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Entre el programa máximo y el programa mínimo, o cien años de socialismo en España.- Luis Arranz Notario. Universidad Complutense [en Antonio Morales Moya (coordinador), Las claves de la España del siglo XX. Tomo IV. Ideologías y movimientos políticos, Madrid, Sociedad estatal España nuevo milenio, 2001, págs. 163-185 Liberalismo, democratización y socialismo El punto de vista desde el cual me propongo analizar algunos de los rasgos que entiendo más sobresalientes de la trayectoria ampliamente centenaria del socialismo español es el de su papel en la implantación de una democracia constitucional en España. Está claro que este objetivo no vertebró coherente y sustancialmente la política de los socialistas hasta 1976, al menos si se atiende al momento en que volvieron a tener influencia de peso en la política española tras la derrota de la Guerra civil. Hasta 1939 en todo caso, los socialistas representaron, sobre todo, una tradición obrerista y revolucionaria, basada en la doctrina marxista, a la que la competencia y el enfrentamiento con las tendencias obreras rivales, la anarquista y la comunista, pero también con los republicanos, llevó a una relación instrumental, y en gran parte hostil, con la denominada democracia burguesa, por no hablar de su actitud ante el tipo de modernización representado por el desarrollo de la economía capitalista. Este punto de vista, centrado en la relación entre el socialismo y los procesos de democratización, se basa en un planteamiento comparativo entre socialismo español y el papel jugado por los partidos socialistas en la política de la Europa occidental con anterioridad a la Segunda Guerra mundial. Parto de la constatación de que ningún proceso democratizador tuvo éxito partiendo de la ruptura política revolucionaria. Por el contrario, aquellos procesos de democratización que triunfaron lo consiguieron apoyándose en la base constitucional previa establecida por el liberalismo. Una base que, en no pocos casos, incluyó la conservación de la Monarquía. Las dos únicas democracias - no sin graves problemas de consolidación interior e internacional - que surgieron de una revolución con anterioridad a 1945 fueron los nuevos estados de Finlandia y Checoslovaquia, consecuencia ambos del desmantelamiento de los Imperios austrohúngaro y ruso tras la Primera Guerra mundial, sin que venga a colación ocuparse aquí del caso del Eire. La otra consideración que cabe hacer en esta perspectiva comparativa europea consiste en que, la aportación socialista a estos procesos de democratización consistió, esencialmente, en propugnar la extensión del sufragio hasta llegar a su universalización, en principio masculina, y proyectar en el terreno parlamentario las 3

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Entre el programa máximo y el programa mínimo, o cien años de socialismo en España.- Luis Arranz Notario. Universidad Complutense

[en Antonio Morales Moya (coordinador), Las claves de la España del siglo XX. Tomo IV. Ideologías y movimientos políticos, Madrid, Sociedad estatal España nuevo milenio, 2001, págs. 163-185

Liberalismo, democratización y socialismo El punto de vista desde el cual me propongo analizar algunos de los rasgos

que entiendo más sobresalientes de la trayectoria ampliamente centenaria del

socialismo español es el de su papel en la implantación de una democracia

constitucional en España. Está claro que este objetivo no vertebró coherente y

sustancialmente la política de los socialistas hasta 1976, al menos si se atiende al

momento en que volvieron a tener influencia de peso en la política española tras la

derrota de la Guerra civil. Hasta 1939 en todo caso, los socialistas representaron,

sobre todo, una tradición obrerista y revolucionaria, basada en la doctrina marxista, a

la que la competencia y el enfrentamiento con las tendencias obreras rivales, la

anarquista y la comunista, pero también con los republicanos, llevó a una relación

instrumental, y en gran parte hostil, con la denominada democracia burguesa, por no

hablar de su actitud ante el tipo de modernización representado por el desarrollo de la

economía capitalista.

Este punto de vista, centrado en la relación entre el socialismo y los procesos

de democratización, se basa en un planteamiento comparativo entre socialismo

español y el papel jugado por los partidos socialistas en la política de la Europa

occidental con anterioridad a la Segunda Guerra mundial. Parto de la constatación de

que ningún proceso democratizador tuvo éxito partiendo de la ruptura política

revolucionaria. Por el contrario, aquellos procesos de democratización que triunfaron lo

consiguieron apoyándose en la base constitucional previa establecida por el

liberalismo. Una base que, en no pocos casos, incluyó la conservación de la

Monarquía. Las dos únicas democracias - no sin graves problemas de consolidación

interior e internacional - que surgieron de una revolución con anterioridad a 1945

fueron los nuevos estados de Finlandia y Checoslovaquia, consecuencia ambos del

desmantelamiento de los Imperios austrohúngaro y ruso tras la Primera Guerra

mundial, sin que venga a colación ocuparse aquí del caso del Eire.

La otra consideración que cabe hacer en esta perspectiva comparativa europea

consiste en que, la aportación socialista a estos procesos de democratización

consistió, esencialmente, en propugnar la extensión del sufragio hasta llegar a su

universalización, en principio masculina, y proyectar en el terreno parlamentario las

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consecuencias de esa movilización electoral, con las repercusiones consiguientes en

los equilibrios constitucionales de las instituciones representativas y en los contenidos

de las políticas económicas y sociales de los gobiernos. Ninguna ruptura política por lo

tanto.

De otro lado, no cabe olvidar que, en algún caso, como el de la Tercera

República francesa, el voto universal masculino era ya un punto de partida (y lo mismo

cabe decir de la Restauración española) para la acción política de los partidos

socialistas, de forma que no es a ellos a quienes se debe la implantación de la

democracia en el terreno decisivo de las elecciones. Muy al contrario, todos esos

procesos europeos de democratización que lograron abrirse camino por la vía

reformista y gradual, fueron resultado de una competencia electoral creciente y,

progresivamente, de una modificación de los sistemas de partidos en los países que

tuvo lugar, pues la capacidad de movilización electoral de los socialistas suscitó o

estimuló la réplica y la emulación por parte de otras fuerzas, como la de los partidos

católicos en Bélgica, Holanda, Alemania, Austria e Italia, mientras que, en Gran

Bretaña, el laborismo hubo de desplazar a los liberales antes de convertirse en el

antagonista directo de los conservadores que representaron siempre un rival

democrático temible para los unos y para los otros.

La última constatación que cabe deducir de la comparación con Europa es que

el papel constructivo de los partidos socialistas en los procesos de democratización

citados estuvo en proporción inversa a su impregnación por el marxismo, por más que

éste constituyera el modelo originario de todos ellos, conforme a la pauta de la

Segunda Internacional, fundada en 1889.

He ahí, para corroborarlo, los casos del socialismo mayoritario italiano, cuya actuación

maximalista y, al mismo tiempo, inerte desde el punto de vista revolucionario, entre

los años 1919 y 1922, período en el que empezó siendo el partido de la mayoría

relativa mediante el sufragio universal, resultó fundamental para abrir a Mussolini el

camino del poder. En el caso de la Segunda República española, el partido socialista

actuó siempre desde una posición de semilealtad e instrumentalismo respecto a las

reglas de la democracia; pero incluso un partido que nunca actuó fuera de la legalidad

como la socialdemocracia mayoritaria alemana (salvo por la imposición de las leyes

antisocialistas de Bismarck), y que estuvo absolutamente identificado con la República

de Weimar, se resintió gravemente de su lastre marxista y obrerista a la hora de

convertirse en el partido de todo el pueblo durante la etapa weimariana, papel que

terminaron por arrebatarle los nacionalsocialistas con la inapreciable ayuda de los

comunistas.

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El cripto-anarquismo del modelo socialista originario

Sigue predominando en la historiografía española la tendencia a analizar los

problemas de la España contemporánea en términos de fracaso o anomalía mucho

más que en los de atraso relativo empleado por la Nueva Historia Económica. En el

caso de la generalmente denostada Restauración, la obra política de Cánovas y

Sagasta, con unos u otros matices, raramente consigue el aprobado como obra liberal,

sin embargo, es excepcional que el historiador se interrogue sobre la anormalidad que

representan, respecto a la pauta europea, la política republicana y la política obrera en

su doble vertiente socialista y anarquista como instancias democratizadoras en la

política española contemporánea.

Por lo que se refiere a los republicanos, la diferencia entre el caso español y

francés es manifiesta a partir de la segunda mitad del siglo XIX. El fracaso de la

Segunda República francesa de 1848 por obra del propio sufragio universal, primero, y

los dieciséis años de régimen bonapartista triunfante, plebiscitados siempre por obra

de ese mismo sufragio universal que siguieron a la Segunda República, determinaron

una modificación en profundidad de la tradición republicana francesa. Esta rompió con

el modelo originario jacobino y reelaboró su programa en términos de un liberalismo

democrático inspirado en la sociología de Auguste Comte. Sin llevar a cabo esa

revisión previa, los republicanos franceses no hubieran podido fundar su Tercera

República en colaboración con una parte de los monárquicos liberales1. Nada parecido tuvo lugar en el caso de los republicanos españoles tras el

fracaso del Sexenio revolucionario y, en particular, después de los desastrosos once

meses de la Primera República. Pese a que el lenguaje y los tópicos de la cosmovisión

republicana alimentaron el discurso habitual de la izquierda española, al menos hasta

1934, los republicanos no llegaron a convertirse nunca en un gran movimiento de

carácter electoral y parlamentario a lo largo de los casi cincuenta años de la

Restauración. El modo de paliar estos fracasos, que los republicanos ni reconocieron

ni analizaron nunca, consistió en negar la obra liberal de la Monarquía borbónica

desde 1834, e ignorar sus raíces en la política reformista del siglo anterior.

La base de toda la argumentación republicana consistía en defender que

España había equivocado su camino desde el término del reinado de los Reyes

Católicos, por obra de dinastías extranjeras que habían llevado a la nación por un

camino reaccionario y oscurantista. El hipotético triunfo de la República no

representaba, según esto, una manera radical de encarar la democratización plena del

sistema político liberal, que existía ya bajo la Monarquía constitucional desde el

1 François Furet, La Révolution 1770-1880, Paris, Hachette, 1988; Jean Michel Gaillard, Jules Ferry, Paris, Fayard, 1993.

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reinado de Isabel II, sino que equivalía a una ruptura política en toda regla, destinada a

rectificar el curso de la historia moderna y contemporánea de España. Es decir, la

pretensión de los republicanos equivalía a la pretensión de reproducir el proceso

constituyente de las Cortes de Cádiz las veces que hiciera falta, sobre la faz de una

España imaginaria que permanecía inmutable, anclada en los tiempos de Felipe II. Los

regeneracionistas vinieron a reforzar esta doctrina republicana dando un estatuto

metafísico a lo que se convirtió en "el problema de España". Un problema que, en

realidad, mezclaba una crítica acerba de las principales manifestaciones de la

modernidad, tanto si éstos se daban en España como en los Estados Unidos, con un

negro y confuso pesimismo sobre la realidad española tal y como la veían los

regeneracionistas.

Frente al tipo de ruptura revolucionaria propugnada por los republicanos, que

éstos justificaban en términos históricos, los socialistas se acogieron a una versión

más abstracta y esquemática todavía de la revolución, cuyas líneas maestras eran

fruto de la síntesis entre el federalismo y el anarquismo que se fraguó en España por

la acción de la Primera Internacional. La particularidad de los socialistas consistió en

que aceptaron la recomendación de Marx de emplear la política "como medio" de

emancipación, lo cual llevó a sus partidarios españoles a crear el partido obrero, el

PSOE, en 1879. Ahora bien, gran parte de los socialistas siguieron fieles a ese modelo

originario de la Primera Internacional hasta 1939, sin que las adaptaciones y

modificaciones que se derivaron para él de las diferentes alianzas con los

republicanos, alcanzadas por los socialistas a lo largo del tiempo, llegara a quebrar su

legitimidad esencial.

Supone un lugar común subrayar la pobreza teórica de los socialistas

españoles por referencia a Marx y otros comentaristas posteriores de su doctrina. Y,

ciertamente, el paladar intelectual de los dirigentes del PSOE (incluidos los

intelectuales) no ha sido nunca muy exigente. Pablo Iglesias se las arregló bien con un

divulgador como el socialista francés Jules Guesde, y ni él ni Jaime Vera ni Antonio

García Quejido, entre los fundadores del socialismo español, mostraron gran soltura o

rigor manejado los, por otra parte, muy abstrusos conceptos de la teoría económica

marxista2.

Sin embargo, desde el punto de vista político, llaman más la atención las

consecuencias de un tipo de mentalidad que introducía una realidad tan compleja y

rica como la española - o la de cualquier otro país europeo occidental de la segunda

2 Sobre las características del marxismo español puede verse, Pedro Ribas, Aproximación a la historia del marxismo español, Madrid, Endymion, 1990, y Eusebio Fernández, Marxismo y positivismo en el socialismo español, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1981.

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mitad del XIX - en una dicotomía rigurosamente ahistórica que enfrentaba a burgueses

y a proletarios, como "las solas dos clases" a que se reducía la sociedad española y

mundial del capitalismo. El sentido de la relación entre ambos antagonistas venía

dado, a priori, por un determinismo económico tan férreo como oscuro en su

funcionamiento efectivo. Este antagonismo no ofrecía a los burgueses otra alternativa

que rendirse o ser liquidados..."como clase". El capitalismo representaba así un

escenario de confrontación social absoluta del que el socialismo terminaría por hacer

tabla rasa, por las buenas o por las malas.

En términos morales y políticos, por tanto, dicho antagonismo radical e

irreversible entre burguesía y proletariado privaba de autonomía y valor específico a la

conducta individual. Esta quedaba prescrita, en todo caso, por las exigencias

revolucionarias de la "lucha de clases". Una lucha que eximía, a su vez, la

responsabilidad individual siempre que pudiera apelarse a los intereses del

proletariado. Por lo mismo, los burgueses eran culpables por definición, salvo que le

dieran la espalda a su clase, es decir, que abrazaran la causa del socialismo.

A esta filosofía moral implícita se añadía otro rasgo muy característico del

modelo originario del socialismo español: el de la "autarquía proletaria". Uno de los

principales atractivos del mensaje de la Primera Internacional respecto al federalismo

fue su negación de todo tipo de interclasismo, el rechazo de aquella idea republicana

de "asociación" entre el capital y el trabajo. De la Primera Internacional en adelante,

sólo el proletariado poseía, a título de la clase explotada universal, la clave del futuro

emancipador de la Humanidad. Y lo que resulta mejor todavía: al organizarse para la

lucha social del presente, el proletariado construía, al mismo tiempo, los fundamentos

de la sociedad revolucionaria del futuro. Las sociedades de resistencia, agrupadas por

oficios y federadas a escala local, regional e internacional no eran únicamente eso,

organizaciones obreras para la acción huelguística y la ayuda mutua, sino algo de

mucha más importancia: los organismos administrativos - que no políticos - de la

sociedad sin clases y sin Estado (también sin capital y sin dinero) que la revolución

proletaria alumbraría cuando el mundo "cambiara de base", según la letra de La

Internacional.

Este programa máximo fue común a los anarquistas y a los marxistas

españoles y los segundos nada tuvieron que objetar a él, salvo la aceptación del

recurso a la política y, por tanto, la creación del partido obrero "como medio" al servicio

de la auténtica y primigenia organización obrera que era la sindical. Este

planteamiento de fondo explica que los bakuninistas y los marxistas se denunciaran

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mutuamente durante la Primera República y rivalizaron entre sí para ver cuáles tenían

menos implicación con el nuevo régimen3.

Esta desconfianza y menosprecio de la política explican pues, suficientemente,

la incapacidad del socialismo español para entender ese tipo de acción en su

especificidad y, más todavía, para comprender y apreciar el valor del Estado como

administración moderna y, sobre todo, como régimen constitucional. El clasismo

estrechamente obrerista del socialismo español, controlado por las sociedades de

oficio madrileñas, influyó mucho con su experiencia, modo de vida y escasos recursos

intelectuales en el mantenimiento de esa insensibilidad política original.

Este estado de cosas no iba a verse afectado por la entrada en el socialismo

de otros grupos obreros, de ahí que esté justificado considerar al PSOE como un

apéndice del sindicato socialista UGT, creado nueve años después que el partido,

pues la preservación y engrandecimiento de éste último fue siempre prioritario en la

actuación política del partido, que veía en la sustitución final del Estado burgués y la

sociedad capitalista por los sindicatos “de clase” su razón de ser4.

Debe considerarse, por otra parte, que la acción electoral y parlamentaria del

socialismo, sobre todo esta última, requieren de un tipo de cuadros y expertos

provenientes de la clase media universitaria, más o menos radicalizada, de la cual se

nutrieron los partidos socialistas europeos desde su fundación. Pablo Iglesias y sus

compañeros de la llamada "aristocracia obrera" madrileña demostraron por el

contrario, con creces, que ellos no estaban dispuestos a permitir que tales cuadros de

procedencia burguesa amenazaran su liderazgo, de modo que fueron excluidos o

mantenidos lejos hasta que, entre otras cosas, la identificación de la persona de

Iglesias con el PSOE y la UGT fue tal, que nadie soñó con discutirle el puesto de

dirigente vitalicio del socialismo español. Para entonces, el propio Iglesias prefería

considerarse parte de los intelectuales5.

No sirve de mucho, por tanto, especular con los vicios del sistema electoral de

la Restauración, los niveles alcanzados por la industrialización en España o el mayor

o menor minifundismo de nuestras fábricas para explicar los treinta años que tardó

Iglesias en salir diputado a Cortes. Y estamos hablando de conseguir un escaño por

Madrid o por Bilbao con cantidades de voto muy modestas en zonas de la máxima

implantación socialista. Es decir, que un caso como el del PSOE, con una veteranía

3 Sobre el modelo originario del socialismo español pueden consultarse los trabajos contenidos en Estudios de Historia Social, nºs 8- 9, Madrid, 1979, y alguno de los contenidos en Santos Juliá (Coord.) El socialismo en España, Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 1986. Los trabajos contenidos en el volumen I abarca la trayectoria del socialismo hasta la transición. Santos Juliá ha publicado Los socialistas en la política española 1879-1982, Madrid, Taurus, 1997. 4 Juan Pablo Fusi, "El movimiento obrero en España, 1876-1914, en Revista de Occidente, Madrid, XLIV, 1974; Política obrera en el País Vasco, Madrid, Turner, 1975.

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organizativa que lo colocaba entre los partidos socialistas pioneros de la Segunda

Internacional, con tan sólo seis diputados en 1918, pese a haber mantenido siempre

una situación legal, no tenía parangón en el socialismo de la Europa occidental. Los

casos comparables de los partidos socialistas de Portugal y Grecia carecían por

completo de esa veteranía organizativa y continuidad legal.

Esta lentísima progresión electoral de los socialistas españoles represento, sin

embargo, un resultado congruente con el rumbo adoptado por ellos. Para empezar, el

obrerismo y el papel subordinado atribuido a la política que les caracterizaban, ponían

de manifiesto lo prematuro y gratuito que había sido en España la implantación del

sufragio universal; no sólo la primera vez, en 1868, sino, también, cuando fue

restablecido en 1891 por la influencia del republicano Castelar sobre el partido liberal

de la Monarquía, sin que el resto de los republicanos, ni tampoco los socialistas

tuvieran arte ni parte en la aprobación de esa medida6

A la acción antidemocrática del anarquismo, que identificaba el abstencionismo

electoral con la autenticidad del compromiso revolucionario, el socialismo respondió

descalificando una actitud que tachaba de aventurera e irresponsable, pero no porque

juzgase clave la acción electoral por parte de los trabajadores, sino en nombre del

mantenimiento de la legalidad de las organizaciones obreras. Los socialistas tenían,

no obstante, mala conciencia por practicar la acción política, en la que se sentían en

inferioridad de condiciones respecto de los partidos burgueses, y procuraron

compensar este legalismo que, en el fondo los creaba mala conciencia y alimentaba

su fama de moderados ("adormideras" en la terminología anarquista), limitando

estrictamente el alcance de su actividad en ese campo.

La acción política necesitaba de los cuadros provenientes de la clase media

para fortalecerse, como se ha dicho, y éstos no podían venir al socialismo, atraídos

por la mayor homogeneidad y disciplina de la organización obrera, sin que el PSOE

se aliara previamente con los republicanos. Ahora bien, durante treinta años, Iglesias

rechazó esa alianza, al considerar la República el "al higuí" con el que la burguesía

quería darle "la entretenida" al proletariado y desviarle, por ese camino, de su acción

de clase revolucionaria.

De la Conjunción republicano-socialista a la Dictadura corporativa de Primo de Rivera

5 Sobre Pablo Iglesias pueden verse las antologías de Escritos 1 y Escritos 2, Madrid, Ayuso, 1975. 6 Carlos Dardé, "El sufragio universal en España: causas y efectos", en Anales de la Universidad de Alicante. Historia contemporánea, nº 7, 1989-90. Salvador Forner et al., "Modernización social y comportamiento electoral urbano en España, 1910 - 1923, en Salvador Forner (coord.) Democracia, elecciones y modernización en Europa, Madrid, Cátedra, 1997.

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La prolongada hostilidad de Iglesias y de la mayoría del socialismo hacia los

republicanos cesó bruscamente y se transformó en alianza política a finales de 1909.

La explicación historiográfica habitual - que es la misma que en su momento dieron los

socialistas- justifica el pacto por la amenaza para las libertades constitucionales que

representaba el gobierno conservador de Maura. Pero lo que, en realidad, aproximó a

los socialistas al llamado Bloque de las Izquierdas, integrado por los liberales

encabezados por Moret y los republicanos, fue que, por primera vez desde 1868, se

formó una coalición política capaz de aislar a los conservadores y dar un ultimátum a

la Corona. Cierto que, al formarse la Conjunción, la rebelión popular había precedido a

la iniciativa política con los sucesos del verano de 1909 en Barcelona y que no había

síntomas de rebelión militar, pero la posibilidad de derribar la Monarquía parecía más

grande que nunca. La Conjunción tuvo así un contenido revolucionario y no se limitó a

buscar un avance electoral y parlamentario dentro del régimen, pues, en esos campos,

sus resultados siguieron siendo mediocres, aunque suficientes para hacer diputado a

Pablo Iglesias.

Este retradujo, sin grandes dificultades, su socialismo obrerista de

confrontación radical entre la burguesía y el proletariado a la dicotomía entre el

régimen monárquico y el interés nacional representado por la República, de forma que

las ideas de ruptura radical siguieron incólumes en el planteamiento del líder obrero.

De ahí su reproche a Melquíades Alvarez, líder del republicanismo más moderado, por

buscar reformas dentro de la Monarquía, ya que Iglesias encontraba lógico que los

monárquicos monopolizaran la Monarquía, al igual que la futura República estaría en

manos de los republicanos, mientras los socialistas maduraban para heredarla,

cuando llegara su hora, también de modo exclusivo7.

Este planteamiento político radical se plasmó en la actitud que la Conjunción y,

en especial, los socialistas e Iglesias adoptaron frente al liberal Canalejas (que había

sustituido a Moret en 1910 a la cabeza del Gobierno y del partido liberal) y que resultó

más hostil, incluso, que la exhibida por la Conunción ante Maura, contra el cual

Iglesias justificó el atentado personal en el momento de estrenar su escaño de

diputado.

La Conjunción no perdonó a Canalejas que llevara a cabo la ruptura de los

liberales con el Bloque de izquierdas, es decir con los republicanos, ni sus reiterados

intentos por normalizar relaciones con el partido conservador enfriando,

momentáneamente, las esperanzas revolucionarias de las "extremas izquierdas",

según la terminología de la época. Dada esa actitud antirrevolucionaria, la política

7 Sobre la evolución doctrinal de Pablo Iglesias, VVAA, Pablo Iglesias. Escritos2, Madrid, Ayuso, 1975.

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reformista de Canalejas no tuvo ningún valor a los ojos de republicanos y socialistas,

los cuales estuvieron muy lejos de llorar su muerte a manos de un anarquista en

19128.

La Conjunción entró en crisis en los dos años que precedieron al estallido de la

Primera Guerra mundial. Romanones hizo grandes esfuerzos por consolidar su

sucesión al frente del partido liberal en lugar de Gracia Prieto, para lo cual trató de

apuntarse el mérito de haber atraído a las filas de la Monarquía el republicanismo más

moderado, como ya hiciera Sagasta con los posibilistas de Castelar. Los republicanos

reformistas tardaron todavía una década en formar parte de los gobiernos de la

Corona, pero la Conjunción, que había roto con Lerroux por corrupto en 1910, perdió

también su ala derecha en 1912 cuando la abandonó, a su vez, el republicanismo

reformista. Después de eso, Melquíades Alvarez encontró su lugar, junto a Maura y

Canalejas, entre las principales fobias políticas de Iglesias.

La intensa "aliadofilia" que desencadenó en las izquierdas españolas el

estallido de la Primera Guerra mundial resucitó, no obstante, la alianza de los

socialistas con los republicanos. Sus integrantes consideraron que, con un grado

mayor o menor de beligerancia a favor de las potencias aliadas, éstas impondrían a

cambio en España el tipo de régimen que ellos eran incapaces de alcanzar por sí

mismos. La afinidad que había existido entre el Rey Alfonso XIII con el partido liberal

(sobre todo con Canalejas, pero después también con Romanones) y con los

republicanos reformistas se esfumó en la medida en que el Rey compartió la política

de neutralidad de los partidos monárquico-constitucionales, sin perjuicio de una mayor

sintonía de los intereses de España con los de Francia y del Reino Unido que con los

Imperios Centrales. Los restos de esa afinidad entre don Alfonso y la izquierda

moderada desaparecieron con los sucesos del verano de 1917 y la Revolución

bolchevique de ese año y sus consecuencias9.

Habitualmente se consideran la Asamblea de parlamentarios, reunida en julio

de 1917 en Barcelona, y la Huelga general de Agosto de ese mismo verano como el

principio del fin del régimen de la Restauración. Resulta infrecuente que, a propósito

de esos mismos sucesos, se analice la diferencia entre procesos de democratización y

procesos revolucionarios. Si hubiera sido un proceso democratizador, la acción de las

fuerzas involucradas en la Asamblea de Parlamentarios habría partido de la

solidaridad con el poder civil cuando surgió, en junio de 1917, la amenaza de las

Juntas Militares de Defensa. Lejos de eso, no sólo los republicanos y los socialistas,

8 Antonio Robles Egea, "Socialismo y Democracia: Las Alianzas de izquierdas en Francia, Alemania y España en la época de la II Internacional", en Revista Contemporánea, nº 3, 1990.

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sino también la conservadora Liga Regionalista de Cataluña aprovecharon la ocasión

para lanzarse a derribar la Monarquía, mediante la consabida mezcla de un

pronunciamiento militar y un movimiento popular en la forma, ya entonces obligada, de

una huelga general.

Tanto los gobiernos conservadores como los liberales, que se alternaron en el

poder entre 1914 y 1917, procuraron reducir al mínimo la vida parlamentaria,

temerosos de que la aliadofilia de las izquierdas y la germanofilia de las derechas

autoritarias convirtieran las Cortes en escenario de la quiebra de la neutralidad

española, tal como había ocurrido en Italia en 1915. Cuando García Prieto relevó a

Dato, en junio de 1917, estalló el problema de las Juntas Militares, de cuya presión

pretendió aprovecharse la citada Asamblea de Parlamentarios, arguyendo para

constituirse en Barcelona la prolongada suspensión de las sesiones de Cortes. Pero

este objetivo fracasó al no conseguir la Asamblea atraer a sus exiguas filas, de unos

sesenta diputados sobre un total de cuatrocientos diez , ningún representante de los

conservadores de Maura ni de los liberales de Romanones, entre los que hubieran

podido tener algún eco las exigencias de los asambleístas.

La Huelga General que, en el mes de Agosto, trató de forzar las cosas fracasó

también por la falta de coordinación y confianza mutua entre la UGT y los cenetistas,

la inhibición ante ella de todos los grupos republicanos y de la Lliga y, sobre todo,

porque la comprensión y justificación desplegada desde las filas de la izquierda hacia

las Juntas Militares no impidió que éstos reprimieran la Huelga. Tras ella, la Lliga

empezó su colaboración con los gobiernos de la Monarquía, secundada por algunos

republicanos aislados.

Al PSOE y a la UGT no les fueron desfavorables los fracasos de aquel verano

de 1917. Aunque el Comité de huelga socialista tuvo duras condenas, las inmediatas

convocatorias electorales con las que los gobiernos de concentración monárquica

intentaron encauzar la crisis política alumbraron, por primera vez, un grupo

parlamentario socialista de seis diputados, y eso hizo posible la amnistía del Comité de

Huelga encarcelado.

Los restos de la Conjunción emitieron todavía ciertos destellos, prontamente

apagados por las repercusiones que tuvo en el obrerismo español la toma del poder

por los bolcheviques en Rusia y su capitalización por el anarcosindicalismo de la CNT.

Los socialistas rompieron la Conjunción oficialmente en diciembre de 1919, primera de

las concesiones hechas al ala izquierda del partido. El socialismo retornó, desde ese

momento, a una forma adaptada a las circunstancias de la vieja autarquía proletaria.

9 Gerarld H. Meaker, "A Civil War of Words", en Edited by Hans A. Schmitt, Neutral Europe between War and Revolution 1917-23, University Press of Virginia, Charlottesville, 1988.

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Rompieron, así, sus vínculos con la revolución republicana, convencidos de haber sido

estafados por unos aliados política y socialmente inferiores, desorganizados y

cobardes. Todavía estaban menos dispuestos los socialistas a contribuir al

mantenimiento del régimen constitucional de la Monarquía, sin perjuicio de aprovechar

algunas de sus instituciones como el Instituto de Reformas Sociales. Pero, aunque se

acentuó la retórica de la revolución proletaria, el PSOE procuró no involucrarse en

iniciativas revolucionarias. Con ese objetivo mantuvo la mayor reserva ante el

despliegue de acción directa llevada a cabo por la CNT en los años del pistolerismo

barcelonés, desde la primavera de 1919 hasta mediados de 1921, y en la que el

anarcosindicalismo se desangró10.

La otra manifestación de prudencia del socialismo fue su rechazo a integrarse

en la Tercera Internacional, creada en 1919 por los bolcheviques rusos, y a la que, en

principio, se adhirieron los cenetistas. No obstante, esa negativa no la justificaron los

socialistas españoles invocando la alianza indisoluble entre el socialismo y la

democracia, como fue el caso del socialismo reformista europeo, encabezado por el

sueco Branting. El español Besteiro defendió reiteradamente la doctrina de la

Dictadura del Proletariado y el PSOE la suscribió, al tiempo que la UGT aspiraba a la

socialización integral de la economía.

La dificultad para adherirse a la Tercera Internacional la encontraron los

socialistas españoles en la excesiva centralización y control que la nueva Internacional

imponía a sus secciones nacionales, en la falta de escrúpulos que mostraron los

partidarios de Moscú en sus actividades escisionistas en España, y en el espectáculo

de mediocridad y envidias que protagonizaron los cuadros intelectuales del PSOE con

menor relieve, ante el ascenso en el partido de catedráticos distinguidos, como

Besteiro y de los Ríos. Aunque el PSOE se resintió de las refriegas internas

desencadenadas por la escisión comunista, que también lo fueron por el control de los

mayores recursos de que disponían el partido y el sindicato socialistas, el impacto del

comunismo fue escaso en las filas del PSOE, ya que la UGT apenas se vio afectada

por la influencia de los llamados “terceristas”, manifestándose abrumadoramente en

contra de someterse a la Internacional de Moscú.

Así pues, cada vez más replegado sobre sí mismo, el PSOE vivió en un espíritu

de total indiferencia y profunda hostilidad las dificultades del régimen constitucional de

la Monarquía y, del mismo modo, contemplaron su caída por obra del golpe militar de

Primo de Rivera. Hicieron gala , por el contrario, de una gran prudencia y mucho

10 Gerald H. Meaker, La izquierda revolucionaria en España, Barcelona, Ariel, 1978; León - Ignacio, Los años del pistolerismo, Barcelona, Planeta, 1981; Fernando del Rey, El empresario, el sindicalista

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esmero en el tratamiento de todas las decisiones de la Dictadura y terminaron por

colaborar con ella. Fue esta una consecuencia lógica de la evolución anterior.

La Dictadura tenía grandes ventajas para el socialismo español. Para empezar,

ilegalizó a sus dos rivales en la política obrera, los anarcosindicalistas y los

comunistas; eliminó también la actividad electoral y parlamentaria y, con ellas, la

pesadilla de las alianzas con los republicanos y, en general, los quebraderos de

cabeza que les producía la acción política, con su amenaza permanente de

enfrentamientos y divisiones internas. Por otra parte, la corporativización incipiente de

las relaciones laborales que la Dictadura emprendió a través de los Jurados Mixtos,

abrió un vasto campo de expansión a la UGT, y esto facilitó que se hiciera más

patente que nunca la subordinación tradicional del partido al sindicato, en lo que se

llamó impropiamente la tentación laborista. Pero la prueba más evidente del

apoliticismo subyacente a la tradición del socialismo español fue que, una vez

aceptada por la Dictadura la designación desde las propias organizaciones socialistas

de sus representantes en las instituciones del nuevo régimen, las objeciones a éste

desaparecieron en la práctica. Bastaba que la democracia funcionara dentro de la

organización socialista. Su ausencia en el exterior afectaba exclusivamente al mundo

de la burguesía y a los obreros sin "conciencia de clase" o con una equivocada11.

La revolución republicana y la revolución proletaria El socialismo se colocó en la primera línea de la política española durante el

tormentoso y trágico período de 1931 a 1939. Esa situación lo sometió a unas

tensiones tales que, finalmente, se desmoronó.

El PSOE y la UGT se sumaron tarde a la movilización contra la Monarquía. En

realidad, ésta última cobró verdadera envergadura sólo una vez despedido el dictador

por el Rey, y cuando la Corona empezó a buscar en vano la vuelta a la normalidad

constitucional, con la que había roto siete años atrás. Al principio, Prieto y de los Ríos

estuvieron en el improvisado Pacto de San Sebastián a título personal. El PSOE y la

UGT se incorporaron oficialmente sólo cuando Besteiro y Largo Caballero, que eran

quienes ejercían el verdadero liderazgo de uno y otra, (sobre todo el segundo por su

decisiva influencia en el sindicato socialista) lo decidieron a finales de 1930. La

aportación de los socialistas consistió, de nuevo, en comprometer una huelga general

para orquestar un pronunciamiento militar. Es decir, el procedimiento habitual de la

izquierda revolucionaria durante un siglo, con la única variante de la huelga general

y el miedo, Rafael Cruz y Manuel Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea, Madrid, Alianza, 1997. 11 Slomo Ben - Ami, Los orígenes de la Segunda República española, Madrid, Alianza, 1978.

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resultado del creciente protagonismo de las organizaciones obreras desde comienzos

del siglo XX. Por tanto, y también según la costumbre, las elecciones quedaron

reducidas a un segundo plano, a modo de instancia de consolación y medio para

recuperarse de un fracaso revolucionario. Eso había ocurrido en 1910 y 1918, tras los

sucesos revolucionarios de 1909 y 1917, respectivamente, e iba a ocurrir en 1931, con

las elecciones municipales del mes de abril, que siguieron a los fracasados

pronunciamiento de Jaca y huelga general en Madrid y, en febrero de 1936, con las

elecciones generales que dieron el triunfo al Frente Popular, tras la derrota del

levantamiento de Octubre de 1934. De nada servía que los verdaderos avances de la

izquierda tuvieran lugar a través de las urnas, o que Pablo Iglesias hubiera condenado

durante muchos años la huelga general como método de lucha típicamente anarquista.

El despliegue de la violencia revolucionaria, por muy mediocre e impotente que se

manifestara, siguió marcando los hitos de la trayectoria histórica del socialismo y

acreditando la autenticidad de sus militantes.

Por otra parte, a la vista de la reacción de los principales líderes políticos de

izquierda, tras las elecciones generales de 1933, cuando trataron de impedir que se

reunieran las Cortes por facciosas, y que parecida reacción se repitiera, por parte de

los líderes de la derecha, tras vencer el Frente Popular, quedó claro que, una vez

abolida la Monarquía constitucional como instancia reguladora de la alternancia en el

poder, la República no era capaz de convertir el sufragio universal en el nuevo poder

moderador inapelable. Un fracaso que anulaba su significación como la ansiada

panacea que llevaría a regeneración política.

Con estas premisas, no resulta extraño que la estrategia puesta en marcha por

los socialistas poco tuviera que ver con una actitud reformista coherente, en relación

con los principales cambios emprendidos por la política republicana, especialmente

aquéllos en los que más se involucraron desde el gobierno, como ocurrió con la

política agraria y la educativa. El socialismo, lo mismo que había hecho durante la

Restauración, continuó ignorando que las reformas más duraderas son aquellas que

acepta la oposición, con la garantía última de una constitución aceptada por todos. Sin

embargo, en una estrategia siempre abierta a la ruptura revolucionaria, las reformas

debían ser, además de un medio para marginar el republicanismo moderado - por no

hablar de los católicos -, un ejercicio continuo de presión sobre la izquierda

republicana para poner a prueba sus convicciones revolucionarias. Si la respuesta de

éstos no era satisfactoria, la presionaban con la amenaza de sustituir la revolución

republicana por la proletaria. Esta orientación proporcionó a los católicos y a las

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derechas en general un fundamento sólido para reorganizarse y mostrar su capacidad

electoral, y empujó al socialismo, enfrascado en una violenta competición con una

renacida y poderosa CNT, a ejercer tal presión sindical y salarial sobre las pequeñas y

medianas empresas, tanto en la ciudad y en el campo, que ésta terminó hundiendo un

tipo de apoyo social del que la República no podía prescindir12.

Esta política agravó las divisiones que el socialismo arrastraba de etapas

anteriores. Y así, para 1932, Besteiro era ya un elemento marginal dentro del

socialismo. Escéptico sobre la capacidad de los republicanos para sacar adelante el

régimen, este catedrático de lógica temía especialmente la falta de preparación de las

bases y los cuadros del socialismo para desempeñar el papel de aliado estratégico del

régimen republicano que le asignaba la alianza con sus elementos de izquierda

representados por Azaña13. Besteiro defendía, como consecuencia, que sus

correligionarios abandonaran el primer plano del campo político y se limitaran a apoyar

desde los escaños del Congreso aquellas medidas que estimaran más convenientes

para los trabajadores. Besteiro ocultaba las implicaciones políticas últimas de este tipo

de análisis, revistiéndolos de un manto de ortodoxia marxista impregnada de un fuerte

contenido gradual y evolutivo, cuya utilidad consistía, no en la coherencia del análisis,

ciertamente, pero sí en evitar la que de otro modo hubiera supuesto su expulsión del

socialismo, al que Besteiro se sentía ligado más profundamente que a la lógica.

Prieto, por su parte, siempre amigo de los republicanos, prefería la absorción

completa de la revolución proletaria en la revolución republicana. No dudó, pues,

persiguiendo ese objetivo, en adoptar posiciones aventureras de las que se lamentaría

amargamente en sus escritos del exilio. Anticomunista lo mismo que Besteiro, no

podía, sin embargo, enfrentarse con todas las consecuencias al consolador

historicismo marxista dominante en su partido, según el cual la revolución republicana

era tan sólo una fase preparatoria, más o menos necesaria y dilatada, de la revolución

proletaria. De modo que, si Besteiro recurría a la versión evolucionista del marxismo,

acuñada por Kautsky, Prieto se parapetaba en una especie de versión dantonista de la

República, sólo para descubrir que, con este tipo de retórica únicamente, no podía

controlar a las bases ni dirigir el partido cuyo concurso era imprescindible para el

triunfo de la revolución republicana.

Largo Caballero encontró una respuesta sencilla a los problemas que

agobiaban a Besteiro y Prieto. Si las complicaciones crecientes derivadas de la

estrategia de la Conjunción republicano-socialista colocaban en una posición cada vez

más difícil a los socialistas, dificultad agravada por la competencia que le hacían en

12 Santos Juliá, Madrid, 1931 - 1934. De la fiesta popular a la lucha de clases, Madrid, Siglo XXI, 1984. 13 Andrés de Blas Guerrero, El socialismo radical en la Segunda República, Madrid, Túcar, 1978.

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radicalismo anarcosindicalistas y comunistas, lo mejor era pasar del escenario de la

revolución republicana al de la proletaria, donde serían los partidos burgueses los que

estarían en inferioridad de condiciones y las organizaciones obreras, especialmente

las socialistas, en su elemento. De ahí la autoridad en aquellos momentos de la teoría

de la revolución ininterrumpida de Parvus y Trotsky, que fue la que acabó aplicando

Lenin en la Rusia de 1917. El resultado de este planteamiento fue la insurrección de Octubre de 1934, la

cual suele justificarse por su carácter "defensivo" con el argumento de que las

reformas del Primer Bienio republicano estaban siendo desmanteladas por los

gobiernos del partido radical y, sobre todo, porque eso iba a ocurrir con la entrada en

el gobierno de la República de tres ministros de la CEDA, partido de la mayoría

relativa en las elecciones generales de 1933. Se hace hincapié, especialmente, en el

reflejo movilizador que tuvo sobre el socialismo español la llegada de Hitler al poder en

enero de 1933; se alega también el modo como el socialismo austríaco se había

opuesto a la dictadura socialcristiana de Dolfuss mediante una insurrección en Viena

al año siguiente y, en fin, la militancia antifascista que se extendía por Europa en

aquellos momentos14.

Ahora bien, si uno se fija en lo que hicieron las pequeñas democracias

escandinavas, las del Benelux y la británica (con partidos socialistas poderosos) para

reducir al fascismo (y el comunismo) a una posición marginal, resulta que esa acción

política consistió en reforzar el acuerdo básico sobre las instituciones y las reglas del

régimen liberal-democrático, mediante el reparto de ventajas corporativas entre los

principales grupos sociales políticamente representados en él, en virtud de una

creciente regulación económica del Estado. Un tipo de intervencionismo que se vio

facilitado por la involución proteccionista que arrastró en Occidente la crisis económica

de 1929. Muy distintas fueron las cosas, en aquellos países en los que el socialismo

se caracterizaba por ser un bloque social y político encerrado en sí mismo y

amenazador para el resto de las fuerzas políticas y sociales, que exigía ventajas y

reformas "de clase" y no generales, sin perjuicio de amenazar en todo caso con la

revolución proletaria ineluctable, tal y como ocurría en Italia a comienzos de los años

veinte y, en España, al iniciarse la década siguiente; en esos casos, el fascismo

encontró mucho mayor eco y apoyos en todos los niveles y grupos de la sociedad.

Hoy resulta imposible, por otra parte, considerar coherente un tipo de

antifascismo que manifestaba la más acrítica y entusiasta adhesión hacia el modelo

soviético, en general, y hacia el estalinismo, en particular, cuando éste se hallaba en

14 Stanley G. Payne, La primera democracia española, Madrid, Paidós, 1995; Pío Moa, Los orígenes de la Guerra Civil española, Madrid, Encuentros, 1999.

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pleno despliegue de sus "realizaciones" y "conquistas" con la colectivización agraria y

el primer Plan Quinquenal.

Lo fundamental, pues, de la iniciativa de los socialistas españoles de ir a la

insurrección en Octubre de 1934, es que no entraba en contradicción con el modelo

originario del socialismo ni con las recetas propias de la revolución proletaria. Este

había nacido, dentro del molde de la AIT española rechazando la Primera República,

trató siempre con desprecio y desde el más absoluto instrumentalismo la Monarquía

constitucional de la Restauración y se desentendió de la República burguesa,

conforme siempre al convencimiento de que, mucho más importante que cualquier

régimen político, era el sindicalismo de clase, sobre todo, el socialista que, como

sabemos, llevaba dentro las claves del triunfo definitivo del proletariado. Todo esto

presenta, por cierto, un agudo contraste con el cuidado y la prudencia que, al menos

en sus primeros años, pusieron los comités ejecutivo y nacional del PSOE y de la UGT

en el análisis de la Dictadura de Primo de Rivera, único régimen político, al parecer,

que el socialismo se tomó en serio hasta 1978.

Ciertamente, esta coherencia revolucionaria de la izquierda socialista no la libró

del fracaso. Octubre de 1934 fue una derrota mucho más sangrienta y costosa que la

de Agosto de 1917, y careció asimismo de apoyo popular suficiente y solvencia

organizativa y política. Tampoco culminó Largo Caballero "el proceso de

bolchevización" en marcha que le había convertido en un improvisado "Lenin español".

Se fusionaron en ese proceso las Juventudes socialistas y las comunistas, pero no los

dos partidos, salvo en Cataluña con la formación del PSUC. La influencia de este

"Lenin" estuquista fue decisiva, sin embargo, para impedir que el Frente Popular

llegara a ser otra cosa que una alianza improvisada para conseguir la amnistía de los

detenidos y condenados en Octubre del 34 y expulsar a los radicales, cedistas y al

presidente Alcalá Zamora del poder, pero al que había que impedir, en caso de victoria

que, en nombre de él, los socialistas adquirieran de nuevo la menor responsabilidad

gubernamental. Al mismo tiempo, las bravatas de Largo Caballero tras esa victoria,

desdeñando el riesgo de levantamiento militar, e incluso incitando a él con el pretexto

de que la tentativa sería aplastada por otra huelga general revolucionaria15, que esta

vez sí daría paso al triunfo de la revolución proletaria malogrado dos años antes,

indican que la increíble pasividad e inepcia exhibida por los líderes frentepopulistas en

los meses cruciales de febrero a julio de 1936 obedecía, posiblemente, a que

esperaban, como Largo Caballero, no un golpe fascista serio o el comienzo de la

guerra civil, sino otra Sanjurjada cuya derrota sería igualmente fácil.

15 Santos Juliá, La izquierda del PSOE, Madrid, Siglo XXI, 1977.

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El caso es que a Largo Caballero se le cumplieron sus deseos políticos y eso

labró su desgracia. El levantamiento militar de Julio hizo posible que la resistencia

popular en las grandes ciudades, al tiempo que detenía el golpe en casi todas las

principales, destruyera de paso lo poco que quedaba en pie de las estructuras del

Estado liberal. Las instituciones de la Segunda República pasaron a un estado

fantasmal del que ya no se recuperarían jamás y, si sobrevivieron en ese estado, fue

para dar una mínima verosimilitud a una fachada de democracia "burguesa" que

incitara a Francia y el Reino Unido a prestar ayuda diplomática y militar a la República

española.

Lo que triunfó en el territorio donde no lo hizo el levantamiento militar fue, por

tanto, la tan ansiada revolución proletaria. Dicho triunfo puso de manifiesto el vínculo

de nacimiento que unía en España a socialistas y anarcosindicalistas. Pero, si el

comienzo de la Guerra Civil hizo posible ese triunfo revolucionario, su transcurso no

tardó más de un año en demostrar la impotencia de dicha revolución. Los sindicatos y

sus milicias no fueron capaces de organizar un ejército ni una industria de guerra

capaces de derrotar a los sublevados, además de fracasar en el tipo citado de

proyección internacional democrática que atrajera el apoyo de los gobiernos francés y

británico. El resto de la trayectoria del Frente Popular en la zona republicana hasta el

final de la guerra consistió en el intento de revertir esa situación, tentativa que incluyó

los esfuerzos del propio Largo Caballero, mientras estuvo al frente del gobierno de la

zona republicana. Sin embargo, lo que se trataba de restaurar en ella no era ni podía

ser la República del 14 de abril, sino lo que el comunista italiano Palmiro Togliatti,

delegado en España de la Internacional Comunista, denominó el primer ensayo

europeo de "democracia popular".

Eso quiso decir que, gracias a la protección del único aliado internacional

importante de la República española, la Unión Soviética, los comunistas españoles,

con la ayuda en un segundo plano de unos republicanos y socialistas prietistas

amedrentados por la revolución proletaria, se convirtieron en paradójico muro de

contención de la marea sindical en defensa de la pequeña y mediana propiedad, sobre

todo rural, de la disciplina militar, del esfuerzo de guerra y del mantenimiento de la

fachada constitucional de la legalidad republicana.

Pero no todo fue tan presentable en ese esfuerzo de reconstrucción de una

República de orden. La Unión Soviética, además de proporcionar una deficiente y

escasa ayuda militar a cambio del oro del Banco de España y de especular con la

prolongación de la Guerra civil española, con el propósito de enzarzar en Occidente a

Alemania e Italia contra Francia y el Reino Unido en su propio beneficio, desplegó en

territorio español las claves auténticas del poderío de la revolución bolchevique, sin

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duda menos emotivas que los desfiles del Primero de Mayo en la Plaza Roja de Moscú

o películas como el Acorazado Potemkin, pero tanto o más eficaces. Fueron éstas el

entrenamiento, vía Internacional Comunista, de un Partido Comunista tentacular,

volcado en el control del ejército y de la policía y en la conversión de sus aliados del

Frente Popular en partidos sin autonomía, gracias su control, precisamente, de los

medios coercitivos del Estado. Los soviéticos desplegaron a su vez, con esos mismos

propósitos, los medios de un espionaje sistemático y la eliminación de su enemigos

políticos mediante purgas y, como ocurrió en el caso del POUM, farsas judiciales,

combinados con asesinatos y desapariciones que se negaban sin pestañear, en el

mejor el estilo de lo que ocurría en la propia URSS16.

Esta nueva confrontación entre la revolución proletaria clásica y la nueva

revolución popular, se tradujo en dos episodios de guerra civil dentro de la propia

Guerra Civil: los sucesos de mayo de 1937, en Barcelona, que derrotaron la coalición

caballerista entre la UGT y la CNT y con ella el poder de la revolución proletaria, y la

rebelión del coronel Casado en el Madrid asediado por los franquistas contra el

gobierno de Negrín, en vísperas del final de la contienda.

A lo largo de estos episodios desaparecieron los pocos restos que quedaban

de la unidad hacía tiempo perdida del socialismo español. Así, Largo Caballero siguió

en el ostracismo a Besteiro y abandonó España, junto a su ideólogo Luis Araquistáin,

antes de que la guerra terminara por temor a las iniciativas que con ellos pudieran

adoptar sus antiguos y entusiastas aliados comunistas. Aunque Prieto apoyó a Negrín

y a los comunistas contra un Largo Caballero, con el que estaba radicalmente

enfrentado desde la formación del Frente Popular, luego chocó igualmente con el

partido de Moscú y jamás se reconcilió con Negrín. Besteiro se sublevó en compañía

de Wenceslao Carrillo, padre del secretario general de las Juventudes Socialistas

Unificadas, contra el Gobierno de Negrín, mientras los casadistas trataban de llegar a

alguna clase de acuerdo con Franco. Y a estos cuatro partidos socialistas de hecho

habría que añadir el de los submarinos comunistas en el PSOE: los Alvarez del Vayo,

Margarita Nelken, Ramón Lamoneda...

Este panorama de divisiones recuerda, agravados sin duda por unas

circunstancias mucho peores en todos los ordenes, a los antagonismos irreconciliables

en que acabaron los republicanos tras la experiencia de 1873. Lo peor de la situación

no estaba, con todo, en el pasado inmediato, sino en el futuro que se avecinaba, pues,

lo que se dibujaba en el horizonte no era, precisamente, una Monarquía constitucional

consciente de la necesidad de reinstaurarse sobre la base de pactos y

16 Burnett Bolloten, La Guerra Civil española, Madrid, Alianza, 1989; Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo, Queridos camaradas, Barcelona, Planeta, 1999.

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reconciliaciones, sino una dictadura militar apoyada por los fascismos que se

aprestaban a dominar Europa entera.

Del exilio a la reconversión socialdemócrata

Las profundas divisiones dejadas en el socialismo por la Guerra Civil se fueron

reabsorbiendo a lo largo de los años cuarenta, aunque nunca hubo reconciliación con

los sectores procomunistas desde el lado prietista, caballerista o besteirista. Durante

esa década se produjo una situación parecida a la que siguió a la Primera Guerra

mundial, si bien ahora en una situación infinitamente peor que aquélla: la confianza

infundada en que las potencias aliadas victoriosas iban a restablecer en España las

instituciones de la Segunda República como consecuencia lógica de la derrota del

nacionalsocialismo y el fascismo a los que Franco y su régimen había estado aliado17.

Los partidos del exilio, agrupados por última vez en un gobierno republicano

presidido por Giral, aquél que había autorizado el armamento del pueblo en julio de

1936, tardaron en comprender que las reservas de los países anglosajones y de

Francia respecto al régimen republicano, que ya les había impedido apoyarlo

resueltamente durante la Guerra civil, seguían vivas y habían de consolidarse a

medida que se fuera acentuando el enfrentamiento con la URSS en los comienzos de

la Guerra Fría.

Indalecio Prieto que dirigía uno de los sectores socialistas de más peso en el

exilio, el de México, tomó la iniciativa de asumir con todas las consecuencias las

reservas y las recomendaciones de los aliados que se referían a la falta de

representatividad de la República en el exilio para ser reconocida como una alternativa

viable al régimen de Franco. Prieto acabó asumiendo por tanto el problema que ni él ni

Azaña quisieron plantearse a lo largo de toda la República, y era que ésta excluía

políticamente a media España. La iniciativa de Prieto suponía, nada menos, que

negociar con Gil Robles (en el exilio en Portugal) una alianza con los monárquicos y

asumir, aunque fuera transitoriamente, el programa de restauración monárquica de

don Juan de Borbón.

Es imposible, ni siquiera hoy, definir con una sola palabra el significado y las

implicaciones de esta iniciativa. Había en ella lucidez, generosidad y arrojo, sin duda;

pero también ligereza, aventurerismo y un fondo de desesperación. El paso contiene

gran parte de las claves que luego pondría en marcha la transición a la muerte de

Franco, y evidencia, por sí mismo, el tremendo grado de sectarismo e irrealidad en

que se había hundido la política española durante los años treinta, tras la ruptura de

17 Para el período del exilio y la transición, Richard Gillespie, Historia del Partido Socialista Obrero Español, Madrid, Alianza, 1988.

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1923 y la Dictadura nefasta de Primo de Rivera. En todo caso, la derrota de la

Monarquía en 1931 y de la República en 1939, especialmente esta última, habían sido

demasiado grandes y habían afectado de tal manera el recuerdo del sistema

constitucional, que ni siquiera juntos monárquicos y republicanos podían cuestionar

directamente el régimen de Franco a los diez años de terminada la Guerra Civil. Nada

tiene de extraño, pues, que las largas y enrevesadas negociaciones de Prieto con los

monárquicos se vieran condenadas a la esterilidad ni que tuvieran para él un final de

amargo fracaso que reconoció públicamente ante sus compañeros de partido a los que

previamente había convencido. Los socialistas del interior, por su parte, y el otro gran

núcleo del exilio socialista y, a la larga, el más importante, el de Toulouse no

compartieron aquella iniciativa, aferrados como estaban de corazón a la legitimidad

republicana, aunque la toleraron mientras duró.

Durante la etapa siguiente de los años cincuenta y sesenta la dialéctica del

socialismo español consistió en la confrontación cada vez más aguda entre el exilio y

el interior, que se disputaban el control de la organización y su orientación política,

discutían sobre el papel del anticomunismo en la política de alianzas de los socialistas

y discrepaban acerca de los procedimientos para acabar con la Dictadura franquista.

El PSOE del exilio en torno a Rodolfo Llopis, diezmado lentamente por las vicisitudes,

los estragos de la edad y sus propias limitaciones, tendió cada vez más a

enclaustrarse y a cultivar una desconfianza patológica hacia todo lo que venía del

interior de España. El socialismo francés de Guy Mollet se convirtió en su modelo:

anticomunismo radical, profundo atlantismo y un marxismo de cartón - piedra. Llopis

hizo sin embargo algo muy importante para el futuro de su partido: mantenerlo

organizado y reconocido dentro de la Internacional Socialista que se reconstruyó tras

la Segunda Guerra mundial.

Los socialistas del interior intentaron reiteradamente reorganizarse, aunque la

represión policial les impidió el éxito con reiteradas caídas y detenciones. Esa

situación, que determinaba el predomino de Toulouse dentro del socialismo español,

no cambió en lo fundamental hasta finales de los años sesenta, cuando en las zonas

de implantación socialista tradicional, sobre todo en Andalucía, el País Vasco y, en

menor medida Madrid se afianzaron núcleos estables, a los que se sumó el

encabezado por el catedrático Tierno Galván. Ese despegue tenía lugar dentro de una

sociedad profundamente transformada, mucho más rica y alfabetizada que en los años

treinta, en pleno cambio de costumbres por influencia de la apertura al exterior, y en la

cual las nuevas generaciones tendían a adoptar una versión idealizada de la Segunda

República y de la Guerra Civil, enfoque que sólo se volvía crítico si era para adoptar

posiciones revolucionarias.

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Llegados a este punto, el cambio fue rápido. Llopis y la dirección de Toulouse

fueron desplazados entre 1970 y 1972. En 1974 se consagró la nueva dirección del

interior en el Congreso de Suresnes, encabezada por el abogado laboralista sevillano

Felipe González, el cual iba a tardar poco en reproducir la intensa personalización del

socialismo que había caracterizado al PSOE, especialmente en los casos de Iglesias y

Largo Caballero. La unidad del socialismo tardaría, no obstante, en llegar. Para

González supuso una gran baza el reconocimiento de su partido del interior por la

Internacional Socialista, pero hasta los años 1978 - 1979 no recalarían en él la

Federación de Partidos Socialistas, conjunto de grupos socialistas legitimados por su

asentamiento exclusivo en las distintas nacionalidades y regiones, entre los cuales

destacaban los socialistas catalanes, y los socialistas de Tierno Galván, primero

rivales en el interior de Llopis y Toulouse y más tarde de González.

El nuevo secretario general jugó no obstante con habilidad sus bazas. Practicó

el anticomunismo inmediatamente antes y durante la transición, pero no desde el

atlantismo y posiciones de Guerra Fría, asunto tabú en la izquierda española del

momento, sino desde otras situadas claramente a la izquierda de los comunistas en

todos los terrenos. Mientras éstos se moderaban racionalizando y justificando su

ruptura con el leninismo y el modelo soviético con los argumentos del llamado

eurocomunismo, el PSOE había aprobado en Suresnes y reafirmado en su primer

congreso legal en España en 1976, un programa a base de socialismo

autogestionario, república federal resultante del ejercicio del derecho de

autodeterminación por parte de las distintas nacionalidades ibéricas, neutralismo,

tercermundismo y, por supuesto, ruptura radical con el régimen de Franco. El

socialismo español no toleraba en ese momento, como a lo largo de su historia,

denominarse socialdemócrata.

Al mismo tiempo, González era consciente de la baza decisiva que poseía.

Muerto Franco, la Corona; los elementos reformistas provenientes del franquismo,

incluso si éstos contaban con la colaboración de los pequeños grupos de la oposición

moderada, liberal y socialdemócrata; los comunistas sobre todo debían hacer

incontables esfuerzos para demostrar su voluntad democrática y acumular crédito en

ese terreno. González sabía, por el contrario, que si en España había una democracia,

ésta debería incluir, necesariamente, un partido socialista reconocido por esa

Internacional, y todo el mundo sabía el rumbo abrumadoramente reformista que había

seguido desde su reconstrucción en 1923, reforzado a partir de 1945.

Desde el momento en que las primeras elecciones generales democráticas de

1977 convirtieron al socialismo en el segundo partido del país, el radicalismo de

González y su equipo se convirtió más en un juego de autoafirmación que en algo de

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consecuencias prácticas. No obstante, para disipar dudas y reafirmar su poder

personal sobre el partido, González propuso en el Congreso socialista del año

siguiente el abandono del marxismo. En el otro plato de la balanza se puso él mismo

en su cargo de secretario general. El debate careció de interés desde el punto de vista

intelectual o de balance histórico del socialismo. Pero fue relevante su significación

política. Por primera vez desde la Restauración, los principales partidos políticos con

posibilidades de acceder al gobierno, (y el comunista había renunciado ya al

leninismo, aunque mantenido el "marxismo revolucionario") consideraron necesario

subordinar sus propios valores y programas a los principios supremos de la

Constitución. Una situación opuesta, sencillamente, a la de la Segunda República.

La fortuna no dejó de sonreír al socialismo refundado en Suresnes. La Unión

de Centro Democrático, el partido de mayoría relativa que había protagonizado la

transición, entró en una profunda crisis de orientación estratégica y de liderazgo que

desmembró un partido de por sí heteróclito. El eurocomunismo fracasó a su vez dentro

del Partido Comunista, en parte porque la mitad de la organización lo rechazaba por

considerarlo una traición a las esencias comunistas, en parte porque Santiago Carrillo

y la vieja guardia que lo había promovido no estaban en condiciones de aceptar que la

consecuencia lógica de la política eurocomunista llevase a engrosar las filas del

PSOE.

Así pues cuando, superado el golpe de Tejero y sus secuelas, el socialismo

ganó en 1982 la primera gran mayoría absoluta de la democracia carecía de rivales a

su derecha y a su izquierda. Una situación que se iba prolongar durante una década.

Había, sin embargo, en el panorama internacional síntomas inequívocos de que la

evolución de la economía internacional estaba poniendo en crisis el modelo de Estado

de bienestar con el que González había acabado identificando el socialismo. No en

vano, Margaret Thatcher había ganado las elecciones generales en el Reino Unido en

1979 y Ronald Reagan las presidenciales norteamericanas un año después. La

movilización de la sociedad polaca contra el comunismo a través del sindicato

Solidaridad que obtuvo la respuesta de una dictadura militar del ejército polaco como

mal menor significó, después de la Hungría de 1956 y la Checoslovaquia de 1968, la

quiebra moral y política definitiva del socialismo real en el centro y este de Europa.

Parapetado en su éxito electoral, la falta de alternativa a su gobierno y su

reconversión al revisionismo socialdemócrata, el socialismo español no prestó mucha

atención ni discutió a fondo las implicaciones doctrinales y políticas de lo que estaba

pasando en el mundo. Las crisis del petróleo de 1973 y 1976, pero también la

competencia de los entonces denominados "tigres asiáticos" en sectores productivos

clave de la economía europea se habían traducido en una crisis de costes del modelo

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capitalista del Estado de Bienestar, importado a Europa desde los Estados Unidos

después de la Segunda Guerra mundial. El modelo se basaba en el fin de la lucha de

clases entre obreros y empresarios y el final de la descalificación del reformismo como

engaño al espíritu revolucionario de los trabajadores, pero también como simple hito

en pos de la revolución. Ganaba Eduard Bernstein: el movimiento lo era todo, el

objetivo final, nada.

Los incrementos de la productividad permitían el incremento de los salarios, lo

cual permitía acceder al grueso de los trabajadores a la sociedad de consumo, una

necesidad que imponía la misma multiplicación de la productividad y de la riqueza. Los

gobiernos europeos, ya fueran socialdemócratas, democristianos o conservadores

completaban la prosperidad salarial con la financiación de la educación y de la sanidad

que se convirtieron en servicios públicos. La progresividad fiscal, el incremento del

gasto público, las negociaciones neo-corporativas entre gobiernos, patronales y

sindicatos y un proteccionismo discretos a través del sector público de la economía y

sus subvenciones completaban el funcionamiento del modelo económico. Cuando la

crisis del petróleo llegó, una parte de la izquierda al menos, sobre todo después del

intenso sarampión izquierdista que recorrió las universidades europeas tras las

agitaciones de Mayo de 1968, se apresuró a señalar la enésima crisis definitiva del

capitalismo. Pero, para asombro de propios y extraños resultó que, al igual que

pasaba en otros ramos del saber, Marx no valía y Turgot y Adam Smith, sí. O por citar

economistas más contemporáneos, Hayek acabó ganándole la batalla a Keynes.

Poco a poco fue quedando claro que empeñarse en el modelo que había

creado tanta prosperidad de 1945 a 1975 llevaba a la bancarrota y al paro masivo e

imposible de financiar, incluso con impuestos tan extremos como los de la Suecia

socialdemócrata, cuyo modelo social se acabó convirtiendo en un disuasor perverso

de los esfuerzos de los más emprendedores y capaces, mientras ofrecía una vida de

cuasi rentistas a quienes no tenían interés en asumir responsabilidades de ningún

género. La respuesta era el mercado: privatizar el sector público, terminar con las

prácticas inflacionistas del gasto público y reducir el presupuesto del Estado, rebajar

impuestos y abrirse ampliamente a la competencia internacional y, a la vez exportar.

Las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación introducían en este

campo perspectivas completamente nuevas18.

Por otra parte, pese a las apariencias del Mayo francés, las raíces populares de

las viejas subculturas socialistas y comunistas tendieron a desaparecer, aunque sólo

fuera porque lo hacían sectores económicos enteros y con ellos sus trabajadores.

18 Donald Sassoon, Ono Hundred Years of Socialism, London, Tauris, 1996.

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Dotar de sentido a la vida a través de un proyecto individual y no mediante la adhesión

a una cosmovisión filosófica políticamente organizada, dejó de ser una planteamiento

reservado a las elites. El mesianismo de las religiones políticas que había abandonado

el campo socialista y estaba desertando del comunista, quedó reservado para los

credos nacionalistas.

Unos cambios tan profundos acabaron por afectar la coherencia de la política

socialista a medida que su etapa de gobierno se fue haciendo más larga. Se hizo

evidente el conflicto entre el planteamiento de la producción, en la que se aceptaba

casi sin restricciones la acción del mercado y de la empresa privada, y una distribución

lastrada por una fiscalidad excesiva, déficit público y una mala gestión de los servicios

públicos sin entrar en la calidad de los contenidos. La prueba más palmaria de estas

tensiones y cambios fue la ruptura que se produjo en los comienzos del Gobierno

socialista entre el PSOE y la UGT. Tras el carácter determinante e incontrovertible

adquirido por las elecciones, el fin de la subordinación del partido al sindicato

significaba la ruptura más radical con el pasado. Pero sobre todo se puso de

manifiesto en el socialismo la inadecuación de un tipo de argumentación negativa

según las pautas de lo políticamente correcto. Ya no era adecuado insistir en los

puntos programáticos de los años 1974 a 1978, y menos después de lo que supuso el

referéndum de la OTAN, pero eso no iba acompañado de una argumentación positiva.

Esta última apareció solamente de manera agresiva cuando la competencia de un

centro derecha reorganizado se volvió eficaz. Entonces González repitió

incansablemente el argumento que identificaba la democracia con el socialismo. Este

último quedaba transfigurado en pura y simple "modernización", de la que habían

desaparecido todos los antiguos contenidos revolucionarios, mientras el centro

derecha quedaba obligatoriamente reducido al molde autoritario, es decir franquista, el

cual se proyectaba, como en la antigua argumentación republicana, a la historia entera

de la España moderna y contemporánea. Fueron los famosos "quinientos años de

gobierno de la derecha" de González, que indicaban poco entusiasmo por la práctica

de la alternancia. Menos satisfactorias resultaron todavía las repuestas oficiales de los

dirigentes del socialismo al descubrimiento y evaluación en toda su envergadura de los

casos de violación de la legalidad en la política antiterrorista y el recurso a la

corrupción en la financiación del partido. Casos que, para mayor sorpresa habían

tenido lugar al comienzo de la etapa de gobierno. El mito de la corrupción como rasgo

privativo de la derecha cayó también con estrépito.

Es cierto, sin embargo que, si las principales fuerzas políticas europeas han

practicado las políticas del Estado de Bienestar su crisis también las afecta (incluida la

corrupción), pero con la importante diferencia de que su modelo originario no es

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marxista ni colectivista, por mucho que el revisionismo halla acabado por hacer

irreconocible sus rasgos. Finalmente no ha sido el capitalismo quien ha debido

cambiar de base, sino el socialismo. Su trayectoria histórica parece haber recurrido un

gran círculo hasta situarse justo antes de la publicación del Manifiesto Comunista de

1848 y la división que logró imponer entre política burguesa y política obrera. Hace ya

mucho tiempo que los partidos socialistas son interclasistas, entre otras cosas por

razones electorales, y han aflojado o deshecho sus lazos con los sindicatos obreros y

éstos con ellos. Pero ¿cabe una política de izquierdas que se reorganice sobre las

bases de la izquierda premarxista del siglo pasado? El único caso conocido es el del

Nuevo Laborismo británico en el que el liderazgo de Toni Blair ha conseguido revivir,

según los expertos, el viejo partido liberal inglés. El socialismo continental, incluido el

español parece mucho más inerte al respecto y la revisión programática sencillamente

se elude.

De momento, el socialismo español vive de devorar su propio pasado por

razones de supervivencia y de la necesidad de una oposición constitucional en una

democracia parlamentaria. Al considerar su trayectoria de más de un siglo y seguir en

pié como alternativa de poder más probable, surge la pregunta: ¿por qué el

socialismo, sí y el republicanismo y el anarcosindicalismo, sus principales rivales y

aliados, no?

La respuesta que se desprende del análisis desarrollado hasta aquí indica dos, en

realidad, tres claves: la rendija originaria de la política "como medio"; la no

identificación dogmática entre democracia y república, y la dimensión internacional

organizada del socialismo.

Madrid, Septiembre del 2000

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