque? —preguntó con ironía.

—Patrullando... Acudí a la llamada de los marineros en cuanto sonaron los cuernos —respondió con firmeza.

—Eso no lo dudo. El capitán Merlo nunca rehuirá a la llamada de los cuernos de los pescadores que avisan del avistamiento de las bestias —empezó a decir sin apartar la mirada caminando alrededor del capitán—. Las legendarias bestias que antaño otorgaron la gloria y el esplendor a los capitanes del batallón de defensa de Axelle… Sin

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embargo, los pescadores afirman que Usted estaba más lejos de lo estipulado cuando la bestia atacó… Concretamente afirman que Usted estaba en medio de un altercado con un barco silvano en el momento del ataque, lo que conllevó que llegase más tarde al lugar donde estaban los pescadores.

—Eso es incorrecto, Eminencia —contestó tratando de mantener la compostura—. Los silvanos se acercaron para informarnos que estábamos invadiendo sus mares, pero aquello era incierto… No obstante, nos estábamos acercando a los pesqueros en el momento que sonaron los primeros cuernos.

—Entiendo —respondió en un tono suave y pausado—. Y dime, como capitán de lo que era el navío más importante de nuestra flota, ¿Cuál sería el siguiente movimiento que deberíamos dar? ¿Qué es lo que espera un capitán del batallón de defensa del Hermano Mayor tras esta catástrofe?

—Mis ojos han presenciado el poder de la bestia más temible que jamás haya visto Axelle. Creo prioritario acabar con ella antes de que ella acabe con nosotros.

—Veo que sigue en busca de la gloria y el esplendor —observó Seleba—, porque supongo que Usted se ofrecería voluntario para tal labor.

—Si me lo permite Hermano Mayor, no pretendo buscar la gloria ni el esplendor… Tan sólo cumplir la tarea que un día jure, la misión de proteger al pueblo de las bestias, hasta con mi vida si así la misión la requiriera.

—Y ¿Qué necesitaría para llevar a cabo esa misión? —preguntó con un interés que resultaba desconcertante. Tal vez la descripción del poder de aquella bestia había hecho reaccionar a Seleba, pensó el capitán.

—Varios navíos, un centenar de hombres especializados, soldados… armamento y abastecimiento para un par de meses… Supongo que con eso podríamos ponernos a buscar la guarida de la bestia, encontrarla y estudiar su comportamiento antes de atacar.

—Y esa labor se la puedo encomendar a Usted —le interrumpió y él asintió con cautela—. Puedo poner a sus órdenes a un centenar de hombres y darle varios navíos.

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—Sí, Señor. —Señora —le rectificó—. ¿O acaso no ha notado que soy una

mujer? —Sí, Señora —se apresuró a contestar. —Y dígame, capitán Merlo, ¿Cómo cree que puedo poner a su

disposición a un centenar de hombres cuando ¡No ha sido capaz de salvar a un puñado de pescadores!?

—Ya ha oído como era la bestia, Hermano Mayor. —Sí, ya lo he oído, pero ¡Parece que se olvida que Usted tenía el

navío más importante de toda la flota! ¡Sólo tenía que estar cerca de los pescadores, ver sus pasos y mantenerse con los ojos alerta! Y cuando suena la alarma, ¿Dónde estaba? En mares silvanos intercambiando improperios.

—Si me lo permite… —¡No le permito! —le interrumpió—. Se persona aquí y presenta

el peor informe jamás escuchado en cinco años. ¡No le permito nada! ¡Ni beber un vaso de agua! Y encima pretende que le de cien hombres para llevarlos al suicidio cuando ni siquiera ha sido capaz de proteger a los pescadores… Falla en su misión y pretende que le encomiende una de mayor envergadura.

—¡Falle porque Elena ha convertido al batallón en una mera comparsa de pescadores! ¡Llenando sus filas de granjeros y pastores que jamás han pisado la batalla! —Pero no continuó atacando a Seleba, pues ella le interrumpió con una fuerte bofetada.

—Ni se le ocurra volver a gritarme —dijo casi en un susurro y con cierto tono amenazante—. Y menos cuando se presenta aquí derrotado… —Y se hizo un silencio entre ellos. Afuera, los guardias escuchaban expectantes, mientras Setasbian y su acompañante miraban hacia las escaleras, sobrecogidos por semejantes gritos—. El pueblo de José también me ha comunicado el breve discurso que dio a su gente cuando regresó derrotado… Un bonito discurso para intentar poner al pueblo en mi contra.

—Sólo dije que nuestra derrota había sido provocada por la falta de experiencia de soldados dentro del navío. El pánico reinó cuando sonaron los cuernos. Ningún marinero supo reaccionar, ninguno me

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obedeció… Todos se dejaron dominar por la histeria colectiva. Eso fue lo que nos precipitó al fracaso —respondió ya más calmado.

—Ya —se limitó a contestar sin creer sus palabras—. Es que no lo entiendo, capitán Merlo. Usted, un capitán joven de cuantos ¿Veinticinco años?

—Veintidós —rectificó. —Veintidós… cierto, ya no me acordaba… Y sin embargo con

esa mentalidad tan típica de los capitanes del pasado. ¿Acaso sus ojos no han visto demasiado horror que aún ansía la caza de las bestias por encima de todo?

—Es la misión de Batallón, eminencia. Todo el Batallón de defensa desea librar a Axelle de las bestias, es lo único que deseamos.

—Y la gloria y el esplendor —añadió Seleba con desdén, pero Merlo no añadió nada—. Supongo que eres consciente de que todo el pueblo de José me está exigiendo su puesto encima de la mesa.

—Me hago cargo —respondió poniéndose firme como preparándose para la sentencia.

—Y más de la mitad de los Hermanos considera su comportamiento como temerario e irresponsable… —Pero Merlo no contestó—. Suficiente como para apartarlo definitivamente de la orden.

—Destitúyame ya ¿O acaso siente algún tipo de placer en alargar este momento? —respondió malhumorado, pero Seleba le instó a guardara silencio.

—No haga gala de su temeridad… pues me parece demasiado arriesgado hacerlo en este momento —comentó Seleba.

—Arriesgado sería si aún tuviera alguna oportunidad de salvar mi puesto. Pero por su actitud, creo que todo ya está decidido.

—No pienso destituirle, capitán —le informó el Hermano Mayor—. Así que, haga el favor de comportase, pues aún sigue siendo capitán. No haga que me replantee la decisión —Merlo miró sorprendido a Seleba, tratando de disimular la sonrisa y a su vez intentado comprender dónde estaba la trampa—. Mañana partirá al puerto de Marina. Allí cogerá el barco que haya disponible, lo llenará de hombres… los que Usted considere cualificados, saldrá a navegar

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a proteger a los pescadores de la ciudad y esperemos que no falle de nuevo.

—¿A Marina? —preguntó aturdido. —Sí, capitán. A Marina… Y le recuerdo que la gente de allí no se

anda con chiquitas: un pueblo que ha sufrido mucho, casi sin recursos… casi salvajes. El último informe que he tenido en mis manos afirma que la mitad de la gente de allí muere por reyertas en lugar de por enfermedad… Pero supongo que entre tanto salvaje, seguro que encuentra soldados potencialmente robustos, fuertes y especializados en todo tipo de armas… La pregunta es si logrará disciplinarlos.

—¿Y sabe si Marina está al tanto de lo ocurrido? —preguntó con reservas.

—¿Cómo no estarlo? Una cosa así circula por todo Axelle en cuestión de horas. No creo que exista hombre en este mundo que no sepa lo que ha ocurrido en el puerto de José.

—¿Qué pasa Seleba? ¿Qué no tienes agallas para acabar conmigo y me mandas a Marina? —preguntó desafiante.

—No pongas a prueba mis agallas, Merlo… Si no aceptas esta nueva misión, siempre puedes renunciar…—le propuso con una leve sonrisa.

—Acepto, Hermano Mayor —informó con firmeza el capitán. —Me alegro… —respondió con una nueva sonrisa—. Pues ya

puedes retirarte… y te aconsejo que te lleves algún matón para que te proteja, pues tu entrada en Marina pasará a la historia.

Merlo apartó la mirada de Seleba, intentando ocultar el odio y el rencor que podía sentir hacia aquella déspota mandataria, pero no añadió nada más. Y dispuesto a cumplir su nueva misión y regresar a Elena triunfante, salió de las dependencias de Seleba, bajando las escaleras con un paso firme.

En cuanto Setasbian escuchó como se abría la puerta de la habitación del Hermano Mayor, se puso de pie y animó al hombre del mar hacer lo mismo para prepararse a entrar en la sala donde le estaban esperando. Anduvieron unos cuantos pasos y se pusieron al borde del primer escalón esperando a que el guardia les informase que podían subir. Pero Merlo bajada demasiado deprisa, enfurecido y

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lleno de rabia, con ganas de descargar tanta ira con lo primero con lo que se topase y sin darse cuenta, se chocó con Setasbian y el hombre del mar, dándoles un empujón que les tiró a los dos al suelo.

—Disculpadme —se excusó el capitán mientras les ofrecía su mano para reincorporase—. No os vi.

—Discúlpanos a nosotros. Deberíamos haber mantenido las distancias hasta que Usted bajase —contestó el enano.

—¿Están bien? —Sí, sí… Perfectos. El capitán les hizo un ademán y salió del templo. Cuando se alejó,

el hombre del mar le preguntó quien era aquel hombre y Setasbian, que conocía a todo el mundo aunque no los hubiera tratado en persona, le puso en antecedentes. Segundos después, el guardia que les había pedido que aguardasen en la planta baja, les volvió a llamar, pues ya había informado al Hermano Mayor de su presencia y ya podían subir. Pero antes, el enano se volvió a su acompañante para darle las últimas instrucciones antes de subir a ver al Hermano Mayor.

Tras esas breves indicaciones de lo que era prudente hacer y lo que no era conveniente, los dos se pusieron en marcha a subir la gran escalinata que les llevaba hasta la puerta, que seguía custodiada con firmeza por aquellos dos hombres. Uno de ellos les abrió dejando ver la enorme habitación y al fondo, Seleba, con su mirada de nuevo perdida a través del cristal del enorme ventanal.

El hombre seguía fascinado con aquellos lugares tan místicos y desconocidos para su entendimiento. Dentro de la sala el olor a incienso era más fuerte y los candelabros que había distribuidos por todo la habitación hacían que hubiera mucha más luz que en cualquier otra parte del templo. No pudo evitar mirar cada punto de la habitación sin poder pensar que estaba encerrado en algún tipo de cuento o historia del pasado. En el suelo había una gran alfombra roja con ese símbolo tan popular en negro. Esa «E» que en tantos sitios ya había visto, y sobre la ventana, una gran cortina, también roja pero transparente para que la luz del sol pudiera iluminar la sala. El resto de paredes estaban atestadas de mosaicos con representaciones de aquellas historias mitológicas que había visto en

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el templo de Borja. A un lado, había unos pequeños sofás con una mesa muy fina y delicada, pero allí no había nada más. El resto de la enorme sala estaba vacía, con tan sólo la alfombra.

Y después de analizar la sala, reparó en la mujer que miraba por la ventana. Parecía hermosa, pero su expresión no parecía indicar que fuera feliz, sino todo lo contrario.

—Hola, Setasbian. Que alegría ver una cara amiga —le dijo al tiempo que se daban sendos besos en la frente.

—Hola, Seleba. Te presento al… al hombre del mar —dijo con una sonrisa—. Amigo, ella es el Hermano Mayor.

—¿Ella? —preguntó sobresaltado—. Yo creía que se trataba de un…

—¿Hombre? —terminó ella por él—. No te preocupes. Son muchos los que piensan que sería mejor si así fuera… Cuando cogí el cargo, mis asesores pensaron en enseñar al mundo mi supuesta masculinidad por miedo al rechazo… menos mal que no hizo falta eso —comentó con una sonrisa mientras cogía la carta del Hermano de Borja que le extendía el enano—. ¿Qué es lo que os trae aquí? —preguntó al tiempo que leía la cabecera del documento.

Pero ellos no contestaron. Dejaron que Seleba siguiera leyendo la carta con atención y esperaron a que terminase. Ella parecía sorprenderse con cada línea que leía y de vez en cuando levantaba su mirada hacia aquel hombre del cual hablaba la carta. Una vez terminada de leer, la dobló cuidadosamente y volvió a meterla en el sobre en el cual el enano la había transportado.

—¿Un desmemoriado? —preguntó con sorpresa—. ¿Un desmemoriado que se está curando?

—Bueno mi señora, yo no soy ningún entendido en la materia, pero el Hermano de Borja así lo cree, aunque Feder, el sanador, piensa que se trata de algún otro mal que desconocemos —respondió el enano.

—¿El sanador de Borja no está de acuerdo con el Hermano? —preguntó sorprendida y él asintió. Mientras, el hombre no decía nada. Tan sólo observaba la escena como ya se estaba acostumbrando hacer siempre—. Pues a mí no me parece muy diferente a cualquier desmemoriado… Con expresión triste, ausente, sin hablar…

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—Discúlpeme si no hablo —le interrumpió el hombre—. Simplemente que esto me parece de locos— y Seleba sonrió.

—Sería fabuloso si se estuviera curando de la desmemoria… Sería el primer caso. Por lo que entiendo la urgencia del Hermano de Borja en traerlo.

—Y ¿Qué es lo que va hacer Hermano Mayor? —preguntó el enano.

—Pues… no lo sé. Si he de ser sincera, esto me ha pillado por sorpresa —respondió mientras se frotaba las manos sin apartar la mirada del hombre—. Es el primer caso que se nos presenta. No hay ningún antecedente al que poder remitirnos.

—Supongo que el Hermano de Borja confiaba que aquí, en Elena, habría alguien capaz de ayudarlo— comunicó Setasbian.

—Tienes toda la razón, mi querido amigo… Alguien debe ser capaz de ayudarlo. Aunque supongo que lo primero que tenemos que hacer es dictaminar que le sucede… —informó con firmeza—. Llamaremos a Leisa.

—¿A Leisa? —preguntó sorprendido el enano—. Pero ¿ella no es…?

—Sí —le interrumpió sin dejar que se explicase—. Pero aun así, Leisa es una experta en desmemoria. Ha estado mucho tiempo tratando estos enfermos y fue de las primeras en encontrar hierbas que retrasaban los efectos de la enfermedad… Leisa sabrá si nuestro compañero padece o no la enfermedad.

—Pero ¿Leisa no se marchó de Elena? —No, Setasbian. Las malas lenguas dicen que se fue, pero ella ha

permanecido en la ciudad en todo momento. Actualmente está en la planta de la desmemoria del centro de enfermedades de Elena, atendiendo a los pacientes que tenemos aquí —le informó Seleba—. Mañana haré llamar a Leisa, le informaré de este caso y… en fin, se lo encomendaré a ella. Estoy segura que no nos defraudará —sentenció.

—Y mientras ¿Dónde pasará la noche hoy? —preguntó el enano. —Por eso no te preocupes, Setasbian. Tú puedes volver a Borja si

lo deseas, que yo me haré cargo de él. Haré que habiliten una

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habitación dentro del albergue más cercano y ya mañana, en función de lo que diga Leisa, veremos como le acomodamos en Elena.

El enano asintió levemente mientras el Hermano Mayor seguía inspeccionado cada centímetro del hombre que, según la carta del Hermano de Borja, había sido capaz de adentrarse en los mares abiertos del este y regresar con vida.

Aquella minuciosa inspección con la mirada le estaba empezando a incomodar al hombre del mar, pero en fin, ¿Qué otra opción tenía? Y aunque aquel enano no es que hubiera sido especialmente amigable con él, no le apetecía que se fuera. Llevaba dos días en aquellas tierras, donde había conocido a ciertas personas para después ver como se marchaban dejándole con otra de nuevo desconocida. Y es que, aunque sólo se tratase de un día, al menos ese enano ya se había convertido en una cara conocida. Pero Setasbian no tuvo ningún problema en marcharse de la sala. Se despidió del Hermano Mayor con una reverencia y después se despidió de él con un extraño ademán que parecía denotar ternura. Después, cerró la puerta y dejó a solas a la hermosa mujer y a al hombre del mar, que no apartaba la mirada de esa extraña mandataria.

Pero no paso nada. Nada de lo que él pensaba que pasaría. Aquella mirada tenía más de sorpresa que cualquier deseo primario por parte de Seleba, y no tardó en hacer pasar a sus guardias para ordenarles que le guiaran hasta el albergue donde debía pasar la noche; un lugar oscuro, de poca higiene y un tanto pestilente.

IX El capitán Merlo salió casi despavorido del templo en una única

dirección: La taberna. Había sido tan humillante, se sentía tan abochornado que parecía que la única solución a sus problemas la podría encontrar en el fondo de una botella de ron añejo. Su ira aumentaba con sus prestos pasos y sus ansias por romper a puñetazos contra cualquier cosa parecían que se iban a apoderar de él en cualquier instante. ¿Qué se había creído esa zorra? pensaba sin mirar a su alrededor. El Hermano Mayor le había ordenado marchar a Marina, cuidad de bárbaros, con el convencimiento que sus

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habitantes podrían quebrar la moral del capitán. Pero Merlo no se iba a dejar achantar, ni por el Hermano Mayor ni mucho menos por una panda de cafres como los que se encontraría en Marina. Sin embargo, a pesar de intentar mantener la compostura con una extraordinaria entereza y sus ganas de triunfar por encima de la soberbia de Seleba, Merlo no podía evitar sentirse decepcionado. Decepcionado consigo mismo por haber fallado, por haber decepcionado a los demás y porque una vez más sus bestias habían escapado.

Detrás de él, su amigo, el capitán Fastian, trataba de alcanzarle cerrándole el paso para poder preguntar que había sucedido. Había estado mucho rato esperándole fuera del templo y por sus alrededores había escuchado los comentarios de diversos personajes de Elena que comentaban sus deseos de castigar al capitán por su osadía. Y era evidente que habría castigo, incluso Fastian sabía que su amigo se jugaba el puesto en aquella sala, y por eso no podía marcharse sin saber en qué había quedado todo.

Merlo parecía ignorar la llamada de Fastian, que intentaba hacerse paso entre la gente sin empujarlos, mientras a él le traía sin cuidado si molestaba a alguien al tropezar. Tan sólo quería llegar a la taberna y gritar solicitando un poco de alcohol, y si no se lo daban, reventaría a alguien en cuatro cachos.

—¡Merlo! —gritaba Fastian—. ¡Merlo, espera! Hasta que finalmente escuchó los gritos de su amigo y aun así,

prefirió obviar su llamada, caminando con la misma rapidez hasta que divisó la taberna a unos pocos pasos. Fastian no cesó en su intento de detener a su amigo y al final logró alcanzarle momentos antes de entrar por la puerta de la taberna.

—¡Merlo!, ¿Es que no me oyes? —le preguntó cerrándole el paso.

—¡Hola Fastian! No te había oído ¿Quieres una copa? —le preguntó sin esperar respuesta. Simplemente le agarró del brazo y le instó a entrar dentro de la taberna—. Pues claro que quieres una copa. Yo también necesito una.

La taberna estaba llena a esa hora de la noche, donde hombres y mujeres tomaban con alegría las bebidas típicas de Elena, riendo y bailando con las alegres y tradicionales danzas de Axelle. Era una

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taberna muy grande, más grande que la del pueblo de José, y su estética estaba mucho más cuidada. Al fin y al cabo, aquella taberna era la taberna de la capital y no una de tres al cuarto donde los pescadores tomaban una última copa antes de salir a la mar.

Llena de lámparas de aceite, no había rincón de la sala donde no hubiera luz, y su grandísima barra hacía que todos los clientes tuvieran un hueco donde apoyar sus bebidas. El centro estaba habilitado para aquellos que se atrevían a bailar y al fondo, subidos en una tarima de madera oscura, había cinco músicos con violines, flautas, arpas y un rabel interpretando una alegre y animada canción.

El capitán y su amigo se dirigieron inmediatamente a la barra, esquivando a los bailarines que se topaban en su camino y muchos de ellos se detuvieron al verlos, reconociendo a Merlo y recordando que él había sido el responsable de la tragedia vivida en José. Aun así, la gente de Elena no se caracterizaba por buscar peleas y ninguno dijo nada al capitán, aunque él mismo descubriera en varias ocasiones las miradas de reproche de los allí presentes.

—¡Camarero! —gritó Merlo—. ¡Un ron por este lado de la barra! —Después se volvió hacia su amigo y le preguntó si quería algo, pero Fastian respondió con un ademán negativo—. ¡Camarero, que sean dos! —aun así pidió.

—¿Qué es lo que ha ocurrido con el Hermano Mayor? —le preguntó Fastian cuando Merlo volvió a reparar en su presencia—. No te quedes callado, llevo esperando un buen rato a que salieras para saber que demonios ha sucedido ahí dentro... La gente está comentando que te van ha expulsar del batallón.

—No amigo, nada de expulsiones. Ni me echan, ni me degradan... nada —le informó.

—¿El Hermano Mayor ha entendido vuestros argumentos? —Bueno... Esa zorra no entiende nada que no esté en su palacio

—respondió. —Merlo, habla más bajo, y más si piensas insultar al Hermano

Mayor. No quiero enzarzarme en una pelea con toda la taberna por tus comentarios.

—Es una zorra, que quieres que le haga —comentó ya más bajo mientras agarraba el ron que le daba el camarero y le daba un gran

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trago—. Que soy un irresponsable me ha dicho, que mis ansias por derrotar a las bestias me han cegado y ha provocado esta tragedia... y no sé que más chorradas me ha dicho. Seguramente está enganchada a esa mierda de hierbas que se fuma y no se da cuenta que sin gente cualificada, ni el mejor capitán con el mejor navío podría cumplir la misión más simple.

—Ya lo sé, Merlo —respondió Fastian—. Pero que más te ha dicho ¿En qué ha quedado todo?

—Me ha dicho que busque un navío, elija una tripulación y custodie los mares —informó.

—¿Así de fácil? —Así de fácil... Lo único que debo hacerlo en el puerto de

Marina. —¿El puerto de Marina? —preguntó sobresaltado. —Si, con tripulación de Marina ¿Qué te parece? He pasado de

tener granjeros a tener matones— bromeó volviendo a su copa de ron.

—Merlo, hazme caso y no vayas a Marina... Es un suicidio. —Seguramente. Por eso me manda allí, para que sean los nativos

de Marina los que me den fin ya que ella no se atreve hacerlo —contestó malhumorado—. La muy zorra.

—Merlo, dimite... Acéptalo. Es el fin dentro del Batallón de Defensa, pero no tiene por qué ser el fin de tu vida. No creo que exista persona en todo el puerto de Marina que desconozca lo ocurrido en José, e inmediatamente cuando te vean poner un pie allí... Será un linchamiento público —sentenció.

—Lo sé, Fastian, y eso es lo que quiere Seleba, así que, no pienso estropearle sus planes... más que nada porque lo que espera ella es que dimita. ¡Pues tendrá mi cabeza en bandeja de plata si lo desea, pero no mi dimisión!

—Merlo, no creo que sea el momento de ponerse orgulloso, de encabezar una guerrilla contra Seleba. Lo vuestro acabó hace mucho tiempo.

—Claro que acabó y por eso quiere que dimita. Como no renuncié a mi puesto cuando ella ascendió a Hermano Mayor, como no quise quedarme muerto de risa como un puto títere al cual pudiera

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manejar a su antojo entre los pasillos de palacio... ¡Por eso ahora quiere vengarse! Y si su venganza está en provocar mi dimisión para salvar mi vida... lo lleva bien claro. Porque no lo hice para estar con ella y no lo pienso hacer ahora, aunque lo tenga que saldar al precio que tanto desea.

—Pero Merlo, ¿No te das cuenta que si tú no hubieras tenido una relación con el Hermano Mayor de Axelle, ahora te estarían destituyendo o relegado dentro de la orden? Sólo quiere mandarte allí como capitán para poner a prueba tus ansias por serlo. Como ella no pudo evitarlo, quiere ver si con la amenaza de muerte lo dejas.

—Pues por eso mismo no lo dejo Fastian... Yo la quise, pero no podía aceptar el modo de vida que ella quería imponerme. Y aún hoy intenta imponérmelo, poniéndome entre la espada y la pared... Pues elijo la espada —respondió con firmeza—. ¡Camarero, otro ron!

—Bébete el mío. Yo no lo quiero —le ofreció su amigo con desdén.

Mientras, las personas allí presentes bailaban efusivamente zarandeando sus ropas y alzando sus bebidas al son de la música, ajenos a las preocupaciones de los dos capitanes, pues mañana Fastían volvería a José y Merlo debía dirigirse a Marina, donde el futuro más incierto se cernía sobre él.

X Nuevamente el sol parecía brillar demasiado en aquella mañana

inundada con un olor muy fuerte a césped recién cortado. Las flores lucían hermosos colores y el viento amainaba las ramas de los robles con cierta elegancia. Y sin embargo, a pesar de todo, la tristeza asomaba por los ojos de la gente allí congregada.

Caminaban despacio entre todas aquellas tumbas que lucían grandes crucifijos, adornadas con frondosas coronas y con placas de plata con los epitafios de los allí yacidos. En cabeza de aquel grupo de personas había un cura, seguido de cuatro hombres que cargaban en sus hombros el ataúd de la amable anciana. Y tras ellos, estaba él, casi sin expresión en el rostro, pálido, sin gesticular palabra. Al final, su madre había fallecido, como auguraron los médicos.

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Habían sido unos meses horribles. Con visitas diarias al hospital, noches durmiendo en una silla viendo como la luz de su madre se apagaba lentamente y el único diagnóstico que lograba arrancar de los médicos era que ya estaba muy mayor.

Así la dejaron morir. Una muerte lenta, aunque al menos no fuera especialmente dolorosa. Los últimos días, su madre ya no sentía ni padecía. No se acordaba dónde estaba, ni quien era su hijo... ni siquiera quien era ella misma. Hasta la novia de aquel hombre llegó a decir que lo mejor que podría pasarle era morirse. Ya había vivido su vida, como si aquello fuera excusa suficiente para respaldar la dejadez de los médicos. Y es que él, jamás podría perdonar lo que habían hecho con su madre.

Pero ya poco importaba. Ahora lo único que podía hacer era dar sepultura al cuerpo sin vida de la anciana, tal y como ella hubiera deseado. Y aunque él no creyera en ese Dios cristiano, sabía que ese era el deseo de su madre y que lo único que podía confiar era en que, si realmente existía, la recibiría en su seno.

A su lado estaba su novia, aquella mujer de larga melena rubia que hoy la tenía recogida en una discreta coleta. Vestía con colores apagados y dejaba que unas enormes gafas de sol impidieran que la gente viera sus ojos enrojecidos de los últimos días. Le agarraba por el brazo, apoyándole en este momento, pero en su interior, era otra cosa lo que le preocupaba.

Habían estado muy mal tiempo atrás y ya había decidido dejarlo cuando, de pronto, la madre de él enfermó. Aquello hizo que no pudiera hacerlo ¿Cómo iba a abandonarlo ahora que estaba tan frágil? No, sus principios le impedían hacerlo. Y por eso continuó con él durante los meses siguientes. Meses en los que vio un cambio en su actitud, provocado por la enfermedad de su madre, por el miedo a quedarse solo, y sin embargo aquel cambio, por mucho que desease que fuera para siempre, desaparecería con el tiempo según cicatrizase la herida que ahora tenía abierta. Y entonces, todo volvería a lo de siempre. A esa actitud de desvivirse por el trabajo donde al final no quedaba nada para ella. Por eso había decidido dejarlo y sabía que, con la muerte de la anciana, pronto volvería aquella circunstancia.

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Sin embargo, aquella mañana eso no importaba y aún le quedaba una última esperanza para salvar una relación de más de cinco años.

Tras ellos dos se encontraba el resto de personas, que de algún modo u otro conocían a la madre de aquel muchacho. Familiares, vecinos, amigos... Todos se habían reunido en la soleada mañana para darle el último adiós a la mujer que yacía en la tumba. Se detuvieron llegados al lugar donde la enterrarían y los cuatro hombres depositaron el féretro en el suelo mientras el resto de personas los rodeaban haciendo un círculo. Entonces, el cura tomó la palabra.

—En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo... —y todo el mundo empezó a santiguarse.

Se había iniciado el antiguo rito cristiano, donde el cura otorgaba el descanso eterno al tiempo que todos los allí presentes se despedían por última vez de la anciana. Un rito corto, pero lleno de buenas palabras y deseos para el descanso eterno de su alma, pero su hijo no escuchaba las humildes palabras que intentaban reconfortar a los seres queridos de la difunta. Ni siquiera se podría decir que estuviera pensando en algo. Simplemente, estaba ahí, oyendo las oraciones del cura pero sin prestarle atención.

Finalizada la función del religioso, los hombres metieron la tumba en el hueco donde permanecería durante al menos los próximos diez años y la gente empezó a darse media vuelta para salir del cementerio. Algunos se acercaban a él y le cogían el hombro con suavidad para darle el pésame. Él sólo asentía como gesto de gratitud por haber venido, por preocuparse en cierto modo en como estaba, pero no le apetecía hablar. Era su novia quien les daba las gracias estrechándoles la mano con suavidad.

Y cuando al fin el bullicio de personas desapareció, él se echó a llorar.

Era curioso, su novia le había visto llorar en contadas ocasiones y siempre que lo veía, era como si un nudo en la garganta se apoderase de ella. Siempre tan fuerte y tan seguro de sí mismo. Parecía que nadie podría abatirle y aquello le daba una sensación de seguridad, de esa tranquilidad que tanto podía anhelar. Pero cuando él se derrumbaba... No, era como si ahora dependiese de ella y aquella

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mujer no sabía como ayudarle. Era como si los dos cayeran a un mismo agujero y ahora él no podía hacer nada por ayudarla.

Tomó aire y le abrazó al tiempo que le susurraba cosas para tranquilizarle. Y esta vez él si escuchó, recobrando la compostura al tiempo que se secaba las lágrimas con la manga del traje.

—Será mejor que cojamos un taxi y volvamos a casa para descansar —informó ella mientras salían del cementerio.

Afuera, un sinfín de coches circulaba por la calle, deteniéndose en el semáforo de un cruce que se hacía interminable provocando una larga fila de autos. Pero por suerte, no tuvieron que esperar mucho para encontrar un taxi. Ella levantó la mano y el coche se detuvo en la puerta del cementerio para que se subieran, y una vez dentro, ella le indicó la dirección al conductor y se fueron de allí.

—¿Cómo te encuentras? En el funeral parecías bastante ausente —dijo ella.

—Bien... estoy... bien —respondió. —Ha sido bastante emotivo... Ha venido mucha gente. —Sí... Pero ¿Dónde estaba esa gente cuando mi madre se moría

en el hospital? Van a verla enterrar pero no se preocuparon de visitarla cuando aún vivía —comentó enfurecido pero manteniendo la calma.

—Eso es cierto... Pero tampoco pienses eso. Piensa que tu madre ya ha encontrado el descanso que tanto necesitaba.

—Ya lo sé... —respondió abatido—. Oye Lucia... Gracias por todo. De verdad, has sido muy importante para mí estos días.

—Soy tu novia ¿No?.. Pues para eso estamos —respondió con una amable sonrisa mientras le tomaba la mano.

Entonces, todo se volvió negro y confuso. El hombre del mar se despertó en un extraño lugar. Pero no... no era extraño. Era aquella habitación del albergue de la ciudad donde el estrambótico enano le había llevado. Y aunque pensase que aquella habitación no era más que un sueño, el sueño había sido aquel funeral.

Se levantó de la cama y se dirigió hacia la ventana para ver la inmensa oscuridad de las calles de Elena, donde a esas horas ya no había nadie alumbrando la ciudad, tan sólo la inmensa luna y el cielo

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estrellado. Y tras inspeccionar las calles desde la ventana, regresó a la cama donde se sentó a reflexionar sobre aquello que había soñado.

Pero no era un simple sueño. Le había traído recuerdos que hasta entonces no había lograr recordar. Ahora, sabía que su madre había fallecido, aunque no recordase cuando, y lo que era más importante, había recordado un nombre.

—Lucia... —dijo en alto, confiando que al oírlo, alguna serie de recuerdos le invadieran. Pero no. Simplemente, la imagen de esa mujer de larga melena rubia se apareció en su mente. Y tan pronto como apareció, desvaneció.

XI

Horas después, cuando al fin logró dormirse, una brisa con cierto

olor primaveral empezó a refrescarle la cara. Se había dejado la ventana abierta, y un ligero viento se había levantado en la ciudad con la primera hora de la mañana. La luz del sol entraba a espuertas por la habitación y el hombre del mar, de un modo inconsciente, se había llevado las ásperas sábanas hasta la cabeza para evitar que tanta luz terminase despertándole.

Sin embargo, en lo que no había reparado era que en el otro lado de la habitación, una mujer de no más de treinta años permanecía sentada en un taburete, observándole atentamente con cierta expresión divertida.

Se retiró un poco la sábana, miró a la ventana y volvió a taparse entero, frunciendo con fuerza los ojos. Pero entonces... «Un momento» —pensó— «¿Quién hay en la habitación?» y abrió los ojos con desconfianza, pero sin dejar que la sábana le descubriera. Y efectivamente, con él había una mujer de media melena morena, nariz respingona y con unos labios muy sensuales.

—Buenos días —saludó la mujer en un tono muy dulce—. No finja que está durmiendo. Sé que ya se ha despertado —Entonces él apartó la sábana de su cabeza y la miró estupefacto.

—¿Se puede saber qué hace en mi habitación? —preguntó mirando hacia la puerta que estaba abierta de par en par.

—Esperando a que se despierte —contestó con total normalidad.

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—¿Y no podía esperar fuera? Estoy durmiendo. —¿Y qué más le da que espere fuera que dentro? —preguntó

extrañada. —¿Cómo que qué más da? Pues no me da igual. No la conozco

de nada —contestó él. —Ah, disculpa. Debería haberme presentado. Soy Leisa. Seleba

me ha dicho que debo ayudarle y a eso he venido. —¡Y a mí que más me da quién es usted! ¡Cómo si eres el

presidente! —¿El qué? —El... presidente —repitió extrañado. —¿Qué es presidente? —preguntó sorprendida. Aquel tipo era

muy raro. —Pues es... —Intento hacer un poco de memoria—. Nada...

olvídalo —respondió sin saber qué decir—. ¿Le importaría salir? Me gustaría seguir durmiendo.

—Lo siento, pero me temo que ya basta de dormir por hoy. Tenemos cosas que hacer y no quiero que se nos eche el tiempo encima. Así que, salga de la cama y baje abajo que están preparando los desayunos.

—No quiero desayunar. Quiero dormir —dijo con severidad. —Venga, no se haga el perezoso. Que la pereza es una enemiga

de Épsilon— contestó mientras se levantaba, se acercaba a la cama y empezaba a retirarle las sábanas.

—¡Pero, qué hace! —rumió— ¿No ve que estoy desnudo? —¿Y? —¿Cómo que «Y»? Qué no quiero que me vea desnudo. —¿Qué pasa porque le vea desnudo? Épsilon no hace diferencia

entre sus hijos —respondió intentando nuevamente retirarle las sábanas.

—Y ¿A mí que coño me importa lo que diga no sé quién? ¡Largo! —gritó recuperando las sábanas. Ella se quedó sorprendida, con su media melena rozándole las mejillas con suavidad y sus ojos almendrados abiertos mirándole de par en par. Y aunque insistió un poco más, aquel hombre parecía tener muy mal humor y prefirió no provocarle. Soltó las sábanas y se alejó de la habitación con cautela.

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—Como quiera... Pero vaya levantándose y vistiéndose, o volveré de nuevo y esta vez no me iré sin usted... aunque sea desnudo.

—¡Cierre la puerta! —Y Leisa dio un fuerte portazo mientras permanecía en el pasillo.

No entendía nada. ¿Es que acaso aquella gente no respetaba la intimidad?

Se levantó de la cama convencido que la mujer regresaría si tardaba demasiado. No es que le hiciera especial ilusión tener que irse con ella, pero parecía que esa era la única opción por el momento, por lo menos hasta que lograse recordar más cosas. Se miró de arriba abajo, sintiendo que necesitaba una ducha, y después reparó en sus ropas: en ese vaquero rasgado y en esa camisa morada. También necesitaban un lavado, pero era lo único que tenía. Pero si de algo necesitaba despojarse inmediatamente era de sus calzoncillos. Se los quitó y miró en el único cajón de la habitación, confiando que hubiera alguno limpio. Pero no estaba de suerte.

Cogió la sábana, la quitó de la cama y se la enrolló por todo el cuerpo, y envuelto en ella, se acercó a la puerta dando por sentado que allí estaría la mujer que le había despertado.

—¿Aún no se ha vestido? —le preguntó cuando le vio envuelto en la sábana.

—Necesitaría lavarme... ¿Dónde podría hacerlo? —Las duchas sólo abren a partir de la caída del sol. —¿Es que no hay una ducha en todo el albergue? —preguntó

extrañado. —Pero ¿Usted dónde se piensa que está? ¿En el palacio? —

preguntó casi a carcajadas—. Aquí no hay duchas... Las duchas están dos calles más abajo, y como bien le he dicho, ahora están cerradas. Deberá esperar hasta el final del día para ducharse... Así que, vístase y ya luego le llevo allí, que si que es cierto que una duchita no le vendría mal.

—¡Madre mía! —exclamó—. Y ¿Ropa interior? De eso si tendréis.

—Perdón ¿El qué? —Ropa interior —repitió, pero Leisa parecía no enten-derle—.

Tapa rabos.

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—¡Ah, cayuqueros! —respondió—. Supongo que sí. Veré lo que puedo hacer. Espéreme dentro.

Leisa se marchó por el pasillo hacia la planta baja en busca de aquello que había llamado «cayuqueros», lo que él pensó que serían calzoncillos. Cerró la puerta y se dirigió hacia la ventana retirándose la sábana del torso, pues hacía bastante calor dentro de la habitación. Y mirando a través del cristal, volvió a pensar en que tipo de mundo se encontraba. Que clase de lugar era ese donde no había duchas y las que había eran públicas, que clase de sitio llamaba cayuqueros a los calzoncillos y donde la gente no presentaba cualquier tipo de pudor por entrar en las habitaciones ajenas. Entonces recordó su sueño, los coches corriendo por las calles, el semáforo cambiando de color, el taxi en el que se subieron, el cementerio repleto de cruces católicas, el hospital donde había pasado tantas noches, la habitación 412 donde permaneció hospitalizada su madre y… Lucía.

—Lucía —volvió a pronunciar en alto confiando en que su voz evocara la imagen de aquella mujer. Pero no recordó nada, pues la puerta volvió abrirse de golpe sobresaltándole.

—Aquí tienes, cayuqueros —dijo Leisa mientras le tiraba los calzoncillos a la cama.

—¿Es que no te han enseñado a llamar a la puerta antes de entrar? —preguntó un tanto irritado.

—Usted disculpe —contestó ella casi con burla—. Vístase y vamos a desayunar, que el hambre me está apretando y como tardemos mucho no habrá nada para nosotros.

—Pues márchese usted sola que yo no quiero ir a ningún lado. —Eso es lo que te gustaría, que me fuera para seguir durmiendo

—contestó con una media sonrisa—. Anda, no tarde. Leisa cerró nuevamente la puerta dejándole solo y él miró a su

alrededor, como si desconfiase de que no volviera a entrar. Luego se acercó a la cama y tomó entre sus manos los calzoncillos que le había traído, los miró y se los puso. Después se puso sus pantalones y su camisa y salió al pasillo donde ella le esperaba.

Los dos marcharon hacia la planta baja y entraron en una sala muy grande llena de gente que desayunaban apretándose cuanto podían a las mesas. Casi todo eran infusiones de las distintas hierbas

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típicas en aquellas tierras y también había algunas bandejas con ya muy pocos bollos hechos en ese mismo día.

Leisa tomó un plato y cogió un surtido de bollería untada en algo parecido a la miel. Después cogió dos vasos con agua caliente y las respectivas hierbas.

—No me apasionan las infusiones —comentó él. —¿Pues qué quieres entonces? —preguntó ella sin importancia. —¿Leche podría ser? —¿Leche? Eso es para los recién nacidos... ¿O es que quieres que

me saque aquí la teta y probemos suerte? —preguntó a carcajadas. —¿Leche de vaca tal vez? —Tú estás mal... ¡Cómo vas a beberte la leche de una vaca! Eso

es para los terneros... Anda, tómate la infusión que no te vendrá mal —propuso Leisa tratando de contener las risas ante la perplejidad de su acompañante.

Durante el desayuno, ninguno de los dos habló. Tan sólo comieron esos bollos, que no estaban malos de sabor, y se bebieron la infusión de hierbas. Después, Leisa recogió los utensilios que habían utilizado y le invitó a acompañarle fuera, a las calles de la ciudad, donde Elena volvía a resurgir en una multitud de ruidos, voces, asnos caminando y hasta algún músico amenizando la jornada. Él le preguntó a dónde le llevaba y ella, en una pequeña sonrisa, le dijo que quería buscar la tranquilidad de los jardines de la ciudad, dónde podrían sentarse a hablar, a relajarse respirando el aire limpio y desconectar de los problemas o incertidumbres que pudieran acosarlo.

Anduvieron por las calles un largo rato, hasta que al fin llegaron a un enorme portón que daba acceso a un recinto protegido por esos guardias de extraño uniforme. La entrada tenía tres puertas y por encima de la central había una inscripción con extraña caligrafía. Ella no se detuvo, y mediante un leve ademán con la cabeza saludó a los guardias que se apostaban en la entrada. Entró en el recinto y tras ella, entró él con ciertas reservas, como si tuviera miedo de que los guardias le dieran un alto en el camino. Pero pudo pasar sin problemas.

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Tras el portón, un inmenso jardín de miles de árboles y flores de toda clase se apareció enfrente de él, con un colorido impresionante y con una mezcla de aromas que se diferenciaba a cualquier parte de la ciudad, por donde Leisa caminó a paso lento sin decir nada, mientras él trataba de andar a su altura, esperando a que dijera algo. Pero parecía que la mujer, que tan habladora había parecido al principio, ya no tenía nada que contar.

Pero lo que Leisa pretendía era que aquella mezcla de aromas y colores, aquel extraordinario lugar tan lleno de belleza, invitase a su paciente a desconectar de todo, que se relajase, pues pronto debería empezar con la terapia.

Llegaron a una enorme fuente donde un chorro de agua cristalina salía a propulsión desde una estatua de un niño que parecía de cristal y alrededor de ella había varios bancos, y tras ellos, un entramado de flores rojas y blancas. El sol brillaba alto y el sonido de algunos animales hacía que aquel lugar pareciera algo semejante al cielo.

—Siéntate —le invitó Leisa—. ¿Te apetece hablar? —¿Hablar? ¿De qué? —preguntó desconcertado—. ¿No ibas a

ayudarme? —Claro... por eso te pregunto si quieres hablar... De lo que te

apetezca. No quiero que pienses que esto es una especie de juicio. —Pero ¿Cómo piensa ayudarme? —De momento, hablando —respondió con firmeza—. Y después

ya veremos. —¿Y creé que hablando conmigo va a resolver algo?— preguntó

malhumorado. —En primer lugar, su humor... Entiendo que esté enfadado.

Según tengo entendido, no recuerda nada. —Es ahora cuando me dice que estoy desmemoriado ¿Verdad? —¿Acaso creé que lo está? —preguntó con cautela. —Sinceramente... No. No creo que esté... ¡Desmemoriado, o

como quiera decirse! —Vale —contestó con una sonrisa—. Pues, partamos de esa

conclusión. Usted no está desmemoriado... Ahora ¿Por qué no se relaja? Mire a la fuente o al cielo, respire los aromas del jardín e intente tranquilizarse... Lo primero de todo, aunque le parezca

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mentira, es olvidarse de todo. Olvidarse de que estamos enfadados, de que estamos confundidos... ahora no importa nada. No hay prisa, no nos va a pasar nada y por eso vamos a relajarnos —le dijo muy despacio y en un tono muy suave—. Yo estoy aquí para ayudarle.

Él se volvió hacia ella y miró su expresión dulce que invitaba a apaciguarse. Entonces comprendió lo que intentaba decirle. Entendía su enfado, que estuviera irascible, hasta que no quisiera saber nada de nadie; tan sólo dormir confiando que todo se resolviera solo. Pero así no lograría nada... Debía tranquilizarse e intentar recordar.

—Hace un día espléndido ¿No cree? —le preguntó Leisa—. A mí me gusta mucho este lugar... con esa mezcla de olores, la luz entrando por las hojas de los árboles e iluminando la fuente y el agua brotando con fuerza...

—Es un lugar hermoso —respondió—. ¿Quién es el niño de la estatua?

—Es Cuspier, el primer niño de Axelle... Se dice que fue el único que logró entablar conversación con la dama Chrystelle y fue gracias a él como Épsilon llegó a nosotros... Cuspier pudo absorber de Chrystelle toda la historia legendaria y la trasmitió al resto de los niños perdidos, los únicos hijos de los dioses buenos que se salvaron de las bestias.

—Entiendo... Es como vuestro líder espiritual... ¿No? —Y ella arrancó en otra de sus peculiares carcajadas.

—Bueno, podemos decir que sí —respondió con una nueva sonrisa—. Es curioso.

—¿El qué? —Hablando de Cuspier, aquí, sentados enfrente de su estatua, me

acabo de dar cuenta de una cosa... —Pero él no la entendía—. Cuspier fue el primer niño que pisó Axelle. Apareció en las playas Este junto con sus cien hermanos... Después de ellos, nadie más ha aparecido en esos lugares... A excepción de ti...

—¿Seré un elegido tocado por la divinidad? —bromeó con una sonrisa.

—Mira, un chiste... Eso está bien —Y los dos riendo levemente. Continuaron allí sentados hablando de cosas triviales y sin

importancia. Nada que pudiera comprometer a ninguno a tomar

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conclusiones precipitadas por aquello por lo que estaba viviendo el hombre que se había aparecido una buena mañana en las playas Este de la región de Alabastra. Tan sólo hablaron de los colores allí presentes, de los olores que emanaban de las flores, del ruido del agua deslizándose por aquella estatua de ese tal Cuspier... en fin, hablaron de todo y nada al mismo tiempo.

Aun así, eso ya era todo un paso, o eso debió pensar Leisa. La irascibilidad que su paciente tenía ya se había ido, y ahora, aquel extraño y perdido hombre, tenía una imagen de alguien más amable o divertido. Incluso él notó ese cambio. Estaba en un lugar desconocido, con una mujer extraña, sin recordar gran cosa, pero poco le importaba. Estaba ahí y el hecho de estar más o menos enfadado no iba a lograr nada.

—Bueno ¿Me puedes decir si recuerdas algo? —le preguntó Leisa cuando la conversación sobre nada en particular no derivó en nada más.

Y él si recordaba cosas. Recordaba sus sueños. Aquellos tres sueños en el cual una bestia le atacaba sobre su sumergida casa en el océano. Recordaba a su madre, los últimos días de su madre en la habitación 412, y a Lucia, la mujer que le había acompañado durante la enfermedad de la anciana hasta el fin. Pero ¿Cómo podía decirle lo que recordaba? Cuando le dibujó al enano aquel artefacto que recordaba de sus sueños, con el que se movían en el lugar de donde él venía, Setasbian no hizo otra cosa que reír y tomarle por loco. ¿Cómo podría decírselo a esa mujer? La habían llamado para que le ayudase, para que juzgase que enfermedad padecía que le impedía recordar. Confesar sus recuerdos podría traerle problemas...

—No recuerdo gran cosa... Sólo a mi madre. Mi madre enferma en sus últimos días de vida —respondió con cautela.

—¿Tu madre falleció? —preguntó Leisa con suavidad. —Sí... creo que sí. —Y ¿De qué murió? —No lo recuerdo bien... sólo recuerdo que ya se había olvidado

de muchas cosas. Se había olvidado hasta de quién era yo... Creía que su vida era otra y que ella era otra mujer. Una mujer legendaria con muchos hijos... pero ella, aunque fue muy buena, fue una mujer

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humilde que tuvo un sólo hijo, al cual tuvo que cuidar sola, porque mi padre... murió antes de que yo naciera.

—Mira, hemos recordado otra cosa —observó ella— ¿Recuerdas el nombre de tu madre?

—No... De momento —puntualizó con una media sonrisa. —Bueno... no te preocupes. Lo bueno es que poco a poco vayas

recordando. Seleba me ha dicho que te encontraron en las playas del este y que era probable que hubieras sufrido el ataque de una bestia.

—Recuerdo una bestia... Una inmensa bestia de cuello largo y ojos rojos. Pero sólo la recuerdo de uno de mis sueños.

—Eso es fabuloso. El hecho de que tus sueños, en este estado en el cual no recuerdas nada, te hayan traído a la memoria tales imágenes, puede ser debido a que realmente hayas visto una bestia. Y ella podría ser la causante de tu mal.

—¿Y cómo diferenciar lo que es real de lo que no dentro de mis sueños? —preguntó desconcertado.

—La línea es muy delgada... Es posible que mezcles ficción con realidad. Y ahí está mi trabajo, en hacerte separar una cosa de la otra... hasta que logremos la verdad... Por cierto, aún no te lo he preguntado, pero debo hacerlo asumiendo que es posible que no sepas contestarme.

—¿El qué? —¿Recuerdas tu nombre? No puedo estar llamándote todo el

tiempo «Hombre del mar» —dijo Leisa con otra amplia sonrisa. —Supongo que no... Aún no logro recordar cómo me llamo. Pero

si he recordado el nombre de una mujer que se aparece en mis sueños: Lucia.

—¿Quién es esa tal Lucía? —Diría que es mi... novia. —¿Novia? ¿Ya volvemos a hablar raro? —preguntó entre risas,

pero él no la entendía —¿Qué es novia? —Mi pareja —sentenció. —¿Tu mujer? —preguntó con una sonrisa picaresca y él asintió—

. Pero no recuerdas tu nombre. —Aún no.

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—Bien... Pues yo me niego a llamarte «eh, tú» o chistarte como a un perro, y lo del hombre del mar me parece un tanto descabellado, así que... ¿Por qué no te ponemos un nombre hasta que recuerdes el tuyo?

—Me parece bien... También yo estoy un poco harto de que la gente no sepa cómo dirigirse a mí —respondió él.

—¿Qué te parece Toy? —propuso Leisa. —¿Toy? Eso es un nombre de perro. —¿Qué va a ser un nombre de perro? ¡Mi hermano se llamaba

Toy! —Pues yo me niego a que me llamen «Toy» —le interrumpió. —¿Flibi? —Y él negó—. ¿Draco? —Y volvió a negar— ¿Tibi?

—Y negó por tercera vez—. ¡Pues como te llamo! ¿Adan? —¿Adan o Adán? —¡Adan! ¿Cómo va a ser Adán? —Yo que sé... como el del jardín del edén. —¿Qué jardín del edén? Ya vuelves a hablar raro —puntualizó

ella riendo nuevamente—. Te llamaré Adan. —Vale... Pues llámame Adan —desistió él... al fin y al cabo, tan

sólo era un nombre provisional... —Pues bien... Entonces, Adan... Mucho gusto —dijo ella como si

se acabasen de conocer. No sabía muy bien por qué, pero tras esa breve conversación,

Adan empezó a sentirse muy cómodo con la compañía de Leisa. Pasaron el resto del día juntos, sin despegarse ni un segundo. Ella era muy gentil y atenta con él y le fue enseñando el pueblo, las costumbres y las tradiciones de aquella gente sin juzgar en ningún momento todas las dudas que pudiera tener. No era como el enano, que se reía ante su torpeza por no recordar nada, ni tampoco era como aquel niño pecoso que le trató con esa indiferencia. Tampoco era como Amana, que le miraba como un pobre enfermo desvalido, ni tampoco como el sanador o el Hermano de Borja. Leisa parecía ser la primera persona que le trataba tal cual era, sin juzgarle ni compadecerse. Y eso le inspiraba confianza.

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XII El bosque era más oscuro, el verde no brillaba tanto, estaba como

más apagado. Los pájaros sentían pereza al cantar y aunque el sol brillaba con fuerza, allí, sobre ese rocoso y accidentado camino, parecía hervir de furia. Todo aquello indicaba que Merlo ya estaba llegando a Marina, el puerto de los bárbaros de Axelle.

Marina era una ciudad con historia. De las más antiguas de todo Axelle. Su posición, al noreste del feudo, había sido la causante de la mayor parte de las desgracias. Situada a mar abierto y antiguo centro neurálgico del batallón de Defensa, había sido testigo de las miles de contiendas entre las bestias y los antiguos capitanes del pasado y aun así, a pesar de ser escenario de gloria, también había sido escenario del terror y la enfermedad. Jamás se logró que prosperasen. Los continuos ataques hacían imposible su reconstrucción y durante mucho tiempo estuvieron en una restauración constante. En el pasado, todo se centraba en Marina. El Batallón de Defensa, la medicina, los almacenes de comida... ante todo se pretendía que las cosas más básicas estuvieran a mano para la gente de la ciudad para cuando su herida población lo necesitase.

Sin embargo, todo esto cambio con la llegada del Hermano Mayor Sequino I, el abuelo de Seleba. Él decidió que no era lógico tener todo en aquella zona, tan vulnerable a los frecuentes ataques, y decidió sacarlo de Marina. Se fueron las reservas de comida, se fue la medicina avanzada, se marchó el batallón de defensa... hasta tal punto que la gente optó por no reconstruir ni sus casas. Total, de poco serviría, pues vivían a merced del ataque inminente de las bestias. Así, la población de Marina abandonó la ciudad y entre sus tristes calles, tan sólo permanecieron los nostálgicos de épocas pasadas y los grupos de maleantes que aprovechaban el caos reinante para delinquir sin que nadie les pusiera límites. En un término, su población se embruteció y para el resto de Axelle, aquella ciudad era todo lo malo y perverso que habitaba en el mundo.

Pero Merlo no tenía miedo. No iba a dejar que ni Seleba ni el pueblo de Marina arruinasen sus sueños, su afán por lograr

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convertirse en uno de los legendarios capitanes de la orden. Tenía que ver el lado bueno de las cosas, y montado en su asno, pensaba que ir a Marina, donde tantos capitanes del Batallón habían logrado el éxito, y llegar allí, repudiado por todos, sin que nadie apostase ni una moneda por él, hacía que reuniera todos los ingredientes de un éxito seguro. El capitán repudiado con el pueblo marginal... así devolvería la gloria al pueblo herido y restablecería el honor del Batallón de Defensa que la familia de Seleba robó tiempo atrás. Sin embargo, la tarea que le habían encomendado era extremadamente difícil, y ahora, a tan sólo media hora de llegar a Marina, notaba como alguien le seguía con la mirada.

«Maleantes» —pensó—, pues bien sabía él que merodeaban por los alrededores en busca de víctimas a los que robar. Aún no podía verlos, pero los presentía. Alguna rama que se agitaba de pronto, sonidos de animales que chillaban sobresaltados y el viento silbando en sus oídos. Se estaban preparando para asaltarle, para quitarle hasta el asno que le llevaba a Marina. Su amigo Fastian ya le había avisado y le había aconsejado que solicitara la compañía de guardias para que le llevasen a la ciudad. Pero Merlo no estaba dispuesto a darle semejante placer al Hermano Mayor. No iba a pedirle ayuda y prefería adentrarse a Marina solo, demostrando a todo el mundo que lograría llegar a la ciudad sin la ayuda de nadie, y menos con la ayuda de Seleba.

Iba perfectamente preparado. Con su ligera cota de malla debajo de sus ropas para cubrirse el torso, varias cuchillas escondidas con sus botas, el cinturón exhibiendo con firmeza su cimitarra y su ligero equipaje bien amarrado al animal. Permanecía alerta, mirando en todas direcciones pero sin detenerse, confiando en poder llegar a Marina sin ningún altercado.

De pronto, unas ramas de un árbol se movieron a su izquierda y él miró inmediatamente. Pero no había nada. Otro sonido de ramas apartándose a la derecha. Se giró, pero allí tampoco veía nada. Entonces, una flecha le pasó muy cerca de la oreja, clavándose en medio del tronco del árbol que tenía más cerca: le estaban atacando.

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—¿Quién anda ahí? —preguntó manteniendo la serenidad. Él era un profesional en la batalla, un capitán de la orden. No podía dejar que el pánico cundiera por un simple maleante.

Pero a pesar de alzar la voz preguntando por quien estaba al acecho, nadie contestó. Como única respuesta tuvo el sonido de un matojo de arbustos que se movían con vivacidad y una nueva flecha le pasó rozando de nuevo. Estaban fallando a propósito. No querían matarle, tan sólo hacer que el pánico le poseyera.

Agarró el puñal de su cimitarra, pero no la desenvainó. Simplemente la sujetó con la mano mientras esperaba un nuevo ataque. Pasó varios minutos y nadie volvió a atacarle. Así que, mediante un leve ademán, instó al asno a continuar su camino. Éste empezó a caminar y una nueva flecha impactó en el trasero del animal, lo que provocó un rebuzno de dolor y que empezase a correr tratando de alejarse del camino. Merlo trató de tranquilizarlo, pero era difícil, aún tenía la flecha clavada y una punzada de dolor le recorría todo el cuerpo.

—Malditos, os atreveréis con un animal —dijo para sus adentros. Cuándo logró que el asno se detuviera, le arrancó la flecha del trasero, provocándole cierta sensación de alivio y dejando que la sangre emanase para fuera—. ¡Quién anda ahí! ¡Sal de tu escondite y enfréntate a mí si tanto valor tienes como para atacar a un animal!— gritó a modo de reto.

Entonces, dos nuevas flechas salieron disparadas desde dos ángulos distintos e impactando nuevamente sobre el asno, pero esta vez en su cuello. Este volvió a gritar y de seguido se cayó al suelo abatido.

—Malditos —masculló de nuevo y unas risas emergieron de lo profundo del bosque.

—Pobre capitán Merlo. Su asno le ha abandonado. Tendrá que ir a pie a Marina —dijo uno de sus asaltantes sin parar de reír.

—¡Sal de tu escondite! —le imploró. Y no tardaron mucho en salir de diferentes sitios varios hombres,

todos de unos treinta y pocos años, con ropas ligeras y los arcos colgados de sus espaldas, con espesas barbas negras y brazos corpulentos. Todos muy seguros de sí mismos y luciendo unas

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macabras sonrisas que podrían haber asustado hasta al más valiente. Bueno, Merlo no se dejó apabullar por ninguno de ellos. Se puso firme, sin descuidar en ningún momento la empuñadura de su cimitarra, y dio dos pasos al frente mientras respiraba hondo y se preparaba por si tenía que pelear.

—Bienvenido a Marina, capitán. Había oído que iba a venir por aquí, pero no me atrevía a creerlo —dijo el más alto de todos.

—¿Qué culpa tenía el animal de la animadversión que puedan sentir por mi persona? —preguntó confundido al ver que le conocían.

—No nos mal interpretes… Lo del burro no ha sido algo personal. En Marina no hay burros que lleven a personas como en Elena. Ya no está con los buenos ciudadanos de José, ni con la alta clase de la capital, capitán… Está en Marina, y en Marina, los burros se comen.

—¿No pretenderéis comeros al asno? —Creo que no me ha entendido… La carne de ese animal cotiza

alto en un pueblo que se muere de hambre. Y no vamos a dejar que ni Usted ni el más pintado de la sociedad de Elena, monte sobre la carne que nos da comer. Así que, si me lo permite, tenemos niños a los que alimentar.

Pero Merlo no permitiría que cometieran tal barbaridad, aunque su animal ya yaciera sin vida en el suelo. Y sin dudarlo, como quien lleva tiempo esperando la lucha con la que desfogar todas sus frustraciones, desenvainó su arma y apuntó hacia el hombre que se postraba enfrente de él. Sin embargo, el resto de hombres que le acompañaban no tardaron en apuntar al capitán con sus arcos y el cabecilla del grupo arrancó en una estruendosa carcajada.

—Por favor capitán, no sea ridículo. Ni llegará a rozarme con su espada sin tener quince flechas atravesando su cuerpo, incluso la cota de malla que trata de disimular por debajo del atuendo que lleva.

—No es una espada…. Es una cimitarra —respondió él. —Pues lo que sea… Además, yo le recomendaría que reservase

sus fuerzas para cuando llegue a Marina. Allí le están esperando para darle la bienvenida que en ningún otro lado le van a dar en su vida —le dijo riendo—. Así que, si me permite, voy a llevarme la caza de hoy, que no se nos ha dado mal ¿Verdad, chicos?

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—Desde luego —respondió uno de ellos sin apartar de vista a Merlo.

El hombre se acercó al capitán, que seguía apuntándole sin temblar, pero cuando llegó a su altura, el hombre corpulento le tomó la mano y le hizo bajar el arma lentamente.

—Contenga esa rabia capitán… En Marina, la gente que no sabe contenerla acaba en el cementerio. Y si me permite un consejo: aprende a lidiar los problemas sin sacar la espada de una manera tan a la ligera. Otro, te habría rebanado la cabeza.

—Es una cimitarra —repitió, pero poco parecía importarles a aquellos hombres—. Dejadme al menos que coja mis cosas —les dijo conteniéndose todo cuanto podía. La superioridad numérica hacía imposible que saliera airoso de la situación. Así que, lo mejor era resignarse.

—¿Qué posesiones? ¿Esto? —preguntó cogiendo la bolsa que había atada al animal y Merlo asintió—. Perdona, pero esto venía con el burro.

Y con grandes carcajadas, cogió al animal con la ayuda de otro de los corpulentos hombres y desaparecieron todos adentrándose en el bosque y abandonando el camino.

—Otro consejo, capitán… Abandone el camino. Sólo los que van por el camino terminan siendo asaltados y más adelante hay gente esperándole.

Merlo no dijo nada más y simplemente permaneció inmóvil mientras sus asaltadores se marchaban entre tímidas risas con sus posesiones y el animal muerto. Se iban a marchar victoriosos, como lo había hecho en su momento el capitán Preston o como lo había hecho Seleba cuando le mandó a Marina. Era como si todo el mundo pudiera vencerle, y ahora, convertido en el hazmerreír de Axelle, Merlo no se sentía más que un títere o un bufón de feria. Y no podía permitir que un vil malhechor pudiera ridiculizarle, desprestigiar su honor. Se agachó sutilmente, agarró una de las cuchillas que tenía escondidas entre sus botas y se dispuso a lanzársela a la cabeza.

Pero cuando ya tenía cogido el impulso con el brazo y se disponía a lanzárselo, alguien le detuvo agarrándole con fuerza en la muñeca.

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—No lo haga —dijo un hombre poco más alto que él, de piel oscura y ojos profundos—. No le merece la pena matar a Selmo.

—¿Quién es usted? —preguntó el capitán intentando deshacerse de la mano de aquel hombre. Pero le fue difícil y cuando lo hizo, su enemigo ya casi ni se divisaba ocultándose entre las ramas de los árboles—. Lamentarás lo que has hecho, amigo. No debiste interponerte.

—Ya me devolverás el favor en otro momento —bromeó el hombre—. Me llamo Tibi —se presentó cortésmente.

—¿Eres un secuaz de ese desalmado? —No... Para nada. Soy un simple ciudadano de Marina que trata

de sobrevivir como puede... como todo el mundo aquí. Y no deberías llamar desalmado a alguien que te acaba de ayudar.

—Ha matado a mi asno —puntualizó incrédulo. —Pero no es nada personal. Cuando Selmo te ha dicho que aquí

se comen la carne de los asnos, no bromeaba. Y ha sido muy gentil con Usted. El Hermano de Marina le ha preparado un comité de bienvenida. Hay medio pueblo esperándole en la entrada con piedras, tomates y cualquier cosa que hayan encontrado para arrojarle, y si acepta el consejo de Selmo, podrá evadir la comitiva— le informó Tibi.

—¿Y cómo sé que está diciéndome la verdad y no es una trampa? La gente de Marina no es peculiarmente famosa por su sinceridad... Más bien por lo contrario.

—Discúlpeme capitán... Continúe el camino y podrá verlo con sus propios ojos... Bueno, verlo y sentirlo porque, ya que tiene esa capacidad de juzgarme sin ni siquiera conocerme... —Y alzó los hombros al unísono—. A mí me da igual. No es a mí a quien esperan.

—Vale, entiendo. ¿Y tú qué haces aquí? ¿Has venido a avisarme? —preguntó malhumorado.

—No. Sólo pasaba por aquí cuando he presenciado tu altercado con Selmo y después, cuando he visto la tontería que iba hacer, me he sentido en la obligación de detenerle.

—Un buen ciudadano marinense. Supongo que será el único que me encontraré allí.

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—Lo ha vuelto hacer capitán, juzgar a la gente sin conocerla. Me temo que le deparan muchas sorpresas en Marina. Y ahora, si quiere, estoy dispuesto a ayudarlo.

—¿Cómo? —preguntó con desconfianza el capitán. —Pues guiándolo entre la maleza para que llegue a Marina desde

el acceso del bosque en lugar del camino —respondió. Merlo tardó un poco en decidirse. No entendía que hacía aquel

hombre ahí y que interés podía tener en ayudarlo, pues no le conocía de nada. Y aquello de que el Hermano de Marina, un Hermano de Épsilon, estuviera esperándolo para arrojarle al pueblo en su contra le resultó un tanto disparatado. Por otro lado, estaba en Marina y sabía que aquel pueblo se regía por otras normas. Y mientras deliberaba, Tibi esperó paciente algún tipo de respuesta, pero el capitán no sabía qué hacer.

—¿Y bien? —preguntó Tibi—. No puedo esperar todo el día... yo voy a ir por este camino. Si desea acompañarme, puede hacerlo.

—¿Y cómo puedo saber que eso mismo que me dices que me ocurrirá si cojo el camino, no me pasará si voy con Usted? —preguntó el capitán. El hombre se volvió hacia él con desgana y dio un fuerte suspiro.

—Mire capitán, haga lo que le plazca. Yo no puedo convencerle de nada... más cuando está tan lleno de prejuicios contra la gente de aquí.

Tibi empezó adentrándose en el bosque, mientras Merlo le miraba confundido. Sin embargo, no lo meditó mucho más y antes de que desapareciera como lo había hecho su anterior asaltante, le dio una voz para pedirle que le esperase.

El camino que anduvo no fue muy fácil. Estaba lleno de ramas con espinas que lograba apartar con mucha torpeza. Cuestas empinadas hacia arriba y abajo y encima se veía obligado a apartar las ramas, los matorrales y las rocas con las que se topaba. Su acompañante, Tibi, lo hacía con mucha más soltura. Acostumbrado a caminar por aquellos parajes y preparado para ello, apartaba las ramas con las manos cubiertas por unos guantes de hierro. A su espalda llevaba una gran bolsa donde tenía una cantimplora mal

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cerrada que había provocado que ésta se empapase y chorreara poco a poco, pero no parecía importarle.

Avanzaron lentamente, procurando ante todo que ninguna espina se les clavase, y al cabo de un rato caminando, el olor del mar empezó a asomar con delicadeza. Ya estaban cerca de Marina y el silencio del bosque seguía siendo un tanto desalentador.

—Siento lo que sucedió en José —dijo Tibi intentando dar un poco de conversación—. Supongo que debió ser horrible.

—Sí. Lo fue... veo que las noticias vuelan —comentó un tanto sorprendido.

—El Hermano de Marina reunió al pueblo para informar de lo sucedido... y de tu posible llegada. Un discurso lleno de demagogia, de esos que tanto le gusta a ese indeseable.

—Cuesta creer que un Hermano de Épsilon llame al pueblo para ponerlo en contra de alguien —observó un tanto aturdido y Tibi soltó una gran carcajada.

—Pero ¿En qué mundo vives? A los Hermanos les encanta soltar discursos políticos para poner al pueblo en contra de aquellos a quienes consideran sus enemigos... Aunque supongo, que para alguien como usted, que viene de un lugar como Elena, no será algo tan evidente... Los que sufrimos sus discursos si sabemos identificar esos ataques.

—Está resentido con el dogma —observó Merlo con curiosidad. —Con el dogma no, capitán, con la orden. Pero eso es algo

común en todo Marina. La orden, los Hermanos Mayores, nos abandonaron a nuestra suerte convirtiendo a Marina en las cloacas de Axelle.

—Supongo que es lógico que estéis resentidos con ellos —dijo el capitán—. Pero también os podéis ir a otro lugar.

—Dejar de ser capitán de la Orden ¿Ha sido una opción para usted? —preguntó Tibi y Merlo negó con la cabeza entendiendo a qué se estaba refiriendo—. Pues tampoco lo es abandonar Marina para nosotros... Aunque si he de serle sincero, tampoco nos dejarían irnos de aquí.

Ninguno de los dos comentó nada más y continuaron andando mientras ya se empezaban a oír los primeros sonidos del puerto de

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Marina. Estaban en lo alto de una colina y tras su bajada llegarían a la ciudad.

Se podía divisar algunos pesqueros que habían salido a la mar con mucha prudencia para ver si pescaban algo. Eran barcos muy pobres y antiguos, posiblemente se trataba de barcos del resto de la flota que ya no se usaba en ningún otro lado de Axelle. El paisaje que se divisaba desde ahí era un tanto desolador, pues tras el puerto se veían las casas de la gente de la ciudad. Casas en ruinas, sin tejados, con paredes rotas, calles levantadas por grandes agujeros en la tierra y hasta había lugares donde el mar se había apoderado del lugar. Y más alejado de toda esta catástrofe, donde los fantasmas del pasado parecían caminar errantes, se postraba el templo, el único edificio en pie, alejado del mar e intacto. Y tras él se atisbaba la entrada al pueblo, donde un grupo de personas permanecía dando vueltas esperando la llegada de su víctima, es decir, esperándole a él.

—Mire, capitán. Si no me creía, ahí tiene la prueba. Esperando sedientos su llegada para desfogar sobre usted todas sus frustraciones —dijo Tibi con una sonrisa al pensar como ascendería la impaciencia de aquellas personas al ver que su víctima no aparecía—. Y como no, dirigidos por el Hermano de Marina.

—Parece mentira que un Hermano sea capaz de hacer algo así... y que Elena lo permita.

—Sigues sin enterarte de nada —le interrumpió. —¿Cómo quieres que me entere? Es un Hermano, debería ser una

buena persona ¿No? —El Hermano de Marina es un malhechor más. Un vándalo y un

antiguo asesino a sueldo. Elena le puso al mando como forma de controlar a la gente de aquí, pues un Hermano normal no podría hacerse con las riendas de la ciudad. Se llama Jereno, treinta y siete años. Se crió en Marina desde muy pequeño tras matar a sus padres con el hacha con el que cortaban leña. Una vez aquí, empezó a labrarse una temida reputación matando niños, ancianos, desvalidos... A la edad de quince años se convirtió en el matón del antiguo Hermano de Marina, un desalmado como Jereno y a los veinticinco, tras matar a su mentor, se hizo con el puesto.

—¿No es de Marina? —preguntó el capitán.

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—Que va... La mayoría de vándalos y delincuentes de Marina, en realidad no son de aquí. Fueron criminales en sus tierras, los capturaron y los mandaron a esta ciudad para evitar que sus comportamientos no perjudicasen al resto de los ciudadanos. En el caso de Jereno, él era de Marta, pero cuando mató a sus padres, con diez años si no me equivoco, le mandaron aquí y no ha salido desde entonces —respondió Tibi.

—Eso no es justo... ¿Y qué pasa con la gente natural de aquí? ¿Tienen que medrar con toda esta chusma?

—Supongo que el Hermano Mayor da por sentado que aquí no vive casi nadie. Debido a la fama que hay de ataques de bestias, se da por sentado que la esperanza de vida de cualquier persona aquí es más o menos de uno o dos años.

—Pero... —Pero se equivocan. Llevamos tiempo sin recibir ataques... pero

seguimos recibiendo criminales. En consecuencia, Marina está llena de personas, una mezcla de clases que han tenido que aprender a convivir como buenamente pueden.

—Lo siento, pero no lo entiendo —replicó Merlo—. ¿Por qué la gente buena de Marina no se marcha?

—Capitán, no podemos irnos... Marina no es una ciudad cualquiera. Esto es una cárcel. Una cárcel sin barrotes ni rejas, pero no por ello deja de serlo. Cualquiera que trate de abandonar Marina, será apresado por Jereno, torturado y después asesinado. Nadie puede escapar... Y por si aún no se ha dado cuenta, Elena le ha mandado a Usted a Marina... a esta cárcel sin barreras. Para el resto de Axelle... eres un criminal. Así que, vaya aprendiendo lo que es vivir aquí, porque me temo que pasaremos mucho tiempo juntos.

Merlo no respondió al último comentario, pues empezó a entender lo que conllevaba su nueva situación. Seleba le había ofrecido renunciar a su puesto o continuar con él en Marina, en esa cárcel que le había descrito el hombre que le acompañaba.

El silencio entre ellos se hizo más fuerte, pero pronto los sonidos de Marina lo ensordecieron. Las calles estaban atestadas de gente y se respiraba un profundo olor pestilente del cual tendría que acostumbrarse. Las casas estaban en ruinas, viéndose en la mayoría

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de los casos lo que había dentro de ellas; colchones mohecidos, cacharros sucios y cristales rotos. La gente los miraba con desconfianza y la gran mayoría solían estar en grupos, a la expectativa de cualquier cosa que pudiera suceder. Merlo no podía evitar mirarlos a todos, y sin darse cuenta, caminó con la mano empuñando el arma, aunque no la hubiera desenvainado

—Bueno capitán, he de despedirme. ¿Adónde debe ir ahora? —preguntó Tibi.

—Pues... intuyo que tendré que hablar con el Hermano de Marina para informarle de mi llegada y esperar instrucciones —dijo el capitán desesperanzado.

—Vaya, que situación... Pues te deseo toda la suerte que pudieras necesitar. Si necesita cualquier cosa, yo vivo en aquella montaña que ve al otro extremo.

—Yo no veo ninguna casa —observó mirando hacia donde le señalaba.

—Allí no hay casas... son cuevas. Pero se vive mejor en las cuevas que con esta muchedumbre. Pregunte por mí a cualquiera que vea por allí. Sabrá indicarle el lugar... Cuídese capitán.

Tibi desapareció mezclándose con la gente y Merlo permaneció inmóvil en medio de aquella casa. A un lado se veía la montaña que le había indicado y al otro lado estaba el templo de la orden donde debía dirigirse. Sin embargo, unos escalofríos le recorrían por el cuerpo impidiendo que tomase cualquier decisión. Si el Hermano, aquel matón a sueldo, le había preparado tal comité de bienvenida ¿Qué le esperaría en el templo?

Jamás lo hubiera reconocido, pero sentía miedo y aun así, no dejó que el pánico cundiera. Trago saliva y empezó a dar pasos firmes hacía el templo confiando en encontrar la serenidad que necesitaba para afrontar cualquier cosa que le deparase allí. Al fin y al cabo, la suerte ya estaba echada.

—Que Épsilon me ayude —dijo en un susurro.

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XIII La sala estaba muy oscura, tan sólo iluminada por unas pocas

velas distribuidas a lo largo de la mesa. Seleba había corrido la cortina del ventanal y se había sentado en su sofá para descansar. Se sentía exhausta tras un agotador día. Ser Hermano Mayor parecía más divertido cuando tan sólo aspiraba a serlo. Pero ahora, siendo la máxima responsable de todo cuanto sucedía en Axelle, parecía que nadie pudiera hacer nada sin su consentimiento.

Aquello acarreaba que todo el mundo solicitase su presencia en todos lados y a veces parecía que tenía que dividirse para que nadie quedase desatendido. Consecuencia de todo ello, parecía que no tenía vida. No quedaba ni un sólo segundo para ella. Una mujer bella y joven que tenía que aplazar su vida para cuando todos los demás estuvieran atendidos.

Sin embargo, en aquel instante, nadie podía enturbiar el único momento de relax que se permitía. Encerrada en sus dependencias y habiendo dado órdenes de no molestarla, se permitía el lujo de descansar y fantasear en otro tipo de vida en la cual s iempre era más feliz. Y meditando en ello, se le vino a la mente la figura de Merlo. ¿Habría sido demasiado dura con él? ¿Demasiado vengativa? Tal vez, pero ya no podía hacer nada, pues el mismo capitán había tomado su decisión.

Con lo sencillo que hubiera sido si él se hubiera quedado a su lado. Todo hubiera sido perfecto. Ella nombrada Hermano Mayor con su apuesto esposo a su lado, apoyándola, gobernando juntos al pueblo de Axelle. Su plan era perfecto y hubiera salido así si no llega a ser por la obstinación de Merlo en querer ser el cazador de las legendarias bestias. ¿Acaso no tenía bastante con estar con ella?

Al principio pensó que el Batallón de Defensa le corrompió, pero al final, los dos fueron corrompidos. Ninguno estuvo dispuesto a ceder, ninguno rechazó sus respectivos puestos por permanecer al lado de quien amaban. Ante todo, había perseverado su afán por ser quienes eran ahora y sin embargo, ahora, ella se odiaba por ser quien era.

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Y tumbada en ese mullido sofá, y mientras deshacía el recogido del cabello que tanto le había costado hacer a su sirvienta, recordaba cuando, con apenas diecisiete años, se escapaba del palacio para encontrarse con aquel joven aspirante a capitán. Entonces Merlo parecía más feliz, o tal vez era menos sombrío. Siempre con una sonrisa en la cara y dispuesto hacerla reír hasta que la mandíbula se le desencajara. Recordó que le encantaba sus ojos, pues si se detenía a mirarlos fijamente se veía reflejados en ellos, y siempre se veía a sí misma radiante y bella, como estaba convencida que él la veía. Entonces la vida era tan fácil y sin embargo los dos ansiaban por complicársela. Lástima que no supieran apreciar el momento que vivían, aunque ahora, cinco años después de aquello, Seleba lo recordaba como los días más bellos y bonitos que jamás vivieron.

No sabía por qué, o mejor dicho no quería admitirlo, pero recordando esos momentos, de una manera casi instintiva, las lágrimas brotaban de sus ojos. Suerte que estaba sola, pues en su soledad era en el único lugar donde podía flaquear. Y lloró consciente de que había alejado para siempre al hombre que más había querido en su vida, que había condenado a muerte al único hombre que jamás podría querer.

De repente, unos golpes en la puerta le pusieron en alerta. Se reincorporó en el sofá y se secó las lágrimas rápidamente, y sin esperar una respuesta, aquel que había llamado a pesar de la insistencia de los guardias de no molestar, entró en la habitación.

Tras la puerta apareció Ateleo, su consejero. Se trataba de un hombre de casi cuarenta años, muy delgado y alto. Cuando había sido joven, Ateleo fue todo un galán y conquistador de damas. De hecho, Seleba, siendo muy pequeña, a veces había fantaseado con el que fue consejero de su padre y ahora suyo. Despiadado y fiero para muchos pero amable y muy cortés con ella, a pesar de que a veces terminaba sacándola de sus casillas, pues solían discrepar en muchas cosas. Aun así, Seleba sabía que Ateleo era toda una eminencia en Elena, respetado y querido por las altas clases, y que se desvivía por la gente de la ciudad. Era un romántico del bien y del mal y de las cosas buenas y malas que en algún momento podía hacer para su pueblo, aunque ella lo desconociera. Por eso, detrás de cada paso que

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él daba, siempre había una buena intención, aunque a veces costase verla.

Las malas lenguas decían que en realidad Ateleo era quien gobernaba en la sombra en Axelle y que Seleba sólo era el títere con el cual podía mover ficha sin levantar sospecha. Por supuesto, estos rumores eran promovidos por los silvanos, desacreditados en la capital aunque más fuertes en los lugares alejados de Elena.

—Quiero descansar y estar sola —dijo Seleba con desgana. —Sí, encanto, y yo quiero tener diez años menos —respondió

Ateleo con su voz grave—. Arriba, tenemos que irnos. —¿Qué parte de estar sola no has entendido? Soy el Hermano

Mayor, ¿No debería poder hacer lo que me viniera en gana? —respondió mientras se levantaba sin mucho afán, pero sabiendo que sería su consejero quien ganaría la batalla.

—Ser Hermano Mayor es mucho más que poder hacer lo que nos venga en gana. Te he preparado el equipaje. Nos espera el carruaje para partir —le informó mientras le tomaba de la mano y le animaba a salir de la habitación.

—¿Salir? ¿Adónde? Yo no quiero ir a ningún lado —respondió Seleba.

—Nos vamos a José —contestó sin esperar ningún tipo de consentimiento—. Su población ha sufrido una tragedia y tú, como Hermano Mayor que eres, tienes que ir allí a ver a la gente, a estar con las familias que han perdido a sus maridos, a sus padres, sus hermanos...

—Que yo vaya a José no hará que le devuelva a la vida sus seres queridos.

—Lo sé. Eso sería fabuloso. No obstante, el pueblo no puede percibir un desinterés por tu parte. Así que, cuanto antes nos marchemos, antes llegamos.

—De verdad Ateleo, no tengo ánimos para irme a ningún lado —replicó cansada.

—¿Es por el capitán? —preguntó él con resignación y ella asintió—. Lo que aún no entiendo es por qué le has mandado a Marina. Yo no quería meterme en ese asunto, pero mandar al hombre a quien pediste matrimonio a su tumba... No ha sido muy inteligente.

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—Es un soberbio. Podría haber renunciado, hacer otra cosa con su vida aunque ya no quiera hacerla conmigo. Pero no... Tenía que aceptarlo. A estas horas ya tiene que ser pasto de gusanos.

—¿Renunciar para qué? ¿Para darte la satisfacción? Merlo es igual que tú. Era evidente que no renunciaría... Aun así, si te sirve de consuelo, no creo que sea pasto de gusanos. No menosprecies las capacidades del capitán. Estoy seguro que logrará adaptarse a su nueva situación. Y ahora, a José, que no tenemos tiempo que perder.

—De verdad Ateleo, que no me apetece. —Y yo te digo que debes ir. Aunque no tengas ánimos. Pero

ahora lo importante es que saques una sonrisa, mires con la cabeza alta y animes a aquellos que realmente lo necesitan, que son las personas que han perdido a sus seres queridos. No puedes quedarte encerrada aquí porque te arrepientas de tus devaneos amorosos.

Seleba se quejó durante un buen rato, como cuando era pequeña y no quería comer y su madre la obligaba a quedarse sentada hasta que el plato estuviera vacío. Y a pesar de tener un gran orgullo, siempre ganaba su madre, como ahora solía ganar su consejero.

En la calle estaba esperando un carruaje tirado por dos asnos y alrededor de la salida del templo había varios curiosos que esperaban la salida del Hermano Mayor, pues se había corrido la voz de que salía de viaje y la gente de Elena aprovechaba cualquier situación para afincarse en las puertas del templo para saludar a Seleba.

Con gran expectación, un bullicio se escuchó por los alrededores en el momento que Seleba, custodiada por cuatro guardias, salía del templo y entraba en el carruaje de la mano de su consejero. Un guardia apartó a la gente con mucho respeto y cuando éstos se dispersaron un poco, el carruaje emprendió su camino.

El camino, aunque era largo, solía fascinar a Seleba por los increíbles paisajes del norte de Axelle. El verde tan vivo de los árboles, el flamante olor de las flores, el piar de los pájaros, todo ello mezclado con los sonidos del agua de algunos ríos y las impactantes siluetas de las montañas. Viéndolas, Seleba lograba desconectar del tiempo y no se percataba de cuanto tardaban en llegar.

Llegaron a José tras el largo camino. El pueblo parecía dormido, sin prácticamente gente caminando por las calles de una ciudad

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levantada a base de piedras. Aún quedaban horas de luz, pero el pueblo estaba de luto y nadie quería salir de sus casas. El puerto, que solía estar lleno de actividad, ahora parecía fantasma, y nadie hubiera salido a la calle sino llega a ser porque el ruido de todo el despliegue de soldados, que solían ir delante de Seleba, avisaron de su llegada. El sonido de las trompetas que anunciaban la visita del Hermano Mayor hizo que todo el mundo saliera de sus casas, aglomerándose en las antiguas calles.

El silencio pronto desapareció, llenándose de las melodías de las trompetas y de los susurros de la gente que, de un modo muy respetuoso, permanecían inmóviles apostados enfrente de sus hogares, mientras los más osados se acercaban el carruaje del Hermano Mayor. Y según iba pasando por las estrechas calzadas, la gente aplaudía la llegada de Seleba. Una visita que sabía que no podía demorarse tras la tragedia, una visita que les llenaba de esperanza. Sin embargo ¿Quién le daba esperanza a la mujer destinada a esperanzar a todo un pueblo?

Las primeras horas de la visita no fueron especialmente complicadas. Primero al templo de José donde les recibió Íntido, el Hermano Mayor del pueblo, un señor de apenas cinco años mayor que ella, con el rostro cadavérico y de escaso pelo aunque lo que tenía lo llevaba bastante largo. Permanecieron reunidos en sus dependencias buena parte del tiempo, mientras que afuera, la gente se iba congregando según circulaba la noticia, esperando a que en cualquier momento Seleba saliera de allí a saludarlos.

Íntido fue muy claro con ella. El pueblo se encontraba desmoralizado. Los marineros se negaban a salir a la mar y en consecuencia, llevaban dos días sin tener cargamento de pescado para suministrar al feudo. El Batallón de Defensa también estaba sin capacidad de reacción, pues tan sólo el barco del capitán Fastian había salido a patrullar los mares, y dentro del navío, apenas había hombres. Ninguno se atrevía a navegar, nadie quería morir como lo habían hecho sus amigos y familiares.

Tras el apocalíptico informe de Íntido, Seleba y todo su comité salieron de las dependencias del Hermano de José y se reunieron con el pueblo que aplaudió eufórico su llegada. Probablemente allí no

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faltaba nadie, tan sólo la gente enferma que no hubiera podido salir de la cama, pues la visita del Hermano Mayor de Axelle era un acontecimiento que nadie podía perderse. Seguramente nadie podría explicar el por qué, pero su sola mera presencia les tranquilizaba a todos. A pesar de desastre que habían sufrido, que Seleba se apostase enfrente de ellos, los saludase y les dedicara una de sus tiernas sonrisas, era pretexto suficiente para saber que todo iba a mejorar.

—¡Amigos del pueblo de José! —alzó la voz mientras el mundo entero permanecía en el más respetuoso silencio—. He venido desde Elena para daros toda la fuerza y el amor que puede proporcionaros mi persona, pues sé que habéis sufrido y que, allí donde las bestias dominan el mundo, vuestros valientes hombres perecieron intentando alimentar a nuestro pueblo. Pues sé que para muchos de vosotros el dolor es muy profundo y pensáis que su muerte no ha valido para nada… En primer lugar, hermanos míos, ¡No dejaré que las bestias dominen nuestro miedo! ¡No permitiré que siembren el pánico entre mi pueblo y os prometo que, a partir de ahora, la máxima prioridad de Elena es encontrar a la bestia que os arrebató lo que más queríais y ejecutar justicia!— y el pueblo aplaudió.

El discurso de Seleba siguió en esas directrices. Intentando prometer al pueblo la esperanza que deseaban escuchar pero sin saber cómo demonios podría cumplir lo que decía. Sólo una cosa tenía clara, el pueblo de José únicamente respondía cuando hablaba de cazar a la bestia. No querían saber nada de la paz de sus difuntos, como tampoco querían oír palabras de consuelo que no implicase una lucha encarnizaba contra eso que había matado a tantos hombres. Y aunque Seleba no era partidaria de aquellas medidas, pues ya habían comprobado que las muertes se multiplicaban por diez cuando intentaban cazar una, ahora mismo era lo único que podía decir aunque en el fondo no tuviera intenciones de cumplirlo. Y siguió hablando, prometiendo cosas que sabía que no era capaz de realizar, pero al menos servía para devolver algo de fortaleza a la gente.

Mientras, el único hombre que no pudo ir al encuentro de Seleba, el encargado de vigilar el tránsito de barcos que salían y llegaban a José, se había sentado a contemplar el infinito mar, viendo como a lo lejos el barco del capitán Fastian esperaba a que los marineros se

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atrevieran a adentrarse en el agua para pescar. Se resignaba por momentos al ver la cobardía de su pueblo y se reía al oír los gritos que daban cada vez que el Hermano Mayor prometía algo, como si fueran capaces de cumplir las órdenes que Seleba les diese si finalmente deseaban cazar a la bestia. Sentado en el puerto, cogía piedras pequeñas y las lanzaba al mar mientras se mofaba de sus vecinos.

—Estúpidos —masculló el hombre mientras tiraba otra piedra—. Como si alguno de vosotros tuvierais valor de enfrentaros a las bestias —comentó y tan sólo el sonido de la piedra al penetrar en el agua pareció responderle—. Y para uno con valor, el Hermano Mayor le condena a muerte. —A lo lejos, una nueva ovación aplaudió los comentarios de Seleba— ¡No sé por qué le creéis! Tan sólo es una joven cobarde, llena de pájaros en la cabeza que no sabe afrontar las situaciones. —Y una nueva piedra impactó contra el agua— ¡Es un títere de ese consejero que tiene! —Agarró la botella de ron y le dio un largo trago—. Eso es, un títere. ¡Su abuelo sí que sabía! Pero Axelle se ha ido al infierno con su padre y ella nos va adentrar más con esa actitud de mujer pacifista. —Y una nueva piedra penetró en el agua.

Había pasado todo el día allí sentado. Con su botella de ron a un lado y gritando a la gente lo injusto que era todo, pues él, como le había pasado a muchos del pueblo, también había perdido a alguien en aquella tragedia. A su hermano pequeño. Un hombre de veinte años, uno de los pocos soldados profesionales que había dentro de la Indestructible. Ahora, parecía que sólo el alcohol sería su compañero, pues nadie era capaz de entender hasta qué punto se sentía indignado. Aquel hombre, encargado de custodiar el puerto, había ido observando cómo los grandes barcos del batallón de defensa se convertían en campos de juegos de marineros inexpertos, de granjeros procedentes del pueblo de Marta, donde la escasez del trabajo les había obligado trasladarse a José en busca de un salario que les pudiera dar de vivir, y allí, sólo el batallón de defensa parecía querer acogerlos, pues el Hermano Mayor de Axelle había modificado por completo los requisitos para que un hombre pudiera formar parte de él.

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Estaba empezándole a doler la cabeza, tal vez había digerido demasiado alcohol por aquel día, pero aún debía permanecer allí un rato más hasta que su relevo llegase. Y con la visita del Hermano Mayor, estaba convencido que su relevo tardaría aun más en personarse por el puerto. Así que, agarró de nuevo la botella y dio otro fuerte lengüetazo. Al dejarla de nuevo en el suelo, soltó un fuerte eructo que pareció retumbar en sus oídos.

—¡Vaya! —exclamó—. Eso sí que era el sonido de una bestia. Agarró una nueva piedra y entre risas la lanzó de nuevo al mar.

Fue extraño cuando se percató que tardaba más de lo habitual en caer al agua y cuando lo hizo, el sonido al impactar en ella había cambiado. Alzó la vista y el corazón se le aceleró a cien por hora. Parecía que se le iba a desbocar del pecho. Perdió todo el color de la cara y con la boca y los ojos muy abiertos, se levantó del suelo y empezó a retroceder con torpes pasos, que si bien estuvo a punto de caerse al suelo en varias ocasiones, tuvo la suerte de mantenerse en pie.

Allí donde antes había agua, ahora había tierra y los barcos que flotaban en el mar, ahora se sujetaban en las rocas que antes estaban cubiertas. El agua estaba retrocediendo del puerto a una gran velocidad, y no podía divisar el barco del capitán Fastian, tan sólo a una enorme ola que se apostaba delante de él, acercándose velozmente al puerto dispuesta a destruirlo todo.

El hombre echó a correr todo lo rápido que le permitían sus piernas hasta el puesto de control y allí sacó el cuerno destinado a alertar a la población y lo hizo sonar con fuerza. Mientras, la ola seguía acercándose y el agua de la orilla se retiraba hacia ella haciéndola más fuerte, convirtiéndola en algo más destructivo.

En la entrada del templo, donde Seleba se había reunido con el pueblo, la gente escuchaba embelesada las palabras del Hermano Mayor cuando el sonido del cuerno del vigilante del puerto tronó por todos los rincones. Los gritos de pánico se apoderaron de la gente y la mayoría de ellos echaron a correr sin saber cuál era el peligro que les acechaba.

Seleba se quedó desconcertada ante tal revuelo y aunque trató de averiguar qué sucedía, que había provocado que el cuerno de José

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sonase de ese modo, seguía sin lograr entender que ocurría. Fue Íntido quien alejó a Seleba de la multitud, aunque aún no entendiera nada, y agarrándola del brazo, la instó a volver a entrar en el templo para cerrar las puertas y protegerla del peligro desconocido. Tan sólo sabía que el cuerno sonaba fuerte y con rapidez, y eso no podía indicar nada bueno. La guardia del Hermano Mayor se puso en alerta, y confiando que se tratase de alguna bestia terrestre, desenfundaron sus lanzas y corrieron hacia el puerto para abatirle antes de que hubiera algún herido. Sin embargo, cuando llegaron allí y descubrieron lo que se les venía encima, todos echaron marcha atrás.

El vigilante del pueblo seguía tocando el cuerno, con los ojos cerrados y preparándose para el impacto contra la ola, pues ya había advertido que no podría esconderse de ella. Pero el sonido de su cuerno ya había sido ensordecido por aquel sonido; un estruendo fuerte y grave. Los barcos que había atrancados en el puerto volvieron a contactar con el agua según se acercaba la ola. Pero el impacto de esta contra ellos provocó que estallaran en miles de astillas en todas direcciones y un remolino violento penetró en todos los rincones. Acto seguido, la ola rompió en el inicio del puerto, destrozando la pasarela de madera por donde miles de marineros solían caminar cada día... y después, el sonido del cuerno cesó.

El agua caía sobre José como una energética cascada vertical y se adentraba sobre las calles como un río violento que lo invade todo. Pero lo peor todavía estaba por llegar, pues la fuerza final de la ola aún no había impactado.

Para el pueblo de José, era la primera vez que sucedía algo así. No sabían que sucedía, pero cuando vieron como el agua entraba en sus casas, invadían sus calles y destrozaba todo, no supieron cómo debían comportarse. Tan sólo corrieron en la dirección contraria en busca de un lugar donde poder resguardarse. Algunos entraban en sus casas y cerraban la puerta atrancándola con lo primero que tenían a mano.

Pero los primeros que no pudieron resguardarse en algún lugar cerrado, fueron los primeros que cayeron ante la ola, aunque curiosamente, la mayoría lograría salvarse. El primer impacto contra

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José hizo que se creara una serie de corrientes de agua que transcurrieron por las calles del pueblo, alejando a la gente que nadaba como buenamente podían y salvándolos de lo que después vendría. Los sacó de golpe de allí, aunque los menos afortunados no lograsen hacerse con el control y perdieran la vida al impactar con las rocas o las paredes de las casas.

El jaleo era considerable y los gritos de los niños pidiendo auxilio era algo que se oía por encima de cualquier otro grito. Algunas de esas voces se perdían lentamente, a veces acompañados del ruido de un golpe, y otras veces, las voces cesaban para encontrar las fuerzas por aferrarse a la vida.

Para aquellos que pensaban que escondidos en sus casas todo estaría resuelto, aún les deparaba la peor de las sorpresas, porque cuando la ola cedió por completo y se reclinó absolutamente sobre el pueblo, la fuerza destructiva se multiplicó. Ya no había ríos por sus calles. Se había inundado tanto que las casas más bajas quedaron cubiertas por el agua que seguía avanzando. Y acto seguido, la fuerza de la ola empezó a romper el suelo, a levantar las rocas, a resquebrajar las paredes. En las casas, el agua entró a presión estrellando a sus ocupantes los unos contra los otros y dejándoles sin salida.

Los árboles se desprendieron de la tierra y flotaron varios kilómetros hasta donde la fuerza del agua pudo arrastrarlos. Con ellos viajaron las rocas, los restos de los edificios y los cuerpos sin vida de los caídos.

Cuando la ola impactó en el templo, éste empezó a crujir, como si el edificio intentase mantenerse en pie. Dentro de él, Seleba, Ateleo y toda su comitiva aguardaban temerosos sin saber que sucedía y rogando que Épsilon les protegiera del desastre. Había un silencio sepulcral dentro del templo. Nadie se atrevía a decir nada y tan sólo el ruido de lo que pasaba fuera les daba una pista de la envergadura del desastre.

Seleba se había agarrado con fuerza a las manos de Ateleo, como lo había hecho otras tantas veces siendo pequeña. Pero él, aunque trataba de mantener la compostura, se aterraba con cada grito que se escuchaba de la gente de afuera. El resto de personas que se habían

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encerrado en el templo, permanecían de pie alrededor del Hermano Mayor, todos mirando al techo, donde parecía que en cualquier momento alguna bestia asomaría sus garras.

Pero pronto una pared cedió a la rabia del agua y ésta empezó a entrar en el templo encolerizada, arrojando a la gente contra la pared, impactando contra ellos todo lo que había en el recinto. Algunos de ellos sufrieron el desmembramiento de brazos o piernas que quedaron atrapadas contra las rocas que caían. Pero Ateleo tuvo tiempo de abrir la puerta llevándose consigo al Hermano Mayor y nadando por el río de las calles abandonaron el templo antes de que este sucumbiera del todo.

En el agua se podía ver todo el horror de la nueva tragedia. Cadáveres flotando, rostros desfigurados, niños atrapados en tejados suplicando ayuda, miembros zambulléndose en el agua de color verde rojiza... todo aún avanzando a gran velocidad, alejándose de José y adentrándose en los bosques de la comarca. Los que todavía seguían con vida, tanteaban poco a poco sobre el agua intentando acercarse a los árboles para sujetarse a ellos. Y al final, donde el agua ya había perdido toda la fuerza, los hombres y mujeres que seguían vivos se subían a las ramas esperando a que el agua volviera al mar.

Pero la ola que impactó en José no fue la única. Quince minutos después del impacto en el puerto axelliano, otra ola de las mismas características penetraba en la villa de Carmen, un pequeño pueblo que se encontraba al otro lado del mar Intermedio, en Silvanio. Allí la catástrofe fue de similar envergadura que en José, donde supusieron que el número de muertos se contarían en miles. Y un poco más lejos, en otros lugares bañados por el mar Intermedio, la ola llegó a ellos azotándolos con violencia, pero con menos fuerza.

Fue una suerte para los habitantes de Marina que su ciudad mirase al océano abierto del mar del Este y estuvieran resguardados por un gran cabo que sobresalía del norte. Así, la ola que se originó en dicha dirección, pasó de largo dejando notar tan sólo un extraño zarandeo para los barcos que navegaban por allí.

En José, cuando la ola al fin cesó, el agua comenzó a retirarse lentamente regresando de nuevo al mar. La imagen que dejó fue

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tormentosa. Cuando la tierra volvió a emerger, la gente superviviente pudo contemplar el horror y la desolación del puerto del pueblo completamente en ruinas y los cadáveres de todos los yacidos, más todos aquellos que no veían y que permanecían atrapados debajo de los escombros.

Dos soldados supervivientes encontraron a Seleba atrapada en las ramas de un árbol. El río espontáneo que se había creado la arrastró hasta lo profundo del bosque, donde sus vestimentas se engancharon con las ramas. Por suerte, ella estaba viva. Ateleo apareció a unos cincuenta metros de donde se encontraba ella. También vivo, pero con la pierna atrapada con una roca inmensa que había arrastrado el mar hasta que se quedó sin fuerzas. Tan sólo la gente que había llegado hasta lo profundo del bosque, había logrado salvarse. La mayoría de ellos porque dejaron que la corriente los arrastrase, alejándolos de la tragedia.

Ahora todos se levantaban, desconcertados, aturdidos. Algunos gritaban el nombre de algún ser querido, buscando a sus hijos, padres, hermanos, amigos... Pero eran pocos los que respondían a estas llamadas. La mayoría de los desaparecidos estaban en José, casi todos muertos.

—¡Seleba! ¿Estás bien, Seleba? —preguntó Ateleo a quien le ayudaban dos mujeres a levantarse según se libraba de la roca que lo tenía preso.

Los soldados que habían encontrado al Hermano Mayor de Axelle, le habían sentado en una roca a esperas de que acudieran los sanadores más cercanos para que le atendieran y Ateleo pidió a las mujeres que le ayudaban que le pusieran al lado de Seleba. Una vez a su lado le tomó la mano, le apartó la melena rubia de la cara y la miró fijamente. Parecía perdida, aturdida. Estaba en un estado de shock.

—Gracias a Épsilon que estás con vida —imploró Ateleo. —¿Qué ha sido eso? ¿Qué clase de bestia ha hecho esto? —se

preguntaba a sí misma, con los ojos llenos de lágrimas, los dedos de las manos entrelazados y sangrando por algunos lados de la cara mientras sentía como algunas gotas le resbalaban de sus mechones hasta caer en sus rotas vestimentas.

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Enfrente de ella, la gente iba levantándose y caminaban como sonámbulos hacia José en busca de sus seres queridos, gritando llenos de dolor y furia. La imagen era espeluznante, terrorífica si cabe, pero lo peor lo encontrarían en los restos del pueblo, donde el hedor de la muerte estaba a punto de emerger. Un olor de putrefacción que los acompañaría durante las semanas siguientes, y con él emergería la enfermedad... El pueblo de José necesitaba ayuda con urgencia.

XIV

Una mañana más Leisa se veía obligada a levantar a Adan de la

cama. No entendía como podía dormir tanto, como no se cansaba de estar durmiendo horas y horas sin inmutarse, sin tan siquiera ser consciente del tiempo que podía permanecer dormido. Ella, que solía levantarse minutos antes de que el sol saliera, y sin embargo él se podía quedar durmiendo hasta la comida.

Aquel día Elena despertaba con muy buena cara. La gente parecía más feliz, más contenta que de costumbre. El mercado había abierto pronto, algunos jóvenes amenizaban las calles con alegres instrumentos de viento acompañados de cantos tradicionales y las señoras acudían al templo entre risas... En general, todo parecía indicar que sería un buen día.

Los más observadores se habían apostado en la entrada del templo a primera hora con intención de despedirse del Hermano Mayor. Los rumores afirmaban que en aquella mañana partiría hacia José para animar al pueblo tras la tragedia de la Indestructible. Y tras la marcha del Hermano, el resto del día no habría nada más importante que lo habitual en la capital, pero con ese ambiente festivo.

Leisa había llamado en varias ocasiones a la puerta de la habitación de Adan. Consciente de lo mal que le sentaba que entrase sin avisar, la muchacha había preferido aporrear la puerta hasta que los golpes lo despertasen. Pero nada, que no había suerte. Adan dormía plácidamente con la manta hasta la cabeza, ajeno de los múltiples golpes que Leisa daba. En la planta de abajo, algunos de

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los huéspedes del albergue le decían que entrase y se dejase de aporrear la puerta, pues no había posibilidad de que se despertase: «Se ha tirado roncando profundamente toda la noche. No nos ha dejado dormir a nadie de la planta» le dijo un anciano. Y ella, atestada de ropa para entregarle, empezaba a sumirse en la desesperación.

Hasta que al final, Leisa abrió la puerta. Y ahí estaba Adan, roncando plácidamente con las cortinas echadas para que la luz no le molestase. Ella le miró indignada y, sin pensarlo dos veces, se acercó a la cama dispuesta a desarroparle para después correr las cortinas y dejar que la luz lo desvelara del todo. Pero cuando llegó al pie de la cama y le vio ahí durmiendo, algo en él la conmovió. Se quedó mirándole unos minutos, con las ropas que traía pegadas a su pecho y con el impulso de despertarle con un suave zarandeo o un amable beso… Allí tumbado, arropado y durmiendo, parecía tan feliz… o al menos no se le veía tan preocupado como le había visto el día anterior. Durmiendo parecía que había encontrado la paz y por primera vez le vio guapo. Pero no. ¿En qué estaba pensando? Se sacudió la cabeza y se alejó de la cama para dejar las ropas encima de la cómoda y después dirigirse a la ventana y correr las cortinas.

El haz de luz iluminó la habitación de golpe y aquello fue más que suficiente para que Adan se despertara. Con rapidez se cubrió los ojos con la manta, no sin antes alzar la cabeza para ver a Leisa merodeando por la habitación.

— ¿Otra vez tú? Veo que en este pueblo eso de la intimidad no existe— dijo él con un bostezo.

—Llevo un buen rato aporreando la puerta y tú no te has inmutado —contestó ella ocultando su sonrisa—. Anda, tienes que salir de la cama, ya es casi medio día y tenemos muchas cosas que hacer.

—¡Dios, eres como mi madre! —exclamó él con un tono divertido mientras se reincorporaba en la cama. Ella se volvió hacía él y esta vez, cuando le vio con el torso descubierto, se ruborizó y giró la cabeza—. La ducha de ayer me dejó como nuevo. He dormido como los ángeles —empezó a contarle mientras se quitaba la manta

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de encima y se cubría la cintura con la sábana—. ¿Hay… «cayuqueros» limpios?

—¿Otros? ¿Y qué hiciste con los de ayer? —No pretenderás que me ponga los mismos. Además, necesitaré

ropa limpia. No puedo seguir con esa camisa y los mismos pantalones vaqueros.

—¿Perdón? —Camisa. —Y levantó la prenda para enseñársela—. Vaqueros.

—Y levantó la segunda prenda—. Supongo que tendréis que darme una túnica de esas que lleváis vosotros.

—Bueno, me he adelantado…. Lo cierto es que… esa camisa que tienes es muy bonita. Extraña pero bonita. Así que, me he permitido el lujo de quitártela esta noche, he tomado algunas medidas y con tela que tenía en casa, te hecho unas parecidas… Para que sientas como en casa el tiempo que estés aquí —le dijo con una amable sonrisa mientras las sacaba del montón de ropa y se las enseñabas—. Las que tenemos Axelle tienen un corte diferente a las de tu tierra.

Adan las cogió sorprendido y a la vez emocionado. Sería una tontería, pero aquel detalle había sido muy bonito por su parte. Las tomó entre sus manos y las miró estupefacto. Una era blanca y la otra de color marrón y las dos eran idénticas a la morada que llevaba consigo. Eran unas auténticas réplicas.

—Espero que te gusten —dijo ella con timidez. —Son muy bonitas. De verás que si… Gracias —respondió él

levantándose de la cama para ponérsela. La sábana se le cayó al suelo y la vista de ella fue directamente hacia su trasero, lo que hizo que se ruborizara en cuanto reparó en las intenciones de su mirada, haciendo que girase la cabeza de inmediato. Y eso que al menos hoy iba en «cayuqueros». El día anterior iba completamente desnudo y a Leisa no pareció importarle, sin embargo, ahora… algo había cambiado.

El largo de la camisa le cubría casi hasta las rodillas, tapándole un poco y rompiendo esa sensación tan violenta para Leisa. Y una vez con ella puesta, se miró de arriba abajo y le pidió su opinión.

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—Te queda muy bien —dijo ella—. Espero que no te importe, pero aprovechando que tenía un patrón para hacer la prenda, también me he hecho una a mí.

—¡Qué me va a importar! Sólo que habría que cortarle un poco por debajo. Aunque siempre me lo puedo remeter… Y ¿Para la parte de abajo? ¿También me has hecho unos vaqueros? —preguntó con picardía.

—Me hubiera gustado, pero desconozco como tu gente sacó este tipo de tela… Mientras, me temo que tendrás que ponerte esto— le dijo mientras sacaba del montón de ropa varias prendas que él miró con perplejidad.

—¿Una falda? ¿Unos bombachos? ¿No voy hacer un poco el ridículo con eso puesto?

—El ridículo lo harás si vas vestido con esa prenda llena de mierda, no con la falda. Además, aquí todo el mundo va con este tipo de atuendos, no con esto —dijo entre risas mientras cogía los vaqueros de Adan.

—Pues también es verdad —observó él—. Aunque lo mismo se pone de moda estas camisas. Por lo pronto, tú también tienes una.

—Eso sí —interrumpió ella con una sonrisa—. Lo mismo hasta me saco un extra.

—En ese caso, yo quiero el cincuenta por cierto, que sin mí camisa no habría negocio —añadió él antes de que arrancaran en varias carcajadas.

—Bueno, vete vistiendo. Yo te espero abajo pero hoy no hay desayuno… Ya se te ha pasado la hora.

Ella salió de la habitación con un suave contoneo que él observó con curiosidad. El día anterior habían empezado con mal pie pero aquella mañana, todo parecía ir mejor. Tal vez el hecho de poder ducharse, sentirse limpio y poder dormir a gusto había hecho que estuviera más relajado, menos irascible.

Se puso uno de esos pantalones anchísimos que estaban tan de moda en Elena y después, tras dejar hecha la cama, salió de la habitación y bajó a la planta baja donde ella le esperaba hablando con el encargado del albergue.

—Buenos días —dijo él al llegar.

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—Buenos días caballero —respondió el encargado; un señor bajito, de pelo cobrizo y muy rudo—. Algunos compañeros se han quejado de sus ronquidos, hasta han llegado a pedirme tapones de algodón porque decían que aquello parecía una bestia en celo.

—Discúlpeme… no sabía que roncaba. —Nada, no se disculpe… Si les molesta, que metan la cabeza

debajo de la almohada y punto —respondió él luciendo sus cuatro y separados dientes—. Y ahora, si me perdonáis, debo seguir con mis tareas.

El encargado se alejó dejándolos de nuevo a solas. Ella le miró con una expresión divertida y después le hizo un ademán para que le acompañase. Adan le preguntó adónde se dirigían, que planes tenía para él en aquella mañana. Pero los planes de Leisa no eran muy distintos a los del día anterior. Aún no tenía muy claro como debía enfocar este asunto, ni que diagnóstico era el correcto, pues a ella le habían dicho que se trataba de un desmemoriado. Pero no un desmemoriado cualquiera, sino uno que se estaba curando. Sin embargo, hablando con él y viendo como se comportaba, Leisa había empezado a dudar si realmente estaba enfermo.

Comenzaron con el mismo paseo que habían dado el día anterior. Primero por los jardines de la ciudad y después por las calles, alrededor del mercado, las casas bajas, los edificios públicos y finalmente el templo. La conversación fue fluida y sin volver al tema que realmente les ocupaba. Hablaron de comida, de juegos, de deporte… Y era curioso, porque Adan supo hablar de todas estas cosas sin ningún problema. Le habló de la comida que le gustaba; platos desconocidos de carne de la que jamás había oído hablar. Así como que también le habló de deportes y de juegos. Había cosas comunes: los dos habían jugado en alguna ocasión a eso de esconderse mientras uno tiene que buscar a los demás y también los dos habían participado en competiciones para ver quien corría más de un grupo de personas. Sin embargo, él empezó a hablarle sobre unos juegos que desconocía. Juegos en el que dos equipos votaban un balón e intentaban meterlo en algo que él llamó canasta. También habló de un juego de dos personas que se lanzaban una bola pequeña y tenían que devolvérsela con algo que llamó raqueta y de un juego

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de dos equipos donde corrían detrás de un balón para meterlo en lo que llamó portería. Allí, en Axelle, nadie practicaba esos juegos y escuchar esas cosas fascinó a Leisa.

Así transcurrieron varios días, donde los paseos interminables acompañados de larguísimas conversaciones se repetían una y otra vez de manera sistemática. La ruta solía ser siempre la misma y al final siempre terminaban, o bien en los jardines o en el templo de Elena, hablando ya de cualquier cosa.

Un día como cualquier otro, se acercaron al templo para proseguir con sus diálogos. Para Adan no parecía que fuera muy distinto a los días anteriores, pero Leisa quería enseñarle algo. Aún era temprano y se podía ver menos gente a la habitual. La poca gente que había dentro permanecía en el más absoluto de los silencios, rezando con la cabeza apoyada en el respaldo del banco de enfrente manteniendo un estricto orden. Leisa agarró a Adan de la mano y empezó a guiarle por el interior del templo que resultó ser más grande de lo que parecía.

Entraron por una puerta alejándose de la sala central dedicada a la oración y caminaron por un largo pasillo muy ancho lleno de gruesas puertas. Por él se extendía una gran alfombra azul y las paredes exhibían extraños candelabros a tono con el suelo. Adan no sabía adónde se dirigían, pero no preguntó esperando a que Leisa le mostrase aquello por lo que habían ido al templo. Estaba desconcertado, inquieto, caminando por aquellos lugares por donde nunca le había llevado.

Leisa abrió una de las puertas una vez que llegaron al final del pasillo y entraron en una sala tan grande como la principal, atestada de estanterías llenas de papiros y antiguos documentos llenos de polvo y telas de araña por las esquinas. En el centro había unas quince o veinte mesas de madera, con sus respectivos bancos adosados a los lados para que la gente se sentase. Casi no había nadie. Tan sólo un par de hombres y tres mujeres. Los hombres en una mesa y las mujeres en otra. Leisa se volvió y le hizo un ademán para avisarle que debía guardar silencio y mediante un gesto con la cabeza, volvió a invitarle para que la siguiese. Hasta que llegaron a

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uno de los bancos, el más alejado de toda la gente que estaba ahí. Ella se sentó a un lado y él enfrente de ella.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Adan. —La biblioteca. Normalmente suele ser un lugar de estudio para

los religiosos, aunque en Elena se permite la entrada de todo el mundo que quiera leer —respondió Leisa.

—¿Y para qué me has traído aquí? —¡Encima que me preocupo de que veas cosas nuevas! —

exclamó fingiendo estar molesta—. Es broma. Te he traído aquí para que conozcas este lugar, para que sepas que existe y que tienes a tú disposición todo lo que hay aquí... a lo mejor te ayuda a recordar.

—Ah... vale. Lo tendré en cuenta —afirmó él—. ¿Y ahora qué hacemos?

—Pues hablar —respondió ella acomodándose en el banco. —Vale ¿Y de qué toca hablar hoy? —le preguntó Adan. —Pues no sé. De cualquier cosa creo que está bien —respondió

ella en un susurro para no molestar a los demás. —¿Y así piensas hacerme recordar? —Bueno, hablando de cualquier cosa hemos hecho que

recordases los juegos del lugar donde vienes, los platos típicos, sus deportes... eso ya es algo ¿No te parece?

—Es cierto —dijo asombrado—. No había caído en la cuenta... Parece que recuerdo más cosas de las que pensaba. Pero todo eso es tan distinto a esto...

—Bueno, eso es cierto. Es como si vinieras de un lugar muy lejano.

—Pero el Hermano de Borja me dijo que «las bestias se habían tragado toda la tierra».

—Ya. Si en el fondo no sé qué pensar. Todo es tan complicado. Pero por lo pronto, la primera conclusión a la que llego es que no estás desmemoriado.

—Supongo que eso es bueno. —Bueno no, mejor. Créeme, si estuvieras desmemoriado estarías

sentenciado a muerte. Lo único que al Hermano Mayor no le gustará este informe. Seleba confía en que pueda decir que te estás curando de la desmemoria para así poder dar esperanza al pueblo. Aunque, si

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lo vemos desde otro punto de vista, que demos por sentado que eres de otro lado implica que hay más tierras más allá del Este... y eso también es esperanzador.

—Imagino —respondió Adan con reservas. —¿Qué te ocurre? —preguntó Leisa observándole con curiosidad,

pero él no respondió, sino que hizo una mueca extraña—. Puedes decirme lo que sea. Confía en mí.

—Perdona Leisa pero... es que... No creo que de donde yo venga pudiera haber un lugar como éste —al fin contestó.

—¿A qué te refieres? —Digo que... es imposible que exista este lugar. Como tampoco

es posible que existan bestias que se traguen la tierra, ni la dama Chrystelle, ni el niño Cuspier... En mi mundo no hay lugar para el vuestro.

—¿Cómo estás tan seguro de eso? —preguntó con precaución—. Tú mismo hablaste de una bestia con el cuello largo y ojos rojos.

—Sí... y lo sé... Es que ¡Es absurdo! —respondió —¿El qué es absurdo? Dilo Adan. No te pienso juzgar por ello. —¡Esto! Por ejemplo —respondió señalando al templo—. Este

lugar, vuestras calles, vuestras ropas... los baños públicos, vuestras costumbres... Parecen sacadas del modo de vivir de la gente de hace más de mil años... A veces pienso que es un sueño, que en cualquier momento despertaré en la cama de mi casa, con mi novia, con mi trabajo... con mi vida.

—Pero no es un sueño —le interrumpió Leisa. —No... No lo es —concluyó él—, y eso es desalentador. —¿Por qué no me hablas de Lucía? —Lucía —repitió él sin saber que decir—. ¿Qué quieres que te

diga de ella? —El otro día mencionaste su nombre. Dijiste que ella era tu

mujer. —Mi novia —rectificó él. —Sí... eso. ¿No recuerdas nada más? —Estos días he intentado acordarme más de ella. Su nombre llegó

a mi memoria a través de un sueño y no estoy seguro de que esos

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sueños me estén revelando nada. No encajan. Puede que Lucía no exista.

—¿Por qué estás tan seguro? —Porque en mis sueños, yo estaba en un hospital acompañando a

mi madre que se moría. Ella estaba conmigo, dándome su apoyo y aquello me reconfortaba. Y según recuerdo, en mis sueños, entre ella y yo había una cierta sensación de... malestar. Como si ya no nos quisiéramos, como si no estuviéramos destinados a seguir juntos, pero lo hacíamos por mi madre.

—Y ¿Qué es lo que no encaja? —preguntó desconcertada. —En el sueño, mi madre era una anciana muy mayor... Tenía

noventa años. —Una mujer muy longeva —comentó sorprendida. —Sí... desde luego. Pero si yo tengo treinta y dos años, es

imposible que fuera mi madre. No abundan los casos de mujeres que se queden embarazadas con cincuenta y ocho años.

—Lo que no abundan son mujeres con cincuenta y ocho años —pensó en alto.

—Ves, esa es otra cosa que no encaja... En mi mundo, la gente vive mucho más. Los hay hasta de cien años. No se mueren a los cuarenta. Aunque por otro lado, viendo como vivís, no es de extrañar que os muráis tan pronto.

—Y ¿Cómo estás tan seguro de tu edad? ¿Cómo sabes que tienes treinta y dos años? —le preguntó con picardía.

—No lo sé —respondió confundido. Él guardó silencio pero ella no le interrumpió, dejándole que

meditara sobre todo lo que estaba diciendo. Y era cierto, no tenía ni idea de cómo había llegado a esa conclusión, cómo había recordado su edad. De todos modos, sus sueños parecían que no le traían nada nuevo y no podía aferrarse a ellos, pues había muchas incongruencias que no podía explicar. Sin embargo, sí aceptaba el hecho de que pertenecía a un mundo diferente y no a ese que le envolvía en este momento. Pero ¿Cómo podía estar tan seguro? Entonces recordó lo que le dijo el Hermano de Borja, aquella historia de ocho dioses alineados con el bien y con el mal, de cómo arrojaron

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a las bestias y como estas se tragaron la tierra denigrando al mundo en aquello que ahora le rodeaba.

¿Y si su mundo hubiera sido engullido por las bestias? ¿Y si el mundo que él añoraba había dado paso al que tenía enfrente de sus ojos? Recordaba el graznido del monstruo que se había aparecido en aquel primer sueño y entonces se preguntaba ¿Acaso pertenecía a ese lugar?

—Leisa —dijo al fin—. Creo que sigo sin tener las respuestas. Puede que incluso aquello que creía que había recordado, sea sólo un extraño recuerdo.

—Bueno, ante todo, no te preocupes. Es normal lo que te ocurre. —Y ¿Cómo sabes que es normal si no sabes qué me pasa? —

rebatió Adan—. Sé que tienes una teoría de lo que me ocurre ¿Por qué no me lo dices? Se sincera conmigo —contestó malhumorado, pero tratando de contener la rabia para no gritar. Ella le miró compasiva, apenada por ver lo confundido que estaba.

—Te encontraron en la playa —interrumpió el incómodo silencio que se había creado—. No recordabas nada y te llevaron al pueblo. Tus vestiduras son extrañas, tu acento no es del todo acertado e incluso a veces dices palabras de las cuales desconozco su significado. Hablas de juegos y comidas que no son de Axelle y de un mundo diferente, aunque aún estoy esperando que me digas sus diferencias... Pero también has hablado de una bestia, que es algo muy propio de estas tierras... —Y volvió a guardar silencio como quien medita sus palabras—. No sé qué debo pensar, no sé que se espera que haga contigo. Me dijeron que venías de Borja, como cualquier otro desmemoriado en busca de la cura. Pero tú eras diferente. Tú recordabas cosas cuando se suponía que no recordabas nada... Puede que tú estés enfermo, o ta l vez no. En cualquier caso, es algo que desconozco. Y es difícil ayudarte porque de todo lo que dices, ni tú mismo puedes diferenciar que es real de lo que no. Hasta ayer tenías una madre fallecida y una mujer. Hoy crees que no era tu madre y en consecuencia dudas de quién es Lucía o si realmente existe esa tal Lucía... Lo curioso de todo esto es que Lucía es una ciudad de Silvanio, una ciudad que se encuentra en medio de los montes Bernardo... Creo que lo estás mezclando todo y en

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consecuencia, estás creando un mundo paralelo de donde crees que provienes, pero no vienes de un lugar más diferente que este.

—Y entonces... ¿Qué voy hacer? —preguntó en una súplica. —Tal vez ha llegado el momento... Ha llegado el momento.

XV —Ha llegado el momento —dijo Lucía mientras se secaba las

lágrimas de los ojos. —Lucía, por favor —le rogó él. —No, no sigas por ahí. No podemos seguir juntos. ¿Por qué

queremos seguir engañados? —Yo te quiero. —Ya —contestó incrédula. Él se apostaba enfrente de ella cerrándole el paso e intentando que

no saliera por la puerta de la casa, pues Lucía ya había preparado una maleta de mano con la que deseaba salir.

Había sido un mes muy duro. Tras la muerte de la anciana, Lucía pensó que los problemas que habían tenido tiempo atrás, donde él apenas le dedicaba tiempo para seguir con su trabajo, desaparecerían. Que tal vez ahora decidiera dar prioridad a su vida personal y con esa perspectiva, con aquella débil esperanza, había decidido afrontar los siguientes días a la expectativa tras el regreso a una relativa normalidad. Pero él había tardado poco en sumergirse de nuevo en su trabajo.

Una vez más se convertía en su vía de escape y ella quedaba relegada a un segundo plano y no estaba dispuesta a admitirlo. No, ya no. Ella quería más, pedía más y ahora, por fin había comprobado hasta que punto estaba dispuesto a ceder él. Pero le dolía. Era una decisión muy dolorosa que había aplazado durante mucho tiempo y ahora era más difícil de tomar.

—Lo siento —se disculpó ella. —Lucía, te prometo que... —No me prometas nada —le interrumpió—. No te molestes,

porque tú nunca cumplirás estas promesas. Tu trabajo es tu vida.

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Nunca podrás darme lo que necesito porque lo que haces ocupa todo tu tiempo.

—Esta vez no —dijo él pero Lucía no dejó que continuara y le puso la mano en sus labios implorando su silencio.

Los ojos de los dos se encontraron en ese instante. Empañados en lágrimas, con la respiración agitada y la angustia apretándoles en la garganta, porque en realidad ambos sabían que se querían, incluso que se necesitaban, pero sus conceptos de lo que entendían como relación eran diferentes y aquello podía ser devastador para Lucía.

—Antes de que tu madre enfermara, recuerdo que te dije que no podía seguir así y tú contestaste que te diera un poco de tiempo. Necesitabas acabar ese trabajo y después... después estarías conmigo para siempre. Dejarías el proyecto y te dedicarías a otras cosas que te permitieran estar conmigo todos los días. Nada de viajes, nada de mudarse a la otra punta del mundo durante varios meses... Decías que estarías aquí, conmigo. Formaríamos una familia y nos dedicaríamos a nosotros. Pero...

—Y te prometo que lo haré en cuanto lo acabe —se excusó. —Ya lo acabaste. Lo acabaste y empezaste otro, y después otro...

Y siempre habrá otro que empezar, otro ambicioso proyecto en el que embarcarse... Y no es que lo desapruebe, pero la que sigue esperando soy yo... Cuando enfermó tu madre, recuerdo que ese día estaba dispuesta a irme de aquí y no volver. Pero apareciste tú, abatido, y me quedé. Aquellos días vi algo en ti que me pareció no haber visto nunca. Tal vez el arrepentimiento de no haber pasado con ella todo el tiempo que deseabas debido a tus continuos viajes y obligaciones que te obligan a estar tan lejos de los tuyos. Te vi por primera vez indignado, cabreado incluso... y tonta de mí, pensé que lo mismo esto te cambiaría...

—De verdad Lucía, necesito que me creas. Tengo planes, planes para nosotros. Yo... yo también quiero casarme. Una boda por todo lo alto ¡E hijos! Porque no hay nada en este mundo que más ilusión me haga que convertirme en el padre de aquellos que sean tus hijos.

—¿No lo ves? ¿Acaso no te das cuenta? Vuelves a las palabras. Sigues prometiendo esa postal que tantas veces me has vendido. El matrimonio, los hijos, tú y yo. Pero yo ya estoy harta, hasta de

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esperar. Tienes treinta y dos años, yo treinta y cinco, no estamos casados, no tenemos hijos... Estamos igual que como empezamos, vivimos igual que una pareja de veinteañeros y tú no estás dispuesto a dar más... ¡No puedes dar más!

—Vale, lo dejo todo —le interrumpió—. En serio. Hoy mismo, se acabó. Cambiaré de trabajo y empezaré una nueva vida aquí, contigo. ¡Casémonos! —le propuso.

—Y ese día, morirías por dentro... Cariño tú necesitas a alguien que entienda tu mundo y yo necesito a alguien que quiera compartir el mío.

—Pero, yo te quiero —confesó. —Y yo también —dijo Lucía—. Pero el amor no es siempre

suficiente. —Sí que lo es —afirmó él. Lucía agarró la maleta con fuerza y trató de esquivarle para salir

por la puerta. Pero él seguía en medio, entorpeciendo su salida, evitando por todos los medios que se fuera. Él le suplicó una vez más, pero ella no respondió. Tan sólo agachó la cabeza y esperó paciente a que se retirara, a que aceptase que entre ellos todo ya había acabado.

—Por favor, déjame salir. No lo hagas más difícil —suplicó ella llorando, pero sin levantar la vista. Puede que él la hubiera visto llorar en muchas ocasiones, pero ahora ya no le apetecía que la viera así.

—Lucía —dijo él en un tono que parecía invitar a reflexionar. Pero ella ya lo había reflexionado durante mucho tiempo.

—Por favor —se limitó a repetir. Él fue a tomarla de la mano, a abrazarla y a darle un beso como

último intento de recuperarla. Pero ella se retiró, levantó la vista al frente y evitó que sus ojos se cruzasen de nuevo. Fue entonces cuando él comprendió que ya todo estaba decidido. Que no había nada en sus manos para resolver aquel problema, de curar la relación que él había descuidado. Y lleno de rabia, frustración y pena, se apartó de la puerta y dejó que Lucía se marchase.

Ella no se demoró en cuanto vio que le dejaba el camino libre y volvió a coger la maleta con fuerzas para salir de allí. Tomó el pomo

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entre sus manos, lo giró, la puerta se abrió y ante sus ojos aparecieron miles de imágenes de todo lo que habían vivido juntos, de toda la historia que se había creado entre ellos. Y aunque hubiera deseado cerrar la puerta y quedarse con él, en su interior sabía que sólo serviría para demorar un poco más aquel momento.

Con cabeza alta y sin echar la vista atrás, Lucia dio los primeros pasos que la pusieron en el rellano ante la atenta mirada de él, que se había vuelto con la confianza de que sus miradas se cruzasen una última vez y que pudiera expresarle todo lo que había sido incapaz mediante las palabras, mediante los hechos. Sin embargo, Lucía no se volvería, consciente de que si lo hacía no podría partir.

Dos pasos más y cerró la puerta, quedándose ella en el rellano y dejándolo a él en la casa, y esta vez solo. Pero tardaría un poco más en seguir con los pequeños pasos que le llevarían fuera del edificio, porque aun cuando ya estaba todo decidido, seguía reflexionando, pensando en la última posibilidad. Él se acercó a la puerta, llevó la mano a la mirilla, pero no asomó la vista. Quería sentir la dureza de la madera, acariciándola con rareza. Y los dos, apoyados en un lado distinto de la puerta principal, se dedicaron mentalmente el último beso, el último adiós. Su relación había terminado, y esta vez, para siempre.

Lucía se secó las lágrimas y con un pañuelo de papel se sonó la nariz mientras él lo escuchaba desde el otro lado. Así supo que aún estaba en la puerta pero nunca entendería por qué no la abrió, por qué no lo intentó una última vez. Tal vez, él mismo había comprendido que Lucia tenía razón. Se querían demasiado pero sus caminos eran opuestos, giraban por líneas diferentes que eran incapaces de cruzarse. Por primera vez, él entendió lo que Lucía había querido decirle en tantas ocasiones, y por eso, dejó que se marchase.

Con él ahora sólo había una casa medio vacía. Sin la ropa, sin las fotografías, sin la esencia de la persona que había estado a su lado durante tanto tiempo. Se dirigió a la ventana del salón y al asomarse vio como Lucía se subía a un taxi, sin levantar la mirada hacia la ventana de la que había sido su casa, seguramente convencida que allí se lo encontraría a él. Y efectivamente allí estaba. Él vio por última vez a ese rostro bello y delicado de muñeca de porcelana que

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se alejaba de su vida, pues nunca más su voz replicaría en sus tímpanos, ni su piel acariciaría la suya, ni se encontraría sus miradas... Lucía salía de allí como un ladrón que huye de la escena de un crimen para nunca más volver.

Cuando el taxi se perdió en la lejanía, él se alejó de la ventana y echó un vistazo al salón que ahora le parecía más grande. Se dirigió hacia el mueble—bar y allí sacó una botella de ron. La agarró del cuello y con desdén se la llevó hacia la cocina, limpia y reluciente, sin ningún plato que limpiar, sin ninguna olla con comida del mediodía. Abrió un armario y de él sacó un vaso ancho, le echó hielo y después vertió el contenido de la botella hasta que los hielos fueron cubiertos del amargo líquido.

Le dio un ligero trago apoyado en la encimera y después se llevó el vaso y la botella hacia el salón, que continuaba en una eterna pausa. Con la televisión apagada y el equipo de música desconectado, tan sólo el silencio era lo único que le acompañaba: el silencio y el sonido de ron al tocar el hielo del vaso según se lo rellenaba.

Se desabrochó la corbata y dejó que esta le colgase del cuello a punto de desprenderse al suelo, se secó las tímidas lágrimas con el puño de la camisa y se sentó en su chaise-longe abatido mientras se sumía en los efectos del alcohol, comprendiendo con cada trago todos los errores que cometió hasta que la botella llegó a vaciarse, por lo que asumió que habían sido muchos. La cabeza le iba dando vueltas cada vez más fuerte hasta que al final, el vaso se le cayó al suelo manchando la moqueta y él se sumergió en un profundo sueño.

Al despertar se encontró en una mullida cama de lana y en una habitación oscura, tan solamente iluminada por una vela blanca. Había un agradable olor en el ambiente, pero no sabía dónde estaba, lo que le aturdió un poco. Miró hacia varios lados y después levantó la manta con la que estaba cubierto. Descubrió que estaba casi desnudo y empapado de sudor. Aquella manta era extraordinariamente abrigada. Se la quitó y trató de ponerse en pié, pero entonces sintió un pequeño mareo lo que hizo que volviera a sentarse en la cama. Entonces, la puerta de la habitación se abrió

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apareciendo Leisa con una expresión de preocupación un tanto extraña.

—¿Dónde estoy? —le preguntó él. —Estás en mi casa... Preferí traerte aquí en lugar del albergue.

Allí nadie hubiera estado pendiente de ti —contestó mientras le tocaba la frente.

—¿Qué ha sucedido? —Te desmayaste —respondió Leisa. —¿Me desmayé? —Estábamos en la biblioteca, hablando... y de pronto te caíste al

suelo —aclaró. —¿Crees que es algún nuevo síntoma de mi enfermedad? ¿Qué

esté relacionado con que no puedo recordar? —No. Creo que te dio un ataque de ansiedad. Estábamos

hablando de muchas cosas que te resultan muy estresantes y hablando, empezaste a respirar con dificultad, hasta que te resbalaste de la silla y te caíste al suelo... Creo que la culpa fue mía. Te agobié —dijo con culpabilidad—. Lo siento.

—No te preocupes. No pasa nada —contestó él apartándose el sudor de la frente—. Así que, esta es tu casa —observó con curiosidad. Ella asintió con la cabeza mientras trataba de mirar a otro lado que no fuera él—. Y ¿Vives sola?

—Sí. —¿No tienes a nadie? —preguntó desconcertado y ella negó sin

mediar palabras—. Es difícil de creer... una mujer como tú y sola. Debería ser pecado —trató de bromear aunque la cabeza le seguía dando vueltas.

—Será mejor que te tumbes y descanses. Si quieres puedo traerte un vaso de agua.

—Te lo agradecería —respondió él. Leisa salió de la habitación dejándole solo de nuevo y él

aprovechó para dar una nueva vista a toda la habitación. A pesar del aspecto tosco que tenían las paredes, había una extraña fragancia muy agradable flotando por el ambiente. Se respiraba a paz y tranquilidad.

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Ella regresó en muy poco tiempo, con el vaso casi a punto de ser desbordado de agua y con una fruta para que comiera algo. Se lo extendió y él bebió en un sorbo para poder vaciarlo sin que se le derramase nada. Después, lo posó encima de una pequeña mesa que había al lado de la cama y miró la fruta con sorpresa. Una pera. Le dio un mordisco y masticó con mucho gusto.

—Y ¿Por qué estás sola? —preguntó tratando de dar conversación. En ese instante reparó en que no sabía nada de ella.

—Cosas de la vida —se limitó a contestar mientras observaba como comía—. ¿Te gusta?

—Mucho —respondió él mientras daba un nuevo mordis-co—. Y ¿Qué cosas te ha hecho la vida para que estés sola? —continuó indagando.

—No estamos aquí para hablar de mí —contestó Leisa evadiendo la pregunta.

—Bueno, pero eso no quita para que nos conozcamos un poco... Cuéntame cosas de ti.

Pero Leisa no contestó. Tan sólo le sonrió, una sonrisa amable, aunque escondía algo que Adan no lograba advertir. Dio varios pasos hacia él, volvió a tocarle la frente para comprobar si tenía fiebre y después se dio media vuelta.

—Termínate la fruta y después sigue durmiendo. Necesitas descansar —dijo antes de salir de la habitación.

—Vale. Me ha quedado claro. No es de mi incumbencia —respondió él.

Pero no parecía molesta con la pregunta, aunque si la notó triste. Leisa volvió a dedicarle una nueva sonrisa antes de salir de la habitación y después cerró la puerta, dejándole en soledad entre las rudas paredes. Adan se tumbó por completo en la cama y se arropó con la gruesa manta. Y con los ojos fijados en el techo, volvió a acordarse de Lucia.

XVI Merlo llegó al templo con bastante expectación. Se había ido

acercando lentamente, observando las continuas miradas de acecho

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de la gente con la que se encontraba y había permanecido un rato medio escondido tras uno de los muros, esperando que toda la comitiva que permanecía en la entrada se dispersase. Todos parecían bastante mal humorados. Después de llevar cuatro horas allí afincados, al final parecía que el capitán no asomaba por el camino y en consecuencia, se quedaban sin la diversión que Jereno había prometido.

Cuando la gente que estaba en la explanada por donde se entraba al templo empezó a alejarse, Merlo decidió continuar su camino hasta las dependencias del Hermano de Marina. Agachó la cabeza para pasar desapercibido, comenzó a caminar con pasos muy pequeños como cualquier otra persona que quisiera entrar en el templo para rendir un tributo a su fe. Pero era difícil que pasase desapercibido, con la cimitarra asomando en un costado y las empuñaduras de los cuchillos luciendo tras sus botas.

Dentro había una decena de personas, todas hablando con un tono bastante alto, vociferando improperios mientras se sujetaban los unos a los otros para no enzarzarse en una pelea. No había bancos en los que sentarse, como tampoco se desprendía ese olor a incienso tan típico de otros templos. Poco parecía aquel lugar a esos sitios donde se rendía culto en Axelle, más bien parecía los pasillos de una taberna de mala muerte, donde la gente aprovecha los empujones de los demás para excusar sus peleas. Del techo colgaba un inmenso candelabro lleno de velas blancas que iluminaba la sala central con unos tímidos destellos que impedían ver las facciones de la cara de las personas que tenías enfrente, lo que favoreció a Merlo para poder caminar sin muchos problemas, esquivando a la gente mientras buscaba casi a tientas las escaleras que daban al piso superior.

Se pegó a uno de los muros y sin levantar la mirada, caminó rodeando la sala, confiando en encontrar la salida a las escaleras. De pronto una silla de madera reventó delante de sus ojos, lanzada por uno de esos hombres que estaba enzarzándose con otro señor que parecía embadurnado en alcohol. Este logró deshacerse de la persona que le sujetaba y se lanzó hacia su víctima para propinarle tantos puñetazos como pudo en un segundo. Merlo evitó que su mirada se fijase en ellos mucho tiempo, procurando que no se percatasen de su

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presencia y el hecho de mirarlos les sirviera de pretexto para meterle en la trifulca, y de una zancada evitó los trozos de madera para continuar su camino hasta que, al final, logró salir de la sala principal.

Tras la puerta se erguía una escalera de caracol con los escalones muy desgastados y sin ningún tipo de iluminación. Merlo miró hacia arriba y después hacia abajo sin lograr ver nada. Pero se percató como las escaleras subían y bajaban a otras plantas. Supuso que las dependencias de ese tal Jenero, el Hermano de Marina, estarían en la planta superior, como en todos los templos, y se puso en marcha poniendo las manos sobre las paredes. Parecía que las escaleras estuvieran hechas con tierra y notaba como se levantaba un poco de polvo a cada paso que daba. Dos pasos y al levantar el pie para posarlo sobre un nuevo escalón, resbaló y cayó al suelo.

—Mierda —masculló. Se levantó de nuevo y volvió a intentarlo, pero esta vez sin

levantar los pies, arrastrándolos. Así logró subir hasta la segunda planta, donde dos antorchas iluminaban el pequeño descansillo. Enfrente de él vio una puerta de hierro con una gran anilla colgando del centro de esta y un banco de madera de los que con anterioridad debieron estar en la sala principal, cuando aún se rezaba en Marina. Se acercó a la puerta y llamó usando la anilla y después analizó su alrededor mientras esperaba que le abrieran. Segundos más tarde, alguien empezó a abrir los cerrojos.

Tras la puerta apareció una mujer joven, de unos diecisiete años, con una túnica corta que le tapaba sólo hasta la media pierna y con el pelo recogido con una goma.

—¿Qué desea? —preguntó extrañada. —Estoy buscando al Hermano de Marina. ¿Está aquí? —preguntó

el capitán intentando ver que había tras la puerta de la habitación, aunque la muchacha impedía su visión.

—¿Quién pregunta? —Soy el capitán Merlo —respondió con firmeza. La señorita le

miró sorprendida, recordando haber oído ese nombre con anterioridad y no muy gratamente. Tras ella, se pudo oír como alguien preguntaba quién llamaba a la puerta.

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—Un segundo —le dijo la muchacha. Cerró la puerta y al poco después, volvió a aparecer invitándole a entrar.

La puerta se abrió de par en par y la muchacha se retiró dejando que el capitán pasase en su interior. La mujer estaba pálida, como si estuviera asustada por lo que pudiera suceder, y en cuanto él entró, ella salió de la habitación dejándole solo con el hombre que había en el interior. Tras la puerta había un pequeño y ancho pasillo con una puerta de madera enfrente. El suelo estaba cubierto de tierra y en medio de una de las paredes había un candelabro clavado con cuatro velas encendidas. Se aproximó a la puerta que daba al interior de las dependencias del Hermano de Marina y la abrió con timidez. Tras ella se encontró una sala tan grande casi como la principal, llena de lámparas de aceite por todos los rincones, una mesa redonda de madera maciza y grandes ventanales que daban a la parte trasera del templo, mirando al mar.

En la mesa había un par de botellas del ron y whisky, cuatro vasos y una barra de pan, y sentado en una de las sillas estaba Jenero, el Hermano de Marina. Un señor bastante corpulento, con una expresión sombría en el rostro. Con los ojos hundidos, una espesa barba negra y una cicatriz que le recorría desde la frente hasta la mitad del cuello. Sus ropas estaban rotas y llenas de manchas y su aliento apestaba, y eso que Merlo aún se encontraba en la puerta de madera. A su lado estaba Satuo, un estrambótico hombrecillo, de baja estatura y de complexión delgada, que hacía las veces de consejero del Hermano. Lo que Jenero no sabía era que Satuo, que se había ganado su confianza a base de proporcionarle buenas hierbas, había logrado acceder a él gracias a Seleba. Su cometido era la de salvaguardar los pactos establecidos entre Elena y Marina y asegurarse que a Jenero no se le ocurría la idea de romperlos. Y en el caso que se le pasase por la cabeza, disuadirle de sus planes. Esto lo sabía Merlo y sabía que sería su mejor baza para salir ileso de este entuerto.

—¿Quién te ha advertido que te estábamos esperando? —preguntó malhumorado mientras se llevaba a la boca un cigarro de las hierbas populares de Axelle.

—¿Perdón?

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—Sí. No has venido por el camino y yo tenía a medio pueblo esperándote en la entrada para darte una calurosa bienvenida. ¿Acaso alguien te ha advertido de nuestra presencia?

—En absoluto... Antes de salir de Elena me aconsejaron que no circulase por los caminos debido al gran número de asaltantes que merodean por allí —contestó con cautela.

—Pues nos has jodido la diversión —confesó mientras se levantaba y se acercaba a él a pequeños pasos.

—Disculpe, no le entiendo —comentó Merlo un tanto sobrecogido, fingiendo que no sabía nada acerca de los planes que tenían para él.

—Nada, capitán... Tan sólo queríamos un poco de esto —y sin pensárselo dos veces, Jenero le dio un puñetazo que le tiró al suelo.

El Hermano arrancó en una maquiavélica carcajada, y sin esperar a que su oponente se levantase del suelo, comenzó a darle una serie de patadas en el costado que impidieron que el capitán pudiera levantarse. Satuo rió como lo hacía siempre, y aquello reconfortaba al Hermano de Marina.

—Me hubiera gustado que todo el mundo tuviera la opción de divertirse como yo, pero teniendo en cuenta que nos has esquivado a todos, supondré que será un placer que se me tiene reservado únicamente a mí —dijo Jenero mientras Merlo seguía tirado en el suelo—. Levanta asesino. Levántate del suelo si no quieres que siga dándote una paliza.

Merlo se levantó con dificultad, pero intentado disimular el dolor del costado.

—¿Así es como recibís a todo el mundo aquí? —preguntó con osadía.

—No. A otros los matamos directamente, pero contigo queremos disfrutar un poco. No sería justo que sólo yo disfrute del arte de los golpes. Se te acusa de haber matado a cien hombres... es una grave acusación. ¿Verdad Satuo?

—Cierto Jenero… Pero yo dejaría que todo el mundo se divirtiera con él —aconsejó el hombrecillo.

—No sabía que aquí se me fuera a juzgar —le interrumpió el capitán—. Creí que mi juicio ya había tenido lugar en Elena.

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—Y ese fue el juicio que tuvo lugar en Elena y ésta es la condena... Amigo, aún no he pensado en cómo acabar contigo.

—Disculpe Hermano, pero yo no he venido hasta aquí para que se acabe conmigo. Yo he venido con una misión que cumplir. Órdenes directas del mismo Hermano Mayor —informó el capitán intentando mantener la compostura. Jenero le miró desafiante, le sonrió y después volvió a darle otro puñetazo, pero esta vez no le tiró al suelo.

—A ver niño pijo, esto no es Elena, y lo que diga esa zorra de Seleba aquí no tiene valor, así que no me vengas de listillo o no alargaré mucho tu muerte —respondió Jenero con frialdad.

—Mira, estoy de acuerdo contigo en eso de que Seleba es una zorra —pensó en alto el capitán mientras se palpaba el mentón notando como por su barba corría un poco de sangre.

—La más zorra de todas —puntualizó Jenero. —Yo lo que no entiendo es cómo dejáis que se salga con la suya

y os pudráis aquí —espetó Merlo con astucia. —¿Cómo dices? —Que no entiendo como vosotros permitís que Seleba os

convierta en lo peor de Axelle. Habéis permitido que haga de vosotros lo que quiere, convirtiendo a este pueblo en todo lo que no quiere para ella, confinando a tu gente en las tierras donde sólo os aguarda la muerte. Sin comida, sin educación, sin ejército... Abandonados a vuestra suerte.

—Nosotros no necesitamos que Elena nos proteja, mequetrefe. Somos autosuficientes.

—Y por eso os morís de hambre, por eso la gente vive en casas destrozadas y el caos reina por las calles...

—Aquí somos libres. Cada uno puede hacer cuanto le venga en gana, sin límites, sin ley.

—En consecuencia, sois unos salvajes. Y lo sois porque así lo que quiere Elena... Es una pena que sucumbáis tan fácilmente a los deseos de Seleba... Tenéis potencial suficiente como para que Marina sea la ciudad más prospera de todo Axelle —dijo haciéndose el interesante mientras Satuo le miraba con desconfianza.

—Nosotros no sucumbimos a los deseos de esa zorra —sentenció Jenero malhumorado, dolido...

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—Discúlpeme que lo dude, pero Seleba hace lo que quiere con Usted —respondió Merlo sin apartar la mirada de Satuo quien empezaba a mostrarse más nervioso.

—Aquí, Seleba no tiene poder —respondió Jenero en casi un susurro un tanto desafiante. Y en el mismo modo, Merlo se acercó a él y le susurró.

—Sí lo tiene. —El capitán le dedicó una amplia sonrisa que solía desquiciar a todo el mundo y Jenero respondió con un puñetazo que casi le vuelve a tirar al suelo—. Puedes pegarme si así te sientes mejor, pero la realidad es que Seleba maneja a Marina gracias a tu consejero.

—¡Qué dice este imbécil! —gritó Satuo con intención de acercarse al capitán y atizarle una patada, pero no se atrevió.

—Este señor está aquí gracias a las maniobras de Seleba. Es su chivato y vela por los intereses de Elena.

Satuo corrió hacia el capitán para hacerle callar, pero Jenero le echó el alto en el camino. Le agarró de la pechera, le miró desafiante y después, sin soltar a su consejero, se volvió hacia Merlo.

—Si te soy sincero capitán, admiro a la gente que hace lo que sea por salvar su culo. Veo que tú no te andas por las ramas. —Pero el capitán no respondió. Los dos se dedicaron una sonrisa y el Hermano se volvió hacia su consejero—. Bueno Satuo, ¿Algo que decir al respecto?

—¿No irás a creer las palabras de un necio como éste? —preguntó asustado según sentía como Jenero apretaba más la mano sin soltarle de la pechera.

—No lo creería así sin más. Pero he de decirte, amigo, que últimamente has debido de ser poco discreto en tus charlas con los pescadores de Elena y ya son varios quienes me han advertido tus verdaderas intenciones —respondió con total tranquilidad.

—Jenero… eso es mentira —dijo con la voz temblando. —Lo sé —respondió Jenero y sin que Merlo pudiera darse cuenta,

con la otra mano, el Hermano sacó una daga y se la incrustó en el cuello del consejero.

Satuo no pudo emitir ni siquiera un grito de dolor. El aire se interrumpió de golpe y notó como el estómago se le comprimía en su

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abdomen con el Hermano mirándole sin dejar de sonreírle y la sensación de su sangre recorriendo su cuello y sus ropas fue lo último que sintió momentos antes de desplomarse al suelo.

Jenero ni se había inmutado. Era lo más normal y, en el fondo, Satuo sabía que tarde o temprano acabaría así, como la mayoría de los consejeros y Hermanos de Marina. Y tras el golpe de la caída del cadáver contra el suelo, Jenero se volvió hacia el capitán, le sonrió y le preguntó:

—¿Por dónde nos habíamos quedado? Merlo trató de mantener la compostura. Ante todo no debía

permitir que Jenero captase su temor, porque seguramente sentiría asco por una persona que se sobrecogiera por cosas que para él eran tan normales. Se puso firme y contestó con normalidad.

—Te hablaba acerca del potencial de vuestra gente para poder vivir tranquilamente, pero que es algo que no interesa en Elena... Aunque supongo que Seleba no estará siempre de suerte y el día que despierte esta gente, Elena tendrá que prepararse —informó mientras se acercaba a la mesa, cogía un vaso y vertía un poco de ron—. ¿Me permite? —Y Jenero asintió levemente con sorpresa por lo osado que era el capitán. Eso siempre era digno de admiración—. Cuando he llegado, he reparado que los barcos pesqueros no se adentran al mar, sino se quedan cerca de la orilla, donde apenas suele haber peces.

—Son los pescadores de Elena. Vienen aquí a coger algo de pescado y luego se lo llevan a la capital. Y como no hay guardia que custodie el mar, no se atreven adentrarse más allá.

—¿Qué son pescadores de Elena? ¿Lo que pescan no es para esta gente? —preguntó sorprendido.

—No —contestó—. ¿Quieres un cigarro de hierba? —invitó Jenero y Merlo asintió. El capitán no era muy aficionado a ese tipo de cigarros, le solía relajar demasiado, pero en esta ocasión aceptó por no ser descortés. Se acercó a él y dio una zancada para saltar el cadáver de Satuo—. Ésta es buenísima —le informó mientras le daba una gran calada y luego se lo pasaba.

—¿Y cómo lo permitís? Cogen peces en estos mares y se los llevan para otra gente. Mientras tanto, vosotros os quedáis sin nada.

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—Es un acuerdo que se firmó con la ciudad de Elena. Los pescadores pueden pescar y en consecuencia, el Hermano Mayor no mete los hocicos aquí en todo lo demás. Aunque ya he visto que si lo metía —observó volviéndose hacia los restos de Satuo y le propinaba una pequeña patada para zarandear el cuerpo.

—A Seleba no le interesa los demás asuntos de Marina... Tan sólo quiere el pescado. Por eso me ha mandado aquí, a proteger a esos pescadores. Así podrán adentrarse un poco más en el mar y en consecuencia, coger más peces.

—Y ¿Con qué tripulación? No le veo muy acompañado que digamos, y por lo que tengo entendido, la anterior no tuvo mucha suerte yendo de su mano.

—Era un grupo de gente endeble: pastores y granjeros —respondió con frialdad y desprecio, el mismo que podría tener Jenero.

—¿Acaso esperaba algo distinto del puerto de José? —preguntó mientras bebía un poco de ron y se sentaba en una silla. Sin saber por qué, Jereno empezó a simpatizar con el capitán. Tenía agallas y eso siempre le gustaba en una persona.

—Supongo que no... Sin embargo, la gente de Marina es distinta... Aquí no hay nadie que no sepa usar una espada.

—Y el que no sabe, muere en cuatro días— puntualizó Jenero. —Por eso mismo, con una tripulación de este pueblo, Marina

podría ser indestructible. —Como su barco, el que se hundió —ironizó el Hermano, lo que

le molestó al capitán, pero no dijo nada—. ¿Qué es lo que quieres? —Venganza —respondió Merlo. —¿A sus bestias perdidas? —No hay mayor bestia que la que gobierna Elena —respondió

con malicia provocando las risas de Jenero— Quiero un barco, tripulación y salir al mar. Pescar, y que lo que se pesque sea para la gente de Marina. Armemos nuestros propios pesqueros y demos de comer a la gente.

—¿Acaso piensa que habrá gente dispuesta a subir a bordo de un barco con Usted de capitán? Se ha labrado una reputación que hará que sólo los locos quieran subir a bordo de su barco.

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—Pues tendré una tripulación de locos. —Sonrió mientras volvía a dar una nueva calada al cigarro. Ya estaba empezando hacerle efecto y todo le parecía más gracioso.

Jenero arrancó en otra carcajada y sin saber muy bien por qué, los dos comenzaron a reírse sin parar. Cualquiera diría que hacía unos instantes, el Hermano de Marina le había atizado un par de golpes y se había ensañado con él a patadas. Pero es que el capitán había sabido qué hacer para caerle bien, primero aguantando los golpes y después localizando el punto débil donde atacar a su orgullo, aunque con ello hubiera caído el consejero. Y ahora allí estaban, tomando ron y fumando hierba los dos juntos. Y para sorpresa del capitán, y posiblemente resultado de los efectos de la hierba que fumaban juntos, Jenero empezó a regalarle los oídos con elogios y cumplidos. Su animadversión había desaparecido y ahora parecía quererle más que a nada en el mundo. Es más, le quería tanto que, ante una nueva vacante como consejero de la ciudad, Jenero le ofreció ocupar el puesto ostentado hasta hacía unos instantes por Satuo.

Horas después, Merlo salía del templo sonriente, victorioso incluso, mientras pensaba en Seleba, riéndose al ver como la muchacha le había subestimado confiando que la barbarie y el salvajismo de Marina acabase con él. Sin embargo, salía del templo con un cometido. El mismo que le había ordenado ella, pero con una diferencia, su trabajo ahora consistiría en servir a Marina. Jereno le había autorizado para buscar una tripulación, esa tripulación de los locos a la que habían hecho referencia, y mandaría zarpar a los barcos pesqueros de Marina para coger y capturar peces para la población. Pero no sólo había conseguido eso. Jereno, tras las horas de conversación donde todo lo malo y denigrante que sucedía en el mundo era causado por el Hermano Mayor, había ordenado a sus secuaces que impidieran que saliera una caja más de pescado para Elena. Ya nunca más la capital de Axelle recibiría pescados provenientes de Marina, porque Marina ya no debía rendir cuentas a Elena… y todo debido a Merlo y a su poder de convicción.

Ahora él sonreía imaginando la cara de Seleba cuando le llegasen las primeras informaciones, cuando sus chivatos le dijeran que Satuo había muerto y que Jereno impedía la salida de pescado, cuando le

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dijeran que él era su nuevo consejero y que volvería a surcar los mares. En definitiva, lo que ella creyó que sería la mejor solución para todo, al final se convertía en un nuevo problema.

XVII La primera noche en Marina la pasó en la cueva donde residía

aquel hombre con el que se encontró después de su altercado con Selmo, el asesino de su asno. No tenía lugar donde pasar la noche y aunque había establecido una buena relación con el Hermano de Marina, Merlo no creyó conveniente pasar la noche con un hombre del cual no se fiaba. Así pues, se dirigió hacia la montaña que se erguía a un lado de la ciudad para aceptar la propuesta de Tibi.

En la montaña vivía un gran número de familias y, caminando por la ladera, reparó que aquella gente, personas a las que había dado por salvajes, en realidad se trataba de gente buena y normal que se habían refugiado en la montaña para huir del caos que reinaba en la ciudad. Con una cueva que hacía de templo improvisado, donde la gente si podía acudir a la oración, con duchas públicas y hasta un colegio donde cada día uno de los mayores trataba de enseñar algo a los más pequeños para que se diferenciasen de aquellos que vivían abajo.

Nadie reconoció a Merlo, lo que fue un punto a su favor para evitar cualquier tipo de altercado, y tal y como le había dicho Tibi, la gente supo indicar dónde le encontraría sin muchas complicaciones.

El chico de piel morena y ojos oscuros estaba fuera de su cueva, intentando hacer una hoguera junto con varias personas que vivían cerca de él. Solían juntarse a la hora de la cena, encender fuego y cocinar lo que tuvieran para todos. Tras la cena a veces charlaban un poco y sin demorarse mucho, antes de que la luz llamase la atención a los más vándalos, apagaban la hoguera y se iban a dormir. Así lo encontró Merlo, con una especie de poncho largo que le llegaba hasta los tobillos mientras intentaba encender la lumbre.

—¡Vaya capitán! Ha venido —exclamó con sorpresa. —Sí. No sabía a dónde ir. Espero que no le importe —respondió

Merlo.

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—Ni lo más mínimo. Por algo me ofrecí… Ven, voy a presentarle.

Tibi cogió del brazo al capitán con cortesía, ayudándolo a subir del todo hasta la roca donde estaban, y después le presentó a la gente que le acompañaba. Dos hombres, una mujer y dos niños. Todos eran vecinos. La mujer y uno de los hombres eran matrimonio y los dos niños eran hijos suyos. El otro hombre era un amigo que vivía en las proximidades, fuerte y alto, como casi todo el mundo de Marina. Tibi le presentó como el capitán Merlo, pero para tranquilidad del capitán, ninguno de ellos sabía quién era, así como tampoco sabían que había sucedido en el puerto de José. Por lo que le recibieron con cortesía, cenaron y después apagaron el fuego y se marcharon a dormir.

El capitán pudo dormir en la cueva de Tibi. El hombre vivía solo desde hacía tiempo y no tuvo ningún problema para acomodar a su invitado con unas mantas sobre un colchón de plumas.

—Supongo que esto debe ser un poco lóbrego para usted —dijo Tibi a modo de excusa.

—No. Es perfecto —respondió el capitán—. Es un buen lugar para dormir. Muchas gracias por permitirme que me quede.

—Debo de confesarte que me ha sorprendido verte de nuevo. Cuando me dijiste que marcharías para el templo para reunirte con Jenero… En fin, te di por muerto.

—Y casi lo estuve, pero tras hablar un rato con él… Bueno, digamos que ha aceptado que coja un barco y busque tripulación.

—¿En serio? Eso es fantástico. —Cierto, pero lo mejor de todo es que he logrado que salgan los

pesqueros de Marina a la mar. Saldrán a coger pescados para la gente de aquí y ya no saldrá ninguna caja más para Elena.

—¿Cómo dices? —preguntó un tanto extrañado. —Lo que oyes. Jenero me dijo que los pescadores que hay son

gente de Elena, que pescan y se llevan el pescado. Y mientras, la gente de aquí no tiene nada que llevarse a la boca.

—Eso es cierto. Pero es lo que hay acordado con el Hermano Mayor. Elena no permitirá que de pronto no se le suministre comida.

—Pues deberá admitirlo. Le he convencido que lo primero que debe hacer es suministrar comida para su gente, para vosotros en

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definitiva. Elena tiene muchos métodos para alimentarse y no necesita de los pocos recursos que se tiene aquí.

—Eso es algo que se le ha demandado muchas veces. Los pescadores de Marina dejaron de salir al mar al ver como les quitaban el pescado. Si lo que dices es cierto… en fin, es una buena noticia. ¿Seguro que ha tomado esa decisión?

—Bueno, iba un poco fumado, pero le vi bastante convencido. Es más, me ha nombrado su consejero.

—¿Su consejero? ¿Y el enano que le acompaña? —preguntó sin entender nada—. ¿Le has envenenado o algo así?.. ¿Estás seguro que has hablado con Jenero?

—Sí, he hablado con él —respondió sin comentar nada acerca de cómo se había hecho con el puesto—. Ahora sólo necesito una tripulación y un barco, y en cuanto lo tenga, animaremos a los pescadores a salir al mar e intentaremos que el mercado vuelva a emerger en Marina.

—Si eso es cierto, capitán, puede que su llegada a esta ciudad sea lo mejor que nos ha podido pasar en décadas —confesó Tibi.

—En ese caso, es todo un placer haber venido… Sólo espero que la gente responda a mi llamada, que armemos un barco pronto y que lo que ha pasado en José no repercuta a la hora de lograrlo.

—Responderá —sentenció Tibi—, y aquí tiene a su piloto. He llevado muchos barcos, ¿Sabes? —se ofreció con una sonrisa.

Merlo agradeció el detalle de Tibi en ofrecerse, y viéndole sonreír, supo que decía la verdad, que sabía llevar un timón y moverse por los mares. Así ya había encontrado al piloto, y al mirarlo, al ver su expresión y como le brillaban los ojos, se acordó de Rever y su alma se ensombreció.

Los días siguientes por la ciudad fueron extraños, pero tampoco se puede decir que fueran malos. Su repentina amistad con el Hermano de Marina hizo que la mayoría de los vándalos prefirieran respetarlo antes de enzarzarse con él, aunque para otros, lo que les hacía mantener esa postura hacia el capitán era la reputación que empezó a labrarse de asesino de masas, aunque al principio no supiera quien estaba diciendo eso. Días después descubrió que era el propio Jenero quien afirmaba tal cosa con el único objetivo de evitar

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que nadie intentase enfrentarse al hombre que tan sabios consejos iba a darle.

Antes de que Merlo comenzase a buscar su nueva tripulación, durante aquellos primeros días, Jenero solicitó ayuda en diferentes asuntos para la organización de un nuevo pueblo. Era algo que sorprendía a la gente de la montaña, pues hasta la fecha, el Hermano jamás había mostrado interés en este tipo de asuntos y parecía que prefería el caos reinante a cualquier otro tipo de orden. Sin embargo, tras la llegada de Merlo, Jenero emprendió una serie de cambios destinados a establecer un extraño control sobre las cosas de la ciudad, donde la primera prioridad era su gente.

Eran pocos los que sabían el verdadero motivo del Hermano de Marina para iniciar estos cambios y hacerlo justo tras la llegada del capitán a la ciudad, y eran menos los que sabían que la verdadera pretensión de Jenero iba más allá de sacar a Marina de la pobreza. Aun así, fuera por lo que fuese, los primeros beneficiados de estos cambios fueron los marinenses. En primer lugar, y así en menos de veinticuatro horas, Jenero formó un grupo de protección destinado a restablecer el control en la ciudad. Sí que es cierto que todas las personas que lo integraban en realidad eran asesinos, pero sirvió para impedir que saliera de la ciudad una caja más de pescado, lo que contribuía para iniciar el abastecimiento. Al día siguiente del nombramiento de Tenzane, un hombre despiadado e íntimo de Jenero, como jefe del grupo de protección de los ciudadanos, los pescadores de Elena tuvieron que huir de la ciudad tras serles confiscada la mercancía que tenían para la capital. Tenzane se llevó al templo todo el pescado, y tras una primera selección del mismo, la mitad de la mercancía la pusieron a disposición de todo el mundo.

Pero aquella medida no trajo consigo sino más caos en las calles, pues cuando la gente vio las cajas de comida para todos, se enzarzaron en una batalla campal por ver quién cogía más pescado. Fue entonces cuando el capitán Merlo le dijo que no era el método adecuado para distribuir la comida, que así no incentivaba el mercado en Marina, sino que alimentaba la ley del más fuerte al que estaban acostumbrados. Jenero, aunque tardó en entender las palabras de su nuevo consejero, entendió finalmente el problema,

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aunque aún no sabía cómo podía resolverlo, como devolver al pueblo el mercado sino había dinero.

—Tienes que crear trabajo, Jenero —afirmó Merlo—. Tienes que hacer que tu pueblo esté ocupado, que trabaje para conseguir dinero y con ese dinero poder comprar. Así podrás restablecer el mercado.

—¿Y cómo los pago? En Marina llevamos mucho tiempo sin que las monedas circulen. No han sido necesarias porque nunca han tenido valor —contestó el Hermano lleno de dudas. Era la primera vez que se molestaba en estos asuntos y empezaba a parecerle excesivamente complicado.

—En primer lugar tienes que armar a los pescadores para que traigan comida y que ésta sea comprada por mercaderes para que luego la vendan en sus puestos, así harás que la gente acuda a ellos. Si sólo hay pescadores, el mercado no arrancará, porque los mercaderes no tendrán dinero para adquirir la mercancía, y quien pueda hacerse con ella, no podrá venderla porque no habrá gente que pueda comprarla. Por eso tienes que crear trabajo.

—Ya, pero ¿Con qué les pago? —Jenero, el dinero tan sólo es un método para cualificar y

cuantificar las cosas, para medirlas. No tiene por qué ser la medida que crea Elena de su conveniencia.

—No te entiendo —respondió Jenero. —Digo que hagamos nuestro propio dinero y con éste, paga a la

gente. Así podrás pagar a los pescadores y también podrás pagar a la gente que reconstruya la ciudad. Presta dinero a los mercaderes para adquieran mercancías y así, poco a poco, irás incentivando la economía de la ciudad. Si todo el mundo lo acepta como método de pago, reactivarás el mercado.

—Pero ese dinero no tendrá valor de cara al resto del territorio —comentó Jenero.

—Y ¡Eso que más nos da! ¿Acaso crees que Elena se pondrá a comerciar con nosotros? —preguntó Merlo, pero el Hermano no respondió—. Aunque si lo prefieres, también podrías ir a Elena y pedir un préstamo con el que pagarías a los albañiles, a los pescadores, con el que prestarías a los mercaderes... así lo harías con dinero oficial.

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—Pero Elena jamás nos concederá un préstamo. —Pues... entonces ¿Cuál sería la solución? El que manda eres tú

—respondió Merlo. Tres días después de aquella conversación, Jenero mandó

instaurar en todo el territorio de Marina «el Jemer», la nueva moneda oficial. Se trataba de una aleación de cobre y estaño bastante pobre, en el que por un lado habían intentado tallar la silueta de Marina en los tiempos de gloria de la ciudad y por otro lado el valor de la moneda. Hicieron monedas de uno, de dos, de cinco y hasta de diez jemeres y para animar a la gente a usar la nueva moneda, regalaron una de cada valor por familia. Su valor para adquirir productos era similar a la moneda oficial. Así como en Elena, un albañil podía ganar de cien a doscientos luises, en Marina ganaba de cien a doscientos jemeres, el pescado estaba por un luis en el feudo y por un jemer en la ciudad y así hicieron que su manejo fuera simple y sencillo. Aunque lo más extraño de todo fue cómo Jenero logró fabricar una gran cantidad de monedas en tiempo record, talladas incluso.

El templo se convirtió en una gran oficina de empleo donde se buscaba todo tipo de profesiones: todas remuneradas gracias a la moneda inventada. Así, en muy pocos días, los barcos pesqueros encontraron una tripulación dispuesta a navegar para coger comida, los mercaderes tenían los préstamos concedidos y preparados para comenzar a comprar mercancía que luego venderían, la gente echó instancias para entrar a trabajar en el grupo de protección de ciudadanos tras fijarse una gran remuneración para sus componentes, los artesanos volvieron a salir en busca de materiales con los que hacer vasijas, esculturas y todo lo susceptible a ser vendido... en definitiva, Marina se ponía en marcha tras muchos años en un estado de somnolencia que los había mermado.

Por último, Merlo fue nombrado Capitán General del Batallón de Defensa de Marina y encargado en armar el nuevo batallón tan sólo de gente que demostrase su valía y su capacidad como soldado. Ellos serían los más pagados, los que más renta adquirirían debido a que se jugarían la vida en busca de las bestias como antaño sucedió en aquellos parajes. El reclamo de una gran remuneración fue más que

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suficiente como para que la lista de interesados fuera la más grande que jamás hubiera visto el capitán. Evidentemente no había apenas soldados, soldados profesionales se entiende, pero la forma de vida de Marina durante todo este tiempo había hecho de aquella gente tan fuerte, la base perfecta para crear un ejército. La agresividad y la violencia vivida allí hicieron que muchos de ellos desarrollasen una gran destreza en cuanto al manejo de armas, una gran fuerza bruta y hasta una agilidad que no tenía nada que envidiar de los soldados de Elena. Así Merlo tuvo de dónde elegir viendo en ellos parte de los sueños de su infancia; la posibilidad de hacerse contra las bestias y pasar a la historia. El problema era que Marina aún no podía construir navíos para tales misiones y de momento debía resignarse a la custodia y protección de los hombres que salían a pescar. Aunque por otro lado, miraba a Marina transcurrido una semana y no podía evitar sentirse orgulloso.

Gracias a él, la ciudad había sido reactivada y caminaba hacia la prosperidad poco a poco, de forma paralela a Elena pero sin contar con el órgano central de Axelle. Era como si Marina se pusiera en rumbo a la secesión, con la creación de una moneda independiente, de unas instituciones únicas y exclusivas como el Grupo de Protección de Ciudadanos, el nuevo Batallón de Defensa de Marina y la instauración de un nuevo código de normas para toda la gente que allí vivía. Sin embargo ¿Por qué le había sido tan fácil convencer a Jenero?

A los siguientes días, Merlo comenzó su proceso de selección. Los hombres más fuertes y fieros de toda Marina se habían presentado en las afueras de templo con la confianza de entrar a formar parte del batallón. Dentro estaba el capitán, y el ya elegido piloto del primer navío, Tibi. Lo cierto era que Tibi no daba crédito a todo los cambios que estaban sucediendo en Marina. Por primera vez se encontraba en el centro del pueblo sin sentirse amenazado y con un trabajo. Era tan extraño. Pero lo importante era que por fin todo parecía marchar por un buen camino y tal vez por eso empezaron a circular algunos rumores por varios sitios de Axelle, provocando que los más curiosos se acercasen a la ciudad para echar un vistazo.

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No fue fácil elegir a los treinta primeros hombres que abordarían el navío aún por determinar del capitán, y es que, como Seleba le dijo antes de partir, había mucho de donde escoger. Tan sólo había que enseñarles disciplina. Pero no sólo fueron hombres los que quisieron acompañar al capitán en su cometido, también se presentaron mujeres. Mujeres de extraordinaria agilidad, que parecían moverse como gatos sigilosos en medio de una noche oscura sin que nadie las viese. Mujeres igual de fuertes y astutas que los hombres, pero hubo una con la que el capitán Merlo no contaba.

Tras despedir a uno de los candidatos con bastantes opciones a formar parte del selecto grupo del capitán, Tibi hizo pasar a la siguiente persona que estaba esperando. Una mujer de larga melena pelirroja, piernas fuertes y de expresión triste, una mujer aún joven pero con la mirada envejecida.

—Su nombre —preguntó Merlo sin levantar la cabeza de los documentos que tenía sobre la mesa.

—Yhena de José —respondió la mujer. Inmediatamente, Merlo dejó la pluma sobre la mesa y levantó la

mirada para encontrarse con los ojos de la mujer de Rever, quien había acudido a Marina tras oír los rumores sobre la nueva tripulación del capitán Merlo. Se quedó sin aliento, pálido incluso mientras se llevaba la mano a su mentón notando lo áspera de su barba. Podría haberse esperado la visita de cualquier otra dama, incluso de Seleba quien suponía que no tardaría en enterarse del levantamiento que Marina estaba teniendo hacia Elena, pero Yhena… jamás lo hubiera imaginado.

—¿Qué… qué haces aquí? —preguntó intentando recuperar la compostura.

—He oído que estás dando trabajo a la gente capaz de subir en tu navío. Yo necesito el trabajo —sentenció—. Y tú me lo debes.

—¿Sucede algo? —preguntó Tibi desconcertado, sin entender que había provocado esa tensión en el ambiente.

—Es Yhena, la esposa de Rever, el piloto de la Indestructible —informó Merlo—. Yhena, no puedo darte el trabajo, no estás cualificada para el puesto… pero si necesitas cualquier otra cosa, puedo ayudarte en lo que sea.

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—Quiero subir en ese navío capitán, aunque sea para fregar la cubierta y hacer la comida a los marineros —respondió con firmeza.

—Pero ¿Y tus hijos? Las jornadas en el mar son muy largas. Tú lo sabes mejor que nadie ¿Qué harás con tus hijos?

—Mis hijos —dijo en alto como ausente—. En menos de una semana, Épsilon me ha arrebatado a mi marido capitán, a mi marido y a mis cinco hijos, incluido el que tenía en mis entrañas.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó sobresaltado mientras Tibi se quedaba paralizado ante tales sucesos, pero Yhena no supo continuar. Las lágrimas brotaron de sus ojos, y en un intento de no llorar delante del Merlo, respiró hondo para serenarse—. Yhena ¿Qué ha sucedido?

—Atacó José —sentenció—. La bestia que hundió la Indestructible atacó el puerto días después.

—Yhena por favor, te ruego que seas más explícita. No logro entenderte bien.

—Fue durante la visita del Hermano Mayor a las víctimas de la tragedia.

—¿Estaba el Hermano en José en el momento del ataque? —preguntó atemorizado y Yhena asintió—. ¿Estaba Seleba?

—Fue horrible capitán… los mató a casi todos. Una ola más grande que este edificio arrojó a todo el mundo, echándolos de la ciudad. Destruyó el puerto, las casas, las calles… —explicó ante el horror y el pavor del capitán y de su amigo—. José no es muy diferente ahora a Marina, o tal vez es incluso peor… Pues cuando el agua volvió a su cauce, descubrió los cuerpos sin vida de casi todo el pueblo, entre ellos mis niños capitán… Yo sufrí muchos golpes, pero resistí intentando salvar a mis pequeños… Pero no lo logré y vi como se les caían las ruinas de la casa aplastándolos hasta que finalmente, atrapados, el agua inundó sus pulmones… Debido a mis heridas, aborté y con ese niño perdí el linaje de la familia de mi marido. Ahora estoy sola, sin casa, sin trabajo, sin comida. Pero he venido en cuanto me he enterado de la empresa que Usted está organizando, porque me lo debe capitán, debe permitirme la satisfacción de poder vengarme de la cosa que me ha arrebatado toda mi vida.

—¿Sabe algo del capitán Fastian? —preguntó con preocupación.

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—Parece ser que la ola no se sintió en alta mar… Ni los pesqueros ni el batallón de Defensa percibieron ningún movimiento extraño en sus cubiertas y todos quedaron ilesos y extrañamente sorprendidos, pues no vieron nada.

—Y el resto del pueblo ¿Qué están haciendo ahora? —preguntó Tibi sobrecogido.

—Cuando el agua volvió a su cauce, los supervivientes establecimos el campamento en unas montañas, el lugar más alto que encontramos por si volvía a suceder, y emprendimos las labores de rescate en busca de algún superviviente. Pero en realidad no se ha encontrado a casi nadie. José ahora es un cementerio, lleno de cadáveres por todos los rincones… Aun así, la gente no pierde la esperanza y no desiste en buscar a sus familiares, aunque sea el cuerpo sin vida. Lo único que es ahora, José huele a muerte y muchos de los que se pasan los días buscando a sus seres queridos, han enfermado debido al hedor de la putrefacción de los cuerpos… Se han enterrado tan sólo a un cuarto de los difuntos.

—¿Y el Hermano Mayor? —preguntó Merlo preocupado por Seleba.

—Bien. Parece ser que Épsilon protege a su dama —comentó con naturalidad, inconsciente de que esos detalles los desconocía el señor de piel oscura—. Tanto ella como su consejero salieron ilesos. La corriente los arrastró hasta el bosque y, bueno, se salvaron.

El silencio se hizo entre los tres, los dos hombres se quedaron atónitos mientras Yhena esperaba algún tipo de comentario a su petición de incorporarse a la empresa del capitán. Pero lo que acababa de decirles era demasiado duro como para tener una reacción inmediata. Estaban en estado de shock, sin comprender cómo podría haber sucedido algo así. Llevaban muchísimo tiempo sin un ataque a una ciudad y ya algunos confiaban que jamás volverían a producirse. Pero había sucedido y que una bestia atacase de un modo tan brutal, tenía que significar algo, algo que no era bueno para ellos.

—¿Y bien? ¿Puedo entrar a formar parte de su empresa? —interrumpió Yhena.

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—Por supuesto Yhena, por supuesto —respondió un tanto ausente—. Tibi, ¿te importaría buscar un lugar donde pueda dormir nuestra nueva compañera? Aún tardaremos unos días en salir.

—No te preocupes —respondió su amigo y tras un ademán, invitó a Yhena a que le siguiera.

En el templo Merlo se quedó en soledad meditando en la noticia que había recibido. Estaba convencido que ahora, nadie de José dudaría de sus palabras, ahora que todos habían sentido la fuerza de la bestia. Pero lamentaba que hubiera tenido que ser así. Afuera, la gente que aguardaba la cola había empezado a enterarse de lo sucedido en José. Todos comentaban la dureza del ataque y en cómo había quedado la ciudad afirmando que se había convertido en la nueva Marina, creando un murmullo generalizado que ensordeció los oídos del capitán.

XVIII Había permanecido durante mucho tiempo encerrada en aquella

biblioteca, buscando en aquellos libros algún tipo de explicación que le diera alguna pista sobre que le sucedía a Adan. Habían pasado diez días juntos y aún no había sacado ninguna conclusión, ninguna teoría, y sabía que dentro de poco, el Hermano Mayor le pediría un informe para que le detallase el estado de la enfermedad del hombre del mar, aquel hombre que no recordaba nada y que todo el mundo pensaba que estaba desmemoriado.

Por eso, todas las noches las pasaba allí. Tras dejar a Adan en su albergue, ella se dirigía a la biblioteca y a la luz de un par de velas, devoraba tanto libros como era capaz en busca de una explicación.

La biblioteca era muy grande y estaba llena de manuscritos, libros llenos de polvo y papiros que no habían sido desenrollados desde hacía mucho tiempo. Sobre la mesa, se asomaba una pila de diez libros, los libros que Leisa había estado consultando durante tanto tiempo. La mayoría de medicina, de enfermedades extrañas, de maldiciones... pero parecía que nada encajaba con el cuadro que ella había pronosticado. Todo era tan complicado.

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Cuando acabó de leer el último libro que tenía apartado sobre su mesa, y tras dar un largo suspiro de desesperación al no sacar nada en claro, agarró una de las velas y se dirigió hacia los enormes pasillos atestados de estanterías. En la soledad de la noche, allí no se oía nada más que no fueran sus pasos, y cuando caminaba por aquellos pasillos, una sensación de congoja recorría todo su cuerpo desde la cabeza hasta los pies.

—Hola Leisa. —De pronto saludó el responsable de la biblioteca. Ella se asustó y tras dar un grito que se pudo oír en todo el

edificio, la vela se zarandeó un poco cayéndose al suelo y se apagó. —¿Quién anda ahí? —preguntó asustada, pero entonces, la luz

del candelabro que el encargado sujetaba iluminó su pasillo haciendo que su cara se encontrase con la de su viejo amigo—. Ah, eres tú. Que susto me has dado.

—Lo siento encanto, no quería asustarte. ¿Se puede saber que haces aquí a estas horas?

—Pues trabajando señor Labe, trabajando —respondió ella mientras recogía la vela del suelo.

—¿Algún nuevo caso? —preguntó con interés—. Ya sabes que si te puedo ayudar.

—Pues estoy bastante desconcertada... Es algo muy complicado. —Pero el encargado de la biblioteca confiaba en que ampliase la información y le hizo un ademán invitándola a proseguir—. Se trata de un hombre que no recuerda nada.

—¿Sigues en tu encrucijada contra la desmemoria? —No. Este no está desmemoriado... o al menos eso creo. Parece

que viene de otro mundo. Un lugar muy lejano a este donde todo resulta un lugar mejor y peor al mismo tiempo. Es complicado y encima no encuentro nada en los libros que pueda ayudarme.

—¿Qué es lo que estás buscando concretamente? —preguntó cogiéndole los libros de las manos y echándolos un vistazo con interés.

—Pues enfermedades extrañas, maldiciones de la gente... yo que sé. Lo que sea que me pueda ayudar.

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—Estos libros no creo que te ayuden mucho... Son los más nuevos dentro de los viejos que tenemos... Deberías mirar en los antiguos textos.

—¿Por qué? —Porque si dices que parece de otro mundo, lo más lógico es que

te acerques lo máximo posible a cuando este mundo era otro. ¿No crees? —pero Leisa no llegaba a entenderlo—. Anda, sígueme... Qué harías tú sin mí.

—Pues seguramente leerme todos los libros de esta condenada biblioteca —respondió con una sonrisa.

—Tendrás queja de mi biblioteca, con todo lo que te ha ayudado. Ella no respondió al último comentario, aunque Labe tenía razón,

y empezó a seguirle por los estrechos pasillos llenos de polvo y telas de araña. Con cada paso que daban, la madera del suelo crujía como si fuera a romperse, y la luz del candelabro que Labe sujetaba con firmeza, bailaba en un suave vaivén.

—Mira, todos estos libros de aquí se remontan al inicio de los tiempos de Axelle. Hay muchos escritos escondidos que muy poca gente ha leído: diálogos de Cuspier, notas de los primeros religiosos, las primeras bestias que atacaron el feudo... tal vez puedan servirte de ayuda.

—Muchas gracias Labe, que haría yo sin ti. —Pues leerte toda la biblioteca —bromeó él. Leisa se hizo con un montón de libros y de textos que poco a

poco el encargado de la biblioteca le fue extendiendo, y cuando ya tuvo una gran provisión que la mantendría ocupada gran parte de la noche, decidió marcharse de nuevo en la mesa para seguir con su lectura. Labe la acompañó hasta la mesa y después se retiró, informándola que estaría por ahí si necesitaba más ayuda. Pero Leisa se bastaba con todo lo que tenía. Le dio las gracias y cuando él se retiró, encendió la vela que se le había apagado cuando se asustó por la interrupción del encargado y empezó a leer.

Pero parecía que no había nada interesante en aquellos libros. Tan sólo más historia que ya se mezclaba con esa mitología que les envolvía: las bestias, la enfermedad, los pueblos de los dioses

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buenos... No veía en ellos ningún dato que fuera especialmente relevante y aun así siguió leyendo con paciencia.

Tras leer dos libros por encima con desdén, incluso con sueño, tomó otro entre sus manos titulado: sobre los hijos de la Luz. Se trataba supuestamente de uno de los pensamientos de Cuspier, que tras ser abandonado por la dama Chrystelle había decido escribirlo. En los textos hablaba sobre las costumbres y la forma de vida de los hijos del Dios de la Luz, momentos antes de ser engullidos por las bestias.

Narraba de un modo distendido como aquel era un pueblo entrañable, de gran longevidad y especialistas en curar enfermedades de todo tipo. Afirmaba que los hijos de la Luz reunían en grandes edificios de ladrillos a sus enfermos, donde gente con ropas blancas los curaban de sus enfermedades.

Pero también hablaba de más cosas, entre las que destacaba la diversión y la felicidad del pueblo, sus relaciones entre ellos, la jerarquía dentro de la sociedad... Leyendo el libro, Leisa no dejó de asombrarse cuando, por las propias palabras de Cuspier, empezó a reconocer los juegos que Adan le había explicado, nombres de personas que hasta la fecha sólo eran ciudades e instrumentos veloces como el viento. Así empezó a leer cada vez más interesada. El sueño que tenía hacía un instante desapareció y leyó cada página con gran interés. Hasta que llegó a la última y se dio cuenta de la gran cantidad de cosas que unían a Adan con aquellos hijos del Dios de la Luz, aunque de momento, todo podía ser una simple casualidad.

Tras acabar ese libro tomó el siguiente titulado: La ola que apagó la Luz. Al igual que el anterior, estaba escrito del puño y letra de Cuspier (o eso aseguraba el libro) y relataba el trágico fin del primer pueblo de los dioses buenos. En él describía como una ola inmensa se adentraba en las tierras. Una ola provocada por un monstruo que Cuspier llamó tsunami que arrancó las ciudades e invadió la tierra, haciendo que allá donde antes había suelo, ahora sólo hubiera agua. Así fueron ahogando a los hijos de la Luz en el agua oscura, en remolinos violentos de los cuales no había escapatoria... Y los caminos desaparecieron, los árboles se sumergieron y los animales murieron. El libro explicaba un sinfín de desastres al más puro estilo

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apocalíptico que sobrecogió a Leisa. Pero su miedo se atenuó cuando al final del mismo, Cuspier aseguraba que el destino de Axelle era el mismo que el de los hijos de la Luz, porque el tsunami volvería atacar tarde o temprano y cuando esto sucediera, ya no habría marcha atrás.

Los siguientes libros que cogió no hablaban de otra cosa que los distintos Apocalipsis que sufrieron los otros dos pueblos de los dioses del fuego y el hielo, y explicaba con detalle como los hijos de la Tierra fueron salvados gracias a Épsilon. «Tan sólo es un atajo de propaganda religiosa» hubiera dicho Adan, pero lo suficientemente explícito como para asustar a la población de Axelle. Leisa se sobrecogía con cada línea y tras una hora leyendo mensajes del fin del mundo, optó por dejarlos todos en la estantería.

—No me sirven de nada —dijo en alto para romper el silencio. Y ella tenía razón. Todos esos textos no le servían para ayudar a

Adan. Lo único realmente interesante que había sacado de esos textos eran los parecidos que había encontrado en las costumbres y en la forma de vida de los hijos de la Luz con respecto a las cosas que contaba él acerca de su pueblo. Pero no podía ser. Adan no podía venir de un pueblo extinguido hacía más de mil años.

Tomó la vela, los libros sobre el brazo y caminó por aquel estrecho pasillo por donde había cogido los textos mientras susurraba tonterías para evitar que el silencio le hiciera presa de sus miedos. Así, hablando de tonterías, lograba que su atención no se centrase en lo que acababa de leer y cuando llegó a la estantería donde los había cogido, empezó a colocarlos dispuesta a irse de allí y descansar. Ya debía de ser muy tarde y no habría ningún iluminador alumbrando las calles, por lo que lo más prudente sería volver a casa.

Sin embargo, cuando dejó el último de los libros sobre la estantería, la tabla cedió al peso provocando un gran estruendo en la silenciosa sala. Los libros empezaron a caer como una lluvia de granizo y Leisa trató de cogerlos por todos los medios mientras maldecía en susurros. Y tras el último golpe al impactar la madera de la estantería contra el suelo, la sala volvió al silencio. La vela se le había vuelto a apagar con tanta agitación y ahora se encontraba

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absolutamente a oscuras, tirada de rodillas en el suelo y expectante por si alguien la había oído.

—¡Señor Labe! ¿Sigue por ahí? —preguntó. Pero ya era muy tarde y con ella no había nadie. Maldijo en alto y

finalmente trató de ponerse en pie mientras notaba como algunos de los libros que había parado con sus piernas se caían al suelo lentamente. Un par de golpes más sonaron y después, cuando ya estaba completamente erguida, el silencio regresó a la biblioteca.

Tenía que volver a la mesa donde había dejado una vela encendida para poder regresar con luz al pasillo. Y tenía que hacerlo a tientas, poniendo las manos en las estanterías y dando pequeños pasos para no chocar con nada. Poco a poco, la llama de la vela que había dejado encendida empezó a ser más visible, aportando un ápice de luz en la inmensa oscuridad de la biblioteca. Y así hasta que llegó hasta ella. Cogió un candelabro apagado que estaba colgado de una columna, se acercó a su vela y encendió todas las luces logrando más iluminación. Y con el candelabro bien sujeto, regresó al pasillo a colocar el desastre que había organizado.

Había por lo menos unos treinta entre libros, manuscritos y papiros. Todos mezclados y desperdigados sobre el trozo de madera rota de la estantería.

—¡Maldita sea! Es que todo me tiene que pasar a mí —bramó mientras colgaba el candelabro en lo alto de otra estantería y se agachaba a recoger los libros.

Primero quitó los trozos de madera de la balda que se había roto y después comenzó a coger los libros sin saber dónde podía dejarlos ahora, ya no había hueco donde ponerlos. El resto de las baldas estaban completamente atestadas de más libros, y con la otra rota no había lugar donde colocarlos. Tomó dos libros, uno en cada mano, analizando la estantería mientras maldecía en susurros intentando colocarlos a presión sobre el resto de estantes.

Y tras lograr colocar los primeros y ver que ya no le cabía más, decidió dejarlos unos encima de los otros. Los posaba con mucho cuidado para evitar que se cayeran al suelo y provocase otro desastre y así estuvo buena parte de la noche. Cogía dos o tres del suelo y los suspendía sobre la balda aún en pie. Fue una manera de aprovechar

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para echar un vistazo de todo lo que allí había, de los diferentes títulos de libros olvidados en los rincones de la biblioteca, libros que muy poca gente sabía que existían... Tal vez sólo el encargado y algún estudioso retirado.

Había títulos de todas clases, aunque en su mayoría fueran de temática religiosa o de cuando los primeros niños perdidos llegaron a Axelle tras ser rescatados por Épsilon. A veces se detenía a leer algún párrafo de algunas páginas, pero no profundizaba demasiado en ellos, sino que continuaba colocándolos para poder irse cuanto antes a su casa.

El silencio penetrante de la sala parecía hacerse cada vez más fuerte provocando una sensación extraña que la incomodaba. Fue por eso por lo que empezó a cantar alegres canciones en un tono muy bajo, para oír algo más que el movimiento de las llamas de las velas. Y no dejó de cantar hasta que prácticamente no le quedaron más libros que colocar. Los había superpuesto de un modo bastante extraño y parecía que en cualquier momento cederían volviendo a caerse sobre el suelo, pero confiaba en que aguantasen lo suficiente como para que cuando se cayeran, ella ya no estuviera. Así que, con rapidez, se reclinó y cogió los dos últimos libros. Colocó uno y cuando fue a colocar el último, de forma inconsciente miró su título:

—El último hijo de la Luz —leyó en alto desorientada. Abrió la tapa y se encontró el dibujo de un hombre, con unos

pantalones raídos y una camisa, con las manos alzadas en el cielo y el sol de fondo deslumbrando su silueta. Debajo del título había algo escrito en una letra muy pequeña. Se lo acercó a los ojos, pero seguía siendo bastante ilegible. Necesitaba una lente de aumento.

Se alejó del pasillo con el libro bajo el brazo. Lo colocó de nuevo en la mesa donde había estado trabajando durante toda la noche y se acercó al mostrador donde el encargado solía tener toda clase de artilugios. Rebuscó por la mesa hasta que encontró una lente de aumento y regresó a su sitio para ver que ponía que aquella página. Puso el lente encima de la hoja y leyó:

—Cuando el fin asome con el agua, él será la última esperanza. E inmediatamente volvió a reparar en la imagen de aquel libro,

ese dibujo de un hombre con una indumentaria tan distinta a la de la

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gente de Axelle pero tan parecida a la que llevaba Adan... Pasó la primera hoja y comenzó a leer la segunda escrita por la propia Dama Chrystelle. En aquellas páginas, la dama advertía a sus hijos que los dioses del mal estaban jugando con ellos, que podrían dejar los en paz durante miles de años si así lo deseaban, pero que tarde o temprano volverían y lo harían para acabar lo que un día empezaron. No habría escapatoria, o eso parecía.

Pero no quería que el pánico cundiera por el pueblo de los elegidos y si sabían estar con los ojos abiertos, aún había una esperanza para todos ellos. Pues el dios de la Luz, el dios de la Inmortalidad, no había muerto. Como inmortal que era, no podía morir y si tenían suerte, cuando los Dioses de mal decidieran cumplir su plan final, el dios del bien habría regresado encarnado en el último de sus hijos.

Leisa levantó la vista del libro bastante desconcertada, volviendo la página para reparar una vez más en aquella imagen. Y por absurdo que pudiera parecer, no dejaba de pensar en Adan.

Cerró el libro un tanto asustada y sin más dilación, se lo echó debajo del brazo y se marchó de la biblioteca.

XIX —¿Adónde me vas a llevar? —le había preguntado Adan tras al

haber sido despertado una mañana más cuando la luz del sol empezaba asomar por la ventana.

Aún era temprano, más de lo habitual, pero Leisa no le contestó. Tan sólo le instó a vestirse para que le siguiera por las calles de la ciudad y salió de la habitación sin pronunciar más palabras que las justas, con una media sonrisa dibujada en el rostro y contoneándose suavemente. Adan ya se estaba acostumbrando a este tipo de interrupciones en su habitación, es más, hasta las esperaba con cierta ilusión. Era como la señal para ponerse en marcha, de salir de aquellas cuatro paredes solitarias para deambular por la ciudad acompañado de la entrañable muchacha. Así que, ya sin hacerse el remolón y sin perder un segundo de ese tiempo que pasaba en

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compañía de Leisa, Adan se vistió y salió por el pasillo del albergue con gran celeridad.

Ni siquiera desayunó, total, no le gustaba ese desayuno basado en infusiones... y en cuanto estuvo preparado se presentó en la salida donde ella le esperaba, ataviada con un vestido más parecido a un camisón que a otra cosa de color blanco y con el pelo recogido en una larga coleta. Tenía una cesta de mimbre sobre su regazo, lo cual le pareció un tanto gracioso.

—¿Nos vamos de picnic? —preguntó según terminaba de mirarla de arriba abajo.

—¿De qué? —De merienda por el campo —especificó—. Lo digo por la

cesta. —¡Ah! Que va. Además las meriendas son por la tarde y no a

primera hora de la mañana —respondió ella con una gran sonrisa mientras zarandeaba la cesta—. La he traído para recoger flores y he pensado que podrías acompañarme. Así hablamos un poco de todo lo que tenemos pendiente.

—Yo con tal de salir de la habitación, lo que sea. Así, tras dedicarse una nueva sonrisa, los dos emprendieron el

camino por las calles de la ciudad. Suponía que volvería a los jardines de Elena, donde había tenido lugar la gran parte de sus charlas, pero aquella mañana Leisa se invitó a salir de la ciudad hacia los bosques del este. Un lugar de grandes árboles colmados de hermosas flores asilvestradas, donde fluía el azul intenso del río y se escuchaban los infinitos cantos de los pájaros que allí habitaban.

Fue muy satisfactorio para él. Alejado del ruido de las calles y adentrándose en un lugar distinto a los jardines de Elena donde se palpaba la sensación de frescor y vivacidad de una gran fauna que se ocultaba con timidez al oír sus pasos. El ruido del agua del río chocando con las rocas a las que bañaba se le antojaba armónico y el piar de algunos gorriones lo acompañaban creando la bella melodía que les hacía desconectar de toda preocupación que pudiera habitar en sus mentes. Con Leisa tarareando el estribillo de una canción y Adan examinando con curiosidad las flores del lugar.

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—¿Buscamos alguna en concreto o te da igual las que cojamos? —preguntó mientras olía algunas de ellas.

—Me da igual. Todas las flores de este bosque tienen propiedades terapéuticas.

—¿Las usas como medicinas? —Sí. De aquí han salido más de un remedio —respondió mientras

sacaba unas tijeras y empezaba a cortar el tallo de algunas de ellas para meterlas en la cesta—. Y tú ¿Qué tal te encuentras hoy?

—Bien... creo que me va a venir muy bien salir de la ciudad. En Elena me siento extraño, como una especie de recluso, y sin embargo aquí, respirando este aire, me vuelvo a sentir libre —respondió inhalando todo el aire que pudieron sus pulmones.

—¿Y de recuerdos? ¿Cómo vas? Pero Adan no contestó. Se volvió hacia las flores y trató de cortar

el tallo de una de ella con las manos bajo la atenta mirada de Leisa que le observaba con expectación.

—Tenía pensado hablar de estas cosas mientras recogíamos flores ¿Acaso no te apetece hablar?

—¿Acaso serviría para algo? —le interrumpió. —Pues de eso se trata, de que sirva para algo... Además, me gusta

escuchar tus historias. —Ya... como si fuera una especie de cuenta cuentos ¿Verdad? —

respondió. —No sé por qué dices eso. Yo no creo que lo que digas sea el

resultado de un cuento. —Pues al menos así me lo parece a mí —espetó mientras hacía

fuerza para arrancar una nueva flor. —Anda, toma unas tijeras que algunas tienen espinas y al final

vas a terminar clavándote una —le dijo mientras le extendía uno de los utensilios que tenía guardados en la cesta. Adan vaciló un poco mientras seguía intentando arrancar el tallo, hasta que finalmente desistió y se acercó a cogerla con una expresión pícara—. A ver, ¿Qué es eso de que te sientes una especie de cuenta cuentos?

—No lo sé... A decir verdad, no sé por qué lo he dicho —respondió evadiendo el tema.

—¿Por qué no me hablas más de los últimos sueños?

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—¿Qué quieres saber de ellos? Ya te conté lo que sucedía... Parece que no soy un hombre con suerte —respondió él mientras se acercaba a ella, con una flor en la mano que dejó con sutileza dentro de la cesta.

—No me interesa tanto lo que te sucedía a ti como lo que te rodeaba —contestó ella—. Tal vez nos sea de ayuda incidir en detalles que parecen irrelevantes, como el estilo de vida, el orden de la casa, el mobiliario... lo que sea.

—Entiendo... Estos días he estado pensando mucho en toda esa clase de detalles. Desde que desperté aquí no he dejado de pensar que mi mundo es muy diferente a éste. Ya no es sólo las ropas, el calzado... es todo. Es tan diferente o al menos tenía esa sensación.

—Eso iba a decirte, porque he de recordarte que al principio no recordabas nada. ¿Cómo estabas tan seguro de que venías de un lugar distinto? —preguntó Leisa dejando de cortar flores y sentándose sobre una roca. Adan la miró y tan sólo supo sonreír.

—No lo sé —respondió—. Pero lo sabía. Es más, poco a poco fueron fluyendo por mi mente recuerdos de objetos, de cosas que aquí no existen... No sé por qué motivo, no recuerdo sus nombres.

—¿Cómo la cosa esa donde os subisteis Lucia y tú el día del entierro de tu madre? —preguntó intrigada.

—Exacto... el taxi —dijo en un susurro y esbozó una nueva sonrisa al recordarlo—. Pero aquí no hay cosas de esas. Tenéis un modo de vida similar a la sociedad de... yo que sé. ¡Mil años por lo menos!

—A ver si vas a ser un hombre venido del futuro —le interrumpió con un cierto tono místico dejando patente su inocente burla.

—Yo ya me espero cualquier cosa. —Y dime, hombre del futuro ¿Qué más hay en tu mundo? A parte

de esos edificios gigantes que tocan el cielo, cosas que corren a toda velocidad y personas de extrema longevidad.

—Gente solitaria —respondió—. Tan sólo hombres y mujeres que vagan por el mundo. —Y tras un breve silencio donde Leisa recapacitó en la respuesta de Adan, él le preguntó—. ¿Qué me dices de ti?

—¿Perdón?

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—Sí, ¿Qué me cuentas de tu vida? Aquí sólo hablo yo, y yo, y yo pero ¿Y tú? ¿Qué hay tras esa misteriosa mujer? ¿Qué haces siempre sola, sin nadie?

—No estamos aquí para hablar de mí —espetó levantándose para continuar recogiendo flores.

—¡Ah, no! No hagas como la otra vez... Irte por la tangente. Da la cara y responde a la pregunta. Que una cosa es que me tengas que ayudar y otra muy distinta que no podamos conversar sobre nuestras experiencias... Además, yo me estoy sincerando contigo con los ojos cerrados, sería bonito que esta confianza fuera reciproca.

—Pues estoy sola porque no he conocido a nadie por el que valga la pena renunciar a la libertad de la soltería. ¿Te parece bien esa respuesta? —contestó entre risas.

—Me parece que mientes fatal. —Y los dos comenzaron a reír alegremente.

Por un instante, en aquel lugar del bosque sólo se les podía oír a ellos reír fervientemente, ahogando los cantos de los pájaros que se postraban en las ramas, con el sonido del río de fondo a unos cuantos metros de donde ellos estaban.

—Ahora en serio —retomó la palabra Adan—. Nunca hablas de ti y no digo que esté mal... Ese aire de misteriosa es... por lo menos inquietante. Pero desconcierta un poco verte tan sola, tan reservada cuando eres una mujer tan entrañable.

—¿Intentas ligar conmigo? —Ahora eres tú quien evade las preguntas —le contestó con

sutileza dejando que sólo fuera el piar de los pájaros lo que se escuchase en el lugar—. El día que nos conocimos me hablaste de un hermano tuyo. Me querías llamar como a él... diría que eso es lo único que he llegado a saber de ti.

Leisa le miró intentando mantener la sonrisa y después agachó la mirada para volverse hacia los matorrales y continuar cortando flores sin responder a los comentarios de Adan, quien la miraba desconcertado.

—¿Dónde está tu hermano? —preguntó intrigado—. ¿Tienes más familia? —Pero Leisa no contestó. Simplemente guardó silencio alzando la vista al cielo, alargando ese instante mientras en su mente,

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sus dudas acerca de su necesidad de abrirse a otra gente emergían como un fantasma que atormentaba su pasado.

—Tenía dos hermanos —respondió finalmente—. Toy y Zenestre.

—Y ¿Qué pasó con ellos? —Ya no están aquí —se limitó a contestar—. Pero ¿Por qué no

me cuentas más cosas de tus inmensas ciudades? —Tal vez porque ahora estamos hablando de ti —contestó él con

agudeza acercándose con sutileza hasta donde estaba ella. Tenía los ojos encharcados en lágrimas, pero se mantenía con entereza enfrente de él, salvaguardando las composturas.

—Antes, cuando has dicho que los pocos recuerdos que brotan en tu mente parecen ser el resultado de un cuento o de tu imaginación y yo te he dicho que no lo creía así ¿Sabes por qué es? — ¡Adan negó con la cabeza desconcertado—. Porque necesito saber que hay otro mundo más allá de este: un lugar bello, libre de la maldad, de las injusticias... un lugar que no sea Axelle.

—Pues mucho me temo que mi mundo no se libra de eso que acabas de describir.

—Sí se tiene que librar... Sentada, escuchando tus palabras, dejando que me envuelvan... sé que lo que dices es cierto. Un lugar hermoso, donde la sombra de la muerte no se cierne sobre ti constantemente, donde uno sale a la calle y puede ser libre de sus opiniones y de sus actos. Ese lugar es el que me describes tú y por eso necesito que recuerdes... me dará esperanza.

Adan se quedó mirándola conmocionado por sus palabras. Había percibido tanta angustia en ellas que se quedó perplejo sin entender que sucedía. Lo único que tenía claro era que Leisa no quería hablar, no le iba a contar nada de su pasado, aunque intentase sonsacárselo de cualquier modo.

Ella continuó cortando flores mientras él la observaba sin pronunciar palabra, temeroso de decir algo hiriente que le recordarse las cosas que se guardaba para sí misma, pero fue ella misma quien interrumpió el silencio, esbozando una sonrisa aunque se percibía a primera vista el enorme trabajo que le costaba.

—¿Dónde crees que está tu mundo? ¿Tu gente? —preguntó.

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—No lo sé... Lo primero sería concretar como llegué hasta aquí para poder decir donde están ellos ¿No te parece?

—Supongo. Pero el hecho de que estés aquí implica que hay un modo de volver hasta allí —respondió ella ya más calmada.

—Eso mismo me digo yo cada noche. Si he llegado a Axelle, tendrá que haber un modo de volver al mundo real... quiero decir, a mi mundo.

—Y ¿crees que podría ir contigo? —preguntó volviéndose de nuevo a cortar las flores.

Pero Adan no supo contestar. No es que le desagradase la idea de volver de la mano de ella, pero cada día dudaba más si realmente sucedería algún regreso.

Se acercó a ella, mientras Leisa seguía dándole la espalda, la tomó de los hombros y le susurró:

—Claro que podrás venirte... si eso es lo que quieres. —Sí, quiero —respondió girándose para mirarle a los ojos. —Entonces, tendrás que ayudarme a recordar y ¡Podremos

marcharnos de aquí! —exclamó tratando de hacerla reír... y lo consiguió.

Su gesto cómico logró que Leisa volviera a sonreír y rompiera en varias carcajadas que se pudieron oír desde muy lejos. No entendía aun muchas cosas, por qué se la veía tan sola, por qué deseaba marcharse de su ciudad, pero suponía que debía tener sus motivos. Motivos de peso que se guardaba exclusivamente para sí misma y que esperaba que algún día fuera capaz de contárselos del mismo modo que él se había abierto con ella.

XX Adan tomó con sorpresa el balón que Leisa había fabricado.

Habían pasado varios días desde que hombre y su tutora hubieran hablado de tantas cosas mientras recogían flores y ya había recordado muchas cosas, cosas que al principio daba por tonterías, pero que Leisa aseguraba que eran grandes logros; Como recordar la altura de los edificios de su tierra, los juegos más populares, algunas melodías, el asfalto de las carreteras y hasta alguna tradición. Por

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eso, como forma de compensar todo ese esfuerzo, Leisa había preparado en secreto una sorpresa.

Con una vejiga de cerdo inflada y revestida de cuero, creó un balón improvisado. Había llamado a algunos de los chavales del pueblo y todos juntos iban a jugar a ese juego del cual tanto le había hablado en esos días. Once contra once, le había dicho, uno protegiendo eso que había llamado portería, otros protegiendo el campo y los demás intentando meter ese balón de cuero en la portería del contrario. Lo había llamado fútbol y según afirmaba Adan, allí de donde él venía era el deporte rey por excelencia.

—¿Qué es esto? —preguntó sorprendido al tomar el balón entre sus manos.

—Una pelota ¿No? He seguido tus indicaciones y además, con tela fina, he diseñado unas camisetas de esas —respondió Leisa mientras enseñaban los nuevos diseños confeccionados según sus orientaciones y él asintió emocionado—. Pues eso, camisetas y pantalones cortos. Así anchos para poder correr bien —respondió orgullosa—. Y mira que bien les sienta a los muchachos.

Adan levantó la vista y vio como tras ella había un grupo de chicos y chicas de Elena, la mayoría de unos catorce o quince años aunque había alguno un poco más mayor. Todos exhibían las ropas que ella había hecho y al verlos sintió una extraña punzada en el estómago, como si se sintiera en casa en lugar de ese extraño lugar donde un día despertó.

—Vamos a jugar a ¡Fútbol! —chilló Leisa emocionada—. ¿Te apetece?

—Lo cierto es que sí, pero ¿dónde? —preguntó Adan. —Aquí detrás, hemos creado un campo como tú me habías dicho,

con postes en los extremos y divididos en dos campos. Ven a verlo —le invitó emocionada.

Los dos marcharon a la parte trasera de la casa donde vivía Leisa que daba a un gran descampado. Ahí habían hecho el campo improvisado donde jugarían un partido de fútbol. Tras ellos, los veinte chicos que iban a jugar también caminaron con expectación intentando comprender las normas que Leisa les había dicho, reglas que al principio no parecían muy complicadas: «Uno para los

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balones del contrario y los demás, tenemos que llegar a la otra portería y meter la pelota entre los postes para marcar un punto. Quien más puntos tenga, gana» así de fácil le pareció a Leisa.

Adan arrancó en una carcajada al ver el campo. Las intenciones de su tutora eran buenas pero aquel campo era extraordinariamente grande. Se cansarían bastante con todo lo que había que correr para alcanzar la portería del contrario. Por otro lado, las porterías eran inmensas, hechas para que hubiera dos porteros en vez de uno y habían utilizado unos finos palos de madera que fácilmente se caerían ante el primer pelotazo. Las líneas del campo las habían dibujado tirando sal en el suelo. Una pequeña área en las porterías y la línea central que dividía ambos campos con un círculo bastante irregular en el medio.

—¿De qué te ríes? —preguntó fingiendo estar molesta por las risas.

—No, de nada... está muy bien —respondió él con los ojos iluminados.

—Bueno, que ¿Jugamos? —animó Leisa. —¿Sabéis las reglas? —preguntó Adan a los chavales y todos

asintieron expectantes—. ¿Cómo elegimos los equipos? —¿Chicos contra chicas? —propuso Leisa y todos aplaudie-ron la

propuesta. —Menuda paliza os vamos a dar —empezó a pavonearse uno de

los muchachos y sin tardar mucho, las chicas respondieron sin dejarse achantar.

Aquella situación fue muy gratificante para Adan. Le trajo muchos recuerdos de cuando era más joven, de cuando jugaba al fútbol en su colegio y se organizaban partidos divididos por sexos. Las formas de meterse los unos con los otros, el ambiente competitivo pero sin dejar de ser festivo, las risas y las burlas... en fin, después de todo, aquella gente no era tan distinta.

Adan por un lado y Leisa por otro llamaron a sus equipos en sus respectivos campos. Él, más experto que ningún otro, empezó a dar consejos a los chavales que ya daban el partido por ganado, mientras las chicas en su campo se mostraban más receptivas al simple hecho de pasárselo bien. Establecieron un portero, los defensas, los

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centrocampistas y los delanteros y cuando ya estaban distribuidos, él se acercó al centro esperando a que las chicas se organizasen. Cuando Leisa acabó de colocar a sus compañeras, ésta se acercó a él.

—¿No hay arbitro? —preguntó Adan. —¿Qué es eso? —La persona que garantiza que se cumplen las normas. —Bueno, es un partido amistoso, que tampoco vamos a ganar las

riquezas que ganan en tu tierra. ¿Quién empieza? —Echémoslo a suerte —propuso él—. ¿Pares o nones? —¿Perdón? —Joder, no sabéis nada —dijo él entre risas—. Elige números

pares o impares, y a la de tres, con una mano marcas un número levantando los dedos. Gana quien acierte si la suma de tu número y el mío es par o impar —explicó.

—¡Qué divertido! Otro juego. Me pido pares. Adan volvió a reírse con efusividad. Otro juego había dicho

Leisa... en fin, tan parecidos en algunas cosas y tan diferentes en otras. Él cogió los impares, escondieron las manos detrás de la espalda y a la de tres, los dos sacaron la mano con los dedos levantados. Cuatro dedos de Leisa más tres de Adan: Siete, el primer saque para los chicos.

Ella retrocedió un poco mientras Adan y un muchacho muy alto y delgado se preparaban para sacar y poner la pelota en juego. Fue iniciar el saque y todas las chicas corrieron como locas para abalanzarse sobre ellos. Al principio, un juego de pases entre él y sus dos delanteros sirvieron para esquivarlas, pero en cuanto ellas se hicieron con posesión del balón, allí no había quien las detuviera.

Se pasaban el balón con rapidez, haciendo un juego muy activo que logró que los chicos se cansasen de correr de un lado a otro. Y finalmente, llegando a puerta, chutaban marcando el gol, pues el portero, con semejante portería que defender, no le daba tiempo a parar el balón. Tras el primer tanto, todas las chicas gritaron emocionadas:

—¡Punto! —Gol —rectificó Adan—. Al tanto que se marca, se le llama gol.

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A todo el mundo le pareció bastante gracioso el nombre del tanto, pero lo aceptaron con diversión. El juego continuó y tras un nuevo saque de los chicos y que la más ágil del equipo femenino les arrebatase el balón, las chicas llegaron a puerta para marcar un segundo tanto.

—¡Vamos chicos, no podemos permitir que nos ganen! —animó Adan a su equipo.

El partido cambio de situación tras el segundo tiempo. Perdían dos a cero y los chicos se pusieron manos a la obra para resolver el entuerto. Todos, defensas incluidos, se subieron al campo de las chicas cubriendo a cada una de ellas. Así lograron tomar el balón más tiempo y al poco del inicio del segundo tiempo lograron su primer tanto.

El gol animó a todo los chicos y repitiendo la misma táctica llegaron al empate. Fue entonces cuando el carácter amistoso del partido desapareció en ambos equipo. Lo primordial era ganar y tenían que hacerlo a toda costa. Así las entradas para arrebatar el balón al contrincante se volvieron más agresivas. A Adan una chica le aplastó el tobillo y una de las chicas más rápidas tuvo que abandonar el campo tras una zancadilla de quien era su marido.

—¡Expulsar a Senau! —solicitó la muchacha mientras salía a pata coja—. Eso ha sido falta.

Y tras una breve deliberación, o mejor dicho discusión, entre Leisa y Adan, los chicos aceptaron a regañadientes la tarjeta roja al centrocampista (¿O era defensa? Ya no se acordaban, estaban todos revueltos).

Las chicas sacaron desde el lugar donde se había procedido a la falta a su compañera. En estos momentos ambos equipos jugaban con un jugador menos. La ausencia de suplentes hizo que las chicas perdieran un jugador y los chicos... en fin, Senau había sido muy bruto para arrebatar el balón a su esposa... «Cosas del matrimonio, supongo» sentenció entre risas Adan.

Ya llevaban mucho rato jugando, cansados de correr de un lado para otro. Pero ninguno quería dejar de jugar. No mientras siguieran empatados y decidieron que quien desempatase, ganaba. Por eso, aquella jugada de las chicas podía ser decisiva. Leisa, con el balón

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entre las manos, miraba a quien de sus compañeras podría pasárselo, quien estaba más disponible para disparar a puerta. Pero todas estaban cubiertas, todas lo tenían bastante complicado para una jugada rápida que acabase en gol. Aun así, había que intentarlo. Se lo lanzó a Samara, una amiga suya, y esta trató de pasárselo a otra. Pero el balón lo interceptó uno de los chicos más bajitos pero rápidos del equipo y mediante un grito, todos corrieron hacia el campo de las chicas. Este se lo pasó a Adan y Adan al chaval alto. La portera abandonó la portería, salió al encuentro de los muchachos, interceptó el pase y mediante una fuerte patada, el balón salió volando de nuevo al campo de los chicos.

Lo recuperó una de las chicas que volvió a lanzarlo al aire hasta que lo interceptó Leisa, quien se encontraba sola en el campo intentando recuperar el aliento. Pero cuando vio como caía del cielo y como a su alrededor no había nadie, con todo el terreno a su disposición, busco las fuerzas de donde fuera con tal de resolver el partido a favor de su equipo. Todos los chicos que se encontraban en el otro campo se llevaron las manos a la cabeza dando por perdido el partido mientras los más esperanzadores corrían al encuentro de Leisa para cerrarle el paso. El portero se puso firme, atento a los movimientos de la muchacha para parar el inminente chute y Adan salió despavorido mientras vociferaba:

—¡Fuera de juego! ¡Fuera de juego! Leisa no escuchó, o no prestó atención, y con todas sus fuerzas y

antes de que ningún muchacho lograse alcanzarla, disparó; un tiro en diagonal que obligó al portero a correr por toda la portería. Pero no llegó a tiempo y el balón se coló casi rozando el poste.

—¡Gol! —gritaron todas las mujeres. —¡No ha valido! —sentenció Adan según llegaba a su campo y

se ponía enfrente de Leisa—. No ha valido —repitió mientras se quitaba el sudor de la frente.

—¿Cómo que no ha valido? —preguntó Leisa. El resto de jugadores se acercaron a ellos y se pusieron a su alrededor, pendientes de la conversación que mantenían ambos capitanes.

—Ha sido fuera de juego. Clarísimo.

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—¿Cómo que fuera de juego? Yo estaba dentro del campo, por lo que es imposible que estuviera fuera del juego.

—No, Leisa. El fuera de juego es cuando un jugador se encuentra más cerca de la línea opuesta entre balón y el penúltimo adversario, es decir que el jugador se encuentra más adelantado que todos los jugadores del otro equipo salvo de uno, que suele ser el portero.

—Sí, ¿Y qué? —Que eso no está permitido. Se introdujo esa regla para evitar a

los chu-pa-go-les —acusó. —Eso te lo acabas de inventar —interrumpió una de las

jugadoras. —Habéis perdido —sentenció otra. —No se lo ha inventado —acudió uno de los chicos en apoyo a

Adan—. Es fuera de juego. —Como sí supiera de qué hablaba. Lo que le importaba era anular el gol—.

—Venga chicos, no seáis malos perdedores. Hemos ganado y punto —concluyó Leisa.

Los intentos de Adan y de varios chicos en anular el gol por fuera de juego fracasaron cuando todas las muchachas comenzaron a vitorear al unísono «Campeonas» abandonando el campo para volver a las calles en busca de agua. Estaban sedientas.

Leisa se acercó a Adan, que a pesar de haber perdido, esbozaba una gran sonrisa y le felicitó por el partido jugado. Se lo habían pasado muy bien. Habría que repetir.

—Ha sido como estar en casa —dijo Adan mientras se marchaban—. Aunque vamos a necesitar todos un buen lavado... ya podrían abrir las duchas antes.

—Cierto —respondió jadeando, casi sin aliento—. ¿Te has divertido?

—Sí... hacía mucho tiempo que no me divertía así. Y era cierto. A pesar de recordar el fútbol como una gran pasión,

en aquel momento supo que llevaba mucho tiempo sin jugar, que aquella afición de adolescente se perdió con el paso del tiempo. Ahora de adulto, tuvo la certeza de que, allá de donde viniera, ya no se divertía como antes, que sus diversiones habían sido relegadas a un segundo plano al cual nunca le podía ocupar tiempo... Como le

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pasó con Lucía, recordó, aquel trabajo le absorbía tanto que todo lo demás pasó a un segundo lugar. Tal vez ahora empezaba a comprender lo que tantas veces le había dicho su novia, aunque aún no recordase que era lo que tanto tiempo le ocupaba.

Lo primero que hicieron más llegar a casa de Leisa fue ir directos a por unos vasos de agua. Estaban exhaustos y bebieron a grandes tragos hasta que acabaron las garrafas. Aquello le obligaba a la muchacha a bajar con el cubo hasta el río para llenarlas, o si no se vería sin nada que beber durante todo el día.

—¿Me acompañas? —le pidió Leisa—. Venga, así me ayudas a cargar con el cubo.

Y aunque Adan pusiera muchos impedimentos rogando un poco de descanso, finalmente Leisa se salió con la suya y los dos salieron en casa con dos cubos, así ya aprovechaba el viaje y se traía más reservas. Bajaron hasta el río donde habitualmente siempre había gente cogiendo agua, los llenaron y dieron media vuelta. Mientras, durante el camino de ida y de vuelta, los dos no dejaron de hablar acerca del partido. De lo bien que se lo habían pasado, de la zancadilla, las pequeñas faltas y por su puesto sobre el fuera de juego que les había otorgado la victoria a las chicas.

—No, si la culpa ha sido mía por dejar que jugásemos sin explicar las reglas en condiciones —sentenció Adan—. Hasta en una ocasión vi como una de tus amigas cogía el balón con las manos.

—No seas embustero. Ninguna de mis chicas ha cogido el balón con las manos. Esa regla la he explicado bien. Acéptalo. Tienes mal perder… En realidad lo que te pasa es que no soportas que yo sea mejor que tú.

—Que chulita te pones ¿No? —observó con picardía. Pero entonces la conversación se interrumpió de golpe. Un

hombre poco más joven que ellos apareció con los ojos empañados en lágrimas y más adelante, pudieron ver a un grupo de personas congregadas y envueltas en un gran bullicio. Todos parecían bastante alterados pero no llegaban a entender que era lo que había originado tal reacción. Leisa se acercó al señor y le preguntó que sucedía, ¿Acaso había pasado algo malo?

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—Las bestias han atacado el puerto de José. Han muerto casi todos, mi señora —respondió él.

XXI Dos semanas después del ataque de la bestia al puerto de José,

Seleba regresó a Elena. Habían sido unas semanas muy duras, probablemente las más duras que jamás habían vivido. Testigo del poder descrito por el capitán Merlo y los marineros supervivientes días antes de viajar al puerto. No sabía hasta dónde podía llegar la bestia que se cernía sobre Axelle. Lo único que sabía era que tenía que hacer algo y de inmediato. Pero ¿El qué?

Durante toda la semana después de la tragedia, Seleba había permanecido en el campamento provisional por consejo de Ateleo, así, además de poder recuperarse de las heridas sufridas, también daría de nuevo su apoyo a la gente y la tranquilizaría con su presencia. Si se marchaba de inmediato, la gente podría pensar que no estaban a salvo y podrían huir despavoridos.

Fue Ateleo quien supo reaccionar en ese momento. Fue gracias a él como lograron un poco de orden dentro del caos reinante, pues ella se había quedado paralizada, sin capacidad de reacción. Se notaba que Ateleo había estado durante mucho tiempo en la familia, que había sido un buen consejero y que sabía cómo debía reaccionar. Así ordenó, siempre en nombre de Seleba, por supuesto, que se estableciera un campamento en lo alto de la montaña varios kilómetros alejados de la ciudad. Estableció los grupos de rescate y mandó mensajeros a diferentes lugares de Axelle solicitando ayuda urgente: mantas, comida y sanadores.

Pero a pesar de las medidas puestas en marcha por parte de Ateleo, el pueblo de José tardaría demasiado en levantar cabeza. El puerto jamás volvería a ser el mismo y aún nadie entendía por qué había sucedido la tragedia.

Seleba regresó a Elena con más ganas que nunca. Deseaba descansar, tumbarse en su cama y desconectar. Pero la noticia ya había circulado por todo el territorio y ahora el trabajo se duplicaba. Ateleo ya había convocado a todos los Hermanos de Axelle en una

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reunión a puerta cerrada para tratar esta nueva crisis, reunión a la que también acudirían varios sanadores que darían su visión de la tragedia, algunos religiosos de Épsilon y unos expertos en la historia del pasado y las bestias. A la reunión tampoco faltarían dos miembros del Batallón de Defensa, y todos ellos estarían encabezados por Seleba, quienes debían buscar soluciones, soluciones para el pueblo de José, soluciones para posibles ataques de las bestias.

Es así como Seleba no tuvo tiempo para tumbarse ni cinco minutos.

Al entrar en Elena, los guardias tuvieron que apartar a toda la gente que se había congregado en la entrada para preguntar al Hermano Mayor por lo que estaba sucediendo. Todo el mundo se mostraba bastante inquieto, atemorizados por lo que pudiera pasar, por no saber que podía deparar a Axelle ahora. Muchos de los ahí congregados tenían familia en José y no sabían nada de los suyos.

En el templo ya aguardaban la llegada de Seleba y de Ateleo. Con la expresión severa, el Hermano de Borja, de Marta, de José y de David, dos sanadores de Elena, el capitán Fastian y el capitán Cover (recientemente ascendido dentro de la orden tras la marcha de Merlo a Marina) aguardaban impacientes el inicio de la reunión con un inmenso silencio sobre la gran mesa de reuniones de la segunda planta del templo.

Los guardias tuvieron que recurrir a la fuerza para apartar a la gente que trataba de desbordar el carromato en el que viajaba, mientras ella se tapaba los oídos para evitar escuchar las súplicas de su pueblo que le exigía las respuestas que aún no tenía. A la llegada del templo, los guardias custodiaron el camino y Ateleo, cogiendo la mano de Seleba con fuerza, corrió hacia la entrada sin demoras. Ya dentro, las puertas se cerraron y el silencio de la sala les resguardó tras los anchos muros de piedra.

—Les están esperando en la segunda planta —informó el oficioso que custodiaba la sala central y los dos subieron sin demoras.

Subieron por las escaleras hasta que finalmente llegaron a la segunda planta. Allí estaban custodiando la entrada dos de sus

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guardias habituales, quienes les abrieron la puerta y les dejaron pasar sin más demoras.

Todos se volvieron hacia Seleba y Ateleo en cuanto entraron y se acercaron a saludarlos dando gracias a que no hubieran muerto en el ataque. Todos muy complacientes y correctos, incluso Fastian, a pesar que se mostraba disgustado por la decisión que tomó Seleba en su momento. Tras los saludos cordiales, cada uno volvió a su asiento, confiando en empezar pronto la reunión, mientras, Seleba se despojaba del fino abrigo de lino que llevaba, lo colgaba en un perchero y se acercaba a su sitio.

—¿Estamos todos? —preguntó Ateleo mientras observaba a todos los allí presente como si los estuviera contando mentalmente.

—Falta el Hermano de Marina —dijo el Hermano de Borja. —Él no ha sido convocado —contestó Seleba con desdén—. Ya

me diréis que puede aportar a esta reunión. —Pero es otro Hermano más... debería estar convocado a la

asamblea, aunque no hablase en toda la reunión —informó el Hermano de David, un pueblo chiquitito situado al sudoeste.

—Lo sé, pero que quieres que te diga... Me da asco ese individuo. Además, estamos suficientes como para votar sin necesidad de que él esté —sentenció Seleba.

—Todos ya sabéis por qué habéis sido convocados —interrumpió Ateleo—. Las bestias han atacado de nuevo una ciudad. Esta vez ha sido el puerto de José, y lo que hemos visto allí ha sido realmente duro.

—¿Cómo se encuentra el pueblo? —preguntó uno de los sanadores.

—Mal. Muy mal... En una primera estimación, podemos decir que el ochenta por cierto de la gente ha fallecido —comunicó Ateleo mientras todos se llevaban las manos a la boca asombrados—. Tan sólo han sobrevivido los que estaban más alejados del puerto. Ahora están congregados en un campamento provisional establecido en lo alto de las montañas de la Cordillera de Santiago y esperan nuestra ayuda.

—Lo más prudente sería sacarlos de allí y refugiarlos en Elena —comentó el Hermano de Marta—. En Elena estarán seguros.

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—Elena no puede recibirlos. Sabéis la política que hay sobre espacios y terrenos y Elena está sobresaturada. No cabe ni un alfiler más —interrumpió Seleba—. Pero podrían ir a Marta, Borja y David... distribuirlos entre las tres ciudades.

—Y ¿Separarlos? No creo que vayan aceptarlo —comentó el religioso más anciano.

—Y ¿Qué va a ocurrir con el pueblo? El puerto de José goza de una posición estratégica en cuanto a la pesca. Más de la mitad del pescado que se vende en todo Axelle proviene de José... David no tiene capacidad para capturar tanto pescado. Apenas tenemos excedentes para comerciar —dijo el Hermano de David.

—Por eso debería haber venido el Hermano de Marina —interrumpió el Hermano de Borja—. Desde Marina se puede restablecer el servicio de pescado. De hecho, Marina era la ciudad de pescadores por excelencia hasta que se convirtió en las cloacas de Axelle.

—El pescado tendrá que distribuirse entre las tres ciudades más cercanas al mar. Marina lleva mucho tiempo colaborando con el pescado de Elena. Hay pescadores allí que cogen mercancía exclusivamente para Elena. El déficit de que nos deja José, hasta que podamos restablecer el orden, deberán reponerse entre David y Borja.

—¿Pero qué dices? —interrumpió el Hermano de Borja—. En mi pueblo no hay puerto. Estamos cerca del mar, pero debo recordarte que debido a eso, mi gente se muere por la desmemoria. El agua está contaminada con la enfermedad. No podéis pedirme que obligue a la gente a navegar por esas aguas.

—Por favor, orden —suplicó Ateleo—. Acabamos de empe-zar para estar ya discutiendo —reprendió a los dos—. El mayor problema es que esa bestia se ha metido en el mar intermedio, entre Axelle y Silvanio, cuando normalmente no navegan por ese mar. Es una bestia temible que ya ha atacado en dos ocasiones y que volverá hacerlo si no hacemos nada al respecto.

—Si me permiten —interrumpió Fastian—, de esto mismo ya avisó el capitán Merlo hace unas semanas, y esta misma sala optó

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por echarlo a Marina. Esta sala, concretamente el Hermano Mayor, hizo oídos sordos de lo que él ya avisaba.

—Por favor, Fastian —volvió a insistir Ateleo—. No es momento de reproches.

—Pero si de reconocer errores. Exijo que se traiga de vuelta al capitán Merlo, pues la decisión adoptaba dista muy lejos de ser objetiva, y más de ser correcta. —Pero nadie habló— Sabéis perfectamente que Merlo tenía razón, y que lo único que nos depara los próximos días es armarnos contra la bestia. Si no es para matarla, al menos para echarla del mar Intermedio. Que vuelva a navegar por los océanos lejos de nosotros.

—Creo que va a ser más difícil de lo que puedas pensar, capitán —interrumpió otro religioso con el rostro bastante compungido.

—¿Por qué? —Hemos estado leyendo los libros sagrados —tomó la palabra su

otro compañero—. Los diálogos de Cuspier, la confesión de Chrystelle, las tablas de Épsilon... Y no traemos muy buenas expectativas.

—¿A qué te refieres? —preguntó Seleba asustada. —Los escritos afirman que permaneceríamos en paz en los

confines del mundo, donde Épsilon nos resguardó, y que así debíamos permanecer sin ser percibidos. Que una bestia esté navegando por el mar Intermedio sólo puede significar una cosa: Hemos sido descubiertos.

—¿Qué estás intentando decir? —Que tras esta bestia, vendrán las demás... dispuestas a tragarse

la tierra eliminando así al último pueblo de los dioses buenos —concluyó el otro religioso.

La sala se llenó de un gran bullicio. Todos alterados, alzando la voz e intentado que se les escuchase por encima de los demás gritos, apabullados y desorientados. Pero Ateleo se levantó de la silla y dando un fuerte golpe al suelo con el pie, logró que todos volvieran a un riguroso silencio.

—Por favor, señores. No gritéis todos a la vez —suplicó. —Es el fin —sentencio el Hermano de Marta.

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—No es el fin de nada —arremetió Ateleo—. No hay garantías de que otras bestias sepan de nuestra posición, o que quieran tragarse esta tierra. Además, subestimáis a Épsilon. Él nos protegerá de las intenciones de las bestias como otras tantas veces ha hecho.

—Y ¿Por qué no nos ha ayudado ahora? —preguntó el Hermano de David—. ¿Por qué ha permitido tal barbarie?

—No lo sé —respondió irritado—. Pero no conseguiremos nada pensando que esto es el fin.

—Debemos eliminarla —interrumpió Fastian—. Enfrentar-nos a ella será el único modo de saber que no llamará a más. No podemos perder más el tiempo.

—Pero no tenemos capacidad para enfrentarnos a ella —contestó el capitán Cover.

—Eso ya lo había dicho Merlo antes de que el Hermano Mayor le mandase a Marina.

—Fastian, ya vale —imploró Seleba—. Podemos vencer a la bestia sin necesidad del capitán Merlo... tenemos que hablar con Silvanio.

—Dicen que la bestia atacó a la villa de Carmen con la misma dureza que en José —informó Cover.

—Entonces creo que lo mejor sería que nos reuniéramos con los representantes silvanos y llegar a un acuerdo de colaboración.

—Exigirán algo a cambio —comentó Fastian—. Saben que tienen más capacidad armamentística que nosotros y pedirán algo como moneda de cambio.

—Nosotros tenemos más recursos alimenticios, más terre-nos, más materia prima... Además, esto es un problema que nos afecta a todos por lo que no creo que pongan mucha resistencia —respondió Seleba.

—Entonces ¿Qué vamos hacer? —preguntó Íntido. —Propongo una acción conjunta con los Silvanos para acabar con

la bestia —dijo el Hermano Mayor—. Mañana partiré para la capital silvana y hablaré con su representante. Con las noticias que traiga, os informaré y veremos qué posibilidades tenemos de victoria.

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—No creo que haya una victoria —interrumpió el religioso más mayor—. Las escrituras son claras… Va hacerse realidad la profecía del libro de la dama Chrystelle: Es el Apocalipsis.

—Gelaro, por favor —suplicó Seleba—. No nos pongas más nerviosos de lo que ya estamos de por sí. No hay ninguna profecía que vaya hacerse realidad, ninguna bestia va a tragarse nuestros feudos y todo volverá a la calma. Y este debe ser el mensaje que se trasmita al pueblo ¿Entendido?

Todos asintieron sin mucha convicción, incluso un poco desesperanzados ante los próximos días que se les acercaban. Afuera, el pueblo parecía congregarse con una única esperanza, esperar las palabras del Hermano Mayor llamando a la calma. Pero en la segunda planta del templo, todas las caras parecían indicar lo contrario, aunque sabían que no podían ser sinceros, que no podían mostrar las mismas inseguridades que se percibía en la gente.

Ateleo se levantó de su silla, anduvo por encima de la sala mientras los demás permanecieron en silencio y después tomó la palabra.

—¿Qué hacemos mientras con José? —Eso mismo iba a preguntar yo —se apresuró en añadir Íntido—

. No puedo volver sin alguna solución. No hay nada bueno que se les pueda decir.

—El hombre del mar… —susurró Seleba. —¿Perdón? —¡El hombre del mar! —volvió a repetir ante el desconcierto de

los presentes. Sólo el Hermano de Borja entendió de quien hablaba. —¿Ocurre algo con el hombre que te traje? —¡Él es la esperanza que podemos dar a la gente! Para que no se

centren en todo esto. No podemos salir ahí fuera y dar un mensaje apocalíptico sin que cunda el pánico. Pero el hombre del mar, él podrá dar una esperanza a la gente.

—Seleba, no te estamos entendiendo —interrumpió Ateleo. —El hombre del mar es un señor que encontramos en las playas

del este. Era muy extraño y hablaba con un acento raro… Pero no entiendo en qué puede ayudar ese señor. Era un pobre diablo —dijo el Hermano de Borja.

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—Un pobre diablo que se estaba curando de la desmemoria —sentenció Seleba ante la sorpresa de todos, que enseguida empezaron a enzarzarse en comentarios esperanzadores ante una noticia que llevaban mucho tiempo ansiando oír.

—No apresures en afirmar eso. Yo ya te expliqué en mi carta que no lo tenía claro.

—Pues tiene que quedar claro, porque lo necesitamos más que nunca… Puede que la bestia que custodia los mares del este se haya desplazado al mar Intermedio. Esto provocó que el hombre que naufragó en el mar pudiera regresar a la deriva a la playa, convirtiéndose en el primero que logra regresar con vida… Pero él mostraba claros síntomas de desmemoria y poco a poco remitían.

—Yo no lo tenía tan claro Hermano Mayor —comentó el Hermano de Borja.

—No recordaba nada, ni su nombre… pero poco a poco, algunas imágenes le traían algunos recuerdos.

—Sabía andar, hablaba e incluso razonaba dentro de su enfermedad… Eso no lo hacen los desmemoriados.

—Pero te olvidas que éste se está curando… Son muestras del progreso de su cura. Y esto nos ayudará, al menos, para distraer la atención a otro lado mientras decidimos que podemos hacer.

—Eso es una burda maniobra de manipulación —sentenció Fastian.

—Será lo que tú quieras que sea, pero lo necesitamos —respondió Seleba con firmeza—. Haré llamar a Leisa para que me informe y veremos qué podemos hacer.

—¿Qué hacemos con el problema de abastecimiento de la comida? Con el pueblo de José así, necesitaremos que otra cuidad surta a las demás —preguntó Cover.

—Será Marina quien tenga la obligación de surtir… Mandaré más pescadores. A Jenero le da igual mientras pueda hacer lo que le venga en gana.

—Y ¿El batallón de defensa? —preguntó Fastian un tanto molesto.

—Id reclutando soldados y especializadlos en tiempo récord. Tras mi regreso de Silvanio, es posible que haya que emprender una

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operación ofensiva y necesitamos todas nuestras fuerzas… Durante mi ausencia, será Ateleo quien ocupe mi lugar ¿Entendido?

Todos parecieron asentir con una extraña mezcla de rostros esperanzados y tristes. Estaban aquellos que tras las palabras de los religiosos, daban por sentado que llegaba el fin de sus días, y luego los otros, que tras las nuevas informaciones, parecían mostrarse contentos y con fuerzas.

XXII Leisa y Adan se habían reunidos, como la mayoría de la gente, en

las cercanías del templo a esperas de ampliar la información que les habían dado tras su partido de fútbol. Parecía muy difícil de entender lo que todo el mundo comentaba, y la tensión y los nervios podían cortar el ambiente. Allí, en las proximidades de la sede central del Hermano Mayor, la gente esperaba su salida, que explicase lo que había ocurrido, algo que aclarase los continuos rumores que circulaban, cada cual más deformado, y que parecían no albergar muchas esperanzas.

De pronto, el bullicio de la gente ensordeció los oídos de Adan. Tras la puerta del templo, habían empezado asomar ciertas celebridades, gente importante en Axelle que salía tras aquella reunión con Seleba. Ninguno quiso decir nada, tan sólo trataban de evadir las preguntas de la gente mientras los guardias despejaban la zona para que pudieran irse con cautela.

—¿Alguien sabe como ha sucedido? —preguntó Leisa a una mujer que agarraba a su niño de tres años con firmeza para evitar que se perdiera.

—La bestia provocó una ola que se adentró en la ciudad y lo arrasó todo —dijo ella con el rostro totalmente desencajado—. Hay quienes dicen que no ha sobrevivido nadie. Que Épsilon nos proteja.

—¿Una ola? —preguntó extrañado Adan—. Y ¿Cómo saben que ha sido una bestia?

—¿Qué otra cosa podría provocar algo así? —preguntó la mujer en contestación a su pregunta.

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Pero a él le parecía que la explicación era más simple que ¡un ataque por parte de una bestia! Y sin embargo, para toda la gente de Elena, aquélla debía ser la explicación, la única explicación.

—Leisa, Leisa —le llamó Adan—. ¿De verdad pensáis eso? —Adan, sé que tú crees que el mundo es muy distinto a como es

en realidad. Pero algo de esa magnitud, sólo nuestras bestias son capaces de hacerlo… Es nuestro destino: sufrir su acecho todos los días —respondió apenada.

—Yo sólo digo que si no las habéis visto hacerlo, ¿Cómo podéis estar tan seguros de que han sido ellas? ¿Por qué no barajáis otras posibilidades más… más realistas?

—¿Hay algo más realista que esto? —Sí. Un... un... ¡tsunami! ¿Acaso no es más posible que se trate

de un fenómeno atmosférico? —¿Qué dices? Ya vuelves hablar raro —preguntó aterrada al oírle

decir ese nombre. —Dios, decís que yo no sé nada, pero me temo que sois vosotros

quienes no tenéis ni idea de nada que no sean vuestras bestias. Es muy fácil explicar todo si pensáis que cualquier cosa que suceda es debido a vuestros monstruos.

—Explícate —pidió Leisa frunciendo el ceño con descon-fianza. —Sólo digo que es posible que se trate de otra cosa. ¿Y si ha sido

un tsunami? —Y ¿Qué es eso? —Se trata de una inmensa ola de gran fuerza que se produce

cuando algún fenómeno extraordinario desplaza una gran masa de agua.

—Vale, estoy de acuerdo contigo. Pero ese «fenómeno» como tú lo llamas, ha sido una bestia.

—Podría haber sido un terremoto —puntualizó él, pero ella le miró extrañada, sin entender nada—. Un terremoto es una sacudida de la tierra que se produce debido al choque de dos placas... tectónicas —recordó.

—No te entiendo nada —respondió ella. —Sí, Leisa... La tierra está viva. Hay movimiento en su interior

debido a unas placas que interactúan entre sí. Pero cuando estas

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placas chocan las unas con las otras, se produce una liberación de energía que se traduce en un temblor de la tierra. A veces puede ser más fuerte y otras veces más suave... Pero si es fuerte y se produce en el mar, esta energía liberada en forma de temblor hace que el agua se sacuda y se cree una inmensa ola... Es como si en un vaso de agua echas una pequeña piedra: el agua se mueve con fuerza hasta que se vuelve al calmar. Es el mismo principio, pero su fuerza es multiplicada por un millón.

—Tiene sentido... aunque no termino de concebir que la tierra se mueva sola.

—Leisa, te aseguro que esto ocurre. En mi mundo ocurre. Leisa le miró extrañada y a su vez con una expresión

diferente, como si tras escuchar las palabras de Adan, alguna teoría escondida en su mente se hiciera más real. ¿Había dicho tsunami? Él hablaba de un montón de cosas desconocidas para ella y volvía a emplear términos que jamás había oído. Era tan descabellado que era imposible creerle.

Él siguió intentando explicarle la teoría que tenía acerca de lo que había pasado en el puerto de José, pero los gritos y el bullicio reinante impedía que Leisa le escuchase con claridad. La gente no dejaba de gritar y sus protestas empezaron a aumentar al ver que nadie daba ningún tipo de explicación.

Uno de los guardias, que permanecían apostados en la entrada principal, entró en su interior y a su salida empezó a levantar la vista como quien busca a alguien entre todas las cabezas. Hasta que su mirada se fijó en la de Leisa y bajó rápidamente hacia donde se encontraba ella con Adan. Se fue haciendo un hueco entre la gente y cuando llegó a ellos, la tomó del brazo y le dijo algo al oído. Leisa se volvió a Adan extrañada, pero no comentó nada. Tan sólo lo cogió de la mano y comenzaron a seguir al guardia que les había asaltado en dirección a la entrada del templo.

Mientras, todos los Hermanos de Axelle, los religiosos y los capitanes del batallón, abandonaron las mediaciones del lugar sin tener que dar ningún mensaje a la gente congregada. Y aunque todo el mundo no dejaba de gritar exigiendo una explicación por lo que

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sucedía, ninguno de ellos dijo nada sino que esperaron a que fuese la misma Seleba quien dijera lo más oportuno a su gente.

Fue difícil caminar entre tanta gente presa del pánico, pero varios guardias acudieron a la ayuda de su compañero en cuanto vieron las dificultades que tenían para llegar a la entrada. Entre cuatro de ellos, empezaron a instar a la gente a despejar la entrada y aunque pareciera algo imposible, aquellos guardias ya estaban acostumbrados a este tipo de acciones. Hasta alzaron sus lanzas como gesto de amenaza para instar a los hombres y mujeres a retroceder varios pasos y así lograron que su compañero y la pareja llegasen a la puerta.

El silencio se hizo de golpe cuando, una vez dentro, los guardias cerraron la puerta. Leisa miró en todas direcciones viendo el templo tan distinto, tan vacío a como solía estar un día normal. Era una situación extraña, donde nadie alcanzaba a entender que sucedía en realidad. Adan se acercó a ella y le preguntó en un susurró ¿Qué hacían allí? Sin embargo, Leisa no contestó porque tampoco lo sabía ella. Lo único que le había dicho el guardia era que tenía que presentarse ante el Hermano Mayor, pero no sabía si aguardaba algún tipo de relación con lo que sucedía fuera o si tan sólo se trataba de una causalidad.

Por las escaleras que daban al piso superior se podía oír como alguien bajaba con tranquilidad y Adan y Leisa se volvieron hacia los primeros escalones para ver quien llegaba. Se trataba del Hermano de Borja, que sonrió en cuanto su mirada se cruzó con la de Adan.

—Hola, hombre del mar. Me han dicho que estás mejor —saludó el anciano con amabilidad.

—Hola... —No recordaba que le hubieran dicho su nombre—. Sí, estoy mejor. Tenía razón. En Elena han sabido ayudarme.

—Adan, ¿Quién es? —preguntó Leisa aturdida. —El Hermano de Borja. Fue él quien me mandó a Elena para que

me ayudaseis. —Así que, te llamas Adan —observó con felicidad el anciano. —No, bueno, no sé. Tan sólo es un nombre provisional hasta que

recuerde el mío.

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—Se lo puse yo —dijo Leisa y el anciano asintió a modo de aprobación. Y sin que ellos se percatasen, el hombre encargado del templo se acercó y sobresaltó a Leisa al ponerle la mano en el hombro.

—El Hermano Mayor os espera arriba —les informó. —Tranquila, yo me marcho —contestó el Hermano de Borja—.

Adan, espero que te mejores del todo y recuerdes quien eres. Cuídate, ha sido un placer volver a verte.

No dejó que ninguno de ellos se despidiera de él y empezó a caminar despacio hacia la puerta mientras, con un ademán con la mano, solicitaba a los guardias que la abrieran para poder salir del templo. Adan y Leisa se quedaron mirándole extrañados, pero tampoco le dieron más importancia. Ahora, lo que les importaba, eran saber por qué les habían llamado justo en ese momento, en el que el caos y el revuelo reinante, hacía que hubiera otras prioridades que Adan y su enfermedad desconocida.

Subieron por las escaleras guiados por el encargado de velar por el silencio dentro del templo, y a la llegada a la segunda planta, el señor abrió la puerta invitándolos a entrar. Pero cuando dieron los primeros pasos, uno de los guardias dio el alto a Adan.

—De momento sólo pasará la señorita —informó con severidad. Adan se quedó estupefacto, pero Leisa le pidió que obedeciera y

se quedase en el pequeño rellano a esperar a que ella saliera o recibiera diferentes instrucciones. El momento era tan tenso que era mejor no provocar más tensión que caldease el ambiente. Adan asintió y se quedó tras la puerta mientras ella entraba en la habitación.

Dentro ya sólo estaba Seleba, sentada en su mullido sofá y con la cabeza reclinada con las manos puestas sobre las sienes. No llevaba puesto ninguno de sus ostentosos trajes de Hermano Mayor, sino un simple vestido largo y muy fino de color azul claro, lo que le hacía parecer una persona más normal de Elena y no el alto mando de Axelle.

—¿Me has hecho llamar? —preguntó Leisa entrando en la habitación con pasos muy pequeños.

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—Sí, Leisa, pasa —solicitó ella levantándose con muchos signos de agotamiento—. Veo que tu hombre misterioso ha impuesto una moda —comentó al ver sus ropas de deporte. Pero Leisa no respondió al comentario.

—¿Qué está sucediendo? La gente está diciendo cosas muy extrañas. Hay mucho alboroto ahí fuera.

—Nada, Leisa, no pasa nada. Siéntate y hablemos —pidió haciendo un ademán invitándola a sentarse en la mesa central—. Me gustaría saber qué novedades hay al respecto sobre la tarea que te encomendé.

—¿Ahora? —preguntó extrañada y Seleba asintió despacio—. Hay un centenar de personas en las puertas pidiendo que salgas a dar una explicación. ¿En serio crees que es un buen momento?

—¡Leisa! ¡Ya sé lo que hay fuera! No necesito que alguien como tú me lo recuerde —gritó enojada, casi fuera de control—. Ahora ¿Vas a darme un informe o voy a tener que esperar?

—Vale, no hace falta que grites… —Pero Leisa no sabía que decir como conclusión a todos los días que llevaba con él. Aún no tenía nada claro al respecto—. Es muy complejo. No sé ni por dónde empezar.

—Pues diciéndome si se está curando de la desmemoria. Ese sería un buen empiece —puntualizó ella volviendo a llevarse las manos a las sienes... Le estaba doliendo mucho la cabeza.

—No se está curando de la desmemoria, Seleba —informó. —¿No? ¿Está empeorando? —Tampoco... Sólo que no está desmemoriado —concluyó. —Entonces qué diablos le pasa... No recuerda quien es, pero me

dijeron que iba recordando poco a poco. Apareció en las playas del Este, donde hay mayor índice de desmemoria de todo Axelle y ahora resulta ¿Qué no está desmemoriado?

—De eso estoy segura, Seleba. Sus funciones vitales funcionan correctamente y alguien con desmemoria no tarda en manifestar problemas en este aspecto.

—Y ¿Por qué no recuerda nada? —No lo sé —respondió con inseguridad.

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—Pues eso no me vale, Leisa... Llevas más de diez días con él. Tienes que pensar en algo al respecto y yo necesito una teoría ahora mismo. Así que, dime ¿Qué conclusiones has sacado?

—Es complicado —se limitó a responder tratando de desviar la mirada.

—Me da igual lo complicado que te parezca que es... ¿Qué crees que le pasa?

—Durante estos días he estado hablando mucho con él. De su forma de vivir, de su pueblo, su gente... Recordó a una mujer con la que pensaba que tenía una relación amorosa que se llamaba Lucia.

—¿Cómo la ciudad de Silvanio? —interrumpió y Leisa asintió. —Recuerda a su madre, canciones, juegos... Habla de un mundo

lleno de cosas que aquí jamás pensaríamos que las hubiera. De un mundo libre y feliz, aunque a veces parece un infeliz dentro de ese mundo.

—Leisa, no tengo todo el día. Ve al grano. —Creo que es un hombre proveniente de los pueblos de los

dioses buenos fallecidos —respondió con firmeza. —¿Cómo dices? —Digo que creo que es un hombre superviviente de los pueblos

buenos, de cuando todos los dioses del bien aún seguían vivos. —Pero de eso hace más de mil años. Es imposible que venga de

ningún otro pueblo. —Seleba, su mundo no es este... Hasta hace cinco minutos me ha

estado hablando de olas gigantes que destruían su tierra, provocadas por movimientos de la tierra ¿No te suena a nada? — Pero Seleba no contestó—. ¡Estaba hablando del momento en el que las bestias se tragaron la tierra! Él recuerda como su mundo fue engullido, aunque se niega a pensar que hayan sido los dioses del mal. Habla de un mundo lleno de prosperidad, de grandes avances y artilugios ¡De gente que vive hasta los cien años! De diversión y juegos populares seguidos por millones de personas... Él no es de este mundo, sino de aquél que hablan los libros de la antigüedad.

—¿Y cómo ha llegado hasta aquí? —No lo sé.

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—¿Y no recuerda nada más? A su familia, hijos que pudiera tener, amigos... lo que sea.

—Recuerda a su madre. Cree que falleció y según dice, estaba enferma de algo que le impedía recordar.

—Vamos, que lo mismo es algo de familia —puntualizó Seleba viendo que no sacaría ninguna conclusión al respecto—. Y ¿Qué más recuerda de su madre?

—Que era muy anciana... Por eso no está seguro de que sea realmente su madre. Piensa que se trataba de una mujer excesivamente mayor. Casi de cien años... como los hombres del pueblo de la Luz.

—Y ¿Por qué duda de que sea su madre? —Porque él es muy joven y dice que es imposible que ella fuera

su madre si tan anciana era. Es bastante complicado porque habla de una serie de cosas que yo no llego a entender.

—Y ¿Qué más dice de su madre y de su enfermedad? A lo mejor por ahí podemos rascar algo —propuso Seleba.

—Pues poco... lo cierto es que poco. Que se confundía muchas veces. A veces pensaba que era una mujer diferente que tenía varios hijos, pero él es hijo único.

—Y ¿Cómo lo sabe? ¡Si no sabe ni su nombre! —exclamó Seleba un tanto harta.

—Pues al igual que sabe que tiene treinta y dos años... No hay ninguna explicación —respondió Leisa un poco cansada de la conversación. Había algo que quería decirle, pero no sabía cómo podía explicarlo o como iba a reaccionar Seleba ante aquella teoría que llevaba barajando desde la noche anterior—. Seleba... El otro día estuve en la biblioteca... Trabajando, buscando información para el caso.

—Y ¿Encontraste algo? —Un libro... bueno, había varios libros. Pero hubo uno que no me

dejó indiferente. Hablaba sobre el último hijo de la Luz —informó con cautela—. Y describía a un hombre similar a Adan.

—¿Quién es Adan? —El hombre del mar... Yo le llamo Adan —aclaró. —Ah, y ¿Qué decía el libro?

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—Decía que cuando la ola de la bestia tsunami regresase a Axelle, él sería nuestra última esperanza.

—¡Lo que me faltaba! —exclamó con desdén—. No quiero teorías basadas en profecías, ni de salvadores, ni del Apocalipsis ni nada de eso ¿Estamos? Quiero un diagnostico. Necesito que vuelvas ahí, cojas a tu Adan y le pronostiques una fuerte desmemoria de la cual está saliendo adelante. Necesito saber que se está curando y no quiero que me cuentes cuentos extraños de profetas que nos protegen de las bestias —respondió enojada.

—Seleba, ¡No está desmemoriado! Siéntate y habla con él. Veras lo diferente que es cuando dialogues con él tan sólo un rato y te cuente como es su mundo: Su gente, los edificios gigantes que tocan el cielo, los caminos frecuentados por máquinas.

—Lo que me está sorprendiendo es lo poco profesional que estás siendo. Él mismo te ha dicho que su madre enfermó de algo que le impedía recordar. Hasta tú misma me has contado que esa mujer se creía otra persona... Y ahora digo yo, ¡resuelvo yo!, ¿No sería más lógico pensar que él cree ser otra persona? ¿Qué padece la misma enfermedad de su madre en la cual ella pensaba que tenía más hijos? —Pero Leisa no contestó—. Por favor Leisa, pensaba que serías más astuta y no te dejarías engañar por sus tonterías.

—No creo que sean tonterías —sentenció Leisa. —Y a mí me da igual lo que creas. Vuelve con él y empieza a

curarle de la desmemoria, tal y como debías haber hecho desde un comienzo. Y esto es una orden, Leisa. No obedecerla puede traer trágicas consecuencias. —La mirada de las dos mujeres se fijaron con firmeza, desafiantes, pero Leisa sabía que tenía las de perder—. Y una cosa más —añadió Seleba—, te recuerdo que la libre interpretación de las palabras de Épsilon está condenada a muerte. Algunos libros están destinados a ocupar los rincones olvidados de las bibliotecas, lejos de las manos curiosas. No lo olvides.

Pero Leisa no contestó al último comentario. Simplemente miró a Seleba llena de rabia y se dio media vuelta. Abrió la puerta muy enojada y Adan se levantó en cuanto se encontró con ella. Su rostro mostraba eminencias de su enfado, aunque no entendía que sucedía.

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Se levantó de su asiento donde estaba esperándola y le preguntó si ocurría algo. Pero ella no respondió.

—Vámonos de aquí, Adan. Tenemos trabajo pendiente. —Y sin decir nada más, se deslizó escaleras abajo hasta la puerta del templo.

Afuera la gente seguía esperando algún tipo de mensaje por parte del Hermano Mayor, pero desde la segunda planta, Seleba sólo esperaba que se cansasen de gritar y se marchasen de las mediaciones del templo, aunque no parecían muy dispuestos a ello, los gritos no cesaron ni un instante.

Los breves minutos de soledad duraron poco. Ateleo entró en las dependencias una vez que Seleba volvió a estar a solas y le preguntó acerca de ese extraño hombre. Pero ella no contestó. Inesperadamente fueron interrumpidos por dos hombres de mediana edad que entraron al templo casi a la fuerza, implorando un mensaje muy urgente para el Hermano Mayor. Los guardias habían intentado detenerlos por todos los medios, pero eran unos tipos bastante escurridizos y se las ingeniaron ya no sólo para entrar en el templo, sino para irrumpir la pequeña y escasa conversación entre Seleba y su consejero.

—¿Quiénes sois? Y ¿Por qué entráis aquí sin permiso? —preguntó Ateleo muy molesto.

—Hermano Mayor, traemos nuevas desde Marina —dijo uno de ellos con grandes jadeos.

—¿Qué sucede? —preguntó Ateleo. —¿Los han atacado las bestias? —preguntó Seleba asustada. —No, mi señora. El Hermano Jenero... —¿Qué sucede con Jenero? —Ha expulsado a los pescadores de Elena —informó el otro

acompañante. —¿Cómo que los ha expulsado? Tenemos un trato —preguntó

extrañada. —Dice que ya no hay ningún trato y que la comida de Marina es

para la gente de Marina. Están armando navíos y cada día salen decenas de barcos dispuestos a navegar por los mares para pescar. Pero Jenero no permite que salga ya ni un pescado más hacia Elena.

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—Es demasiado extraño —comentó Ateleo sin entender nada. Jenero jamás les había dado problema y ahora era el peor momento para hacerlo.

—Satuo, su consejero, jamás permitiría algo así. ¡Le puse precisamente ahí para que evitase eso! Él debía controlar a Jenero —exclamó Seleba.

—Sí, mi señora, pero Jenero descubrió que le servía a Usted y le destituyó, bueno, le mató a decir verdad… Ahora tiene un nuevo consejero y fue él quien le aconsejó cerrar las rutas de comida hacia Elena —le explicó el hombre bastante agotado.

—¿Y quién es su nuevo consejero, si se puede saber? —El capitán Merlo. Las palabras de sus informadores sonaron en su mente como la

peor de sus pesadillas hechas realidad. Como era de esperar, Merlo no había desaparecido del mapa, aunque con esa intención le hubiera mandado en un principio, sino que lo había complicado todo.

Ateleo se volvió hacia Seleba desconcertado. Hasta hacía un momento contaban con Marina para poder abastecer de pescado a la población y ahora resultaba que nadie iba a proveerlos.

—Seleba, ¿Eres consciente de lo que significa eso? —preguntó Ateleo.

—Sí. Soy consciente de ello —respondió intentando organizar sus ideas y tras un breve silencio donde intentó poner el orden sus ideas, Seleba concluyó—. Partiré hacia Marina antes de zarpar hacia Silvanio y volveré con ese mequetrefe de Merlo para colgarlo del asta más alta que encuentre —respondió con firmeza— Lo juro.

XXIII

A primera hora de la mañana todo estaba listo para todo un hito

en el puerto de Marina. Los pesqueros a punto de zarpar, la gente congregada en los alrededores con su reciente actividad y en uno de los muelles, sesenta y cinco personas esperaban la llegada del capitán Merlo para el primer viaje del reciente Batallón de Defensa de Marina. Se trataba de la primera tripulación de soldados que se harían a la mar tras setenta años sin que ningún navío militar lo

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hiciera desde el puerto más antiguo de todo Axelle y el ambiente festivo se podía respirar por todos lados.

Mucha gente había empezado a hablar bien de Jenero y la opinión que habían tenido del Hermano de la ciudad había empezado a cambiar de un modo totalmente sorprendente. Algunos incluso ya empezaban hablar de la independencia de Marina respecto de Axelle, afirmando que su verdadero líder era Jenero y que nunca recibirían órdenes del Hermano Mayor.

Esto a él le provocaba una gran satisfacción, quien caminaba esa mañana por el pueblo con más confianza que nunca, sabiendo que al otro lado de la esquina nadie le esperaría para apuñalarle, como podría haber pasado cualquier otro día. Y es que ahora, Jenero era alguien querido por su gente. Acudía al muelle a presenciar la salida de su consejero y máximo responsable del nuevo batallón, el capitán Merlo, con el primer barco militar. Haría un discurso breve y tras él, Merlo se alzaría sobre el agua como antaño lo hicieron otros tantos barcos. Tras el navío, decenas de pescadores se adentrarían al mar más allá de donde los pescadores de Elena lo habían hecho con anterioridad, confiando en capturar tantos peces como para saciar el hambre de todo el pueblo.

Era todo un hecho histórico que pasaría a la posteridad, algo que marcaría un antes y un después.

El puerto se llenó de aplausos en cuanto él entró y la gente se retiró lentamente de su camino para dejarle avanzar, pero sin dejar de aplaudir. Sus pasos le fueron acercando al muelle con una gran sonrisa y en cuanto un puñado de gente se apartó, su mirada se cruzó con la del capitán Merlo quien estaba ahí enfrente, firme y sin sonreír, pero colmado de emociones.

Y acercándose a él, Jereno pensó en todo lo que había cambiado su reputación en el poco tiempo que el capitán llevaba en Marina, y en lo irónico que le parecía que, momentos antes de conocerlo estuviera a punto de asesinarlo con toda la comitiva que le había preparado.

Al lado del capitán estaba su nuevo piloto, Tibi, y tras él se veía el primer navío guerrero que se alzaría a la mar. Si que era cierto que no era un gran navío. No tenía nada que ver con los barcos que

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Merlo estaba acostumbrado a llevar, pero de momento era lo único que tenían a su disposición hasta que la ciudad de Marina arrancase del todo y pudiera hacer un nuevo barco para él.

Cuando llegó a su lado, los dos se dedicaron una pequeña sonrisa, se dieron la mano y Jenero se volvió hacia todos los allí presentes. Fue un momento emocionante para todos y ninguno quiso perderse las palabras que tenía pensadas para ellos. Aunque Jenero no sabía bien que decir en un momento así. En realidad, se trataba de su primera aparición en público para lanzar un mensaje que no tuviera nada que ver con los habituales de muerte y venganza.

—¡Amigos! —alzó la voz—. Hoy es un día importante para todos nosotros. Por fin y tras mucho tiempo sin que esto suceda, desde Marina saldrá un barco del Batallón de Defensa. —Y todos aplaudieron. Jenero tuvo que aguardar silencio unos instantes hasta el que puerto regresó a ese silencio expectante, pero no le importaba… era emocionante—. Si que es cierto que este navío no es el mejor de todos, como tampoco es un navío del batallón de Axelle, pues Elena sigue mirando hacia otro lado. Elena sigue sin querer saber sobre la gente de Marina. Pero ya no nos dejaremos pisotear por ellos y por eso hoy, este batallón de defensa ¡Es el nuestro! —Y la gente volvió a responder con una acalorada ovación—. Cerramos una etapa de hambre, miserias y crimen en nuestras calles. Ya no permitiremos que Marina sea la cloaca que los Hermanos Mayores han deseado que fuera. —El silencio en el muelle parecía esperar un nuevo grito para aplaudir—. ¡Marina es nuestra y así se lo demostraremos! —vociferó Jenero y la gente respondió.

Los aplausos llenaron el puerto más fuerte que nunca y Jenero dio por finalizado su discurso. En realidad no había dicho nada y la gente tampoco había sacado nada en conclusión. Pero no importaba. Lo que prevalecía era el ambiente festivo, y tras unos acordes de trompetas, Merlo llamó a su tripulación a embarcar sin que la gente cesase en sus aplausos, ya que esperaban ver como aquel cascajo que serviría de navío, zarpaba sobre los mares.

Merlo estaba nervioso. Muy nervioso. Se adentraba por primera vez en los mares de la zona Este, famoso por su alto índice de bestias, y aunque lo hacía con una tripulación altamente cualificada

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en la batalla, en el manejo de armas y en la disciplina, era consciente que no llevaba el navío más apropiado. Era como si se hubieran vuelto las tornas a la última vez que zarpó y no quería volver a fallar. Ya lo había hecho con el barco más fuerte de todo el feudo y sabía que podría sucederle lo mismo subido en aquel trasto viejo.

De él dependían las sesenta y cinco personas que se habían atrevido a formar parte de esta nueva empresa. Treinta y cinco hombres y treinta mujeres, entre ellas, Yhena. Los planes eran concretos y concisos y bajo ningún concepto debían salirse de ellos. Dos días en alta mar inspeccionando la zona y bien cerca de los pesqueros, para regresar a Marina y zarpar dos días más tarde. Y así debían hacerlo hasta que el nuevo astillero le proporcionase el navío prometido por Jenero.

Y al fin, el navío del capitán se hizo a la mar y con él la ilusión de todo un pueblo. Los más mayores, gente que ya vivía desesperanzada sobre un cambio en Marina, veía con los ojos rasantes de lágrimas como el barco se alejaba, y tras él los primeros pesqueros repletos de marineros ilusionados que lucían grandes sonrisas esperanzadas. A lo lejos, el sol naciente de un nuevo día deslumbraba a todos los presentes en el muelle, haciendo que los barcos destinados a traer una nueva ilusión a los ciudadanos de Marina desaparecieran lentamente, provocando que sólo se vieran grandes destellos de luz que brillaban en los ojos de todos ellos. Para todos los presentes, aquel día pasaría ser algo que recordar en el calendario.

Ya en alta mar, cuando los aplausos de la gente desaparecieron en la lejanía, el capitán Merlo bajó a la cubierta para ver si todo estaba en orden. El barco no era muy veloz, pero al menos su tripulación no parecía distraerse con las tonterías típicas con la que se solían entretener su anterior embarcación. Todos con las manos ocupadas en las labores por las cuales habían sido elegidos para formar parte del navío.

—Merlo, ¿Qué quieres que haga? —interrumpió Yhena en su primer análisis de la situación. El capitán se volvió hacía ella con una amable sonrisa y cuando sus miradas se cruzaron, no pudo evitar pensar en Rever. Aquella pérdida sería algo por lo que se arrepentiría toda su vida… siempre estaría en deuda con aquella mujer— Sabes

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que me ofrecí para lo que fuera y veo a todo el mundo ocupado… No quiero estar mirándolos si puedo ayudar en algo— añadió al ver como él no decía nada.

—No te preocupes, Yhena. Pero no te necesito limpiando ni cocinando —respondió él.

—Pues ya me dirás que quieres que haga. No pienso estarme sin hacer nada estos dos días —respondió ella con una sonrisa, aunque en su mirada se notaba su tristeza, su pena de la que ya nunca más se libraría.

—Por supuesto —dijo él— ¿Por qué no subes al puente de mandos? Allí está Tibi, el piloto, y dile que te enseñe a como observar a los pesqueros. Necesito establecer turnos de personas que estén pendientes en todo momento de los pescadores y estoy convencido que tú puedes encargarte de ello.

—¿Eso no será un poco aburrido? —rechistó ella con el entrecejo levantado.

—Nadie dijo que fuera divertido —contestó él y sin dar opción a que continuase quejándose, Merlo se alejó dejando a Yhena sola en la cubierta.

Yhena miró a su alrededor donde todos sus compañeros se mostraban ocupados con el mantenimiento del barco, con algunos entrenamientos de última hora y preparando diferentes quehaceres, y tras dar un largo suspiro, subió al puente de mandos donde estaba el piloto acompañado de otros tres hombres y le explicó el cometido que le había asignado el capitán. Yhena asumió su responsabilidad con entereza, pero hubiera preferido que le hubiese mandado al observatorio marino; una zona común en todos los barcos de los Batallones de Defensa situado en la parte más baja del navío.

Se trataba de una sala enorme, con pequeñas ventanas que daban al océano, donde gran parte de la tripulación procedía al estudio del estado del agua en busca de posibles guaridas de bestias escondidas en las rocas. Allí podría hacer algo de lo que ella deseaba, encontrar el escondrijo donde esas sabandijas permanecían para después acabar con ellas.

Pero el observatorio marítimo de aquel navío no tenía como finalidad encontrar esos escondites para atacarlos. El capitán Merlo

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había asignado a un gran grupo de personas, que habían demostrado su sapiencia en diferentes temas, la confección de un mapa. El mapa del interior del mar del Este para establecer las rutas más seguras de navegación, lejos de posibles ataques, y para evitar adentrarse por caminos de difícil retorno.

Así el primer día transcurrió a bordo del viejo navío. En la más absoluta e inquietante calma. Sin oír nada más que el silbar del viento, con los pescadores cerca trabajando sin cesar y con una tranquilidad que Merlo no sabía identificar como buena o mala.

La noche fue aun más tranquila. Con sus turnos de guardia, que se respetaron rigurosamente, y sin una pizca de alcohol circulando entre los camarotes. Nada que ver con aquellos campesinos indisciplinados que estuvieron al mando del capitán en José y eso que esta nueva tripulación estaba llena de ladrones, asesinos y diferentes malhechores que parecían reformados con las nuevas intenciones de Jenero. Por supuesto que además de toda esta clase de gente, había personas como Tibi. Hombres y mujeres que durante años habían permanecido resguardados en la ladera de la montaña, viviendo en cuevas para alejarse de la gentuza que transitaba por las calles… Y sin embargo ahora, ahí estaban todos; trabajando juntos, unidos por una misma causa.

El segundo día parecía que iba a estar marcada por la misma tranquilidad que reinó durante el día anterior. Sería el último día que estarían a la mar y antes de la caída del sol, Merlo ya había avisado a los pescadores que regresarían a Marina para hacer un descanso de dos jornadas antes de regresar a la mar. Algunos de los capataces de pesca no parecieron muy de acuerdo con esta decisión, pues la euforia por una gran pesca hizo que los marineros se animasen a continuar con su labor.

—En Marina esperan cargamentos de comida con la mayor urgencia posible. Es preferible descargar y permitir que fluya la mercancía, a que esté en el barco donde no sacaremos partido de ella —respondió Merlo a uno de los capataces—. Además, el Batallón tiene que ir examinado los mares poco a poco. Estos lugares son desconocidos para todos nosotros y no sabemos que podemos encontrarnos.

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Evidentemente, nadie se opuso a la decisión y todo el mundo obedeció a la llamada del barco del Batallón con los primeros sonidos del cuerno que los invitaba a regresar al puerto. Y así regresaron a Marina, confiados en que a su llegada, todo el pueblo estaría allí esperándoles, para recibirlos en más aplausos.

Y efectivamente, en los muelles había un gran número de personas congregadas que esperaban verlos en el horizonte. Algunos inquietos por qué no regresasen, otros preparándose para iniciar sus comercios, pero para una mujer de veintidós años, la llegada de estos barcos no le provocaría ni una pizca de alegría.

Seleba había llegado a media tarde al puerto. Había solicitado la reunión con el Hermano de Marina para tratar los asuntos que habían provocado su desvío en el camino, y tras comprobar que Jenero se negaba a recibirla, decidió esperar el regreso de Merlo con la caída del sol. Había llegado a Marina con sus cuatro soldados de confianza, expectantes y en alerta por cualquier altercado que pudieran tener en la ciudad. Y sin embargo, cuando llegaron, descubrieron cómo en el ambiente se respiraba una sensación muy distinta a como se presumía en Elena. Ellos, que daban por sentado el caos que reinaba en Marina, se encontraron con un pueblo que volvía a estar en activo, donde por sus calles las manos ociosas ya no delinquían como durante tanto tiempo había sucedido.

Las casas seguían estando en ruinas, pero ya algunas personas se habían movilizado para iniciar las obras de reconstrucción, el puerto estaba en una extraña actividad y el viejo astillero de Marina volvía a estar repleto de hombres y mujeres. En los muelles se observaba a un grupo de personas con viejas carretillas esperando a los pescadores y en definitiva, Seleba no podía afirmar que aquel pueblo fuera la basura en la que se había convertido durante tanto tiempo.

También se extrañó cuando al caminar por las calles descubrió que era una completa desconocida para la gente de allí. Nunca había viajado a Marina y lo poco que sabía era a través de los informadores que tenía la ciudad. Por eso, para estas personas que jamás salieron del pueblo, ella no dejaba de ser una desconocida más que caminaba por las calles. Aunque esto le benefició más que perjudicarle, pues para la gente de Marina, el Hermano Mayor era una persona

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maquiavélica y despiadada que los había relegado y abandonado a la enfermedad, el hambre y la delincuencia. Saber quién era ella, la responsable de gran parte de su situación actual, hubiera provocado una reacción en la gente de la que ni sus cuatros guardias hubieran podido ayudarla.

El hecho que no supieran quien era también la favoreció a la hora de moverse por la ciudad. Tras llegar al templo y comprobar que Jenero no daba la cara, Seleba y sus guardias se adentraron a la ciudad en busca del capitán. Supuso que estaría en el muelle, preparándose para zarpar, pero al hablar con algunas personas descubrió que ya había salido y que además se le esperaba a última hora de la tarde.

—¡Que Épsilon proteja al capitán, mi señora! —le dijo una anciana que esperaba sentaba en el puerto tras explicarle la situación actual de la ciudad— El capitán Merlo es una grandísima persona, mi niña, la gente de Marina le debe mucho y no ese asqueroso Hermano Mayor de Elena, que desea que nos muramos de hambre.

Seleba desde luego que no respondió y con una simple sonrisa se despidió de la anciana quien esperaba el regreso del capitán. Durante su espera pensó en todo lo que había pasado; en las palabras de la anciana, en su gratitud al capitán por la ayuda prestada... y según lo pensaba, más enfadada se mostraba.

Merlo no era esa gran persona que parecía ser. No. Él sólo había ayudado a Marina para salvar su propio pellejo y para poder ponerle en contra a toda esta gente. Sin embargo, Seleba no pensaba que ya antes de la llegada del capitán a la ciudad portuaria, ella pudiera ser una mujer odiada por toda esta gente. Porque asumía que sobre las calles ruinosas no había gente con vida. Para ella sólo había bandas de ladrones que unido a los frecuentes ataques de las bestias hacía que Marina careciera de valor dentro sus prioridades como responsable de Axelle. Eso era lo que le decían sus informadores y sin embargo, allí, esperando la llegada del capitán, descubrió una ciudad diferente a la que le habían descrito en múltiples ocasiones. Vio como por el muelle caminaba un sinfín de personas que no parecían malas. Personas que se vieron obligadas a residir en las cuevas alejadas de la dictadura del terror de Jenero, y sin embargo,

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ahora estaban ahí ¿Gracias a Jenero? ¿Tal vez a Merlo? Algo no encajaba y aún no alcanzaba a entenderlo.

Su gesto empezó a torcerse según aumentaba la espera y al ver cómo tras la caída del sol, la gente comenzaba a congregarse cerca de ella. Allí, en medio de todo este gentío, Seleba empezó a escuchar más comentarios de gratitud hacia Jenero, hacia Merlo y algún comentario de odio y animadversión hacia su persona. Y aunque trataba de apelar a la calma, consciente que no podía descubrirse, su deseo era el de volverse hacia todos ellos para decirles las palabras que en tantas ocasiones había oído del Hermano de la ciudad y de su nuevo capitán acerca de la gente de Marina. La opinión de Jenero donde afirmaba que este pueblo no servían ni de sacrificio a los dioses, o las burlas de Merlo de hacía unos años, que comentaba lo salvajada de la población. Pero uno de sus guardias, el más joven de los cuatro, tras observar las muecas de la muchacha, trató de tranquilizarla para evitar cualquier tipo de altercado.

Finalmente, cuando la incertidumbre en el puerto aumentó de manera significante al ver que no regresaba el capitán, el navío del Batallón se divisó en el horizonte. El nuevo encargado del muelle avisó de su avistamiento, tanto del barco de Merlo como la decena de pesqueros que se alzaron a la mar con él, y la gente respondió en un caluroso aplauso.

Fue Seleba la única que no aplaudió, y con la expresión severa, la sonrisa torcida y el ceño fruncido, esperó los últimos instantes de un modo paciente.

Primero atracaron los pesqueros y, con aire victorioso, los marineros comenzaron a despachar la gran cantidad de pescado capturado en los dos días. Varios jóvenes empezaron a cargar la mercancía y lo transportaron al interior del viejo almacén en ruinas, rehabilitado como buenamente pudieron para separar las clases de pescados capturados. En la puerta del almacén se apostaban una decena de hombres y mujeres, con sus cestos, carretillas y mozos dispuestos a comprar la mercancía para venderlas en sus recientes puestos reformados. Todo ante la atenta mirada de Seleba, que empezó a percatarse que allí, eran otras normas y leyes las que obedecían entre su población.

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Finalmente, atracó el barco del capitán, y con un gesto de victoria la tripulación empezó a desembarcar con alegría. Ella no entendía a cuento de qué se festejaba tanto aquella entrada. No habían hecho nada especial, nada que no se hubiera hecho en el puerto de José durante mucho tiempo. Pero la gente no festejaba la captura de pescados, ni siquiera el regreso del capitán, sino la vuelta a la ansiada normalidad.

Al principio tan sólo se veía a algunos marineros deslizarse por la trampa, hasta que pasado unos instantes apareció Merlo bajando por la pasarela hasta el muelle y una vez fuera del barco, un grupo de jóvenes se acercaron a él para solicitar un puesto en su navío para el próximo viaje. Seleba le observaba atónita, sin entender que era lo que había hecho para ser tan querido entre el pueblo mientras que en José era tan odiado. ¿Tal vez no sabían que había pasado en el puerto de José?

El capitán se deshizo de sus voluntarios enviándolos al templo para echar su solicitud, afirmando que se pondría en contacto con todos ellos para hacerles las pertinentes pruebas y ellos aceptaron su invitación. Todo parecía ir perfecto para el capitán y por eso lucía una gran sonrisa mientras caminaba en busca del encargado del muelle.

Pero no se encontró con él, sino con Seleba que le esperaba con claras muestras de enfado. Sus miradas se cruzaron y Merlo no pudo evitar sonreír disminuyendo el paso y acercándose a ella con un movimiento de chulería que sabía que la desquiciaba.

—En veintidós años que tienes no has sido capaz de venir a Marina —empezó a decir Merlo—. ¿Se puede saber a qué se debe este acontecimiento? —Pero Seleba no contestó, sino que esperó a que llegase a su lado para evitar que la conversación la escuchase todo el mundo—. No me lo digas. Te has dado cuenta que no puedes vivir sin mí —vaciló el capitán.

—Me has descubierto. No puedo vivir sin ese rancio olor a sudor que desprende a diario tu cuerpo —respondió ella según él se plantaba enfrente.

—No tenías quejas de mi olor cuando éramos compañeros de cama —susurró en un tono divertido.

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—Soy el Hermano Mayor. No sé como osas hablarme así —respondió ella desafiante.

—Porque puedo —dijo él. Y sin prestarla más atención, se alejó de ella y se dirigió hacia el almacén donde los marineros estaban depositando el pescado. Seleba salió detrás de él intentando frenarle el paso. Pero ante todo no quería llamar la atención.

—¿Dónde está tu amo? —preguntó intentando provocarle. —¿Mi amo? —Sí. Jenero. ¿Dónde demonios se ha metido? Llevo un rato

buscándole y no le encuentro. Ha roto los pactos que teníamos establecidos —informó ella aun sabiendo que Merlo era el impulsor de esa situación.

—Ha salido —se limitó a informar—. Pero puedes decirme a mí lo que quieras que yo le haré llegar tus inquietudes.

—Merlo no me provoques. Sabes a la perfección por qué estoy aquí. Y sé que has sido tú el responsable de que las relaciones entre Marina y Elena estén tambaleándose.

—Seleba, no seas ingenua. Nunca ha habido relaciones entre ambas ciudades. Tú dabas órdenes y ellos cumplían a pesar de morirse de hambre —sentenció él sin detenerse.

—Era un acuerdo con Jenero —rechistó—, y ahora no puede romperlo o le destituiré como Hermano de Marina. Así que, ya estás diciéndole que tiene que permitir la llegada de los pescadores de Elena aquí y que salgan cargamentos. Los necesitamos.

—Vamos Seleba, para cuatro cajas que salían de este puerto... no creo que sea tan necesario.

—El puerto de José sufrió un nuevo ataque, Merlo. Está destruido por completo. Ahora Marina es la proveedora mayoritaria de pescado y todo lo que está circulando en este puerto debería salir para todas las ciudades.

—De acuerdo. Pero todo tiene un precio —interrumpió el capitán—. Una vez que establezcamos suministros para toda esta gente, estableceremos rutas comerciales para poder adquirir nuevos productos. Y Elena por supuesto que puede participar comprando las cantidades de pescado que desee a cambio de... no sé: medicinas,

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libros, animales... cosas normales que necesita una ciudad cualquiera.

—Yo no estoy hablando de comercio... Sino de solidaridad con el feudo —rechistó Seleba logrando que el capitán se detuviera.

—Y ¿Dónde estaba la solidaridad de Elena cuando esta gente se moría? —preguntó Merlo.

—No seas hipócrita. Cuando estabas en José te importaba una mierda si se morían o no. No vayas ahora de defensor de las causas perdidas.

—Iré de lo que me venga en gana. Ahora estoy aquí y como ciudadano de Marina, defenderé sus intereses por encima de los tuyos —respondió con más tono chulesco—. Y ahora, si quieres mercancía, te costará un precio.

—No lograras lo que pretendes. Ninguna ciudad de Axelle comerciará con maleantes.

—Tal vez Axelle no quiera comerciar, pero estoy seguro que Silvanio no desperdiciará esta oportunidad única de conseguir pescado a un precio más bajo de lo que Axelle se lo vende —sen-tenció con una sonrisa—. Ah, no, que ya no tenéis excedentes — bromeó a carcajadas—. Eso beneficiará a Jenero, que se ha marchado hacia la capital silvana para hablar de negocios con su gobernante. Y estoy convencido que volverá con un buen acuerdo bajo el brazo.

—No podéis actuar sin el consentimiento de Elena —sentenció sorprendida.

—Sí que podemos. Merlo volvió a dedicarle una de sus irónicas sonrisas y continuó

caminando en dirección al almacén, alejándose de ella con cierto aire de victoria. Seleba se quedó inmóvil viendo como se marchaba, con los puños cerrados y mordiéndose el labio inferior. Y era irónico... Siempre pensó que Merlo terminaría ocupando un puesto como el que ostentaba ahora, de consejero de los Hermanos, tomando decisiones importantes... Así era como ella le imaginaba, pero en sus sueños, el capitán estaba de su lado y no en el contrario.

No aceptó la oferta que le propuso años atrás. Entonces su prioridad estaba en navegar por los mares... y ahora, ahí estaba, siendo el consejero de Jenero, convirtiéndose en un enemigo

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importante a tener en cuenta, porque no había que pensar mucho para darse cuenta que esto traería más problemas. Con José destruido y Marina actuando de un modo independiente, Axelle dependía exclusivamente del puerto de David, y Seleba sabía que aquel pequeño pueblo no se bastaba para suministrar a todos.

XXIV Adan caminaba por aquel largo pasillo de baldosas blancas y

techo azul claro con un paso firme y rápido. Otra vez volvía aquel lugar después de llevar mucho tiempo sin hacerlo, y ahora, volviendo a caminar por allí, respirando ese profundo olor a alta tecnología y a compuestos químicos, empezaba a sentirse como en casa.

Su ruptura con Lucia le volvió a meter en ese hoyo al cual entró tras la muerte de su madre, ese hoyo tan común para la gente de su época; la depresión. Sin querer volver a trabajar ni salir de casa, Adan pasó los días como quien dormita o inverna durante los meses fríos. Hasta hacía la compra por Internet para evitar todo contacto con la gente. Tan sólo quería permanecer sin que nadie le reprendiera ni le diera la razón.

Algunas noches se colocaba enfrente de la mesilla del salón, miraba el teléfono y pensaba en llamarla. Su despedida había sido tan fría después de cinco años juntos que parecía mentira que todo pudiera acabar así. Sin embargo, Lucía tenía razón y él lo sabía. La relación que habían mantenido fue aplazada a consecuencia de su trabajo. Era su gran oportunidad, su momento de lograr formar parte de algo importante y durante muchas discusiones pidió a Lucía paciencia. Sólo se trataba de paciencia, de esperar a que todo saliera como él esperaba y entonces sería totalmente de ella.

Pero ya no podía pedir que esperase más. Lucía tuvo un aguante y él ya lo rebasó momentos antes de que su madre enfermase, lo que sirvió para postergar lo que más tarde terminaría sucediendo. Y por eso, todas esas noches que miraba al teléfono abstraído, dejaba que su imaginación volase en las supuestas conversaciones de reconciliación que sabía que no mantendría. Ya había asumido que había acabado una etapa de su vida que difícilmente volvería.

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Había acabado por su trabajo, por su ambición, por su afán... y una de esas noches reflexivas, se dio cuenta que dejarlo ahora sólo serviría para que la pérdida de Lucía hubiera sido en vano y no podía permitirlo. Ya bastante había perdido como para echar todo por la borda.

Eso mismo fue lo que le dijeron varios compañeros del trabajo, que se pusieron en contacto con él al ver que no aparecía. Y tras pasar ese breve periodo de tiempo de luto, donde Adan maduró su nueva situación donde estaba solo, al final optó por lo más práctico, lo más lógico: Regresar al lugar por el cual tantos sacrificios estaba haciendo.

Y eso estaba haciendo ahora: volver a ese edificio grande, de enormes y anchos pasillos, con un silencio sepulcral y sin una mota de polvo. En la recepción de la primera planta estaba María, como siempre en su gigantesco mostrador, con el auricular del teléfono colgando de la oreja, el ordenador encendido con cinco aplicaciones activas y la mesa atestada de papeles. Detrás de ella, colgado en la pared, se exhibía ese gigantesco panel con el logotipo de la empresa reformado por él mismo hacía unos años y a un lado, las puertas que daban al interior de las oficinas.

—Hola, señor Ortuño. Me alegra verle de nuevo —dijo María—. ¿Qué tal se encuentra?

—Bien. Con las pilas cargadas para trabajar —respondió Adan con una sonrisa de cortesía.

—Una lástima lo de Lucia. Me lo dijo su compañero... Parece que el amor ya no sobrevive en estos tiempos —comentó con cierta pesadumbre.

—Bueno, era algo predecible. Ella y yo pertenecíamos a mundos distintos.

—Si puedo hacer algo, dígamelo —se ofreció. —No te preocupes. Ya estoy bien... ¿Tienes algo para mí? —Sí. Tienes correo acumulado —respondió ella mientras abría un

cajón y sustraía un paquete de cartas—. Toma. Con esto tienes para una semana por lo menos.

Él tomó el paquete de cartas entre sus manos y empezó a mirar los remitentes de cada una de ellas. Todas eran de trabajo, de

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diferentes empresas con las que tenían los servicios contratados y ofertas de otras para sustituir a las existentes, algunas facturas y comunicados de algún ministerio o de hacienda para hacer los pertinentes trámites para que todo estuviera en regla. Dio media vuelta a una de ellas y, como si necesitase saber más sobre todo lo que le rodeaba, como si en realidad fuera consciente que aquello que estaba sucediendo era un sueño y que podía revelarle datos de su identidad desconocida, leyó el destinatario de una de las cartas:

«A la atención del Jefe de Seguridad: Sr. Ortuño Weming Faith S.A. Apartado de Correos: 002457 La Paz, Baja California (México)» —¿Alguna cosa más? —preguntó Adan tras una primera revisión

del correo. —Arriba está el Señor Rumsfeld. Supongo que querrá verle —

respondió ella volviendo su mirada a la pantalla. —¿Aún sigue aquí? —preguntó desconcertado y ella asintió—.

Pensé que ya habría marchado hacia la T3. —¡Ojalá se hubiera marchado! —exclamó María mientras Adan

sonreía al ver la expresión de la muchacha—. Me tiene frita con todas las tonterías que me manda.

—Anda que no os gusta protestar por todo. Voy a informarle de mi incorporación. Luego te veo.

María se despidió de él con una tierna sonrisa. Se conocían desde hacía mucho tiempo y desde el primer día, ella sentía una especial simpatía por aquel que era el jefe de seguridad de aquella empresa. Adan pasó por una de las puertas que estaban detrás de la recepcionista, esperando primero a que fuera ella quien se la abriera accionando un pulsador situado debajo de su mesa. Entró y se acercó al ascensor, con el paquete de cartas en la mano y sin pensar en nada en particular.

«¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar?» —emergió una voz en su mente—. «Estoy soñando. ¿Es así?».

Entonces, Adan miró a su alrededor, como si tratase de localizar de donde provenía esa voz. Pero no tardó en adivinar que era de su mente y sin saber por qué, dentro de su sueño, se acordó de Axelle, de Elena y de Leisa.

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El sonido del ascensor que avisaba de su llegada interrumpió sus pensamientos haciendo que sus divagaciones desaparecieran en el aire. La puerta se abrió y él entró con pasos lentos mientras miraba a todos los rincones con cierta expectación, hasta que su mirada se fijó en la cámara de vigilancia s ituada en un rincón. Frunció el ceño y la puerta se cerró sin que él apartase la mirada de la cámara que permanecía inmóvil grabando la entrada.

A un lado estaba el panel para subir a cualquiera de las cuarenta y tres plantas que tenía el edificio, y tras pulsar la última de ellas, comenzó a ascender. La subida era lenta y mientras subía miraba el panel numérico que marcaba la planta por la que estaba. Volvió a sumergirse en sus pensamientos acerca de la posibilidad de que aquello fuera un sueño, sin olvidarse de aquellas personas que había conocido en los días anteriores. Pero nuevamente estos fueron interrumpidos en cuando el sonido del ascensor replicó en sus tímpanos anunciando que ya estaba en la última planta.

La puerta se abrió y caminó hasta un enorme recibidor donde había tres bancadas con algunos revisteros atestados de revistas antiguas y un poco más allá se podía ver dos puestos de trabajo de las secretarias del señor Rumsfeld. La sala de espera estaba vacía y las dos mujeres, de unos cuarenta años aproximadamente, hablaban distendidamente entre ellas. Su conversación se interrumpió en cuanto le vieron y las dos se acercaron con una expresión de alegría para saludarle. Ambas estaban al tanto de lo que le había sucedido con Lucia, María les había puesto al corriente, y no tardaron en querer para saber más de la ruptura. Pero Adan (¿Por qué aun soñando no recordaba su nombre?) fue parco en palabras y con gentiles excusas logró darles evasivas para evitar cualquier explicación.

—Buenos días, Ortuño. Me alegra verle de nuevo —interrumpió Rumsfeld que, ante tanto jaleo en el recibidor de su despacho, salió a ver qué sucedía.

Adan sonrió en cuanto sus ojos se cruzaron con los de Rumsfeld, y durante aquella breve mirada, donde agradecía la interrupción que le daría la escapada del interrogatorio de las secretarias, recordó quien era el hombre que se le aparecía en su sueño.

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Rumsfeld era un hombre muy alto y delgado. Su piel blanquecina contrastaba mucho con su pelo denso y oscuro y sus ojos azules traían locas a las secretarias. Siempre vestía con elegantes trajes de diseño y exhibía diferentes anillos, colgantes y pulseras de oro que grandísimo valor. Estaba ya en la cuarentena, pero aún era todo un galán millonario, un soltero de oro que traía por la calle de la amargura a más de alguna dama de la alta sociedad. Pero en el trabajo, Rumsfeld era un jefe bastante complicado. Terco y obstinado, bastante exigente y despiadado si la ocasión lo requería. Odiado por la mayoría y temido por los más jóvenes.

Sin embargo, para sus dos secretarias, Rumsfeld ya no albergaba ningún tipo de misterio. Demasiados años habían estado juntos hasta tal extremo que a ellas ya no les imponía ninguna clase de autoridad o respeto. Aquellas dos mujeres, que ya eran más amigas que empleadas, eran las únicas de toda la empresa que se tomaban la libertad de mandarle a tomar por culo si así procedía la situación, pues sabían que Rumsfeld jamás prescindiría de ellas.

—Anda, pasa a mi despacho que si no estas lobas no nos dejarán hablar —le invitó con un ademán con la mano mientras las dos mujeres volvían a sus asientos.

—A ver a quién tú llamas loba —contestó la más joven de las dos—. Ni que estuviéramos locas por cualquiera que lleve pantalones.

—Ya lo sé... Estáis locas por mí —respondió Rumsfeld —Pero que cretino eres —respondió la compañera entre risas. Aquellas situaciones eran habituales entre los tres, o al menos

eran habituales siempre que Adan estaba presente. En el sueño, recordó que en muchas ocasiones había pensado que, entre ellos tres había una especie de círculo de mal avenencias amorosas que se repetía sin cesar, aunque sólo se tratasen de suposiciones que le producía una cierta sensación de diversión. Era una escena bastante cómica.

Rumsfeld no continuó con más comentarios y, tras entrar los dos en el despacho, cerró la puerta y le invitó a sentarse. Se trataba de un gran despacho, acristalado y con algunos cuadros de arte alternativo que Adan no solía entender. El olor aquí ya era distinto al de todo el

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edificio. Olía al perfume caro con el que se solía bañar el jefe, un olor tan fuerte que a veces mareaba. La mesa, de color blanco profundo, mostraba la pantalla del ordenador portátil con el que trabajaba, algunos papeles y un marco de una foto de Rumsfeld en una entrega de premios.

Él tomó asiento y Adan hizo lo mismo mientras esperaba que tomase la palabra.

—Perdona el desorden... Hemos tenido mucho trabajo últimamente —se excusó mientras ordenaba los papeles que tenía esparcidos. Adan hizo un gesto con la cabeza restándole importancia, aunque él no había visto ese desorden que Rumsfeld afirmaba tener. Su jefe podía ser bastante maniático con la limpieza, algo que ya conocían todos.

—Descuida —respondió—. Mi despacho está peor. —De eso no me cabe la menor duda —contestó Rumsfeld—.

Bueno ¿Cómo te encuentras? —Mejor. Ya está superado —contestó Adan. —¿En serio? —y él se limitó a asentir—. Me alegro, pues

tenemos mucho trabajo pendiente. La junta directiva ha decidido acabar con el proyecto 725.

—¿En serio? —preguntó asombrado—. Pero si aún quedan muchas cosas que concretar… No pueden cerrarlo.

—Lo sé, pero ha dejado de ser rentable... Da pena acabarlo así después de tanto tiempo... pero chico, la junta directiva es la que manda. Hay que finalizar el proyecto y cerrarlo definitivamente.

—Por eso no estás hoy en la T3 ¿Me equivoco? —Exacto. Tengo que quedarme aquí para empezar a cerrar los

trámites... ya sabes, papeleo aburrido. Simples trámites burocráticos que ya podrían hacer mis secretarias.

—Y ¿Los científicos del proyecto? ¿Qué dicen al respecto? —Bueno, te puedes figurar lo que dicen... hay quienes dicen que

acudirán a la prensa. Yo no doy crédito a esos comentarios —No creo que se atrevan —comentó Adan asombrado. —Están enojados porque se quedan sin trabajo. Es sólo eso. Se

les pasará con el tiempo. La mayoría irán al proyecto 1025. —No he oído hablar de él.

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—Es un estudio genético sobre el comportamiento de las células con los agentes XW022 y FX027. Todavía está todo en proyecto, es un simple boceto. Pero la compañía tiene muchas expectativas en él... Hasta han cancelado el proyecto 725 para poder invertir más tiempo en el 1025. Con eso creo que te digo todo.

—¿Ya estáis jugando con las enfermedades? —Y Rumsfeld simplemente sonrió—. Y ¿Quién es nuestro cliente?

—¿Quién va a ser? ¿A qué país le encanta la guerra genética? —¿Los Estados Unidos? —¡Bingo! No tiene mucho aliciente para mí, pero ese presidente

loco se deja muchos millones en Faith como para ignorar sus intereses.

—Cuánto menos sepa de ese proyecto, mejor —sentenció Adan con desgana—. Respecto al 725 ¿Se saben cómo se cerrará el proyecto? ¿Recogemos nuestros bártulos y nos vamos?

—He ahí el problema... No podemos dejar rastro del proyecto 725. Hay que entrar ahí y limpiar la zona.

—Pero ¿Y las especies protegidas? Tenemos un gran número de animales en peligro de extinción dentro del proyecto. ¿Qué se hará con ellos?

Pero Rumsfeld simplemente se dedicó a alzar los hombros al unísono. Después revolvió entre sus cajones hasta que encontró una carpeta y se la extendió con una media sonrisa.

—Aquí tienes el plan de cierre. Aprovecharemos la coyuntura para un último estudio. Dentro del proyecto 725 discurren como unos treinta proyectos más y queremos cerrarlos en la medida de lo posible.

Adan abrió la carpeta y empezó a leer por encima los documentos facilitados por Rumsfeld; datos, estadísticas, observaciones... Todo se resumía en eso.

—Es irónico —se limitó a contestar Adan. —¿Por qué? —preguntó Rumsfeld luciendo su dentadura

perfectamente alineada. —Lucia me dejó por esto... Por el proyecto 725... y ahora vuelvo

para acabarlo. Los últimos meses de lo que creíamos que sería toda una vida.

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—No te preocupes, Ortuño. Cuando finalice el proyecto 725 te reasignaremos a otro... ¡Será por proyectos! No vamos a perder a un hombre de tu valía. Habrá otros trabajos para ti y todo tu equipo.

—Ya —respondió Adan apenado... Sabía que habría más proyectos, pero el 725 era con el que empezó en la empresa, con el que prosperó, el que vivió con intensidad y ahora tenía que decirle adiós... como a su madre, como a Lucia: Todo parecía acabar en su vida.

—Empezaremos por la T1, aunque no te olvides de sacar a todo el personal antes de la limpieza. Cuando acabes, veremos cómo está la T2 y tras un breve estudio se procederá a limpiarla.

—Y ¿Ya está? ¿Se acabó todo? —No. También tendréis que ocuparos de la T3... Bien limpito

todo, pues reutilizaremos las zonas para próximos proyectos... La Unión Europea ya está cerrando con la junta directiva unos acuerdos de estudio de animales domesticados que puedan realizar trabajos de mano de obra dura.

—¿Quieren a monos de albañiles? —Cualquier cosa... Aún no tengo los datos, pero las zonas de las

tres T parecen convertirse en el escenario perfecto de estos animales domesticados.

—A veces parece que el mundo está loco —comentó Adan incrédulo.

—Lo está amigo, créeme que lo está —respondió Rumsfeld—. Por cierto Adan,

—Un momento ¿Cómo me has llamado? —preguntó incrédulo. —Adan... —y Rumsfeld gritó—. ¡Adan! Despierta.

XXV —¡Adan! —gritó Leisa desesperada—. Despierta ya. —¿Qué sucede? —preguntó él mientras abría los ojos y se

descubría una vez más sobre la incómoda cama del albergue… Todo había vuelto a ser un sueño.

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—Que ya estabas durmiendo como un cadáver… No había forma de despertarte. Hasta me había asustado —respondió Leisa respirando hondo.

—Ayer fue un día de locos… Necesitaba dormir. —Pues vete levantando que tenemos cosas que hacer —respondió

ella sin ninguna muestra de ese tono amable con el que le había tratado durante los días atrás.

—¿Qué pasó? —preguntó Adan. —¿Cuándo? —Ayer, en el templo. Me quedé esperando en ese rellano hasta

que saliste de la reunión con la reina o lo que sea y cuando saliste, en fin, ni siquiera me dirigiste la palabra. Te limitaste a salir de allí a toda velocidad, sin importarte que afuera hubiera un centenar de personas gritando enloquecidas.

—No me pasó nada. —Pues para no ser nada, menuda cara llevabas…. Y menudo

carácter tienes hoy —observó—. Anda, ¿Qué pasó? —Simple Adan, es simple… El Hermano Mayor, en su infinita

sabiduría, ha decido que estás desmemoriado, que te estás curando y quiere un informe favorable a esas premisas con la mayor urgencia posible —respondió ella malhumorada.

—Pero ¿No habías dicho que no estoy desmemoriado? —¿Y qué más da eso ahora? Lo que importa es que Seleba quiere

un informe y así lo voy a transcribir… Y ahora, vamos que tenemos que hacer cosas. Necesito información para redactar el maldito informe.

—¿Adónde vamos? —preguntó Adan. —Pues adónde tendría que haberte llevado desde un principio,

hacerte las pruebas de los desmemoriados y hacerte ver que este mundo es el tuyo —respondió Leisa acercándose a la puerta de salida.

—Pero ¡Tú sabes que no es así! —¡Adan! Por Épsilon, no me lleves la contraria —exclamó

enfurecida—. Toma, tu ropa. Vístete y vamos. Leisa le tiró la ropa a la cama y salió de la habitación dando un

fuerte portazo que dejó desconcertado a Adan, quien permanecía

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inmóvil dentro de las sábanas observando a la muchacha. Y enseguida entendió que sería mejor no llevarle la contraria, pero ¿Por qué querría el Hermano Mayor un informe falso?

Tras vestirse con toda la rapidez que pudo, Adan salió de la habitación y se reunió con Leisa en la entrada del albergue. Y en cuanto estuvo listo, Leisa le llevó al centro de desmemoriados de Elena, un lugar que conocía a la perfección, pues allí había pasado gran parte de su trayectoria profesional como investigadora de la enfermedad.

Adan permaneció en el más respetuoso silencio observando con perplejidad el horror y la angustia que se veía en aquellas paredes. Habitaciones grandísimas atestadas de camas donde decenas de enfermos permanecían tumbados, casi sin atención médica, casi sin recursos. Muchos de ellos, tras olvidar como se andaba y abandonados en los rincones olvidados de la sala, tan sólo emitía extraños graznidos para reclamar la atención del poco personal sanitario, ya que algunos llevaban días, semanas enteras incluso, en la misma postura, sedientos y llenos de hambre:

—Ya están sentenciados a muerte —explicó Leisa—. Con la enfermedad tan avanzada, es cuestión de días en que olviden respirar. Ya no son enfermos preferentes.

—Pero necesitan ayuda —replicó Adan horrorizado. —Lo sabemos, pero ya no podemos hacer nada por ellos. Siguen

ahí porque todos los que estamos aquí somos incapaces de sacrificarlos… En Borja sienten menos reparo en ello. Nosotros simplemente dejamos que la enfermedad concluya y mientras damos la atención a aquellos por los cuales aún podemos hacer algo— explicó Leisa.

Continuaron caminando por las salas llenas de enfermos hasta que llegaron a lo que debía ser su despacho en aquel centro de desmemoria. Entraron y Leisa le invitó a sentarse mientras cerraba la puerta y echaba el cerrojo. Después se sentó enfrente de él y le miró reflexiva tras unos instantes pensando en todo. Encendió una barra de incienso y sacó unos pequeños papeles con dibujos que empezó a extendérselos lentamente sin mediar más palabras. Después le entregó unos papeles en blanco y una barra de carboncillo.

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—Toma… Quiero que dibujes en estas hojas lo que hay en estos papeles —explicó al tiempo que se lo extendía.

Adan los cogió y los miró estupefacto. No entendía de qué podía servir aquello y tras echarle un primer vistazo, fijó su mirada en la expresión severa de Leisa.

—¿Es necesario? No creo que esto me ayude —dijo con cautela. —Da igual lo que creas o lo que no. Por dar igual, hasta no

importa una mierda lo que yo opine. Así que, dibuja y asombra al Hermano Mayor con tu arte —respondió enojada.

—Oye Leisa, yo no te he hecho nada para que me trates así… Entiendo que estés molesta, hasta enfadada por lo que esa sabandija crea, pero yo no tengo la culpa de ello. Es más, a mí también me jode todo esto. Pero me molesta aún más que me trates así.

—Lo siento, Adan —se disculpó arrepentida—. Tienes ra-zón. No debería pagarlo contigo, pero necesito que hagas los malditos dibujos. Tendré que enseñárselos a Seleba para que pueda respaldar mi informe.

—Hoy he vuelto a tener un sueño extraño —interrumpió Adan para contarle lo que había descubierto durante la noche—. Demasiado extraño.

—Adan —interrumpió ensombrecida—. Déjalo. Ya da igual. —¿Cómo que da igual? He tenido un sueño muy real donde… —¡Adan! —gritó interrumpiéndole—. Déjalo… Ahora… ahora

ya no eres tú quien tiene que hablar. Durante todo este tiempo me he dedicado a escuchar lo que tenías que decir partiendo de la premisa que vienes de otro lugar. Pero… tal vez Seleba tenga razón —respondió.

—¿Estás diciendo que crees que estoy desmemoriado? —preguntó asombrado.

—No… no digo eso. —Entonces ¿Qué dices? —preguntó levantando la voz. —Puede que me haya dejado llevar con todo lo que tú me

decías… Tal vez… necesitaba creer que hubiera un mundo distinto a este hasta tal punto que no supe ver más allá del problema.

—No te andes por las ramas y dime qué quieres decir con eso.

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—Tú mismo dijiste que tu madre creía ser otra persona, que estaba enferma y no recordaba casi nada… que tenía delirios de grandeza… Y es posible que tú tengas esa misma enfermedad que te haga creer esos sueños que ves —respondió con severidad.

—Es decir, que eso si te lo crees pero que yo vengo de otro lado no… Y dime doctora en medicina ¿Por qué me crees en lo de la enfermedad de mi madre pero no me crees en todo lo demás? —preguntó casi a gritos—. ¡En qué te basas para descartar cierta información y dar por válida otra!

—¡Porque no creo que seas…! —Pero no terminó la frase. —¿Qué sea qué? —preguntó desconcertado y ante su silenció,

volvió a preguntar levantando más la voz—. ¡Qué sea que! —El último hijo de la luz —finalmente respondió con desdén. —¿Cómo? —preguntó desconcertado. —Mira Adan, ya da igual… Durante estos días has hablado tú y

he visto ese mundo que afirmas que existe… Ahora, seré yo quien hable y quien te diga el mundo que te rodea…. Y ahora por favor, haz los dibujos.

Adan miró a Leisa con mucha confusión. Por un lado captaba una cierta sensación por parte de su tutora donde parecía creerle, pero su mirada le indicaba todo lo contrario. Tal vez estaba entre la espada y la pared, sin salida, y sin oponer más resistencia tomó el carboncillo y se dispuso a dibujar con desgana.

Los días siguientes transcurrieron en una extraña monotonía aburrida que parecía no aportarle nada. Había intentado en varias ocasiones hablarle de su sueño, pero Leisa se negaba hablar de ello. Simplemente se pasaban el día dibujando o caminando por el centro de desmemoria que tanto horror podía concentrarse. Al cuarto día, Adan, aburrido y aterrado, comenzó a ayudar en las labores de mantenimiento de los enfermos del centro, especialmente de los más afectados por una enfermedad en la que morían angustiosamente.

En aquellos cuatro días había visto como habían muerto al menos tres personas y como dos ingresaban con síntomas similares que avanzaban a un ritmo vertiginoso. Algo horrible que parecía expandirse sin límites entre aquella gente sin un patrón especifico,

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sin nada en común entre los infectados que diera una pista de dónde estaba el foco de infección.

Al quinto día Leisa sacó a Adan de aquel centro del horror para llevarle al templo. No era la primera vez que lo hacía, pero si la primera vez que quería enseñarle a rezar a Épsilon. Y a pesar de su insistencia, que él no era una persona religiosa, Leisa insistió en que realizase sus oraciones.

—Sea cual sea tu enfermedad, sin el favor de Épsilon no lo lograrás —sentenció—. Ahora, reza.

Y rezando permaneció toda aquella tarde. Bueno, a decir verdad sólo realizó varias oraciones y después fingió que rezaba sentado de rodillas sobre el duro suelo de piedra del templo. Tuvo tiempo de observar a todos los allí presentes. Había gente que permanecía allí durante largas horas, rezando únicamente, pidiendo a su Dios la salvación de su alma o la de algún familiar enfermo, rogando por el eterno descanso de las almas de los caídos en José y para que la sabiduría del Hermano Mayor supiera guiar al pueblo a la eternidad.

Al día siguiente, Leisa volvió a sacarle del centro de desmemoria. Adan ya temía que volviera a dejarle durante horas en el templo con el único objetivo de rezar, pero se sorprendió al ver como pasaban de largo del templo y continuaban caminando por las atestadas calles de Elena.

—¿Adónde vamos? —le preguntó con curiosidad. —Durante todo este tiempo te he estado llevando al templo, a la

biblioteca, a los jardines… los lugares tranquilos de Elena, los únicos lugares donde mi alma no se atormenta… —dijo casi en un susurro—. Pero hoy, te llevaré a otro lugar necesario en tu instrucción para recordar quién eres. Te voy a llevar a esos lugares tan típicos de Elena, en Axelle, donde mucha gente disfruta y acude diariamente, aunque en mi emerjan amargos recuerdos —contestó.

—¿Cómo dices? Pero Leisa no añadió nada más. Simplemente siguió caminando

hasta que llegaron a una plaza donde un montón de gente se había reunido. Sobre un altar había cuatro hombres firmes y el consejero de Elena esperaba la llegada del grupo de protección de ciudadanos de la ciudad. Algunos gritaban balbuceando cosas que Adan no llegaba

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a entender. Otros simplemente observaba mientras los menos parecían angustiados.

—¿Dónde estamos? —preguntó Adan. —En la plaza judicial —respondió con severidad sin apartar la

mirada al frente. —¿Plaza judicial? —preguntó sin entender a que se refería. —Es el lugar donde traen a los condenados para que el pueblo

decida su condena… Evidentemente aquí sólo traen a la gente de poca relevancia. Jamás hubieran dejado a la voluntad del pueblo la decisión de condenar a gente como Atanis, antiguo Hermano de Marta, Senera, religiosa de Épsilon o al Capitán Merlo.

—¿Cómo que una plaza judicial? —preguntó desconcertado. —Cuando alguien infringe las normas de Axelle, un tribunal lo

juzga y si es condenado culpable, se le trae a esta plaza y el pueblo dispone la condena —contestó Leisa mientras se acercaban a las primeras líneas del «espectáculo».

—¿Y por qué me has traído aquí? ¿Para qué quieres que vea esto? —Para que recuerdes más cosas de tu mundo —respondió sin

volverse. Adan tan sólo resopló indignado. Leisa llevaba en esa actitud

varios días y confiaba que tarde o temprano se le pasase. Pero no parecía remitir y su comportamiento. No es que fuera igual que después de la conversación con el Hermano Mayor, sino que cada vez se mostraba más dura.

—Y ¿Es necesario que lo vea? —replicó con aburrimiento, aunque también asustado al ver a tanta gente allí congregada.

—Sí. Es parte del tratamiento —respondió. —¿Así tratáis a los enfermos? —A lo que no recuerdan, sí. Así procuramos que no olviden las

cosas típicas de nuestro modo de vida. Tú, evidentemente de esto no te acuerdas. Por eso te traigo.

—De donde yo vengo, el populacho no decide las condenas de los condenados —contestó, pero Leisa no añadió más.

Unos gritos de las personas que tenían a su lado interrumpieron la conversación. Todos los que estaban allí congregados alzaban sus voces reclamando justicia en su mayoría, mientras que los menos

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pedían clemencia. Mientras, cuatro guardias traían consigo a varios presos, unos hombres de mediana edad que estaban muy asustados y sin capacidad de reacción. Los llevaban atados con las manos en las espaldas, y los subieron a la plataforma donde el consejero de Elena aguardaba su llegada. El público expectante empezaba a gritar cada vez más y las peticiones de justicia empezaron a prevalecer sobre aquellos que lloraban pidiendo ayuda.

Adan se quedó petrificado mientras observaba las caras de toda la gente allí presente. Hombres, mujeres, incluso niños que alzaban las manos haciendo ademanes que invitaban a acabar con aquellos hombres presos, de los cuales aún nadie conocía el motivo por el que debían ser castigados. Esto contrastaba mucho con los rostros de angustia de un par de hombres y mujeres, que con lágrimas en los ojos y con el corazón completamente acelerado, intentaban acallar los gritos y convencerlos para que no reclamasen la vida de aquellos que debían ser sus esposos, hijos o hermanos. Era sobrecogedor. Viendo aquello, sintió como se le formaba un nudo en la garganta y como su corazón empezaba a palpitar con más fuerza, como si fuera él quien estuviera a punto de ser juzgado o como si algunos de esos hombres fueran algún amigo suyo... Simplemente, le parecía horrible.

Ateleo era quien dirigía el juicio, por así llamarlo. Con la ausencia de Seleba, que había partido hacia Marina para después ir hasta Silvanio, Ateleo se había convertido en el encargado de todo cuanto sucediera en Elena, en la máxima autoridad. Y allí en la plataforma, su expresión severa parecía mostrar incluso algún tipo de satisfacción con aquel rito tan común para aquellos ciudadanos.

Los guardias se colocaron enfrente de los cuatros presos y tras propinarles una patada, estos cayeron de rodillas al suelo, donde les forzaron a permanecer sin moverse, amenazándolos con las enormes lanzas que solían portar. La gente respondió con una ovación ante los golpes. Parecían una especie de masa salvajada, descontrolada, que tan sólo encontraría la tranquilidad y la paz tras ver un río de sangre.

—Pero ¿De qué se les acusa? —preguntó Adan, pero era evidente que lo de menos era el motivo.

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Leisa no supo contestarle porque ni ella ni ninguno de los allí presentes sabían que era lo que había provocado la desgracia de aquellos hombres. Todos descubrirían su fechoría, su delito, cuando Ateleo tomase la palabra, pues el consejero antes de solicitar el castigo, debía informar de los motivos.

—¡Silencio! —gritó uno de los guardias alzando la lanza al cielo para llamar la atención de todos los presentes—. Ateleo, consejero del Hermano Mayor, toma la palabra.

Todos los presentes se callaron inmediatamente, expectantes en lo que pudiera decir el consejero sobre los delitos que les imputaban a los hombres que aguardaban justicia. Ateleo comenzó a caminar con lentos pasos por la tarima, meditando en las palabras exactas que debía decir, mientras observaba a la cantidad de gente que se había acercado hasta aquella plaza de justicia. Siempre que Axelle estaba en crisis había un aumento de participación en los juicios.

—¡Ciudadanos y ciudadanas de Elena! —empezó a informar—. He aquí conmigo a cuatro hombres, cuatro hombres a los que el comité de justicia les ha declarado culpables de un gravísimo delito. Todos ya sabéis los grandes problemas por los que pasa Axelle, todos conocéis de sobra el gran compromiso que se espera de todos y cada uno de vosotros para poder seguir caminando hacia donde Épsilon un día nos puso rumbo. Vivimos tiempos aciagos, pues ya no sólo la enfermedad nos sigue azotando con fuerza, sino también ahora una bestia, de enorme fuerza, se ha introducido en el mar Intermedio creando una ola de destrucción de la cual nuestro pueblo de José sufrió en primera instancia. Es deseo y orden del Hermano Mayor la necesidad de acabar con ella, pues sólo así descansarán las almas de nuestros caídos, sólo así podremos descansar tranquilos... ¡Y es cometido! de la orden del batallón de defensa ¡garantizar! la protección y el descanso de todo el pueblo... Aquí, conmigo y delante de vosotros, están cuatro hombres que se alistaron al batallón de defensa durante este último año motivados por el gran salario que perciben nuestros hombres de gran valor por protegernos de nuestras bestias, pero estos hombres ¡Son unos desertores! ¡Hombres que juraron protegernos! —Y la gente comenzó a abuchearlos.

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Algunos no tardaron en coger piedras del suelo para lanzárselas, ahora que estaban reclinados de rodillas, y los primeros impactos empezaron a provocarles varias brechas por donde emanaba la sangre a borbotones. Los familiares de los cuatro hombres intentaron por todos los medios frenar estos ataques, pero eran demasiados y pronto, los empujones y los insultos quedaron por encima de los miles de intentos en parar todo aquello. Adan seguía sin entender nada, sin comprender cómo permitían semejante comportamiento y de vez en cuando se volvía hacia Leisa esperando algún tipo de explicación. Pero ella no le devolvía la mirada. Sus ojos estaban fijados en la plataforma, en aquellos cuatro hombres con la expresión severa y con alguna lágrima asomando por sus ojos. Estaba muy firme y ausente... Era como si estuviera reviviendo un mal recuerdo.

—¡Amigos y amigas de Elena! —continuó el consejero—. Hoy nuevamente recurrimos a vosotros para que dictaminéis cual será el castigo de estos hombres que faltaron a su palabra. Estos hombres que se han negado a subir a bordo de los barcos que hoy zarpan en busca de rastros de esa bestia ¡Merecen un castigo! Sus acciones ¡No pueden quedar impunes! —Y nuevamente, el pueblo respondió con un sinfín de gritos—. Y hoy les demostraréis que ni Elena ni Axelle ¡Quieren a los desertores! —Y otra vez más gritos y aplausos al elocuente discurso—. Bien amigos, la decisión es vuestra: ¡Pena o indulto!

Y con gritos al unísono, todo el mundo empezó a exigir la pena a estos cuatro hombres, a unos simples pastores y granjeros que tras la falta de trabajo, un buen día decidieron probar suerte en el batallón de Defensa. Y es que Merlo ya lo había dicho muchas veces. No eran profesionales y en un momento de crisis, el pánico les impedía reaccionar como Axelle esperaba de ellos, como un día se comprometieron. Y seguramente, la gran mayoría de las personas que estaban en aquella plaza, conocían a más de un pastor que tras quedarse sin trabajo había ingresado en el Batallón. Tal vez todos entendían por qué estos hombres no pudieron subir a bordo del barco que zarparía en busca de la bestia, pero no estaban dispuestos a perdonar. No mientras sus vidas estuvieran en peligro.

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Los cuatros hombres que permanecían de rodillas sobre la tarima, sintiendo como la sangre de las heridas producidas por los golpes de las piedras les recorría por el cuerpo, ya asumían cual sería su destino, pues los gritos de aquellos que fueron sus vecinos ya habían dictado sentencia.

—Y ¿Ahora qué? ¿Los encarcelan? —preguntó Adan sugestionado.

—No, Adan, no los encarcelan... A los desertores, sólo les espera la muerte —respondió Leisa que observaba las expresiones de las familias desesperadas en intentar frenar lo inevitable.

Y mientras, a su alrededor, la masa descontrolada de gente seguía reclamando justicia. Hasta había niños que gritaban pidiendo la muerte de los traidores, algo que a Adan le horrorizaba. Y al grito de «matadlos», «arrojadlos al mar» o «Matad a los traidores» el pueblo se pronunció.

—¡Pues yo, Ateleo, como consejero y testigo de la voluntad del pueblo de Elena, informo que Gadir de Marta, Fetendio de José y Rono y Patalen de Elena han sido condenados por desertar del Batallón de Defensa en momentos de crisis! La sentencia se hará efectiva en este mismo momento. ¡Alguacil, proceda!

Y ante las lágrimas de los familiares y los aplausos del resto de las personas, dos guardias que permanecían a la espera, cogieron al primero de ellos. Le pusieron en pié y llamaron a un tercer guardia que permanecía detrás de la plataforma. Este subió portando unos mástiles de madera bastante gruesos. Cogieron uno de ellos y lo pusieron detrás del primer condenado, al cual ataron por las manos y los pies levantándolo tres palmos del suelo. Y una vez bien sujeto, el guardia que había estado vigilándole en todo momento, sacó una gran daga y empezó a cortarles las ropas hasta descubrirle todo el pecho dejándole ahí suspendido mientras continuaban con el segundo condenado.

Nadie se marchó. A pesar que la sentencia ya había sido dictaminada, ninguno quería perderse el momento culminante de la ejecución. Y esperaron pacientes; hombres, mujeres y niños, todos testigos de la cruda y dura justicia de Axelle.

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—Por favor Leisa, vámonos de aquí. ¡Los van a matar delante de todos! —suplicó Adan.

—Siempre los matan... Y estás aquí para ver como lo hacen, para que recuerdes como es tu pueblo —contestó sin apartar la mirada de aquella tétrica escena.

—Éste no es mi pueblo Leisa ¡No lo es! —Mira. Ya ha llegado el momento —le interrumpió levantando

la mano para señalar como el verdugo se ponía enfrente del primer condenado.

Aquel hombre, un señor de casi cuarenta años, lloraba y suplicaba compasión mientras su esposa desde la barrera rogaba al consejero la liberación de su marido. Pero en Axelle no se perdonaba a nadie cuando el pueblo ya había hablado y el verdugo, tras enseñar a la muchedumbre el instrumento con el que ejecutaría la sentencia, clavó en un costado el largo sable y lo deslizó en diagonal hasta la cadera como si de mantequilla se tratase. Un corte profundo que no llegó a matarlo en el acto. El hombre, suspendido y atado a mástil que habían incrustado en la tarima, sintió como sus intestinos y su estómago salían de su cuerpo para caer contra el suelo, momento en el cual acabó en una fuerte ovación y aplauso por todos los presentes.

Su grito de dolor fue lo que satisfizo a todo el mundo y a su vez lo que aterró a los tres condenados que aún esperaban que se cumpliera su ejecución. Adan empezó a sentirse mareado, la angustia se estaba apoderando de él, y el salvajismo con el que actuaba un pueblo que parecía pacifico terminó superando todos los límites que jamás hubiera podido imaginar.

Volvió a suplicar a Leisa para que se marchasen de ahí, pero ella seguía ausente, viendo la angustia de aquel hombre al cual poco a poco se le iba apagando la vida. Y antes de que el verdugo continuase con la sentencia, Adan empezó a empujar a todo el mundo y huyó de allí. Él no podía continuar viendo semejante barbarie.

Corriendo, mientras intentaba salir de la plaza, escuchó el segundo grito de dolor de otro de los hombres que esperaban su turno. Pero no se volvió para ver como asesinaban al pobre campesino, sino que continuó su escapada empujando a la gente.

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Leisa salió tras él en cuanto vio como se alejaba y cuando él logró deshacerse de todo ese grupo de personas que le impedían el paso, corrió por las calles para evitar oír un nuevo grito y una nueva ovación de aprobación. Pero la gente gritaba mucho y cuando el verdugo ejecutó al tercero, Adan pudo oír en la lejanía a la gente que aplaudía eufórica.

—¡Adan! ¡Adan espera! —gritó Leisa. —¡Pero qué clase de demonios sois! —respondió detenién-dose

en una esquina, pero ella no tenía respuesta—. ¿Cómo podéis exhibir estas ejecuciones como si de un espectáculo circense se tratase?

—Lo sé, Adan. A mí también me parece una muestra de salvajismo pero así es Axelle y así debo mostrártelo —respondió.

—Pues preferiría no haberlo visto. —¿Te crees acaso que a mí me gusta eso? Vivo sola, en medio de

jardines y bibliotecas para evitar contacto con cualquier muestra de este horror. Vivo mirando permanentemente a otro lado para evitar que esto me traiga malos recuerdos.

—Recuerdos ¿De qué? ¿Acaso han hecho algo así a un familiar tuyo? —preguntó volviendo a la calma, confundido y estremecido por que algo así lo hubiera podido sufrir. Pero Leisa no contestó. Tan sólo guardó silencio.

—Tal vez ya deberíamos volver a casa —dijo finalmente—. Ya has visto otra de las facetas de Elena y de Axelle... algo primordial si lo que pretendo es que recuerdes cómo es nuestro mundo.

—Después de haberlo visto, te puedo asegurar que no pertenezco a él. De eso estoy seguro —respondió con severidad.

—Mejor para ti entonces —respondió. Una última ovación sonó en la lejanía dando por finalizada la

ejecución de los cuatro desertores del Batallón de Defensa. Los dos se miraron fijamente, como si intentasen leer el uno sobre el otro, o tal vez invitándose mutuamente a desaparecer de allí. Y tras la ovación, el silencio.

Leisa agachó la cabeza y se alejó de allí para volver a su casa, mientras Adan se quedaba unos segundos más en medio de la calle desierta. Pensó en la expresión triste y sombría que había visto en ella, en su actitud durante los días anteriores a la reunión con el

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Hermano Mayor, donde Leisa se le aparecía como una alegre y feliz mujer, muy distinta a como la veía ahora.

En cuanto vio a un gran grupo de personas aparecer desde la plaza de ejecuciones una vez finalizado el acto, Adan decidió volver al albergue y descansar. Aún tenía mal cuerpo y deseaba acostarse y dormir para ver si podía olvidar todo aquello como había olvidado quien era. Pero aquellas imágenes jamás desaparecerían de su mente.

XXVI Las semanas siguientes transcurrieron en una extraña sensación

de incertidumbre, congoja y angustia por parte de toda la población de Axelle. Los rumores sobre el desastre de José y sus consiguientes repercusiones circulaban por todo el territorio de boca en boca sin ninguna explicación o solución por parte del Hermano Mayor.

Épsilon y toda la orden se tambaleaban ante la atenta mirada de miles de campesinos, artesanos, niños y ancianos que comprobaban como en estos momentos nadie era capaz de dar una respuesta. Las reservas de pescado quedaron mermadas y su precio se disparó en la capital, lugar donde apenas llegaban cargamentos.

En Elena las protestas enfrente de la puerta del templo principal empezaron a convertirse en algo frecuente, aunque allí no estuviera el Hermano Mayor. Aun así, era a Ateleo a quien le tocaba mediar en aquellas situaciones y su mano, mucho más dura que la de Seleba, no solía mostrar ningún tipo de remordimiento en lanzar contra la muchedumbre la ira del grupo de protección de ciudadanos. É l sabía que, mientras estos hombres tuvieran algo que llevarse a la boca, no tendría problemas. Así Elena logró mantenerse en un relativo orden, con mano dura y semblante de hierro. Y mientras, Seleba ya había abandonado Marina para dirigirse Julio, la capital de Silvanio.

No partía con buena armonía. Su visita a Marina tan sólo había traído más ira y odio sobre el capitán Merlo. Tenía a todo ese pueblo en su contra, levantándose poco a poco, y no tardarían en reclamar una atención especial. Sabía, mientras se dirigía a Julio, que Marina sería un asunto del cual tendrían que ocuparse sin demora, pues aquella gente empezaba a dar claras muestras de sublevación.

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Aquellas personas, de la mano de Jenero y de Merlo, ya hablaban de independencia, de la eliminación de los Hermanos de Axelle y de un gobierno regido por aquel villano, lo cual le parecía todo un despropósito. Pero antes de irse, antes de coger a su guardia personal y embarcar hacia el reino de los infieles, Seleba trató un último acercamiento, un intento en que todo quedase en una mera disputa y se dispuso a negociar. Y tenía que negociar con Merlo. Aquello le ponía enferma, pero parecía que no había salida.

Sentados en aquella mesa donde Merlo logró convencer a Jenero de la traición de Satuo, su anterior consejero, el capitán y el Hermano Mayor de Axelle trataron de llegar un acuerdo. Para Seleba lo importante era conseguir el abastecimiento de pescado para toda la gente. La ciudad de David tan sólo producía para mantenerse, Borja bien sabían que no pescaban por su mala situación geográfica y Marta no tenía mar. Así entonces, todo dependía de Marina, la ciudad de los bandidos ahora sublevados y capitaneados por aquel hombre que en el pasado iba a ser su esposo. Enfrentados, posicionados en ambos extremos de la mesa, Seleba se disponía a negociar. Pero Merlo ya sabía de antemano que no habría pacto. Las pretensiones del capitán jamás serían aceptadas.

Como cambia la vida, pensó Merlo. Ahora sería él quien la pondría entre la espada y la pared, como semanas atrás había hecho ella con él. Era su momento, su venganza y por eso no podía dejar de sonreír mientras la miraba atentamente, viendo sus inseguridades, sus miedos… La tenía acorralada. Y tras un gran silencio, Seleba tomó la palabra y pidió la mitad de las mercancías de pescado.

—Marina es un pueblo pequeño. Tendréis muchos excedentes… Reclamó la mitad —dijo ella.

—¿A cambio de qué? —preguntó él mientras se encendía un cigarro de esa hierba que solía fumar Jenero. Eso la enfurecía aún más.

—Medicinas, ropa… lo que preciséis —respondió ella tragándose su orgullo.

—Entiendo. Pero Marina quiere algo más a parte de las ropas y de medicina. —Pero Seleba aguardó a que pidiera—. Queremos que vuelva la base del Batallón de Defensa a Marina.

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—Eso es absurdo —interrumpió, pero Merlo le hizo un ademán para que aguardase un instante, pues aún no había terminado de reclamar.

—También queremos que se establezcan los almacenes principales aquí, como el retorno de los libros de las bibliotecas que un día fueron a adornar los estantes de Elena. Y por último, a ti.

—¿Qué dices? —Tú renuncia como Hermano Mayor. Esta gente ha pagado a un

alto precio las decisiones de tu familia, quien los relegó a simples ratas de cloacas. Pues bien, esta gente exige justicia y no quiere que tu linaje siga al poder de Axelle.

—Sabes que no renunciaré —respondió incrédula. —Tú misma. Eso o no habrá cargamentos de pescado. Tú verás: o

dimites o todo tu pueblo se morirá de hambre. —¡Esto es un ultraje! —gritó levantándose de su asiento y Merlo

la miró sonriendo nuevamente. —Lo sé. Evidentemente, Seleba y Merlo no llegaron a ningún acuerdo,

pero antes de irse, le avisó que tras su regreso a Elena, haría llamar a todos los hermanos de nuevo si así era preciso y que echaría sobre Marina a todo el ejército del feudo para poder restablecer la paz.

Pero Merlo no se asustaba con facilidad. Además, tras varias revisiones a sus hombres, el capitán confiaba en la potencia en aquellos asesinos y ladrones que formaban el ejército personal de Jenero. Si Seleba quería guerra, Marina estaría dispuesta a dársela. Lo que no sabía Seleba era que le sería muy difícil armar al resto de los Hermanos en contra de la nueva Marina. Todos ellos sin comida y sin que Elena lograse restablecer el orden... No, no se atreverían a un altercado contra la única ciudad dispuesta a negociar con ellos. Tampoco sabía que, al igual que Jenero había salido rumbo a Julio para hacer negocios con sus archienemigos, varios hombres en nombre de la ciudad portuaria habían partido hacia José, David y Borja con la intención de ofrecer sus mercancías, sus víveres al resto de Hermanos de Épsilon con una única condición. A parte de recibir mercancías a cambio de otras, los Hermanos de estas ciudades no

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debían apoyar a Seleba. Pero ella no lo sabía y aún tardaría en conocer hasta que punto, el complot estaba en funcionamiento.

No sería el único disgusto ni la única complicación que se encontraría. Tras la llegada a Julio, una ciudad situada en el centro del reino, se reunió con Manusto, padre de los silvanos. Ellos ya habían sido avisados de su llegada y aunque Seleba confiaba en encontrar cierta predisposición por parte de sus vecinos en cooperar en una acción conjunta para destruir a la bestia, éstos le dijeron que no.

Las supuestas pérdidas en la villa de Carmen que Seleba pensaba que habían tenido, no se habían producido como tales. Los silvanos, pueblo centrado en gran parte en sus estudios sobre el comportamiento del mar y de las bestias, gente que no había olvidado cuales eran las verdaderas prior idades, habían logrado advertir el inminente ataque justo a tiempo para desalojar a toda la gente que vivía allí, teniendo que lamentar tan sólo pérdidas materiales. Y allí, en la gran sala del padre silvano, Manusto y su camarada, el enemigo de Merlo, el capitán Preston, se burlaron de Seleba y de sus intenciones.

—Lo siento. No hay pacto —sentenció Manusto con una gran sonrisa.

—¿Acaso no os importa que vuelva atacar? —preguntó Seleba indignada.

—Claro que nos importa —tomó la palabra Preston—. Pero un día, vosotros nos llamasteis traidores. Nos prohibisteis el estudio de las palabras de Épsilon y toda acción que intentásemos para destruir a las bestias. ¿Y ahora quieres nuestra ayuda? Lo siento Seleba, pero no os necesitamos.

Y escuchando las estridentes carcajadas de los dos hombres, Seleba se dio la vuelta y salió de aquel palacio. Ahora sólo quedaba regresar a Elena y dar las malas nuevas: Ni pescado, ni acuerdo con los silvanos. Y debían establecer prioridades: recuperar el control de Marina para restablecer las nuevas rutas comerciales o encargarse de la bestia. Y cualquiera de las dos cosas parecían lo suficientemente importantes como para ponerse de inmediato con ellas.

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Su cabeza parecía que iba a explotar y subida en su barco de regreso a casa, Seleba no pudo reprimir las lágrimas. Mirando la infinidad del mar en la proa de su barco y sola, como últimamente parecía estar, Seleba sintió el impulso de saltar. De tirarse por la borda y dejar que el agua la hiciera desaparecer para siempre. Porque ya no aguantaba más. Parecía que el mundo se hubiera puesto en su contra, que nada pareciera resolverse, y por eso lloró. Lloró a pleno pulmón mientras sus guardias la miraban asustados y sin saber qué hacer. Deseaba que una bestia se apareciera enfrente de ella, abriera su inmensa boca y se la tragase, aunque sufriera, aunque le doliera, pero al menos tenía la esperanza de encontrar la paz. Su mandato se tambaleaba como nunca se había tambaleado, como no le había ocurrido a su padre ni su abuelo. Se sentía la vergüenza de su familia y la mujer más triste y solitaria del mundo.

Así su barco la fue acercando con el viento a favor hasta Axelle. Navegaba por el mar Intermedio, por donde muy pocos barcos se atrevían a navegar en aquellos días y en aquel viaje tan triste y tan nostálgico, Seleba se encomendó a sus ancestros para que la guiasen. Aunque estos parecía que también la habían abandonado.

—Hermano Mayor —interrumpió uno de sus guardias—. Se acerca el barco del capitán Fastian. Pide permiso para abordar.

—Dejadle pasar —respondió mientras se secaba las lágrimas. El capitán Fastian había sido el único que se había atrevido a

navegar por allí, además de Seleba que no había tenido más opción, y tras ver al barco del Hermano Mayor por aquellos mares, no pudo evitar acercarse para conocer las noticias de primera mano. Pero no dio crédito cuando Seleba le informó de las hazañas de su amigo.

—¿Qué sucede? Tienes mala cara —observó Fastian tras abordar el barco y acercarse a ella.

—Los silvanos no quieren ningún tipo de acuerdo —respondió con desdén mientras sus ojos verdes se perdían en la lejanía.

—No te preocupes. No los necesitamos. Aún estamos a tiempo de fortalecer a nuestros ejércitos, y seguimos siendo pioneros en materias primas —contestó restando importancia a la decisión de los silvanos.

—No, Fastian, no tenemos alimentos.

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—¿Y Marina? —Merlo nos está boicoteando —informó mientras se llevaba las

manos a la cara y se apartaba las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

Pero a Fastian le costaría entender qué estaba intentado decir Seleba. Todo le parecía demasiado disparatado, y más tratando de su mejor amigo. Merlo era un hombre fiel, un capitán de palabra, pero según afirmaba Seleba, les había traicionado. Aunque Fastian podía llegar a entenderle. Había sido un golpe muy duro lo de la Indestructible, había sido muy doloroso para el capitán ver como su armada se llenaba de incompetentes por orden de Seleba, y él, al igual que Merlo, la responsabilizaban a ella de todo lo que estaba sucediendo. Pero aun así, Merlo sólo quería lo mejor para Axelle, como Fastian, como Seleba y confiaba en que, lo que ella no había logrado, lo pudiera conseguir él.

Y con ese compromiso abandonó el barco del Hermano Mayor rumbo a Marina, para tratar de disuadir a su amigo en sus decisiones, en intentar restablecer el orden en la medida de lo posible. Así, la última esperanza de Seleba partió a su nuevo destino. Pero Fastian lo tenía bastante complicado.

Mientras, las ciudades de José, Borja y David, recibían las visitas de los hombres de Jenero. Cargados con pescado, alimento fresco para la población y con un pacto. A partir de ahora, las negociaciones serían directas, sin permitir que Elena mediase entre ellos.

Borja rechazó de inmediato el complot contra Elena, David no se pronunció, intentando no cerrarse una puerta que más tarde pudiera ser del interés para ellos. Pero Íntido, el Hermano de José, tras meditarlo fríamente y aterrado porque su pueblo pudiera convertirse en las nuevas cloacas de Axelle, decidió pactar. Marina se estaba levantando, estaba prosperando, sería la nueva ciudad puntera en reservas alimenticias y José tenía todas las papeletas en caer en el olvido. Íntido no podía fiarse de Seleba. Sabía que si ya no era del interés de Elena, pronto serían apartados a un lado mientras su gente, la poca que quedaba allí, se moría.

—Puedes decidle a Jenero que José le apoyará allá hasta donde él quiera ir.

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Y con esas palabras, José y Marina formaron la primera alianza. Ajenos a todos estos movimientos, Leisa continuó en su cometido

de sanar a Adan de algo de lo que no estaba enfermo. Él se había quedado bastante consternado tras las ejecuciones de aquellos cuatro hombres y su visión acerca de la gente de Axelle había cambiado de un modo considerable. Ahora, ese aire de grandeza y sofisticación de lo que pensaba que se trataba la clase Alta de Elena, había desaparecido, y las múltiples revueltas de la población en el templo y la incertidumbre y la expectación por todo cuanto sucedía en la ciudad, hacía que aquellas personas perdieran ese estatus de esplendor que tan especiales les hacía.

Durante esas semanas, Leisa continuó con los ejercicios habituales de los desmemoriados y Adan los ejecutaba de mala gana, indignado porque se negaba hablar de lo que él quería hablar. El último sueño le había traído varios recuerdos, o al menos pensamientos que necesitaba comentar, pero Leisa ya no quería saber nada de ese mundo tecnológico que tanto le había fascinado al principio. Ya no quería oír de gente longeva, de sus macro ciudades, sus transportes... nada. Ahora sólo deseaba realizar el informe tal y como le habían ordenado, aunque no estuviera conforme con la decisión.

Así pasaron los días, realizando dibujos, rezando en el templo a Épsilon rogando para que se apiadara de él, caminando entre mercados, centros de desmemoria, realizando ejercicios físicos que hasta el niño más pequeño podía ejecutar sin problema... En fin, se suponía que él estaba enfermo por algo que le impedía recordar, por algo que le iba haciendo olvidar paulatinamente, y las intenciones de Leisa eran mantener vivos los recuerdos que aún tenía, presumiendo que los perdería como cualquier otro paciente de los que solía tratar.

—Mira, yo paso de esto —dijo Adan soltando el carboncillo. Ya estaba aburrido de hacer dibujos—. ¡No voy a conseguir nada con esto!

Leisa se volvió a él con su expresión severa e hizo una mueca de disgusto. En los últimos días, Adan no había dejado de quejarse y aunque le entendía, era consciente que no tenía otra salida. Soltó el libro que estaba leyendo y le miró sin pronunciar palabra, pensando

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en que decir para convencerle, pero ya no había forma. Él ya se había cansado.

—No me mires así —replicó enojado—. Esto es una mierda y lo sabes... Y no sé por qué me tienes haciendo estas pamplinas. Esto no me ayuda.

—Ya sabes que no tengo otra opción. El Hermano Mayor quiere el informe a su regreso.

—El Hermano puede irse al infierno, Leisa... Entiendo que sea quien manda aquí y que debas presentar el dichoso informe. Pero eso no quita para que seas amable conmigo, para que me ayudes como realmente sabes que puedes hacerlo. Yo haré todos los dibujitos que quieras, todos los que necesites, pero por favor, habla conmigo —rogó mirándola fijamente mientras Leisa le observaba arrepentida.

—No sé qué es lo que esperas de mí. Hasta ahora yo no había hecho nada. Tan sólo me limitaba a escucharte... No sé por qué es tan necesario ahora —respondió sin mucho convencimiento.

—Porque, hablando contigo, puedo reflexionar, meditar en todo lo que está pasando y no me siento tan... solo. Llevo perdido cuanto... ¿Tres semanas? Tres semanas donde no sé ni cómo me llamo, ni si tengo a alguien esperándome en algún lado, familia que me esté echando de menos... Y lo único que tengo es a ti. Por favor, no me dejes tú también.

—¿Y si Seleba tenía razón? —replicó evitando que sus ojos se cruzasen con los de él y levantándose de su asiento para caminar por la sala. Pero Adan no captó el sentido de su pregunta—. Quiero decir ¿Y si es cierto que tienes la misma enfermedad de tu madre y crees que tu vida, tu mundo en definitiva, es otro?

—Leisa, no diagnostiques a mi madre. Es a mí a quien tienes que ayudar —interrumpió Adan—. Sólo te pido que vuelvas a creer en mí.

Ella se volvió hacia la ventana y después se giró nuevamente hacia él, mirándole detenidamente y observando como a su lado había una gran cantidad de dibujos hechos por él que no ponían otra cosa de manifiesto que lo que ya sabía: no estaba desmemoriado. Se sentó otra vez en la silla, enfrente de él, miró el nuevo dibujo de

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cinco cuadrados superpuestos los unos a los otros, y tras ponerlo a un lado, volvió a levantar la mirada.

—El otro día tuve un sueño —dijo Adan. Aquella frase la había repetido en múltiples ocasiones durante aquellos días con la esperanza en que ella le invitase a explicar lo que sucedía en él. Y siempre le echaba el alto en su relato. No le dejaba contarlo, porque no quería ilusionarse con aquel mundo tan fascinante que él describía. Pero esta vez, ella asintió y tras dibujársele una leve sonrisa en el rostro, Adan comenzó a explicarle lo que había visto en su último sueño.

Así, las evidencias de que Adan no era de Axelle empezaron a ser más profundas. Leisa no podía continuar con aquel trabajo encomendado por Seleba, un trabajo falso, sin rigor, algo que atentaba contra todos sus principios. El Hermano Mayor quería un informe falso para vendérselo al pueblo en un momento de crisis, una mentira para engañar a su gente. En Elena ya no importaba lo que le sucediera a Adan. No, ya no.

Los días siguientes, tras un aná lisis completo del sueño en el que Adan aparecía como el jefe de seguridad de una extraña y grandísima empresa, tras comentar todas las opciones respecto a esa conversación con ese tal Rumsfeld y después de bromear y reírse con el apellido de Ortuño, al cual él debía obedecer, Leisa empezó a barajar ciertas posibilidades con respecto a Adan y el seguimiento de aquello que le pasaba, sabiendo que sería muy difícil seguir con las tutorías que le ofrecía. En cuanto Seleba regresase y solicitase el informe, sabía que la retiraría del caso para llamar a otro sanador.

—Adan, quería enseñarte una cosa —le dijo durante una de esas tardes de largas conversaciones, que ahora tenían lugar dentro de la casa de la muchacha para evitar que nadie escuchase algo que no debiese.

Él la miró extrañado pero sonriente. Por fin, durante esos días, Leisa había vuelto a confiar en él, y para Adan eso era lo más importante en aquellos momentos.

—¿Qué quieres enseñarme? —preguntó mientras se acercaba a ella. Leisa había salido un momento de su habitación y entre sus manos traía un libro, aquel libro que rescató de los rincones ocultos

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de la biblioteca. Él lo tomó entre sus manos con mucho interés y lo observó con detenimiento, desconcertado, pues no entendía la caligrafía—. ¿Qué pone?

—¿No lo entiendes? —preguntó Leisa y él negó con la cabeza. —No entiendo esta letra —añadió sin darle más importancia. —Pone claramente: «El último hijo de la luz» ¿Acaso no sabes

leer? —preguntó asustada —¡Claro que sé leer! Pero esto no lo entiendo —respondió él. —No sé cómo se me ha podido pasar esto. Haberte hecho dibujar

un montón de tonterías y no haberte hecho leer. ¿Recuerdas como se escribe? —pensó en alto, enfadada consigo misma.

—Sí sé escribir... y leer. Simplemente esto está escrito en un idioma que no conozco —replicó con orgullo.

—Adan ¡Esto está escrito en nuestro idioma! ¿Cómo es posible que no sepas leerlo pero si sepas hablarlo? —Pero él no contestó. Leisa corrió hacia su mesa y cogió uno de los papeles con los dibujos de Adan y un carboncillo, después se lo extendió—. Escribe aquí «El último hijo de la luz», veamos si recuerdas como se escribe.

Adan le miró con desdén y cogió el carboncillo dispuesto a escribir lo que Leisa le había pedido sin vacilar. Y así lo hizo. Deslizó el carboncillo sobre el papel bajo la atenta mirada de su tutora y escribió lo que le había ordenado. Después le pasó el carboncillo con chulería, con una clara sensación de haber demostrado que sabía escribir. Pero la mirada de la mujer era una mezcla de horror, confusión y diversión.

—¿Qué es eso? —preguntó Leisa con una media sonrisa dibujada. Aunque no quería reírse, el asunto era serio.

—¿Cómo que qué es eso? Pues lo que me has pedido. He escrito lo que me has mandado.

—Adan... esto no sé lo que es —le dijo lentamente. Y Adan tomó entre sus manos, lo miró y también vio algo extraño

en lo que había escrito. Entonces lo leyó en alto para el desconcierto de ambos.

—El último hijo de la luz —y tras detenerse a mirar su propia letra, Adan advirtió su error—. Esto lo he escrito en otro idioma...

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—¿Cómo dices? —le preguntó Leisa aturdida. Aquellas conversaciones eran de las típicas en las que él decía un montón de cosas que ella no llegaba a alcanzar.

Entonces, y sin mediar más palabra, Adan volvió a reclinarse sobre el papel con el carboncillo agarrado con la mano derecha, reflexionó un poco y lo volvió a escribir, pero esta vez en un idioma diferente que no tenía nada que ver con el que estaba usando desde que despertó en Axelle. Volvió a escribirlo nuevamente en cuanto se percató que ambas formas no correspondían con aquello que hablaban. Pero si tercer intentó tampoco alcanzó el éxito que esperaba Leisa.

—¿Nada? ¿No entiendes ninguna de las formas? —preguntó Adan.

—Me tienes desconcertada Adan, no sé que estás haciendo —sentenció guardando la calma.

—¡Pues lo que me has dicho! Lo he escrito de cuatro formas distintas: en inglés, francés, español y alemán. Pero ¿Se puede saber qué idioma estamos hablando?

—Axelliano, Adan... Hablamos Axelliano... Y lo que pone en este libro está escrito en nuestro lenguaje. —Pero Adan no la entendía—. Bueno, da igual. ¡Olvídalo! Al menos mira la imagen de la portada. Eso si sabrás hacerlo.

Adan tomó el libro de mala gana angustiado por el hecho de no saber qué idioma estaba hablando mientras se preguntaba por qué identificaba varios lenguajes y ahora descubría que lo que hablaba no era su idioma. Sin embargo, él sabía hablar en aquel lenguaje aunque desconocía cómo y cuándo lo aprendió. Pero tras mirar la imagen del libro, sus miedos y angustias desaparecieron al ver a ese hombre con los brazos levantados, vestido con eso que parecía un vaquero y camisa y el sol iluminándolo desde atrás.

—Supuestamente se trata del último hijo de la Luz, o mejor dicho, el Dios de la Luz encarnado en persona, que volverá cuando las bestias del pasado regresen para traer el fin de Axelle… En él, este pueblo depositará su última esperanza para que bien triunfe —dijo Leisa mientras le miraba con atención.

—¿Mitología? —preguntó Adan.

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—No lo sé… Pero no me negarás que es una gran coincidencia que sus atuendos sean muy similares a los tuyos… Tienen un corte similar. —Y Adan se volvió hacia ella ofuscado—. He estado leyendo mucho sobre este pueblo de la luz, sus costumbres, sus sociedades… También debe ser casualidad la gran cantidad de similitudes que encontré entre ellos y tu mundo.

—Espera —le interrumpió Adan—. ¿No estarás diciendo que yo….?

—Yo no digo nada —puntualizó—. Sólo que es mucha casualidad. Y que hubieras aparecido por la playa Este, el lugar por donde se llegaba a los otros reinos… también es una coincidencia.

—Esto es disparatado… ¿Estás diciendo que yo? —Y tras levantar los hombros al unísono y coger mucho aire para soltarlo en un gran suspiro, Leisa prosiguió.

—Es lo único que puedo llegar a pensar. Tú me has descrito con tus palabras lo que más tarde he leído en estos libros. Tu mundo se asemeja más a los de los reinos de la antigüedad que a este y hasta tú mismo has dicho que, en ocasiones, una ola gigante os atacaba.

—Pero… ¿Esa gente no murió hace… mil años? —Y Leisa asintió—. Y no pretenderás decirme que yo… soy un hombre de esa época.

—No. Pero puede… a lo mejor… Yo que sé —titubeó. —¿Qué? —¿Y si tú eres el último hombre de la luz? Pero Adan no podía dar crédito a esas palabras. No, él no podía

ser esa persona que ella pretendía. Porque entonces, ¿De dónde había emergido? ¿Sus sueños entonces no significaban nada? ¿Qué era de Lucia, de su madre, de Rumsfeld.

—Lo siento, pero no creo que sea un Dios… ¡Es absurdo! —exclamó asustado.

—Lo sé… Todo es un absurdo. Y sin que ninguno de los dos se dijera nada más, permanecieron

en un largo silencio donde cualquier palabra parecía sobrar en el ambiente. La confusión de Adan era bastante considerable y a pesar de la descabellada teoría de su tutora, él seguía pensando que había

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una explicación más lógica que esclarecía por qué estaba ahí. Sin embargo, aún la desconocía.

Pero cada vez llevaba más tiempo en esas tierras, cada día con más preguntas y menos respuestas, convencido que con cada instante que pasaba, más lejos estaba de encontrar la verdad. ¿Y si nunca descubría lo que había sucedido? ¿Y si su mundo de volatilizaba hasta tal punto que su vuelta fuese algo imposible? O lo que era peor ¿realmente tenía un mundo? Tal vez, por descabellado que pareciera, Leisa tenía razón y él tan sólo era un instrumento, un aparecido en un momento determinado para realizar una misión. Y después qué ¿desaparecer? ¿Acaso él valía tan poco?

Y mientras las luces de las velas se tambaleaban en un suave vaivén, mientras Leisa miraba al infinito del cielo de la ventana de su casa, Adan empezó a entender en la soledad del albergue que tal vez no hubiera regreso a ningún lado.

XXVII A la mañana siguiente, un día más como aquellos últimos donde

la ciudad estaba atestada de guardias y la gente se concentraba en la entrada del templo a protestar, en esta ocasión por la falta de comida, Adan salió de su habitación extrañado de no haber sido interrumpido como cada mañana por Leisa.

Era de las pocas ocasiones en las que solía caminar solo por Elena. Normalmente siempre iba acompañado. Anduvo con un paso ligero, intentando no detenerse en el triste panorama que le envolvía, y se dirigió a la casa de Leisa dispuesto a decirle que estaba equivocada. Era imposible que él fuera ningún Dios, ni el último hijo de nada. Tras pasar toda la noche meditando en aquella conversación, Adan había concluido que no podía ser. Él era un hombre de lógica, es más, ni siquiera creía en seres todopoderosos como Épsilon como para ser él uno, e iba caminando dispuesto a demostrarle que estaba equivocada.

Pero se extrañó cuando al llegar a su casa se encontró con que Leisa no estaba. La buscó por todas las habitaciones mientras la

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llamaba a gritos. No era habitual en ella dormirse. Pero allí no había nadie.

Extrañado, salió de la casa y empezó a buscar por los alrededores sin éxito alguno hasta que una de las vecinas de la muchacha se le apareció de improvisto. La mujer, acostumbrada a verlo merodear por ahí, le saludó con una sonrisa y continuó su camino, pero Adan le echó el alto.

—Perdone. Estoy buscando a Leisa ¿Sabe dónde está? —le preguntó con la voz quebrada.

—La vi salir de noche, con su capa marrón y una bolsa… No sé que hace una mujer a esas horas en la calle. Sólo Épsilon sabe lo que podría pasarle —contestó.

—Y ¿Sabe adónde iba? —Ni idea cariño. No sé adónde se dirigía. Y tras despedirse de la vecina, continuó buscándola por todos los

lados conocidos de Elena. Todos los rincones predilectos de la muchacha para desconectar; la biblioteca, los jardines, el templo… pero nada. No la vio en ninguno de esos lugares. Cuando el sol se irguió completamente en el cielo, amplió el radio de búsqueda a otros sitios donde era más improbable que estuviese, pero en algún lado debía estar. Y miró en los pozos, en el mercado, en las plazas… pero no la encontró y aquello empezó a asustarle. ¿Adónde había ido? Se preguntaba y por qué no le había avisado que iba a irse si tenía pensado marcharse.

Regresó al albergue con la llegada de la noche con una sensación de derrota, de fracaso. No la había encontrado, no entendía por qué había desaparecido y quien podría estar detrás de todo esto... Estaba muy preocupado.

Bajó a cenar con el resto de huéspedes del albergue y comió sin mucho apetito, sentado en un rincón y sin querer participar en las conversaciones de sus compañeros. Quería estar solo, pensando en qué podía haber sucedido para que Leisa desapareciera de la noche a la mañana. Era extraño verle así. Adan solía ser uno de los huéspedes más activos de las cenas y algunos de los hombres que vivían allí, extrañados al verle con esa expresión tan sombría en el rostro, se acercaron para preguntar si sucedía algo. Pero Adan no quería hablar

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y evadió la mayoría de las conversaciones con respuestas cortas y concisas que no invitaban a nada.

Después de acabar su triste plato de mala pasta de trigo, se fue hacia las escaleras para subir hasta su planta cuando fue asaltado por el encargado.

—Hola, amigo —saludó el amable anciano—. Te veo ausente hoy.

—Hola, Nobuo. Tranquilo, no sucede nada —respondió él. —Pues para ser nada, vaya careto que tienes. —Lo sé… Es por Leisa. La he estado buscando y no la he

encontrado. Una vecina suya me ha dicho que la vio salir por la noche pero es extraño, porque no me ha dicho nada. ¿Y si le ha pasado algo?

—Tranquilo muchacho, a lo mejor le ha surgido algo. Seguro que mañana aparece —respondió el encargado.

Pero al día siguiente, Leisa tampoco apareció. Aun así Adan no cesó ni un instante en buscarla. Extrañado y cada vez más preocupado, empezó a pensar en acudir a alguien para que le ayudasen a buscarla. Y entonces reparó en que, si no fuera por él, nadie se hubiera dado cuenta de su ausencia. Se dio cuenta que en realidad, Leisa estaba tan sola como podía estarlo él.

Así acudió al centro de desmemoria donde ella solía trabajar. Con Leisa trabajaban otras dos mujeres y un hombre. A lo mejor ellos sabían algo. Pero no, ninguno de los tres parecía saber donde estaba.

—¿Acaso no sois amigos suyos? —les preguntó enojado—. Desaparece y nadie se da cuenta.

—Adan —le dijo una de las mujeres—. Es normal que nadie se haya dado cuenta de que falta Leisa.

—¿Cómo que es normal? —Leisa no tiene amigos ni familia en Elena… A decir verdad,

Leisa no ha tenido a nadie desde hace mucho tiempo. Es una mujer oscura y reservada que no se junta con nadie. Habla más con sus enfermos que con el resto de personas.

—¿Os da igual que haya desaparecido? —preguntó asombrado y ninguno de los tres respondió. Simplemente se miraron y continuaron con sus labores.

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Pero él no cesó en su búsqueda. Hasta intentó salir de Elena para buscarla por los alrededores del bosque, pero más allá de esos muros, Adan no conocía nada. Era como salir de la burbuja donde había habitado durante todo este tiempo.

—Creo que debería acudir al grupo de protección de ciudadanos para denunciar su desaparición —le dijo Adan al encargado del albergue—. Han pasado ya dos días y Leisa no aparece.

—Yo en tu lugar me lo ahorraría. El grupo de protección no hará nada para buscar a tu tutora —le aconsejó mientras se bebía una infusión.

—¿Cómo que no hará nada? Ha desaparecido una mujer sin previo aviso. Algo deben hacer.

—No, Adan, No harán nada —sentenció sin entrar en más detalles.

—¿Por qué no? —Porque Leisa no es querida por la gente de Elena —respondió

en un susurró. Pero Adan no llegaba a alcanzar a que se refería y hasta qué punto

podía llegar aquella revelación. Cierto que no tenía casi amigos, tan sólo conocidos y vecinos con los que se saludaba de vez en cuando. Cierto que hablaba más con sus enfermos que con sus propios compañeros, incluso que, durante todo este tiempo, había observado como Leisa rehuía de la gente. Siempre en los jardines, en la biblioteca… lugares donde no había nadie, tan sólo ella en la mayoría de las ocasiones. Sus conocidos, aquellos chavales a los que invitó a jugar a fútbol o el encargado de la biblioteca, el Señor Labe, se quedaban en tan sólo eso, conocidos y Adan no entendía los motivos.

Para él, Leisa era una gran mujer. Además de hermosa, le parecía increíblemente astuta, inteligente y con un sentido del humor que la hacía verdaderamente especial. Y no sabía si era el hecho de que, allí, estando tan sólo, veía en ella más allá de donde veían los demás o si realmente Leisa había empezado a ocupar un lugar especial en su vida.

Era lo más importante para él, o lo que es más, lo único que tenía. Y ahora sin ella, su angustia crecía de un modo vertiginoso. Y no

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entendía nada. No sabía por qué le decía eso Nobuo, pero sí que era cierto que en las pocas ocasiones que había intentado hablar con ella sobre su vida, cuando le preguntaba extrañado por los motivos que habían llevado a la mujer para estar sola, Leisa siempre reaccionaba igual. Su expresión se tornaba triste y evadía el tema.

—¿Por qué no la quiere la gente de aquí? —preguntó al encargado durante la noche.

—Leisa ha sido la única mujer que, tras ser condenada a muerte por el pueblo, logró el indulto segundos antes de que el verdugo ejecutase sentencia —respondió en un susurro. Adan se quedó completamente de piedra, sin poder gesticular palabra, sin tan siquiera moverse. Y tras un largo minuto, pestañeó muy fuerte y trató salir de su asombro y de su horror.

—¿Cómo dices? ¿Qué Leisa fue… Condenada? —le preguntó pensando que había oído mal. Pero el encargado asintió—. Pero ¿Por qué? No lo entiendo.

—Cuando Leisa era muy joven, ella y sus dos hermanos fueron descubiertos pasando información a los silvanos. Entonces, los tres trabajaban para el padre del Hermano Mayor, en palacio, y Toy, el hermano mayor, solía dedicarse a escuchar, a recoger información de los planes de los Hermanos de Axelle con respecto a los mares de navegación, una información que les dio cierta ventaja a los silvanos con respecto a estudios de las bestias y comida. Solía ayudarse del hermano pequeño, Zenestre, un niño de ocho años que solía colarse hasta en los rincones más pequeños para recopilar datos que luego se los vendían a los silvanos.

—Y eso ¿Cómo lo sabes? —preguntó con desconfianza. —¡Todo Elena lo sabe! La cuestión es que descubrieron a Toy en

unos de esos intercambios con un espía silvano y pronto acusaron a los tres hermanos de alta traición. El juicio fue sonado, pues debido a la ventaja que tuvieron los silvanos, Elena perdió mucho cargamento de pescado y los precios se dispararon al ser apresado por nuestros enemigos. El juicio los declaró culpables a los tres.

—¿Con qué pruebas? Descubrieron al hermano mayor, pero por qué los acusaron a los tres.

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—Toy confesó todo. Tras una larga tortura, el muchacho, un jovencito de diecisiete años, terminó dando los nombres de sus dos hermanos y aquello fue el fin para los tres.

—¿Qué pasó? —preguntó intrigado. —Fueron llevados a la plaza judicial. Ese día estaba repleta de

gente, pues había un gran enojo generalizado debido a la falta de alimento y el pueblo buscaba ante todo poder desfogarse con alguien.

—¿Y? —Los condenaron. A los tres. Tanto a Toy de diecisiete años,

Leisa con dieciséis y el pequeño Zenestre con diez. El pueblo gritó para que los mataran allí mismo. Y así fue... Mataron a sus dos hermanos. Primero al pequeño y después al mayor, en medio de la plaza, y ella como testigo de primera línea. Pero cuando su hermano Toy falleció y fueron a por ella, el Hermano Mayor apareció, la quitó de sus ataduras y se la llevó ante la desaprobación de la gente. Fue la primera y la única vez en la que la voluntad del pueblo no se acataba y aquello enojó más a la población. Ella tuvo que permanecer escondida durante unos cuantos años, pues la gente no olvidaba aquel día. Hasta que al final, todo el mundo se olvidó de aquello y Leisa volvió a la calle. Ya por aquellos entonces, durante su tiempo de reclusión en los calabozos del palacio, Leisa se había especializado en sus estudios de desmemoria y como nadie se ocupaba del centro, el Hermano Mayor, el padre de Seleba, decidió ponerle al cargo a ver si con sus buenas acciones lograba ganarse a la gente. Pero Leisa ya no quería saber nada de la gente y prácticamente no se relacionó con nadie.

—¿Mataron a sus dos hermanos delante de ella? —y Nobuo asintió—. ¿Los destriparon?

—No, en aquella época no destripaban a los presos. Los empalaron. —Pero Adan no es no entendiera a que se refería, sino que no daba crédito a aquel relato. Aunque el encargado pensó, por su expresión, que no sabía en qué consistía la condena—. Les introdujeron un mástil afilado por el recto y luego los levantaron para que se les clavase con su propio peso.

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—Sé de qué se trata el empalamiento… Es una salvajada. ¿Y empalaron a un niño de diez años? —y Nobuo asintió—. ¿Pero qué clase de monstruos sois?

—Estoy de acuerdo contigo. A veces podemos ser más bestias que las propias bestias de los dioses malignos… Pero aún no te he contado todo. Debido a que Leisa fue salvada por el Hermano Mayor, el pueblo se enojó, se descontroló y se desfogó con sus padres que vivían en la pequeña casa en la que vive ahora ella... los mataron. Por eso prefirieron recluir a Leisa, para evitar que corriera la misma suerte.

Adan no quiso preguntar nada más. Aquello le parecía tan horrendo que prefería no saber ningún detalle de todo lo que le había contado. Y hasta prefería dudar de las palabras del encargado. Pensar que era una burda mentira aunque aquel hombre no lograse nada contando aquello.

Ahora ya podía entender por qué Leisa se comportaba de ese modo, por qué rehuía de la gente. Y supuso que aquella expresión seria que tenía durante la ejecución de los granjeros era debido a los recuerdos que brotaban en su memoria: imágenes muy duras, escenas que siempre se desean olvidar, aunque por desgracia nunca podía y le perseguiría por el resto de sus días.

Adan continuó en su búsqueda sin desistir ni un segundo en el tercer día que amaneció sin Leisa. Tras las palabras del encargado del albergue, había empezado a entender algunas cosas de la actitud de la muchacha, pero aun así no explicaba el motivo por el que había desaparecido, cómo tampoco explicaba la dejadez por parte del pueblo en preocuparse por ella. Y cuando ya no supo por donde continuar buscando, cuando ya era más que evidente que Elena no estaba, Adan se dispuso a volver a su habitación sin saber que debía hacer ahora. Fue entonces cuando, al girar en una esquina, chocó con ella.

Estaba con el semblante serio, con su capa marrón bien atada y con una capucha tapándola el cabello, como si quisiera pasar desapercibida. A principio Adan no la reconoció, y tras disculparse por el golpe continuó su camino hacia el albergue. Pero Leisa le detuvo.

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—Adan, que soy yo —susurró. Él se detuvo de inmediato y se volvió lentamente con bastante

desconcierto. Su mirada se fijó en la de ella y entonces Leisa se retiró la capucha para que pudiera reconocerla. Una sonrisa se medio dibujó en el rostro. Por fin la veía y podía respirar tranquilo. Corrió para darle un efusivo abrazo que ella no se esperó, y cuando Adan se separó de sus brazos y la miró detenidamente, abandonó esa expresión de alegría para torcer el gesto.

—Pero ¿Se puede saber dónde demonios te has metido? ¡Te he estado buscando durante estos días como un loco por todos los sitios que se me han ocurrido! —exclamó esperando una respuesta. Sin embargo, Leisa le miraba sorprendida, divertida incluso, no pensaba que pudiera importarle tanto. Ella que estaba acostumbrada a pasar sin pena ni gloria.

—He tenido que salir por unos asuntos que tenía pendientes —respondió.

—¿Y no podías avisarme? He estado muy preocupado pensando que te había sucedido algo —interrumpió con un tono de voz que se percibía lo molesto que estaba. Aquella sensación enternecía a Leisa y tras contenerse la risa, su expresión se llenó de una sonrisa que derrochaba ternura.

—Perdóname. Debí haberte avisado, pero tuve que salir de inmediato y no me percaté en comentártelo —respondió logrando calmarle.

—Bueno, vale... No pasa nada —dijo finalmente—. ¿Todo bien? Aquello por lo que hayas salido, ¿Está en orden?

—Sí. Todo en orden —contestó observando la expresión del rostro de Adan—. Y ¿tú qué? ¿Has hecho algo interesante estos días sin mí?

—¿A parte de volverme loco buscándote por todos lados? No. No he hecho nada en especial —respondió a modo de reproche, lo que provocó las carcajadas de Leisa. A él no le hacía gracia ver como se reía, lo había pasado bastante mal, pero sus risas eran tan contagiosas que pronto se sumó a las carcajadas.

Se marcharon de aquella esquina y se dirigieron hacia la casa de la tutora donde Adan confiaba que podría hacerle muchas preguntas,

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curiosidades e inquietudes sobre su repentino viaje y sobre ese pasado del cual nunca hablaba. Pero a decir verdad, sabía que no tendría el valor de sacar el tema. Leisa era una mujer muy reservada, de eso ya se había dado cuenta, y no sabía cómo reaccionaría a tales preguntas. Lo mejor sería esperar a que fuera ella quien por iniciativa propia le contase lo que considerase oportuno.

Tras entrar por la puerta de la casa, Leisa comenzó a quitarse la capa y la ropa de abrigo que llevaba, mientras él, sin apartar la miraba de ella, pensaba en aquel acto cruel por el que tuvo que pasar. Su mirada era una mezcla de compasión, tristeza y furia sin llegar a alcanzar cuales eran los motivos para que esa sociedad fuera tan despiadada.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Leisa al ver su expresión. —Nada —se limitó a responder—. Sólo estaba pensando. —Vale —contestó sin darle más importancia—. ¿Te quedas a

comer? Tengo un hambre que me comería un asno —le invitó y él asintió con una pequeña sonrisa.

XXVIII La noche era muy clara. Sin ninguna nube en el cielo y con la

luna llena brillando alto acompañada de un millón de estrellas que parecían festejar algún tipo de fiesta iluminando las calles de Elena casi como si fuera la primera hora del día. Ya no había nadie caminando, la mayoría de la gente estaba ya en sus casas, en sus camas durmiendo plácidamente. Tan sólo deambulaban los guardias que custodiaban la ciudad, en alerta por si sufrían algún ataque de cualquier tipo. Eran malos tiempos y todo Axelle estaba pendiente de todo cuanto sucedía en sus ciudades. Cualquier cosa podía ser síntoma de otra mucho peor.

Pero Adan permanecía en aquel momento ajeno a todo eso. Por fin podía acostarse tranquilo. Tras dos noches sin pegar ojo, se reclinaba sobre el mullido colchón y se tapaba con aquella áspera sábana dispuesto a dormir plácidamente o al menos intentarlo, pues aún había muchas cosas en su cabeza, muchas cosas que pensar.

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Al final no había tenido agallas para preguntarle las dudas que tenía, pero así lo prefirió. Comiendo con ella, aquel día notó a Leisa demasiado extraña; amable y tierna. Siempre le había tratado muy bien, a excepción de aquellos días después de la reunión con el Hermano Mayor, pero ahora era como más evidente. Aunque no quería pensarlo de ese modo, pero parecía como si aquella comida fuera una despedida.

Pero ahora ya no importaba. Aquella noche podía tumbarse en la cama con tranquilidad, mientras se daba cuenta de que necesitaba buena ducha y rasurarse la barba. Durante la ausencia de Leisa había estado tan centrado en encontrarla que se había descuidado un poco. Pero eso ya lo haría mañana, y ahora reflexionaba sobre aquellos tres días sin ella y en aquel reencuentro. Le había ayudado tanto sin que ella se hubiese dado cuenta, que ahora Adan quería devolverle el favor, pero ¿Cómo?

Así sus párpados se fueron cerrando poco a poco, sumergiéndose en un placentero sueño que haría que descansase liberado de su preocupación. Y cuando el agotamiento pudo con él, de debajo de su cama alguien se deslizó. Alguien que había permanecido oculto durante mucho tiempo a esperas de una señal. Un suave silbido casi imperceptible para aquellos que no estuvieran pendientes de él.

Aquella persona se trataba de un hombre joven, de unos veinte años. Fuerte, de piel oscura y los ojos de color miel. Iba tapado con una capa larga que le llegaba hasta los tobillos y los pies los tenía cubiertos con unos zapatos de esparto de color oscuro. Tras deslizarse de debajo de la cama, se puso en pie y miró alrededor de su habitación reparando en la cama donde Adan dormía plácidamente. Sonrió levemente y reclinándose suavemente sobre él, se preparó para taparle la boca impidiendo que gritase.

Adan estaba inmerso en un fabuloso sueño cuando este fue inesperadamente interrumpido. Aquel hombre que le acompañaba se había tirado encima de él impidiendo que pudiera hacer cualquier movimiento para escaparse y con la mano derecha le había tapado la boca para evitar que gritase y llamase la atención.

—Quieto —le susurró—. Será mejor que no hagas ningún movimiento en falso o te parto las piernas —amenazó. Pero Adan no

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entendía que sucedía, ni quien era ni que quería—. Voy a retirar mi mano de tu boca y me voy a separar de ti, pero has de tener mucho cuidado en hacer alguna tontería o lo pagarás caro ¿Me has entendido? —dijo en un tono bastante grave—. Asiente con la cabeza si lo has entendido —Y Adan asintió como pudo.

El hombre comenzó a retirarse lentamente de él apartando su mano con la que tanta fuerza le había agarrado mientras Adan empezaba a reincorporarse aturdido, en parte por el despertar tan brusco que había tenido como por el hecho de ser asaltado de ese modo.

—¿Quién eres? —le preguntó sin alzar la voz, muy despacio y procurando no alterar a su agresor.

—Dejemos las presentaciones para luego —contestó—. Ahora, coge lo que necesites y salgamos de aquí. Tú y yo nos vamos de viaje.

—¿Adónde? —Eso es lo de menos. Ahora date prisa que nos están esperando

abajo. —Yo no me voy a ningún lado —respondió con firmeza. —No es el momento de hacerse el valiente. O vienes conmigo a

las buenas o a las malas, pero te juro que saldrás de este albergue como sea —amenazó el hombre mientras daba unos cuantos pasos hacia él y le arrinconaba contra la pared—. Ahora ¡Andando! El viaje es largo.

—Podré vestirme al menos ¿No? —Por supuesto —contestó dando varios pasos hacia atrás para

permitir que Adan cogiera su ropa. Y así hizo, con pasos suaves para no alterar a su agresor, se

acercó a la cómoda donde tenía la ropa guardaba. Se quitó el atuendo que Nobuo le prestó para dormir, una especie de camisón largo, y se puso la camisa que Leisa se confeccionó y raído vaquero. Se reclinó en busca de su calzado y una vez listo, se volvió hacia ese hombre para avisarle que ya estaba preparado mediante un suave ademán con la cabeza.

—Bien, pues ahora despacito y sin despertar a los demás —le dijo el hombre.

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—Aún no puedo saber a dónde vamos ¿Verdad? Pero no le contestó, tan sólo le chistó para que comenzase a salir

de la habitación. Abrió la puerta con su agresor detrás y muy pegado a él, mientras le agarraba de la camisa, comenzaron a caminar muy despacio por el oscuro y silencioso pasillo hasta las escaleras. Allí todo el mundo estaba durmiendo y no se oía más que las leves respiraciones de algunos de los huéspedes del albergue que tenían por costumbre dormir con la puerta abierta.

Cuando pasaban por algunas de esas habitaciones, Adan volvía la mirada a su interior con la esperanza de encontrarse con alguien despierto, alguien que pudiera dar la voz de alarma. Pero todos descansaban plácidamente sin inmutarse de lo que sucedía.

—Baja por las escaleras despacio —le susurró con un tono amenazante.

Y Adan obedeció intentando pensar cuales eran las verdaderas intenciones de su agresor. Así bajaron lentamente mientras que fuera, otro hombre de la misma edad, de piel muy clara y un poco más alto que este, esperaba vigilando las calles, inquieto por si alguien les veía.

—Has tardado demasiado —le reprochó en cuanto él y Adan salieron del albergue.

—Lo siento, me da muy mala espina caminar con sigilo. Ya lo sabes. Siempre pienso que me van a descubrir —respondió—. Ya te dije que fueras tú.

—Tú eres más oscuro, te ocultas mejor en la noche —respondió intentando no gritar.

—Y tú eres más ágil. Yo casi me tropiezo con todo lo que me he encontrado.

—Venga, déjate de bobadas y marchémonos. El guardia no tardará en pasarse por aquí en su ronda. Elena se ha llenado de guardias en estos días —replicó su acompañante.

—¿Adónde me lleváis? —preguntó Adan alzando un poco la voz con la esperanza de llamar la atención. Al fin y al cabo se trataba de una ciudad con un comportamiento parecido a un patio de vecinos. Estaba convencido que pronto alguien asomaría a la ventana.

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—¡Habla más bajo! ¡Te van a oír! —exclamó en un susurro el segundo hombre.

—Pues decidme a dónde me lleváis y por qué —solicitó con firmeza.

—Una palabra más alta que esa y te dejo inconsciente —amenazó el primero de ellos.

El segundo hombre comenzó andar animando al primero a seguirle mientras el otro agarraba a Adan del brazo con fuerza y tiraba de él, escapando por las calles como dos gatos que evitan ser vistos.

Un poco más lejos de la entrada al albergue, escondida en la esquina de la calle más cercana, una mujer encapuchada miraba expectante la escena entre aquellos dos vándalos y Adan. Portaba entre sus manos un pequeño candelabro encendido para poder ver con más claridad. Y cuando escuchó como los pasos de los tres empezaban a desaparecer en la oscuridad, ella se volvió y los contempló en la lejanía. Aquella mujer se sentía triste, culpable y a su vez esperanzada, confiando en haber obrado bien, en haber hecho lo correcto.

—Que tengas suerte allá donde vas —susurró al aire y después se dio media vuelta para regresar a su casa.

Mientras, Adan intentaba escapar sin que se dieran cuenta, librarse de las manazas de aquel patán, pero le agarraba con fuerza. Su acompañante iba marcando el ritmo, revisando cada calle antes de pasar por si aparecía algún guardia que los descubriera. Si Adan intentaba retrasarse, el hombre de piel oscura tiraba de él con fuerza y después solía amenazarle. Pero por más que intentasen salir de la ciudad sin hacer ni un sólo ruido, en aquel penetrante silencio, todo parecía tronar: las pisadas de los tres al caminar, sus respiraciones y por supuesto, las aventuradas protestas de Adan.

—Te juro que como no te calles te rompo la garganta —le amenazó el hombre arrinconándole contra la pared—. No me pongas a prueba.

—Quiero saber quiénes sois y qué queréis de mí —respondió Adan pero fueron interrumpidos por el otro hombre, el de piel clara.

—Ahí está la entrada. Hay un guardia ¿Qué hacemos?

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—Habrá más. Al otro lado del portón estarán los demás. Todas las noches suelen custodiarla unos cinco hombres.

—Entonces ¿Cómo salimos? —Eso tenías que haberlo pensado tú —replicó su compañero—.

¿Está todo listo fuera? —Sí. Todo preparado para salir corriendo —respondió el hombre

pálido sin dejar de mirar el portón. —Pues… déjame pensar —solicitó el hombre oscuro. Adan aprovechó esos instantes de incertidumbre para no dejar de

mirar la situación, analizando cada gesto de aquellos hombres, los movimientos del guardia... Esa tenía que ser su oportunidad para llamar la atención. Un gritó podía salvarle, un grito sería suficiente. Sólo esperaba que saliera bien. Pero entonces, cuando estaba preparado para llamar al guardia, el hombre de piel pálida dijo emocionado.

—¡Mira, es ella! —Menos mal. Se ha dado cuenta de nuestro problema. Seguro

que no ayuda a salir —comentó aliviado. —Cómo se nota que es mujer. Está en todo. De la nada había aparecido esa mujer encapuchada con el

candelabro dirigiéndose hacia la entrada para llamar la atención de los guardias. Miró a su alrededor y su mirada descubrió a los tres hombres que aguardaban intentando pasar desapercibidos pegados a una de las paredes. Entonces, Adan la miró desconcertado.

—Leisa —susurró. Pero ella apartó rápidamente la mirada y se dirigió al guardia. No

escucharon lo que le había dicho, pero tras acercarse a él, este cruzó el portón y de la nada salieron tres guardias corriendo hasta que desaparecieron en la dirección opuesta. La mujer se volvió a ellos, con la cabeza agachada y flexionó las rodillas levemente dándoles a entender que ya podían salir. Pero no se quedó ahí, sino que volvió a darse media vuelta y se alejó para más confusión de Adan.

—¡Ahora! —exclamó el hombre oscuro y agarrándole con fuerza, le obligó a salir tras él.

Los tres corrieron hacia la puerta sin más demoras. Pero había dos guardias más tras ella y en cuanto la cruzaron, uno de ellos, que

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estaba sentado sobre una roca mientras masticaba un palo de madera, se levantó sobresaltado y gritó:

—¡¡Silvanos!! Los dos hombres, al ser descubiertos de improvisto, reaccionaron

con rapidez enfrentándose a los dos guardias. Cada uno con uno de ellos y sin darles tiempo siquiera a desenvainar sus lanzas. El hombre oscuro agarró del brazo a uno de ellos, se lo volvió contra la espalda y le dio un cabezazo que lo tiró al suelo mientras su compañero, el hombre pálido, daba un fuerte salto para deshacerse de su oponente con una patada realizada en el aire.

Y tal vez hubiera sido un buen momento para que Adan diese media vuelta y corriera a la ciudad en busca de ayuda. Pero se sentía tan confundido tras encontrarse con Leisa que ni siquiera se percató de la posibilidad que le brindaba el pequeño altercado. Ya fue demasiado tarde cuando quiso darse cuenta, que el hombre oscuro volvió a agarrarle del brazo y le ordenó en un gritó:

—¡Corre! Los tres salieron corriendo de allí mientras uno de los guardias se

reincorporaba para alertar a los demás. Salieron corriendo por el camino principal hasta que empezaron a oír los pasos de la guardia alertada que iba a capturarlos.

—¡Por aquí! —informó el hombre pálido y los tres salieron del camino para adentrarse por el bosque.

Aun así, Elena estaba invadida de guardias, hombres que salieron de inmediato en su búsqueda ante el grito de alarma, y pudieron oír como alguno se había adentrado en el bosque tras seguirles la pista. Pero ellos no cesaron ni un instante y corrieron saltando por encima de las profundas raíces, esquivando las ramas de los árboles. El hombre pálido en cabeza, Adan en el medio y el hombre oscuro detrás de él impidiendo que escapase por cualquier lado.

—¡Valo, dónde coño los dejaste! —gritó el hombre oscuro. —Ya, ya llegamos —respondió él jadeando. —Nos pisan los talones. Por detrás de ellos pudieron oír a un guardia que alertaba a los

demás: «Están aquí». Y entonces una flecha les pasó rozando muy cerca.

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—Mierda ¡Nos atacan! —le gritó. El hombre pálido giró de golpe mientras llamaba a su compañero

con un ademán y este le siguió, siempre sin perder de vista a su rehén. Se metieron tras el cobijo de un extraño árbol y trataron de esconderse.

—Deja que pasen de largo —aconsejó el hombre pálido. —¡No tenemos tiempo! Tenemos que estar en la playa al

amanecer —protestó el hombre oscuro. —Matsu, tenemos que esperar. Deja que pasen de largo. Seguro

que van en otra dirección —Pero entonces Adan salió de su escondite y gritó.

—¡Eh! ¡Estoy aquí! Matsu, el hombre oscuro, agarró a Adan del pie tirándole de golpe

al suelo haciendo que su barbilla golpease contra una roca. Le agarró del cuello y empezó a apretar, estrangulándole con fuerza haciendo que respirase con mucha dificultad.

—No iré a una cárcel axelliana por que tú quieras —y el dio un cabezazo que le dejó aturdido.

—¡Matsu! Lo vas a matar —exclamó Valo—. Tenemos que llevarle vivo, no a cachos. —Su compañero le soltó del cuello mientras uno de los guardias les pasaba de largo—. Venga, sígueme por aquí. Estamos cerca.

Y con Adan casi a cuestas, Matsu empezó a cargar con él. Se deslizaron suavemente por las ramas en la dirección opuesta al guardia que los había alcanzado y continuaron muy despacio tratando evitar llamar más la atención. A Adan ya se le había quitado las ganas de intentar escapar y con un fuerte dolor de cabeza, caminaba a mala gana bajo la atenta mirada de Matsu.

Finalmente llegaron a una pequeña explanada donde, para asombro de Adan, habían dos caballos esperando. Subieron a sus lomos, Valo en uno y Matsu y Adan en otro y entonces, cogieron con fuerza las riendas y les ordenaron que galopasen tan rápido como pudieran. Los caballos obedecieron a sus dueños y salieron en dirección del camino adelantando a los soldados, que se quedaron pasmados al ser sobresaltados por tales nobles animales.

—¡Detenedlos! —ordenó uno de los guardias.

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Pero no tenían ninguna posibilidad. A galope los tres hombres empezaron a desaparecer de la visión de la guardia de Elena y así se alejaron por el camino hacia el norte, hacia el mar intermedio donde allí les recogerían.

Y tenían que llegar antes del amanecer. Nadie podía ver como subían en el barco, porque si no podría traer más conflictos entre Silvanio y Axelle. Mientras nadie los viera abordar La Zulema, nadie podría acusar al Padre Silvano de conspirar, de atacar Elena. Por eso no se detuvieron. Galoparon toda la noche por los caminos más estrechos y ocultos de la comarca de José.

La luz de la luna era lo único que les iluminaba aunque era suficiente para los nobles corceles. Y así, cuando la luz del sol empezó a iluminar las tierras, Adan se encontró con el mar. El último tramo lo habían hecho saliéndose de todos los caminos, galopando como buenamente podían entre lo profundo del bosque. Y lo consiguieron. Tras bajar el monte llegaron a la playa donde un pequeño barco les esperaba para llegarlos a alta mar, donde finalmente, la silueta del mayor barco existente en esos momentos en todo el mundo les llevaría a las tierras que estaban al otro lado del mar Intermedio.

—Llegamos —informó Valo mientras echaban el alto a los caballos y se acercaban con más calma—. Te dije que con estos ballos no nos detendrían.

—Así que sois silvanos —interrumpió Adan una vez que ya todos parecían más tranquilos. Valo se volvió y asintió.

—Sí. Disculpa a mi amigo por lo de antes. Se suele poner muy nervioso durante las escapadas —bromeó dándole una palmada a su amigo en la espalda—. Yo soy Valo y él se llama Matsu.

—Vale, pero ¿Qué queréis de mí? ¿Por qué entráis en mi habitación y me raptáis en medio de la noche?

—A nosotros no nos digas nadas —respondió Valo. Aquel hombre parecía más amable que su amigo—. Tan sólo cumplimos órdenes.

—¿Órdenes de quien? ¿Y adónde me lleváis ahora? —preguntó bajando del caballo tras llegar a la playa.

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—Órdenes de Manusto —respondió Matsu—. Ahora mismo nos vamos a la ciudad de Teresa, amigo.

—¿Eso está en Silvanio? —preguntó intrigado y los dos asintieron.

—Venga, ya llega nuestro barco —dijo Valo con alegría. Entonces, un pequeño barco se aproximó hasta la playa sin llegar

a adentrarse del todo y los tres, con los dos caballos, penetraron en el mar hasta donde había atracado. Del interior del barco aparecieron otros tres hombres con las mismas largas túnicas que llevaban sus secuestradores y ayudaron a Valo y Matsu a subir a los animales. Después subieron ellos para adentrarse en el mar. Los tres hombres que ya estaban en el barco saludaron a sus dos camaradas con efusividad y Valo no tardó en contarles cómo habían burlado a la guardia de Elena. Después, los tres se aproximaron a Adan y le saludaron muy afectuosamente, como si fueran amigos de toda la vida. Sin embargo, él procuró mantener las distancias, asustado por cuales eran las verdaderas intenciones de aquellos hombres y desconcertado por no saber a qué lugar iban a llevarle.

El barco empezó a navegar, a hacerse camino por las claras aguas del mar Intermedio mientras a lo lejos, ya podían divisar el verdadero barco que les llevaría hasta la ciudad de Teresa: La Zulema, aquel barco de enormes velas y de un armazón inquebrantable.

Adan observó fascinado aquel navío. Viendo la forma de vida de la gente de aquel mundo, jamás hubiera pensado que hubiesen sido capaces de hacer un barco tan impactante, hermoso y fascinante como el que tenía enfrente. Con un sinfín de velas luciendo sus bordados a mano, con el escudo de su reino realizado al detalle; un gran árbol entrelazado con un castillo de enormes torreones. Su estética era bastante sofisticada, nada de un corte basto como podría haber esperado, sino con una línea casi aerodinámica. En definitiva; un navío extraordinario.

Los marineros que había dentro de La Zulema empezaron a soltar un sinfín de cuerdas para atar el pequeño barco a uno de sus lados y ayudaron a sus ocupantes a subir a bordo. Primero a los animales, a quienes sus dueños acariciaron momentos antes para que no estuvieran nerviosos, y después a ellos.

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—Ya estáis aquí —irrumpió una voz de entre todos los marineros. —Sí, capitán Preston —respondió Matsu—. Misión cumpli-da

con éxito. —El capitán hizo un ademán de aprobación. El capitán con su pelo rubio echado hacia atrás y con sus ojos

azules sobresaltando por encima de todo lo demás, se acercó a Adan. Iba vestido con una indumentaria bastante ceñida a su cuerpo compuesto de una especie de jersey azul oscuro y unos pantalones negros, distinto a como solían ir en Axelle, llenos de ropas anchas.

—Así que, eres tú —dijo dirigiéndose a Adan—. Bienvenido a la Zulema.

—¿Quién es usted? —preguntó con desconfianza. —El Capitán Preston. Pero relájese hombre —dijo con un tono

distendido—. Valo, lleva a Adan a su camarote. Después de la noche que habéis tenido, seguro que quiere descansar.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó impidiendo que Valo se acercase a él para que le guiase por el interior del navío.

—Me lo dijo Leisa —respondió el capitán. —¿De qué conoces a Leisa? —preguntó desconcertado y

entonces Preston le miró con una amplia sonrisa. —De hace muchísimo tiempo querido amigo… Y ahora será

mejor que descanses. Y sin darle tiempo a preguntar más, Preston se dio media vuelta

dejándole con la palabra en la boca y con Valo a su lado esperando para llevarle a su camarote. Se quedó allí inmóvil intentado salir de su aturdimiento pero sólo llegaba a la conclusión de siempre: que no entendía nada.

XXIX Las hojas de color verde oscuro de los árboles bailaban

suavemente con el deslizar del viento, que en aquella mañana las acariciaba con una agradable brisa templada. Sobre algunas ramas se posaba alegres gorriones, pelícanos y palomas, una curiosa mezcla de fauna que se respetaba desde hacía mucho tiempo, y cantaban en armonía lo que parecían las estrofas de las canciones gloriosas del pasado. Sobre el camino de tierra y después de mucho tiempo, la

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gente volvía a caminar hacia Marina con pasos firmes y seguros, tranquilos porque por las mediaciones ya nadie se ocultaba en las sombras para atacar a los transeúntes. Y con los rayos de luz penetrando entre las ramas, el camino brillaba inundado con la fragancia de las flores acompañado del frescor que le daba el río que llegaba al mar.

Un poco más allá volvían a desfilar hombres fuertes que protegían el camino, la nueva guardia de Marina que durante tanto tiempo había estado ausente. Y tras el gran portón se descubría el nuevo templo reformado. Reluciente tras haber sido limpiadas las paredes concienzudamente y exhibiendo en lo alto la antigua bandera de la ciudad, escondida durante los tiempos oscuros, pero rescatada ahora para volver a ondear con orgullo para todos los ciudadanos.

Sobre las calles lucían los nuevos caminos completamente reformados: sin piedras incrustadas, ni ruinas precipitadas y ya eran muchas las casas que volvían a tener sus cuatro paredes y su techo, con puertas, acondicionadas y personas habitando en ellas, lo que en consecuencia hizo que en la ladera de la montaña apenas quedase gente viviendo y los pocos que aún quedaban, aguardaban pacientes la entrega de sus nuevos hogares. Ahora, por aquellos lugares, la gente paseaba en armonía, con sus obligaciones y quehaceres diarios, con expresiones alegres y joviales que distaba mucho de la Marina de meses atrás.

En la plaza, algunos músicos provenientes de José amenizaban la mañana con sus melodías de aire triunfal con instrumentos de viento y percusión que tanto animaba a los ciudadanos. Mientras, en el mercado, los nuevos puestos exponían su mercancía con ilusión, vendiendo sus artículos a los hombres y mujeres que habían madrugado para realizar sus compras. Había puestos de muchas clases, la mayoría de pescados, aunque algunos comerciantes de la comarca de José, provenientes de pequeñas aldeas que se afincaban alrededor del puerto aún derrumbado, se habían acercado para ofrecer hortalizas y frutos variados. Algunos artesanos ya habían abierto sus puestos con la poca mercancía que tenían, ya que sus vasijas solían venderse muy bien entre los compradores que aún necesitaban de todo y en consecuencia, se veía como el mercado

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volvía a resurgir, en gran parte, por la nueva moneda que tan buena acogida había tenido.

Más allá de la plaza, un gran número de personas iban y venían del puerto de Marina, descargando los pesqueros y armando nuevos navíos en una ajetreada actividad irreconocible para muchos. Mientras, en el horizonte, algunos pesqueros pescaban en las proximidades custodiados por uno de los ya tres barcos del Batallón de Defensa, este capitaneado por ni más ni menos que por Selmo, el vándalo que le dio la bienvenida al capitán Merlo.

Aquello se estaba convirtiendo en la nueva monotonía de una ciudad que resurgía con fuerzas, un equilibrio que devolvía a Marina parte del esplendor de los tiempos gloriosos de los capitanes de la orden.

En el astillero del puerto, los hombres trabajaban duro en la construcción de nuevos barcos que pudieran remplazar aquellos que tanto tiempo tenían, pero Jenero estaba pendiente de otra cosa. Había quedado con Merlo a media mañana, pues tenía un regalo para él: Su nuevo barco. Y Merlo ya imaginaba el motivo por el que le había hecho llamar en el astillero. Así, con mucha expectación tras dos semanas guardando con celo el modelo de su navío, acudía a su cita para descubrirlo, aunque a ser sinceros ya había metido las narices para ver como se construía durante los días anteriores.

—Buenos días, capitán —saludó Jenero con una reverencia y muy sonriente.

—Hermano —respondió Merlo con otra reverencia—. Aquí estoy. Supongo que me has hecho llamar para... ¿Entregarme algo? —preguntó con picardía.

—No te hagas el listo conmigo Merlo, ya sabes a qué has venido —respondió Jenero inhalando el humo de su cigarro de hierba con una mueca graciosa—. Acompáñame.

El Hermano le hizo un ademán invitándole a seguirle por el muelle del puerto que daba al astillero y no hacía falta llegar a él para contemplar la obra que le tenía preparada.

Un poco más alejado de ellos se podía ver un inmenso barco de tres mástiles y cuatro cubiertas repleto de velas izadas y con una gran cantidad de representaciones talladas de madera fijadas a lo largo de

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toda la armadura. Se trataban de iconos que representaban las grandes batallas del pasado vividas en Marina y sobre la proa se erguía una inmensa representación de la Dama Chrystelle, que según la tradición, protegía a los marineros de los ataques de las bestias. Sobre el mástil central, ondeaba la bandera de Marina sin que a su lado estuviera la bandera de Axelle, tal y como ordenaban las leyes. Con el sol levantándose lentamente sobre el horizonte y la luz incidiendo en el armazón, el barco parecía brillar en miles de destellos en lo que le hacía el barco más hermoso jamás visto. Armado y especializado para el combate para los gustos del capitán más exigente y diseñado y detallado con tal sutileza para la admiración de los enamorados de los barcos. Así, aquel navío cumplía con las dos exigencias de Merlo: sofisticado y peligroso.

—¡Por Épsilon! —exclamó según sus ojos se centraban en aquella obra de arte—. Pero ¿Cómo habéis podido hacer esta maravilla?

—Subestimas la gran cantidad de documentos que el templo de la ciudad aguarda en su subterráneo —respondió Jenero—. Fue de lo poco que se pudo salvar cuando el Hermano Mayor se llevó la biblioteca a Elena. Los religiosos de entonces escondieron muchas cosas, entre ellas, los planos de la construcción de este navío: El Barco de Eva. He pensado que sería adecuado terminar lo que un día empezó la gente de aquí y no pudieron

—Es perfecto —sentenció Merlo. Y tras las carcajadas estridentes de Jenero al ver la satisfacción de

su amigo, los dos se acercaron al navío para entrar por primera vez en lo que se convertiría en el nuevo símbolo y orgullo de la ciudad.

Al día siguiente, La Eva se adentraba por primera vez en los mares con una tripulación de ciento veinte personas. Todos se sentían verdaderamente afortunados de ser la primera tripulación de un barco con sello propio, un navío que había tenido que esperar setenta años para surcar los mares.

Subido en la superestructura, Tibi, Yhena y Merlo veían, con el viento a favor, como el barco se deslizaba más rápido que cualquier otro que hubieran abordado, con la dama Chrystelle saludando en la proa, convertidos en los nuevos los reyes del océano. Tras haber

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pasado dos semanas navegando por allí, todos los marineros ya viajaban más tranquilos, con una ruta predefinida por donde tenían casi la seguridad de ser la mejor de todas.

En medio del mar, La Eva destacaba por encima de cualquier otro barco, pero cuando a su lado navegaban aquellos dos navíos que completaban la primera flota de Marina, parecían ser imparables. Con sus capitanes, Selmo a estribor y una mujer feroz a babor llamada Kalera, los tres formaban un equipo casi insuperable. Exaltados por la emoción del momento, unidos por su desprecio a Axelle y con un objetivo común; pasar a la historia.

Los viajes ya no se limitaban a dos jornadas en alta mar para regresar al puerto, sino de diez días dónde cada vez tenían que adentrarse un poco más allá, aumentar las distancias de sus rutas marítimas y, ¿Por qué no? Intentar encontrar las guaridas de las bestias. Marina había sido un pueblo de vándalos y ladrones que en su mayoría fueron a parar al Batallón y ahora, en dos semanas, eran un gran número de integrantes. Sumado a sus sentimientos de euforia y exaltación, considerando que lo que les estaba sucediendo no era otra cosa que el resurgir de los tiempos brillantes de antaño, sintieron que tenían el favor de Épsilon y que nada, absolutamente nada, les podía parar.

Tibi fue nombrado como piloto del nuevo barco. Se había hecho a la perfección con todos sus nuevos compañeros de viaje, a pesar que al principio sus prejuicios le hicieron mantenerse alejados de todos ellos, pues habían sido muchos años viéndolos a todos ellos como enemigos, enemigos que ahora eran compañeros. Pero si alguien supo aclimatarse al nuevo barco, a los compañeros y a la vida marítima, esa fue, para toda sorpresa de Merlo, Yhena. La que fue la mujer de su piloto fallecido, había cambiado en tan poco tiempo que ya no parecía la misma mujer si no fuera porque seguía teniendo esa aura de nostalgia y desolación. Se había acostumbrado a la perfección a su nuevo estilo de vida por encima incluso de hombres y mujeres que afirmaban tener experiencia. Había establecido una gran amistad con todos los tripulantes, pero en especial con Tibi. Tal vez, ahora a bordo de un navío, viendo día a día el trabajo del piloto, podía hacerse una idea de lo que hizo Rever tiempo atrás mientras

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ella le esperaba en José con sus cuatro hijos. Así, con cada instante que estaba con él, imaginaba los motivos que hicieron que su marido se desviviera por ese mundo que ella no había compartido, pero que ahora conocía.

Los días transcurrieron a bordo de La Eva como grandes días, como buenos augurios del éxito de los días venideros pero sin el avistamiento de las bestias, aunque en los últimos días, si avistaron algo de interés. Desde el mástil central, uno de los marineros vio a través de un catalejo un tanto extraño, como se acercaba un barco con la bandera de Axelle ondeando.

—¡Capitán! Se acerca un barco axelliano —informó el marinero mientras todos los tripulantes se ponían en alerta.

Merlo se acercó al marinero y tras coger el catalejo y echar un primer vistazo, una sonrisa se le dibujó en el rostro. Se volvió a sus hombres y les dijo que mantuvieran la calma, pues poco a poco, el barco que se acercaba no era otro que el de su amigo Fastian.

—¡Dichosos los ojos! —exclamó Merlo en cuanto Fastian subió a bordo.

—¡Por Épsilon! ¿De dónde has sacado este navío? —preguntó su amigo mientras echaba un primer vistazo a todo su alrededor.

—¿Te gusta? Es una auténtica fiera de los mares. —¿Dónde tenía Marina este navío escondido? —Lo han hecho en estas semanas con unos bocetos de los

tiempos gloriosos de las Orden. Lo tenían escondidos en el templo. Es un regalo del Hermano de Marina por todo lo que he hecho por él y por el pueblo en estos días —respondió con orgullo, suponiendo que su amigo ya estaba al tanto de todo.

—¿Lo han hecho en estas semanas? —Y Merlo asintió—. ¿Un barco tan grande en tan poco tiempo?

—A mí también me extrañó, pero Jenero no es un hombre que desvele sus secretos, así que ni me molesté en preguntar —respondió—. Bueno ¿Qué te parece?

—¡Impresionante! Veo que Jenero ha sabido comprarte —comentó con malicia.

—No seas así, él no me ha comprado… Simplemente sabe ser agradecido —contestó con una gran sonrisa mientras se dirigían al

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camarote del capitán—. Y bueno, dime ¿Qué tal todo por el batallón? ¿Alguna novedad?

—Bueno… Han ascendido a Cover ante tu salida a Marina —comentó sin darle mayor trascendencia. A Merlo le hizo mucha gracia aunque Fastian ignorase las carcajadas de su amigo—. Me asombra como has logrado adaptarte a Marina. Te subestimábamos.

—Me guardaba algún as en la manga —comentó con cierta chulería y muy sonriente—. De verdad Fastian, no sabes lo que me alegro de verte.

—Yo también me alegro de verte de una pieza —respondió su amigo—. Pero si debo serte sincero, mi visita no ha sido fruto de la casualidad. Venía a verte a propósito —confesó mientras entraban en la habitación.

—No sé por qué, pero algo de eso me imaginaba. —Estuve con Seleba el otro día. Me contó ciertas cosas de ti. —¿Seleba? ¿Desde cuándo la tratas por el nombre, bribón? —

preguntó evadiendo el tema. —Anda, deja de decir sandeces —interrumpió con una amable

sonrisa—. Yo venía a proponerte algo. —Y se sentó sobre una de las sillas mientras Merlo sacaba dos copas y vertía un poco de ron—. Estamos armando los navíos para luchar contra las bestias, Merlo, estamos armando todos los navíos. ¿Y sabes qué? He logrado que te dejen volver al Batallón, con tu mismo cargo. Seleba ya no pondrá impedimentos. Es nuestro momento Merlo, nuestro ansiado momento —dijo con el tono muy bajo, como si pensase que detrás de la puerta hubiera alguien escuchando. Pero Merlo se volvió, con una gran sonrisa, y arrancó a carcajadas. Grandes y estruendosas carcajadas.

—¿Qué pasa Fastian? ¿Qué como no ha conseguido lo que quiere, ahora me permite volver?

—Merlo, no puedes iniciar una cruzada contra el Hermano Mayor. Ahora más que nunca necesitamos estar unidos. Los silvanos no quieren apoyarnos, estamos solos. Nosotros contra las bestias. No es momento para ensalzarnos con viejas rencillas del pasado.

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—Lo siento, Fastian, pero ya es demasiado tarde. Esta gente cuenta conmigo y por primera vez me siento respetado y apoyado. No, no puedo defraudarlos ahora.

—Y ¿Qué piensas hacer? ¿Enfrentarte a Seleba? Se os va a echar todo Axelle encima y os hará retroceder en vuestras intenciones, y entonces tú acabarás en una plaza judicial a merced de todo el populacho ensartado en un palo por el recto.

—Por Épsilon, que fin más trágico me has sentenciado. De todos modos, mi querido amigo, me temo que Seleba no lo va a tener tan fácil.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Fastian con intriga. —No debería desvelarte mis cartas. A fin de cuentas, tú eres el

enemigo —contestó con malicia provocando las risas de su amigo. —Deja de decir chorradas y dime que te traes entre manos. —Fastian, me temo que ha llegado el fin de Seleba como

Hermano Mayor. Su fin y el de toda su familia, porque esta contienda sólo se detendrá si ella dimite.

—Ya me dijo que era lo que le habéis exigido, pero sabéis que no cederá el puesto. Sería una deshonra para sus ancestros —comento con su atenta mirada sobre su amigo.

—A mi sus muertos me importan un carajo. Pero quiero su puesto como sea.

—¿De verdad tienes tanto odio hacia ella? —¡Por Épsilon, Fastian! ¡Si intentó matarme! Como quieres que

me quede así sin hacer nada. Aunque de todas formas, no sólo lo hago por venganza. Su gestión como Hermano ha sido pésima y así lo estamos pagando ahora. Mermó el Batallón, nos relegó a una función mera de salva costas y sólo se preocupó por Elena. Ahora la bestia ha atacado, y con dureza y entonces es cuando se acuerda de nosotros, del batallón… No Fastian, Axelle está así por su culpa y su gente debe poder exigir responsabilidades y ella es la responsable.

—¡Por favor, Merlo, Axelle se muere de hambre sin pescado! ¡Todos los cargamentos alimenticios salen y dependen ahora de Marina! José quedó devastado tras el ataque de la bestia. ¿No te das cuenta que estáis jugando con la comida de todos?

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—En primer lugar, Fastian, ha sido mucho tiempo en el que esta gente vivía como salvajes, ajenos a las decisiones de Elena, de los Hermanos Mayores, en una ciudad desgobernada, sumida en el caos donde se dejaba que la gente se muriera. Entonces daba igual que aquí no hubiera comida. Es más, la poca que se conseguía, se sacaba de aquí. Y en segundo lugar, nadie ha dicho que se permita a las demás comarcas que mueran de hambre. Sólo que esta vez, deberán tratar a Marina como lo que es, una ciudad, una gran ciudad de la antigüedad que resurgirá.

—Estoy de acuerdo contigo en que Elena has cometido autenticas atrocidades con la gente de Marina pero ahora no es el momento, Merlo. Por favor, olvídate de todo esto y vuelve a Elena. Dentro de unas semanas zarparán varios barcos desde José en busca de la bestia ¡Vamos a enfrentarnos a ella! ¿Acaso no es lo que siempre has querido?

—Fastian… No creo que pueda salir esa expedición. Elena no cuenta con el apoyo de José. Todos sus ciudadanos no permitirán la expedición mientras Seleba siga al mando.

—¿De qué está hablando? —Amigo, hablo de algo mucho más complejo que simples

problemas de comercio. Aún estás a tiempo. —¿A tiempo de qué? —preguntó Fastian asustado. —De participar en la revolución que salvará a Axelle del mandato

de Seleba. José ya se ha unido a Marina y pensamos que David lo hará en breve —confesó el capitán—. Únete a nosotros, Fastian. Es nuestro momento.

—¿Me estás hablando de un complot? —Complot es una palabra que suena muy mal, aunque supongo

que habrá muchos que lo vean así. Pero nuestro objetivo va más allá de arrebatar el poder a esa familia, sino de devolver el esplendor a Axelle, a Marina y a todas las ciudades antes de la política centrista donde todo se concentró en una ciudad donde antes no había nada.

—Lo siento, Merlo, pero creo que será mejor que me marche. Hice un juramento en el que prometí servir a Axelle y a su bienestar por encima de todas las cosas… y lo que tú propones es una guerra civil.

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—Si es cierto que Seleba quiere el bien de Axelle por encima de todas las cosas, aceptará su dimisión. Todo depende de ella… y veremos hasta qué punto se aferra al puesto.

—¿Qué te ha pasado, Merlo? Tú no eras así —preguntó apenado su amigo.

—Siempre he sido así, Fastian, y lo que hago, lo hago por el juramento que hice en el que me comprometí, al igual que tú, a hacer lo mejor para Axelle. Nuestra obligación recae en el pueblo por encima del Hermano Mayor y lo mejor es que ella abandone.

—Dividir al pueblo en dos… No, Merlo, eso no es lo mejor para el Axelle. Me temo que no hay posibilidad de que recapacites en tus pretensiones.

—Lo siento Fastian, pero ya es demasiado tarde para dar marcha atrás. Ya está todo en marcha.

—Entiendo —respondió su amigo mirando a su alrededor—. Entonces, será mejor que me marche. Nos veremos en la batalla —respondió con tristeza.

—Ahí estaré —respondió Merlo también apenado. Por un momento había pensado que en esta nueva contienda, al igual que en las anteriores, Fastian permanecería a su lado. Pero parecía que no, en esta ocasión cada uno jugaría en el bando contrario.

El capitán axelliano salió de La Eva lleno de impotencia, defraudado porque confiaba en lograr disuadir a su amigo en sus planes. Pero le había visto muy convencido, y consciente de que no daría su brazo a torcer, pensó que lo mejor sería dar la voz de alarma en Elena. No le gustaría nada a Seleba lo que iba a contarle, pero debía entender que sus prioridades habían cambiado. No podían ir a por las bestias mientras el pueblo estuviera desunido. Por lo que un nuevo objetivo ganaba prioridad para Elena: restablecer el orden en Marina.

Y mientras el barco del capitán Fastian se alejaba en el horizonte, Merlo, desde estribor, miraba como su amigo se marchaba, reflexionando sobre la conversación que acababan de tener y pensando en la posibilidad de verse las caras como enemigos en una próxima batalla. Sería duro, muy duro, pero eran capitanes… no podían flaquear.

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XXX

Todo el mundo hablaba de lo mismo. La noticia empezó a

circular a toda velocidad con los primeros rayos del sol: los silvanos habían entrado en Elena aunque aún nadie sabía a que habían venido. Pero el motivo era lo de menos. Con los silvanos entrando y saliendo de la ciudad, la gente empezaba a mostrarse aun más insegura. No tenían bastante con el acecho de la bestia, con la falta de información oficial por lo que sucedía en el feudo, sino que ahora también, los silvanos empezaban a tomarse la libertad de hacer cuanto les viniera en gana.

No había rincón en la ciudad donde no se comentase lo sucedido por la noche y en cada sitio, el rumor afirmaba una cosa distinta. Para algunos, los silvanos habían intentado robar en el templo, otros decían que había sido un intento de quemar la capital mientras que los menos aseguraban que habían venido en busca del Hermano Mayor. Pero Leisa sabía la verdad. Aquellos hombres habían venido para llevarse a Adan lejos de Elena.

Aquel mismo día, mientras los soldados rebuscaban casa por casa cualquier indicio o pista que les determinase cómo y cuando se habían introducido sus enemigos en la ciudad, Seleba regresaba de su largo viaje a la capital de los vecinos. Su desconcierto fue en aumento según iba caminando por las calles con toda su comitiva, pues veía un color distinto al habitual. Atestada de guardias, con la gente casi sin hablar en presencia de ellos, con rostros tristes y llenos de preocupación y los altos cargos del grupo de protección de ciudadanos gritando muy alterados mientras daban órdenes a sus subordinados. Viendo aquel panorama, Seleba no podía evitar pensar que algo había sucedido, algo que pudiera establecer nuevas prioridades dentro de las noticias que deparaba para su pueblo.

En el templo, Ateleo no dejaba de dar vueltas en círculos mientras esperaba alguna noticia por parte de sus guardias. Estaba muy inquieto pues no entendía que habían hecho los silvanos en la ciudad

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y cómo se habían colado sin que nadie los hubiera detectado. Era un error imperdonable para alguien de su talla.

Había ordenado a los religiosos de la ciudad que realizasen un inventario de sus reliquias, de sus amuletos, mientras algunos hombres y mujeres revisaban cada esquina, cada calle en busca de aquello por lo que habían sido visitados. Los guardias le habían informado que habían sido tres hombres los que entraron en la ciudad, aunque según algunas descripciones, uno no llevaba el atuendo silvano, lo cual no dejó a nadie indiferente.

Seleba entró en el templo llena de intriga, extrañada porque el pueblo no hubiera salido a saludarla como estaba acostumbrada. Uno de los guardias de la entrada le abrió la puerta y tras encontrarse el interior vacío de feligreses, Seleba alzó la voz reclamando la presencia de su consejero.

—¡Ateleo! —gritó provocando una reacción inmediata por parte de los guardias que fueron a buscarlo. Él bajó las escaleras de la segunda planta de inmediato mientras ella caminaba por la grandísima sala vacía.

—¿Ya has llegado? Me alegro de verte tan temprano. Te esperábamos para más tarde —dijo Ateleo según se acercaba a ella y le daba un frágil beso en la mejilla.

—Ateleo, ¿Qué está sucediendo aquí? ¿Qué hace la ciudad llena de guardias corriendo por todas las calles y la gente apartada a un lado? Y el templo ¿Dónde están los religiosos?

—Tranquila Seleba, no te preocupes. Está todo bajo control —respondió él en un tono bajo, casi en un leve susurro para mantener la conversación de la manera más discreta que pudiera.

—¿Qué está pasando? —insistió ella. —Anoche... Entraron tres silvanos en la ciudad —informó

intentando serenarla. —¿Cómo que entraron tres silvanos? —preguntó

desconcertada—. ¿Nos robaron? —Aún no lo sabemos, Seleba. Estamos mirando casa por casa,

haciendo inventario de todos los amuletos y revisando exhaustivamente calle por calle. No sabemos que querían, pero salieron de la ciudad a altas horas de la noche, corriendo tras derribar

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a dos guardias que custodiaban el portón. Aún no sabemos si era un acto aislado llevado a cabo por tres maleantes o un intento de robo por parte de nuestros vecinos, pero estamos estudiando el caso. —Pero Seleba no supo que contestar. Simplemente se quedó sin habla—. Y tú princesa ¿Hablaste con ese cenutrio de Manusto?

—Sí... hablé con él —respondió ella dando claros indicios de su fracaso mediante muecas.

—Y ¿Qué ha dicho? —No quieren colaborar con nosotros. Al parecer, el desastre no

llegó a Carmen como creíamos. La ola si impactó contra el pueblo, pero lo detectaron a tiempo y desalojaron a la gente... Es decir, los silvanos están aclamando a Manusto por su buena gestión. Se sienten fuertes y no quieren saber nada de nosotros y nosotros estuvimos con los ojos cerrados ¡Maldita sea! —bufó indignada.

—Tranquila Seleba, no pasa nada. —¿Cómo que no? Tú estabas ahí, viste como atacó, como casi

nos mata... y los silvanos lo detectaron. Ellos lo sabían mientras nosotros caíamos como chinches. ¿Por qué no supimos verlo?

—Nos sorprendió cuando estábamos ocupados por el desastre de la Indestructible, Seleba —respondió Ateleo compungido.

—Con más motivos para verlo ¿No crees? Lo de la Indestructible sólo fue un aviso de lo que venía después... Pero mis ansias de... ¡Venganza! Contra el capitán me cegaron.

—No digas sandeces, Seleba. Actuaste como cualquier otro Hermano Mayor —contestó él pero ella no añadió más. Simplemente fijó su mirada en el infinito intentando ahuyentar a los pensamientos que la acechaban durante estos días—. Por cierto ¿Hablaste con Jenero?

—No. No estaba cuando llegué —respondió con desgana—. Pero hablé con su consejero... El capitán Merlo. Irónico ¿Verdad?

—Bueno, ya te dije en su momento que no subestimases a Merlo... Y ¿En qué quedasteis?

—Exigió mi dimisión como Hermano Mayor —respondió sorprendiendo a su consejero—. Como lo oyes. Afirman que cederán sus excedentes a cambio de otros artículos de primera y segunda necesidad, pero siempre y cuando yo dimita.

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—Eso es un levantamiento en toda regla Seleba. Sabes que es lo que se hace en estos casos —comentó sin querer añadir más palabras que las justas.

—Lo sé, Ateleo... De momento he enviado a Fastian a Marina para que intente mediar en el asunto. Hay demasiados roces personales para poder entablar una negociación con él, así que... En fin, Fastian es su amigo. Él sabrá que decirle para que desista en sus pretensiones.

—Seleba, no se negocia con chantajistas. Marina debe comprender que es su obligación responder ahora en momentos de necesidad y no utilizar la coyuntura para su beneficio propio. Tienes que mandar a una tropa para que restablezca el orden en Marina.

—Calla, que aún no te he contado lo mejor —interrumpió—. Jenero no estaba allí porque salió hacia Julio para negociar con Manusto —informó dejando inmerso en la perplejidad a su consejero.

—¿Negociar? —Lo que oyes. En mi camino a Julio no me topé con él, pero

según afirmó Merlo, Jenero partió hacia la capital silvana para crear rutas comerciales entre ambas ciudades.

—Seleba no puedes consentirlo... es un conato de sublevación. Mandaremos a las tropas de inmediato —sentenció Ateleo dirigiéndose a la salida.

—¡No, Ateleo! —alzó la voz—. Prefiero dar un voto de confianza a Fastian y ver lo que él consigue.

—Seleba, ¿No entiendes que tal vez de ese pacto con Silvanio esté relacionado con lo ocurrido anoche? O tal vez alguna de las cláusulas de dicho acuerdo establezca algún tipo de apoyo militar por parte de Silvanio contra nosotros... Hay que atajarlo de inmediato.

—Insisto Ateleo... Prefiero dar un voto de confianza a Fastian. Él y Merlo son grandes amigos. Estoy convencida que a él le escuchará.

Pero Ateleo no estaba tan convencido de ello y aun así no le quedaba más remedio que acatar la decisión de Seleba, que una vez más apostaba por esa línea pacificadora por la que muchos la conocían. Una política que había sido muy cuestionada. Sin embargo, su consejero siempre apoyó esta línea aunque ahora

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empezaba a dudar de ella. Las últimas decisiones de la muchacha parecían carecer de base, de fundamento, y aquellos problemas no eran sino que el resultado de su subjetividad por los sentimientos hacia el capitán. Desde su decisión de enviarle a Marina como delegar en un capitán la responsabilidad de detener una insurrección, sublevación que posiblemente también estuviera propiciada por la subjetividad del propio Merlo. Parecía que Axelle estuviera destinaba a convertirse en el campo de batalla de los sentimientos de un amor que jamás pudo materializarse.

Seleba se retiró a sus aposentos mientras dejaba a Ateleo solo, pensando en todo ello. A lo mejor, debería retirarla hasta que todo volviera a la normalidad, obligarla a que le cediera sus poderes hasta que se restableciera la calma. Pero esa decisión sólo traería más problemas.

Fue en aquel instante cuando interrumpió en el templo uno de los sargentos del grupo de protección de ciudadanos. Iba acompañado por Leisa, quien parecía ausente o indiferente mientras se tocaba uno de sus mechones de pelo y jugueteaba con él. Él hombre, fornido y muy rudo, se acercó a Ateleo y se colocó enfrente de él mientras se ponía firme dando el pertinente saludo agachando levemente la cabeza. El consejero se volvió hacia él con curiosidad, reparando en la muchacha que le acompañaba.

—Señor —dijo el sargento—. Traigo conmigo a la señorita Leisa. Fue ella quien avisó a los guardias por la noche.

—Hola, Leisa. Llevaba tiempo sin verte —dijo el consejero con incertidumbre—. Sargento, puede retirarse. Y hágame el favor de informarme de cualquier detalle que descubráis con la mayor brevedad posible.

El sargento asintió y tras responder con un nuevo saludo, dio media vuelta y salió del templo dejando al consejero a solas con la mujer. Leisa conocía a la perfección a Ateleo. Su trágico pasado la hizo pasar mucho tiempo en los calabozos de palacio, cuando entonces era el padre de Seleba quien gobernaba sobre Axelle, con su entonces joven consejero. Él siempre desconfió de ella y no apoyó la decisión del Hermano Mayor de indultarla de la pena propuesta por el pueblo, lo que provocó una serie de diferencias entre consejero y

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mandatario que nunca llegaron a buen puerto. Aun así, no tuvo otro remedio que aceptar la decisión, como ahora tenía que aceptar la decisión de Seleba, aunque nunca simpatizó con ella.

—Así que, fuiste tú la primera que vio a los silvanos... que casualidad —comentó por lo bajo en un tono que solía molestar mucho a Leisa.

—Sí, fui yo. ¿Intentas decirme algo con eso? —No nada, por Épsilon, no te enojes… —respondió con una

sonrisa mientras buscaba con la mirada algún guardia—. Por favor, ve arriba y llama al Hermano Mayor.

El guardia asintió y Leisa y Ateleo permanecieron en silencio, mirándose fijamente. Él con una media sonrisa picaresca dibujada en el rostro y ella con un cierto aire de despreocupación, muy serena, mientras esperaban a que Seleba bajase.

Pero Seleba tardó un poco en bajar, furiosa porque no lograba descansar. Apareció en la primera planta con su típico camisón azul, insinuando sus voluptuosos pechos, algo que rompía con el decoro del templo, pues a la primera planta nunca debía acudir tan ligera de ropa.

—¿Qué haces vestida así? —preguntó Ateleo sobresaltado mientras Leisa trataba de disimular la sonrisa.

—Ateleo, déjame en paz. No hay nadie en el templo, así que, no me marees con tus normas protocolarias —respondió ella—. ¿Qué demonios pasa ahora?

—Aquí tenemos a la mujer que dio la voz de alarma sobre la intrusión de los silvanos —respondió haciendo un ademán que invitaba mirar hacia Leisa. Seleba se volvió hacia la mujer y no pudo evitar su sorpresa al encontrarse con ella.

—Hola, Leisa…. ¡Vaya sorpresa! —exclamó con picardía—. ¿Fuiste tú quien los vio?

—Sí… Los vi según regresaba a casa de dar una vuelta… No podía dormir y me dispuse andar un poco… A veces así logro caer rendida en la cama, aunque sea de agotamiento.

—Y dinos ¿Cómo fue? ¿Dónde los vistes? —preguntó Seleba tratando de ocultar su sorpresa.

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—Saliendo del albergue —respondió ella—. Los identifiqué y permanecí en la sombra pendiente de sus movimientos.

—¿Viste si se llevaban algo? ¿Cualquier cosa que aclarase el motivo de su incursión? —preguntó Ateleo.

—Sí. Creo saber a qué vinieron, aunque no entiendo por qué querían llevarse a un desmemoriado —respondió ella con desdén.

—¿Cómo que un desmemoriado? —preguntó Seleba. —Vinieron a por Adan —sentenció—. Por eso los seguí. Cuando

le identifiqué… en fin, me quedé sorprendida y salí de inmediato a avisar a los guardias callejeando por otras calles para evitar ser vista.

—¿Adan? —preguntó de nuevo Seleba sin recordar quien era. —Sí, Seleba, Adan… El hombre del mar. Ése mismo que me

encomendaste —respondió Leisa. Seleba no salía de su asombro sin entender nada. ¿Qué los

silvanos habían entrado a media noche para llevarse al hombre del mar? Pero ¿Por qué? Qué querían ellos de él, ¿Qué les había hecho actuar de ese modo? Entonces recordó las palabras de Leisa en la anterior ocasión en la que se reunieron, cuando la tutora de los desmemoriados le habló de la información recogida en la biblioteca, de ese último hijo de la luz, de una profecía que ella no creyó porque no era el momento de encomendarse en antiguas supersticiones. En aquel momento, Leisa le aseguró que podía ser posible, y tal vez, aquel hombre era ese misterioso profeta. Si esto era así, una vez más Seleba perdía algo, un elemento clave en esta encrucijada que se cernía sobre ella.

En ese breve cruce de miradas entre las dos mujeres, Seleba no pudo evitar pensar que, a lo mejor, los silvanos habían oído hablar de Adan, y al igual que Leisa, pensaban que se trataba de alguien especial, de alguien venido de los cielos para protegerlos. Sólo por eso podían haberse arriesgado a venir a por él, a secuestrarle. Obsesionada porque todo cuanto hacía estaba mal, porque su destino era arruinar a Axelle y bañarlo en el fango, comenzó a angustiarse, a sentir una presión muy fuerte en el pecho. Estaba a punto de sufrir una crisis de ansiedad y dando por sentado que aquel hombre era un ser divino, alguien a quien había perdido, Seleba sólo pudo echarse a llorar.

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Leisa no salía de su asombro ante la reacción del Hermano Mayor mientras Ateleo le miraba con una gran confusión, sin entender por qué se mostraba tan dolida o asustada por el secuestro de un simple desmemoriado. Pero para Seleba, Adan no se trataba de un enfermo, sino de otro fracaso en su lista: Primero Marina, luego Silvanio y ahora la desaparición de lo único que podía devolver parte de la esperanza al pueblo, ya bien como el desmemoriado que se curaba de la enfermedad o como el hombre de una antigua profecía destinado a traer la salvación a Axelle.

—Y ¿De verdad sigues pensando que él era… era quien decías que era? —preguntó intentando tranquilizarse.

—¿Qué si era quién? —preguntó Leisa fingiendo no saber a qué se refería.

—Que si sigues pensando que él era el hombre de aquel libro —aclaró ante el asombro de su consejero que cogía cada frase letra por letra para intentar entender algo.

—¿Qué si era el último hijo de la luz o que se trataba de un hombre proveniente de los reinos del pasado?

—Cualquiera de las dos opciones —respondió ella. —No es algo que hubiera descartado a decir verdad —respondió

Leisa con indiferencia—. Pero eso ¿Qué más da ahora? No dejaba de ser un desmemoriado según tú.

—¿Y crees que los silvanos han descubierto que él estaba aquí? ¿Crees que han venido a por él para arrebatárnoslo?

—Pero ¿De qué demonios estáis hablando? No me estoy enterando de nada —intervino Ateleo, aunque ninguna de las dos mujeres parecía con intenciones de explicarle de qué hablaban.

—¡Por favor, Seleba! Eso es absurdo… ¿Acaso no es más lógico pensar que Adan en realidad es silvano? Su pueblo descubrió que estaba aquí y regresaron a por él.

—¿Tú crees? —preguntó Seleba inquieta. —Eso es más probable a cualquier otra teoría descabellada ¿O no

era eso lo que intentabas decirme la otra vez? —¿Y las similitudes que viste entre él y los hijos del D ios de la

Luz? —volvió a preguntar.

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—Lo mismo es un estudioso de Épsilon allá en Silvanio y todo lo que dijo resultó ser fruto de las lecturas que realizó tiempo atrás, antes de enfermar —sentenció Leisa.

—Pero entonces si se está curando de la desmemoria. —De eso no cabe la menor duda… Era cuestión de días que

terminase de recordar todo. Sigo teniendo mis discrepancias acerca de la enfermedad que contrajo. Aun así, fuera lo que fuese, se estaba curando.

—Ahora sólo quedaría saber por qué los silvanos le querían… por qué le han secuestrado —concluyó Seleba intentando ordenar sus ideas.

Pero Ateleo no lograba entender nada porque en ningún momento le habían dicho de quién hablaban. Seleba no dijo nada más y se quedó ausente, inmersa en sus pensamientos, intentando encontrar alguna lógica en el comportamiento de sus enemigos y el motivo por el que se lo habían llevado. Y aunque no sabía por qué, sí estaba convencida que sería un nuevo fallo en su mandato, algo que si bien no podía ponerse en el primer puesto de su lista de prioridades, si era algo a tener en cuenta. Los silvanos eran inteligentes, no hacían nada sin una explicación. Habían logrado salvar a su gente del ataque de la bestia, seguían unidos ante la adversidad y en consecuencia, ahora eran más fuertes que ellos y eso la inquietaba bastante.

Sin despedirse de ninguno de ellos, Seleba se dio media vuelta y regresó a sus aposentos mientras Leisa permanecía de pie de mala gana, esperando a que la dejasen marchar. Ateleo sabía que no tenía ningún motivo para retenerla en el templo, más cuando ni siquiera sabía de qué habían hablado las dos mujeres. De todos modos, no se fiaba de Leisa y tal vez era una simple casualidad, pero que los silvanos aparecieran y ella estuviera en medio… en fin, no sería la primera vez que se la acusaría de traición. Pero prefirió no decir nada y esperar a ver como sucedían los siguientes acontecimientos.

Le dio las gracias a Leisa por su colaboración, por informar a los guardias de la entrada de los silvanos en la ciudad, y la dejó marcharse a casa. Ella simplemente reclinó la cabeza levemente y salió del templo con la cabeza muy alta, pavoneándose con sus

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andares, algo que detestaba Ateleo. Y una vez que se marchó, el consejero subió a la segunda planta

—El Hermano ha dicho que no se le moleste —le dio el alto un guardia momentos antes de entrar en la sala cerrándole el paso con la lanza.

—Quita esa lanza de mi camino sino quieres que te la meta por el culo —respondió Ateleo enojado y con el ceño fruncido.

Y aunque el guardia tenía órdenes muy explicitas de Seleba, se apartó y dejó que entrase. No sería el primer guardia con un final trágico por desobedecer al consejero de la familia.

—¡Se puede saber de qué demonios hablabais! Se supone que soy tu consejero. ¿Cómo quieres que te aconseje si no sé de qué van las cosas? —interrumpió en la sala. Detrás de él estaba el guardia dispuesto a disculparse por permitir la intrusión de Ateleo, pero Seleba ya conocía los derechos adquiridos de su hombre de confianza y cómo trataba a la guardia.

—Tranquilo, Zeuq. Está bien. Deja que pase —le pidió a su guardia mientras éste, con un ademán con la cabeza, aceptaba la petición del Hermano Mayor y regresaba a la entrada—. No hace falta que me grites, Ateleo. Sabes que lo odio.

—Sí, lo que quieras, pero dime de qué estabais hablando —solicitó poniéndose enfrente de ella, que permanecía mirando por la ventana el triste ambiente que reinaba en las calles.

Seleba volvió la mirada permaneciendo en un breve silencio donde el consejero esperó sin mucha paciencia. Y finalmente, y sin volver la mirada de la ventana, empezó a contarle la conversación que mantuvo con Leisa en la anterior ocasión, cuando ella, obstinada por conseguir una excusa para brindar al pueblo y llenarlo de esperanza, no escuchó lo que la tutora había averiguado de aquel hombre. En cómo descartó todo lo que le decía aunque ella no fuera una experta en el tema. Le narró la teoría de Leisa donde aquel hombre encontrado en el mar podía ser alguien especial, algo que su escepticismo no supo apreciar.

—Me he alejado del caminó de Épsilon —comentó con pesar—. La política me ha apartado del sendero por el que mi padre y mi abuelo transcurrieron y eso me ha impedido ver más allá, y ahora, a

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lo mejor, he vuelto a errar... Tal vez Merlo tenga razón y lo mejor para Axelle sea mi renuncia.

—Deja de decir sandeces… En primer lugar, no sabemos si aquel hombre era quien Leisa pensaba que pudiera ser. Además, ya la has escuchado antes. Lo mismo se trataba de un miserable silvano y cuando se han enterado que estaba aquí, han venido a por él.

—Aun así ¿Cómo se han enterado que estaba en la ciudad? Sea quien sea ¿Cómo los silvanos le han descubierto? —preguntó desconcertada.

—Traición, Seleba, Traición. Que alguien les haya advertido… y no creo que sea alguien que anduviera muy lejos del círculo de ese hombre.

—¿Leisa? —No se me ocurre otra persona. Ya tiene antecedentes similares,

Seleba y si es cierto que aquel hombre es quien ella dice… en fin, no sería de extrañar que les hubiera informado para que se lo llevasen.

Las palabras de Ateleo sonaban en su mente como fuertes tambores que replicaban sin cesar, como si presagiasen más desastres que llegarían en breve. Pero Seleba no quería pensar en una traición por parte de Leisa, tenía que ser otra cosa aunque aún no supieran cuál, aunque para su consejero estuviera más que claro.

Volvieron a guardar unos instantes de silencio mientras ambos meditaban en todo, silencio que fue interrumpido por el guardia que custodiaba la entraba.

—Hermano Mayor, el capitán Fastian está en la entrada del templo. Insiste que entrar —informó el guardia y Seleba dejó que pasase.

Y tras apartarse de la puerta, Fastian apareció con paso firme y el semblante serio, con su capa ondeando con fuerza mientras se quitaba el casco de la cabeza en señal de respeto y dejando ver su corto pelo pelirrojo. No dijo nada. Simplemente su mirada se fijó en la de Seleba quien esperaba oír de las palabras del mejor amigo del capitán Merlo, quien ansiaba oír que había conseguido la tarea que le encomendó. Pero Fastian no tenía esas nuevas.

—¿Y bien? —preguntó Seleba con un último ápice de esperanza—. ¿Lo lograste?

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Pero Fastian no contestó, simplemente negó con la cabeza.

XXXI Habían pasado dos días en alta mar debido a unas pequeñas

complicaciones marítimas que les obligaron a detener la marcha para mediar en una pequeña tormenta, pero eso no les impidió llegar a Teresa a la hora prevista.

Era un viaje que el capitán Preston había hecho en multitud de ocasiones, nada del otro mundo. Y ayudado por sus marineros y con la Zulema navegando sobre los mares como un pequeño caballo que caminaba dando elegantes saltos, avistó tierra pudiendo recuperar la tranquilidad de no haber sido seguidos por ningún otro barco de las tierras de Axelle.

En uno de los camarotes de aquel majestuoso barco, Adan había permanecido recluido de un modo voluntario, sin querer salir ni para comer, sin querer relacionarse con nadie, a pesar que todos los marineros se habían mostrado especialmente amables con él. Hasta Matsu y Valo intentaron disculparse con él por los modos en los que le asaltaron en mitad de la noche. Pero Adan no quería saber nada de nadie y se quedó encerrado en el pequeño camarote, tumbado en la incómoda cama de un triste colchón delgado, mientras pensaba en Leisa, en por qué había permitido que aquellos hombres se lo llevasen de Elena y si esto tenía algo que ver con los tres días en los que su tutora desapareció sin previo aviso. Suponía que sí.

Preston intentó obligarle a salir, aunque fuera sólo para que comiera un poco, pero había atrancado la puerta impidiendo que nadie pudiera abrirla desde fuera y algunos marineros se mostraron un tanto preocupados por ver la reacción que estaba teniendo:

—Dejadle, no se va a morir porque no coma un día —comentó Preston sin darle mayor importancia. Y sin más insistir dejaron que permaneciera allí recluido. Al menos no les daría problema.

Durante esos días, Adan no dejó de sentirse como un preso, un hombre recluido en una celda al cual le transportaban a un lugar desconocido donde no sabía que le deparaba. No obedecía a las peticiones de los marineros de salir, básicamente porque desconfiaba

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de sus intenciones, y su primera prioridad era huir de allí aunque no supiera como. No durmió y esperó paciente hasta que no escuchó ningún tipo de ruido afuera. Y con mucho sigilo, desatrancó la puerta y salió de cuclillas por el estrecho pasillo donde la madera chirriaba con cada paso que daba. Caminó despacio dirigiéndose lentamente hacia la cubierta donde suponía que habría alguien.

Pero al dar el tercer paso, comprendió lo absurdo de su idea. Sería imposible escapar. No, mientras estuvieran en el mar, por lo que tendría que esperar a llegar a tierra. Sólo entonces podría huir en el primer renuncio de sus secuestradores. Se dio media vuelta y con el mismo sigilo, volvió dirigirse a su camarote para recluirse hasta la llegada a tierra.

Al día siguiente Preston volvió a intentar convencerle para que saliera, pero Adan podía ser muy testarudo y el capitán era un hombre de poca paciencia. Así que, encomendó a uno de sus hombres que siguiera intentándolo y él se marchó para continuar con sus quehaceres diarios. Pero su hombre no tendría más éxito que él.

Así llegaron a Teresa, con Adan aún encerrado sin querer relacionarse con nadie y sin comer, aunque por suerte para él, en el camarote había algunas cantimploras con agua.

El capitán hizo llamar a Valo en cuanto avistaron tierra. Fue explícito en las órdenes. Adan no podía quedarse recluido para siempre en la Zulema. Tenía que sacarlo de la habitación de inmediato, antes que atrancasen en el puerto, y Valo así procedió. Bajó a los camarotes, llamó a su amigo Matsu, y se plantaron enfrente de la puerta.

—Adan —le llamó Valo—, llegamos a tierra. El capitán Preston insiste en que debes salir. —Miró a su amigo y los dos esperaron algún tipo de contestación. Pero Adan, aún tirado sobre la cama, no dijo nada.

—¿Seguro que está ahí? —preguntó Matsu. —Sí. No ha salido para nada del camarote desde que llegó al

barco. —Los dos se miraron con una expresión de perplejidad y Valo continuó intentando convencerle.

—Es sólo una puerta —dijo Matsu—. Déjame a mí.

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Y sin vacilar, Matsu cogió impulso y se lanzó encima logrando derribarla provocando un estruendo que sobresaltó a Adan al ver como cedía la puerta y se precipitaba sobre el suelo con el hombre que le había raptado. Valo miraba la escena desde el pasillo con una expresión divertida, pensando en las sutilezas de su amigo, y después entró en el camarote dando varias zancadas para evitar pisar a Matsu. Se acercó a la cama donde Adan los miraba con perplejidad y le informó con amabilidad.

—Adan, será mejor que salgamos a cubierta. Estamos a punto de llegar.

Adan no veía malas intenciones en su expresión. Aquel muchacho parecía bastante amable.

—Saldré cuando estemos en tierra —contestó él mientras Matsu se levantaba y se sacudía el polvo de sus atuendos.

—Mira, flor, o sales o te arrastro por la cubierta por los pelos —contestó Matsu. Valo se sobresaltó ante la amenaza de su amigo y se puso enfrente de él para impedirle llevar a cabo su amenaza—. Que pasa Valo, si parece que es el único lenguaje que entiende. O sale o le arranco la cabeza.

—¿Me has llamado flor? —preguntó Adan extrañado. —Se lo llama a todo el mundo. No se lo tengas en cuenta —dijo

Valo—. Por favor, acompáñanos fuera. No te vamos hacer nada. Y extendiéndole la mano para ayudarle a reincorporarse, el

hombre de piel mortecina le insistió para que saliera del camarote, lo cual aceptó por miedo a otra reacción por parte del otro hombre. Se levantó y Valo le agarró del brazo a lo que rápidamente reaccionó.

—No me toques —dijo malhumorado y Valo se retiró unos pasos manteniendo la distancia.

—¡Será cretino! —exclamó Matsu intentando mantener la calma. —Vale, no pasa nada —interrumpió Valo—. Y ahora, si no te

importa, sígueme. Los tres salieron del camarote. Primero Valo marcando el camino,

después Adan y detrás de él Matsu, igual que la noche que salieron de Elena. Abandonaron el interior del barco y salieron a la cubierta donde estaban la mayoría de los marineros y el capitán.

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Adan se asustó en cuanto observó el paisaje que le rodeaba. El mar tenía un color oscuro y el cielo estaba completamente encapotado por nubes negras y muy espesas que impedían que cualquier rayo de sol iluminase en un día que parecía de noche. En el horizonte se divisaban unas inmensas montañas rocosas grisáceas con cimas imposibles de alcanzar y a sus faldas, como la madre que abraza a un hijo, se encontraba la ciudad de Teresa abrazada por la cordillera.

El terreno accidentado donde habían establecido la ciudad había obligado a los silvanos a construir casas muy estrechas y muy altas, todas con tejados que simulaban las cimas de las montañas y de un color similar que parecía camuflarse entre las rocas. Sólo la gran cantidad de farolillos y antorchas que desfilaban a lo largo de las calles daban una muestra de dónde se situaba la ciudad, ciudad a la que tan sólo se la podía acceder por mar, por lo que los planes de huir de Adan se desplomaron de inmediato.

A esa imagen le acompañaba el sonido de cientos de tambores que replicaban al unísono, como si estuvieran en medio de algún acto religioso en los momentos que preceden a las ofrendas de carne. Sonaban creando una sensación de congoja, como si poco a poco se dirigieran a un lugar oscuro donde todas las cosas malas del mundo parecen encontrar un origen.

Adan miraba su alrededor con el corazón acelerado y los nervios a flor de piel. Absorto con la mirada al frente, en su mente empezaron a emerger ciertos de comentarios que si bien no hicieron otra cosa que asustarle más. Escuchó a Setasbian diciéndole «Los silvanos interpretaron la palabra de Épsilon de un modo diferente» o el encargado de albergue susurrándole «Leisa y sus hermanos pasaron información a los silvanos», incluso la voz de Leisa emergió en su mente repitiendo una y otra vez «El último hijo de la luz». Todo esto acompañado del sonido de los tambores mientras la Zulema empezaba acercarse cada vez más.

Sus pensamientos y su congoja fueron interrumpidos por el capitán Preston, que se acercó contento de ver que al final había salido del camarote.

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—¡Hombre! Por fin te animas a salir —comentó Preston—. Ya pensaba que tendría que sacarte a la fuerza.

—¿Por qué suenan tambores? —preguntó Adan ignorando el comentario del capitán.

—Están preparándose para la oración —respondió Preston— Sé que en Axelle sólo van al templo y rezan, pero en Silvanio, antes de la oración, sonido de tambores —añadió con un cierto ademán que trataba de imitar a un tamborilero.

—Parece que va a llover —observó Adan volviendo la mirada al cielo.

—¿Lo dices por las nubes? —y él asintió—. Que va… En Teresa el temporal es siempre el mismo. El cielo está cubierto por estas densas nubes desde que el mundo es mundo. Hay quienes dicen que ni siquiera son nubes… Si te fijas, no se mueven. Están siempre quietas, tapando Teresa… Aunque a decir verdad, suele tapar a casi todo Silvanio. Sólo las playas que se bañan por el mar Intermedio escapan de estas nubes.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Adan intrigado y Preston asintió—. Y ¿No sabéis por qué el cielo está cubierto por esta… masa?

—Es una antigua maldición —contestó—. Cuando los dioses del mal decidieron acabar con todos los pueblos buenos y descubrieron que aquí, en estas tierras, nos habíamos resguardado el pueblo de Épsilon, intentaron terminar su cometido arrojando terribles pestes y bestias. Pero Épsilon nos protegió y no pudieron llevarlo a cabo, pero lograron arrojar esa nube de maldad que cubrió estas tierras confiando en que así, nuestro pueblo pereciera.

—¿Una maldición? —preguntó incrédulo y Preston asintió. Adan volvió a fijar su mirada en el cielo. Era cierto, las nubes

estaban inmóviles y eran muy negras, con un aspecto muy extraño. Pero no pensaba que se tratase de una maldición. Demasiado fácil, aunque en aquellas tierras todo se explicaba así de fácil. Bestias, maldiciones, dioses malignos… nunca había lugar para algo más racional.

El sonido de los tambores cesó y uno de los marineros avisó a Preston para que acudiera al otro extremo del barco. Estaban listos

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para atracar en el muelle donde un grupo de hombres y mujeres controlaban todo cuanto sucedía.

—Si me disculpas, debo ir. Valo estará contigo en todo momento —le informó Preston—. En cuanto bajemos a tierra, él te llevará al recinto de Épsilon. Allí te espera Madre.

—¿Madre? —preguntó extrañado. —Digamos por así decirlo… nuestro equivalente a los Hermanos

de Axelle —especificó antes de darse la vuelta. Pero Adan le detuvo una vez más.

—Una cosa —alzó la voz para evitar que se fuera. Preston se volvió y esperó—. El otro día me dijiste que conocías a Leisa de hace mucho tiempo… Pero ¿De qué la conoces?

Y Preston sonrió y según se alejaba, contestó: —Fue el amor de mi vida. Adan se quedó perplejo ante aquella revelación, aunque tampoco

entraba en detalles esa respuesta. Pero no pudo detenerse a pensarlo mucho, pues rápidamente fue asaltado por Valo, quien había permanecido a unos cuantos pasos detrás de él.

—Espero no tener que llevarte a la fuerza. Matsu me acompañará si es preciso —dijo Valo con una sonrisa.

—Tranquilo ¿Adónde voy a ir? Aunque sigo sin entender nada de todo esto —contestó Adan dándose por vencido, convencido que aquella decisión sería la única que no le traería problemas posteriores.

—Me alegra oír eso. No sabes lo que me facilita todo —respondió Valo.

Finalmente la Zulema atracó en el muelle y todos los marineros comenzaron a abandonar el navío en un respetuoso silencio. Era la hora de la oración y toda la ciudad estaba sumergida en sus plegarias a Épsilon, plegarias para que les protegiera de las bestias, para que no enfermase el pueblo y para que la nube oscura desapareciera para siempre, aunque esto último nunca sucedía.

Algunos de los hombres y mujeres que permanecían en el muelle salieron a ayudar a los marineros a desarmar el navío y mientras Preston empezaba a rellenar una serie de informes y cuestionarios propios del orden riguroso que reinaba en Silvanio, Valo instó a

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Adan a que le siguiera hasta el recinto de Épsilon. Con ellos, como era de esperar, fue Matsu, quien ya no se fiaba de Adan ni de ese repentino cambio en actitud predispuesto a colaborar y no dejaba de decirle a su amigo, en intentos de susurros que parecían gritos, que se anduviera con mucho cuidado con aquel hombre. Estaba convencido que a la primera de cambio saldría corriendo. Pero Adan no tenía ningún interés en salir a ningún lado y menos andando por una ciudad que desconocía, un lugar que con una única salida, la convertía en una especie de prisión de difícil escapatoria.

La ciudad estaba muy oscura, a pesar de estar repleta de candelabros y antorchas, y la gente que caminaba lo hacía cubierta por una capa morada que les llegaba desde el cuello hasta los tobillos. Algunos, hasta se cubrían las caras con una capucha. Todos con las manos entrelazadas, caminando con pasos lentos y las cabezas agachadas. Adan se sentía bastante incómodo ante un pueblo que parecía estar dominados por un fanatismo religioso.

—¿Por qué todo el mundo va con el mismo atuendo? —preguntó Adan a Valo.

—Es el atuendo de la oración —contestó—. A última hora del día, el pueblo se pone el atuendo silvano y reza con la caída del sol.

—Y ¿Cómo saben que ya están ante la caída del sol? Aquí no se tiene que diferenciar entre el día y la noche —replicó.

—Intuición —respondió él—. Son los sacerdotes quienes marcan los tiempos y los demás confiamos en ellos. Aunque en realidad, da igual que sea de noche o de día. Lo importante es que Épsilon sepa que seguimos creyendo en él.

—Pues da un poco de miedo ver a todo el mundo con esas ropas. —Y en aquel momento, el sonido de los tambores volvió a replicar asustando a Adan y provocando las risas de Valo.

—Si he de confesarte la verdad, a mí de pequeño también me daba miedo. Un pánico espantoso. Mi madre pensaba que le había salido hereje.

El sonido de los tambores que había regresado para armonizar las calles los acompañó durante todo su trayecto sin que cesase ni una sola vez. Un sonido pausado pero contundente.

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Adan no podía evitar mirar a todo su alrededor un tanto desorientado, asustado y fascinado al mismo tiempo. Los edificios estaban hechos de las propias rocas de las montañas y eran muy altos. Las calles también estaban hechas de roca maciza, pero muy bien pulida y cada dos o tres metros habían tallado sobre el suelo aquel extraño símbolo con forma de «E» que tantas veces había visto en Elena. Entonces recordó cuando Leisa se rió al ver como escribía y cómo aseguró que aquella caligrafía no existía. Sin embargo, la «E», ese símbolo religioso que ellos empleaban, sí era un carácter tipográfico que él conocía.

—Valo —llamó a su acompañante con la incertidumbre por su mente.

—Dime —dijo él sin levantar la cabeza del suelo. —Ese símbolo que tenéis tallado en el suelo… ¿Es el símbolo de

Épsilon verdad? —Así es. Supongo que lo habrás visto en Elena por todos lados,

aunque el nuestro está mucho más logrado —respondió él con una simpática mueca.

—Sí, en Elena estaba por todas las fachadas de los edificios, pero… Ese símbolo ¿Sólo obedece a un significado religioso?

—No te entiendo. —Digo que si ese símbolo significa algo más ¿Una inicial por

ejemplo? —¿Una inicial? —preguntó extrañado—. ¿Una letra quieres

decir? —Exacto. —No. Es una imagen que representa a Épsilon ¿Por qué lo

preguntas? —No. Por nada —contestó él. —Bueno… tú mismo. Ya nos avisaron que era posible que dijeras

cosas extrañas —comentó Valo con cierto tono divertido. Adan no respondió al último comentario y aunque sentía

curiosidad por saber quien les había avisado de eso, sin saber por qué ya podía imaginárselo. Los tres continuaron su camino en un respetuoso silencio ascendiendo sobre una empinada calle que llevaba a un altísimo edificio gris con una campana en lo más alto.

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La gente le miraba fijamente según se acercaban. Todos con expresiones serias, enfundados en sus vestimentas y con enormes colgantes que exhibían el símbolo de Épsilon. Todos iguales y los tambores sin cesar ni un segundo. Era como si aquella ciudad se moviera a acorde con cada golpe de percusión.

Había muchas cosas que la diferenciaban de Elena. Primero ese aspecto lóbrego y ese ambiente húmedo, con la débil luz de las antorchas tambaleándose mientras dibujaba un extraño contraste de luces y sombras, y segundo, la gente de la ciudad. Allí parecía imperar una disciplina rigurosa, una severidad que no vio en la capital del otro reino. Elena era la cúspide de la alta sociedad de Axelle, mientras Teresa parecía una ciudad más pobre, de un culto que debía rozar lo radical y donde la gente, con semblantes serios, cumplía las costumbres de un modo meticuloso.

Pasadas varias calles, todas en cuesta, llegaron a un inmenso edificio. Bueno, en realidad no era un edificio normal. Era la propia montaña rocosa, tallada a mano y trabajada hasta darle la forma de un majestuoso palacio fortificado, con cuarto almenas en cada esquina, dos torreones y el edific io central. En lo alto del tejado había una serie de gárgolas, de bestias hechas con algún material oscuro y sobre la fachada habían dibujado el símbolo de su Dios protector. En la entrada se exhibía las ramas de un árbol sin hojas en medio de una inmensa plazoleta y, sobre la rama más alta, habían colocado la bandera de la ciudad. Era la imagen de una mujer sentada de bruces, con las manos unidas y levantadas al cielo llamando a una paloma que se acercaba para posarse sobre ella. Al fondo de la imagen, se advertía con claridad la silueta de las montañas que rodeaban a la ciudad y debajo de la mujer había una inscripción, algo escrito con esa caligrafía desconocida para Adan.

En la plazoleta vio a un gran número de guardias, como pudo haber visto en Elena protegiendo la entrada del templo. Todos ellos vestidos con aquel tipo de capa, esa indumentaria que usaban para rezar, pero esta de color negro. Sobre su pecho habían bordado el símbolo de la ciudad de un azul claro que contrastaba bastante.

Caminaron con pasos lentos sobre la plaza según se iban acercando a la entrada, un enorme portón de madera maciza que se

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abría con un mecanismo de poleas. Pero Adan no se percató de ello, sino que seguía absorto en la guardia de la ciudad. Advirtió que aquellos hombres llevaban una especie de pantalones bombachos tan anchos que a simple vista parecían grandes faldas como las que llevaban en Elena. Con la mirada intentó localizar el arma con la que trabajaban. En Axelle era más que evidente. Todos lucían grandes lanzas a sus espaldas, pero la guardia de Teresa parecía desarmada. Y entonces, mientras uno de ellos caminaba en círculos, vio como ocultaban con su capa un sable atado a su cintura, lo cual le hizo pensar ¿Y si toda esa gente ocultaba armas similares sobre sus capas?

Valo se acercó a uno de los hombres de la entrada, le dijo algo en un tono bajo que Adan no percibió y después, tras una serie de ademanes con la cabeza a modo de aprobación, la puerta empezó abrirse con un estridente chirrido dejando ver el interior del palacio, o como Valo lo había llamado: El recinto de Épsilon.

Se trataba de una inmensa sala, aunque teniendo en cuenta las magnitudes del templo, era evidente que pequeña no sería. Tenía una forma circular y estaba repleta de velas por todo su alrededor.

En el centro había un altar, con una mesa robusta de algún material similar al mármol, donde había un par de libros cerrados, un atril, un cirio y una majestuosa copa. Y a los lados había una gran cantidad de pilares alineados en tres hileras que discurrían por toda la sala. El techo estaba muy alto, de hecho, entre la poca luz y la altura, no se podía ver bien dónde acababan las paredes.

Al fondo de la sala, se veía a un grupo de personas con túnicas blancas alrededor de una estatua blanquecina y cantaban una canción lírica en tonos agudos que llenaba la sala de un extraño candor y de una sensación de paz que invitaba a relajarse en un remanso de tranquilidad.

—Así que este es vuestro lugar dedicado a la oración —susurró Adan.

—No. La gente acude al templo para rezar. Está al otro lado de la ciudad, a lo mejor no lo has visto... Aquí sólo acuden los religiosos, Madre y los que tenemos permiso para entrar —respondió Valo.

—Y ¿Qué hacemos nosotros aquí?

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—Esperar a Madre. Y sin decir nada más, los dos aguardaron en silencio a que las

personas que cantaban alrededor de la estatua terminaran su canción. Eran como unas diez mujeres de distintas edades y de distintos tonos de piel, aunque como Adan ya había observado, en aquellas tierras el color no era relevante. Todas cantaban una hermosa melodía con las voces perfectamente empastadas, algo que debía ser algún tipo de himno religioso. A la cabeza de todas ellas había una mujer de larga melena cana, con algunas arrugas de expresión en los ojos y en los labios, pero aun así no dejaba de ser bella.

—Aquella mujer, es Madre —le susurró Valo al ver la expresión de intriga de Adan.

La canción cesó y tras retirarse todas las mujeres con la cabeza agachada, la bella señora que ostentaba el cargo de Madre se acercó a ellos con pasos lentos. Era un camino corto que realizó contoneándose suavemente con tal estilo que parecía deslizarse sobre el suelo o incluso que levitaba.

—Hola, Adan. Te estábamos esperando —dijo la mujer en un tono suave y conciliador.

—¿Cómo sabe como me llaman? —preguntó él casi por inercia. Le extrañaba que todo el mundo lo supiera.

—Nos lo dijo Leisa —respondió—. Tenía muchas ganas de conocerle.

—Y ¿Eso por qué? ¿Qué esperáis de mí? —Pero la mujer no respondió. Tan sólo sonrió. Luego se volvió hacia Valo y le hizo una reverencia a la que él respondió con otra.

—Hijo Valo, tengo una misión para ti. —Dígame Madre. —Quiero que vuelvas a Elena y estés al tanto de todo lo que

suceda. Sobre todo lo que le pueda ocurrir a Leisa. No te separes de ella ni un segundo y con cualquier novedad, regresa de inmediato… Es posible que tenga problemas.

—No se preocupe. Saldré hacia Elena de inmediato —respondió él con otra reverencia. Después se dio media vuelta y se marchó de aquel recinto.

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Así, Adan y aquella misteriosa mujer se quedaron solos en medio de aquel lugar. Sin pronunciar palabra, sin cruzarse las miradas… simplemente respirando la fragancia que desprendía varias incienseras situadas al lado de las velas que iluminaban la sala. Él, que ya empezaba a acostumbrase a esa sensación de congoja o incertidumbre, se quedó callado esperando a que fuera la misteriosa mujer quien tomase la palabra. Pero ella no tenía prisa. Parecía que estuviera realizando algún viaje mental dejándose llevar por aquella sensación de tranquilidad que emanaba de todos los rincones. Su expresión era amable, con una grata sonrisa dibujada en su rostro que le marcaba aún más esas arrugas de los ojos. Pero no la afeaban… daba una imagen de ser una mujer tan feliz que era imposible que ni esas arrugas marcadas por el paso de la edad fueran capaces de borrar la belleza que aún habitaba en ella.

—Adan —tomó de nuevo la palabra aún sin abrir los ojos—. Bienvenido a Teresa.

—Supongo que he de dar las gracias —respondió él manteniéndose a la expectativa—. Pero aún no me ha contestado a mi pregunta.

—¿Acaso existe una respuesta? —Debería. ¿Por qué me han traído aquí? ¿Qué esperáis de mí?

Porque si Leisa os ha dicho que yo soy una especie de eminencia o ente máximo de vuestro culto… ese último hijo de la luz, he de advertirle que está muy equivocada —le dijo con un tono severo pero sin apartar la mirada del rostro de la mujer. Le parecía fascinante.

Ella le miró con una expresión de infinita ternura, le puso la mano sobre la mejilla y le acarició suavemente provocando que se le erizase todo el vello del cuerpo.

—Estás equivocado Adan…. No estás aquí porque se te considere nada, y menos si tú no te consideras así —le dijo ella mientras fusionaba sus manos y se las llevaba a su regazo.

—Entonces ¿Por qué me habéis sacado de Elena? Y ¿Qué tiene que ver Leisa con todo esto? Ella… es un tipo de espía vuestro que tenéis ¿Es eso? —pero las hipótesis de Adan tan sólo provocaron una pequeña carcajada muy discreta en la mujer.

—Vuelves a equivocarte —respondió ella.

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—Y ¿Me lo vas a decir o tengo que ir adivinándolo sobre la marcha? —contestó empezando a sentirse un tanto desquiciado con todo este asunto. Pero sólo logró otra disimulada carcajada.

—Ya me avisó Leisa de tu… temperamento… ¿Te apetece dar una vuelta?

Madre, mediante un leve ademán con la mano, le invitó a que la acompañase hasta el otro extremo del recinto, por donde salieron a través de una estrecha puerta a un pasillo iluminado por antorchas. Era muy largo y a ambos lados había unas puertas robustas que daban a pequeñas habitaciones. Se trataban de las habitaciones de los religiosos de la ciudad. Hombres y mujeres que dedicaban todo su tiempo al canto y a la oración. Por él, transcurrían varios de ellos, todos ataviados con sus indumentarias y en el más estricto de los silencios.

Adan no podía evitar mirar hacia todos los lados con una mirada un tanto escéptica, pero a su vez fascinado por aquel ambiente y esa sensación tan extraña. La mujer caminaba a su lado, y como era de esperar no decía absolutamente nada, aunque él le preguntase en diversas ocasiones hacia dónde se dirigían.

Llegaron al final del pasillo y ella entró en una de las habitaciones. Se trataba de una habitación muy normal, escasa en mobiliario: una cama, una cómoda y un escritorio. Nada más.

—¿Se puede saber por qué me has traído aquí? —preguntó imaginándose la respuesta.

—Ésta será tu habitación. Puedes descansar si así lo necesitas o si lo que quieres es comer, los comedores están pasando la primera puerta del pasillo según hemos entrado.

—¿Ya es la hora de irse a dormir? —Aquí la hora de dormir la marcas tú… La nube hace imposible

distinguir entre día y noche por lo que, cada uno duerme lo que necesita —respondió ella ante la sorpresa de Adan.

—Mira, eso me parece bien —comentó—. Aun así, todavía no me has contestado. —Pero ella sólo sonrió—. Por favor, no me mires así como si estuviera loco. Necesito saber por qué Leisa me ha hecho esto. Creí que podía confiar en ella, que quería ayudarme… Y resulta

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que al final, en qué me ha convertido ¿En vuestro prisionero? No sé por qué, pero me parece que me ha traicionado.

—Leisa no te ha traicionado —respondió la mujer. —Entonces ¿Por qué estoy aquí? —Porque éste es el único lugar donde podrás completar tu

entrenamiento para que recuerdes quien eres —contestó con severidad—. Leisa acudió a nosotros en cuanto el Hermano Mayor le ordenó que organizase una farsa. Iban hacer contigo lo que ellos deseaban para sus propios intereses. En Elena nadie iba a ayudarte a recordar, sino a forzarte a creer una versión de lo que ellos necesitan. Por eso ella vino a nosotros… para separarte de allí y darte una oportunidad para que recuerdes quien eres de verdad.

—Y ¿Por qué no me lo dijo? ¿Por qué no ha venido conmigo? Sabe que la necesito —preguntó sin entender por qué realmente la necesitaba.

—Por eso mismo Adan, porque la necesitas… y porque ella estaba empezando a necesitarte a ti también. Además, hay asuntos que requieren a Leisa en Elena, asuntos que la impiden salir de la ciudad. Si no, hace tiempo que ya estaría en Silvanio, con su familia.

—¿Su familia? —preguntó extrañado. Pero la mujer guardó silencio.

—Será mejor que descanses… Cuando despiertes, ven a verme. Estaré por el recinto —le dijo sin darle opción a más preguntas y se marchó.

La Madre de los silvanos cerró la puerta dejándole a solas con un pequeño candelabro iluminando la habitación sobre el escritorio. Él seguía sin entender nada y cada vez le parecía más complejo aquel extraño mundo en el que un día despertó. Se dirigió a la cama, se tumbó y tras intentar domar el colchón, su mente empezó a divagar en todo lo sucedido desde el primer día.

Recordó a Amana, la amable mujer de Borja, y a su encantadora hija, Renella. El sanador del pueblo y el enano que le llevó hasta Elena, Setasbian. A su memoria llegaron diferentes momentos de aquel viaje, como su llegada al pequeño pueblo de Marta, la taberna y la impresionante vista de Elena con la luz del sol iluminándolo. Se acordó de Seleba en la primera ocasión que la vio, pero si de algo se

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acordaba con todo lujo de detalles, fue cuando, a la mañana siguiente, abrió los ojos con plena luz del sol asomando por la ventana y se encontró con Leisa sentada esperando a que se levantase. La torpe conversación que tuvieron ahora le hacía gracia, ya que parecían destinados a no entenderse. Pero al final se entendieron.

Los días siguientes fueron espléndidos porque poco a poco había empezado a confiar en ella. A su lado se sentía tan sereno, tan tranquilo que parecía que todo era mejor cuando estaba a su lado. Pero no pudo evitar recordar aquella sensación misteriosa que la envolvía y como se fue descubriendo ante sus ojos la personalidad de una mujer por la que sentía algo especial, aunque no supiera el qué.

Los días en los que ella desapareció, Adan se sumergió en una angustia constante, tan perdido y solo, pero su reencuentro lo llenó todo de nuevo. Y sin embargo, ahora, allí estaba. Con la tímida luz del candelabro iluminando la solitaria habitación y él tumbado sobre un incómodo colchón sin saber por qué estaba ahí, por qué no le había dicho nada. Tan sólo y tan lejos de ella.

Así sus ojos se fueron cerrando lentamente hasta que finalmente se durmió. Aquel día, Adan volvió a soñar.

XXXII Los ruidos que se oían desde fuera del edificio central de las

oficinas de la empresa parecían retumbar con más fuerza a golpe de tambor, gritos y silbatos de las personas que se habían congregado en sus mediaciones. Se trataba de un grupo de gente, en su mayoría trabajadores de la empresa que estaban a punto de quedarse sin empleo, que se manifestaban en contra de los proyectos que estaban realizando.

Pero Rumsfeld ya había asumido que esto sucedería. Desde el momento que la Junta Directiva aprobó la cancelación del proyecto 725 y en vista del gran número de personas que deberían volverse a casa sin trabajo, era más que evidente que esto sucedería.

Sus dos secretarias trabajaban casi a destajo para intentar a dar abasto con el gran número de llamadas entrantes y en la recepción,

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María no dejaba de ayudar a los guardias de seguridad para evitar que la gente traspasase las puertas y accedieran al interior del edificio mientras por megafonía, una de las trabajadoras repetía sin cesar.

—Señor Ortuño Weming acuda inmediatamente al despacho del Señor Rumsfeld. ¡Señor Ortuño Weming!

Así Ortuño corría por los pasillos en dirección del despacho de su jefe, corriendo a la llamada de socorro de aquel galán que no sabía como salir de ésta. Era como si en cualquier momento aquella gente fuera a tirar las puertas y, como una masa desgobernada y sin rumbo, se dispusieran a destruirlo todo, sin detenerse por nada del mundo hasta que vieran el edificio en ruinas.

Pasó al lado de las dos secretarias, quienes hablaban a toda velocidad por teléfono mientras tecleaban en sus ordenadores para contestar a la infinidad de correos electrónicos que les estaba entrando. Todo esto mientras veían como la lista de llamadas en espera aumentaban y el ruido proveniente de fuera les impedía entenderse con las personas con las que hablaban. Él ni se detuvo a saludar e inmediatamente abrió la puerta del despacho del Señor Rumsfeld para informarle que ya estaba allí.

Su jefe estaba que se subía por las paredes. Hablando también por teléfono sin sentarse en su silla, completamente despeinado de varios tirones que se había dado a sí mismo, con dos botones de la camisa desabrochados y con la corbata tendida sobre el respaldo de una de las sillas que había en la sala.

Colgó inmediatamente según vio a Ortuño entrar y alzó las manos al cielo como quien pide clemencia o algún tipo de milagro.

—Gracias a Dios que has venido. ¡Mira lo que me han montado! —exclamó casi fuera de sí.

—¿Qué sucede? —Son los científicos del proyecto 725. Todos se están

manifestando en masa. Pero ¡Los has visto! Están absolutamente descontrolados.

—Ya sabías que esto sucedería en cuanto todo se descubriera. Ya te dije que es mucho tiempo con el proyecto para que sea cerrado así sin más por la simple decisión de la Junta Directiva.

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—Recuerda que yo estoy en tu mismo barco, Ortuño. Yo tampoco quería cerrar el proyector 725, pero son órdenes de arriba.

—¿Sabes que es lo que exigen? ¿No saben que la mayoría irán a otros proyectos?

—Sí lo saben… La culpa es del maldito sindicato. Los ha envenenado a todos y dicen que no aceptarán ningún otro proyecto que no sea este.

—No pueden ir en contra de las decisiones de la Junta Directiva —contestó Ortuño sorprendido.

—Eso díselo tú porque a mí, ¡Cómo que me ignoran! —Bueno, y ¿En qué puedo ayudarte? No sé que pinto yo en todo

este asunto. Al fin y al cabo, debería estar allí abajo con mis compañeros. También soy un afectado.

—No me jodas, Ortuño —amenazó Rumsfeld señalándole con él índice y frunciendo el ceño—. Toma, mira esto.

Rumsfeld revolvió una serie de papeles que tenía desperdigados sobre su escritorio hasta que encontró el documento que buscaba. Lo leyó por encima y se lo extendió de mala gana, como si su enfado superase a cualquier otro problema derivado de lo que sucedía abajo. Ortuño lo leyó intrigado, aún sin saber que relacionaba eso con lo que estaba sucediendo más abajo, y aunque lo examinó detenidamente, no llegó a comprender su trascendencia.

—¿Qué es esto? —preguntó devolviéndole el documento, el cual Rumsfeld agarró con indignación.

—Es un comunicado de Fabiola Ricci, una encargaducha de tres al cuarto de la A.D.F —respondió él.

—¿Y qué diablos es la A.D.F.? —La Asociación de Derechos Fundamentales. Uno de nuestros

científicos se ha dirigido a ella y le ha contado detalles Ortuño, muchos detalles.

—¿Detalles de que clase? —Todo el proyecto 725. Le ha contado lo que se está haciendo en

las «TES», el cierre, los proyectos derivados... ¡Me cago en su puta madre! ¡Esta zorra nos va a echar encima a toda la opinión pública! No podemos permitirnos eso Ortuño. Faith perdería muchísimo

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dinero si saliera al dominio público toda esta serie de detalles. Perderíamos muchos clientes.

—¿Ha dicho esta «Fabiola Ricci» que es lo que quiere? —preguntó Ortuño aún desconcertado.

—Lo malo de las organizaciones de este tipo es que parece que no se les compra fácilmente. Sus pretensiones son que publiquemos lo que estamos haciendo o sino lo hará ella.

—Entiendo —respondió con tranquilidad—. ¿Sólo eso? —¡Te parece poco! Mi trabajo está colgando de un hilo —replicó

el galán. —No seas dramático, Rumsfeld. No te pega —contestó con una

sonrisa lo que provocó más furia por parte de su superior—. Hace diez años sucedió algo similar con el Señor Smith, el que estaba antes que tú ocupando esa silla.

—Prefiero no pensar en por qué ya no está. —Se fue, simplemente. Ahora lo importante es saber más de esa

ADF y de la tal Fabiola. Rasparemos un poco y mañana, como mucho pasado, me reuniré con ella. Ya verás como se le quita las ganas de decir nada.

—¿Disparo en la cabeza con un silenciador? —preguntó con una media sonrisa.

—Estas técnicas las dejo para otros, Rumsfeld. Le pasaré un pequeño informe que saldrá publicado en más de una centena de medios de comunicación de todo el mundo que afirme que la señorita Fabiola Ricci es una impostora que utiliza la ADF para satisfacer sus intereses propios.

—¿Manipulación de la información? —le preguntó y Ortuño asintió.

—Menosprecias el increíble poder que tiene Faith sobre el mundo Rumsfeld. Le haré ver a esa mujer del error que puede cometer. En primer lugar, nadie dará cabida a la información que quiere sacar a la luz. Nuestra empresa invierte publicidad en todos los medios habidos y por haber del mundo conocido. Ninguno de ellos sería tan insensato de publicar nada del proyecto 725 arriesgándose a que les retiremos los importes publicitarios. Y segundo, debido a nuestra posición privilegiada, todos se harán eco de unas informaciones que

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tiene como fuente de referencia nuestro emblema. La gente sólo cree lo que sale en los medios. Sería el fin para ella y para esa tal ADF.

—¿Eso bastará? —Sí y no. Necesitamos saber el nombre del chivato... y me temo

que a él si le esperará el disparo en la cabeza —sentenció Ortuño y la sonrisa de Rumsfeld se cruzó con la suya mientras de fondo el ruido continuaba acompañándolos sin cesar ni un instante.

Aquello era lo que más apreciaba de su jefe de seguridad. Ese aplomo y esa serenidad le hacían algo más que un mero responsable. Se trataba de su cómplice, de su mano derecha, de la persona que velaba para que todo, absolutamente todo, saliera como debía salir. Por eso le tenía tanto aprecio y el poder de Ortuño iba más allá de lo que cualquier persona pudiera imaginar.

Tras ese breve cruce de miradas, la atención volvió al escándalo de la primera planta, donde parecía que los científicos del proyecto estaban a punto de derribar la puerta.

—Y ¿Qué hacemos para calmar a esta gente? —preguntó Rumsfeld.

—En serio, debería ser yo quien se sentase en esa silla —bromeó Ortuño pero su jefe no respondió—. Descuida, llamaré a mis hombres. Desalojaremos las mediaciones en menos de lo que te crees.

No se entretuvo más con él y salió por la puerta a toda velocidad, con el móvil en la mano y llamando a sus hombres de confianza.

El mensaje era el mismo para todos. Coger vuestras armas y subid del subterráneo hasta la entrada: Hay que dispersar a la masa. Y bajo esas explícitas órdenes, en la recepción del edificio se personificaron diez de sus hombres. Todos embuchados con sus uniformes negros, sus botas altas, la gorra con el emblema de Faith y sobre el hombro, sus armas dispuestas a disuadir a la masa protestante.

No actuaron, sino que esperaron a la llegada de Ortuño para recibir órdenes. Él se presentó en lo que tardó en llegar el ascensor y María seguía frenética mientras los guardias de seguridad ya se preparaban para dejar paso a los hombres de Ortuño.

—Ábreme la puerta —solicitó Ortuño ante la perplejidad de María.

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—Pero... Hay mucha gente —replicó la recepcionista. —Ábreme la puerta, María... acabemos con esta tontería cuanto

antes —respondió él. Y ante la congoja de la recepcionista y con la ayuda de los

guardias de seguridad, desatrancó las puertas principales, retiró varios pistillos y desactivó los cierres mecánicos que se accionaban desde su mostrador. Así, las puertas se deslizaron lateralmente abriéndose el camino al interior. Sin embargo, las personas que protestaban en la calle decidieron no entrar.

Habían visto la llegada de los hombres de Ortuño, armados hasta los dientes, y todos sabían que no se andarían con chiquitas en el caso de tener que disparar. En cuando las puertas se abrieron, los diez hombres salieron con sus fusiles apuntando ligeramente al cielo y todos se quedaron en un expectante silencio.

Ortuño sonrió ante tal reacción y con ciertos aires de victoria comenzó a salir de la recepción para presentarse delante de todos ellos.

—¡La fiesta se ha acabado! Dejen de protestar y vuelvan a sus trabajos —alzó la voz.

Pero nadie se movió, sino que permanecieron allí de pie, mirando a Ortuño. Pronto empezó a emerger un leve susurro desde el interior de la manifestación. Alguien se estaba haciendo paso entre todos los trabajadores y estos comentaban la valía de la mujer que se atrevía a responder aun sabiendo de las malas tretas que usaban en Faith S.A.

Se trataba de una mujer delgada y muy bajita, de media melena castaña y con muchas pecas por la cara. Vestía con unos ceñidos tejanos y un escotado suéter de rayas rosas y blancas. Era joven y además aparentaba serlo aún más, lo que provocaba que mucha gente no la tomase en serio.

Se hizo hueco entre la gente y dio varios pasos hacia la entrada hasta donde estaba Ortuño con sus hombres a los lados. Se colocó bien sus ropas, como si la aglomeración de gente la hubiera descolocado, y después se atusó ligeramente el pelo antes de llegar finalmente donde la estaban esperando.

—Vengo a hablar con el señor Rumsfeld —informó con el rostro muy severo.

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—¿Y usted quien es? —Identifíquese usted primero y dígame a que se debe este

despliegue de matones. ¿Acaso tienen intención de disparar sobre la manifestación?

—Soy Ortuño Weming, máximo jefe de seguridad de Faith. ¿Y usted?

—Fabiola Ricci, miembro de la ADF y periodista de «La Crónica».

—Así que usted es Fabiola —comentó pensativo. Satisfecho por haberla encontrado tan pronto—. Bien. Perfecto. La llevaré hasta Rumsfeld. Creo además que él también ansiaba por conocerla —respondió sonriente.

Ortuño se volvió hacia los dos hombres que tenía a su lado y tras hacerles un ademán, ellos se volvieron hacia ella y la agarraron por la espalda impidiendo que se moviera. Después miró al resto y tras una señal con la mano, todos alzaron sus fusiles y dispararon al cielo provocando un alboroto por parte de todos los presentes que salieron corriendo con miedo a que el próximo disparo fuera hacia a ellos.

—¡Llevadla a dentro! —ordenó a sus hombres. —¡Soltadme! Mal nacidos —replicó ella sin lograr deshacerse de

ellos. Los hombres que la tenían agarrada le alzaron un par de palmos

del suelo y entraron de nuevo en el recibidor del edificio con Ortuño detrás. Ella no dejó de gritar pero de nada le sirvió, pues aquellos matones estaban acostumbrados a todo tipo de reacciones. La empotraron contra la pared y el jefe de seguridad se aproximó a ella mientras la analizaba de arriba a bajo.

—Tengo entendido que estás metiendo las narices donde no debe —le dijo Ortuño.

—No sé como se atreven hacerme esto. Les pienso denunciar —amenazó la mujer.

—No lo creo —le interrumpió—. Y por lo pronto, va a empezar a olvidarse de sus pretensiones. No va a publicar nada.

—Haré lo que me plazca —contestó ella malhumorada. —Vaya ¡Qué carácter! —exclamó él en tono sarcástico—. Pero

créame cuando le digo que no lo publicará. ¿O acaso piensa que

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algún medio de comunicación se atreverá contra nosotros? ¡Eso es ridículo, señorita!

—La gente tiene derecho a saber la verdad. ¡Estáis jugando a ser Dios!

—¡Cállate! —Y la abofeteó volviéndole la cara—. No hay nada que más me disguste que una revolucionaria exaltada.

—Eres un cretino —respondió ella y después le escupió en la cara.

Ortuño se quedó inmóvil. No se esperaba una acción tan osada por parte de la periodista, y en parte hasta le parecía gracioso. Aun así, su atrevimiento le iba a costar caro. Sacó un pañuelo de papel, lo abrió y se quitó el escupitajo de la cara mientras sentía como se iba deslizando lentamente por su mejilla. Y no es que fuera un gran gargajo, y tampoco es que le diera precisamente asco, pero era el significado de esa acción lo que le ofendió.

—Lleváosla —ordenó a sus hombres y estos comenzaron a empujarla para llevarla hasta el ascensor que los llevaría hasta el despacho de Rumsfeld.

—¡Dejadme en paz, hijos de puta! —Y tras forcejear un poco, Fabiola logró deshacerse de sus agresores y corrió hacia la puerta para huir del edificio. Había oído muchos rumores sobre lo que les había sucedido a otros en aquel despacho y ahora empezaba arrepentirse de su osadía.

Ortuño fue a cerrarle el paso para evitar que escapase y ella titubeó a la hora de intentar esquivarle. Un paso a la izquierda, rectificó, otro a la derecha e inmediatamente, antes de volver a ser apresada, optó por sortearle por el camino que creía correcto. Pero él la agarró por detrás cortándole su escapada. Fue entonces cuando ella se volvió, gimiendo llena de rabia y sin que él se diera cuenta, sacó una navaja que tenía escondida en la manga del suéter y se lo clavó llena de enajenación cerca de la rodilla. Ortuño la soltó de inmediato, gritando de dolor ante el ataque improvisado de la periodista.

—¡Atraparla! ¡Atraparla! —gritó mientras se llevaba las manos a la herida y se reclinaba sobre el suelo para quitarse la navaja incrustada—. ¡¡Coged a esa zorra!!

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XXXIII Adan se despertó sobresaltado de su extraño sueño. La habitación

continuaba iluminada por las velas del candelabro que había dejado sobre el escritorio. Se quitó la sábana con la que se había cubierto sin darse cuenta y corrió a destaparse la pierna.

Su sueño había vuelto a ser tan real que temía que fuera cierto, que él fuera aquel hombre patético y solitario de sus visiones. Aunque en esta ocasión, aquel reflejo había sido distinto. Había visto a alguien cruel, despiadado, maquiavélico y le horrorizó el simple hecho de pensar que pudiera ser él aquel indeseable.

Su respiración se cortó cuando, con su pierna desnuda e iluminada por la tenue luz del candelabro, descubrió su pequeña cicatriz a la altura de su rodilla. Una cicatriz que tuvo que ser provocada por algo similar a una navaja. Se llevó las yemas de los dedos hacía la marca y se la acarició con suavidad mientras una vez más hacía un esfuerzo por recordar. Pero no lo logró. Aún no.

XXXIV La guardia del Templo, el grupo de protección de ciudadanos y

hasta el propio batallón de defensa de Axelle habían inundado las calles de Elena en busca de más pistas acerca de la entrada de los silvanos a media noche. Todo ello mientras los capitanes y todos los altos cargos de las instituciones que velaban por el cumplimiento de las leyes empezaban a desarrollar una estrategia para adentrarse en Marina. Seleba había sido muy explícita ante las noticias de Fastian: Había que restablecer el orden fuera como fuese.

No podía cometer más fallos. Últimamente estaba errando demasiado y algunos religiosos de la orden habían comenzado a discrepar de la autoridad de Seleba en un momento de crisis. Personas afines al círculo de amistades de Ateleo que empezaban a manifestar alegremente por las calles de la ciudad sus opiniones para contaminar y dividir a la población. Pero Ateleo le insistía en que no se preocupara. Tan sólo se trataba de un grupo de personas que

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odiaban a su padre y que, como era lógico, aprovecharían cualquier situación para quitarla del poder.

Seleba no respondía a sus comentarios. Tan sólo le escuchaba intentando dispersar cualquier duda que emergiese en su mente sobre la lealtad de su consejero, pues habían sido muchos años al servicio de su familia y no podía concebir la idea de una nueva traición. Aunque, por otro lado, por el templo habían empezado a circular varios rumores que afirmaban que Ateleo estaba harto de ser relegado a la postura de un mero consejero cuando él era quien tomaba las decisiones importantes. Muchos guardias aseguraban haber oído conversaciones de él con gente influyente para iniciar así un proceso que apartase a Seleba del mando.

—Lo dicen para generar discordia Seleba. No debes hacerles caso —le dijo Ateleo una noche en los aposentos del Hermano Mayor.

—Lo sé —respondió ella un tanto ausente—. Aunque en cierto modo, ellos tienen razón. En momentos de caos, siempre eres tú quien sacas las castañas del fuego. Siempre has sido tú nuestro salvador.

—Bueno… esa es mi función aquí ¿Verdad? —contestó con una amable sonrisa mientras se acercaba a ella y le apartaba varios mechones de pelo.

Desde que Fastian había regresado a Elena y había informado de la situación actual con Marina, Seleba había empezado a mostrarse más ausente de lo habitual. Melancólica, triste, sola. Las reflexiones sobre quien era y sobre si estaba haciendo lo correcto ocupaban todo su tiempo, sin dejar de preguntarse si merecía la pena continuar siendo Hermano Mayor a pesar de no poder estar con quien ella deseaba. Se acordaba mucho de Merlo, en la relación actual que mantenían fundada por el odio, el rencor y la venganza, olvidándose que años atrás entre ellos hubo un gran amor. Unos sentimientos que se perdieron en el tiempo convirtiéndose en los presos de una cárcel olvidada.

—Los capitanes están reunidos ahora mismo ¿Quieres verlos? —interrumpió sus pensamientos Ateleo.

—¿Ya los has llamado a todos? —preguntó con pesadumbre.

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—Sí. Debemos empezar a organizarnos cuanto antes. Esta crisis con Marina hay que resolverla de inmediato —contestó él—. Ahora mismo se han reunido para intercambiar opiniones respecto a cómo debemos entrar en la ciudad portuaria. Si las informaciones del capitán Fastian son correctas, deberíamos partir desde otro lugar que no sea José para que no les adviertan de nuestro ataque.

—Entiendo —se limitó a contestar volviendo a sus pensamientos. No podía evitar pensar en Merlo y en qué sucedería cuando su ejército le apresase.

—Anda, vamos. Los dos abandonaron los aposentos del Hermano Mayor y

salieron del templo para dirigirse allí donde estaban los capitanes. Aquel día no hubo nadie esperando su salida como era habitual. La gente de Elena ya no sentía la necesidad de saludarla. Se sentían confundidos, enojados y desconfiaban de cualquier movimiento que se producía desde el templo.

Seleba y su consejero fueron caminando ante la atenta mirada de la gente que se volvía hacía ellos sin acercarse. Los miraban fijamente con cierto recelo. Sus expresiones eran serias, sin ningún ápice de alegría, lo que provocaba más angustia en la muchacha. Así fueron avanzando hasta casi las afuera de la ciudad, donde los capitanes se habían establecido, circulando por una serie de calles silenciosas aunque atestadas de gente que intentaba hacer sus quehaceres diarios como buenamente podían.

La base central del Batallón de Defensa de Axelle se encontraba al nordeste de la ciudad. Se trataba de un edificio casi tan grande como el propio templo, construido con rocas sólidas y revestido de mármol. Tan sólo tenía dos plantas, pero sus enormes techos hacían que fuera muy alto y se accedía a su interior a través de un inmenso arco de rocas de caliza. El tejado estaba acondicionado para que los soldados custodiasen las mediaciones desde las alturas con inmensas ballestas y en la fachada se exhibía varias estatuas de los capitanes más famosos de la historia del batallón.

Dentro del edificio jamás circulaban los civiles. Tan sólo el batallón de defensa y el grupo de protección de ciudadanos, pues ambas instituciones compartían la base debido a que dependían de

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las mismas personas. Los pasillos solían estar custodiados por un gran número de soldados y en cada puerta se encontraba un par de guardias vigilando en todo momento quien deambulaba por los alrededores.

Eran días tensos para todos y los movimientos dentro del cuartel general habían aumentado considerablemente, sobre todo desde la entrada de los silvanos donde varios capitanes habían exigido responsabilidades a los guardias encargados de proteger la ciudad.

Los soldados fueron dejando paso a Seleba y a Ateleo según entraban en el cuartel y se ponían firmes a modo de saludo, aunque estos no se lo devolviesen. Entraron acelerando el paso, con firmeza y seguridad, hasta la sala de la segunda planta donde se estaba decidiendo el modo de actuar contra Marina.

Allí estaban reunidos los mejores expertos y asesores de Axelle en cuanto a batallas. El capitán Fastian, el capitán Cover, varios sargentos del grupo de protección y los ex—soldados jubilados de mayor prestigio de Elena. Entre todos intentaban trazar un plan de acción cuando estos fueron interrumpidos por el Hermano Mayor y su consejero.

—Buenos días —dijo Ateleo —¿Hemos decidido algo ya? —Seguimos buscando un consenso respecto a lo que debemos

hacer— contestó Fastian. —El capitán no cree conveniente un ataque por mar —

interrumpió Cover—. Mientras yo opino que es primordial destruir ese nuevo barco que han construido.

—¿Qué barco? —preguntó Seleba. —La Eva. Tenían los planos del barco escondidos en el

subterráneo del templo y los han sacado para hacer una réplica ¡Es un ultraje!

—Lo siento pero no os estoy entendiendo. ¿Qué clase de barco es ese? —preguntó Seleba.

—Se trata de un barco diseñado por los últimos hombres de la orden que permanecieron en Marina. Con él pretendían expulsar a las bestias de los mares, pero no llegaron a tiempo y la bestia atacó Marina convirtiéndola en los que ya todos sabemos. Se trataba de un barco de dimensiones desmesuradas, capaz de cualquier cosa… Pero

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cuando nos trajimos todo a Elena, alguien escondió los planos evitando así que pudiéramos construirlo —explicó Fastian—. Ahora ellos han retomado ese proyecto y lo han finalizado. Es un gran barco Seleba, no entiendo por qué hay que destruirlo.

—Seguramente ese navío se ha convertido en una insignia de la revolución golpista que asola Axelle —retomó la palabra Ateleo— Hundirlo será como derribar a todo este nuevo movimiento. Estoy con Cover. Hay que acabar con ese navío.

—Creo que lo lógico sería un ataque por tierra —inter-rumpió Fastian—. El poder lo tiene Jenero. Es a él a quien debemos perseguir.

—Lo siento, pero discrepo de tu opinión, capitán. Hay que acabar con todos los golpistas y Jenero es sólo uno de ellos. Merlo también debe ser sometido a la justicia de Axelle.

—Hay que aprovechar el factor sorpresa y atacar por tierra y mar —propuso uno de los veteranos soldados—. Sendos ataques deben producirse al mismo tiempo para poder reducir la capacidad de acción de los golpistas… Si me hubieran hecho caso hace treinta años, Silvanio jamás se hubiera desprendido del poder central.

—Hacer caso a la voz de la experiencia —comentó Ateleo con soberbia—. Organizar dos ataques, uno por tierra y otro por mar y coordinarlo para que se produzcan a la vez.

—Yo me haré cargo del ataque por tierra —dijo Fastian. —No, déjaselo a Cover, capitán. Usted puede organizar el ataque

por mar —interrumpió Ateleo con una sonrisa. Sabía que Fastian era amigo de Merlo y que por eso prefería

encargarse de la operación terrestre, para evitar un enfrentamiento con su amigo. Sin embargo, él disfrutaba con este tipo de situaciones donde la amistad pendía de un hilo.

Tras su intervención todo el mundo permaneció en silencio, mirándole con sorpresa sin comprender el motivo por el cual el consejero quería obligarle a enfrentarse a Merlo. Había un conflicto de intereses y lo más lógico era apartar a Fastian de la contienda marítima.

—Sólo lo digo porque su navío es mejor que el del capitán Cover, y si La Eva es tanto como dicen, lo más inteligente sería que no se

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escatimásemos a la hora de organizar la batalla —aclaró con una sonrisa.

—Pues que no se hable más. Fastian organizará el ataque por mar y Cover por tierra —tomó la palabra Seleba—. Acabemos con esto cuanto antes.

—Hermano Mayor ¿Qué hacemos con los responsables del movimiento golpista? —preguntó Cover.

Ella permaneció unos segundos meditando sobre ello, en Merlo, en el muchacho del que se enamoró. Sintió como si su alma se rompiera en pedazos y supo que no tendría valor de mirarle una vez más a los ojos. Sabía que era incapaz de condenarle a muerte pero que estaría obligada a ello si resultaba apresado. Tal vez por eso, era preferible que fuera otro quien tomase la iniciativa por ella.

—Matadlos —respondió en su susurro—. No hace falta que los capturéis y los traigáis aquí. Ya han sido condenados.

Y sin poder gesticular una palabra más, abandonó la sala antes de echase a llorar delante de toda esa gente. Salió despavorida abriendo la puerta de la sala de par en par, corriendo por el largo pasillo y llevándose la mano a la cara para evitar que los guardias vieran como las lágrimas recorrían sus mejillas.

En la sala, Ateleo y todos los capitanes y sargentos se quedaron en un incómodo silencio provocado por la reacción del Hermano Mayor. Pero rápidamente el consejero volvió a traer la atención hacia él dando unos golpes en el suelo con el talón del pie. De aquella sala había que salir con un plan y no dejaría que nadie se marchase hasta que no lo tuvieran. Desanduvo varios pasos hasta la puerta, la cerró y se volvió hacia todos los presentes.

—Bueno, este será el plan —dijo con una media sonrisa. Allí permanecieron encerrados durante más de cuatro horas donde

Ateleo les fue diciendo lo que esperaba de ellos, lo que debían lograr por encima de todo. De vez en cuando, algunos de los soldados veteranos intervenían aportando alguna idea para ejecutar la operación sin fallos y los capitanes matizaban algunas de las propuestas por otras que se ajustaban más a la realidad.

Así elaboraron un plan para derrotar al movimiento que había emergido desde la ciudad que había sido las cloacas de Axelle

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durante mucho tiempo. Con él darían fin a una corriente peligrosa impulsada por el capitán Merlo y apoyada por el Hermano Jenero donde lo primordial era acabar con sus vidas.

Un día después, quinientos hombres salían desde Elena bajo las órdenes del capitán Cover y del capitán Fastian. Serían doscientos cincuenta para cada uno de los capitanes. Un número más que considerable como para reducir a cenizas a todo Marina.

Se trataba de un grupo de hombres y mujeres sin mucha experiencia en el campo de batalla pero debidamente entrenados el la base central. A ninguno de ellos les habían dicho adónde se dirigían y sus expresiones expectantes contrastaban mucho con las actitudes que debían mostrar. Todos caminando en un riguroso silencio, alineados perfectamente y alzando las banderas de Elena y de Axelle con la moral quebrada. No había persona en aquellas filas que pensase que su misión era eliminar a sus propios compatriotas, sino que pensaban que su destino estaba ligado al mar y a la caza de la bestia para la cual se habían estado entrenando.

Algunos de los soldados más jóvenes sentían su corazón palpitar a gran ritmo, chocando con sus costillas como si pretendiera desbocarse de sus pechos. Intentaban relajarse mirando a los más veteranos, que desfilaban por el camino con más soltura, alegres incluso, mientras seguían el ritmo a los alegres pajarillos del camino que canturreaban mientras volaban de rama en rama.

Partieron hacia Marta todos juntos y después hasta la ciudad de Amando, una ciudad llena de artesanos y escribientes que solían pasar bastante desapercibidos al no ser de unas tierras muy prosperas. Allí, los capitanes tomaron caminos distintos. Cover partía hacia el norte, rumbo a los bosques profundos del sur de la comarca de Marina. Allí debía esperar hasta la llegada del alba de segundo día, lo que el grupo marítimo tardaría en ocupar su posición. Fastian por su parte, partió al sureste, hacia el cabo Esther, situado entre las regiones de Borja y Amando. En aquel cabo estaba establecido uno de los puertos militares del Batallón, aunque de los menos utilizados. Sin embargo, la posición en esta contienda del puerto de José obligaba a los capitanes a usarlo para evitar que estos avisasen del

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ataque. Allí abordarían sus navíos y emprenderían rumbo al norte para finalmente obligar al pueblo de Marina a someterse a Elena.

XXXV El hambre empezaba azotarle con fuerza tras varios días sin haber

querido probar bocado dentro del barco del capitán Preston y la soledad en aquella habitación estaba empezando a mellar en su mente.

En Teresa las noches no es que fueran largas, sino que eran eternas, y abrumado por tantos pensamientos que entraban en conflicto con su lógica, Adan empezaba a sentirse como un loco encerrado en una habitación olvidada. Aun así, Madre le había invitado a pasear por allá donde él quisiera, hasta le había dicho dónde podía conseguir comida.

Así, salió con timidez de su habitación. Con el candelabro suspendido sobre su mano izquierda mientras analizaba aquel largo pasillo solitario que se aparecía ante sus ojos. Anduvo varios pasos con cierto recelo, sin dejar de observar cada parte de todo lo que alcanzaba su vista, y finalmente caminó con más firmeza. Había un ambiente tan tranquilo y relajado que parecía imposible que allí pudiera suceder cualquier cosa mala. Así entró en la sala donde Madre le había dicho que podía encontrar comida. Una sala con un gran número de mesas de madera maciza con bancos adosados a sus lados. Al fondo se podía ver una gran barra donde varios hombres y mujeres colocaban bandejas con comida: Frutas, carnes y pescado, sobre todo pescado, y en las mesas más cercanas a la barra se encontraban varios religiosos con su indumentaria, comiendo en el más respetuoso silencio y escuchando los cánticos de los hermanos de la congregación que cantaban desde la sala principal del recinto, aunque sus voces se oyeran por todos los rincones.

Sus primeros pasos por el comedor fueron torpes e inseguros, en alerta por si alguien le llamaba la atención. Pero nadie le detuvo y así fue llegando hasta el mostrador sin que nadie se hubiera percatado de su presencia. Analizó los suculentos manjares mientras la boca se le iba haciendo agua. Ya no sólo no había comido en aquellos días, sino

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que desde que había despertado en ese mundo, jamás un alimento le pareció especialmente suculento. Pero aquellos platos… «Dios, como huelen» pensaba Adan disimulando su olfato.

—Coge sin miedo —le dijo un hombre desde el otro lado del mostrador—. Están ahí para que la gente los coma y tú tienes cara de llevar días sin probar bocado.

Adan le miró un tanto sobresaltado, asustado por lo que pudiera sucederle, pero se tranquilizó en cuanto miró a los ojos de aquel hombre y vio su expresión de infinita amabilidad. No tendría mucha más edad que él. Sus ojos, o mejor dicho su rostro, parecían incitar a la paz espiritual, a aliviar las penas y temores del alma. No muy alto, de tez pálida, ojos grises y pelo muy corto y oscuro.

—Sí… Llevo días sin comer —titubeó Adan esbozando una sonrisa.

—Pues come. Coge sin miedo y lo que quieras —contestó mientras le extendía un plato.

Adan lo tomó entre sus manos asintiéndole con la cabeza y, con el plato suspendido, caminó a lo largo de todo el mostrador para deleitarse con las comidas que allí se ofrecía: Carne roja, pequeños pescaditos y hasta algún tipo de legumbre hecho de la manera más tradicional, algo que le sorprendió tanto como cuando jugó al fútbol con Leisa y los chavales. Aquello era como tener un trozo de su casa, aunque no entendiese cómo aquella gente había conseguido esas recetas. En su plato vertió un poco de todo, echándose más de lo que jamás hubiera sido capaz de comer y, una vez satisfecho la gula que le entró por la vista, se sentó en uno de los bancos donde no había nadie. Cogió su cubierto de madera, pinchó un trozo de carne y se lo llevó a la boca.

—¡Dios! ¡Está buenísimo! —exclamó para si mismo y continuó comiendo como no lo había hecho durante tanto tiempo.

Un poco de carne, después una cucharada de lentejas y otra vez a la carne. Todo mezclado en el mismo plato. Y es que disfrutaba tanto comiendo de nuevo esos manjares, a los cuales había echado tanto de menos, que incluso la mezcla de sabores que se producía en su boca le satisfacía como jamás otra comida lo había logrado.

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—Espero que todo sea de su agrado —se asaltó el hombre del mostrador mientras se sentaba a su lado con una bandeja—. ¿No te importa que me siente contigo, verdad?

—Que va. Es un placer compartir el momento de la comida con alguien —contestó Adan tan contento por estar comiendo que parecía haberse olvidado dónde estaba y cómo había llegado allí—. ¿De dónde habéis sacado estas recetas? En Elena no había comidas como estas.

—De unos viejos libros que tenemos… Los silvanos somos cocineros expertos desde que el mundo es mundo.

—No me cabe la menor duda… Está todo delicioso. —Gracias —respondió lleno de gratitud—. ¿De dónde eres?

Nunca antes te había visto por aquí. —Bueno, lo cierto es que… —Pero Adan no supo que

contestar—. Digamos que soy del mundo. Unos hombres entraron en mi habitación y me raptaron para traerme aquí.

—¿Qué te raptaron? —se extrañó el amable señor—. ¡Un momento! Tú eres Adan ¿Verdad?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó sorprendido. —Nos avisó Madre de tu llegada. Nos pidió que te ayudásemos

en todo cuanto necesitases. Asimismo, también nos dijo que no recordabas muchas cosas.

—Bueno… supongo que sí. Aún no recuerdo algunas cosas. Pero lo recordaré —contestó llevándose una cucharada de lentejas mientras echaba en falta un trozo de pan.

—No me cabe la menor duda. Los dos volvieron sus miradas a sus platos para comer en

silencio, degustando la comida y dejándose llevar con los cánticos del recinto. Adan de vez en cuando miraba a su compañero de mesa de soslayo, intentando evitar que sus miradas se cruzasen mientras pensaba en lo extraño que era aquel lugar y aquella gente, desconcertado porque la misteriosa anciana hubiera hablado a sus súbditos de él como si fuera alguien especial. Recordó que el día anterior, si es que había pasado un día, le preguntó si pensaba que él era aquel hijo de la luz del que le habló Leisa, y ella contestó que no. Pero si no lo creía así ¿Por qué parecía ser especial?

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—¿Cómo te llamas? —le preguntó Adan sin dejar de comer. En su plato había una cantidad ingesta de comida que ya empezaba a dudar si sería capaz de comerse.

—Cano —respondió él—. Bueno, en realidad me llamo Canotano, pero todo el mundo me llama Cano. Es más corto.

—Cierto… ¿Puedo preguntarte algo? —Por supuesto. ¿Qué quieres saber? —respondió dejando el

cubierto sobre la mesa y cruzando los brazos. —No, pero sigue comiendo, que sino se te va a enfriar —le dijo

invitándole a continuar con su plato aún con comida—. Sólo quería saber que más os dijo… Madre sobre mí. ¿Os mencionó algo de si estaba enfermo? ¿De por qué no recuerdo?.. O lo mismo os dijo algo de por qué estoy aquí.

—¿Por qué no se lo preguntas a ella? —Porque sólo contesta con preguntas y no me resuelve nada —

respondió provocando una leve sonrisa en su compañero. —Nos dijo que estaba aquí para intentar recordar. Que venías de

Elena y que venías a través de Leisa. —¿Conoces a Leisa? Pero Cano negó con la cabeza. Él no conocía de nada a quien

había sido su tutora en Elena, pero sí había oído hablar de ella. En Teresa, Leisa tenía familia, aunque Adan no llegaba a entender a qué se refería. ¿Acaso ambos feudos no estaban enfrentados desde hacía tiempo? ¿Qué unía a Leisa con los silvanos?

Entonces Cano le contestó. Le dijo que todo se originó con las guerras silvanas, ocurridas hacía treinta años, cuando Leisa apenas era un bebé. Axelle y Silvanio se enfrentaron en una encarnizada guerra debido a las interpretaciones que el pueblo del norte había hecho de las palabras de Épsilon. Los Hermanos, enfurecidos por tales actos, instaron a los Hermanos Silvanos a redimirse y aceptar los valores que se imponían desde Elena. Las palabras de Épsilon sólo podían ser leídas por los Hermanos y el pueblo debía regirse por una única interpretación. Pero los Silvanos habían dejado las palabras al pueblo y habían permitido que cada uno lo interpretase como desease, generando debate y educando a un pueblo que empezaba a sentirse incómodo por las políticas de Elena.

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Así llegaron a la guerra. Los axellianos se confiaron de una victoria fácil, pero se toparon con un pueblo que cultivaba cuerpo y mente, y que lograron defender sus tierras a toda costa.

Todo se saldó con el tratado de Marta, donde el abuelo del actual Hermano Mayor firmó con el Padre de los silvanos un acuerdo que no era otra cosa que el reconocimiento de independencia de Silvanio. Para los axellianos, aquello fue una sentencia de expulsión del feudo, pero en realidad primaba el éxito de los pueblos del norte. Aquello fue lo último que hizo el abuelo de Seleba como Hermano. Un día después falleció y tomó el mando su hijo.

Sin embargo, los más afectados fueron, como siempre, la gente de a pie. Eran numerosas las familias que se esparcían por todo el territorio, familias que se ubicaban tanto en Axelle como en Silvanio y de pronto, vieron como los axellianos impedían que sus pueblos viajasen a las tierras de sus nuevos vecinos. Aquel que se atreviera a viajar, aquel que osaba relacionarse con ellos, podía ser acusado de alta traición para finalmente ser brutalmente asesinado en las plazas judiciales de las ciudades.

Fueron muchos los que murieron durante aquellos años por este delito. Gente que tan sólo viajaba a Silvano a ver a sus padres, a sus hermanos, a sus hijos. Las plazas judiciales se llenaban cada día y no de otra cosa que de la frustración axelliana al reconocer su derrota.

Fue entonces cuando Adan le preguntó por el capitán Preston. Escuchando el relato de Cano, recordó al capitán que aseguraba conocer a Leisa desde hacía mucho tiempo. Es más, había llegado a decir que era el amor de su vida. ¿Qué le unía a la mujer que tan importante era para él? Pero Cano no supo contestar.

Los dos terminaron de comer y su acompañante se disculpó pero debía retirarse a su habitación. Era el momento de la oración en privado. De repente todos los hombres y mujeres que estaban sentados a su alrededor se levantaron casi al unísono y se marcharon del comedor dejándole a solas.

«¿Qué extraño? Esta gente parece loca» pensó Adan, y tras unos minutos sólo en la gran sala, optó por levantarse y salir de allí. Al menos ahora, tras la conversación con aquel amable señor, creía entender qué fue lo que le pasó a Leisa y por qué fue condenada

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junto con sus dos hermanos. Tuvo que ser muy triste para ella ver como los asesinaban y todo por que su delito hubiera sido viajar al otro continente a ver a su otra familia. Estaba convenciéndose de que tenía que ser eso, porque le costaba ver a Leisa como una espía o una traidora. Aunque sinceramente, poco le importaba.

No vio a nadie tras la puerta que daba al enorme pasillo. Estaba vacío completamente, iluminado por las antorchas que bailaban suavemente por una ligera corriente de aire. Caminó por el pasillo con más tranquilidad que la anterior ocasión. Con más firmeza. Suponía que, al igual que Cano, todos los hombres y mujeres que vivían en aquella congregación estarían al tanto de su presencia, por lo que nadie se sorprendería al verlo.

Los cánticos que armonizaban el ambiente cesaron de improviso y todo se redimió en una gran calma. Adan entró en la sala central del recinto, aquel lugar inmenso lleno de columnas y velas. No había nadie. Ni siquiera aquel grupo coral que cantaba alrededor de la estatua, lo que cual empezaba a inquietarle. Era como si todo el mundo hubiera salido de estampida ante un aviso de fuego. Pero en realidad todos, o al menos casi todos, estaban en sus habitaciones en un momento de comunicación personal con Dios. Eso en Elena no pasaba, tan sólo se contactaba con Épsilon en el templo y a través de los sacerdotes. Sin embargo, los silvanos lo interpretaban de un modo distinto. Para ellos no hacía falta intermediarios con su Dios, sino que uno podía dirigirse personalmente hacia él. Y aquel momento estaba destinado precisamente para eso: para hablar con Él.

Tras observar la sala con detenimiento, donde se acercó hasta el altar y revisó aquellos libros escritos con unos símbolos de los cuales desconocía su significado, Adan se marchó hacia la entrada que permanecía ligeramente abierta. Salió fuera del recinto y allí, en lo alto de aquella montaña, con el mar de fondo teñido de un color oscuro y la extraña nube cerniéndose sobre la ciudad solitaria, sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Y con una sensación de vulnerabilidad donde podía ser asaltado en cualquier momento, decidió volver a entrar en el recinto. Allí, aunque pareciera que todo el mundo estaba escondido, se sentía al menos refugiado.

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De la lejanía de algún lugar del recinto empezó a escuchar el sonido de un instrumento musical. El silencio se rompía para volver a llenar el aire de notas musicales que armonizaba el edificio con una bella melodía proveniente de un instrumento similar a un xilófono, o eso pensó.

Dio varios pasos intentando advertir de dónde procedía la canción y éste le llevó hasta el extremo opuesto. Allí había una puerta de madera bastante endeble con un pomo oxidado. Empujó y ésta se abrió mostrándole otra sala mucho más pequeña llena de cortinas blancas suspendidas del techo de la habitación. La luz de las pocas antorchas que allí estaban encendidas, traslucía proporcionando a la sala un ambiente místico, casi angelical, potenciado aún más por el sonido de aquel instrumento.

Sin embargo todavía no había detectado de dónde procedía, pues la espesa capa de cortinas no le dejaba visibilidad. Anduvo varios pasos con sigilo abriéndose camino entre las cortinas y así empezó a divisar la figura de una mujer sentada al lado de un instrumento de corte similar al de un piano, aunque no sonase igual. La veía de medio lado, pero los mechones morenos de su cabellera le impedían ver con claridad su cara. Tan sólo su fina barbilla y la punta de su respingona nariz. Su vestimenta era similar a la que llevaba Madre. Tan sólo con unas telas blanca que parecían acariciar su piel. Y embelesado por el sonido de la hermosa melodía, Adan escuchó con atención la dulce voz de aquella mujer al cantar:

«Cuando la luz me abandonó viendo a la tierra morir con el mar que nos atrapó él se adueñó de mi sentir El pasado quiso traer un esplendor de la paz y en el cielo se pudo ver un mundo nuevo más allá Por eso yo,

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aprendo a caminar en un abismo azul con mi alma sobre el mar lejos de este infierno en el que no estás tú Dios de todo sueño Épsilon, hoy me vuelco en ti guardián de mi noche eterna señor de la vida sinfín amo de toda la tierra Pues yendo a tu lado, mi Dios las bestias no me vencerán. Sé que teniendo tu favor ya no me podrán dañar Y por eso, aprendo a caminar cantado esta canción expresión de mi cantar canción de canciones, la máxima emoción, mis últimas oraciones». Adan escuchó perplejo a la hermosa joven. Su dulce voz pareció

hechizarle llenando la sala de una sensación que parecía protegerle de la maldad de aquel mundo abrupto y cruel. Ella posó sus delicados dedos sobre las últimas notas de su melodía y ésta finalizó con un sonido que se perdía en el aire.

Se levantó de su asiento y se agachó cogiendo un trozo de tela para tapar las teclas de su instrumento. Su expresión parecía denotar una gran muestra de paz, felicidad y amabilidad, como si ella fuera el bien hecho mujer o el amuleto que protegía a la ciudad de los ataques de sus bestias. Se la veía relajada, disfrutando de aquel instante, sin

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ser consciente de la presencia de Adan, quien la observaba extasiado sintiendo la necesidad de hablar con ella.

—Una mujer que canta así no debería hacerlo en soledad —le dijo en un susurro.

Ella se sobresaltó ante la interrupción del silencio de la sala y se volvió inmediatamente para encontrarse con él, casi escondido tras las cortinas y dejándose ver con timidez.

—No sabía que hubiera alguien escuchando —dijo ella esbozando una sonrisa.

—Así debería ser siempre. Una voz como la tuya debería ser escuchada ante miles de personas —dijo Adan mientras se acercaba a ella. Ahora que la tenía enfrente parecía aún más bella—. Me llamo Adan.

—Mucho gusto, Adan. Yo soy Aura —se presentó. —Bonito nombre. ¿Sueles cantar siempre aquí? ¿Tan escondida y

sin que nadie te escuche? —Sí... aunque en realidad me escucha mucha gente. La acústica

del recinto hace que se me oiga en todos los rincones. Y alguna vez algún curioso se ha acercado hasta aquí —respondió ella volviéndose hacia su instrumento para taparlo debidamente.

—Como yo ¿Verdad? —preguntó y ella se volvió para asentir con una dulce sonrisa—. Ha sido una gran canción.

—Gracias —respondió complaciente. Las miradas de ambos se fijaron durante un breve instante y

pronto escaparon de los ojos del otro sintiéndose intimidados. Ella resultaba ser más joven de lo que hubiera pensado. Tal vez se trataba de una niña de diecisiete años como mucho. Sus pequeños pechos levantaban las telas blancas ceñidas a su cuerpo con cierta insinuación y su piel tersa blanquecina mostraba lo joven que aún era. Él no pudo evitar sentir cierta excitación, aunque intentaba evitar tales sensaciones. Era tan joven que no le parecía bien sentirse atraído por alguien de su edad.

—¿De verdad crees que soy buena cantando? —preguntó ella acercándose lentamente hacia él con cierto aire de picardía juvenil.

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—Sí, así lo creo. De donde yo vengo, a la gente como tú se la escucha en lugares de gran aforo, repleto de gente que aclama voces como la tuya.

—Ojalá algún día yo pudiera cantar así, como tú dices... Y ¿De dónde vienes?

—Pregunta simple para tan compleja respuesta —contestó él. —No creo que sea tan difícil. Yo soy de Lucia, un pequeño

pueblo que se esconde entre los bosques más allá de estas montañas. Es un lugar precioso donde el aire fluye entre las ramas haciendo que los árboles silben hermosas melodías... Muchas de mis canciones están inspiradas en aquellos parajes.

—Estoy convencido que debe ser un lugar entrañable. ¿Y qué haces aquí?

—Estudiar —respondió ella—. Mis padres me hicieron venir aquí para completar mi formación, aunque a mí lo que me gusta es cantar. —En aquel momento, desde el otro lado de la sala, Madre apareció de improvisto.

—¡Aleluya! Por fin te encuentro —dijo alzando la voz e interrumpiendo la conversación con la joven—. Creí haberte dicho que me buscases cuando despertases —le reprendió en un tono muy suave mientras se acercaba a ellos.

—No me dijiste por dónde debía empezar a buscar —respondió él intentando imitar el tono de voz de la anciana, lo que provocó las risas de Aura.

—Supongo que tienes razón —contestó tras llegar hasta ellos y detenerse a mirarlos fijamente—. Veo que has conocido a mi sobrina —dijo mientras Adan volvía la mirada hasta la muchacha estupefacto—. Cuando yo era joven, era igual de hermosa que ella… menos fresca, pero igual de bella.

—¡Eh! Que yo sólo hablaba —contestó la muchacha zarandeándose levemente.

—Sí, ya sé que sólo hablabas —respondió la mujer tratando de disimular la sonrisa—. Si nos disculpas sobrina, tenemos cosas que hacer.

La amable anciana, tras agarrar a Adan del brazo, se despidió de su sobrina y se alejó lentamente mientras Aura tarareaba el estribillo

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de su canción. Él volvía a estar como siempre, sin saber a dónde se dirigían ahora y que le deparaba el lugar adonde le llevaba, pero ya, de qué serviría preguntar. Sabía a la perfección que no le respondería. Así que prefirió caminar de la mano de aquella mujer.

Salieron de la sala y después del recinto para postrarse ante la pequeña escalinata donde se divisaba el mar oscuro. Bajaron los escalones con bastante tranquilidad y después caminaron por las tranquilas calles. Había bastante gente paseando. Aunque posiblemente siempre hubiera hombres y mujeres andando por las oscuras avenidas, ya que en aquel lugar, la noche y el día eran una misma situación.

La ciudad volvía a sumergirse en un leve susurró interrumpido tan sólo por el sonido del fuego que ardía en las antorchas y de los pasos de aquellos que caminaban. Madre y Adan bajaron en dirección al mar, hasta que llegaron a un cruce entre dos calles. Giraron y anduvieron en paralelo con el océano hasta que finalmente llegaron al templo, el lugar de culto por excelencia.

Este templo no era tan ostentoso como los de Axelle, ni tampoco tenía esa importancia o la relevancia como podía tenerlo en las otras tierras, pues se trataba de un edificio muy común donde no solía proliferar las visitas. Los silvanos sólo acudían al templo cuando por algún motivo no podían rezar en sus casas. Con escasos bancos para sus feligreses pero con grandiosas estatuas en el centro de la sala con las representaciones de Cuspier y Chrystelle. Imágenes que ya eran familiares para Adan.

Dentro sólo habían tres niños rezando y una mujer. Supuso que se trataría de la maestra o la madre de ellos. Estaban rezando en un respetuoso silencio, pero no dudaron en interrumpir sus oraciones al ver a Madre, se levantaron y corrieron a saludarla. Ella fue muy amable y gentil. Los conocía a los cuatro y tras darles un efusivo beso, éstos volvieron a sus asientos.

—Sígueme —le dijo para volver a llamar su atención. —Si no hago otra cosa que seguirla —respondió él con desdén. Atravesaron la sala principal y entraron en un pequeño despacho

lleno de estanterías repletas de libros y viejos manuscritos. Allí estaba un señor, de unos treinta y tantos años, de pelo negro pero

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cano por las sienes, sentado en su silla y revolviendo algunos escritos con mucho interés. Al oír el ruido de la puerta abrirse, alzó la vista para encontrarse con ellos. Esbozó una sonrisa y se levantó de su silla.

—¡Hola, Madre!, por fin vienes —exclamó mientras retiraba la silla y se acercaba a ella para darle un sonoro beso en la mejilla.

—Perdona el retraso. Hubo una falta de coordinación con Adan —respondió ella.

—Nada, no te preocupes… Adan, mucho gusto en conocerle. Ansiaba conocerle desde que Madre me habló de ti.

—¿Quién es usted? —preguntó Adan. —Se llama Ghanku. Será tu nuevo tutor, aquí en Teresa —le dijo

Madre. —Yo ya tengo una tutora y se llama Leisa —replicó él. —Es terco como una mula, pero estoy convencida en que podrá

hacer carrera de él —le dijo Madre a Ghanku y después se dirigió a él—. Yo te dejo en buenas manos. Haz todo cuanto te pida.

—Yo quiero volver con Leisa —contestó con firmeza. Pero ella no respondió y se marchó dejándole a solas con aquel

desconocido. Ghanku se le acercó y le dio un efusivo abrazo que le desconcertó. Después le sonrió e inmediatamente después se volvió hacia su asiento mientras le invitaba a sentarse en la silla de enfrente.

—Pero siéntate, siéntate y dime ¿Qué tal todo? —le preguntó. —Discúlpeme, pero no me apetece hablar con usted. Quiero

volver con Leisa —respondió él como si de un crío pequeño se tratase.

—Pero hombre, no seas así. Yo también puedo ayudarte. De hecho ella acudió a nosotros porque no podía continuar.

—Y fue un error por su parte. Nunca debió acudir a vosotros —le interrumpió.

Adan se sentó en la silla de mala gana, sin ninguna predisposición por su parte de colaborar con aquel que habían nombrado como su nuevo tutor, sin saber aún si justificar a Leisa en su decisión de sacarlo de Elena y por tanto apartarlo de su lado, pues aún no entendía muchas cosas, entre ellas, el interés de aquella gente en que él recordase.

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XXXVI La noche parecía bastante tranquila aunque un poco fría. Con la

luna iluminando el mar y las aguas inmóviles. Todo el mundo estaba durmiendo en sus respectivos camarotes y tan sólo unos pocos permanecían aún de pie, vigilando desde las cubiertas de La Eva por si la calma fuera interrumpida por alguna bestia.

En puente de mandos, Tibi y Yhena charlaban tumbados sobre el suelo mientras observaban las estrellas encendidas en el cielo. La amistad entre ellos dos había aumentado desde que habían embarcado en el nuevo navío. El capitán Merlo solía encomendarles tareas en las que siempre coincidían y así, poco a poco, la confianza entre ellos fue creciendo sin que ellos se dieran cuenta.

Yhena solía interesarse mucho por las funciones y el trabajo de Tibi y en muchas ocasiones, se descubría a sí misma viendo a Rever en la figura del piloto. Era inevitable. Le escuchaba hablar, como le explicaba lleno de ilusión los trucos que se guardaba para sí o las anécdotas que vivió tiempo atrás y era como volver a estar con su marido. Las formas de expresarse e incluso el brillo que desprendían sus ojos al contarlo. Ella le escuchaba absorta en sus palabras, como si Épsilon le hubiera regalado un instante más con Rever, aunque no fuera él quien hablase.

Él sabía que en las mayorías de las ocasiones ella estaba con él porque le traía el recuerdo de su difunto marido. Que no veía en él nada en especial, más que la posibilidad de acercarle al mundo que Rever vivió y que ella no compartió. Pero le gustaba tanto… Era tan hermosa y siempre la veía tan triste, que emanaba de él una necesidad imperiosa de ayudarla en todo cuanto pudiera. En arrancarle una carcajada, en dibujarle una sonrisa, lo que fuera con tal de no verla tan triste. Y si hablar de aquellas aventuras de pilotos le traían agradables recuerdos con los que se la veía más feliz... en fin, pues hablarían de ellas.

Aquella noche, los dos permanecían tumbados sobre la madera mientras él le contaba como en una ocasión quisieron navegar guiándose por una estrella que de pronto pareció convertirse en

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fugaz. Lo contaba exagerando todo lo que podía y ella se reía con grandes carcajadas ante la cantidad de sandeces que era capaz de decir tan sólo para que la historia fuera más interesante. Abajo, en una de las cubiertas, algunos de los marineros escuchaban con atención la conversación, disimulando sus risas para que no fueran escuchados por ellos y les interrumpiera la intimidad. Algunos hasta apostaban algún par de jemeres para ver si Tibi al final lograba seducir a la muchacha, aunque nadie era consciente de lo difícil que lo tenía.

—¡Eso te lo acabas de inventar! —acusó Yhena mientras se llevaba la mano a la boca para evitar que sus risas despertasen a los demás.

—¡Es cierto, Yhena! Te juro que fue así —aseveró él con una sonrisa—. Estaba la estrella en el cielo, brillando con intensidad y entonces, parpadeó y salió corriendo en la dirección opuesta. Nosotros nos pusimos muy nerviosos y tuve que cambiar el rumbo porque pensábamos que se trataba de una señal divina que nos avisaba de un peligro. Entonces maniobré, pero fui tan brusco que tiré al capitán por la borda y casi lo maté.

—¡Eso también es mentira! —Vale, no me creas sino quieres, pero fue así… hasta que nos

dimos cuenta que la estrella se dirigía a los abismos y entonces tuve que maniobrar de nuevo para evitar ser engullidos por la nada.

Tibi permaneció en silencio esbozando una sonrisa sin apartar la mirada de Yhena, quien seguía riéndose casi sin poder contenerse. Él intentaba pensar a toda velocidad para añadir algún comentario, algo que le impidiera serenarse y así lograr que ella siguiera riendo durante un largo rato pero ya no sabía que más añadir.

Ella se volvió hacia él, con los ojos encharcados en lágrimas por aquel ataque frenético y arrancó en una nueva carcajada en cuanto sus ojos se cruzaron con los de él. Le vio tan expectante y con esa cara tan cómica que le fue imposible frenar sus risas haciendo que todo el navío pudiera oírla reír desde el puente de mandos.

Algunos de los hombres que permanecían en las cubiertas comenzaron a emitir pequeñas risas ante las carcajadas contagiosas de la muchacha, y aunque ella se percató de haber sido escuchada,

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continuó con sus risotadas muy a pesar de los intentos de Tibi para que se controlase.

Merlo estaba acostado pero sin llegar a dormirse cuando se sobresaltó al oír el pequeño escándalo. Salió a ver que sucedía, con sus pantalones bombachos y el torso descubierto. Miró a su alrededor y se encontró con algunos marineros escondidos en las cubiertas que estaban conteniéndose las risas. Fueron ellos quienes le hicieron un ademán para informarle de donde provenía el escándalo, aunque no era necesario ningún tipo de chivatazo para saber de dónde salían esas carcajadas. Volvió la mirada hasta el puente de mandos y escuchó la sonora y estridente risa de Yhena y a Tibi diciéndole que iba a despertar a todo el mundo.

—Pero bueno, ¿Y ese escándalo a que se debe? —preguntó el capitán según llegaba hasta donde estaban ellos. Tibi se reincorporó de inmediato nada más verle pero Yhena seguía tumbada sobre la madera, con las manos en el estómago y casi pataleando.

—Perdona capitán, ya nos callamos —se disculpó Tibi. —Que es muy tarde y vosotros aquí de jolgorio. —Pero Yhena

parecía no importarle la presencia del capitán y continuó riendo. —Venga Yhena, que tampoco era tan gracioso —le susurró

intentando tranquilizarla ante la atenta mirada de Merlo. Pero ella no cesó—. Tranquilo, Merlo, que ya nos callamos.

—Eso espero… Por Épsilon que es tarde y tenemos que descansar —respondió un tanto malhumorado. Pero luego su expresión cambió ante la incertidumbre de verlos ahí a los dos, con ese ambiente y esa complicidad

El piloto seguía intentando calmar a Yhena mientras zarandeaba su mano instando a Merlo para que se marchase a descansar. Pero él no podía dejar volar su imaginación, intentando averiguar que había entre ellos, algo que dejó entrever con una mirada llena picardía que hizo que el piloto se sonrojase. Finalmente, Merlo se dio media vuelta para volver a su camarote, no sin antes dedicarle una mueca obscena para incitar al piloto a revolcarse con la muchacha, pero Tibi sólo sonrió y luego continuó susurrándole cosas al oído hasta que al final logró serenarse.

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—¡Qué vergüenza! Han tenido que venir a llamarnos la atención —le dijo Tibi a Yhena mientras observaba con interés como se atusaba el pelo.

—Sólo ha sido Merlo —respondió ella restándole impartan-cia—. Hacia tanto tiempo que no me reía así... que me da igual todo.

—Pues no sé que era lo que tanta gracia te hacía… La historia es divertida, pero a nadie le había provocado un ataque así.

—Ya —dijo ella esbozando una sonrisa—. Necesitaba reírme. —En tal caso, me alegro haberte ayudado hacerlo —contestó él

reclinando la cabeza levemente. Ella no respondió y simplemente permaneció en silencio

observando a Tibi en un intercambio de miradas donde se percibía la admiración que él sentía hacia ella, sin desdibujarse su sonrisa y con los ojos brillando en esa noche clara aunque un poco fría. Intentaba averiguar que era lo que se le estaba pasando por la mente y por qué sonreía. ¿Tal vez había empezando a verle como él la veía a ella desde hacía días?

Pero no. Yhena sonreía porque una vez más la imagen de Rever había regresado a su memoria. Tras haber reído con Tibi y haber escuchado con atención la exagerada anécdota, ahora recordaba las noches en las que su marido regresaba a casa después de un largo viaje. Y al igual que Tibi, siempre traía grandes anécdotas para contarle a ella y a sus hijos. Historias que sabía a la perfección que eran inventadas, o por lo menos exageradas, para que una noche fría alrededor del calor de una hoguera, su familia y él se reunieran para escuchar aquellos entrañables relatos. Sonreía al recordar como se levantaba y fingía la huida de su barco de las garras de las bestias marinas. Recordaba a sus hijos, los tres niños que solían agarrarse fuertemente de las manos mientras escuchaban embobados las palabras de su padre y ella, a un lado de la hoguera con el más pequeño entre sus brazos, disimulando su sonrisa para que los niños no captasen las mentirijillas de su padre. Para ellos, él era un héroe y aquel momento era de los pocos que solían compartir, pues al día siguiente, como mucho al día después, el capitán Merlo volvía a llamarle y él acudía con firmeza para volver a surcar los mares. «Esta

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vez os traeré una garra de la bestia» les decía a sus hijos y los tres se quedaban con la boca abierta por la valía de su padre.

—Pero nunca nos la trajo —dijo ella en alto mientras se le desdibujaba la sonrisa.

—¿Perdón? —preguntó Tibi desconcertado. —Nada… perdona. Estaba acordándome de una cosa —respondió

ella intentando volver a sonreír. —¿De tu marido? —preguntó él consciente que aquello, junto

con el recuerdo de sus hijos, era lo único que habitaba en la atormentada mente de la mujer.

—Sí… recordaba cuando regresaba a casa tras un viaje en algún lugar del mar y les contaba a los niños historias similares a las que me acabas de contar tú.

—Entiendo —dijo Tibi afligido—. Tal vez te he recordado cosas que no quisieras.

—Que va. Para nada… siempre será un placer recordar a mi marido y a mis hijos —contestó ella sintiendo como los ojos se le encharcaban en lágrimas—. Nunca podré olvidarlos —sentenció

—Lo sé, Yhena… lo sé. Se estaba enamorando de ella. Eso ya lo había asumido. Pero no

debía hacerlo. No mientras ella tuviera el dolor tan reciente. Sabía que ella sólo se acercaba a él para alimentar sus ansias de dolor, para que brotasen una serie de recuerdos que harían que la herida nunca se cerrase. Y mientras esta permaneciera abierta, jamás habría una opción para él. Pero tampoco podía huir de ella.

Aquella noche, cuando las lágrimas de Yhena volvieron a recorrer sus mejillas, Tibi acudió como siempre a llenarla de calor fundiéndose en un tierno abrazo. Ya era lo habitual y para ella, aquel hombre se estaba convirtiendo en lo mejor que le había pasado en aquellos días oscuros. Era a él a quien apelaba para calmar su dolor y para que este brotase de nuevo. Aquel piloto era su consuelo y su pena, por que necesitaba llorar por sus hijos y por Rever y cuando no lo hacía se sentía culpable. Se sentía sucia por no recordarlos. Sucia y fuerte, como si se hubiese desensibilizado por los horrores de la vida. Como si ya no fuera humana. Pero estando a su lado, la fuerza se desplomaba y los recuerdos regresaban logrando que sus lágrimas

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brotasen, sintiéndose frágil, volviendo a ser la Yhena que había sido meses atrás. Era como si aquel estado fuera lo único que quedaba de su anterior vida y sólo accediera a él cuando estaba con Tibi.

Por eso era tan vulnerable cuando estaba a su lado, aunque era ajena a los sentimientos que estaba provocando en el piloto. Tibi había pasado mucho tiempo sólo. Resguardado en aquella cueva de la ladera de la montaña de Marina. Sin nadie. Y ahora había vuelto a salir de su escondrijo y había conocido a alguien especial. Puede que él se hubiera prometido que nunca más le pasaría eso, pues en el pasado ya lo pasó bastante mal cuando la mujer a la que amaba desapareció sin más y la soledad que pudo sentir, el desgarro de dolor por no conocer que era lo que había sucedido, le llevó a convertirse en una persona introvertida que prefería pasar desapercibido, que prefería no relacionarse con nadie para evitar que su vulnerabilidad le hiciera preso de sus sentimientos.

Pero ahora, abrazado a ella en el puente de mandos de la Eva, Tibi comprendió que volvía a ser vulnerable. Que los sentimientos por Yhena eran más fuertes de lo que estaba dispuesto a admitir y que ya era demasiado tarde para remediarlo. Sentía impotencia y rabia al mismo tiempo, el deseo de querer ayudarla, de hacerla olvidar, como frustración de saber que ella ni siquiera había reparado en él como él lo había hecho en ella.

Sintió como las lágrimas de la mujer humedecían sus hombros y automáticamente sus ojos también se empañaron. Y que imbécil se sentía por ello. Por eso se apartó lentamente de ella con la cabeza agachada para disimular sus sentimientos. Con la mano se secó las lágrimas para que no se percatase de su suplicio mientras ella se quedaba sentada de bruces sobre el suelo, haciendo un verdadero esfuerzo por contener sus sollozos. Habían pasado de las risas al llanto en muy poco tiempo y era consciente que tampoco eran buenos esos cambios. Cuando el piloto sintió que había recobrado la compostura, volvió la mirada hacia ella que le observaba inquieta.

—Eres un buen hombre —dijo Yhena al ver la reacción del piloto, aunque asumió que su reacción era consecuencia de la lastima por el sufrimiento que ella vivía y no por su desdicha de sentirse no correspondido.

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—Sí, bueno… pero con eso no basta, supongo —contestó él apenado.

—¡Qué tontería! Eso lo es todo. —Ya —se limitó a responder mientras se ponía en pie y perdía su

mirada al cielo y las estrellas. —Es cierto —contestó desconcertada mientras se levantaba del

suelo y se ponía a su lado. Él no contestó y aguardó un pequeño silencio que tan sólo era

acompañado por el sonido del agua del mar chocando contra el armazón del navío mientras ella le agarraba del brazo y juntos se dejaron llevar por las luces de las estrellas.

Allí permanecieron un largo rato. Agarrados y observando el cielo en la inmensidad de la noche, fantaseando cada uno con una cosa. Era la magia de la noche, de la luna y las estrellas. Observándolas en medio del mar, parecía que las ilusiones de cada uno fueran hacerse realidad. Así, lentamente, Yhena empezó a pensar que era Rever a quien tenía a su lado y que más allá del puente de mandos, eran sus hijos los que dormían plácidamente. Una sonrisa se volvió a dibujar en su rostro y sus ojos brillaron al unísono con los luceros del cielo. Su mano empezó a deslizarse hasta agarrar la mano de Tibi y cuando tocó sus dedos, ella los agarró con fuerza, con miedo a que la imagen de Rever se desvaneciera para no volver.

El piloto se extrañó al sentir el tacto de las frías manos de Yhena sobre las suyas, sorprendido por la fuerza con la que le cogía. Bajó su mirada y estuvo un instante mirando los largos y delicados dedos de la mujer y la ternura que sentía al ser acariciado por ella.

Volvió su mirada hacia la de ella y se quedó mirándola con atención, viendo como brillaban los ojos y como observaba las estrellas como quien se despide de alguien para siempre, pero feliz y contenta por haberlo conocido. «¿Tal vez se trataba de algún tipo de despedida?» pensó Tibi y entonces sus miradas se cruzaron.

Fue sólo un impulso y jamás supo por qué se atrevió hacerlo. Pero cuando se quiso dar cuenta, ya había empezado a reclinar su cabeza para que sus labios se encontrasen con los de ella. Yhena recibió aquel beso como si fuera el primero que recibía, como cuando era

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una joven adolescente entusiasmada por inmortalizar aquel breve instante, y sus bocas se fusionaron con las estrellas brillando.

Pero para ella no estaba besándose con él, sino con sus fantasías que habían vuelto a emerger para devolverle a su marido. Había encontrado en los labios del piloto los besos perdidos con Rever, pero él no se dio cuenta y pensaba que aquel instante era la muestra de aquello que anhelaba.

Hasta que sus ojos se abrieron y su fantasía se desvaneció como tras despertar de un gran sueño. Se descubrió besándose con Tibi y una punzada le atravesó el estomago y su corazón.

—Lo… lo siento, lo siento… Discúlpame —dijo ella tras separarse de él, asustada y decepcionada porque había vuelto a la cruda realidad donde Rever no estaba.

—¿Qué sucede? —preguntó Tibi asustado, temiendo los motivos por los cuales ella le había besado.

Pero Yhena no contestó. Tan sólo se llevó las manos a la boca para acariciarse sus labios, extrañada por la sensación que recorrían por ellos al haber besado a otro hombre. La angustia crecía por momentos pero ahora ya no quería llorar delante de él. Así, se dio media vuelta y corrió despavorida huyendo del lugar mientras Tibi permanecía ausente, viendo como Yhena salía de allí arrepentida por aquel beso que a él le había llenado de tanta vida.

XXXVII Se había pasado dos días enteros huyendo de Ghanku. No quería

saber nada de él. Ni si sus intenciones eran buenas, ni si realmente podía hacer algo para que recordase… nada. Y no es que fuera por algo personal. Simplemente se trataba de orgullo. Pero por más que intentaba escapar de su nuevo tutor, este parecía encontrarle siempre con facilidad.

Caminó por Teresa como no lo había hecho por Elena. Con más seguridad y aplomo. Sin temer por lo que pudiera encontrarse al otro lado de cada esquina. Así buscaba un escondite, un lugar apacible donde poder sentarse a pensar sin necesidad de tener que encontrarse con aquel hombre empecinado en ayudarle. Y sin embargo, cuando

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parecía haber encontrado el escondrijo perfecto, siempre aparecía Ghanku, con una amable sonrisa dibujada en el rostro e instándole para que le acompañase al templo donde él tenía su despacho.

—No quiero tu ayuda ¿Es que no lo entiendes? —le dijo en la última ocasión que le descubrió.

—¿Y qué quieres entonces? Dime, ¿Qué es lo que quieres? ¿Quedarte aquí sentado esperando algún tipo de revelación divina? —contestó malhumorado. El pobre hombre estaba empezando a hartarse de ir detrás de Adan como si jugasen al perro y al gato.

—¡Pues a lo mejor! Lo mismo sólo quiero estar aquí sentado sin necesidad de oír sus sandeces ¿Acaso no puedo?

—No. No puedes. Madre me encomendó una labor y no pienso decepcionarla porque me haya tocado en gracia a un memo obstinado que no quiere que le ayude —respondió amenazante—. No me gusta hablar así, ni tratar así a la gente… pero no me estás dando más opción.

—Yo sólo quiero volver con Leisa. Necesito hablar con ella y preguntarle algunas cosas.

—¡Pues no podrá ser! Leisa está en Elena y nosotros estamos muy lejos de allí. Así que, lo mejor es que te dejes de tonterías y vengas conmigo —sentenció.

—Pues no me da la gana —respondió frunciendo el ceño y desesperando un poco más al pobre hombre que alzaba la vista al cielo intentando clamar un milagro.

—Está bien… Tú lo has querido. Hablaré con Madre —amenazó mientras le señalaba con firmeza con el índice.

Ghanku se dio media vuelta y se marchó muy enojado, indignado porque no lograba hacerse con él, mientras Adan le observaba con la sonrisa torcida y aliviado por encontrar un instante de paz. Y en aquel callejón de escasa iluminación, permaneció sentado sobre el suelo pensando en todo y nada al mismo tiempo. Su confusión acerca de las intenciones de Leisa en sacarle de Elena aumentaba cada día. Algunas veces creía que había sido algún tipo de traición, algún tipo de venganza personal hacia el Hermano Mayor en el que él sólo había sido el instrumento. Otras veces creía que sus intenciones habían sido puras y que la opción de acudir a los silvanos, enemigos

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de los axellianos, había surgido desde la más buena voluntad de ayudarlo… pero aun así, no entendía por qué no le dijo nada.

Sentado sobre el frío suelo de rocas, recordó muchos de los instantes que tuvo estando a su lado. Su sonrisa, s u expresión picara, su pelo mecido al viento… Recordó las pequeñas disputas sobre la validez de aquel gol, el día que le trajo la camisa que le había hecho y las largas tardes por el parque de Elena donde él le hablaba de los enormes edificios y ella escuchaba embobada soñando con aquellos mundos que él le describía.

«A veces me gustaría irme de aquí para nunca volver» —le había dicho en aquellas tardes—. «Daría lo que fuera por irme a los mundos en los que vivías».

«Pues vente, Leisa. Ayúdame a volver y vente conmigo» —respondió él.

Y aunque ella sólo era una mera tutora, una mujer a quien le habían encomendado la labor de ayudarle, nunca supo hasta que punto dependía de ella hasta que no desapareció sin más.

Allí solo, mientras se palpaba el mentón y empezaba a ser consciente de que necesitaba un afeitado, comprendió que necesitaba a Leisa más de lo que pensaba y por eso mismo necesitaba saber los motivos de su traición.

—Lo más seguro es que vuelva con Matsu —dijo una dulce voz desde el fondo de la calle. Adan levantó la vista pero no veía a nadie—. He visto como salía corriendo Ghanku hacia el recinto. Parecía enojado.

Aquella muchacha fue acercándose a él lentamente hasta que la tenue luz la iluminó. Era Aura, quien aparecía como un ángel deslizándose suavemente. Con el pelo suelto acariciando sus mejillas con sutileza y con un vestido azul claro con mucho vuelo en el que dejaba al descubierto parte de sus suaves piernas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Adan embobado con la silueta de la chica.

—Huir de mi tía —contestó con dulzura—. ¿Y tú? Hay miles de escondites mejores donde esconderse.

—Sólo necesitaba estar aislado… Llevo todo el día intentado dar esquinazo a ese hombre, cosa que parece imposible —respondió él

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volviendo la mirada a la oscuridad del callejón para ver si alguien se acercaba.

—No seas así. Ghanku es un buen hombre y sólo quiere ayudar. —¿Has venido para convencerme de algo? —interrumpió

sorprendido. —No. Procuro que no me salpiquen los rollos de mi tía —

respondió llevándose la mano a uno de sus mechones—. Había venido para ver si te apetece acompañarme a la cantina.

—¿La cantina? —Sí. Un lugar donde hay músicos, gente bailando, bebidas…

Alguna vez he cantado allí. —Vaya, creo que es la primera vez que me invitan para ir de

fiesta —contestó sorprendido, aunque la muchacha interpretó que era la primera vez desde que había llegado a Teresa, cuando él hacía referencia a otro momento: Desde que había despertado en esos mundos.

—¡Perfecto! Vayámonos entonces. Además, no creo que tarde en volver Ghanku con Matsu y entonces te estropearán el plan.

—Pues no se hable más —dijo poniéndose en pie—. Marchémonos antes de que aparezca ese pesado.

Aura sonrió y le agarró del brazo para caminar juntos por las calles oscuras. Fueron en la dirección opuesta para evitar encontrarse con el tutor y callejearon un poco hasta llegar a la cantina que se encontraba en medio de unas casas bajas apartada de los grandes lugares de interés y culto.

Caminaron agarrados como si fueran una pareja de novios. Aura le iba contando detalles y anécdotas del lugar al que se dirigían, donde ella solía pasar muchos días en compañía de una serie de personas que, según sus propias palabras, eran entrañables. Pero a Adan no le importaba como eran aquellas personas, sino alejarse de cualquier lugar susceptible a ser encontrado por su tutor.

Finalmente, tras callejear bastante, llegaron a la entrada. Una puerta tosca y repleta de adornos de hierro que la hacía aun más ruda de lo que por sí era. Con una gran anilla colgando a la altura del pecho y un agujero tapado haciendo las funciones de mirilla. Se oía bastante ruido desde la puerta. Murmullos de personas hablando, la

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música amenizando el ambiente y los trotes de las personas que bailaban sobre la pista de baile.

Aura amarró la anilla que colgaba de la puerta y la golpeó dos veces con fuerza. Poco tardó en aparecer un hombre con una espesa barba rojiza y muy gordo, que tras mirar por el agujero, abría con una sonrisa para recibir a una de las mujeres habituales de aquel antro. Saludos efusivos entre ellos y después Aura le presentó a su acompañante.

El hombre que les había recibido se llamaba Martire y debía ser como una especie de portero que vigilaba quien entraba. Era curioso porque parecía que aquella reunión en la cantina estuviera prohibida, pues había muchas medidas para vigilar quien entraba. Pero con Aura como referencia, Adan no tuvo ni una sola pega para que entrase. Martire se apartó y ellos entraron en el interior del recinto. Aura se soltó de su brazo y, dejándose llevar con los sonidos de las flautas y guitarras, comenzó a menearse suavemente mientras saludaba alzando la mano.

Era un lugar grande, lleno de colorido y de hombres y mujeres sin esa indumentaria tan típica de Teresa. Una pequeña barra atestada de gente, con dos camareros que servían cerveza mientras daban pequeños pasos al son de la música, unos quince o veinte taburetes y una pista de baile atestada de parejas que bailaban al unísono las alegres melodías que tocaba la banda. Adan esbozó una sonrisa ante tan festivo ambiente y enseguida reparó en aquel grupo de músicos que amenizaban la velada. Guitarras, flautas, castañuelas, violines y tambores. Todos ellos acompasados por las palmas de los más tímidos que aplaudían en lugar de bailar.

—Vamos, que te quedas atrás —dijo Aura volviéndole a agarrar y tirando de él para que la acompañase—. ¿Tomamos algo?

—¡Claro! —exclamó sonriente. Aquellas canciones le resultaban muy familiares, con un estilo propio de alguna tierra lejana de la que no se acordaba.

La muchacha tiró de él hasta la barra y tras lograr hacerse un hueco, llamó la atención de uno de los camareros: Un muchacho delgado, de apenas veinte años, rubio, ojos oscuros, nariz prominente y con aspecto de gamberro. El camarero sonrió en cuanto la vio y se

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marcó un paso de baile mientras se arrimaba a Aura para darle un sonoro beso en la mejilla.

—¡Por fin te veo! —exclamó el joven camarero. —Hola, Claxo. He venido en cuanto he podido. Mi tía, que es una

pesada —contestó ante la atenta mirada de Adan. —¡Qué Épsilon me libre de criticar a Madre! —respondió el

joven mientras deslizaba dos pequeños vasos sobre la mesa, sacaba una botella de un líquido desconocido y los llenaba un poco—. ¡Salud!

—Anda, ponle otro a mi amigo —le interrumpió ella con una sonrisa antes de coger el vaso. El muchacho levantó la vista y se encontró con él, y arrepentido por no haber visto al acompañante de Aura, sacó otro vaso con rapidez y se disculpó—. Se llama Adan.

—Mucho gusto Adan —le dijo el joven mientras le estrechaba la mano. Allí en Teresa no se cruzaban los codos como en Elena sino que hacían algo que era más familiar para él.

—Igualmente —contestó Adan un tanto asombrado. Tras llenar el tercer vaso, los tres, cogiendo su chupito, los

alzaron levemente y se lo llevaron a la garganta para bebérselo de un trago. Adan notó como el liquido ardía por su garganta dejándole una sensación amarga y escalofriante a la que no estaba acostumbrado. Estaba asqueroso. Pero Claxo y Aura se lo bebieron como si nada y al ver su reacción no pudieron evitar sus risas.

—¡Demasiado fuerte para ti compadre! —exclamó el camarero —¿Qué demonio es? —preguntó pero el joven tan sólo soltó una

carcajada sin responder a la pregunta. —Anda, sírvenos unas cervezas —pidió Aura y tras un pequeño

ademán con la cabeza, el camarero dio marcha atrás en busca de unas jarras.

Aura comenzó a bailar suavemente mientras saludaba a algunas de las personas que estaban en la barra y Adan volvió a fijar su atención en el grupo de hombres y mujeres que bailaban sobre la pista.

Sí, había algo familiar en aquellos bailes, en esos sonidos y en las formas de actuar. Hasta en los atuendos de algunas de las mujeres, con grandes faltas de volantes y mucho vuelo a las cuales se

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agarraban para zarandearlas al ritmo de la música mientras la gente se reunía en corros alrededor de ellas y las aplaudían animándolas con pequeños gritos acompasando la percusión de la melodía.

Una de las mujeres que más expectación creaba entre las personas que animaban a los bailarines, comenzó a moverse con pequeños espasmos acompañado de un taconeo sobre la tarima. A todo el mundo le encantaba su manera de bailar y tras unos cuantos movimientos con su falda y varios golpes en seco sobre la madera con sus pies, todos gritaron al unísono: ¡Ole!

Adan volvió a esbozar una sonrisa ante aquel jolgorio. Estaba asombrado por la enorme familiaridad que le producía todo aquello cuando absorto en sus pensamientos fue nuevamente asaltado por Aura. Portaba dos enormes jarras llenas de cerveza. Le extendió una y los dos bebieron. Y aquello sí que estaba realmente bueno y no ese otro brebaje. El líquido amargo refrescó toda su garganta y con los labios humedecidos, Adan emitió un pequeño suspiro de placer. Llevaba mucho sin beber y aquel sabor pareció brotar dentro de su mente recordándole algunos de los momentos en los que degustó de sus jarras frías de cerveza en las alegres noches en compañía de Lucia.

Sus recuerdos, despertados por ese sabor y que por primera vez parecían brotar fuera de sus sueños, se interrumpieron cuando Aura le apartó la jarra de sus manos para dejarlas sobre la barra.

—¿Bailas conmigo? —le invitó y aunque él quiso decir que no, pensando que haría un ridículo espantoso al no saber moverse como lo hacían el resto de bailarines, no tuvo tiempo en rechazar la oferta.

Con una gran sonrisa y los ojos encendidos, Aura le agarró de la mano para tirar de él hasta la pista de baile. La música, ahora amenizada por la dulzura de una flauta y un violín que la acompañaba, seguía sonando provocando una armonía entre los bailarines, y cuando ellos llegaron al centro de la pista, ella le soltó, alzó las manos al aire y trotando levemente comenzó a perderse girándose sobre sí misma. Él se quedó inmóvil viendo como, con aquellos pasos sueltos, ella se alejaba de él mientras pensaba ofuscado «¿Para eso quería sacarme a bailar? ¿Para dejarme luego tirado en medio de la pista?» y cuando decidió volverse hacia la

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barra, una mujer aparecida de la nada, vestida con un enorme vestido rojo y con una gran melena castaña y rizada, le agarró de la cintura y tiró de él para que continuase bailando.

Él no sabía cómo reaccionar y sus torpes pasos lo único que hicieron fueron pisarse y golpearse en los tobillos. Hasta que al fin tomó el ritmo de la canción, ahora con una guitarra sumada a la melodía, y empezó a bailar con aquella mujer que no dejaba de sonreír.

La señora se separó de él al cabo de un par de acordes y se mezcló con otro grupo de hombres y mujeres que bailaban alegremente dejándole nuevamente solo en la pista siguiendo el ritmo de la música, observando los movimientos y las carcajadas de todos ellos. Se lo estaban pasando realmente bien y eso se notaba. Y cuando al fin iba a volver a la barra, Aura le agarró de las manos y se lo impidió. Estaba completamente fuera de sí, poseída por el ritmo, repleta de adrenalina y comenzó a girar con él haciendo círculos en medio de toda la gente. Fueron muchas vueltas y muy rápidas lo que terminó en marear a Adan. Ella gritó de euforia y le soltó para seguir bailando con los demás.

Adan sonrió inclinándose sobre sus rodillas para tomar aire mientras observaba a la alocada muchacha deslizándose entre la gente, con las manos alzadas y girando las muñecas haciendo graciosos círculos con las manos. Se irguió tras el breve descanso y se aproximó a ella para seguirle el ritmo. Le enganchó de la cintura, la acercó a él y se marcó unos pasos con los aplausos del resto de bailarines que ahora observaban y animaban a la pareja a gritos de: ¡Ole! ¡Ole! ¡Ole!

Mientras, en la taberna de la cantina, Madre observaba los movimientos provocativos de su sobrina con aquel hombre mientras Ghanku no dejaba de protestar a gritos en sus oídos.

La gente no tardó en reparar en la presencia de Madre. Pero ella era alguien muy querida, para nada temida, y la música continuó a pesar de todo. Sin embargo, fueron muchos los que se aceraron a saludarla y Madre, muy servicial y educada con todos, les devolvió el saludo.

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Algunos de los bailarines de la pista corrieron a informar a Aura de la presencia de su tía y ella dejó de bailar en cuanto escuchó el revuelo que se estaba formando. Miró a todos lados, lo que extrañó a Adan ya muy animado por la música, y se detuvieron para finalmente encontrarse con ella, que les sonreía desde la puerta mientras les hacía un ademán para que se acercasen. Aura sonrió abatida pero no desobedeció, sin embargo a Adan si se le cambió la cara al encontrarse con ellos. Ahí estaba; Ghanku, su tutor, el pesado señor obsesionado con ayudarle cuando él no quería su ayuda, y encima acompañado de la misteriosa anciana, esa mujer de escasas palabras. De pronto sintió el impulso de salir corriendo, pero ¿Hacia dónde? Si ellos obstaculizaban la única salida.

—Te estaba esperando en el recinto para tus clases, señorita —le dijo Madre a su sobrina—. ¿Se puede saber que estabas haciendo?

—Sólo bailaba —respondió con una sonrisa llena de picardía. —Sí, ya…. ya te he visto como bailabas —dijo Madre analizando

cada milímetro de su sobrina que jadeaba agotada de tanto baile frenético—. Anda, ve hacia el recinto y espérame allí. Continuaremos la clase donde lo dejamos ayer.

—Está bien —contestó ella haciéndose hueco entre el tutor y su tía para salir de la cantina. Pero antes de salir, se volvió y sonrió a su compañero de baile—. Hasta luego, Adan. —Se despidió con una mirada provocativa y salió dejando a los tres allí de pie mirándose los unos a los otros.

—¡Encima que él ya me lo está poniendo difícil para tener a tu sobrina calentándole! —exclamó Ghanku enojado.

—No lo hace por él, lo hace sólo para que yo me moleste — interrumpió Madre—. No te preocupes por ella porque no volverá a pasar.

—Eso espero. —Y tú —dijo Madre a Adan—. Por la gloria bendita de tus

ancestros, ¡Obedece a Ghanku! ¡Colabora un poquito! Al fin de cuentas sólo queremos ayudarte.

—¿Y eso quien me lo garantiza? ¿Cómo sé que son buenas vuestras intenciones? —preguntó Adan pero ninguno de los dos supo

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responder—. Lo siento, pero no colaboraré hasta que no hable con Leisa.

—Eso es imposible. Ella no puede venir hasta aquí —respondió Madre.

—Pues secuestrarla… ¿Acaso no es eso lo que hicisteis conmigo? —¿Lo ves? —dijo Ghanku—. No quiere cooperar. Yo así no

puedo trabajar. —¡Mira Ghanku! Yo ya tengo suficiente con mi sobrina. ¡No

puedo estar en todo! Ocúpate de Adan y si no puedes, llamaré a otro. Madre salió muy enojada de la cantina y se marchó hacia el

recinto donde se encontraría con Aura. Mientras, en la entrada, seguían Ghanku y Adan de pie, mirándose fijamente mientras los demás continuaban con su fiesta como si tal cosa.

—¿Vendrás conmigo? —preguntó Ghanku con calma, pero Adan sonrió y se dio media vuelta para coger su jarra de cerveza y el tutor, lleno de resignación, suspiró agotado.

XXXVIII A pesar de la marcha de muchos de los soldados hacia la

intervención a Marina, en Elena aún quedaba un gran número de guardias revolviendo cada esquina de la ciudad. Habían pasado varios días desde la entrada de los silvanos a media noche y aún no habían sacado ninguna conclusión. Lo único que sabían era que se habían llevado a Adan pero ¿Por qué? Y lo más importante ¿Quién les había ayudado?

Ateleo había sido muy duro con el grupo de protección. Tras calificarlos de patanes sin remedio y de vagos absolutos, decidió expulsar a los dos hombres que se enfrentaron sin éxito contra Valo y Matsu. Según el consejero, estos dos hombres que hacían guardia aquella noche en el portón de salida, habían rehuido sus obligaciones al no acabar con todas las posibilidades para evitar que se salieran con la suya, por lo que no eran dignos de continuar en la orden. Esta decisión, que para muchos fue bastante permisiva, fue más que suficiente para que el resto de la formación se aplicase en la nueva

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misión de encontrar pistas, lo que fuera. Pero de momento parecía que no estaban de suerte.

Tal vez debido a la incapacidad del grupo de protección de desahijar las pistas necesarias para descubrir la verdad, Leisa permanecía con total tranquilidad. En su casa resguardada y evitando salir mucho a la calle, así mantenía su confianza en que pronto cesarían en la búsqueda asumiendo que los silvanos habían entrado sin ayuda. Sin embargo, Ateleo no estaba dispuesto a dejarla tranquila. Ella había sido la única que los había visto entrar dejando que se llevasen algo que estaba bajo su responsabilidad.

—Hay que depurar responsabilidades. Y éstas empiezan contigo —le dijo el consejero una de las mañanas en la que la guardia acudió a su casa para obligarla a compadecer ante él.

Pero Leisa mantenía la compostura ante todo. No permitía que la vieran dudar y evitaba ponerse nerviosa ante las amenazas de Ateleo. Habían sido demasiados años aguantándolas, ya sabía cómo reaccionar ante ellas. Por suerte para Leisa, Seleba no permitió ninguna acción sin una justificación llena de evidencias y su consejero tuvo que morderse las ganas de apresar a la muchacha para exhibiría ante el pueblo como la culpable.

—Sólo necesito tiempo —le dijo ante el silencio de la muchacha—. Aguardaré un poco más y estoy convencido que reuniré las pruebas necesarias para acabar contigo.

—¿Me puedo ir ya? —se limitó a preguntar sin entrar en las acusaciones de Ateleo.

—Por supuesto. Vete. Disfruta de la libertad que te queda... Sé que fuiste tú quien ayudó a los silvanos, y créeme cuando te digo que lo demostraré.

—Ateleo, te estás repitiendo ¿Dejarás que me vaya? —Sí, claro... Vete. Y lleno de resignación dejó que Leisa se fuera a casa. Ella se

marchó del templo con el semblante serio, sin ninguna expresión que pudiera dar lugar a ningún tipo de interpretación fantasiosa por parte del consejero que justificase alguna calumnia para apresarla.

Afuera, la ciudad seguía exhibiendo ese ambiente triste y violento, con la gente aún desconfiando de todos los movimientos

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que se daban desde los edificios institucionales y las calles atestadas de vigilancia. Nadie se fiaba de nadie, pero menos de Leisa. El grupo de personas afines al consejero continuaban soltando improperios en todos los sentidos. Ya no sólo contra el Hermano Mayor, sino también contra de ella, habiendo sacado a la luz la polémica que sucedió cuando la apresaron junto con sus hermanos, recordando a la gente que ella fue la única que se escapó de la voluntad de la plaza judicial. Así fueron caldeando a la opinión pública que miraba a Leisa con desconfianza, convencidos de una posible traición.

Por eso debía andarse con cuidado porque sí podían culparla de la entrada de los silvanos. Aunque había ocultado bien las pistas y estaba interpretando a la perfección su papel. Sabía que existía una posibilidad de ser descubierta o a lo mejor no. Lo mismo no descubrían nada, pero sabía que tampoco necesitarían una excusa para juzgarla. Tan sólo debía esperar a que sus vecinos se caldeasen del todo y entonces estaría perdida.

Así que, lo mejor sería quedarse en casa y aguardar la calma. Además, ni siquiera podía estar tranquila caminado por las calles. Estaba obsesionada. Creía que todo el mundo la miraba, la acechaba y cuanto menos tiempo estuviera deambulando por ahí, mejor. Pero no estaba tan mal encaminada. Ateleo había hecho llamar a ciertos hombres de la guardia, aquellos con los que tenía más confianza, y les había pedido que la vigilasen de cerca. Cualquier cosa podría hacer saltar la liebre.

Ella llegó a su casa y sólo tras cerrar la puerta con cerrojo pudo sentirse tranquila, algo que no era habitual por aquellas tierras, pues todas las casas solían estar abiertas. Pensó que tal vez se estaba equivocando al cerrar, que lo mismo daba un motivo para que dudasen de ella, pero no podía dejarla abierta, susceptible a ser invadida en cualquier momento por la masa desgobernada y manipulada. Además, siempre podía alegar que cerraba por si volvían los silvanos, pensaba, y con las mismas se metió en su habitación para ponerse cómoda.

Su corazón le dio un vuelco acelerándose a mil por hora cuando percibió la silueta de un hombre dentro de su habitación. Estaba sentado sobre el colchón mientras parecía que ojeaba los cajones de

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su cómoda, e inmediatamente se dio media vuelta y corrió hacia la puerta de salida.

Su asaltante se percató de que había sido descubierto y se apresuró a detenerla antes de que saliera de la casa al tiempo que vociferaba.

—Leisa ¡Espera! ¡Qué soy yo, tu primo! Y sólo cuando escuchó el tono de voz, se detuvo para volverse y

encontrarse con Valo, que se había colado en su casa para esperar su llegada.

—¿Qué haces aquí? ¿Acaso no te has dado cuenta como está el ambiente? —preguntó indignada—. Ya puedo darme por muerta como te descubran.

—Madre me pidió que viniera a verte para asegurarme que no te pasará nada —respondió Valo.

—Pues no hacía falta —respondió en un susurro. Ante todo tenía que evitar que alguien pudiera escuchar su conversación—. Sé cuidar de mi misma.

—Venga, Leisa. No te pongas así que sólo queremos ayudar. —Y ¿Cómo piensas ayudarme si te descubren merodeando por

aquí? ¿O si te reconoce uno de los guardias? De verdad, a veces creo que sois tontos.

—No te preocupes que no me ha visto nadie. Y el guardia aquel dudo que se acuerde de mi cara. Era de noche y no le dio tiempo a fijarse en mí… Bueno que ¿No vas a dar ni un abrazo a tu primo? El otro día no tuvimos tiempo de vernos. —Cambió de tema para evitar seguir con la polémica.

Leisa vaciló un instante aún a la defensiva por el breve asalto de Valo, pero a pesar de todo, él estaba ahí para intentar ayudarla... y era su primo. Así que, sonrió con resignación, pensando en qué iba hacer ahora con él, pero a su vez agradecida de ver una cara familiar, y finalmente le abrazó con ternura.

—Bueno, ¿Cómo están tus padres?—preguntó mientras se acomodaban en el salón de la pequeña casa.

—Bien, están todos bien. Se fueron a vivir a Lucia para estar más tranquilos. Ya se están haciendo mayores —comentó Valo.

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—Hacen bien. Allí estarán más tranquilos… ¿Y Adan? ¿Cómo se lo tomó? El que os lo llevarais a media noche y eso —preguntó intrigada.

—Pues más o menos como avisaste. Mal. Se lo tomó muy mal. Durante el viaje no quiso salir de su camarote. Pero cuando llegamos a Teresa no tuvo más remedio que resignase y obedecer... aunque de muy mala gana —respondió Valo con un tono divertido.

—Espero que no tuvierais que recurrir a la violenc ia. Ya os dije que es alguien muy especial.

—Alguna leche si se llevó, no voy a mentirte, ¡Pero es que es muy tozudo! —exclamó con una pequeña risa que rápidamente fue acallada con un ademán por Leisa.

—Que te van a oír —susurró—. Sólo espero que no hayáis sido muy bestias.

—Lo necesario, prima, lo necesario. —¿Dijo algo de mí? Creo que me vio cuando os ayudé a salir por

la puerta. —Te vio, te vio —aclaró expectante—. ¿Por qué te importa tanto

lo que él diga de ti? ¿Acaso hay algo que deba saber? —No… ¿Qué tienes que saber tú? —contestó inmediatamente,

pero Valo no dijo nada. Tan sólo la miró con una sonrisa en el rostro—. Me preocupa. Sólo es eso.

—Pues contestando a tu pregunta, diría que piensa que le has traicionado. No entendía que pasaba y por qué le habías hecho esto.

—Me lo imaginaba —contestó dolida. —Por cierto, Preston te manda saludos —le dijo su primo girando

por completo la conversación. Leisa se volvió hacia él y le miró aturdida, como si estuviese

asombrada por volver oír el nombre del famoso capitán silvano. Un nombre que le traía muchos recuerdos, tanto buenos como malos. Valo permaneció a la expectativa por si decía algo al oír mencionar a la persona con la que tuvo un gran romance, pero ella no dijo nada. Tan sólo guardó silencio.

—Te manda recuerdos —añadió Valo confiando en que reaccionase—, y me pidió que cuidase mucho de ti.

—¿Qué tal está? —finalmente preguntó.

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—Bien. Ya le conoces. ¡Todo un figura! De aquí para allá con su barco.

—Me hago una idea... Y ahora será mejor que te marches y te escondas en algún agujero si no quieres que me ejecuten.

Valo soltó una pequeña carcajada al comentario de su prima y, sin poner más resistencia, se levantó del sofá y salió con cautela evitando ser visto por los lugareños. Leisa se quedó a solas en su casa, con una expresión divertida ante la inesperada visita mientras algunos de sus pensamientos se centraban en Adan y otros en Preston. Se dirigió a su habitación y ya con tranquilidad se acomodó en la soledad de aquellas paredes, se tumbó en la cama y se durmió.

En los días siguientes siguió apelando a la calma y a la cautela. Sin dejarse ver demasiado, tan sólo lo justo para que nadie la acusase de estar escondiendo nada. Pero con Valo allí era más difícil. Fuera por donde fuese, siempre terminaba encontrándose con la silueta de su primo en algún rincón, vigilando sus pasos tal y como le habían ordenado. Ella no dejaba de pensar que así sólo lograría ponerla en algún aprieto, que al final alguien le descubriría y entonces ¿Quién le ayudaría? Nadie —suponía—, pero por suerte se le daba muy bien esconderse.

Poco a poco, la presencia de guardias sobre las calles fue disminuyendo. Seleba, harta de ambiente tan cargado que se vivía en Elena, se interpuso a las decisiones militares de su consejero que había convertido las calles en un campamento militar y así, poco a poco, llegó una relativa calma que ayudó a Valo a moverse con más soltura. Eso no evitó que Leisa se mantuviera aún en guardia. Dudaba de todo el mundo y aunque todo volviese a una relativa normalidad, sabía que aún estaban latentes los deseos de Ateleo en encontrar, no un mero culpable de la entrada de los silvanos, sino la propia culpabilidad de la muchacha.

Al tercer día, su barrio se llenó de guardias del escuadrón del propio consejero del Hermano Mayor. Se trataba de una formación de hombres rudos, cubiertos por una pesada armadura que impedía que se les viera las caras y, a excepción del resto de la guardia, ellos no usaban lanzas, sino afiladas espadas que colgaban de su cintura de un modo insinuante. Se habían presentado por orden de Ateleo y

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estaban iniciando una investigación ajena a la ya abierta por el grupo de protección de ciudadanos.

Ella se asomó a la ventana en cuanto escuchó los primeros ruidos propiciados por los soldados, que llamaban a las puertas con claros indicios de violencia. Sacaban a sus ocupantes a empujones si era preciso y ya tirados en medio del empedrado, les decían que había recibido informaciones que aseguraban que el traidor que había ayudado a los silvanos a entrar en la ciudad estaba en aquel barrio.

Valo estuvo vigilante en todo momento. Evitando ser visto pero si alejarse del centro de acción del escuadrón, comprobando sus malas tretas en busca del culpable que Ateleo ansiaba. Sin embargo, aquellos vecinos, hombres y mujeres humildes, no tenían la respuesta que ellos buscaban. Nadie podía decir nada porque no tenían las pruebas necesarias para acusar directamente a Leisa, aunque así lo pensaran.

Arremetieron contra algunos de los hombres propinándolos varios golpes en los costados pero aun así, ninguno supo decir nada. Y al cabo de un rato interrogando a todo el vecindario, el escuadrón se marchó aunque no golpearan a su puerta.

—Ten mucho cuidado. Van a por ti —susurró Valo a Leisa en medio de la noche.

Pero ella ya lo sabía. Hacía mucho tiempo que conocía las intenciones de Ateleo y sabía que el secuestro de Adan podía darle la satisfacción que tanto tiempo había buscado. Aquella noche no pudo dormir. Sentía un mal presagio convencida de que algo malo estaba a punto de suceder, y sin poder conciliar el sueño, estuvo toda la noche con la mirada fijada en la puerta de la casa como si esperase que en cualquier momento la guardia de Elena la derrumbase para llevársela presa a los calabozos, como ya hicieron tiempo atrás, cuando ella vivía en esa misma casa con sus padres y sus dos hermanos. Pero aquella noche, nadie llamó a la puerta.

El agotamiento y la incertidumbre pudieron finalmente con ella que se durmió sentada en una pequeña mecedora que había colocado mirando hacia la puerta cuando ya faltaban pocas horas de la salida del sol. Fue entonces cuando unos fuertes golpes sobre la puerta la sobresaltaron de su placentero sueño. Se trataba de unos golpes

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bastante fuertes y que propinaban a la dura madera de un modo muy consecutivo, acompañado de unos gritos del soldado que irrumpía en la tranquilidad de la casa.

—Abra ahora mismo. Por orden del consejero de Elena, le solicitamos que abra la puerta inmediatamente —repetía una y otra vez.

Leisa miró a su alrededor un tanto desorientada, despeinaba y con alguna legaña asomando por sus ojos, pero rápidamente supo ponerse en pie. Sabía que era lo que le aguardaba. Así que, se acercó a la puerta y la abrió de golpe interrumpiendo los continuos golpes.

—¿Puedo ayudarlos en algo? —preguntó a los guardias que estaban enfrente de ella, dos hombres a los que casi no podía verles la cara cubiertos de su pesada armadura. Tras ellos, todos los vecinos observaban expectantes la situación, murmurando entre ellos lo que sabían. Alguien la había delatado.

—Por petición del consejero del Hermano Mayor debo arrestarla y llevarla ante él, señorita —dijo uno de ellos.

—¿Se me acusa de algo? —preguntó expectante sin saber aún si se trataba de un arresto o de un simple interrogatorio de todos los que ya había tenido en estos días.

—Se le acusa de alta traición. De haber ayudado a los silvanos a entrar en la capital del feudo y de conspirar contra la orden para perturbar la tranquilidad reinante del pueblo de Épsilon —respondió el otro guardia ante sorpresa de todos los presentes. Se trataban de acusaciones muy severas y todos sabían en qué acaban todas ellas: sentenciados en la plaza judicial.

—¿Y qué pruebas tienen en contra de mi persona para imputarme esos delitos? —preguntó manteniendo la serenidad. Después alzó la vista a los tejados de uno de los edificios de enfrente y vio como Valo observaba aterrado desde las alturas.

—El testimonio de uno de sus vecinos. Asegura haberla visto en compañías de silvanos y haber visto como les ayudabas a escapar ahuyentando a la guardia.

Y Leisa no respondió. Tan sólo observó la cara de todos y cada uno de los allí presentes, vecinos con los que había convivido durante mucho tiempo y que ahora la volvían a mirar con aquel

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desprecio, con aquel sentimiento de repulsa. Entre ellos estaba la mujer que la había delatado. Una vecina cercana que había tratado a Adan con cariño. La mujer a la que detuvo para preguntarla si sabía algo de su tutora. Sin embargo, Leisa jamás sabría que había sido ella, quien desde la muchedumbre observaba complaciente su mirada atónita buscando entre los miles de ojos que la acechaban la responsable de su detención.

Pero no pudo continuar buscando a su delatora, pues los guardias la amarraron de los brazos, se los retorcieron provocando un grito de dolor y empezaron a empujarla para sacarla de allí ante un público expectante que aplaudió dando las gracias de haber encontrado al responsable de los días gobernados por la intranquilidad y la inseguridad.

Mientras, Leisa no sabía qué hacer ni que pensar, pues ya sabía cómo actuaba su gente y que era lo que esperarían ahora. Ateleo había logrado lo que más quería y por fin podría terminar lo que años atrás no pudo. Ejecutarla delante del pueblo. Lo único que pensó era que para ella ya no había esperanzas.

Sin embargo Valo aún confiaba en una última opción. Madre. La Madre de los silvanos no permitiría que se ejecutase ningún tipo de sentencia, y ahora, el futuro de Leisa dependía de su rapidez para llegar a Teresa e informar de lo que estaba sucediendo. Cada segundo podía ser vital para ella.

XXXIX

«¿Estoy soñando? —se preguntó Adan mentalmente—. Sí. Creo

que estoy volviendo a soñar. Bien, veamos qué descubro ahora…» Ortuño caminaba por el estrecho pasillo cojeando y de muy mal

humor. La osada periodista le había clavado muy hondo la navaja en su rodilla y aunque el médico le había ordenado reposo, él no solía obedecer a este tipo de indicaciones. Se dirigía todo lo rápido que le permitía la pierna hacia una de las salas para reunirse con Rumsfeld. Tenía noticias que darle, grandes noticias que tranquilizarían a su perturbado jefe.

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Rumsfeld se encontraba en lo que se denominaba la T3 supervisando los últimos detalles para iniciar los experimentos que darían el cierre a las investigaciones que derivaron del proyecto 725. Se trataba de una antigua plataforma petrolífera afincada en medio del océano Pacífico, reutilizada como base y centro neurálgico de todas las operaciones. Allí, alejados del mundo, podían hacer cuanto quisieran con la ventaja de que nadie se enteraría, una tranquilidad que les daba la libertad de actuar con total impunidad.

Habían acondicionado muy bien aquella plataforma. Hasta habían aumentado las instalaciones creando salas sumergidas en el mar para la observación y captura de la multitud de animales que vivían por aquellas aguas y habían subido la altura con plantas ahora convertidas en laboratorios químicos y biológicos. Todo un escenario espeluznante que horrorizaba a las pocas personas que sabían a qué se dedicaban en aquel centro.

El apuesto galán caminaba con orgullo por las instalaciones acompañado por el presidente de la Junta Directiva. Estaban observando las últimas creaciones cuando Ortuño irrumpió en la sala un tanto exhausto de buscarle por varios sitios sin éxito.

—¡Ortuño! —exclamó Rumsfeld—. ¡Qué alegría verte! ¿Qué tal esa pierna?

—Mejor Rumsfeld. No me da guerra —respondió él mientras terminaba de acercarse a ellos—. Buenos días, Presidente.

—Buenos días Ortuño. El presidente de la Junta Directiva era un hombre casi de la

misma estatura de Rumsfeld. Nunca sonreía y su semblante era excesivamente serio, como si hubiera sido incapaz de mostrar algún tipo de emoción en toda su vida. Tenía un denso cabello y ya peinaba canas, muchas, pero su rostro aún no había envejecido. Con una nariz muy picuda y los ojos hundidos. Su barba era bastante espesa, pero siempre la tenía muy bien recortada, pudiéndose ver perfectamente la comisura de sus labios.

No solía dejarse ver por ninguno de los proyectos, tan sólo cuando había algo importante que hacer, algo que considerase esencial. Y el cierre del proyecto era motivo más que suficiente para

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deleitar con su presencia a todos los científicos revolucionarios que habían intentado sabotear los experimentos.

—¿Arreglaste el asunto con la periodista esa? —preguntó Rumsfeld ante la atenta mirada del presidente.

—Ya no hay que preocuparse por ella. No hablará —respondió Ortuño.

—¿La liquidasteis? —preguntó el presidente. —Negativo. No estimamos necesario liquidarla… Pero con su

ayuda encontramos al chivato y después de lo que presenció, os puedo asegurar que no hablará.

—Supongo que al chivato si le disteis matarile. —Sí. Eso desde luego. Se encargó uno de mis guardias que lo

hizo en mi presencia y con ella de testigo para asegurarme que no tendrá ganas de irse de la lengua —respondió el jefe de seguridad.

—¿Y eso cómo se supone? Perdón por mi ignorancia pero si ha visto como lo ejecutabais ¿Eso no la convierte en un testigo?

—Sí, pero le dejé bien claro que si nos delataba, sería otra persona quien acabase lo que ahora no habíamos hecho. No hablará.

—Esperemos, porque no desearía más problemas a este respecto —comentó el presidente.

—No se preocupe. Ortuño es muy eficiente y sabe lo que hace —interrumpió Rumsfeld un tanto nervioso. El presidente no había reaccionado muy bien ante el amotinamiento de los científicos.

—Por supuesto que no me preocupo. Tengo muy buenas referencias de su jefe de seguridad. ¿Continuamos con la revisión? Llevamos un ligero retraso.

—Claro —dijo el galán con una reverencia para cederle el paso—. Ortuño, puedes acompañarnos si lo deseas —ofreció al jefe de seguridad y después le dijo en su susurro—. Ya sabes que siempre te tuvo mucha estima.

—Sí, véngase con nosotros. Así podrá contarme algunas de sus hazañas dentro del proyecto. Siempre me agradó escuchar sus historias —comentó el presidente.

Rumsfeld le dedicó una amplia sonrisa a Ortuño mostrándole su conocimiento por la increíble simpatía del presidente hacia él, algo que le sorprendía bastante, pues sólo habían coincidido en un par de

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ocasiones y, a pesar que siempre había sido muy cortés, tampoco se podía decir que hubieran entablado una gran amistad. Tan sólo breves conversaciones donde él le había narrado alguna anécdota del trabajo. Aunque parecía que le hacía mucha gracia.

Continuaron caminando por el pasillo hasta una escalera que daba a los pisos inferiores donde tenía custodiados una serie de animales que utilizaban para sus viles experimentos. Mientras, Ortuño le fue narrando al presidente de la compañía sus últimas experiencias ante la manifestación de los científicos: Como se comportaron, los gritos que dieron y como fueron rápidamente disuadidos de sus intenciones de seguir armando jaleo. Él le escuchaba con atención, sonriendo levemente pero sin reír, asintiendo ligeramente con la cabeza a modo de aprobación, y eso relajó a Rumsfeld que se mostraba más tranquilo ahora con la presencia de su amigo. El presidente parecía más relajado, distraído por las batallitas de Ortuño, y en consecuencia estaba menos puntilloso con él.

Ortuño se sentía un tanto extraño a su lado. Realmente no sabía qué era lo que le caía en gracia y allí, caminando por el largo pasillo mientras le narraba la peripecia en cuestión, sentía una cierta tensión en el ambiente ¿Y si tan pronto como le había caído en gracia, ahora le caía gordo? Por suerte esto no sucedió y el presidente de la junta directiva parecía satisfecho con las actuaciones del jefe de seguridad del proyecto 725.

Llegaron al final del pasillo y tomaron las escaleras que daban a las plantas bajas. Él seguía contando la anécdota, alargándola todo lo que podía para evitar cualquier tipo de silencio que le pudiera resultar incómodo, pero el presidente ya no le escuchaba. Su atención se había vuelto hacia la sala a la que llegaban. Un habitáculo enorme y diáfano prácticamente acristalado en su totalidad que mostraba el contenido de unas enormes piscinas.

—¿Dónde están? —interrumpió el presidente—. No las veo. —Se habrán escondido. Son muy inteligentes y saben cuando

viene alguien a verlas —respondió Rumsfeld muy erguido y sonriente.

—¿De qué habláis? —preguntó Ortuño.

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Pero no hizo falta esperar respuesta. En ese mismo instante una especie de pez de enorme cuello aparecía de la nada y chocaba contra cristales enfurecido intentando romperlos para atacar a los tres hombres que le observaban. Ortuño se sobresaltó perdiendo todo color de su rostro sin entender que sucedía y el presidente de la compañía también se asustó, pero no tardó en recuperar la compostura, feliz por aquel nuevo logro. El pez arremetió contra el cristal unas cuantas veces más y después volvió a esconderse en la profundidad de la piscina.

—Pero ¡¿Qué demonios era eso?! —exclamó el jefe de seguridad. —Las últimas mutaciones creadas previa petición de algunos de

los gobiernos más corruptos —respondió Rumsfeld—. No sabría decirte específicamente que son ahora mismo, pero antes eran delfines.

—¿Eso era un delfín? —¡Es fabuloso! —exclamó el presidente. —Sí. Ahora ya queda poco de lo que eran antes. —Y ¿Se puede saber para qué habéis hecho eso? —preguntó

Ortuño. —Básicamente han sido pruebas genéticas que se tenían previstas

en humanos. Pero antes queríamos ver cómo reaccionarían los animales: todos experimentaron fuertes mutaciones… Realmente se convirtieron en auténticos monstruos, pero su velocidad y su fuerza se multiplicaron como su agresividad —explicó el galán con orgullo.

—Sigo sin entender la finalidad del mismo. ¿Qué tiene que ver eso con el proyecto 725?

—Nada y todo —tomó la palabra el presidente—. En un principio esto se hizo previa petición de algunos gobiernos. La situación Internacional está que arde. Es cuestión de tiempo que empiece una guerra donde entren casi todas las potencias mundiales y todas están inquietas ante las armas que pudieran tener escondidas los demás. Lo mejor de todo es que, prácticamente todas las naciones han recurrido a nosotros para ser armados.

—¿Armados de qué? ¿Para qué nos necesitan? —Las guerras ya no se hacen con soldados , Ortuño. Suponía que

un guerrero como Usted lo sabría —interrumpió el presidente con

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una pequeña risa—. Ahora las guerras son como los fantasmas. Nadie las ve, pero atemorizan a todos.

—Nubes que traen enfermedades, animales poseídos, fenómenos atmosféricos provocados… —enunció Rumsfeld—. Lo último en guerras y para eso nos pidieron estos experimentos. Pero existen muchos fallos por lo que no han sido viables, y por eso terminaron aquí, para el proyecto 725... Han sido buenos cebos.

—¿Y ahora con el cierre del proyecto? —Hay que destruirlo todo —se apresuró a contestar Rumsfeld—.

Ya te lo dije. No pueden quedar pruebas de nada. —Habrá que tener especial cuidado a la hora de limpiar la zona,

señor Ortuño. Aquí dentro hay material suficiente como para acabar con buena parte del planeta... Entre virus y mutaciones podríamos provocar la muerte de la mitad de la población mundial en menos de un mes. La otra mitad estaría condenada a un tipo de vida muy alejada de ser considerada como tal, y eso en el mejor de los casos. Así que, si por un descuido esto se vertiera en el océano... en fin, imagíneselo —comentó el presidente con ese semblante serio que tanto le caracterizaba pero se podía percibir una cierta sensación de satisfacción, de poder sobre el mundo, algo que no entendía Ortuño.

—Y ¿Por qué tenemos todo esto aquí? A esperas de que alguien cometa un fallo y todo se desboque en un completo caos.

—Somos una empresa que trabaja bajo demanda de nuestros clientes. Sólo somos el instrumento. Si las naciones no estuvieran obcecadas, si los gobiernos de estos países no estuvieran emperrados en su necesidad de defenderse los unos de los otros, nosotros no hubiéramos hecho nada de esto.

—Entiendo. Aun así no deja de ser peligroso —dijo Ortuño mirando a través del cristal. Aquella aberración había vuelto a salir de su escondrijo pero ahora nadaba tranquilamente dejándose ver. Parecía que estuviera desfilando por la cristalera, posiblemente de lo poco que quedaría del delfín que había sido tiempo atrás.

—¡Vamos Ortuño, no seas cobarde ahora! Te estás pareciendo a la periodista esa —exclamó entre risas Rumsfeld—. En las últimas plantas tenemos las muestras de los virus que hemos creado ¿Queréis que vayamos a echarles un vistazo?

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—Por supuesto —respondió el presidente. Los dos hombres volvieron a la escalera enfrascándose en varios

comentarios jocosos mientras el jefe de seguridad permanecía inmóvil viendo como se deslizaban aquella cosa por el agua. Parecía que bailaba con cierta elegancia, mucho más relajada que antes y él, absorto ante tal aberración, por primera vez se preguntó por la legitimidad de aquellos experimentos. El torturado animal se detuvo al cabo de unos cuantos viajes alrededor de todo el ancho de la piscina. Parecía que estaba llorando, suplicando para que pusieran fin a algo que parecía un increíble sufrimiento. Ortuño se acercó lentamente hasta el cristal donde el animal se había detenido, sin apartar los ojos ni un segundo de él, apoyó su mano y el animal acercó su deformado hocico hasta ella como si quisiera que le tocase, que le acariciase como otras tantas veces las manos humanas habían hecho. Pero ahora había un duro y blindado cristal que lo impedía y, cuando tocó el frío vidrio, enloqueció de rabia e ira. Los ojos se encendieron de un intenso rojo y empezó a golpearse repetidas veces para romper la barrera que le impedía salir.

Ortuño se alarmó y dio varios pasos atrás asustado por la cólera de aquel bicho mientras éste seguía golpeándose sin cesar hasta que empezó a teñir el agua de sangre. Dio un espeluznante graznido que sobrecogió al jefe de seguridad y después comenzó a nadar a toda velocidad, rabioso y dolorido.

La sala comenzó a dar vueltas alrededor de él. Todo se evaporaba y de pronto el inmenso recinto desapareció para volver al punto de partida, a ese mismo sueño que tuvo la primera vez. De nuevo estaba en casa, con su madre en la mecedora y ese mismo graznido que había oído en la piscina volvía a sonar a sus espaldas.

Adan se volvió para encontrarse con la ventana tapada con la cortina donde se vislumbraba ese haz de luz azulada que tanto le extrañó en la primera ocasión. Miró de nuevo a la anciana pero ella continuó tejiendo.

—Tranquilo... es sólo un sueño —pensó en alto mientras daba pequeños pasos hasta la ventana. Cuando llegó, cogió una de las esquinas de la cortina y, tras armarse de valor, la deslizó volviendo a ver lo que ya sabía que encontraría: el océano.

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Volvió a ver esa embarcación sumergida y aquel símbolo que tenía dibujado en uno de los laterales. Pero ahora si sabía que símbolo era. El mismo que había estado viendo durante todas estas semanas. El que se exhibía en las fachadas de la ciudad de Elena, el que estaba grabado en el empedrado de las calles de Teresa. Era el símbolo de Épsilon.

La anciana se levantó de la mecedora y se agarró del brazo de su hijo, quien contemplaba la embarcación con gran asombro. Él se volvió hacia ella y después regresó su vista a la ventana para contemplar aquella bestia que lentamente iba asomándose de detrás de la embarcación. Aquel monstruo de gran cuello y ojos rojos, y rápidamente encontró una gran cantidad de parecidos con el delfín de la piscina, pero este era de dimensiones desproporcionadas. El delfín de la piscina era mucho más pequeño.

—Una nueva generación de soldados —dijo una voz de algún lugar de la habitación. Aquella voz era conocida por él. Era Rumsfeld.

El director de Faith se apareció como una ilusión en el interior de la habitación, vestido con uno de sus elegantes trajes de diseño que rebosaban a caro. Se acercó despacio a él, como si el tiempo se hubiera detenido o se hubiese ralentizado bajo la atenta mirada de Adan, ahora sin su madre quien se había desvanecido.

—El problema fue que no supimos controlarlos —espetó con alegría.

—¿Qué me estás intentando decir? —preguntó Adan— ¿Esas cosas son ahora quienes dominan el mundo?

—Ya te dijimos que podrían acabar con todo si había algún fallo —respondió el apuesto galán.

—¿Hubo algún fallo? —Eso no lo sé... Sólo tú lo sabrás cuando llegue el momento. Ya

sabes que todo depende de ti. —¿El qué depende de mí? —preguntó angustiado. Pero Rumsfeld no contestó. Tan sólo esbozó una sonrisa y

después desapareció dejándole a solas en la habitación. Adan anduvo varios pasos con torpeza, mareado y aturdido, y se sentó en la misma

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mecedora donde antes estaba la anciana. Se llevó las manos a las sienes y después levantó la mirada a la ventana.

Allí estaba, aquella bestia gigante, aquella aberración de la naturaleza de deleznable origen, mirándole fijamente, casi sonriente, triunfante, con los ojos iluminados. Lanzó un nuevo graznido, más fuerte que ningún otro, y el cristal de la ventana se rompió dejando que el agua entrase con violencia dentro de la habitación. Fue entonces cuando Adan despertó.

XL

Había sido una noche extraña... bueno, noche, allí siempre estaba

oscuro, pero de alguna manera tenía que asumir sus periodos de sueño, y Adan prefería pensar que era de día cuando estaba despierto, aunque no se viera el sol allá donde estaba.

La actitud que había tenido los últimos días había traído por la calle de la amargura a su tutor, teniendo que perseguirle por todos los rincones de la ciudad sin éxito alguno. Y era por ello por lo que Ghanku había acudido al recinto aquella mañana. Estaba harto. Así no se podía trabajar y Madre, como la responsable de haberle otorgado la misión que no podía llevar a cabo, debía darle alguna solución porque él ya no sabía qué hacer. Pero lo que más le indignaba al mentor de Teresa era que su alumno, su paciente, o como quisiera llamarse, había entablado una gran amistad con aquella pícara muchacha y se buscaban el uno al otro para escabullirse de sus responsabilidades. Y aquella muchacha era la sobrina de Madre.

—¡Esto tienes que pararlo! —vociferó exigiendo medidas al respecto.

Pero Madre no sabía que responder. Tan sólo volvía la mirada hacia el pupitre donde Aura permanecía sentada, ausente, mientras tarareaba una de sus canciones.

—¡Encadénala si no puedes hacerte con ella! Pero que no salga de este recinto porque inmediatamente después sale despavorida en busca de Adan... Una caída de ojos, una leve insinuación y ¡Ale!

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¡Alegría para todos! Y entonces soy yo quien tiene que ir detrás de ellos para ¿sabes qué? ¡Para que no me hagan caso!

—Y ¿Qué hago? Aunque lo desees, no puedo encadenar a mi sobrina —respondió Madre mirando con suma atención a Adan quien permanecía dos pasos detrás de su tutor.

—Pero si ya los visteis el otro día. ¡En la cantina estaban los dos! ¡Bebiendo y bailando!

—Aura es joven, ¿Acaso esperas otra cosa de ella? —Me da igual Aura, Madre, sólo digo que si no me facilitas las

cosas, me desentenderé de este hombre y tendrás que buscarte a otro que esté dispuesto a pelearse con él.

A Madre se le acabaron los argumentos y retirándose el pelo cano de la cara y dando un fuerte suspiro lleno de desesperación, fijó su mirada en Adan. Se le veía tranquilo y relajado, aunque pensativo. Llevaba así desde que había despertado ante su revelador sueño, pero ellos desconocían esos detalles. Adan sólo hablaba de lo que veía cuando dormía con Leisa y no tenía ningún tipo de intención de decirles nada. Madre irrumpió sus pensamientos dando una fuerte palmada a escasos centímetros de su cara y él se sobresaltó, retomando la atención a lo que sucedía a su alrededor.

—¿Me oyes? —le preguntó Madre extrañada. —Sí te oigo ¿Qué quieres? —preguntó irritado—. Dios, qué

pesada. —¡Qué cooperes! Eso es lo que quiero. Estoy harta de recibir

toques de atención por las actuaciones de mi sobrina como para tener que cargar también con las tuyas ¿Estamos?

—Pero ¿Quién demonios te crees tú que eres? —interrumpió Adan asombrado—. Me habéis raptado a mitad de la noche, me habéis llevado a un lugar donde no sale el sol y me retenéis en contra de mi voluntad. Pero ¿Qué obligación tengo de obedecer sus órdenes?

—Mucho cuidado, que estás hablando con la Madre de los silvanos —avisó Ghanku de muy mal humor.

—¡A mí me da exactamente igual quien sea! Como si la queréis considerar un Dios, pero para mí ella no tiene ningún tipo de autoridad.

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—¡Tranquilidad! —gritó Madre—. No quiero altercados en el recinto.

—Deja que llame a los guardias, que le den una lección por lo que acaba de decir.

—¡Nadie va a llamar a nadie! —espetó furiosa mientras Aura disimulaba su sonrisa—. Adan, sólo queremos ayudarte. ¿Por qué no nos dejas?

—Porque nadie me ha preguntado si yo quería dejarme ayudar por vosotros. Así que, por lo que a mí respecta, tan sólo soy un prisionero a la espera de ser liberado.

—¡Lo ves! —exclamó Ghanku—. Está así todo el día ¡Y yo no sé qué hacer!

—Vale, mirad, me tenéis harta ¡Todos! Tú, tú y tú también señorita —acusó mientras los iba señalando a los tres con el dedo levantado—. Así que, ¡Vosotros dos! A partir de ahora no saldréis del recinto bajo ninguna excusa —ordenó a Adan y su sobrina—. ¿Queréis estar juntos? Pues os vais a hartar.

—¡Pero tía! —exclamó Aura llena de impotencia ante una decisión que consideraba injusta.

—Pero tía —repitió Madre de modo burlesco—. ¡Qué os calléis todos! Me tenéis mareada con este asunto. Tú, Ghanku, a partir de ahora vendrás al recinto a ayudar a Adan en las horas en las que Aura está de estudio conmigo. Así nos aseguremos que no va a distraerte al hombre ¿Te parece bien?

—Sí... al menos ya me podré olvidar de tener que ir en busca de ellos como si fuera un gato en busca de su ratón. Pero si no quiere colaborar, ¿Cómo se supone que le voy a ayudar?

—Ghanku, ése es tu trabajo. No me sigas replicando como un niño chico —contestó ya casi fuera de sí—. Pero ¿Yo que he hecho? Si sólo quiero que pasen estos días y venga Manusto para poder estar con él.

—Así que ¿No puedo salir de este lugar? —preguntó Adan. —¡No! No dices que eres un prisionero ¡Pues ya está! Los

prisioneros no salen de sus cárceles y tú no podrás salir de aquí —arremetió de nuevo Madre. Estaba verdaderamente agotada, cansada

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de tantas quejas por parte de todo el mundo—. Y ahora, cada uno con su tarea.

Ghanku esbozó una sonrisa de satisfacción mientras Adan observaba lo que interpretó como la malicia de su tutor. Aura no dejó de protestar una y otra vez sin éxito alguno hasta que Madre, superada por todas las quejas, volvió alzar la voz logrando acallar las quejas. Así logró el tan esperado silencio. Madre sonrió agradecida por aquellos minutos y después invitó a la muchacha a que la siguiera al otro extremo donde continuarían con sus clases religiosas. Allí todo era religión o canto y Madre, aunque reunía grandes cualidades artísticas, como responsable del pueblo era la encargada de llevar a cabo las enseñanzas sobre el culto a Épsilon, la tarea que más aborrecía su sobrina. Por otro lado, Ghanku llamó a Adan al extremo opuesto para intentar iniciar algún dialogo con coherencia, pero él no obedeció y permaneció inmóvil en el mismo sitio.

—¡Madre, así yo no puedo! —exclamó abatido y madre resopló de agotamiento.

Se levantó de su asiento donde hablaba con Aura y se acercó a ellos con pequeños pasos mientras murmuraba algo que no llegaron a oír. Clamaba al cielo un poco más de paciencia para poder aguantarlos.

—Que pasa, Adan ¿Qué no quieres dejarte ayudar? —preguntó manteniendo la compostura. Ya había perdido los papeles por hoy.

—No —respondió Adan con esa altanería tan propia de él en aquellos días.

—Vale, dame un sólo motivo de por qué no quieres que te ayudemos, un motivo realmente convincente, y te dejaremos tranquilo.

—Sólo quiero hablar con Leisa y hasta que no hable con ella, no hablaré con nadie más —respondió tajante. Madre le miró con una expresión de desidia y agotamiento y después se dio media vuelta para volver con su sobrina.

—Todo tuyo, Ghanku. Durante el resto del día, el tutor no logró grandes avances. Adan

seguía en esa tesitura de no hablar con él, enfurruñado como un crío y sentado con las manos cruzadas esperando que se cansase de

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aburrimiento y le dejase en paz. Esta actitud desquició aún más al tutor y como Madre ya dijo que no quería saber nada más del tema, no le quedó más remedio que intentar encontrar una solución por su cuenta. Pero no había ninguna. Por mucho que le dijera, nada le convencería para colaborar.

Adan continuó ignorándole mientras se entretenía mirando a todos los rincones de aquel recinto. A veces perdía su mirada hacia el otro extremo, donde Aura estaba reunida con Madre y cuando ella le devolvía la mirada, él respondía con alguna mueca provocando las risas escandalosas de la joven y agotando la paciencia de su tía. Hasta que Madre, cansada de tanta tontería, se interpuso en la línea de visión de los dos impidiendo que continuasen con sus bromas.

Enfrente sólo tenía a Ghanku, insistiendo sin cesar para obtener algo de la atención de Adan, pero eran intentos fallidos, él no iba a escucharlo.

De pronto, las puertas del recinto se abrieron de improvisto entrando varios guardias que intentaban detener los pasos de un hombre alborotado. Se formó un gran revuelo y no tardó en acaparar la atención de los cuatro, aunque cada uno estuviera en una esquina. Adan se levantó de la silla donde esperaba a que se aburriera Ghanku de hablar y sin esperar ningún tipo de consentimiento, fue a ver qué sucedía. Del mismo modo, Madre y Aura se levantaron y se dirigieron al centro de la sala para descubrir el motivo de tanto alboroto.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó Madre. —¡Madre, soy yo! —exclamó Valo jadeante. —¡Dejadme paso! —gritaba otro hombre desde la entrada al

recinto—. ¡Apartaos de mi camino! —Pero que ocurre ¿Por qué irrumpes de ese modo? —Es Leisa —se apresuró a contestar y Adan, más oír el nombre

de quien había sido su tutora, palideció—. La han arrestado. La acusan de alta traición.

Madre se llevó las manos a la cara para intentar evitar que vieran su expresión de asombro, y sin embargo sus ojos lo decían todo. Mientras, el hombre que permanecía en la puerta intentado evadir a

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los guardias que impedían su entrada, logró colarse y se dirigió inmediatamente hacia donde estaban todos los demás.

—¡Madre! Tienen a Leisa —interrumpió el capitán Preston. —A ver, tranquilidad —llamó a la calma la anciana—. Valo,

explica que ha sucedido. Bajo que pruebas se la acusa. —Una vecina: afirma haberla visto ayudándonos a salir con Adan

aquella noche. La han arrestado y está pendiente de juicio. —¡Maldición! —masculló Madre. En aquel instante, Adan desconectó de la conversación que se

mantenía en su presencia y sus pensamientos le llevaron a recordar las conversaciones que mantuvo con el dueño del albergue de la ciudad de Elena durante los días en los que Leisa había desaparecido. Frases que le ponían en manifiesto un desconcertante pasado ligado a las imágenes que vio semanas antes en la plaza judicial de la ciudad. Su corazón encogió en su pecho con sólo imaginar que no muy tarde sería Leisa quien sería exhibida ante una masa enloquecida exigiendo eso que ellos llamaban justicia.

—Tenemos que hacer algo —rogó Valo. —Eso ya lo sé, pero ¿El qué? Las relaciones con los axellianos

están muy erosionadas. No podemos hacer presión como en la anterior ocasión —respondió Madre—. Además, no hace mucho Padre se mofó de las intenciones del Hermano Mayor. Estarán resentidos con nosotros. Dudo que vayan a dar el brazo a torcer.

—¡La culpa es nuestra! —gritó Preston muy alterado—. ¡Nunca debimos dejarla allí, en Elena! Teníamos que haberla obligado a que se quedara aquí, en Silvanio.

—¡Preston! Por favor, tranquilízate —imploró Madre—. Ya sabemos todos como es Leisa y sabíamos que no iba aceptar irse de Elena así por las buenas. Ahora, en vez de buscar culpables ¿Por qué no buscamos soluciones? Seguramente será más productivo.

—Hay que salvarla —puntualizó Valo. —Dejadme ir mí —solicitó Preston—. Me adentraré en Elena y

regresaré aquí con Leisa. —¿Y cómo demonios tienes pensado hacer eso? —¡Me da igual el cómo! Entraré y aniquilaré a todo aquel que se

ponga en mi camino ¡Y no cesaré hasta que vuelva con ella!

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—No puedes hacer eso. Cualquier acción similar a esa podría provocar graves incidentes diplomáticos que darían lugar a una guerra. No quiero eso —sentenció Madre.

—Se convirtieron en incidentes diplomáticos en el momento que entramos en la ciudad y ella nos ayudó —contestó Preston—. Ahora ella espera que la salvemos. Déjame ir a Elena.

—Preferiría intentar solucionarlo con métodos más sutiles. —¡No tenemos tiempo! —exclamó Valo—. La sentencia se hará

firme en menos de una semana. Tenemos que arriesgarnos con todas las medidas posibles.

—Madre... por favor —imploró Preston con el pulso tembloroso y los ojos empañados en lágrimas.

La mujer se quedó unos segundos meditando en todo lo que había oído, sin apartar la mirada de las expresiones afligidas del primo de Leisa y de aquel que fue su novio, que la miraban confiando en recibir carta blanca para adentrarse en Elena y sacar a la muchacha de allí fuera como fuese. Detrás de ella, Ghanku y Aura escuchaban con atención todo lo que estaban diciendo pero Adan seguía absorto en sus pensamientos. Tan sólo regresó a la conversación cuando Madre le dijo a Preston.

—Está bien. Parece que no tenemos más opciones ¿Verdad? —Prometo que volveré con Leisa —dijo Preston poniéndose

firme y dispuesto a salir corriendo para tomar su barco. —¡Preston! Ante todo, procura ser sigiloso y no te metas en más

peleas que las justas, que no quiero lamentar que te apresen a ti también. La ciudad estará atestada de guardias y cualquier movimiento en falso o precipitado podría complicarlo todo aún más.

—No te preocupes Madre, ahora mismo la ciudad está vacía de guardias. La mayoría partió hacia Marina —comunicó Valo.

—Mejor, seguro que eso os facilita las cosas. Pero aun así, tened mucho cuidado.

—Descuide Madre, regresaremos con ella —respondió Preston con un tono solemne.

—¡Yo os acompañaré! Los tres giraron la vista hacia Adan quien permanecía mirándolos

con severidad pero con el rostro compungido, aterrado por lo que

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podía pasarle a Leisa. Dio varios pasos y se puso enfrente de Madre, quien le miraba sorprendida por aquella interrupción, y después, volviendo la mirada hacia el capitán, repitió.

—Yo os acompañaré. —No. Lo siento. Me niego en rotundo —protestó Preston—. ¡No

puedo estar cargando con él! —Tranquilo, que no pienso ser la carga de nadie, no te preocupes.

Además, sé cuidar de mí mismo. —Permíteme que lo dude —respondió el capitán antes de

dirigirse de nuevo a Madre—. Dile que no puede venirse, que sólo estorbará.

—Adan, el capitán tiene razón. Será una operación complicada y no puede dejar ningún fleco suelto. Lo mejor será que te quedes aquí, con tu tutor, y empieces las clases que te ayuden a recordar quién eres —respondió Madre.

—No pienso quedarme. ¡Todo esto es culpa vuestra! Y ahora Leisa está en peligro. Quiero ayudar.

—No te preocupes, Adan. Vamos a ayudarla, pero yendo con el capitán sólo provocarás más problemas. Seréis más susceptibles de ser vistos. Además, tú lo que tendrías que hacer es esforzarte por recordar y no preocuparte de otra cosa.

—Prometo que haré todo cuanto pidáis. Aceptaré la ayuda de Ghanku si es preciso. Pero dejadme ir también. Necesito saber que está bien. Necesito hablar con ella.

La anciana le miró enternecida y después miró al capitán, quien permanecía expectante ante sus vacilaciones como quien teme lo peor.

—Ha estado todo este mes viviendo en Elena. Podría ayudar a guiaros —comentó con ciertas reservas mientras Preston se llevaba las manos a la cabeza.

—Madre, por favor, no digas sandeces. Será una carga... o lo mismo quiere venirse para escapar en cuanto tenga la más mínima oportunidad.

— Tenía entendido que no era un prisionero, que sólo eran sensaciones mías —respondió Adan con desprecio antes de volver a dirigirse a Madre—. Prometo que no seré ninguna carga. No soy

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ningún mentecato. Soy ágil y fuerte... y sé que tengo aptitudes para poder cooperar, algo me dice que las tengo.

Madre se quedó pensativa mientras veía la actitud de Adan y su forma de expresarse. Era evidente que quería ir por un deseo que iba más allá del simple hecho de ayudar. Se notaba en sus ojos, y fueron ellos los que realmente le dijeron los motivos reales por los que necesitaba ir y aquello era una garantía de la pureza de sus intenciones. Él seguía intentando dar pretextos que justif icasen su intervención, todos los que encontró para convencer a esa mujer para que le dejase marchar, pero era incapaz de decir el mayor de los motivos que tenía.

—Por favor... ella siempre me ha ayudado. Estoy en deuda con ella... necesito ayudarla. —La sala se quedó en un expectante silencio, con todas las miradas fijadas en la mujer.

—Está bien, Adan, ve con ellos. —¡Por Épsilon, no! —bramó Preston. —Capitán, por favor no perdáis más tiempo. Salid de inmediato,

los tres: Valo, Adan y tú y regresar con Leisa —ordenó la mujer cansada de tantas protestas en un mismo día.

Preston asintió de mala gana e inmediatamente después le hizo un ademán a Valo para que le acompañase a la salida e irse de inmediato. Adan debía andarse con ojo si no deseaba que le dejasen en tierra, y en cuanto vio que sus compañeros de viaje salían del recinto, se apresuró para no perderlos de vista.

No sabían cómo lo harían, ni cuál sería el método más efectivo para salvar a Leisa de las garras de la masa enfurecida, pero los tres partieron sin demoras hacia Elena, con el semblante serio, sin cruzar muchas palabras y con el miedo de no llegar a tiempo.

XLI No lo esperaba nadie. Ninguno previó lo que estaba a punto de

pasar. En la tranquilidad de una ciudad que había renacido de sus cenizas, ningún hombre ni ninguna mujer estaban preparados para lo que se les venía encima. Y es que, a tan sólo unos kilómetros, en las profundidades del bosque, doscientos cincuenta hombres aguardaban

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pacientes el alba del segundo día desde que partieron desde Amando. Ese era el momento señalado donde debía iniciarse la batalla.

Todo el batallón del capitán Cover ya sabía adónde se dirigían, y quienes eran sus enemigos, lo que había elevado la moral del batallón, felices al saber que no se verían aún las caras con las bestias. Cover les había informado el día anterior mientras aguardaban en una perturbada noche silenciosa la llegada del alba.

Fue chocante para el capitán ver las caras de liberación que se les quedó a todos sus hombres al descubrir su objetivo, al ver la tranquilidad y el sosiego que mostraron con el mero hecho de saber que tenían posibilidades de volver victoriosos y vivos a sus casas.

Así, a altas de la noche, su batallón emprendió el último camino hacia Marina, el último tramo. A paso muy lento, vigilando cada lugar del extraño bosque y en el más perfecto de los sigilos.

En Marina la actividad no había empezado. Tan sólo deambulaban por las calles algunos vigilantes del grupo de protección de ciudadanos portando grandes antorchas para poder ver por las oscuras rondas y escasos guardias que vigilaban la entrada al templo y la entrada a la ciudad. Sólo había algo de movimiento en el puerto, donde algunos marineros aguardaban para avistar a los tres barcos del batallón de defensa de Marina que debían regresar en cualquier momento, tras haber salido varios días de ruta por los mares. Esperaban bajo la luz de varios candelabros mientras, sentados en su garita, bebían ron y jugaban una partida de naipes.

Cover dio varios pasos casi a tientas, mientras apartaba algunas ramas para poder ver la entrada del enorme portón donde se encontraban diez guardias. Los miró y esbozó una sonrisa de satisfacción: «Esto será pan comido».

Las instrucciones eran claras. Al recibir la orden, todos empezarían a quemar las copas de los árboles de la entrada a la ciudad para que la gente de Marina supiera que estaban siendo atacados. Después se dividirían en dos grupos. Uno, el más numeroso, debía aniquilar a los guardias que les cerrasen el paso y entrar en la ciudad y arrasarla: Casas, víveres, banderas… todo lo que fuera susceptible de ser destruido, así hasta que llegasen al puerto. Allí debían acabar con el almacén donde se tenían todas

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reservas y excedentes, y finalmente, el astillero. Todo debía quedar reducido a cenizas.

La misión del segundo grupo era más importante y complicada. Tomar el templo y acabar con Jenero. Sólo lograrían el éxito si eliminaban al Hermano del pueblo y para ello, sería el mismo Cover quien trataría de encargarse de ello.

Miró a sus espaldas y con un ademán con la cabeza dio la orden a sus hombres de confianza para que la operación se pusiera en marcha. Éstos asintieron y desaparecieron entre la maleza para reunirse con sus escuadrones para que se diera inicio al asalto a la ciudad.

Los diez guardias que se apostaban en la puerta permanecían sentados pero con los ojos abiertos esperando a la salida del sol para que llegasen sus relevos. Hablaban distendidamente en un tono bajo para evitar armar más ruido del necesario. El templo de Marina estaba bastante cerca de la entrada y no querían enfurecer a Jenero.

—Pues a mí, mi señora me suele amenazar. Me dice que como me atreva a marcharme sin recoger lo que ensucian las niñas, me pone mis cosas en la puerta y que duerma en la calle —respondió uno de ellos con alegría ante los comentarios de otros compañeros.

—Pero tú eres diferente. Tu señora es peor que un sargento… cualquiera se atreve a llevarle la contraria —comentó el otro rompiendo en pequeñas carcajadas.

Los demás también rieron el comentario mientras aquel pobre hombre humillado trataba de ignorar las mofas de sus compañeros. Levantó la vista y allí, al fondo, empezó a ver como algunos árboles habían empezado arder.

—Muchachos… Hay fuego en esos árboles —informó a los demás que dirigieron la mirada hacia donde su compañero señalaba. Todos se pusieron inmediatamente de pie y observaron atónitos como ardían—. Esos árboles no se han prendido solos.

—Chicos, esto no me gusta nada —comentó otro de ellos. —¡Mirad, también están ardiendo por ahí! —exclamó el tercero

de ellos. Fue entonces cuando el más veterano de todos adivinó que era lo que sucedían.

—¡Corred, avisad a los demás! ¡Nos atacan!

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Cover sonrió desde detrás de la maleza al comprobar la sorpresa de los marinenses al ver como las piezas se colocaban sobre el tablero. Si algo sabía a la perfección era que su victoria dependía directamente de la capacidad ofensiva en un momento de sorpresa, y por eso mismo no podía permitir que aquellos hombres pudieran avisar a los demás. Alzó la mano al cielo y al bajarla de golpe, veinte arqueros dispuestos alrededor de la entrada, tensaron sus cuerdas y dispararon contra los guardias. Eran grandes arqueros de tremenda puntería y tras su primer disparo, sólo quedaron en pie tres de los diez iniciales.

Los tres guardias que evadieron las flechas entraron corriendo en la ciudad al tiempo que gritaban lo más alto posible para dar la voz de alarma al resto de sus compañeros y acudieran de inmediato a repeler el ataque.

Jenero estaba dormido cuando las voces entraron por la ventana que había dejado abierta llegando a sus oídos. Se incorporó en la cama y al tercer grito de «Nos atacan» se apresuró a levantarse y se acercó a la ventana. Desde lo alto de la última planta del templo contempló como ardía el bosque, los cuerpos sin vida de los guardias que custodiaban la puerta y como desde lo profundo empezaba a desfilar una cantidad ingente de soldados exhibiendo la bandera de Elena.

—¡Maldita sea! —masculló sorprendido e inmediatamente después salió de sus aposentos vociferando por los pasillos para reclamar la atención de toda su guardia.

El templo se puso en alerta en cuestión de segundos y poco después, desde el torreón más alto del cuartel general, una campana empezó a replicar avisando a toda la población del ataque. Aun así sería a muchos los que les pillaría por sorpresa, viendo cómo eran asaltados y en muchos casos, brutalmente asesinados.

Los soldados de Elena se adentraron arroyándolo todo. Entraron en las casas, rompieron los muebles y pegaron a sus ocupantes. Actuaron con total impunidad gracias a que el factor sorpresa les había dado una ventaja sobre los marinenses que podía garantizarles la victoria. La guardia y los soldados de Marina tardaron un poco en reaccionar, en formar sus filas y acudir a la ayuda de su pueblo que

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veía como su ciudad era destruida sin ningún tipo de pudor después de todo el trabajo invertido para volver a levantarla.

Los primeros que intentaron frenar al ataque fue la propia población. Alarmada por el sonido de la campana y escuchando el ruido y los gritos de guerra de sus asaltantes, corrieron en busca de alguna arma con la que poder defender sus hogares y se alzaron contra ellos en medio de la plaza del mercado. Pero los soldados de Elena estaban más preparados que ellos y empezaron a derribarlos sin ningún tipo de problema, llenando las calles de muertos, hombres y mujeres ajenos a la guerra diplomática, gente que lo único que quería era vivir sus vidas y proteger sus hogares.

Lograron retenerlos en la plaza el tiempo necesario hasta que la guardia de la ciudad llegó. Aquellos hombres y mujeres rudos y fuertes, los antiguos asesinos ahora reformados en soldados profesionales, llegaron dispuestos a repeler el asalto llenos de rabia e ira por ver la osadía del Hermano Mayor,

Pero el capitán Cover aguardaba aún en la entrada de la ciudad con el segundo escuadrón, el encargado de derribar el templo y acabar con Jenero. Esperaba a que el ruido de la batalla se alejase, se perdiera rumbo a la playa, para así, asumiendo que todas las defensas de la ciudad estarían volcadas en el primer asalto, poder entrar en el templo sin mucha resistencia.

Cuando percibió que era el momento, miró a sus espaldas y dio la orden a sus hombres. Todos se pusieron en marcha, en sigilo para no levantar la alarma allá por donde pasaban, y empezaron a cruzar el portón sorteando los cadáveres de los soldados que habían caído al inicio de la batalla. Todos permanecían en guardia, con las lanzas arqueadas preparados para entrar en acción en caso de ser descubiertos, mientras en el templo, los protectores de Jenero permanecían alerta ante cualquier tipo de invasión.

El capitán, provisto de un arco mediano y una espada atada a la cintura, ordenó a varios de sus hombres que abrieran la puerta principal. Pero esta ya estaba atrancada. En el interior, los protectores del Hermano de Marina habían percibido los primeros intentos de atacar el templo.

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—¡Cerrad las puertas de la primera planta! —había ordenado el Hermano—. ¡Todos arriba! Nos atrincheraremos allí hasta que vengan los soldados del puerto.

Inmediatamente todos los protectores del Hermano se pusieron manos a la obra para cerrar toda la primera planta, echando los cerrojos y bloqueando las puertas clavando tablones de madera tan rápidos como les fue posible. Llegaron a la segunda planta y sin dudar se dirigieron al fondo de los aposentos de Jenero donde el Hermano guardaba sus mejores armas; dagas, cuchillos, espadas… Allí él les fue entregando a todos ellos los mortíferos artilugios que había ido coleccionando a lo largo de toda su vida y después tomaron sus posiciones.

—¡A las plantas superiores! —ordenó Cover según entraron en el templo.

Los soldados de Elena no tardaron en dirigirse hacia las puertas y sin tan siquiera comprobar si habían sido bloqueadas como la principal, empezaron a enzarzarse con ellas destrozando la madera y los tablones con los que las habían cerrado.

—Por aquí capitán, esta puerta da a las escaleras de las plantas superiores —informó uno de los soldados.

—¡Corred! Ya sabrán que hemos entrado —ordenó Cover, y veinte hombres, siguiendo las instrucciones del capitán, empezaron a desfilar por la oscura escalera.

En el rellano de la segunda planta, diez de los protectores de Jenero permanecían en alerta con las espadas desenfundadas y cortando el aire, sintiendo como sus corazones se aceleraban al oír la madera crujir y los pasos de los soldados que se acercaban. Les esperaban intentando mantener la calma, controlando la cantidad de adrenalina que corría por sus cuerpos y con ganas de entrar en la batalla.

El sonido de las espadas al chocar, el grito de guerra de algunos de ellos y el olor a sudor y sangre inundó el pequeño rellano donde los hombres de ambos bandos empezaron a luchar. Había una superioridad numérica a favor de Elena, pero los protectores de Jenero estaban más cualificados y pudieron repeler el primer ataque con pocas bajas. Sin embargo, pronto descubrieron como tras las

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escaleras, más hombres del capitán Cover subían llenos de rabia e ira.

—¡Vienen más elenianos! —vociferó uno de los hombres de Jenero—. No podremos aguantar.

—¡Sigan firmes en sus posiciones! —ordenó el sargento de los marinenses—. Y que alguien informe a Jenero. Debe abandonar el templo lo más rápido posible.

El Hermano de Marina recibió los consejos de su sargento a través de uno de los protectores que abandonó el rellano. Había sido muy concreto en sus órdenes: son muchos, mejor que abandones el templo como sea. No sabemos cuánto tiempo más podremos retenerlos.

Así Jenero emprendió la fuga, abriendo una de trampilla que permanecía ocultada con la alfombra del suelo y que daba a unas estrechas escaleras de caracol. Ayudado por los protectores que permanecían en la retaguardia, el Hermano empezó abandonar las plantas superiores para dirigirse al sótano. Allí había un túnel que le alejaría de la ciudad.

Odiaba huir, detestaba sentirse como un ratón encerrado en su ratonera sin salida preso de las fauces de un indomable gato, pero sabía que iban a por él, que Seleba y su consejero habían exigido su cabeza a cualquier precio, por lo que no era el momento de actos heroicos y debía abandonar su testarudez para salir de inmediato. Sus hombres de gran lealtad le protegerían mientras él salía. Dejaron que él entrase por la escotilla e inmediatamente después volvieron a correr la alfombra para ocultarla mientras afuera, en el rellano, de nuevo un gran revuelo de gritos de furia y de dolor volvía a protagonizar la escena.

Pero esta vez los hombres de Jenero no tuvieron suerte y el gran número de soldados de Cover pudo redimirlos. Un enfrentamiento encarnizado que se saldó con las vidas de todos aquellos hombres de una forma bastante cruenta y salvajada. Y tras acabar con todos ellos, los soldados elenianos comenzaron a derribar la última puerta que daría con los últimos protectores, mientras que detrás de ella, los hombres que aguardaban firmes de un modo estoico tan sólo podían confiar que la guardia de Marina llegase a tiempo para luchar juntos.

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Mientras, en el puerto, la batalla continuaba sin decantarse a favor de ninguno de los dos bandos. Las mujeres y los niños se habían sumado a los soldados de Marina e intentaban ayudarlos aunque fuera con piedras para echar a quienes invadían su ciudad. Era un auténtico infierno. Los soldados del capitán Cover habían incendiado algunos de los tejados y el fuego se había propagado con rapidez hacia otras casas, cerrando algunas calles y aumentando la temperatura de una manera desorbitada. Además, las llamas que habían provocado en las copas de los árboles de la entrada de la ciudad habían continuado esparciéndose por todo el bosque creando un anillo de fuego del cual no dejaba escapatoria, levantando una humareda que se podía divisar a kilómetros de distancia.

Jenero huía sin detenerse a pensar en lo legítimo de su retirada mientras arriba todos sus hombres caían en manos de los soldados que le buscaban, sin meditar en el estado de la ciudad que él había levantado a capricho por la influencia del capitán Merlo y que ahora abandonaba sólo para poner su vida a salvo.

Los soldados de Cover no tardaron en informar al capitán de que en aquella sala no estaba el Hermano de Marina, en cuanto la limpiaron y comprobaron que allí no estaba.

—¿¡Cómo que no está!? Debería estar aquí —contestó según entraba en la sala y echaba un primer vistazo.

—Capitán, aquí sólo había guardias —respondió uno de sus soldados.

—¡Maldición! —masculló—. Debe esta fuera ¡Corred todo el mundo! ¡Apresarle!

Todos los hombres que aún quedaban en pie salieron de inmediato para buscar al Hermano mientras Cover permanecía en la sala observando en desolador panorama que le rodeaba, pensando en lo extraño que le resultaba que el Hermano no estuviera en sus aposentos. Miró a la ventana y tras meditarlo un poco decidió acercarse… No, mucha altura para haberse atrevido a saltar desde tan alto y sin embargo ¿Por qué tenía esa sensación de que había estado allí hasta hacía bien poco? Fue entonces cuando su mirada empezó a vacilar por todos los cadáveres que allí yacían hasta que reparó en la alfombra. Esbozó una sonrisa e inmediatamente después comenzó a

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arrastrar los cuerpos de los muertos que impedían que la retirase. Los fue apilando al lado de la pared y cuando tuvo todo despejado, empezó a retirar la alfombra para finalmente descubrir la escotilla por donde el Hermano de Marina había huido.

—Maldito seas, Jenero —pensó en alto y sin vacilar, abrió la trampilla y se adentró a través de la estrecha escalera.

Mientras, afuera, los soldados de Cover emprendían la búsqueda de Jenero por toda la ciudad cuando se toparon con parte de los soldados de Marina que habían salido victoriosos del encuentro con uno de los batallones que habían protagonizado el primer asalto. Sus miradas se cruzaron y sin dudarlo blandieron sus armas al cielo y emprendieron una nueva batalla.

—¡Mamá! —gritó un niño de ocho años—. Hay que ayudarlos. —y sin dudarlo, empezó a recoger piedras del suelo y a lanzarlas indiscriminadamente hacia el grupo de combatientes.

La madre del muchacho apareció jadeando, llena de marcas por la cara y con sus ropajes rasgados. Tomó aire y se apartó el cabello de la frente para inmediatamente después agarrar la mano del niño y tirar de él para salir de allí.

—¡No podemos quedarnos cariño! Papá ha dicho que nos pongamos a salvo.

—Pero ¡Yo quiero luchar mamá! —respondió enojado, momentos después de que un gran estruendo sonase en la lejanía. Un edificio se había derrumbado a consecuencia del fuego.

—Vamos —respondió la madre aterrada y tirando de él—. Tenemos que irnos.

Y cuando emprendieron su huida, madre e hijo se toparon con más soldados de Elena, todos con las caras manchadas de la sangre de su propio pueblo, con las lanzas asomando en sus espaldas y dispuesto a unirse a la batalla. La mujer se detuvo de inmediato, agarrando a su hijo de la mano, y observó las siluetas de los hombres que se acercaban a ella con claros síntomas de agotamiento, pero dispuestos a continuar su batalla.

—¡A por ellos! —ordenó uno de los soldados y tres de ellos corrieron para apresar a la madre y al hijo.

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La mujer reaccionó de inmediato al escuchar a los soldados y se dio media vuelta para huir de aquellos que pretendían asesinarla. Pero su hijo, en un arrebato de valentía, se despojó de la mano de su madre y corrió hacia los guardias con una última piedra, y con toda su rabia la lanzó hacia uno de los soldados llegando a impactar en la cabeza de este y derrumbándolo al suelo.

Su madre se volvió en cuanto sintió como la mano de su hijo resbalaba de la suya y vio como, sin conocer el significado de la palabra miedo, arremetía contra ellos y después daba marcha atrás para huir con ella.

—¡Le he dado, mamá! ¡Le he dado! —exclamaba orgulloso el niño.

A tan sólo unos metros de allí, varios hombres intentaban sacar de una de las casas en llamas a las personas que permanecían encerradas. Sin descansar ni un segundo y vigilando por si eran asaltados por algún soldado de Elena, se adentraban en las habitaciones de uno en uno y con cada viaje sacaban a los niños y ancianos que seguían dentro presos del pánico.

—Tenemos que darnos prisa, la casa está a punto de venirse abajo —comentó uno de los hombres.

—Aún quedan un anciano y una mujer. No podemos abandonarlos —respondió su compañero mientras salía con una niña a sus hombros.

—Mi mamá está dentro, mi mamá por favor —suplicaba la niña antes de sumergirse en un ataque de tos.

—¡Festén! ¡Por Épsilon! —Voy a por ella. Aquel hombre ya atemorizado por el inminente derrumbe de la

casa, se adentró a toda velocidad mientras las llamas quemaban su cuerpo. Iba agazapado, cubriéndose los ojos del humo e intentando guiarse por los gritos de súplica de la mujer que rogaba ayuda. Tanteó por el pasillo hasta que llegó a una de las habitaciones donde se encontró a una chica joven atrapada por el fuego en el otro extremo.

—Tendrás que saltar —le dijo mientras le extendía la mano—. No tengas miedo.

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—No puedo —contestó ella paralizada por el miedo. —No temas, pero tenemos que salir de aquí. La casa va a

derrumbarse. ¡Vamos! La chica le miró llena de vacilaciones, pero finalmente tomó un

pequeño impulso y saltó el fuego sintiendo como este le quemaba las ropas y algunas empezaban a prender. Los nervios al notar las llamas tocando su piel corrieron por todo su cuerpo, provocándole un ataque de histeria, y empezó a gritar y a moverse con unos extraños aspavientos. El hombre que se había prestado voluntario a ayudarla no dudó en tirar de las ropas que ardían y, tras despojarla de ellas, la tomó de la mano y la ayudó a salir.

En la salida estaba su amigo con la niña que había rescatado, que seguía gimoteando asustada por lo que pudiera pasarle a su madre. Sus llantos no cesaron ni un segundo hasta que al fin vio como ella salía de la casa. La cría se deshizo de los brazos del señor que la sujetaba y corrió hacia ella, que tosía con fuerza, para abrazarla fervientemente. Mientras, aquel insensato hombre regresó con los demás jadeando, exhausto, pero sin desistir en sus intenciones de salvar a todos los ocupantes de la casa en llamas. Se llenó los pulmones de aire y volvió a adentrarse sin temer las consecuencias.

—¡Estás loco! —le frenó su compañero—. La casa está a punto de derrumbarse.

—Aún queda un hombre —replicó él—. Tenemos que sacarle. —No hay tiempo. Pero su amigo no escuchó y se adentró sin perder ni un segundo

más para sacar al anciano atrapado. Con las manos en la cara evitando respirar el humo, corrió hacia el otro extremo. Miró por las habitaciones hasta que lo encontró tirado en el suelo, casi inconsciente. Se acercó a él y echó el brazo del hombre sobre su hombro para tratar ponerlo en pie.

—Vamos señor, que tenemos que irnos —pensó en alto. Y empezó a dar pequeños pasos mientras cargaba del anciano. Sin

embargo, el techo empezó a derrumbarse lentamente, cayendo sobre las salidas como rocas incandescentes. Primero tapando algunas ventanas, después las puertas y finalmente la entrada al pasillo por donde acababa de pasar.

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—Maldición —masculló cuando escuchó un nuevo ruido retumbar en sus oídos. Levantó la vista hacia arriba y lo último que vio fue como el techo que tenía encima caía sobre él.

Mientras, por debajo de la ciudad, Jenero corría para salir de aquellos pasadizos un tanto asustado. Había oído pasos detrás de él y estaba convencido que le habían descubierto. En aquellos instantes le estaban pisando los talones, pero ¿Quién? O mejor dicho ¿Cuántos? Tal vez si hubiera sabido que su perseguidor no era otro que Cover, se hubiese detenido para plantarle cara.

El capitán corría tras los pasos de Jenero y no tenía intenciones de detenerse por nada. Su objetivo estaba fijado en el Hermano y con el arma desenfundada empezó a gritar.

—Detente, Jenero. Plántame cara —invitó el capitán. Fue entonces cuando el Hermano de Marina descubrió que tras él

sólo se dirigía él. Frenó su huida y blandió su espada en posición de alerta esperando la llegada de Cover.

—Aquí te encuentro, traidor —dijo Cover poniéndose en posición.

—Maldito seas —masculló el Hermano—. Aquí me tienes, no hacía falta destruir la ciudad.

—Si hacía falta —respondió—. Necesitábamos enseñarles que la voluntad de Elena ha de cumplirse por encima de los insurrectos como tú. Así aprenderán para una próxima vez.

Pero Jenero no continuó con aquella conversación y confiando en un ataque imprevisto contra el capitán para derrotarle con presteza, blandió su espada. Cover fue ágil y frenó el golpe interceptando el acero del Hermano con el suyo. Los ojos de ambos se fijaron en los del otro y los dos esbozaron una sonrisa.

El sonido de las espadas chocar llenó el pequeño pasadizo donde ambos hombres se debatieron en un duelo donde sólo podía quedar uno. Un enfrentamiento largo y muy medido por parte de ambos contrincantes que demostraron sus grandes dotes y su extraordinario manejo del sable, una lucha que se saldaría con aquel que menos resistencia tuviera.

Cover cometió varios descuidos que pagó con algunos cortes en sus piernas, pero no fue impedimento para seguir combatiendo. Aun

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así, suponía una ventaja para Jenero quien en un momento dado pudo empujarle contra la pared y notó como su hombro se hundía en la tierra. El capitán se reincorporó con presteza y antes de que Jenero le atizase un último golpe, logró agacharse haciendo que el acero del Hermano impactase contra la roca donde salió el destello de una gran chispa. Jenero se quedó exhausto y defraudado, pensando que con aquel golpe podría librarse del habilidoso capitán, pero con rapidez tuvo que recobrar la compostura, pues Cover volvía arremeter contra él con intención que clavarle su acero en el cuello, movimiento que evadió echándose hacia atrás para después continuar los dos atacándose con dureza, con sus venas llenas de adrenalina, sintiendo el calor en su cara y con todos los músculos del cuerpo contraídos.

Tras sentir como las fuerzas empezaban a abandonarle, Jenero empezó a correr para lograr cierta distancia entre los dos y recobrar un poco de aliento. Sin embargo Cover no estaba dispuesto a darle esa ventaja y corrió tras él para impedir que descansase ni un segundo. Los torpes pasos del Hermano y los nervios les llevó a tropezarse y se cayó de bruces contra suelo dando un instante ideal que el capitán no estaba dispuesto a desperdiciar. Así, blandió su espada al cielo para coger fuerzas y arremetió contra él. Pero Jenero se arrastró por el suelo evitando el golpe, cogió una piedra y se la lanzó a la cara dándole en uno de los ojos. Entre el golpe y la tierra lanzada, el capitán empezó a gruñir mientras se llevaba las manos a la nueva herida quedando desarmado y vulnerable, momento que aprovechó el Hermano. Sin levantarse, estiró las manos para arrebatarle la espada, la tomó y se reincorporó lleno de rabia y agotamiento, buscando las últimas fuerzas para derribar a su oponente. Dio un fuerte grito y arremetió contra el capitán incrustándole el acero en un hombro. Pero su agotamiento era tal que aquel corte apenas profundizó. Lo único que logró fue arrancar otro graznido de Cover que sentía como la sangre empezaba a deslizarse por todo el cuerpo.

No lo vio. Jenero no vio como el capitán, exaltado por el dolor, tomaba una pequeña daga de su cintura con el brazo que no tenía herido y le lanzaba el ataque que le pondría fin. Cover logró dañar al Hermano clavándole la pequeña arma en el cuello que le rompió las

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arterias. Fue una punzada de dolor muy fuerte y después cayó al suelo abatido, derrotado.

El Hermano de Marina, Jenero, había muerto.

XLII En el mar reinaba una silenciosa calma. Con las aguas

tambaleándose suavemente y con el frescor de la mañana calando en los huesos de los marineros que permanecían despiertos a la espera del nuevo día que daría comienzo. Debía tratarse de una mañana tranquila. No navegarían más allá de los límites inspeccionados, ni tenían ningún especial trabajo... tan sólo los quehaceres diarios antes de emprender el regreso al puerto.

Yhena llevaba varios días sin aparecer por el puente de mandos. El beso que le había dado al piloto la había confundido y ahora se sentía mal en su presencia. Un desliz tonto propiciado por sus continuas alucinaciones, donde todo el mundo se convertía en su difunto marido, y ahora no sabía que decirle a Tibi, que espera una respuesta que ella aún no tenía.

Desde aquel encuentro el piloto no había logrado conciliar el sueño. Su relación con Yhena se había estrechado hasta puntos insospechables y cuando ya estaba convencido en que lo mejor era caer rendido a sus pies, cuando creyó que ella estaba dispuesta darle lo mismo que estaba dispuesto a dar él, sucedió lo que debía pasar. Aún recordaba los cálidos labios de la muchacha rozando los suyos, su lengua jugando con la suya y el hormigueo que sintió por todo su cuerpo... Aquel beso fue tan bueno y sin embargo, ahora toda esa magia se había precipitado al vacío. Demasiado apresurado, pensó, pero ya daba igual. No lo podía cambiar y lo único que podía esperar era que el tiempo pusiera todo en su sitio. Sin embargo eso no bastaba y aunque quería confiar en que todo volvería a lo de antes, no podía evitar echar de menos las conversaciones con Yhena en las frías noches del navío.

Aquella madrugada no había podido dormir como ya venía a ser habitual y se había pasado gran parte de la noche observando las estrellas del cielo, recordando la conversación que había tenido con

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ella en el momento en el que se besaron. Las contaba y ansiaba ver alguna fugaz que destellase en el cielo. En Marina solían decir que si veías una y le pedías un deseo, éste se cumplía y él tenía uno muy bueno que pedir. Pero la luz del sol empezaba a asomarse en la lejanía y las estrellas comenzaron a desaparecer a medida que el horizonte clareaba. Tibi desistió en su búsqueda y volvió su vista al mar mientras se aferraba a la fina manta que le había resguardado del frío durante la noche volviendo a centrar su atención en el suave oleaje. Era muy relajante. Se destapó y comenzó a doblar la manta cuando en una de las cubiertas empezó a escuchar cierto revuelo de los marineros que ya estaban despiertos.

—¿Qué sucede? —preguntó desde el puente de mandos a uno de los hombres que la tripulación.

—Tibi, mira hacia Marina... Hay una extraña nube de humo alzándose al cielo —respondió palidecido.

El piloto giró la vista hacia el oeste y comprobó lo que el marinero le había comentado. Allí había una densa nube gris pero estaban muy lejos para saber qué era lo que lo había provocado. Corrió hacia uno de los armarios que había enfrente del timón y cogió el catalejo para poder ver que sucedía exactamente. Se asomó de nuevo a la cubierta y echó un primer vistazo: Fuego, eso fue lo que vio. Su corazón se encogió en el pecho y una extraña sensación de miedo empezó a recorrerle por todo el cuerpo.

—Avisad al capitán —imploró angustiado. Pero no hizo falta que nadie entrase a avisarle. En aquel

momento, desde el barco del capitán Selmo empezaron a sonar los cuernos de alerta. Tibi se sobresaltó y tras volver la mirada hacia el resto de navíos que completaban la flota de Marina, sintió como un nudo en la garganta se le formaba. A lo lejos, cinco barcos axellianos con la bandera de Elena izada en los mástiles se aproximaban preparados para la batalla.

Merlo permanecía en su camarote poniéndose sus ropas cuando escuchó los sonidos de aviso de los cuernos. Acababa de levantarse y aún estaba un tanto atolondrado por su profundo sueño. Pero cuando escuchó la voz de alerta, los recuerdos del último ataque de la bestia invadieron su mente. Se puso sus botas y salió de inmediato con la

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camisa a medio abrochar a la cubierta mientras por los pasillos empezaba a correr una gran agitación de hombres y mujeres que salían de inmediato para ver que sucedía.

—¡Capitán, barcos axellianos! —gritó Tibi. Fijó su mirada en el horizonte y no tardó en descubrir el barco de

su amigo en la lejanía acompañado de otros tantos navíos de guerra. Sabía que aquel encuentro no era fortuito, como también sabía que no venían en son de paz como en la última ocasión. Su presencia sólo podía significar una cosa.

Se apresuró en subir al puente de mandos y sin mediar palabra arrebató el catalejo al piloto y echó un primer vistazo: Cinco barcos repletos de soldados.

—Nos van atacar —dijo muy sereno. —Ya están atacando a la ciudad —comentó Tibi—. Mira. El capitán cogió el catalejo y observó atónito la nube de humo y

el fuego que se divisaba desde la ciudad. Su rostro no podía expresar mejor su increíble asombro, su horror ante todo lo que debía estar sucediendo en la ciudad a la que él había ayudado a levantar. Elena había respondido a su osadía con todas sus fuerzas y se quedó paralizado pensando en el terror que se estaba viviendo. Pero el sonido de los cuernos de los barcos de Selmo y Kalera le obligaron a salir de aquel estado y reaccionar: Había que organizarse. Así que, se dirigió hacia la cubierta y alzó la voz hacia todos sus tripulantes, quienes le escucharon con atención antes de ponerse manos a la obra.

—¡Todo el mundo con una espada y un arco! ¡Elena nos ataca! La reacción de su tripulación distó mucho de la que tuvo la gente

que navegaba en la Indestructible. Los encargados de la armería ya estaban en sus posiciones momentos antes de la orden y ya habían abierto las consignas donde tenían guardada toda la capacidad armamentística del barco. Los hombres y mujeres se dividieron en cuatro grupos, cada uno capitaneado por un cabo mayor, y en un riguroso y estricto orden, cada grupo se fue acercando a la armería. Tomaron un arco, flechas y una espada al tiempo que una de las mujeres encargadas empezaba a facilitarles escudos y cotas de malla para protegerse de la embestida de los elenianos.

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Sucedió del mismo modo en los otros barcos. Tanto Selmo como Kalera, ordenaron a sus hombres armarse y prepararse para una batalla en la que no sabían si saldrían victoriosos.

Merlo regresó al puente de mandos, cogió el catalejo y echó un nuevo vistazo a sus enemigos, observando la figura de Fastian dirigiendo a sus hombres, preparándolos para la batalla.

—Tibi, intenta alejarte del barco de los elenianos. Necesitamos ganar tiempo como sea —ordenó y el piloto obedeció.

—Capitán, ¿Adónde voy? —preguntó Yhena que se personó en el puente de mandos a medio vestir y con el cabello despeinado. El ataque le había pillado aún en la cama.

—Quédate con Tibi y ayúdale en todo lo que te pida. Debo bajar abajo para dirigir el ataque.

Y a pesar del intento de protestar de la muchacha, el capitán comenzó a bajar las escaleras ignorando sus quejas. Llegó a la cubierta y empezó a revisar cada una de las filas que se estaban formando, preguntando a sus cabos mayores por el estado de su grupo de soldados e inspeccionando si se habían armado correctamente. Por suerte para él, sus soldados habían respondido a la perfección.

—Traed alcohol de quemar e impregnar las flechas. Vamos a intentar quemarles las cubiertas. Los barcos que llevan son antiguos, de madera vieja y desgastada. Trataremos de quemarla llenándola de flechas ardiendo —comunicó a sus cabos.

—Señor, el barco del capitán Fastian es demasiado nuevo. No creo que con él funcione —comentó uno de sus cabos.

—Lo sé... tendremos que abrir brecha en el armazón de otro modo si lo que queremos es hundirlo.

—Capitán, en los almacenes hay catapultas y rocas. Podría funcionar.

—Perfecto. Traerlas. Sin perder tiempo y con una gran disposición, uno de los grupos

de marineros salió de la cubierta para adentrarse en el interior del navío para sacar las catapultas. Pero sólo podría funcionar si lograban mantener la distancia con los barcos, y el poco viento que soplaba en aquella mañana impedía cualquier avance con rapidez.

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El capitán subió de nuevo al puente de mandos y observó las posiciones de los barcos de sus enemigos pudiendo ver cómo estaban logrando acortar la distancia de forma drástica.

—¿Podrás alejarte de ellos? —preguntó Merlo al piloto —Eso que me pides es muy complicado, capitán —respondió

repleto de dudas mientras Yhena observaba asustada cómo se acercaban.

—Son unos barcos muy antiguos ¿Cómo se atreven a venir sobre esos cascajos? —preguntó la muchacha desconcertada.

—Porque son veloces —respondió el capitán—. Este navío es mucho más lento que los que ellos portan.

—Es demasiado pesado para correr con el aire del viento sin un centenar de hombres remando como locos —añadió Tibi.

—Pero sus barcos son muy endebles. No podrán hundirnos —puntualizó Yhena.

—No quieren hundirnos —interrumpió Merlo—. Quieren asaltarlos, invadir los barcos y acabar con todos nosotros.

El capitán abandonó el puente de mandos en cuanto vio cómo sus hombres traían las catapultas, dejando a Yhena completamente perpleja. Debían apresurarse, los barcos del capitán Fastian estaban acercándose más de lo previsto.

Y sin poder alargar más el inicio de la contienda, el barco de Kalera comenzó a repeler el ataque lanzando las múltiples flechas ardiendo hacia el navío que se les aproximaba y el capitán Selmo se sumó a la ofensiva, mientras los hombres de Merlo empezaban prender sus flechas en tanto que él ayudaba a varios hombres a posicionar las catapultas.

Pero los hombres de Fastian ya habían previsto cómo iban a ser atacados y alzaron sus escudos frenando el ataque en cuanto vieron como el cielo se llenaba de flechas ardiendo. Todas cayeron en las cubiertas, aún prendidas, pero el suelo había sido empapado con anterioridad para dificultar el ataque del capitán Merlo, lo que satisfizo a Fastian, que sonreía complacido al ver como su amigo había sido demasiado previsible.

—Que los hombres sigan remando. Tenemos que alcanzarlos —ordenó Fastian.

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Y así obedecieron, remando con fuerza, con los escudos frenando los ataques de los arqueros y preparando las ballestas para iniciar el asalto. Dos barcos se dirigieron hacia el navío del Selmo y otros dos hacia el de Kalera. Fastian se encargaría de La Eva suponiendo que el punto álgido de la batalla estaría en su enfrentamiento con su amigo.

Pero la flota de Marina no iba a dejarse vencer. No sin luchar y los tres barcos comenzaron a separarse con sus seguidores pisándolos cada vez más cerca.

—¡Fuego! —gritó Selmo y todos los soldados volvieron arremeter con sus flechas prendidas.

—¡Señor! No logramos nada. Tenemos que cambiar la estrategia. —No… seguir. El piloto logrará mantener la distancia —

sentenció. El barco de Selmo era el más pequeño de los tres y a su vez el

más rápido. Con un grupo de marineros en los remos y con la presteza de su piloto, en navío empezó alejarse mientras los soldados seguían intentado abrir brecha en la coraza del barco de sus enemigos.

Kalera fue más drástica. Portadora de un pequeño trasto muy pesado comprendió que sus posibilidades de aumentar las distancias con sus seguidores eran escasas. Subió al puente de mandos de su barco y fue muy precisa en sus órdenes.

—A por ellos. —¿Cómo dices? —preguntó el piloto extrañado. —¡Qué te estrelles contra ellos! Tienen unos barcos muy

endebles… Sus armazones no soportarán que nos echemos encima. —Pero puede que nos vengamos abajo con ellos. —Míralo por el lado bueno, al menos los derrotaremos. —Pero… —¡Obedece! —gritó Kalera mientras volvía a las cubiertas y

aconsejaba a todos los hombres y mujeres que se agarrasen fuerte. Su piloto no replicó más y manteniendo la compostura empezó a

girar el timón, momento en el que el aire comenzó a soplar con fuerza. El navío dio media vuelta para ponerse delante de los barcos

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axellianos que no tardaron en descubrir las intenciones suicidas de la capitana.

—¡Se nos echan encima! —grito uno de los soldados de Elena —Preparar las ballestas para disparar al armazón y abordar el

barco —ordenó el sargento que mandaba en el navío. Pero no llegaron a tiempo. El barco de la capitana chocó con ellos abriendo una increíble brecha.

El casco del barco se rompió en dos trozos y el estruendo del impacto se pudo oír en todo el campo de batalla. Los soldados elenianos vieron como se hundían en cuestión de minutos y sus intentos de abordar el navío de la capitana marinense se truncaron de golpe. Toda la tripulación de Kalera aplaudió ante el éxito de la maniobra pero el piloto temía lo peor. El barco había quedado muy afectado por el impacto. No podría repetir la maniobra.

—¡Kalera, nos están intentando abordar desde babor! —gritó él mientras el otro barco eleniano empezaba a lanzar proyectiles con sus ballestas.

—Malditos —susurró para sí misma—. ¡Todo el mundo! ¡A sus armas! No dejéis que suban.

Pero desde el barco del capitán Merlo la confusión del momento parecía paralizar la capacidad de acción de la tripulación. Estaban viendo como sus enemigos se acercaban sin remedio y que a pesar de tener un grandioso navío, veían como sus limitaciones estaban jugándoles una mala pasada.

—Corred, lanzad las catapultas —ordenó Merlo. Y las lanzaron, pero la cercanía de la carabela de Fastian hizo que

la mayoría de las rocas impactasen en el agua saltando por encima de ellos. Tan sólo una de las catapultas alcanzó su destino, rompiendo algunos de los mástiles lo que provocó un gran revuelo dentro de la tripulación enemiga.

—¡Manteneos en vuestras posiciones! —gritó Fastian—. Vamos abordar el barco.

Los navíos de ambos capitanes se pusieron a la misma altura, navegando a toda la velocidad que les permitía el viento, habiéndose reducido la distancia que había entre ambos. Los hombres de Fastian comenzaron a disparar con sus ballestas un centenar de dardos que

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rompieron el armazón del barco con cuerdas anudadas en el otro extremo. Fueron miles de cuerdas las que lanzaron que redujeron las capacidades de escapada de La Eva.

—Capitán, están a punto de abordar —informó Yhena. —Dejad que suban… esto se saldará en una contienda en el

barco… Y si quieren pelea, la tendrán —sentenció Merlo. Todos sus hombres tomaron posiciones mientras veían como los

soldados axellianos se lanzaban al abordaje, y en menos de lo pudieron darse cuenta, La Eva fue asaltada por todo el barco del capitán Fastian.

Se enzarzaron en una feroz batalla donde ambos bandos lucharon. Algunos hombres de Merlo intentaron cortar las cuerdas para facilitar a Tibi la escapada, pero el piloto había desistido en su intento de separar su navío de la carabela de los axellianos.

—¿Adónde vas? —preguntó Yhena asustada mientras el piloto tomaba posesión de dos pequeñas y afiladas dagas.

—No voy a quedarme aquí parado mientras asaltan el barco —respondió él preparándose para adentrarse en la batalla—. Ha llegado el momento de alzarse a las armas.

—Y ¿Yo que hago? —Será mejor que te armes con lo que sea. Y sin mostrar más interés por los temores de la mujer, Tibi saltó

desde el puente de mandos hasta la cubierta donde se estaba librando una de las más duras contiendas. Con una daga en cada mano, aquel hombre de piel oscura sorprendió a más de uno en sus continuos y ágiles movimientos. Volteretas a gran velocidad, saltos acrobáticos y una innata habilidad en el manejo de sus pequeñas armas.

Merlo se quedó fascinado con el arte de su amigo, quien derribaba adversarios con gran facilidad, y no dudó en acudir a su lado para luchar juntos contra los innumerables soldados que se iban colando a gran celeridad.

—Si llego a saber que eres tan diestro en la batalla, te hubiera contratado de capitán y no de piloto —comentó Merlo poniéndose a su lado mientras esperaban la llegada de más soldados.

—No me subestimes Merlo, que he vivido toda mi vida en la jungla que era Marina... Todos sabemos usar bien las armas —

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respondió e inmediatamente después, tras dedicarle una amplia sonrisa, salió despavorido hacia la proa del barco para continuar librando a su navío de sus invasores.

El capitán esbozó una sonrisa mientras le observaba con atención. Le parecía un hombre tan loco pero a la vez tan noble que le convertía en alguien digno de admiración. Pero no podía entretenerse más y con su cimitarra desenfundada continuó enfrentándose a los hombres de Fastian.

El capitán Selmo seguía en su huida atacando a sus dos perseguidores, logrando mantener una distancia prudencial entre ellos, lo que evitó que lograsen abordarlo. Sin embargo, el barco de la capitana Kalera estaba sumergido en otra batalla campal, aunque ellos habían logrado lo que ninguno de los otros navíos de la flota de Marina había conseguido; hundir a uno de sus enemigos.

Pero la mayor capacidad ofensiva de Elena se había reservado para el barco que era considerado como la joya del movimiento golpista, el capitaneado por el traidor de Axelle. Fastian había previsto lo inevitable el día que intentó disuadir de sus intenciones a su amigo. Le ofrecía una oportunidad única, la redención y el perdón, pero Merlo la había rechazado. En aquel momento supo que tendría que enfrentarse a él y ahora, desde su carabela, se prepara para el abordaje.

Sobre su navío quedarían muy pocas personas. La mayoría se encontraban en La Eva, luchando fervientemente pero sin mucho éxito. La batalla marítima se estaba saldando con más vidas de lo previsto por Fastian, mientras que su compañero Cover había tenido más suerte en tierra. Pero daba igual. Sabía que el éxito radicaba en capturar a su amigo o en servir una evidencia de la muerte del capitán. Podría perder la batalla, que sería considerado como vencedor si lograba acabar con él, y aunque por principios se veía incapaz de ello, el juramento le obligaba a cumplir las órdenes del Hermano Mayor. Así, con el semblante serio y con su espada de dos manos a su espalda, Fastian emprendió la marcha hacia el barco de su amigo.

Ambos capitanes cruzaron sus miradas desde cada extremo del barco, salteando a todos los combatientes que había entre ellos. Fue

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un breve instante donde pareció que se dedicaban un extraño saludo. Un saludo cordial, manifestando el respeto que ambos se profesaban, pero sabiendo que a pesar de la amistad que les unía, su lealtad en los bandos opuestos les obligaba a enfrentarse.

Fastian tomó su espada entre sus manos retando a su amigo al enfrentamiento. Le conocía a la perfección, habían sido muchos años juntos, y sabía que respondería. Efectivamente así sucedió. Merlo, que tenía más predilección por armas pequeñas y manejables, desenfundó su cimitarra y empezó acercarse a su amigo en posición de alerta, con el arma cortando el aire por donde pasaba e ignorando al resto de personas que peleaban en las cubiertas.

Fueron pasos rápidos los que ambos amigos dieron para iniciar el enfrentamiento. Pasos que debían recorrer una relativa corta distancia, aunque ésta pareciera eterna. Hasta que finalmente, el acero de los hombres tomó el primer contacto.

—No nos dejaste otra opción —se justificó Fastian con pesar. —La tenías... podías haberte unido a la causa —contestó Merlo

con una sonrisa en el rostro, a lo que su amigo respondió con otra sonrisa.

—Eso nunca. Y sin mediar más palabras, los dos amigos se enzarzaron en una

larga pelea esgrimiendo su destreza y su habilidad. Fastian con su pesada espada de dos manos y Merlo con su cimitarra, como en uno de los miles de entrenamientos que los dos habían tenido cuando, siendo un poco más jóvenes, los dos muchachos agarraban las espadas y se batían en un duelo amistoso para ver quién era el mejor.

Pero ya no era uno de esos entrenamientos, ya no había nada de amistoso en sus ataques, y el duelo debía saldarse con la derrota de uno de ellos y sin embargo, los dos blandían con vigor sus armas luciendo amplias sonrisas en sus rostros. Por mucho que pudiera pasar a su alrededor, a pesar de sus nuevas posiciones, para ellos, aquel momento les transportaba a sus recuerdos en el centro de formación de soldados.

Conocían muy bien sus movimientos, sus formas de atacar y sus predilecciones a la hora de ejecutar las maniobras para derrumbar a sus enemigos y al principio aquellos golpes de acero tan sólo

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buscaban el agotamiento del otro. Era imponente la figura de Fastian con aquella espada enorme chocando con la ligera cimitarra, derrochando tanta energía e intentado desarmar a su oponente a base de contundentes golpes. Pero Merlo sabía evadir las embestidas de su amigo y cuando le veía coger propulsión para arremeter contra él, en vez de para el golpe con su acero, solía evadirlo.

Fastian incrustó su arma en uno de los mástiles de La Eva a lo que Merlo respondió con una ligera burla por su intento fallido, como había hecho en cualquier otro entrenamiento. Sabía que la burla desesperaba al capitán y que después volvía actuar movido por la rabia, lo que él consideraba su talón de Aquiles, entorpeciendo sus movimientos y convirtiéndolos en más predecibles. Y sin embargo, en aquel instante idóneo para acabar con su contrincante, Merlo no actuó.

Desencajó el arma del mástil y llenando los pulmones de aire trató de serenarse mientras daba algunos pequeños pasos. Merlo sólo sonreía, con su cimitarra apuntando al capitán eleniano y retrocediendo lentamente para evitar la nueva embestida de su amigo. Pero Fastian trató de mantener la calma, consciente que los piques que protagonizaban los entrenamientos fueron los que provocaban su derrota. Y aquello ya no era un entrenamiento. No podía dejarse llevar por la ira avivada por las burlas de su ahora enemigo.

Merlo no iba a dejar que se aproximase a él así sin más. Dio varios saltos hacia atrás y después retomó el ataque con una velocidad desbordada para evitar que pudiera evadirlo. «Demasiado predecible, amigo» pensó Fastian y repelió la embestida con su espada.

A su alrededor la batalla ya se iba decantando a favor de uno de los bandos, aunque ellos permanecían ajenos a todo lo que sucedía. Su atención tan sólo estaba fijada en el otro y en sus ansias de quedar por encima. Los movimientos y los ataques de ambos capitanes ganaron en rapidez, a pesar del agotamiento que poco a poco les iba mellando. El cansancio de momento parecía no sentirlo, absortos en su afán de ganar.

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Merlo trató de herir a su amigo en varias ocasiones, manteniendo una distancia prudencial para después arremeter contra él desde los rincones menos esperados. Pero Fastian previó todos sus intentos y contraatacó con todas sus fuerzas, agarrando el puñal con energías y abalanzando su acero indiscriminadamente con el único objetivo de causar el mayor daño posible.

Tomó impulso y blandió su espada hacia Merlo, que intentó frenar el ataque con su cimitarra. Sin embargo, la increíble fuerza de Fastian hizo se le resbalase la empuñadura y se le cayera al suelo quedando completamente desarmado. Era el mejor momento para derrotarle y alzó su espada de nuevo. El capitán estaba tirado en el suelo, sin nada con que defenderse y con su rival encima de él, levantando la espada al cielo y preparado para herirle de muerte. Pero Merlo aún no se rendiría. «Demasiado previsible, amigo» pensó esta vez él y le golpeó en la entrepierna con una fuerte patada. Fastian sintió una punzada de dolor y por un instante perdió todas sus fuerzas provocando que su espada también le resbalase.

Así quedaron los dos completamente desarmados, con un centenar de ojos fijados en ellos que observaban expectantes el resultado de aquel duelo. Merlo se levantó y ya se olvidó del acero, se olvidó de su amigo y se olvidó de lo que les había llevado hasta ese extremo. Le agarró de la pechera y comenzó a atestarle una serie de puñetazos que fueron magullando la cara de Fastian bajo los gritos de ánimo de toda su tripulación de La Eva.

El capitán eleniano quedó atolondrado pero al cabo de unos instantes reaccionó y con un golpe bajo logró tirar a su oponente de nuevo al suelo. Se abalanzó sobre él y esta vez fue Fastian quien golpeó a base de puñetazo limpio, enajenado, como si no viera el momento de parar de golpear. Merlo se balanceó sobre sí mismo y logró deshacerse de él con una nueva patada, corrió hacia su cimitarra y se cernió de nuevo sobre su amigo. Pero Fastian trató de impedirle que se alzase con su arma intentando cogerle de sus pies y arrastrarle a él. Le agarró y tras tirar, se encontró cara a cara con Merlo y su cimitarra rozándole el cuello. Había perdido.

Los capitanes se miraron fijamente y Fastian soltó el pie de Merlo dejando que se incorporase. Él no apartó su acero ni un instante del

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cuello de su amigo, reflexionando sobre qué era lo que debía hacer mientras se ponía en pie. Fastian estaba erguido, firme y solemne a esperas de recibir el golpe final ante la expectante tripulación de su amigo. A su alrededor, la contienda se había decantado a favor de Marina y toda su tripulación había sido abatida. Ese era el síntoma de su fracaso, y como tal debía aceptar su fatal destino. Merlo titubeó, intentando desviar de su memoria las miles de aventuras que habían vivido juntos, intentando por encima de todo ser el profesional que siempre había afirmado ser. Pero no pudo.

—No creo que haga falta nada más para que todos sepamos quien de los dos ha perdido —le dijo mientras retiraba la cimitarra del cuello de Fastian.

A su alrededor reinaba un absoluto silencio y una tremenda confusión por parte de todos los presentes, quienes esperaban que en cualquier momento el capitán acabase con la vida de aquel indeseable que había venido a traerles la guerra. Pero Merlo era incapaz de acabar con su mejor amigo, aunque éste estuviera en el bando contrario, y aquello le enfurecía, le llenaba de rabia detectar esa debilidad que le impedía hacer lo que el código le obligaba.

—Lárgate de mi barco ¡Ahora! —le ordenó enfurecido—. Y dile al Hermano Mayor que esto no quedará así.

Pero Fastian hubiera preferido que acabase con él. Hubiera elegido morir antes que volver a Elena derrotado, pero aquel día no estaba escrito que él cayera y lleno de resignación, dio media vuelta para regresar a su navío ahora prácticamente vacío de marineros.

La tripulación de Merlo respetó la decisión del capitán, aunque no la entendiera, y todos se apartaron del camino para permitir a Fastian abandonar La Eva, quien se marchaba abatido y avergonzado.

Subió a su navío y emprendió la vuelta al cabo Esther, pero esta vez sólo lo haría un barco de los cinco que zarparon. La flota de Marina había podido con Elena. Aunque no habían tenido la misma suerte en la ciudad y desde el mar se presentía el desastre al cual asistirían en cuanto llegasen al puerto. Merlo ordenó a todos que se deshicieran de los cuerpos de los soldados axellianos y restableciesen el control y el orden de inmediato. Debían regresar a Marina. Existía la posibilidad de llegar aún a tiempo de salvar a su gente.

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XLIII Pichí y Pocho volvían como cada mañana a agarrarse de su rama

preferida a esperar la salida del sol. Aquellos colibríes llevaban unas semanas de muy mala racha y es que sus continuas peleas parecían haberse agravado hasta puntos insospechables.

Aquella rivalidad por quien era el mejor cantante de los dos había hecho que Renella y sus amigos visitasen más a menudo la playa Este, a pesar de las continuas prohibiciones de sus padres en no salir de Borja. Pero eran niños y les daba igual lo que pudiera decirle los mayores. Ellos querían ver a esos colibríes cantar cada amanecer y lo que era más importante, ver como se peleaban cuando el canto de uno de ellos prevalecía por encima del otro.

Así que, escondidos entre los matorrales como hacían siempre, esperaban el momento estelar de cada mañana cuando el sol comenzaba a colorear el cielo y los pájaros se arrancaban en sus cantos hasta que se iniciaba la disputa. Los cuatro los miraban con atención, con su trozo de pan en la mano para dárselo al ganador de la pelea, subidos los unos encima de los otros y con una expresión de expectación que no cabía en sus caras.

Pichí empezó con su canto vigoroso y sus dulces gorgoritos en cuanto el primer rayo incidió sobre él y acto seguido se animó Pocho, formando la perfecta sinfonía a la que tenían acostumbrado al bosque. Una melodía perfectamente encajada por los dos pájaros, resultado de las muchas mañanas que habían pasado juntos interpretando la misma canción. Y sin embargo, sin ton ni son, no tardaban en lanzarse picotazos para echarse de la rama en la que cantaban. Primero empezó Pichí atacando a su compañero y de seguido Pocho le devolvió los picotazos hasta que al final, tras darse varios mordiscos, Pichí decidió levantar el vuelo e irse a mojar el pico en el agua del mar.

Los cuatro chavales aplaudieron al vencedor de aquella mañana y no dudaron en lanzarle el otro de pan a los matojos donde el ganador solía degustar el manjar que traían los niños. Voló hasta los arbustos y empezó a comer bajo la mirada de los cuatro chicos que

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comentaban la voracidad del animal que engullía el pan en cuestión de segundos.

—Llevaba días sin ganar el pobre Pocho. Normal que le haya dado esa paliza hoy —comentaba Arceldo.

—Yo sigo diciendo que deberíamos traer dos trozos de pan: uno para cada uno. Es injusto que hoy Pichí se quede sin comer ¿No creéis? —interrumpió Renella.

—No te preocupes Rene… Pichí sabe buscarse la vida. Además, ya veréis como mañana se toma la revancha —dijo Zuio.

El pájaro levantó la vista a mitad de su manjar, los miró con desconfianza a pesar de conocerlos desde hacía tiempo, agarró su trozo de pan y levantó el vuelo a otro lugar para comérselo con más tranquilidad. Los cuatro chicos se quedaron estupefactos ante la reacción del pájaro y se echaron al reír a sentir que se había burlado de ellos.

—¡Será tonto este pájaro! Encima que le damos de comer —protestó Conexo.

—Se habrá ido al oler a Arceldo —empezó Zuio con sus bromar—. ¡Arceldo es un cerdo, Arceldo es un cerdo! —Y enseguida su amigo acudió a su ayuda para vociferar los dos—. ¡Arceldo es un cerdo, Arceldo es un cerdo!

El pobre muchacho, objetivo de las mofas de sus amigos , empezó a insultarlos sin mucho existo. Ellos eran dos y Renella ya estaba harta de mediar en sus disputas para terminar oyendo como le decían: Renella quiere a Arceldo, Renella es una cerda. Así el muchacho, por mucho que intentase buscar apoyos, al final se quedaba solo.

—Un momento —interrumpió Renella—. ¿Qué hay ahí? Parece una bolsa pequeña.

—¿Dónde? —preguntó Zuio perdiendo todo interés en seguir mofándose de su amigo.

—Ahí, donde estaba el pájaro —respondió ella mientras daba pequeños pasos para acercarse hasta donde señalaba—. Es una bolsa de cuero —informó mientras la tomaba entre sus manos y empezaba a limpiarle el polvo.

—¿Una bolsa?

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—A ver. Los tres muchachos se acercaron a Renella para inspeccionar la

bolsa de cuero que habían encontrado. Estaban emocionados, como si hubieran descubierto un viejo tesoro escondido en una raída bolsa. La muchacha la abrió y se quedó sobresaltada cuando vio pinturas tan reales.

—¿Quién es? —preguntó Conexo—. Quien sea el pintor, lo ha hecho muy bien.

—¡Es el desmemoriado! —exclamó Zuio contemplando las imágenes.

—Y eso ¿qué es? —preguntó Arceldo. —No sé… parecen monedas ¿No? —respondió Renella abriendo

uno de los bolsillos de la cartera de cuero. Desplegó la cartera y encontró más pinturas de aquellas y algo que no supo de que se trataba.

Pero en aquel momento la madre de Renella apareció desde los arbustos con la expresión muy serena. Muy enfadada. Ataviada con un delantal y con sus regordetas manos metidas en los bolsillos intentando mantener la calma.

—¡Aquí estáis! —gritó según avanzaba hasta donde se encontraban los muchachos. Los cuatro se sobresaltaron al oír la voz de Amana y Renella, en un acto absolutamente reflejo, escondió su hallazgo entre las telas de su túnica—. Cuantas veces os he dicho que no os acerquéis aquí. Es muy peligroso

—Queríamos oír cantar a Pichí y Pocho —respondió Renella sonrojada.

—Me da igual, jovencita. Ya hablaremos tú y yo en casa. Vas a ir fina. Y vosotros tres ¿Qué pasa? ¿Qué vuestras madres no se han hartado de deciros que aquí no debéis venir?

—Mamá de Renella, no pasa nada. Hemos venido muchas veces y no hay peligro —respondió Zuio haciéndose el remolón.

—Me da igual que no os haya pasado nada hasta ahora. ¡Y si os pasa!..

Amana se había puesto en las funciones de madre de todos ellos y sin dudarlo ni un segundo los reprendió con toda su dureza, con ganas de darles cuatro azotes en el culo para ver si así

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escarmentaban. Pero ella no era muy partidaria de la violencia, así que se quedó en sólo eso, gritos que los niños escucharon sin atreverse a replicar. Y mientras ella les reñía, los dos pájaros volvían a colocarse sobre su rama para cantar tan alto como podían, como si pretendieran ahogar las quejas de la mujer.

Los cuatro chavales pronto perdieron la atención a la reprimenda de Amana y observaban atolondrados los cantos de los pájaros que parecían reñir a la mujer por alzar la voz en medio de la pacifica playa.

—¿¡Me estáis escuchando!? Dejad de mirar a los pájaros y prestarme atención —alzó aún más la voz para captar de nuevo la atención de los muchachos.

Los cuatro la miraron asustados ante el torrente de voz y ella continuó con la reprimenda ahora que volvía a captar a atención de los chicos.

De pronto los pájaros se callaron mientras ellos permanecían ajenos a lo que sucedía sin darse cuenta que Pichí y Pocho habían levantado el vuelo al mismo tiempo. Desde la lejanía se podía ver a varias aves que volaban espantadas. Todas en una misma dirección mientras Arceldo las observaba extrañado. Pero Amana seguía con su riña, muy enojada por las libertades que se atribuían los cuatro a pesar de las continuas prohibiciones de sus padres de salir de Borja. El muchacho bajó la vista al cielo aturdido y su expresión se desencajó de su rostro al ver como el agua del mar retrocedía a gran velocidad mientras a lo lejos ya divisaba la enorme magnitud de una ola que iba absorbiendo más cantidades de agua para hacerse más fuerte. Pero Amana estaba de espaldas y cuando reparó en la expresión del muchacho, lo primero que pensó fue que estaba intentando buscar una atención diferente que la distrajera de la riña. Sin embargo, el indudable graznido de las bestias sumergidas en lo profundo de la ola la obligó a volverse hacia atrás al tiempo que el resto de los niños se giraban.

—¡Por Épsilon! —exclamó Amana aterrorizada mientras Renella soltaba un agudo grito de pánico.

Por un instante, aquella mujer regordeta no supo actuar. Se quedó paralizada viendo semejante escenario, con los gritos de su hija de

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fondo y los llantos de Conexo. Pero un nuevo graznido la hizo actuar, salir de aquel estado en el que se encontraba, e inmediatamente agarró a los niños y empezó a gritarles para que salieran corriendo al interior del bosque.

Los cinco emprendieron una huida de difícil escapada. La ola estaba aún lejos pero ya era lo suficientemente grande para verla y apreciar su gran magnitud, y la gran velocidad con la que se dirigía a la playa dejaba evidente que no sería muy tarde el momento en el que colapsaría con ellos. Pero debían intentarlo, su impulso fue el de esconderse aunque pareciera evidente que no había lugar donde protegerse de la embestida.

Saltaron las raíces de los árboles y corrieron con todas sus fuerzas acompañados de diversos animales del bosque que habían captado el mismo peligro. Todos en una misma dirección: el punto más alto que pudieran encontrar. Pero el lugar más elevado al cual podrían llegar no lo era lo suficiente como para evitar que el agua no llegase allí, para romper la ola, y esta parecía inminente que llegaría a Borja a pesar de la distancia que pudiera haber entre la playa y el pueblo.

La mujer no dejaba de animar a los muchachos para que corrieran. Eran muy jóvenes y hábiles todos , y tenían más posibilidades de salvarse que ella. Pronto Amana se quedó retrasada con respecto a los críos que escapaban pero Renella dio media vuelta en cuanto vio que su madre se quedaba atrás. A lo lejos, el sonido de la ola se hacía cada vez más fuerte pero no supuso ningún impedimento para que la muchacha corriera con los ojos llenos de lágrimas a socorrer a su madre.

—Vamos mamá, corre —le suplicaba la niña llena de culpabilidad pensando que si ellos no hubieran acudido a la playa, ahora su madre no se vería en aquella tesitura.

—No, hija, corre o me esperes. ¡Corre! —le pedía ella manteniendo la compostura y exhausta debido a la falta de costumbre y sus evidentes limitaciones físicas.

A la cabeza de la escapada estaban Zuio y Conexo, ya muy lejos de ellas mientras Arceldo se mostraba más dubitativo sin saber si ayudar a su amiga o si por la contra debía salir corriendo y ponerse a

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salvo del ataque. Pero ¿Había algún lugar donde pudieran estar a salvo?

Amana siguió insistiendo a su hija para que se marchara, pero ella no obedecía y viendo a Arceldo como les miraba desde la lejanía, la mujer empezó a gritarle para que la cogiera y se la llevase de allí. Ella ya estaba demasiado agotada. El muchacho titubeó pero finalmente corrió hacia Renella, la cogió del brazo y la instó para que se alejase de allí. Por los recovecos de los árboles ya se podía ver la cascada de agua que se había levantado a punto de romper con la tierra, a punto de succionarlos.

—¡Mamá! —gritó Renella, pero Amana se sentó en un tronco de un árbol mientras veía como su hija se alejaba de la mano de Arceldo.

Sin embargo ya no había tiempo para más huidas, el agua empezó a entrar en el bosque arrancando los árboles, levantando la tierra y en definitiva, destrozándolo todo según iba avanzando del mismo modo que lo había hecho semanas atrás en el puerto de José.

Amana echó un último vistazo hacía atrás, momentos antes de que el agua la levantase y la propulsase hacia arriba de la ola que siguió avanzando indiscriminadamente hasta alcanzar a Renella y Arceldo, que los levantó con la misma facilidad que a la mujer, a los árboles y a las rocas.

Zuio y Conexo seguían corriendo tan rápido como era posible, con sus fuerzas a punto de abandonarles, resignados por algo que con gran rapidez se cernía sobre ellos. Hasta que finalmente la ola les atrapó a ellos también mientras seguía avanzando hacia Borja.

El ruido del mar levantándose y los graznidos de las bestias que se ocultaban en el agua se pudieron oír en el pueblo que empezaba amanecer como cualquier día. La gente salió a la calle ante tal revuelvo, desconcertados por los sonidos que invadían las calles de Borja, pero su confusión se agravó cuando vieron el remolino violento de agua sucia movida con rocas y arenas que se dirigía a ellos.

Feder, Setasbian y el Hermano Mayor del pueblo se quedaron inmóviles al contemplar el horror que los invadiría en cuestión de segundos y, al igual que lo habían intentado los niños y Amana,

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todos emprendieron la huida a las montañas. Pero no tenía tiempo y la ola entró en las calles habiendo perdido algo de fuerza pero aún con una gran capacidad destructiva, demoliendo por completo todas las casas, desmenuzando los caminos y arrollando a todas las personas.

Siete horas después Renella despertó vomitando una gran cantidad de agua. Estaba tirada en el suelo embarrado y tenía una pierna atrapada por un tronco. Se miró de arriba abajo, aturdida y desorientada, y después trató de liberarse del árbol que la tenía atrapada. Tenía muchas heridas por el torso y la cara, y estaba llena de manchas de barro. Su túnica le pesaba a consecuencia de estar empapada, pero aun así la muchacha mantuvo una gran entereza. Se agarró de la rodilla y empezó a tirar para liberarse, y poco a poco sintió como su pierna se iba deslizando hasta quedar libre de su trampa. Se levantó como pudo, con un dolor muy agudo en la planta del pie y anduvo varios pasos cojeando mientras miraba el paisaje desolador, con el suelo lleno de charcos muy profundos y sin apenas árboles en el bosque.

—¡Mamá! —gritó—. ¡Arceldo! Pero nadie respondió y siguió andando como podía, apartándose

algunos mechones de la cara aunque se la ensuciase más. Gimoteaba sin dejar de llamar a su madre y a su amigo, pero el silencio reinaba por aquellos parajes y tan sólo podía oírse a sí misma vociferando los nombres de sus seres queridos y un inmenso eco repitiéndose una y otra vez hasta perderse en la lejanía.

—Renella —escuchó como la llamaban desde unas rocas—. Renella ¿Me oyes?

La muchacha reconoció la voz de su amigo Conexo al instante y corrió hacia las rocas donde se encontrara atrapado.

—Conexo ¿Eres tú? —preguntó emocionada. —Sí, Renella. No podemos salir —contestó su amigo casi en

suspiros. —¿Quién está contigo? —Zuio, pero no habla —respondió Conexo—. Por Épsilon,

Renella sácanos de aquí. Tengo miedo. —Espera, voy a intentarlo.

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Pero las rocas eran muy pesadas y no podía con ellas, por mucho que lo intentase. Además, estaba agotada y aunque no quería desistir, sabía que no podría hacerlo.

—Intenta empujar tú desde dentro. Sola no puedo —le rogó la muchacha y los dos tomaron fuerzas.

La roca se fue deslizando lentamente teniendo que descansar entre empujón y empujón, pero finalmente cedió y ésta cayó al suelo dejando libre a los dos muchachos. Conexo salió y después cogió a su amigo que aún respiraba aunque sangraba bastante. Renella se rompió un trozo de tela de la manga y trató de taparle las heridas como en alguna ocasión había visto hacer a su madre. Pero no era suficiente. Su amigo se desangraba con rapidez.

—Tenemos que ir al pueblo si no se va a morir —sugirió Conexo entre sollozos.

—Pero Conexo, ¡Mira a tu alrededor! No hay pueblo… tenemos que salvarle nosotros.

—¿Y tu madre? ¿Dónde está? Ella sabrá lo que debemos hacer —dijo el muchacho sobrecogido por el aspecto de su amigo.

Pero Renella no respondió, sino que trató de contener sus lágrimas mientras seguía intentando detener las hemorragias de su amigo. Sin embargo, detrás de ellos se acercaba Amana, quien sorprendentemente había sobrevivido, arrastrando los pies y sujetándose el estómago.

—Niños… niños —empezó a llamarlos entre sollozos. Pero Renella pensaba que se trataba de su imaginación. Daba a su madre por muerta y oírla a sus espaldas tan sólo podía ser resultado de algún tipo de delirio. Lo que importaba ahora era salvar a quien podía, ya que no lo logró con ella.

— ¡Renella, tu madre! —exclamó Conexo La muchacha se volvió y dejó de inmediato a su amigo para

correr a sus brazos mientras lloraba y le pedía perdón una y otra vez. Amana le dio un tierno beso en la frente, pero desde lo lejos había visto la gravedad del estado de Zuio y rápidamente hizo a su hija a un lado para intentar socorrer al niño.

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—Hay que curarle estas heridas —pensó en alto bajo la atenta mirada de los niños—. Por favor muchachos, necesito espacio… ¿Y Arceldo?

—No lo sabemos… No le hemos visto —respondió Conexo. —Pues id a buscarlo… Corred —apremió. Los dos muchachos vacilaron un poco, como si temieran alguna

nueva embestida y que esta les pillase lejos de Amana. Pero la mujer tenía razón. El último de los niños aún no había aparecido y podía estar en cualquier lado. Así los dos corrieron cada uno por un lado para dar con él. Mientras, en Borja, la gente empezaba a levantarse desconcertada y llena de pánico. Ellos habían tenido menos suerte que los niños y alrededor de ellos tan sólo había una cosa: muerte.

XLIV En Elena había reinado un autentico caos desde que la guardia

capturó a Leisa. El boca a boca se había encargado de distribuir por todos los rincones de la capital la noticia provocando una gran indignación por parte de los ciudadanos , quienes no daban crédito a la osadía de la muchacha. Para todos ellos, Leisa debería haber aprendido la lección cuando años atrás fue acusada de delitos similares, acusación que derivó en su condena aunque hubiera sido eximida de ella en el último momento. Volver actuar de estos modos, volver actuar en contra de su pueblo, debía pagarse con la máxima pena y esta vez sin impedimentos. A principio la gente no entendía que fue lo que pasó, por qué había ayudado a los silvanos a llevarse a un enfermo que estaba bajo su responsabilidad, pero Ateleo no dudó en filtrar ciertos rumores entre su círculo más cercano para que éste calentase a la población.

Los rumores de haber tenido entre ellos a un ser tocado por Épsilon, un elegido del pueblo de la luz al cual Leisa había entregado a sus enemigos, provocó una reacción masiva que congregó a todo el mundo a las puertas del templo para exigir la cabeza de la muchacha. Seleba no entendía como se había filtrado una información que ni ellos mismo habían contrastado. Aún creía posible que aquel señor que apareció en la playa del este en realidad se tratase de un silvano,

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pero el afán de su consejero en acabar con Leisa le estaba cegando hasta límites insospechables. Mientras, hasta que no se aclarase el asunto, el Hermano Mayor ordenó que se encarcelase a Leisa en los subterráneos del centro del Grupo de Protección de ciudadanos , y que diez guardias custodiasen la cárcel. No por miedo a que Leisa se escapase, sino para frenar las embestidas de la gente que habían intentado entrar en la prisión a la fuerza para apalear a la muchacha.

—¿¡Qué es lo que necesitas para darte cuenta de su traición!? —preguntó Ateleo lleno de indignación la noche en la que debatieron que harían con ella.

—Si me lo permites Ateleo, no creo que la confesión de una vecina sea suficiente para juzgarla. Bien sabemos todos que Leisa tiene muchos enemigos. Habría un centenar capaz de testificar lo que fuera con tal de verla en la plaza judicial —respondió ella mientras vertía un poco de agua en su vaso y daba un suave sorbo. Llevabas varios días con un intenso dolor de cabeza, sin apetito y lo único que tomaba era esos pequeños tragos.

—¿Desde cuándo das prioridad a la presunción de inocencia? Vamos Seleba, tú tienes las mismas ganas que yo de acabar con ella. ¿Por qué la proteges?

—No la protejo —respondió ella enojada por los continuos intentos de su consejero de persuadirla—. Sólo quiero hacer las cosas bien.

Sin embargo, a pesar de la protección que Seleba le estaba prestando en la sombra, Leisa pasaba los peores días de su vida. Encerrada en una celda de tres metros cuadrados, donde apenas podía recostarse y sin poder salir para nada, esperaba el momento en que se dictase sentencia como había ocurrido años atrás. A su alrededor los guardias la protegían de los asaltos de los vecinos, pero ¿quién la defendería de los guardias?

Aquellos hombres cumplían órdenes rigurosas del Hermano Mayor y ante todo no dejaron que nadie satisficiese su necesidad de buscar la justicia por su mano. Sin embargo ellos pensaban al igual que el resto de los vecinos de Elena. Leisa era una traidora y eso les provocaba un gran sentimiento de desprecio que hizo que se ensañaran con ella todo lo que quisieron. Sin dejarla salir, sin

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permitir que limpiase su pequeño espacio donde dormía, escupiéndole en la comida (cuando se la daban) y obligándola a orinar en la misma celda. Leisa tuvo que aguantar los continuos insultos de aquellos diez guardias convertidos en sus diez demonios, los encargados de hacerle pasar un infierno y de desear que se ejecutase la sentencia cuando antes, pues no sabía cuánto más podría aguantar todo aquello. Pero lo que no sabía era que las continuas diferencias entre Seleba y Ateleo impedían que se celebrase el juicio y por lo tanto se alargase su suplicio en aquella cárcel.

Los días y las noches las pasó sentada en una esquina, en el lugar más oscuro que encontró para poder pasar desapercibida, con las rodillas flexionadas y la cabeza apoyada sobre la fría y húmeda pared. Allí las horas pasaban lentamente convirtiendo cada minuto en toda una eternidad. Aquel tiempo lo aprovechó para una única cosa, lo único que podía hacer para ser exacto, y fue pensar. Pensó mucho y reflexionó aún más sobre todo lo que había hecho a lo largo de sus treinta años de vida.

Fueron muchos los momentos en los que se acordó de sus dos hermanos, de cuando los tres trabajan en el palacio sirviendo al entonces Hermano Mayor, el que había sido el padre de Seleba. Aquella época había sido la mejor de todas, la más divertida, aunque después tuviera un trágico final que estuvo marcado por un momento en determinado.

Recordó el día en el que se encontró con el Padre de los Silvanos. Ella estaba recogiendo mesas y él acudía a una reunión con el Hermano Mayor. Eran momentos tensos, pues Silvanio llevaba poco tiempo en pie desde su independencia y las relaciones entre ambas regiones eran más conflictivas que en ningún otro momento de la historia. Pero ella conocía a la perfección al padre de sus enemigos. Desde tiempos inmemorables, su familia había estado afincada en ambas regiones para después verse separada por los conflictos entre Manusto y el padre de Seleba. Aquel protagonismo entre los dos archienemigos era conocido por todos y provocaba que no hubiera nadie en todo Axelle que no supiera quién era cada uno, un reconocimiento merecido por ambas partes.

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Pero lo que más le llamó la atención a aquella muchacha de dieciséis años no era el gran semblante de Manusto ni esa sensación de poder que desprendía, sino el joven muchacho que le acompañaba. Alto de pelo rojizo y piel aterciopelada. Aquel aspirante a capitán causaba furor en sus tierras y pronto hizo lo propio en Elena.

—Hola, ¿sabría indicarme dónde están los aseos? —recordó que le preguntó Preston mientras los dos mandatarios permanecían reunidos.

Ella se sonrojó con el mero hecho que le dirigiera la palabra y le respondió con torpes ademanes que le resultaron muy graciosos al joven capitán. Él estaría en el palacio varios días en visita oficial y Leisa no dudó en provocar fortuitos encuentros con el galán. No es que tratase de hacer nada, con verle le bastaba, pero era superior a ella. Necesitaba verle todo lo que pudiera ahora que estaba en el palacio. Lo que no se esperaba fue que aquel muchacho le propusiera perderse por los jardines en un momento en el que nadie les viese.

«¿Me lo está diciendo en serio?» se preguntaba, pero era evidente que sí. El mismo muchacho también había intentado buscar momentos propicios para perder la vista en la joven y no quería irse sin llevarse un grato recuerdo de ella. Así que, en los jardines, los dos iniciaron algo que debía acabar allí.

El problema fue que no acabó. Tanto Preston como Leisa, se quedaron muy enganchados el uno de otro y a pesar de la distancia, no cesaron en buscar momentos para poder verse. Él viajaba de vez en cuando a Elena de incógnito y ella hacía lo mismo gracias a sus dos hermanos, que ocultaban sus escapadas al territorio de los enemigos.

Ahora ya había pasado mucho tiempo de aquello y aun así guardaba buenos recuerdos de la historia que vivió con él. Pero la borraría en su totalidad si con ello pudiera evitar lo que sucedió después. Sus hermanos fueron acusados por cubrirla. En el palacio pensaron que los muchachos tenían algún tipo de acuerdo con sus enemigos, pasándoles información privilegiada, lo que provocaba que los silvanos se adelantasen a todos sus movimientos. Ellos

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confesaron toda la verdad. Hasta el mismo Preston acudió para evitar el desastre... pero en Elena nadie les creyó y se dictó sentencia.

Esos pensamientos volvieron a su mente en aquellos días de encarcelamiento con más fuerza que nunca. Su vida había quedado marcada desde que inició su historia de amor con Preston y desde entonces no había pasado ni un sólo día en el que no se hubiera arrepentido de todo lo que pasó entonces.

Pero ya daba igual. Parecía que el destino se volvía nuevamente contra ella para acabar lo que no logró en aquel momento, y esta vez lo aceptaba con entereza e incluso con orgullo. Acabaría como no lo había hecho años atrás.

Aun así, durante aquellos días encerrada tuvo tiempo ya no sólo de acordarse de sus dos hermanos y de Preston. Había otra persona de la que no pudo evitar acordarse: Adan. Aquel muchacho había despertado en ella sentimientos que habían permanecidos escondidos durante mucho tiempo. A su lado tuvo la oportunidad de fantasear con ese mundo que él le describía y de su mano imaginaba que volaba muy alto hasta ese sitio de enormes edificios, de estrafalarias y estrambóticas máquinas y de lugares mágicos lleno de gente longeva.

¿Cómo estaría? ¿Le estarían ayudando en Teresa como deseaba? Y lo más importante ¿Estaría enojado con ella? Eran muchas las preguntas que tenía en la mente y de las cuales no encontraba respuesta, pero pensando en él, la espera de lo que tuviera que esperar, parecía más amena.

Su suerte finalizó al cabo de los cinco días de estar arrestada. Tras pasar su calvario encerrada con sus diez carceleros que la hicieron la vida imposible, al quinto día Ateleo se personó en su celda. Iba acompañado de cuatro guardias del templo, con la cabeza muy alta y la espalda muy erguida esbozando una sonrisa en el rostro muestra de su éxito, de su momento esperado.

—¡Vaya, que mala cara tienes! —exclamó tras observarla detenidamente. Ella no había salido de su rincón y permanecía sentada, observándole con desdén y sin ningún tipo de respeto—. Podrías levantarle al menos. Para alguien que te visita.

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—Puedes irte al infierno, Ateleo —respondió ella—. Qué es lo que quieres.

—Nada, sólo saber cómo estás. Pero si llego a saber que me ibas a recibir así, no me hubiera tomado la molestia ni tan siquiera de venir.

—¿Acaso crees que soy tonta? No has venido para preocuparte por mi salud.

—Y no me preocupo, no te confundas. Tan sólo quería verte hundida en la miseria.

—Pues ya me has visto. Ahora puedes marcharte —contestó volviéndole la mirada.

—A ver muchacha, tú no estás en condiciones de decir nada. Así que, será mejor que mantengas esa boca cerrada —espetó Ateleo acercándose lentamente hacia ella mientras observaba con una expresión de asco el estado de la celda—. En realidad no venía a ver como estabas, como has podido figurar.

—Pues haz lo que venías hacer y déjame tranquila. —Vamos mujer, ni que tuvieras otra cosa mejor que hacer —

respondió con chulería, pero Leisa no contestó—. Bueno, a lo que iba: venía a comunicarte que el Hermano Mayor ya ha tomado una decisión al respecto. Se hace cargo que no hay pruebas contundentes en tu contra y que un sólo testimonio de una vecina, con la cual podrían mantener una mala relación lo que la llevase a tales supuestas infamias, no es concluyente del todo para poder ejecutar sentencia.

—¿Eso significa que puedo salir de aquí? —preguntó extrañada, pero Ateleo negó con la cabeza.

—No había terminado… Como decía, aunque no lo considera concluyente, en estos días, y te lo cuento porque me hago cargo que aquí encerrada no te habrás enterado, el pueblo ha respondido a una forma curiosa al secuestro de tu pupilo.

—No era mi pupilo —interrumpió la mujer resignada. —Pues lo que fuera… la cuestión es que hay ciertas personas que

creen que ese señor aparecido de la nada es una especie de… ¡Hijo de Épsilon! Algo que tú sabías y que entregaste premeditadamente a los silvanos dándoles una fuente de información y poder privilegiada.

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—Eso es absurdo. —Lo sé. De hecho, creo que por primera vez estoy de acuerdo

contigo. Pero eso es lo de menos. La cuestión es que la gente exige tu cabeza a cualquier precio… son muy vengativos y aún no olvidan tu «pequeña» sublevación. Han intentado entrar en la cárcel en varias ocasiones con el único objetivo de hacer justicia.

—Ve al grano —interrumpió con una mirada desafiante, como si previera la respuesta que venía después.

—La única manera de restablecer el orden, de que reine la calma en un momento donde debemos mantener la compostura como sea, es que demos al pueblo lo que quiere. Yo mismo le he aconsejado a Seleba que dictemos tu ejecución para amansar a las fieras, porque no podemos permitirnos ataques de los vecinos en estos momentos.

—Eres despreciable. —Di lo que quieras. La cuestión es que te vamos a utilizar…

como hicimos en su día con tus hermanos, no te voy a mentir. Pero Leisa no pudo mantener la calma en el instante que salió a

relucir la muerte de sus hermanos, confirmando algo que sospechaba desde hacía mucho tiempo. Su muerte tan sólo pretendía distraer al pueblo de la crisis que se sufrió en aquel entonces, unas simples víctimas utilizadas en un momento determinado como una simple maniobra política. Se levantó del suelo y emitiendo un alarido de rabia se enzarzó contra él, tirándose al cuello y golpeándole con las pocas fuerzas que le quedaban.

La guardia no dudó en intervenir. La agarraron de los brazos y la lanzaron contra la pared separándola del consejero de Elena, que se levantó de inmediato del suelo con su orgullo herido al ver sido aplacado por una mujer. Leisa sintió como todas las piedras de la pared se le clavaban en la espaldas y abatida no encontró más fuerzas para levantarse de nuevo. Ateleo se acercó a ella y sin vacilar ni tan siquiera un instante le embistió dándole una patada en la nariz, por donde empezó a sangrar lentamente. Ella se quedó muy aturdida por el golpe, sintiendo el amargo sabor de la sangre resbalando por su boca y completamente rendida.

—Serás hija de puta —susurró Ateleo con suaves jadeos mientras se colocaba las vestiduras al tiempo que volvía arremeter contra ella

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hasta tirarla al suelo—. Quedas avisada que mañana, cuando el sol esté en lo más alto del cielo, te llevaremos a la plaza judicial para acusarte de alta traición. Supongo que el desenlace ya sabrás como termina… Y créeme cuando te digo que está vez no habrá nadie allí para salvarte.

Y sin mediar más palabras, el consejero salió acompañado de la guardia mientras uno de los carceleros cerraba la puerta de hierro dejándola de nuevo a solas. Leisa trató de reincorporarse y con la muñeca se apartó la sangre que tenía por la cara. Después se la miró y sin poder frenar sus emociones rompió a llorar.

XLV Tras el inmenso valle que se expandía por media meseta del oeste

de Axelle se encontraba el pueblo de David. Un modesto municipio de artesanos y herreros en su mayoría, que solía pasar desapercibido a las contiendas que sucedían en las tierras de Épsilon. Era un lugar muy tranquilo, con casas muy bajas construidas casi debajo de la tierra y con calles muy largas y anchas donde la mayoría de la gente solía pasar la mayor parte del tiempo.

En David era costumbre estar con los vecinos en todo momento. Las casas sólo estaban para dormir y durante todo el día los lugareños permanecían juntos, alrededor de alguna mesa degustando las distintas comidas que hacían a lo largo del día. Porque allí, más que en ningún otro lugar de todo Axelle, el comer era como una especie de tradición. Comían a todas horas y cualquier cosa era motivo para darse grandes festines de platos exclusivos del pueblo: legumbres, frutas, verduras, pescados y algo de carne roja cuando los posibles lo permitían.

Eran pocos, menos de mil habitantes, y todos se conocían a la perfección. La gran mayoría estaban unidos por algún tipo de parentesco, y es que en David había tres grandes familias donde se englobaban casi toda la población: Los Grajeros, los Petimuri y los Claxan, con sus típicas rencillas pero no solía ser nada trascendente, nada que no se olvidase con un buen plato de comida.

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El ambiente del pueblo solía ser bastante agradable, con mucha música por las calles, con muchas festividades de culto a Épsilon que sólo celebraban ellos y con una ideología compartida que hacía que se mantuvieran al margen de las decisiones de Elena, aunque nadie se diese cuenta de la actitud independiente de estos hombres y mujeres. Pescaban poco, lo justo para mantenerse, y tampoco se perfilaban grandes guerreros entre su población, por lo que David no solía suscitar mucho interés entre el resto de Hermanos de la orden, aunque si solían contar con ellos para cuestiones importantes. Por lo general, la vida era agradable aunque vivían con el temor de ser atacados por alguna bestia.

Sin embargo, llevaban varios días donde todos los ciudadanos se mostraban inquietos comentando la misma noticia. Dasio, perteneciente a la familia de los Claxan y actual Hermano del pueblo, había regresado de una asamblea urgente con el Hermano Mayor y había traído muy malas nuevas. José había sido atacado por una bestia que se había colado en el mar Intermedio y Elena se estaba preparando para alzarse a las armas. Se respiraba el ambiente de guerra y a ninguno de ellos les hacía especial ilusión las contiendas contra sus demonios.

Dasio había sido muy directo con sus vecinos. Era posible que Elena exigiera algún tipo de colaboración por parte de David en la campaña para eliminar a la bestia y sabía que ninguno de ellos quería ser partícipe de la batalla, pues ante todo no era un pueblo guerrero. Aquello creó un ambiente de tensión e incertidumbre que ensombrecía el ambiente festivo al cual estaban acostumbrados. Seguían con sus grandes comidas, pero el tema de conversación siempre solía girar sobre lo mismo. Cada dos por tres, los lugareños solían acercarse a la playa para examinar el horizonte, temerosos de ver algún indicio de bestias en la cercanía. Sin embargo, las sorpresas no habían cesado.

Días después de aquella asamblea se personó en el templo un señor joven proveniente de Marina. Afirmaba que quería hacer negocios con la gente de David, y en una reunión con Dasio y muchos familiares de los Claxan, el señor les propuso una serie de iniciativas controvertidas. Lo que sugería no tenía otro nombre: era

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un complot contra Elena camuflado con un acuerdo de compra para abrir una ruta comercial entre ambas poblaciones.

La rechazaron. Los nativos de David ante todo no querían problemas, sino vivir tranquilos en su pueblo y lo que les sugería sólo les traerían problemas. Sin embargo, los Grajeros solicitaron que no se rechazase nada aún. No sabían cómo reaccionarían el resto de Hermanos ante las propuestas de Marina y no era interesante cerrar una puerta que otros pudieran coger para el final verse solos en medio de una disputa por el poder central.

Aquello sirvió para evadirse del temor de las bestias. Las conversaciones giraron en torno a la posibilidad de ver a una Elena acorralada por una antigua Marina resurgida de sus cenizas, de las posibles alianzas y vaticinaban el peor resultado de los hombres que ansiaban el poder. Los comentarios solían ir acompañados de ese humor tan característico de aquella gente, aunque no disimulaban su preocupación sobre cómo pudiera afectarlos a ellos. Tan sólo querían estar tranquilos pero sabían que estos movimientos terminarían salpicándolos.

Sin embargo, todos estos temas; Las bestias, la lucha por el poder, las nuevas rutas comerciales... pronto pasaron a un segundo plano. El mar había estado muy revuelto en los últimos días y aquello no presagiaba nada bueno. Los más valientes habían salido a alta mar para inspeccionar los alrededores, para saber si había algo real por lo que preocuparse. ¿Y si fueran atacados? ¿Y si una ola gigante los envolviera a ellos también? Allí no había inmensas montañas que hicieran de tope. Si el mar entrase por el oeste, el agua podría llegar muy lejos, demasiado, y eso les inquietaba bastante.

A la vuelta de aquella inspección, los marineros fueron claros: No habían visto nada... tan sólo un gran oleaje pero no pensaban que fuera motivo de preocupación. Así que todos intentaron volver a la normalidad y para ello nada mejor que una gran cena que reuniera a todo el mundo. Fue una noche emblemática, de música y bailes, cerveza y mucha, pero que mucha comida donde hombres y mujeres de todas las edades disfrutaron como en sus grandes celebraciones.

Sin embargo, la sombra se cernió sobre David al día siguiente. Al amanecer, dos marineros de los que se adentraron a alta mar

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despertaron con una fiebre muy alta, sudando y con fuerte delirios. El sanador del pueblo no tardó en acudir. Extrañado por los síntomas que presentaron, el hombre empezó a darles un tratamiento de hierbas con el fin de eliminar la alta temperatura de sus cuerpos. Los pusieron en la misma habitación y tranquilizó a las familias.

—Esto es algo normal. En cuanto reaccionen las hierbas que les he dado, ya veréis como la fiebre remite —les dijo aquel señor mayor tan sabio y querido por todos.

Los familiares de los dos marineros no dudaron del diagnóstico del sanador, pero no podían evitar preocuparse de la salud de sus seres queridos. No se despegaron de ellos ni un instante, dispuestos hacer cuanto estuviera en sus manos para ayudarles; darles agua, traerles comida... lo que fuera. Pero las horas pasaban y la fiebre no sólo no remitía, sino que aumentaba mientras les empezaba a salir una gran cantidad de sarpullidos por todas las partes del cuerpo.

El sanador se vio obligado a pedir a todos ellos que abandonaran la habitación. No sabía que les sucedía y, aunque no desistió ni un instante en buscar soluciones, predecía un fatal desenlace.

A media mañana, detectaron tres casos más. Más marineros de los que partieron en aquella pequeña expedición habían enfermado, presentando los mismos síntomas y ya a primera hora de la tarde, en la enfermería de la ciudad, había treinta personas ingresadas y a todo el pueblo congregado en las puertas a la espera de recibir información de sus seres queridos.

—¿Qué sucede, Fanerei? —le preguntó Dasio al sanador—. ¿Qué es lo que tienen?

—No lo sé... estoy intentando hacer todo cuanto está en mi mano, pero no logro que la fiebre remita y los sarpullidos crecen de un modo vertiginoso.

—¿Ha podido ser por comer algo en mal estado? Lo mismo había algo malo en la cena que les ha provocado esa reacción.

—Puede ser... pero mucho me temo que esto ha venido del mar... Allí hay algo que no han visto, algo que les ha provocado esto.

—Pero ahí hay gente que no fue en el barco ¿Por qué están enfermos?

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—Habrán sido contagiados... Hay que ponerlos en cuarentena Dasio, sino es posible que nos contagiemos todos —le propuso el sanador.

—Y ¿Qué pasará con los que ya han enfermado? —No lo sé —respondió apenado. Cerraron las puertas de la enfermería, pero dentro se quedó el

sanador para atender a los enfermos. Dasio le había pedido que saliera de allí, que podría contagiarse si permanecía demasiado tiempo con ellos, pero lo que Fanerei no le dijo era que ya había sido infectado. Tenía los brazos llenos de manchas aunque las ocultaba con las mangas de su túnica verde oscura y la fiebre había empezado hacía unas horas.

Su atención la volvió de inmediato en aquellos dos primeros marineros enfermos, consciente que los nuevos síntomas que iban mostrando serían los que después él mismo sufriría. Pero ¿Qué solución había cuando lo siguiente era la muerte? Al final de la tarde fallecía el primero de ellos para cinco minutos después fallecer el segundo.

El caos reinó dentro y fuera de la enfermería. Para el resto de enfermos, ver como morían aquellos hombres les llenó de angustia y desesperanza, mientras que afuera, Dasio se sinceraba con su pueblo contándoles las hipótesis de los religiosos de Elena.

Tras el ataque de las bestias llegaría la enfermedad y con ella el fin del mundo. José había sido atacado y ahora ellos estaban enfermando, y aunque ellos no lo supieran, mientras su enfermería se iba llenando de enfermos, Borja estaba siendo sumergida en una inmensa ola y en Marina se libraba una batalla por la lucha del poder. El mundo parecía envolverse en un sin sentido que en vez de mantenerse unido en estos momentos difíciles, se dividía como una masa de gente tonta y asustada que corre dispersándose en diferentes direcciones.

Su pueblo se sugestionó en cuanto escuchó las opiniones de los religiosos de Elena, aunque algunas mujeres de David discreparon de estas opiniones e intentaron llamar a la calma. Todo el mundo empezó a gritar, cada uno opinando una cosa, proponiendo soluciones sin sentido y hasta insultándose los unos a los otros hasta

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que un niño de doce años cayó rotundo al suelo. Todas las personas que estaban a su alrededor se asustaron al ver como perdía la conciencia y con rapidez le miraron las constantes vitales. Seguía vivo pero su cabeza parecía arder y sobre su torso descubrieron diversos sarpullidos.

La gente se alejó de inmediato ante una nueva alerta de contagio pero la madre de aquel chico trató de impedir que lo encerraran en la enfermería impidiendo que nadie se acercase a su hijo. Dasio intentó hacerle entrar en razón, pero ella no quería escucharle. Ya todo el mundo sabía que habían muerto los dos primeros enfermos y se negaba aceptar que su hijo fuera a correr la misma suerte. Tuvieron que arrancárselo de las manos para llevarlo a la enfermería y en aquel momento, uno de los hombres que forcejeó con ella, descubrió más manchas en ella por lo que los dos fueron puestos en cuarentena.

¿Cuánta gente habría enfermado y lo estaba ocultando? Dasio sabía que podría haber muchos más y, temerosos por ser encerrados allí hasta que murieran, lo escondían con el consiguiente riesgo de contagiar a otros. Así que, tras volver abrir las puertas de la enfermería para que entrasen la mujer y su hijo, el Hermano no dudó en obligar a todos los demás a pasar un examen de salud.

Llamaron a todo el pueblo y se les obligó a descubrirse por si presentaban las mismas manchas y para ver si tenían fiebre. Los fueron marcando con un lazo en la muñeca. Aquel que no presentaba ningún síntoma, se le daba un lazo azul y se le pedía que se alejase hacia el templo donde no había nadie. Para aquellos que parecían enfermos pero no había una confirmación clara, les daban un lazo amarillo y los que finalmente presentaban evidencias de la enfermedad eran encerrados con el resto en la enfermería.

Pero, aunque eran pocos, aunque David tan sólo tenía mil habitantes, fue muy complicado coordinar a todo el mundo y algunas de las personas que sabían que en sus brazos o piernas había indicios de la enfermedad, decidieron emprender la huida antes de ser encerrados. Hombres, mujeres e incluso niños, que armaban sus mochilas y salía con sigilo alejándose del centro del pueblo para salir de allí y dirigirse a la aldea más cercana con la esperanza de encontrar a otro sanador con la solución a su problema.

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—Falta gente —observó Dasio lleno de agotamiento tras pasar una noche muy larga en las calles de David ayudando a los aprendices del sanador a examinar los cuerpos de sus habitantes.

—Pues todos fueron convocados —respondió con humildad uno de los guardias de la ciudad.

—Lo sé, pero no han acudido todos... Hay que buscarlos —contestó al tiempo que se levantaba del suelo y se dirigía a toda la gente que estaba con él—. Todo el mundo que no tenga un lazo en su muñeca debe presentarse aquí de inmediato. No han venido todos por lo que es posible que haya gente infectada que se esté escondiendo... Por favor, tenemos que encontrarlos.

La llamada de colaboración de Dasio tuvo una respuesta inmediata. Todo el mundo se puso manos a la obra en buscar a la gente que faltaba por pasar a examen, pues no querían contagiarse. Así que, emprendieron una búsqueda exhaustiva por todas las calles, entrando en todos los domicilios. Encontraron a personas recostadas en sus camas, enfermos que no habían salido de sus hogares. A una mujer llorando con el cuerpo sin vida de su bebé lleno de esas marcas que causaban pavor entre la población. Algunos ancianos ni siquiera se habían enterado de lo que sucedía y permanecían en sus casas tejiendo o modelando vasijas ajenos a todo.

La búsqueda finalizó cuando el sol volvía a erguirse en el cielo. Habían encontrado a un centenar de personas más en sus casas, ascendiendo a un total de doscientos treinta y cuatro enfermos que fueron recluidos en la enfermería y los edificios limítrofes. Los demás parecían sanos, al menos por ahora, pero no habían encontrado a veintiocho personas.

Estos desaparecidos ya no estaban en David, sino en los caminos de la comarca, tirados en el suelo siendo pasto de algunos animales carroñeros que enfermaron al mismo tiempo al comer la carne infectada y estos a su vez infestaron a otros animales, provocando una nueva plaga en las tierras de Axelle.

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XLVI A primera hora de la mañana y enfundados con unas túnicas

largas que les cubría todo el cuerpo y unas capuchas que les ocultaba el rostro, hicieron su entrada en Elena el capitán Preston, Valo y Adan haciéndose pasar por unos comerciantes de la comarca de Amando. Aquella mañana toda la ciudad estaba atestada de guardias. El pueblo estaba alborotado, con todo el mundo echado en las calles, sobre todo en las mediaciones del edificio de grupo de protección de ciudadanos donde les habían dicho que en las próximas horas saldría de allí Leisa para llevarla a la plaza judicial, sin dejar de gritar, y con sartenes y ollas para golpearlas con el objetivo de crear el máximo ruido posible. Se palpaba un gran nerviosismo en el ambiente, llegando incluso a alzarse a empujones y en pequeñas disputas callejeras que eran rápidamente disueltas por los guardias. Una imagen desoladora que en un principio no hizo otra cosa que facilitarles la entrada en la ciudad.

Los tres hombres caminaron con sigilo, subidos en un carromato tirado por dos asnos y con un montón de sacos vacíos que utilizaban para ocultar algunas de las armas que habían traído. Viajaban en silencio, con la cabeza agachada para evitar ser reconocidos por cualquier ciudadano, y sin mirar a nadie para que no los descubrieran, aunque Adan no podía evitar contemplar todo su alrededor horrorizado por las actitudes asilvestradas de aquella gente. Una imagen muy distinta a la primera vez que hizo su entrada en la ciudad, llena de personas alegres y con ciertos aires de sofisticación que atribuyó a la alta clase de Axelle, y sin embargo, ahora no había nada que los diferenciase de un grupo de bárbaros desgobernados que infestaban todo a su paso.

Preston había elaborado un plan. Dominaba a la perfección las calles, se conocía cada rincón de Elena desde aquellos tiempos en los que viajaba a hurtadillas para verse con Leisa, y conocía los puntos débiles de una ciudad que presumía ser perfecta. Y aunque ya había asumido que no podría entrar con total impunidad y llevársela de la mano, confiaba en poder ejecutar su propósito sin ningún tipo de

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incidencia que provocase lamentaciones mayores. Se trataba de algo drástico, con muchos riegos, porque sus intenciones eran las de raptarla y lo tendrían que hacer a plena luz del día, delante de todo el mundo, sabiendo que automáticamente, en cuanto los percibieran, toda la guardia se echaría encima de ellos. Tan sólo tendrían una oportunidad, un momento de vulnerabilidad para poder ejecutarlo. Si fallaban, todo estaría perdido.

Anduvieron con el carro hasta el mercado, donde lo amarraron a unas vallas y cogieron algunas de sus armas más ligeras mientras toda la gente empezaba a dirigirse a la plaza judicial enfrascados en comentarios llenos de ira. Preston llamó a sus dos compañeros con un leve ademán muy discreto y ellos se pusieron a su alrededor dispuestos a escuchar las últimas indicaciones de un plan en el que Adan no confiaba. El capitán se mostraba bastante nervioso, a pesar de sus intentos de serenarse y parecer seguro de sí mismo, pero no era el único que trataba de controlar sus miedos. Tanto Valo como Adan estaban igual que él, invadidos por unos nervios que habían ido en aumento desde el momento que entraron en Elena. Preston echó un vistazo a su alrededor, analizando cada rincón, cada persona que caminaba por las calles y después, sin levantar la cabeza del suelo, les susurró para evitar que nadie los escuchase:

—¿Lo habéis entendido todo? —preguntó mientras Valo asentía con firmeza.

—Vas a perdonarme pero yo tengo mis dudas… No creo que puedas pasar desapercibido hasta ese extremo. Y aunque lo consiguieras, jamás podrías salir de en medio de toda la gente… ¿Acaso no has visto la cantidad de personas que te cerrarán la huida? Eso sin contar con los guardias… Creo que sólo conseguirás que te arresten a ti también y acabéis los dos juzgados por esa masa de violentos.

—Tú déjame a mí que al fin y al cabo soy el profesional. Tú permanecerás aquí, esperándonos para ayudarnos a huir. Creo que es una labor bastante facililla, aunque sigo pensando que no deberías estar aquí. Ya tenemos bastante como para tener que cargar contigo.

—Yo no soy ninguna carga —interrumpió Adan.

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—Venga muchachos, ya discutiréis después. Ahora cada uno a lo suyo que no podemos permitirnos disputas en este momento —les reprendió Valo un tanto cansado por las discusiones entre el capitán y el amigo de Leisa, disputas que se había repetido una y otra vez desde el mismo momento que subieron a bordo de La Zulema para dirigirse a Elena.

—Yo no discuto —increpó Adan intentando no alzar la voz—. Pero va a meterse en una plaza atestada por más de quinientas personas ¿Crees que no te cerrarán el paso? Vamos, por favor, si la única manera que tendrás de salir de ahí será volando.

—Me subestimas muchacho... Conozco a esta gente mejor que tú y en cuanto vean un poco de jaleo, saldrán despavoridos impidiendo que la guardia pueda alcanzarnos.

—Adan, confía en él —suplicó Valo, quien veía que el tiempo pasaba y cada vez estaba más cerca del momento cumbre de la operación.

Adan no respondió, tan sólo le miró una vez más, con esa expresión de desprecio por esa prepotencia innata del capitán la cual empezaba a detestar. Pero Valo tenía razón con respecto a que no era el momento más propicio para discutir. Ya lo habían hecho durante todo el viaje, ya le había expresado en las miles de conversaciones mantenidas para encontrar un plan que sacase a Leisa de las garras de los elenianos que no estaba convencido del éxito. Pero su opinión valió bien poco para Preston. Para el capitán, él no dejaba de ser un hombre extraño que se había aparecido en un momento determinado en la playa. Alguien sin ninguna destreza en el manejo de armas, sin experiencia en batallas y menos en misiones como aquélla. Por eso le había encomendado una de las labores más simples, ya que desconfiaba de sus habilidades.

Valo y Preston desaparecieron mezclándose entre la gente mientras él se quedaba allí, en la plaza del mercado en una mañana donde ningún tendero colocaba su puesto, sentado sobre el carromato y escuchando el bullicio de la gente que aumentaba considerablemente.

El motivo del nuevo alboroto había sido propiciado por la histeria colectiva que se había originado con la salida de Leisa de su cárcel.

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Maniatada con las manos a su espalda y custodiada por sus diez carceleros, la llevaban a la plaza judicial desfilando por todas las calles para que todo el mundo pudiera verla, insultarla, hasta agredirla. Desde quienes la escupían hasta los que la lanzaban piedras. Todo estaba permitido pues era el pueblo soberano el encargado de dictar la sentencia. Niños, mujeres, hombres, ancianos... todos participaban en aquel desfile de humillación como quien festeja la más grande de las fiestas.

Leisa estaba casi sin consciencia. Tras varios días sin comer y en condiciones insalubres, lo único que deseaba era que todo acabase cuanto antes. Vestía una túnica negra con el dibujo de una bestia, como vestían todos los condenados, con la cara manchada de barro y sangre y el pelo lacio. Tenía el labio partido y varias marcas de golpes por todo su cuerpo provocadas por aquellos hombres que se habían ensañado con ella como no había podido hacerlo el pueblo durante el tiempo que estuvo en prisión. Arrastraba los pies, descalza, y sin darse cuenta de lo que sucedía alrededor.

Oír tantos gritos y ver tanta gente después de los días que había pasado tan sólo sirvió para desorientarla aún más y caminaba por inercia a base de los empujones de los dos hombres que tenía detrás.

Preston se había adelantado, dejando a Valo siguiendo a Leisa en el desfile, oculto entre la muchedumbre, mientras él empezaba a tomar posiciones en la plaza judicial. Allí ya había un gran número de personas congregadas que permanecían expectantes de lo que fuera a suceder. Y en la tarima, donde se exhibían a los presos, ya estaba Ateleo acompañado de su guardia personal, escuchando los gritos de la gente como quien se deja llevar por los armónicos sonidos de una orquesta sinfónica.

—Señor —se dirigió a él uno de los miembros del grupo de protección de ciudadanos— El Hermano Mayor me ha solicitado que le transmita que no acudirá a la sentencia.

—Entiendo —respondió Ateleo sin mostrar más importancia a ese hecho. Es más, el consejero contaba con la ausencia de Seleba quien no solía participar en esta clase de eventos.

Y con una amplia sonrisa volvió a dejarse llevar por el bullicio de la gente que aumentaba ligeramente según Leisa se iba acercando.

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La tensión iba creciendo y Adan no dejaba de dar vueltas alrededor de aquel viejo carromato. Ya prácticamente sólo en aquel lugar, una vez que toda la gente ya se había adelantado hasta la plaza judicial, y él sin poder dejar de pensar en lo inútil que se sentía allí y en el estrepitoso fracaso que auguraba al testarudo capitán. No dejaba de darle vueltas a la cabeza a las miles de formas en las que pudieran ser apresados y todo por intentar un rescate colosal, majestuoso destinado para impresionar… aunque lo mismo era eso lo que le indignaba; la posibilidad que quedase prendada por su antiguo amor, y mientras él allí, esperando la llegada de Preston para encima tener que complacerle por el hecho de haber conseguido sus propósitos.

Allí solo, en medio del terrible silencio que se iba cerniendo sobre él como si el mundo se estuviera burlando dándole a entender que la acción, su verdadero cometido, estaba más allá del vacío mercado, Adan empezó a pensar en sus últimos sueños, en aquellas revelaciones con aquella mujer que quería delatar a su empresa denunciando los experimentos que llevaban a cabo, su frialdad a la hora de actuar, su presunción de poder acabar con la vida de alguien… No podía evitar preguntarse si de verdad era él aquel que veía en los sueños, porque si lo era, esas aptitudes, esa frialdad ¿Dónde estaban ahora que las necesitaba? Tal vez él no era ese señor que había visto y sin saber por qué, se llevó la mano a su rodilla para acariciarse su extraña cicatriz. «Tú te quedarás aquí a esperar que lleguemos» recordó que le había dicho Preston y después su propia voz emergió en su mente para traerle la observación que él mismo había hecho «la única manera que tendrás de salir de ahí será volando». Esbozó una sonrisa y a pesar de las instrucciones que había recibido, se acercó al carromato, apartó los sacos y descubrió un arco con varias flechas que se lo echó a la espalda.

Iba a intervenir. Así lo creía prudente. Puede que el capitán fuera un experto y todas las medallas que quisiera atribuirse, pero su debilidad estaba en su presunción y en su orgullo, incapaz de reconocer el punto débil de su plan… Aparte, la llevaba clara si creía que iba a dejar que se llevase todos los méritos.

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Así, con su propio plan para puentear a su compañero de misión, Adan se acercó a la fachada más cercana y empezó a escalarla hasta que se subió a su tejado. Si algo necesitaba Preston para que su plan tuviera un mínimo de probabilidad de éxito era alguien cubriéndole en las alturas. Y con una gran destreza para moverse por los altos de las casas de Elena, Adan se dirigió todo lo rápido que fue capaz hacia la plaza judicial.

Los guardias ya habían llegado a la plaza, con todo el pueblo presente, Ateleo preparado y Leisa subiendo lentamente los escalones que le llevarían al lugar donde recibiría su sentencia. Valo se había quedado retrasado, a una distancia prudencial en medio de toda la gente dispuesto a asustarla en el momento que fuera preciso, mientras Preston permanecía detrás del consejero, pasando desapercibido como cualquier ciudadano más que hubiera acudido al «espectáculo».

Leisa tropezó con el último escalón y se cayó de bruces sobre el suelo ante las jocosas carcajadas de los presentes que continuaban insultándola, llamándola traidora, puta y demás descalificativos. Pero ella ya estaba en aquel mismo estado en el estuvo años atrás, donde ya todo no le importaba nada. Se levantó con toda la dignidad que pudo y acto seguido Ateleo la agarró del brazo, tiró de ella y la zarandeó hasta la mitad de la tarima, volviendo a tirarla y provocando una vez más las risas de los presentes.

Lentamente, Preston se fue deslizando sin ser demasiado brusco, caminando con la cabeza agachada mientras sujetaba con fuerza las dagas que ocultaba en las mangas de su túnica. Valo aguardaba paciente la señal del capitán, echando un vistazo hacía atrás y después hacia delante en un rápido diagnóstico de la situación. Tuvo que tragar saliva en cuanto vio a todo el pueblo allí congregado. No faltaba nadie y no cabía ninguna otra persona y aquello podía ser un problema. No sería fácil provocar una sensación de histeria que diera con una espantada general para abrir el camino al capitán, pero ya no podían echarse atrás y debían jugar su baza como fuera. Volvió la vista hacia delante y fijó su mirada en Leisa. Pero ella no le vio. Era imposible reconocer a nadie en medio de tanta gente.

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Fue como si les dedicase una última mirada a todos sus vecinos. A toda esa gente que nunca creyó en ella y que por fin parecía que iban a encontrar lo que todos deseaban: Su fin. Los maldijo por dentro, como si intentase provocar algún tipo de maldición que los condenase a todos en las llamas del infierno, aunque en aquella mañana fuera ella la condenada. A dos pasos de ella estaba Ateleo, quien alzaba la vista al cielo complacido al ver como el sol ya se erguía alto tal y como debía hacerse. Se aproximó a ella y tras agarrarla de la mandíbula para obligar a mirarle, sonrió y le dijo:

—Te dije que ganaría. —Pero Leisa no respondió—. Por fin hoy acabaré lo que empecé hace años y esta vez no habrá Hermano Mayor que me detenga.

—¡Bravo, consejero! —exclamó Leisa como pudo, con la voz rota y sin poder pronunciar bien las palabras—. ¿Te pongo una medalla?

—No hace falta… exhibiré tu cabeza como muestra de mi triunfo —le contestó y tras una nueva sonrisa que dejó ver toda su dentadura, el consejero se volvió hacia la masa—. ¡Hermanos, vecinos y ciudadanos de Elena! ¡Hoy os traigo un nuevo traidor! Bueno… ¡Nuevo no es ¿Verdad?!

Todos los presentes comenzaron con una fuerte ovación, una exaltación desorbitada como jamás se hubiera visto antes en aquella plaza desde hacía muchos años… tal vez desde la muerte de los hermanos de la muchacha. El consejero se apartó de Leisa y se acercó a su gente, hablándoles con aquella verborrea que tanto encandilaba a la gente, esos discursos llenos de símbolos de nación, de verdad, de Épsilon y de ese concepto de justicia que allí tenían mientras los guardias empezaban a maniatarla a uno de los mástiles que se postraban enfrente de ella.

Como era habitual, cada frase del carismático consejero era continuamente interrumpida por los gritos de entusiasmo de la gente. Con cada falacia vertida, un nuevo aplauso emergía bajo los expectantes ojos de todos presentes.

Adan llegó a tiempo. Saltando de tejado en tejado hasta que encontró el lugar propicio donde divisaba a vista de pájaro todo lo que sucedía en la plaza. Examinó cada rincón y con rapidez situó

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todos los puntos calientes del lugar. La posición de los guardias, el consejero, Valo, Preston, Leisa… todo. Desde allí no se le escapaba nada y amarrando con fuerza aquel arco esperó a que el capitán emprendiera la acción.

Pero Preston aguardaba paciente, respirando hondo e intentando encontrar la concentración necesaria para no errar. Tenía que derribar al viejo consejero con un sólo golpe y confiaba que eso espantaría a la muchedumbre, en parte ayudada por la labor de Valo. Pero había demasiadas personas… Adan tenía razón cuando le dijo que sólo podría huir volando. «Maldición» masculló para sus adentros y aguardó un instante más.

—Bien pueblo de Elena. Os dejo en vuestras manos la decisión: ¡Pena o indulto! —Y el consejero les tendió la mano a todos los presentes que no hicieron otra cosa que lo que cabía esperar. Gritar como si fuera lo último que iban hacer en esta vida para que acabasen con ella. Y esta vez no había absolutamente nadie que llorase por ella, nadie en contra de su ejecución. Era la verdadera voluntad del pueblo.

Adan blandió su arco y tensó la cuerda al máximo sin apuntar aún a nadie en concreto. En aquel momento sintió como su pulso le temblaba y bajó un momento el arma para tratar de coger aire y serenarse. Preston mantenía amarrada sus dagas con fuerzas manteniendo la vista fijada en el consejero y Ateleo, lleno de satisfacción, alzó las manos al cielo.

—¡Entonces, yo, Ateleo, como consejero y testigo de la voluntad del pueblo de Elena, informo que Leisa de Elena ha sido condenada por alta traición a su pueblo, conspiración con nuestros enemigos los silvanos y por sublevación al dogma de Épsilon! La sentencia se hará efectiva en este mismo momento. ¡Alguacil, proceda!

Aquel grito que invitaba al alguacil a ejecutar la sentencia sirvió para poner en acción el plan de Preston. Tomó impulso y saltó de inmediato a la tarima al tiempo que se deshacía de sus dagas lanzándolas hacia algunos de los guardias, con tal puntería que se clavaron en las gargantas de ambos, provocando que cayeran de golpe al suelo. Blandió una tercera hoja afilada y saltó sobre Ateleo para intentar clavársela por la espalda. Pero erró. Sus nervios le

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traicionaron y en vez de penetrar la carne del cuello, le hirió en un hombro, lo que provocó un gran alarido de dolor.

Valo identificó aquel momento como la señal que estaba esperando y al grito de «¡Nos atacan!» logró el efecto deseado. La histeria y el nerviosismo de los vecinos de Elena habían alcanzado tal extremo que al ver como se derramaban los primeros cuerpos de los guardias, seguidos de los gritos de dolor del consejero, hizo que todos quisieran salir despavoridos por si acaso se trataba de un ataque real. Allí concentrados eran más vulnerables que cualquier otro lugar y en esa misma dinámica de masa desgobernada, todos emprendieron la huída por las estrechas calles.

Daba igual que no cupieran por las callejuelas. Mediante empujones todos intentaron hacerse un hueco bloqueando el paso a los guardias que permanecían en la periferia de la plaza, tal y como había planeado Preston. Sus empujones hicieron que muchos cayeran al suelo para ser pisoteados sin ningún tipo de miramiento por parte de los demás. Niños, ancianos, mujeres, hombres… daba igual. Todos habían creado un tapón que impedía que nadie pudiera salir de allí.

El consejero logró deshacerse de Preston y los diez carceleros corrieron a socorrerle. Agarraron al capitán y no dudaron en atizarle varios golpes para intentar noquearle. Mientras, Leisa no se enteraba de nada. Tan sólo oía los chillidos de la gente y veía un gran revuelo a su alrededor, pero no alcanzaba a comprender que era lo que realmente sucedía y quién era ese que había interrumpido su ejecución. Fuera quien fuese, lo pagaría caro, pensaba, pues era evidente que no había salida alguna.

—¡Matad a ese insolente! ¡Matadlo! —ordenó Ateleo enajenado mientras sentía la sangre correr desde su cuello.

Los carceleros no dudaron en blandir sus espadas, pero entonces, desde el cielo, la suerte se puso del lado del capitán. Adan había tensado la cuerda de su arco con tres flechas y con una destreza desconocida por él, logró abatir a tres de los guardias que retenían a Preston. Volvió a tensar la cuerda y volvió a disparar y otra vez más, haciendo que los hombres de Ateleo fueran cayendo uno a uno hasta

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que la confusión de los restantes hizo que salieran despavoridos sin saber que era lo que exactamente pasaba.

Preston no entendía que estaba pasando, ya que la luz del sol le impedía reconocer la figura de la persona que le estaba ayudado a salir del entuerto. Achicó los ojos y entonces identificó a Adan en el tejado y por breve instante se alegró de verlo allí.

—Qué demonios hace subido en ese tejado —masculló por lo bajo.

Pero no había tiempo para vacilaciones y corrió hacia Leisa para desatarla, rompiendo las cuerdas con la hoja manchada de sangre del consejero. Sin embargo ella aún no le había reconocido. Estaba en un estado de letargo y su desconcierto le impedía enfocar cualquier rostro. Su debilidad era considerable e inclusive llegó a caerse al suelo en cuanto fue liberada del mástil donde estaba atada. El capitán no tardó en reaccionar y se inclinó para ayudarla a levantarse pues en cualquier momento acudirían el resto de guardias. Fue entonces cuando Leisa reconoció a su viejo conocido. Abrió bien los ojos, mostrando un gran gesto de sorpresa a lo que él respondió con una sonrisa.

—¡Preston! —exclamó mientras se frotaba los ojos. —Es la segunda vez que te salvo de estos salvajes —le contestó

en un tono divertido—. Vámonos de aquí de inmediato. Leisa no daba crédito a lo que estaba pasando, sin entender cómo

había logrado llegar hasta ella y el motivo por el cual se jugaba la vida para sacarla de aquel atolladero. Preston echó un vistazo general, observando como todas las salidas seguían obstruidas por aquel tapón provocado por la espantada general de los vecinos y aunque su plan funcionó en cuanto a la dificultad de los guardias en llegar hasta ellos, las observaciones que Adan le había hecho quedaron en evidencia. Alzó la vista a las fachadas de los edificios y pronto se encontró con su compañero de aventuras haciéndole un ademán para que se dirigieran a los toldos de un de los edificios.

La intención era subir a los tejados para poder saltar a todo el mundo y emprender la huida por el único camino por donde no encontrarían ningún obstáculo que les impidiese salir de allí. Sin embargo, el consejero se había levantado del suelo, mirándoles en la

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distancia, atónito al contemplar como el capitán silvano había acudido a salvar a la dama. La prueba definitiva de la alianza de Leisa con sus archienemigos.

Anduvo varios pasos para llegar al cuerpo sin vida de unos de los guardias abatido por las flechas de Adan, cogió su espada y blandiéndola con fuerza empezó a caminar con pasos firmes hasta ellos. Preston no reparó en su presencia, estaba inmerso ayudando a Leisa a subirse al toldo, y ella estaba demasiado ocupada intentando encontrar las fuerzas necesarias para subirse como para percatarse del asalto. Por eso se alzó contra ellos, con la ventaja de poder atacarlos por las espaldas. De lo contrario, ni se hubiera atrevido. Sin embargo, no contó con el tercer elemento de la contienda: Adan. El hombre no dudó en tensar el arco y lanzar varias flechas al suelo deteniendo los pasos del consejero. Les flechas se incrustaron en la tarima, frenando su avance, y lleno de confusión, alzó la vista para encontrarse con él, quien le estaba apuntándolo con otra flecha. Ateleo no tuvo otro remedio que desprenderse del arma como muestra de su redención, dejando que lentamente Leisa llegase al toldo para subir al tejado de unas de las casas limítrofes de la plaza.

Tras ella subió Preston, que la cogió de la mano y comenzaron a deslizarse por los diferentes tejados hasta que llegaron donde se encontraba Adan cubriéndoles las espaldas.

—¿Pero qué demonios haces aquí? Te dije que te quedases en el carromato —protestó Preston según llegaban a su posición, aunque Leisa aún no había reparado en la persona que ayudaba al capitán a salvarla de su ejecución.

—No me jodas Preston, sino llega a ser por mí te hubieran apresado, y lo sabes —espetó él.

—Eso nunca lo sabremos, porque yo lo tenía todo bajo control —respondió enojado pero con chulería—. Ahora será mejor que nos marchemos, aunque no sé cómo.

El capitán soltó la mano de Leisa quien permanecía aún en ese estado de inconsciencia por todo cuanto sucedía a su alrededor, ahora propiciado por el inesperado encuentro con aquel que fue su amante. Pero su sorpresa aumentaría cuando al levantar la vista del suelo, su mirada se encontró con la expresión amable de Adan, quien la

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observaba con ternura, compadeciéndola por el lamentable aspecto que tenía resultado de las vejaciones a las que se había visto sometida

—¿Adan? —preguntó pensando que se trataba de algún delirio. Pero el muchacho sonrió y asintió.

—¿Te encuentras bien? Preston se quedó absorto con aquel breve cruce de miradas entre

los dos, sintiendo una punzada en el estómago... ¿De qué? ¿celos? «No» se dijo a sí mismo pero inmediatamente se apresuró a interrumpir el breve instante de intimidad que se había creado entre ambos.

—Vamos, debemos marcharnos... Esperemos que Valo dé con nosotros. —Y cogiéndola nuevamente de la mano, la separó de Adan.

Los tres emprendieron la huida por los tejados de las casas, huyendo en la dirección contraria a la salida norte de la ciudad, por donde deberían haber salido si deseaban ir hasta el mar Intermedio para subirse a bordo de La Zulema. Pero los caminos del este parecían más despejados y los tres corrieron en esa dirección ante la mirada atónita de los guardias que los observaban desde la plaza mientras intentaban que la muchedumbre no los arroyase. Valo también se percató del cambio de dirección de sus amigos y esbozó una sonrisa ante el inminente éxito de la misión.

Saltaron de azotea en azotea hasta que llegaron a las casas más alejadas de aquella plaza por donde no había prácticamente nadie. Se bajaron de las alturas y cuando pisaron el suelo corrieron hacia el bosque. No tardaría en estar repleto de guardias intentando dar con ellos, pero aún tenían unos minutos valiosos que significarían una gran diferencia.

Adan ayudó a Leisa a bajar del tejado y después los tres se adentraron en el bosque, corriendo con todas sus fuerzas hasta que finalmente les perdieron el rastro.

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XLVII A media tarde de aquel día tan negro, La Eva atracaba en medio

de un paisaje desolador. Con Marina prácticamente derruida, como lo había estado durante tanto tiempo en el que el caos reinó por las calles de la antigua ciudad. Aún con el olor a humo apestando por todos los rincones y con muchos cadáveres esparcidos por el suelo. El dolor se palpaba en el aire, se sentía encogiendo los corazones de los marineros que volvían a su pueblo tras la batalla en alta mar contra la tripulación de Axelle.

Pero ya llegaban tarde. Ya no podían hacer nada porque los soldados del capitán Cover ya se habían marchado. Una vez cumplido el objetivo marcado, desde lo profundo de los túneles que discurrían por el subsuelo de la ciudad, el capitán había dado la orden de retirada. Jenero había muerto y la misión había sido completada con éxito.

Desde que se habían marchado, la gente de Marina no hacía otra cosa que apagar los fuegos aún avivados por el viento, de juntar los cuerpos sin vida de su gente y de buscar a los heridos para curarles sus heridas. Algunas personas andaban con torpeza, llenas de angustia mientras gritaban los nombres de sus seres queridos en busca de alguna respuesta, de algún indicio de que aún permanecieran con vida, y de vez en cuando se acercaban hacia la plaza del mercado donde la guardia de la ciudad apilaba los cadáveres confiando en no verlos allí. Los chillidos desgarrados de hombres y mujeres iban emergiendo cada pocos minutos tras dar por finalizada la búsqueda de sus hijos, de sus padres, de sus hermanos y amigos cuando al fin los veían allí tendidos. Aquellos que no encontraban a nadie entre la pila de muertos, suspiraban con alivio, pero seguían en un estado de tensión que les impedía estar tranquilos. Su búsqueda no había finalizado y continuaban caminando mientras alzaban sus voces para llamar a las personas que echaban en falta.

En el puerto habían establecido una enfermería improvisada, donde todos aquellos que tenían un mínimo de conocimientos para limpiar y curar heridas se habían prestado a la labor de ayudar a los

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más perjudicados de la contienda. La mayoría eran soldados y sus heridas eran resultado de las armas de sus enemigos.

Entre los caídos y heridos también había soldados de Elena que habían sido abandonados por sus compañeros al darlos por muertos. Intentaban salvarse, escondiéndose o huyendo a hurtadillas, pero todos fueron descubiertos por los civiles que daban la voz de alarma, obligándoles a luchar contra un grupo de personas que no dudaron en arremeter contra ellos con el único objetivo de matarlos. Fue la guardia quien detuvo todos estos intentos de asesinato hacia sus asesinos, presentándose de inmediato en los altercados para arrestar a los soldados elenianos y dejarlos en una celda de mala muerte como prisioneros, alegando a los vecinos que debían ser sometidos a la justicia de la ciudad en vez de tomársela cada uno por su mano.

Merlo no daba crédito a lo que sus ojos veían. Se sentía dolido, angustiado, pero sobre todo decepcionado por no haber podido evitar la masacre del ejército de Seleba. Elena había respondido con dureza, indiscriminadamente, con el único objetivo de darles una lección, de recordarles que allí, en Axelle, no se podía actuar más allá de las decisiones del Hermano Mayor.

La ira fluía por sus venas mientras bajaba lentamente de su navío con los puños cerrados con Tibi y Yhena a sus espaldas, atónitos por el horrible paisaje.

—No tienen derecho hacer esto… No lo tienen —dijo Tibi haciendo esfuerzos para contener su ira y sus lágrimas. Allí había muchos muertos y no podía evitar pensar en todos sus vecinos, en sus amigos… aquellas personas que vivieron con él durante tantísimo tiempo en la ladera de la montaña.

Yhena se volvió hacia él consternada por el horror provocado por su propio pueblo. Una atrocidad que iba más allá a cualquier otra provocada por las bestias. Porque al fin y al cabo eran bestias, no se podía esperar otra cosa. Pero aquello… aquel campo de muerte había sido promovido por hombres y mujeres como ella.

—¡Capitán, capitán! —empezó a llamar la voz de una de las vecinas que se acercaba a él apesadumbrada— Gracias a Épsilon que ha venido. Nos han atacado, capitán. Eran soldados con la bandera de Elena.

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—Lo sé señora, nos atacaron también a nosotros por el mar —respondió él—. ¿Dónde está Jenero? ¿Y el Hermano?

—No lo sé, capitán. No he salido de aquí desde hace horas y no dejo de curar heridos… Pero por aquí no está. Nadie le ha visto.

—Entiendo —contestó él meditando en todo ello—. Si alguien le ve, que me llamen de inmediato —le pidió y la mujer asintió antes de regresar con los demás para seguir atendiendo a los heridos.

—Eso puede que sea buena señal ¿No crees? —meditó Yhena, pero Merlo no estaba tan convencido—. Lo mismo tuvo tiempo de huir.

—Esperemos…. Vayamos al templo y veamos que nos encontramos allí.

Los dos muchachos asintieron y emprendieron el camino hasta el lugar de culto de la ciudad donde se encontraban los aposentos del Hermano. Mientras anduvieron no pudieron evitar contemplar el alcance del ataque. Era evidente que las instrucciones habían sido las de destruirlo todo sin dejar absolutamente nada en pie. Y era algo que no llegaba a entender el capitán. Sabía que él era un claro objetivo, como también lo era Jenero, pero ¿Por qué debían pagarlo toda la población? ¿Por qué destruir el trabajo que tanto había costado a esta gente? Seleba había llegado demasiado lejos, algo muy impropio de una persona a la que la habían denominado «La pacificadora». Lo que había hecho a Marina distaba muy lejos de alguien que promovía de la paz.

Según se iba acercando al templo fue viendo la gran cantidad de cadáveres, de casas derruidas y gente en estado de shock transitando como zombis a la deriva. Algunas de las personas le reconocieron de inmediato y se le echaron encima en busca de ayuda. Personas con testimonios desgarradores que le fueron informando de la sangre fría con la que fueron atacados.

—No os preocupéis —les decía como único argumento—. Os garantizo que Elena pagará por lo que ha hecho hoy. —Pero no sabía cómo cumpliría su palabra, aunque sentía el compromiso y el deber de cumplirlo.

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Aquella gente había prosperado de su mano, les había llenado de ilusiones y sueños que parecían truncarse ahora como el resultado de las desavenencias entre él y Seleba.

Finalmente llegaron a la entrada del templo y allí descubrieron un nuevo horror. Una cantidad ingente de muertos, de chicos jóvenes de ambos ejércitos, los cuales se habían visto obligados a luchar por algo que desconocían. Su sentimiento de responsabilidad iba en aumento y nada parecía indicarle que en el interior de aquel edificio fuera a encontrar algo distinto.

—¡Jenero! —empezó a gritar—. ¡Jenero! —Pero nadie respondió. Los tres emprendieron la subida a la planta superior sorteando los

cadáveres, con los ojos rasantes de lágrimas y compungidos al sentirse una de las partes responsables de la tragedia. En el rellano dieron con más muertos y más allá de la puerta que daba acceso a los aposentos de Jenero, tan sólo había más soldados fallecidos, la alfombra arrastrada y la pequeña trampilla abierta.

—Ha tenido que huir por ahí —concluyó Tibi. —Y si está abierta la trampilla es porque alguien le siguió

después —puntualizó Merlo—. Bajaré yo solo. Vosotros quedaros aquí por si alguien me busca.

Los dos asintieron y el capitán bajó las escaleras que daba a los oscuros pasadizos que transcurrían por debajo de Marina. Era todo muy extraño. Jenero no le había hablado de aquel lugar, de ese pasadizo que le llevaba a la libertad en caso de sufrir un ataque. Anduvo con bastante torpeza al principio hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad del lugar, tan sólo iluminada por los débiles destellos de las cámaras de aire que daban a las calles de la ciudad. Pero una vez habituado, emprendió una carrera a través del túnel confiando en que llegaría a algún lugar fuera de la ciudad, algo que le indicase que Jenero seguía vivo.

Mientras, en los aposentos del Hermano, Tibi no logró reprimir más las lágrimas. No podía evitar pensar en la cantidad de muertos, en sus amigos, en el sueño que durante tanto tiempo habían compartido y que habían hecho realidad, para ahora verlo de nuevo sumido en el caos. Yhena se acercó a él y le abrazó con fuerza

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mientras él lloró en su hombro. Ella le entendía mejor que nadie. Sabía lo que era tener todo cuanto uno desea y perderlo.

El capitán no se había detenido ni un sólo instante, comprobando lo enorme de aquel lugar, y con cada paso que daba, ganaba un poco más de confianza pensando que su compañero había logrado escapar, cuando entonces llegó a una pequeña explanada. Se detuvo en seco y observó cómo en el otro extremo yacía el cuerpo de un hombre.

Ya sabía de quien era. No le hacía falta acercarse más para saberlo. Pero aun así se acercó. Con pequeños pasos y sin apartar la mirada de cadáver. Cuando llegó a él, se inclinó y le dio la vuelta con la mano para descubrir el rostro compungido de Jenero. Se sintió tan vulnerable en aquel momento… y eso que Jenero no había sido un buen hombre en concreto. Con una larga época donde mostró su lado más despiadado y fiero, alguien con quien no hizo buenas migas en un inicio y del cual tardó mucho tiempo en poder confiar en él. Pero habían embarcado juntos en aquella empresa y perderle era como perder el pilar básico en el cual se había apoyado.

Con los ojos llenos de lágrimas y lleno de furia e ira, agarró al Hermano y lo alzó con los brazos. No podía dejarle allí sino que debía sacarle de aquellos pasadizos para darle el funeral que merecía. Y mientras caminaba de vuelta a las escaleras de los aposentos del templo, Merlo pensó en todo lo sucedido en los últimos meses: El ataque de la bestia a la Indestructible, la muerte de su amigo Rever, los enfrentamientos con Seleba, su llegada a Marina tropezando con Selmo, quien asesinó a su asno con la intención de comérselo, y los consejos posteriores de Tibi en abandonar los caminos. Su primera reunión con Jenero, quien había permanecido horas esperándole para darle una bienvenida poco común, y como, tras una buena charla en los aposentos, se convirtió en un aliado del Hermano del pueblo. Sus planes, sus proyectos en común y el inicio de algo que les llenó a los dos… Pero no debía engañarse. Tras todos estos movimientos hubo algo que prevaleció por encima de todo y fue el sentimiento de venganza. Venganza hacia Seleba, quien había sido su antiguo amor y con quien ahora rivalizaba.

Tibi y Yhena permanecían en silencio sentados en el suelo ignorando a los muertos que yacían allí sin intercambiar palabras.

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Tan sólo reaccionaron cuando escucharon varios ruidos desde la trampilla del escondite del Hermano, levantándose del suelo y acercándose a ver qué sucedía cuando descubrieron a Merlo que ya estaba de regreso. Yhena se llevó las manos a la boca, intentando ocultar su expresión de decepción mientras Tibi corría a bajar por las escaleras para ayudar al capitán a cargar con el cuerpo del Hermano. Lo sacaron de allí y lo tendieron sobre el suelo mientras Merlo intentaba recobrar la compostura.

—Por favor Tibi, baja al puerto y empieza a convocar a todo el mundo en la entrada del templo. Tenemos que informarles de lo esto... y seguro que esperan que alguien se dirija a ellos —le pidió Merlo y Tibi asintió.

El piloto salió de los aposentos del Hermano con sigilo acompañado por Yhena que se ofreció para ayudarle a convocar a la población, dejando al capitán sólo mirando al difunto mientras se sentaba en la silla en la que meses atrás había estado sentado degustando una copa de ron. Con Jenero muerto, Marina se quedaba sin Hermano.

Según fueron transcurriendo las horas y la gente empezó a reunirse en las mediaciones del templo. Habían sido avisados a través del boca a boca. Tibi y Yhena fueron notificando a la gente de la reunión convocada y éstos a su vez avisaban a los demás, logrando que en muy poco tiempo todos estuvieran informados. Y no faltó nadie, ningún ciudadano de Marina con capacidad de andar faltó a la llamada del capitán.

Merlo los observaba desde la segunda planta con un nudo en la garganta, sin saber que iba a decirles, ni que esperaban de él ahora que se había quedado solo. Los miraba asustado, viendo sus rostros de preocupación, los abrazos que se daban los unos a los otros para intentar animarse y como un murmullo generalizado empezaba a emerger lentamente. Sin darse cuenta, Yhena había filtrado una información de la cual se esperaba confirmación: La muerte del Hermano y en aquella pequeña plaza, los ciudadanos de Marina empezaron a preguntarse qué iban hacer ahora sin él. Hasta el mismo capitán no dejaba de preguntárselo.

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Tomó aire para recobrar la compostura y salió de los aposentos sin lograr deshacer esa sensación de acongoja mientras andaba lentamente por el pasillo pensando por última vez en las palabras que les diría antes de dirigirse a todos ellos. Cuando llegó a la puerta que daba al balcón del templo, una nueva punzada le atravesó el estómago. Pero no se detuvo. La abrió y compadeció ante todos los vecinos quienes le miraban expectantes guardando un espeluznante silencio. Merlo se acercó a la balaustrada de madera, poniendo su mano sobre la barandilla, acariciándola incluso sin levantar la vista de ella. Se llevó las manos a los ojos y se retiró con delicadeza las dos lágrimas que asomaban y después, finalmente, volvió la vista a su gente, con un paisaje desgarrador del gran conjunto de árboles que formaban el bosque de la comarca, quemados por las llamas de los soldados de Elena.

—¡Amigos y vecinos de Marina! —les dijo con la voz temblorosa—. Hoy nuestra ciudad ha sido testigo de la crueldad y del despotismo de Elena. Hoy, nuestra propia gente nos ha arrebatado lo que más queremos, a nuestros familiares, a nuestros amigos, nuestras casas... en definitiva, nos han robado nuestras vidas. No sé cómo explicaros el inmenso dolor que siento en estos momentos, como seguramente yo no lograré alcanzar el que estáis sintiendo vosotros. Seguramente os preguntaréis por qué nos han hecho esto, por qué nos han atacado indiscriminadamente... Pero yo no tengo las respuestas, aunque supongo que tiene que estar relacionado con los deseos del Hermano Mayor en convertir a esta ciudad en las cloacas de su feudo, en impedir su prosperidad, la mejora de la calidad de vida que estábamos teniendo... Hoy han intentado hundir nuestros sueños, nuestro proyecto en común, pero no podemos rendirnos, no podemos dejar que nos ganen.

—¿Dónde está Jenero? —alzó la voz uno de los vecinos provocando el silencio del capitán, quien tuvo que tomarse tres segundos antes de contestar.

—El Hermano de Marina ha caído ante las fuerzas de Elena. Encontré su cuerpo sin vida en el interior del templo.

Un murmullo generalizado emergió ante la confirmación de los rumores que afirmaban que el Hermano había muerto, junto con una

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sensación de incertidumbre que se podía palpar en el aire. Todos se preguntaban qué harían ahora sin Jenero, sin el hombre que les había dado la oportunidad de prosperar tras muchos años hundidos en la vida miserable a la que les había confinado los Hermanos Mayores. Pero la tripulación de Merlo sabía que el capitán había sido el auténtico responsable de los cambios de la ciudad y, desperdigados por toda la concentración de vecinos, cada uno de los tripulantes intentó tranquilizar a la gente afirmando que mientras Merlo estuviera con ellos, aún había esperanza para Marina.

Sin embargo el capitán no entendía que ocurría. Desde el balcón de la segunda planta del templo, tan sólo oía el murmullo generalizado pero no llegaba a entender nada de lo que decían. Hasta que entonces, aquel murmullo empezó a fusionarse paulatinamente hasta que se fusionó en una exclusiva voz diciendo al unísono: Merlo es nuestro Hermano.

Su corazón se le encogió ante tal muestra de confianza por parte de los vecinos. Por primera vez en la historia de Axelle el pueblo nombraba con libertad a la persona que querían que los guiasen. Aclamando el nombre del capitán, aquel día se marcó un antes y un después en el destino de Marina. El capitán intentó retomar la palabra, pero no podía. Los gritos de la gente ahogaban sus intentos de dirigirse a ellos hasta que al final, pasado un buen rato, todos aplaudieron y volvió a reinar el silencio expectante.

—Gracias, amigos —les dijo conmocionado—. Gracias por vuestras muestras de cariño y confianza... Pero hoy nos ocupa cosas más importantes, porque Marina debe responder a Elena. El Hermano Mayor de Axelle se arrepentirá de lo que hoy nos ha hecho —empezó a gritar acompañado de la ovación de los asistentes—. Porque desde hoy ¡Marina ya no forma parte de los territorios de Axelle! ¡Somos libres y les devolveremos con el doble de fuerza el daño que nos han infligido hoy!

Y de nuevo, todo el mundo respondió con otra ovación más fuerte que ninguna otra, con un sentimiento de exaltación muy propicio de aquellas tierras, de la gente que había sufrido tanto durante mucho tiempo, de ese grupo de personas calificadas como salvajes ante los ojos del resto de territorios. Habían herido a su orgullo y su moral,

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pero Marina no estaba acabada. En aquel instante resurgía con más fuerza y unidos con un mismo sentimiento que los exacerbaba hasta límites insospechables. Un sentimiento que invadió también al capitán, incentivando su ira y dejando atrás su tristeza. Y en un impulso, cogió el puñal de su cimitarra y la alzó al cielo al grito de: «¡Guerra!».

No hubo nadie que no respondiera a la propuesta del capitán. Todos gritaron en respuesta aprobando por unanimidad la decisión de devolverle a Elena el daño causado. Una imagen sobrecogedora, con todo el mundo en las calles, deseando alzarse en armas para emprender el camino a la capital de lo que ya habían denominado sus vecinos, declarando la independencia de Marina mientras el sol terminaba de ocultarse en el horizonte iluminando con los últimos destellos las cenizas de bosque abrasado.

XLVIII Aún quedaban varias horas de sol antes del anochecer y sobre el

bosque, y a mucha distancia de Elena, Preston, Adan y Leisa caminaban agotados después de una larga caminata. Sin hablar, tan sólo andando a la velocidad que podían y con la incertidumbre de desconocer si les seguían, mientras escuchaban los sonidos del bosque que les acompañaban en su huida, con los gorgoritos de algunos pájaros, el colorido de varias mariposas revoloteando por los alrededores y alguna traviesa ardilla que les rastreaba subiéndose en las ramas. Las hojas coloreaban el paisaje con un verde intenso adornado por los pétalos de las flores del bosque que lo inundaban de un agradable olor asilvestrado. El ambiente era húmedo, muestra de su cercanía con el río, y de vez en cuando podían oír como éste fluía en algún lugar más allá de donde estaban, provocando que la sed de los tres se disparase, aunque no supieran dónde se encontraba.

Preston iba en cabeza, muy serio, en posición de alerta, y a unos cuantos metros de sus compañeros. Estaba enfurecido. Su plan no había salido tal y como él deseaba, y encima tenía que agradecer a Adan que hubieran salido ilesos, algo que detestaba. Detrás de él estaba Leisa, habiendo recuperado la compostura, consciente de todo

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lo que había sucedido e inmensamente agotada, y en último lugar estaba Adan que la seguía de cerca muy atento, sin apartar la mirada ni un instante de la muchacha.

No quería imaginar la increíble sensación de angustia que debió sentir, las atrocidades a las que se hubiera visto sometida y las vejaciones que hubiese sufrido. No quería estar en su pellejo ni ver todo lo que ella había visto. Y aun así, ahí estaba, guardando la compostura, con una increíble fuerza de voluntad digna de admiración, sin derrumbarse, sin venirse abajo a pesar que su agotamiento empezaba a superarle.

—Necesito descansar —dijo finalmente deteniéndose y reclinándose sobre sus rodillas.

—No podemos detenernos ahora. No sabemos si nos siguen y además vamos en una dirección incorrecta. Tenemos que dar la vuelta cuanto antes para salir de este lugar —respondió Preston retrocediendo varios pasos.

—En serio, no puedo más. Estoy reventada —añadió entre jadeos y con el rostro apagado. Preston se acercó a ella dando varios pasos en el que se pudo oír el ruido de sus botas al pisar la hierba, le levantó la cabeza y se reclinó hacia ella.

—Por favor Leisa, debemos salir de aquí. —Yo creo que deberíamos descansar —interrumpió Adan—.

Estamos lejos de Elena y no tenemos ningún indicio de que nos estén siguiendo.

—Tú cállate que no te he pedido opinión —rechistó el capitán—. Aquí quien manda soy yo y se va hacer lo que yo mande.

—¡Deja de decir memeces! —exclamó Adan—. Puede que seas el rango que seas, pero a mí no me mandas ¿Estamos? Leisa está agotada, ha pasado por muchas cosas en muy poco tiempo y necesita descansar.

—Pero ¿Tú quién te has creído que eres? —le preguntó acercándose a él, muy erguido y con el ceño fruncido. Leisa los observó atónita, sin entender que pasaba entre ambos, esa rivalidad que parecía emerger ahora en un momento en el que tendrían que estar más unidos que nunca.

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—No ¿Quién te has creído tú? No eres nadie para mandarme, para tratarme como lo estás haciendo... además, ¿Acaso no la has visto? No puede dar ni un paso más.

—Pues la llevaré a cuestas si es preciso —le interrumpió. —¡Chicos! Por Épsilon, no discutáis... —alzó la voz ella, que ya

se había sentado sobre las raíces de un árbol— Preston, en serio, sólo te pido un poco de descanso... y agua, un poco de agua también me vendría de fábula.

—Pero Leisa... —intentó rechistar y al detenerse a mirarla, vio el deplorable aspecto que tenía y entendió que no podía continuar—. Vale... pararemos un rato.

Leisa sonrió e intentó acomodarse del todo para cerrar los ojos y conciliar el sueño mientras los dos hombres se quedaron mirándose el uno al otro con una de esas miradas desafiantes y llenas de rencor y odio.

—No te pases de listo, amigo —susurró Preston—. No te pases. Adan no respondió al capitán, tan sólo sonrió agachando la

cabeza, aunque Preston vio perfectamente cómo se reía. Se enzarzaron en una mirada más y después el capitán se alejó para vigilar las cercanías del improvisado campamento. Adan le siguió de reojo, como si estuviera expectante de alguna reacción agresiva por parte de Preston, y cuando vio que se perdía en la lejanía, se dirigió hacia la muchacha, se reclinó y le acarició el cabello.

—¿Estás bien? —le preguntó mientras ella abría los ojos lentamente. Tenía una expresión triste pero intentaba sonreír para disimular su estado de ánimo. Asintió y él le acarició la cara intentando quitarle una de las manchas que tenía incrustada a la piel—. Voy a ver si encuentro un poco de agua ¿vale?

—Gracias —respondió ella respirando con fuerza. Había intentado no llorar, no mostrar su debilidad, pero en aquel

instante, ya por fin descansando y sintiendo las cálidas manos de Adan sobre su rostro, no pudo reprimir sus lágrimas. Leisa rompió a llorar abatida por todo lo que había pasado, por la humillación a la que la habían sometido. Defenestrada por su gente sin ningún motivo, apabullada, humillada y repudiada por todos, habiendo visto como asesinaban a sus hermanos y como casi la mataban en dos

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ocasiones. No podía más. A Adan se le rompió el corazón al verla y no dudó en abrazarla mientras le susurraba al oído que ya todo había pasado. Que estaba a salvo y que no permitiría que nadie más se le acercase para hacerle daño.

Preston los observaba desde la lejanía viendo como se abrazaban y una punzada le atravesó el estómago. Tenía que ser él quien tendría que consolarla y maldijo el día que apareció Adan en la vida de Leisa. No se acercó, no interrumpió aquel momento, y dejó que Adan la consolase mientras él seguía vigilando los alrededores, esperando el momento en el que ella se quedase a solas.

Tras esos instantes, Adan se alejó, dejándola recostada sobre el tronco del árbol. Fue entonces cuando Preston volvió para preocuparse por su estado, aunque lo que más le preocupaba era lo que había entre ella y el hombre del mar. Ella estaba frotándose los ojos, apartándose las últimas lágrimas que se desprendían de sus ojos cuando el capitán llegó a su lado. Leisa alzó la vista y esbozó una tímida sonrisa intentando recobrar la compostura.

—¿Estás bien? —esta vez preguntó él. —Sí... Ya está, ya no lloro —contestó ella mientras Preston se

sentaba a su lado guardando un pequeño silencio—. Oye que... gracias. Gracias por venir a salvarme, como siempre.

—Sabes que nunca dejaría que te pasase nada —respondió inmediatamente agachando la cabeza—. Vine en cuanto me enteré de lo sucedido...

—Lo sé. —Llevábamos mucho tiempo sin vernos... me alegra poder estar

contigo ahora, aunque sea en estas circunstancias. —Pues yo preferiría verte en otras —trató de bromear lanzando

unas tímidas risas. —Ya me has entendido —le dijo él mirándola fijamente—. Me

he acordado mucho de ti durante todo este tiempo —confesó. Pero Leisa no respondió. Tan sólo le miró sin atreverse a

contestar porque tras esas palabras había más significado de lo que ella deseaba y no quería que la conversación girase por aquellos derroteros. Él se aproximó un poco más a ella y le cogió la mano

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evitando que sus miradas se cruzasen. Pero ella no hizo nada. Tan sólo esperó que se retirase.

—Debiste volver a Silvanio— le dijo finalmente— y no quedarte en Elena donde sabías que sucedería esto.

—No podía irme allí —respondió Leisa—. No podía volver y actuar como si nada hubiera pasado. Mis hermanos están muertos, Preston. Murieron por cubrirme, por satisfacer mis deseos... No podía irme de Elena y actuar como si nada hubiera pasado.

—Ellos no murieron por eso— le interrumpió— murieron porque le interesó a tu pueblo.

—Si yo me hubiera portado como debía, nada de eso hubiese sucedido y mis hermanos estarían con vida... Si no los hubiera interpuesto para poder escaparme contigo, ellos estarían vivos.

—Eso lo dices sólo para martirizarte y para buscar una excusa para no estar conmigo.

—Sí, Preston, es una excusa. Dejé que matasen a mis hermanos para poder rehuir de ti —respondió Leisa enojada en un tono sarcástico.

—Sabes que no quiero decir eso... —espetó él—. Pero dejaste que ganaran ellos.

Y sin nada más que decir, Preston se levantó dolido y retrocedió varios pasos con la cabeza agachada confiando en que ella le detuviera. Pero Leisa guardó silencio mientras pensaba en las últimas palabras del capitán, dándole a entender algo que había pensado durante mucho tiempo. Fue entonces cuando los ruidos de varias pisadas les pusieron en alerta a los dos y se volvieron de inmediato asustados por si eran descubiertos.

—¡He encontrado el río! —exclamó Adan apartando las ramas de varios arbustos para llegar hasta ellos—. Quería acercarte algo de agua, pero no tengo ningún utensilio para hacerlo. Como no te lo trajera entre las manos...

—Tranquilo Adan, ya me acerco... Así me lavo la cara también —respondió ella levantándose lentamente bajo la expresión triste del capitán—. ¿Me acompañas?

—Claro —respondió Adan haciendo una reverencia para darle paso a la muchacha.

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Preston volvió a quedarse solo mientras los dos se alejaban de allí para llegar a la orilla del río, pensando en todo lo que había pasado, en lo cambiada que estaba y en lo injusto que era que él siguiera prendado de ella cuando Leisa parecía haberle olvidado. Y encima estaba Adan. Aquella amistad lo complicaba todo aún más y eso le enfurecía. Veía como se miraban, sus expresiones, su complicidad... No, no podía permitirlo aunque sentía que ya había perdido. Pero ¿Perder el qué? Leisa estaba aún muy confundida y muy agotada y algo no podía negar: Se había alegrado de volver a ver al capitán, aunque fuera incapaz de reconocerlo.

Adan le fue guiando por los matojos apartándole las ramas con espinas con un palo que había cogido del suelo, mientras Leisa le seguía sin dejar de pensar en Preston. Pero la llegada a la orilla le despejó todos sus quebraderos de cabeza. Por allí corría un pequeño río de aguas cristalinas que bañaban un sinfín de pequeñas y suaves piedras, y aquella imagen le despertó las ganas de beber hasta saciarse. Corrió hacia la orilla, se reclinó y emitió un pequeño jadeo de placer tras tocar el agua con las manos. Se las frotó con fuerza y después, tras llenárselas de agua, se las llevó a la boca y bebió hasta quedar satisfecha. Adan no apartó la mirada de ella ni un instante. Apoyado en el tronco de un árbol y sonriendo mientras la contemplaba con una gran sonrisa en el rostro.

Ella se descalzó y no dudó en meter los pies en el agua, y después, tras reclinarse nuevamente, se mojó toda la cabeza, el cabello incluido, y después alzó su vista al cielo que se oscurecía lentamente.

—Supongo que tendrás muchas cosas que preguntarme —dijo sin apartar la vista de las primeras estrellas que se veían tras las hojas de los frondosos árboles mientras el agua fría refrescaba todo su cuerpo—. Debes estar muy enfadado conmigo por lo que te he hecho.

—¿Qué me has hecho? —preguntó él mientras se acercaba a ella. —Me refiero por colaborar con los silvanos para que te cogieran

y te llevasen a Teresa. Supongo que debí haberte consultado antes pero lo hice por un buen motivo Adan, no por deshacerme de ti.

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—Lo sé —respondió él mientras se descalzaba y se sentaba a su lado metiendo los pies en el agua—. Aunque hubiera sido mejor que me lo hubieses dicho. Más que nada para evitar sorpresas... ¡Uf, que fría está!

—Ya me imagino, pero si no te lo dije fue porque creí que nunca lo aceptarías.

—Y creías bien —le interrumpió él esbozando una sonrisa. —¿Y te ayudaron allí? —Bueno... lo intentaron. —No me lo digas. No dejaste que te ayudasen —adivinó Leisa

con resignación. —Me pusieron a un señor muy pesado que me perseguía allí

donde iba y yo sólo quería hablar contigo. No quería cambiar de tutor —le dijo mientras le agarraba la mano—. Yo te quiero a ti.

Los ojos de los dos se encontraron en aquel instante mientras el sol se ocultaba casi definitivamente tras las montañas dejando que, en el cielo, tan sólo las estrellas los observasen en silencio. Leisa se había quedado embelesada con las palabras de Adan, dejando fluir su imaginación a la libre interpretación, aunque su confusión aún era muy grande, mientras él permanecía mirándola unos segundos más, reconfortado al volver a sentir la seguridad que siempre le había transmitido. Y tras sonreírse de nuevo, soltó su mano y agachó la cabeza.

—Quiero decir que te quiero a ti... como tutora —puntualizó—. He echado mucho de menos nuestras conversaciones caminando por los jardines de Elena mientras te contaba aquellas historias que tú escuchabas con atención, sin interrumpirme...

—Sé a qué te refieres —interrumpió ella—. Yo también las he echado de menos. Todos estos días me he estado acordando mucho de aquellas conversaciones contigo, hablando de esas enormes ciudades, de esas misteriosas máquinas, los extraños juegos... Fue la única manera que encontré para evadirme.

Ninguno de los dos supo que más decir y el silencio se apoderó de ellos, tan sólo acompañado por los primeros cantos de algunos grillos que se ocultaban tras los matojos. Leisa tenía muchas cosas que explicarle , aunque no sabía por dónde empezar, pero en aquel

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instante, lo que realmente deseaba era permanecer allí eternamente, sentada a su lado y con los pies sintiendo el agua correr.

Preston interrumpió aquella intimidad que estaba emergiendo entre ellos. Tras haber pasado un buen rato esperando el regreso de los dos, el capitán decidió salir a su encuentro para interrumpir cualquier situación de intimidad que pudiera surgir entre ambos.

—Ya pensé que os había pasado algo —les dijo sin acercarse, con el tono muy severo y el ceño fruncido—. Os estaba esperando. Me parece que tendremos que pasar la noche aquí.

—Perdona Preston, necesitaba limpiarme un poco —respon-dió ella esbozando una tímida sonrisa.

—¿Puedo? —preguntó haciendo un ademán para acompa-ñarlos y Leisa asintió con una expresión de dulzura.

Así los tres pasaron buena parte de la noche. Sin intercambiar apenas comentarios y chapurreando con los pies mientras disfrutaban de un apacible silencio que junto con los olores del bosque les hicieron olvidarse de aquel fatal día. Hasta que pasadas unas horas, Leisa decidió levantarse para intentar dormir.

—Vete a dormir si quieres, ya me quedo vigilando yo —le dijo Preston a Adan.

—No tranquilo, no tengo sueño... Prefiero hacerte compañía. Y tras el asentimiento del capitán, los dos volvieron al inmenso

silencio del bosque, con la vista perdida a lo largo del río donde las estrellas se reflejaban. Cada uno de e llos se entretuvo con algo. Preston con unas piedras y Adan dibujando sobre el suelo con un palo mientras los dos pensaban en lo mismo: Leisa.

—¿Sientes algo por ella? —le preguntó el capitán y Adan abandonó sus pensamientos volviendo a la oscuridad de la noche desconcertado, mirando a Preston sin entender que había dicho. Entonces, le repitió—. ¿Qué si sientes algo por ella?

Él observó el rostro de Preston con cautela, examinando el tono y la intención de la pregunta, pero no supo sacar ninguna conclusión al respecto de por qué se lo preguntaba y qué pretendía sacando a relucir dicha conversación, por lo que permaneció silencio, titubeando en su respuesta ante la expectante mirada del capitán.

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—Yo, sí —sentenció finalmente Preston en un tono muy suave, casi melancólico, mientras arrojaba las piedras al agua del río—. La conozco desde hace mucho tiempo, cuando ella tan sólo tenía dieciséis años y desde el primer día me quedé prendado de ella... Yo estaba de visita oficial en Elena acompañando al Padre de los Silvanos. Por aquellos entonces, Leisa era una sirvienta del palacio y me había estado rondando durante muchos días pensando que yo no me había percatado de su presencia... Fue divertido, sí señor, claro que lo fue. Estuvimos tres días como el perro y el gato, buscando momentos para vernos aunque no intercambiásemos palabra alguna. Hasta que finalmente me decidí. Quedaban pocos días para mi vuelta a Julio y no me quería marchar sin llevarme algo de ella... y finalmente, nos escapamos a los jardines y allí... allí ocurrió. Nos enamoramos y aquello lo complicó todo porque yo soy silvano y ella axelliana. ¿Comprendes? —Y Adan asintió—. Pero eso no impidió que siguiéramos viéndonos. Yo viajé en un sinfín de ocasiones a Elena haciéndome pasar por un comerciante y ella se colaba en Silvanio haciéndose pasar por una religiosa de Épsilon... sus dos hermanos fueron quienes nos ayudaron en todo momento a organizar nuestros encuentros, hasta que nos descubrieron y el Hermano Mayor les utilizó para culparles de algo que no habían hecho para liberar al verdadero culpable de un delito de traición... Los condenaron a los tres y yo intenté por todos los medios frenar aquella atrocidad digna de este reino de salvajes. Hablé con el Padre, con Madre, removí cielo y tierra en busca de una persona capaz de detener aquella injusticia. Y tras muchos intentos, Silvanio decidió regalar una cantidad inmensa de suministros alimenticios por el indulto de los tres hermanos. Pero el consejero del Hermano Mayor tan sólo aceptó la mercancía por uno de ellos... y esa fue Leisa. Ella se salvó a costa de ver como morían sus hermanos. La encerraron en la cárcel donde permaneció casi dos años hasta que finalmente la liberaron... pero ella ya no podía estar conmigo. Me dijo que me amaba pero se sentía responsable por la muerte de sus dos hermanos y eso hizo que no quisiera estar conmigo. —Por fin, Adan descubría la verdadera historia de Leisa.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —le preguntó.

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—Porque necesito saber si entre vosotros hay algo. Desde aquel día en el que me dijo que no podía estar conmigo he estado esperando paciente, confiando en que tarde o temprano la culpa desapareciera y podamos continuar lo que un día se paró en seco... Yo la quiero Adan y pienso luchar por ella. Por eso te pregunto ¿Quieres a Leisa?

Pero Adan titubeo. Ocultando su mirada mientras evadía el rostro del capitán. Un poco más alejados de ellos, Leisa fingía que dormía, asombrada por la confesión de Preston, sintiéndose halaga y expectante por la respuesta de Adan.

—Tan sólo es mi tutora —respondió. —Eso no responde a mi pregunta. —No la quiero —mintió—. Simplemente le tengo un inmenso

afecto por todo lo que me ha ayudado. —Entiendo —respondió el capitán mientras meditaba en la

respuesta. De nuevo el silencio de hizo en el bosque y Leisa terminó

cerrando los ojos con un atisbo de desilusión. Una mezcla entre desesperanza y tristeza, y a pesar de intentar dormir, no pudo hacerlo porque en su mente no cesaban de repetirse aquellas palabras. Hasta que finalmente el agotamiento pudo con ella y se durmió. Mientras, Adan y Preston siguieron vigilando, ya sin hablar durante el resto de la noche, permaneciendo en una extraña calma bajo la luz de una tímida luna que los iluminaba acompañado del sonido de los grillos que se ocultaban tras los matojos, hasta que los primeros rayos del sol les anunció un nuevo día.

XLIX El sol despertó a los sonidos del bosque en aquel día que

empezaba y ya a temprana hora los pájaros habían iniciado sus cantos mañaneros acompañando a la vida que poco a poco emergía. Castores que se acercaban al río a beber, ardillas trepando por los árboles, conejos revoloteando por los arbustos y algún que otro hurón persiguiendo algún insecto. En la orilla del río estaban los tres completamente dormidos. El agotamiento había podido tanto con

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Preston como con Adan, a pesar de sus insistencias de quedarse despiertos para vigilar posibles asaltos por parte de los soldados de Elena.

El capitán se había dormido sobre una gran roca, cuando al moverse resbaló al suelo provocando que sus sueños fueran interrumpidos. Estaba bastante desconcertado, sin saber dónde estaba y sin recordar que había sucedido. Entonces vio a Adan, también dormido sobre el tronco de un árbol derrumbado y a cinco metros de ellos, sobre las raíces de un ciprés, Leisa. Ella parecía estar completamente absorta en un placentero sueño, agarrándose una mano con la otra y con la boca abierta. Él se reincorporó y empezó a examinar su alrededor un tanto ofuscado hasta que un ruido entre los matorrales le puso en alerta. Era un pequeño movimiento, como si alguien estuviera allí escondido observándolos. Corrió hacia Adan y empezó a zarandearle con fuerza.

—Despierta. Adan, despierta —le dijo al tiempo que poco a poco Adan volvía en sí—. Nos hemos quedado dormidos.

—¿Qué pasa? ¿Ya es hora de levantarse? —preguntó aún dormido.

—No, Adan. No teníamos ni que habernos dormido. Vamos, despierta, creo que hay alguien observándonos.

Adan se reincorporó y echó un primer vistazo sin ver nada sospechoso. Después se volvió hacia el capitán, le miró y regresó su vista hacia Leisa que ni se había inmutado por las voces de Preston, y finalmente alzó la vista al cielo. Estaba muy claro, por lo que intuyó que se habían dormido más de lo deseado.

—¡Vaya, ya ha amanecido! —exclamó al tiempo que se frotaba los ojos.

—¿Acaso no me has oído? Qué creo que hay alguien. He oído un ruido tras esos arbustos.

—Joder, Preston, estamos en un bosque… Será algún animal rebuscando comida —respondió al tiempo que se levantaba y se dirigía hacia el arbusto. Apartó un par de hojas y descubrió a dos ratones que salieron despavoridos en la dirección opuesta—. Ahí los tienes, tus espías son dos diminutos ratones.

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—Vale… me estoy obsesionando… Aun así, creo que será mejor que continuemos el camino. Ya hemos descansado más de la cuenta y creo que tenemos fuerzas necesarias para emprender de nuevo el camino.

—Sí, sí. Lo que tú digas —pensó en alto mientras se acercaba a Leisa. Se reclinó y la zarandeo suavemente—. Leisa, despierta. Tenemos que irnos.

Ella abrió los ojos lentamente y, después de tapárselos con la mano hasta que se acostumbraron a la claridad del día, se levantó y fue a mojarse la cara en el río sin mediar más palabra. Entonces los ruidos de los arbustos más alejados volvieron provocando la cautela del capitán, quien estaba convencido que más allá había alguien acercándose a ellos.

—Silencio —requirió Preston mientras daba sigilosos pasos. —Capitán ¿Es Usted? —escuchó que alguien le llamaba desde la

lejanía—. Capitán. —¿Quién es? —preguntó Leisa. —Es Valo —respondió Preston recobrando el aliento—. ¡Valo,

estamos aquí! El joven apareció desde la lejanía apartando las ramas de los

árboles que le cerraban el camino un tanto desfallecido, pero sin ceder en su intento de llegar junto a ellos cuanto antes. Leisa le miraba desde la orilla del río impaciente, ilusionada por volver a verle, y en cuanto él llegó, los dos corrieron a darse un efusivo abrazo.

—¡Prima, cuanto me alegro de verte sana y salva! —exclamó Valo al tiempo que ella le daba varios besos en su mejilla— Eres una chica con suerte.

—Defíneme suerte primo… He pasado un auténtico infierno allí dentro —confesó ella sin soltarle.

—Me lo imagino. —¿Cómo has dado con nosotros? —le preguntó el capitán. —¿Estás de guasa? Vengo siguiéndoos desde que salisteis de

Elena. En cuanto pude salir de la ciudad, emprendí la marcha rumbo al este por donde os vi salir… —respondió el muchacho—. Muy

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agudo lo de los tejados, Adan. Felicidades. Estuviste muy oportuno ahí.

—Gracias. Menos mal que alguien se dio cuenta. —¿Sabes si alguien más nos vio? ¿Nos siguen? —No. Por el este el camino está despejado —respondió Valo. —Mejor. Ahora sólo tenemos que ir con cautela hacia el norte,

hasta el mar Intermedio y abordaremos La Zulema para salir de estas tierras —dijo Preston con ahínco, como si todo fuera así de fácil.

—Negativo, capitán. No os aconsejo ir por el norte. Ateleo enloqueció con nuestra osadía. Ha sacado a todo el ejército que tenía y se han hecho con todo el norte de Axelle. Os quiere muertos a los tres al precio que sea, por lo que os será imposible moveros más allá.

—Pero tenemos que ir al mar —replicó Preston. —Y yo te estoy diciendo que es imposible. No sea testarudo, me

conoces desde hace mucho tiempo y cuando yo digo algo, sabes que no es por azar. Creerme cuando digo que los caminos del norte son intransitables en este momento.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Adan. —Tenemos que ir al norte —respondió Preston. —Capitán, hazme caso y olvídese del norte. Dirigíos al este que

yo me ocuparé de llevar a La Zulema. Me encargaré personalmente para que vaya al este y os recoja. Será mucho más fácil.

—¿No vienes con nosotros? —preguntó Leisa—. Y ¿si te descubren?

—Tranquila prima, a mí no me buscan... y llevo tanto tiempo infiltrado en las ciudades de Axelle que mucha gente cree que soy de aquí. Podré moverme sin dificultad alguna. Llegaré al mar y vendré a recogeros.

Preston titubeó un poco, disgustado por tener que alargar la huida más del tiempo previsto, pero Valo tenía razón y no podía permitirse un error. Podría pagarlo muy caro. Así que, finalmente, asintió de mala gana.

—Bien, ¿Dónde nos encontraremos? —preguntó Preston. —Mi recomendación es que sigáis por la cordillera de Andrés

hasta los últimos picos y de allí os dirijáis a Amando. Yo podré

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moverme con La Zulema con tranquilidad por los mares de Marina y podré recogeros en cualquiera de las costas.

—Nos esperarás en Marina —sentenció Preston—. Al fin y al cabo, Padre firmó un acuerdo con el Hermano de la ciudad... se puede decir que somos aliados. Allí no tendrás problemas a la hora de atracar mi barco.

—Tranquilo capitán, lo cuidaré como si fuera mi esposa. Y tras la breve despedida, Valo volvió a desaparecer por el

mismo camino por el cual había venido, mientras los tres se miraban sin saber que decir hasta que el capitán les animó a emprender la marcha.

El joven compañero de Preston les había recomendado llegar a Amando alcanzando los picos de la cordillera de Andrés, aquellas montañas que desfilaban alrededor de los caminos de la ciudad de Elena y que tanta expectación provocó en Adan el día que se dirigía a la ciudad, con sus enormes picos y la profundidad que se vislumbraba desde allí. Setasbian, el enano que le guió, le dijo que habían sido muy pocos quienes habían alcanzado las cimas y menos los que habían logrado bajarlas. Pero ellos no iban hacer escalada, sino que sólo caminarían por las faldas de los montes alejándose así de la gente que viajaba a la capital.

En el horizonte siempre se divisaban estos picos y sin abandonar las profundidades del bosque, los tres empezaron acercarse. Un camino largo que no se haría en un día, aunque confiaban alcanzar las primeras montañas antes del anochecer.

El capitán emprendió la marcha en primera posición, como era habitual, vigilando constantemente cualquier señal que pudiera aparecerse, mientras Adan y Leisa caminaban detrás de él, más distendidos y relajados, observando atónitos la actitud de Preston.

—Te veo seria —dijo Adan a la muchacha, quien se volvió con una expresión de sorpresa—. Supongo que será por todo lo que te ha pasado estos días ¿Me equivocó?

—Sí... es eso —mintió Leisa. Ella tenía una gran fortaleza y tras haber descansado, sus pensamientos no fueron dedicados a los días que pasó encerrada, sino a la conversación que había escuchado por la noche entre el capitán y su amigo.

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—Nada, mujer, olvídalo ya. Ahora lo que nos toca es salir de aquí cuanto antes... Y con el sabueso que tenemos de guía, seguro que lo logramos sin darnos cuenta.

Leisa arrancó en una sonora carcajada provocada por el comentario de Adan. Por un momento se había imaginado al capitán convertido en un fornido perro olfateando cada paso de los que iban dando, y gruñendo por cada ruido que se oía mientras mantenía las orejas bien levantadas moviendo el rabo con gran efusividad. Preston se giró hacia los dos, pero no dijo nada. Tan sólo miró a Adan y no apartó su mirada de él hasta que los ojos de ambos se cruzaron y cesaron las carcajadas.

El resto del camino continuó sin mayores altercados, con Preston a la cabeza y Adan y Leisa detrás, sin dejar de hablar. Adan aprovechaba el viaje para contarle todo cuanto le había pasado desde que irrumpieron en su habitación para llevarlo a Teresa. Le habló de Madre, de aquel tutor que le perseguía y de Aura, la chica que le encandiló con su dulce voz. A principio Leisa no le prestaba atención. Estaba tan sumergida en sus propios pensamientos que era como si Adan le estuviera hablando en un idioma desconocido. Hasta que finalmente, tras recapacitar, pensó que no había motivo para enojarse con él por el simple hecho de la desilusión que pudiera haber sentido al decir al capitán que no la amaba.

Así, tras olvidarse de aquel incidente, Leisa empezó a escuchar a Adan y las pequeñas aventuras que había tenido en Teresa, y pronto su interés giró a otro aspecto. Aquel asunto que había hecho que ellos coincidieran: Sus sueños. A Adan se les encendieron los ojos ilusionado por volver hacer lo que tanto necesitaba y enseguida empezó a contarle aquel último sueño tan extraño que tuvo semanas atrás. Aquel donde se encontraba en un insólito lugar, con aquel señor, Rumsfeld, y el presidente de la Junta Directiva de la empresa para la cual trabajan. Le narró el espeluznante aspecto de aquellos animales mutados, esas nuevas bestias que juraría haber visto en otro lado y el graznido tan fuerte que tenían. Leisa le escuchaba con atención, absorta en sus palabras mientras que más allá Preston empezaba a enfurecerse.

—Pararemos aquí a descansar —les interrumpió el capitán.

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—Menos mal. Empezaba a sentir que me moría —dijo Leisa al tiempo que se sentaba sobre el suelo—. Lástima que no haya nada de comer.

—Pues no. No hay nada para comer —le contestó el capitán malhumorado.

—¿Te ocurre algo? —No. No me ocurre nada —respondió volviendo a mirar a Adan

con el ceño fruncido. Pero él no dijo nada. Tras el breve descanso, los tres volvieron a emprender la marcha.

Cada vez estaban más cerca de los primeros montes de la cordillera de Andrés y el bosque había dado lugar a una pequeña ciénaga llena de insectos revoloteando. Habían pasado de escuchar el canto de los pájaros a oír el chirrido de las moscas. El capitán, tras su enojo por las conversaciones que mantenían Leisa y Adan, había optado por un cambio de actitud y ahora, en vez de ir en primera posición, estaba al lado de ellos e interviniendo en la conversación, donde ahora Leisa les narraba sus días en la cárcel.

Y después de la ciénaga, por fin la cordillera de Andrés. Ante sus pies se abría paso las montañas más altas de todo Axelle. Con un ascenso en un principio muy suave, aunque este aumentaba de forma considerable a la mitad del camino. Las montañas estaban inundadas de una gran cantidad de árboles de hoja perenne de un color verde oscuro y sobre sus troncos solía haber una gran cantidad de musgo. Toda la ladera estaba repleta de estos árboles y en sus ramas se escondían diversos murciélagos y culebras de distinto tamaño mientras que en las cuevas se ocultaba algún que otro lobo.

Se detuvieron cuando la luna volvió a erguirse sobre el cielo. No encendieron ni una pequeña hoguera para calentarse con el fin de evitar llamar la atención y así los tres pasaron la noche; sin conciliar el sueño bajo los escalofriantes sonidos que se escuchaban en el sórdido monte.

El sol volvió y con su regreso retomaron la marcha. Con sus estómagos vacíos, sin haber encontrado nada que llevarse a la boca y con las fuerzas mermadas tras haber pasado una mala noche, y encima la escalada se acentuaba. Ahora más que nunca necesitaban energías para poder hacerse con la montaña, pero carecían de ella.

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Fue un ascenso muy lento, donde los tres dieron sus pasos exhaustos, como si cada uno fuera el último, hasta llegar a la cima de la primera montaña.

El camino continuó bajando por la ladera para volver a subir, tendencia que se repetía a lo largo de la cordillera, hasta que finalmente llegaron a un pequeño manantial donde calmaron su sed y encontraron unos pequeños frutos que sirvieron para saciar su hambre. Pero el descanso no duró más de lo necesario y, ya con las energías repuestas, continuaron con su marcha sorteando varios precipicios hasta la nueva cima que se vislumbraba en el fondo.

Pero la sorpresa llegó cuando llegaron a la nueva cumbre. Allí, en un lugar tan remoto como aquel donde confiaban estar alejados del mundo, se encontraron con un centenar de personas afincadas en un campamento provisional, con pequeñas tiendas de campaña distribuidas por toda la cima, una hoguera en el centro y todo el mundo afincado sin ningún ápice de fuerzas y energías.

—Pero ¿De dónde ha salido esta gente? ¿Qué hacen aquí? —preguntó Leisa desconcertada mientras guardaban una distancia prudencial del campamento.

Aquello suponía un contratiempo. El plan partía de la necesidad de pasar desapercibidos y ahora mismo eran vulnerables a ser vistos por cualquiera. Pero lo que más reconcomía en la mente de los tres era los motivos que había llevado a esa gente a afincarse allí y cuanto tiempo llevarían.

—Si llevan aquí mucho tiempo, dudo que sepan quiénes somos y lo que ha pasado en Elena —pensó Preston—. Por otro lado, tenemos que cruzar esta cima para continuar el camino... Eso o bajar de nuevo y bordear la montaña por los precipicios.

—¿Y si intentamos cruzar la cima sin ser vistos? —propuso Adan—. Ya sabéis, cabeza agachada y paso firme.

—No creo que eso funcione... Y más con el aspecto que presentamos.

—Al menos podemos intentarlo —dijo Leisa. Y sin mucha convicción de lograrlo, los tres empezaron a caminar

evitando que sus miradas se fijasen en nadie en particular. Sin embargo, todo el mundo que permanecía alrededor de sus tiendas de

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campaña se extrañó al ver a tres desconocidos caminado en un lugar tan desolado como aquel.

No se detuvieron. A pesar de sentir las miradas expectantes de toda la gente, los tres continuaron caminando suplicando que nadie les detuviera. Hasta que de pronto, la voz de una niña se alzó cuando pasaron por la hoguera que había encendida.

—¡El hombre del mar! —exclamó Renella. Adan se detuvo de inmediato en cuanto reconoció la voz de la

niña que le acercó a Borja la mañana en la que despertó en la solitaria playa. Levantó la vista y vio como corría hacia él, con el pelo suelto y ataviada con una manta enrollada por su cuerpo.

—Pero Renella ¿Qué haces aquí? —le preguntó según ella se ponía delante de él cerrándole el camino.

—¡Te acuerdas de mi nombre! Ya sabía yo que no estabas desmemoriado —le dijo con una amplia sonrisa y después, se giró y llamó a su amigo—. ¡Arceldo! ¡Corre, ven, está aquí el hombre del mar!

—¿Los conoces? —preguntó Leisa con sorpresa. —Sí. Son los niños que me encontraron cuando desperté en

Axelle. Ellos fueron los que me llevaron a Borja —respondió sin salir de su asombro por el fortuito encuentro y después, se reclinó y miró a la joven muchacha—. Pero ¿Qué hacéis aquí? En la cima de una montaña tan alta como ésta.

—Fue la bestia —respondió con firmeza—. Atacó Borja y lo destrozó todo... las casas, el templo, las calles... El Hermano nos dijo que lo mejor sería subir a un sitio alto y emprendimos la marcha hasta aquí mientras varios mensajeros marchaban a Elena para informar de lo sucedido —dijo con total tranquilidad y después Arceldo interrumpió saludándole con timidez.

Preston y Leisa no dieron crédito a las palabras de Renella quedándose horrorizados ante el hecho de un nuevo ataque: Además, que el Hermano hubiera determinado salir del pueblo de inmediato sólo podía suponer que la embestida había sido de un alcance desmesurado, algo de magnitudes insospechables para ellos. Pero a pesar de todo, la muchacha estaba muy contenta de haber visto a su amigo y tras el tímido saludo de Arceldo, Renella empezó a contarles

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cómo había vivido el impacto de la inmensa ola. Como vieron al mar alejarse, la facilidad que tenía para arrancar los árboles de raíz y como la arrastró durante kilómetros, aunque milagrosamente se salvase.

—Y ¿Tu madre? ¿Tus otros amigos? —Bien... Todos están bien gracias a Épsilon, aunque Zuio sigue

muy débil. Mamá le está cuidando pero se pondrá bien... ¡Por cierto! —exclamó inesperadamente—. El día que atacó la bestia encontré esto tirado entre unos matojos.

Renella se metió la mano entre la manta hasta llegar a los bolsillos de su túnica donde había guardado con celo la cartera de cuero de Adan. La extrajo y se la entregó con una amplia sonrisa, como quien entrega algo muy valioso a alguien que lleva mucho tiempo esperándolo. Adan lo tomó entre sus manos con desconfianza, desconcertado sin entender que era lo que le entregaba. Pero pronto, al sentir el tacto del cuero entre las yemas de sus dedos, una sensación familiar empezó a recorrerle todo el cuerpo.

Abrió la cartera y desplegó los compartimentos que tenía en el interior fijando su mirada en cada centímetro de cuero y plástico. Su expresión se llenó de asombro cuando inesperadamente un centenar de recuerdos empezaron a brotar como maíces convirtiéndose en palomitas. Su mirada se fijó en aquella foto en la que salía él sentado en un parque pasándole el brazo por el hombro a una mujer rubia y de expresión alegre. En el fondo se veía un enorme palacio con jardines a los lados y la luz del sol iluminando la cara de la pareja enamorada. «No te molestes, porque tú nunca cumplirás estas promesas. Tu trabajo es tu vida. Nunca podrás darme lo que necesito porque lo que haces ocupa todo tu tiempo.» emergió la voz de Lucia en su mente mientras enfocaba de nuevo aquel instante en el que él, intentando frenar el paso para que no me marchase, le suplicaba prometiendo algo que los dos sabían que no cumpliría. «Esta vez, no» Y encima de ese recuerdo, como una voz superpuesta, escuchó las palabras que Lucia le dijo el día en el que se tomaron aquella fotografía: «Te quiero».

Sus ojos se deslizaron suavemente hacia la siguiente imagen guardada en la cartera, la expresión de dulzura de aquella anciana

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con el pelo cano. Su corazón volvió a dar un vuelco al ver esa cara tan familiar, aquel rostro que tantos sentimientos le hacían brotar en su corazón y escuchó en su mente los infinitos instantes que pasó a su lado. «¡A comer!.. No me gusta ese amigo que te has echado. Desde que estás con él, apenas te veo por casa... Cariño, no sabes lo orgullosa que estoy de ti.» y una nueva punzada de dolor sintió cuando la imagen de la amable anciana postrada sobre la cama de un hospital apareció en su mente. «Lo lamento.» le había dicho el médico. «Su madre se muere.» Acompañado del frío sonido de la máquina que marcaba el ritmo del corazón de la mujer que con gran rapidez fue acelerándose hasta que se convirtió en un sólo zumbido fijo y sin pausas.

—Me acogió en su casa cuando tenía cuatro años —recordó que le confesó a Lucia el día del funeral—. Para mí, ella fue mi verdadera madre.

A su alrededor, Leisa, Renella, Arceldo y Preston se asustaron al ver la expresión de ausencia de Adan, quien seguía absorto en todos los recuerdos que iban emergiendo. Entonces, volvió a plegar las fotografías y empezó a revisar los distintos bolsillos donde se almacenaban una serie de tarjetas. Extrajo la primera, con una pequeña fotografía suya colocada en un lado y escrita con aquella letra que nadie en todo Axelle conocía. Arriba figuraban las siguientes siglas: CURP y debajo se leía:

Nombre: Carlos Primer Apellido: Ortuño Segundo Apellido: Weaming Y debajo, su rúbrica a la que palpó con el pulso tembloroso.

Entonces le dio media vuelta y allí había más información sobre él que fue recordándole quien era en realidad. Nacido el 06-07-2104.

Tocó varias veces más aquella tarjeta, dándole la vuelta en varias ocasiones, y después la dejó nuevamente en su sitio para coger otra con una banda magnética a uno de los lados. Pero ésta apenas le transmitió recuerdos. Así que, la dejó nuevamente en su lugar y siguió buscando hasta que extrajo la siguiente. Era de un plástico muy duro y de color blanco. A un lado se exhibía su fotografía y en el otro extremo, en letra pequeña, leyó: Faith S.A. Pero su sorpresa

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Épsilon

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llegó cuando reparó en el logotipo azul transparente que estaba dibujado en el centro de la tarjeta. Era ese símbolo, esa extraña «E» que vio en su primer sueño al desprenderse el espejo de la pared del salón de su casa. La misma «E» que había visto esculpida en las fachadas de Elena. La misma que estaba grabada en los empedrados de Teresa e inmediatamente después se le apareció en su mente una nueva sucesión de imágenes: la mirada de Rumsfeld con una media sonrisa y su voz repitiéndose con eco «La junta directiva ha decidido acabar con el proyecto 725.» También recordó a la entrometida periodista, Fabiola, chillando llena de rabia mientras le clavaba en la rodilla aquella navaja. Hasta pudo sentir de nuevo como el acero penetraba en su piel. «¡Coged a esa zorra!» recordó que gritó. Y por último, la cara del Presidente de la Junta Directiva, con el semblante serio e intentando no esbozar una sonrisa mientras le temblaba el labio superior «Entre virus y mutaciones podríamos provocar la muerte de la mitad de la población mundial en menos de un mes. La otra mitad estaría condenada a un tipo de vida muy alejada de ser considerada como tal, y eso en el mejor de los casos. Así que, si por un descuido esto se vertiera en el océano... en fin, imagíneselo.» le había dicho el presidente.

Sus sentimientos y sus recuerdos empezaron a provocarle una gran inestabilidad, empezando a entender todo y nada al mismo tiempo. Era como estar viendo fragmentos de una película, su película, mientras encontraba las piezas que le faltaban para completar un puzle del cual llevaba tiempo intentando terminar.

Miró un poco más abajo, deseando recobrar la compostura ante los miles de recuerdos que brotaban en su mente, y apartó la mirada de aquel símbolo. Miró hacia el extremo derecho y leyó mentalmente: Carlos Ortuño Weaming, Subdirector y responsable de seguridad del proyecto 725. Y en aquel instante, la imagen de esos delfines infestados de virus apareció en su memoria golpeando las paredes de la piscina donde estaban encerrados. Todo ello junto con una nueva sucesión de recuerdos que le dejó paralizado: Una ola inmensa levantándose en medio del océano, el fuego de unos bosques arrasándolo todo, lobos, tigres y leones endemoniados, el graznido de bestias emergiendo de la nada. Lucia «Lo siento.

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La t ierra perdida

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Adiós.», su madre «Estoy orgullosa de ti.», Fabiola «Estáis jugando a ser Dios.», Rumsfeld esbozando una de sus sonrisas «Hay que entrar ahí y limpiar la zona» y el rostro inquebrantable del presidente de la empresa en la que trabajaba. «Bienvenido a Épsilon, señor Ortuño.» El silencio se hizo en su mente y un segundo después se vio en aquella sala donde tenían a los animales encerrados, acompañado por el Presidente.

—¿Se sabe cómo se cerrará el proyecto? —le preguntó y él respondió

—Crearemos el Apocalipsis. Todos estos recuerdos dejaron a Adan sin palabras, con una

expresión de pánico en su rostro que dejó muy intrigados a todos sus amigos, quienes le observaban mientras le llamaban, aunque él no contestaba. Sujetando con fuerza aquella tarjeta, dejó que la cartera de cuero empezase a deslizarse entre sus dedos, hasta que finalmente se desprendió de su mano y cayó al suelo.

Tras dos meses inmerso en el absurdo, sin saber quién era y de dónde había venido, sin saber si estaba enfermo o si era un ser divino enviado por los dioses, Adan por fin recordó... Lo recordó todo.

Continuará...

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