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ENSAYOS Y NOTAS ESTADO, CAPITALISMO Y ETNICIDAD: EL CASO PERUANO* H enri Favre Escuela de Altos Estudios de la América Latina (París) I San Martín y los libertadores no se equivocaron**. Al considerar al indio como una secuela del colonialismo español, plantearon sobre la naturaleza de la indianidad un diagnóstico cuya pertinencia aún tardan en admitir las ciencias sociales. Durante tres siglos, y a pesar de las ve- leidades de la Corona española cuya política osciló entre la segregación absoluta y la integración total, pero no pu- do imponer una disyuntiva tan radical a los intereses crea- dos localmente, la sociedad colonial había mantenido a la población autóctona tendencialmente al margen de la cul- tura occidental. Esta marginalización tendencial se tra- ducía en la exclusión del acceso a los bienes culturales es- tratégicos, tanto materiales como simbólicos: la lengua es- pañola, el alfabeto, el caballo, el molino y, en general, la tecnología avanzada de la época, cuyo monopolio se arro- gaban los colonizadores. Si perpetuaba el destino de los colonizados en la alteridad, contribuía asimismo a repro- ducirlos en una situación de inferioridad y de dependen- * Versión castellana de Pastora Rodríguez Aviñoá. (**) El presente trabajo re ume unas conferencias que leimos en la Universidad de Cambridge y en la de Liverpool en noviembre de 1978. así como unas ponencias presentadas en el Coloquio de la Aiociación Francesa para el Estudio y la Investigación sobre los países andinos, en Grenoble, en diciembre de 1979, y en la Semana Latinoamericana de la Universidad de Tou- louse-Le Mirail en marzo de 1979.

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ENSAYOS Y NOTAS

ESTADO, CAPITALISMO Y ETNICIDAD:

EL CASO PERUANO*

H enri Favre Escuela de Altos Estudios de la América Latina (París)

I

San Martín y los libertadores no se equivocaron**. Al considerar al indio como una secuela del colonialismo español, plantearon sobre la naturaleza de la indianidad un diagnóstico cuya pertinencia aún tardan en admitir las ciencias sociales. Durante tres siglos, y a pesar de las ve­leidades de la Corona española cuya política osciló entre la segregación absoluta y la integración total, pero no pu­do imponer una disyuntiva tan radical a los intereses crea­dos localmente, la sociedad colonial había mantenido a la población autóctona tendencialmente al margen de la cul­tura occidental. Esta marginalización tendencial se tra­ducía en la exclusión del acceso a los bienes culturales es­tratégicos, tanto materiales como simbólicos: la lengua es­pañola, el alfabeto, el caballo, el molino y, en general, la tecnología avanzada de la época, cuyo monopolio se arro­gaban los colonizadores. Si perpetuaba el destino de los colonizados en la alteridad, contribuía asimismo a repro­ducirlos en una situación de inferioridad y de dependen-

* Versión castellana de Pastora Rodríguez Aviñoá.(**) El presente trabajo re ume unas conferencias que leimos en la

Universidad de Cambridge y en la de Liverpool en noviembre de 1978. así como unas ponencias presentadas en el Coloquio de la Aiociación Francesa para el Estudio y la Investigación sobre los países andinos, en Grenoble, en diciembre de 1979, y en la Semana Latinoamericana de la Universidad de Tou- louse-Le Mirail en marzo de 1979.

eia sociales que determinaba directamente esta diferencia cultural. En definitiva, terminaba por abandonarlos to­talmente al dominio de los que, mejor armados cultural­mente, se colocaban en los niveles superiores de la socie­dad. Conviene, pues, estudiar al indio —ese campesino excluido, cuya exclusión lo somete a modalidades especí­ficas de opresión y de explotación— en tanto que catego­ría social sui gèneris que los españoles establecieron en las tierras andinas y mesoamericanas desde la conquista.

Sin embargo, para resolver esta secuela del régimen caído, habría sido preciso ir más allá de las medidas que tomaron los gobiernos de las jóvenes repúblicas de Perú, Bolivia y Ecuador a partir de 1821, cuyos dirigentes otor­garon al indio los derechos de ciudadanía, suprimieron el estatuto legal de que se hallaba investido, y desmantela­ron la organización comunitaria en la que estaba: confina­do. En la coyuntura continental de principios del siglo XIX, esas medidas que no tocaban sino la condición jurí­dica de los indios se volvieron contraproducentes. La cri­sis económica acentuó aún más el carácter señorial de una formación social que no se había modificado en sus es­tructuras. La consolidación de la gran propiedad patri­monial a exuensas de las antiguas tierras realengas y de los municipios de las viejas comunidades provocó la ex­tensión de la servidumbre. Los mecanismos generadoresode la indianidad continuaron operando sobre el campesi­nado, incluso reduciendo a la condición social y cultural de indio a individuos pauperizados que podían legítima­mente enorgullecerse de ascendencia europea. El Estado embrionario, bajo la presión de duras necesidades finan­cieras, terminó por restablecer más o menos en todas par­tes esa categoría colonial que había sido abolida unos años antes. En 1826, en Perú, los indios, rebautizados indíge­nas o peruanos en oposición a los no indios o castas, se ha­llaban sometidos al pago de la contribución, nueva deno­minación del tributo. El vínculo: colonial con España se

a*

había roto, pero el colonialismo perduraba: se había vuel­to interno.

Es preciso esperar al último tercio del siglo para ver plantearse de nuevo a nivel oficial el problema indio y esbozarse, a nivel del Estado —a cuya reconstrucción se avocan ahora los grupos capitalistas emergentes—, una po­lítica dirigida a solucionar ese problema. Esta política, que ambiciona la asimilación de los indios y su integra­ción en una sociedad de clases en vías de formación, pre­tende lograr la unidad de la nación. Se propone reducir las disparidades étnicas y borrar las diferencias culturales a fin de nacionalizar, homogeneizando el cuerpo social. El ideal nacionalizado»* que se proclama distingue de gol­pe al indigenismo estatal de las otras corrientes indigenis­tas que comienzan a cristalizar en la opinión, algunas de las cuales recubrirán luego las tendencias federalistas, cla­sistas, regionalistas, racistas, tradicionalistas y otras que quedan por aclarar.

El objeto de las páginas siguientes no consiste en ha­cer el inventario de las leyes y decretos que el indigenis­mo de Estado ha producido en el curso de los cien últi­mos años en los países andinos,1 ni evaluar el alcance que haya podido tener cada uno. Pretendemos simplemente, limitándonos esencialmente al caso de Perú, investigar, más allá de las justificaciones de la ideología nacional, los determinantes reales ele la política indigenista, a partir de la hipótesis según la cual las disposiciones gubernamenta­les sobre los indios tienden a favorecer el progreso de las fuerzas productivas y a definir las secuencias que corres­ponden lógica y cronológicamente a las diferentes fases de la edificación local del capitalismo. Se trata de mostrar que, a despecho de ciertas apariencias, esas disposiciones no son tan circunstanciales como se ha pretendido a me­nudo, que se articulan las unas con las otras, y que, en su articulación, constituyen un postigo importante de la política general del desarrollo de la sociedad.

Querríamos asimismo interrogamos sobre las proba­bilidades de inflexión o de cambio que la política indige­nista es susceptible de conocer a corto o mediano plazo en Perú y en los otros países andinos, debido al agotamien­to del modelo de desarrollo y a la entrada del capitalismo en una nueva fase caracterizada por la transnacionaliza­ción del capital. El ejemplo de México, donde el Esta­do parece haber renunciado desde hace unos años a sus principios asimilacionistas e integracionistas para orientar­se a una especie de gestión de la etnicidad, servirá de apo­yo a una breve reflexión prospectiva sobre el curso futu­ro del indigenismo en los Andes.

Espero se me perdone lo esquemático del texto; soy consciente de que no matizo suficientemente; más que el resultado de una encuesta, representa la exposición pro­blemática de una investigación que no está sino en sus comienzos.2

II

El comienzo de la explotación de los yacimientos cos­teros de guano, en los años 1840, prepara el repliegue de la coyuntura que había mantenido a la economía perua­na en el marasmo desde principios de siglo. La extrac­ción y comercialización de este abono natural, cuya de­manda proviene de los países europeos, desencadena un proceso de acumulación interna.3 Favorece la constitu­ción de un ahorro privado que se invierte en primer lugar en las propiedades del litoral. Los nuevos terratenientes emprenden la modernización de las viejas haciendas en los oasis de la costa, y las transforman en plantaciones que produzcan nara el mercado mundial. Se lanzan primero al cultivo de caña de azúcar; luego, un poco más tarde, al del algodón. Este primer cultivo, aprovechando la cri­sis cubana que hace subir los precios, progresa considera­blemente en la costa norte. En 1873, Perú, que habíaexportado 4 500 toneladas de azúcar dos años antes, ex- i. 7

porta cerca de 16000, cifra que se eleva a 55 370 en 1876. Por estas fechas, se cuentan 235 haciendas azucareras en el litoral: 62 en las cercanías de Chiclayo, 38 en torno a Trujillo, 32 en el valle de Pacasmayo, y 29 en el de Lam- bayeque. Así nace, al principio del último tercio del si­glo XIX, el capitalismo en Perú. Económicamente, se li­mita al sector primario, correspondiente a las actividades agrícolas, a las que se añadirán luego las actividades mi­neras, unas y otras orientadas a la exportación. Geográ­ficamente, se concentra en la estrecha franja costera y no se afecta a la sierra más que mediante los enclaves que constituirán a fines de siglo los centros de extracción del mineral del cobre, plomo y zinc.4

El principal obstáculo al desarrollo del capitalismo es la penuria local de mano de obra. La costa se hallaba poco poblada. Su población autóctona había sido des­truida tras la conquista. En 1685, el virrey español de la época estimaba que de unos dos millones de indios que deben haber ocupado el litoral en vísperas de la conquis­ta, no quedaban en total más de unas 4 000 familias. Du­rante la colonia, había sido indispensable introducir es­clavos negros arrancados de Africa, cuyo número se ele­vaba a 17000 en el momento de la independencia. Pero ese contingente de esclavos era muy débil para satisfacer las nuevas necesidades. Desde antes de la abolición de la esclavitud en 1854, ciertos hacendados arman navios o financian expediciones marítimas a Hawai, Polinesia y la isla de Pascua para capturar trabajadores. La población de la isla de Pascua no se repondrá de las pérdidas de­mográficas que le infligen esos piratas al mando de los grandes intereses peruanos. Sin embargo, hawaianos-, po­linesios y pascuanos constituyen una fuerza de trabajo demasiado frágil. Así, en 1849, por iniciativa de un ha­cendado de lea, el gobierno decide promover la inmigra­ción china. Las autoridades portuguesas de Macao favo­recen ese movimiento migratorio que se efectúa en con-'

diciones dramáticas. Los migrantes son a menudo reclu­tados a la fuerza antes de ser vendidos a las sociedades que garantizan su transporte y distribución entre las ha­ciendas peruanas. Durante la ejecución del contrato que eran obligados a firmar y cuya duración inicial de cuatro años pronto se elevó a ocho, se les asignaba una residen­cia en el lugar de trabajo. Entre esta población trans- plantada contra su voluntad y esclavizada en un país del que ignora hasta la lengua, los suicidios abundan y las revueltas son frecuentes. La más importante tuvo lugar en Pativilca en 1870.5

Entre 85 000 y 95 000 chinos entran así a Perú de 1848 a 1874. Aunque buen trabajador, el chino cuesta caro. El periódico limeño La Patria calcula que le sale en 204 piastras anuales al hacendado, quien sin duda tendría interés, estima el órgano de prensa, en recurrir al traba­jo libre. Cuando en 1874, Portugal —ante las presiones internacionales— pone fin a la emigración china, los ha­cendados se resignan a aceptarlo. Sin embargo, para po­der recurrir al trabajo libre, es preciso crear de antema­no un mercado de trabajo que aún no existe. Las gran­des masas susceptibles de alimentarlo se encuentran en­ganchadas en la zona andina y controladas por las viejas aristocracias terratenientes que las dominan desde la co­lonia. La creación de un mercado de trabajo vuelve ine­vitable el conflicto entre el grupo de capitalistas costeros y los hacendados de la sierra que monopolizan la mano de obra, conflicto que la importación de trabajadores del Pacífico y de China había permitido aplazar.

El problema se plantea en los mismos términos, más o menos en el mismo momento, en Ecuador, donde los hacendados de la llanura litoral de Guayas tratan deses­peradamente de abrirse un acceso a la fuerza de trabajo india del interior. El choque de sus intereses y los de !os terratenientes tradicionales de la sierra se manifiesta abier­tamente cuando se subleva la población indígena de la

región de Chimborazo en 1893. Para la prensa de Qui­to, que refleja fielmente la opinión de los hacendados, ese levantamiento es una nueva guerra de castas declarada a la civilización por la barbarie. Los periódicos de Gua­yaquil son mucho más circunspectos. El Diario de Avisos no ve en la insurrección sino la consecuencia lógica e inevi­table del sistema de ooresión en el que mantiene la élite del interior a los indios, sistema al que el órgano de los impor­tantes grupos económicos costeros denuncia no tanto por su injusticia como por su arcaísmo y falta de productividad. En su número del 27 de marzo de 1893, el Diario ampliaba el debate: “El interior que no produce casi nada, posee bra­zos de sobra. . . mientras que la costa. . . esa gran colme­na de nuestra patria, sin cuyo trabajo la República no se­ría nada. . . los necesita”. Todo sucede como si se con­servara “a los indios en el interior para que se subleven por millares, en lugar de traerlos al litoral para que se ci­vilicen y adquieran hábitos de trabajo y ahorro”. Si con­tinúa viviendo en la sierra, “sin posibilidad de trabajar y enriquecerse, la raza india no saldrá jamás de su etapa actual de postración”. El asunto se amplía: es preciso arrancar al indio de sus tutores tradicionales que le man­tienen en el ocio y la miseria. La solución preconizada consiste en generalizar la conscripción militar de los in­dios y enviarlos a la costa donde, “una vez desmoraliza­dos, venderían su fuerza de trabajo a las haciendas, to­mando así poco a poco conciencia de las ventajas que pro­cura la vida moderna”. 6 Pero los hacendados que no piensan dejarse despojar de “sus” indios, vigilan para que esta sugerencia quede sin efectos.

Se trataba asimismo de una revuelta que dio a los capitalistas peruanos la ocasión de tomar distancia de los hacendados con quienes aún debían integrar las instan­cias superiores del Estado. En 1902, los indios de la pro­vincia de Chucuito se levantan. El movimiento es repri­mido por la fuerza pública; pero el Congreso, donde el

partido civilista defiende los grandes intereses costeros, nombra una comisión investigadora de las causas de esta insurrección. El informe de la comisión ante la Cámara es abrumador. Más allá de la denuncia de los abusos de todo tipo de que son víctima los campesinos indios, por primera vez se instruye oficial y públicamente el proceso a los terratenientes tradicionales. En 1909, una mayoría parlamentaria civilista vota una ley que prohíbe los ser­vicios personales exigidos a los indios. En 1916, el civi­lismo que se ha consolidado en el poder hace adoptar un texto legislativo que pretende introducir relaciones de pro­ducción capitalista en la formación social todavía precapi- talista de la sierra. Ese texto obliga a los hacendados a re­munerar a sus trabajadores en metálico. Fija una tasa mí­nima remunerativa de 0.20 centavos diarios, lo que repre­senta el salario promedio de los trabajadores agrícolas de las haciendas costeras. Por otra parte, prohíbe retener a la mano de obra en contra de su voluntad en las haciendas, y secuestrar bienes, animales o personas por deuda. Mues­tra una intención de destruir el sistema de dominación pre­valeciente en el interior, a fin de promover la movilidad de mano de obra en favor de las plantaciones costeras. No es seguro que el legislador haya creído posible que los ha­cendados pudiesen asalariar a sus antiguos siervos sin pro­vocar su propia ruina. Para él, lo esencial era sin duda que estos últimos fuesen liberados de la servidumbre y en­grosasen las filas ralas del proletariado. En su opinión, los indios emancipados no podían sino abandonar a sus anti­guos amos para esparcirse en los polos de desarrollo capita­lista del litoral y asir los empleos asalariados que les ofre­cían en esta región.

En 1919, el ascenso de Leguía a la presidencia marca el triunfo de la oligarquía costera sobre las aristocracias del interior, que pasan a ser secundarias y marginales. Los once años que Leguía conservará el poder presencian la ra­cionalización de una política indigenista cuyos primeros ja-

Iones habían sido planteados por los civilistas desde prin­cipios de siglo. La finalidad de esta política no cambia. Más que nunca se trata de desligar al campesino indio de la gleba para hacerlo entrar en el mercado de trabajo. Apa­rentemente, la primera medida indigenista de la nueva ad­ministración parece buscar ese objetivo. La constitución promulgada en 1920 reconoce la existencia legal de las comunidades indias (art. 58) cuyas tierras se vuelven in­alienables (art. 41). Pero esta medida constitucional se toma menos en favor de los indios que contra los hacen­dados quienes, en el sur, en el interior de las provincias de Puno, Cuzco y Arequipa sobre todo, intentan compen­sar en extensión, mediante las tierras indias que invaden, lo que no pueden ganar en productividad, para tratar de competir con los hacendados costeros. Por otra parte, el mismo gobierno que protege a las comunidades desde el exterior, contra la usurpación por parte de las fincas que conocen su última fase de expansión, organiza su destruc­ción desde el interior. En 1922, decide la supresión del cuerpo jerarquizado de los varayoq, que constituye el ele­mento fundamental de la integración comunitaria. El reconocimiento legal de las comunidades y la supresión de los varayoq, que aparecen como decisiones contradicto­rias, si se analizan, resultan muy complementarias. La comunidad, una vez sustraída a la codicia de las hacien­das, está condenada a descomponerse, a perder su carác­ter corporativista, a transformarse en comunidad rural abierta. En estas condiciones podrá verterse sobre el mer­cado de trabajo la mano de obra que encierra. Mano de obra que continúa siendo escasa, puesto que el Estado no encuentra suficientes campesinos separados de sus medios de producción para llevar a cabo su proyecto de construc­ción caminera, y le es necesario restaurar el servicio en el marco de la conscripción vial.

No entraremos en detalle en las otras medidas de ca­rácter indigenista que se tomaron durante el período de

Leguía. Nos limitaremos a destacar que, en los años 1920, el Estado trata de ampliar sus competencias y centralizar sus decisiones. El aparato estatal se desarrolla en el in­terior, donde sus agentes se vuelven cada vez menos sen­sibles a los intereses de los poderosos regionales y locales tradicionales. Prefectos, subprefectos, jueces, más firme­mente controlados desde la capital, garantizan a los campe­sinos indígenas una mejor protección contra los abusos más injustos de los hacendados, acorralados y a la defensiva. Por otra parte, se establecen paulatinamente estructuras alternativas para la ubicación del campesinado indígena. En 1921, dentro de la Secretaría de Desarrollo se crea la Dirección de Asuntos Indígenas. Al año siguiente se fun­da el Patronato de la Raza Indígena que abre una oficina en la capital de cada provincia. Una burocracia indigenis­ta destinada a proliferar se encarga directamente de los indios.

III

La gran depresión y sobre todo la segunda guerra mundial marcan la entrada del capitalismo peruano en una nueva fase de su desarrollo. Hasta entonces, Perú ha­bía producido artículos agrícolas (azúcar, algodón) y mine­rales metálicos (cobre, plomo, zinc). Gracias a los ingresos por la exportación de esos productos, adquiría los bienes industriales que necesitaba en el mercado mundial. Aho­ra bien, los precios de sus productos de exportación se hunden. Por esta razón, la importación de bienes indus­triales debe ser drásticamente disminuida por falta de me­dios de financiamiento. Es preciso esperar a 1940 para que la fuerte demanda de los países metidos en el con­flicto internacional provoque un nuevo vuelo de los pre­cios que alcanzan pronto cifras sin precedentes. Sin em­bargo, el sistema de cambio que prevalecía en vísperas de la crisis no se restablece. Las divisas que afluyen no per­miten comprar productos manufacturados como antes.

Estos no son llevados al mercado por las grandes poten­cias industriales que reorientan su potencial productivo en función del esfuerzo bélico. Tal situación favorece la creación de una industria nacional que produzca los bie­nes manufacturados que no pueden ser importados. Ese proceso de industrialización mediante la sustitución de im­portaciones sera formalizado uor los economistas de la CE- PAL en el transcurso de los años 1950, pero se venía ges­tando desde unos 15 años antes. Se pueden remontar sus orígenes a las medidas tomadas por el gobierno de Benavi­des para animar al capital nacional a invertir en la indus­tria y para proteger la producción industrial peruana de la competencia extranjera mediante una manipulación de la tarifa aduanal.7

El capitalismo peruano, acantonado básicamente en el sector agro-extractivo, se extiende al sector secundario, el que corresponde a las actividades manufactureras. Para proseguir su expansión en ese sector, necesita antes de nada mano de obra, pero una mano de obra cuyas carac­terísticas son sensiblemente diferentes de las que emplean hacendados y mineros. La industria requiere trabajadores estables y calificados, provistos de un mínimo de instruc­ción que no necesita un cortador de caña o un minero. Pero le es indispensable un mercado interno, es decir, una población con un ingreso suficiente para absorber los bienes producidos. La industrialización no se sostiene sino a condición de encontrar una fuerza de trabajo ade­cuada y una masa de consumidores suficientemente am­plia para justificar la producción.

A partir de esta época, la política indigenista ayuda a la creación de esas condiciones, la segunda de las cuales, con el tiempo, adquiere más y más importancia en un país donde el ingreso se encuentra extremadamente con­centrado y donde la mayoría de la población vive todavía al margen de la economía monetaria. Si bien trata de integrar a los indios en la estructura nacional de clases

—de hecho, de proletarizarlos— destaca su asimilación cul­tural mediante la educación. Con esta finalidad asimi- lacionista se funda en 1929 dentro del Ministerio de Ins­trucción Pública, la Dirección de Educación Indígena que, dos años más tarde, coordina un ambicioso plan edu­cativo que elaboró con vistas a escolarizar la infancia in­dia. En 1939, se crean las “brigadas de culturización” ins­piradas en las “misiones culturales” que Vasconcelos ha­bía instituido en México en los años veinte. Cada briga­da, compuesta de dos maestros, una enfermera, un técni­co agrícola y un mecánico, recibe un perímetro de acción desde el cual se irradia, pasando de un pueblo a otro pa­ra enseñar los rudimentos del español, de la higiene, de la agricultura moderna y de las artes mecánicas a las cua­les el desarrollo rápido de los transportes por carretera pro­mete un gran futuro. El presidente Manuel Prado, que otorga un lugar importante a los temas indigenistas en su campaña electoral de 1939, adopta por lema “gobernar es educar”. En virtud de esto, destina más de mil millo­nes de soles a la educación en el presupuesto de 1940. La ley orgánica de instrucción pública que promulga al año siguiente tiene como objetivo “culturizar al indio” (art. 39). En las escuelas, donde la mayoría de los niños no entiende español, la enseñanza podrá impartirse en una lengua indígena, pero el objetivo final continúa siendo la castellanización (art. 124). De todos modos, se prohíbe la creación de escuelas especiales para los indios. Prado durante su segundo mandato presidencial, y luego de él Belaúnde, proseguirán el esfuerzo educativo.

La escuela no se limita a dotar a los indios de un bien cultural —el español— que les era inaccesible. No les proporciona simplemente las calificaciones que el sec­tor industrial exige a la mano de obra. Despierta asimis­mo nuevas aspiraciones y nuevas necesidades. Contribu­ye a la formación de una demanda que la política indige­nista trata de solucionar a fin de ampliar el mercado in~

terno de bienes y servicios. Inscribir al indio en el cir­cuito de los intercambios monetarios, transformarlo no só­lo en productor sino también, cada vez más, en consumi­dor, tal es el sentido en que se orienta la acción indige­nista. En 1940, una delegación peruana participa en los trabajos del primer congreso Indigenista Interamericano reunido en Pátzcuaro a iniciativa de México, para hacer un balance de las experiencias realizadas en el dominio de la promoción cultural, social y económica de las co­munidades indias. Ese congreso termina en la fundación del Instituto Indigenista Peruano, en 1946. Se estable­ce en 1959 un Plan Nacional de Integración de la Po­blación Aborigen. Un poco más tarde, en 1963, se crea Cooperación Popular, más directamente ligada al partido en el poder. Esos organismos, a los que se añadirá SI- NAMOS a partir de 1968, actúan a nivel local, en el marco de la comunidad campesina india, a la que ofre­cen los medios de emprender su propio desarrollo. La metodología del desarrollo comunitario que ponen en mar­cha deja teóricamente en manos de los indios la tarea de definir el orden de prioridad de sus necesidades en cuya satisfacción participa el poder público aportando el capi­tal y la técnica. Pero, de hecho, bajo la apariencia de una ideología que se dice “democrática” y a menudo coo­perativista, hace recaer en los indios, quienes deben co­lectivamente proveer trabajo en contrapartida a esa apor­tación, una parte sustancial de su modernización. La re­forma agraria de 1964, y luego la de 1969, que echa aba­jo definitivamente los vestigios del sistema de dominación tradicional en el país, abrieron a los agentes del desarro­llo comunitario vastas posibilidades de acción, y al Esta­do “desarrollista” unas no menores posibilidades de inter­vención sobre las masas rurales que no pueden sino en­trar en las nuevas estructuras democráticas que le están destinadas. El régimen militar del general Velasco es un buen ejemplo de que esas posibilidades han sido aprove­chadas.

Consideradas independientemente las unas de las otras, es obvio que las medidas adoptadas por el Estado en favor de los indios desde hace más de un siglo no siem­pre han surtido efectos inmediatos y que su alcance a cor­to plazo continúa siendo a menudo reducido. No es me­nos excesivo afirmar que las leyes, decretos y programas indigenistas han desembocado en el fracaso o que no han servido de nada.8 Y sería totalmente erróneo creer que sólo han sido dictados por un sentimiento humanitario y que no son prueba más que de una buena voluntad o una mala conciencia, o bien una preocupación por disimular bajo una fachada de honorabilidad las taras de la socie­dad. En realidad, constituyen las etapas de una políti­ca de la transición al capitalismo y de la expansión a la vez sectorial (de las actividades primarias de exportación a las actividades secundarias) y territorial (de los oasis costeros a la sierra andina) de ese modo de producción. En lugar de confrontar los resultados de cada uno con los objetivos que proclaman, parece más fructuoso situar­los en el interior del movimiento general de la sociedad que les confiere su verdadero significado.

Queda por saber si, en el futuro, la política indige­nista tiene posibilidades de continuar en base a los mis­mos principios que no ha cesado de aplicar hasta ahora. El agotamiento del modelo nacional de desarrollo, el cues- tionamiento de la división internacional del trabajo y el surgimiento de un nuevo orden mundial —o, lo que es lo mismo, la entrada del capitalismo en una nueva fase- justifican esta cuestión.

El agotamiento del modelo nacional de desarrollo no se manifiesta solamente en Perú. No tiene que ver con la experiencia que las fuerzas armadas han realizado a partir de 1968, aunque el fracaso de esta experiencia ha­ya contribuido a ponerle término más rápidamente. El fenómeno se observa en grados diversos en los otros paí-

ses andinos y de América Latina que han tomado, en di­ferentes grados, conciencia de ello. El estado crítico que instaura resulta de una combinación de varios factores. El primero lo constituye la demografía, una demografía “galopante” que hace crecer a la población a un ritmo del 3% anual. La tasa anual de crecimiento que se si­tuaba en 1.4% en 1940, pasa a 2.4% en 1964, para al­canzar un 3.1% en 1970, nivel en el que tiende a mante­nerse a lo largo del decenio. En un país que contaba con menos de 7 millones de habitantes en 1940, el censo de 1961 le concede 10.5 y el de 1972, 13.5 millones. Según las primeras estimaciones, Perú tendría actualmente unos 19 millones de habitantes. Su población se habría casi triplicado en poco menos de cuarenta años.

Durante el mismo período, la distribución geográfi­ca de esta población en fuerte expansión se ve modifica­da por las migraciones internas. Desde principios de los años 1940, los serranos bajan la vertiente occidental de la cordillera en números crecientes, para establecerse en la costa. El interior montañoso, donde todavía en 1940 vi­vían el 62% de los peruanos, no retenía más que el 51.5% once años más tarde, mientras que los efectivos de la es­trecha franja costera que representaban el 25% del con­junto de la población, se inflan hasta representar el 40%. Es probable que hoy el peso demográfico del litoral esté en equilibrio y a punto de sobrepasar al interior. Las ciudades costeras son el destino principal al que se dirige ese flujo que hace cambiar el centro de gravedad de la población. Entre 1940 y 1965, Trujillo, Chiclayo y Piu- ra ven triplicar su población, mientras que Chimbóte, pe­queño centro pesquero de 4000 habitantes, acoge a una buena centena de millares de recién llegados. En cuan­to a la aglomeración metropolitana Lima-Callao estalla li­teralmente bajo la corriente de provincianos que es inca­paz de refrenar y canalizar. De los 600 000 habitantes en 1940, su población pasa a 1.8 millones en 1961, luego

a 3.3 millones en 1972. Se rodea de urbanizaciones “sal­vajes”, las barriadas, donde se hacinan actualmente entre un tercio y la mitad de sus cinco millones de habitantes.9 Dado que las tendencias demográficas tienen una gran amplitud, lo que dispara la curva de la población perua­na, deben tomarse en consideración al iniciarse cualquier análisis a largo plazo. Aun si la fecundidad cayese de la noche a la mañana, esta tendencia continuaría prevale­ciendo durante los 30 ó 40 años próximos.

Hacia 1950, el problema que tanto había preocupa­do a los promotores del capitalismo peruano parecía re­suelto. Alimentado por las migraciones interregionales, se había constituido un mercado de trabajo relativamente ho­mogéneo y fluido. Las necesidades de mano de obra de la economía moderna de la costa se hallaban cubiertas, al menos cuantitativamente. Pero estaba a punto de apare­cer otro problema que no surgirá a la luz hasta mucho después. Por extraño que parezca, el vuelo de la econo­mía sostenida por la industrialización es cada vez más in­capaz de dar trabajo a una corriente humana más y más numerosa que lo exige. Treinta años antes, la oferta de empleo excedía a la demanda; ahora, es la demanda la que excede a la oferta, v esto en proporciones crecientes. La capacidad de la industria para crear puestos de trabajo sigue limitada; es en cualquier caso inferior a las expecta­tivas y muy inferior a las necesidades. Una encuesta rea­lizada por el Departamento de Sociología de la Universi­dad de San Marcos de Lima a principios de los años 1960, constata que el número de obreros industriales aumenta muy moderadamente.10 De hecho, este aumento no guar­da relación con las inversiones en el sector. De 1963 a 1970, según las estadísticas de las Naciones Unidas recogidas por la PREALC, su tasa media anual se estableció en 1.78%, es decir, una tasa aproximadamente cuatro veces menor que la del capital invertido entre, las mismas fechas en el conjunto de las ramas manufactureras.11 Los recursos de

las empresas con técnicas más modernas, que tienden a sustituir al hombre por la máquina a fin de disminuir los costos unitarios de producción, explican este estancamien­to relativo del proletariado industrial cuyo porcentaje en el total de la fuerza de trabajo es de un 20%. La inter­vención de las firmas transnacionales que comienzan a operar en Perú acentuará la degradación tendencial de la relación de los empleos creados por unidad de capital in­vertido. Por una parte, las transnacionales detentan la tecnología de punta cuya operación, que supone grandes medios financieros, crea pocos empleos. Por otra, al in­sertar en la economía mundial, que ellas reestructuran, una industria que se había desarrollado al interior de las fronteras nacionales, someten la producción con mayor rigor a los imperativos de productividad y competividad cuya incidencia sobre el nivel de ocupación es negativa.12

Las fuerzas armadas que se hicieron del poder en 1968 en base a un programa de ruptura con el capitalis­mo, no cuestionaron ese modelo de desarrollo que ahorra mano de obra e intensifica el capital. Al contrario, lo em­pujaron a sus límites extremos y ampliaron su campo de aplicación de la industria a la agricultura mediante la re­forma agraria. A partir de 1969, el sector agrícola refor­mado se moderniza y racionaliza. Las haciendas azuca­reras de la costa que ya constituían verdaderos complejos agro-industriales altamente íecnificados se tecnifican aún más para evitar la contratación de los migrantes que des­cienden cada año de la sierra a efectuar la zafra. Se es­tima en unos 20 000 el número de empleos temporales que han suprimido así después de su nacionalización y de su organización en Cooperativas Agrícolas de Producción. En la sierra, las Sociedades Agrarias de Interés Social, que reagrupan a las haciendas expropiadas y a las colec­tividades agrarias circundantes, limitan la contratación a la mano de obra establecida sobre la antigua propiedad y confinan 3 sus otros miembros a la condición de accio­

nistas ociosos de la empresa. En cuanto a las Comunida­des Campesinas, el estatuto del que se hayan dotadas re­tira todo derecho a su población de ese mínimo de segu­ridad que representa la posesión de una parcelita submar- ginal para la masa flotante de campesinos que se despla­zan casi permanentemente de ciudad en ciudad y de la ciudad a su lugar de origen en búsqueda de medios de subsistencia. La reforma agraria, que no es de hecho más que una tentativa de redefinición en un sentido más amplio del Perú útil, ciertamente ha contribuido a redu­cir la ocupación agrícola, mucho más que a elevar su ni­vel.

Por añadidura la reforma agraria se traduce en una política de precios agrícolas ruinosa para el productor. La importancia demográfica y política de los centros urbanos lleva al gobierno a dar prioridad absoluta al aprovisiona­miento de las ciudades al menor costo. A fin de mante­ner los artículos alimenticios de primera necesidad accesi­bles al mayor número de citadinos, de evitar los problemas debidos al encarecimiento constante de la vida, y de fre­nar la inflación, h central de comercialización a la cual el sector reformado de la agricultura debe vender, ofrece pre­cios a la producción que remuneran muy mal el esfuerzo campesino. La consecuencia es que la producción alimen­ticia decae y es preciso consagrar 12 mil millones de soles a subvencionar las importaciones de alimentos básicos en 1972-1973, y 13 mil millones al año siguiente. Esas me­didas seguramente son dictadas por la coyuntura particu­larmente difícil que atraviesa el Perú; sin embargo, se ins­criben en una tendencia que se inicia a principios del decenio anterior y que implica sacrificar cada vez más a los pequeños agricultores en beneficio de los consumido­res urbanos. A partir de 1960, la agricultura alimenticia relativamente bien protegida se ve paulatinamente ex­puesta a la competencia internacional por los poderes pú­blicos que no dudan en recurrir a la importación masiva

n

para suplir sus carencias, sin consideración alguna para con el ingreso del campesino que no cesa de ser esquil­mado. 13

Este encuentra ahí una razón más para probar su suerte en la ciudad donde se suma al número creciente de individuos reducidos al paro o al subempleo, que vi­ven de apaños en lo que las instancias internacionales de­nominan con infinito pudor el “sector informal” (servi­cios ocasionales, comercio ambulante y otras actividades no especificadas).14 En 1969, el gobierno militar eva­luaba en un 24% la proporción de la población económi­camente activa que se hallaba en paro más o menos dis­frazado o en subempleo. El plan nacional, lanzado en 1971, se proponía bajar ese porcentaje a 18 en cinco años, aumentando en 40% el número de puestos de trabajo. Dos años después de la terminación del plan, las autori­dades gubernamentales reconocían que ese objetivo no se había alcanzado. No sólo el subempleo había aumenta­do en cifras absolutas sino que el número de individuos subempleados representaba el 47% de la población eco­nómicamente activa en 1977 según las fuentes oficiales, y entre un 55 y un 60% según estimaciones menos con­servadoras pero tal vez mejor fundadas. Al menos la mi­tad de los peruanos en edad de trabajar se hallan conde­nados por el sistema social a la improductividad total o parcial, así como a la marginalidad en relación a un mer­cado de bienes y servicios que deja de ampliarse y sobre el que no pueden intervenir en calidad de consumidores a falta de ingresos. La masa que forman sobrepasa de lejos la dimensión de un “ejército de reserva” destinado a ser un lastre para los salarios, al punto de representar una amenaza directa al orden establecido. Ya ni se plan­tea la cuestión de saber a qué precio esta fuerza de traba­jo desocupada es susceptible de venderse; más bien se tra­taría de saber si podría encontrar una ocupación aunque se ofreciera gratis. Desde ahora la respuesta parece ser negativa.

La incapacidad del sistema social para absorber una población en expansión creciente, para proporcionarle un empleo y, por ende, un ingreso, prueba la caducidad de las finalidades de la política indigenista. La integración de los indios que la euforia económica de los años 1940 y 1950 llevó a estimar necesaria y próxima, se ha vuelto un objetivo perfectamente irrealista que se sitúa cada vez más en el dominio de la utopía. México, que tomó con­ciencia mucho antes del atolladero en que desembocaba el modelo de desarrollo y de la grave situación resultan­te, ya ha sacado todas sus consecuencias. En 1971, el indigenismo integracionista y asimilador empezó a cues­tionarse oficialmente, incluso se denunciaba en nombre de la defensa de la etnicidad y de las culturas indígenas en las que de repente el gobierno descubría virtudes iné­ditas. El Instituto Nacional Indigenista (IN I) con el cual se identificaba, que había elaborado una tecnología social original para promoverlo, veía reducidas sus atribu­ciones en favor de nuevas instituciones, entre otras la CNC. En unos años, las comunidades indígenas fueron reagrupadas en “etnias” o “pueblos” en base a criterios lingüísticos. Cada etnia fue provista por la autoridad po­lítica o administrativa de un “consejo supremo” compues­to muy a menudo de maestros indígenas bilingües, es de­cir, funcionarios, considerados como representantes de su “pueblo” ante el gobierno mexicano, pero cuyo margen de maniobra vis-a-vis este gobierno que es su patrono se encuentra muy reducido. En 1974, se inauguró solem­nemente un Congreso Nacional de Pueblos Indígenas. Como medida de seguridad, la delegación de cada “pue­blo” se hallaba flanqueada por un cierto número de “ase­sores fraternos”, necesariamente no indígenas. Los de­bates, llevados sin rodeos, versaron esencialmente sobre reivindicaciones de orden cultural (protección de lenguas indígenas, defensa de las tradiciones, realce de los valores

artesanales) cuya discusión prevaleció sobre la de los pro­blemas sociales y económicos a los que se enfrentan los indígenas. Esta nueva política indigenista, que va acom­pañada de un reforzamiento neto del control político, ad­ministrativo y a veces policíaco, y que se apoya en los ele­mentos más conservadores y más tradicionalistas de las co­munidades —cuya posición a su vez refuerza—, se inserta por otra parte en un plan más general de contención y de organización del conjunto del campesinado en su irre­mediable marginalidad. En 1977, en una serie de trece emisiones difundidas por todas las cadenas de la televi­sión rural y elocuentemente tituladas No tendrás ningún lugar a donde ir, el gobierno hacía saber a los campesinos que la sociedad no podía procurarles mejores condiciones que en las que se hallaban confinados y a las que debían resignarse.15

Dada la similitud de las situaciones a que deben ha­cer frente Perú y México, y habida cuenta de la influen­cia que siempre ha ejercido el indigenismo mexicano en los países andinos, es posible que el gobierno peruano re­oriente de la misma manera y en la misma dirección su política indigenista en un plazo más o menos breve. El régimen militar ha liquidado, mediante la reforma agra­ria, lo que quedaba de la formación social colonial que engendraba la indianidad. Ha hecho así posible la inte­gración de las masas indígenas en la estructura nacional de clases. Ahora bien, esta integración, en el momento mismo en que por fin se vuelve posible, cesa de ser rea­lizable. Ha contribuido a provocar entre los indios una explosión de demandas culturales, sociales, económicas e incluso políticas, que aumentan y que se expresan cada vez con mayor impaciencia. Ahora bien, esas demandas no pueden ser satisfechas por la sociedad tal como existe. La movilización de una población en vías de sobre-moder­nización relativa constituye un desafío al que ningún go­bierno puede escapar.

Cierto que siempre se puede emplear la mano dura para mantener al margen esta población que es inutiliza- ble por el sistema social, y recurrir a la violencia policía­ca o militar a fin de reprimir las necesidades que mani­fiesta. Pero tal solución, además de que inquieta a los seres sensibles y que aliena a la opinión internacional, presenta el inconveniente de ser poco eficaz a largo pla­zo. Desde 1975, el ejército peruano se encuentra ante la trágica experiencia de sus insuficiencias, con el fracaso de SINAMOS y la generalización de una agitación agraria que, apenas apagada aquí, prende con mayor vigor allá, sin que ninguna formación política esté en condiciones de canalizarla. La solución alternativa consistiría en al­macenar los efectivos supernumerarios en las zonas de po­co interés económico y estratégico, encerrarlos en sus len­guas, trajes, tradiciones, en suma, congelarlos en el arcaís­mo y la miseria mediante una gestión de su etnicidad, como parece estarse haciendo ya en México.16 Una tec­nología “dulce” que las ciencias sociales se hallan en po­sición de elaborar, fundada sobre todo en la utilización intensiva de los medios masivos de comunicación, permi­tiría acantonar a los excluidos en reservas de la sierra, manteniéndolos en sus supersticiones y su pasividad para evitar cualquier veleidad de revuelta de su parte. El cien­tífico social tomaría el relevo del policía y del militar pa­ra despertar en ellos una “conciencia étnica” que los colo­caría como “diferentes” y que legitimizaría a sus propios ojos, dada esta supuesta diferencia, la exclusión de que son objeto. No se trataría de alterizar para explotar me­jor, como en tiempos del colonialismo español y, luego, del colonialismo interno, sino de convertir en otros a los que ya no son explotables. Esta política de encierro no dejaría de encontrar etnólogos aficionados al exotismo pa­ra cortarles un traje ideológico decente en lino blanco de relativismo cultural. Podría así volver a encontrar sus pri­

meros instrumentos en ciertos movimientos recientes que parecen un tanto folklóricos, como el Movimiento Indio Peruano, pero que se hallan cercanos al poder. En esta perspectiva, el proyecto de las fuerzas armadas que tal vez ya era anacrónico en el momento de su formulación, apa­recería no sólo como la tentativa más coherente y la de mayor empuje que se haya hecho jamás para “nacionali­zar” a la sociedad peruana, sino también como la última que la historia del Perú puede conocer.

Unos 150 años después de San Martín, Velasco ha decretado la abolición del indio. Pero uno de sus suce­sores bien podría resucitarlo, o, mejor todavía, hacer na­cer de sus cenizas a los “pueblos” quechua y aymara, las “étnicas” wanka, kolla, lukana y otras, a quienes se les en­señaría a ser dignos de sus antepasados precolombinos que vivían felices en sus montañas con 1 000 calorías diarias, y que iban a reunirse en su felicidad eterna con el dios Sol a una edad promedio de 25 años, rodeados de los so­corros de los brujos implorantes de Wamani. Con ban- tustantes semejantes, donde se estacionarían bocas inútiles y brazos inexplotables, el Perú ahora “plural” se situaría más allá del Estado-Nación que jamás ha logrado reali­zar. Territorio multiétnico, abierto a la feudalidad de las transnacionales, prefiguraría entonces un porvenir pro­bable que nos concierne a todos. Sería su manera propia de adelantarse a su tiempo.

N O T A S

1 Para el Perú, ese inventario ha sido hecho por Thomas D avies, Indian integration in Perú: a half century of experience (1900- 1948), Lincoln, 1974.

2 Investigación emprendida por el equipo de investigación sobre las sociedades campesinas indígenas de América Latina que di­rige el autor en CREDAL (CNRS).

3 Véase Heraclio Bonilla, Guano y burguesía en el Perú, Lima, 1974.4 Sobre el capitalismo peruano, además de la obra ya citada de Bo­

nilla, consúltese Jean Piel; Capitalisme wgraire au Pérou, Parla,

1976; Henri Favre, “El desarrollo y las formas del poder oligár­quico en el Perú”, en Francois Bourricaud, Jorge Bravo, Henri Favre La oligarquía en el Perú, Lima, 1969; y del mismo MPou- Yoir oligarchique et reforme agraire au Pérou” en Henri Medras y Yves Tavervier (eds.) Terre, paysans et politique, vol. I, París, 1969.

5 Cf. Watt Stewart, Chínese bondage in Perú, Durham, 1951.6 El Diario de Avisos de Guayaquil, sobre todo su número 1485 del

27 de marzo de 1893, cuyos artículos consagrados a la revuelta de los indios de Ghimborazo se compararán con los que publica so­bre el mismo asunto El Republicano de Quito.

7 Baltazar Caravedo, Burguesía e industrialización en el perú (1933- 1945), Urna, 1976.

8 Es la opinión de Davies (o p . cit-) que concluye su obra consta­tando el fracaso de toda la política indigenista.

9 Sobre los movimientos migratorios interregionales y los fenóme­nos de urbanización “salvaje”, véanse los trabajos de José Matos Mar, Las barriadas de Lima, Lima, 1966; y Urbanización y barria­das en América del Sur, Lima, 1968.

10 Guillermo Briones y José Mejía Valera, El obrero industrial; as­pectos sociales del desarrollo económico del Perú, Lima, 1964.

11 Patricio Miller, “Enfoque sobre demanda de trabajo”, Investiga­ciones sobre empleo, No. 12. PREALC, Organización Internacio­nal del Trabajo, Santiago 1978.

12 Se observará a este propósito que las disposiciones del acuerdo de Cartagena sobre las inversiones extranjeras en los países del Pacto Andino no afectan en definitiva más que a las empresas media*- nas. Las firmas transnacionales han logrado darles la vuelta sin dificultad aparente.

13 Adolfo Figueroa “Política de precios agropecuarios e ingresos ru­rales en el Perú”, Allpanchis, No. 14, 1979.

14 Sector informal; funcionamiento y políticas, PREALC, Organiza­ción Internacional del Trabajo, Santiago, 1978.

15 Un análisis del viraje de la política indigenista de México a par­tir de 1971 se halla en Henri Favre, “L’indigénisme mexicain: crise et reformulation” en Le Mexique en 1976 (Actas del Congreso In­ternacional de Mexicanistas), Perpignan,. s . f . /1977/. Ese texto se publicó en México con el título “El indigenismo mexicano: crisis y replanteamiento”, El Trimestre Político, No. 2, 1977.

16 Gestión de la etnicidad a la que las ciencias sociales, anuentes con los poderes locales, le prestan las técnicas. Los grupos de investigación prospectiva de ciertas agencias internacionales pa­recen otorgarle una gran importancia en el equilibrio del nue­vo orden mundial.