entre uribe y santos

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La firma de un preacuerdo entre el gobierno de Juan Manuel Santos con las FARC, para adelantar un proceso con miras a "terminar el conflicto armado", a lo cualse le suma el desarrollo de conversaciones sobre una agenda sin rupturas hasta ahora, es una acción cuya dinámica deja ver que también la paz, y no solo la guerra, es una realidad posible en Colombia.

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Universidad Distrital Francisco José de Caldas

Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano - IPAZUD

Bogotá, D.C.

2013

La hora de la paz o la solución imposible de la guerra

Entre URIBE y SANTOS

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La hora de la paz o la solución imposible de la guerra

Entre URIBE y SANTOS

RICARDO GARCÍA DUARTEEditor

Autores

Hernando Gómez Buendía - Ricardo García Duarte - Medófilo Medina

Jaime Zuluaga Nieto - Rodrigo Uprimny Yepes - Nelson Camilo Sánchez - Socorro Ramírez

Fabio Giraldo Isaza - Álvaro Pardo

Page 6: Entre Uribe y Santos

UNIVERSIDAD DISTRITAL FRANCISCO JOSÉ DE CALDAS

Rector Inocencio Bahamón Calderón

Vicerrector Académico Boris Bustamante Bohorquez

Director IPAZUD Ricardo García Duarte

Autores Hernando Gómez Buendía Ricardo García Duarte Medófilo Medina Jaime Zuluaga Nieto Rodrigo Uprimny Yepes Camilo Sánchez Socorro Ramírez Fabio Giraldo Isaza Álvaro Pardo

Con el apoyo de Fundación Razón Pública Corporación Nuevo Arco Iris

Diseño gráfico Rocío Paola Neme Neiva

----Impreso en

ISBN ---- Primera edición 2013© Bogotá, 2013

Entre Uribe y Santos: la hora de la paz o la solución imposible de la guerra / Ricardo García Duarte ... [et al.]. – Bogotá: Universidad Distrital Francisco José de Caldas, 2013.

196 p.: il., mapas; 24 cm.

1. Conflicto armado - Colombia 2. Diálogos de paz - La Habana

(Cuba) 3. Grupos subversivos - Colombia 4. Colombia - Política y

Gobierno I. García Duarte, Ricardo.

303.6 cd 21 ed.

A1392245

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

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TABLA DE CONTENIDO

INTRODUCCIÓN ....................................................................................................................... 11

1. DE URIBE A SANTOS: ¿LA HORA DE LA PAZ O LA SOLUCIÓN IMPOSIBLE DE LA GUERRA?

Hernando Gómez Buendía ................................................................................................ 15

2. EL CONFLICTO, LOS CAMBIOS DE GOBIERNO Y LAS INCERTIDUMBRES DE LA PAZ Ricardo García Duarte ...................................................................................................... 29

3. LA GUERRA FÁCIL, LA PAZ DIFÍCIL Medófilo Medina ............................................................................................................. 71

4. LA GUERRA INTERNA Y LAS PERSPECTIvAS DE PAZ Jaime Zuluaga Nieto ........................................................................................................ 89

5. LEY DE vÍCTIMAS: AvANCES, LIMITACIONES Y RETOS Rodrigo Uprimny Yepes, Nelson Camilo Sánchez .......................................................... 117

6. POLITICA EXTERIOR A MITAD DE CAMINO Socorro Ramírez ............................................................................................................. 129

7. INFRAESTRUCTURA Y vIvIENDA: TERRITORIO Y TERCERA vÍA Fabio Giraldo Isaza ......................................................................................................... 141

8. ¿POR QUÉ LA MINERÍA ES FUENTE DE CONFLICTOS Y NO DE BIENESTAR Y DESARROLLO?

Álvaro Pardo .................................................................................................................. 167

9. FARC - GOBIERNO. DILEMAS Y POSIBILIDADES EN LA HABANA Ricardo García Duarte .................................................................................................... 175

BIBLIOGRAFÍA ........................................................................................................................ 191

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RECONOCImIENTOS

Este texto fue posible gracias al proceso de compilación y revisión por parte de Jaime Wilches Tinjacá.

Es de resaltar el trabajo realizado por el equipo del Ipazud; especialmente por Margarita Fernandez y Paola Andrea Vásquez Quintero, quienes contri-buyeron a la realización del seminario; una parte de cuyos resultados está materializada en el libro que colocamos en manos del lector.

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INTRODUCCIÓN Una Paz esquiva pero necesaria... y posible

¿Por qué es necesaria la paz en Colombia?

1. Porque aunque los conflictos son inevitables, su prolongación violenta implica una ruptura brutal en las relaciones interindividuales, necesarias estas últimas para la construcción social.

2. Porque ha implicado una degradación de las contradicciones políticas, en bajo la mala inspiración de destruir al otro, sin insinuar siquiera una salida traducible en un nuevo estado de cosas.

3. Porque retrotrae la política a su origen más atávico, el de la confrontación como “lucha entre enemigos”. Esta práctica, a la vez una representación cultural, ha transitado, a lo largo de muchas décadas, como la construcción de la política en el país. Lo que es una contradicción en los términos: construir la política como lucha entre enemigos es dejarla en el punto en que no alcanza a nacer; es decir, en el punto en el que la contradicción social no consigue encajar en un esquema de convivencia.

4. Porque el conflicto mayor, el más duradero, el que contiene su sello ideológico y político, desestructura sin reestructurar las relaciones en diversas regiones del país. De donde se sigue el hecho de potenciar otros conflictos, que de ese modo se descomponen fácilmente en violencias múltiples.

5. Porque el poder discursivo y la centralidad orgánica de los principales actores del conflicto – las guerrillas y el Estado con sus aparatos armados – los convierte en vehículos estratégicos que terminan en alianzas con otros agentes violentos. La consecuencia no puede ser peor: las violencias se prolongan como ondas que se dispersan incontrolables.

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6. Porque el conflicto armado realza el valor negativo de la violencia como instru-mento para dar curso a demandas sociales o para materializar intereses de cual-quier orden.

7. Porque finalmente se limita en los imaginarios colectivos el espacio para una iz-quierda legal, al mismo tiempo alternativa, moderna y radicalmente democrática. La cual corre el riesgo de ser asociada con la lucha armada como operación polí-tica.

¿Por qué es difícil la paz?

1. Porque en un conflicto asimétrico, en el que se enfrentan unas guerrillas con el Estado, el combate aunque constante es elusivo. Es guerra de guerrillas, en la que es difícil llegar a la batalla masiva y frontal; por lo que la guerra perdura sin término a la vista.

2. Porque la geografía abrupta, inhóspita, selvática, facilita como en ninguna otra parte la maniobrabilidad táctica. Así mismo, favorece el establecimiento de reta-guardias las cuales consiguen una implantación más o menos segura. La movili-dad sirve así para la preservación de fuerzas por parte del insurgente.

3. Porque en las regiones apartadas - con una traumática presencia del Estado, si es que la hay -, coinciden perversamente: a) los déficits pronunciados en los dere-chos sociales; b) la inestabilidad de la sociedad de migración; y paradójicamente, c) las bonanzas y las rentas por capturar.

La concurrencia de inequidad, ausencia del Estado e inestabilidad normativa y material, más la fluidez de rentas, propicia escenarios regionales de violencia y de disputa no arbitrada por los recursos. En semejantes terrenos de desorden brotan casi de modo natural los actores armados.

4. Porque esa circunstancia en la que se mezclan factores favorables a la disputa no arbitrada por unos recursos susceptibles de pasar de unas manos a otras en medio de una sociedad aun muy bloqueada, crea un ambiente social en el que se vuelve atractiva la instrumentalización de la violencia.

5. Porque, al mismo tiempo, los atolladeros de la justicia; sus cuellos de botella; y el divorcio de su formalismo frente a una sociedad de precariedades éticas, son todas ellas condiciones que hacen no solo atractiva culturalmente hablando a la violencia, sino además vergonzosamente útil en las prácticas sociales, y rentable, en la búsqueda de beneficios.

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6. Porque en el mundo de las subjetividades ni la guerrilla ni mucho menos el Estado se sienten derrotados el uno frente al otro.

Aunque la fuerza subversiva ha sufrido severos golpes aún está convencida de poder resistir mediante el uso del método de “guerra de guerrillas”.

7. Porque los elevados costos que la guerrilla y el Estado sacrifican en la guerra, aún los encajan en el curso de su existencia, sin que todavía lleguen a la convicción de que pierden más con la guerra que con la paz.

Sin embargo, la firma de un preacuerdo entre el gobierno de Juan Manuel San-tos con las FARC, para adelantar un proceso con miras a “terminar el conflicto armado”, a lo cual se suma el desarrollo de conversaciones sobre una agenda sin rupturas hasta ahora, es una acción cuya dinámica deja ver que también la paz, y no solo guerra, es una realidad posible de tallarse en el destino de Colombia.

¿Por qué es posible?

1. Porque aunque la guerra sea una sombra ineludible en la historia social del país y en la construcción traumática de su universo político, los cambios que de todos modos experimenta la nación, aun sin grandes reformas, pueden conducir a una situación en que la guerra sea cada vez más periférica; susceptible entonces de ser muy controlada, no importa si por otra parte no conozca un final cierto.

2. Porque aunque las FARC sobrevivan como fuerza retadora, bajo la modalidad de “guerra de guerrillas”, la presión del Estado, sobre todo bajo la forma de bombar-deos aéreos, hará cada vez más difícil el paso a una acumulación de efectivos que le permitan al grupo guerrillero mantener duraderamente tanto el control político sobre una parte de la población campesina, como al mismo tiempo unos combates relativamente masivos en el curso estratégico de la guerra.

3. Porque la preservación de las FARC como fuerza desestabilizadora, en tanto al-ternativa de poder, se mezcla indefectiblemente con la utilización, instrumental pero fatídica, de los recursos deslegitimadores, como el secuestro, la extorsión, el uso de minas antipersonales y la participación múltiple en el narcotráfico. No hay ninguna duda de que en todas estas prácticas aflora, perverso, un pragmatismo degradado que le proporciona fuerza al actor pero le rebaja el alma.

Es un costo enorme que paga en términos del imaginario ético que debe rodear a una fuerza subversiva para mantener la aureola de movimiento insurgente, sin la

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cual se niega de antemano la posibilidad de conquistar a la masa, que en principio debiera ser su compañera inseparable.

El hecho de que durante 25 o 30 años las FARC se hayan mantenido como fuerza beligerante a pesar de esa circunstancia y de que incluso hayan crecido, no quita que a la disminución de su potencia militar se le sume la dificultad estructural para relegitimarse como un agente social con un reverdecido capital simbólico.

4. Porque en esas condiciones, la paz puede llegar a ser un horizonte atractivo para el grupo subversivo. Atractivo para transformar su dificultad de legitimación du-rante la guerra en un capital simbólico que lo ubique en la paz como una insur-gencia política.

5. Porque los avances en acuerdos sobre transformaciones agrarias podrían además de abrir un horizonte más equitativo en el campo, una ventana de confianza inédi-ta entre los interlocutores de la negociación. De este modo, los grandes obstácu-los que se alzan para la paz, en materia de justicia, de amnistías, de víctimas y participación política de los antiguos guerrilleros, serían manejados como un ma-terial para las concesiones recíprocas que hagan realidad un acuerdo. Un acuerdo a sellar para disminuir la inequidad social; para ampliar el pluralismo político; y para introducir la cultura de la tolerancia.

El Editor

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1.

DE URIBE A SANTOS:¿LA HORA DE LA PAZ O LA SOLUCIÓN ImPOSIBLE DE LA GUERRA?

Hernando Gómez BuendíaLicenciado en Filosofía y Letras, Doctor en Derecho, Doctor en Economía, Magíster en Desarrollo, Master of Sciences en Economía, Master of Arts en Sociología, Ph.D en Sociología y Sociología Rural. Consultor internacional. Director del Informe Regional de Desarrollo Humano para Centroamérica, Director del Informe El Conflicto: Callejón con Salida (PNUD). Director del Informe Educación: La Agenda del siglo XXI. Columnista de 14 periódicos colombianos. Declarado Periodista del Año en 2004. Autor de numerosos libros y artículos académicos.

La decisión

El título que me han propuesto para esta presentación podría resultar demasiado ambicioso o un tanto engañoso. Demasiado ambicioso, si intentara discernir has-ta dónde están o no están dadas las “condiciones objetivas” para la paz negocia-

da entre el Estado colombiano y la insurgencia; pero algo engañoso si no me refiriera precisamente a la existencia de tales condiciones.

Explico la aparente paradoja. Existe mucha literatura acerca de las razones del éxito o el fracaso de los procesos de paz aquí y en otras partes del mundo, incluyendo al-gunos factores que harían más o menos probable el comienzo de las negociaciones. Pero no hay ninguna hipótesis lo suficientemente bien establecida como para hacer predicciones con alguna sensatez sobre cuándo o cómo se llegará a la paz, o en todo caso yo no conozco ninguna hipótesis que permita hacer esas predicciones.

Con una sola excepción, y esta es la que haría del título (¿la hora de la paz o la solu-ción imposible de la guerra?) una pregunta un tanto engañosa. Me refiero a la única hipótesis que creo se ha comprobado en los procesos de paz a lo largo y ancho de la historia: la paz negociada no es posible sino cuando las partes- o por lo menos una de las partes- ya ha tomado la decisión de negociarla. Una vez que se toma esta decisión, lo demás es secundario o mejor dicho, instrumental: qué cosas debe hacer el actor

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para llegar al objetivo que desea. O también: dada la decisión de paz se encontrará el camino, porque nadie puede obligarme a seguir combatiendo si no quiero.

Claro que, paradójicamente, ésta es también la gran dificultad para llegar a la paz. Cada bando apuesta a que el otro necesita o desea más la paz que él mismo, y que por tanto está dispuesto a aceptar unas condiciones más desventajosas. Y otra vez, mientras se mantenga esta especie del “dilema del prisionero”, la guerra seguirá su curso e incluso puede agravarse en el intento alternativo o recíproco de lograr el em-pujón final. Por eso la paz solo comienza cuando una de las partes opta por no seguir en el juego y acepta una pérdida inicial suficiente como para que la otra parte de a su vez su primer paso.

La guerra misma consiste en el esfuerzo de “ablandar” al adversario para que busque la paz, y puede haber otros factores “objetivos” que persuadan al actor de no seguir el juego de la guerra. Pero todos esos factores objetivos pasan por el filtro de las apreciaciones subjetivas del actor. Lo que persuade a X no necesariamente persuade a Z, y con esto volvemos a que la paz no es posible mientras no se decida hacer la paz.

La anterior no es - ni de lejos- una trivialidad, porque implica que hacer la paz es una decisión de las personas que están en la guerra, de la misma manera que la guerra es una decisión de las personas que empuñan las armas. Puede haber factores objetivos que disminuyan las opciones o que hagan más gravosas las opciones de un Estado o de un bando para no ir a la guerra, y también por supuesto las opciones para proseguir la guerra o para renunciar a ella después de comenzada: pero la guerra no es inevita-ble ni la paz es inevitable.

Antes de seguir adelante, otra palabra sobré por qué dije que el título resulta algo engañoso. Si la paz es una decisión, no una necesidad, la paz en realidad es igual de posible en cualquier momento – y por lo tanto es engañoso debatir si bajo Santos la paz es más o menos posible que bajo Uribe. Claro que un alumno de lógica me diría que no sea tonto: por supuesto que bajo Santos la paz es más posible, porque bajo Uribe la paz ya no se dio. Pero mi bobería va a otro punto: podríamos especular – e in-cluso yo especularé un poco- sobre las circunstancias que hacen más “probable” que uno o ambos actores opten hoy por la salida negociada que no se dio bajo el gobierno Uribe. Sólo que en este caso “probable” significa “razonable”, porque decir que la circunstancia X debe llevar a que al actor se incline por la paz en realidad quiere decir que “si el actor es razonable, la circunstancia X lo inclinará a la paz”.

Tendríamos entonces que entrar en el enredo de aclarar qué significa o qué no signi-fica la palabra “racional”. Pero me ahorro semejante discusión, y digo simplemente que en mi opinión un actor “racional” no hubiera comenzado la guerra en Colombia y un actor “racional” habría decidido negociar la paz desde hace mucho tiempo. Cada lector tendrá su opinión acerca de qué habría sido “racional” en el momento de irse

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a la guerra y de qué sería “racional” a estas alturas para las FARC o para el Estado colombiano. Y la guerra por supuesto se mantiene, lo cual demuestra que para sus actores la guerra sigue siendo racional… hasta que para alguno o para todos deje de serlo y tomen – en consecuencia- la decisión de negociar la paz.

Pero no sigo con este solipsismo. Diré por qué no creo que en Colombia la guerra haya sido racional, porqué lo racional ha sido siempre negociar la paz, y por qué ahora sigue siendo racional o hasta por qué - en la “racionalidad” que puedo ima-ginarme en los zapatos del Estado y de las FARC- la paz es (todavía) más racional ahora que antes.

Una pregunta ética

Sé que esta no es la única acepción posible, pero diré que la “racionalidad” de la paz y de la guerra es primero y ante todo un asunto de carácter ético. Es la tesis de Kant en La Teoría de la Razón Práctica, o es la idea de que no se puede ser de veras racional si no se es ético. Es la pregunta por si los fines que nos proponemos en realidad pueden llamarse “racionales”.

Los economistas y los politólogos entendemos la racionalidad de otra manera, como la adecuación de los medios a los fines de actores que persiguen su propio interés. Esta racionalidad instrumental no se pregunta por los fines como tales, y es una no-ción muy poderosa y muy útil en contextos muy diversos. Pero, en el caso de decidir si guerra o paz, la racionalidad instrumental no nos saca de la esfera de la ética, porque la guerra sería racional siempre que uno pueda ganarla y haga todo lo posible por ganarla, y porque la paz sería racional siempre que uno crea que puede trampear y haga todo lo posible por trampear.

Dicho de otra manera: cuando se trata de la guerra o la paz, la racionalidad como auto-interés no pasa por un lado de la ética sino que implica una ética. Esta ética, para acortar, es la versión cruda de Spencer o del que alguien bautizó (mal) como “darwinismo social”: si el más fuerte es racional debe hacer todas las guerras, y si el débil es racional debe aceptar cualquier paz. Todas las guerras son racionales para el que las gana; y todas la paces son racionales para el que pierde la guerra.

Bien puede ser que el mundo real funcione así, pero esto implica que en la guerra o la paz sí hay una ética, que se llama la ética del que más pueda.

Pero hay un modo más directo de aclarar por qué el principal argumento racional que los actores de un conflicto armado deben examinar es de carácter ético. En su ultimá-tum a los defensores de Atlanta durante la Guerra de Secesión americana, el general Sherman lo expresó en una frase: “la guerra es el infierno”. La guerra significa que

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dos grupos de seres humanos se organizan y se dedican de manera deliberada a ma-tarse unos a otros. La guerra no tiene nada de banal: es la más dura, la más grave y la más absoluta de las decisiones que podamos tomar los seres humanos.

El derecho a la guerra

Por eso en la teoría ética hay una gran discusión acerca de la legitimidad de la guerra. Y el hecho de que los colombianos llevemos medio siglo o más en esta guerra, no nos exime de esa discusión ética, que sigue estando vigente como el primer día.

En las antípodas del “darwinismo social”, hay quienes argumentan que la guerra como tal es inmoral y que jamás está justificada. Es la hermosa tradición del pacifis-mo que encarnó Gandhi (quien llegó a sugerirles a los judíos perseguidos por Hitler que se suicidaran), que Albert Einstein defendió por muchos años o que -más cerca de nosotros- sustentó Pedro Laín Entralgo.

Con todo y su belleza, el pacifismo es sencillamente insostenible. Así lo indica la absurda “solución” de Gandhi para los judíos y lo confirma el cambio de postura de Einstein cuando, ante la barbarie de la agresión Nazi, concluyó que la guerra de de-fensa no era apenas permisible sino en efecto, imperativa por razones éticas. O sea que el pacifismo no es sostenible como una doctrina ética, sencillamente porque hay situaciones en las cuales es obligatorio defenderse mediante la violencia.

De aquí que la justificación de la guerra o la “teoría de la guerra justa” hayan des-velado a tantas mentes ilustres a lo largo de los siglos. Desde las controversias que recuerda Tucídides en su Guerra del Peloponeso, pasando por Santo Tomás, el padre vittoria o Francisco Suárez en la escolástica, por Grotio o por Pufendorf al despuntar la modernidad, por Kant o por Carl Schmitt en tiempos más recientes, hasta la obra monumental de Michael Walzer en las últimas décadas, la cuestión del Jus ad bellum – de quién y cuándo tiene derecho de hacer la guerra- ha sido tan apremiante o más que la cuestión del Jus in bello – de que no todo se vale en medio de la guerra.

verdad es que el lenguaje ha cambiado y que hoy por hoy no se habla de si una guerra es “justa”, sino más bien de si era “inevitable”. Los anglosajones suelen distinguir entre guerras “de necesidad” y guerras “de elección” y arguyen por ejemplo que el ataque de 2001 a Afganistán fue una guerra de necesidad para Estados Unidos mien-tras que la invasión de Iraq en 2002 fue una guerra de elección. Este lenguaje suena algo más neutro o algo más empírico que el de la guerra justa con su connotación de juicio normativo. Pero aunque cabe argüir que hay algunas diferencias, en realidad y en el fondo viene a dar lo mismo: las guerras de necesidad son guerras justas, y las guerras de elección son guerras injustas.

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En el terreno internacional hay un criterio muy bien establecido: las agresiones de un Estado a otro son injustas y solamente se justifica la guerra defensiva. El Estado que sufre un ataque militar adquiere el jus ad bello y otros Estados pueden ayudarlo en ejercer esa legítima defensa. Todas las otras guerras son injustas y esto excluye sin duda y por ejemplo, la famosa noción de “guerra preventiva” que el gobierno de Bush trató de revivir recientemente.

Claro está que se puede discutir sobre qué exactamente constituye un “ataque mili-tar” o sobre cuándo exactamente se ha producido ese ataque: ¿con el primer disparo? ¿al cruzar la frontera? ¿al concentrar tropas para un ataque “inminente”?...Y advierto que un margen de interpretación y discusión similar existe para las condiciones que justificarían, no ya una guerra internacional, sin un conflicto interno como el de Co-lombia, condiciones que paso a examinar en lo que sigue.

Una guerra injusta

¿Cuándo entonces se justifica la guerra interna? ¿Cuándo es justa una guerra civil o cuando es justo alzarse en armas contra el gobierno existente? La respuesta de la ética clásica, en la famosa obra de Juan de Mariana, por ejemplo, es la idea del tiranicidio, de que el pueblo o los súbditos pueden rebelarse y apelar a la violencia cuando estén ante una dictadura “insoportable”. A partir de esta tesis seminal, y en el proceso de precisar qué significa el que la dictadura sea “insoportable”, fue emer-giendo una teoría que hoy por hoy es materia de muy amplio consenso y según la cual se necesita cuatro condiciones para que una guerra interna sea justa:

La primera condición es la nobleza de la causa. Los insurgentes deben tener un pro-pósito elevado o altruista, deben buscar una sociedad mejor o, para abreviar, digamos que deben tener un genuino proyecto político. Para efectos de esta presentación, convengamos que las actuales guerrillas colombianas sí nacieron con un proyecto político y sí mantienen su proyecto político.

La segunda condición es que ese grupo insurgente tenga la legitimidad, que efecti-vamente represente y que sea reconocido como un representante legítimo de aque-llos que pretende defender. Y aunque tanto las FARC como el ELN tengan algunas bases sociales, esto claramente no es cierto en el caso de las guerrillas colom-bianas. No representan, ni tienen la legitimidad, ni la legitimación de la inmensa mayoría de los colombianos que son víctimas de la injusticia de la situación que la guerrilla pretende defender.

La tercera condición es que la guerra sea el último recurso. Sobre esto hay una gran discusión en la filosofía ética, pues para nada es claro cuándo se han agotado los medios alternativos, o hasta donde la guerra se ha vuelto “inevitable”. Pero para sim-

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plificar esta presentación, yo afirmaría que en Colombia la existencia de la guerrilla no es el último recurso para impulsar proyectos políticos.

Incluso podría opinarse que la guerrilla como autodefensa campesina se justificó en tanto ella fue la respuesta “inevitable” a los ataques armados contra los colonos campesinos de la época, pero no se justificó -ni se justifica- como un medio para transformar la política, para tomarse el poder y ejecutar las reformas sociales. Por recortada que sea la democracia colombiana y por difícil que sea la lucha política, no es válido afirmar que vivimos bajo una dictadura insoportable.

Más todavía, la existencia de la guerrilla ha sido el pretexto para impedir en Colombia las luchas populares. Lejos de ser un factor de transformación y de facilitación de la lucha social, la existencia de una guerrilla armada es el pretexto que se ha usado en Colombia para reprimir e impedir la expresión pacífica de los conflictos sociales y las luchas populares.

Y la cuarta condición es que la insurgencia tenga alguna expectativa razonable de triunfo. Este punto merece subrayarse: no es ético lanzarse a la acción armada si no existe alguna posibilidad razonable de ganar. ¿Por qué? Sencillamente porque la gue-rra es demasiado brutal. Y creo yo que ninguna persona en sus cabales piense que el triunfo militar de las FARC o el ELN sean posibles en Colombia.

Incluso los propios jefes guerrilleros admiten a veces que el objetivo de su lucha ya no es tomarse el poder, sino lograr algunas reformas. Pero esto tiene muy poco sentido, porque lograr esas reformas desde fuera del poder precisamente implicaría negociacio-nes de paz donde el Estado o el gobierno se comprometan y se encarguen de llevarlas a la práctica. Una vez que la insurgencia ha renunciado a la toma del poder no le queda sino un camino coherente y es el camino de la paz. Pero en Colombia me temo que esta verdad de bulto no se ha dicho con claridad suficiente ni con suficiente fuerza.

Dos añadiduras

Desde el punto de vista ético, concluyo pues que la guerra de Colombia no es una guerra justa. Pero además hay dos razones que en mi opinión dan aún más urgencia al impera-tivo moral que obliga a todos – a nosotros como ciudadanos, pero también y sobre todo a las autoridades y a los insurgentes – a levantarnos en contra de esta guerra injusta.

Primero, y brevemente, la extraordinaria complejidad de este conflicto interno arma-do. Esta no es solo la guerra de una guerrilla insurgente contra un Estado opresor o contra un Estado armado: son muchos conflictos revueltos lo que hay en Colombia. En el Informe “Callejón sin Salida” que tuve el privilegio de dirigir hace unos años, describimos el conflicto colombiano como un monstruo de ocho caras. En esta guerra

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se entremezclan y a menudo se confunden muy distintos actores, muchos intereses nobles y muchos otros innobles, muchas motivaciones mezquinas junto a otras altruis-tas, todos los cuales se concretan y expresan de maneras diversas y cambiantes en una gama bien amplia de conflictos locales. Distinto es el conflicto en tierras indíge-nas, en tierras de afro descendientes, en tierras campesinas; hay conflictos de nar-cotráfico, conflictos paramilitares, conflictos por la tierra…: hay muchos conflictos revueltos en esto que se llama el conflicto colombiano.

Un conflicto tan complejo pierde por ese solo hecho la justificación que pudiera bus-cársele a la luz de la teoría de la guerra justa o al de los conceptos clásicos sobre la guerra como continuación de la política o como disputa ideológica llevada al campo de las armas.

En segundo lugar – y esto no necesito demostrarlo- el conflicto armado colombiano es una guerra tremendamente degradada, es una guerra donde día tras día se violan casi todas las reglas del Derecho Internacional Humanitario. Son muchas más las víctimas civiles que los combatientes muertos o heridos, hay masacres, asesinatos o ejecuciones fuera de combate, guerra sucia y desproporcionalidad manifiesta en el uso y el tipo de las armas, para una crisis humanitaria que apenas se compara en gravedad con las del Sudán o la de Kosovo en su momento.

Guerra de perdedores

En síntesis el conflicto colombiano no tiene justificación en términos del jus ad bellum ni del jus in bello, es una guerra injusta en su existencia e injusta en su manera de conducirse. Es una guerra inmoral, y esta es razón bastante – de hecho es la única razón que de verdad obliga- a todos a exigir la paz y a luchar por la paz.

La salida negociada a este conflicto es una apuesta incondicionada, independiente-mente de las ideologías e independientemente de las circunstancias. Para volver al título de mi presentación, tan apremiante fue este imperativo ético bajo el gobierno de Uribe como lo es bajo el gobierno Santos, y por lo mismo hay que inferir que las “condiciones objetivas para la paz” estaban dadas y siguen estando dadas en Colom-bia: son los insurgentes y las autoridades quienes han faltado a sus deberes éticos.

Evoco aquí otro aserto del “Callejón sin Salida”: la guerra de Colombia es una guerra de perdedores. Perdedora la guerrilla, que en 47 años de existencia formal y de accio-nes violentas no está cerca de tomarse el poder, ni de lograr las reformas. Perdedores los paramilitares que por lo menos en 30 años de barbaridad no han sido capaces de acabar con la guerrilla. Perdedor el Estado, que no ha sido capaz de acabar la guerri-lla, de acabar con los paramilitares, de negociar la paz, ni de eliminar las raíces del conflicto armado.

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Perdedoras, sobre todo, las víctimas. Esta es una guerra sin esperanza, sin dignidad, sin ningún carácter que la pueda redimir, es una guerra a la cual hay que decirle no y hay que decírselo siempre.

Guerra ilegal

Rápidamente añado que además de inmoral, la guerra colombiana es ilegal. Parece que a nadie le importa, pero inclusive – o especialmente- en este país santanderista, debería importarles a los gobernantes, a los congresistas y a las altas cortes, tan avanzadas en sus jurisprudencias, como también habría de importarles a las guerrillas o hasta a los paramilitares en tanto dicen tener un proyecto político o en tanto aspiran a tener recibo en la comunidad internacional.

No voy a remontarme aquí a la doctrina Brian, según la cual la guerra entre naciones es de por sí ilegal, y a los tratados Brian-Kellog de 1928, donde por eso los Estados principales del mundo renunciaron “para siempre” a hacer la guerra. Tampoco abun-daré sobre los alcances de los artículos 4 y 33 de la Carta de Naciones Unidas- un tratado internacional obligatorio para los firmantes- según los cuales: “Los Miembros de la Organización… se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado” (art. 2, párrafo 4), y además “ Las partes en una controversia cuya continuación sea suscep-tible de poner en peligro el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales tratarán de buscarle solución, ante todo, mediante la negociación, la investigación, la mediación, la conciliación, el arbitraje, el arreglo judicial, el recurso a organismos o acuerdos regionales u otros medios pacíficos de su elección” (art. 33).

Esto en lo que hace a la guerra entre naciones. Y en relación con el conflicto inter-no, no aludiré a los Convenios de Ginebra sino a la propia Constitución colombiana, porque sucede que es la única constitución del mundo donde sepa yo que se haya consignado el derecho y el deber de la paz: escueta pero inequívocamente dice el artículo 22 que “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. La figura inclusive me parece un poco exótica, porque alguien podría argüir que la paz es la razón de ser del Estado y la razón de ser de las constituciones, de suerte que sobraría o habría redundancia en declarar que la paz es un derecho. Pero está escrito, y doctores tiene la Patria para que le den algún contenido o algún desarrollo explícito a ese hermoso mandato. Un mandato que además se especifica en el inciso sexto del artículo 95 de la Carta: “Son deberes del ciudadano y de la persona…. (6) Propender por la búsqueda y el sostenimiento de la paz”.

El que tenga ojos para leer…En Colombia el mandato de la paz no es opcional, es una obligación del Estado y de los ciudadanos, porque la paz según las leyes es un derecho fundamental.

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El argumento estratégico

Otras presentaciones en este foro se ocuparan de mirar con cuidado la coyuntura de la guerra y los cambios que se hayan registrado en la llamada correlación de fuerzas.

Para volver a mi ángulo de enfoque, diría que un actor “racional” debe buscar la salida negociada cuando se alejan las posibilidades de triunfo militar o cuando tiene menos qué ganar con proseguir la guerra. Pues bien, “de Uribe a Santos” creo que el cambio ha sido claro: las guerrillas están ahora bastante más lejos de una victoria militar y el Estado tiene menos necesidad de concentrarse en ganar esta guerra.

Si uno compara la situación, no ya con Rusia en 1917 ni con Cuba en el 59 sino, di-gamos, con Nicaragua o Salvador en los ochentas, es evidente que ni las FARC ni el ELN han estado cerca de derrocar al gobierno colombiano en ningún momento de su muy larga historia. Y esta posibilidad a todas luces se hizo más remota bajo los ocho años del gobierno de Uribe. Por los medios legítimos y por los ilegítimos, con apoyos cruciales de Estados Unidos y con alianzas oscuras o transparentes, la Seguridad Democrática cambió de manera irreversible el curso de la guerra. Como bien dicen distintos analistas, hoy la guerrilla en Colombia está estratégicamente derrotada.

A cada día que pasa, los jefes guerrilleros tendrían más razones – si fueran “raciona-les”- para tomar la decisión de negociar la paz que, como dije, es la única condición que se sabe necesaria para lograr la paz. El Secretariado y el Estado Mayor de las FARC, el Comando Central del ELN deberían aceptar que cada vez su guerra es menos sostenible estratégica y éticamente, y deberían sentir cada vez más la necesidad, la presión y la disposición de una salida armada, a una salida negociada.

La duda entonces recaería más sobre el gobierno, sobre si un Estado “racional” tiene más o por el contrario tiene menos “razones objetivas” para optar por la vía negativa.

Para mí, lo repito, lo “racional” sería negociar, y mi argumento es simple: los costos de un guerra interna no recaen apenas sobre el enemigo sino sobre la población que el Estado tiene el deber y el interés de defender; a medida que la amenaza subversiva disminuye, la relación beneficio- costo para el Estado va decayendo y cada día que pasa la negociación se vuelve más “racional”.

Esto es más cierto todavía cuando no es razonable anticipar que el enemigo va a ser completamente aniquilado, o cuando aniquilarlo implicaría costos manifiestamente desproporcionados. Que es, creo yo, la situación exacta del conflicto colombiano. Más allá de la euforia -y de la propaganda- diríamos que la guerra, incluso desde antes de concluir el gobierno Uribe, ha entrado y se mantiene en una especie de “equilibrio de bajo nivel”. Con el ascenso militar y los golpes de las FARC durante los años 90, tal vez nos acercamos a una guerra de posiciones o a un ejército que dominaba y

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defendía territorios contra las Fuerzas Armadas de Colombia. Pero con la Seguridad Democrática y el Plan Patriota, aquel “ejército” dejó de existir y las FARC volvieron a ser una guerrilla.

Una guerrilla no confronta al enemigo en operaciones regulares, sino que emplea la emboscada, el asalto rápido y el desaparecer cuando el Ejército la persigue. Dadas la geografía y la historia de Colombia, unas guerrillas así se pueden mantener por mu-cho tiempo. Los, digamos, 8 mil efectivos que aún conservan las FARC (según cuentas más o menos confiables) son una fuerza sencillamente enorme, o en todo caso una fuerza difícil de aniquilar mientras actúe como actúa una guerrilla -y el ELN, que fue derrotado desde hace mucho tiempo, es otra prueba al canto en este punto-. Más todavía cuando la de hoy es una guerra más y más costosa, una guerra por aire, una guerra de alta inteligencia, una guerra en las condiciones selváticas de Colombia.

Desde el punto de vista estratégico, creo entonces que una guerrilla “racional” y –también- que un gobierno “racional” estarían buscando la salida negociada. Hace poco lo dijo el propio Comandante General del Ejército: “A ningún general se le oculta que esta guerra va a terminar en una salida negociada”. Y si va a terminar de esta manera, es un absurdo proseguir la guerra, porque el Comandante en persona está admitiendo que todas las muertes desde ahora hasta el momento de sentarse a la mesa habrán sido muertes completamente inútiles.

vuelvo a decirlo porque es importante: tanto los jefes de la insurgencia como los altos mandos militares del Estado reconocen que proseguir la guerra no tiene sentido – los unos porque admiten que no podrán triunfar y los otros porque admiten que acabarán negociando. Si fueran “racionales”, yo diría que hace días deberían estar negociando.

Santos y Uribe

Creo no estar pensando con el deseo cuando añado que el presidente Santos así lo ha entendido, y que por eso reabrió discretamente pero claramente la vía de las negocia-ciones. Lo hizo en el discurso mismo de su posesión: “La puerta del diálogo no está cerrada con llave”; y lo reiteró el día de ayer, de manera menos tímida: “Si me acusan de querer la paz, me declaro culpable”.

Estoy tentado de decir que la diferencia de fondo entre Santos y Uribe consiste en que Uribe no es muy racional, pero me limitaré a consignar el hecho conocido de que la oposición más tajante a reabrir la vía negociada proviene del ex presidente Álvaro Uribe y de la fuerzas sociales y políticas que encuentran en él a su mejor vocero.

Mejoro el argumento con otras dos simplificaciones. Primera: la oposición al gobierno de la Unidad Nacional no viene de la izquierda sino de Álvaro Uribe. Segunda: el mo-

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tivo principal de esta oposición es el temor de que Santos le apueste eventualmente a una salida negociada.

• El descalabro del Polo y el regreso del Partido Liberal al seno del oficialismo significan que Santos está gobernando con una mayoría parlamentaria supe-rior a la que tuvo Uribe. La oposición efectiva ha provenido de las toldas uri-bistas, de manera soterrada en un comienzo, y en forma más abierta cada día.

• Prácticamente todas las críticas del ex presidente Uribe al presidente Santos se han referido al manejo del conflicto interno, y específicamente a las inicia-tivas del nuevo gobierno que den alguna señal de “ablandamiento” en relación con la salida militar. Las denuncias de los sectores uribistas sobre el supuesto deterioro de la seguridad en campos y ciudades, la defensa cerrada del fuero y de los militares acusados o juzgados, el descontento ante la reconciliación con Chávez, las glosas a los proyectos de ley de tierras y de víctimas han sido y son, en efecto, los floreros de Llorente entre Santos y Uribe.

visto de esta manera, tendría que concluir que la cuestión de una salida negociada no sólo no está ausente de la agenda del “establecimiento” sino que hoy por hoy es el tema capital de su debate interno, y es el centro no mentado de la vida política en Colombia.

¿Terrorismo o conflicto interno?

La expresión más palpable del desencuentro entre Uribe y Santos se dio a propósito de un asunto que parece trivial o “puramente semántico”: ¿estamos ante un “conflic-to armado interno” o ante una democracia atacada por el “narco terrorismo”?

La pelea comenzó en forma inocente. En Colombia hay muchas formas o fuentes de violencia, y había que precisar quiénes tendrían derecho a recibir los beneficios de una Ley de víctimas. Pues alguien con sentido común propuso estipular que se trataba de las víctimas del conflicto armado, porque de otra manera el Estado se habría visto obligado a indemnizar a las víctimas de todos los delitos (homicidios corrientes, robos o estafas ordinarias…).

Pero la admisión de un “conflicto interno” para propósitos de la Ley de víctimas des-pertó las iras del ex presidente Uribe y de los sectores que él representa. Durante ocho años habíamos vivido bajo el dogma de que aquí no existe “conflicto interno”, sino unos terroristas empeñados en destruir la Patria. Esta tesis era la base misma de la Seguridad Democrática, y por eso cuando el presidente Santos dijo alegremente que “hace rato tenemos un conflicto armado” se estaba postulando como jefe del anti-uribismo.

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De cara a este debate nos importa aclarar dos cosas diferentes. La primera es cuáles son las consecuencias de cada teoría. Y la segunda es quién tiene la razón.

Las consecuencias están muy lejos de ser “semánticas” apenas. Para decirlo de modo resumido, si en Colombia no hay “conflicto armado interno” sino “terrorismo”, habría que aceptar tres conclusiones de gran envergadura:

• Primera, que las acciones armadas no se rigen por el jus in bello o que no están sujetas al Derecho Internacional Humanitario. En cuanto hace a Colombia, la pieza central del DIH es el Protocolo II adicional a los Convenios de Ginebra, sobre “Protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter inter-nacional”. Pues si aquí no hay “conflicto armado sin carácter internacional”, no hay para qué DIH, ni hay para qué aclarar en una Ley de víctimas de qué es que fueron víctimas las víctimas.

• Segunda, que el remedio depende de acciones militares pero no de reformas y ni siquiera de programas sociales. Pensar en las reformas o en mejorías para la población implicaría admitir que de algún modo existe relación causal entre la lucha armada y los problemas de la gente, o sea que el “conflicto” sí tiene algún motivo, o que los “terroristas” no son apenas criminales, es decir que son algo más que “terroristas”.

• Tercera y sobre todo, que no hay ningún lugar para la negociación, sencilla y llanamente porque con terroristas no se puede negociar. Terrorismo es lo que hacen grupúsculos radicales (tipo Al Qaeda o ETA) que carecen de fuerza de combate y por eso recurren a los atentados: Usan el miedo (“terror”) preci-samente porque no tienen otra arma. Y la manera obvia de derrotarlos es no ceder al miedo vale decir, no dialogar ni negociar jamás con ellos.

Esta tercera consecuencia es la que de veras obsesiona al uribismo “duro”: Cuando repiten con tanta vehemencia que en Colombia no existe conflicto armado interno lo que realmente quieren decir es que bajo ninguna circunstancia y de ninguna manera se puede negociar con las guerrillas.

Pero también a la inversa: cuando el presidente Santos dice que sí hay conflicto inter-no está diciendo que si debe respetarse el DIH, que sí se necesitan las reformas y en todo caso que sí es posible negociar con las guerrillas.

En un debate político como éste no cuenta en realidad quién tenga la razón, sino quién tenga el poder para imponer su tesis. Pero en este foro académico no puedo concluir sin decir nada sobre si existe o no conflicto armado en Colombia.

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Sí hay conflicto

La guerra es demasiado seria para jugar con ella o con sus nombres. Por eso la discu-sión entre el presidente Santos y el ex presidente Uribe debería comenzar por aclarar-nos qué entienden ellos por “conflicto interno”, y qué por “terroristas”, o “bandidos”, o como quieran llamar a las guerrillas.

Yo me atengo a la definición oficial de los Convenios de Ginebra que Colombia suscri-bió, según los cuales son conflictos internos los que “se desarrollen en el territorio de un Estado entre sus fuerzas armadas y fuerzas armadas disidentes o grupos armados organizados que, bajo la dirección de un mando responsable, ejerzan sobre una parte de dicho territorio un control tal que les permita realizar operaciones militares soste-nidas y concertadas y aplicar el Derecho Internacional Humanitario”.

Pues bien: es claro que en Colombia (a) existe una confrontación armada entre el Estado y fuerzas insurgentes, (b) que estas fuerzas actúan bajo un mando unificado (el Secretariado de las FARC, el Comando Central del ELN), (c) que realizan operaciones militares permanentes y concertadas, y (d) que pueden violar (violan de hecho) el DIH, siendo así que deberían aplicarlo.

El único argumento que Álvaro Uribe podría invocar en defensa de su tesis de que “no hay conflicto interno” sería pues la duda de si la guerrilla ejerce o no “control” sobre una parte del territorio nacional, porque de hecho no existe ningún rincón de Colombia donde las guerrillas puedan impedir, salvo por poco tiempo, el ingreso de las Fuerzas Armadas. Pero otros analistas sostendríamos que este no es el punto, porque las FARC (y en su propia medida, el ELN) sí tienen el “control” territorial suficiente para montar operaciones sostenidas y para violar los derechos de los habitantes del lugar que el DIH pretende proteger.

Estatus de beligerancia

Y en todo caso, el argumento del ex presidente Uribe es muy distinto. A él no le preocu-pan esos “tecnicismos”, sino las consecuencias de admitir que haya conflicto interno.

Le preocupa que Santos entreabra la puerta de la negociación. Pero decirlo así sería afirmar que uno está en contra de la paz, sería estrellarse contra el sentido común de los votantes en cualquier país del mundo, y más aún en Colombia donde la opinión vive tan sumamente confundida. Por eso en vez de su miedo cerval a la negociación, apela a un argumento que parece de estadista. El problema consiste, según él, que admitir la existencia de un conflicto interno implicaría “aceptar a los terroristas como actores políticos, abrir la puerta para que ellos pidan a terceros países el reconoci-miento de la Beligerancia o abran oficinas allí como en el pasado”.

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El “estatus de beligerancia” es una figura vieja y ya en desuso del derecho interna-cional, que algunos gobiernos caballerosos declaraban para ahorrase el trabajo de esconder su apoyo a una insurgencia que ellos creían o que querían hacer ver como caballerosa. Así lo hacían hace más de un siglo los presidentes latinoamericanos con sus copartidarios alzados en armas del país vecino, así lo hicieron varios Estados africanos en las complejas guerras étnicas donde eran juez y parte, o así lo hicieron Panamá y México con el Frente Sandinista en El Salvador.

Así lo pidió incluso el presidente Chávez en un discurso de enero de 2008. Pero, al re-vés de lo que dice Uribe, este quizás ha sido el gesto más caballeroso del mandatario venezolano en relación con el conflicto colombiano. Sus palabras fueron:

“Darle beligerancia (a las FARC) es un paso (...). Sería un primer paso para bien. Esta decisión sólo depende del gobierno de aquel país, no depende de otro Gobierno...Para que una fuerza insurgente sea beligerante, sea reconocida, no debe usar, por ejemplo, el secuestro como arma de lucha, debe renunciar al secuestro, a los actos terroristas contra la población civil” (énfasis añadidos).

Y es porque Chávez no necesitaba pedir o no pedir Beligerancia para hacer lo que ha hecho o lo que dicen que ha hecho en recibir emisarios, entregarles armas o brindarle otras ayudas a las FARC. Este tipo de cosas - y otras más, como despachar tropas, instaurar embargos o montar atentados contra el gobierno existente- han sido y son el pan de cada día en la política exterior de Estados Unidos y de las varias potencias europeas, sin decir para nada que sus aliados dentro de ese país sean “beligerantes”.

En todo caso no es cierto que admitir la existencia del conflicto armado abra la puerta para la intervención de terceros países: a renglón seguido de la definición que trans-cribía más arriba, el Convenio de Ginebra dice que la existencia del conflicto interno “no podrá invocarse como justificación para intervenir, directa o indirectamente, sea cual fuere la razón, en el conflicto armado o en los asuntos internos o externos del Estado en cuyo territorio tenga lugar ese conflicto”.

La posición de Uribe no tiene pues nada que ver con el derecho ni con los Tratados que obliga a Colombia. Tiene todo que ver con su decisión de impedir que el presidente Santos llegue a buscar una salida negociada.

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2.

EL CONFLICTO, LOS CAmBIOS DE GOBIERNO Y LAS INCERTIDUmBRES DE LA PAZRicardo García DuartePolitólogo y Abogado. Exrector de la Universidad Distrital Francisco José Caldas. Director del Instituto para la Peda-gogía, la Paz y el Conflicto Urbano - IPAZUD.

Introducción

Pensando en el conflicto interno – en el curso lastrado de sus violencias, en el desarrollo a trompicones de una nación que tal vez merezca para su guerra un destino que no sea simplemente el de eternizarse bajo un disfraz distinto, cada

vez más horripilante -; pensando en todo ello y en cómo los gobiernos pasan con huellas distintas aunque con el ánimo común de acabar con esa guerra sin realmente terminarla; no hay que dejar de constatar que después de la embestida, furiosa pero muy eficaz de Uribe vélez, el cambio de gobierno con la llegada en 2010 de Juan Manuel Santos a la Presidencia ha sido el paso que arrastró con unas continuidades básicas en el tratamiento directo que el Estado da al “enemigo”, pero también con ciertas rupturas en la forma de enfocar globalmente el problema en que dicho con-flicto está inscrito.

Las continuidades incluyen el poder de controlar dentro de ciertos límites el enfrenta-miento armado y, paradójicamente, su prolongación indefinida. Las rupturas, tal vez planteadas de manera oblicua e indirecta, recogen las posibilidades de una solución futura. Solución que por cierto sacaría provecho de las ventajas surgidas de la presión militar; pero solo si esta última termina enmarcada en un horizonte más amplio de arreglo político y social a un conflicto en el que intervienen fuerzas irreductibles, no importa si han sido el blanco de las ofensivas más arrolladoras del Estado.

De todos modos, la sustitución de un gobierno por otro hace parte de un cambio de piezas en un juego mucho más largo que el que supone la duración de cada unos de esos gobiernos; por obligación, más limitada que la dinámica autónoma bajo la que toma impulso el conflicto que ellos mismos deben enfrentar. Es decir, si se tiene en cuenta la fuerza y la conducta del enemigo, cuyo ritmo y cuya existencia sobrepasan con mucho la vigencia de una administración gubernamental. Lo cual no excluye por

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cierto una línea de continuidad por parte del Estado aunque con las variantes que imprime cada gobierno.

Un conflicto armado interno, por más irregular y asimétrico que sea, recoge elemen-tos estratégicos de larga duración; pero también decisiones políticas (como las del estadista) que buscan incidir sobre la suerte del enfrentamiento para acercar una negociación o profundizar el ataque.

Para unas guerrillas - como es el caso de las Farc -, su plan de largo alcance consiste en un continuo (aunque dispar) proceso de acumulación de fuerzas, que le permita en algún momento - bajo una guerra prolongada – llegar eventualmente a un equilibrio de fuerzas. Después pasará a una especie de “guerra civil”, o de liberación si interviene una potencia externa; para de ese modo pensar en una ofensiva estratégica o en algo parecido.

Por su parte, el Estado, en el juego que impone esa lógica de guerra prolongada, despliega su dispositivo militar bajo los términos de una ventaja estratégica para controlar, si no eliminar, al grupo subversivo.

De esta manera, los ciclos en las conductas estratégicas sobrepasan con mucho las acciones de cada gobierno, aunque estas últimas suponen acentos y matices, o ver-daderos giros, dentro de las líneas estratégicas generales.

En resumidas cuentas, una cosa son los procesos de orden estratégico en el desen-volvimiento del conflicto armado y muy otra las orientaciones particulares de cada gobierno, las que deben explicarse justamente en función del ritmo, la duración y los cambios que experimenta el desenvolvimiento propio del conflicto.

Por supuesto, los acentos, los matices o los giros que imprima cada gobierno tienen que ver con las alteraciones de cardiograma experimentadas por la correlación de fuerzas, entre las guerrillas y el Estado. Y en consecuencia con los períodos tácticos que queden definidos tanto por la fuerza que exhiba en su momento cada contendien-te como por el elemento subjetivo con el que éste interviene en la confrontación, y que se compone de voluntad, decisión e inteligencia de la situación. Es una combina-ción de la que dependen los errores y los aciertos, las ganancias o las pérdidas.

Dentro de ese trasegar en pos de la acumulación de fuerzas caben, integrados y su-cesivos, momentos como la implantación territorial, la creación de frentes o unidades guerrilleras, la formación de un “Ejército” y la movilización de grandes contingentes para ataques militares.

Desde la perspectiva del Estado caben, a su turno, la fijación de formas de contención con carácter defensivo pero también la realización de campañas ofensivas, a fin de desalojar territorialmente a los frentes guerrilleros y de desarticularlos.

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La historia de 47 años de las FARC ha pasado, valga la anotación, por periodos en los que ha prevalecido en cada caso, o bien, el sistema de autodefensas; o bien, un enrai-zamiento germinal en ciertos territorios, al unísono con los procesos de colonización en regiones como el Meta y el Caquetá, después de su desplazamiento desde el Tolima y el Huila. Así mismo, ha incluido desde hace treinta (30) años, el proyecto lanzado por su dirección de crear unas FARC – EP (o ejército guerrillero), que ganará en cobertura extensiva, implantación de retaguardias y movilización militar (Pécaut, 2008).

En medio de estos períodos se han alternado las ofensivas tácticas, traducidas en hostigamientos y ataques frontales, con los repliegues generalizados o parciales, sur-gidos como respuesta más o menos prolongada a las ofensivas militares del Estado. De un Estado, cuya solidez por cierto nunca ha sido puesta en jaque por una guerrilla que, por mucho que se haya extendido y por mucha potencia perturbadora que haya alcanzado, no ha dejado esencialmente de ser eso, una simple guerrilla, instituida en condiciones estructuralmente desventajosas desde el punto de vista estratégico.

No sobra advertir desde ahora que en ese vaivén alternativo de ofensivas tácticas y repliegues más o menos generalizados, la guerrilla – el jugador que reta – se ha apropiado sucesivamente de toda suerte de métodos de lucha, unos clásicos, otros abiertamente delincuenciales como el secuestro y la extorsión; y otros que encierran una anatomía política y militar, pero que no por ello dejan de ser inmorales y contra-rios a un estatuto humanitario, como lo es el terrorismo. Así mismo, el Estado, en sus derivas anti-éticas e ilegales ha exhibido con frecuencia conductas violatorias de los derechos humanos, una de cuyas ilustraciones más aberrantes ha estado constituida por los “falsos positivos”. (García, 2009)

En todo caso, el último periodo en la confrontación militar entre el Estado y la guerrilla se ha caracterizado por una enorme y generalizada ofensiva militar del Estado y sus Fuerzas Armadas, destinada a reducir a esta guerrilla y derrotarla. Se trata de una ofensiva gigantesca que obligó a las FARC a replegarse, que les redujo a la mitad sus efectivos; y que por otra parte ha involucrado a cuatro gobiernos; a saber, el de Andrés Pastrana, en su última parte, el de Juan Manuel Santos en su primera mitad y los de Álvaro Uribe vélez, quien le dio forma, además de proporcionar el discurso al esfuerzo del Estado. Se erigió así en la figura que más asociada quedó con el empeño en derro-tar a la guerrilla, aunque él fuera apenas un componente más, si bien muy importante, pero no el todo en la ofensiva que ha caracterizado al conflicto en su última etapa.

Diez años después, la ofensiva militar del Estado plantea el problema de si ella será suficiente para la solución definitiva de un conflicto armado, cuyos desarrollos nega-tivos han afectado la suerte de por lo menos tres generaciones de colombianos. O, si por el contrario, ella misma – la ofensiva del Estado – llevada a sus límites, ofrece paradójicamente con sus éxitos el agotamiento de una salida militar que, aunque có-moda y ventajosa, deja sin resolver el conflicto, no solo como enfrentamiento actual

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y material, con unos agentes subversivos que lejos de desaparecer se mantienen perturbadoramente vigentes sino, sobre todo, como problema que se vincula con una conflictividad de fondo, en la que se ponen de manifiesto graves taras pertenecientes a ciertas formas perversas del desarrollo social.

En otros términos, el asunto podría plantearse del siguiente modo: hay dos líneas de procesos sociales y políticos en su duración y en la definición de los comportamientos. Una es la de los períodos en la confrontación entre el Estado y la guerrilla. La otra es la de las acciones particulares de cada gobierno. En la primera ha habido una ofensiva general del Estado durante los últimos 10 años. En la segunda, se presenta un cambio de gobierno de Uribe a Santos. Sucede que en la primera pueden haberse presentado momentos de saturación, quizá de agotamiento (Melo, 2009); lo que de ningún modo excluye la reiteración de golpes por el Estado. En la segunda línea del proceso social y político, se presenta el ya mencionado cambio de gobierno. Este cambio podría estar incorporando modificaciones de conducta dentro del Estado en otros campos como el del tema agrario y el de las víctimas con repercusiones indirectas en el conflicto.

O sea que habría una coyuntura nueva por la coincidencia de dos “momentos” en la con-ducta de los actores en el desarrollo del conflicto, aparentemente favorable a un camino más integral (y no solo militar) en la solución de aquel. Como si las órbitas de dos astros se cruzaran en algún punto favorable a la liberación de nuevas energías revitalizadoras.

La cuestión que se plantea entonces es si el agotamiento (aparente al menos) de la solución militar, precisamente cuando esta fue más intensa; y el cambio de gobierno que dejó atrás al que más comprometido ideológica y personalmente estaba con esa solución, podría dar paso a una salida política y definitiva bajo la batuta del nuevo gobierno, así sea en su segunda versión si resultare reelegido.

Esta es desde luego una posibilidad que, más allá de las intenciones que abriguen algu-nos observadores siempre optimistas, debería contar con una nueva percepción estra-tégica tanto de parte de las élites dirigentes del país sobre el potencial del reformismo social para el desarrollo, como de parte de las contra-élites guerrilleras, acerca del po-tencial que encierra la democracia y la confrontación legal en la lucha por el poder.

Se trata de condiciones que conducen por ahora a dos vacíos estratégicos, simétricos entre ellos. Uno es el que anida en el centro de la concepción de las élites, las cuales siempre han desconfiado de las reformas sociales profundas; mientras que el otro brota en el centro de las conductas de los guerrilleros, los cuales no creen en las virtudes de la democracia política. Son dos fallas estructurales que residen en los res-pectivos modelos de sociedad, enfrentados a través de sus agentes. Y que por cierto han constituido siempre unos obstáculos insalvables para la paz duradera, por más que se hayan ensayado ilusorios e inciertos acercamientos; a la postre mentirosos ellos, o cuando menos inalcanzables.

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I. La Ofensiva del Estado

En el año 2002 el fallido intento de conversaciones con las FARC en El Caguán ya es-taba agotado. Lo que mal comenzó, mal terminaba, como lo diría cualquier personaje de Shakespeare. Había empezado con la silla vacía de Tirofijo y terminaba con la vo-cinglería de todo el peregrinaje que en aquellos parajes se dio cita, sin que tuviera el soporte de una confianza cimentada entre las dos partes del problema, el gobierno y el grupo armado. El puntillazo final lo daban las propias FARC, con la provocadora ac-ción de secuestrar en un vuelo comercial, del circuito regional, a un parlamentario del Huila, el liberal Gechem Turbay. Al gobierno de Andrés Pastrana, que comprometido con los acercamientos había desmilitarizado 42.000 Km de territorios selváticos para los encuentros, no le quedaba más remedio que dar por terminada la para entonces vana empresa. Y ordenar la ocupación militar de la zona, sin el beneficio ya de rever-sar la delicuescente imagen de ingenuo.

Semanas antes, a los ojos de todos los visitantes, Alfonso Cano uno de los coman-dantes guerrilleros había salido de la zona para emprender su marcha hacia los con-fines de la Cordillera Central, con la pretensión de hacerse fuerte en sus cumbres y valles en el sur- occidente del Tolima. Su propósito no era otro que el de consolidar el Bloque Central, señal inequívoca de que no creía para nada en el buen destino de las negociaciones. Tal vez no creía en él y tampoco lo quería. Incluso, parecía sentirse uncido al carro de una fuerza superior, la que le imponían los hados de la guerra. Ya no podría echar marcha atrás, le confesó a su hermano, según reveló este a un medio de comunicación, como si se tratara de un personaje trágico.

Para entonces, las FARC se sentían particularmente potentes y es muy probable que tuvieran la doble convicción de que aun podrían crecer con las armas, cuando el Es-tado no iba a darles lo que ellas pretendían en materia de transformaciones sociales y de trozos de poder.

Al fin de cuentas, en los diez años anteriores (Pécaut, 2008), el grupo subversivo había experimentado tal vez el robustecimiento material y la extensión por los dominios te-rritoriales más grandes de su historia. Al promediar dicha década (los años que van de 1992 a 2002) sus contingentes habían mostrado además un fortalecimiento relevante en el campo operativo, con la serie de ataques que ejecutó entre 1996 y 1998, expre-sión de una mayor capacidad ofensiva, incomparable con cualquier momento de sus treinta años anteriores. (Pécaut, 2008). Así mismo, habían hecho gala de retaguardias más solventemente establecidas en las selvas del Sur, algo que se ponía de presente con su nueva condición de guerrilla – carcelera. Había dejado de ser un movimiento de guerrillas confundido con los colonos y campesinos para consolidarse como un aparato de guerra que se bastaba a sí. Su lógica de existencia la refería a él mismo más que a una representación popular, la cual quedaba diluida en su propia práctica (García, 2001, p. 20).

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No descuidaba ciertamente la articulación con lo social y lo económico, pero ya no tanto como una razón histórica y democrática en el proceso de su constitución como sujeto que aspira a representar la reivindicación del mundo rural. Aparecía más bien como el agente de un ejercicio puramente funcional destinado a apropiarse de prác-ticas como el control territorial, el reclutamiento de nuevos efectivos y la recolección de recursos en los múltiples entronques con la economía ilegal, particularmente la del narcotráfico.

La lógica del aparato militar se imponía sobre las exigencias de la representación popu-lar; esta última componente esencial en la constitución de una contra-élite, que aspira a convertirse en sujeto alternativo para alguna transformación histórica (Medina, 2009).

Por otra parte, la escalada operacional conseguida durante los años 90, se vería ahora complementada con un mayor reclutamiento de efectivos, a partir paradójicamente de la visibilidad como centro de poder, que le prodigaba El Caguán, y de la mayor libertad de maniobra que recababa de la desmilitarización de la zona.

Su ascenso militar y su manifiesta capacidad de interlocución con el gobierno, quizá pesaron mal en su nula inclinación para entrar en una “ruta” de negociaciones defi-nitivas, mientras esperaba más bien un alza mayor de sus acciones. Seguramente, esperaba encumbrarse hasta otro escalón, mediante la consolidación de un Ejército y la capacidad para sostener batallas duraderas: La realidad, sin embargo, era que por más ventajas tácticas que pusiera en la bolsa de sus utilidades, estas quedaban inmodificadas por sus desventajas fundamentales frente al Estado y a la Sociedad civil, en el orden estratégico.

No fueron solo los comandantes guerrilleros, de camuflado y fusil, los que soñaban con un crecimiento estratégico de las FARC para equilibrar a las Fuerzas del Estado. Así lo creían (casi lo querían) algunos de los observadores de oficio pertenecientes a distintos horizontes del espectro ideológico, quienes imaginaban con desatino a una nube de guerrilleros en pleno despliegue de una guerra sostenida de movimientos, con posibilidades de vencer a las Fuerzas Armadas, sin tener en cuenta que la organi-zación central del poder está asentada en un Estado más o menos legitimado; que la práctica consuetudinaria de la democracia electoral y la difusión de la sociedad civil urbana en forma de clases medias, eran factores que ofrecían una especie de dique insalvable – de límite infranqueable – contra los cambios estratégicos, susceptibles de hacer estallar una guerra civil; según algunos, ya en curso por aquellos días.

Si durante los días de El Caguán, remate de un ciclo de 6 o 7 años, las FARC habían conseguido redondear sus efectivos armados en una cifra sorprendentemente cer-cana a los 20.000 hombres; y si habían logrado multiplicar sus frentes de comba-te en una cifra mayor a los 60, distribuidos por muy diversas zonas de la geografía nacional, - agrupados en por lo menos 6 bloques de coordinación -; y si este grupo

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guerrillero había aprovechado el espacio de “cooperación” precaria que suponían las conversaciones no acompañadas de tregua militar; el Estado por su parte tampoco desaprovechó las circunstancias. Es cierto que este último dio la impresión de que se comprometía más allá de los límites razonables en favor de un acuerdo de paz, com-pletamente elusivo y sembrado de trampas; -minado además por los sortilegios de ilusión, que brotan al calor de las solas palabras, sin el respaldo de hechos materiales que robustecieran la cooperación, en vez de la confrontación-. Nada le impidió sin embargo emprender también el camino de su fortalecimiento militar.

En efecto, en los cuarteles generales del Estado, el gobierno de Andrés Pastrana utilizó el tiempo que correspondió a la parte final de este proceso para modificar sustancialmente el dispositivo de las fuerzas oficiales.

El presidente, con su Ministro de Defensa, procedió a una modernización intensa de las Fuerzas Armadas. Se aplicó por otra parte a conseguir con los Estados Unidos el establecimiento del Plan Colombia, ayuda militar y política de parte de la gran potencia global, para la lucha contra el narcotráfico y contra la subversión interna. Se trataba de un respaldo externo de poco más de 800 millones de dólares anuales, la mayor parte consagrada a la llamada cooperación militar directa, algo que de paso convertía al país en el tercer receptor más grande de este tipo de ayuda, después de nada menos que Israel y Egipto, países ubicados en una zona de alta explosividad, con alcances globales.

Con este programa de modernización militar y de apoyo financiero internacional, el Estado inició un inusitado incremento en la potencia de las Fuerzas Armadas para hacerle frente a una guerrilla en ascenso, operacional y territorialmente hablando.

Terminado el gobierno de Andrés Pastrana, no sin antes conseguir, que las FARC fueran calificados como grupo de terroristas por Estados Unidos y por Europa; Álvaro Uribe vélez, el nuevo presidente a partir del 2002 reorganizó la seguridad interna en lo que se refiere al conflicto interno en términos del discurso, del objetivo estratégico, de la coordinación de fuerzas, del músculo financiero y del aliento ideológico. Fueron factores que integró vigorosamente en lo que él mismo denominó la “Seguridad Democrática”; formulación con pretensiones de doctrina militar y política, bajo la que se iba a cen-tralizar la acción del Estado en función de la derrota de una guerrilla de orientación comunista, de tradición campesina, pero ya convertida en un aparato militar autónomo. Que incorporaba prácticas terroristas; con una implantación territorial considerable; y con capacidad de fuego masivo, aunque coyuntural y no permanente. Pero en todo caso con un alto potencial de perturbación y de ataque contra las fuerzas del Estado, contra la sociedad civil y contra la infraestructura del país. (Leal, 2006; Medellín, 2010; Ortega, 2011; Sánchez, 2007).

Fue un esfuerzo descomunal que, traducido en un plan estratégico ofensivo contra las FARC, se mantuvo sin desfallecimiento durante los 8 años en las dos administraciones

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de Uribe vélez. Y que ha sido prolongado al término de estas, bajo las mismas dimen-siones, al menos en el puro terreno militar, durante los dos primeros años del gobierno presidido por su sucesor Juan Manuel Santos.

Han sido pues, al menos, 11 años, los que se han sucedido en el nuevo plan de ofen-siva estratégica sostenida por el Estado. Un empeño nada despreciable en términos históricos, si se compara con la existencia del grupo armado; es decir con los 47 años en los que ha librado su infatigable pero feroz lucha, desde cuando fuera fundado. Lo cual quiere decir que la ofensiva general en la última etapa del conflicto ha repre-sentado poco menos que el 25% del tiempo que ha durado el enfrentamiento; casi la cuarta parte de su marcha en el tiempo.

Es un plan que ha envuelto un gasto financiero de incalculables proporciones si se su-man los compromisos presupuestales de cada año; el 6.5% del PIB; más la asistencia norteamericana, al comienzo 800 millones de dólares y luego 600. Ha entrañado además un agigantamiento de las Fuerzas Armadas, que se expresa sobre todo en el crecimiento en el número de efectivos; un crecimiento que en los últimos años ha alcanzado casi el 40%. Hace poco más de dos décadas, con el mismo conflicto enfrente, Colombia no disponía de un contingente real de militares y policías de más de 130.000 personas, lo que convertía al país en uno de los que disponía de unas Fuerzas Militares, de las más pequeñas en Suramérica. Durante la última década por el contrario los incrementos intensos en el número de tropas han llevado estos efectivos a subir a cerca de 450.000 individuos en condiciones de combate, sin que sea extraño que lleguen muy pronto a 500.000, lo que ha convertido a Colombia en uno de los países con las Fuerzas Armadas más grandes de América Latina (Grautoff & Chavarro, 2009).

A la par con estos incrementos humanos y materiales, la incorporación de avances tecnológicos de aplicación militar ha sido de tales proporciones que ha modificado la ecuación del potencial de ataque por parte de las Fuerzas Armadas. En efecto, se ha puesto en evidencia la utilización de un componente tecnológico de mayor peso en la contundencia del daño causado al enemigo, algo que se ha puesto de presente en el resultado demoledor del monitoreo y la detección del enemigo desde el aire; en el de las armas nocturnas y en la capacidad de fuego con la aviación de guerra; factores todos ellos que intervienen en un conflicto armado en el que el Estado ha de vérselas con un retador subversivo. Que es de carácter elusivo y se recoge en bolsones, dentro de los bosques selváticos y montañosos; siempre en campamentos muy perdidos en medio de la manigua; eso sí, sin el abandono de una movilidad cuasi-permanente.

II. Correlación de fuerzas y modificaciones estratégicas

Es notorio que los aumentos en el potencial a desplegar operativamente por el Esta-do y sus Fuerzas Armadas se inscribió en un plan de guerra más intenso que los del

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pasado, destinado si no a borrar del mapa a los contingentes subversivos, al menos a reducirlos a su mínima expresión, de modo de obligarlos a su rendición o a negociar en los solos términos de su vinculación a la vida civil. Es decir a que lo hicieran sin contraprestación alguna de carácter programático. En todo caso, a una derrota sus-tantiva, cualquiera fuese la forma que esta adoptase.

Una nueva convicción echaba raíces en un sector de las élites; ya no solo en el sen-tido de que era necesario infringirles una derrota a los grupos subversivos, sino de que ella era posible. Una convicción cuyo principal porta-estandarte iba a hacerse cargo de la presidencia, después de Andrés Pastrana y su inestable experiencia de El Caguán. Álvaro Uribe vélez, quien apoyado en el fracaso de tal experiencia y en su convencimiento claro, redondo y sin repliegues, sobre el hecho de que negociar con la guerrilla no solo era una pérdida de tiempo sino una demostrada debilidad en su favor, capitalizó rápida y sorprendentemente la desazón, la inconformidad; incluso, la indignación de la opinión pública y del mundo de las representaciones partidista frente al fallido intento de negociación con un grupo armado. Cuya conducta aparecía no solo desdeñosa frente a la tentativa del gobierno de entonces, sino criminalmente desafiante por su tozudez indefensable en prácticas como el secuestro.

Si el candidato Pastrana muy seguramente se sintonizó cuatro años antes con la ten-dencia de la opinión en favor de una negociación, Uribe en el 2002 recogió la cosecha del favor popular nacido de la frustración. De esa manera no solo capturó un caudal de votos suficiente para arrancarle el triunfo electoral a un partido muy establecido, el liberal, de cuyas filas provenía, sino además galvanizó un movimiento de la opinión hacia las soluciones de fuerza en el conflicto con las guerrillas. No solo consiguió galvanizarlo; también enderezarlo; cultivarlo y orientarlo, algo a lo que se va a consa-grar en los siguientes cuatro años de su gobierno. Orientarlo y radicalizarlo, hay que decirlo, con un discurso de combate sin tregua contra el “enemigo”. Pues de eso se trataba; de no dejar dudas sobre la esencia de enemigo del que está al frente. Esencia ésta que era afianzada con la propaganda sin pausa sobre su calidad de terrorista. Con todas las connotaciones que dicha calidad arrastraba en un contexto mundial de guerra de salvación contra la amenaza que se cernía sobre Occidente.

Lo hacía naturalmente no solo con el discurso bien impregnado de una ideología mi-sional de seguridad nacional. No solo con la retórica contra el bando de los malos des-de la orilla de los buenos; sino con el efecto de la demostración práctica. Reiterada de modo consistente, mediante acciones tácticamente eficaces por su visibilidad y por los resultados traducibles en retrocesos o neutralizaciones manifiestas en aquellas acciones guerrilleras que representaban ataques y daños de los que era víctima la sociedad civil. Una ilustración lo fueron las caravanas armadas de protección que por las carreteras promovió el gobierno nacional; también lo fue la casi total erradicación de los “pescas milagrosas” o los “retenes guerrilleros” o los asaltos a propiedades productivas o de recreo en las mismas inmediaciones de la capital de la República.

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Era un discurso ideológico en el que la seguridad era la condición de la democracia; y el combate contra el enemigo, la garantía de esa seguridad. Un discurso al que se sumaba la demostración de los efectos reales en ese combate; por lo que el nuevo gobierno no solo recogía el respaldo de la opinión y de los actores del mundillo político y partidista, sino que, sobre todo, él mismo creaba una atmósfera en la que la conciencia y el disposi-tivo de actitudes y respuestas por parte de los individuos se organizan ambos de un modo reflejo, en un orden de polarización contra un enemigo. El cual debería ser asumido como el peligro mayor para todos y no solo para algunos. Pero al que, con toda confianza, se podría vencer, si no hubiese vacilación alguna de parte del Estado y de la sociedad. Es decir, si de paso no intervenían los “amigos por la paz”, o los negociadores y facilitadores de acuerdos; en una palabra, si no se entrometían los contemporizadores con el mal; ex-ternos o internos, según la apreciación maniquea que circula en ese tipo de perspectivas.

Con esta atmósfera vidriosa; con esa polarización (que cohesiona y moviliza negati-vamente), propia de una guerra interna, en la que paradójicamente se mezcla otro in-grediente, el del silencio lingüístico, un vaciamiento ideológico que hace desaparecer artificialmente la existencia del conflicto armado; especie de negacionismo que a un pase de magia deja sin su ser al conflicto y al actor que lo agencia. Claro: a los ojos de un público ansioso del golpe ilusionista, … con una atmósfera de esta naturaleza, contra un enemigo que es solo enemigo puro, aéreo; y de ningún modo agente con existencia social; el Estado inició la ejecución de un plan, a la vez envolvente, intenso y persistente; un ataque en regla contra las posiciones alcanzadas y contra los contingentes nece-sariamente móviles de la guerrilla de las FARC. Su finalidad: desarticular sus frentes, desorganizar la estructura global y eliminar puntualmente a sus cabecillas.

En su período de mayor auge, las FARC habían conseguido enlistar a unos 20.000 individuos en armas, organizados en cerca de 70 frentes; con presencia en una sor-prendente variedad de puntos distribuidos por todo el territorio nacional; pero con una retaguardia relativamente segura en los departamentos del Sur. Además, con una implantación de tal nivel, que había provocado el éxodo de las fuerzas policiales en una buena cantidad de pequeños municipios.

Con la propagación de sus frentes, y con la relativa implantación territorial alcanzada en algunas zonas históricas dominadas por el Bloque Sur y por el Oriental, la guerrilla de las FARC avanzó un paso de Gulliver en la escala táctica, al lograr por fin la reu-nión masiva de tropas bien armadas, completamente organizadas y uniformadas para ejecutar golpes militares de gran dimensión. Se trataba de una forma de combate que iba más allá del hostigamiento, de la defensa o de la emboscada. Forma táctica de “agrupamientos masivos para el ataque”, que colocaba a esta guerrilla a las puertas de una guerra permanente de movimientos y de toma de pueblos (García, 2002). Na-turalmente siempre quedaba obligada a disgregarse después del ataque, eludiendo la respuesta oficial. Y nunca llegó a formar “zonas liberadas” o alguna forma de gobier-no local, por precario que fuese.

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Para nadie es desconocido que los asaltos y las tomas de guarniciones y destacamentos militares como Las Delicias, El Billar, Miraflores y Patascoy remataron este destructivo despliegue del nuevo poder táctico de una guerrilla con viejos enraizamientos locales en territorios de colonización. Que al mismo tiempo era cautelosa y conservadora en términos militares. Y muy condicionada por el mantenimiento de sus reservas. También conducida por la lógica militar de la retaguardia; y tradicionalmente, sin las apuestas riesgosas que ponen el esfuerzo principal en las estructuras de vanguardia, las que obligan a practicar a menudo la ofensiva. Ahora, en cambio, se aventuraba a pasar a los ataques de ofensiva y no simplemente de defensa contra las fuerzas del Estado.

Nadie desconoce así mismo que el pico más alto, en este despliegue de poder táctico, lo quisieron tocar las FARC con la toma de Mitú una población capital de departa-mento, si bien un tanto aislada en el sur. Se trataba de un propósito ambicioso pero también riesgoso, operacionalmente hablando. De hecho, fue un objetivo apenas al-canzado a medias. Fue un ataque mortífero, con el resultado de un cierto número de efectivos militares tomados prisioneros o secuestrados, según el cristal con el que se vean las cosas; pero en el que las fuerzas del Estado consiguieron reaccionar final-mente y desorganizar la estructura del ataque con la que la guerrilla propinó el asalto.

Así, Mitú representó la cima en la escalada de despliegue táctico, pero también el punto de quiebre en las posibilidades de las FARC para consolidarse como Ejército subversivo, capaz de emprender “ataques masivos” con asaltos a guarniciones y con la toma de poblaciones.

Con el gigantesco esfuerzo, en hombres, en gasto financiero y en tecnología de in-teligencia, implicado en una presión ofensiva de 10 años, el Estado, alcanzó por pri-mera vez resultados contundentes, vistosos, que pudo reclamar como triunfos contra una guerrilla campesina, paciente en sus avances y hábil en el control de unas re-taguardias que se amparan en las irregularidades topográficas, en la extensión y la configuración de territorios, factores todos ellos pertenecientes a la dura y selvática geografía colombiana.

Bajo la llamada “Seguridad Democrática”,- a la vez plan y doctrina –, las fuerzas del Estado, consiguieron: a) neutralizar casi por completo los hostigamientos guerrilleros y sus atentados contra la sociedad civil en las carreteras; b) facilitar el regreso de la policía a los municipios de donde se vio obligada a salir; c) desalojar de muchas zonas rurales a contingentes de guerrilleros que asolaban regiones, cercanas a grandes ciu-dades, particularmente a la capital de la República, sobre todo en las estribaciones cordilleranas que limitaban su costado oriental; d) desarticular numerosos frentes, lo mismo que algunos Bloques como el denominado Caribe, en cercanías a la Costa Atlántica; e) hacer avanzadas en el control territorial con una presencia más estable de las tropas en zonas y corredores por donde campeaban los guerrilleros; control nuevo para el que resultaron útiles las brigadas de selva y de montaña; f) en general,

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hacer disminuir – por efecto de la deserción o de los ataques que diezman – el nú-mero de efectivos en la guerrilla de las FARC, de modo que estas se vieron reducidas a la mitad o menos; esto es, a unos 9.000 individuos enrolados en sus estructuras; g) eliminar una veintena de sus “coroneles”; y sobre todo a cuatro figuras claves de su dirección, pertenecientes al Secretariado General; a saber, a Raúl Reyes, Iván Ríos, Jorge Briceño (Mono Jojoy) y a Alfonso Cano; estos dos últimos, sin duda, los hombres más fuertes de toda la estructura guerrillera, después del fundador Manuel Marulanda vélez, conocido legendariamente como Tirofijo, muerto también él, pero de muerte natural, circunstancia que no iba a impedir la configuración de un cierto vacío de orden “histórico” en el poder de mando dentro de esa organización armada.

Estos retrocesos de orden estructural, admitidos por el propio Alfonso Cano, meses antes de morir, contabilizados por cierto en hombres y armas, en cuadros de dirección y en territorios, iba a tener su mayor expresión en un revés de orden estratégico; a saber: la imposibilidad de pasar a una guerra de movimientos estable; digamos la limitación estructural para la transformación de los avances tácticos en ofensivas de mayor alcance; y la consolidación de un Ejército, que desde una retaguardia segura pudiese sostener la táctica repetida de agrupar contingentes masivos para realizar ataques contra la Fuerza del Estado.

El paso a las acciones ofensivas y a la congregación masiva de guerrilleros, contaba sin duda con limitantes sistémicas, para decirlo de alguna manera. La verdad es que iba a tropezar insalvablemente con el florecimiento del mundo urbano, que le da la espalda a esa guerrilla; y con la expansión tanto del Estado y de la democracia electoral, como de la sociedad civil; factores que vuelven nugatorios los avances de una potencia militar en manos de algún grupo armado; que de ese modo se ve frenado para legitimarse en los términos poco fértiles que para el efecto ofrecen la conciencia, las actitudes y los imaginarios con que aquella expansión arrastra; formas todas ellas de representaciones subjetivas que brotan en los individuos inscritos en la sociedad central.

Que esa especie de control y legitimación por parte del Estado, y de difusión por parte de la sociedad civil, alcanzados ya en algún grado importante; es decir, que esa suerte de hegemonía; aunque ciertamente fragmentada; alcanzada y difundirla en grado importante por las élites, se constituyera en un dique, obstáculo natural contra los riesgos de un desbordamiento en las acciones de un grupo ilegal armado, no le quitaba a éste su condición de factor de perturbación. Por cierto, cada vez mayor. Pues en su apoyo obraban los entronques campesinos locales, sus finanzas acrecidas con fuentes como el aprovechamiento de los cultivos ilícitos; y finalmente la experticia ganada en el terreno militar.

Significaba solo que no podría estar en condiciones de tomarse el poder (como en rea-lidad no lo estuvo nunca antes en momento alguno); y que ni siquiera podría pensar en una fase estratégica, susceptible de dar lugar a los comienzos de una guerra civil.

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No podría tomarse el poder, pero que en cambio podría escalar su capacidad de per-turbación contra la marcha normal de la sociedad, desafiando además el control polí-tico del Estado sobre zonas sociales o territoriales.

Dicho de otro modo, significaba que no podía estructuralmente trascenderse en su condición de agente de una guerra periférica en el interior de un país, aunque pose-yese el poder para tener un alto impacto dentro del sistema al que desafiaba; eso sí, sin fracturarlo en profundidad.

Con todo, la imposibilidad para derrocar al régimen establecido, dado el despliegue alcanzado por una parte de las élites, los desarrollos alcanzados por la hegemonía de las élites civiles, es algo que todavía permite un margen amplio para la perturbación, la inestabilidad y la zozobra, que nacen de los golpes que está en condiciones de asestar el grupo ilegal; en este caso las FARC, por no hablar de las otras guerrillas.

En ese margen de acción, en el que actúa una guerrilla incapaz de desatar una guerra civil por más que crezca, la que sin embargo golpea y perturba; en ese espacio de avances o retrocesos, sin que se quiebre definitivamente el equilibrio asimétrico de fuerzas entre la guerrilla retadora pero débil y el Estado desafiado pero fuerte: surge (como surgió desde hace bastante tiempo) la discusión sobre la imposibilidad de una derrota definitiva en cabeza de cualquiera de las dos partes del conflicto. Como si al mismo tiempo al Estado le resultare altamente improbable acabar con la guerrilla y a esta tomarse el poder. Una especie de lo que algunos en su momento dieron en llamar un empate entre las dos fuerzas antagónicas; claro, un empate singular no ya en el contexto de dos bandos simétricamente enfrentadas, sino en la situación paradojal en la que no caben precisamente los empates de igualdad, pues se trata de contendo-res desiguales. Una suerte de combate en el que el más fuerte estratégicamente se queda sin la posibilidad de rematar la faena, mientras el más débil, estratégicamente hablando, tropieza con la dificultad insuperable de modificar sustancialmente la co-rrelación de fuerzas.

Un empate; digámoslo, no en el equilibrio de fuerzas que es desigual por definición en una guerra de guerrillas; sino en la imposibilidad mutua de “solución final”, a pesar de la asimetría de fuerzas.

Hablar de tal empate; esto es, de la imposibilidad de una solución final, por la época en la que las FARC crecieron a ojos vista, era hablar si no de la imposibilidad, al menos de una dificultad enorme para terminar con el conflicto mediante una victoria militar por parte del Estado.

A nadie se le oculta que la percepción sobre este problema se traducía en el dilema acerca de si la solución al conflicto armado se desenvolvería en el curso inevitable de una victoria militar o de una negociación política. ¿Solución militar o negociada?

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He allí los polos de un dilema que pareciera instalarse entre los observadores – son legión – de un conflicto interno que vive, revive y sobrevive durante décadas mientras el país experimenta transformaciones, aunque al mismo tiempo diera la impresión de no cambiar un ápice en sus estructuras y en sus agentes de dominación.

¿Derrotar militarmente a la guerrilla o negociar con ella? Se trata de un dilema, no únicamente propio del campo de los observadores y analistas pertenecientes a los medios académicos y a los de comunicación. También discurrire a través de las ten-siones intensas que circulan entre las élites gobernantes.

Estas parecieran oscilar entre uno y otro tipo de solución; entre la solución armada y la solución negociada; en un efecto de péndulo, de acuerdo con los vaivenes de la coyun-tura dictados por los altibajos en la relación de fuerzas exhibida por el grupo armado.

Aunque las élites gubernamentales muestran una línea común de presión por la fuer-za contra los grupos armados y una actitud refractaria frente a cualquiera concesión de fondo que se les pueda hacer, siempre dan margen para la negociación como so-lución final, lo que se traduce en una actitud de apertura hacia indultos y amnistías, lo mismo que hacia el hecho de facilitar la incorporación a la vida civil de los alzados en armas. Es algo que para los comentaristas acríticos, o sesgados (que también son legión), constituye motivo de repetidas loas para con las élites y el Estado por su inconmensurable generosidad.

Aunque militen en líneas comunes de comportamiento cuando se trata del conflicto, dichas élites, también exhiben sensibilidades ideológicas y gestiones discursivas di-ferentes, que abren luchas en el interior de lo que algunos llaman “la clase dirigente”.

Una ilustración podría ofrecerla la diferencia marcada entre la opción que representó el presidente Andrés Pastrana y la que abanderó Álvaro Uribe. El primero ganó las elecciones con la oferta de paz con las guerrillas. El segundo la ganó, por el contrario, con la promesa de una guerra sin tregua contra ellas.

Es cierto que uno y otro dirigentes conservaban la línea común de fortalecimiento del aparato de fuerza del Estado y de presión militar contra los grupos armados.

También es cierto que fueron expresión de las cambiantes reacciones de la opinión; de sus cambios de humor con respecto al conflicto; primero por el ascenso de las FARC; y, luego, por su desdén atrevido frente a la paz. Todo ello es cierto, pero tam-bién lo es que en el discurso y en la actitud de Andrés Pastrana había un acento en la confianza sobre las negociaciones como método más efectivo para terminar con el conflicto armado, mientras en el caso de Álvaro Uribe vélez había la exhibición de un discurso definido, simple y endurecido que ponía su acento en la convicción de que

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la fuerza sostenida traducía la determinación de derrotar a una guerrilla en cuyas expresiones de paz no había por qué creer.

El presidente hacía las veces de “halcón”, en medio de una opinión pública asistida por la animosidad, el cansancio y la indignación, cosa que él venía a cimentar, a la vez que situaba a quien se atreviese a hablar de diálogo o de acercamientos, no importa que fuese una eventualidad, como un conciliador que debilitaba la eficacia de un combate en el que tendrían que desterrarse las vacilaciones, antes que nada.

El momento no era para las “palomas” ni para los facilitadores, categorías éstas que en adelante quedarían confinadas en el afrentoso nicho de “caguaneros”; una especie de sopa en la que a la tontería interesada se agregaría el servicio en favor del enemigo.

En realidad, se imponía la doctrina del enemigo. A este solo cabe destruirlo, porque su existencia entraña el riesgo de que la sociedad constituida sea a su turno destruida por él. Así mismo, en esta prédica, la seguridad del Estado es el primer bien colectivo, cuya vigencia se pone en entredicho por la existencia de ese “enemigo” que la reta (Schmitt, 1991).

Con el mensaje que pone en circulación esta doctrina, se ensambla desde luego (a una sola voz) la acción del Establecimiento, lo mismo que el sentimiento de la opi-nión – cohesión y fuerza moral – para una mayor eficacia en la guerra; pero también se crea una atmósfera especiosa de miedo y de polarización, que mete en el mismo saco a enemigos y a opositores; que ahoga alternativas intermedias de solución a los problemas políticos. Y que además provoca un efecto de ocultamiento con respecto a los fenómenos sociales que permanecen en el subsuelo de las violencias; unas vio-lencias, cuya causalidad parecieran según ese discurso oficial, agotarse en la sola ra-cionalidad, muy seguramente inmoral de sus agentes, aunque en realidad se articule de mil maneras, se conecte a través de muchos hilos, con factores socio-económicos y políticos; con fragmentaciones o quiebres en el piso social; con tendencias de largo plazo en las estructuras .

El discernimiento de estas es abrumado bajo las posturas de las élites gobernantes cuando enfrentan la solución de un conflicto interno armado; principalmente cuando se inclinan por la línea endurecida de los halcones, aunque no solo en ese caso; tam-bién cuando lo hacen por la negociación; pues en su conjunto solo tienen ojos para ver la lucha de un actor armado en términos de la sola maldad, bajo cuyo impulso, unas veces quiere ganar terreno para sentirse más fuerte; y que después puede optar por el abandono, debido al cansancio. Eso sí, sin ver lo que el mismo agente retador (el grupo armado) esté expresando – aun inconscientemente -, como manifestación de unas condiciones sociales, frente a la que las élites prefieren cerrar los ojos o apenas aceptar su presencia como realidades ajenas a cualquier explosión conflictiva.

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Las violencias y el regimen

El llamado conflicto armado, asimétrico por sus fuerzas y tinturado con visos ideoló-gicos por los discursos de auto-legitimación que trabajan los actores, ha sido uno de los componentes de la violencia que ha azotado al país durante las últimas décadas.

violencia la ha habido de distinto tipo. La de los narcos, la de los Paras, la de la delin-cuencia común; últimamente, la de las Bacrim. Y, claro, también la de la guerrilla, sin descontar la del Estado en su tenebrosa vertiente ilegal, la de los agentes oficiales que violan sus propios fundamentos normativos.

Los actores, a su turno, han sido múltiples. Uno tras otro han entrado en escena con sus manos ensangrentadas. En cada momento se han matado entre todos con metódica frialdad, con crueldad inaudita o con una vesania sin entrañas. En cada una de aquellas violencias han emergido sujetos del horror a cual más organizado y devastador. En realidad, en cada enfrentamiento ha brotado una pluralidad de grupos; también a veces individualidades sueltas; dispuestos a valorizar siempre la fuerza y el crimen con el fin de afirmar los beneficios sociales, dentro de una lógica de rentabilidad simbólica o material; simbólica la del reconocimiento, material la de la imposición y el enriquecimiento.

Los narcos no han sido propiamente débiles o mansos. Los paras por su lado han formado diversas asociaciones criminales, sin renuncia a la pretensión de confede-rarse. Las Bacrim, como Urabeños o Rastrojos, las hay ahora en número no menor al de media docena. Grupos de espanto y a los guerrilleros no les faltó una presencia plural, dictada por las divisiones nacidas de su sello ideológico. Pues las hubo preten-didamente maoístas, también pro-cubanas, otras, nacional–populistas no alineadas y las más, pro-soviéticas.

Entre 1960 y 1963, muy poco tiempo después de que un sector de la dirigencia liberal – conservadora (la liderada respectivamente por Lleras Camargo y Laureano Gómez) rubricara los acuerdos del Frente Nacional para dar por terminada la guerra interpar-tidista (Palacios & Safford, 2002, pp.597-611), los nuevos gobiernos eliminaron los reductos de bandolerismo que con sus asaltos y masacres aterrorizaban a no pocas regiones de la Cordillera Central y de los valles que la separan de la Occidental; regio-nes todas ellas ricas en la nueva renta proveniente del sector agrario de exportación. El exterminio de tales cuadrillas, comandadas por bandidos célebres y temidos como Sangrenegra, Chispas y Desquite, coincidió con un cierto período de paz, que en bue-na parte cobijó al territorio nacional durante la década de los 60.

Cuando ésta promediaba, brotó sin embargo una nueva fuente de violencia política, esta vez enmarcada en proyectos ideológicos de carácter armado, animados por pre-tensiones de poder alternativo.

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En 1965, apenas tres años después de que se dictara acta de defunción a las bandas de chusmeros; y solo 7 años luego de que se firmara la paz entre los partidos histó-ricos, nació la violencia de matices ideológicos, inscrita en las confrontaciones inter-sistémicas por la hegemonía mundial, entre el capitalismo occidental y el comunismo, dividido éste en diferentes vertientes, pero, igual, aspirando los aires agitados que emanaron de la conferencia Tricontinental de 1996.

Entre esos años (1964 y 1965), cuando fueron fundados tanto el ELN como las FARC, y el final de la siguiente década van a transcurrir por lo menos tres lustros, contradicto-rios en materia de conflictos violentos; pues el país en los marcos del Frente Nacional viviría una situación de relativa paz general, sin dejar de experimentar, con todo, la irrupción de un factor de violencia perturbadora. Muy pequeño, por cierto, si se lo compara en sus efectos materiales con lo que va a suceder después en los años 90; pues si en estos se alcanzó la espeluznante cifra de 80 o 90 homicidios sobre 100.000 habitantes, entre los años 60 y 70 esta alcanzó el nivel de los 20 o 25 homicidios sobre el mismo número de habitantes (Montenegro & Posada, 2001, p. 38) . En ese entonces, era un fenómeno marginal desde el punto de vista material, por el número de hombres con que contaban las guerrillas y por su localización territorial, aunque de todas maneras central por las ambiciones discursivas y programáticas.

En otras palabras, se trató de una violencia que podría ser más perturbadora desde el punto de vista simbólico; digamos, por su fuerza moral y por la capacidad de atrac-ción; que por su presencia material; aunque obviamente encarnara en agentes reales capaces de hacer daño, pero todavía con disposición de efectivos en un número y un tamaño muy marginales.

Para 1984, cuando Belisario Betancur, desde la presidencia de la República ensayara un primer proceso de paz con las guerrillas nuevo fenómeno de violencia; esto es casi 20 años después de que surgieran los primeros grupos armados, otras dos organizaciones harían su estreno, el EPL primero y el M-19 después, por lo que el paisaje subversivo de izquierda se había diversificado considerablemente, ganando capacidad de desestabi-lización dentro de la sociedad. Aunque era cierto por otra parte que desde 1972 el ELN había quedado diezmado después de la operación Anorí llevada a cabo por el Ejército.

Aun así, la década que va de mediados de los 70 a mediados de los 80 constituye un período de despliegue pleno del conflicto armado de carácter ideológico en el que 4 gue-rrillas dotadas de cierta madurez en su desarrollo desafían abiertamente al Estado. Fue una década de crecimiento de al menos 3 de ellas y de recomposición de la restante, después de los primeros 17 años de una relativamente exitosa pacificación lograda por el Frente Nacional, entre 1958 y 1975. Algo así como una suerte de apoteosis bipartidista.

Mientras el ELN se venía abajo en el inicio de los años 70 y mientras irrumpía si-multáneamente el M-19 con una demostrada capacidad armada de hacer publicidad

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política, las FARC se las arreglaron para pasar de la condición de simple guerrilla cam-pesina imbricada con la colonización en el sur del país, a constituir un grupo armado suficientemente autónomo desde el punto de vista de su fuerza material; lo suficiente como para contar con algunos pocos miles de hombres, hasta el punto de plantearse desde 1982 la idea de convertirse en un Ejército, cualquiera cosa que ello significara. En todo caso, vinculaba a esta guerrilla con el compromiso de auto-sostenerse dura-deramente como proyecto armado y a extender considerablemente sus frentes por el país. (Pécaut, 2008)

El proceso de negociaciones, por su parte, no condujo a nada y por el contrario, en el caso del M-19, todo terminó envuelto en las llamas de esa insensatez que fue el Palacio de Justicia, en la que el grupo guerrillero puso en evidencia el delirio retórico de la extrema izquierda mientras el Estado desnudó las peores pulsiones fascistas de sus instituciones.

Para finales de los años 80, el M-19, disminuido en su dirigencia histórica, ya estaba en disposición de entrar a un proceso de paz sobre la base únicamente de su incorpo-ración pacífica a la vida civil.

Las FARC, a su turno, se aplicaron a su plan de crecimiento, aunque siempre promul-garan sus palabras favorables a la negociación; algo que se tradujo en el hecho de prolongar la interlocución con representantes del mundo político y de la sociedad civil en el Santuario de Casa verde en La Uribe hasta 1991 cuando, rotos todos los contac-tos con el gobierno, este (en manos de César Gaviria) las expulsó con un ataque aéreo y terrestre, mientras se ilusionaba con que una campaña militar más la Constituyente, como espacio de apertura y renovación, bastarían para acabar con el grupo armado. El cual estaba afincado ya de un modo natural en los territorios vastos y ariscos que engarzan las serranías y los llanos selváticos con la cordillera oriental; allá en las planicies del sur, por los lados del Meta y del Caquetá.

Cuando las FARC fijaron una retaguardia sólida en estas zonas selváticas y margina-les pero también tierras de colonización, vino a aflorar simultáneamente otro fenóme-no, esta vez de carácter económico y social, vinculado con el advenimiento brusco e invasivo de una violencia de escala mayor; intensa, múltiple y generalizada, desde el punto de vista de la cobertura territorial e igualmente desde el punto de vista de las categorías sociales a las que afectaba. Se trataba, como resulta fácil adivinarlo, del narcotráfico y el consiguiente establecimiento de las principales fases en la cadena de su producción, regadas por distintas partes del territorio nacional.

Durante los años 80 se produjo, casi de un modo silencioso, un cambio geo-económi-co, que va a potenciar como pocos se imaginaban el nuevo negocio del narcotráfico. Como por arte de magia aparecieron, muy prósperos, los cultivos de coca en las selvas del sur en Colombia, antes solo confinados a Bolivia y al Perú. Lo cual aseguró los tér-

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minos de una mayor eficiencia en la producción a escala y la conexión entre el cultivo de la mata y su transformación inicial en “pasta”, antes de su decantación final, en laboratorios también camuflados la mayor parte de las veces en retazos boscosos de las enormes y tupidas selvas. (Thoumi, 1994, pp. 129-134)

El control de la producción en sus distintas etapas, al que se sumó la propiedad de las rutas para la exportación clandestina, dio como resultado la pronta conformación de “carteles” manejadores del negocio; conformación asociada de entrada con la gene-ración y captación de una enorme rentabilidad.

Por esta misma época tiene lugar el desbordamiento de la violencia en Colombia. Con un fenómeno inocultable; a saber, la descomposición criminal de la vida social. Muchos delitos, los más execrables, se suben a niveles impresionantes; alcanzan cotas de miedo.

Desde la mitad de los 80, Colombia entra en una zona de turbulencias incontrolables. La violencia parece devorar los vínculos sociales y sustituir la construcción de nación. Durante un período de por lo menos 25 años entre digamos 1985 y 2010, conoce casi todas las violencias, las más inverosímiles y aberraciones criminales sin necesidad de una guerra civil declarada. (Deas & Gaitán, 1995)

Durante no pocos años, los homicidios alcanzan la escalofriante cifra anual de 28.000 personas, incomparable con cualquier país que no esté en guerra interna o externa; y aun con varios de los que sufrían este flagelo. Así mismo, el número de secuestros se elevó de manera aterradora hasta hacer de Colombia el país que de lejos ostentaba el ominoso título de campeón en esta materia (Deas & Gaitán, 1995). Por otra parte, hasta el 2005, por 20 años, las masacres, en las que se segaba la vida simultánea-mente a más de 4 o 5 personas, pasó a ser moneda corriente en el tratamiento contra adversarios reales o supuestos.

Durante ese nefasto período, hasta hace muy poco, cuando empezaron a bajar los índices de asesinatos, masacres y secuestros, una ola de violencia envolvió a Colom-bia, como si se tratara de un país inviable, aunque por otra parte él mismo continuará la marcha incólume de su crecimiento; eso sí, convertido en el escenario del crimen organizado en distintos territorios sociales.

Después de que durante 20 años (1965 – 1985) muchos espacios geo-sociales fueran “trabajados”, digámoslo así: sometidos a desgaste, siendo que apenas eran nuevos y precarios, por motivo de la colonización y la ausencia del Estado. Es decir, después de dos décadas de conflicto armado ideológico en los márgenes de la sociedad por efecto de la lucha entre guerrilleros y Estado, Colombia toda se abrió abruptamente como un escenario para el crimen y las violencias militares con la irrupción del narco-tráfico (Henderson, 2012). Negocio éste que trajo además del dinero ilegal a chorros,

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la conformación de “carteles”; además del soborno con el que se ablandaron las ins-tituciones del Estado, ya muellemente preparadas por el clientelismo y antes por el paternalismo jerarquizado (Thoumi, 1994, p. 73-77).

Colombia se disponía, con su precariedad social y con su movilidad tardía en la fronte-ra agrícola, a la llegada simultánea de 4 fenómenos traumáticos; a saber: una violen-cia múltiple; la constitución de grupos racional e instrumentalmente organizados para obrar como los agentes de diversos intereses ilegales; la implantación y difusión del narcotráfico; y por último la influencia directa de éste en los actores; en los ilegales ya establecidos, aunque también en la promoción de otros actores antes inexistentes, sin descartar la infiltración en el Estado.

Recursos en disputa

Una violencia tan quebradizamente generalizada, una ruptura tan frecuente en los espacios de relaciones sociales, convertidas estas en conflictos insolubles; y, sobre todo, una proliferación tan aguda de agentes por fuera de las normas de convivencia; eran todas ellas manifestaciones de algo cuya explicación parecía no agotarse en la sola conducta inmoral, que lo era, de los agentes sociales. La obligación tendría que ser en ese caso la de echar una mirada sobre los quiebres que afectaban las propias estructuras sociales. Se trataba de algo muy cercano a una movilización intensa y traumática de recursos, en las condiciones de una sociedad paradójicamente baja en movilidad social, como lo ha puntualizado Alejandro Gaviria, a propósito de una encuesta realizada en este campo por el DANE y el Departamento Nacional de Pla-neación. (Gaviria, 2012)

Que esta última haya sido baja no significa que haya sido inexistente. Movilidad, en los términos de ascenso social, de cambio de status y de ampliación en los horizontes de vida, la ha habido como lo muestran las clases medias y la extensión de servicios y derechos, si se miran las cosas comparadas con la situación que el país vivía en los años 50 del siglo XX. Pero se ha tratado de una movilidad baja (en una sociedad que siguió siendo cerrada al ascenso y al cambio de status), menor comparativamente hablando que el propio crecimiento económico experimentado a partir de los años 60. Especial-mente, una movilidad de nivel bajo frente a las necesidades de integración social.

Este nivel alcanzado indicaría la estrechez durante las últimas décadas, en el proceso de expansión social. Un proceso obturado todavía en sus estructuras de competencia y en el juego de oportunidades, que se les brinda a los individuos y a las comunidades.

Una movilidad social con tan precario juego ha quedado vinculada al modelo de un crecimiento económico, existente durante los últimos 50 años, que tiene lugar en medio de una notoria desigualdad, cuyo retrato infame es trazado por datos del

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índice Gini del 0.57 para toda la economía, y del 0.87 para la economía rural. Lo cual en el contexto internacional, no deja de exponer el país, como un caso vergonzoso de inequidad.

Con una brecha social tan profunda, con niveles aceptables de crecimiento econó-mico, pero con estructuras tan cerradas para la integración social, el país conoció adicionalmente la extensión persistente de la frontera agrícola mediante la ocupa-ción por colonos de inmensos territorios baldíos; después, el auge del narcotráfico; y finalmente la aparición de bonanzas por efecto de cultivos agro-industriales o de la industria extractiva y minera. Ellos han sido hechos constitutivos de fenómenos eco-nómicos que además de provocar una rentabilidad líquida y flotante, se convertían en fenómenos con perfiles de alcance y anatomía regionales.

La liquidez de rentas visibles regionalmente hablando; la precariedad extensiva de la sociedad de colonización; y sobre todo el impacto del narcotráfico, con sus elevadas ganancias y el carácter ilegal de sus agentes, fueron todos ellos factores que, con el telón de fondo de un modelo de crecimiento con desigualdad y exclusión, hicieron ex-plotar múltiples conflictos. Con unos agentes en condiciones de organizarse mediante estructuras y redes más o menos eficaces. En disposición cada uno de chocar con los otros bajo el impulso de intereses; unos económicos, otros políticos; también socia-les; pero en cualquier caso sellados todos con el cemento de los nuevos recursos.

Una simple mirada echada al vuelo sobre la realidad geopolítica de las violencias que se desataron a partir de los años 80, después de 20 años de guerrillas, permite constatar que desde entonces surgieron, como hongos, grandes y pequeños carteles directamente asociados con el negocio de la droga. Así mismo, que las guerrillas se fueron posicionando muy cerca de los cultivos ilícitos que alimentaban las empresas ilegales, desembocando en una situación que Pécaut (2008) describe del modo si-guiente:

Se modifica el rol de las FARC y se hace mucho más visible. Deben contener la violencia social mientras intenta preservar un orden mínimo, aseguran el funcio-namiento de la economía ilegal, actúan como intermediarios ante los narcotra-ficantes e impiden la intervención de las Fuerzas Armadas. Ya no hay ósmosis sino una relación mucho más instrumental, fundada en la comunidad de intere-ses. Sin embargo esta relación puede ser muy sólida allí donde la coca cons-tituye la única esperanza de la gente. Se puede hablar entonces de una lógica de “protección”, puesto que ofrece su sumisión a cambio de seguridad. (p. 72)

Además, poco después aparecieron los paramilitares y las autodefensas, sostenidos por el mismo negocio del tráfico de estupefacientes; y finalmente que bajo la influen-cia de unos y otros, es decir de paras y de narcos, se produjo el nacimiento de los agentes estatales que actuaban de modo oculto e ilegal.

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Si todo ello es fácilmente constatable es porque, quizá, lo que sobrevino fue una desaforada lucha por los nuevos recursos disponibles; una lucha en el contexto de una debilidad institucional; sobre todo, en el orden local; desplegada además por grupos bien dotados, fuertemente organizados y estratégicamente orientados hacia la consecución de sus intereses por medio de la violencia.

Fue una especie de crecimiento y de redistribución, al revés; en un país con baja redis-tribución. Algo así como una movilidad social de carácter perverso: operada precisa-mente al través de una movilización de recursos, en la que la propia violencia deviene recurso de orden instrumental que afirma la conquista de otros recursos.

En esta movilización de recursos – proceso social en el que va implícita su apropia-ción por el actor; es decir, la producción de un nuevo recurso o la transferencia de su propiedad -; en esa movilización, digo, van envueltos los siguientes fenómenos: 1) estructuración y organización de dicho actor en el momento de dotarse de recursos; 2) sus estrategias para conseguirlos; estrategias que son de fuerza o de astucia, se entiende; y 3) la disputa misma por dichos recursos, a fin de incrementarlos, ganando nuevo poder. (Tilly, 1977)

En otras palabras, cuando se habla de la movilización de recursos, se entiende la existencia de dos dimensiones; a saber: a) la que tiene que ver con el poder, el status y la organización del actor, condiciones estas ganadas con los nuevos recursos; y b) la lucha misma por los nuevos recursos, a fin de afianzar la nueva situación.

La intensa e ilegal movilización de recursos, en medio de una sociedad relativamente obturada ha implicado la coexistencia sucesiva de dos dimensiones. Por un lado, los nuevos recursos han supuesto la emergencia de organizaciones racionalmente prepara-das, capaces de rebasar por completo la eficiencia de las instituciones del Estado y de desafiar sin muchos costos inmediatos las normas morales y constitucionales vigentes.

Por otro lado, entre cada una de ellas y el Estado; o entre todas ellas, vistas horizontal e ilegalmente hablando, se desataron guerras, las que, orientadas estratégicamente, suponían el objetivo de asegurar nuevos recursos apropiándoselos o; en todo caso, la afirmación del recurso de la fuerza, para valorizarlo de modo simbólico desde el punto de vista de cada interés, particularmente considerado.

El asentamiento de este tipo de organizaciones, sus disputas por los nuevos recursos, traducidos en rentas, a menudo ilegales, hacía fácilmente beneficiosa la utilización de la fuerza (en tanto recurso que se valoriza a sí mismo por la atracción que ejerce y por el miedo que infunde), al tiempo que removía conflictos sociales normalmente represados; o que, de cualquier modo le daba curso a todo tipo de aspiraciones en una sociedad que les cierra las puertas o no se las abre bien. O como lo dice otra vez Pécaut (2008):

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(…) la familiaridad no lo es todo. Otras motivaciones intervienen: La miseria, la falta de perspectivas, el desempleo, los conflictos familiares, el prestigio del uniforme y las armas, el atractivo de la guerra. Pero para muchachos que casi siempre están inmersos en contextos que perciben como anómicos, lo que más cuenta es la seducción ejercida por una organización que posee reglas y jerar-quías (…) (p. 82)

Construcción de violencias, destrucción de la política

La movilización traumática de recursos, en tanto movilidad social perversa; es decir, la formación de guerras como el revés vicioso de la integración social o como la otra cara de la exclusión, arrastra consigo el síndrome de una alteración sin regreso de las lógicas sociales.

Si estas últimas suponen la existencia de unos procesos de continuidad entre los ro-les, los intereses y las conductas ideales de cada individuo o de cada grupo, entonces la apropiación ilegal - estratégicamente violenta - de recursos llevará forzosamente a que los roles se confundan, a que se intercambien sin ninguna regla, de modo que por ejemplo lo que en otras condiciones fuere legal, se transforme en ilegal; o que el em-presario ilegal y el reivindicador justiciero, cada uno por su lado, se convierta sobre todo en guerrero; o a que por otro lado el agente estatal solo lo sea en apariencia, mientras secretamente pasa a ser un transgresor profundo de los derechos que debe defender.

La alteración de las lógicas sociales, dificulta, allí donde hacen presencia las disputas anormales por recursos, la constitución de relaciones pautadas dentro de las conven-ciones aceptadas por el sistema social; y más bien dan paso a choques, de donde nacen conflictos violentos; paralizando la ampliación de la construcción social.

Esta última asume la forma de arenas de combate que emergen en lugar de lo que podrían ser más bien espacios de integración con roles articulados complementaria-mente. Surgen enfrentamientos sin reglas en torno de los recursos disponibles. Lo que se opera es una desregulación en los factores de distribución social, dando lugar a que el medio privilegiado para la apropiación sea la violencia.

Una violencia que se afirma ella misma como instrumentalización de la conducta en pos de un fin o en torno de un interés.

Que sea instrumental esta violencia, a veces excesivamente brutal como en las ma-sacres, no le impide al agente que la comete, (al agente organizado que se la apropia como un medio), rodearla de un barnizamiento ideológico o moral o en todo caso simbólico, con el que valoriza un interés a fin de legitimar lo que es apenas un daño atroz contra el otro y contra la sociedad. Categorías superiores como la Seguridad, la

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Defensa, la Moral, la Independencia económica o, de otra parte, la justicia social son utilizadas por agentes tales como los paras, los agentes estatales, los narcos o los guerrilleros para legitimar el empleo de la fuerza contra los otros – incluso bajo las más crueles formas de violencia -.

En realidad, la disputa por recursos se da simultáneamente en el plano de los recursos materiales como la riqueza y la fuerza, y por otra parte en el plano del capital simbó-lico, con el que se busca la justificación y el reconocimiento por parte de sectores de la sociedad.

Si la disputa desregulada y violenta por los recursos, entraña tanto la alteración de lógicas sociales como la constitución de las arenas de combate; entonces ella pro-voca también una dificultad estructural en la emergencia de campos caracterizados por las relaciones políticas. En otras palabras, tales situaciones – las que nacen como enfrentamientos violentos - impiden que aflore el campo de lo que podría denominar-se la comunidad política. Entendida ésta bajo la doble condición de relaciones inter-ciudadanas, (en las que se reconocen mutuamente los derechos de unos y otros), y de representación, dimensión ésta, en la que el conjunto de los unos y los otros, con sus diferencias, es sintetizado, en algo común y superior: la soberanía de un Estado a la que todos reconocen y a la que se someten sin combatirla; y sin violarla o rebasarla, simulando que la defienden.

Al instalarse la violencia entre distintas partes en disputa, en vez de nacer la relación inter-ciudadana, la relación social se conserva larvada pero explícitamente como re-lación entre enemigos; es decir, signada por la destrucción; un puro vínculo contradic-toriamente destructivo.

Al nacer la relación entre unos y otros como destrucción entre enemigos; es decir, como arena de combate, aquella – la relación social – se auto-politiza, pues se cons-tituye en guerra entre enemigos, principio fundador de lo político. Para decirlo de otro modo, se auto-politiza negativamente; apenas como vínculo social de distribución de recursos y bienes, que se condena a su estado larvario de guerra, de violencia. A un estado de cosas en el que aun no hay un lugar para que nazca la política; en su doble sentido de soberanía y de representación.

De esa manera, el modelo colombiano en las últimas décadas, permitió la multiplica-ción instrumental de una caótica y desregulada apropiación de recursos, y al mismo tiempo dio paso a una interferencia sostenida y perversa de lo social, entendido como conflicto violento, en la constitución y ampliación del campo de la política y de la comunidad ciudadana.

Es en medio de estas turbulencias, en las que cabe entender los desarrollos de una guerrilla como las FARC, que primero fue un grupo yuxtapuesto a los procesos migra-

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torios de los colonos, que luego se implantó como fuerza autónoma, al afianzar sus frentes de retaguardia territorial; y que finalmente, con la ayuda de los recursos del narcotráfico y la consolidación de su unidad interna, se convirtió en un aparato de guerra que se auto-referencia, y que trabaja militarmente para bastarse a sí mismo, más allá de que represente a algún sector popular – campesino.

Estrategias del Estado y la guerrilla

Entre el caleidoscopio de violencias y de guerras, que incluye por cierto a la delincuencia común desbordada – expresión a la inversa de una desregulada apropiación de recursos en una sociedad inequitativa y con baja movilidad –, ha circulado como una constante la presencia de un conflicto armado interno, que se inspira desde sus orígenes en razones ideológicas de cambio social, aunque el agente que las invoque haya terminado por ser sobre todo un aparato de guerra auto-referenciado, carente de amplias representacio-nes y articulaciones directas con un movimiento de reivindicación social.

Ese conflicto no es otro que el que desde 1965 hasta el presente, durante 47 años, ha enfrentado a las guerrillas – particularmente a las FARC – con el Estado. Se trata de lo que algunos han denominado un conflicto de baja intensidad, en la medida en que no compromete, masivamente y a gran escala, las fuerzas de dos o más naciones o de dos o más bandos internos. Otros lo llaman más bien una guerra asimétrica por el des-nivel pronunciado en las fuerzas de los dos contendientes. En todo caso, el conflicto consiste en una guerra interna con guerrillas que sin alcanzar las dimensiones de una guerra civil, y sin dejar de ser una guerra periférica interna, compromete, con todo, la acción de las fuerzas militares del Estado en su conjunto.

En esta asimetría de las fuerzas en que se reparte el peso de cada una de las partes en el conflicto, hay que destacar en el Estado no solo la mayor dimensión en el orden de magnitud de sus Fuerzas Militares, sino además los factores de reservas que le re-presentan su economía en crecimiento, la difusión de las clases medias urbanas, los servicios sociales del Estado, y el alcance relativamente independiente de los medios de comunicación, lo mismo que la práctica institucionalizada de la democracia electoral.

Entre tanto, del otro lado está el caso de la guerrilla. Es un actor cuya condición queda definida a partir de su debilidad estructural frente al Estado al que desafía militar-mente. Además de su dimensión militar desventajosa – la que quiere valorizar por medio del hostigamiento y el desgaste, prácticas propias del sujeto que ataca y se re-tira –, cuenta para su sostenimiento como proyecto con las reservas y oportunidades que le representan los quiebres y rupturas que se dan en la periferia de ese sistema, al que combate. Ellos y ellas se producen como consecuencia de la obturación de los horizontes en los márgenes de una sociedad con movilización de recursos, pero sin alta movilidad en el ascenso de los individuos.

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Hay que aclarar: únicamente en los márgenes. Solo que se trataba de márgenes oceá-nicos y profundamente cenagosos, sobre todo en el mundo rural, en donde la extrema pobreza alcanza niveles endémicos.

El aumento de esos “márgenes” sociales, nacidos de la inequidad que se suma a las posibilidades de apropiación de recursos – ideológicos, militares y económicos – por parte de una organización con experiencia como la guerrilla, han sido factores cons-titutivos de una ecuación oculta para que este actor haya mantenido su presencia perturbadora y para que se conserve como centro de captación en el reclutamiento de nuevos efectivos, a pesar de los asedios a que lo ha sometido siempre el Estado.

Por otra parte, en lo que podría ser el modelo de desarrollo en Colombia, las élites cancelaron la introducción profunda de cualquier modificación en las estructuras de desigualdad dentro de la sociedad agraria. Como lo constata William Ramírez (Citado por Corredor, 2001):

Uno de los principales resultados del pactismo político entre las élites dirigen-tes fue el renunciar a un coherente esquema redistributivo de la propiedad rural para recrear las economías campesinas en permanente trance de disolución. A cambio de esto se canjeo la reforma agraria por una volátil ocupación de baldíos nacionales que, en lugar de ampliar los márgenes del desarrollo y la producti-vidad, les abrió insospechados espacios a la violencia y la ilegalidad. (p. 396)

Entre deliberada y espontáneamente – por mitades – permitieron que la presión de la inequidad fluyera en forma de una múltiple y sostenida ocupación interna de territo-rios, mientras ponía el acento en la urbanización.

Así, ampliándose sin término la frontera agrícola hacia territorios tanto o más grandes que España o Francia, pero selváticos y topográficamente inhóspitos, los márgenes sociales se agrandaron con el advenimiento de una sociedad menos estructurada, menos sólida que el resto del país, en la que por cierto fueron asentándose los dis-tintos actores armados; las FARC, en particular. Lo cual tuvo lugar en un proceso de imbricación entre colonos y guerrilleros que por momentos dio lugar a ese fenómeno que el mismo William Ramírez calificó como “Colonización Armada” (Ramírez, 1991).

Unos márgenes, social y geográficamente hablando, en los que paradójicamente van a emerger economías prósperas, unas legales como la del banano o la del petróleo, y otras ilegales como la de la coca. Economías todas ellas, productoras de plusvalías considerables; traducibles por cierto en una rentabilidad líquida, masiva y tentadora, frente a la que todos los actores armados, incluida la guerrilla, podrían entrar en dis-puta, a través de distintas e inescrupulosas modalidades de apropiación.

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Entre las élites gobernantes no hubo nunca el reconocimiento explícito de que tanto las violencias diversas, a cual más desmadrada y horripilante, como la prolongación ondulante de la acción guerrillera, tuviesen un vínculo directo con el juego de las oportunidades y con la disputa por recursos en una sociedad con bajos niveles en movilidad social. No lo reconocieron siquiera para el universo rural, siempre con es-tructuras aterradoras de desigualdad y pobreza (Machado, 2002, p. 420). Y simultá-neamente escenario de controles territoriales por parte de toda suerte de actores armados, especialmente de las guerrillas.

Solo en los años 60, Carlos Lleras Restrepo y algunos dirigentes políticos, con una sensibilidad social que articulaban más al desarrollo económico que a la pura reden-ción de la deuda histórica con los campesinos, promovieron la idea de una Reforma Agraria; idea que languideció, sustituida por el proyecto de urbanización intensiva con utilización extensiva de la mano de obra para darle salida al proceso traumático de la descomposición acelerada de un campesinado que se veía despojado sin remedio de sus parcelas y microfundios.

Después, la idea de una urbanización, asentada en la industria de la construcción, el florecimiento de pequeñas empresas y el sub-empleo, todo un proceso socio-económico al que se agregaría una suerte de modelo exportador de mediano calibre, serían el uno y el otro los componentes de una forma de desarrollo que, permitiendo eventualmente la solvencia para una acumulación que se convertiría en solidez financiera y en ampliación simultánea del mercado interno, soslayara de paso el inevitable vaciamiento del campo y el reto enojoso de modificar estructuras inequitativas. Tal vez haya sido el lema iluso-rio de convertir a Colombia en el “Japón Suramericano”, expresado por López Michelsen - otro dirigente liberal – modernista, aunque descreído de los beneficios del reformismo agrario -, la síntesis acomodada de la sicología social y de la línea de conducta de la “clase dirigente”, apoyadas ambas en la confianza de propiciar así un modelo que traje-ra aparato financiero, crédito e ingresos crecientes, para soñar en un pleno empleo; todo ello sin proceder a política alguna que atacara privilegios o modificara las estructuras apoyadas en el desequilibrio, reproductoras además de la desigualdad social.

Las élites: algo de amnistia y poco de reformas

Sobre ese fondo constituido por el modo como opera el modelo económico y social (con su espasmódica y desordena apropiación de recursos, que propicia como su con-trafaz a la violencia múltiple, y que alimenta con sus conflictos a la guerrilla pero impidiéndole al mismo tiempo la conquista de sus objetivos con el antídoto de cierto desarrollo); sobre ese fondo que obra como máquina de reserva estructural de parte de las élites gobernantes; estas despliegan sus estrategias de orden militar y sus posiciones políticas, bajo el propósito de enfrentar conscientemente a esos mismos enemigos, a cuyas condiciones de reproducción contribuyen inconscientemente.

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Para empezar, hay frente al conflicto interno una posición común, compartida por las élites económicas y políticas, por la dirigencia liberal y conservadora; lo mismo que por los nuevos liderazgos desprendidos de esta última.

Se trata de la postura, según la cual, el acuerdo político que eventualmente pusiese término a dicho conflicto interno solo podría incluir, y ahora mucho más recortada-mente que antes, cosas como: los indultos y las amnistías, la incorporación a la vida civil de los guerrilleros y su transformación en un partido, a más de la eventual y quizá muy remota instalación de dispositivos semejantes a una constituyente en los que se pueda abocar la discusión, en los términos de un aparato colegiado y legislativo de reformas para proceder a los ajustes que requiere el sistema.

Al mismo tiempo, dichas élites han sido completamente refractarias a cualquier reforma social de fondo, vinculable como una concesión dentro de unas negociaciones de paz.

En otras palabras, solo han querido un arreglo en el que sus únicas concesiones sean de orden procedimental y jurídico; y que consistan en el perdón para el actor subver-sivo y en la garantía para que se efectúe su transición como fuerza política. Una con-cesión contra la que piden nada más y nada menos que el abandono definitivo de las armas; es decir, a cambio de la cancelación de su razón de ser como proyecto armado.

En la actitud de las élites parece haber existido el sentimiento de que la condición básica para una solución política es el abandono de la lucha armada por parte de la guerrilla, mientras el Estado concede el marco para su transformación en fuerza civil si así lo prefieren sus dirigentes; un acuerdo que estaría disociado completamente de concesiones serias en materia programática.

Lo que ellas quisieran es ciertamente una paz para lo cual admitirían hasta la amplia-ción del juego electoral con nuevos competidores; pero una paz sin unas transforma-ciones que propiciando la inclusión en un país de exclusiones, facilitaran un nuevo juego real en el orden de los empoderamientos sociales.

Tal vez quien mejor sintetizó este tipo de conducta entre las élites fue Alfonso López Mi-chelsen, con su habilidad para acuñar expresiones de circulación eficaz, al consignar en su momento la idea de que nadie les iba a hacer la revolución por contrato a quienes plan-teándose como insurgentes no habían tenido la fuerza para hacerla por la vía de las armas.

El señalamiento en mención indicaba, en el registro del más puro realismo, que las re-formas que los subversivos no pudieron conquistar con la fuerza de las armas tampoco podían esperar alcanzarlas en el intercambio de concesiones dentro de una negociación.

Sin esa misma crudeza (entre lúcida y riesgosa porque, entonces al revés, podría animar a recargar las fuerzas para obtener más cosas), pero con el mismo fondo de

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orientación, todos los gobiernos han sostenido una oposición similar; esto es, han separado la paz negociada de la acción en el plano de las reformas sociales.

Ha sido una conducta, nacida de una actitud que se configura muy a tono con lo que podría ser el “modelo” típico de hegemonía por parte de las élites políticas; es decir, con el modelo de construir y reproducir su mando y su legitimación.

El cual consiste por cierto, en pactar la gobernabilidad a través de los acuerdos entre las representaciones partidistas y el control material del Estado, al tiempo que se pone en marcha la democracia electoral; pero sin aventurarse jamás a reforma alguna que amenace las estructuras de distribución de bienes y servicios, públicos y priva-dos; estructuras que son ellas mismas el soporte de los intereses que circulan entre las élites políticas, componentes de ese mando compartido y legitimado.

Las formas prevalecientes de hegemonía se vierten en los moldes de una democracia electoral, pero también de una enorme desigualdad social.

Quizá por esa misma razón funciona normalmente en el poder una coalición de élites, dispuestas éstas a llegar a la paz si (y solo si) es al costo de verse obligadas a ampliar el juego democrático pero sin modificar la inequidad que también sirve de base a esa misma hegemonía (e indirectamente a la propia violencia). Como si quisieran la paz pero sin la justicia social.

Dos matices parecen abrirse, sin embargo, en esta posición de la clase dirigente, en cuanto se refiere a la solución del conflicto armado. Matices que tienen que ver sobre todo con la oportunidad; con el timming de una negociación, como probable esquema de solución. Cuestión sobre todo de énfasis, pero de un énfasis que por estar puesto en los asuntos bélicos puede dar lugar a diferencias no deleznables en el campo de la prolongación de la guerra y de la cantidad de daños que ella trae.

En uno de los matices, el énfasis parece estar puesto en la posibilidad de que la nego-ciación pudiese tener lugar en cualquier momento de este enfrentamiento asimétrico, con tal de que la guerrilla haga manifestación de su voluntad para negociar, algo a lo que por cierto las FARC siempre se han mostrado dispuestas; al menos a conversar, no necesariamente a negociar.

En el otro matiz, pareciera existir un énfasis deliberado, primero en el debilitamiento de las guerrillas, a un punto tal de casi derrotarlas, de modo que se vieran obligadas a negociar bajo las condiciones que imponen las élites gobernantes.

En el primer matiz, parecieran haber militado gobernantes como Belisario Betancur, Ernesto Samper y Andrés Pastrana. Mientras tanto, el representante más caracteriza-do del segundo matiz, lo ha sido sin ninguna duda Álvaro Uribe vélez.

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En este último ha existido la idea de que sin prácticamente derrotar a las FARC en el terreno militar, ellas no tendrían la voluntad de negociar con seriedad; y de que en-tonces todo intento por abrir espacios de conversación debilitará la acción del Estado, mientras fortalecerá a la subversión. La zona de La Uribe en tiempos de Belisario y de Cesar Gaviria, lo mismo que El Caguán en los de Andrés Pastrana, así lo mostrarían de un modo palmario.

Si no se olvida que el conjunto de la clase dirigente, tanto halcones como palomas, comparte la misma posición de fondo –la de negar la revolución por contrato-, la línea de conducta más lógica y consistente, la más práctica, sería precisamente la de ven-cer primero militarmente a las FARC para luego obligarlas a negociar, ya obviamente sin la intención de hacer las concesiones de fondo. Esa pareciera ser la actitud políti-ca que resume mejor la idea de aspirar a resolver el conflicto armado sin resolver el conflicto social.

Es en esa dirección en la que se ha desplegado el esfuerzo estratégico del Estado durante la última década; sobre todo, bajo el diseño de la ofensiva impulsada bajo los dos gobiernos de Álvaro Uribe vélez.

Nada del fin del fin

Esfuerzo que al cabo de ocho años hizo retroceder por fin a las FARC, con la disminu-ción de sus efectivos probablemente a la mitad, por lo que el comando general de las Fuerzas Armadas se sintió, hacia el 2008 en la medida y en el ánimo de proclamar a los cuatro vientos que la existencia de esa guerrilla se hallaba en el “fin del fin”; esto es, a las puertas de su derrota total; paradójicamente cuando el grupo armado comen-zaba a reponerse de sus pérdidas y a dar muestras de su capacidad de adaptación a las circunstancias adversas a las que los sometió sin tregua el Estado en los marcos de la “Seguridad Democrática”. (García, 2009).

Sucedía todo ello durante el repliegue, cuando ponía de presente su capacidad para reclutar nuevos efectivos; y para readecuar la implantación zonal de sus retaguardias, desde donde podría acometer reeditados hostigamientos a la manera de manifesta-ciones, fragmentarias pero repetidas, de carácter ofensivo. Ocurridas sobre todo en el Cauca y en Nariño; pero también en Arauca aunque con resultados desiguales.

Por la época en que la muerte de Raúl Reyes e Iván Ríos, al igual que la desaparición natural de Tirofijo, provocaban el optimismo entre los altos responsables de la acción militar en el Estado, pensando en la inminencia de una derrota del contrario, este se rea-grupaba y conseguía al parecer llegar a un punto de inflexión para detener su retroceso.

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En vez del “fin del fin”, hubo muy seguramente un reavivamiento en las acciones de la guerrilla y el reagrupamiento de sus frentes, en algunas regiones del país, aunque en otras su rastro era apenas asunto del pasado.

De hecho, los últimos cuatro años (2008-2012), dos de ellos correspondientes a Uribe vélez y dos a Juan Manuel Santos, han conocido un incremento inusitado de los choques entre las Fuerzas Armadas y la guerrilla, como de las acciones unilaterales de esta última, cualquiera sea su modalidad, sea terrorismo o ataque clásico, sea combate directo a través de una unidad armada o asalto que involucre también como víctima a la población civil.

El crescendo de la actividad guerrillera, cuya constatación es aprovechada por algu-nos incondicionales del Uribismo para cuestionar al gobierno de Santos, es más bien una tendencia que, a la manera de un flujo táctico, sobreviene después de seis años de reflujo general; reflujo éste en medio del cual sus unidades se dispersaron defen-sivamente y regresaron a una “guerra de guerrillas clásica”, pudiendo así conservar sus fuerzas de retaguardia básicas y fortalecerse en nuevos territorios.

Es algo a lo que se refería el propio Timochenko, cuando en uno de sus ejercicios epistolares ya reconocidos, se ufanaba en el sentido de que su guerrilla siempre había encontrado la manera de salir fortalecida, “en las propias narices” de la clase dirigen-te después de cada ocasión en la que esta se había propuesto eliminarla a través de ofensivas militares.

Lo que vino después de la toma de La Uribe por el Ejército y la aviación, en momen-tos en que se instalaba la Constituyente en 1991, fue un episodio que al preceder el incremento del potencial bélico en las FARC sobrevenido entre 1992 y 1996, así lo mostraría. Un resultado, en todo caso nada extraño, por paradójico que lo parezca.

Las unidades armadas que desde su inferioridad retan a un enemigo mayor, suelen encontrar en los ataques a que éste las somete, más que en la inactividad operativa, el evento propiciatorio para adquirir habilidad en su desplazamiento y experiencia en la práctica de hostigar sin ser destruido; por no hablar ya de la elevación de su moral al igual que de su legitimación entre la población cercana a sus enclaves territoriales. Incluso la involucran bajo el influjo de su presencia, si encuentran la manera media-namente eficaz de fundir en el imaginario de su acción las dosis necesarias de reivin-dicación social, de postura ideológica y de atracción por la fuerza del poderío militar.

Algunas condiciones son naturalmente de obligada concurrencia. Unas internas, otras externas. Las primeras han de guardar relación con la ya mencionada obturación en las oportunidades de cada individuo, asociada contradictoriamente con la adivinación que el mismo hace, como quien olfatea la presa, de un horizonte de posibilidades que se abren en la apropiación de recursos. Circunstancias ambas repotenciadas en

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el mundo rural y local; en donde por otra parte proliferan los actores armados, que galvanizan las inclinaciones surgidas de esa doble tendencia.

Las segundas, es decir las que tienen que ver con las conductas del Estado, como agente exterior, tienen que ver sobre todo con el alcance que lleguen a tener sus acciones. El despliegue de las respuestas, que éste último ofrece, y sus ofensivas, suponen estra-tégicamente la configuración de un umbral en su intensidad y en su diseño envolvente. Un umbral que aunque difícil de medir es real, y que envuelve el compromiso material y moral de las fuerzas del Estado en sus ataques, lo mismo que la habilidad de su direc-ción en la guerra. Es decir: tiene que ver con el potencial de energías que logre movilizar para sus ofensivas de largo aliento, dado el margen en el que se puede desplazar esa movilización de fuerzas, desde el punto de vista moral, económico y militar.

Franquear ese hipotético umbral podría superar una operación no solo de control sino de asfixia y aniquilamiento contra el enemigo. No sobrepasarlo, por el contrario supon-dría más bien un ejercicio de golpes parciales contra el actor que desafía al Estado, lo que sin embargo concede el espacio para que este se repliegue sin exponer sus estructuras básicas, de modo de poder fácilmente reactivar sus operaciones militares e incluso potenciarlas, una vez baje el flujo de la ofensiva militar de las tropas oficiales.

La doctrina de la “Seguridad Democrática” de Uribe vélez y el Plan Colombia consti-tuyeron quizá la conquista de un umbral en el esfuerzo estratégico militar por parte del Estado. Los incrementos presupuestales, materiales y humanos; la reingeniería en tecnología e inteligencia; la ocupación del terreno en el que se mueve el actor subversivo; y, sobre todo, la concepción táctica de una ofensiva de larga duración, que no de tregua “a la culebra”, son hechos todos ellos que han representado un salto cualitativo en el esfuerzo del Estado; quizá un efecto de tensión en este último hasta el límite de sus posibilidades; claro, en los marcos de un conflicto interno de baja intensidad, no de una guerra civil. Es decir, un esfuerzo extremo pero en los límites que determinan que más allá es insostenible por sus costos, además de que resultaría inútil por las dimensiones aún estrechas del mismo conflicto.

En este esfuerzo participan – sin duda como una misma prolongación estratégica - los dos gobiernos de Álvaro Uribe vélez y el de Santos.

Se trata de una movilización gigantesca de fuerzas que, como ya se dijo, debilitó a las FARC, pero no las derrotó. Así, aplazando los retos que supone la solución del conflicto social, tampoco se pudo acabar con el conflicto armado.

Entre el 2008 y el 2012, después de que los golpes del Estado redujeran sus efectivos a la mitad, las FARC estabilizaron su capacidad de resistencia, reacomodando sus frentes y recuperando su iniciativa para los hostigamientos.

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En ese sentido, el período habría representado un decremento de esa suerte de pro-ductividad bélica en la que se colocarían en relación la inversión en el esfuerzo militar, por un lado; con los resultados obtenidos, por el otro; además, dado un lapso de tiem-po determinado. Es decir, en una época en la que sin disminuir el gasto y la moviliza-ción militar, de parte del Estado, las pérdidas de las FARC dejan de incrementarse al mismo ritmo y en igual proporción que antes.

En ese orden de ideas, el aumento en el número de acciones guerrilleras durante el año 2011, al que debieron sumarse notoriamente los meses del primer semestre de 2012 no haría más que configurar la otra cara de ese decremento en la eficacia bélica del Estado, dada su larga ofensiva; y que no es otra que la dinámica recobrada en la actividad de la guerrilla.

Durante esos mismos 4 años, las FARC comenzaron a soltar algunos destellos (si bien todavía borrosos) de razonabilidad política puesta en la dirección de la humanización de la guerra, algo que hicieron al liberar por turnos a sus rehenes políticos y militares.

Significaba un retroceso tardío con respecto a su decisión tomada en el 2002 de se-cuestrar a dirigentes políticos y de retener como prisioneros sin juicio a los militares que cayeran en sus manos luego de sus asaltos guerrilleros, algo que equivalía a secuestrarlos. De esa manera, pasaban a convertirse en una “guerrilla -carcelera”, empeñada en convertir algunos de sus acantonamientos en campos portátiles de concentración para encadenar a rehenes en medio de su guerra, a fin de presionar el “canje humanitario”; un canje que finalmente no tuvo lugar por la oposición del Estado. No quería conceder margen alguno de maniobra a la guerrilla, aunque con ello facilitara la prolongación del martirio de las víctimas.

En medio de la prolongación de esta táctica horrible de cautiverios en la selva, cual-quier cosa podría sobrevenir: allí, un rescate militar exitoso; más allá, otro desastroso. Fugas, sobornos y delaciones.

El caso es que una torpeza interna en un frente guerrillero llevó a que este asesinara a once de los doce diputados del valle, tomados antes como rehenes. Fue un crimen que, por si faltara alguna razón, deslegitimaba la práctica del secuestro político. Por otra parte, la ejecución de la “operación Jaque”, en la que las Fuerzas Armadas res-cataron sin disparar un solo tiro a Ingrid Betancourt y a los tres norteamericanos, puso de presente la inutilidad desastrosa de ese tipo de cautiverios, su infuncionalidad desde cualquier punto de vista revolucionario.

Sea de ello lo que fuere, la guerrilla comunista de las FARC, al tiempo que estabilizó su repliegue con respecto a los embates del Estado, cambió de táctica “política”, pro-cediendo a soltar a sus rehenes; eso sí, a cuentagotas, con lo que sin duda procedía a un tipo de acción que de modo exasperantemente tardío respondía a un anhelo de la

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opinión pública. Con la eficaz intermediación de Piedad Córdoba, las FARC producían mensajes (aunque fragmentariamente) orientados en el sentido de reconfigurarse. Así fuera mínimamente, como actor que es capaz de tomar decisiones políticas y no solo como un grupo que guerrea sin mucho sentido.

Las FARC se replegaban militarmente, conservando sus estructuras, al tiempo que se permitían gestos políticos en la liberación de los secuestrados. Ya en tiempos de Alfonso Cano, en el año 2011, existía al parecer la orden de liberar unilateralmente a los militares que aún estaban cautivos de esta guerrilla. Finalmente, bajo el mando de Timochenko, el secretariado no solo procedió a la liberación en abril de 2012 de los 10 últimos militares, sino que declaró su voluntad de dar por terminada la nefasta práctica del secuestro extorsivo.

También ha manifestado su disposición para iniciar conversaciones con el gobierno de Juan Manuel Santos, hecho éste al que el jefe de Estado ha respondido en el sentido de que si bien él valora los gestos últimos de la guerrilla, no los considera suficientes como para descubrir en ellos una irreversible orientación en favor de una paz negociada.

Si bien las FARC consiguieron a partir del 2008 estabilizar su resistencia contra la ofensiva de la “Seguridad Democrática”, la misma que las hizo retroceder entre el 2002 y el 2008; si bien consiguieron además recuperar su capacidad de reclutamiento e incluso darse el margen para gestos “humanitarios” y “políticos” en medio del re-pliegue obligado; si bien han logrado todo esto, no les es posible escapar a los golpes continuos que les propinan las Fuerzas Militares en medio de la presión que nace de una ofensiva estratégica, ejecutada por la aviación de guerra, un arma letal contra los campamentos de guerrilleros en la selva.

Es cierto que nunca sobrevino el pronosticado – con tono bíblico - “fin del fin” y que por otra parte bajó proporcionalmente hablando la producción bélica del Estado. Por otro lado, también es cierto que en el último año de Uribe vélez y en los dos primeros años de Santos hubo un notorio repunte de acciones en las que intervenía una guerri-lla que se suponía a punto de ser derrotada.

Se trata de una reactivación militar por parte del grupo armado que sin embargo no oculta sus desventajas estratégicas y, sobre todo sus nuevas debilidades tácticas, con las que ha visto disminuida su capacidad ofensiva. Y tampoco significa que el volumen de ataques y de esfuerzo militar por el Estado no se mantenga o que estos no continúen entrañando golpes destructivos contra esa guerrilla y contra sus mandos.

Dichos golpes se suceden los unos a los otros como si el Estado ya les hubiera tomado la medida de sus vulnerabilidades tácticas a las FARC; y pudiese ofrecer siempre la posibilidad de proporcionarles golpes certeros, algo que no sucedía casi nunca antes del año 2003.

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El hecho es que mientras la guerrilla se reactivaba en medio de su repliegue, las Fuerzas Militares consiguieron ya bajo Santos abatir con sus bombardeos de guerra, grande primero al Mono Jojoy o Jorge Briceño y luego a Alfonso Cano, dado de baja después de un acoso de caza mayor, iniciada bajo los impulsos de una obsesión de sabueso, desde los tiempos de Álvaro Uribe vélez.

La situación a la que se ha llegado después de una ofensiva de 10 años por las Fuer-zas Armadas del Estado ha sido quizá una modificación en el equilibrio de fuerzas en el nivel táctico, en favor del Estado; si bien éste siempre tuvo el peso de su ventaja estratégica, en tanto Estado y Sociedad más o menos estables.

Este incremento en la iniciativa táctica del Estado no ha sido sin embargo de la magnitud suficiente como para traducirse en una desarticulación de las estructuras centrales en una guerrilla, que mantiene sus reservas, su capacidad de repliegue y hostigamiento, lo mismo que sus posibilidades de crecer en medio del cerco a que es sometida; cosa que pone en evidencia un reclutamiento que aporta el material humano de reemplazo.

Se trata entonces, de un nuevo equilibrio táctico, fluido e inestable, que da lugar a un “toma y daca” permanente, con bombardeos y ataques devastadores de las Fuerzas Militares. Y, con hostigamientos y emboscadas parte de la guerrilla. Que encuentra ya tropiezos enormes para avanzar en el control de posiciones territoriales, pero que golpea para desgastar a su enemigo, para desmoralizarlo, mientras amedranta a la población civil con mecanismos “defensivos” pero mortíferos y contrarios a todo es-crúpulo humanitario. Como son: el minado de terrenos y los artesanales obuses, lla-mados “tatucos”, de errático direccionamiento y por tanto capaces de dar en el blanco o igual de equivocarlo y causar daños irreparables en la población inocente como en la iglesia de Bojayá hace 10 años.

Para ofrecer una respuesta contundente al incremento de las acciones guerrilleras, el gobierno de Santos y las Fuerzas Armadas han procedido a introducir ajustes en su plan estratégico, mientras las criticas han arreciado desde el flanco del denominado uribis-mo, para el que dicho incremento podría estar asociado a debilidades del nuevo gobier-no, presidido por quien de alguna forma los decepcionó, si no fue que los traicionó.

Son ajustes que parecen incluir la agilización en los métodos de inteligencia y cam-bios de focalización en los objetivos operacionales; factores ambos relacionados que ver con la orientación de los ataques militares en el orden táctico.

Son reorientaciones, organizadas en un paquete que ha recibido el nombre medieval de “Plan Espada de Honor”; y que a juzgar por las declaraciones de Juan Carlos Pinzón el Ministro de Defensa, tuvo su efecto inmediato y letal, en la destrucción de dos cam-pamentos subversivos, uno en Arauca y otro en el Meta, con el saldo impresionante

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de 64 guerrilleros muertos, entre ellos algunos mandos medios, congregados allí para un curso de formación ideológica y de ascenso en las líneas de mando dentro de dis-tintas unidades de combate.

El bombardeo a estos dos campamentos obedeció según las fuentes oficiales, a la nueva directiva contenida en “Espada de Honor”; a saber, la de reunir los recursos y las energías para golpear las estructuras básicas de mando sobre las que descansa la acción guerrillera, más que lanzarlos a la caza de los altos jefes, rápidamente reemplazados por individuos salidos de una camada de dirigentes que durante mu-chos años consiguieron una experiencia que los mantenían indemnes frente a la acción del Estado.

En esa dirección, el gobierno y el alto mando militar parecen apostar ahora, después de 10 años, a debilitar por fin las estructuras centrales de las FARC, objetivo este para el que se fijan un plazo de 2 años. Aspirarían a que sobreviniese después, si no la rendición, al menos una negociación en condiciones de fuerza que no concediesen margen para una “revolución por contrato” de parte de la guerrilla.

El problema para el Estado residiría en el hecho de que el ritmo de sus golpes no alcanzara a incrementarse lo suficiente como para desarticular centralmente a la guerrilla de las FARC antes de que ella tomase respiro para recomponer sus filas. O también residiría en la circunstancia no descartable de que esa misma guerrilla adecuara el dispositivo de sus unidades fragmentándolas aún más, bajo el formato de guerra de guerrillas, a fin de sortear el riesgo que para ella supone la concentración de efectivos, blanco fácil para los bombardeos de las Fuerzas Armadas. En ambos casos encajarían los golpes sin permitir que su volumen y su frecuencia volviesen irreversible una desbandada simultánea en los llamados Estados Mayores de cada uno de los principales bloques, el Oriental, el Occidental y del Sur.

Una desbandada de esa naturaleza, después de 10 años de preservarse en medio de la más grande ofensiva oficial de carácter militar, aunque no sea imposible, tampoco se antoja como un objetivo materializable, en un horizonte de dos años; a pesar de que las fuerzas del Estado han conseguido abatir a un alto jefe guerrillero cada 9 meses o, incluso, a pesar de que hayan conseguido convertir en blancos vulnerables los campamentos guerrilleros instalados en la selva.

Por algo después de que la aviación de combate eliminara a 31 guerrilleros al bombar-dear un campamento en Arauca, uno de los pocos sobrevivientes, quien por lo demás se acogió inmediatamente a los programas de inserción civil del gobierno, y en conse-cuencia muy poco sospechoso de mentir en ese momento en favor de las FARC, soltó una frase en el sentido de que en esta guerrilla, “siempre hay alguien para reemplazar al jefe o al mando medio que caiga”.

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Aunque espontánea, esta expresión, colocada en el contexto de lo que ha sucedido en los últimos 10 años, adquiere un sentido comprensible al evidenciar el hecho so-ciológico y militar de que se está frente a una guerrilla capaz de enderezar en su favor un factor de sostenibilidad, nacido seguramente de anudamientos múltiples y reales entre su constitución como actor y la forma como se mueven y mutan las condiciones sociales en la que inscribe sus conductas. Todo ello muy a pesar de su deslegitima-ción ante la opinión pública; de que sea apenas el sujeto supérstite de una guerra fría ya superada; y, sobre todo, de los golpes que recibe de parte del Estado; algo que logra neutralizar con su capacidad de reclutamiento, según quedó ya destacado.

Los últimos golpes letales contra la guerrilla, asestados mediante bombardeos ma-sivos que se descargan sobre objetivos bien localizados, han sido enmarcados por el propio gobierno de Santos dentro de la “Operación Espada de Honor”. Esta hace parte de un ajuste de alcances tácticos dentro del plan estratégico del Estado. En la pro-longación de esta ofensiva – hay que reiterarlo – se inscriben las líneas de conducta de los últimos gobiernos, no solo el de Uribe vélez sino el de Santos, quien no está lejos de la verdad cuando al defenderse con ahínco de la desconfianza que le profesa Uribe, sostiene que le tiene bien guardado ese “huevito” de gallina, que tanto feti-chiza su antecesor el de la Seguridad Democrática. Con una diferencia de matiz, sin embargo; y es la de que el presidente actual no tachonará, a diferencia del expresi-dente Uribe, ese “huevito” con los alfileres con que este último lo hacía al desarrollar permanentemente un discurso contra un enemigo con el que solía identificar explícita o subliminalmente a grupos o personas que apenas eran opositores; por cierto poco condescendientes con él, hay que reconocerlo pero al fin y al cabo opositores; los mis-mos que habitan el mundo de las ONGs, o el de los partidos de izquierda, o el de los sindicatos; o a sí mismo, los que hacen parte de esa constelación de tribus definida por la militancia vehemente en defensa de los derechos humanos.

Santos, en cambio, ha abandonado, la prédica reiterada de que los adversarios polí-ticos terminan por prestarle servicios al “enemigo”; o, lo que es lo mismo, ha dejado de lado la proclama según la cual “quien no está conmigo está contra mí”; de modo que los adversarios de afuera o de adentro, no devienen automáticamente enemigos de una carácter cuasi-terrorista; más bien, pueden algunos de ellos convertirse ri-sueñamente en sus “nuevos mejores amigos”, con tal de distensionar las relaciones políticas en el exterior o dentro del país. Por otra parte, levanta como una bandera que se muestra y se esconde la idea de que conserva guardadas las “llaves de la paz”, mensaje que deja abiertas las ventanas para una negociación, aunque de modo muy condicionado y remoto. Lo cual no le impide a su ya abiertamente nuevo opositor Álvaro Uribe, ver arbitrariamente en ello la causa diabólica que haría cundir como maleza la debilidad en las filas del Estado.

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Las posibilidades de la política de víctimas y tierras

De mayor relieve en punto a marcar una diferencia, es la política del Presidente diri-gida al campo, un mundo semi-abandonado, un tanto deprimido y sometido a condi-ciones aberrantes de pobreza; de expropiación prolongada de la tierra que ha tenido como víctimas a los más débiles.

Se trata de una política que está apoyada en dos pilares, a saber: la ley 1448 de in-demnización de víctimas y devolución de tierras; y además, la ley de desarrollo rural.

A diferencia de Álvaro Uribe, quien siendo Presidente prefirió hacer hundir en el Con-greso la iniciativa de ley sobre víctimas y tierras por el temor frente a sus costos pre-supuestales y por su desacuerdo con el hecho de incluir los precios indemnizatorios por vía administrativa para el caso de quienes hubiesen sido víctimas de los agentes estatales, Juan Manuel Santos no solo revivió el proyecto sino que poniéndole todo el empeño, le dio su impulso para que fuese aprobado con prontitud, retrotrayendo la posibilidad de indemnización hasta el año 91, lo que ampliaba el universo de las victimas que se harían merecedoras de reparación.

Por su parte, el proyecto de ley sobre desarrollo rural completaría, con una visión más integral, una mediana reestructuración de la organización del mundo rural en materia de propiedad sobre la tierra y de apoyos crediticios y técnicos a las unidades agríco-las que pudieran emerger de esa misma reestructuración, que por otro lado debería contar con un elemento tributario relativamente progresista, de modo de no dejar incólumes los privilegios del sector de la gran propiedad.

En los 20 años, en cuyo horizonte está proyectada la ley de víctimas, el gobierno y los jueces especiales deberían propiciar la devolución de los 4 millones de hectáreas en el campo, usurpadas por los actores violentos.

En 2 años largos del actual gobierno de Santos, el gobierno debería conseguir una de-volución de predios que cubriese el universo de 160.000 familias campesinas, según las promesas oficiales.

Las solas perspectivas, que ofrece en materia de posesión de tierras para las familias campesinas, esta ley 1448 de 2011, plantean la posibilidad de que se modifiquen los términos en los que se desenvuelven las estructuras del campo, mediante la reforma agraria pequeña – después de la contra-reforma agenciada por narcos y paras – que supondría comenzar a retransferir 4 millones de hectáreas, algo que afectaría seriamen-te buena parte de la organización latifundistas, entorpecedora del desarrollo social; lo mismo que la redistribución de los ingresos y la ampliación de la demanda interna.

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No hay que olvidar que no obstante ser las FARC un proyecto deliberada y estratégica-mente lanzado con ambiciones ideológicas de poder, también han expresado el vacio que dejaba la ausencia de real voluntad en las élites por cambiar las estructuras agra-rias de inequidad, mientras la válvula de escape se dejaba a la colonización interna y poblamiento de territorios libres.

Sobre la unión negativa de esos dos fenómenos, surgieron, como realidad social, las FARC; es decir, sobre la coincidencia de estructuras desiguales de propiedad agraria y las migraciones internas de extensión en la frontera agrícola.

Así las cosas, las transformaciones agrarias que pudiesen traer consigo tanto la de-volución de tierras a las víctimas de la violencia, como una ley de desarrollo rural, más integral aún, irían en una dirección similar a la que tienen las aspiraciones de las FARC, que por más difusas que puedan serlo en sus formulaciones programáticas, siempre han asociado su guerra a la reivindicación de la tierra para la masa de cam-pesinos, objeto del despojo; violento o pacífico; abrupto o paulatino.

Ahora bien, el problema es si dichas leyes se ejecutan; si efectivamente se llevan a la práctica.

La experiencia histórica ha enseñado que, por alguna razón, las políticas que van en la dirección del reformismo agrario, nunca llegan a cumplirse, y si lo llegan a hacer es en una mínima escala. Que para el caso de las grandes necesidades que enfrenta el país, viene a ser lo mismo que nada.

Es como si una política que fuera en tal sentido, despertase las amenazas del volcán dormido, el de las fuerzas apoyadas en el privilegio. Que entonces siempre estuviese acompañada por el temor de la élite gobernante a que se desencadenasen esas furias provenientes de unas fuerzas de las que ella mismas recibe apoyo normalmente. Y que hacen parte del propio bloque social que sostiene las coaliciones políticas; las dominantes en cada momento histórico.

Los factores adversos que conspiran contra cualquier progresismo agrario desde el Estado son:1) la propia ineficacia del gobierno, 2) la resistencia reaccionaria que opongan fuerzas sociales vinculadas al latifundio – el moderno o el inactivo – y que sobre todo haya tejido alianzas o establecido cercanías con la economía ilegal del narcotráfico o con distintas variantes del paramilitarismo y de las bandas organiza-das, que para el caso da lo mismo; y 3) la oposición política que se pueda abrir desde el seno mismo de las élites y del microcosmos de las facciones partidistas.

Aquellas que tanto en el Congreso como en la plaza pública hagan detener al gobierno en caso de que este se decida a dar pasos serios en la dirección de ratificar sus polí-ticas públicas en materia agraria.

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En cuanto a la ineficacia del gobierno – por lentitud o por limitaciones en el alcance mismo de sus proyectos – ya han surgido indicios en el sentido de que en los dos años que le restan de vigencia es muy probable que no alcance a la restitución de las tierras ofrecidas; que son para unas 160.000 familias; las que según un senador de oposición; Jorge Robledo, escasamente se reducirían a 12.000; según las cuentas que le resultaron en una indagación para un debate de control político.

Por otra parte, la reacción – por cierto violenta – de fuerzas sociales, oscuras ellas, pero seguramente producto del “punible ayuntamiento” entre el latifundio, el narco-tráfico y las bandas organizadas, ha mostrado su mano poderosa y criminal al asesi-nar impunemente a más de 50 líderes de las comunidades que reclaman la devolución de sus tierras.

Por último, la posibilidad de una oposición política en el seno del Establishment, des-de una derecha recalcitrante, está cifrada en la fractura entre el santismo y el uribis-mo, ala ésta no solo dispuesta al cuestionamiento frente al gobierno santista y sus políticas, sino a organizarse como un movimiento, capaz de contrabalancear el poder del gobierno, arrastrando a sectores del conservatismo y del partido de La U, pero también con el reclutamiento de nuevos liderazgos regionales. Fuerzas todas estas que no dejan de denunciar una supuestamente debilitada “Seguridad Democrática” en manos de Santos; y que van a presionar para que este último prefiera conciliar con ellas en vez de honrar, como se debe, los compromisos con el reformismo agrario no importa si este es limitado.

De ceder ante estos escollos, el gobierno de Santos simplemente haría honor a la tradición de las élites civiles en Colombia; una tradición en los que cualquier avance transformador es muy timorato, con tal de asegurarle una situación de estabilidad a la coalición política dominante; y de obtener el respaldo para ella en ese bloque social de fuerzas, en el que se articulan intereses modernos y premodernos; perspectivas progresistas y reaccionarias; e inclinaciones tanto a la legalidad como a la ilegalidad y al atropello.

En tal caso, el resultado no será muy distinto a la misma estela de muertes que dejan las retaliaciones después de cada reivindicación alentada por las expectativas naci-das de los anuncios oficiales. Y, claro, también siempre la salvaguardada estabilidad del régimen, que no toca por cierto, a la exclusión social, a la cual pareciera reproducir como si de un libreto oculto se tratara.

Son las garantías de un orden de estabilidad en el régimen político; pero también para que cambie muy poco una pobreza de cifras alarmantes; y para que por esa causa se produzca siempre un reguero infame de victimas como el costo que los mismos pobres tienen que pagar: he ahí los efectos de una democracia desastrada, cuando las élites arman el tinglado de las reformas sin ejecutarlas, por miedo a

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desdecirse de sus propios privilegios; es decir, a cometer la osadía histórica de traicionarse a sí mismas.

Que también son finalmente los efectos que emanan de las conductas guerrilleras. Lo que sucede cuando un grupo armado insiste en su veta más criminal y más dañina. Cuando acomete contra los derechos apropiados por la sociedad civil, verdaderos re-ferentes simbólicos – convertidos ya en un capital social más o menos compartido por los ciudadanos promedio –; y que aparecen ya no únicamente violados y maltratados por un régimen en funciones sino además por la propia guerrilla, el sujeto que debería atraer para sí tal capital simbólico. El mismo que en principio debería realizar gestos de respeto por contraste con el régimen al que combate.

Incapaz de absorber esa riqueza de legitimación, en caso de que la pierda su ene-migo, el régimen político; la guerrilla corre el riesgo de solo exhibir su lado más ne-gativo, oscureciendo por completo la presentación de sus reivindicaciones sociales y políticas.

El efecto no puede ser más perverso; de donde surge el perjuicio para esas mismas reivindicaciones. Pues por la reacción que provoca termina llevando el agua al molino del régimen al que combate; que de ese modo encuentra el terreno abonado no solo para que la legitimidad que eventualmente pierda no vaya a otras manos, sino para hacer circular con eficacia en la sociedad, su discurso de defensa contra una amenaza general; fuente esta de la que extrae un apoyo para la reproducción de unas condicio-nes de existencia, sembradas de privilegios y exclusiones.

Un escenario menos sombrío sería el que fuera trazado por una voluntad más decidida del presidente Juan Manuel Santos para hacer de su ley de víctimas y tierras y de su ley sobre el desarrollo rural, un factor de transformaciones agrarias; de modo que sus avances demostrados le permitieran creíblemente ponerlas en conexión con un marco serio para unas negociaciones de paz; sin el abandono de la presión militar, cosa que nadie le pediría, antes de entrar en la pista final de una acuerdo.

En el caso de las FARC, no hay que pasar por alto mensajes que han emergido como pequeñas y aún informes volutas de humo, desde sus trincheras. En primer térmi-no, las reiteradas manifestaciones proferidas por sus jefes, en el sentido de querer iniciar conversaciones con su enemigo, el Estado a través del actual gobierno. Todo ello aparentemente sin consideraciones retaliadoras por los golpes letales que han recibido en el corazón mismo de su dirección; algo a lo que se ha sumado la liberación unilateral de los últimos militares en poder de sus frentes; y la promesa de abandonar el secuestro como su arma de “lucha” y de financiación.

Por otra parte, la aparición germinal pero vigorosa de un “movimiento”, entre social y político, “La Marcha Patriótica”, compuesto por múltiples organizaciones populares,

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con asiento en las regiones, muchas de estas no ajenas al conflicto, estaría demos-trando que habría entre ellas y el fenómeno guerrillero coincidencias programáticas; desde donde podría pensarse en la existencia de un grupo armado, que a pesar de haber dado prevalencia a su lógica de aparato armado, se las ha arreglado para tener un margen para buscar alguna legitimación (y por qué no, una articulación) con secto-res populares en el orden local.

El surgimiento de un movimiento de esta naturaleza, no opuesto explícitamente a las FARC, en principio debería obligarlas a una mayor responsabilidad “ética y revolucio-naria”. En principio, también una “Marcha”, así, podría abrir espacios favorables a la fabricación de gestos y de ofertas, más propias de la política y de la protesta social que de las armas y del delito.

Lo cual no dejaría de ser útil para el acercamiento de una solución al conflicto armado. Solo que el requisito debiera ser que el grupo armado traspasase un umbral en su conducta político-militar: el de querer negociar y no solo conversar.

El de querer hacer política y postular reivindicaciones sociales, en lugar de inducir a otros a la malhadada combinación de las formas de lucha. Por otra parte, debería encontrar en el horizonte de sus expectativas estratégicas, el hecho de que es una ganancia la negociación con el Estado en el marco de unas concesiones que éste haga en materia agraria. Y de que también lo es el convertirse dentro de ese proceso en una fuerza política.

Es decir, que es rentable la actitud de traicionar su lógica militarista en aras de la ganancia política y social. Del mismo modo, las posibilidades de paz se abrirán desde el punto de vista del gobierno, si el Presidente Santos honrara por encima de todo sus palabras en el sentido de convertirse venturosamente en un “traidor” de su propia clase, la de los ricos y poderosos, con su disposición a afectar privilegios.

De que estas dos traiciones eventuales se crucen en algún momento y en algún lugar, depende que se abra pronto una luz para un acuerdo de paz y no para una simple derrota militar. Todo un quid pro quo de “traiciones” virtuosas, que por lo visto no se insinúa todavía a la vuelta de la esquina.

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3.

LA GUERRA FÁCIL, LA PAZ DIFÍCILMedófilo Medina Licenciado en Historia de la Universidad Nacional, Ph.D en Historia de la Universidad M.v.Lomonosov de Moscú, profesor titular y emérito de la Universidad Nacional, ha sido profesor visitante en universidades de Ecuador, España y venezuela. Ha publicado libros y artículos sobre historia contemporánea de Colombia y venezuela y sobre enseñanza de la Historia.

Perspectivas y dificultades de la paz

La presente comunicación reúne unas notas sobre el conflicto interno colombia-no pensadas, no desde la óptica de un especialista sobre el tema, sino desde el prisma de observación de quien ha pasado largos años de activo comercio con

la historia contemporánea de Colombia y algunos también espigando en la historia comparada de América Latina.

Celebro que hoy tengamos licencia paran usar el código conflicto interno sin ser auto-máticamente lanzados a las entrañas de alguna tenebrosa bigornia.

Perdonen que empiece con hilvanes que tienen un toque autobiográfico. En 1965 ya en el primer año de universidad entré a la JUCO (Juventud Comunista). Participé en los coros que en las manifestaciones gritaban el estribillo: Solidaridad con los campe-sinos de Marquetalia, el Pato, Riochiquito. Los grupos armados del Sur del Tolima en-tre 1964 y 1965 entraron en la etapa guerrillera con voluntad de proyección nacional. En 1966 el X Congreso del Partico Comunista consagró la política de la Combinación de todas las formas de lucha. La historia de la autodefensa campesina proclamada en octubre de 1949 había quedado atrás y las guerrillas agrarias habían sido engarza-das en un horizonte revolucionario estratégico. Por entonces me atenazaba la duda, pequeño burguesa, probablemente, de si el PC sería capaz de mantener esa política.

Confiaba mis incertidumbres a Álvaro Fayad, más veterano en términos políticos que yo. El me respondió sin vacilar: Esa es una política irreversible. Mantuve mi total apego a esa línea hasta 1977. Si acaso dudaba por momentos en la necesidad de la lucha armada era porque las acciones guerrilleras me parecían episodios de escasa contundencia escenificados en ámbitos geográficos más bien periféricos.

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El Paro Cívico de 1977 en cuya preparación jugaron un rol decisivo el Partido Comunis-ta y la central obrera que éste orientaba, la CSTC, (Central Sindical de Trabajadores de Colombia) derribaría mi convicción. Justamente en las semanas anteriores al 14 de septiembre me había enfrascado en una investigación sobre los paros cívicos locales que habían tenido lugar, entre el Paro Cívico Nacional del 10 de mayo de 1957 y 1977, el año del que se preparaba. Los resultados fueron recogidos en un artículo que se constituyó en la primera aproximación académica sobre esa forma de lucha. En las elecciones siguientes de 1978 la coalición política en la que participaba el Partido Comunista, la Unión Nacional de Oposición UNO, obtuvo en las urnas resultados des-alentadores. La pregunta que cualquier interesado podía formularse era la siguiente: ¿Por qué el éxito que el PC y otras fuerzas de izquierda alcanzaron en la protesta no se reflejó electoralmente?

Con rapidez se me fue imponiendo la conclusión de que había una indudable asimetría entre la política formulada por el PC y las pautas de cultura política que determinaban la disponibilidad popular para participar en acciones colectivas de gran alcance. Eso cubría a lo que era el eje de la visión de los comunistas colombianos sobre el sentido del trabajo revolucionario: La combinación de todas las formas de lucha. Es preciso decir que la expresión trasmite un cierto sentido común que enmascara su contenido histórico. No se trata de la combinación de una huelga obrera con una toma de tierras, un paro estudiantil, una marcha, un plantón. Ni siquiera la expresión atiende a com-binación de formas violentas y pacíficas, legales e ilegales. Se trata en la acepción colombiana de la combinación específica de la acción armada realizada por formacio-nes militares estables de un lado, con la acción amplia de masas en sus modalidades corporativas - gremiales y político-electorales, por el otro. El ensayo de armonización de esas estrategias divergentes perpetuó desde la izquierda en Colombia una trágica búsqueda, con inclusión de la violencia, de la cuadratura del círculo.

El Paro Cívico de 1977 es una marca de fuego que señala un cambio político crucial en la historia contemporánea de Colombia no tanto por el acontecimiento mismo sino por las consecuencias que de él extrajeron diversas fuerzas políticas. El establecimiento colombiano que desde 1978 sería representado por el Gobierno de Turbay, en total entendimiento con la cúpula militar, encabezada por el general Camacho Leiva, vio el 14 de septiembre como la amenaza inminente para las llamadas Instituciones. El Estatuto de Seguridad permanecerá como la expresión gráfica del estado de ánimo de las clases dominantes y de su respuesta. La mayoría de la izquierda y el particular las direcciones guerrilleras (FARC, M-19, ELN, EPL y otras menores) leyeron el 14 de septiembre en clave insurreccional. Lo obvio era preparar un nuevo paro al cual, al decir de Jacobo Arenas, había que ponerle los fierros.

Colombia país entró en una etapa de reacción política y de polarización de la que no se avizora aún salida. En esa coyuntura el país experimentará otros cambios y novedades de enorme significación. Por primera vez el café desciende por debajo del

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50% en el conjunto de las exportaciones. El narcotráfico había entrado con fuerza incontrastable mediante la bonanza marimbera en la economía y la sociedad desde el inicio de la década de 1970.

Quizá por distintos caminos otras personas dentro del PC arribaban a conclusiones sobre la combinación de las formas de lucha, similares a las que yo había llegado. Algunos agruparon a tales militantes bajo la denominación de tendencia de derecha.

En verdad se trataba de muy pocos miembros del Partido, que por otra parte no bus-caron ninguna articulación como grupo. En la etapa preparatoria del XIII Congreso del P.C. que tendría lugar en noviembre de 1980 se planteó el debate. Moris Ackerman en el órgano de discusión del Congreso, Tribuna del XIII Congreso, colocó un breve artí-culo en que planteó la discusión sobre la política de Combinación. En el siguiente nú-mero de ese periódico se publicaron artículos que en forma vehemente replicaron los argumentos de Ackerman. Las repuestas más fuertes salieron de la pluma de Manuel Cepeda, miembro del Secretariado del PC, con lo cual se ponía el peso del argumento de autoridad y de Eduardo Pizarro Leongómez, por entonces uno de los voceros de los intelectuales comunistas. Apenas planteada, la polémica se abortó. El XIII Congreso confirmaría de nuevo la línea de partido agregando un término a la formula. Ahora se trataba de la combinación adecuada de todas las formas de lucha.

Yo permanecería años más en el PCC hasta 1989 manteniendo esa divergencia deci-siva en la creencia de que una política que estimaba tan equivocada sería desecha-da. Tal cosa no sucedió al menos durante esos años. Mi desacuerdo con la política descrita no me apartó de seguir de manera más o menos sistemática la evolución del conflicto interno en Colombia y las vicisitudes de la parábola político-militar de las FARC. Yo señalaría en homenaje a la verdad que en la práctica la guerrilla mostró algún grado de coherencia cuando abandonó la idea de la combinación de las formas de lucha. Ello no implicó el retiro de su visión política sino que implicó un diseño nuevo de las fórmulas de organización política clandestinas sujetas a la dirección de las FARC.

No abandoné nunca la persuasión sobre la necesidad de una salida política negociada del conflicto interno. Tal convicción se alimentó antes que en consideraciones éticas en el convencimiento de que la confrontación de las guerrillas y el Estado no tendrá una solución definitiva por el camino militar. Por largo tiempo he redundado en el ejercicio de descifrar en las viceversas de la guerra, en las encrucijadas del conflicto, aquellas señales que me parecen portadoras de una promesa de paz. Se trata de buscar, como hacían los antiguos, en la lectura de las vísceras de los animales sacri-ficados en el altar los anuncios de la favorable o de la adversa fortuna. Ese ejercicio siempre será posible. Mientras se prolongue la guerra una y otra vez saldrán de ella señales que anunciarán la Paz. El ejercicio de leerlas puede llevar a quien lo practica a tomar los deseos como realidades. Por eso la formulación de hipótesis de Paz debe

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relacionarse de manera estrecha con la evaluación minuciosa de las fortalezas que retenga la guerra y con el estudio de los balances de poder de los partidarios de la Paz y de los usufructuarios y beneficiarios de la guerra.

Si se mira la historia reciente de la paz asociada al proyecto de una salida política al conflicto la síntesis resultante resulta sombría. La duración está enmarcada entre la negociación con el M-19 a la que se vio precipitado Turbay Ayala en 1980 luego de que la guerrilla se hubiera tomado la Embajada de República Dominicana en Bogotá y hubiera mantenido como rehenes a varios embajadores, entre quienes se encontraba el de Estados Unidos, Diego Ascencio. Son 32 años durante los cuales no ha dejado de correr la sangre de las víctimas de la violencia. En un editorial del 31 de julio de 2011 el diario “El Tiempo” al hacer un balance de seis años de vigencia de la llamada Ley de Justicia y Paz, se anotaba: “En estos seis años, los ex “paras” han confesado más de 177 mil homicidios, 36 mil desapariciones forzadas…” En su informe de 2008 Am-nistía Internacional anotó con respecto a Colombia: “A lo largo de los últimos 20 años, más de 70.000 personas, la gran mayoría de ellas civiles, han muerto a consecuencia de las hostilidades, mientras que entre tres y cuatro millones se han visto obligados a abandonar sus hogares”

Es cierto que en el transcurso de esos 32 años se dieron hechos memorables en los anales de la Paz. Ya aludí al auspicioso inicio del período con las conversaciones de la Embajada y su feliz culminación sin derramamiento de sangre. Igualmente la coyuntura 1989 – 1991 fue fecunda en realizaciones de paz. Se trata del proceso que se abrió con las negociaciones y acuerdos entre el gobierno de virgilio Barco en 1990 y el M-19, secuencia que se continuó en 1991, ya bajo el gobierno de Cesar Gaviria con los pactos que involucraron al Ejército Popular de Liberación (EPL), al movimiento Armado Quintín Lame (MAQL) y al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y más adelante a la Corriente de Revolución Socialista (CRS).

Pero esos capítulos quedaron como cristalizaciones parciales de la Paz. El gobierno de Cesar Gaviria (1990-1994) se mostró adverso hacia la causa de la paz. De manera abrup-ta la toma militar del campamento de Casa verde, sede del Secretariado de las FARC, ordenado por el presidente cerró las conversaciones con esa guerrilla el 9 de diciembre de 1990 el mismo día en que tuvieron lugar las elecciones de los constituyentes.

La Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar que miraba a la Asamblea Nacional Cons-tituyente como un foro excepcional para llevar sus planteamientos políticos buscó presionar la reiniciación de las conversaciones mediante el ingreso de una comisión conformada por ella en la Embajada de venezuela el 30 de abril de 1991.

Después de diversos incidentes, el gobierno y la CGSB mediante acuerdo sostuvieron una primera reunión en el sitio de Cravo Norte en Arauca entre el 15 y el 17 de mayo. De allí arrancó un capítulo de conversaciones intensas de paz que comprendió dos fases:

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De junio a noviembre de 1991, la primera, con escenario en Caracas. La segunda tuvo lugar en Tlaxcala, se extendió de marzo a junio de 1992 y transcurrió de manera vacilante. El gobierno usó argumentos frágiles para romper estas tentativas de paz. Mientras tanto el proceso constituyente que constituía un gran aliciente para la CGSB había llegado a su término. La proclamación de la nueva Constitución se produjo el 3 de julio de 1991. En verdad cuando las conversaciones por acuerdo transcurren sin suspensión de la guerra los pretextos para la ruptura se producen con frecuencia.

En el balance general de políticas de paz y de diálogo, el balance hasta el presente resulta desfavorable para la causa de la paz. De los más espectaculares y prolonga-dos procesos de diálogo y negociación del período: Belisario Betancur – Casa verde (1982–1985) y Andrés Pastrana - San vicente del Caguán (1999-2002) se desprendie-ron etapas de escalamiento de la guerra y de severa descomposición de la misma. Al tiempo el sistema político colombiano se hizo más autoritario y antidemocrático. De estas “experiencias” de diálogo entre Gobierno e insurgencia se puede concluir que no hay nada más favorable como estímulo a la continuación endémica de la guerra y a la profundización de su descomposición que los “procesos de paz” fracasados.

Entonces el curso hasta ahora reversible e incierto de la paz demanda el análisis sobrio de las fortalezas inerciales de la guerra y el estudio de los factores emergentes que una y otra vez la alimentan.

El historiador económico Carlo Cipolla en un libro que es una especie de camafeo por envolver reflexiones profundas en un sutil pañuelo de humor, expone en su pequeño libro: Allegro ma non troppo las tres leyes de la estupidez. La tercera ley reza: “Una persona estúpida es aquella que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”.

La violencia en Colombia no es obra de estúpidos, produce beneficios a quienes la patrocinan, la apoyan o realizan. Es desde esa verdad elemental desde donde se ex-trae la lógica de argumentación sugerida en el título del presente ensayo. Se quiere recabar en los intereses y en el poder de los medios sociales que favorecen la guerra con independencia de los generalmente altos objetivos que se proclaman en su jus-tificación.

Factores de afianzamiento de la guerra

Conflicto interno y economía

En su origen los procesos de violencia que se precipitaron en Colombia en el siglo XX muestran con cierta claridad sus causas. A medida que esos procesos se prolongan

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van incorporando componentes nuevos que ensanchan su cauce primero y elevan su nivel de complejidad. Eso ocurrió en la violencia enmarcada en el período 1946 – 1964. En sus primeros desarrollos la violencia obedeció al hecho de que el Partido Conservador bajo el apremio del caudillo Laureano Gómez quiso mantenerse en el poder cuando no podía conquistar una victoria incuestionable en las urnas. En aquella situación el partido gobernante usó los medios coercitivos del Estado para “persua-dir” a votantes liberales para sufragar por los conservadores y para homogeneizar la votación en provecho propio de municipios donde los liberales eran minoría, amén de procedimientos de fraude electoral. Luego de esa etapa, agentes privados aprovecha-ron el río revuelto y se involucraron con sus intereses en la procelosa corriente de la violencia: gamonales políticos, terratenientes, agroinversionistas, comerciantes de provincia, ganaderos. Más allá del entorno rural, la violencia se mostró funcional a intereses industriales que vieron con satisfacción que se instauraba un clima cruda-mente hostil hacia un sindicalismo independiente y por supuesto a la unidad de los trabajadores en la organización sindical nacional.

En la violencia que se desencadenó a finales del decenio de 1970 confluyeron di-versos intereses económicos, políticos y militares, confluencia que llevó a algunos analistas, a quienes se los bautizó como los violentólogos a hablar no de violencia sino de violencias vinculadas a una pluralidad de actores. Aquí no se persigue realizar un análisis de conjunto sobre la violencia si no se quiere identificar algunos nichos en los cuales la violencia se torna funcional a intereses privados o corporativos y más globalmente al modelo económico neoliberal que se impuso en las políticas económi-cas y sociales del Estado desde el inicio del decenio de 1990.

Un campo de entrelazamiento entre economía, política e inversiones es el conformado por el paramilitarismo. La intencionalidad explícita contrainsurgente que presidió la creación de las autodefensas por parte de terratenientes y ganaderos le ganó el apo-yo de los militares. Al poco andar los narcos también las apoyaron estimulados por su propia experiencia de confrontación con el M-19 mediante el grupo MAS (Muerte a Secuestradores). El MAS mostró dos características que surtieron como efecto de demostración: celeridad de su organización y eficacia en los resultados. El grupo fue creado por el Cartel de Medellín como reacción al secuestro por parte del M-19 de Martha Nieves Ochoa. El MAS se organizó entre noviembre y diciembre de 1981 y logró la liberación de la secuestrada el 16 de febrero de 1982 sin pagar rescate.

Pronto gracias al poder de la organización y de las armas las Autodefensas se consti-tuyeron en un dispositivo de un modelo de captura de rentas y en algunas regiones en un modelo de acumulación de capital. Esa condición les permitió a las Autodefensas afianzar un esquema de afinidades electivas con narcotraficantes, ganaderos, palmi-cultores y empresarios. En esa constelación el paramilitarismo asumieron funciones diversas a gusto de los clientes: guerra contra las guerrillas, castigo a las comuni-dades que las apoyaban o que se presumía su respaldo, proveedores de protección

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a empresas y a transnacionales, (Drummond, Chiquita Brands, BP), despeje y expro-piación de tierras a colonos y pequeños campesinos en provecho de ganaderos, y de inversionistas y empresarios.

La investigación sobre temas como el paramilitarismo, el Conflicto Interno, la parapo-lítica ha producido un alto número de publicaciones y ha alcanzado notable nivel de análisis serio y detallado. Aún son escasos los intentos de estudios que se propongan relacionar un amplio número de variables que hagan posible la elaboración de sínte-sis comprehensivas. Avances importantes del análisis de la relación entre economía y paramilitarismo se pueden consultar en el libro editado por Mauricio Romero vidal: La economía de los paramilitares. Con base en este libro se han elaborado algunos esquemas que se presentan a continuación y que buscan destacar la configuración de las maquinarias de captura de rentas y de acumulación de capital. Se presentan ape-nas como ejemplos y no como la pretensión de colocar en esquemas a todo el país. Incluso las exposiciones del libro de Romero ofrecen material para la representación gráfica de otras situaciones.

Maquinarias paramilitares de captura de rentas

EJEMPLO 1

Lugar Estructura Paramilitar

Modalidad de captación

Entidades de referencia

Casanare ACCMartín Llanos

Regalías Municipios

Cooperativas

Coopnal

Cotelco

Coespro

CONALDEProyecto de

inversión socialAsesorías para

diseño y tramite

Entidades Departamentales

Comisión Nacional de Regalías

Fondo Nacional de Regalías

Pérez Salazar, Bernardo. “Historias de la captura de rentas públicas en los Llanos orientales”. En: Romero, Mauricio. La eco-nomía de los paramilitares. Bogotá: Debate, 2011.

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EJEMPLO 2

Pérez Salazar, Bernardo. “Historias de la captura de rentas públicas en los Llanos orientales”. En: Romero, Mauricio. La eco-nomía de los paramilitares. Bogotá: Debate, 2011.

Romero Mauricio; Olaya, Ángela; Pedraza Hernán. “Privatización, paramilitares y políticos: el robo de los recursos de la salud en la Costa Caribe”. En: Romero, Mauricio. La economía de los paramilitares. Bogotá: Debate, 2011.

Lugar

Lugar

Estructura Paramilitar

Estructura Paramilitar

Modalidad de captación

Modalidad de captación

Referencias

Referencias

Meta

Departamentos de la Costa Atlántica

Bloque Centauros Miguel Arroyave

Bloque Norte Jorge 40

Empresas

Departamentos

Maquinaria de extorsión

E.S.E José Prudencio Padilla

13 cooperativas

Sistema tributario del bloque Centauros• Cobros mensuales a la multinacional petrolera Perenco• Impuestos a comerciantes del 5% sobre ventas facturadas anualmente• “vacunas” a los hatos ganaderos y a propietarios de más de 20

hectáreas• Extorsión en retenes a vehículos de carga• Impuesto a transporte de insumos para el procesamiento de droga• Cobros a carro tanques de gasolina• Pagos a pasta de cocaína que pasaba por los retenes

Multinacional petrolera

Municipios

Población en general

Sistema de salud de la costa Atlántica

EJEMPLO 3: Apropiación de recursos de la salud

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Maquinarias paramilitares de acumulación

EJEMPLO 4. Proyecto agroindustrial de palma

Franco, vilma; Restrepo, Juan. “Empresarios palmeros, poderes de facto y despojo de tierras en el Bajo Atrato”. En: Romero, Mauricio. La economía de los paramilitares. Bogotá: Debate, 2011.

Uno de los fenómenos que se desprenden de la lectura de los cuadros anteriores es el de la enorme capacidad organizativa de los paramilitares no sólo para capturar rentas sino para proyectar modelos sectoriales de acumulación de capital. Pero también a esa tabla se asoman las razones de tal proeza organizativa: el paramilitarismo se encontró cronológicamente con el proceso institucional de la municipalización y regio-nalización del país. La primera ola de ese proceso con ayuda de políticos regionales se tomó en parte ese proceso y lo pervirtió.

Si en el campo político es clara la dimensión sistémica de la manipulación del con-flicto interno, en el plano económico es importante establecer el juego del parami-litarismo en la escala macro de la reproducción ampliada del capital. Al respecto se impone la funcionalidad del paramilitarismo con la gravitación del neoliberalismo en la economía. Asumir tal relación remite a la búsqueda de respuesta al hecho de cuá-les son los factores que explican que el neoliberalismo acuda en Colombia a aparatos militares paralelos a los del Estado cuando en otros países la imposición del modelo neoliberal haya avanzado por otros caminos. Las anteriores anotaciones que aluden al orden macroeconómico no dejan las relaciones paramilitarismo – economía, como una correlación espontánea, como sistema de afinidades electivas sino que se ali-menta también de alianzas entre paramilitares y empresarios. Ramas enteras como la palmicultura deben mucho de su expansión al concurso paramilitar. Los paras “libera-ban” tierra y luego llegaban los inversionistas a esas para ellos tierras de promisión.

Lugar Estructura militar Modalidad de captación

Bajo AtratoUrabá

ACCU

Brigada XvI del Ejército

Urapalma (vicente Castaño)

Sociedades anónimas

Sociedades limitadas

Asociaciones sin animo de lucro

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Desde las tribulaciones presentes hace falta de nuevo constatar el uso de la violencia en anteriores etapas de la historia contemporánea de Colombia. De manera documen-tada se siguió para la agroindustria de la Caña de azúcar en el Departamento del valle desde finales de los años cuarenta o para zonas de la economía cafetera el Occidente particularmente en el Quindío. Si no operaran constelaciones de afinidades electivas sistémicas no se entendería que aunque la violencia se desarrolle preferentemente en medios rurales o urbanos no industriales resulten perseguidos y asesinados sindi-calistas de ramas urbanas de la economía.

No se rinde aquí tributo a una visión anclada en la constatación de inexorables con-tinuidades. Lo que espolea el interés cognitivo es la necesidad de identificar e in-vestigar los factores que mantienen ciertas inercias y continuidades. En este caso el incesante reciclamiento de la correlación de violencia y economía. La prolongación del conflicto interno favorecerá, como en no despreciable medida lo ha hecho hasta el presente, la prolongación de esa correlación y con ella poderosos intereses adversos a una salida política a la confrontación guerrilla-Estado.

El interés del conflicto interno para el campo militar-corporativo

A la reunión sostenida el 10 de mayo de 2011 entre el Presidente de la República, la dirección del partido de la U y la bancada oficialista y a la cual acudió Santos con la cúpula militar, fueron los altos mandos los que intervinieron sustentando la nece-sidad de incluir el correspondiente artículo que reconoce la existencia del conflicto armado en el que aún era el proyecto de la que se convertiría en la Ley de víctimas y restitución de tierras. Por los medios de comunicación ellos han reiterado el núcleo de la justificación en aquella ocasión sustentada por los altos oficiales. El retorno a la denominación facilita mejores condiciones para darle curso a una nueva etapa de la guerra, crea la cobertura legal para la acción de los militares. La preocupación del gobierno y de las Fuerzas Militares es la de compatibilizar formalmente la guerra co-lombiana con normas del Derecho Internacional Humanitario. Los militares no sienten la adopción del código conflicto interno como una imposición, sino que la reciben como una necesidad.

Para entender el rol político que juegan las Fuerzas Militares hoy hace falta recordar algunos hitos de su trayectoria desde el inicio de la segunda mitad del siglo XX. Las Fuerzas Armadas modernas profesionales, se originaron en las condiciones de la Guerra Fría en la cual tuvieron una experiencia directa. La experiencia internacional contribuyó a configurar ideológicamente a la oficialidad colombiana como un partido político, el partido del anticomunismo. La generación de los oficiales, denominada como la de los coreanos, es la que ha tenido una más sostenida y profunda influencia en las filas castrenses.

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Los militares se fortalecieron estratégica, técnica y políticamente en el desarrollo de la guerra interior que fue además tomada como capítulo nacional de la guerra contra el comunismo internacional. La vinculación de las FARC con el Partido Comunista, del ELN con Cuba y del EPL con el maoísmo “confirmó” nacionalmente la autopercepción de los militares. El plan de reingeniería y modernización diseñados, y puestos en mar-cha desde la segunda mitad de los años noventa, han conducido al incremento del gasto militar que no sólo ha crecido sino que lo ha hecho de manera desproporcionada en relación con otros rubros del gasto del Estado en particular en el decenio 2000 – 2009. El presupuesto militar pasó del 4.6% en el primero de esos años al 6.2% como porcentaje del PIB en el segundo.

Para finales de 2009 Colombia ocupaba el primer lugar en América Latina por el peso específico del gasto militar en relación con el PIB de los países de América Latina.

El pie de fuerza ha aumentado de manera significativa. Pasó de 313.406 hombres en 2002 a 453.014 en 2010. El número de soldados profesionales ascendió de 21.908 a 89.918 en el mismo lapso. Las cifras y proporciones anteriores constituyen una indi-cación importante sobre el poder de las Fuerzas Armadas en el país.

El alto número de militares es un factor más que no les permite a estos dirigir con serenidad la mirada hacia un hipotético postconflicto. Advierten en ese escenario la inevitable disminución del número de hombres en armas. Obviamente tal percepción es cierta para las tropas como para los oficiales. Si se mira el escenario actual de las Fuerzas Militares se tiene ante los ojos un factor que apunta a las complejidades de un proceso de paz que implicaría una reforma a fondo en este campo. No podría pensarse por ejemplo en un licenciamiento masivo sino en soluciones de las cuales por ahora nadie se ocupa.

El fuerte poder político de los militares tiene su correlato en las ventajas de orden corporativo conquistadas en el curso del interminable conflicto interno. La guerra ha significado la garantía a prebendas muy peculiares. Son las Fuerzas Armadas el único sector que fija las pensiones de sus servidores a partir del salario de los tres últimos meses de trabajo, como también el que conserva la cesantía retroactiva. La invo-cación de argumentos de seguridad en relación con el conflicto interno justifica la consagración de toda suerte de facilidades y servicios exclusivos para los miembros de la Fuerza Pública de los cuales de lejos no gozan los empleados del Estado. Es decir, el patriotismo contrainsurgente tiene nutrientes que no se originan únicamente en los hechos bélicos sino que los tiene también en el orden de la vida cotidiana de las personas.

Es absolutamente necesario para una comprensión cabal y de conjunto de la significa-ción de los militares en la actual situación colombiana mirar otra faceta del problema. Tenía sin duda razón el general Fernando Landazábal cuando en entrevistas concedi-

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das al autor del presente artículo en febrero de 1998 dos meses antes de su execrable asesinato, señalaba lo siguiente: “Siempre he dicho que la paz se hará el día que el gobierno autorice al mando militar para hacer la paz o hacer la guerra, cuando la guerrilla sepa que la paz depende del mando militar. Entonces cuando se converse, la guerrilla sabe que el mando militar no la traiciona y que lo propuesto y aceptado se le va a cumplir”. Más adelante añadió: Y “el mando sabrá que la guerrilla le cumplirá”.

Con respecto al punto se plantea una inquietante paradoja: es absolutamente necesa-rio para un proceso de paz exitoso que los militares participen de lleno en tal proceso pero por consideraciones políticas, así como por razones ideológicas y por intereses corporativos, las Fuerzas Armadas no han estado hasta ahora en condiciones de acep-tar un proceso de paz. En el gobierno de Belisario Betancur el saboteo de los militares a la política de paz no sólo fue uno de los momentos que explican el fracaso de ese proceso sino de la manera atroz en la que se cerró aquel capítulo. En el proceso del Caguán (1999 – 2002), los militares toleraron los diálogos entre el Gobierno y las FARC pero no estuvieron en disposición de coadyuvar de manera propositiva a su cul-minación exitosa. La fragilidad de la aquiescencia militar se manifestaba en los varios conflictos entre el Presidente de la República y los altos mandos con involucramiento incluso del Ministro de Defensa a lo largo de la vigencia de la zona de distensión.

El gobierno del presidente Juan Manuel Santos desde su discurso de posesión el 7 de agosto de 2010 aludió de manera enigmática a las posibilidades de negociaciones con la insurgencia. Desde entonces los “rumores” de paz no han cesado. El gobierno ha mantenido al respecto discreción a toda prueba. Pero de las varias preguntas que objetivamente se plantean, se destaca aquella que se refiere a los elementos de entendimiento que logre el presidente con los militares en dirección a una salida negociada. La anuencia de los militares es algo que pasa por la negociación con ellos. En este campo las declaraciones sobre el civilismo del sistema político colombiano y sobre la condición constitucional del Presidente de la República como “comandante en jefe” no tiene significación decisiva.

En un orden de argumentación que no se remite a lo que en esta exposición se ha identificado como las fortalezas de la guerra sino que apunta a la importancia del problema, es necesario tomar en cuenta una de las justificaciones básicas desde las razones de Estado de la guerra contra la Insurgencia: la consolidación del monopolio de la fuerza, la liquidación de un estado latente de insurrección. La tremenda paradoja consiste en que en tanto el conflicto interno se prolongue, la guerra tal como se libra en Colombia tiende a su degradación. Entonces el Estado se aleja de la construcción del monopolio de la fuerza en tanto se trata del monopolio legítimo de la fuerza.

Para las guerrillas el factor militar ha cobrado niveles altos de autonomía en relación con los componentes sociales y políticos del movimiento. La necesidad de responder al reto militar hizo inevitable el involucramiento de las FARC con los cultivos ilícitos,

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primero mediante el cobro del impuesto de gramaje y pronto con el comercio de la droga. Ya antes el hecho de que la densidad de las comunidades de colonos o cam-pesinos no permitiera un apoyo económico consistente a las guerrillas estas habían dado curso a la práctica aberrante del secuestro. La prolongada resistencia del ELN a su relación con el narcotráfico fue finalmente vencida cuando los recursos prove-nientes de la extorsión a las compañías petroleras se redujeron y aumentaron los costos de la guerra contra el Estado, pero también los originados en su confrontación con las FARC por el control de territorios. Las consecuencias de esa autonomía de lo militar precipitaron a las guerrillas en un tremedal político al tiempo que las dotaba de músculo financiero. Hoy por hoy no se proponen apuestas serias en el país por el éxito definitivo de la política de Seguridad Democrática en el aniquilamiento de la guerrilla, pero al tiempo nadie espera que la pervivencia de la guerrilla la coloque a estas en condiciones de jugar algún papel en el establecimiento de un régimen progresista-reformista en el país.

En este análisis no se desconocen los factores estructurales de la violencia y del con-flicto interno, pero al tiempo se insiste en el juego que tienen los factores subjetivos entre los cuales tienen lugar las experiencias que para la prolongación del conflicto se genera en la guerra misma. Un combatiente vive reiteradamente la sensación del ejercicio del poder emanado de las armas que permiten obligar a la gente a obrar en un sentido, a obedecer. Es este el atractivo “misterioso” que está en la base de cualquier forma de poder. En este sentido la experiencia de la pertenencia a forma-ciones militares insurgentes no hace que para la gente que la vive la experimente bajo las mismas características que emanan del ejercicio de cualquier empleo más convencional. Para los combatientes el posconflicto no resultará atractivo si no alcan-zan, al menos regionalmente algunos de los objetivos por los cuales lucharon y si no encuentran garantía de una vida socialmente decorosa y personalmente segura. Para el combatiente de base, obra como disuasivo la incertidumbre de sus expectativas de trabajo que reemplacen las condiciones que han tenido en las filas de la insurgencia. Además la desmovilización sin esquemas de reinserción de los combatientes y sin solución para conjuntos de población que apoyaron a los insurgentes implica el peli-gro del reciclamiento de la violencia. Eso se ha observado ya en procesos de reciente desarme como se consigna en documento del Observatorio de Procesos de Desarme de 2009: “Sobre la participación de desmovilizados en Organizaciones Armadas Ile-gales, el Alto Consejero para la Reintegración precisa: “Entre el 13% y el 20% de las OAI que operan en el país son de desmovilizados”.

Al plantear el tema militar en relación con las dificultades de construcción de la paz, no se ha ido en la presente exposición más allá de señalar la importancia de ahondar en la investigación y en la discusión del asunto y de llamar la atención sobre las limitaciones de los estudios que se quedan en la elaboración de las narrativas de la guerra sin abordar la sociología de los procesos militares.

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Entrelazamiento entre la política y la violencia

No es razonable sostener que el uso de la violencia en la política constituya una sin-gularidad colombiana. Pero si son identificables particularidades en el ensamble de esa relación: el carácter masivo de la violencia con fines políticos, la prolongación de períodos de violencia extendida, la creación de aparatos por fuera del Estado, enfren-tados o paralelos a este. Para el ejercicio de la violencia política, no ha hecho falta romper la continuidad institucional y la vigencia formal de la Constitución y el man-tenimiento de la cadencia electoral, tan fuerte esta última por su permanencia como por la persistencia de las patologías que la han acompañado históricamente. Esas particularidades han adquirido una consistencia mineralizada por el paso del tiempo.

A menudo se olvida que la violencia, con mayúscula, entendida como el proceso po-lítico que vivió el país entre 1946 y 1964, se desencadenó por una razón sencilla: el designio de un partido político de mantenerse en el poder cuando el veredicto de las urnas no se lo permitía. Apelaron los conservadores a la acción violenta desde el Esta-do y desde el partido: la policía, las bandas de civiles armados (los más famosos:”los chulavitas”) y sectores de la Iglesia Católica se unieron a la cruzada de aniquila-ción del adversario. La violencia en su curso incorporaría de manera importante y acelerada otros intereses suficientemente recogidos en los estudios estructurales. La respuesta liberal, comunista e incluso protestante, amplió el espectro no sólo de los sectores concernidos sino también de los problemas incorporados. La etapa ban-dolera de la violencia que Gonzalo Sánchez estima como la forma dominante de la violencia entre 1958 y 1964 se extinguió cuando a caciques regionales de los socios del Frente Nacional no les resultó necesario apoyar cuadrillas de partidarios armados que más bien resultaban disuasivas para el disfrute de la distribución milimétrica de los recursos del Estado en el seno del monopolio bipartidista.

En el período posterior al Frente Nacional el clientelismo sufrió importantes modifi-caciones y amplió su interés desde la apropiación partidista de los bienes del Estado al acceso simultáneo a otros recursos de procedencia privada y en apreciable medida mafiosa. El clientelismo tradicional ha sido estudiado con detenimiento, entre otros, por Miranda Ontaneda, Francisco Leal y Ladrón de Guevara, y en el trabajo biográfico: Juegos de Rebeldía. El clientelismo posterior al frente nacional no ha sido abordado de manera especializada pero ha sido abordado en las investigaciones sobre la para-política especialmente.

Por primera vez se habló de sectores emergentes en la arena electoral en la campaña presidencial de 1977- 1978. Por algún tiempo el tema se silenció. A comienzos del decenio de 1980 se hizo evidente el interés de sectores del narcotráfico por asumir directamente la acción proselitista y llegar a los cuerpos colegiados. Surgieron orga-nizaciones partidistas directamente sostenidas por el narcotráfico. En particular se

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conoció el Movimiento Cívico Latino Nacional (1981) de Carlos Lehder y el Civismo en Marcha (1981) de Pablo Escobar quien llegó a la Cámara de Representantes en condición de suplente. Por su parte, Iván Duque creó un movimiento político en el Magdalena Medio. El intento de ejercer la política directamente les resultó a los narcotraficantes que lo intentaron un fiasco. Era una novedad criolla que transgredía al respecto las pautas de acción de las mafias, al menos en Occidente.

El narcotráfico asimiló el fracaso y sobre sus pasos acudió al esquema clásico: influir, sobornar, proteger a los políticos pero renunciar a sustituirlos. Alguien que nunca se apartó de esa línea de conducta fue Don víctor Carranza. Esta evolución realista de la visión de los narcos en la escena pública, se encontró con factores que estaban ope-rando sobre la clase política: el agotamiento de las modalidades frentenacionalistas de cooptación de nuevos cuadros y los procesos de municipalización y regionalización que, como arriba se señaló, empezaron a introducirse en la segunda mitad del decenio de 1980. Así surgió la narco-política que alcanzaría un desarrollo prodigioso.

Si se atiende a la información cuantitativa que suministran los estudios sobre la nar-copolítica y la parapolítica se puede concluir que ellas han representado en el paso entre los dos siglos la fuente más significativa de renovación del personal político co-lombiano. Una indicación de la magnitud de la parapolítica la ofrecen las cifras de los procesos penales. Un balance temprano se hacía en abril de 2008: “Desde octubre de 2006, cuando la Corte Suprema comenzó el proceso penal, 65 congresistas han sido vinculados a esta investigación” “Del Congreso electo en 2006: el 33% del Senado y el 15% de la Cámara han sido judicializados por presuntos nexos narcoparamilitares”

Por supuesto que hay en número apreciable de políticos que están en la cárcel por sus compromisos con las mafias y los paras, pero pensar que la parapolítica está en la cárcel será una ilusión que solo puede satisfacer a espíritus simples. Las redes siguen actuando o se recomponen e incluso desde los lugares de reclusión algunos condenados siguen manejando los hilos de las políticas regionales.

Por su parte la investigadora Claudia López Hernández señalaba: “Al iniciar esta in-vestigación, en junio de 2008, la Fiscalía reportó estar investigando 264 funcionarios públicos, 83 de ellos congresistas por presuntos vínculos con el paramilitarismo. Al cierre de esta publicación, en abril de 2010, la cifra subió a 400 políticos de elección popular, de los cuales102 son congresistas”

El Discurso y la acción contrainsurgente del paramilitarismo fueron funcionales a la promoción de nuevas élites y al establecimiento de alianzas con sectores de las anti-guas. La anterior afirmación tiene un sentido contrapuesto a aquella composición que suele asimilar la narco-política a una condición marginal o externa al sistema político mismo. No parece entonces descabellado pensar que en la escala sistémica y en el

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acumulado histórico de la política colombiana se reproducen factores que alimentan la perpetuación del conflicto interno. Como ha funcionado en el curso de medio siglo, el sistema político colombiano parece impensable sin el mantenimiento del conflicto interno colombiano.

Conflicto interno y cultura política

Es la literatura de ficción antes que las ciencias sociales la que ha abordado con agudeza las transformaciones que se han producido en la cultura colombiana y en par-ticular en las mentalidades políticas y en la religiosidad en los últimos cuarenta años. Ejemplos brillantes que sustentan el anterior aserto son tres novelas: La virgen de los sicarios de Fernando vallejo, El olvido que seremos de Abad Faciolince y Líbranos del bien de Alfonso Sánchez Baute.

De los pliegues del narcotráfico se han desprendido los vectores de una involución espiritual que han tenido en la política electoral, en la acción de la Fuerzas Arma-das del Estado, en el programa contrainsurgente del paramilitarismo, en la acción “revolucionaria” de las guerrillas, otros tantos medios sociales de expansión de una verdadera contrarrevolución cultural. Señalo algunos de los elementos o fórmulas verbales que configuran el corpus de nociones y la condensación de emociones de esa contrarrevolución: El fin justifica los medios, el pragmatismo amoral, la exaltación de la revancha, la compatibilización de valores de muerte con valores legítimos. La ostentación del Kitsch traqueto.

La larga persistencia del conflicto interno ha sido manipulada para fomentar esos complejos de ideas y emociones. En un análisis de conjunto es preciso incorporar otros componentes que vienen de atrás entre los cuales cabe mencionar el individualismo estimulado por la retórica liberal o el organicismo arcaico de estirpe conservadora, la religiosidad católica hispánica y maniquea. Esas fuentes de valores tradicionales sufrieron mutaciones importantes pero han aportado una apariencia de consistencia a los modelos mentales hoy dominantes.

En el paisaje cultural presidido por los signos descritos, la causa de la Paz no tiene juego, ha perdido la popularidad de que gozó al menos en algunos momentos del pasado como ocurrió en los años ochenta y noventa del siglo pasado. Aún cuando ya avanzaba la involución cultural, sectores partidarios de una salida política negociada al conflicto interno mantuvieron la iniciativa como lo deja ver el repaso de los eventos de estudio sobre la paz y las numerosas organizaciones que se crearon para pro-moverla. Recuérdese que en octubre de 1998 diez millones de colombianos votaron afirmativamente el mandato por la paz.

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Todavía hoy, grandes sectores de la opinión pública están aún envueltos por lo que el autor de este texto ha llamado el síndrome del Caguán En esa representación no cabe la idea que durante la vigencia de la zona de despeje a ninguna de las partes la animó una genuina y concreta voluntad de paz. El gobierno de Pastrana porfiaba por la desmovilización que no implicara conceder algo de importancia. Simultáneamente impulsaba la modernización y reingeniería de las Fuerzas Armadas. Por su parte las FARC planteaban sus demandas y hablaban a numerosos auditorios pero proseguían la acción militar en preparación de una nueva etapa de la guerra. El balance inducido por la posición oficial y por el discurso electoral fue el de un gran engaño de las FARC a un establecimiento más o menos incauto que había estado dispuesto a conceder reformas sociales y políticas substanciales. Sobre el proceso del Caguán no hay lugar para plantear la pregunta ¿Quién le puso conejo a quien? Se impone una conclusión: la zona de distensión fue el escenario de un juego perverso en el que los protagonistas se ponían conejo mutuamente y conjuntamente le ponían conejo al interés nacional!

El síndrome del Caguán engendró el fenómeno del uribismo y aún hoy explica en bue-na medida los índices de popularidad del expresidente. La más importante moviliza-ción humana registrada en Colombia después del 9 de abril de 1948 de condena a las atrocidades de las FARC, el 4 de febrero de 2008, estuvo presidida por el sentimiento de odio y por el estímulo a la revancha. No cabía esperar por aquel tiempo la mani-festación de comprensión alguna por las FARC, pero sí golpeaba la colosal asimetría con el silencio e incluso la condescendencia con las masacres del paramilitarismo.

Tienen significación como contribución a la búsqueda de una salida negociada la po-lítica de devolución de parte de las tierras usurpadas, y el reconocimiento de las víctimas. Los dos asuntos fueron recogidos en la Ley de víctimas y devolución de tierras, la distensión internacional lograda por este gobierno con los vecinos. Pero en el conjunto de las estrategias puestas en marcha no incorporan las políticas so-ciales que deberían acompañar la ambientación de un proceso de paz. Pareciera que las cinco locomotoras que conducen el Plan de Desarrollo se desplazan en dirección contraria a la Paz.

Aspecto de primera importancia se relaciona con el estado de ánimo de la gente con respecto a un posible plan de paz. La embriaguez bélica de las mayorías de la opinión pública hace que al menos en materia de paz hasta el presente el gobierno de la “Uni-dad Nacional” presidido por Juan Manuel Santos sea objetivamente un gobierno dé-bil, cautivo. Una posición firme a favor de diálogos con la insurgencia podría resultar severamente castigada por la mayoría de la opinión. El nebuloso, hablemos de Cano, y cierto mutismo del ELN permiten dudar que desde allí puedan salir señales capaces de producir impacto fuerte a favor de la negociación.

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A manera de conclusión

Al identificar los intereses económicos que resultan favorecidos por el conflicto in-terno y con ello constatar que la opción por la guerra responde con frecuencia a una elección racional, al asumir que hay poderosos sectores políticos y militares que mi-ran con hostilidad la salida política negociada a partir de análisis sectoriales y corpo-rativos en términos de costo – beneficio, al admitir que la evolución cultural de país favorece la guerra, podría esperarse que la conclusión sea que cualquier lucha por la paz hoy sea apenas la invitación a la extenuante reanudación de un inútil combate.

No es así. Las notas anteriores apenas plantean que es preciso explorar el estudio de la violencia a partir de imaginarla como conjunto de problemas interrelacionados. Algunos estimarán que tal posición representa una especie de vuelta atrás después de que ha parecido imponerse una dislocación de los estudios propiciada por los vio-lentólogos.

En verdad es preciso examinar la idea de Charles Berquist que aplicaba a la violencia comprendida entre finales de los años cuarenta y el año de 1966: “La complejidad de la violencia, sin embargo, no debe oscurecer su unidad esencial”. Si sectorialmen-te la violencia, la prolongación del conflicto interno aparece como el resultado de elecciones racionales instrumentales, a nivel societal y en el largo plazo resulta una clamorosa estupidez. Desde la perspectiva nacional se puede suponer que es mayor el número de partidarios de la paz y de la Democracia que el de los hirsutos militantes del aniquilamiento y el autoritarismo. El hecho de que esos sectores hayan sido lleva-dos al desconcierto y la pasividad por el curso beligerante de los anteriores gobiernos no significa que hayan desaparecido. Que Juan Manuel Santos quiera ser llamado el presidente de la paz y que sea comprensible su afán por la discreción en la búsqueda de una negociación, es una cosa. Otra bien distinta es la necesidad nacional de abrirle paso a un vigoroso movimiento por la salida política al conflicto interno. Tal movi-miento se plantea como la apuesta de la sociedad civil que igual increpa al gobierno y a la insurgencia y que con igual decisión apoyaría los esfuerzos reales de uno y de otra a favor de la Paz de Colombia. Además en la política, entre los empresarios, en sectores de la opinión hubo siempre fuerzas que resistieron el modelo del exterminio y la involución cultural.

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4.

LA GUERRA INTERNA Y LAS PERSPECTIvAS DE PAZJaime Zuluaga NietoDocente Investigador de la Universidad Externado de Colombia, Profesor Emérito de las Universidades Nacional de Colombia y Externado de Colombia.

Introducción

Por primera vez en el presente siglo se desarrollan conversaciones de paz entre el gobierno nacional y las FARC-EP. Iniciadas en octubre de 2012 éstas se ade-lantan en La Habana, con las vicisitudes propias de una negociación en medio

de la guerra pero en un contexto político y militar desfavorable para la insurgencia. El recurso a la violencia para lograr fines políticos no tiene eco en esta época. Hasta los gobernantes considerados de izquierda en el continente, reiteran sus llamados a las guerrillas colombianas para que abandonen el camino de la guerra y opten por la lucha política en el marco de las instituciones democráticas. En lo militar, desde el comienzo del siglo XXI la correlación de fuerzas cambió significativamente: las fuerzas estatales ganaron la iniciativa en el campo de batalla, las guerrillas perdieron presencia territorial, vieron reducidos sus efectivos y limitada su capacidad de acción.

Sin embargo la guerra continúa y, aunque al parecer las condiciones de hoy son mu-cho más favorables para un posible acuerdo que ponga fin a la confrontación armada, nada está garantizado ex ante. Las guerrillas han dado muestras de recuperación militar y el neoparamilitarismo está presente en más de cuatrocientos municipios a comienzos del 2013. Cuál es la situación de la guerra y cuáles las perspectivas de ponerle fin mediante la negociación política, son aspectos de los que nos ocupamos en este artículo.

Una guerra mutante

La guerra interna se inició en los años sesenta del siglo XX con el surgimiento en 1964 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia –FARC- y el Ejército de Liberación Nacional –ELN-, y en 1967 del Ejército Popular de Liberación –EPL- Estas

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organizaciones le plantearon al Estado una guerra de naturaleza ideológica y política, orientada a la conquista del poder a efectos de construir el socialismo. Se localizaron en zonas rurales marginales, atrasadas, de escasa población y, aunque se presentan como proyectos nacionales su incidencia fué, en el mejor de los casos, regional y no lograron articularse significativamente a los conflictos y luchas sociales de la época. La izquierda armada nació dividida y así se mantiene hasta hoy. Después de un auge inicial se sumergieron en una dinámica de declinación, determinada por limitaciones inherentes a su discurso y prácticas, a la incapacidad para llegarle a los sectores populares, así como por los golpes militares que sufrieron.

Es en los años setenta que las guerrillas logran salir de esa situación y entran en una etapa de recuperación. La creación del M19 en 1973, con sus discursos y prácticas innovadoras, incidió notablemente en esa recuperación. A comienzos de la década del ochenta el universo insurgente daba muestras de una dinámica nunca antes co-nocida y se diversificó aún más con la presencia del Partido Revolucionario de los Trabajadores, PRT, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria-Patria Libre, MIR-PL y el Movimiento Armado Quintín Lame. La severa crisis de legitimidad que afrontó el régimen político por la corrupción, incapacidad para tramitar las demandas sociales, la militarización del tratamiento de la protesta social y las masivas violaciones de los derechos humanos al amparo del Estatuto de Seguridad adoptado por la admi-nistración Turbay Ayala (1978-1982) (Leal y Zamosc, 1990) creó las condiciones para que las guerrillas ganaran espacio político. También influyeron los replanteamientos del discurso político de algunas de ellas, la adopción de estrategias de expansión territorial y el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua en 1979, que renovó la confianza en el triunfo político mediante el recurso de las armas. Se trata de décadas en las que, como señala Hannah Arendt “la guerra y la revolución constituyen aún los dos temas principales…” (2006, p. 11)

Los gobiernos intentaron resolver la guerra por la vía militar o por la negociación po-lítica. La primera negociación se intentó en 1984 por el presidente Belisario Betancur quien suscribió acuerdos de tregua con las FARC, el M19 y el EPL, en un exultante am-biente político a favor de la paz. Las negociaciones abrieron espacios a las guerrillas para que desarrollaran acciones políticas legales y exploraran si existían condiciones para salir de la guerra y transformarse en partidos políticos. La persistencia de las es-tructuras armadas en diferentes sitios del territorio nacional propiciaron violaciones de la tregua por parte de uno y otro bando ante las cuales las comisiones de verifi-cación, constituidas por civiles provenientes de diferentes sectores sociales pero sin ninguna competencia amparada legalmente, fueron impotentes. Entre la oposición y el sabotaje de la tregua por parte de las fuerzas militares y de policía y de las mismas guerrillas, las negociaciones naufragaron: el “holocausto del Palacio de Justicia” en noviembre de 1985 y el exterminio a sangre y fuego de la Unión Patriótica, movimien-to político creado a partir del Acuerdo entre el gobierno nacional y las FARC, son los dramáticos testimonios históricos de este fracaso.

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Esta es la época en la que adquiere relevancia el narcotráfico y comienza a desplegar-se la maquinaria de terror del paramilitarismo. Uno y otro incidirán en las mutaciones en la naturaleza y dinámica de la guerra y, de brazo del narcotráfico, se producirán cambios relevantes en la economía política de la guerra. Algunas de las guerrillas, especialmente las FARC, encontrarán en la articulación con la economía del narcotrá-fico una fuente importante de financiamiento con lo que potenciarán su capacidad de reclutamiento, modernizarán su armamento e incrementarán su presencia territorial. Por su parte el Estado colombiano se desenvolvió entre los vaivenes de la crisis de legitimidad del régimen político, apoyado el gobierno en la lucha contrainsurgente en fuerzas militares y de policía cuestionadas por comportamientos violatorios de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario y por la penetración de los intereses de las organizaciones criminales del narcotráfico y las alianzas de facto con paramilitares. (Zuluaga, 2009)

Un contexto complejo

Entre los años ochenta y noventa se desenvuelven en Colombia cuatro procesos di-ferentes que terminan articulándose y provocando una serie de efectos azarosos. Es-tos son (i) el escalamiento de la guerra interna, (ii) la expansión y consolidación del narcotráfico y el paramilitarismo, (iii) el cambio en el modelo de desarrollo y (iv) el proceso constituyente que desemboca en el cambio de Constitución Política. Se trata de procesos que responden a causalidades y lógicas diferentes pero que al coincidir en el tiempo terminan por articularse y de esa articulación deriva, en gran medida, la complejidad que caracteriza la actual situación del país y de su guerra interna.

(i)El escalamiento de la guerra se produjo en el marco de la recuperación de las guerrillas, alimentada como hemos dicho por la profundidad de la crisis del régimen político a fines de la década del setenta. Las guerrillas terminan por replantear sus estrategias de lucha, buscan fortalecer sus articulaciones con los movimientos so-ciales, incorporan en algunos casos reivindicaciones democráticas como ya lo había hecho el M19 desde su nacimiento en 1973 y se trazan planes de crecimiento para lograr presencia territorial nacional. Desde 1982 las FARC se propusieron “desdo-blar” sus frentes y construir “ejército popular”; el ELN se planteó el trabajo político cerca de las comunidades locales en una especie de “propaganda armada” para construir lo que llaman “poder popular”, y el EPL rompió con el maoísmo, incorporó en su ideario aspectos de lucha por la democracia y creó frentes en otras regiones. Para atender las demandas asociadas al crecimiento y las urgencias de la guerra las guerrillas recurrieron a la extorsión de empresas nacionales y extranjeras y al se-cuestro de civiles, con lo cual fortalecieron sus finanzas pero minaron la credibilidad en su proyecto ético político.

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(ii)El narcotráfico adquirió relevancia desde 1975 y su expansión y consolidación pro-vocó relevos en elites regionales sociales, económicas y políticas1, creó un denso tejido de relaciones de participación en el negocio ilícito a través del cual se distri-buyeron excedentes, lo que se tradujo en complicidades activas y pasivas en todos los sectores sociales y en instituciones públicas y privadas (López, 2005). Éstas se rompieron parcialmente a raíz del asesinato del Ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, en 1984 y la decisión presidencial de aplicar el tratado de extradición con los Estados Unidos. El narcotráfico incide desde entonces en las dos orillas de la guerra: en la insurgente, mediante la cesión de excedentes del negocio con diferentes modalidades de “tributos” con el objeto de acceder a zonas de cultivos de uso ilícito, operar laboratorios y utilizar “corredores” para el tráfico de drogas y armas en zonas bajo control de las guerrillas. “Tributos” que se convirtieron en una fuente importante de financiamiento de las guerrillas, en particular de las FARC. En la orilla contrain-surgente penetraron con su poder de corrupción sectores del Estado –fuerza pública, organismos de seguridad, jueces, funcionarios de todos los niveles- y sectores de la sociedad -dirigentes gremiales, políticos, entre otros-.

El paramilitarismo es un fenómeno complejo en una guerra compleja, como señala Kalyvas: “las guerras civiles no son conflictos binarios sino procesos complejos y am-biguos que fomentan una aparente mezcla masiva aunque variable de identidades y acciones, al punto de ser definida por esa mezcla” (2004. p. 52). Esta mezcla de “iden-tidades y acciones” se expresa en las diversas caras del paramilitarismo: agentes estatales que operan como “escuadrones de la muerte” en la lucha contrainsurgente (Medina, 1990), grupos al servicio de los intereses de elites regionales que chocan con las políticas nacionales de paz (Romero, 2003) y de sectores sociales con poder económico que suplen la incapacidad del Estado de garantizarles seguridad frente a las exacciones de las guerrillas y la delincuencia común; grupos al servicio del nar-cotráfico, bien sea para defenderlos de la amenaza guerrillera o para “pacificar” las zonas en las que han adquirido tierras. Articulaciones complejas que explican la diver-sidad de sus orígenes, la heterogeneidad de los grupos, la rápida consolidación, ex-pansión y magnitud que alcanza el paramilitarismo en Colombia, la autonomía relativa respecto del Estado y, la multiplicidad de funciones que cumplen: vigilantes, escua-drones de la muerte con cobertura supralocal, controladores del crimen, autodefensas rurales (Rangel, 2005). En la expansión y consolidación de estos grupos ejercieron un incuestionable liderazgo las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU). El surgimiento y expansión del paramilitarismo aceleró la degradación de la guerra mediante el recurso al terror: masacres, descuartizamientos, asesinatos selectivos y se convirtió en un instrumento eficaz en la reconfiguración de poderes políticos y económicos a nivel local, regional y nacional que derivaron en la cooptación parcial del Estado por fuerzas ilegales.

1 En un comienzo los narcotraficantes buscaron espacios políticos en Antioquia y el eje cafetero con Pablo Escobar, quien fundó el movimiento Civismo en Marcha, y Carlos Lehder, el Movimiento Latino Nacional.

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(iii)Colombia cambió su modelo de desarrollo en los años ochenta y noventa: aban-donó la política proteccionista y abrió la economía al mercado internacional, a tono con las políticas neoliberales y las formas de reinserción en la economía mundo. Este cambio, sobre todo por la forma abrupta como se dio y las consecuencias negativas para algunos sectores, produjo fisuras entre las elites económicas. Tal fue el caso de los agricultores. Igualmente se avanzó en la privatización de empresas y servicios públicos y en la desregulación estatal de los mercados. El cambio de modelo puso fin al acuerdo entre las clases dominantes en torno al modelo de desarrollo liberal que se adoptó desde la Segunda Posguerra mundial. El nuevo modelo de desarrollo se caracteriza por demandar menos Estado y confiar el crecimiento económico y la distribución de la riqueza a la lógica de los mercados.

(iv)Resultado de la profunda crisis de legitimidad del régimen político, de la desmo-vilización del M19 en 1990 y del movimiento de insurgencia ciudadana que busca un nuevo pacto político se dio el proceso que desembocó en la convocatoria y elección de la Asamblea Nacional Constituyente y la adopción de la nueva Constitución Política en julio de 1991, con la participación de sectores tradicionalmente excluidos: negros, indígenas, mujeres, estudiantes, exguerrilleros, nuevos movimientos políticos, igle-sias diferentes a la Católica, entre otros. Se puso fin además al acuerdo de control bipartidista del Estado que operaba desde 1958. La Constitución consagró el Estado Social de Derecho y la democracia de participación, cuya concreción demanda más Estado.

Los cambios coetáneos del modelo de desarrollo que demanda menos Estado y de la Constitución cuya aplicación requiere más Estado crearon una contradicción estruc-tural que desde entonces ha incidido en las fracturas entre las clases dominantes. En el proceso constituyente y en la definición de los contenidos democratizadores que caracterizan la nueva Constitución jugó un papel determinante la nueva fuerza política creada a partir de la desmovilización de las guerrillas: la Alianza Democrática M19. Hay que destacar la paradójica situación de los noventa: el más importante proceso de democratización institucional del siglo XX se produjo en medio del escalamiento de la guerra y de la violencia promovida por el narcotráfico y el paramilitarismo que cobró la vida de centenares de líderes sociales, políticos, académicos y la de cuatro candidatos presidenciales para las elecciones de 1990. El creciente poder paramilitar se manifestó además, a partir de los años noventa, en alianzas con elites políticas regionales que instauraron “verdaderas dictaduras locales” como “respuesta a los avances democráticos que trajo la Constitución de 1991” y a los posibles acuerdos de paz con las guerrillas como resultado de las negociaciones entre el gobierno de Pastrana y las FARC (valencia, 2007). En síntesis, el paramilitarismo expresa las in-teracciones entre intereses privados de ganaderos, agricultores y otros sectores de la sociedad, y los intereses de la política contrainsurgente del Estado; la resistencia

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de elites regionales a las políticas nacionales de paz de los gobiernos; la defensa de intereses de narcotraficantes articulados a la lucha contrainsurgente del Estado2.

Ofensiva insurgente y paramilitar a fines del siglo XX

A fines de los ochenta la sociedad colombiana es aquejada por múltiples formas de violencia, “violencia política, violencia vinculada con la economía de la droga, violen-cias de limpieza social, y, sobre todo, la violencia desorganizada, la que afecta la vida cotidiana…” (Pécaut, 2003, p. 93). En particular la violencia del narcotráfico adquirió relevancia en el marco de la lucha de los narcotraficantes contra la extradición: el re-curso al terror y la penetración de las instituciones estatales desafiaron la estabilidad institucional. El Presidente Barco (1986-1990) declaró la “guerra contra el narcotráfi-co”, en una empresa solitaria: parte de la dirigencia política tradicional cedía ante el chantaje terrorista o era cooptada y la oposición legal diezmada por el narcotráfico y el paramilitarismo. Entre el terror y la corrupción se profundizó la crisis del régimen político. El narcotráfico logró desde entonces determinar en gran medida los cambios en el contexto político y social, fortalecer sus redes con sectores del Estado y fuerzas militares y de policía e incidir de manera significativa en la guerra interna. (Pécaut, 2003a, pp. 25-37)

Procesos de paz y Asamblea Constituyente

En este ambiente de guerra sucia, ascenso paramilitar, narcoterrorismo, fortaleci-miento y expansión territorial de las guerrillas se gestó el proceso de paz que condujo a la desmovilización de varias organizaciones guerrilleras: en l990 el M19, y en 1991 el EPL, el MAQL y el PRT optaron por la negociación política para salir de la gue-rra y convertirse en organizaciones políticas legales, en los únicos procesos de paz exitosos hasta el momento. Fueron negociaciones parceladas que no lograron poner fin a la guerra que continuó con la persistente presencia de las FARC, el ELN y una disidencia del EPL.

La degradación y escalamiento de la guerra así como las crecientes exigencias de financiamiento de las estructuras militares y la perspectiva de mantenerse en una guerra prolongada sin posibilidades de triunfo, al menos en el mediano plazo, inci-

2 Sectores de las Fuerzas Militares se comprometieron con la organización de estos grupos, tal como lo confesó Castaño: “Nos conectó con un Mayor, ya fallecido, que fue el pionero de las autodefensas en Colombia… quien comenzó a reclutar campesinos, no para el Ejército –siendo activo- sino para las autodefensas y a formarlos y darles capacitación…El Ejér-cito realmente nos formó, nos capacitó para combatir a la guerrilla…” (Entrevista con Carlos Castaño en Germán Castro Caicedo, 1996. p. 157). Años más tarde, en su primera audiencia de versión libre en el marco del proceso de Justicia y Paz, Salvatore Mancuso afirmará: “En Colombia el paramilitarismo es política de Estado”.

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dieron en las comandancias de las guerrillas para adoptar la decisión de salir de ella. En entrevista que el autor de este ensayo sostuvo con Carlos Pizarro León-Gómez, comandante del M19, en el campamento de Santo Domino en 1990, éste justificó la decisión de abandonar el camino de las armas en el rechazo a “financiarse del secuestro y del tubo” y en el propósito de “luchar por el poder para ya” y no “esperar a que le saliera musgo en la “cola” como a Marulanda y Arenas”3. Meses más tarde, cuando la comandancia del EPL se concentró en el municipio de Labores, Antioquia, en entrevista a su comandante Bernardo Gutiérrez, éste manifestó que la opción para salir de la guerra tenía que ver con el hecho de haber descubierto que la “guerra se había convertido en un medio de vida y que en esas condiciones no tenía sentido persistir en ella.”4

Las negociaciones con el M19 no se circunscribieron a un programa de desmoviliza-ción y reinserción. Se definieron y realizaron espacios de participación de la sociedad (Mesas de Análisis y Concertación) que se ocuparon de reformas constitucionales, le-gales y aspectos económicos y sociales, todo lo cual formaba parte del contenido del acuerdo político con el gobierno. Acuerdo que se hundió en lo sustancial, las reformas constitucionales, ante la decisión mayoritaria del Congreso de incluir en la reforma constitucional un artículo que prohibía la extradición de nacionales. Ante esta deci-sión el gobierno retiró el proyecto de reforma y, al hacerlo, quedó en el aire el acuerdo político con el M19, a pesar de lo cual esta organización persistió en su decisión de salir de la guerra como en efecto lo hizo en marzo de 1990. Este vacío de necesarias y urgentes reformas constitucionales se encuentra en la base del movimiento que se despliega, conocido como la “séptima papeleta” para promover la convocatoria de una Asamblea Constitucional, que termina en el proceso constituyente de 1991 y la adopción de la nueva Constitución Política.

Entre las lecciones que dejaron estas negociaciones de paz hay que destacar (i) la visión de las comandancias guerrilleras de salir de una guerra cuyo horizonte es su progresiva degradación y su economía política inevitablemente se articula con las economías ilegales del narcotráfico, la extorsión y el secuestro con lo cual, podrían las guerrillas fortalecerse militarmente y permanecer en una guerra sin perspectivas de triunfo a costa de minar irreversiblemente la credibilidad en su proyecto ético po-lítico; (ii) la importancia de hacer de la negociación una oportunidad para avanzar en el reformismo democratizador tal como se intentó a través de las Mesas de Análisis y Concertación y finalmente se logró mediante la Constituyente, y (iii) la necesaria e incidente participación de la sociedad, con criterio incluyente y pluralista en la defini-ción de las reformas políticas.

3 Entrevista a Carlos Pizarro León-Gómez en el campamento de Santo Domingo, Cauca, 1990. La alusión al “tubo” tenía que ver con las voladuras de los oleoductos y las prácticas extorsivas a las petroleras por parte del ELN.

4 Entrevista a Bernardo Gutiérrez, comandante del EPL, Labores, Antioquia, 1990.

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Las negociaciones de paz y el proceso constituyente de comienzos de los años no-venta fueron un punto de inflexión política en la dinámica de la guerra en Colombia. Inflexión política que permite entender el debate que se ha dado en los últimos años acerca de su naturaleza. Sobre este aspecto volveré más adelante.

Fortalecimiento militar de las guerrillas versus legitimidad política

El derrumbe del llamado campo socialista, la caída del gobierno sandinista en Nicara-gua, el desarrollo de las negociaciones de paz en El Salvador y Guatemala, la desmo-vilización de algunas guerrillas en Colombia y los contenidos democratizadores de la nueva Constitución cuestionaron la validez de la continuidad de la guerra insurgente en Colombia. Por su parte el gobierno consideró que el fracaso del proyecto socialista y la vigencia de la nueva Constitución Política dejaban sin fundamento ideológico, apoyo internacional y sustento político a las guerrillas y que su derrota era cues-tión de pocos meses. A partir de esta visión la administración Gaviria (1990-1994) se comprometió con la llamada “Guerra integral”. Lejos de ser derrotadas las guerrillas acentuaron su ritmo ascendente y las FARC y el ELN alcanzaron a fines del siglo una fortaleza militar y presencia territorial que nunca antes habían conocido.

Las FARC pasaron de 27 frentes en 1965 a 68 en 1982 y se consolidaron en zonas de importancia económica: latifundio ganadero, producción de banano, petróleo, oro, re-giones cocaleras, así como en corredores estratégicos para el desarrollo de la guerra en Urabá, el Pacífico y el nororiente. También se ubicaron en zonas fronterizas –Pana-má, venezuela y Ecuador- y fortalecieron su presencia en algunas capitales: Barran-quilla, Bucaramanga, Barrancabermeja, Bogotá, Medellín, Pereira y Cali (Echandía, 1999). Incidieron en las elecciones saboteándolas o controlándolas en sus zonas de influencia. Este crecimiento acentuó el nomadismo de sus fuerzas y modificó la re-lación con la población en la medida en que su creciente poder militar y abundantes recursos financieros le relevan parcialmente del trabajo de ganar la conciencia de los pobladores. Ganaron en movilidad pero perdieron en relación con la población que tiende a fundarse más en la coerción que en la persuasión.

El ELN fue la guerrilla que más creció a fines de lo ochenta: el 500% en 1989 y pasó de cinco a veintidós Frentes de Guerra, que son estructuras complejas que articulan terri-torio, población y organización orientados al trabajo con las comunidades locales. Su expansión sigue la geografía del petróleo, el carbón y el oro. Ejercen presiones sobre las administraciones locales y tienden a volverse una guerrilla sedentaria. Fortalecen su trabajo en centros urbanos y crean redes y milicias en Bucaramanga, Cúcuta, va-lledupar, Cartagena, Barranquilla, Santa Marta, Bogotá, Armenia, Pereira, Manizales, Medellín y Cali (Echandía, 1999a; Aguilera, 2006).

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El crecimiento militar y la expansión territorial de las guerrillas modificaron la geo-grafía del conflicto armado. De zonas periféricas de colonización, pobres, económi-camente atrasadas y de baja densidad poblacional se extendieron hacia zonas de economía moderna y zonas fronterizas (venezuela, Ecuador y Panamá), y se acercaron a los grandes centros urbanos. La Consejería Presidencial para la Paz registró en 1985 presencia guerrillera en 173 municipios; en 1991 en 437 y en 1996 en 622 de un poco más de mil que había en esa época. De esta manera, potencialmente tienen mayor ca-pacidad de incidencia en la población y en la economía y mejores posibilidades para desarrollar sus prácticas extorsivas lo que fortalece la percepción de amenaza y la inserción de grupos paramilitares, quienes ofrecen a ganaderos, agricultores, comer-ciantes, entre otros, la seguridad que el Estado no les garantiza. La de las guerrillas es una parábola de crecimiento que termina por sustituir la conquista de conciencias por la de territorios, minar su precaria legitimidad política y deriva en la progresiva degradación de la guerra aumentada exponencialmente con la expansión y consoli-dación paramilitar.

El paramilitarismo y sus multiformes redes de poder

El paramilitarismo se extendió en los años noventa por buena parte de la geografía nacional y creció a un ritmo superior al de las guerrillas. Aunque su expresión visible son los poderosos ejércitos privados, se trata de un fenómeno multidimensional cuyas redes de poder son, además de la militar, las económicas, políticas y sociales.

El gobierno de César Gaviria los enfrentó sin éxito con persecución policial y política de sometimiento a la justicia; el de Ernesto Samper favoreció su “legalización” y expan-sión al autorizar las Cooperativas de Seguridad Rural, Convivir. Estas se hicieron muy fuertes en Antioquia bajo la gobernación de Álvaro Uribe vélez (Garzón, 2005, p. 65). El desmantelamiento de las organizaciones de los narcotraficantes Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha,

“El Mexicano, en 1994 y 1995, fortaleció a los paramilitares. Las ACCU se apo-deraron de sus negocios de tráfico de drogas, ampliaron sus dominios en Urabá, Córdoba, Sucre y Antioquia y se legitimaron con importantes apoyos regionales de empresarios a cambio de seguridad. A comienzos de los noventa algunos estudios registran presencia paramilitar en cerca de doscientos municipios, de los cuales el 47% corresponde a los de estructura rural atrasada de latifundio ganadero y agrícola, el 10% a estructura rural desarrollada con agricultura comercial y empre-sarial y el 13% a campesinado medio acomodado. En contraste con las guerrillas que nacen en zonas rurales pobres y marginales, los paramilitares nacen en zonas prósperas e integradas a la economía nacional o mundial, cuyas elites los apoyan porque se sienten amenazadas por el avance guerrillero, el abandono estatal y las políticas de modernización y de paz”. (González, Bolívar, vásquez, 2002)

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Bajo el liderazgo de las ACCU se organizaron en 1997 las Autodefensas Unidas de Co-lombia –AUC- con el objetivo de agrupar el heterogéneo universo paramilitar, dotarlo de mando nacional, coordinar acciones y ampararlo en un bien estructurado discurso contrainsurgente con el propósito de ganar reconocimiento político. Con las banderas de las AUC entran en una dinámica expansiva que los lleva en una escalada de terror desde Córdoba, Urabá y el Magdalena Medio al Sur de Bolívar, Magdalena, la Guaji-ra, Cesar, Santander, Norte de Santander especialmente en el Catatumbo, Casanare, Meta, valle del Cauca, Cauca, Nariño y Putumayo anegando en sangre los territorios en los que se asientan. Disputan a las guerrillas territorios importantes para el nar-cotráfico como zonas de cultivo o corredores estratégicos y generan fuertes flujos de desplazamiento (gráfica 1). En algunas regiones su expansión corre paralela con la de la economía del narcotráfico y la adquisición de tierras por parte de los narcotrafican-tes (Gráfica 2 y Mapa 1). Si al comienzo de la década de los noventa los principales infractores del derecho internacional humanitario eran las guerrillas y la fuerza públi-ca, al final de ésta son los paramilitares. Son el grupo armado con más altas tasas de crecimiento. Las guerrillas también incrementan sus acciones y violaciones al DIH al final de la década.

Gráfica 1. Población desplazada a diciembre 31 de 2005

Fuente: CODHES

Grafica 2. Total cultivos ilícitos Vs número de hombres de autodefensas ilegales 1995 - 1999

50 0001994 19981996 2000 2002 2004

Año

Población desplazada a Diciembre de 2005

2006

100 000150 000200 000250 000300 000350 000400 000450 000

Codhes

Acción Social

100 00090 00080 00070 00060 000

140 000130 000120 000110 000

450040003500

Cultivos Ilícitos

Hombresautodefensasilegales

30001996 1997 1998 1999

6500600055005000

Fuente: Ejército Nacional, Departamento de Estado de los EEUU, Junio 2000

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Mapa 1. Municipios con compras de tierras por narcotraficantes. 1995

Fuente: Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales- IEPRI- Universidad Nacional. Proyecto drogas ilícitas en Colombia. Bogotá, Universidad Nacional.

Los paramilitares logran instaurar un nuevo modelo de control social, político y de segu-ridad en las regiones donde se implantan. Establecen relaciones con las dirigencias po-líticas locales y terminan por cooptar forzadamente al Estado. Aterrorizan a la población mediante masacres, descuartizamientos; provocan el desplazamiento o la sumisión de las personas y, una vez controlado el territorio, recurren a políticas blandas como el finan-ciamiento de programas productivos y la “limpieza” de la zona para ganar bases sociales.

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Guerra de dos épocas

A fines del siglo XX se consolidan cambios significativos en la naturaleza de la guerra. Ellos no son ajenos a la magnitud que adquiere la confrontación –escalamiento- y a las interacciones entre los procesos a los que hice referencia en el apartado un con-texto complejo de este ensayo. Entre 1983 y el 2001 el total de homicidios políticos en combate y fuera de combate pasó de 1.094 a 4.061, según la base de datos sobre homicidio político del IEPRI. La convención adoptada internacionalmente establece que, si como resultado del conflicto interno se producen más de mil muertes al año, y al menos el 5% de éstas es causado por la parte más débil, se habla de guerra civil5. De acuerdo a este criterio nos encontramos en una situación de guerra civil. Comparto con Thomas Fisher (1999), Peter Waldmann (1999), Nazih Richani (2003), Carlo Nasi (2007) la tesis de que se trata de una guerra civil. Tal como sostiene Clausewitz “la guerra… es un verdadero camaleón que modifica un tanto su naturaleza en cada caso concreto” (1972, p. 34), de ahí que no exista un solo tipo de guerra civil, comoquiera que ésta adopta diferentes formas de acuerdo con las circunstancias de tiempo y lugar. La nuestra se caracteriza por ser un enfrentamiento entre connacionales aun-que la sociedad colombiana no está dividida en torno a dos proyectos de sociedad contrapuestos y los grupos insurgentes no cuentan con un apoyo significativo de la población, como ocurrió en guerras civiles paradigmáticas como la española. Esta calificación es polémica y es criticada entre otros por Eduardo Pizarro (2004), quien si bien acepta que las guerrillas ejercen cierta representación, tienen algún control territorial y cumplen en algunas partes funciones estatales, en gran medida por la debilidad del Estado, considera que el concepto de guerra civil resulta inapropiado; así mismo Eduardo Posada Carbó considera que esta “caracterización [como guerra civil] es equívoca, inadecuada y sirve muy poco para un entendimiento más preciso de la naturaleza del conflicto en Colombia” (2001, p. 17).

De otra parte, esta guerra civil afecta gravemente a la población civil y, como he destacado, encuentra en la economía del narcotráfico una significativa fuente de fi-nanciamiento. El primero es un rasgo compartido con las guerras civiles de la segunda mitad del siglo XX. Algunos analistas, entre los que se destaca Daniel Pécaut, parten de él para caracterizarla no como guerra civil sino como guerra contra la sociedad: la generalización de la violencia redujo a sectores de la población a la condición de rehenes y, entre más “crecen los enfrentamientos, más se afectan los más vulnera-bles y, como siempre ocurre, más se acentúa su miseria y más se agudizan sus des-igualdades”. (Pécaut, 2001, p. 15) Tesis asumida por el entonces Presidente Pastrana, quien considera que es una guerra del narcotráfico contra el país y el mundo y de las guerrillas contra el modelo económico y social, por lo cual considera que “no sufrimos una guerra civil, sino la guerra de unos pocos violentos contra la sociedad civil” (2005,

5 El Instituto Internacional de Estocolmo de investigación para la Paz, SIPRI por su nombre en Inglés, los llama “conflictos mayores” si se cumple la condición de mil o mas muertes al año.

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p. 481). De otra parte, y con fundamento en los cambios en la economía política de la guerra, algunos círculos oficiales y académicos de los Estados Unidos la caracterizan como una guerra ambigua, formulación que sirvió de soporte del Plan Colombia y su articulación entre la lucha antinarcóticos y contrainsurgente. Esta caracterización posibilitó la criminalización del adversario como narcotraficante y la despolitización del conflicto. El que el narcotráfico y sus recursos económicos contribuyan al forta-lecimiento militar de las guerrillas no convierte a éstas en organizaciones de delin-cuentes comunes: las guerrillas son organizaciones militares con objetivos políticos, tal como se expresa en las agendas de negociación que han propuesto en las diversas experiencias de negociación de paz y en el “Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera” suscrito el 26 de agosto de 2012 en La Habana entre el gobierno nacional y las FARC-EP. El negarles a las guerri-llas su condición de organizaciones político militares sirvió de base para que a partir de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 se impusiera en los medios oficiales estadounidenses6 y colombianos una mirada según la cual en lugar de una situación de guerra lo que enfrentamos es una amenaza terrorista financiada por el narcotráfico. La adopción de la tesis de la amenaza terrorista conduce al desconoci-miento de los aspectos ideológicos y políticos implicados en la guerra, la narcotiza y despolitiza, lo que agrega dificultades a la búsqueda de salidas políticas negociadas como quiera que criminaliza al adversario e ignora sus pretensiones políticas que son las que sirven de fundamento a cualquier negociación.

La pregunta sobre la naturaleza de nuestra guerra en las condiciones actuales es pertinente. Hace algunos años el Informe de Desarrollo Humano Colombia 2003, del PNUD puso de relieve que “el conflicto se ha ensañado sobre todo en la “periferia” campesina y ha sido marginal al sistema político colombiano” (PNUD, 2003. p. 21) y destacó su dimensión regional; Fernán González, Ingrid Bolívar y Teófilo vásquez (2002) ya habían puesto de presente la dimensión espacial y sus diferencias regiona-les en el proceso de configuración del Estado y, más recientemente, en Nuestra Gue-rra sin nombre, Gutiérrez y Sánchez (2006) sintetizan los aportes de un conjunto de investigaciones destacando que el conflicto es “más global y más local” en la medida que los procesos de globalización han incidido en el Estado y en las organizaciones rebeldes y criminales: “el conflicto colombiano es actualmente más económico, más

6 En la “Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos de América” se plantea que “Algunas partes de América Latina se enfrentan al conflicto regional, en particular el derivado de la violencia de los carteles de drogas y sus cómplices. Este conflicto y el tráfico de narcóticos sin restricciones pueden poner en peligro la salud y la seguridad de Estados Unidos. Por lo tanto, hemos formulado una estrategia activa para ayudar a los países andinos a ajustar sus economías, hacer cumplir sus leyes, derrotar a las organizaciones terroristas y cortar el suministro de drogas, mientras tratamos de llevar a cabo la tarea, igualmente importante, de reducir la demanda de drogas en nuestro propio país. En cuanto a Colombia, reconocemos el vínculo que existe entre el terrorismo y los grupos extremistas, que desafían la seguridad del Estado, y el tráfico de drogas, que ayuda a financiar las operaciones de tales grupos. Actualmente estamos trabajando para ayudar a Colombia a defender sus instituciones democráticas y derrotar a los grupos armados ilegales, tanto de izquierda como de derecha, mediante la extensión efectiva de la soberanía a todo el territorio nacional y la provisión de seguridad básica al pueblo de Colombia”, disponible en: http://usinfo.state.gov/espanol/terror/0293001.htm, recuperado: febrero de 2009.

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criminal y más político. En otros términos, hay criminalización de la política y de la guerra y politización del crimen”; el conflicto responde en buena medida al cierre del sistema pero a su vez ha inducido transformaciones democráticas; en el conflicto se articulan tendencias reguladoras con “altos niveles de brutalidad” en una dialéctica irregularidad de la guerra-regulación de las relaciones (p. 46-49).

Caracterizar adecuadamente la guerra es indispensable para avanzar en negociacio-nes políticas orientadas a cerrar de manera duradera el ciclo de la confrontación ar-mada. Por sus orígenes es una guerra con fundamentos ideológicos y objetivos políti-cos, a tono con el “aire de los tiempos”. En la década de los sesenta el debate político giraba en torno a la cuestión de la revolución: los continentes africano y asiático se levantaban en contra del colonialismo en tanto en América Latina se planteaba la lu-cha contra el neocolonialismo. Las nacientes guerrillas plantearon la urgencia de dar respuesta a problemas económicos, sociales y políticos como el de la tierra, el cierre del sistema político y la dominación imperialista. La modalidad de lucha adoptada fue la guerra de guerrillas, tomando como escenario fundamental el campo. Por sus orígenes se trata de una guerra insurgente, irregular, con raíces ideológicas y políti-cas, propia de la época de la guerra fría. Su prolongación en el tiempo, el derrumbe del llamado campo socialista y el fin de la guerra fría, la expansión y consolidación de la economía y de organizaciones criminales internacionales del narcotráfico en el contexto de la globalización le imprimieron algunos rasgos de las guerras civiles de fines del siglo XX: la incidencia de factores económicos derivados del narcotráfico, la diversificación de actores con el surgimiento del paramilitarismo, cambios en las relaciones sociales de la guerra y las formas de lucha. Por los cambios que ha expe-rimentado en las dos últimas décadas es también una guerra de la posguerra fría, que adquiere algunos rasgos de lo que Mary Kaldor (2001) piensa con el concepto de nuevas guerras.

En síntesis, estamos ante una guerra de dos épocas –de la guerra fría y la pos-guerra fría-, interna, de carácter insurgente, de naturaleza ideológica y política, multiactores, en acelerado proceso de degradación y atravesada por los intereses de la economía del narcotráfico. La presencia del narcotráfico y la localización de escenarios de guerra en las fronteras le confieren dimensión internacional con fuer-te incidencia regional.

Entre la guerra y la paz: Plan Colombia y la negociación política con las guerrillas

La expansión guerrillera y paramilitar cambió la geografía política de la guerra al final del siglo XX: es notoria la hegemonía paramilitar en el norte, donde la guerrilla perdió el control de los corredores estratégicos de Urabá y el nororiente; en tanto la guerrilla

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es hegemónica en el suroriente, piedemonte de la cordillera oriental y la Amazonia. Guerrillas y paramilitares crecieron y ganaron la iniciativa en el campo de batalla, mientras que las fuerzas militares y de policía se redujeron una posición reactiva.

La última fase de la expansión guerrillera en los años noventa se produjo en el marco de la crisis de legitimidad que afectó al gobierno de Ernesto Samper (1994-1998) por la penetración de dineros del narcotráfico en la campaña política, la descertificación de Colombia en la lucha antinarcóticos por parte de los Estados Unidos y el fuerte de-terioro de las relaciones entre los dos países. Esta crisis afectó al gobierno y al Estado y favoreció el fortalecimiento militar de las guerrillas. Adicionalmente las organiza-ciones criminales internacionales del narcotráfico se sostuvieron a pesar de la des-articulación de los llamados carteles. Creció, se consolidó y extendió por el territorio nacional el paramilitarismo, incluso en zonas de presencia histórica de las guerrillas, de la mano de los poderes políticos y económicos locales y departamentales y en alianza con sectores de la fuerza pública. Todos estos factores configuraron un cuadro crítico de la situación nacional que llevó a influyentes Think Tank estadounidenses a considerar al país como una amenaza para la región, y encontrarse ad portas de ser un “estado fallido”. Entre 1996 y 1998 las FARC dieron duros golpes a las Fuerzas Mi-litares: destruyeron sus bases en Las Delicias, Puerres y el cerro Patascoy; aniquilaron un grupo de elite en pleno movimiento en El Billar y se tomaron Mitú, capital del de-partamento del vaupés en el oriente del país. Adicionalmente capturaron centenares de militares y policías con el objeto de presionar la expedición de una “ley de canje” por guerrilleros en prisión. (Zuluaga, 2009)

En este complejo contexto el presidente Pastrana (1998-2002) se comprometió a ne-gociar con las FARC, y al hacerlo asumió una política de dos carriles: uno para ne-gociar con las FARC su salida de la guerra, otro para reestructurar y modernizar las Fuerzas Militares con recursos del Plan Colombia.

La negociación se adelantó desde enero de 1999, con significativo acompañamien-to internacional, cediendo a la exigencia de las FARC de desmilitarizar cinco mu-nicipios en el sur del país en los que se desarrollaría el proceso en tanto en el resto continuaba la guerra. A pesar de haber acordado la “Agenda Común por el cambio hacia una nueva Colombia” la negociación de la misma no avanzó por las recurrentes crisis de la mesa. Los diálogos naufragaron en medio de las tensiones de una negociación mal planteada y peor conducida por el gobierno y la conducta de las FARC-EP que, dispuestas a sacar las mayores ventajas de las debilidades gu-bernamentales, incrementaron los secuestros y otras formas de acción violatorias del derecho internacional humanitario. Por decisión del presidente los diálogos se rompieron el 20 de febrero de 2002. La dinámica de las negociaciones y el fracaso de las mismas se convirtió en la peor derrota política para las guerrillas: amplios sectores de opinión repudiaron su comportamiento, manifestaron su rechazo a la negociación política y confirieron en las elecciones presidenciales un mandato al

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candidato Álvaro Uribe vélez para resolver el conflicto armado por la vía militar. Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en New York y Washington y la política de lucha mundial contra el terrorismo de la administración Bush, así como el frecuente recurso a acciones terroristas por parte de las guerrillas fortalecieron su identificación como organizaciones terroristas. Estas ya habían sido clasificadas como tales por el Departamento de Estado.

Los recursos del Plan Colombia, el más ambicioso programa de cooperación militar entre los Estados Unidos y Colombia, hicieron posible la reingeniería de las Fuerzas Militares, su profesionalización, aumento de efectivos, la creación de unidades es-pecializadas en la lucha contrainsurgente y la modernización de los equipos que les permitieron ganar la iniciativa en el campo de batalla. En ese momento Colombia se convirtió en el tercer país del mundo receptor de ayuda militar directa, después de Egipto e Israel y en el primero en formación de militares en los Estados Unidos. Si bien el enfoque del Plan era fundamentalmente para combatir al narcotráfico, en realidad fue contrainsurgente y antinarcóticos. En la práctica entre 1999 y 2002 se habló de la paz pero se hizo la guerra. Así se crearon las bases para que el nuevo gobierno de Uribe vélez (2002-2010) pudiera desarrollar con solvencia la Política de Defensa y Seguridad Democrática (PDSD). (Zuluaga, 2007)

Punto de inflexión político y militar: correlación de fuerzas a favor del Estado

La reingeniería de las Fuerzas Militares, el fracaso de las negociaciones de paz y el apoyo mayoritario del electorado a la salida militar de la guerra propuesta por Uribe vélez fueron determinantes para el cambio en la dinámica de la guerra a partir del 2002. El gobierno adoptó la Política de Seguridad Democrática (PSD), concebida como un “círculo virtuoso” que a partir de la inversión en seguridad conduce por el camino de la confianza y la estabilidad al incremento de la inversión, el crecimiento econó-mico y el fortalecimiento de las finanzas públicas para resolverse en el bienestar social. Pero el énfasis durante los ocho años del gobierno de Uribe vélez fue el militar expresado en el objetivo de recuperar el control del territorio y garantizar la presencia de la fuerza pública en todos sus rincones. Se dedicaron ingentes recursos al aumento de pie de fuerza, profesionalización, modernización de equipos, creación de nuevas unidades especializadas, y se promovió la coordinación entre las diferentes armas y la asunción de actitud ofensiva para mantener la iniciativa en el campo de batalla. La total identificación con la política antiterrorista del presidente Bush garantizó la continuidad de la cooperación estadounidense. (Zuluaga, 2008)

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El Plan Patriota

El gobierno buscó simplificar el escenario de la guerra. En esa dirección negoció con los paramilitares su desmovilización y concentrar la acción militar contra las guerrillas, especialmente las FARC. En síntesis, “corazón blando” con los paramilitares y “mano firme” con las guerrillas. El eje de la acción contrainsurgente fue el Plan Patriota, la más grande operación contrainsurgente de las últimas décadas: 18.000 efectivos con-centrados en el suroriente para quebrarle la columna vertebral a la estructura militar de las FARC. Estas se replegaron ante la presión militar, vieron reducir sus espacios y movilidad, perdieron redes logísticas y se debilitaron las de comunicación. La polí-tica de inducción a la desmovilización mediante recompensas ha sido relativamente eficaz. Las FARC debilitadas, a la defensiva, aisladas nacional e internacionalmente, conservan sin embargo una estructura militar importante. El secuestro y los recur-sos del narcotráfico que tanto fortalecieron sus finanzas, les pasaron la cuenta de cobro con la deslegitimación política; su articulación a la economía del narcotráfico transformó sus relaciones con la población y el territorio les posibilitó construir una poderosa máquina de guerra, amplió su capacidad de reclutamiento, pero aumentó su vulnerabilidad ante la presión militar, las incitaciones a la desmovilización y las ofertas de recompensas económicas y garantías jurídicas a sus combatientes. Tal vez allí se encuentra la clave que posibilitó la muerte de Raúl Reyes, el asesinato de Iván Ríos, la deserción de Karina, la exitosa Operación Jaque que condujo a la liberación de Ingrid Betancur y los tres norteamericanos en su poder, las bajas de Jorge Briceño, “Mono Jojoy”, y de su comandante Alfonso Cano.

La Política de Consolidación de la Seguridad Democrática (PCSD)

Bien pronto el esfuerzo militar reveló sus falencias y condujo a formular la Política de Consolidación de la Seguridad Democrática (PCSD). Al hacer el balance de la PSD y presentar la nueva PCSD el entonces Ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, sos-tuvo que “sus resultados fueron contundentes” y se recuperó el “control del Estado sobre la mayor parte del territorio nacional. Mejoró la percepción ciudadana sobre seguridad así como la confianza inversionista”7 (Santos, 2007). Pero los enemigos se adaptaron y eso obligó a replantear la estrategia mediante la PCSD, fundada en la Doctrina de la Acción Integral según la cual se requiere combinar la acción militar y policial con la del conjunto de las instituciones estatales para garantizar la consolida-ción social del territorio. Es un plan en tres fases: control militar, estabilización y con-solidación que implican transitar del “esfuerzo militar intensivo” al “esfuerzo político

7 “Entre el año 2002 y el 2006, para citar sólo algunos indicadores, se redujeron el número de homicidios en un 40%, el número de secuestros extorsivos en un 83%, el número de víctimas en homicidios colectivos en un 72%, los atentados terroristas en un 61% y los secuestros en retenes ilegales en un 99%.” Presentación del Plan de Consolidación de la Seguridad Democrática, Ministerio de Defensa Nacional, Imprenta Nacional de Colombia, Colombia, 2007

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y social intensivo” para lograr el control social del territorio (ver Gráfica 3). Al analizar los resultados de la PCSD en 2010 es claro que las guerrillas fueron obligadas a un repliegue territorial que las condujo progresivamente a zonas marginales –como a comienzos de los ochenta- en una reconfiguración territorial del conflicto armado, quedaron a la defensiva y debieron volver a las formas clásicas de combate de la guerra de guerrillas, como se puede apreciar en el mapa 2.

Mapa 2. Situación actual de la seguridad y la Defensa Nacional

200446,52%38,66%14,82%

200653,40%34,53%12,08%

200863,36%27,88%8,76%

201068,99%24,93%6,08%

Fuente: Dirección de Estudios Sectoriales

La cartografía refleja el cambio en la correlación de fuerzas. Si a fines del siglo XX la guerrilla se encontraba en ascenso, en la primera década de este siglo se encuentra a la defensiva, sus efectivos se han reducido de manera significativa, ha perdido presencia territorial y su poder militar se encuentra relativamente confinado a regio-nes marginales y fronterizas. (ver mapa 3) Según estimativos oficiales las FARC-EP habrían perdido cerca del 50% de sus efectivos en bajas y desmovilizaciones (deser-ciones) y en el 2010 tendrían apenas entre ocho y diez mil hombres arma; por su parte el ELN tendría alrededor de dos mil quinientos hombres. En contraste las fuerzas militares y de policía pasaron de 313.406 efectivos en 2002 a 437.548 en 2009 (Mi-nisterio de Defensa, 2010). Las guerrillas ya no son una amenaza para la estabilidad del sistema y no constituyen una opción de poder, si es que alguna vez lo fueron. Se encuentran derrotadas políticamente aunque pueden sostenerse en la guerra muchos años más. (Zuluaga, 2012)

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Mapa 3. Geografía de la Guerra 2002 y 2008

El fracaso relativo del Plan Colombia y de la PDSD

Tanto el Plan Colombia (fases I y II), cuya ejecución se inició en el 2000, como la PDSD que, con recursos de éste y del Estado colombiano continuó hasta el 2010, fracasaron en sus objetivos antinarcóticos y contrainsurgente. Durante estos diez años los Es-tados Unidos desembolsaron U$6.8 billones, (Isacson, 2009) y el Estado Colombiano aumentó su presupuesto en defensa y seguridad de 4.0% a 5.2% del PIB entre 2000 y 2009. Los cultivos de uso ilícito, según la misma fuente, se redujeron en forma signi-ficativa entre el 2000 y el 2002 de 163.289 a 102.071 al comienzo del Plan Colombia, pero después, en ocho años del 2002 al 2010 solamente se redujeron 34.046 hectá-reas y para eso se asperjaron 1.084.784.3 (Ministerio de Defensa, 2010) a un costo social, ambiental y económico extraordinario para el pingüe resultado.

Respecto de la política contrainsurgente, si bien se redujeron los efectivos, presencia territorial y capacidad de acción de las guerrillas, no se puso fin a la guerra y estamos lejos del “fin del fin”. Por el contrario, desde el 2007 se observa un incremento de las acciones por iniciativa de los grupos armados, sabotaje de la infraestructura vial y energética y actos terroristas, así como una reducción, entre el 2003 y el 2010 (sep-tiembre) de bajas que pasaron de 1966 a 473 y capturas de 7.385 a 1.466. (Ministerio de Defensa, 2010). Este fracaso relativo es relevante en el caso del paramilitarismo.

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La desmovilización paramilitar

Los paramilitares encontraron en el gobierno de Uribe vélez una oportunidad para su desmovilización, resolver favorablemente su situación jurídica, eludir la extradición y preservar parte de su patrimonio. De allí que, a pesar de la persistencia del fenómeno insurgente, invocado como justificación de su existencia, negociaran la desmoviliza-ción de sus estructuras militares –Acuerdo de Santafé de Ralito de Julio de 2003- a cambio de garantías jurídicas, económicas y políticas. Estas se acordaron en la mesa de negociación pero cuando se buscó formalizarlas mediante Ley el Congreso las rechazó parcialmente por los inaceptables niveles de impunidad y ventajas ofrecidas. Posteriormente la Ley 975 de 2005, llamada de Justicia y Paz, aprobó un cuestionable tratamiento preferencial para los paramilitares que fue parcialmente desmontado por la Corte Constitucional al declarar inexequible el reconocimiento como delincuentes políticos, la preservación parcial de su patrimonio, reclusión por fuera de estable-cimientos carcelarios ordinarios, entre otros. La decisión judicial afectó el acuerdo con los paramilitares y cuando algunos de ellos comenzaron a develar las redes cri-minales con funcionarios, militares y dirigentes políticos fueron extraditados por el gobierno con el argumento de que continuaban delinquiendo desde las cárceles. Lo sorprendente de esta decisión presidencial, adoptada en el 2008, es que desde 2004 organizaciones sociales y de derechos humanos denunciaron permanentemente que los paramilitares continuaban traficando y asesinando en las regiones, a pesar de que la negociación supuestamente estaba condicionada a la suspensión de todas sus actividades criminales.

Según informes oficiales se desmovilizaron cerca de 32.000 personas pero el parami-litarismo en su expresión militar no desapareció aunque experimentó cambios signifi-cativos. Algunas de sus estructuras se conservaron, otras se transformaron pero todas persistieron en sus actividades: asesinatos, masacres, tráfico de drogas, amenazas a organizaciones sociales, etc. El gobierno desconoce su naturaleza paramilitar, las llama bandas criminales (Bacrim) con el argumento de no tener vocación contrainsurgente.

La expansión paramilitar está asociada al cambio del modelo de desarrollo rural: megaproyectos agroindustriales (palma, cacao, frutales, entre otros), agroforestales, energéticos y viales resultaron favorecidos por el desplazamiento de la población y el abandono de tierras provocado por los paramilitares y tolerado por Estado. El modelo de seguridad aplicado en zonas en las que se desarrollan algunos de estos megapro-yectos es la “pacificación paramilitar”. Cultivos de palma aceitera han crecido en los últimos años en zonas de Bolívar, Atlántico, Guajira, Cesar, Norte de Santander y San-tander, Meta, Casanare, Caquetá y Nariño. Según un estudio de Mingorance: “Desde el inicio de la presente década, todas las áreas de expansión de las plantaciones de palma han coincidido geográficamente con áreas de expansión y presencia parami-litar […] algunas de las nuevas plantaciones en desarrollo se han financiado como proyectos productivos para los mismos desmovilizados de las AUC que antes incursio-

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naron en esas mismas zonas […] hay una serie de proyectos productivos agroindus-triales como la palma que tienen una importancia nuclear en la estrategia de control territorial paramilitar” (2006. p. 31). vicente Castaño, uno de los jefes paramilitares, declaró que consiguió empresarios para desarrollar los cultivos de palma. “Queremos que nos dejen hacer nuevos modelos de empresas que ya hemos venido desarrollando a nivel nacional […] En Urabá tenemos cultivos de palma. Yo mismo conseguí los em-presarios para invertir en esos proyectos que son duraderos y productivos.” (Revista Semana, 2005)

La expansión paramilitar cambió el mapa político en doce departamentos, eligieron en un verdadero juego de “testaferrato político” una amplia bancada parlamentaria e influyeron de manera definitiva en las elecciones presidenciales de 2002, como lo declaró Salvatore Mancuso, comandante de las AUC: “La gran mayoría de nosotros apoyamos a Uribe porque recibimos instrucciones de los comandantes y así lo hicimos en todos los departamentos con influencia del bloque Norte […] Como el discurso ideológico de Uribe parecía calcado del nuestro pero dentro de la legalidad, lo apoya-mos inmediatamente.”(Revista Cambio, 2009). El poder político y militar fue su carta de entrada a la ventajosa negociación con el gobierno. El 34% de los congresistas elegidos en el 2002, con votos que representan el 25% de la votación para el Senado lo fueron con el apoyo narco paramilitar y “ocho de cada diez de esos congresis-tas entraron a hacer parte de la coalición del presidente Uribe y cogobernaron con él desde entonces. En el 2006 casi todos los congresistas de la parapolítica fueron reelegidos y mantuvieron la misma proporción y representatividad dentro de la coa-lición de gobierno.” (López, 2010, p.33) La Fiscalía General de la Nación estima que una tercera parte de los alcaldes, gobernadores y congresistas de la última década pudieron haber sido promovidos por los paramilitares, cogobernaron con ellos y, en menor proporción. Con las guerrillas (López, 2010, p.30). Recientemente se entregó a la justicia estadounidense un reputado General de la Policía, quien fuera Jefe de Seguridad de la Casa de Nariño, sede de la Presidencia, durante buena parte de la administración Uribe vélez. Fue condenado a trece años de prisión por sus confesos vínculos con los paramilitares.

Hoy las llamadas Bacrim, continuidad de la dimensión militar del paramilitarismo, son consideradas como una amenaza a la seguridad mayor que la insurgencia. Para el 2001 INDEPAZ estima que los grupos narco paramilitares (Bacrim) están presentes en 406 municipios de 31 departamentos (2012, p. 5). Si la desmovilización negociada pretendió acabar con la expresión militar del paramilitarismo es evidente el fracaso. Hoy se mantienen sus redes políticas, económicas, sociales y militares transforma-das. Lo más notable, por supuesto, es la cooptación forzada del Estado y la relación contradictoria con las expresiones militares. Parte de la incapacidad para frenar la expansión neoparamilitar es que quienes tienen que combatirlos en muchos casos son sus aliados como lo evidencian las abundantes judicializaciones de miembros de la fuerza pública.

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Del énfasis en la seguridad al énfasis en la economía

El positivo balance de la PSD en materia de seguridad para algunos sectores de la po-blación y la reducción de indicadores de violencia, a pesar de su fracaso relativo en la acción antinarcóticos, contrainsurgente y frente al paramilitarismo hay que contrastarlo con los costos políticos que para el proceso de construcción democrática han significado la polarización política, la criminalización de los opositores, la militarización de la vida nacional, el desmonte de algunas de las conquistas democráticas de la Constitución de 1991, el debilitamiento de las fronteras entre la legalidad y la ilegalidad, el fortale-cimiento de las tendencias autoritarias del régimen inducidas por el discurso guberna-mental, el debilitamiento de los partidos como instancias de mediación entre la socie-dad y el Estado así como las violaciones a los derechos humanos: detenciones masivas arbitrarias de líderes sociales, ejecuciones extrajudiciales, entre otras manifestaciones.

Con las PSD y PCSD se buscó ganar seguridad a costa de la democracia; derrotar a la guerrilla aplicando la “ética del mal menor” buscando o tolerando el apoyo paramili-tar y retribuyendo ese apoyo con una desmovilización que les permitiera preservar sus redes de poder político y económico. Pero hecha la tarea, con el 68.99% del territorio consolidado según el balance oficial y la guerra confinada a zonas marginales, con la economía en ascenso y masiva afluencia de capitales, especialmente extranjeros, hacia la agroindustria y las industrias extractivas –la inversión extranjera se elevó de U$2,134 millones en el 2002 a U$7.201 en el 2009-, resulta claro que había llegado el momento de la economía. La transición de la PSD a la Política de Prosperidad Demo-crática (PPD) adoptada por el gobierno de Juan Manuel Santos en 2010 es el tránsito del énfasis en la seguridad al énfasis en la economía.

Se trata desde luego de continuidades y discontinuidades en la política. En este nuevo contexto el logro de la paz es una urgencia mayor como quiera que es necesario ofre-cer garantías de seguridad a los inversionistas y, además, legalizar títulos de propie-dad en el sector rural, especialmente en aquellas zonas de interés para los proyectos económicos y de infraestructura. Y si ya la guerra interna está localizada en zonas marginales el camino más rápido para alcanzar la paz podría ser la negociación polí-tica, sin ceder en la presión militar. La experiencia de la última década enseña que, a pesar del esfuerzo militar del Estado, las guerrillas pueden sobrevivir durante años en una guerra de desgaste de resultado incierto para las partes. Si se aspira a alcanzar los ambiciosos objetivos de la PPD, la paz negociada puede ser la mejor opción. Si se logra, Colombia estará en el mejor de los escenarios posibles… y eso lo tienen claro el gobierno y los inversionistas.

Es aquí donde se revelan las discontinuidades entre la PPD y la PSD. Si ya se pagaron los elevados costos políticos y en derechos humanos para consolidar la seguridad, es posible llamar a la unidad nacional, no criminalizar a la oposición, fortalecer la insti-tucionalidad democrática y comprometerse con los derechos humanos. Y pagar algo

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de la deuda social. El reconocimiento del conflicto armado interno, de las víctimas y la política de restitución de tierras sirven al propósito de “sembrar las bases de una verdadera reconciliación entre los colombianos” y por ende a la estrategia de unidad nacional. Sin renunciar a la presión militar el Presidente se jugó una carta audaz para ampliar la base social de su gobierno al hacer de la restitución de tierras su programa bandera en lo social. Al hacerlo exacerbó los conflictos de intereses con los poderosos sectores sociales, políticos y económicos representados en lo que se ha dado en llamar el “uribismo” y despertó las resistencias de quienes a lo largo de nuestra historia han fundado su poder político, económico y social en la propiedad de la tierra. Y al mismo tiempo trata de arrebatarle a las guerrillas una de sus banderas históricas. Pero es claro que la restitución de tierras no es una reforma agraria y no revierte la fuerte concentración de la propiedad de la tierra rural. Es más un proceso de normalización orientado entre otros objetivos, a la legalización de los títulos de propiedad, conditio sine qua non para el fortalecimiento del mercado de tierras y la creación de condi-ciones de seguridad jurídica para los inversionistas, nacionales y extranjeros, en el sector rural. Para expresarlo con las metáforas en uso, son carbón en la caldera de las locomotoras de la agricultura, léase agroindustria, y de la minería. Y además, según el Presidente, son parte esencial de su política de construcción de paz. Así lo sostuvo en la sanción de la Ley de víctimas y Restitución de Tierras y lo reiteró con ocasión de la liberación de los policías y militares que quedaban en poder de las FARC-EP al afirmar que seguiría “trabajando en temas como la consolidación de las zonas afectadas por el conflicto, en temas como la reparación de las víctimas y la restitución de las tierras a los campesinos que fueron desplazados por la violencia. ¡Eso es construir las verdade-ras condiciones para la paz!”8 Y la asumió en la práctica al aceptar la discusión sobre el desarrollo agrario integral como el primer punto de la agenda a discutir con las FARC en la Mesa de Conversaciones de Paz en La Habana, en el marco de las negociaciones que se iniciaron públicamente desde el 18 octubre del 2012 con la instalación formal de la Mesa en Oslo bajo el auspicio del gobierno de Noruega.

Estas posiciones no son gratuitas. La guerra ha sido funcional al cambio del modelo de desarrollo rural. Una de las expresiones de su degradación es el desplazamiento forzado, el segundo más alto en el mundo según ACNUR: cerca de cinco millones de desplazados forzados a abandonar cerca de ocho millones de hectáreas. (González y Kalmanovitz, 2010) Una parte de estas tierras han sido apropiadas por paramilitares y narcotraficantes. Un estudio de la Contraloría General de la República estima que cuatro millones de hectáreas, el 48% de las tierras productivas del país, están en manos de narcotraficantes.

La guerra ha servido de la concentración de la propiedad rural. Entre 1984 y 1998 la pequeña propiedad “perdió 1,75 puntos, la mediana 5.7 y la grande ganó 7.5 en cuan-

8 Palabras del Presidente Juan Manuel Santos, el dos de Abril, con ocasión de la liberación de soldados y policías. Disponi-ble en www.presidencia.gov.co

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to a superficie” (WOLA, 2008. p. 26). Según el Instituto Geográfico Agustín Codazzi, IGAC, en 1984 el 0.4% de los propietarios poseían el 31% de las tierras en fundos de más de quinientas hectáreas registradas en Catastro y, en el 2001 tienen el 62%. En algunas de las zonas expulsoras es ostensible la relación violencia - intereses econó-micos: “Un ejemplo de esta situación es la ocupación ilegal, por parte de las empre-sas Palmeiras y Salamanca, del territorio colectivo del Consejo Comunitario del Alto Mira y Frontera en Tumaco, Nariño” (WOLA, 2008. p. 30). Una apreciable proporción de las tierras abandonadas y de aquellas en las que se desarrollan megaproyectos co-rresponden a territorios de comunidades indígenas y afrodescendientes que el Estado debería proteger, es el caso de las tierras de los desplazados en Jiguamiandó y Cur-varadó, donde hoy se desarrollan proyectos palmeros amparados por la Gobernación de Antioquia y el Gobierno Nacional.

La guerra ha sido eficaz para la implantación del nuevo modelo de desarrollo rural caracterizado por el fortalecimiento del latifundio, proyectos agroindustriales expul-sores de población, megaproyectos energéticos y de infraestructura que violan los derechos de los pueblos ancestrales y comunidades de campesinos.

Como alguna vez escribió Bertolt Brecht “Con la guerra aumentan las propiedades de los hacendados, aumenta la miseria de los miserables, aumentan los discursos del general, y crece el silencio de los hombres”

Romper el silencio… el incierto camino hacia la salida política negociada

La primera década de este siglo marcó un punto de inflexión político y militar en la di-námica de la guerra interna que ha provocado cambios relevantes en las condiciones de resolución de la confrontación armada. Políticamente las guerrillas han sido derrotadas, más que por las políticas gubernamentales por sus propias prácticas. Los objetivos de conquistar el poder para construir una sociedad que erradique las inequidades, exclu-siones e injusticias que caracterizan a la actual, replantee la relación con la naturaleza y consolide la democracia económica, política y social no resultan creíbles cuando se recurre de manera sistemática y continuada a prácticas violatorias de los derechos hu-manos y el derecho internacional humanitario, como el secuestro para citar un solo ejemplo, o con un pragmatismo insostenible ética y políticamente se financia la “lucha revolucionaria” con recursos del narcotráfico. Desde los años ochenta, como lo he anali-zado en este y otros ensayos, la guerrilla cruzó un umbral que hizo porosas las fronteras entre el delito político -rebelión- y el común y con ello minó la credibilidad en su proyecto ético-político. Desde luego, a la erosión de la credibilidad en el proyecto insurgente también han contribuido las campañas ideológicas y políticas en su contra, así como el contexto internacional de lucha contra el terrorismo.

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Esta guerra es, como se llaman hoy, asimétrica. Siempre lo ha sido. Pero hoy la asime-tría es mayor. Las PDSD y PDCSD produjeron resultados: la correlación de fuerzas es desfavorable para las guerrillas, el estado está ganando la guerra, lo cual no significa, y en eso no hay que equivocarse, que estemos ad portas del exterminio militar de la insurgencia. Si tenemos en cuenta el comportamiento de la confrontación desde el año 2007 en adelante, es claro que los insurgentes se han adaptado a las nuevas estrategias contrainsurgentes y resisten a la ofensiva estatal. Con base en el último informe sobre “Logros de la Política Integral de Seguridad y Defensa para la Pros-peridad – PISDP”, publicado en octubre de 2012, se puede apreciar el descenso de las desmovilizaciones de guerrilleros, que pasaron de 3461 en el 2008 a 1527 en el 2011 (Gráfica 3); de las bajas de los integrantes de los grupos armados ilegales, se excluyen las llamadas BACRIM, que caen de 2165 en 2006 a 362 en 2011 (Gráfica 4), lo cual contrasta con el incremento de los bajas de integrantes de la fuerza pública que ascienden de 52 en 2008 a 151 en 2011 (Gráfica 5) y, por último del incremento de las acciones de las guerrillas de las cuales se registran 373 en el 2008 y 483 en 2011, entre las que se destacan el incremento de las emboscadas, ataques a instalaciones y contactos armados. Estamos lejos de las acciones ofensivas que comprometían en una sola acción a centenares de guerrilleros con una fuerte capacidad de combate. Al igual que dos décadas atrás, predominan formas de combate propias de la guerra de guerrillas –número reducido de combatientes comprometidos en cada acción, ata-ques sorpresivos, etc.- en una guerra de desgaste que, en las condiciones del país podría prolongarse por muchos años más. Como lo define la PISDP, la presión militar sobre la insurgencia se mantiene, en parte, orientada a dar de baja a integrantes de sus direcciones nacionales y comandantes de Frentes, y se han obtenido logros signi-ficativos. Pero las estructuras insurgentes no han sido desvertebradas.

Gráfica 3. Desmovilizados Nacionales

Fuente: MINDEFENSA

2002 20042003 2005 2006

Histórico Nacional

2007 2008

3.4612.638

2.446

1.527

3.1922.4602.564

2.9722.538

1.412

2009 2010 2011

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Gráfica 4. Integrantes de Grupos Armados Ilegales dados de baja

Fuente: MINDEFENSA

Gráfica 5. Integrantes de la Fuerza Pública caidos en actos del servicio

Fuente: MINDEFENSA

Gráfica 6. Acciones de Grupos Armados Ilegales

Fuente: MINDEFENSA

2002 20042003 2005 2006

Histórico Nacional

2007 2008

1.184

584 507 362

2.0672.1651.8701.9661.966

1.690

2009 2010 2011

20042003 2005 2006

Histórico Nacional

2007 2008

161128

151

5275

167

267218

437

2009 2010 2011

2002 20042003 2005 2006

Histórico Nacional

2007 2008

373468 488 483457

594717

590597669

2009 2010 2011

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En una estrategia de tenaza, se combina presión sostenida en lo militar y apertura po-lítica para afrontar algunos de los efectos perversos de la guerra y avanzar en quitarle el “agua al pez” insurgente. Esta es una estrategia que se funda en las experiencias contrainsurgentes del siglo XX: adonde quiera que las guerrillas triunfaron lo logra-ron porque ganaron en el campo de la política y, secundariamente, en el militar. Los ejemplos emblemáticos son Cuba en América Latina y viet Nam en Asia. En sentido contrario: a la insurgencia hay que derrotarla políticamente para poder definir la gue-rra a favor del estado. Lo que el gobierno del presidente Juan Manuel Santos hace, al pasar del énfasis en la seguridad al énfasis en la economía, reconocer la existencia del conflicto armado, las víctimas y sus derechos, asumir positivamente la existen-cia de organizaciones defensoras de los derechos humanos y reconocer de facto la responsabilidad estatal en el despojo violento de tierras al proponer la restitución de algunas de éstas a sus legítimos propietarios o usufructuarios es, entre otras cosas, colocar la confrontación fundamental con la insurgencia en el campo de la política, esto es, politizar la guerra.

El gobierno juega con audacia su carta política al iniciar conversaciones de paz con las FARC y, eventualmente, ojalá más pronto que tarde, también con el ELN. Al hacerlo ha marcado distancia con los sectores más retardatarios del país, sin que ello signifique que se aparta de la consolidación de un orden social en el que el modelo de desa-rrollo excluyente y concentrador de la riqueza, basado en la economía extractivista minera y petrolera y en la agroindustria es un eje fundamental. (Zuluaga, 2012a) Son los avances en seguridad y el confinamiento del conflicto a los márgenes y fronte-ras las condiciones de posibilidad para enfatizar en la economía, consolidada como está hasta el momento la zona central del país en donde se concentra la atención de los inversionistas y los más importantes megaproyectos mineros, petroleros, viales y agroindustriales. Así como “limpiar” la casa de los apoyos ilegales que en el pasado fueron tan eficaces en la lucha contrainsurgente y en el cambio de modelo de desarro-llo rural. Eso exige por lo menos neutralizar al neoparamilitarismo, de allí que hoy sea considerado como una amenaza mayor para la seguridad que la misma insurgencia.

Estos elementos son indispensables, a mi juicio, para descifrar la lógica que inspiró el contenido temático de la “Agenda General”: Política de desarrollo agrario integral, participación política, fin del conflicto, solución al problema de las drogas ilícitas, víctimas y, por último, implementación, verificación y refrendación del acuerdo final de paz. Los dos primeros puntos de ésta tratan cuestiones medulares relativas al po-der económico y político y al modelo de desarrollo económico y social en el contexto de la globalización neoliberal. La audacia de los sectores de las clases dominantes hoy al frente del gobierno, reside en la decisión de confrontar a lo más tradicional y retardatario del poder político y económico de nuestra sociedad que encuentra en la propiedad latifundaria uno de sus más fuertes fundamentos al tiempo que disputarle a las FARC-EP su bandera histórica asociada al “programa agrario”, elemento consti-tutivo de su mito fundacional. Los documentos que las FARC-EP han llevado a la Mesa

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de Conversaciones revelan más allá de un sentido pragmático, que han entendido la naturaleza del desafío político. La positiva resolución de este punto a través de un acuerdo transaccional como ya se está insinuando, crearía condiciones positivas para abordar la cuestión de la Participación política, que comprende cuestiones atinentes a la justicia transicional, pero va mucho más allá y tiene implicaciones sobre el carácter de democracia participativa consagrada en la Constitución de 1991. Y sólo para men-cionar algunos de los retos que habrá que abordar en materia de justicia transicional señalo la imperiosa necesidad de contemplar amnistías sin sacrificar justicia y de considerar la extensión de estos beneficios a integrantes de la fuerza pública, por lo menos. Y la participación, probablemente no podrá obviar un asunto que hoy adquiere la fuerza que deriva de la construcción, por décadas, de un movimiento social por la paz y también del movimiento de víctimas que define alcances y límites de los acuer-dos a los que se llegue en la mesa con lo que tengan que ver con las transformaciones de la sociedad.

Parafraseando a Brecht , si con la guerra los hacendados vieron crecer sus propieda-des, los miserables aumentar sus miserias a límites intolerables y los “generales” se apropiaron del discurso de los fundamentos del orden social, la construcción de la paz, de la única manera que garantiza su sostenibilidad tiene que ser “rompiendo el silencio” mediante la participación activa de todos los sectores sociales, especial-mente de aquellos a los que desde siempre se les negó la palabra, en guerra y en “paz”. Si en La Habana se logra acordar el fin de la guerra, con las FARC-EP y el ELN, será posible que las voces de los silenciosos de hoy se hagan escuchar y una nueva correlación política de fuerzas posibilite avanzar en la construcción y consolidación de la democracia integral. Sin embargo son muchas y fuertes las resistencias por vencer, entre ellas, las de las castas retardatarias que siguen refugiadas en sus privilegios tradicionales dispuestas a defenderlos a cualquier precio.

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5.

LEY DE vÍCTImAS: AvANCES, LImITACIONES Y RETOSRodrigo Uprimny YepesProfesor de la Universidad Nacional de Colombia y Director del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad –Dejusticia.

Nelson Camilo SánchezProfesor de la Universidad Nacional de Colombia e investigador del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Socie-dad –Dejusticia.

El 27 de septiembre de 2010, el recién posesionado Presidente de la República, Juan Manuel Santos Calderón, se trasladó desde el palacio presidencial hasta el Congreso de la República para presentar, ante el poder legislativo, el Proyecto

de Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 de 2011). Si bien es común que el Gobierno promueva la agenda legislativa, así como que el Presidente visite even-tualmente el Congreso, esta fue la primera – y hasta ahora única - vez en la historia constitucional del país que un proyecto de ley ha sido presentado personalmente por el propio Presidente. Este acto, cargado de un importante simbolismo político, fue acompañado por una declaración igualmente simbólica: el mandatario señaló ante los medios de comunicación que acompañaron el acto que si dicho proyecto se convertía en Ley para él ya había valido la pena haber sido elegido Presidente de la República.

Este hecho desconcertó a buena parte de la opinión pública nacional e internacional, pues el Presidente Santos fue elegido gracias a una plataforma política de continuidad a las políticas del ex presidente Álvaro Uribe, un presidente muy popular, pero que du-rante su mandato se opuso férreamente a un proyecto de ley muy parecido (Fundación Social, 2010; Fundación Konrad Adenaver Stiftung, 2008; Sánchez, 2009). Durante los meses que siguieron, el apoyo del Gobierno al proyecto se afianzó y, de la mano de éste, se fueron generando consensos políticos que llevaron a una aprobación casi uná-nime en el Congreso de la ahora denominada Ley de víctimas y Restitución de Tierras, aprobada en junio de 2011.

Así, una medida que había suscitado álgidos y encontrados debates políticos terminó siendo aprobada con una mayoría poco vista, incluso para proyectos que iniciaron trá-mite con muy poca oposición. A esta paradoja se sumó una opinión pública, nacional

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e internacional, que masivamente felicitó la iniciativa y la declaró como una decisión histórica. Todo ello dentro de un contexto político que ha sido duramente criticado por la falta de interés y esfuerzo estatal por enfrentar una violencia política de décadas y una victimización masiva de su población.

No obstante estos consensos, y como suele suceder en este tipo de concertacio-nes políticas, si bien ha sido objeto de múltiples felicitaciones y reconocimientos de muchos sectores nacionales e internacionales, al texto final de la Ley no le faltan críticas, tanto políticas (provenientes de sectores de izquierda como de derecha) como técnico-institucionales. A nuestro juicio, si bien la ley supera algunos de los debates que polarizaron la discusión en la época del gobierno Uribe, aun cuenta con puntos problemáticos. Es decir, en el texto se advierten bondades, pero también limitaciones y riesgos en el articulado. Este artículo intentan hacer un balance de esta ley, para lo cual comienza por resumir su contenido para luego presentar de manera no ex-haustiva algunas de sus principales virtudes para señalar ulteriormente algunas de sus limitaciones más relevantes y terminar señalando– para discusión posterior – los retos que enfrentará en su aplicación esta trascendental Ley.

Los contenidos de la Ley

La Ley de Víctimas y Restitución de Tierras busca reunir, en un mismo instrumento, diversas medidas y garantías para las víctimas, pero no codifica todas las normas existentes al respecto9. No obstante, la ley se refiere a múltiples temas, lo cual la hace una ley tanto comprensiva como ambiciosa. La Ley se divide en nueve títulos, cada uno de los cuales intenta agrupar un tema específico.

El primer título establece los principios generales de la Ley. Allí se determina el obje-to, ámbito de la ley, así como se define quién es considerado víctima (artículos 1 a 3). Adicionalmente, en este apartado se delimitan los principios de dignidad, buena fe, igualdad, prohibición de doble reparación y de compensación, de complementariedad y de publicidad, entre otros; la garantía del debido proceso; el carácter de las medi-das transicionales; el enfoque diferencial; la obligación de sancionar a los respon-sables; la progresividad; la gradualidad; la sostenibilidad; la acción de repetición y subrogación; los derechos a la verdad, la justicia y la reparación integral; las medidas especiales de protección y los criterios y elementos para la revisión de los programas

9 Esta aclaración es fundamental pues existen múltiples normas que establecen derechos y beneficios para distintos grupos de víctimas (como los desplazados internos, los desaparecidos, los secuestrados) que siguen vigentes y que generan diversas obligaciones en cabeza de las autoridades públicas. En este sentido, la Ley de víctimas es una medida legislativa más que se suma a un marco normativo complejo sobre las víctimas en Colombia. Así, la Ley de víctimas es una norma importante en materia de víctimas, pero no es la única existente.

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actuales de protección; la participación de la sociedad civil y la empresa privada y los compromisos del Estado (artículos 4 a 34).

El título II hace referencia a algunos derechos de las víctimas dentro de los procesos judiciales. En éste, se establecen medidas orientadas a garantizar información, ase-soría y apoyo a las víctimas; la garantía de comunicación; mecanismos para la audi-ción y presentación de pruebas sin que éstas vulneren los derechos de las víctimas, incluidas las víctimas de violencia sexual, a partir de mecanismos como la declaración a puerta cerrada, la presencia de personal especializado y otras; y otras medidas para garantizar la asistencia judicial y cubrir los gastos de las víctimas en procesos judiciales (artículos 35 a 46).

El título III establece las medidas de ayuda humanitaria, atención y asistencia a las víctimas10. En primer lugar, se hace referencia a la ayuda humanitaria y se crea un “censo de personas afectadas” que estará a cargo de las alcaldías municipales (artículos 47 a 46). En segundo lugar, este título menciona una serie de medidas de asistencia y atención, entre las que se encuentran: medidas en materia de educa-ción y salud; atención de emergencia y servicios de asistencia en salud; remisiones; pólizas de salud; evaluación y control; inspección y vigilancia (artículos 49 a 59). Finalmente, la ley establece unas medidas de atención especiales para las víctimas del desplazamiento forzado. Así, el título cierra con una descripción de la normati-vidad aplicable y definición de la atención para desplazados; normas sobre la decla-ración sobre el desplazamiento; las medidas de atención humanitaria, inmediata, humanitaria de emergencia y de transición en caso de desplazamiento; las reglas sobre retornos y reubicaciones; y unos criterios y procedimientos para decretar “la cesación de la condición de vulnerabilidad y debilidad manifiesta” de la población desplazada (artículos 60-68).

El cuarto título es el más largo y complejo pues se trata de la sección dedicada a las medidas de reparación, lo cual incluye la acción de restitución de tierras. En esta úl-tima materia, el articulado establece, entre otras medidas, la creación de una Unidad Administrativa de Gestión de Tierras y de un procedimiento de restitución a cargo de Jueces Civiles de Circuito y de Salas Agrarias de los Tribunales Superior de Distrito Judicial (para los casos en que exista oposición), las cuales resolverán la restitución en un término perentorio de cuatro meses, tras un período probatorio de treinta días. En esta sección además se consagran normas para las mujeres en los procesos de restitución, que radican en la atención preferencial para las mujeres en los trámites administrativos y judiciales del proceso de restitución; a la entrega de predios; la

10 De acuerdo con la Ley, la ayuda humanitaria corresponde a aquellas medidas destinadas a proteger, socorres, asistir y satisfacer las necesidades inmediatas de las víctimas que se ocasionan directamente con el hecho victimizante, e inclu-yendo las necesidades de alimentación aseo personal, manejo de abastecimientos, utensilios de cocina, atención médica y psicológica de emergencia, transporte de emergencia y alojamiento transitorio. Cfr. Art. 47.

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prioridad en los beneficios consagrados en la Ley 731 de 2002 y la titulación de la propiedad y restitución de derechos (artículos 115 a 118).

En este título se describen además, otras medidas de reparación que buscan cubrir los cinco componentes de la reparación integral: restitución, indemnización, satisfacción, rehabilitación y garantías de no repetición. Así, complementan las medidas de resti-tución, normas relativas a vivienda que regulan las postulaciones al subsidio familiar de vivienda; la entidad encargada de tramitar dichas postulaciones y la normatividad aplicable (artículos 122 a 127); medidas en materia de crédito y la tasa de redescuento (artículos 128 a 129), y medidas relativas a capacitación y planes de empleo urbano y rural y al derecho preferencial de acceso a la carrera administrativa (artículos 130 a 131).

En cuanto a medidas de indemnización, la Ley establece un programa de indemniza-ción masiva por vía administrativa, cuyo procedimiento, mecanismos, montos y demás lineamientos deberán ser reglamentados por el Gobierno nacional en un período no superior a seis meses. En cuanto a rehabilitación, la Ley ordena la creación de un Pro-grama de Atención Psicosocial y Salud Integral a víctimas (artículos 135 a 138). Ade-más se establece una serie de medidas de satisfacción, entre las que se encuentran: la exención en la prestación del servicio militar; la reparación simbólica; el Día Nacio-nal de la Memoria y Solidaridad con las víctimas; el deber de memoria del Estado; la creación de archivos sobre violaciones a los derechos humanos e infracciones al De-recho Internacional Humanitario ocurridas con ocasión del conflicto armado interno; las acciones en materia de memoria histórica y la creación de un Centro de Memoria Histórica (artículos 139 a 148). El título Iv cierra con un inventario de garantías de no repetición orientadas al desmantelamiento de las estructuras económicas y políticas (artículos 149 a 150); y de medidas de reparación colectiva y la determinación de los sujetos de dicha reparación (artículos 151 a 152).

El título v trata de la institucionalidad para la atención y reparación a las víctimas. Cuatro aspectos se destacan de este apartado. En primer lugar, la creación de la “Red nacional de información para la atención y reparación a las víctimas” (artículo 153), y el “Sistema nacional de atención y Reparación integral a las víctimas”, integrados por todas las instituciones con competencias en materia de víctimas. En segundo lugar, la Ley crea el Registro Único de víctimas, y establece el procedimiento de inscripción, los recursos contra la decisión del registro y las actuaciones administrativas (artículos 154 a 158). En tercer lugar, la Ley ordena al Gobierno nacional que en el término de seis meses diseñe un “Plan nacional de atención y reparación integral a las víctimas” (artículos 175 y 176). Finalmente, la Ley ordena la creación de un Fondo de reparación para las víctimas de la violencia (artículos 177).

El título vI detalla unas medidas específicas para la protección integral a los niños, niñas y adolescentes víctimas (artículos 181 a 191). El título vII se refiere al deber del Estado de garantizar la participación de las víctimas en la implementación de la ley,

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la cual se hará a través de mesas de participación de víctimas, a partir de unas he-rramientas de participación que deberán ser reglamentadas por el Gobierno mediante un protocolo (artículos 192 a 194). Finalmente, el título vIII trata de las disposiciones finales en las cuales se incluyen normas sobre victimarios extraditados; medidas de satisfacción y reparación por parte de desmovilizados de procesos anteriores; nor-mas para penalizar la inscripción fraudulenta de víctimas y al fraude en el registro de víctimas; a los informes de ejecución de la ley; a los mecanismos de monitoreo y seguimiento al cumplimiento de la ley y a la comisión que deberá crear el Congreso, entre otros (artículos 195 a 208).

Los aciertos

De la ley se destaca, en primer lugar, el propio proceso de concertación y el reconoci-miento simbólico que ésta representa. La vocación de una Ley de este tipo es no solo establecer una serie de medidas simbólicas y materiales a unas víctimas determina-das, sino hacer parte de un marco más amplio de instrumentos de justicia transicional que permitan avanzar en la búsqueda de la paz y la reconciliación nacional, teniendo en cuenta los derechos de quienes más han enfrentado los rigores de la violencia y del conflicto11. Es por ello que la ley debe concebirse y entenderse como una medida de inclusión y reconocimiento que tanto el Estado como la sociedad les hacen a las víctimas. De allí, que los efectos simbólicos de la aprobación de la Ley sean centrales para este proceso (De Greiff, 2008). De la misma manera, un ambiente de consenso político y social en la aprobación de una ley de este tipo es igualmente crucial no solo para promover la reconciliación sino también de cara a los enormes retos que signifi-ca implementar una medida tan ambiciosa12.

Esta apertura permitió, a su vez, que se corrigiera uno de los problemas fundamentales del anterior proyecto que era la discriminación a las víctimas de agentes de Estado13. El

11 El artículo 1 señala que es objeto de la ley establecer un conjunto de medidas judiciales, administrativas, sociales y económicas, individuales y colectivas, en beneficio de las víctimas, “dentro de un marco de justicia transicional”. Además, el artículo 8 presenta la definición de lo que el Congreso entiende como Justicia transicional: “los diferentes procesos y mecanismos judiciales o extrajudiciales asociados con los intentos de la sociedad por garantizar que los responsables de las violaciones contempladas en el artículo 3º de la presente Ley, rindan cuentas de sus actos, se satisfagan los derechos a la justicia, la verdad y la reparación integral a las víctimas, se lleven a cabo las reformas institucionales necesarias para la no repetición de los hechos y la desarticulación de las estructuras armadas ilegales, con el fin último de lograr la reconciliación nacional y la paz duradera y sostenible”.

12 De hecho, por esta razón algunos analistas señalaban en su momento que el hundimiento del proyecto de Ley de víctimas de 2008 había ahorrado frustración posterior a las víctimas pues una medida que hubiera salido después de un debate tan polarizado tenía muy pocas posibilidades de ser implementada de manera comprensiva y responsable.

13 Durante el Gobierno Uribe esta cuestión se había polarizado en dos extremos. De un lado estuvieron quienes defendieron la adopción de la definición de víctima promulgada bajo los estándares internacionales, entre quienes se identifica a las organizaciones de víctimas, las organizaciones de derechos humanos, los observadores internacionales y los redactores del proyecto. Por el otro lado, una posición contraria buscaba restringir el término de víctima a aquellas personas que hubieran sido victimizadas por acciones directamente cometidas por “grupos armados al margen de la ley”, con arreglo a

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texto aprobado se basa en el reconocimiento de la victimización a partir del hecho y no del agente, tal como erróneamente era defendido por el gobierno anterior. Esto también permitió que el texto final de la ley reconozca expresamente el concepto de conflicto armado que había sido un tema muy disputado en el país (Uprimny, 2005, 2011).

En segundo lugar, la ley incorpora, en general de manera apropiada, a nivel de los principios, los estándares internacionales sobre derechos de las víctimas. Dichos prin-cipios son muy importantes no solo como reconocimiento social y político del Estado a las víctimas, sino además, porque la gran mayoría de mecanismos de reparación serán reglamentados por el Ejecutivo, lo que hace necesario que haya unos principios claros que orienten la función reglamentaria14.

En tercer lugar, la ley demuestra una intención de corregir mecanismos que están operando deficientemente, como la reparación administrativa (Procuraduría General de la Nación, 2010), aunque su reglamentación fue totalmente delegada al Ejecuti-vo, por lo cual es temprano para evaluar si habrá cambios importantes. Igualmente, el proyecto planea una propuesta de diseño institucional para la coordinación de la atención integral a víctimas, con lo cual se busca reducir los trámites y las rutas de acceso a derechos y fortalecer la institucionalidad para la atención y reparación de las víctimas, que es aún muy débil.

En cuarto lugar, la sistematización de los derechos de las víctimas en el proceso penal es en términos generales apropiada (aunque a nivel técnico pueda discutirse la con-veniencia de que esas medidas estén en la ley de víctimas y no en el Código de Proce-dimiento Penal). Algunas de estas medidas, además, buscan reducir discriminaciones de género detectadas en el acceso a los procesos ordinarios y de Justicia y Paz.

Finalmente, la ley hace una apuesta importante por establecer medidas en todos y cada uno de los componentes de la reparación integral (restitución, compensación, satisfacción, rehabilitación y garantías de no repetición), que serían otorgadas a tra-vés de programas administrativos a cargo de la Unidad Administrativa Especial de Atención y Reparación a víctimas.

En este punto se destaca además el capítulo de restitución de tierras. La ley crea un sistema mixto judicial/administrativo para que las personas que han sido despojadas

las definiciones establecidas por la Ley de Justicia y Paz. Esta fue la posición promovida por el Gobierno, su bancada en el Congreso y por algunos académicos y columnistas de opinión. Esta última posición, además de excluir a las víctimas “ensangrentadas” o de “manos sucias”, se oponía férreamente a que se incluyeran las víctimas de agentes del Estado bajo el argumento de que esto impedía el combate a las guerrillas de izquierda y prejuzgaba al Estado en eventuales litigios de responsabilidad.

14 La Ley señala competencias para distintas instituciones estatales -principalmente del Poder Ejecutivo – para que armoni-cen determinados contenidos y establezcan reglamentos operativos en diversos temas. Para un listado de estos temas ver: PNUD (2011).

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de sus tierras como producto del desplazamiento forzado ocasionado por el conflicto, puedan reclamar de manera expedita y con algunas ventajas derivada de la flexibili-zación de cargas probatorias y la creación de presunciones de despojo. Para ello, la Ley ordena, entre otras, la creación de una Unidad Administrativa de Gestión de Tie-rras y de un procedimiento de restitución a cargo de salas agrarias de los Tribunales Superior de Distrito Judicial en los casos que exista oposición, las cuales resolverían la restitución, en un término perentorio de cuatro meses, tras un período probatorio de treinta días. En dicho proceso no serían admisibles, entre otras, la acumulación procesal, la intervención excluyente o coadyuvante ni las excepciones previas.

En virtud de tal procedimiento, la Unidad de Gestión de Tierras recibiría la solicitud de la víctima y presentaría la demanda en su nombre ante los Juzgados correspondien-tes en aquellas zonas en donde previamente hayan sido declaradas zonas afectadas con la violencia generalizada por parte del Gobierno nacional. La propuesta también contempla el pago de compensaciones monetarias para terceros de buena fe y para aquellas víctimas a las cuales sea imposible restituirles sus bienes originales. Dicha compensación sería pagada, en cualquiera de los casos, por el Fondo de Restitución que también crea la ley.

Las limitaciones

En primer lugar, aunque la Ley abandona la problemática idea de que el Estado otorga las reparaciones con base en el principio de solidaridad, no queda claro cuál es su fun-damento. Así, con la falta de mención expresa a la responsabilidad del Estado, la ley puede perder gran parte de su fortaleza como medida simbólica de reconocimiento, que es en últimas lo que muchas víctimas han requerido.

En segundo lugar, la Ley no enfrenta el tema sobre cómo reparar sin esclarecimiento histórico. La búsqueda y reconocimiento de la verdad de lo que ha sucedido queda sin cubrir en la Ley, lo cual afecta no solo la posibilidad de satisfacer el derecho a la verdad de las víctimas y la sociedad en general, sino que además, impide que se puedan hacer ejercicios no disputados de reparación y reconocimiento de víctimas. Igualmente, sin una política efectiva de judicialización de los más graves hechos y atrocidades cometidas en el conflicto, las medidas de reparación quedan vacías en su contenido. Sin embargo, nada hace prever que existe una intención gubernamental deliberada por articular estas necesidades.

En tercer lugar, la definición de víctima en la ley sigue generando polémicas, al me-nos por tres razones: i) la exclusión de las víctimas de “manos sucias”, pues señala que no serán víctimas aquellas personas que hayan pertenecido a grupos armados al margen de la ley, lo cual es problemático, pues si un paramilitar o un guerrillero son torturados, no deja de ser víctima a pesar de que sea también culpable por pertenecer

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a un grupo armado ilegal; ii) no queda claro si están incluidas en los beneficios de la ley las personas victimizadas por los grupos armados que se activaron después de la desmovilización de los paramilitares (las llamadas Bracrim); y iii) la ley señala que se podrán obtener reparaciones administrativas materiales por hechos posteriores a 1985 y algunos críticos consideran que debió establecerse una fecha anterior.

En cuarto lugar, un tema complejo: la articulación entre política social y de víctimas. Uno de los principales objetivos de los ponentes del proyecto era evitar una confu-sión que suele darse en Colombia entre los deberes estatales de reparación integral, atención humanitaria y política social15. Al final, aunque teóricamente la Ley distingue entre asistencia humanitaria, política social y reparaciones16, muchas medidas con-cretas tienden a confundir los tres aspectos, en especial cuando se trata de personas desplazadas pues declara como reparación medidas de política social, como es el caso del subsidio de vivienda (Comisión de Seguimiento, 2011).

Reconocemos que en este punto, el tema dista de ser fácil. El Gobierno anterior tuvo la pretensión de disfrazar medidas de asistencia humanitaria y política social para ser entregadas a las víctimas a título de reparación. Ello quedó consignado en la Ley de Justicia y Paz, motivo por el cual un grupo de organizaciones sociales demandaron la inconstitucionalidad de los partes pertinentes de dicha ley. A finales de 2008 la Corte Constitucional, a través de la sentencia C-1199/08 reconoció la distinción entre las tres obligaciones del Estado y estableció que “se trata de deberes y acciones claramente diferenciables, en lo relacionado con su fuente, su frecuencia, sus des-tinatarios, su duración y varios otros aspectos”. Asimismo, la Corte determinó que “ninguna de tales acciones puede reemplazar a otra, al punto de justificar la negación de alguna prestación específica debida por el Estado a una persona determinada, a partir del previo otorgamiento de otra(s) prestación(es) de fuente y finalidad distinta” (Cfr. Corte Constitucional, 2008).

15 En parte, esta confusión se presenta debido a que la materialización de estos deberes a veces coincide en la práctica. Sin embargo, la reparación de las víctimas de crímenes atroces, la prestación de servicios sociales a todos los ciudadanos y la atención humanitaria a víctimas de desastres son deberes autónomos en cabeza del Estado, que tienen un origen y una razón de ser diferentes. Para profundizar en las diferencias conceptuales e interrelación en la práctica ver: Uprimny y Saffon (2007).

16 El artículo 25, que establece la definición y características esenciales del derecho a la reparación, establece en el pará-grafo 1 lo siguiente: “Las medidas de asistencia adicionales consagradas en la presente ley propenden por la reparación integral de las víctimas y se consideran complementarias a las medidas de reparación al aumentar su impacto en la pobla-ción beneficiaria. Por lo tanto, se reconoce el efecto reparador de las medidas de asistencia establecidas en la presente ley, en la medida en que consagren acciones adicionales a las desarrolladas en el marco de la política social del Gobierno Nacional para la población vulnerable, incluyan criterios de priorización, así como características y elementos particulares que responden a las necesidades específicas de las víctimas.

No obstante este efecto reparador de las medidas de asistencia, estas no sustituyen o reemplazan a las medidas de repa-ración. Por lo tanto, el costo o las erogaciones en las que incurra el Estado en la prestación de los servicios de asistencia, en ningún caso serán descontados de la indemnización administrativa o judicial a que tienen derecho las víctimas”.

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El argumento para defender una interrelación de estas tres políticas es que si bien la política social y las reparaciones son distintas, estas deben potenciarse unas a otras. También aduce el Gobierno que las medidas de atención preferentes que actualmente reciben las víctimas – como los desplazados internos – son en sí mismas un reconoci-miento estatal de su calidad de víctimas y, por ello, tienen un “efecto reparador”, pues pueden considerarse como medidas de satisfacción. En otros casos, se aduce que la política social puede potenciarse con un plus de reparación, como sería aumentar el subsidio de vivienda que se entrega a la población en general (22 salarios mínimos) a 30 salarios mínimos para ser entregados a la población desplazada. Así, esta medida podría tener un efecto reparador como medida de compensación.

El argumento central no es equivocado. Es cierto que el Estado debe buscar una ar-ticulación positiva entre las medidas de política social y la política de víctimas. Sin embargo, deben existir reglas claras para que dicha articulación no se convierta en una simple burla a los derechos de las víctimas. En este sentido, debe partir por reco-nocerse expresamente a qué título se otorgan las medidas, las medidas otorgadas a título de reparación deben ser claramente diferenciadas y adicionales a los beneficios sociales – así se usen mecanismos tradicionales de distribución de política social - y deben contar con reconocimiento y aceptación social y política tanto de las víctimas como de la sociedad, y deben estar articuladas con otras medidas que satisfagan otros derechos de las víctimas como la verdad y la reparación.

Sin embargo, ninguna de estas condiciones parece ser eficientemente cumplida por la política actual. De hecho, el texto aprobado de la ley va en contra de este principio pues en el artículo 123 se establece que la restitución de la vivienda despojada o forzada a dejar en abandono se producirá mediante el acceso prioritario y preferente al subsidio para adquisición de vivienda de interés social (VIS). Lo que es peor, ese subsidio incluso es una desmejora de la política de asignación de subsidios actual para la población desplazada que se rige por el artículo 14 del Decreto 4911 de 200917

pues la Ley de víctimas, en el artículo artículo 125, establece que la cuantía máxima del subsidio familiar de vivienda para todas las víctimas será el que se otorgue en el momento de la solicitud a los beneficiarios de viviendas de interés social, que ascien-de hoy en día, según el artículo 8 del Decreto 2190 de 2009, a 21 salarios mínimos mensuales legales vigentes.

17 Este artículo establece que “para la población en situación de desplazamiento el valor del subsidio familiar de vivienda, tanto en suelo urbano, como en suelo rural, será de hasta treinta (30) salarios mínimos mensuales legales vigentes para adquisición de vivienda nueva o usada”.

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Los grandes retos

Con todas sus ventajas y limitaciones, la Ley tiene riesgos y desafíos adicionales que sólo podrán ser superados a partir de una reglamentación adecuada, y de clara volun-tad política a la hora de la implementación. Al menos seis retos pueden distinguirse como prioridades para el Gobierno.

El primer reto está en reglamentar los más de quince programas y medidas que la Ley delegó al Gobierno, entre los cuales se encuentran la reparación administrativa, las medidas de reparación para pueblos indígenas y comunidades negras, la política de reparaciones colectivas, el Plan Nacional de Atención y Reparación a víctimas, etc. Aquí, además, la paradoja es grande pues la institucionalidad actual está encargada de hacer los reglamentos para un nuevo diseño institucional que aún no se conoce, pues aún no es claro cómo va a quedar concretamente dicha institucionalidad. El desafío no es entonces menor pues no sólo se trata de crear rutas de acceso y res-ponsabilidades claras, sino además de trasladar los conocimientos y acumulados ins-titucionales para que puedan ser desarrollados por la institucionalidad que se diseñe e implemente.

El segundo reto que también es de interpretación, lo enfrenta la ley frente a los pro-cesos de constitucionalidad ya iniciados y los que eventualmente se iniciarán en el futuro próximo. A la fecha de redacción de este artículo, agosto de 2011, la Corte Constitucional había recibido siete demandas de constitucionalidad condicionada de la Ley, casi todas relativas al artículo 3, que trata del concepto de víctima. Esto indica que la interpretación de la Ley va a ser un tema disputado y que debe asegurarse una interpretación que potencie el objeto y sentido de la norma como una medida transicional orientada a satisfacer de manera razonable y pronta los derechos de las víctimas. La tarea es entonces por asegurar interpretaciones que no restrinjan los aciertos de la norma y que minimicen o eliminen sus limitaciones.

El tercer reto urgente es garantizar seguridad para las víctimas que van a acceder a los mecanismos, especialmente para los reclamantes de tierras. El Estado y la socie-dad colombiana han tomado la decisión de avanzar en un proceso de reparación en medio del conflicto. Esto no debe perderse de vista en todas las instancias de imple-mentación de la Ley. El diseño de reglamentos, mecanismos, designación de priorida-des, etc, debe tener en cuenta esta situación y garantizar protección, seguridad y que se atenderá en todo momento el principio de intervención sin daño, aun cuando esto pueda retrasar la asignación de beneficios. El afán por mostrar resultados no puede hacerse a costa de aumentar el riesgo de las víctimas y sus defensores.

El cuarto reto es garantizar una adecuada participación de las víctimas y sus organi-zaciones tanto en el diseño, como en la implementación de las medidas. Es prioritario resaltar que la participación de las víctimas debe hacerse desde el inicio del proceso:

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es decir, desde el diseño mismo de los reglamentos. La premura en el tiempo para reglamentar muchos asuntos (máximo seis meses) puede llevar a que se priorice la acción, en lugar de la participación, lo cual es errado, pues atenta contra el espíritu de lo que quiere alcanzar la norma entendida como un instrumento de justicia tran-sicional. Los protocolos de participación deberían ser los primeros que se pongan a consulta para, a partir de estos, avanzar en procesos inclusivos para la determinación de los demás reglamentos.

Además, estos protocolos deben propender por la garantía efectiva del máximo de par-ticipación posible, sin restringir los actuales espacios en los cuales las víctimas y sus or-ganizaciones hoy en día participan. Se debe evitar entonces limitar la participación una simple inclusión de “otras víctimas” en los actuales escenarios de participación que han construido las organizaciones de población desplazada. Los protocolos deben respetar los distintos escenarios actuales de participación, promoviendo una articulación de es-tos en las instancias propias de participación que la implementación de la Ley requiere.

El quinto reto es adecuar la estructura institucional que se requiere para la imple-mentación de la Ley de manera tal que sea pronta, eficaz, respetuosa y sensible con las víctimas. En la ley se logró avanzar en algunas cuestiones fundamentales como el reconocimiento de que la actual estructura es insuficiente para enfrentar el reto de la atención y reparación integral a las víctimas. Ello debe ser remediado entonces, a partir de la experiencia institucional, para garantizar que la estructuración de la nueva arquitectura estatal no incurrirá en la falta de coordinación, en la desensibilización de la atención, en la demora de los trámites y demás falencias que han sido ampliamente señaladas por la Corte Constitucional a través de su jurisprudencia. Para ello debe abordarse el tema de manera global, buscando atender de manera diferencial y pron-ta a las víctimas de acuerdo con sus necesidades. Si la nueva estructura institucional se diseña bajo el entendido que lo que se debe hacer es aumentar algunas oficinas y funcionarios a las actuales instituciones que cumplen funciones frente a la población desplazada, se estaría burlando el objetivo de la Ley.

El quinto reto del Gobierno es honrar sus compromisos con las comunidades étnicas. Los pueblos indígenas y las comunidades afrodescendientes y negras le han dado una muestra de solidaridad grande al país al haber aceptado fórmulas novedosas para permitir la discusión parlamentaria a pesar del incumplimiento inicial de la obligación de la consulta previa. Este acuerdo se dio en el marco de un compromiso del Gobierno de consultar las medidas específicas de atención y reparación para estos pueblos de manera individualizada y concreta con quienes éstos definan, a partir de un pro-cedimiento serio y que sea guiado por el principio de buena fe. Tanto los pueblos indígenas como las comunidades afro se han preparado mucho para que el proceso sea exitoso y han redactado interesantes borradores de decretos para poner sobre la mesa a la hora de la concertación y consulta. Es necesario entonces que este proceso se surta para que se garantice la legitimidad democrática de la Ley en su conjunto.

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Finalmente, el tema del impacto fiscal de la ley y de la inversión que el Estado debería hacer en materia de reparaciones sigue siendo el fantasma que ronda la implemen-tación de la ley; el Estado y la sociedad deben hacer los esfuerzos necesarios para que las medidas establecidas en la ley se hagan realidad. El efecto simbólico de la aprobación de la ley y del compromiso del Gobierno se tornará negativo, si la ley no se traduce en medidas concretas y específicas que vayan más allá de la entrega dis-frazada de unos beneficios sociales o de unos reconocimientos vacíos.

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6.

POLITICA EXTERIOR A mITAD DE CAmINOSocorro RamírezDoctorada en Ciencia Política, Magister en relaciones internacionales, Magister en análisis de problemas políticos, económicos e internacionales contemporáneos, Licenciada en historia. Se desempeñó como profesora titular de la Universidad Nacional de Colombia en el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI), de la maestría de estudios del Caribe en la sede Caribe de la UN. Ha desarrollado la línea de investigación, docencia y extensión “Fronteras, vecindad e integración”. Autora de numerosas publicaciones.

La activa política exterior que ha marcado al gobierno de Juan Manuel Santos, es analizada en este ensayo en el orden de ocurrencia de las iniciativas que han ido tomando forma y definiendo prioridades en cuatro de sus ejes geográficos: buena ve-cindad como punto de partida, nexos renovados con América Latina y el Caribe, aper-tura al Asia Pacífico, renovación de vínculos con Estados Unidos y Europa. Al final, a manera de conclusión, el balance no solo valora los importantes cambios desarrollos en la mitad del periodo de gobierno sino que alerta sobre el peso de las preocupantes continuidades que pueden frenar el giro iniciado.

Buena vecindad con testigos suramericanos

Suramérica fue el público escogido para el reencuentro del gobierno de Juan Manuel Santos con sus vecinos. Fuera de Hugo Chávez, quien por su enfrentamiento con Álvaro Uribe prefirió enviar a su canciller, el resto de presidentes suramericanos estuvieron presentes en la posesión de Santos, convertida en la ocasión privilegiada para revertir las tensiones existentes. El entonces secretario de Unasur y expresidente argentino, Néstor Kirchner, fue el testigo del reencuentro colombo-venezolano a solo siete días de posesión del mandatario colombiano. Y en la v cumbre de Unasur, en Guyana, el presi-dente de Ecuador anunció, junto a Santos, el retorno de sus respectivos embajadores.

La normalización de relaciones con venezuela se ha mantenido estrictamente dentro de los límites de un diálogo entre presidentes, cancilleres y ministros involucrados en la agenda binacional, centrada en comercio, infraestructura, energéticos, fronteras y seguridad. En cambio, con Ecuador las cancillerías han incorporado otros temas como los ambientales y migratorios, y funcionan la Comisión de vecindad que involucra a los actores fronterizos y la Comisión Binacional Fronteriza (Combifron), integrada por los ministros del Interior y de Defensa y las fuerzas militares de ambas naciones.

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En octubre de 2012 se empezarán a reunir los dos gabinetes ministeriales, una buena práctica que desarrolla Ecuador con Perú después de poner fin a sus enfrentamientos incluso armados por diferencias territoriales. Con ambos países se ha dado prioridad a las fronteras compartidas a través del “Plan de fronteras para la prosperidad”, que impulsa la cancillería colombiana. En el caso colombo–ecuatoriano se avanzó incluso hasta formular conjuntamente el plan “Fronteras para la prosperidad y el buen vivir”.

En materia comercial, Colombia ha realizado esfuerzos por compensar una balanza de intercambios desfavorable a Ecuador y los dos países avanzan en la articulación ener-gética y aérea. Con venezuela, además de lograr el recaudo de la mayor parte de la deuda a proveedores colombianos, se acordó un instrumento que reemplaza las nor-mas de la Comunidad Andina, de la que este país ya no hace parte. Aunque el comer-cio ha vuelto a crecer tras su caída vertical, el interés del empresariado colombiano no fronterizo en ese mercado ha disminuido. El comercio ya no es el motor que le daba solidez a la relación. Las tensiones y sanciones mutuas terminaron de desacoplar las dos economías, que ya venían perdiendo su complementariedad y entrecruzamiento, a medida que se distanciaban los modelos políticos y económicos.

Ambos países dejaron de ser, cada uno, el segundo socio comercial para el otro. En el esquema de comercio administrado del gobierno venezolano ya no tiene cabida la diversificada oferta colombiana. En otros campos, Santos y Chávez revivieron cruciales proyectos de infraestructura fronteriza y de interconexión eléctrica e interoceánica. El interés chino como productor en varios proyectos energéticos en venezuela, Ecuador y Colombia, seguramente le dará un empuje al oleoducto entre la Faja del Orinoco y el Pa-cífico colombiano y lo incorpora como pieza clave en la relación estratégica binacional.

En el tema de la seguridad, tanto en Ecuador como en venezuela se ha dado prioridad a la lucha contra las drogas, el crimen organizado, la extorsión y el secuestro. Con Ecuador se acordó el plan de seguridad fronteriza. venezuela ha detenido y deportado a una veintena de los mayores narcotraficantes/paramilitares y a algunos guerrilleros, en acciones coordinadas con los servicios de inteligencia colombianos. Sin embargo, las detenciones y deportaciones de guerrilleros se han frenado por presiones de sec-tores del movimiento chavista, contrario a ellas. Colombia entregó a Caracas –y no a Washington, que también lo reclamaba– a un antiguo aliado del gobierno bolivariano acusado de narcotráfico. Pese a estos mutuos gestos de cooperación, los problemas fronterizos, de vieja data, no son fáciles de revertir debido, entre otras razones, a la corrupción de las fuerzas de seguridad, aprovechada en los tres países por narcotra-ficantes, guerrillas y paramilitares, que se disputan el control de los contrabandos de gasolina, drogas y armas. Pero al menos hay canales de diálogo y acciones coordina-das frente a problemas de seguridad transfronterizos.

Al mismo tiempo se adelantan esfuerzos sobre otros reclamos de Ecuador como la atención a colombianos refugiados, la reubicación de los desplazados en otros países

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y la repatriación de presos. Más recientemente, los dos cancilleres han acordado avanzar en la proyección conjunta al Asia Pacífico y para ello han acordado compartir sedes consulares y diplomáticas, empezando por la que tiene Ecuador en Cantón, que le permite a Colombia atender a sus nacionales condenados a pena de muerte por narcotráfico. Quedan pendientes temas sensibles -cuyo curso depende en cierta medida de la dinámica de entendimiento binacional- como el juicio que en Ecuador se les sigue a Santos y a los comandantes del ejército y la policía colombiana por el bombardeo, así como demandas contra Colombia por la muerte de un ecuatoriano en ese ataque y por los efectos de las fumigaciones a la coca.

Santos reveló el 22 de septiembre, que el giro de su política internacional y en espe-cial de la relación de Colombia con venezuela y Ecuador tuvo como principal propósito ayudar al cese del conflicto armado e “ir sembrando paz”. Y en efecto en la fase exploratoria de los diálogos del gobierno colombiano con las FARC y en la mesa de negociación, el gobierno de Chávez aparece como acompañante. Ecuador ha celebra-do el inicio de conversaciones y ha dicho estar dispuesto a dar todos los apoyos que sean necesarios.

Los mandatarios de Colombia, venezuela y Ecuador han aceptado que no pretenden cambiar uno al otro y respetan sus muy distintos modelos económicos, políticos y de gobierno, así como sus divergentes posiciones internacionales. Esa sabia posición ha permitido que a dos años del gobierno de Santos, las divergencias o las distintas relaciones que mantienen los tres países con Estados Unidos, no hayan afectado los nexos oficiales. Sin que se perturbaran los nexos bilaterales, el presidente de Ecuador no concurrió a la vI Cumbre de las Américas y luego su gobierno con otros del ALBA ha impedido que siquiera se haga alusión en documentos de la Organización del Esta-dos Americanos (OEA) a los acuerdos temáticos alcanzados.

Es notorio que la actuación de Colombia como miembro no permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en 2011 y 2012, no ha repercutido en la relación con los gobiernos de venezuela y Ecuador en temas como el de Libia, por ejemplo, en el que actuaron en sentidos opuestos. Más aún cuando en medio de ese debate y de sus viajes a Argentina, Uruguay y Bolivia, Chávez llamó a la unidad de América Latina porque “Estados Unidos, sus aliados de la OTAN y sus aliados en Naciones Unidas, se sienten con la más plena libertad de bombardear países y dicen que es para salvar a los pueblos, pero es que quieren derrocar un gobierno”. De paso, denunció que Wash-ington podría seguir con él. El gobierno colombiano, por su parte, votó a favor de la intervención en Libia. Sobre el reconocimiento del Estado Palestino y Siria, Bogotá ha mantenido posiciones diferentes de las de Caracas y Quito.

Más bien, el mutuo interés por la integración regional ha convertido algunas diferen-cias entre los gobiernos de venezuela y Colombia, en punto de partida para un lide-razgo compartido. Es el caso de la secretaría general Unasur. Cada gobierno postuló

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su candidato y luego aceptaron que compartieran el período. O el caso de la crisis hondureña en el que los dos gobiernos representaban los extremos del espectro po-lítico latinoamericano dividido sobre la interpretación de lo allí ocurrido y sobre sus posibles salidas. En su tercer encuentro, Santos invitó a Chávez a recibir juntos en Cartagena al presidente que acababa de ser elegido en Honduras. La gestión contri-buyó al acuerdo interno en ese país, a su retorno a la OEA y a la recuperación de la unidad latinoamericana. En el caso de Paraguay, Colombia condenó —alineada con Unasur— la forma como fue depuesto el presidente Lugo y propició en la OEA el envío de una misión para acompañar la convocatoria a elecciones.

Más que las divergencias de modelos políticos y económicos o las posiciones encon-tradas en asuntos internacionales, pueden afectar la relación binacional de Colombia con sus vecinos cualquier perspectiva de “retriangulación” de la relación con Estados Unidos, que hasta ahora se ha logrado evitar y más bien se ha desmontado. También sería nefasta para la relación la injerencia de un gobierno sobre la delicada situación del otro. Desde Colombia, sería grave la injerencia en las elecciones ecuatorianas o venezolanas y en la transición que la enfermedad de Chávez y las mismas elecciones han abierto; desde venezuela o Ecuador, lo sería una indebida influencia en las nego-ciaciones con las guerrillas colombianas.

Además, pueden repercutir muy negativamente en la relación binacional las tensiones en cada uno de los países. En el caso colombiano, la oposición radical del expresiden-te Álvaro Uribe a la política internacional de Santos, en particular a sus relaciones con el presidente Chávez y a la perspectiva de negociaciones con las guerrillas; en el caso venezolano, un eventual rechazo de los resultados de las elecciones presidenciales, que podría llevar a la ruptura constitucional y al enfrentamiento en ese país, con enor-mes repercusiones para el continente y en especial para la relación con Colombia.

En el caso ecuatoriano las tensiones del mandatario con los medios de comunicación no oficiales.

En síntesis, las reuniones presidenciales e interministeriales entre el gobierno co-lombiano con sus pares de venezuela y Ecuador, han permitido mantener una comu-nicación fluida y consolidar una agenda que incluye asuntos binacionales de mutua conveniencia. En el caso colombo-venezolano, la relación no puede basarse solo en el buen trato presidencial ni en el diálogo intergubernamental. Hay que instituciona-lizarla con las comisiones de negociación de los temas litigiosos, de vecindad y entre las fuerzas de seguridad de ambos países. El diálogo franco sobre todos los temas ayuda a entender la complejidad de la situación compartida en la frontera. Avanzar en el tema de seguridad pasa por abordar la compleja telaraña tejida, no desde la estéril sindicación mutua sino desde la comprensión de cómo contribuyeron los tres países a conformar las duras realidades en diversos ámbitos fronterizos compartidos. Exige, además, un serio compromiso entre los tres gobiernos de adelantar la labor militar,

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policial y de inteligencia en su propia jurisdicción y apoyar conjuntamente procesos de desarrollo y construcción de institucionalidad a cada lado de la frontera.

Nexos renovados con América Latina y el Caribe

La superación de la crisis en las relaciones con los dos principales vecinos y socios comerciales de Colombia, le permitió al país el reencuentro, ante todo, con el resto de Suramérica, de la cual el gobierno de Uribe se había distanciado debido a las ten-siones con venezuela y Ecuador y al malestar causado por el acuerdo sobre las bases militares con Estados Unidos.

El gobierno de Santos hizo todos los gestos posibles para mostrar su compromiso con Suramérica. En Unasur pasó rápidamente de país problema a participante activo de todas sus iniciativas. Ante la momentánea crisis ecuatoriana del 30 de septiembre de 2010, Santos aceptó la rápida reunión de presidentes y cancilleres suramericanos para apoyar a Rafael Correa. Tras el sepelio de Kirchner, al que asistió, postuló candidata colombiana quien ejerció con talante pluralista e incluyente la secretaría de Unasur.

Notable ha sido el fortalecimiento de los vínculos hasta entonces muy precarios con dos países que juegan un importante papel en Suramérica, Argentina y Bolivia. Aunque la presidenta argentina se retiró antes de la conclusión de la vI Cumbre en Cartagena en silenciosa protesta por la falta de una referencia a las Malvinas en el discurso de Santos y por la falta de consenso para incluir ese tema en la declaración presidencial sobre principios, los cancilleres han retomado el diálogo. En su reunión del 22 de septiembre en Bogotá, acordaron poner en marcha la Comisión de Coordi-nación Política e Integración, y convocar su primera reunión en el primer cuatrimestre de 2013 con el propósito de avanzar en la cooperación en temas de ciencia, cultura, educación, inversiones, lucha contra las drogas y ayuda judicial. Con respecto a Boli-via, el gobierno de Santos cambió la posición oficial que había mantenido Colombia contra la petición de ese país de sacar la hoja de coca de las sustancias prohibidas en la Convención Única antidrogas. Ese apoyo, sumado a la invitación a Evo Morales para que presidiera la Cumbre Social de la vI Cumbre de las Américas en Bolivia, es-timuló iniciativas de cercamiento y cooperación, en especial en materia de seguridad.

La relación con el gobierno de Brasil ha sido más complicada. El acuerdo de Colombia y Estados Unidos para el uso de bases militares había dado lugar al distanciamiento de Brasil. A pesar de ello, Lula asistió a la posesión de Santos, y éste, en corres-pondencia, le dedicó a ese país la primera visita de Estado y reactivó los vínculos binacionales. Además de revivir la Comisión Bilateral entre cancilleres y la Comisión de vecindad, los gobiernos acordaron un “Plan binacional de seguridad fronteriza”, dirigido a fortalecer la cooperación para la protección de los recursos naturales, la biodiversidad y las poblaciones amazónicas frente a las amenazas del crimen trans-

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nacional, y orientado a impedir que los grupos irregulares y las gentes dedicadas a la tala y minería ilegales o al narcotráfico crucen la frontera para escapar de la persecución de las fuerzas de seguridad. Frente a la crisis financiera global, el presi-dente colombiano propuso en Unasur comerciar con monedas locales. El gobierno de Rousseff manifestó particular interés en esa iniciativa y se mostró convencido de que el mecanismo podría funcionar entre las dos naciones ya que, en su opinión, el sal-do, ampliamente favorable a su país, podría mantenerse en pesos colombianos, que serían usados por las empresas brasileñas que inviertan en Colombia. La iniciativa no se ha puesto en marcha, a pesar de lo cual han aumentado las inversiones y los intercambios comerciales.

Sin embargo, la relación diplomática en lugar de fortalecerse se ha estancado. No hubo coordinación de los dos gobiernos cuando coincidieron en 2011 como miembros del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, lo que limitó el efecto de iniciativas colombianas como la de transformar la operación de paz en Haití en una acción en pro de su desarrollo o los intentos por acercar a Palestina e Israel. Brasil ha mirado con distancia iniciativas que pudieran generar un cierto liderazgo colombiano. La pre-sidenta Rouseff canceló a último momento la reunión bilateral con Santos al final de la vI Cumbre de las Américas. La Alianza del Pacífico conformada por México, Perú, Chile y Colombia, es vista por Brasil como un contrapeso a su influencia. El gobierno colombiano prefirió incluir a Chile y no a Brasil como acompañante de los diálogos con las FARC.

Además del compromiso con el acercamiento suramericano, Santos y su gobierno suelen reiterar que América Latina vive la mejor coyuntura de su historia, lo que la obliga a “superar cualquier diferencia que persista y pensar en grande”. En ese sentido, el presidente apoyó la conformación de la Comunidad de Estados Latinoa-mericanos y Caribeños (CELAC), a la que defendió como espacio propio aunque no contrapuesto a la OEA.

El gobierno colombiano ha querido ejercer algunos liderazgos puntuales, por ejemplo, en la apertura del debate sobre la política de drogas. Y en ocasiones ha querido jugar de puente entre distintas tendencias y conflictos. Pero, en ocasiones, le ha faltado coherencia en ese esfuerzo. En la vI Cumbre de las Américas, por ejemplo, el gobier-no colombiano no tuvo éxito en alcanzar la ratificación presidencial de los acuerdos temáticos previamente alcanzados. Los gobiernos de venezuela y Argentina supedi-taron la adopción de la declaración de principios y del plan con los mandatos antes acordados a la inclusión de temas litigiosos como el de drogas o de Cuba, que aunque habían alcanzado convergencia regional no eran apoyados por Estados Unidos y Cana-dá y podrían haber sido materia de declaraciones específicas. Para jugar el papel de líder y de puente, se requiere una política de alianzas en primer lugar con la potencia regional, lo que no es fácil, no sólo por el recelo brasileño sino por las deficiencias del dispositivo diplomático colombiano.

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Entre esas deficiencias está el limitado el seguimiento colombiano a los compromisos multilaterales. Así acontece en el debate sobre las drogas abierto por el gobierno colombiano en la Cumbre de las Américas. El acuerdo puede estar diluyéndose en la OEA por falta de nuevas iniciativas que de verdad promuevan el examen de alternati-vas a la política fracasada. También hay incongruencia entre iniciativas colombianas como la de los objetivos de desarrollo sostenible, acogidos en la Cumbre Río + 20, en contraste con la locomotora extractivista y sus efectos ambientales y sociales. No obstante esas deficiencias es notoria la participación proactiva del gobierno en todos los espacios multilaterales regionales y subregionales relacionados con las pertenen-cias nacionales: andinos, amazónicos, caribeños, del Pacífico.

Para revivir la Comunidad Andina (CAN) en el ejercicio de su presidencia de la CAN en 2011, el gobierno colombiano reunió a los cuatro presidentes y les propuso una reingeniería para reconstruirla en su estructura institucional y en el Sistema Andino de Integración. Sin embargo, es difícil llevar esa propuesta a la práctica pues Ecuador, que en la actualidad ejerce la presidencia, está considerando la opción de retirarse del organismo e ingresar como miembro pleno de Mercosur. Por las divergencias de modelos económicos y políticos no es fácil aplicar la combinación, contemplada en la Agenda de la CAN, entre el impulso al libre comercio de bienes y servicios para el mercado andino y para terceros países, con la reducción de las asimetrías a partir de nuevos emprendimientos económicos rentables, acompañados de justicia y solidari-dad, responsabilidad social y ambiental, innovación y tecnología, o poner en marcha el desarrollo humano como eje de la integración con metas como la erradicación del analfabetismo y la desnutrición infantil, el enfoque de género, la inclusión productiva, la calidad y equidad en la educación, y en el desarrollo fronterizo.

En sus inicios, el gobierno de Santos no le concedía prioridad a la pertenencia caribe-ña de Colombia ni a la regionalización grancaribeña, pero más tarde aceptó compro-meterse con una secretaría general que rescate la Asociación de Estados del Caribe, paralizada por las urgencias del libre comercio, los negocios energéticos y el crecien-te desinterés en su existencia que manifiestan los centroamericanos y algunas islas que ya no le ven sentido. En el Mecanismo de Diálogo y Concertación de Tuxtla, con Centroamérica, México, Panamá y República Dominicana, el gobierno continúa los apoyos en materia de seguridad regional e introdujo en su reunión realiza en Cartage-na, el necesario debate sobre la política de drogas.

Apertura al Asia Pacífico

Insertarse en Asia no es un proceso rápido ni fácil dado que Colombia ha tenido muy poca relación con la otra orilla del Pacífico. Los referentes culturales y comerciales de Colombia han estado en Europa, durante el siglo XIX, y en Estados Unidos, en el XX.

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Solo a finales de los años ochenta, Colombia inició un cierto acercamiento al Asia desde entonces centrado en el comercio sin incluir otras dimensiones. La relación con Asia es prioritaria para el gobierno de Santos como lo destacan los lineamientos de política exterior en el Plan de Desarrollo 2010-2014. Este frente ha conocido iniciati-vas para fortalecer nexos bilaterales y participación en espacios multilaterales.

El presidente Santos encabezó la visita a Japón y Corea del Sur, en septiembre de 2011. En Tokio firmó un acuerdo de protección y promoción de inversiones y otro de inicio de negociaciones para una asociación comercial. En Seúl recordó que Colombia fue el único país latinoamericano que participó en la guerra de Corea, habló de una asociación estratégica e inició las negociaciones del TLC. El mandatario surcoreano, en Bogotá en junio de 2012, destacó que con los 5.000 colombianos combatientes en Corea y con los nexos renovados se sellaba una “alianza de sangre”, que convertía a su país en el mejor aliado de Colombia en Asia-Pacífico; ofreció estudio a familiares de los veteranos y rehabilitación de afectados por minas antipersona. En reciprocidad, Colombia apoya el ingreso de Corea del Sur al mercado suramericano, al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas entre 2013 y 2014 y la petición a Corea del Norte de que destruya su arsenal militar.

Con la visita del presidente Santos en mayo de 2012 a Singapur y a China – éste último, segundo socio comercial colombiano- el gobierno intenta acercarse a la región de ma-yor dinamismo internacional. Busca encajar o aprovechar algunas prioridades chinas, su excedente financiero y su posicionamiento geoestratégico. De ahí la aceptación de nueve memorandos que incluyen examinar un TLC con ese país, el acercamiento chino con la Alianza del Pacífico y la presencia de Petrochina en Colombia, que tiene interés en intervenir como productora en varios proyectos nacionales y beneficiar sus inversiones en venezuela y Ecuador a través del oleoducto colombo-venezolano hacia el Pacífico y de las conexiones energéticas colombo-ecuatorianas. En energía eléctri-ca se firmó un principio de acuerdo entre Hydrochina y Cormagdalena para la segunda fase del proyecto sobre el río Magdalena. Se prevé la participación china en obras de infraestructura vial, ferroviaria, portuaria y aeroportuaria y en producción alimentaria. Se obtuvo el levantamiento del veto al acceso de productos colombianos al mercado chino. Colombia abrió un consulado en Shanghai, centro económico de China.

A nivel multilateral, Colombia participa, desde su conformación el 27 de abril de 2011, en la Alianza del Pacífico, en la que comparte con México, Chile y Perú el objetivo de conformar un área de integración profunda y entrar al mercado asiático, acercarse a China en mejores condiciones. Además de acuerdos comerciales entre sus países miembros, la Alianza ha avanzado en la eliminación de aranceles y reglas de ori-gen entre sus miembros y en el acercamiento de sus bolsas de valores; se propone además crear oficinas conjuntas de promoción de exportaciones en Asia y coordinar algunas de sus actuaciones internacionales. La Alianza está abierta a la incorporación de otros países de la región y ya son observadores Panamá y Costa Rica. La actuación

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conjunta de los países de la Alianza podría ejercer un cierto contrapeso temido por Brasil, y a las dinámicas políticas hoy predominantes en Suramérica.

El gobierno colombiano ha intentado darle forma y contenido al proyecto de nuevo gru-po CIvETS (así denominado por las iniciales de sus miembros: Colombia, Indonesia, vietnam, Egipto, Turquía y Suráfrica). Para ello ha visitado esos países, inició con ellos negociaciones comerciales, abrió embajadas en Indonesia y Turquía, y organizó, en Car-tagena en junio de 2012, el primer diálogo de cooperación Sur – Sur con los CIvETS, más delegados de Azerbaiyán y Kazajistán. Allí se identificaron temas para impulsar esa cooperación con el fin de diversificar las relaciones de las economías emergentes, institucionalizar su cooperación y explorar el alcance que pueda tener el grupo.

Renovación de vínculos con Estados Unidos y Europa

Como señales del giro frente a la política exterior de su antecesor —centrada en Estados Unidos— puede ser entendida la no inclusión de Washington en el periplo de Santos como presidente electo. En igual sentido apunta el que el mandatario colom-biano le haya manifestado a Obama en posteriores reuniones que “no vamos a seguir siendo el país receptor de ayuda, vamos hablar de tú a tú, entre socios”. Estas señales han sido realistas. Presuponen que ni a Colombia le conviene relacionarse con el mundo a través de Estados Unidos, ni esa nación está en condiciones de mantener el mismo nivel de apoyo al país. Tras años de una agenda dominada por los asuntos de narcotráfico y seguridad militar, ambos países necesitan reequilibrar la relación.

Aunque se han realizado tres reuniones del llamado “Diálogo de alto nivel entre so-cios”, que involucra otros temas como buen gobierno, democracia y derechos huma-nos, energía, ciencia y tecnología, la relación se ha centrado en el comercio y en la puesta en marcha del TLC.

Se han presentado divergencias en algunos asuntos, como las expresadas por el man-datario colombiano en la vI Cumbre de las Américas sobre temas como el de Cuba y el de la política de drogas. Obama las ha tolerado. En un medio hemisférico más bien hostil, Estados Unidos no puede perder un aliado más y por eso en el mismo escenario renovó los nexos y anunció la ampliación a diez años de las visas a los colombianos.

También ha quedado claro que el gobierno Santos asume a Estados Unidos como con-traparte principal en diversos propósitos centrales, y ha coincidido con Washington en el Consejo de Seguridad sobre la intervención en Libia, la situación de Siria y el rechazo al reconocimiento de Palestina como Estado soberano. En este último caso la abstención colombiana ayudó a que Estados Unidos no tuviera que pagar el costo de recurrir a su poder de veto.

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Una vez abierto el compás diplomático hacia todas las Américas y ya surtido con las iniciativas asiáticas, el gobierno colombiano emprendió giras por Europa. En el Reino Unido tuvo el mayor eco al recibir el pedido de que Colombia se convierta para ellos en el país estratégico en América Latina.

Londres, Berlín, París y Madrid apoyan la solicitud de ingreso de Colombia a la Or-ganización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OECD), al tiempo que han hecho reconocimientos a la nueva situación política y económica colombiana. Las negociaciones del TLC con la Unión Europea concluyeron en medio de la crisis de la Unión por lo que sus desarrollos son aún precarios.

En suma, cambios y continuidades

En estos dos años, el gobierno ha logrado que Colombia deje de mirar al mundo solo a través del combate a las guerrillas y ha diversificado la agenda externa, sustrayén-dola de su reducción a Estados Unidos y a los asuntos de seguridad y de drogas. En los distintos ámbitos de las relaciones exteriores hay avances y resultados. Lejos de supeditarse a la tendencia chavista —como lo acusa el ex presidente Uribe— Santos ha mostrado capacidad de defender posiciones divergentes de sus principales socios con los que ha mejorado las relaciones, de servir como articulador de corrientes en una variada gama de izquierda, centro o derecha, y de diversificar las relaciones inter-nacionales, especialmente con América Latina y el Caribe y con los principales países asiáticos.

Los cambios no son pocos. Se ha puesto en práctica una visión mucho más cosmo-polita y plural de la región y del mundo, que respeta las diferencias y las transforma en puntos de partida, no en obstáculos. La actuación multilateral sacó a Colombia del aislamiento regional al que había sido sometida por el unilateralismo de la adminis-tración pasada. Se han ampliado las iniciativas para asumir las distintas pertenencias geográficas del país y derivar de ellas una variedad de vínculos. Se ha rescatado el apoyo nacional a la diplomacia como instrumento para concretar resultados. Pero el papel de bisagra entre tendencias regionales, el ingreso a la OCDE y APEC o el impul-so del grupo CIvETS implican fortalecer las relaciones aún incipientes de Colombia con el mundo desarrollado y con los países emergentes.

También hay preocupantes continuidades. Subsisten las deficiencias en la definición, coherencia y elaboración explícita de su estrategia externa, así como cierta dificultad para construir alianzas con Brasil. El gobierno de Santos ha mantenido el énfasis comercial del gobierno anterior mediante relaciones centradas en la negociación de un sinnúmero de tratados de libre comercio y de acuerdos de inversión. Pero esa vinculación con el mundo, centrada en exportaciones minero–energéticas a costa del sector agropecuario e industrial, conlleva costos económicos, sociales y ambientales

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insostenibles. Muchos de los acuerdos comerciales y las inversiones terminan bene-ficiando a la contraparte con graves efectos internos por la precaria situación de la infraestructura de vías, aeropuertos, puertos, navegabilidad y conectividad; el bajo nivel de la educación, la ciencia y la tecnología; la disparidad regional y las altas tasas de pobreza e inequidad. Otra continuidad preocupante tiene que ver con el manteni-miento del amiguismo y el clientelismo en la selección del personal diplomático que han seguido primando sobre la meritocracia. A esta se agrega la falta de profesio-nalización de la carrera diplomática lo que impide concretar oportunidades para una positiva inserción internacional del país.

En los balances de los dos años de política exterior el presidente afirmó que el mayor éxito internacional alcanzado por su gobierno es que “Hoy, adonde llega Colombia, llega pisando fuerte y nos respetan”. La canciller, por su parte, mostró cómo el país ha logrado “colocarse en un escenario digno a nivel internacional y volver a ser relevante como jugador en ese escenario”. Y, sin duda, los pasos dados hacia un cambio de la política exterior colombiana son relevantes y se han logrado gracias a la sorpresi-va reorientación adoptada por el presidente Santos y a la habilidad de su canciller. Pero la sostenibilidad de esos cambios depende de las condiciones internas del país, que limitan el aprovechamiento de las posibilidades abiertas. Las debilidades de la institucionalidad democrática y las alianzas entre economía, política y criminalidad impiden el éxito frente al crimen organizado. Esas precondiciones de inserción no han sido generadas aún y con las preocupantes continuidades pueden limitar o revertir lo ya alcanzado.

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7.

INFRAESTRUCTURA Y vIvIENDA: TERRITORIO Y TERCERA vÍAFabio Giraldo IsazaEconomista, miembro de la Academia Colombiana de Economía.

A la memoria de Augusto Corredor Arjona - Cuco -: un médico que dedicó muchas horas de su vida a pintar los desastres de la guerra y armado de valor, tuvo que presenciar el derrumbe ético y político del país.

INTRODUCCIÓN

En primer lugar, desearía agradecer la amable invitación de los organizadores de este evento y en especial a Ricardo García, por darme la oportunidad de intercam-biar mis puntos de vista sobre los primeros dos años del gobierno del presidente

Santos en el tema de la infraestructura y la vivienda, advirtiendo que se trata de mos-trar las orientaciones de política más que las ejecutorias de las mismas. Esta tarea solo se puede emprender cuando los anuncios que el gobierno viene haciendo sobre los proyectos de infraestructura vial y de vivienda “gratis”, sin mayores ejecuciones hasta la fecha, permitan realizar una evaluación objetiva. Discutiremos en qué consiste la tercera vía propuesta por el presidente y cuál es el trasfondo filosófico de su mandato. Trataré de ligar mi intervención con la que realizaron Ricardo García, León valencia y Claudia López, miembros activos de las entidades organizadoras de este evento, en el panel “¿El gobierno de Santos: entre la desuribización y el fantasma de Uribe?”.

En desarrollo de lo anterior, voy a dividir mi presentación en los dos aspectos que le dan el título a esta intervención y que señalo a continuación:

a. ¿Es posible caracterizar política y económicamente el gobierno del presidente Santos? Creo que sí y para ello es útil dar un pequeño rodeo por la historia de lo que se conoce como la tercera vía y en especial a la que se vincula ex-presamente el presidente: la vía anglosajona sustentada teóricamente en los

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trabajos de Anthony Giddens y que encuentra algunas realizaciones políticas en los gobiernos de Clinton en USA y de Tony Blair en Inglaterra.

b. ¿Cómo se concreta la tercera vía de Santos en los temas de la infraestruc-tura y la vivienda? Partimos de la base de que por definición, no meramente instrumental y positiva, la vivienda es en esencia infraestructura y lo es, no solo porque ella aloja en su interior las infraestructuras de los servicios públi-cos como el agua, el saneamiento, la energía, el gas, las telecomunicaciones, etc., sino porque a través de la conectividad que propician las vías fluviales, terrestres, aéreas y los diferentes nodos de interconexión territorial, permiten las economías de escala, base de la competitividad y productividad de la ac-tividad humana en los territorios. La separación analítica que realizaremos es más formal que real, pero ella permite captar de mejor manera las diferencias territoriales en la aplicación de las políticas.

SANTOS Y LA TERCERA VÍA

Como el presidente lo desarrolla en su libro sobre la tercera vía , esta discusión, políti-ca por excelencia, se remonta en occidente desde la Grecia antigua. Su versión, trata de establecer la línea divisoria entre individuo y sociedad y su lugar en la satisfacción de los derechos individuales y los colectivos. Como es corriente desde las épocas de las revoluciones en Inglaterra, Francia y los Estados Unidos, hay una separación entre derecha e izquierda dependiendo el lugar que ocupen los grupos políticos en las tensiones y oscilaciones pendulares, propias de la sociedad.

Sin entrar a controvertir en este lugar las apreciaciones filosóficas de nuestro ilustre mandatario, sí es bueno señalar, aunque de paso, que en la Grecia antigua la sepa-ración entre el individuo y la sociedad no era tan evidente y tajante. Baste para ello recordar cómo en el siglo de Pericles, la democracia era directa. Los ciudadanos, lo eran porque tenían el derecho igual a participar en las deliberaciones y la toma de decisiones de la asamblea, el equivalente a nuestros parlamentos y lo hacían direc-tamente sin intermediarios o representantes. La democracia en Grecia, no cobijaba la totalidad de la población. Se excluían entre otros, a los esclavos y las mujeres y por ello, solo es posible hablar de un germen democrático, con ventaja de no ser solamen-te una teoría, afectaba la actividad política real y la vida de los individuos singulares.

La libertad, base de la igualdad en un régimen democrático, se identificaba con el derecho real, efectivo, a participar; la igualdad, era la igualdad ante la ley – isono-mía – que no era independiente de poder discutir y criticar haciendo uso del derecho a hablar – isegoría –. En la base de ello se encuentra la convicción de que es con la política como los individuos se hacen efectivamente humanos; el ser humano lo es en cuanto ser político -Aristóteles- y no se puede ser humano sino a partir de la política.

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Hay un círculo virtuoso de la creación –Castoriadis-: el ser humano hace la ciudad y la ciudad hace a los individuos que con su participación política devienen en ciudadanos; ciudad y ciudadanía se implican mutuamente.

El presidente Santos no es un filósofo político, sino un pragmático de orientación económica, que para lograr sus fines políticos, el acceso al poder, utiliza los argumen-tos teóricos que mejor se encuentren orientados a sus propósitos. Para él, la historia humana, incluida la propia historia de Colombia se puede ver, como se mencionó, a través de la tensión de fuerzas entre los derechos individuales y colectivos, entre mercado y Estado. Dicha tensión en el discurso de Santos, como lo mostraremos más adelante, se resuelve siempre a favor de los valores individuales, por ser ellos los que mejor se expresan en los mercados.

Su pragmatismo se puede definir con la ayuda del ideólogo chino responsable del viraje económico en su país, Deng Xiaoping, para quien el problema no era si el gato era blanco o negro sino que cazara ratones. En Colombia, el gobierno trata de cazar-los, controlando los poderes y la elaboración de las leyes para favorecer todo lo que impulse el crecimiento económico. Así como en la China de hoy “ser socialista no significa ser pobre” y mucho menos preocuparse por las libertades políticas, en Co-lombia no hay que preocuparse por profundizar la democracia y crear instituciones de poder incluyentes. Ello nos aleja de las metas en discusiones estériles, que se pueden manejar sin alterar mucho el funcionamiento del Estado y los arreglos políticos en los territorios. El poder se fortalece a través de la economía y para alcanzarlo y consoli-darlo hay que estar dispuesto a realizar cualquier sacrificio político.

Como es corriente en los políticos liberales de orientación social demócrata en nues-tro medio, tal discusión se aborda mostrando la necesidad de que el Estado inter-venga donde se necesite para el bien común, pero sin impedir que el mercado opere donde es útil y factible su funcionamiento. Santos lo expresa de la siguiente forma: “competencia hasta donde sea posible, regulación hasta donde sea necesario”.

Los valores colectivos que adquieren su forma de ser a través del Estado – la vida pública – se encuentran subordinados al desempeño económico fundamentado en la preponderancia del cálculo económico y en las versiones ultra liberales del mercado como las de la escuela austríaca. Para dicha escuela, el mercado es una creación humana tan vieja como el ser humano y se define como un sistema de telecomuni-caciones encargado de revelar información y así lograr una mejor asignación de los factores de producción.

En Colombia, los planteamientos centrales de política económica no se pueden ver al margen de este debate. Alimentan las querellas de nuestros principales partidos políticos y es a través de las mismas como se agrupan a su alrededor sus tensiones y matices, con una característica común: ocultan cómo la esencia de las discusiones

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económicas es política y cómo es a través de la política como se pueden cambiar las asimetrías en la distribución del ingreso y por tanto del poder. Hablamos de la política como institución originaria de los colectivos humanos y no como su expresión en las manipulaciones del poder político y económico por medio de la politiquería, la corrup-ción y los lobbies del mundo contemporáneo.

Ocultar no es eliminar. Es el mecanismo que han utilizado las élites para marginar a buena parte de la población de los asuntos políticos y económicos. La discusión política y los frutos de la acumulación de la riqueza son casi exclusivamente para las élites y en las visiones tecnocráticas, profundamente antidemocráticas, para al-gunos de los individuos que adquieren méritos a través de la educación superior en el extranjero y que por ello pueden ocupar las altas posiciones del Estado. En dichos arreglos institucionales, la economía para la mayoría solo existe como intercambio simple y como aglomeración para generar valor, mientras el valor agregado, el que resulta de las interacciones de la sociedad como un todo, base de la lógica de los procesos de acumulación de capital y de las preocupaciones macroeconómicas, es para los dueños del poder.

La democracia es meramente procedimental y a través de una compleja bebequiza-ción social se le hace creer al pueblo que la política y la economía se hacen a nombre suyo y de su bienestar. Los engorrosos procedimientos legales y económicos no son efectivamente para la inmensa mayoría de la población. Ellos requieren en forma corriente de estudios especializados para su comprensión y uso. La ley y el acceso a la justicia no solo generan efectos económicos y sociales negativos sino que son la expresión de las patologías más profundas de la exclusión y distribución desigual del poder, fuente de las múltiples violencias que padece el país.

El pueblo, solo existe en la política real cada cuatro años. En la práctica académica, lo hace con mayor frecuencia, por medio de abstracciones y modelos complejos ac-cesibles en cursos de doctorado a través de una de las más inquietantes y novedosas ramas de las ciencias sociales, la ciencia política. Este saber, como ocurre con la ciencia económica estándar, se revela en no pocas de sus versiones como uno de los principales instrumentos al servicio de la dominación. Para ello, la nueva ciencia, echa mano del cálculo diferencial y de los conceptos de elasticidad, productividad, equilibrio, umbral, tensión, margen, etc., de tanta eficacia en el análisis económico.

Como lúcidamente lo intuye con su humanismo político Tzvetan Todorov: “Resulta de-masiado tentador apoyarse en los descubrimientos de la ciencia en el mundo material para pedirle que nos ayude a que se cumplan todos nuestros deseos…No es la aspi-ración al conocimiento, sino el deseo de enriquecerse lo que motiva el uso inmediato y sin moderación de las nuevas tecnologías, sin preocuparse de las consecuencias que pueden tener en los demás seres humanos de ahora o del futuro”.

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Los anteriores procedimientos pseudo democráticos, de los que solo hemos mencio-nado algunos de los más representativos, ocultan el verdadero carácter del régimen. Este solo se preocupa por dar circo y cada vez menos pan, mientras el pueblo es masivamente adiestrado en el servilismo y la minoría de edad frente al aparato de televisión. Este instrumento de dominación de masas tiene una mayor cobertura y penetración en los hogares que los servicios de agua potable y saneamiento básico.

Cuando los ingresos de las familias más pobres localizadas en territorios marginales no alcanzan para el pago de las cuotas de la televisión por cable, muchos alcaldes llegan al poder con la promesa de conectar a sus poblaciones a la red global. Es tan preocupante el ascenso de la insignificancia que promueve el sistema denominado pomposamente democrático, que uno de sus más acérrimos defensores a nivel in-telectual, el premio Nobel de literatura Mario vargas Llosa, ha llamado la atención sobre esta situación denominada por él, como lo habían hecho hace muchos años los más severos críticos de esta situación de involución individual y colectiva, la civiliza-ción del espectáculo.

La corroboración de esta característica es simple; la participación efectiva de los in-dividuos en la orientación de las políticas esenciales en el mundo contemporáneo, el manejo del dinero, los precios básicos, la definición del sistema impositivo, la leyes sobre pensiones, salud, educación, vivienda y la destinación de los presupuestos para atender las necesidades sociales, entre otras, no solamente es casi nula en nues-tro medio, sino que es hecha a través de instituciones de poder cooptadas por la economía en una sociedad donde los índices de desempleo, marginalidad y pobreza, marchan al ritmo de los índices de corrupción y de las rentas de los profesionales de la política y de los más altos jueces de los tribunales.

La independencia de poderes, con algunas notables excepciones, es más formal que real. Cuando se le quitan los calificativos de honorabilidad y dignidad a estos perso-najes que no solamente tienen salarios reales, prestaciones y pensiones de jubilación muy cercanos al goce efectivo en calidad de vida de los grandes propietarios de rique-za, entendemos la naturaleza de la democracia contemporánea y el papel de estos re-presentantes de los poderes públicos, que han hecho de sus actividades profesionales una vocación muy bien recompensada y blindada por la ley.

Por esta vía, se puede acceder a la ficción ideológica de la democracia representativa colombiana: una democracia que pese a sus costos no solo económicos sino políticos - y que según dicen es una de las más viejas de América - tiene el gran honor con sus representados, de haber creado una de las sociedades más inequitativas y con uno de los conflictos más viejos del mundo, pero eso sí, posibilitando un crecimiento del producto que le permitió a uno de los más connotados líderes gremiales sentenciar:

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“Mientras a la economía le va bien, al país le va mal”

La Tercera vía del presidente Santos hunde sus raíces en la anterior situación. En verdad, nadie que aspire a detentar el poder no solamente en Colombia, sino en casi cualquiera de las democracias realmente existentes puede evadir la anterior situa-ción, una de las más grandes epidemias del mundo contemporáneo: la confusión en-tre politiquería y política; entre el enriquecimiento con el uso del poder político y económico y la búsqueda del bien común. Empero, como se trata de caracterizar la tercera vía de Santos, cómo olvidar que ella se sustenta filosóficamente en su viejo mentor y amigo, el gran ideólogo del partido liberal colombiano, el doctor Alfonso López Michelsen.

Como se recordará, nuestro ex presidente era quien ponía a pensar a los miembros del partido liberal colombiano. Por ello y para los fines que nos hemos propuesto es bueno traer a colación sus interpretaciones sobre “El Príncipe” de Maquiavelo. En ellas, encontramos algunas luces sobre las variaciones que realiza el presidente Santos en su libro sobre la tercera vía, entre la moral pública, la del Estado, y la moral privada, la del individuo. Pero es bueno escucharlo a través de la pregunta que sale de la pluma del ex presidente López sobre el texto de Maquiavelo: ¿Hasta dónde existe una contraprestación entre el hombre moral y la sociedad inmoral? ¿Qué puede hacer el hombre público, con el beneplácito de la ciudadanía, que sería inadmisible en el hombre privado? La respuesta que López le adjudica a Maquiavelo es la que hoy nos da Santos: “su escuela fue la vida, antes que la de las lecturas, que solo servían para confirmar las lecciones ya adquiridas en las prácticas del gobierno... se caracteriza por lo que podríamos calificar de apuntamientos sobre lo que debe ser un buen go-bierno, o, para sintetizar, con palabras de un autor es la condensación escrita de una experiencia adquirida en la administración, adobada con citas de la antigüedad”.

En el libro de Santos hay un pasaje donde se menciona la disputa entre liberales y socialistas, entre Smith y Marx, que nos da la clave de su pragmatismo económico. Smith, precursor de las libertades individuales y de la acción de los mercados es la primera vía, Marx y su idea de un Estado orientado hacia el progreso colectivo es la segunda, estando el péndulo de la historia oscilando alrededor de estos dos extremos para dar lugar a las economías mixtas, donde se mezcla lo público y lo privado con énfasis y orientaciones donde no se pueden soslayar las diferencias y matices.

Si en la ineliminable articulación entre mercado – lo privado - y el Estado – lo público - se le da prioridad a lo económico nos encontramos frente a un gobierno social demo-crático de centro derecha, como se nos antoja es el gobierno del presidente Santos, orientado por la vía liberal clásica inspirada en la escuela económica de Manchester y no en las de la social democracia francesa inspirada en la filosofía política de los de-rechos humanos. Esta última, en la medida en que pone el problema de la pobreza, la marginalidad y la desigualdad como objetivos básicos de un Estado social de derecho,

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lleva implícito la inclusión directa y no meramente residual de los asuntos sociales en el diseño de las políticas económicas del Estado.

VARIACIONES SOBRE LA TERCERA VÍA

Una discusión como la anterior, es crucial para encontrarle una alternativa a la tercera vía propuesta por el presidente Santos. Los enfoques de las Naciones Unidas sobre de-sarrollo humano apoyados filosóficamente por los trabajos del premio Nobel de econo-mía, Amartya Sen, van en esta dirección. Para ello, enfatizan el desarrollo como libertad a través de una satisfacción mínima de capacidades - ¿Qué son realmente capaces de hacer y ser las personas? - para alcanzar una calidad de vida donde los valores acep-tados universalmente como la igualdad y el respeto a la dignidad, permitan una vida dotada de sentido y con un goce efectivo de los derechos consagrados universalmente.

Las políticas que se promueven con el paradigma del desarrollo humano, como en general todas las que no aceptan la escisión de la esfera económica como una esfera autónoma y con un predominio avasallador del mercado sobre cualquier otra institu-ción, demarcan los límites que establece el movimiento pendular de las propuestas de la tercera vía, poniendo el acento más en los asuntos políticos y sociales de la equidad que en los meramente económicos de la eficiencia. Dichas políticas, ven en Aristóteles una fuente clásica para discutir con los fundamentos filosóficos de la eco-nomía ortodoxa: el predominio individualista de la racionalidad instrumental – cuyo único objetivo es la selección de los medios idóneos para alcanzar un fin dado – en el contexto de los procesos económicos y la recurrencia de los fenómenos de la escasez al margen de cualquier consideración material.

Las visiones alternativas a las meramente instrumentales de la tercera vía, desarro-llan el método aristotélico subrayando la relación axiológica de la instancia econó-mica con el conjunto de la sociedad. Por ello, el marco de referencia es la comunidad tal y como existe en sus diferentes niveles dentro de todos los grupos humanos. En la versión del desarrollo humano como libertad de Sen, las capacidades son la base para cerrar las brechas producto de las asimetrías entre la producción, la calidad de vida y el consumo. El desarrollo humano sostenible se centra en la creación de capacidades como libertades pero sin omitir su irreductible heterogeneidad. Como ellas se susten-tan mutuamente entre sí y de múltiples formas, las políticas públicas son centrales en su creación y sostenimiento.

El significado real de la economía no está basado solamente en la elección ni en la esca-sez de recursos. Las decisiones de los individuos, no están en la mayoría de los casos al margen del marco normativo e institucional heredado y por tanto no son meramente un proceso de elección racional individual. La historia importa y las instituciones básicas no son entes naturales sino creaciones humanas. Lo económico es un aspecto importante

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para moldear y cohesionar las tensiones de la sociedad, pero no es el único. En toda so-ciedad además de las dimensiones políticas y económicas intervienen las dimensiones medio ambientales y culturales. Por ello, la inclusión de lo no económico es vital. Impor-tan además de la eficiencia, los valores nucleares de la sociedad y en algunas versiones, además de los problemas éticos y morales, se le da lugar especial en la elaboración de las políticas, a las consideraciones psíquicas y estéticas del ser humano.

En Colombia esta discusión se da solo en algunos centros académicos y quienes en-fatizan en ella poniendo de presente la importancia de la política para resolver los problemas y para la elaboración de las orientaciones del Estado, son descalificados o señalados como críticos impertinentes que no entienden que los trapos sucios se lavan en casa. Entre tanto, los tecnócratas asépticos, especializados en hacerse los de la vista gorda, permanecen durante largos períodos en el poder, cambiando de convicciones cada cuatro años, pero eso sí, realizando grandes estudios técnicos “independientes de toda interferencia política” para definir las orientaciones de los bienes colectivos. Y como esto ocurre con los tecnócratas atrincherados en las ramas del poder ejecutivo y legislativo, es imposible que esto no llegue a las raíces mismas de la política que siguiendo los mandatos del capitalismo financiero internacional, ha ido llenando los marcos institucionales de nuestras sociedades de instituciones de enorme poder pero sin ningún tipo de representación democrática.

El caso extremo de la anterior situación, solo elucidable a través de observar la colo-nización del psiquismo individual por la institución social del mercado, lo encontramos en esa creación del neo liberalismo inspirado en la escuela de Chicago de Milton Friedman, la banca central independiente. Como se sabe, dicha visión postula que el dinero es neutro y debe ser controlado para evitar el impuesto más regresivo de la sociedad, la inflación. Por lo tanto, el dinero y su precio, la tasa de interés, se deben controlar a través de una institución neutral y bajo la dirección de profesionales es-pecializados en el manejo de teoría monetaria y financiera. Pese a los exabruptos de esta consideración y a los daños económicos y sociales que dicha visión ocasiona, en la administración Santos, sin prácticamente ninguna discusión, se aprobó la ley de regla fiscal, que entrega el manejo ya no del dinero sino del presupuesto general de la nación y por tanto de la orientación del gasto público, a esta visión del mundo.

No solo en el caso colombiano, sino prácticamente en todo el mundo, la anterior vi-sión ideológica campea a nombre de la técnica y la ciencia a pesar de su incoherencia lógica. Postular el manejo del dinero y del presupuesto como asuntos técnicos e inde-pendientes de toda injerencia política, es un acto heroico que solo puede encontrar su razón de ser en un mundo colonizado psíquicamente por el dinero, bien que permite la totalidad de las interacciones en el mercado. Es por ello que en el mundo contem-poráneo, el bien más interdependiente de todos, el bien público por excelencia, es en estricto sentido manejado con independencia de la política. Al hacerse así, tenemos una demostración de la privatización de los individuos y sus instituciones centrales de

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poder, en esa alianza entre lo público y lo privado que impide en muchos casos, la ela-boración de políticas que busquen el desarrollo humano sostenible de los individuos y las comunidades, a través de su participación.

A pesar de que es muy difícil aceptar arreglos institucionales con la intervención de la politiquería sin la adecuada asistencia técnico científica, es importante subrayar los efectos negativos de la separación entre la política y la economía. Ella, oculta la forma como ocurren los principales asuntos de la sociedad en la realidad efectiva y son un obstáculo para entender cómo la economía dejada a su libre arbitrio es una pandemia que atenta contra los valores más reputados de la sociedad: la creación de democracias incluyentes y participativas. Aquí la discusión de la tercera vía es crucial.

Al calificar en esta primera fase de su gobierno al presidente como de tercera vía de centro derecha, es prudente no caer en los blancos o negros y ver las diferencias que lo separan a estas alturas de su administración de las del ex presidente Uribe que auto ubicándose en el centro, lo hace al interior de la extrema derecha y no como po-líticamente es el caso del presidente Santos, que lo hace al interior de las corrientes social demócratas de occidente.

El ser humano como parte que es de los seres vivos, se mantiene en continuo movi-miento. Pero a diferencia de los demás, lo hace buscando posiciones de poder para realizar sus deseos más propiamente humanos. El poder es quizás la búsqueda central que sintetiza esta característica psicológica que lo diferencia del resto de los vivien-tes en la naturaleza y por ello en todas sus manifestaciones políticas se desarrollan y representan las tensiones y los conflictos. Las disputas en la socialdemocracia no son ajenas a ello. Podemos acudir a las que han tenido alguna repercusión en el país para caracterizar de una mejor forma la tercera vía del presidente Santos. Quien mejor mostraba la diferencia en estas corrientes políticas desde posiciones de izquierda, era Leonel Jospin, para quien la superioridad del mercado sobre la planeación central y su gran capacidad de aplastar valores y asfixiar las ideas, no era óbice para confundir los precios con los valores, las políticas sociales con el intercambio de mercancías y el mercado con la sociedad. La política debía mantener su horizonte ético y la bús-queda del bien común por encina de los intereses individuales y la operación de los mercados. Por ello, si en la agenda ya no está cambiar por otra sociedad, cambiar la sociedad debe permanecer allí .

LA TERCERA VIA HOY

La actualidad de este debate es evidente. Hoy, dos de los más prestigiosos econo-mistas, Paul Krugman y Joseph Stiglitz, realizan discusiones como las que hemos señalado de social democracia de izquierda, asumiendo la discusión pública a través de sus columnas periódicas en diarios de amplia circulación y en sus más recientes

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libros. En ellos, realizan un amplio cuestionamiento político a las sociedades por de-jar actuar la visión neo liberal a sus anchas. Según Stiglitz, esta visión ideológica la expresa muy bien Milton Friedman décadas atrás, en esa extravagante separación de la política y la economía según la cual: un dólar igual un voto. Con esta posición ideológica se impide el uso keynesiano del gasto público para estimular la econo-mía incrementando la producción y el empleo. Si se hace, es para garantizar con los instrumentos de política las deudas de los acreedores y no para hacer política social mejorando las condiciones de demanda de la mayoría de la población. Y esto es así, porque en nuestro sistema político, combinando ideología y miedo, solo se interviene abiertamente usando los instrumentos monetarios y fiscales para mejorar las condi-ciones económicas de los más fuertes.

Recientemente en nuestro medio, uno de nuestros más destacados economistas, José Antonio Ocampo, al ser inquirido sobre las razones de por qué hacer parte del movimiento político Pido la Palabra, respondió claramente a las inquietudes que he-mos venido exponiendo a lo largo de esta intervención: ante la pregunta “¿Qué busca un economista de talla mundial en un nuevo movimiento de política local?” el profesor Ocampo respondió: “Siempre he estado en la política. He dialogado con todos los grupos políticos de Colombia y apoyado la filosofía del partido liberal. He sido social demócrata y mi partido es parte de la internacional socialista” . Ocampo no separa la economía de la política, el hacer del ser y esto establece una gran diferencia. El reen-cuentro entre política y economía no se puede seguir eludiendo y para ello es bueno no mantener esa división tan tajante entre el conocimiento científico y los valores.

Negar el dominio de la economía sobre la política siempre da grandes dividendos. La revolución francesa, revolución política por excelencia, dejó de lado la economía y ello llevó a su principal crítico, Carlos Marx, a creer que utilizando el método económico establecido por Smith, Ricardo, Malthus y Mill y realizar su crítica, había encontrado la ciencia de la historia y con ella la explicación de las bases de la vida política y social. Pero también es muy problemático confundir la economía con la política, la teoría con la práctica, las interpretaciones con la realidad; ellas en esencia son irreductibles pero en el mundo concreto, en el mundo que nos toca vivir, son inseparables. Las tendencias de centro derecha separan y tratan de hacer completamente irrelevante la política. Las de centro izquierda, como lo hemos señalado, tratan de hacerlas más explícitas: dignificar la política y poner como objetivo básico de las políticas económicas reducir la desigual-dades, es una de las principales recomendaciones del profesor Ocampo.

Podemos ser más explícitos. El ex ministro de Hacienda del presidente Santos, Juan Carlos Echeverry, una de las figuras políticas más destacadas del partido conservador, a diferencia de Ocampo divulga y promueve la separación entre economía y política y al negar el apoyo a su colega para ocupar un cargo en la banca internacional, lo consi-gue para sí, buscando ser nombrado como uno de los directores del Fondo Monetario Internacional con el respaldo del gobierno de la Unidad Nacional. Hace todo el tiempo

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política con la teoría económica y enseña que los organismos multilaterales de crédi-to son neutrales y no tienen mucho que ver con el manejo político de la inversión, el ahorro, el crédito y la deuda de los países. Estas variables son técnicas, no políticas. Las entidades multilaterales de crédito no defienden a rajatabla a los acreedores. La tasa de interés es un precio como el de la papa y por lo tanto es una condición necesaria para el manejo técnico y científico de la sociedad. No interferir las leyes de la oferta y la demanda es la clave. Si aceptamos sus preceptos incondicionalmente, combatimos la pobreza y la desigualdad.

En el fondo de esta discusión, profundamente ideológica, esto es política, de la cual no nos podemos seguir ocupando acá, está la prosperidad económica que han lo-grado las economías de mercado más ricas del planeta y esto ha llevado a que la teoría económica sea presentada como un saber racional y científico, pese a todas las irracionalidades que florecen a su alrededor. Es tal la dominación ideológica reinante que los preceptos de la teoría económica dominante se han vuelto un objetivo en sí mismo, dejando que para muchos, la diferencia política entre derecha e izquierda democrática no tenga razón de ser.

En Colombia es muy importante profundizar en esta discusión. Ella es una fuente de gran confusión para la caracterización del gobierno de Santos que en su pragmatismo económico, no ha mostrado interés en establecer nítidamente sus diferencias políticas con su anterior jefe, el ex presidente Uribe, un claro defensor de algunas posiciones totalitarias de derecha. Este es el esfuerzo que hay que hacer pero sin caer en burdas simplificaciones incapaces de ver los matices y las diferencias, dividiendo el espectro político en ese maniqueísmo religioso tan frecuente en nuestro medio de ver las po-siciones políticas como enfrentamientos entre buenos y malos, entre Dios y el diablo.

Sin dejar a un lado las anteriores precauciones, es como caracterizamos la admi-nistración del presidente Santos como de centro derecha y por ello, la orientación fundamental de su gobierno, como una encaminada nuclearmente a buscar mayor crecimiento económico de la mano del sistema de precios para generar una más alta competitividad y productividad. Se ha pasado del círculo virtuoso de la política de los griegos y los social demócratas de izquierda, al círculo virtuoso de la prosperidad de los economistas. Como en la famosa fábrica de alfileres de Adam Smith, la mayor división del trabajo y un mercado más denso, conducen a una mayor productividad y por tanto a una mejor distribución del ingreso.

La competitividad en la versión de Santos, lo es casi todo y la competencia es la razón de ser de la sociedad. Sin competencia no hay sociedad, ni riqueza, ni crecimiento económico y por tanto no es posible tener empleo y un buen nivel de vida para la población. Como la competitividad es un asunto básicamente de empresas, el go-bierno se debe preocupar por la productividad o lo que es lo mismo por la inversión en infraestructura, sin la cual, toda posibilidad de dar un salto hacia adelante es una

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quimera: solo si se eleva la productividad es posible que las empresas sean competi-tivas y por ello si a las empresas les va bien a la sociedad a pesar de que no funcionen los otros poderes, como ocurrió recientemente con el intento de reformar la justicia, le irá así mismo bien.

Las interferencias de los poderes y las patologías de la sociedad son males menores y ellas se resuelven con arreglos entre bambalinas y con cortinas de humo. La justicia, la libertad y los demás valores propios de un régimen democrático son residuales y se dan por la simple creación de instituciones funcionales que permitan un adecuado funciona-miento de los mercados: si en la sociedad funciona el sistema de telecomunicaciones de los precios con la mayor libertad que se le pueda dar a los mercados, eso por sí mismo, conduce a los valores fundamentales de ella. La mejor relación entre fines y medios se alcanza con un buen funcionamiento económico que invisiblemente es el fin último de la política. Las discusiones sobre el modelo de desarrollo, argumentan los ideólogos neo conservadores de esta visión del mundo, son profundamente inconvenientes para las discusiones de política económica, las cuales se deben centrar en los determinantes del crecimiento tendencial del PIB, el ciclo económico y la distribución del ingreso.

Esta es en líneas gruesas la tercera vía de Santos. La búsqueda de la paz y el fin de la violencia son una condición para mejorar la competitividad y la productividad y por su puesto la imagen del país en el exterior, del cual no nos podemos aislar. Nuestra economía es muy pequeña en el concierto global y por ello su dinámica productiva se encuentra fuertemente condicionada a nuestra dependencia externa con las economías del centro. Dicha dependencia se ha profundizado hasta extremos inimaginables en otras latitudes y por ello, nuestra subalternidad política y mental de tan larga tradición en nuestra política exterior, riñe con el diseño de modelos “propios” y proteccionistas.

Sin paz no hay seguridad y por ello es imperativo revivir los acuerdos políticos con la extrema izquierda y allí las diferencias con Uribe son importantes. Santos era uno de los críticos más severos del modelo alternativo del ex presidente Samper. Cuando di-cho modelo quedó envuelto en la trompa del elefante de los dineros del narcotráfico, Santos fue elaborando en la práctica una alianza política entre el Pastranismo y las tendencias liberales del Gavirismo, con la cual terminó apoyando de forma pragmá-tica al jefe del ahora Puro Centro Democrático, con quien encontró la realización de parte de su ideario político: la confianza inversionista, base de la cohesión social. El pragmatismo político no fue solo del presidente Santos. En plena campaña para la presidencia, cuando Uribe comenzó a marcar diferencias en las encuestas, muchos de los liberales simpatizantes de las corrientes social democráticas abandonaron al can-didato Serpa Uribe y en una prueba de cálculo politiquero, tan frecuente en nuestro medio, se fueron con el candidato de la derecha liberal.

No hay que dar tantas vueltas. La tercera vía gatopardista, que todo cambie para que todo siga igual de la familia Santos, es un deporte nacional y ella ha sido expuesta ma-

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gistralmente durante mucho tiempo por el hermano y asesor político del presidente, En-rique Santos Calderón, quien al acuñar el “extremo centro”, un término según él irónico pero que responde a una razonable y acumulada desconfianza hacia lo que han sido las posiciones clásicas de izquierda y de derecha es un buen camino para entender la posi-ción política del gobierno: “una posición de escepticismo intelectual, de distanciamiento a lo que hemos conocido y padecido como polos ideológicos. Es la búsqueda de un centro que puede incorporar los planteamientos válidos que provengan de la izquierda o la derecha, sin tener que entrar en adjetivos macartizantes, provengan de uno u otro extremo. Lo veo como una posición de síntesis dialéctica que quiere expresar indepen-dencia conceptual y a la vez rechazo a las propuestas utópicas, teóricas, irrealizables, que han provenido de la izquierda clásica y de la derecha clásica”.

Desgraciadamente la formación económica del presidente y sus anhelos por el buen gobierno, no le han permitido del todo salir de las polarizaciones politiqueras y en ellas el camino se encuentra pavimentado por estas encrucijadas y laberintos. La buena economía no se puede conseguir a costa de todo lo que ocurra en la política y la administración de justicia, so pena de convertir su extremo centro, en un centro vacío.

La convergencia de matices, guiada y domesticada por la economía, conduce a un poder donde la política queda al margen y donde todo convergiendo hacia el centro, logra el gran objetivo de la política de Santos y su ideología de la unidad nacional: todas las ideologías se pueden fundir y al hacerlo, se neutralizan y se desdibujan al impresionante ritmo de la explotación de los recursos naturales, las ventajas tribu-tarias al capital y la pavimentación de las montañas de la prosperidad guiadas por los preceptos económicos de la productividad: maximización de beneficios y mini-mización de costos; máxima explotación de los recursos naturales y humanos con la mínima conservación de los mismos, es la aritmética de la unidad nacional, donde la política espectáculo del bien particular, ha sepultado buena parte de la política del bien común.

INFRAESTRUCTURA Y TERRITORIO

Difícil encontrar una mejor concreción de las políticas públicas que indagar por lo que ocurre en nuestra economía territorial. Como es sabido, nuestro país se caracteriza por poseer una inmensa geografía dotada de gran cantidad de recursos naturales y una exuberante biodiversidad, pero habitada por una población que no llegó a conocer las discusiones de la ilustración y la democracia. En este marco, la política de tercera vía del presidente Santos, nos viene adoctrinando sobre el desempeño de la economía co-lombiana y el optimismo en nuestro futuro que ha permitido al país hacerse de una imagen positiva para propios y extraños: “De ser un país fallido nos convertimos en una economía emergente, atractiva para la inversión y para el turismo. Pasamos además a formar parte, desde hace poco, de un selecto grupo de naciones, los CIvETS – Colombia,

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Indonesia, vietnam, Egipto, Turquía y Suráfrica - , vistas en el planeta como economías con grandes expectativas de crecimiento para las próximas décadas. Adicionalmente, hemos iniciado el proceso para ingresar a la organización para la cooperación y el desa-rrollo económico – OCDE -; algo impensable hace tan solo unos años” .

En los primeros dos años de su mandato, no se ha podido realizar un crecimiento y un desarrollo equilibrado. Las denominadas locomotoras de la prosperidad, minería, vivienda, infraestructura, innovación y agricultura, no han logrado despegar para cam-biar las tasas de crecimiento y productividad factorial, la generación de empleo bien remunerado y los encadenamientos productivos de valor agregado. El país sufre de los síntomas de la enfermedad holandesa y la reprimarización extractiva sigue su cur-so, sin blindar al país de la voracidad del capitalismo financiero global y promoviendo un proceso de acumulación donde los mayores rendimientos de capital se concentran en firmas oligopólicas con tecnologías poco atentas a las condiciones laborales.

Los bajos ingresos de los trabajadores informales, reciben importantes estímulos del gasto público a través de la política social asistencialista del gobierno por medio del programa de Familias en Acción. La política laboral, centrada en la liberación econó-mica del mercado de trabajo, eleva el ingreso de los pobres, sin cambiar su posición relativa y sin afectar mayormente la distribución del ingreso. La meta de disminuir la tasa de desempleo a un solo dígito se alcanza de la mano de la locomotora minera sin afectar la situación estructural de informalidad laboral y por tanto de la calidad del empleo y del nivel de vida derivado de él.

El símil de las locomotoras es de utilidad para ubicar las áreas estratégicas de la orienta-ción del gobierno. Ellas, por lo señalado, no arrancan y pese a las intenciones del plan de desarrollo, muestran un crecimiento muy desequilibrado. El crecimiento económico que debía ser impulsado simultáneamente y en forma sinérgica por todas las locomotoras a la vez, lo hace solo con una y en condiciones donde la ausencia de un ordenamiento territorial para la gestión integral de la biodiversidad y sus servicios, amenazan con con-vertir el territorio en un lugar donde lo único que florece son empresas multinacionales concentradas en la explotación y extracción de las riquezas naturales.

El mejor ejemplo de la anterior situación, nos lo da el debate que se ha generado por la prolongación de la explotación de los recursos de ferroníquel con la empresa propiedad de la multinacional BHP BILLITON en jurisdicción de Montelíbano en el departamento de Córdoba. La producción de la multinacional utilizada para la ela-boración de acero inoxidable, del que China es su principal consumidor, se hace sin atender adecuadamente los intereses de la nación. Se han negociado mal los térmi-nos del contrato, con laxitudes tributarias que dejando mucho que desear, muestran el funcionamiento de la principal locomotora del gobierno: extracción acelerada de los recursos naturales no renovables, mistificada por la confianza inversionista, donde la ilegalidad y la inequidad son asimiladas al bien común. Las complejas alianzas terri-

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toriales de las cuales no hay que ocuparse mientras se de crecimiento económico, son una de las claves para entender las raíces de las fallas de nuestra institucionalidad pseudo democrática.

La industria y la agricultura pierden contribución en su participación en el producto y se encuentran amenazadas por las políticas macroeconómicas de manejo de la tasa de cambio, las devaluaciones internas del salario real y las políticas de empleo. Pero también lo están, por los tratados de libre comercio firmados en abundancia, que de la mano de las facilidades ofrecidas, las disminuciones arancelarias otorgadas y las asimetrías existentes en el comercio internacional, son un campo abonado para pro-fundizar en el desarrollo desigual que nos caracteriza.

La anterior situación, ya se refleja en nuestra balanza de pagos y tarde o temprano por la importancia creciente de la locomotora minera en el producto y por la incapacidad de la política pública de corregir las deficiencias estructurales del mercado laboral, terminará estrechando aún más el mercado para la producción nacional, profundi-zando la dependencia de nuestro crecimiento de la producción minero energética. El círculo de la prosperidad en las anteriores circunstancias, se puede ir convirtiendo en un círculo vicioso caracterizado por baja productividad, bajos ingresos, mayor pobreza relativa, mayores riesgos sistémicos para la población asalariada, menor seguridad social y una población tan alejada de los asuntos colectivos y por ello incapaz por sí sola de paliar sus dificultades materiales y subjetivas.

En materia de infraestructura, el balance es menos preocupante que el de la industria y la agricultura y esto a pesar, como lo mencionamos al inicio de este texto, de la baja ejecución de la inversión. Al gobierno se le ha ido el tiempo reestructurando los pro-cedimientos de contratación y este es un logro importante de la administración San-tos. Las deficiencias en nuestra infraestructura no han podido eliminar sus conocidas carencias para permitir que el país crezca, compita y pueda disminuir la pobreza. El reordenamiento institucional de la mano de la política de buen gobierno encaminado a tecnificar la inversión pública en vías y carreteras, modificando drásticamente las viejas prácticas de abrir licitaciones con estudios precarios base de gran cantidad de pleitos jurídicos, renegociación de contratos y múltiples obras fallidas, es el camino para atacar la contratación laxa y corrupta, que caracterizó el manejo del sector en el anterior gobierno.

Como lo señalamos atrás, sin infraestructura no hay productividad y sin esta la com-petencia empresarial se dificulta. La tercera vía de Santos tiene en la infraestructura un lugar preferencial donde actuar. La intervención del Estado en la producción de estos bienes públicos se encuentra avalada por todas las corrientes del pensamiento económico y dadas las escalas de producción y las grandes inversiones que deman-dan los proyectos para su operación y ejecución, es imposible actuar sin una presen-cia importante del sector privado internacional, regulado no por las leyes internas,

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producto de engorrosos acuerdos politiqueros y clientelistas, sino por los contratos de derecho privado en los que mal que bien prima la eficiencia y la eficacia de los tribu-nales internacionales. La presencia de rendimientos crecientes y costos decrecientes, genera poderes monopólicos que si no se regulan adecuadamente, son utilizadas por las empresas para la maximización de sus ganancias trasladando las externalidades negativas y los costos sociales al conjunto de la sociedad.

La infraestructura es la clave para la operación de los mercados y para que la econo-mía como un todo pueda levantar la principal restricción física para la competencia y así aumentar la calidad de vida de la población. En este sector, ni los que abogan por la implementación de un “modelo propio”, hablan de un Estado empresario o un Estado inversionista, se requiere de un Estado regulador que asegure el desempeño óptimo de las empresas privadas creando un marco institucional que garantice la ges-tión . Y esto, es en esencia lo que ha hecho el presidente Santos en los dos primeros años de su administración y eso está bien, es el único camino para blindar la inversión pública de la influencia de las políticas clientelistas tratando de institucionalizar téc-nicamente el manejo de la misma.

Se han creado agencias especializadas, la nacional de infraestructura y la de con-tratación que tienen como misión no solo la coordinación con otras agencias del Es-tado, especialmente con la agencia nacional ambiental, sino con el sector privado, representado no solamente por grandes empresas, sino por las bancas de inversión que lo acompañan para hacer migrar al sector de infraestructura hacia lo que se ha denominado la “cuarta generación” de concesiones viales, donde se da un giro de 180 grados en la estructuración de los proyectos.

Las novedades reglamentarias y legales desbordan el objetivo de esta presentación. Empero, el gobierno utilizando las facultades que le otorgó el congreso para moder-nizar el Estado ha expedido cantidades de decretos con fuerza de ley, que afectan drásticamente el marco institucional del sector de la infraestructura, abarcando desde el decreto anti trámites hasta la muy novedosa ley anti corrupción, ley 1474 de 2011 y su complemento, el decreto único de contratación con el que se pretende dar un orden a las normas reglamentarias relativas a la contratación pública.

En toda la legislación se respira la misma filosofía, hay que llenar de garantías el marco jurídico para la operación del sector privado, dejando que el Estado atienda los asuntos de regulación con agencias especializadas.

La discusión es muy amplia. La infraestructura del país no se podrá hacer sin la pre-sencia de los pesos pesados de las grandes concesiones, donde se irá a concentrar el grueso de la inversión. La reciente ley que institucionaliza las alianzas público priva-das – ley 1508 de 2012 - define las reglas de juego y los procedimientos para la ela-boración de proyectos, distinguiendo las fases de estructuración y sus componentes

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de pre factibilidad, factibilidad, regalías y las posibilidades de las alianzas; establece las bases para la financiación de los proyectos con las bancas de inversión y cofinan-ciación, definiendo los mecanismos de operación de los proyectos en su construcción, administración, intervención, asesoría y evaluación.

Muchas de las firmas nacionales no solo quedan excluidas por las exigencias de capi-tal, sino por el acceso a la engorrosa legislación y a los mecanismos previstos, de los cuales solamente hemos hecho una simple enumeración. Hay una novedad que no se puede dejar de mencionar. En el artículo octavo de la mencionada ley, se estableció la prohibición expresa para impedir la participación de entidades de naturaleza pública o mixta, que en muchos casos podrían ejercer una presión competitiva. La señal es clara, todo lo que no se rija por el derecho privado queda excluido por el régimen de inhabilidades e incompatibilidades que la ley prevé para este tipo de entidades.

Para el presidente de la Cámara Colombiana de la Infraestructura, Juan Martín Cai-cedo Ferrer, los procesos de licitación y la nueva ley pueden significar un preocupante desincentivo para que las pequeñas y medianas empresas de ingeniería – PYMES – puedan participar de la bonanza de contratación en infraestructura que se avecina.

Los procedimientos legales establecidos, vienen generando el marchitamiento pau-latino de la pequeña empresa, la cual se encuentra en trance de muerte a pesar de representar casi el 80% de las empresas del sector. Igualmente amenazadas están las empresas de consultoría nacionales, impidiendo que unas y otras se puedan ir desa-rrollando en el mercado, promoviendo la competencia para impedir los abusos de las prácticas monopólicas, tan corrientes, en la realización de la infraestructura nacional.

Avanzar en competitividad sin construir una infraestructura adecuada no es factible en el mundo moderno y por ello, ampliar la competencia y reducir trabas es el camino para disminuir los costos de la economía como un todo, permitiendo ganancias a empresas y consumidores. El problema es hacerlo sin violentar los territorios y las comunidades que los habitan, propiciando un diálogo donde las fricciones con los habitantes tradicionales y los grupos étnicos no sean factores para exacerbar con-flictos. La coordinación de la política pública con empresas y comunidades se debe hacer a través de procesos democráticos y esto es lo que en Colombia no se hace y que debería ser uno de los objetos básicos de la política a través de procedimientos democráticos bajo el imperio de la ley. Pero, la ley fundamentalmente está orientada para garantizar la presencia privada. Desgraciadamente, buena parte de la legislación que nos ocupa, con su engorrosa tramitomanía, que incluye la necesidad de cursos especializados para la comprensión de la misma, dejan a la inmensa mayoría de los colombianos por fuera de su participación efectiva.

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VIVIENDA, CIUDAD Y TERRITORIO

En Colombia, no se ha podido construir la infraestructura para conectar sus territorios. La localización de nuestras ciudades tiene una vieja historia y en ellas, después de la pérdida del canal de Panamá, todavía no se construyen vías ni para conectar adecua-damente a Cartagena, Barranquilla y Santa Marta, llamadas con Cali y Buenaventura a ocupar un lugar central en los procesos de comercialización de los tratados de libre comercio. Los grandes núcleos urbanos localizados en el centro del país, incluyendo las tres ciudades del eje cafetero, producen la mayor parte del PIB nacional y deben afrontar una fuerte caída en su actividad económica, la cual puede ser muy profunda si no se producen nodos de conectividad y las grandes infraestructuras que mitiguen los procesos de migración que irán hacia donde se localice el empleo.

La constitución del 91 dejó como prioritaria la elaboración de una ley de ordenamiento territorial para resolver políticamente, no solo las condiciones de operación del Estado social de derecho con un nuevo equilibrio regional, sino para regular las complejas re-laciones de corresponsabilidad entre la nación, los departamentos y los municipios. El gobierno nacional expidió la ley 1454 de 2011 pero en ella a pesar de contener algunos avances no se reglan los asuntos fundamentales del ordenamiento político del territorio. El ejercicio coherente de la corresponsabilidad que exige la conjugación armónica de los principios de subsidiaridad y concurrencia respecto de la atención integral de las políticas sociales, no se establece y su vacío da lugar a comportamientos oportunistas y discusiones que entraban los procesos de producción y de concreción de proyectos.

Un Estado fragmentado sin reglas de juego expresas que permitan la coordinación de las políticas públicas impide la planeación territorial desconociendo que ella tiene una dimensión que le es esencial para afrontar las tensiones espaciales propias de las auto-nomías municipales y los asuntos de interés nacional. Una ley como la aprobada por el gobierno donde no se abordan los criterios e instrumentos de coordinación, subsidiari-dad, concurrencia y complementariedades propias de la dimensión espacial de las polí-ticas públicas, es una fuente de conflictos, como las que afrontan hoy precisamente las corporaciones autónomas regionales, las autoridades ambientales locales y nacionales y los propios alcaldes con sus gobernadores y demás instancias regionales.

Lo que ocurre con el plan de desarrollo de Bogotá, que pese a sus muy importantes preocupaciones por los problemas ambientales, manejo del agua y del cambio climá-tico, desbordan competencias y muestran la necesidad de contar con instrumentos idóneos, donde la gestión en el territorio sea el producto de relaciones horizontales y verticales coordinadas en armonía. Bogotá esquiva la ley y con ello responde a la forma como la nación hace lo propio como está documentado en las violaciones de la autonomía municipal cuando tiene interés en la realización de proyectos de infraes-tructura o de vivienda. La ley se burla en las instancias del gobierno y esta es una de las expresiones más patéticas de la falta de justicia en nuestros territorios.

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Las responsabilidades del gobierno y de las otras ramas del poder público en la fa-llida reforma a la justicia, no son sino una experiencia más, de ese espectáculo que hace que uno de los bienes públicos más importantes de la sociedad, la justicia, no funcione en el país. La constitución que se hizo hace más de veinte años se reforma no para buscar el bien común sino para llenar egos y apetitos desmesurados con la manipulación de las leyes, permitiendo no solamente la reelección del presidente, sino haciendo dudar de la existencia de una verdadera separación de poderes.

La pugna entre legisladores y jueces manejados por el presupuesto y demás preben-das en manos del ejecutivo, ya no sirven para ocultar las orientaciones que se tejen casi invisiblemente entre la economía y el poder. Muestran lo límites del pragmatismo y la necesidad de reinstituir al menos en la forma, un Estado de derecho con separa-ción efectiva de poderes y con un sistema institucional que aproveche no solamente los recursos naturales y humanos, garantizando a los individuos un acceso efectivo a la ley y a los bienes públicos que se construyen en los territorios.

No por azar uno de los libros más promocionados en el mundo académico nacional e internacional sobre los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, de Daron Acemoglu y James Robinson , hunde su reflexión en esta problemática, llegando en su línea fuerte de argumentación a que los determinantes profundos del desarrollo y progreso humano, no son solo las tecnologías, la productividad, las empresas con altos criterios de competitividad, el mayor empleo, la innovación y el crecimiento, sino la política. Para los autores hay una conexión directa entre una mayor democracia y la forma como se instituyen las leyes en las sociedades. Los países progresan cuando en las sociedades las leyes se instituyen de una forma inclusiva y están orientadas a la búsqueda de igualdad de oportunidades.

Hacer esguinces a la ley promoviendo una privatización donde los preceptos constitu-cionales se eluden con regulaciones que no tienen capacidad de intervención en los contratos privados, es una vía para promover instituciones extractivas poco democrá-ticas, operando en un marco diseñado para estimular instituciones muy débiles como las existentes en Colombia. Se cambian con enorme facilidad las leyes, y las propias reglas de juego previstas en el ordenamiento constitucional. Las más de treinta en-miendas que se le han hecho a la constitución del 91 así lo testimonian. El dinamismo legislativo de la locomotora jurídica en el congreso, orientado a mantener los privi-legios de la clase política y de los poderes económicos, muestra la ausencia de una justicia confiable y que rija para todos los ciudadanos.

La constitución y las leyes son reglas de juego que en una democracia reflejan la vo-luntad del pueblo. Los contratos previstos para hacer funcionar la infraestructura, los macro proyectos urbanos y la propia vivienda de interés prioritario o vivienda “gratis”, se apoya en la libertad de los individuos y esta es buena parte de la esencia de la discusión entre la tercera vía basada en el mercado y la que promueve los derechos.

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Hay valores fundamentales que no proceden de la negociación entre individuos. Mu-chos de ellos existen antes que las empresas. Una sociedad no se reduce a la suma de los individuos y mucho menos a la suma de los contratos que ellos establecen. En Colombia, por esta vía estamos realizando sin que nadie nos lo hubiera contado la máxima que Margaret Thatcher quiso imponer en su momento: “la sociedad no exis-te”. La política tampoco. Por ello, nuestros políticos se la pasan jugando a la derecha y a la izquierda pero a condición de que no se salgan del ordenamiento económico. Podemos discutir acerca de todo, eso sí, sin poner en cuestión las reglas de juego que se establecen en los contratos.

En un mundo globalizado, la alianza entre política y economía es muy porosa. Por ello, para no caer en una trampa de ratones tan común en este tipo de discusiones, llenas de eufemismos y superlativos, es bueno señalar que nuestras apreciaciones sobre el elemento central de la economía, los mercados, parten de la base de considerarlos como una institución social. Una creación humana con antecedentes históricos tanto o más complicados a los que se dieron cuando se creó el Estado nacional, pero que en alianza con este, moldean las actuaciones de la política y la economía. Instituciones estas, como lo señalamos atrás, irreductibles en su esencia, pero inseparables en su acción efectiva en la realidad social.

LA VIVIENDA “GRATIS”

Lamentablemente en un contexto como el anterior, es donde se producen las leyes en el país y por ello, aunque de paso, hay que mencionarlos cuando queremos comentar los asuntos básicos de la reciente ley de vivienda, ley 537 de Junio de 2012. Esta es una ley que desde una perspectiva de economía política, pone igualmente en discu-sión si la iniciativa empresarial puede por sí sola generar equidad, o si se requiere de un Estado fuerte para que las imprescindibles fuerzas del mercado puedan orientar su rumbo hacia un desarrollo humano sostenible.

La política a través de la historia se ha ocupado visiblemente del problema de la vi-vienda y de una forma menos evidente de la ciudad y la urbanización. vivienda, ciudad y territorio son lugares privilegiados de la intervención del Estado y esto por muchas razones. La principal de ellas, las enormes fallas de mercado presentes en las inter-venciones espaciales, producto de las economías de aglomeración que anulan de fac-to las posibilidades de la competencia y nos ponen ante la realidad económico - social tal y como la hemos descrito con anterioridad: un espacio de confrontación de fuerzas, pugnas, tensiones e intereses, que deben ser regulados por el poder político a través de instituciones, marcos legales y principios éticos encaminados al bien común.

La ausencia en la economía real de los criterios de competencia perfecta, base de las ideologías dominantes en el poder, lleva a la existencia de información imperfecta,

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abusos de posición dominante, riesgo moral, presencia de monopolios y demás desa-rreglos institucionales, que si bien solo se pueden captar científica y académicamente a través de un proceso de abstracción estratégica, no se agotan allí: la economía, como institución social, es incomprensible por todo lo señalado atrás, cuando se de-jan al margen las relaciones de poder.

Desgraciadamente, el paso del modelo de abstracción a la realidad, no es un paso fácil y es muy corriente la opacidad entre lo uno y lo otro llevando a la confusión entre teoría y práctica. Y lo más común, hace pensar que cuando el modelo no coincide con la realidad, se deben dejar intactos los modelos acomodando la realidad al escrutinio de los ejercicios técnicos-positivos. Es frecuente incluso en la profesión económica, encontrar PhD con alto grado de manejo en el instrumental matemático que no co-nocen de instituciones y mucho menos del límite que tiene sus propios modelos para interpretar la realidad efectiva

En el caso de la vivienda, el país tiene un laboratorio excepcional para su discusión. La presencia bastante polémica en términos teóricos y prácticos de Lauchlin Currie, uno de los asesores de New Deal del presidente Roosevelt y creador del sistema UPAC en Colombia, que con todas sus deformaciones y realizaciones, se encuentra en el núcleo denso de las políticas de vivienda en nuestro medio.

En breve, la estrategia de la construcción como sector líder, además de acelerar la descomposición del campesinado producto de la violencia, significó la creación de una clase empresarial de la mano del Estado, donde sobresale el hombre más rico del país, Luis Carlos Sarmiento Angulo, que tuvo no solamente la claridad de ser un exi-toso constructor de vivienda, sino de entender como pocos, que su valor agregado, no se encontraba solo en la construcción de la misma, sino en la ciudad y su financiación, tal y como lo había sostenido Currie al servir de asesor a Enrique Peñalosa Camargo en la primera cumbre mundial de HABITAT de las Naciones Unidas .

En Currie, la vivienda para los más pobres, no era un problema de vivienda, sino de in-gresos y de su inequitativa distribución. El objetivo de la política pública no consistía en la construcción de vivienda per se, sino en atender el problema más urgente de la época y también de hoy, la generación de empleo, que no se puede alcanzar sin buena economía, esto es, sin un manejo macroeconómico de expertos en política pública, en especial en el manejo del dinero y sin la creación de una base empresarial para el desarrollo de proyectos de inversión, o lo que es lo mismo en términos de teoría, sin una buena base microeconómica.

Micro y macro en las teorías de Currie, hacen parte de un mismo movimiento que teniendo su detonante en la empresa por la interacción de esta con los individuos y la sociedad, agrega valor, un valor emergente, que no se encuentra en ninguna de las partes sino en la interacción por medio del mercado de todas ellas a la vez. El valor

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agregado no es evidente; hay falacias de composición: lo válido para un empresario o para los intereses individuales, no es necesariamente válido para los colectivos y por ello, es necesaria e ineliminable la intervención estatal para corregir la gula de los mercados, base del crecimiento y el desarrollo, gobernados por la lógica empresarial.

Para el caso de la producción de vivienda en gran escala es decisivo comprender la lógica del funcionamiento del mercado de la tierra y de sus propias falacias, las falacias de desagregación, que se encuentran en la base de muchas de las dificultades para construir vivienda de interés social . De esta problemática, de la cual no nos podemos ocupar acá, es bueno retener que en Bogotá el Estado creó un imperfecto banco de tierras, METROvIvIENDA, con el cual los grandes constructores, Luis Carlos Sarmiento, AMARILO, BOLIvAR, NORCO, entre otros, han aprendido las lecciones y por ello, de la mano de la política y de la intervención estatal, han conseguido eliminar muchas de las trabas para que la tierra pueda funcionar como bien de capital y no simplemente como factor de producción primario. Los patrimonios autónomos de la ley de vivienda, son la realización práctica de esta experiencia, una experiencia que como todo lo que ocurre en la realidad empresarial es más importante su discusión práctica que teórica.

Currie y sus teorías fueron destituidos por la moda neoliberal de los inicios de los 90, que llevaron a nuestros aperturistas radicales a transformar el sistema financieros para ponerlo acorde con los cantos de la globalización y a crear sectorialmente el subsidio a la demanda de vivienda, un instrumento técnico, supuestamente neutral, extraído del corazón mismo del totalitarismo de mercado más radical que se ha im-puesto en América Latina: la sangrienta dictadura de Augusto Pinochet en Chile.

LA LEY DE VIVIENDA Y LO PÚBLICO

La nueva ley de vivienda hunde sus raíces en esta experiencia. La del UPAC de Currie y la menos santa del subsidio familiar de vivienda diseñada en el Chile de los Chicago boys. El ministro Germán vargas Lleras es muy enfático al señalar las cifras del déficit de vivienda cuantitativo y cualitativo en Colombia y en mostrar el fracaso para llegar a los más pobres con el subsidio familiar de vivienda, por su poca efectividad para garantizar una vivienda digna a la población más pobre, incluidas entre ellas, a las víctimas del desplazamiento forzoso.

Los argumentos del ministro no se encuentran muy alejados de los elaborados por la comisión de seguimiento a la política pública sobre desplazamiento forzoso, que en el marco del seguimiento a la sentencia T-025 de 2004 de la corte constitucional, y en particular, de la orden impartida por la corte en el auto 008 de 2009, de replantear la política de vivienda para la población desplazada, sustentó que el subsidio familiar de vivienda, no ha tenido mayor efectividad para asegurar la vivienda digna a la pobla-ción pobre y mucho menos a las víctimas del desplazamiento forzoso .

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El gobierno, empeñado más en viabilizar los macro proyectos que en cumplirle a los pobres y a los desplazados, profundizó con la anterior ministra, la discusión sobre la ciudad y su importancia macroeconómica; por ello, es bueno discutir si con el acento decididamente popular de la nueva propuesta que profundiza a fondo los instrumen-tos de mercado, al tiempo que realiza una fuerte y decisiva intervención estatal, pue-de generar o no, equidad.

La nueva política consagrada en la ley, no puede verse aisladamente de todo un con-junto de leyes que el muy activo ministro vargas Lleras dejó instituidas en el marco legal vigente. La regla fiscal, el ordenamiento territorial, regalías, macro proyectos de vivienda, etc., y las normas que la profundizan y la desarrollan. En especial, las consagradas en el subsidio a la tasa de interés durante 7 años a las primeras fami-lias que sin poder hacer cierre financiero en las viviendas de interés social reciban este subsidio adicional del Estado para obtener su vivienda; legalización de la propie-dad en barrios de invasión y subnormales; reglamentación de las subastas públicas; transformación del ministerio y reglamentación de las relaciones entre municipios y gobernaciones entre otras.

Acá volvemos al repertorio de la legislación comentada en la infraestructura y de los procesos que se vienen utilizando para la privatización de las políticas públicas a través de las leyes y los contratos. Listemos como ejercicio meramente informativo las principales leyes que se deben tener presentes para una comprensión adecuada de la problemática de vivienda hoy en el país:

• Ley 1537 de 2012 que dicta normas encaminadas a facilitar y promover el desarrollo urbano y el acceso a la vivienda – 100.000 viviendas - .

• Ley 1450 de 2011 o ley del plan nacional de desarrollo.

• Ley 1469 de 2011 que adopta medidas para promover la oferta del suelo ur-banizable.

• Decreto 1490 de 2011 que regula los planes integrales de desarrollo urbano.

• Decreto 4891 de 2010 que adopta medidas para garantizar suelo urbanizable para construcción de vivienda de interés social para atender la ola invernal.

• Decreto 1310 de 2012 reglamentario de la ley 1469.

• Decreto 1190 de 2012 que reglamente el artículo 123 de la ley 1450 de 2011.

• Decreto 2190 de 2009 sobre los 100.000 subsidios a la vIP etc.

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Pero lo esencial de la nueva política es el intento deliberado de llevar los instru-mentos más sofisticados del mercado financiero para tratar de resolver un problema nuclear de interés público: dar vivienda digna a las familias más pobres del país, los llamados indigentes, aquellas familias viviendo en un hogar de cuatro personas cuyos ingresos monetarios tienen un máximo de $334.312 al mes y a los pobres, aquellos con ingresos monetarios al mes que no superen los $778.784. Todas ellas excluidas de las políticas orientadas por el subsidio familiar de vivienda que sin embargo se mantiene y potencia con las nuevas ayudas estatales.

La ley viabiliza los patrimonios públicos, un desarrollo novedoso para profundizar las alianzas público privadas eliminando los engorrosos trámites de contratación pública. Así, las autoridades municipales, el ministerio, FINDETER, etc., pueden dejar actuar con las reglas del derecho privado, a los constructores seleccionados en las subastas públi-cas. Estos, actuando activamente con la fiducia inmobiliaria elegida por el estado, irán creando de la mano con el capital nacional y extranjero, las bases para el cumplimiento de las ambiciosas metas políticas del gobierno, la re-elección del presidente Santos y el apuntalamiento como candidato presidencial del ministro para reemplazarlo en el 2018.

Lo importante es insistir en la privatización de los procedimientos para la elabora-ción de los proyectos. Los instrumentos de negocios de fiducia mercantil que originen patrimonios autónomos regulados por el derecho privado, no se encuentran sujetos a la ley 80 del 93 ni a la ley 1150 de 2007. Pueden desarrollar las siguientes nuevas funciones, todas ellas controladas por FONvIvIENDA una dependencia del ministerio:

• Contratar gerencias integrales para la ejecución de proyectos vIS y proyectos integrales de desarrollo urbano en sus componentes de pre inversión, inver-sión, ejecución y evaluación.

• Reembolsar a los proyectos viabilizados a entidades territoriales los valores generados por la estructuración técnica, económica, financiera y jurídica de los mismos.

• Reembolsar los valores generados por la viabilización de los proyectos

• Adquirir lotes de terreno a cualquier título, para el desarrollo de proyectos vIS en cualquiera de sus modalidades.

• Destinar recursos para la adquisición de materiales para desarrollar las obras de urbanismo o construcción de vIS, etc.

Las locomotoras jurídicas de la infraestructura y la vivienda han iniciado su marcha de la mano de los contratos privados y allí se puede perder el objetivo central de cons-truir bienes públicos. No los bienes físicos que seguramente se construirán.

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Hablamos de la institucionalidad democrática donde el ciudadano sin poder ni fuer-za seguirá marginado y participando en condiciones muy desiguales de la bonanza de contratos que la legislación ha preparado con tanta diligencia. La tercera vía del presidente Santos ha desarrollado una impresionante agenda legislativa. El congreso como lo señaló en su momento el propio presidente, le cumplió al país. Lástima que esto no lo hubiese podido realizar con la reforma a la justicia y con un desarrollo legal donde el individuo cumpliera los preceptos de la ilustración, abandonando su minoría de edad y haciendo con la libertad uso público de su razón .

Hay muchos escépticos y razón no les falta, sobre si la nueva política logra eficiencia y equidad. La eficiencia, con la abultada presencia del interés particular está garan-tizada a medias. La nueva ley además de llegar a los más pobres de los pobres, ha definido en la práctica lo que se entiende por vivienda digna y esta es una vía insusti-tuible para garantizar condiciones que eviten en el tiempo, como ha ocurrido durante toda la historia del país, la erosión de la calidad de la vivienda por la actuación de los precios macro del sistema.

Adicionalmente, es la clave para recalcular las cifras del déficit habitacional que con esta nueva línea de base, evita las graves inequidades inter temporales y los proble-mas de universalización de un programa que debe sostenerse a lo largo del tiempo, siempre y cuando las finanzas públicas lo permitan. Lo anterior es imposible sin el concurso de índices espaciales apropiados. Dichos índices, deben ser construidos pasando de las medidas monetarias convencionales a las formas espaciales construi-das, con el apoyo técnico de los arquitectos y urbanistas del país .

Los instrumentos están ya a disposición del gobierno. Esperemos que tenga la volun-tad de utilizarlos y así equilibrar las tensiones entre lo público y lo privado.

La velocidad con que el gobierno quiere poner a actuar al sector privado en la política de vivienda y en la construcción de la infraestructura física, es la que requiere la justicia colombiana para salir de su postración. Una de las justicias más ineficientes, ocupa, según la presidencia, el séptimo lugar entre las justicias más lentas del mundo. Justicia y equidad son valores, no precios y este es el quid de la discusión. En una democracia tan deformada como la colombiana es urgente la creación de una ciudadanía activa e informada para discutir sin complejos ni temores sus derechos, entre los cuales el de-recho a la vivienda digna es un derecho nuclear, no solo porque ella nos cobija en nues-tros sueños particulares, sino porque permite construir sueños colectivos: la creación de ciudades y ciudadanos viviendo en democracia, ubicando al mercado en su lugar, como medio y no como fin para alcanzar los objetivos colectivos de justicia y equidad.

Navegamos en un fundamentalismo político oscurantista y retrógrado que impide a muchos avalar las posiciones democráticas del presidente Santos y condenar abierta-mente a los violentos. Confundimos la lógica aritmética donde dos por dos son cuatro,

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con la alógica política más cercana a la interpretación de los sueños de Freud, donde dos por dos pueden ser seis pero no seis en números sino en fantasmas.

Cuando estos se llevan a la arena política, llenan la realidad de dolor y pesadillas, con-funden la teoría con la práctica, la teoría y la realidad, el interés privado con el interés colectivo, el mercado con el Estado. No ven que en el trasfondo de estas aporías, lo uno implica a lo otro en su profunda diferencia y este no solo es un problema individual, es también un problema político. Las instituciones y significaciones presentes en la vida humana, hacen ser eso que son las sociedades. Ellas, como lo llegó a plantear en su larga obra Cornelius Castoriadis, cohesionan y le dan sentido a la realidad social .

No se le puede pedir a la tercera vía de Santos que indague sobre muchas de las reflexiones que hemos querido introducir en esta charla. Sin embargo, ellas se en-cuentran en el trasfondo del malestar de la civilización del mundo globalizado y hacen parte de nuestra ya larga vida “republicana”. Muchas de estas reflexiones, teniendo su materialización concreta en los individuos singulares, toman cuerpo de manera inmanente en esos intangibles llamados valores, orientaciones y creencias, que se-pámoslo o no, animan y cohesionan dándole sentido, a eso que llamamos realidad.

La realidad la creamos en contacto con los otros. De ella, si no somos capaces de filtrar sus tendencias fundamentales, terminamos siendo sus prisioneros. No estamos vacunados contra nuestros errores. Ellos aparecen cuando ensayamos identificar las políticas y sus realizaciones. Esto precisamente nos puede ocurrir en el intento de caracterizar al gobierno de la tercera vía de Santos, sin dejarnos llevar por su pasado uribista. Esto es lo mismo que le ocurre al propio presidente que no atina a zafarse de las cadenas de su pasado. No es una tarea fácil. El olvido con reparación es la única vía para superar los conflictos haciendo el duelo con nuestra historia y así realizar la justicia como libertad para darle nacimiento a una vida en democracia, a una vida que busque la autonomía, no solo individual sino colectiva.

Somos Individuos socializados. En lo más profundo del inconsciente evidenciamos, percibimos, esa hostilidad insuperable del núcleo psíquico humano al proceso de civi-lización y este es un problema que llena de odio a nuestros actos y a nuestras búsque-das: el ser humano es socializado so pena de muerte, si no se socializa muere, pero su hostilidad hacia la socialización es fuerte, no la quiere, no quiere saber nada de la realidad, no quiere reconocer la existencia independiente de los otros, no quiere re-conocer limitaciones a su propia omnipotencia fantasmagórica y real . Los individuos que intervienen en las políticas cuando se disfrazan de científicos neutrales, llevan a las sociedades como hoy ocurre en Europa, a la ruptura del contrato social y sin que nadie en apariencia se dé cuenta, en las sombras, dan golpes de Estado a favor de los dueños del poder. Permitamos que florezcan las diferencias sin olvidar al viejo Kant: “De lo que se trata no es de cambiar de pastor, sino de dejar de ser ovejas”. Asuma-mos la razón pública y cuestionemos la filosofía liberal: usted tiene derecho a pensar como quiera, siempre y cuando no piense distinto a mí.

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8.

¿POR QUÉ LA mINERÍA ES FUENTE DE CONFLICTOS Y NO DE BIENESTAR Y DESARROLLO?Álvaro Pardo Director de Colombia Punto Medio, organización que reúne a un grupo interdisciplinario de expertos que cuentan con la experiencia para apoyar a las autoridades, los industriales, las organizaciones sociales y a la comunidad en general a encontrar un Punto Medio entre los grandes retos ambientales de la sociedad, el bienestar social y el desarrollo de la industria minero – energética.

Colombia es un país muy rico en minerales, pero su explotación y aprovechamiento se han convertido en una fuente de conflictos y no de progreso y bienestar para los titulares primarios de esos recursos como ordena la Constitución Nacional.

La minería bien orientada es un motor de crecimiento económico y desarrollo social, se le reconoce su capacidad para atraer inversión extranjera y generar empleo local, pero en las actuales condiciones y puestos en la balanza, se observa que el costo de conflictos que desata son mucho más grandes que los beneficios que obtiene a cambio la Sociedad.

La minería se asocia actualmente con conflictos ambientales, sociales, étnicos, por el uso de vías, por afectaciones a los recursos hídricos y a la salud, la pugna por la tierra con vocación agrícola y ganadera, orden público, minería informal, ilegal y criminal, presencia de grupos al margen de la ley, desplazamiento de poblaciones, enfermedad holandesa, lavado de dólares, abusos tributarios, corrupción, enfrentamiento entre comunidades por proyectos mineros y conflictos interinstitucionales.

La pregunta que surge es por qué razón nuestro patrimonio natural no ha contribuido a mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, a reducir la inequidad social y los niveles de informalidad y violencia, a mejorar la infraestructura económica y social del país, y a que la economía escale de productor de bienes primarios a una nación industrializada.

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Hay varias explicaciones:

Un Estado débil y una institucionalidad igualmente frágil y ausente en la mayor parte del territorio nacional, una legislación sesgada a favor de la gran minería y sin mayo-res alternativas para legalizar más de 4.500 explotaciones informales e ilegales que hay en el país, además de su diminuta capacidad de dirección, control y fiscalización de una actividad que creció desmesuradamente alentada por la mayor demanda de minerales y sus altos precios en el mercado internacional.

El Estado se conformó con la renta que genera el sector, los impuestos y regalías, eje-cuta una política minera que redujo su papel al de simple espectador, sin posibilidad de intervenir más allá de regular, con unos gremios mineros que presionan la defini-ción de las normas sectoriales, grandes compañías que operan la locomotora minera y una informalidad e ilegalidad en todos los rincones del país con graves implicaciones sociales, ambientales, técnicos y económicos.

Observamos entonces que la primera explicación a la pregunta planteada tiene que ver con que el país no posee una institucionalidad fuerte, ni una política minera orien-tada a generar desarrollo y bienestar.

Las bases de la política minera se encuentran en la carta Política ordena y lo primero que habría que observar es sí las reglas de juego del sector son armónicas con la Constitución Nacional. En la Constitución encontramos cuatro artículos relativos a los Recursos Naturales.

• Artículo 32. El Estado es el propietario del subsuelo y de los Recursos Natura-les No Renovables (RNNR).

• Artículo 80. El Estado planificará el manejo y aprovechamiento de los RN, para garantizar el desarrollo sostenible.

• Artículo 334. El Estado intervendrá en la explotación de los RNNR… para ra-cionalizar la economía con el fin de conseguir el mejoramiento de la calidad de vida de los habitantes.

• Artículo 360. La Ley determinará las condiciones para la explotación de los RNNR. La explotación de los RNNR causará a favor del Estado una contrapres-tación económica a título de regalías.

En pocas palabras, la Carta Política establece que los RNNR son propiedad del Estado y que éste deberá planificar su explotación y aprovechamiento de una forma racional, incluso interviniendo en su explotación y aprovechamiento; la minería debe operar en el marco del desarrollo sostenible, y las regalías deberán orientarse al mejoramiento

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de la calidad de vida de los colombianos. Ese fue el acuerdo al cual llegamos los colombianos en 1991.

¿Observa la política minera esos mandatos de la Constitución Nacional?

Si bien el Estado parte de que los recursos del subsuelo son de su propiedad, no hay ninguna planeación en la manera como se entregan estos recursos al sector privado a través de contratos de concesión para su exploración y extracción. Fue el propio ex Ministro de Minas y Energía, Carlos Rodado, el que mejor definió lo que venía pasan-do en Ingeominas: una feria de títulos mineros y de corrupción.

Y entonces el país se enteró que sus RNNR habían sido entregados a especuladores, a las grandes compañías mineras, a narcotraficantes y políticos que cobraron de esa for-ma sus favores electorales. No hay ninguna planificación en la entrega de los recursos y el Estado no interviene en la forma como los privados planifican sus operaciones.

Entregar los recursos mineros sin más consideración que fomentar la inversión ex-tranjera, promover mayores niveles de producción y exportaciones, y generar im-puestos y regalías, son los principios que orientan la política minera. No hay en ella ninguna racionalidad distinta a inducir al agotamiento acelerado de los recursos sin una renta que compense la disminución del patrimonio natural y sin una visión de largo plazo del sector.

Durante el periodo del ex Presidente Ernesto Samper fueron privatizadas seis empre-sas mineras donde el Estado tenía intereses, entre ellas, Carbocol y Cerro Matoso. De esa forma se liquidó cualquier posibilidad de intervención estatal en la economía, pese a que la Carta Política autoriza la existencia de empresas públicas mineras.

Desarrollo sostenible significa, según la definición de la comisión Brundtland, “Satis-facer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilida-des de las del futuro para atender sus propias necesidades.

La política minera impulsa la extracción y aprovechamiento acelerado de los mine-rales de acuerdo con las estrategias y planes de las grandes compañías mineras, pero sin observar que esta actividad satisfaga las necesidades de las generaciones presentes y mucho menos las del futuro. En ese sentido, la política sectorial avanza en contravía de la definición más básica de desarrollo sostenible.

Colombia es el segundo país más inequitativo de América Latina y los niveles de miseria y pobreza se reducen sólo gracias a los malabarismos estadísticos del Departamento

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Nacional de Planeación (DNP). Un análisis realizado por el profesor Guillermo Rudas so-bre el comportamiento de variables sociales, como Necesidades Básicas Insatisfechas, salud y educación, concluye que los habitantes de los municipios mineros desmejoraron sus niveles de vida comparados con los municipios no mineros (Rudas, 2012).

El despilfarro y la corrupción con las regalías distribuidas por el Fondo Nacional de Regalías (FNR), frustraron la posibilidad de utilizar las regalías para mejorar la calidad de vida de los colombianos. En ese sentido, tampoco el mandato constitucional se cumplió y ahora se busca que dichas prácticas cambien con el nuevo Sistema General de Regalías (SGR).

En pocas palabras, la Ley 685 de 2001 – Código de Minas, las normas que la regla-mentan y leyes posteriores que la reforman, no siguen los mandatos de la Constitu-ción Nacional. Podemos concluir entonces que la razón por la cual la minería es una fuente generadora de conflictos es porque avanza en contravía del interés general de la Sociedad expresada en la Carta Política y choca con los demás sectores y aspectos de la vida del país.

Las “presiones” que buscan un Código de Minas a la carta

Colombia es el país de América Latina donde los gremios económicos y las grandes empresas tienen la mayor capacidad de presión e influencia en el diseño de la política económica (Banco Interamericano de Desarrollo, 2009).

En el caso del sector minero, dichas presiones van desde disputas legales en busca de que las autoridades acojan las interpretaciones que obviamente favorecen a un par-ticular, hasta las amenazas con dejar de invertir o irse del país, pasando por intensas campañas mediáticas, lobby e “induciendo” a destacadas personalidades y medios para que le “aclaren” a los colombianos que sin la gran minería no hay futuro.

Adecuar la política minera a los intereses y conveniencias de las grandes compañías significó anteponer el interés particular al interés general de la Sociedad, y ese cho-que de intereses explica en buena parte del carácter conflictivo del modelo minero del país.

La Ley 685 de 2001 – Código de Minas, es una Ley orgánica facilitó a la firma de abogados mineros que redactó el primer borrador del Código y luego al Congreso de la República legislar sobre temas que van más allá de los estrictamente mineros y dictó sus propias normas en materia ambiental, tributario y del ordenamiento territorial.

El desarrollo de la normatividad ambiental, impositiva y territorial entró en conflicto per-manente con la política minera y tanto la autoridad minera como los gremios y empresas

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del sector se resisten a efectuar cambios profundos que permitan armonizar políticas que, como el caso ambiental, incluyen derechos fundamentales de todos los ciudadanos.

Institucionalidad Minera

La simple observación de las innumerables instituciones mineras a lo largo de los últi-mos 30 años demuestra la inestabilidad cambiante de la autoridad minera con todo lo que ella representa: perdida de la memoria institucional, choque de interpretaciones jurídicas, debilidad y en algunos casos, aberrantes casos de corrupción oficial.

En el Gobierno del presidente Juan Manuel Santos se aprobó una reforma a la ins-titucionalidad. Fruto de la reforma se creó el viceministerio de minas, se dividió la dirección de minas entre el área de formalización minera y de minería empresarial, se crearon el Instituto Geológico Nacional, que retomó las funciones del antiguo Ingeo-minas, y la Agencia Nacional de Minerales (ANM).

Transcurrido dos años del Gobierno Santos, persiste la inestabilidad cambiante de la autoridad minera con tres ministros en menos de 28 meses y dos Presidentes de la ANM en menos de seis meses. El Ex Ministro Mauricio Cárdenas y la cabeza de la ANM, Beatriz Uribe, salieron del cargo dejando más pendientes que ejecutorias.

La institucionalidad minera no arranca y no ha resuelto otro problema muy grave que tiene que ver con su cobertura nacional. Esta institucionalidad tiene presencia en algunas grandes ciudades, está ausente de la mayor parte del país, la apertura de la ventanilla para la presentación de solicitudes se ha prorrogado varias veces por problemas en el registro minero y sigue pesando mucho el desconocimiento del sector por parte de la cúpula directiva de la autoridad minera.

Los pendientes de la Sociedad

El sector minero es quizá el único sector donde no existe un espacio para el diálogo entre la autoridad minera y los titulares de los Recursos Naturales No Renovables del país (RNNR). Ese espacio ha sido ocupado de manera inapropiada y ventajosa por algunos representantes de los gremios mineros y de las grandes empresas mineras a través de la llamada agenda Industria – Gobierno, instancia que se aprovecha para presionar y ajustar un Código de Minas a la carta.

Pero en los últimos meses, diversos columnistas, congresistas, investigadores y orga-nizaciones sociales han salido a reclamar ese espacio, y han hecho saber al Gobierno Nacional que el modelo minero vigente es insostenible, inconveniente y perjudicial para la Nación.

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Han sido particularmente destacados los movimientos sociales en contra de la gran minería en el páramo de Santurbán (Greystar – Eco Oro), en La Colosa (AngloGold Ashanti), y del movimiento del río Ranchería (Cerrejón), así como las posiciones en contra de la renovación de los contratos ilegales de Cerro Matoso en Córdoba, entre otros múltiples manifestaciones, como la de los pequeños y medianos mineros en agosto de 2012.

Urge en consecuencia que la Sociedad se empodere de su papel y como propietario de los RNNR del país exprese a la autoridad minera su punto de vista respecto a la política para la exploración y extracción de su patrimonio natural no renovable.

La reforma que se avecina al Código de Minas resulta una valiosa oportunidad para hacer que el modelo minero exprese el interés general de los colombianos y aunque parezca un contrasentido, lo primero que habría que hacer es requerir al Gobierno Na-cional y al Congreso de la República para que la política minera exprese los mandatos de la Constitución.

Un Código Minero desde una perspectiva social

En la definición de un Código de Minas desde una perspectiva social es necesario modificar el modelo minero de manera que exprese el interés general de la Sociedad, con una visión de largo plazo que incorpore el valor estratégico de los minerales como insumo fundamental en el desarrollo de la humanidad.

Lo anterior implica que el Estado deba erradicar el principio de “primero en el tiempo, primero en el derecho”, e implementar un modelo de desarrollo minero que permita planificar la exploración y extracción de los RNNR del país de acuerdo con las necesi-dades presentes y futuras de los colombianos.

El Estado debe preservar el control soberano de los RNNR, incursionando en el mer-cado a través de empresas públicas mineras, garantizando su explotación racional, priorizando los requerimientos del mercado interno, la industrialización del país, la generación de cadenas productivas, la agregación de valor y la maximización de la renta minera.

Impulsar la minería esencial para el desarrollo del país y el bienestar de la Sociedad, y cerrar las puertas a la minería especulativa, fortaleciendo las institucionalidades minera y ambiental para que ejerzan un verdadero control y fiscalización de las obliga-ciones técnicas, ambientales, sociales y económicas de los concesionarios mineros.

La minería del país debe acoger los principios ambientales constitucionales y las le-yes que desarrollan dichos mandatos y la autoridad minera debe establecer los pará-

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metros de desarrollo de una actividad no sostenible en un país biodiverso, donde los colombianos asumen cada día con mayor fortaleza la defensa de sus páramos, ríos, humedales y demás zonas sensibles.

Preservar los derechos de las minerías étnicas consagrados en convenios internacio-nales y forzar a las diversas autoridades segmentadas, cuyas funciones convergen en la minería, para que actúen de manera armónica y para que sus decisiones reflejen una postura de Estado y no las ambivalentes y contradictorias respuestas de cada una de ellas.

El Estado debe utilizar toda su capacidad para enfrentar la llamada minería criminal, es decir, aquella que adelantan los grupos armados al margen de la Ley, buscar los mecanismos para formalizar la pequeña y mediana minería, y para ofrecer alternati-vas sociales a aquellos mineros que en la búsqueda de una opción de vida trabajan en zonas donde esta actividad debe erradicarse.

En suma, frente a la decisión de las grandes compañías mineras por acelerar la ex-tracción de los RNNR o tomar su control del largo plazo, el país requiere una ins-titucionalidad fuerte y con carácter, modificar sustancialmente su modelo minero, planear con visión de largo plazo, maximizar la renta minera e invertir las regalías en educación, salud, infraestructura e investigación, ciencia y tecnología; esa sería la única forma de decir que la minería le sirvió al país, pero como están las cosas hoy, estoy seguro que no.

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9.

FARC - GOBIERNO DILEmAS Y POSIBILIDADES EN LA HABANA18

Ricardo García DuartePolitólogo y Abogado. Exrector de la Universidad Distrital Francisco José Caldas. Director del Instituto para la Peda-gogía, la Paz y el Conflicto Urbano - IPAZUD.

Introducción

Las que se celebran en la Habana, entre las FARC y el gobierno de Santos, son unas negociaciones directas entre un Estado con ventajas estratégicas consolidadas y una guerrilla a la defensiva que, sin embargo, ha recuperado su capacidad táctica de hosti-gamiento. Tales negociaciones tienen lugar en un período del desarrollo nacional en el que éste podría estar llegando al tope de un crecimiento bajo el modelo actual, lo que deja en vilo las necesidades de las élites por asumir una real reingeniería, en la que se incluya a la vez una mayor apertura política lo mismo que una decisiva integración social.

Condiciones estratégicas

Las negociaciones constituyen el proceso que debería conducir a la terminación de un conflicto armado dentro de una sociedad, la colombiana, cuyo modelo básico de desa-rrollo ofrece unos marcos que parecieran ya agotados históricamente. Es la razón por la cual, una posible solución negociada al conflicto se ubicaría en la misma dirección de las tensiones que resultan del agotamiento de dicho modelo. Que reclaman una modificación que podría adquirir algunos visos de validez, si la correlación de fuerzas que exhiben las dos partes de la negociación se traduce en una dinámica de colabora-ción mutua para acordar no solo la dejación de las armas sino además la realización de algunas reformas.

Claro, se trata por otra parte de una transformación rodeada de unos escollos estruc-turales tan fuertes, por estar asociados con privilegios, que bien podrían llevar no solo

18 Una primera versión de este artículo fue publicado en Revista Foro, No 78, Diciembre de 2012.

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el eterno aplazamiento de las reformas serias, sino incluso a una barrera insalvable que se atraviese en el camino que lleva al fin de la lucha armada.

La negociación y el estado de la guerra

A la mesa llegan las partes, tanto en Oslo como en la Habana, después de meses de contactos laboriosos entre sus emisarios. Pero también después de un período de 10 años en el que el Estado, bajo los gobiernos de Andrés Pastrana, Uribe Vélez y Juan Manuel Santos, pero sobre todo bajo la dirección del segundo, desplegó una descomunal ofensiva contra unas FARC, que de ese modo se vieron obligadas a un repliegue general, no sin dejar de sufrir grandes pérdidas; tanto en su cúpula como en sus bases.

Cuatro de los miembros de su secretariado fueron eliminados. Igual suerte corrió una veintena de sus coroneles. Por cierto, la mitad de sus efectivos fueron obligados a salir de combate; o bien, por la vía de la deserción; o bien, por haber sufrido heridas o muerte; en todo caso, por la presión a que las Fuerzas Militares sometieron a las es-tructuras de una guerrilla desalojada de muchos territorios en los que antes de 2002 había conseguido una implantación duradera.

Antes de ese año, esta guerrilla había alcanzado su mayor crecimiento. Entre 1985, después de los tiempos de la paz con Belisario, y el año 2000, época de El Caguán, las FARC elevaron el número de hombres armados a 20.000 por lo menos. Entre 1985 y 1995 además alcanzaron su potencial de fuego más intenso y una capacidad de con-centración de contingentes guerrilleros en la realización de ataques de envergadura, lo que hizo presagiar el paso a una fase estratégica de “Ejercito” que pone en práctica una guerra de posiciones, según la terminología acuñada por Mao Tse Tung en China; y no ya una guerra de guerrillas, etapa previa ésta, pero de mucha mayor movilidad y fragmentación.

Después de que Andrés Pastrana reorganizara las Fuerzas Armadas y afinara el Plan Colombia con los Estados Unidos; así mismo, después de que Álvaro Uribe, ya en el poder, lanzara la doctrina de la “Seguridad Democrática”, el Estado tomó militar-mente la ofensiva, ya no solo en el nivel estratégico, sino además en toda la línea de guerra dentro del nivel táctico. El resultado inmediato fue la ocupación de terrenos por las fuerzas oficiales y además los golpes repetidos a las unidades guerrilleras, al amparo de una presión permanente por parte de aquellas.

Los reveses sensibles que experimentó la guerrilla, obligada a un repliegue general, representaron un retroceso, de orden estratégico, entre 2002 y 2008. Quedó confir-mada su incapacidad para consolidar el paso a una guerra estable de posiciones y de movimientos, mediante la reunión de grandes contingentes guerrilleros.

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Un momento culminante alcanzado por la ofensiva del Estado en el retroceso co-rrelativo de las FARC fue quizá el del ataque del Ejército y la Policía en Sucumbíos, Ecuador, contra un campamento, en el que se dio de baja a Raúl Reyes, hombre del secretariado y dirigente guerrillero encargado de las relaciones internacionales.

El Estado estaba ya no solo en condiciones de desalojar y desarticular a algunos fren-tes de la guerrilla; podría así mismo golpear directamente las estructuras de dirección de una guerrilla ducha en manejar sus retaguardias estratégicas, con tanta eficacia y tan prolongada astucia que llegó a ofrecer la apariencia de tornarse inexpugnable, casi invisible como el que está rezado. Aunque al mismo tiempo fuera incapaz de convertirse en una alternativa creíble de poder.

En el 2008 el enfrentamiento armado parecía, así, llegar a un punto de inflexión, en el que el retroceso estratégico de una guerrilla queda vinculado a su retroceso táctico, de modo que su persistencia como proyecto armado podría devenir quebradiza.

El período subsiguiente, el que va de 2008 a 2012, indicó sin embargo que el conflicto puramente armado tomó otro rumbo; un rumbo de recuperación táctica, que no estra-tégica, de la guerrilla. Esta consiguió conjurar la amenaza de que a sus retrocesos es-tratégicos se unieran de modo incontrastable los retrocesos de nivel táctico (Restrepo y Aponte, 2009, pp. 27 - 124). Pudo disociar sus evidentes retrocesos estratégicos de unos reveses tácticos, mucho más riesgosos y fatales, en tanto aparato guerrillero, habituado naturalmente a la desventaja estratégica pero no necesariamente a su im-potencia en el ataque táctico. Lo pudo hacer con su repliegue; con el desplazamiento a otras áreas territoriales; con el reclutamiento de nuevos efectivos; y con el regreso parcial a la forma de combate defensivo que se basa en la “guerra de guerrillas”.

Después del 2008, cuando paradójicamente arreciaba la ofensiva del Estado, las FARC consiguieron reagruparse; fortalecer su presencia en algunos sitios fronterizos; y re-potenciar su Bloque Occidental. De ese modo, pudieron regresar, sobre todo en El Cauca, a su extraviada capacidad de hostigamiento.

En el transcurso de esa recuperación (solo táctica), la que por otro lado no impidió que continuara recibiendo golpes como las muertes de Cano y del Mono Jojoy, tuvo lugar también el cambio en el Estado del gobierno de Uribe Vélez al de Juan Manuel Santos, su antiguo Ministro de Defensa.

Se trató de un cambio en la cúpula del Estado que tuvo lugar, después de 8 años de ofensiva contra las FARC, en momentos en los que comenzaba a hacerse evidente que la guerrilla no había quedado al borde de la rendición, como fue el propósito de la “Se-guridad Democrática”; y que, en consecuencia, quedaba en condiciones de preservar sus estructuras básicas, factor de perturbación insoslayable, lo que haría cada vez más productivamente decreciente el enorme esfuerzo militar del Estado.

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El paso de Uribe a Santos

En medio de este panorama, confirmada ya la circunstancia de que la guerrilla no estaba a las puertas del “fin del fin”, Juan Manuel Santos se posesionó como presi-dente. Ese 7 de agosto de 2010 prometió que sería fiel a la “Seguridad Democrática” y ungió a Álvaro Uribe Vélez, su predecesor, como el segundo Libertador; pero acto se-guido, soltó al desgaire la frase de que él no había arrojado al mar las llaves de la paz.

Un año después, o poco más, cuando ya había dado de baja al Mono Jojoy, del Bloque Oriental, y cuando le pisaba los talones a Alfonso Cano, autorizó a su hermano el periodista Enrique Santos Calderón y a Frank Pearl, un antiguo consejero de Uribe, para que iniciaran contactos, por fuera del país, a nombre del gobierno, con Mauri-cio Jaramillo, sucesor de Jorge Briceño, el comandante Jojoy, en las serranías de la Macarena.

El preacuerdo; es decir, el acuerdo para iniciar negociaciones formales; lo anunció el propio presidente en agosto de 2012; un acuerdo colocado por las partes en el hori-zonte explícitamente trazado de “terminar con el conflicto armado”. (Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, firmado en La Habana, Cuba el 26 de Agosto de 2012)19.

Este proceso de conversaciones de paz (el 4º. que tiene lugar con las FARC en los úl-timos 28 años) sobreviene bajo una cambiante correlación de fuerzas; la cual enseña por una parte que el Estado ha golpeado estratégicamente a la guerrilla, pero que ésta finalmente conservó sus estructuras básicas, recompuso rápidamente el mando y ha recuperado las posibilidades de hostilización.

Si las últimas negociaciones, una década atrás, en El Caguán, llegaron después de una ofensiva de las FARC, con repercusiones casi estratégicas en su ascenso; las de ahora vienen después de una ofensiva generalizada por parte del Estado. Ambas ne-gociaciones llegan, por otro lado, bajo la coyuntura de un cambio de gobierno.

En las dos ocasiones, hay lugar por un lado a una relación de proporción entre el as-censo de uno de los dos actores del conflicto y el comienzo de unas negociaciones de paz. Al mismo tiempo, se trataría de una correlación de eventos que coincidiría con el advenimiento propiciatorio de un nuevo gobierno.

El proceso de El Caguán, abierto por Andrés Pastrana el presidente de entonces, des-pués de un ascenso militar de las FARC, no condujo a progreso alguno en la perspec-tiva de la paz. El problema que queda planteado ahora es el de si una negociación

19 El acuerdo general puede ser consultado en su totalidad en la página: www.mesadeconversaciones.com.co

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abierta después de un retroceso estratégico de la guerrilla, podría, esa así, significar un progreso sensible con miras a un acuerdo definitivo.

Para que un cambio en la correlación de fuerzas obligue a una negociación hace falta que al menos una de las partes del conflicto vea reducir sustancialmente el margen de maniobra; ese margen que aun en medio del retroceso le permitiera preservar sus estructuras, retroceder en orden y re-acumular fuerzas. Es decir: tendría que experi-mentar el “efecto de estar contra la pared”; un efecto en el que las posibilidades de retaguardia se le cierran drásticamente; razón por la cual tiene que contemplar en el horizonte inmediato la posibilidad real de un acuerdo con su enemigo, salvo que prefi-riera la derrota total o ser acometida por el síndrome de la fiera acorralada.

También es necesario que los altos responsables de cada una de las partes en conflic-to experimenten un cambio en sus percepciones. No es entonces suficiente que haya un cambio en la correlación de fuerzas, sino que dicho cambio coincida con un giro en la percepción del actor sobre la “ganancia” que le pueda representar un cambio de la guerra por la política; de las armas por la lucha pacífica. Hay siempre un momento; un umbral; más tarde o más temprano, en el que uno de los dos actores de la guerra, o los dos, encuentra que su potencial en esta última tiene que transformarlo en fuerza política dentro de la paz, so pena de sufrir pérdidas que se vuelvan irreparables, aun con posterior acuerdo o con una rendición.

Hay pues dos condiciones para que el estado de la guerra se traduzca en una nego-ciación de paz; el uno, objetivo; el otro, subjetivo. El primero: que el margen de la retaguardia y las reservas se agote. El segundo: que la percepción conduzca a pensar a los dirigentes que no solo ya no se puede ganar la guerra sino que su continuación representa un costo tal que de ese modo vean escapar la oportunidad para obtener ganancias en la paz. En otras palabras, tiene que entrar en juego una percepción, no ya en el sentido de que haya que renunciar a los objetivos de la guerra; sino en el sen-tido de que la prolongación de ésta borra la posibilidad de conseguirlos, ni siquiera en un grado mucho menor de lo que proyectaba el actor que los alzaba como bandera.

Hace 10 años con ocasión del proceso de El Caguán, muy seguramente las FARC no querían traducir todavía su ascenso militar en un acuerdo de paz; querrían por el contrario convertir las negociaciones en una mayor acumulación de fuerzas sobre el terreno. La lectura de su propia potencia las conducía quizá a visualizar mayores avan-ces estratégicos, con escala previa en unas conversaciones más o menos gaseosas con el Estado.

Por su parte, las élites que en ese momento gobernaban entendían que bastaba, para atraer a la guerrilla a la paz, con unas concesiones amplias de carácter político, pero no social; es decir, pensaban solo en amnistías e indultos generosos, en reinserción a la vida civil y en garantías para la transformación del grupo armado en partido, pero

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no necesariamente en las reformas sociales, que sobre todo en lo concerniente al mundo rural, han identificado no solo el programa de las FARC, sino en buena medida su propia existencia.

En realidad, este ha sido el desencuentro estructural que siempre se ha atravesado en una paz entre el Estado y una guerrilla de orientación comunista–campesina; aun-que ambas partes siempre han mostrado inclinación frente a la idea de sentarse a negociar.

Ahora, en las negociaciones en curso, las FARC regresan a la mesa, ya no en ascenso sino en retroceso estratégico; pero en condiciones de fuerza aún mucho mejores que las de la primera negociación en 1984, cuando consiguieron un acuerdo del que salió la fundación de la U.P., con una tregua bilateral, aunque sin que la guerrilla abando-nara la armas.

La vuelta a una mesa de conversaciones con el Estado, al tiempo que se ha visto obli-gada a volver sobre sus pasos, retomando la “guerra de guerrillas”, revela en el mo-vimiento de las FARC la reedición de su viejo y cíclico interés por unas negociaciones políticas, aunque no necesariamente por una ruptura con su inveterada inclinación a “negociar”, sin contemplar seriamente la posibilidad de dejar las armas; es decir, a “conversar sin negociar” (¡conversemos!: le dijo Alfonso Cano con esa seguridad que transmite el tono coloquial, a Juan Manuel Santos, sorprendentemente cuando las fuerzas enviadas por éste lo acosaban al milímetro a lo largo de las breñas selváticas que del Tolima conducen a El Cauca).

¿Llegó la hora del adiós a las armas?

Aún no ha habido gestos o pronunciamientos que en los comandantes guerrilleros permitan deducir un cambio en su percepción en el sentido de que es la hora de cambiar los fusiles por los discursos y los votos, sin abandonar los objetivos que inspiraron su lucha. También es cierto que en opinión de algunos observadores del grupo armado habría llegado a la conclusión de que enfrenta a un Estado dotado ya de una superioridad avasallante desde el punto de vista técnico-militar. Hay, con todo, la reiteración de advertencias en el sentido de que nadie se llame a engaño si piensa que en esta ocasión sus militantes van a cambiar de actitud en lo que tiene que ver con la dejación de las armas.

No se han cansado de asociar esta última con una rendición, eventualidad que no tiene cabida en su imaginario ético. No contentos con este señalamiento general, han enfatizado con aires perentorios que de igual modo la admisión de la justicia transi-cional, punto de la agenda, sería una rendición, la que está descartada de antemano.

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El propio retorno a la “guerra de guerrillas”, siendo un retroceso, lo han revalorizado como una posibilidad de mantener su resistencia, de modo de alejar cualquier sombra que permitiera admitir el síndrome ya mencionado de “estar contra la pared”. Con los ecos de una gesta de monte, como si fuera apenas a iniciar una lucha revolucionaria en los años 60, exclamó Iván Márquez en la gélida Oslo: ¡La guerra de guerrillas móvi-les es una táctica invencible!”20. La impresión es entonces, la de que los comandantes se perciben aun como dueños de su destino armado; como capaces de controlar su retaguardia, sin el riesgo de una derrota total. Para rematar, Andrés París lo dijo en la Habana: “esta guerrilla está vencedora en las montañas!”.

No hay que desconocer por otra parte que, en la medida en que han avanzado las conversaciones, los guerrilleros negociadores, particularmente Iván Márquez, no han dejado escapar ocasión para exhibir un cambio en el tono y en el contenido de sus declaraciones, en la dirección de estar mucho más comprometidos con el proceso que conduciría las negociaciones a un acuerdo de paz. Un compromiso que incluso se extendería al hecho, como lo afirmó Timochenko, de “darle la cara a las víctimas”.

Así las cosas, el curso mismo de la negociación podría estar implicando un proceso de modificación en la postura de las FARC, que se estaría moviendo entre sus viejos re-sabios de conversar sin negociar, y la nueva actitud de conversar para efectivamente negociar. A condición, claro está, de que las élites en el poder muestren disposición para concesiones serias de orden social.

Todavía entre la guerra y la paz

De todas maneras, las negociaciones en curso están referenciadas en torno de una agenda, más o menos precisa, contenida en un acuerdo formal que, firmado por las dos partes, las compromete solemnemente a abordarla, con la mira explícita de “ter-minar con el conflicto armado interno”.

En tales condiciones, por lo que toca con la correlación de fuerzas, las FARC dispon-drían de algunos recursos materiales y humanos, de los que podrían extraer el margen suficiente para continuar la guerra, a pesar de sus evidentes retrocesos estratégicos. Tales recursos son: a) desde el punto de vista de la lógica militar, la posibilidad que le brinda la “guerra de guerrillas” para eludir el riesgo de una derrota total; b) desde el punto de vista social, el potencial que conserva en materia de reclutamiento, a nivel regional y local; y c) desde el punto de vista económico, el aprovechamiento de las rentas que les proporcionan fuentes como los cultivos ilícitos, el narcotráfico y quizá la minería.

20 “Hemos venido con un ramo de olivo en nuestras manos” fue el título del discurso inaugural pronunciado por Iván Márquez el 20 de octubre de 2012 en donde se encuentran esta aseveración.

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Esta posibilidad de la prolongación de la guerra se les convierte no solo en una tenta-ción, lo que aleja la paz; sino en el recurso límite de “amenaza”, en el sentido de que pueden esperar otros 10 o 20 años guerreando en el monte; posibilidad que endurece la negociación.

Ahora bien, la perspectiva de prolongar una “guerra de guerrillas”, por más ágil y elusiva que sea, preserva la existencia, pero no garantiza, no digamos ya el triunfo, sino ni siquiera la recuperación estratégica, en términos de una guerra de posiciones o de una acumulación sensible de fuerzas, al menos al nivel de la que poseyeron en los años 90.

El horizonte, estratégico-militar de esta guerrilla, patina entonces entre la realidad de sobrevivir con una guerra de guerrillas y no alcanzar más el nivel de Ejército con implantación duradera en zonas definidas con capacidad para desplegar una guerra de posiciones.

Por el potencial que le brinda la primera realidad, ella estará siempre atraída por la guerra. En cambio, por la dificultad insalvable de avanzar estratégicamente, estaría tentada por la paz; consideración hecha no de los ideales o razonamientos éticos, sino de los dictados que en términos de costo-beneficio dicta la racionalidad estratégica del actor.

Con unas negociaciones, cuyas incertidumbres las dicta el hecho de que los dos acto-res enfrentados aún tienen margen para continuar la guerra aunque espacio así mis-mo para obtener ganancias mutuas con la paz, la agenda se convierte en el factor en cuya significación y dinámica pueden descansar las posibilidades para que aquellas; es decir, las dichas negociaciones, se muevan en un sentido de colaboración mutua.

La dinámica de la negociación

La negociación es el reflejo del conflicto armado, puesto al revés. Son los mismos dos protagonistas de la pelea a muerte, apertrechados en sus intereses. Solo que en vez de esgrimir las armas, exhiben las palabras; en lugar de encontrarse en el combate, se intercambian concesiones.

Y es, digámoslo más exactamente, el comienzo de un reflejo al revés – no armado sino pacífico – por cuanto el propio conflicto armado, al envolver actores e intereses, encierra en su interior la potencialidad de que esos mismos protagonistas se acuer-den para algo que pueda ser de su interés mutuo dados sus objetivos políticos. Y esto, más allá del hecho de que cada uno califique a su contrario como un sujeto injusto o como inmoral; o de que efectivamente ambos lo sean en algún momento.

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A pesar de que el conflicto armado encierra un alto riesgo de escalada, nunca se pierde el potencial de colaboración entre los contendientes. Por esta razón es que siempre existe la posibilidad de una negociación. La cual se convierte en un espacio político en el que ambas partes se avienen a la búsqueda explícita de acuerdos bajo los que tome cuerpo la dinámica positiva de colaboración mutua.

El enfrentamiento armado interno es reconocible de ese modo como un conflicto de “motivación mixta”, en el que si la guerra lleva a la exclusión y al ánimo de aniquila-miento, el interés político y el cálculo estratégico bien pueden dar lugar a la colabo-ración.

Existiendo el choque violento, hay lugar también a la lógica del acuerdo: es la razón por la cual, abrazando el impulso aniquilador, los contendientes así mismo pueden albergar inclinaciones a la cooperación; así sea solo por el bendito y egoísta cálculo de evitar el incremento de sus propios daños. Es la razón por la cual ambos llegan a actuar, a la vez que excluyéndose, necesitándose en la perspectiva de un beneficio unilateral (el de cada uno), que por la fuerza de las cosas llega a ser un beneficio compartido.

De ahí entonces que la negociación sea la expresión formal de esa dinámica de cola-boración mutua dentro de la lógica doble del aniquilamiento y la cooperación, rasgo este último de un conflicto armado como el colombiano.

Que haya un principio de negociación; por mayor fragilidad que se derive de las prác-ticas y el lenguaje guerreros, es ya una afirmación de colaboración mutua, espacio que siempre es susceptible de ampliarse por la conducta de cada uno de los actores; si esa perspectiva – la de ampliarse – cabe en su voluntad.

Dicho de otro modo, la negociación pone de presente las posibilidades de colabo-ración mutua dentro de una lógica de razón mixta, que además de la pelea conceda cabida al arreglo; algo que se vuelve propenso a la negociación.

Y si da lugar al “arreglo” es porque se trata de un “juego” de acción interdependiente; por más que el imperio del combate y de la muerte los haga no solo independientes sino excluyentes.

Así, la negociación es la condición que llega a potenciar el componente de interac-ción mutuamente dependiente, (Schelling, 1986, p.119). Y lo puede hacer de un modo virtuoso; es decir, como colaboración que induce al otro a más colaboración; a pesar de que por otro lado los impulsos de la guerra siempre pongan en riesgo este juego. Un juego ascendente de cooperación; indispensable para reunir las condiciones fa-vorables de una solución política. Advierte Schelling sobre este modelo de análisis: “La expresión “motivación mixta” no debe evocar confesión alguna en cuanto a las

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preferencias; solo señalar las ambigüedades de las relaciones entre los jugadores; la mezcla de dependencia recíproca y de conflicto; lo mismo que la complejidad en el comportamiento entre los socios/enemigos” (1986, p.119).

Se entiende que una de las limitaciones que constriñen este juego virtuoso de escalar la cooperación es la vigencia de la guerra, sin ningún control, ni siquiera implícito. El imperio de esta última puede dar al traste con cualquiera negociación. Aunque por otra parte podría también frenar la voluntad negociadora si ésta se contamina con la mala interpretación de que dicho deseo de negociación sea señal de debilidad en el contrincante. Así, al continuar con la guerra mientras negocian, los actores quizá se están diciendo que no están negociando por debilidad.

El esquema escogido por el gobierno de Santos para la negociación ha sido el de emprenderla sin ningún cese al fuego para mantener la presión sobre su enemigo y al mismo tiempo evitar fisuras en el propio frente de las élites y el Estado.

Para neutralizar los riesgos de ruptura que impone la fragilidad del proceso, las par-tes; una de ellas o las dos; pueden acudir a “compulsores superiores” o factores de constricción externa, como podría ser la decisión de no levantarse de la mesa de ne-gociación, aún en los momentos más críticos; y hacer de ese propósito un compromiso o una promesa.

Al mismo tiempo, los gestos de colaboración mutua pueden crear una atmósfera de confianza, útil para sortear momentos peligrosos y para atar compromisos parciales. La tregua unilateral que decretaron para Diciembre y Enero las FARC fue un gesto que ilustró tal perspectiva, aunque todavía tropezara con el escepticismo de su in-terlocutor y de la opinión. Algo parecido sucedería con su disposición a respetar el derecho internacional humanitario y su propuesta de elevar el “preacuerdo” para una negociación con miras a terminar el conflicto armado, a la categoría de un “Acuerdo Especial”, en el sentido de convertir el proceso en una forma estable e instituciona-lizada de atarse entre sí las partes. Aun con escollos jurídicos, esta última sería una expresión que podría marchar en el sentido de mostrar voluntad de negociación firme.

La agenda como factor decisivo

Con todo, el componente de la negociación que resulta decisivo para adelantar pasos en una perspectiva de colaboración no es otro que el de la Agenda. Esta define las posibilidades de la negociación; le pone sus límites, las líneas más allá de las cuales no hay lugar a las concesiones; pero también las potencialidades de entendimiento que podrían suscitarse con el intercambio no solo de ideas y razonamientos sino con la visualización de espacios de acción atractivos para ambas partes.

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Tal vez una de las mayores fortalezas de la negociación entre el gobierno de Santos y las FARC, la constituya el hecho de que ambas partes cuenten con una agenda más o menos precisa sobre la cual delimitar las posibilidades de su entendimiento; además constitutiva de un terreno en el cual pudiesen explorarse acuerdos razonables, dadas las condiciones del país, y, sobre todo, dadas las posturas previas de los dos actores en conflicto.

Es cierto que la agenda contempla una sección introductoria en la que se consigna un horizonte de acuerdos sobre un terreno muy amplio, aún si está poseído por las buenas intenciones como un modelo de justicia social, lo que se prestaría a dilatacio-nes sin límite en el intercambio de posturas o propuestas de orden social y político. Pero la, digamos, parte resolutiva contiene el corto catálogo de puntos sobre los que puede extenderse razonablemente el cruce de posibles concesiones mutuas para un arreglo viable.

Los 5 o 6 capítulos de discusión referidos a las víctimas, la justicia transicional y las garantías para operar como partido político, lo mismo que la cuestión agraria y el narcotráfico, encierran dos grandes tópicos, característicos de la negociación. El que corresponde al camino procedimental para sellar un acuerdo de paz; y el que contiene aspectos sustantivos relacionados con las estructuras sociales. Esto es: una parte procedimental y una parte sustantiva, digamos programática.

Una negociación, con miras a la paz, entre agentes subversivos y el Estado, puede; o bien, constar de los solos capítulos procedimentales acerca de cómo dejar las armas y recibir las garantías para la transformación en partido legal; o bien, llegar a incluir, además de estos pasos procedimentales, los llamados aspectos sustantivos o progra-máticos.

Los procesos de negociación que en Colombia se coronaron con un acuerdo de paz; los que contaron con la participación del M-19 por una parte y con el EPL, por la otra; básicamente descansaron en concesiones apoyadas solo en los aspectos de proce-dimiento; esto es, en la dejación de las armas, por un lado, y las garantías para la reinserción civil y la incorporación a la vida legal como partidos, del otro lado.

Acuerdos de paz, por fuera de Colombia, como los de El Salvador o Guatemala, tuvie-ron unos componentes similares, en lo fundamental. De ese modo se consumaron; así dieron lugar a un nuevo estado de cosas en el que la lucha armada se abandonó por la lucha política en las condiciones de legalidad, pero sin modificaciones sustantivas en el orden social. Bastaba la ampliación del orden político.

La agenda de negociación con las FARC incluye, sin embargo, además de los pasos procedimentales (supremamente importantes), los capítulos correspondientes al com-ponente sustantivo, como lo es, sobre todo el problema agrario; además naturalmente

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del tema del narcotráfico, que por cierto es en buena parte un tema procedimental, en lo que concierne a esta negociación.

He allí la singularidad de la agenda: incluye un tema programático de fondo; algo que podría acarrear una mayor dificultad para labrar el acuerdo pero que al mismo tiempo le estaría comunicando un tono de mayores matices, en el sentido de pensar en una paz, más profundamente paz; esto es, más transformadora; sin que se limite al enri-quecimiento del juego político (ya de suyo significativo), por la aparición de una nueva opción de representación política, antes situada por fuera del juego.

La cuestión agraria, la desigualdad y la agenda de negociación

La inclusión del tema agrario, el primero de la agenda, entraña un doble reconoci-miento por parte de las élites. El de una identidad existencial y programática, con el tema de las tierras, de una guerrilla comunista que, de hecho, nació bajo la forma de “autodefensa campesina”. Y el de que el conflicto armado interno, además de ser un enfrentamiento estratégico y violento con crímenes de por medio, estaba alimentado de algún modo por un fondo de desequilibrios sociales.

Y a fe que no son pocos, y en cambio bien graves, tales desequilibrios; por lo que la inclusión del tema también implicaría la aceptación por las dos partes, pero espe-cialmente por el gobierno, del hecho de que tales desequilibrios podrían someterse a unas reformas, progresistas y modernas.

El orden social en el universo agrario contempla: 1) desequilibrios en el desarrollo; 2) la injusticia social; y 3) el mantenimiento de privilegios.

Los desequilibrios se manifiestan en el desigual desarrollo entre sectores inscritos in-tensamente en una economía capitalista de mercado y las economías caracterizadas por las pequeñas unidades familiares, por los colonos; economías carentes de crédito suficiente y de una base financiera adecuada.

La injusticia se revela en los datos de desigualdad, los cuales, no más en lo que mues-tra el coeficiente gini, son de una inequidad escandalosa, como que dicho coeficiente asciende a 0.85, algo peligrosamente cercano a la unidad (1), en donde reside la cota que coincide con la desigualdad total (PNUD, 2011, pp. 196 – 201).

A su turno, la vigencia de privilegios tiene que ver con la condescendencia oficial en materia fiscal respecto del latifundista y, algo menos cuantificable, con la multipli-cación de pequeños oprobios que resultan del sometimiento vivido por la masa de campesinos más pobres, a menudo inscritos en condiciones cuasi – serviles, frente a los grandes, o incluso medianos propietarios.

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La desproporción inaudita en la propiedad y tenencia de la tierra junto con una pobre-za endémica, son ambos factores que se convierten no solo en un motivo de injusticia sino de un posible atraso con relación a las potencialidades de crecimiento, en los incrementos del mercado interno, de la producción de valor agregado; y en las econo-mías de exportación.

En otras palabras, los desequilibrios y las desigualdades propias del mundo agrario constituyen un obstáculo serio a lo que Amartya Sen denominaría una adecuada arti-culación entre desarrollo y libertad; entre riqueza y bienestar; todo ello en los térmi-nos que exige el desarrollo de una nación moderna.

En tales circunstancias, el problema agrario, instalado en el primer punto de la agen-da, no debería representar un problema insoluble; en la medida en que, interesaría a las dos partes en conflicto; y, lo más importante, interesándole a ambas, se colocaría en la perspectiva de un “interés general”, representado por valores defensables y simbolizables positivamente hablando, como son el progreso y el desarrollo; algo que legitimaría cualquier empeño colectivo que surgiera de algún acuerdo en esa materia.

Los privilegios sociales y sus obstáculos para la paz

El obstáculo mayor a este respecto es una combinación histórica en la que se mezclan intereses en la posesión de la tierra; políticas, digamos “de clase” como lo calificaban antes los marxistas para definir cualquier conducta de una fracción de las élites; así mismo el universo de privilegios menudos y muchas veces intangibles, extendidos por el mundo rural.

Intereses y privilegios, relacionados con la posesión de la tierra y la preeminencia social, se pueden combinar para una oposición más o menos abierta, más o menos violenta, contra cualquiera modificación en esas estructuras de propiedad. Una opo-sición que so capa de defender la propiedad en general resguarda solo la gran pro-piedad terrateniente.

Esa denominada “posición de clase”; esto es, la percepción y la conducta de las élites que constituyen la clase dirigente, puede llegar a significar un peso inercial contra cualquier cambio serio en el orden social agrario. Basta ver, para calibrar esa sempi-terna amenaza, las declaraciones del señor Lafaurie, presidente de Fedegan, en las que se va lanza en ristre contra la negociación de paz por supuestamente atentar con-tra la propiedad privada como si esta fuera una y la misma cosa que la gran propiedad territorial improductiva. De hecho, esa “clase dirigente”, en la que se alternan dife-rentes élites políticas, nunca llevó a efecto realmente sus propias tentativas livianas de reformismo agrario.

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En realidad, una fracción modernizante y liberal de dichas élites planteó por décadas la necesidad de una reforma agraria; pero, o bien, concilió con otras fracciones refrac-tarias al cambio, o bien, retrocedió frente a ellas.

En todo caso, el modelo económico y social escogido en el país después de La Violen-cia de los años 50 en el siglo XX; de hecho, después de las ofensivas anti-reformistas que venían desde los años 40, fue el de intentar tímidamente algunas reformas en la propiedad y tenencia de la tierra con el abandono finalmente de cualquiera proyecto serio de reestructuración agraria; proyecto que más bien fue sustituido por la coloni-zación interna de los territorios baldíos y por la estrategia de la captación urbana de una mano de obra barata llegada de un mundo rural, sometido a la “descomposición social” y a la violencia extra-económica.

La historia muestra entonces una conducta de las élites modernas y centro-liberales, proclives a conciliar con los sectores sociales y políticos vinculados con la gran pro-piedad agraria, cuya representación política ha tenido asiento en el Congreso y en el Gobierno a través de los partidos del establishment, sin excluir al propio partido liberal, algunas de cuyas facciones, por otra parte, mostraron posturas progresistas en este terreno. Así, las redes de solidaridad entre las propias élites, alrededor de la tierra parece haberse impuesto sobre cualquier intento reformista que emergiera de fracciones modernizantes como lo fuera el viejo llerismo.

Para colmo, después de 1985 comenzó un proceso de contra-reforma agraria, impul-sado por el negocio del narcotráfico, del que se derivó un nuevo auge en la concen-tración de la tierra.

Hoy, el gobierno de Santos pareciera en disposición de ofrecer algunos paliativos, incluso remedios efectivos, al despojo de tierras, en el que la violencia vino aparejada con la presencia de agentes empeñados en disputarse territorios y rutas. Fue un tor-bellino de crímenes y violencias en el que se cruzaban los intereses de narcos, paras y caciques regionales.

Esta disposición gubernamental se puso de manifiesto, como es bien sabido, en la ley de víctimas y restitución de tierras, de la que en 2011 el presidente Juan Manuel San-tos dijo le bastaría, si se cumpliera, para sentirse satisfecho con su destino histórico. El problema es que quizá no tenga el alcance del que se habló inicialmente cuando se calculó que podría afectar unas 4 millones de hectáreas a favor de las víctimas y los labriegos desposeídos.

Aun así, de no naufragar en los dispendiosos trámites burocráticos podría constituir-se en una significativa avanzada institucional con miras a abrir un marco favorable, sobre el que se acuerden las partes; y que incluya un “banco de tierras”; unos meca-nismos efectivos de titulación; la ampliación de las zonas de reserva campesina, así

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no sea en las dimensiones que propone la guerrilla (nueve millones de hectáreas); y una política verdadera de redistribución en la propiedad que afecte seriamente al latifundio premoderno.

Las posibilidades de un terreno común para el acuerdo

De lo anterior podría deducirse la posibilidad de construir el terreno común para una política agraria, que, al menos, rompiera algunas de las vértebras que sostienen la injusticia en el campo.

Lo cual exigiría un esfuerzo económico enorme del Estado. Y una redefinición de los consensos en el interior de las élites para pagar un cierto costo a cambio de la paz; costo que además implicaría algún debilitamiento de los sectores más vinculados con el latifundio tradicional; sean ellos narcos o estén compuestos por clanes familiares inscritos plenamente en la legalidad.

Un acuerdo en política agraria exigiría por otra parte un plan de empoderamiento de la sociedad civil en el mundo rural. No es evidente que una política agraria nueva se pueda desplegar solo en términos de modificaciones de carácter técnico en materia de tierras, crédito, subsidios, mercadeo y asistencia.

El tamaño de la empresa, sus tensiones sociales y el horizonte de transformación; dicho de otro modo, la modificación en la posición que viven los actores en una situa-ción dada, son todos ellos factores que demandan la presencia activa de las propias masas rurales, por lo que será imprescindible el trabajo de desencadenar procesos de asociacionismo entre los campesinos; de modo que estos se vuelquen a una mayor par-ticipación y a una vinculación racional con la producción, impulsada por las reformas.

Las exigencias del proceso no son pues de poca monta, pero tampoco imposibles. Es lo que abre como desafío la agenda.

En todo caso, solo el avance hacia un terreno que permita intercambios de interés en este campo, el de una política agraria integral, permitiría visualizar acuerdos en los otros capítulos, además de escenarios como una Constituyente o un Referéndum; de cierto alcance refundacional, escenarios estos respecto de los cuales las FARC pudie-sen sentirse irresistiblemente atraídas por la acción política, pero sin armas.

Aunque, también es verdad, todos ellos comportan posibles “efectos perversos”, sus-ceptibles, de perjudicar al propio proceso de una paz democrática. En otras palabras, efectos no queridos, como el hecho de que todo termine por regalar un escenario que les sea favorable a los adversarios del proceso de paz. Estos podrían provocar, por ejemplo, una votación alta contra los resultados de la negociación, si se estableciera

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un referéndum, como metodología de ratificación popular. O también podrían conse-guir trincheras para el propósito de hacer indefinida la reelección presidencial, si el procedimiento adoptado fuese el de una constituyente, para darle una fuerza especial a los acuerdos logrados. El dilema es que siendo estos riesgos evidentes, también se hacen necesarios, por otra parte, actos de impacto simbólicamente refundacional para acompañar un eventual acuerdo de paz.

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