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85 De niños, aprendemos a leer la discreción del lenguaje. Una palabra nunca es igual a la otra, se nos enseña; significa algo distinto de esa otra, porque las letras que la componen son gráfica y fonéticamente distintas. No leemos su significado, sino que trazamos su grafía. Leer una palabra es siempre volver a proyectarla, sigilosamente, en voz baja. Pero en algún momento del recorrido, cuando se nos enfrenta al texto mismo, dejamos de ver estas diferencias y nos concentramos en identificar similitudes. Lo fundamental, se nos dice ahora, es comprender la idea general del texto. Pero ya no se trata de aquello propio del texto; más bien, reconocemos una idea universal que opera en él, y que puede ser indistintamente tras- ladada a otro lugar. De este modo, la experiencia de la lectura se cifra en una comprensión general y común a todos los lectores, que oblitera lo particular de cada decir para trasvasijarlo en lema o axioma. Esta experiencia sólo es posible a partir de un “nosotros”. Entre Celan y Heidegger es, hasta cierto punto, una revisión de este método de lectura. Debemos leer, nos dice Oyarzún, “…como testigos sobrios y veraces, no como esmerados descifradores…”. Desde un primer momento, el autor advierte que el supuesto fundamental del diálogo –el “nosotros”- está aquí, todavía, en discusión. Entre Celan y Heidegger no hay un sentido coagulado, sino que prevalece lo crudo en su multiplicidad: no una herida que pudiera restañarse, cicatrizarse, sino una Entre Celan y Heidegger Pablo Oyarzún Metales Pesados, Santiago, 2005, 181 págs.

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Reseña crítica del libro "Entre Celan y Heidegger", del filósofo chileno Pablo Oyarzun.

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De niños, aprendemos a leer la discreción del lenguaje. Una palabra nunca es igual a la otra, se nos enseña; significa algo distinto de esa otra, porque las letras que la componen son gráfica y fonéticamente distintas. No leemos su significado, sino que trazamos su grafía. Leer una palabra es siempre volver a proyectarla, sigilosamente, en voz baja. Pero en algún momento del recorrido, cuando se nos enfrenta al texto mismo, dejamos de ver estas diferencias y nos concentramos en identificar similitudes. Lo fundamental, se nos dice ahora, es comprender la idea general del texto. Pero ya no se trata de aquello propio del texto; más bien, reconocemos una idea universal que opera en él, y que puede ser indistintamente tras-ladada a otro lugar. De este modo, la experiencia de la lectura se cifra en una comprensión general y común a todos los lectores, que oblitera lo particular de cada decir para trasvasijarlo en lema o axioma. Esta experiencia sólo es posible a partir de un “nosotros”.

Entre Celan y Heidegger es, hasta cierto punto, una revisión de este método de lectura. Debemos leer, nos dice Oyarzún, “…como testigos sobrios y veraces, no como esmerados descifradores…”. Desde un primer momento, el autor advierte que el supuesto fundamental del diálogo –el “nosotros”- está aquí, todavía, en discusión. Entre Celan y Heidegger no hay un sentido coagulado, sino que prevalece lo crudo en su multiplicidad: no una herida que pudiera restañarse, cicatrizarse, sino una

Entre Celan y HeideggerPablo Oyarzún

Metales Pesados, Santiago, 2005, 181 págs.

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herida abierta y que permanece sangrante. “Ni uno ni otro representan nada en esta escena. Son sólo dos individuos aislados (einzeln), puestos en el trance de responder cada uno por lo suyo y, así, corresponderse, en el terreno fangoso de una misma lengua, en que el “nosotros” se volvió, de súbito, imposible.” Si Oyarzún no da por sentado el acontecimiento de un diálogo entre Celan y Heidegger –si evita, como dice al principio, pergeñar un cuento para hacerle un lugar a este diálogo-, es sobre todo porque su apuesta de lectura va por el lado de la inconmensurabilidad de ambos, la imposibilidad de remitir de manera inmediata uno al otro; insistir, como reconocerá finalmente, en “la singularidad, a mis ojos decisiva, de la poesía y el pensamiento poético de Celan”.

Pero el camino que Oyarzún nos invita a tomar no es tan simple como parece: no se trata de inventariar las diferencias que a primera vista socavan el encuentro del poeta con el pensador, sino de asomarnos a la aparente vecindad que las ideas generales han establecido entre Celan y Heidegger, para asistir al enfriamiento de este espejismo. No hay diálogo, dice el autor, porque no existe un lugar para él. Estamos, pues, frente a una “vecindad que se da en un espacio inconmensurable –un espacio, el de la lengua, que es experimentada de modos radicalmente diferentes-, tiene, ella misma, el carácter de lo Unheimliche.”

Tres son los temas (“Arte”, “Lenguaje”, “Dolor”) que delimitan este supuesto terreno de vecindad. En cuanto al Arte, el imperativo de Celan se revela bajo la luz de El Meridiano, texto principal de la carto-grafía que acá intenta levantar Oyarzún: “¿Ampliar el Arte? No. Sino que anda con tu arte a tu estrechez más propia (allereigenste Enge). Y ponte en libertad.” Y este imperativo vale también para la operación de lectura que el autor exige de nosotros: no tender hacia el ejercicio hermenéutico, sino esforzarse por seguir la huella de lo singular, la “pizca” (Deut) que en cuanto nada-de-ser, “pareciera definir el elemento propio de una an-economía, en la cual habría que reconocer, acaso, la relación esencial de poesía y existencia, de poesía y realidad.” La pizca, dice Oyarzún, cifra “lo inconmensurable de la experiencia como acontecimiento de la liber-tad en el mundo”. En esa huella que es la pizca advertimos el carácter fundamentalmente testimonial –“lo inconmensurable de la experiencia”: lo singular- que Celan imprime a su poesía.

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Pero esto sólo es posible a partir de la relación de ajenidad que, a juicio del autor, determina la experiencia de Celan con el lenguaje. “El arte procura lejanía del yo”, leemos en El Meridiano. Según Oyarzún, la legalidad del lenguaje está dada por la elocuencia, y su ley principal es la “ley del se”. Lo Unheimliche en el lenguaje, en tanto desplaza al yo para que el lenguaje se hable a sí mismo, instala también la posibilidad de “hablar-más-allá-de-sí-mismo”. Previamente, Oyarzún ha subrayado los términos “extrañeza” (Unheimlichkeit) y “ajenidad” (Fremde) con que Celan se refiere a esa dimensión paradojal –el lenguaje, dirá el autor más adelante- donde “el arte parece estar en casa”, pero a la que el individuo no puede entrar, como no sea alienado, “olvidado de sí”. Ahora bien, el extrañamiento no se inflige sólo al sujeto, sino también al suelo que supone la historia, la apropiación que supone la experiencia en su sin-gularidad.

Estrechez -en el Arte- y extrañamiento -en el Lenguaje- son las dos exigencias que tensionan la poesía de Celan. La primera, como vo-luntad, persigue destino. La segunda, como imposición, signa el daño. Y lo que entre ambas se sostiene es el cuerpo, no como víctima, sino como lugar de la huella. El cuerpo del sujeto. Y el del poema. ¿Pero qué es, realmente, lo que queda? Lo que queda es, curiosamente, algo anterior al lenguaje: la “siempre previa insistencia del cuerpo” que se habla en el dolor. En tanto interrupción del lenguaje, el dolor puede hurtarse a su capacidad mediadora y, por tanto, a su potencia de extrañamiento. Se hurta y retorna, insistentemente, hasta que por fin advertimos “la presencia de lo humano”.

Volvemos al nudo testimonial, absolutamente irreductible en su singularidad, de la poesía celaniana. En este nudo la existencia se trama con la data, en la medida en que “fechar sería el expediente que permitiría a la existencia, no, digo mal, al existente, en su singularidad, hacerse del lugar como su lugar, sin borrar, obliterar o encubrir la singularidad mis-ma que está, indefectiblemente, en juego. Fechar es dar testimonio.” A partir de las datas, nos dice Celan en El Meridiano, trazamos la escritura de nuestros destinos y estos destinos, para Oyarzún, están determinados por el encuentro con el otro: la posibilidad de su advenimiento, cuyo testimonio se abre en cada poema. Pero “la data, entonces, no sería sólo memoria y auspicio de una comunidad, sino, en cierto modo, la comunidad misma, la comunidad misma como una comunidad.” No la

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garantía de existencia de la comunidad, sino su inscripción traumática como temporalidad, es lo que Celan intenta fechar.

Entre Celan y Heidegger es la cartografía de una herida que per-manece cruda. Pero no sólo ella. También sus extremos, indecidibles, abiertos al encuentro. Ese trauma que acontece, dolorosamente –y esto es, también, destino- “una vez como la otra”.

Cecilia Bettoni